Viva Siva - Indiana James

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La luna recorría tranquilamente las cumbres de las nubes, aprovechando cada

intersticio de la jungla para teñir de blanco los paisajes nocturnos, inquietando


a las fieras y a las aves y sometiendo a sus leyes desconocidas las
predicciones de los adivinos.
También dibujó con sus trazos claros las estatuas repetidas del templo casi
sepultado en la vegetación, pero no pudo adentrarse en los tortuosos
pasadizos que conducían hasta la gigantesca nave central donde se reunían
ordenadamente varios centenares de hombres con turbante, silenciosos y
semidesnudos.

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Indiana James

¡Viva Siva!
Bolsilibros - Grandes aventuras - 38
Indiana James - 38

ePub r1.0
Titivillus 13.10.2024

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Título original: ¡Viva Siva!
Indiana James, 1987
Cubierta: Almazán

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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INTRODUCCIÓN

La luna recorría tranquilamente las cumbres de las nubes, aprovechando


cada intersticio de la jungla para teñir de blanco los paisajes nocturnos,
inquietando a las fieras y a las aves y sometiendo a sus leyes desconocidas las
predicciones de los adivinos.
También dibujó con sus trazos claros las estatuas repetidas del templo casi
sepultado en la vegetación, pero no pudo adentrarse en los tortuosos
pasadizos que conducían hasta la gigantesca nave central donde se reunían
ordenadamente varios centenares de hombres con turbante, silenciosos y
semidesnudos.
También la bóveda interior de la cúpula estaba sembrada de pequeñas
estatuas que parecían oscilar a la luz de las antorchas, pero todo no era
primitivo en aquel lugar, los ceñudos guardias que controlaban las aberturas
de acceso portaban livianas metralletas semejantes a las que podía comprar en
el mercado internacional cualquier señor de la guerra libanes o ciertos grupos
terroristas con cuentas bancarias abultadas.
El plano central estaba presidido por una vetusta estatua femenina con dos
brazos a cada lado. Sobre los pechos desnudos el artista había tallado
guirnaldas de pequeñas calaveras; la estatua, sentada en la posición del loto,
desmentía con la expresión diabólica de su rostro la búsqueda de cualquier
otro paraíso que no fuera el del mal.
Un pequeño grupo de músicos batía un son insistente a base de flautas y
tamboriles, un humo evanescente perfumaba la atmósfera y los fieles parecían
adormilados.
De pronto cesó la música. Hizo su aparición un individuo alto al que
cualquier occidental lo hubiera tachado de «hare-krisna». Su mirada
magnética recorrió el círculo de acólitos que se inclinaron respetuosamente al
paso de sus ojos de águila. Se acercó a la estatua y se inclinó aparatosamente
ante ella pronunciando una rápida letanía en alguna lengua arcaica. Cada
tanto repetía lo que parecía ser el nombre de aquella que invocaba:
—… Siva-Geigy… Siva-Geigy…

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Cuando hubo finalizado retrocedió, giró y golpeó las manos.
Minutos después aparecieron cuatro hombres portando un palanquín con
un trono dorado. Arrellanado en él, envuelto en sedas y collares de oro y
piedras había un hombre de edad indefinible y cráneo rapado. Poca carne se
adivinaba bajo su vestimenta, los dedos, cargados de anillos, yacían delgados
y secos como palos.
El oficiante lo recibió con muestras de respeto inclinándose a su llegada,
los porteadores depositaron el palanquín sobre la losa y rápidamente
desmontaron el trono dorado de las angarillas colocándolo de espaldas a la
estatua de Siva-Geigy. El homenajeado permanecía inmutable con los ojos
perdidos en los trasfondos del templo, al parecer ajeno a toda aquella
ceremonia.
El sacerdote comenzó a gesticular en la lengua habitual de la región
central del delta del Ganges.
—¡Hermanos! El equinoccio y los signos astrales han determinado el día
y la hora. Vuestros padres, los padres de vuestros padres y tantas
generaciones que desde nuestro paraíso observan como continuamos su lucha
nos alientan en esta jornada de gloria para Siva-Geigy.
Hizo una pausa y contempló los ojos expectantes bajo los turbantes
blancos.
—¡Ya tenemos la buena nueva! ¡Ya alienta bajo los cielos de Siva-Geigy
el nuevo descendiente de su estirpe para conducirnos hacia la victoria contra
los infieles!
Se elevó una ovación que el sacerdote no pudo acallar hasta unos
segundos después.
—… Y estamos aquí para el traspaso sucesorio que reclama Siva-Geigy.
¡¡El invierno cederá paso al verano, la dura roca se abrirá en pétalos y la
muerte será la vida!!
Ante un silencio cargado de presagios, el sacerdote se arrodilló delante del
trono donde el hombrecillo rapado parecía a punto de reiniciar una siesta.
—Amado hijo de Siva-Geigy, ley de nuestra lucha, voz de nuestra rabia,
te pido que dirijas tú mismo la ceremonia de tu sucesión.
Como el hombre no se movía, el sacerdote hizo una pequeña seña a dos de
los porteadores. Éstos, con respeto pero decididamente cogieron al hombre, lo
alzaron como si fuera una pluma y lo depositaron en el centro de la losa.
El sacerdote se acercó y comenzó a hablar.
—Yo, Abralas, sacerdote de Siva-Geigy, te pide que nos transmitas parte
de tus dones y tu coraje, a mí y mis hermanos, a sus hijos… Y AL SUCESOR

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QUE PRONTO OCUPARA TU SITIO.
Mientras tanto comenzó a quitarle la túnica como quien desviste a un
niño. Cualquier observador se hubiera dado cuenta que en realidad el
hombrecillo rapado estaba atiborrado de droga y ni siquiera sabía dónde se
hallaba.
Finalmente quedó desnudo exhibiendo su cuerpo de faquir. Abralas, el
sacerdote, cogió una caja rectangular que estaba a los pies de la diosa, se
acercó al hombre desnudo y se la ofreció. Parecía que el silencio podía
cortarse en lonjas, todos contenían la respiración. Un fugaz rayo de
comprensión atravesó la mente del hombrecillo desnudo que arrugó el rostro
y pareció recordar algún hecho lejano y un hilillo de baba le resbaló por el
mentón lampiño, quiso retroceder ante los murmullos de los creyentes, pero
los dos porteadores lo cogieron firmemente de sus delgados brazos.
Abralas acortó la distancia con el estuche abierto entre sus manos, su voz
se alzó teatralmente.
—Lo esperamos todo de ti, hijo de Siva-Geigy.
—¡¡¡Y DE TU SUCESOR!!! —corearon los fíeles.
—¡Esperamos el eco de tu sabiduría! —gritó Abralas.
—¡¡¡AHORA Y SIEMPRE!!! —soltó el coro.
—¡Esperamos tu ascenso y tu gloria en el paraíso! —gritó Abralas.
—¡¡¡AHORA Y SIEMPRE!!! —aulló el coro.
El hombrecito desnudo abrió los ojos. Algún presentimiento atávico lo
conmovió y adelantó sus manos como para recibir o detener la ofrenda de
Abralas, pero la ofrenda no era la caja de oro, sino su contenido, un filoso y
enjoyado puñal triangular que pareció saltar hasta la diestra del sacerdote
cuando éste, con un golpe certero le partió el corazón al descendiente de Siva-
Geigy[1].

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CAPÍTULO PRIMERO

Nueva York se presentaba aburrido, como cualquier ciudad del mundo


cuando no tienes un duro, y ése era mi caso. Sin embargo estaba decidido a
permanecer en ella, quería descansar, practicar alguna receta en la cocina,
hacer el amor con mujeres tranquilas, sin problemas síquicos ni maníacos
sexuales que las rondaran.
Pero el problema de la inactividad era muy concreto, además de las
generalidades que se supone realizan los hombres que viven solos tenía
apuntadas dos tareas que me interesaban, primero: comenzar a redactar
ordenadamente mis memorias, que andaban dispersas en colecciones de libros
variopintas, y segundo: realizar un viaje sentimental a mi infancia sin
moverme de mi piso, y para hacerlo contaba con el paquete que me había
enviado mi tío Rufus desde su granja de Evansville, en Indiana, donde yo
pasé veranos inolvidables. Cuando desaté cuidadosamente el bulto creí que
me pondría a llorar: allí estaban los libros de mis vacaciones de la infancia en
el campo, la saga casi completa de Louis L’amour, historias llenas de
solitarios vaqueros, damas en peligro y pistoleros sentimentales. Acaricié las
cubiertas todavía brillantes mientras revisaba los títulos, «The Sacket Brand»,
«Lando», «Shalako», «Kilrone», «Hondo», «The Last Shoot At Papago
Wels» y tantos más. Me esperaba un festín, los acomodé con delicadeza en
una estantería vacía.
Pero además de la literatura pensaba en el futuro ¿es posible que a mi
edad siguiera dando vueltas por el mundo como una peonza, recibiendo
golpes e insultos? ¿Saben ustedes que no puedo encontrar una maldita
compañía que me quiera contratar un seguro de vida? Tengo… bueno, no es
el caso andar ventilando mi edad, quizá todavía pueda actuar en el cine como
mi casi homónimo, pero lo que quiero decir es que no he logrado dar golpe,
todos los negocios que me proponen son terribles: organizar una red para
transportar coca desde Colombia, entrenar a los contras nicaragüenses, hacer
desaparecer a cierto magnate del petróleo… es inútil, nadie me ofrece montar
una residencia geriátrica en Florida, instalar una pizzería en Manhattan o

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dirigir un campamento de scouts en Arizona. ¡No señor! Eso puede ser bueno
para cualquiera, menos para Indiana James.
Y volviendo al tema de las mujeres ¿quién de ellas querrá juntarse con un
tipo como yo? Hoy día buscan señores establecidos, tranquilos. Ustedes me
dirán que viajo mucho y conozco gente interesante, es verdad, pero mi forma
de viajar podría calificarse como mínimo de accidentada. En cuanto a los
tipos que conozco mejor perderlos que encontrarlos. Estoy convencido que la
mejor forma de conocer una ciudad es desde el restaurante panorámico de un
hotel de cinco estrellas.
Habrán adivinado que no estoy en mis mejores días.
Resolví darme una ducha, así que me metí bajo el agua y me restregué con
fuerza mientras imaginaba un futuro de empresas florecientes.
Después del baño me senté con un whisky frente al correo y comencé a
abrirlo: en el Citybank, el saldo de mi cuenta era levemente, tan sólo
levemente superior a nada, el servicio de mi tarjeta de crédito, suspendido.
Probé con el Chase, el señor Rockefeller me informaba que mis números eran
tan rojos como la sangre plebeya (¿no se han dado cuenta que los ricachos
monopolizan el color azul en su sangre y en la cuenta bancaria?).
Tendría que apelar a alguno de mis amigos prósperos, Bill Van Holen por
ejemplo, pero las chicas que yo le había conseguido cuando estábamos en la
universidad y él era un imbécil completo, ya me las había pagado con creces.
Pensé en Jasper Hamilton Jr., pero recordé que su tierna secretaria (según
ella misma me lo había confesado entre copa y copa) tenía orden de decirme
que el bueno de Jasper estaba de viaje cada vez que yo lo llamara. Descarté a
Bob Armitage, la última vez que le había pedido ayuda me había ofrecido
hacerme cargo de la organización de la seguridad de su empresa en
California. Cuando me enteré que la faena incluía meter en vereda a los
trabajadores díscolos deseché la oferta. No había vuelto a dirigirme la palabra.
Me serví otro whisky mientras contemplaba cómo la ciudad se encendía
con la llegada de la noche. Pensaba en aquellos muchachos con los que había
correteado Berkeley abajo hasta San Diego con el trastero del auto repleto de
botellas y la cabeza ardiendo de proyectos para después de la universidad.
¿Qué los había hecho cambiar así? Bien, allá ellos con sus historias, yo tenía
la mía, un poco excitante quizá, pero aún podía considerarme un tipo honesto.
En aquel momento sonó el teléfono.
No les diré que tuve un mal presentimiento, no me lo creerían.
—¿Eres tú, Indy? —Me quedé petrificado. Sólo una voz me causaba
semejante sensación de amor-rechazo en el mundo, amor por obvias razones,

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rechazo porque su presencia en mi vida equivalía a problemas.
Y esta vez no sería la excepción.
—Sí… —contesté débilmente.
—¿Me has reconocido la voz?
—Sí… Mary Lou —respondí más débilmente aún.
—¿Estás bien, amor?
Estuve tentado de decirle que estaba en la cama con una pierna
escayolada, pero como un imbécil le conté que estaba espléndidamente si
exceptuábamos una pequeña depresión producto de mis finanzas.
—Indy, querido… ¿no sabes que lo mejor para los estados depresivos es
viajar? ¡¡Hay que moverse chico!! ¡¡Moverse!!
—¿A… dónde? —musité.
—¡¡¡Pues a Italia!!!
Empecé a maldecir mentalmente y traté de cambiar de tema.
—¿Pero qué hora es en Londres?
—Pues no lo sé.
—¿Cómo que no lo sabes? —repliqué violento.
—En Italia los relojes marcan la hora italiana.
—¿Estás en Italia?
—¡Has acertado! ¡Te amo por eso: Por tu preclara inteligencia!
Debí colgar el teléfono y huir. Pero no lo hice: seré un imbécil toda la
vida.
—¿Por qué te has quedado callado, Indy?
—¿Qué quieres de mi ahora?
—Amor mío ¿por qué le hablas en ese tono a tu niñita punk? —se puso a
ronronear.
—Has dejado de ser punk hace tiempo y de ser niñita hace siglos.
Decidió cambiar de tercio, y hábilmente.
—Y tú deja de ser un gruñón. ¿Sabes que últimamente cuando me digo
que debería casarme se me aparece tu rostro? ¡El tuyo!
¡Maldita! ¡Mil veces maldita! ¡La odiaba, la odiaba y la quería, la odia…
la quería!
Y capitulé como un bellaco.
Claro, ella era Mary Lou Foxworth, inglesa millonaria y joven, y
habíamos tenido algunas historias juntos[2].
—Bien, dime qué te pasa.
—A mí nada, se trata de mi amiga Ornella.
—¿Y quién es ésa?

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—Es mi mejor amiga, además es vecina tuya.
—Pues no tengo el gusto. —La verdad es que estaba un poco enojado
conmigo mismo por haber cedido ante ella.
—Para hombre, quiero decir que vive en Manhattan, está casada con
Cario Carrera.
Casi doy un salto, Cario Carrera era un tiburón importante en el mundo de
la droga, mantenía lazos cordiales con la gente de Palermo y los
sudamericanos de Cali, Colombia, pero era un independiente.
Había oído que tenía una red de distribución de heroína en los USA,
pequeña pero creciente y que sus plantaciones estaban en algún lugar de Asia.
¿Qué haría Mary Lou con semejante pájaro?
No le dije que lo conocía. Ella pasó a explicarme que quería separarse de
Carrera pues ya no podía seguir con él.
—Está loco, Indy, la tuvo secuestrada con el niño.
—¿Hay un niño?
—Johnny. Ya lo conocerás, es una «cosita» preciosa.
—¿Por qué he de conocerle? —pregunté amoscado.
—Ornella necesita protección. El divorcio está en manos de abogados,
pero Cario quiere el hecho consumado de quedarse con el niño. Ella está
oculta aquí en Milán, pensé en ti como el hombre adecuado para dar ternura y
protección a una mujer que lo necesita.
«Ternura y protección». Debía acabar con esa conversación. Pero Mary
Lou no me dio tregua.
—Indy, tienes un billete a tu nombre en el Aeropuerto Kennedy, llegarás a
Milán a las once y treinta. Te esperarán. ¡Ah! Ornella te pagará muy bien, y
podrás arreglar tus finanzas. Te quiero.
Colgó ella.
Maldije a gritos a mi amiguita millonaria. Me tomé otro whisky. ¿Ir o no
ir? Ésa seguía siendo la cuestión, sobre todo cuando había de por medio un
dinero que me hacía falta.
Telefoneé a información del aeropuerto, no me quedaba mucho tiempo
para coger el avión. Pero, por lo menos, ya estaba duchado.

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CAPÍTULO II

Después de paladear un whisky exquisito sobre el Atlántico, me dormí


como un lirón. La azafata tuvo que darme unos golpecitos sobre el hombro
para despertarme. Era guapa y morena, me había tratado con una deferencia
especial durante el viaje, y me imaginé que podía querer algo más que una
firma para su colección, pero recordé que en una hora me encontraría con
Mary Lou y abandoné la idea del ligue.
A la hora prevista el Jumbo se posó con suavidad en el Aeropuerto de
Milán. Como de costumbre, una niebla terrible cubría la zona. Eso sucede en
toda la llanura del río Po, niebla y polución. Imaginen ustedes una especie de
Detroit, lleno de todo tipo de fábricas escupiendo humo todo el santo día y un
territorio húmedo como un queso roquefort, y se darán cuenta del ambiente
que se respira en Milán.
Me despedí a pesar de Ida, la prometedora azafata y me dirigí en busca de
la salida.
Recuperé mi equipaje y me dediqué a buscar a Mary Lou entre el público
amontonado en el gran Hall… no la veía por ningún sitio. Opté por quedarme
quieto para que me localizaran a mí, un tipo alto que no pasa desapercibido.
—¡Señor James!
Alguien me llamaba en un inglés digno del locutor de noticias de la BBC.
Me di vuelta extrañado. Bueno, la chica había enviado a su amanuense, por lo
menos no se lo veía tan rígido, incluso llevaba un traje normal, lo que lo hacía
parecer más humano.
—¡Hola Spencer! —le espeté.
El mayordomo de la casa Foxworth se inclinó levemente.
—Espero que haya tenido buen viaje, señor James.
—Comí, dormí, eso fue todo, ninguna Enmanuelle para alejar mis
tristezas. Veo que has dejado el disfraz en Londres. Me alegro: casi logras
parecer un hombre normal.
Optó por carraspear mientras consultaba un reloj de bolsillo. Decidí
apretarlo un poco más, siempre lo hacía cuando lo encontraba.

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—Bien, bien, viejo Spen. ¿Dónde está la chica?
—¿A qué chica se refiere el señor?
—¡Hombre! ¡Hablo de mi prometida! —le dije provocadoramente.
Dio un respingo e intentó coger mi maleta.
—… Bueno, vamos, sabes que me refiero a Mary Lou.
—Le manda sus saludos, ella está muy bien.
Sin decirme más colocó mi maleta sobre un carrito y se dirigió
apresuradamente hacia la salida. No tuve más remedio que seguirlo mientras
ajustaba mi reloj a la hora de Italia.
En el parking nos esperaba una Maseratti biturbo de cuatro puertas, color
azul. Spencer me abrió la puerta ceremoniosamente y me acomodé a mi papel
de millonario por un día.
Una vez que guardó el equipaje en el maletero, se sentó frente al volante y
arrancó con suavidad. Me incliné hacia delante para conversar un poco: sobre
el asiento del copiloto había un revólver «Webley» calibre 18 negro y pesado.
—¡Vaya! Veo que tus funciones de mayordomo se han extendido a chófer
y guardaespaldas.
Puso cara de póker y simuló concentrarse en el tránsito de la autostrada.
—Si me permite, señor, estamos pasando momentos delicados y toda
precaución es poca.
—¿Es por eso que no ha venido Mary Lou a esperarme?
—No, en realidad usted se ha cruzado con ella.
Como un estúpido giré la cabeza en dirección al aeropuerto.
—¿Cómo dices? ¿Ahora?
El muy puerco la estaba gozando conmigo.
—Mmmmm… no, señor James, lo que quiero decir es que ella debe estar
casi llegando a Nueva York.
Salté como un resorte.
—¿Quééééé? ¿Me tomas el pelo?
—No, señor, lejos mi intención de ello. La señorita debía estar en Nueva
York por negocios hoy al mediodía, y me pidió que le transmitiera sus
saludos.
Maldije en tres lenguas diferentes. Me la había hecho otra vez, me dejaba
varado en Milán, con la mujer lloriqueante de un traficante de droga
ítaloamericano, que probablemente era una estúpida gorda come-bombones.
—Pero… dijo que me esperaría —musité miserablemente.
El muy cabrón giró un poco el perfil hacia mí.

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—Debe haberle entendido mal, señor. Ella dijo que lo esperarían, sin duda
se refería a mí.
Adiviné que sonreía sin mover la boca. Bueno, allí estaba yo, sin dinero,
sin mi chica, sin el teléfono de la azafata… debía realizar aquel trabajo.
Decidí que le cobraría una fortuna a la gorda italiana y en el precio no
incluiría leerle cuentos por la noche al chaval.

El Maseratti pasó lentamente frente al Duomo, la gran catedral de mármol


color rosado de Milán. Debería aprovechar algún momento libre para hacer
turismo, si podía zafarme de mis tareas de niñero.
Dejamos a un costado el teatro de la Scala y la estatua de Leonardo Da
Vinci y el coche, ronroneando como un león recién comido giró en una calle
lateral estrecha, que circulaba sinuosamente entre palacios grisáceos y
silenciosos. Estábamos en el corazón de la antigua ciudad, aquella que
comenzó a transformarse en un potente estado renacentista con la llegada de
Francesco Sforza en el mil quinientos cuarenta.
Spencer se detuvo frente a un portal de rejas negras; pulsó un pequeño
radiocontrol que tenía en el bolsillo, y la reja comenzó a levantarse.
En la calle se veían aparcados pocos coches, entre ellos un Fiat grande y
negro casi montado en la acera. Apenas elevada la reja el mayordomo
introdujo el Maseratti hasta un hermoso patio central donde estaban aparcados
varios automóviles, casi todos de lujo. En el centro del patio, varios
querubines de mármol reían y jugaban dentro de los surtidores de una fuente:
una casa de gente de pasta donde ni siquiera se enterarían de la llegada del
otoño pues las hojas de los árboles eran recogidas cinco segundos después de
caer.
Bajé del coche y mi dirigí al maletero. De pronto escuché unos gritos,
Spencer giró hacia mí con los ojos muy abiertos. Aquellos gritos,
inconfundiblemente procedían de la garganta de un niño, de un niño
desesperado.

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CAPÍTULO III

Spencer me señaló una ancha escalera de mármol que conducía al piso


principal. Nos precipitamos hacia allí. Mi cabeza dio, como un ariete, contra
el estómago de alguien que bajaba. Vi caer sobre el piso ajedrezado una
pistola, mientras el tipo soltaba aire con un quejido. No había dudas que allí
estaba el peligro por lo que no le dejé reaccionar y le golpeé con un rápido
un-dos en la zona castigada. Me hice a un lado y lo deje pasar como un saco
de patatas. Se detuvo veinte escalones más abajo.
Pero venían más. Escuché a Spencer gritar:
—¡Atención, señor!
Yo estaba preparado para golpear y el grito me detuvo. Un chaval pasó a
mi lado como una saeta: llevaba un susto de los mil demonios, pero había
captado que llegaba la caballería.
En ese instante que me distraje alguien me atizó. Nunca supe con qué,
pero debió ser por lo menos con un palo de amasar, o un zoquete con una
herradura dentro, salí disparado hacia atrás y sentí que me cogían con fuerza
bajo los brazos. Quise girar para pegar, mientras mi cabeza reclamaba urgente
irrigación sanguínea. Me di cuenta entonces que era el bueno de Spencer.
¡Pero el cabrón no sólo me estuvo sino que me empujó hacia los tres
gorilas que descendían por la escalera como una división panzer!
Me dispuse a ganarme la paga cuando escuché que alguien me animaba a
gritos:
—¡¡¡Duro con ellos «tío Indy»!!!
Me acordé de Mary Lou para odiarla mientras afirmaba mis piernas para
afianzarme y armaba la guardia.
Los tíos avanzaban hacia mí como tres «armarios» medianos con traje
oscuro y sombrero. Me concentré en el más cercano. Ellos llevaban la ventaja
de estar situados más arriba que yo (además de ser tres), de modo que apunté
mi puño hacia la zona más accesible y sensible.
El matón lanzó un aullido y cayó sosteniéndose los testículos. Aproveché
para mostrarle la calidad de mis zapatos de montaña y sentí el ruido de sus

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dientes cuando tropezaron con la gruesa suela claveteada de mi bota derecha.
En ese instante mi cabeza estalló como un triquitraque. Alcancé a
vislumbrar la última estrella del sistema solar. Alguien me había aplicado
tratamiento de shock. Conseguí aferrarme al pasamanos y no caí. El tipo,
llevado por su propio impulso en la cuesta abajo, siguió fielmente a su puño.
Me limité a atravesar mi pierna delante de las suyas… ¡Y asunto
terminado!
Me di cuenta de que me equivocaba cuando el último de los matones me
encaró con aspecto de rinoceronte enojado con el mundo. Juro que no
olvidaré esa cara mientras viva: nariz achatada por innumerables porrazos, los
ojillos de jabalí enrojecidos por el odio y las manos como racimos de chorizos
que al cerrarse se transformaban en martillos de destrucción.
Sin dudarlo comencé a retroceder pegado al pasamanos. Necesitaba
espacio para realizar mi juego de piernas famoso en todo el mundo. Con el
rabillo del ojo capté que en el patio había movimiento y excitación: comenzó
a acercarse el sonido de una sirena, sonaron disparos… Aquello se ponía
efervescente y el grandote, comprendiendo que el tiempo se le acababa, se
lanzó sobre mí con la suavidad de un alud alpino. Su primer puñetazo
desarmó mi guardia como si fuera de aire, un nudillo rozó mi mejilla
izquierda llevándose un trozo de piel… perdí el equilibrio y eso evitó que
encajara su segundo golpe. Atrapado en el primer descansillo estaba a su
merced. Entonces sonaron más cohetazos y se oyó una frenada brutal desde la
calle. El grandote me miró relamiéndose pero tuvo que renunciar al apetitoso
bocadillo, dio un salto, pasó junto a mí y salió huyendo. Desesperado manoteé
la pistola que estaba todavía en el piso… tomé puntería… y se la arrojé como
una piedra.
¿O creían que un héroe como yo le dispararía a traición?
La Beretta le dio con contundencia en la espalda, no sé si sintió algo, pero
por lo menos logré que la bestia se apercibiera que yo no era un pusilánime.
Se detuvo y me miró, metió la punta del pulgar derecho entre los dientes y
luego lo retiró con fuerza… el gesto de venganza de los mañosos: el armario
me juraba venganza.
Bruscamente arrancó y arrolló a un par de carabineros que entraban
gesticulantes, ganó la calle, salí tras él y alcancé a ver cómo se metía en un
inmenso Volvo 740 que arrancó quemando las ruedas, seguido por el Fiat
oscuro que había visto antes.
Tuve que hacerme a un lado para no ser atropellado por el Alfa Romeo
azul de los carabineros que haciendo sonar la sirena partieron tras los

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pistoleros.
—¡¡¡Bravo, «tío Indy»!!!
Me di la vuelta: un hermoso niño de ocho o nueve años corría hacia mí.
Detrás de él Spencer sonreía junto a una mujer.
Una de las mujeres más atractivas que había visto en mi vida.

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CAPÍTULO IV

Sentí que el dolor de los golpes se esfumaba. El niño se me abrazó a las


piernas mientras gritaba feliz, la mujer se me acercó con la sonrisa más
espléndida y agradecida que se pueda imaginar.
Cogió mis manos. Una lágrima humedecía sus ojos.
—Signore James, ha llegado en el momento más oportuno. Mary Lou se
ha portado como una gran amiga al haberme convencido de llamarlo.
Yo no podía decir nada, moví la cabeza torpemente y ella debió pensar
que sufría el efecto de los porrazos o una especie de conmoción cerebral. Pero
no. La conmoción era cardiovascular, aquella mujer me había puesto el
«corazón» a cien.
Insistió en que debía curarme los golpes y posó una mano cálida y suave
como el terciopelo sobre el tajo de mi mejilla.
Asentí rápidamente y comenzamos a trepar por la escalera con el niño que
no se me despegaba, mientras Spencer sudaba con mi pesada maleta.
Al subir aproveché para mirarla con tranquilidad. No era espectacular: era
pequeña, morena, con dos ojazos inmensos en una cara de pómulos muy
marcados, la boca era sensualísima y en el color de su piel se sentían los
atardeceres meridionales. Llevaba el cabello largo y suelto, negro como alas
de cuervo.
Vestía con sencilla elegancia, pero calculo que con lo que costaban sus
zapatos yo habría podido comprar whisky para todo un año. Evidentemente su
estilo era más italiano que americano.
El palacio tenía tres plantas y la principal correspondía a la vivienda de
Ornella. Entramos a un living inmenso donde me podría entrenar con
tranquilidad para la maratón anual de Nueva York, allí era todo de buen
gusto, puro diseño italiano adornado con esculturas de Berrocal, un pequeño
bronce de Giacometti, un retrato de Ornella muy pequeño firmado por Renato
Guttuso. Todo de gente que cobra 1000 dólares por sólo mirarte un segundo.
Me derrumbé sobre un sofá largo como un vagón de ferrocarril. El niño
no paraba de parlotear relatando la pelea como un locutor de TV y Spencer se

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perdió en alguno de los laberínticos recovecos de aquel gigantesco piso con
mi maleta.
Ornella volvió con un botiquín de primeros auxilios.
—Signore James. ¿Desea beber alguna cosa?
—Llámeme Indiana, señora. Me agradaría un escocés doble con hielo, por
favor.
Ella prefirió un Campari con vino blanco. Se acomodó a mi lado y pese a
mis protestas (que no fueron tantas) procedió a limpiar mis heridas con
alcohol y me colocó una gasa y una tirita sobre el tajo de la mejilla.
Sentí que me envolvía su aroma de sensualidad, sabiamente mezclado con
alguna esencia seca adecuada a la época del año.
Hicimos un brindis. Ella despidió a Johnny y comenzamos a conversar:
hablamos de Manhattan, de los sitios comunes que frecuentábamos, que no
eran muchos, ya que evidentemente teníamos presupuestos distintos. Después
la charla se fue deslizando hacia el problema de fondo. Primero me relató
cómo los matones habían engañado a la criada para introducirse en el piso,
cómo ella había logrado telefonear a la policía mientras se desesperaba
oyendo gritar al niño, y volvió a agradecer mi oportuna llegada.
—Sé que puedo confiar en usted, Indiana. Mi marido, Cario Carrera, es un
hombre de personalidad muy fuerte, y nunca supe bien cuáles eran sus
negocios. Lo conocí en Sicilia, en una gran fiesta que dio un amigo común
cuando bautizó a su hija. Me deslumbró, me enamoré y aunque a mi madre no
le cayó bien, me casé.
Hizo una pausa para encender un cigarrillo.
—Después nació Johnny. Siempre vivimos en Nueva York, él viajaba por
negocios muy frecuentemente: al lejano oriente, creo que a la India, a veces a
Colombia, cuestiones de importación me decía. Hace tres años dejé de
creerle, pienso que hay algo horrible detrás de sus negocios. Lentamente dejé
de quererlo, cambió mucho, se volvió posesivo, brutal. Quiere a Johnny de
manera enfermiza, le hablé de divorcio y se puso como loco, nos mantuvo
secuestrados en nuestra propia casa… no quiero aburrirlo con lo que fueron
las peripecias de la huida, hasta llegar a Italia.
Hizo un alto y bebió un sorbo de su vaso.
—Cario no conocía esta casa. Mi madre insistió mucho en ello, es de mi
familia desde hace más de trescientos años. Tomo muchas precauciones:
hablo con mi abogado americano desde otro lugar… pero igualmente nos han
localizado… es algo horrible, uno nunca se imagina que estas cosas le pueden

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pasar… Si no hubiera llegado usted, Indy, quién sabe dónde estaría mi
pequeño Giovannino ahora.
—¿Conoce a esos matones?
—Jamás los había visto. Ahora tengo la certeza que Cario tiene relaciones
con gente… detestable.
Comenzó a llorar suavemente, y derramó un poco de Campari cobre la
alfombra. Cogí su copa y la posé sobre una mesa baja, enseguida le cogí la
mano y la atraje hacia mí.
Creo que con agradecimiento me dejó hacer, le dije que arreglaríamos
todo, que nunca, nada ni nadie la separaría de su Giovannino mientras yo
estuviera a su lado.
Levantó los ojos húmedos hacia mí, tenía la boca entreabierta. Una luz de
esperanza le alegraba el rostro.
Y el mundo se volatilizaba alrededor nuestro.
Un carraspeo volvió las cosas a su lugar.
—Hummmm-mmm, perdón, señora.
Era Spencer, el maldito Spencer, sus ojos me enfocaban con censura
aunque se dirigiera a Ornella.
—Sí —dijo ella recuperándose.
Ha llegado la policía, quieren hablar con usted.

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CAPÍTULO V

El inspector Mario Biava era amable y suave como un médico de


provincias. Llevaba barba quizá para compensar la calva que le asaltaba el
cráneo.
Cortésmente le sacó a Ornella toda la historia del matrimonio, el niño, el
divorcio en marcha y la llegada de los cuatro «armarios».
—¿Por qué piensa que il signore Carrera está detrás de esos pistoleros?
—No conozco a otra persona que quiera robarme a mi hijo.
Después me tocó el turno a mí: el oportuno «amigo de la familia» que
llegaba de América a conocer Italia. Quiso hablar a solas.
Volvió a colocarse el guante de seda.
—Signore James, me descubro ante usted: poner en fuga a cuatro
profesionales…
—He tenido suerte y además, como es clásico en el cuerpo de carabineros,
llegaron justo a tiempo.
Hizo un gesto de modestia y encendió un MS.
—¿A qué se dedica usted?
Tuve que inventar una historia sobre literatura de acción y guiones para la
TV. Simuló creer todo y enseguida me tiró una patata caliente.
—¿Qué sabe del signore Carrera?
—Bueno, poco y nada, es un importante hombre de negocios en mi país.
—¿Qué clase de negocios?
Manifesté mi total ignorancia.
—¿No es usted acaso «un amigo de la familia», signore James?
—Bueno, sí, pero más bien de la familia de la señora Ornella.
Expulsó una nube de humo y se reclinó sin dejar de mirarme.
—¿Cómo es el apellido de soltera de la signora?
El tío no me daba tregua, seguro que tenía el legajo en el bolsillo de la
americana, pero quería darme a entender que no era el simplote médico de
provincias que aparentaba.

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—En realidad no lo recuerdo. ¡Vaya! Esas cosas que… uno se cruza en un
bar, Manhattan es una isla, usted sabe, se olvida de preguntar o pierde la
tarjeta antes de leerla.
—Sí, comprendo —respondió gélidamente. Me di cuenta que era un
policía de los duros.
Tuve que aguantar su mirada penetrante y su silencio. Todos me miraban
mal últimamente, quiero decir el inspector y el maldito Spencer. Gradas a
Dios el pequeño Johnny me consideraba un héroe y Ornella su salvador.
El inspector dio por terminada la entrevista, se despidió de Ornella
recuperando su estilo provinciano, le aseguró que enviaría un coche con
custodia a la puerta del palacio.
Finalmente pudimos comer. La propia Ornella preparó una salsa de
tomates, albaca y berenjenas para los spaghetti. Devoré la comida con el
apetito de un soldado y después del café me quedé dormido en el gran sofá.
Me desperté más tarde y jugué un rato con Johnny, representando algunas
de mis aventuras, el niño estaba fascinado, se había puesto un viejo sombrero
y un trozo de cable había pasado a ser «el látigo de tío Indy».
—¿Quién te enseñó a usar el látigo, tío Indy?
—Aprendí en la granja de mi tío Rufus en Indiana, practicaba cada día
hasta que pude hacer saltar una mosca que estaba posada sobre el tubo de una
lámpara sin tocar el cristal.
El niño abría los ojos y buscaba la mirada de su madre para compartir el
asombro.
Ornella, sentada en un sillón, simulaba hojear una revista de decoración
pero no perdía de vista al niño. Y creo que tampoco a mí.
Me estaba empezando a sentir hogareño.

Aquella noche todos se fueron a dormir temprano, excepto Ornella y yo.


Ella insistió en abrir una botella de champagne.
—Por su llegada.
Brindamos y le dije que dormiría en el living.
—¿Por qué? El cuarto de huéspedes está listo.
Finalmente cedí.
—Tendrá que darme un plano para encontrarlo —le dije.
—¡No es para tanto! —contestó riendo—. Es una casa grande pero nada
complicada. Yo le guiaré.

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Atravesamos pasillos repletos de cuadros del ochocientos, retablos
renacentistas y muebles de estilo, finalmente Ornella se detuvo ante una
puerta de dos hojas pintada de verde pálido.
—Bueno, Indy, éste es su cuarto, tiene su propio baño…
Estábamos uno frente al otro, de pronto advertí que sin darme cuenta yo
traía en la mano la botella de champagne.
—Bueno, deberíamos acabar esto —dije.
—¿A qué se refiere? —me preguntó en voz baja.
Nuestros rostros en la semipenumbra estaban muy cerca uno del otro,
bastó que me inclinara para encontrar su boca.
Aquella noche comenzamos a tutearnos.

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CAPÍTULO VI

Al otro día lo primero que hice fue asomarme por una ventana: en la calle
había una Alfetta azul con dos inconfundibles policías aburriéndose dentro.
Comprobé la matrícula por teléfono, con el número que me había dejado
Biava, después recorrí toda la casa para enterarme de las posibles entradas,
salidas y aberturas alternativas. Quedé tranquilo, era muy sencillo de
controlar.
Desayuné con Ornella en un pequeño hall íntimo, ella estaba feliz y
cariñosa, hacía planes para el futuro y quería llevarme a la Scala a ver
«Nabuccodonosor». Adoraba la ópera, especialmente a Verdi.
Le sugerí una pequeña excursión al Duomo. Teniendo la policía a mis
espaldas me sentía más seguro, además a Johnny le agradaría mucho.
A eso de las once de la mañana organicé la expedición con Spencer, éste
seguía frío y distante en su papel de cónsul de la casa Foxworth.
Me importó un bledo.
Él debería caminar veinte metros por delante sin perdernos de vista, los
polis irían detrás de modo que todo sería tranquilo y normal, eso era lo que
necesitaba Johnny en ese momento, sentir que era un niño como los demás.
De mi maleta cogí unos binóculos «Carl Zeiss» y una «Yashica»,
conseguí un plano del centro histórico de la ciudad y salimos. Éramos casi
una familia de turistas.
Como les dije antes, el palacio estaba en la zona del teatro de la Scala, o
sea que teníamos hasta el Duomo unos diez minutos caminando.
Por un raro milagro ese día teníamos sol sobre Milán y no voy a negarlo,
yo me sentía feliz acompañando a Ornella y Johnny por aquellas calles
venerables. Pese a ello no dejaba de atisbar alrededor, los policías del
inspector Biava nos seguían a distancia prudente a pie, Spencer nos vigilaba
con el rabillo del ojo y Ornella, colgada de mi brazo había recuperado la
sonrisa.
Atravesamos la pequeña plaza de la Scala en dirección al acceso de la
galería Vittorio Enmanuelle que los milaneses regalaron como homenaje a ese

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rey, que junto a Garibaldi, consumó la unidad de Italia.
Le señalé a Johnny la estatua de Leonardo Da Vinci que mira pensativa al
teatro. Si se la contempla desde la galería da la sensación que Leonardo
mantiene abierta la capa para orinar tranquilamente, el niño rió a carcajadas y
corrió a contárselo a la madre.
Cruzamos la galería llena de negocios y cafés y aparecimos frente al
Duomo. La catedral de Milán había sido construida en más de cuatro siglos de
trabajos desde que la comenzara Gian Galeazo Visconti en el 1386.
Aproximadamente, unas cinco mil trescientas estatuas se reparten en sus
muros, cornisas, capiteles y alféizares. En ella trabajaron varios genios del
Renacimiento y lamento recordar que en la Segunda Guerra mis compatriotas
casi la hicieron polvo con sus bombardeos indiscriminados. Los orgullosos
milaneses la reconstruyeron sin aceptar ayuda de sus compatriotas, desde el
subsuelo hasta la Madonnina, que es la virgen de oro puro que vigila la ciudad
desde ciento ocho metros de altura.
Confieso que no sabía nada de todo esto pero Ornella era una guía
excepcional que conocía todo sobre su ciudad.
Tomamos unas fotos a Johnny que correteaba entre palomas arrojándoles
semillas de girasol.
Después cogimos el ascensor de la catedral y descendimos en el descanso.
Yo estaba tranquilo, no creía que nadie intentaría algo en semejante sitio, lo
primero que hace un chorizo o un asesino es asegurarse la vía de escape, en el
techo del Duomo estábamos tan seguros como en el despacho del inspector
Biava.
Finalmente llegamos a la terraza más alta, aquélla donde Jeane Moreau y
Alain Delon conversan en el filme «Rocco y sus hermanos» de Visconti.
Desde allí podíamos ver las cumbres nevadas de las montañas y la cantidad de
campanarios que jalonan la ciudad. Tomé unas fotos mientras Johnny recorría
el paisaje con los binoculares.
A veces se te hace imposible pensar en la realidad. En aquel momento
estaba con la guardia baja, me sentía un turista más entre japoneses, alemanes,
árabes y compatriotas míos que fotografiaban a diestro y siniestro.
Dos hindúes insistieron en fotografiar a Johnny, y acepté mientras
Spencer nos contemplaba ceñudamente desde la escalera del ascensor. Los
hindúes lucían la clásica sonrisa mansa, como los camareros del Colonial
Bombay sirviéndote un ginger-ale, el niño estaba fascinado con los turbantes.
Uno de ellos insistió en regalarle un collar con una especie de estatuilla:
Johnny estaba exultante.

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—Esto protegerá al niño de todo mal —expresó el hindú en un inglés de
Oxford.
Como se ponían ya un poco pesados los mandé a paseo, se inclinaron
respetuosamente ante Johnny y se alejaron con dignidad.
Cogí los binoculares y eché una ojeada a la ciudad, eran tan potentes que
parecía que extendiendo la mano tocarías el edificio de enfrente. Después
enfoqué la galería y la gente que iba y venía.
De pronto, di un respingo. Entre los paseantes había descubierto a tres
sujetos que permanecían quietos. Eran grandes como «armarios» y llevaban
sombrero y traje oscuro. Acerqué la imagen tanto como pude. No cabía duda,
eran los mismos matones. Llamé a Spencer y le comuniqué la novedad, decidí
que me transformaría en cazador. Sin alarmar al niño descendimos. Con
precaución localizamos a los policías, les pedí que condujeran hasta la casa a
Ornella, Johnny y Spencer.
Rápidamente se pusieron a nuestra disposición. Yo no les dije nada del
asunto que llevaba entre manos, no me gustan los competidores.
Me oculté tras las gigantescas columnas de unos grandes almacenes, y fui
acercándome hacia el sitio que deberían estar.
Súbitamente me tropecé con un hombre que también estaba tras de una
columna, era el hindú de las fotografías. Me reconoció y se disculpó con una
inclinación, salió rápidamente en sentido opuesto.
No le di la menor importancia: tenía la cabeza puesta en los tres matones.
Seguí con mi táctica de acercamiento hasta la entrada de la galería, el sitio
donde los había divisado.
No había ni rastro de ellos.

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CAPÍTULO VII

Me quedé de piedra. ¿Habían localizado a Ornella y los policías y los


habían seguido? No me parecía imposible. Decidí cortar camino por la galería
para llegar rápidamente a casa de Ornella.
De pronto, al pasar frente a una hamburguesería los descubrí: salían del
local con sendas paperinas de patatas fritas.
Me oculté tras unas plantas que adornaban la terraza de un café y esperé.
A buen paso se dirigieron a la salida lateral, los seguí. Con satisfacción vi que
dos de ellos lucían tiritas en la cara además de algunos cardenales muy
vistosos.
Atravesaron unas calles estrechas y se detuvieron frente al Fiat que habían
utilizado el día anterior. Cuando creí, para mi desesperación que partirían en
el coche, siguieron andando y se metieron en un hotel situado veinte metros
más adelante.
El cartel indicaba que el hotel Torino era de tres estrellas. Dudé un
momento si encarar la faena por mi cuenta o llamar a la policía. Si me ocurría
algo podía ser nefasto para Ornella y el niño, de modo que opté por lo
segundo. Apunté el número y el nombre de la calle y me puse a rebuscar en
los bolsillos de la cazadora la tarjeta del inspector Biava. No la encontré.
Busqué en la calle lateral, no tenía la tarjeta ni siquiera en el bolsillo
secreto.
Busqué en un par de bares algún teléfono y un listín. Finalmente cogí un
taxi que pasaba y le pedí que me llevara lo antes posible a la comisaría. El
tipo me tranquilizó, era cerca de allí, en una calle de nombre impronunciable.
Arrancó velozmente.
Al taxista parecía agradarle aquello de «vivir peligrosamente», se dedicó a
saltarse todas las luces rojas que encontró o colocar su taxi Mercedes en sitios
donde apenas pasaría un seiscientos.
Con alivio, le pagué y descendí frente a un gran edificio custodiado por
guardias con metralletas. Al recepcionista le di mi nombre y el del inspector
quien apareció cinco minutos después.

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Llegó sonriente, se había colocado otra vez el guante de seda.
Sin esperar más le conté que tenía localizados a los matones. Con un deje
de sorna me preguntó si no había intentado detenerlos yo solito.
Encendió un MS y dio unas órdenes al poli de la recepción. Éste le pasó
un teléfono y Biava comenzó a gesticular. Después nos perdimos en un
larguísimo pasillo hasta llegar a un inmenso parking subterráneo, donde se
alineaban Alfa Romeos azules, tanquetas livianas y camiones. Un hombre
vestido de paisano se nos acercó, saludó a Biava y nos condujo hacia la
salida: había seis policías con él. Trepamos en tres coches y arrancamos a
todo gas.
Debo decir que el policía conducía tan alocadamente como el taxista.
Creo que la serie Starsky & Hucht debería ser definitivamente prohibida por
dar malos ejemplos a la gente de uniforme.
Entre curvas y frenadas, Biava organizó el operativo para bloquear las
salidas posibles. Quedaron finalmente los coches repartidos en la calle del
hotel Torino. Uno de los polis se quedó junto al Fiat de los matones.
El conserje puso cara de susto y enseguida revisó el tablero.
—Esos señores están en su cuarto. ¿Los llamo?
—No —dijo Biava—. Subiremos nosotros. ¿Qué habitación es?
Trepamos silenciosamente al segundo piso en busca de los cuartos
contiguos doscientos quince y doscientos diecisiete.
Biava me ordenó que no participara y hube de conformarme con espiar
desde el rellano del pasillo.
Biava, pistola en mano, golpeó la puerta doscientos quince, nadie
contestó.
Tampoco en la puerta contigua hubo respuesta. El inspector hizo una seña
a un policía corpulento y éste se precipitó contra la puerta usando el hombro
como ariete: entró al cuarto arrastrando la puerta con estrépito y tras él Biava
y los demás.
Ni un grito, ni un disparo.
¿Habrían huido sin que se enterara el conserje?
No aguanté más y a la carrera me lancé hacia el cuarto: Biava estaba con
el teléfono en la mano, tenía una expresión preocupada. Los otros policías
husmeaban sin tocar nada por los rincones y en el centro de la habitación,
sobre la alfombra, yacían los tres «armarios» atados como morcillas.
Tenían los ojos a punto de saltárseles de las órbitas y la lengua colgaba
fuera de la boca, un lazo de seda se les incrustaba en el cuello y sobre la nuca

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cada lazo tenía atravesado un palo que había hecho de torniquete para ajustar
lenta e implacablemente la presa.
No debió ser una muerte agradable.

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CAPÍTULO VIII

El despacho del inspector Biava era un rincón extrañamente tranquilo en


el enloquecido edificio de la comisaría si un burócrata es una cosa
insoportable en cualquier lugar del mundo, en Italia lo es doblemente: ellos
inventaron la burocracia y la policía tampoco ha escapado a sus normas.
Pero Biava estaba decidido a ser eficiente… y rápido. Quería que yo
escupiera lo que sabía lo antes posible.
Y yo no tenía la menor idea de nada. La cosa se había complicado y
además no me dejaba telefonear a Ornella.
—Repítame lo que hizo desde que localizó a los tres hombres en el hotel.
Volví a relatarle pacientemente la búsqueda de un teléfono y un listín y el
viaje suicida con el corredor frustrado de fórmula uno.
—Calculemos entonces, que desde que usted dejó el hotel y nosotros
llegamos allí transcurrieron unos cuarenta minutos.
—Sí, puede ser —accedí.
En ese momento entró un policía y depositó tres folios delante del
inspector. Éste cogió los papeles y los estudió uno por uno. Levantó la vista y
me miró.
Bueno, bueno… ya tenemos identificados a sus amigos y mis muchachos
están buscando al cuarto, el de los ojillos de cerdo.
Me leyó tres nombres italianos que para mí no significaban nada, pero sí
me impresionó la profesión de los «armarios».
—Son… eran mañosos, de una familia del sur, aunque hacían sus faenas
aquí en Milán.
—¿La mafia no es del sur?
Me miró con conmiseración.
—Ya están aquí —dijo, y a continuación esbozó una idea.
—Todo esto me sugiere un ajuste de cuentas.
—¿Entre quiénes? —pregunté.
Se reclinó en su sillón y encendió un MS.

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—Imaginemos a un pez chico de la droga, pero que quiere crecer: se mete
en el área de las familias establecidas, digamos en Nueva York. Estas
amenazan con represalias, por ejemplo a la esposa o el hijo del pez chico
ambicioso. El pececillo envía a su familia a Europa… pero Italia es pequeña,
y aquí también, lamentablemente, hay una corrupción que llega incluso a la
policía.
Hizo un gesto de tristeza. Como la mayoría de los italianos era un gran
actor.
—… Y este clan del sur, a través de sus contactos termina por localizar a
la familia del entrometido y quieren secuestrarlos o quizá matarlos. Entonces
desde USA llega un señor enviado por el pez pequeño y ambicioso para
protegerlos, y no viene solo, trae unos profesionales a quienes no conocemos
que han cambiado la brutalidad de la escopeta recortada por el silencio de los
lazos.
No dijo más, se quedó fumando pensativo.
Parecía fantástico y al mismo tiempo realista, lo malo era que el «señor
enviado por el pez pequeño y ambicioso» se parecía a mí y eso no me gustaba
en lo más mínimo.
En ese instante entró el mismo policía de antes y susurró algo al oído de
Biava, quien me miró fijamente mientras escuchaba.
—Venga, vamos a dar un paseo, quiero que vea algo.

La ciudad de Milán tuvo en la época de su esplendor un singular


arquitecto que la rediseñó y la cruzó con canales aptos para la navegación
comercial de su tiempo. Aquel arquitecto fue Leonardo Da Vinci, y hoy
subsisten dos de aquellos canales llamados «navigli».
Detuvimos el coche en la periferia de la ciudad, junto a uno de los puentes
que atravesaban el canal en ese lugar. Había otros dos autos policiales
detenidos.
La zona era de pocas casas, más bien se repartían algunas fábricas aquí y
allá.
Biava saludó a un uniformado gordo que conversaba con el que parecía
ser un médico. Bajo una manta gris se adivinaba un cadáver de gran tamaño.
Un escalofrío me recorrió la espalda: de uno de los extremos asomaban unos
zapatos negros de por lo menos el número cuarenta y ocho.
Biava echó una ojeada y conversó brevemente con el médico, después me
hizo una seña para que me acercara, y levantó nuevamente la sábana. Allí

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estaba el grandote con su cara de cerdo que se iba volviendo blanca: un
inequívoco surco violáceo le circundaba su grueso cuello.
—¿Es su amigo? —preguntó Biava.
—Sí, es él —asentí. El cadáver tenía una cara de sufrimiento que
espantaba.
—Bueno, apareció colgando del puente. ¡Es extraño! Nadie vio nada y de
repente hay un muerto balanceándose bajo este puente. Lo pueden haber
traído en un coche o una furgoneta. —Hizo una pausa para pensar—. Se baja
un tipo de la furgoneta, ata el extremo de la soga a la barandilla del puente, lo
hacen saltar y arrancan velozmente, ni siquiera tienen que detenerse para
asegurarse que el tipo haya muerto. Eficaz y sencillo.
Era una buena teoría, este tipo haría carrera en Nueva York.
—Pero además… —El inspector interrumpió mis pensamientos— hay
otra cosa.
—¿Qué cosa? —pregunté.
—A éste, antes de estrangularlo, le cortaron los testículos.

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CAPÍTULO IX

Biava nunca había creído en su propia versión, aquella que me adjudicaba


el papel de esbirro de Carrera, en cambio le parecía que la teoría de la guerra
entre clanes podía sostenerse.
Le di la razón para que me dejara en paz. Lo que quería era volver con
Ornella y el niño.
Le confesé que yo era el encargado de velar por la señora Carrera y que si
necesitaba mis referencias, la señorita Mary Lou Foxworth que tenía un tío en
la Cámara de los Lores, podía responder por mi indigna persona.
Biava me despachó con cara preocupada: una guerra de mañosos en su
territorio no le causaba ninguna gracia.
Un rato después, Spencer, con el «Webley» en la mano, me abría la
puerta.
Ornella me acribilló a preguntas, preguntas a las que no tenía respuestas.
Sólo le dije que no debíamos preocuparnos más por los matones y que el
inspector Biava trabajaba en el caso con entusiasmo y eficiencia.
Comimos tarde y debo confesar que no tragué mucho. El cerebro me
trabajaba aprisa pero parecía girar en el vacío… ¡Faltaban muchas piezas para
armar aquel rompecabezas!
Pensé en sugerir a Ornella irnos de Milán, buscar refugio en algún
pueblecito de la llanura o irnos a la montaña, un sitio pequeño, donde
cualquier novedad se percibe inmediatamente y podía ser más fácil de
controlar.
Pasamos el resto del día viendo la TV. Ornella volvió a cocinar y quedé
convencido que era un típica italiana que vivía feliz con un hombre en la casa.
Esa noche «volvimos a tutearnos» en mi cuarto.
Por la mañana, una llamada transoceánica me despejó rápidamente la
cabeza. Era Mary Lou desde Nueva York.
—¡Hola cariño!
—Mary Lou, nos has despertado —le dije.

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—«Nos has despertado» —repitió con tonillo de guasa—. ¿A ti y a quién
más?
—Bueno… a los de la casa.
—¿Dónde duermes? —me espetó.
—En el cuarto de huéspedes… ¡Oye! ¿A qué viene todo este
interrogatorio?
—¡Te conozco muchacho! ¿Acaso no te dije que eras la persona adecuada
para dar ternura y protección a Ornella?
—Sí, lo dijiste… pero… —musité.
—Indy, que te excedas en brindarle protección no me importaría, pero en
cuanto a la ternura… ¡mucho cuidado!
En el fondo me sentí halagado. Tenía celos, era un paso adelante para
estabilizar mi vida junto a Mary Lou.
—Amor, no te pongas así, sabes que tú eres la única que…
—¡Corta el rollo, veterano! ¡Lo que quiero es proteger a mi amiga de ti!
¡No te confundas!
Me di por vencido.
Ornella conversó un rato con Mary Lou mientras yo desayunaba con
Johnny.
A través de la cortinilla de la ventana divisé el coche de la policía. El día
parecía bueno y propuse al niño dar un pequeño paseo.
En mi cuarto me coloqué un cuchillo en la bota y me metí un «Colt
Python» en el bolsillo de la cazadora.
El chaval llevaba el viejo sombrero modelo «Indiana James» y su látigo.
Además se había colgado del cuello el talismán que le habían regalado los
hindúes en el Duomo. En ese momento reparé que la estatuilla colgaba de un
cordón de seda trenzado con una cadenilla dorada.
Eché un vistazo a la estatuilla, parecía una deidad femenina, pero tenía
cuatro brazos y estaba sentada sobre una calavera, era un extraño obsequio
para hacerle a un niño.
Y además parecía ser de oro.
—¿Te agrada tío Indy? —me preguntó el niño.
—Claro, chico, es preciosa —se la volví a colgar del cuello.
—¿Damos ese paseo o no?
Hice una seña a Spencer que abrió la puerta y examinó el pasillo y las
escaleras. Todo en orden. Nos despedimos de Ornella y descendimos a la
calle.

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Los policías nos hicieron un leve saludo. No había tanto sol como el día
anterior pero el día era agradable.
Spencer se lanzó a cubrir la vanguardia y salimos sin rumbo fijo.
Nos detuvimos en una panadería a comprar pizza. El pequeño Johnny
hacía restallar su látigo contra las paredes y la acera enfrentado a imaginarios
piratas, y sembrando el terror entre los paseantes.
Estuvimos caminando casi hasta el mediodía. Ninguno sentía hambre por
lo que regresamos lentamente.
De pronto, en una calle solitaria nos topamos con un grupo de músicos
ambulantes: una especie de hare-krisna con turbantes, hacían sonar dos
tamboriles y una flauta. Un cuarto personaje, sentado en el piso con otra
flauta, vigilaba una cesta depositada frente a él.
El chico se detuvo de inmediato delante de la cesta.
—¿Qué hay en el canasto? —preguntó.
El hindú no contestó, sólo sonrió sin perder de vista la cesta.
—Ven, Johnny —le pedí. Podría haber una serpiente allí, y no me
gustaban. Estaba harto de ellas, aún de las que no tuvieran ni gota de veneno
en los colmillos.
—¡Déjame ver, tío Indy!
—De acuerdo, chico, sólo quiero que no te arrimes a la cesta.
Los músicos seguían tocando, impertérritos.
No pude divisar a Spencer. ¿No se habría percatado que el niño y yo nos
habíamos detenido?
En el otro extremo de la solitaria calle tampoco se veían los policías que
debían haberme seguido todo el trayecto, en cambio apareció una furgoneta
que se detuvo a unos treinta metros de nosotros.
Comencé a ponerme nervioso, aquello no me gustaba nada y menos aún el
numerito musical.
—¡Tío Indy!
El niño atrajo mi atención, la tapa de la cesta se había deslizado al piso y
algo se movía en su interior. Enseguida apareció la cabeza achatada de una
cobra balanceándose suavemente. Era un bicho a la vez hermoso y repelente.
Atraje el chico hacia mí. El reptil se movía como un péndulo dentro de la
cesta, cada vez se asomaba más hasta que empezó a escurrirse hacia el piso.
La música no cesaba.
Ahora la cobra, que era inusitadamente grande, había salido totalmente
del cesto sin perder su hipnótico ritmo.

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Me di cuenta que la música no sólo ejercía una directa influencia en el
reptil, también creaba alrededor nuestro algún tipo de clima demoníaco:
debíamos largarnos.
En ese momento la serpiente comenzó a deslizarse directamente hacia
nosotros.

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CAPÍTULO X

Puse al niño detrás mío y le grité al tipo:


—¡Meta la víbora en el cesto! —No me hizo ningún caso, parecía en otro
mundo.
Hay momentos en que tienes una duda, no sabes si lo que tienes delante es
una tomadura de pelo o una conspiración, si es de día o de noche, o si la
víbora tiene veneno en los colmillos o es un pobre bicho operado.
Pero tienes que hacer algo.
Extraje el «Colt» y disparé.
En medio de la explosión del «357 Mágnum» vi cómo la cabeza de la
cobra se desintegraba: los músicos arrojaron los instrumentos y se pusieron en
pie ágil y silenciosamente, de sus ropas extrajeron una especie de lazo y se
abrieron en semicírculo.
Hubo un silbido y algo se enredó en mi brazo armado: era un cordón con
una esfera de metal pequeña y pesada en el extremo. El hindú que manejaba
aquella arma intentó arrancarme el revólver, pero yo estaba como loco y le
gané el tirón usando mis dos manos. Chocó contra mi brazo y podría asegurar
que el «357» se disparó solo: el tipo pareció elevarse del suelo unos
centímetros al recibir el impacto en el mentón… cuando cayó al piso hecho
un guiñapo noté que le faltaba media mandíbula.
Un lazo más certero se enredó en el revólver y me lo arrebató
limpiamente. Con el rabillo del ojo vi que la furgoneta se ponía en marcha y
se acercaba hacia nosotros.
—¡Huye Johnny! —grité desaforado—. ¡Que no te cojan!
Otro lazo cayó sobre mi cuello, lancé violentamente mi bota izquierda
contra la entrepierna del tío. La presa aflojó y aproveché para afirmarme y
darle en la cara con los dos puños a la vez. Me arranqué la seda del cuello y
enfrenté a los restantes.
Se abrieron tratando de dividir mi atención. Consideré que debía acelerar
el asunto y metí la mano en la bota: con mi cuchillo en la diestra me sentí más
tranquilo.

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Los hindúes se decidieron y atacaron conjuntamente mientras se animaban
gritando.
—¡Siva mata!
—¡Siva triunfa!
Hice un molinete con la ancha hoja, sentí que un lazo se cortaba, pero otro
se enredó en mis piernas y mi equilibrio se vio comprometido.
Lancé otra cuchillada y traté de desenredar mis pies. Uno de los tipos se
lanzó sobre mí con los ojos brillantes como brasas encendidas. Caímos
abrazados, su mano izquierda había logrado aferrar mi brazo armado.
Rodamos como cilindros por el piso, lo que impidió que el otro
interviniera. De pronto me di cuenta que lo tenía a punto para aplicarle «El
beso de Pasadena».
¿No sabéis qué es eso?
Se toma impulso con la cabeza hacia atrás y luego la proyectas a toda
máquina hacia delante: tu hueso frontal debe dar justamente contra la boca y
nariz de tu contrincante.
En este caso salió perfecto: el hindú rodó por el piso cogiéndose la cara
con ambas manos y juraría que vi brillar algunos dientes sobre los adoquines.
El que quedaba pareció acobardarse. Sentí el rugido de un motor.
La furgoneta se precipitó hacia mí. Alcancé a ver al conductor, un hombre
moreno de turbante. Di un salto hacia el costado pues venía ocupando casi
toda la acera. Pasó a mi lado como un tren expreso… el estrangulador no tuvo
tanta suerte, el vehículo lo cogió de refilón partiéndole una pierna, dio una
vuelta en el aire y cayó pesadamente mientras la furgoneta se daba a la fuga.
Escuché gritos, Johnny apareció corriendo: había estado espiando la pelea
oculto en un portón.
Lo cogí entre mis brazos y traté de calmarlo.
—¿Quiénes son, tío Indy?
—No te preocupes, chico, no molestarán más.
Un quejido llamó mi atención: el último de los hindúes se había alzado
sobre un codo y miraba a Johnny con una extraña expresión.
—Siva-Geigy… —musitó, alargando el brazo hacia el niño.
—¿Qué dices? —Me acerqué hacia él, intrigado.
—Siva-Geigy… vence —agregó con expresión de fanático.
Cogió un collar que llevaba colgando del cuello, era de cuentas de
colores, arrancó la única que había de color verde y se la metió en la boca.
No me di cuenta de lo que significaba aquello hasta que el tipo empezó a
retorcerse en el piso mientras aullaba.

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Se había llevado sus secretos al otro mundo.

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CAPÍTULO XI

Localicé a Spencer en un portal. Le habían dado un buen porrazo en la


cabeza, y se estaba recuperando, pero no había visto a su atacante por lo que
deduje que lo habían dejado K. O. con una esfera arrojadiza.
Antes que acudieran los curiosos nos largamos a toda prisa. Frente al
palacio estaba aún el coche de los policías… vacío.
Tranquilicé a Ornella quien se puso nerviosísima con la historia que le
endilgó Johnny, exagerando más de lo que había sido.
—Cálmate, chica, hablaré con Biava —dije para calmarla.
—¡Esto es cosa de Cario, está dispuesto a todo para quitarme a Johnny!
Yo no me lo creía, había algo más y no tenía ninguna pista. Telefoneé al
inspector, cuando le dije que habían desaparecido sus muchachos se puso
como loco, y me anunció que llegaría enseguida.
Media hora después estábamos en pleno consejo de guerra. Biava había
localizado a los dos policías por una denuncia anónima: habían sido
narcotizados mediante dardos, probablemente utilizando cerbatanas. ¿Contra
quién diablos nos enfrentábamos?
Biava portaba unos papeles en una cartera de cuero. Nos miró seriamente
y comenzó a hablar.
—Hice averiguaciones con mis colegas de Nueva York y la Interpol sobre
el signore Carrera. Comprobé su historia, señora: la demanda de divorcio, el
secuestro a que la sometió su esposo y otros detalles.
Ornella asentía con ansiedad, la había obligado a tomar un tranquilizante
y se sentía mejor.
—¿Saben qué es el «shock-up»?
Nos quedamos silenciosos, ni Ornella ni yo teníamos idea de aquello, a
menos que fuera una especie de baile.
Biava prosiguió.
—Parece que en su país, signore James, ya no tienen bastante con la coca
y el «crac», ahora se está extendiendo como peste el shock-up. Ésta es una

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droga que se fuma, se obtiene refinando… —Buscó el dato en los papeles,
pero enseguida desistió—… bueno, es una planta que se cultiva en la India.
No pude evitar sentir un escalofrío, la India, hindúes, turbantes… lazos de
seda[3].
Biava captó mi ansiedad, pero siguió hablando.
—El shock-up es muy especial, uno se fuma un canuto de ésos y no se
queda aislado en su mundo, todo lo contrario, le entra una marcha de los mil
demonios. No le viene la lucidez de la coca pero el drogado se transforma en
una máquina de bailar, jugar fútbol, perdón señora, hacer el amor y lo que ya
es más peligroso: matar.
Hizo una pausa para beber un café que había servido Ornella.
—Es una especie de «amok» de la Malasia. La policía tiene graves
problemas para detener a los intoxicados con el shock-up, los nervios que
llevan la señal del dolor al cerebro quedan momentáneamente anulados y los
tipos no reaccionan, por ejemplo, a los golpes, es como si fueran indoloros.
Encendió un MS y aspiró el humo con placer.
—El efecto dura unos quince minutos. El sujeto, en ese lapso, también
sufre una disminución de su voluntad en un sentido muy especial, se
transforma en una persona altamente manejable, siempre que quien lo intente
tenga un ascendiente previo sobre él, claro está.
Aproveché la pausa para hacer un inciso.
—Hasta el momento nos ha descrito un estimulante bastante exótico.
—Y letal, signore James. Produce daños irreparables en el cerebro en
poco tiempo, además crea adicción rápidamente y lo han metido en Nueva
York a precios casi tan bajos como el crac.
Ahora habló Ornella.
—¿Qué tiene eso que ver con nosotros? ¿Con mi hijo?
Yo había adivinado a dónde llegaría Biava.
—Parece que su esposo es el distribuidor exclusivo en USA, señora.
Se aclaraban los negocios del señor Carrera en la India. Ornella lloró un
rato sobre mi hombro, mientras el inspector fumaba en silencio.
—Llamaré a Cario. Le pediré, le rogaré que nos deje en paz, le diré que lo
sé todo.
—Signora —intervino Biava—. Lo que le he dicho es confidencial, la
policía de su país no tiene todavía las pruebas para atraparlo, si usted le dice
algo lo pondrá sobre aviso: puede ser perjudicial para mis colegas.
—Ornella —intervine—. Para tu divorcio y la tenencia del niño sería
beneficioso que a Cario le echaran el guante.

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—Eso tiene lógica —apoyó el inspector.
Se mantuvo en sus trece, cogió el teléfono y disco sin preocuparse de
nuestra presencia.
Habló en inglés con alguien y me miró con cara de extrañeza. ¿Qué
diablos pasaría ahora?
—Sí, soy la señora Carrera —anunció después.
Estuvo escuchando un momento, vi que se ponía pálida.
—Sí, teniente, lo comprendo.
¿Teniente? ¿Con quién cuernos hablaría?
—Si, aquí hay un… colega suyo, un momento. —Cubrió el auricular con
la mano y se lo alcanzó al inspector.
—Es la policía de Nueva York, un tal Carmody, capitán Carmody.
Quieren hablar con usted.
Vi que tenía los ojos llenos de lágrimas, se arrojó a mis brazos mientras
Biava en un inglés asombrosamente bueno hablaba con su colega.
—¿Qué pasa? —le pregunté en voz baja.
—… Cario, Cario —repetía entre sollozos espasmódicos.
Finalmente Biava acabó su conversación y le habló a Ornella.
—Señora, lo lamento mucho. —Parecía sinceramente afligido. Me miró
con expresión preocupada.
—Alguien se cargó al signore Carrera en su propio despacho. Lo encontró
la secretaria al llegar esta mañana, hace apenas una hora.
Miró el reloj como para cerciorarse de algo.
Lo llevé aparte y le pregunté en voz baja.
—¿Tienen alguna pista?
—Nada. Fue una faena exótica: lo estrangularon con un lazo de seda, ¿no
le recuerda eso a algo? —terminó irónico.
Dejamos un momento sola a Ornella, Biava quería decirme algo más.
—Su despacho quedó destrozado. Carrera era un hombre muy alto y
fuerte, llegó a ofrecer resistencia a sus atacantes, todo está ensangrentado.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque a éste también… le arrancaron los testículos.

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CAPÍTULO XII

El ambiente ya era demasiado espeso: aparentemente nos teníamos que


ver con un grupo de fanáticos dispuestos a todo… no sólo habían liquidado a
Carrera, sino que también tenían intenciones parecidas con Ornella y Johnny.
Las teorías de Biava habían saltado por el aire. Prometió continuar con sus
esfuerzos y se despidió.
Después de pensar un rato le dije a Ornella que deberíamos abandonar
Milán. La convencí de que cambiáramos de sitio; aún protegidos por el
ejército italiano estaríamos en peligro mientras semejantes locos supieran
dónde nos encontrábamos.
Lo pensó un momento y luego sugirió un lugar.
—Hay una villa marinera en la Liguria, se llama Levanto, es al sur de
Portofino. Mi abuela tiene allí una casa que nadie usa.
—Excelente —respondí—. Prepárate algo de ropa y llena una caja con lo
que encuentres en la nevera: haremos vacaciones en el mar.
Por teléfono alquilé una furgoneta y después le di unas instrucciones a
Spencer. Johnny, que estaba feliz con las inesperadas vacaciones, comenzó a
planificar paseos y juegos.
Un rato después Spencer recibió en el patio del palacio una furgoneta
cerrada Nissan.
Cargamos todo el equipaje y las provisiones en el vehículo, me puse una
especie de disfraz con anteojos y arranqué sólo en la Nissan hacia la calle.
Los policías me vieron pasar indiferentes.
Por el espejo retrovisor vi que cinco minutos después salía el Maseratti
azul. Pasó a mi lado majestuosamente, detrás iban Ornella y el chaval,
inmediatamente, pegado a su cola la siguió el Alfa de los policías.
Estuve unos minutos más observando sin ver nada sospechoso.
Cogí el plano de la ciudad, me orienté y arranqué. Rápidamente encontré
el supermercado, ascendí por la rampa hasta el aparcamiento del techo, hallé
un lugar entre las filas de autos y me acomodé a esperar.

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Poco después asomó por la rampa el Maseratti. Spencer maniobró hasta
localizar un sitio y aparcó.
Como era previsible después aparecieron los policías en su coche, y se
acomodaron en otro lugar. Todo iba bien.
Ornella y el niño descendieron y ocultándose tras los autos aparcados,
llegaron hasta la furgoneta. Los hice entrar rápidamente, un instante después,
llegó Spencer resoplando.
Puse en marcha la Nissan y partimos.
Pasamos a veinte metros de los policías. No se enteraron de nada.

—¿Por qué has despistado a la policía? —preguntó Ornella.


—Ya escuchaste lo que dijo el inspector: aquí también se cuecen habas,
puede haber un informante de esos fanáticos dentro de la policía.
Pareció tranquilizarse cuando cogimos la autopista hacia Génova… ¡Y yo
también!
Efectué un par de paradas para comer algo y de paso cerciorarme que
nadie nos siguiera, después enfilamos hacia el sur, en dirección a La Toscana.
Ya anochecía cuando cogimos la salida de la autopista que conducía a
Rapallo.
Viajábamos por carreteras sinuosas, rodeadas de vegetación verde, y se
olía el Mediterráneo en el aire.
Era noche plena cuando entramos al pequeño pueblo de Levanto. La
mayoría de las casas estaban pintadas de colores rosados y no se veía mucha
gente por la calle.
Ornella me fue guiando hasta una esquina. Allí estaba la casa de la abuela,
un sólido edificio de dos pisos construido al estilo de la zona. En la planta
baja había una spaghetería cerrada.
El chaval estaba cansado pero feliz ante la perspectiva de nuevas
aventuras. Entramos en la casa, que era bastante vieja, y de anchas paredes.
Encendí un fuego en el espacioso hogar mientras Spencer subía los bultos.
Poco después comimos con ganas. Todos estábamos molidos por las
emociones del día. Llevamos a Johnny a la cama y se durmió rápidamente,
Ornella se dispuso a acostarse también.
Decidí dar una vuelta antes de dormir: quería reconocer el terreno que
pisábamos. Dejé a Spencer al mando y bajé.
La furgoneta estaba aparcada en una calleja lateral para no llamar la
atención. Al fondo de la calle se oía el ruido del mar en la playa. Me hubiera

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gustado llamar a Ornella y dar un paseo bajo la luna, todo era tranquilidad.
Después de caminar un rato decidí volver. En un cruce de calles me
detuve en seco: había un coche detenido a cincuenta metros de la casa… y
adentro tres hombres de turbante.
Maldije no haber cogido el «Colt». Mientras tanto me rompía la cabeza
pensando cómo nos habían localizado.
Esperé unos diez minutos. El coche arrancó y partió silenciosamente.
Crucé la calle a la carrera y me precipité dentro de la casa como una tromba.
Todo parecía en orden, entré al cuarto del chaval: dormía plácidamente.
Tendría que hacer algo. Me senté en una Silla junto al niño. Sobre la
mesilla de noche tenía su sombrero y el talismán.
El talismán.
Lo cogí con un presentimiento: aquella maldita estatuilla parecía tener que
ver con toda esta locura.
Lo examiné con más cuidado, de pronto caí en la cuenta que estaba
formado por dos piezas que encajaban muy precisamente. Quise abrirlas
girando: no se movió un milímetro. Pensé que debía intentarlo con un martillo
y súbitamente tuve una inspiración.
Hice fuerza en el sentido opuesto, la rosca era inversa.
La abrí fácilmente. Dentro la estatuilla tenía una especie de circuito
electrónico, allí estaba la respuesta que buscaba: los tipos nos seguían a
distancia mediante ese pequeño transmisor, mientras estuviera colgando del
cuello de Johnny no corrían el riesgo de perdernos.
En ese momento sonó un grito de terror.
¡Era la voz de Ornella!
Me abalancé como un loco hacia la puerta de su cuarto. Cuando entré vi
que la tenían ya cogida: un lazo le ceñía el cuello y una daga se le afirmaba en
el pecho, temblaba bajo su camisón.
Las caras de los dos sujetos me eran conocidas, las había visto antes sobre
la terraza del Duomo.
—Señor James, le ruego que permanezca tranquilo —me pidió uno de
ellos en su excelente inglés.
Lo hice.
En ese momento sentí un pinchazo en la espalda. Giré para enfrentar el
nuevo peligro. Vi un hindú que me miraba: sostenía una especie de tubo o
flauta entre los labios.
¡Una cerbatana!
Un segundo después perdí el conocimiento.

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CAPÍTULO XIII

Desperté atado como un chorizo. Spencer yacía a mi lado en idéntica


situación. En la espalda aún tenía el dolor del pinchazo.
Estábamos en una especie de hangar: una hilera de cajas de madera se
alineaban ordenadamente junto a nosotros.
Enfrente había un hindú, sentado, que nos miraba.
También nos miraba el cañón de un fusil de gas.
Cuando notó que Spencer recuperaba el conocimiento se levantó, abrió
una puerta que aparentemente conducía a otra estancia y llamó en inglés a
alguien.
El vano de la puerta quedó empequeñecido por el hombre que se asomó.
Parecía que en Italia los «armarios» se producían en serie: éste vestía como
una especie de explorador africano, con botas de caña alta. Además parecía
más simpático que Cara de Cerdo.
—¿Ha tenido buenos sueños, señor Jones?
—James —corregí.
—¿No es usted Indiana Jones?
—¡No! ¡Me llamo Indiana James, y estoy harto de confusiones!
Pareció sentirse desilusionado por no encontrarse frente a una estrella del
celuloide, pero también estaba divirtiéndose.
—Bueno, pese a ser un sucedáneo es usted todo un tío, créame. ¡Nos ha
dado trabajo!
—Gracias —contesté secamente.
—Pero, por suerte, todo ha terminado —prosiguió.
—Ya que parece saberlo todo. ¿Puede decirme quién es usted? —le pedí,
bastante molesto.
—¡Seguro! Todo lo que usted me pida desde ahora le será concedido.
Serán sus últimos deseos —manifestó el gigantesco sujeto con chocante buen
humor—. Me llamo Pino —prosiguió con una sonrisa.
«Últimos deseos» había dicho, no me hacía ninguna gracia su seguridad.
Como tampoco me hacía gracia su aspecto: la nariz parecía habérsele roto

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más de una vez, los brazos semejaban troncos de roble cubiertos de pelo, el
tórax que asomaba por su camisa abierta dejaba ver amontonamientos de
músculos grandes como cacerolas.
—Encantado —contesté—. ¿Dónde está Ornella?
—Haciendo un largo viaje con el chaval. —Sonrió y le hizo una seña al
guardia. Éste se deslizó hasta el otro cuarto y volvió con una especie de
pantalla de ordenador con un teclado incorporado. Pino movió los dedos
sobre los botones y se oyó una señal.
—Mire que juguete tan interesante: gracias a él nunca lo perdimos de
vista. Gracias, también, a la estatuilla que cuelga del cuello del chico, claro.
En la pantalla apareció una imagen muy esquemática del Mediterráneo
sur. Un punto luminoso parpadeaba en las cercanías de El Cairo moviéndose
casi imperceptiblemente hacia el mar Rojo.
—Aquí van volando sus amigos, James. Vacaciones en la India con gastos
pagados. ¡Vaya suerte! —comenzó a reír.
—¿Por qué se los llevan? —inquirí.
Puso la cara de asombro.
—¿No lo sabe? ¿Acaso no se ha enterado que el hijo de su amiga es
descendiente de la diosa Siva-Geigy?
Juro que casi me desmayé al oír aquello. Sentí que Spencer a mi lado
musitaba «Santo Cielo».
Aunque todos estos tipos estuvieran locos, lo que decía Pino me aclaraba
muchas cosas.
—¿De modo que Johnny es una especie de Dios? —pregunté.
Me guiñó el ojo con complicidad occidental.
—Bueno, para mi amigo sí. —Señaló al hindú del fusil que nos
contemplaba impasibles sin comprender nada de la interesante conversación
que tenía con Pino.
—Yo tengo otro tipo de creencias —agregó el grandote.
—¿Cuáles? —aproveché que el italiano tenía ganas de charla y
exhibición.
—La pasta, amiguito, ése es mi Dios.
—¿Qué pasa con el shock-up? —pregunté de improviso.
Una lucecita le brilló en el fondo de los ojos.
—¡Ah! Veo que no es estúpido del todo. Bueno, ese • es el fondo del
asunto, para mí por lo menos.
—¿Qué tienen que ver estos hindúes con la droga? —proseguí.

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—Todo —enfatizó—. Ellos la conocían desde hace siglos y como
necesitan dinero se lanzaron al negocio en occidente.
—¿Y quiénes son estos hindúes? —continué.
El grandote se acomodó sobre una caja de madera. De un bolsillo de la
cazadora extrajo una botella chata de grappa. Dio un buen trago antes de
hablar.
—Parece que son una secta muy antigua: son estranguladores. Creen en
una diosa que se llama Siva-Geigy, su religión les impedía derramar sangre,
por eso usaban el lazo, pero ahora, con los tiempos que corren se han
modernizado.
Al decir esto tocó el cañón del fusil del silencioso guardián.
—Y se han vuelto millonarios, manejan mucho dinero… compran armas.
Señaló las cajas alineadas en el hangar.
—¿Por qué se cargaron a Carrera? —pregunté.
—¡Uf! Creo que Abralas lo hizo liquidar porque le molestaba.
—¿Quién es Abralas?
—Vendría a ser como el «Papa» de esta gente. —Contestó Pino, feliz con
el símil que había hallado para describir a Abralas.
—En cuanto a Carrera —prosiguió el italiano— fue la punta de lanza en
los USA, pero cada vez quería más de lo que le tocaba del pastel. Abralas,
que es muy astuto, decidió reemplazar al hijo de Siva-Geigy que reinaba
sobre ellos y que ya era viejo y convenció a su gente de que el nuevo
descendiente sagrado era un chiquillo americano. Vaya chiflados que son.
—¿O sea que Carrera de aliado pasó a ser un enemigo? —le inquirí.
—Exacto. Abralas engatusó a su gente con que el nuevo mesías era
Johnny. Por lo tanto Carrera, su padre terrenal, era un obstáculo para los
designios divinos, pero la cosa se complicó porque justo ese mes a la esposa
de Carrera se le ocurre divorciarse y escapar. Carrera se puso como loco y
encargó a sus amigos sicilianos que hallaran a la mujer y al niño, por lo que
tuvimos que encargarnos también de ellos.
—De modo que usted trabaja para ese Abralas —le dije.
Hizo un gesto de desprecio.
—No exactamente, soy un profesional, antes trabajé para Carrera.
—¿Y ahora dónde estamos? —le pregunté.
—Muy cerca de donde usted vino a ocultarse. ¿No sabe que Génova es un
importante mercado de armas? —sin esperar respuesta prosiguió—: Tenemos
esta pequeña base y desde aquí establecemos conexión directa con la India.
—¿Para qué son las armas?

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—Creo que Abralas quiere declarar un estado independiente en Patna. Allí
hay mucha gente que por cuestiones de religión y origen, quiere hacer una
revolución, una especie de guerra santa.
Echó otro trago y prosiguió con su historia.
—Este cargamento que ve aquí, saldrá mañana para Patna en avión,
saldremos todos, quiero decir.
—¿Todos? —le pregunté.
—Sí, yo debo entregar este cargamento y cargar la droga que, por cierto,
la refínanos allí mismo.
—¿Y a nosotros por qué nos lleva?
—Usted no llegará nunca a la India, ni el inglés. —Hizo una pausa
poniéndose de pie para irse—. Ustedes caerán del avión sobre algún lugar del
Mediterráneo.

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CAPÍTULO XIV

Llegó el amanecer: no habíamos podido aflojar siquiera una ligadura, y


nos habíamos roto los dientes royendo las cuerdas en vano. Aún así el bueno
de Spencer no había perdido su flema británica.
—Mucho me temo que la señorita Mary Lou esté ahora muy preocupada
por nosotros.
—Yo también me lo temo —dije suspirando, recordando viejos tiempos.
Un rumor de motores traspasó las puertas del hangar. Amanecía y Pino
preparaba su gente para la partida. Se abrió la gran puerta del extremo y
apareció el italiano con un desconocido que vestía traje de fajina y gafas
«Clipper». Seguramente el piloto.
Pasaron por delante nuestro sin prestarnos la menor atención y entraron a
la otra habitación. Después llegó el hindú con un «toro» hidráulico y comenzó
a llevarse las cajas al exterior.
Media hora después no quedaba ninguna. Sólo nosotros yacíamos tirados
en el pavimento.
Volvieron a aparecer Pino y el piloto. Éste llevaba unos papeles bajo el
brazo: la carta de vuelo.
—Buenos días. ¿Han dormido bien? —Pino estaba simpático y
dicharachero como si nos fuéramos de excursión.
Llamó al hindú y le ordenó que nos desatara los pies. Me incorporé
totalmente entumecido.
El pobre Spencer, después de algunos intentos, pudo enderezar su
castigado esqueleto.
—Vamos —dijo Pino consultando el reloj.
Salimos hacia la mañana: el día era espléndido, aunque había nubes bajas
sobre el horizonte.
Estacionado sobre una larga y tosca pista, había un Twin Otter que
vibraba suavemente al ronroneo de sus dos motores.
Nos hicieron subir: todo el espacio del fuselaje estaba acondicionado para
transporte de mercancías.

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Las cajas de armas y municiones se alineaban a lo largo dejando libre un
estrecho pasillo en el costado izquierdo. Una barandilla metálica separaba el
ámbito de la carga del destinado a la circulación de eventuales pasajeros.
Mientras el hindú nos encañonaba con su fusil, Pino desató a Spencer y le
colocó un par de esposas cuya cadena pasó por detrás de la barandilla de
hierro, de modo que quedó sujeto pero con cierta movilidad.
—No hay por qué viajar incómodo —rió Pino—. Aunque me temo que no
habrá servicio de azafatas.
Después me tocó el turno a mí. No podía intentar nada, incluso me pareció
que el grandote esperaba que yo intentara alguna locura. Pero el cañón del
fusil estaba a cinco centímetros de mi nuca, casi lo podía sentir.
Me esposó a través del caño de la barandilla, podía moverme a lo largo de
ella hasta tropezar con el cruce vertical que la mantenía sólidamente unida al
techo y al piso del fuselaje.
—Caballeros, procuren sostenerse cuando levantemos vuelo, no quisiera
que sufrieran algún daño. —Y añadió con sorna—: Les aguardan muchas
horas de natación.
Se cerró la puerta, comprobaron una vez más la carga y los tres marcharon
a la cabina. Momentos después el avión comenzó a moverse buscando la
cabecera de la pista y el viento a favor.
—Bueno, Spencer —dije—. Ya lo has oído, cógete como puedas.
Spencer, sin duda, estaba añorando la tranquilidad y el cotilleo de la
mansión Foxworth. Estábamos en una situación en la que podíamos desear
estar en diez mil situaciones diferentes.
Súbitamente el Twin Otter arrancó velozmente: la cadena de mis esposas
se deslizó a lo largo del tubo y caí pesadamente sobre el pobre Spencer.
Quedamos semicolgados y aplastados mientras sentíamos la fuerza del
ascenso sobre nuestro cuerpo, el morro del avión buscó decididamente el
cielo con los motores trabajando a tope.
Poco después, para nuestro alivio, el aparato recuperó la horizontal y
estabilizó el rumbo. A través de una ventanilla comprobamos que ya
estábamos sobre las nubes que cubrían la Italia septentrional y el sol entraba a
raudales.
Se abrió la puerta de la cabina y apareció Pino seguido del hindú.
—¿Quieren fumar?
—Con el estómago vacío me cae mal el tabaco —contesté sin pizca de
ironía.
—No se preocupe más por su estómago, James.

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Revisó la carga rápidamente.
—¡Bien, bien! Cualquier cosa que necesiten no tienen más que pulsar el
timbre. —Y se marchó riendo a carcajadas.
Seguido del hindú que había dejado el fusil en algún sitio, regresaron a la
cabina.
—Y bien… señor James. —El pobre Spencer estaba esperando alguna de
mis genialidades—. ¿Qué hemos de hacer? Tome usted el mando, yo le
obedezco.
Mucho me temía que no que quedara nada en la manga. Me di cuenta que
la necesidad de descanso que había sentido en Nueva York una semana atrás
retornaba unida al desánimo. Y aquel Pino me había prometido el descanso
eterno.
Soy un héroe, claro, pero hasta los héroes se cansan de repartir tortas y
desbloquear situaciones imposibles.
—Déjame pensar algo, Spen —y agregué—: Tú ya eres un experto en
líos, pon algo de tu parte.
—Me temo que quiere usted invertir los roles de esta historia, señor
James, me pide demasiado.
—Bueno, no quiero decir tanto. ¿Por dónde empezarías tú?
—Tenemos que abrir estas esposas, señor.
—¡Ah! Mi buen Spen… debemos invocar para ello el espíritu del gran
Houdini.
Evidentemente tenía una fe ilimitada en mi talento de aventurero y mi
habilidad de prestímano.
Tironeé un rato de las cadenas. Por supuesto, la única posibilidad era que
aquellas esposas pertenecieran a alguna partida defectuosa.
No era el caso. Eran más sólidas que el peñón de Gibraltar.
Me hacía falta una masa de hierro.
No había ninguna.
O quizá un soplete.
No se divisaba alguno en millas a la redonda.
Una sierra de acero sueco.
Ni siquiera había un cuchillo de cortar queso.
De pronto salimos disparados de arriba abajo y de abajo arriba. El avión
se sacudió como si fuera de juguete.
Estábamos atravesando una zona de turbulencias. Así se lo aclaré al pobre
Spencer que lanzaba quejidos sepultado bajo mi cuerpo.
Volvió a abrirse la puerta de la cabina. Era Pino.

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—Hola, entrometidos. ¿Qué tal el remolino?
Ninguno de nosotros estábamos como para contestar alguna frase
ingeniosa.
—Parece que tendremos un viajecito accidentado. Por lo menos hasta
Malta, encontraremos zonas de turbulencia, de modo que sufriréis alguna
sacudida. ¡No os preocupéis que no es grave!
Por supuesto que su interés no era nuestra salud, sino la preciosa carga
que se sacudía a lo largo del aparato.
Comprobó las cuerdas metálicas que la sostenían y sin decir más se volvió
a la cabina.
Siguieron las turbulencias. Nosotros para abajo y para arriba como un par
de ardillas con espasmos.
Por lo menos las cajas estaban bien sujetas y no moriríamos aplastados
como ratas.
Me quedé pensativo un instante. Podríamos tener una posibilidad, difícil,
muy difícil. Pero preferiría arriesgarme a tener que nadar esposado en el
Mediterráneo. Eso, en el caso que el bueno de Pino quisiera arrojarnos vivos
al mar.
Le expuse el plan a Spencer, lo aprobó con fervor: era lo que estaba
esperando de mí.
El asunto era sencillo: aprovechando los golpes de aire, deberíamos lograr
que alguna de aquellas pesadas cajas se derrumbara sobre la barandilla de
hierro y liberar las esposas.
No quise pensar en el segundo paso. ¡Ya era demasiado azaroso el
primero!
Pusimos manos a la obra.
O mejor dicho pies a la obra. Utilizamos los zapatos para hacer deslizar
las ataduras que sostenían las cajas superiores.
Trabajamos los dos en posiciones inverosímiles atrayendo con nuestros
tacones la cuerda metálica hasta el borde de la caja.
La desventaja, en ese momento, era ser occidental. Si hubiésemos sido
chinos, utilizando la paciencia milenaria la tarea nos hubiera resultado más
llevadera.
Nuevas turbulencias, más porrazos, más gemidos, más dolores.
Comprobé la caja superior: si se había movido no se notaba.
Seguimos otra vez con el rabillo del ojo vigilando la puerta de la cabina.
Más turbulencias, nuevos porrazos, viejos dolores.

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Aquello se estaba transformando en una rutina dolorosa, además de los
golpes se nos acalambraban las piernas. Pero seguíamos.
—¡Señor! —gritó Spencer. Quiero aclarar que un grito de Spencer
equivale a una suave exclamación de un hombre normal.
Eché un vistazo, Spen señalaba con su afilada nariz la caja superior.
La caja se había desplazado unos centímetros.
Eso me entusiasmó: la posibilidad parecía a punto de concretarse.
Nuevos golpes de aire nos hicieron chocar uno contra el otro, y
súbitamente, algo pareció desgarrarse.
La caja superior, liberada de la cuerda que la sostenía, se derrumbó
arrastrado el resto de los nudos.
—¡A un lado, Spen! —alcancé a gritar.
Saltamos uno hacia cada lado. La caja cayó precisamente sobre la
barandilla partiéndola como si fuese de caramelo.
Rápidamente liberamos las esposas. Estábamos libres pero ahora venía
peor parte: hacerse con el mando de la nave.
La caja se había casi destrozado. Contenía granadas: un arma
comprometida para utilizar en un avión a miles de metros de altura.
En aquel momento se abrió la puerta. Era el hindú, que se detuvo
sorprendido al ver parte de la carga derrumbada y los prisioneros sueltos.
Recordé mis épocas de atleta estudiantil; rápidamente cogí una granada y
casi sin apuntar se la arrojé con fuerza, sin quitar el seguro.
Le dio entre los ojos. Cayó fulminado, soltando la pistola «Colt» que
había extraído de la funda.
¡Ésa era mi oportunidad!
Me lancé en una zambullida feroz hacia el arma.
¡Y la cogí!
Pero antes que pudiera cantar victoria una pesada bota me pisó con
violencia la mano.
Levanté la vista lanzando un aullido de dolor. Dos metros más arriba Pino
me contemplaba con perversa reprobación.
—¿Qué ha hecho usted, señor James? —la voz le sonaba extraña. De la
comisura de los labios le colgaba un pitillo a medio consumir.
Movió el pie en forma giratoria, como si se estuviera aplastando un
cigarrillo con el tacón.
El dolor fue intolerable. ¡Aquel asesino me quería destrozar las falanges!
Se agachó un poco para mirar más cerca de mi sufrimiento. Tenía los ojos
vidriosos y sonreía.

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—Creo que me voy a divertir contigo antes de arrojarte a los tiburones
muchacho. —Me echó una bocanada de humo en el rostro. Aquello no era
tabaco.
¡Pino estaba fumando un shock-up!
De pronto salió volando como un fardo… ¡estábamos metidos en otra
turbulencia! ¡Alguna tenía que estar a mi favor!
No sentía la mano, no sé si estaba rota o no. Lo único que me importaba
era restregar las esposas en la asquerosa sonrisa de aquel sádico hampón.
Pude cogerme a una barra y aguanté tranquilamente la sacudida. Cinco
metros más allá, Pino había logrado detener su deslizamiento y me buscaba
con salvajismo.
No pude encontrar el «Colt» 45. Yo estaba en clara desventaja: golpeado,
esposado, con una mano casi rota y este tío cargado de shock-up y de ansias
criminales.
Nos pusimos de pie al mismo tiempo y nos buscamos cautelosamente. No
sabía que pasaba con Spencer, con su ayuda podía equilibrar los tantos. Pero
si no estaba… ¡Me lo inventaría!
—¡Ahora, Spen! —grité. Y me lancé adelante.
El truco era viejísimo pero el tipo picó y giró la cara. Le entré con un
golpe de pies, doble, en la base del cuello. Cayó aparatosamente de espaldas,
se puso de rodillas y vi que le faltaba aire. Entrelacé los dedos formando una
piña y le di con ambos puños en su nariz de payaso.
El golpe fue tremendo… y el tipo ni pestañeó. Repetí aprovechando su
momentánea pasividad. La cara giró hacia el otro lado como un molinete,
pero parecía no sentir los golpes.
Estaba lleno de shock-up. Recordé la explicación de Biava. Pino tenía
desconectados los circuitos del dolor: sólo la falta de aire al recibir el golpe en
el cuello lo había conmovido.
Se puso de pie, con agilidad asombrosa, transformado en una especie de
molino. Sus brazos giraron como sólidos arietes destructivos. Logré esquivar
sus primeros golpes.
Pero al fin me atizó.
Salí disparado como un proyectil y di contra la puerta de la cabina de
mandos.
Vi que se me venía encima como el expreso Búffalo-Detroit… y el avión
volvió a coger una turbulencia.
Rodé sin control como una botella. A mi lado pasó velozmente el
«armario» y el cuerpo todavía sin sentido, del hindú.

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Pino se levantó primero. No entendí que quería hacer. El avión se estaba
transformando en un manicomio, se habían derrumbado más cajas y él corría
junto a la pared. Lo vi manipular una anilla.
¡Estaba abriendo la puerta!
Con expresión asesina se vino lentamente hacia mí. Se oía zumbar el
viento por la puerta semiabierta. Lo esperé con las manos adelantadas: de un
puñetazo me desarmó la guardia. Logré meterle un puntapié en el bajo vientre
que no le hizo ningún efecto.
Esquivé el segundo golpe y pasé bajo su guardia descompensada
colocándome a su espalda. Se dio la vuelta para perseguirme y me alcanzó
con el tercer golpe.
Fui a dar contra la pared del avión. Giré apoyándome en ella y esquivé su
cuarto puñetazo.
Pero no el siguiente. Caí, resbalando, al piso. Pino se abalanzó sobre mí,
me cogió de los pelos y alzó mi cabeza en ángulo recto. Después la bajó con
violencia contra el piso acanalado.
¡Creí que el cerebro se me iba a salir por la nariz!
Repitió el tratamiento y ya me tuvo a su merced. Me empezó a arrastrar
centímetro a centímetro.
Me debatí bajo sus ciento veinte kilos. Era inútil, con mis manos
esposadas no podía efectuar ninguno de los trucos sucios que sabía…
A mis espaldas sentí el rugido silbante de la puerta del avión. Vi como su
rostro sudoroso paladeaba la victoria.
Un golpe de aire me revolvió el pelo. ¡Ya me tenía en la puerta!
De pronto sentí que no tenía ningún apoyo bajo la nuca: aquel animal
desatado estaba a punto de arrojarme al vacío.

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CAPÍTULO XV

Intenté el último esfuerzo; alcé la rodilla y se la incrusté en la ingle. Sólo


le arranqué un gruñido bronco. Me cruzó la cara de derecha a izquierda. Sentí
que los músculos del cuello se me estiraban hasta casi cortarse.
Abrí los ojos, estaba más cerca del abismo que del cielo. Entonces alcé mi
maltratada cabeza y grité:
—¡¡¡AHORA, SPENNN!!!
El gorila sonrió con expresión de lástima.
Y entonces Spencer le descargó con todas sus fuerzas la pesada tubería
contra la oreja izquierda.
El golpe fue terrible; el viejo Spen debió poner en él todo lo que le
quedaba. No sólo le había reventado la oreja como una ciruela madura, sino
que, como se lo había aplicado de costado, me lo quitó de encima en el
momento justo.
Pero aún no tenía suficiente: era como un androide con el programa
trabado. Matar… matar… matar…
Se puso de pie trabajosamente. Se tocó lo que le quedaba de oreja con una
mano y la retiró ensangrentada.
La miró sin comprender. Seguramente le parecía extraño no sentir dolor
alguno: le duraba el efecto de la droga.
De pronto reaccionó y saltó sobre mí que estaba tirando de la anilla para
cerrar la puerta.
Instintivamente me eché atrás… y la puerta vino conmigo resbalando
sobre su aceitado riel. Pino pasó de largo, aullando de terror, para ir a
perderse entre los cielos luminosos de su querida Italia, o donde estuviéramos
en aquel momento.
Tomé aliento apoyado contra la pared. Sentía que el corazón me iba a
estallar de un momento a otro. Spencer estaba absolutamente impresionado.
También había dado lo suyo, pero ante él había revalidado algunos títulos.
—Señor James, admirable, admirable —musitó con devoción.

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—Soy yo el que te debe la vida, viejo Spen, de lo contrario ahora estaría
tratando de aprender a volar por allá abajo.
—Me permito recordarle que él estaba empleando el dopping, señor.
¡Costumbre aborrecible para cualquiera que sea un caballero!
—Ni él lo era, ni lo soy yo —repliqué riendo—. Dame una mano para
limpiar esto.
Aquella limpieza consistió básicamente en enviar al hindú a través de la
puerta para que le hiciera compañía a Pino.
Era el momento de tomar el puente de mando.
Entre las cajas rotas localicé el «Colt» y me lancé hacia la cabina.
El piloto, debido seguramente a las turbulencias de la ruta no había podido
acudir en socorro de Pino. Entré como una tromba y el tipo apenas si giró la
cabeza para mirarme, guiaba el Twin Otter firmemente hacia el sur.
Le puse la pistola en la sien y le susurré al oído:
—¿Eres una persona que atiende a razones?
—Sobre todo las de ese calibre —contestó con inesperado buen humor.
De entre las ropas le arrebaté un «Smith & Wesson» 38 SP de cañón corto
y le espeté:
—Pásame el parte. ¿Dónde estamos?
—Acercándonos a Creta —contestó.
—¿Y cuál es la próxima parada?
—Tenemos que detenernos en Omán, cerca de un puerto que se llama
Aal Hood.
—¿Qué haremos allí? ¿Cenar?
—Sí… quiero decir, comer un bocadillo también, pero lo importante es
reponer combustible. A Omán casi llegaremos planeando —contestó.
—Bueno. Escúchame atentamente —le apunté al centro de sus hermosos
anteojos de piloto—: el viaje prosigue normalmente hacia su destino, pero
nada de trucos, yo también puedo pilotar pero necesito descansar y tú ya te
conoces la ruta… cualquier historia rara y tú también sales del avión para
hacer el curso acelerado de planeo y caída libre. ¿O. K.?
—Sí, «comandante James». —El tipo no era cobarde y estaba bastante
tranquilo. Simplemente sabía sus límites y no quería arriesgar el pellejo por
una equivocación.
Mientras Spencer roncaba me encargué de vigilar al piloto, que era
cubano y se llamaba Martínez.
A nuestras espaldas, el sol se sepultó más allá de las columnas de
Hércules.

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Spencer me relevó muy compuesto y yo me dediqué a reponer fuerzas,
envuelto en una manta, sobre una de las butacas.
Cuando me desperté era de noche. Viajábamos en silencio. Martínez
fumaba unos inmensos cigarros habanos que perfumaban la cabina.
Al poco rato, señaló unas luces agrupadas en un segmento de tierra oscura
junto a la superficie, un poco más brillante, del agua del golfo Pérsico.
—Omán —dijo lacónicamente.
—No sabía que existiera un aeropuerto en Aal Hood —comenté.
—No lo hay: es sólo una larga pista semiclandestina. La controla un
capitán de la guardia real y los hindúes le pagan para que haga la vista gorda.
Nos atamos a las butacas y el Twin Otter comenzó a perder altura. De
pronto una doble hilera de luces iódicas se encendieron mil metros más abajo,
en una franja desértica.
Martínez controló rutinariamente la información de altitud y alimentación
y comenzó a enfilar hacia la pista. Con un ruido sordo descendió el tren de
aterrizaje.
Segundos después tomamos tierra con absoluta normalidad.
—Bien, Martínez, muy bien. Y ahora sin tonterías. ¿O. K.?
—Tranquilo, no quiero líos, y menos con esta gente.
«Esta gente» se acercaba en un jeep en el que iba montada una
ametralladora pesada. Llegaron derrapando entre una nube de polvo y
cruzaron el vehículo delante del morro del Twin Otter.
Iban cuatro hombres. Se alzó el que estaba al lado del chófer y saludó
llevándose hacia la gorra de paracaidista, una pequeña fusta de cuero. En la
oscuridad sólo se distinguía una dentadura brillante y el reflejo de las luces en
los cañones de las armas.
—¡Eh! ¡Míster Pino! —gritó el de la boina.
Martínez entreabrió una ventanilla y se asomó.
—Buenas noches, capitán Jiahbud. Pino se ha quedado en Italia esta vez.
El oficial pareció contrariado.
—¿Cómo es eso? Él mismo me anunció su llegada. ¿Con quién
realizamos la operación ahora?
—No hay problemas, capitán —contestó Martínez—. Estoy autorizado
por él mismo para efectuarlo yo.
La «operación» era muy sencilla: consistía en coger de la caja del avión
un sobre con diez mil dólares y entregárselos al codicioso capitán Jiahbud.
Y aquello fue lo que hizo Martínez.
—Aquí tiene, son los diez mil.

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—Bien, bien —contestó el capitán. Se encendió una linterna y alcanzamos
a ver un par de manos oscuras que contaban rápidamente el fajo de billetes.
—De acuerdo, piloto. Ahora le enviaré el camión. —Y agregó con
cortesía—: Alá sea con vosotros.
Tocó con la fusta el hombro del chófer y el jeep arrancó velozmente entre
una nube de arena.
«Allí va un tipo satisfecho», pensé.
Poco después apareció un pesado camión tanque, de fabricación soviética.
Descendieron unos tipos de monos azules y bajo la luz de un reflector
ayudaron a Martínez a colocar la manguera de abastecimiento.
—No fumar. ¿Eh? No fumar. ¿Eh? —repetía el cubano nerviosamente.
—No fumar, no, no —repetían los mecánicos.
Mientras se efectuaba el trasiego, el bueno de Spencer improvisó una cena
fría con queso, jamón, pepinillos y mahonesa. En la pequeña nevera del Twin
Otter había varias latas de cerveza, de modo que nos dimos un pequeño festín.
Di a Martínez la orden de partir. Se pusieron en marcha los motores y
volvieron a encenderse las luces de la pista.
Próxima parada: Patna, región húmeda que se enrosca en los mil brazos
del Ganges.
La tierra de los estranguladores de Siva-Geigy.

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CAPÍTULO XVI

Llegaríamos a Patna a media mañana, de modo que había tiempo para


madurar su plan. El objetivo era claro y simple: debíamos llegar hasta un
templo que estaba a cinco kilómetros del campo de aterrizaje, entrar en él y
rescatar a Ornella y Johnny.
Lejos de los oídos del piloto le expuse a Spencer las líneas maestras del
plan. Como siempre estuvo de acuerdo en todo. ¡Una joya de persona!
Nos equipamos bien: armas cortas y largas, granadas de varios tipos,
explosivos plásticos, cuchillos, cables y detonadores. Spencer preparó una
mochila de provisiones para cada uno y nos dedicamos a descansar, vigilando
de tanto en tanto a Martínez, quien para continuar pilotando se había tomado
medio frasco de estimulantes.
Cada tanto los agujeros de las nubes dejaban ver campos verdes o
extensiones desérticas. El Twin Otter se comportaba maravillosamente.
Le prometí a Martínez que si cooperaba le garantizaba inmunidad y un
jugoso talón. Aceptó encantado.
Poco después amanecía sobre las cadenas montañosas de Nepal y
Mongolia.
Relevé a Martínez al mando del avión y me senté en la butaca del
copiloto. El cubano se durmió en menos de cinco minutos.
La cabina estaba inundada de luz dorada, como si la cercanía del Techo
del Mundo influyera en la claridad de la atmósfera.
Dos horas después desperté a Martínez; él se encargaría del aterrizaje.
Habíamos dejado atrás Delhi y la superficie del país era una continuidad
verdiazul.
El piloto descendió hasta los mil metros. La selva se distinguía con
detalle. El cubano nos hizo un ademán con la mano. Del profundo
sunderbound surgía la silueta semicubierta de enredaderas de un antiguo
templo.
Lo interrogué con la mirada y asintió. En aquel lugar estaban Ornella y
Johnny, desde arriba era una hermosa pieza de arqueología, pero dentro de él

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se agazapaba un culto demoníaco y sangriento.
El avión dio un giro de casi noventa grados y se dirigió hacia el norte,
hacia las lejanas montañas. De pronto apareció en el follaje una superficie
limpia de malezas con forma de gigantesca X; era el campo de aterrizaje.
Junto al cruce de las pistas se divisaba un grupo de casuchas
improvisadas.
Martínez comprobó el viento en la manga de la pista y buscó el extremo
adecuado. Dos minutos después el Twin Otter culminaba su vuelo
transcontinental delante de unos cobertizos de chapa acanalada.
Había dos camiones y un jeep aparcados frente a ellos. Un grupo de
hindúes rodeaba los vehículos.
La posibilidad que me preocupaba era toparme con alguno de los hindúes
que me conocían de Italia. En tal caso la historia finalizaría muy rápidamente.
Martínez descendió del avión y se puso a conversar con el que parecía ser
el jefe del grupo; tuvo que explicarle que a último momento Pino había
debido permanecer en Italia. El hindú, pese a la natural desconfianza que le
producían los occidentales, pareció conformarse.
Lo que le interesaba era cumplir su trabajo; la descarga y traslado de las
armas.
Dio unas secas órdenes y rápidamente se formó una cadena humana.
Nosotros permanecimos a la sombra de un cobertizo mientras se iban
cargando los camiones. Habíamos ocultado nuestro equipo bélico en la cabina
del Twin Otter.
Partieron finalmente los camiones, y dos o tres de los hindúes se quedaron
remoloneando entre las casuchas.
—¿Qué hacen? —pregunté a Martínez.
—Nos vigilan: son los guardias del campo de aterrizaje.
—¿Cuándo cargarán la droga?
—Dentro de dos o tres días. No la tienen almacenada toda en el mismo
sitio.
Me quedé madurando los detalles del plan: ante todo necesitamos tener el
avión a punto de partir. En los cobertizos había una cantidad de carburante
suficiente como para llenar los depósitos del Twin Otter. Le ordené a
Martínez que pusiera manos a la obra.
El cubano tuvo que discutir un rato con el hindú que estaba a cargo.
Finalmente éste accedió, desentendiéndose de nosotros.
Martínez hizo corretear el avión hasta los mismos hangares, y yo le eché
una mano para conectar la manguera y una bomba manual: comenzamos a

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trabajar.
Una hora después finalizamos.
Hacía un calor infernal y húmedo. Estaba deseando que el sol se pusiera,
no sólo para que refrescara sino también para ponernos en acción.
La selva comenzó a poblarse de los sonidos del crepúsculo. Spencer
estaba nerviosísimo.
—¿Cree usted que le seré una real ayuda, señor James? —preguntó el
mayordomo.
—Claro que sí. Ya tienes suficiente experiencia acumulada —lo
tranquilicé.
Los guardias haraganeaban en torno a las casuchas, armados con
metralletas y puñales.
Al fin cayó el sol. Entre los brillos estelares surgió la luna, como un gran
reflector.
Había llegado el momento de entrar en acción.
Con Spencer, acarreamos la pantalla del visor que habían utilizado en
Italia para vigilarnos. La depositamos sobre la tosca mesa de uno de los
cobertizos y la encendimos. En la pantalla apareció el plano colorido del golfo
del Ganges y un punto luminoso que latía repetidamente.
—Pip… pip… pip…
Primero se acercó el que fumaba cerca del avión, después el chófer del
jeep y finalmente el jefe del grupo. Todos se agruparon frente a la pantalla
luminosa que continuaba con su monótona señal estacionada:
—… Pip… pip… pip…
Me acerqué al más rezagado y le di con la culata del «Colt». Sin un
quejido, cayó donde estaba. Spencer se encargó del que estaba a su lado, y el
último lo siguió de inmediato.
En diez minutos los tuvimos maniatados y ocultos entre los matorrales de
la floresta. Revisamos el jeep: tenía gasolina suficiente en el tanque.
Llamé a Martínez y le dije que debía tener el avión listo para partir en
cualquier momento a partir de la medianoche.
—¡Ah! Por cierto… —le dije antes de partir—… He dejado una pequeña
bomba plástica oculta en el Twin Otter. Cuando el avión se ponga en marcha
se autoactivará, de modo que espérame. —Le sonreí y agregué—: Soy el
único que puede desmontarla.
No dijo nada, sonrió y alzó el dedo pulgar en señal de buena suerte.
Spen y yo éramos unos perfectos nativos. Nos habíamos oscurecido la
cara con corcho quemado y llevábamos la ropa de los prisioneros: túnica y

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turbante.
Arrancamos con el jeep a eso de las diez de la noche. Conduje con las
luces apagadas, evitando aceleradas forzadas. Tenía miedo de que se me
cruzara un elefante en el desastroso camino que conducía hasta el templo.
Parecía no existir ningún tipo de vigilancia en los cruces. Los
estranguladores se sentían seguros en su cubil de la floresta.
De pronto, la mole de la cúpula se presentó a nuestra vista. Frené el jeep
y, después de un minuto, avancé con toda precaución. Entramos a una
explanada de acceso compuesta de lajas de piedra grandes y cuadradas
invadidas por la hierba. Conduje el vehículo hasta la sombra de unas estatuas
y lo dejé con la trompa apuntando al camino.
—Bueno, viejo, ya estamos —le dije a Spen.
Abandonamos el vehículo y nos dirigimos hacia la oscuridad siniestra del
templo de los estranguladores.

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CAPÍTULO XVII

El templo tenía varios niveles que se escalonaban convergiendo hacia la


gran cúpula central. Estaba literalmente cubierto de estatuas de todo tamaño
que representaban deidades diversas, seres humanos y animales, todos muy
monstruosos.
Las lianas colgaban por doquier estorbando nuestra marcha. Decenas de
monos se alborotaban y chillaban a nuestro paso.
En alguna parte cantó una lechuza.
Escogimos la escalinata que parecía más utilizada, ya que tenía un
sendero despejado de hierba. Nos condujo hasta un portal mediano que se
abría a un oscuro pasillo. Este pasillo giraba en forma circular en torno a la
gran cúpula. Cada tanto se abrían grandes ventanas interiores y puertas que
conducían a la nave central.
Nos deslizamos, como sombras, con las metralletas listas. Llegamos a un
ventanal desde el cual pudimos contemplar el centro del templo iluminado por
antorchas que palpitaban suavemente.
Había un altar gigante con una estatua en el medio. La estatua era una
imagen femenina con cuatro brazos que coincidía con la del talismán de
Johnny, aquélla debía ser sin duda la deidad sangrienta.
Nadie ocupaba las gradas que rodeaban el altar.
Súbitamente una sombra se aproximó a la estatua: era un hindú alto
embutido en una túnica clara. Lo escoltaban otros cuatro con vestidos
similares, se arrodillaron frente a la diosa y comenzaron a rezar en una lengua
arcaica.
Después el personaje se puso de pie y dirigiéndose a la diosa anunció:
—¡Oh! ¡Siva-Geigy! ¡Madre de la Muerte! Ésta es la gran noche de tu
largo siglo. Ya está en tu casa tu heredero. Ésta será la noche de la ofrenda…
Los otros cuatro sacerdotes complementaron el discurso del hombre alto
con una monótona letanía.
—«Esta noche», pensé. «Aquí se prepara algo importante».
Debíamos averiguarlo lo antes posible.

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Le ordené a Spencer que se ocultara en uno de los rincones de la galería
alta y me deslicé en las sombras. Además tenía otro trabajo.
Para ello apelé a mi mochila, y fui extrayendo una serie de «caramelos
explosivos» que distribuí en los sitios que me parecieron adecuados.
Estaba dispuesto a ponerle fuegos artificiales a «La Gran Noche de Siva-
Geigy».
—¿Dónde vivirían los estranguladores? Yo apostaba por los subterráneos
del templo. Hacia allí me dirigí.
De pronto tropecé con una bombilla eléctrica. Había un cartel que
anunciaba NO PASAR. Detrás había una puerta. Probé el picaporte, cedió
normalmente. No pasó nada. Terminé de abrir la puerta y entré a una
habitación iluminada donde destacaba un potente transmisor de onda corta.
De pronto había vuelto al siglo XX.
El tal Abralas no descuidaba la comunicación con el resto del mundo.
Sorpresivamente escuché pasos y me oculté tras un archivo metálico.
Se abrió la puerta y entró un hindú vestido a la occidental, incluyendo
anteojos. Se sentó en la butaca junto al transmisor y encendió un cigarrillo
americano.
Como el sujeto tenía aspecto de enterado decidí hacerle unas preguntas.
Me acerqué sigilosamente con el puñal en la mano.
El tío se atragantó con el humo cuando le acerqué el filo a la nuez de
Adán. No dejé que se diera vuelta; quería que me sintiera como una sombra y
un cuchillo.
—Como salta a la vista que hablas inglés conversaremos un poco. ¿O. K.?
Asintió en completa mudez: temblaba como una hoja. Evidentemente era
un técnico y no un fanático.
—¿Dónde están la mujer y el niño?
—En la sala del heredero —y se apresuró a aclarar—. Es en el tercer
nivel.
—¿Y cómo se llega a ese tercer nivel?
—Es en los subterráneos del templo. —Y agregó—: Están custodiados
por muchos hombres.
Aquello me lo había imaginado.
—¿Y qué pasará esta noche? —inquirí.
—Abralas presentará a Siva y a los fíeles, al nuevo heredero. Y su
madre… —Aquí el tipo se detuvo y vaciló.
—¿… Y su madre qué? —le afirmé más el filo del puñal.
Tragó saliva y prosiguió:

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—La madre será sacrificada. Ya no tiene sentido su presencia en el mundo
terrenal. Siva-Geigy es ya la madre verdadera y única del niño-Dios.
—¿Sacrificada? ¿Es que están todos locos? —Yo casi perdí los estribos.
Y el tipo su nuez de Adán. Advirtió que estaba a un paso de la muerte y se
echó a temblar como una hoja.
—La ofrendarán a Siva. —Y añadió para consolarme—: Pero irá
directamente al paraíso.
—Sí, comprendo —contesté con furia—. ¿A qué hora será?
—Seguramente a medianoche, Siva-Geigy se acerca a sus fieles cuando
muere un día y nace otro: de la vida nace la muerte.
—¿Cuántos hombres tiene Abralas aquí?
—Puede haber unos cien o ciento veinte. —El sujeto era un decidido
colaborador. El contacto con occidente había debilitado su fanatismo y no se
creía una palabra del culto.
—¿Están armados? —inquirí.
—Nadie puede entrar a la sala de ceremonias con armas, exceptuando el
lazo, claro.
Ése era un tanto a mi favor.
—¿Cómo puedo llegar a la sala del heredero de Siva?
—No podrá llegar nunca. Junto a la recámara de Abralas, está lleno de
guardias.
Miré el reloj: eran casi las once de la noche. Tendría que improvisar un
show en la misma sala de ceremonias.
Con la culata del «Colt» puse a dormir al charlatán, lo maniaté, lo
amordacé, lo dejé metido en un armario.
Metí un regalito plástico tras el transmisor. Estaba dispuesto a darle a
Abralas la mayor cantidad de disgustos. Encontré otra puerta con el cartelito
de NO PASAR. Por supuesto que me zambullí dentro… y me topé con el
arsenal de los estranguladores. Junto a la pared de piedra se alineaban fusiles
a gas. Había varios centenares, también había muchas cajas de municiones y
explosivos incluyendo las que nosotros habíamos traído de Italia.
Aquí también dejé un par de «caramelos»; los oculté tras una caja de
explosivos. Estaba dispuesto no sólo a rescatar a mis amigos, sino a abortar
los sueños revolucionarios de estos fanáticos. ¡Me sentía muy feliz!
Abandoné silenciosamente el arsenal. Ya tenía mentalmente trazado el
plano de la sala de ceremonias, los accesos interiores y exteriores. Ya sabía
cómo me metería en la boca del lobo. ¡Me faltaba únicamente descubrir cómo
íbamos a salir!

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Encontré a Spencer preocupado: le relaté cuidadosamente los hallazgos y
las previsiones que había tomado. Del equipo extraje toda la cuerda de
alpinismo que teníamos. Eran cincuenta metros de nylon ultrarresistente…
¡Sobraría para lo que yo pensaba!
Nuestro ventanal interno estaba bastante al centro de la cúpula y seguía su
curvatura cóncava. A través de él escaparíamos desde el altar. Rápidamente
confeccioné dos arneses, con la misma cuerda, que remataban uno de los
extremos.
La cuerda debería elevar unos ciento cincuenta kilos: el peso sumado de
Ornella, Johnny y yo… Pero necesitaba la fuerza motriz para lograrlo.
Eché un vistazo en el lado opuesto del pasillo, desde el ventanal que se
abría hacia la explanada donde estaba oculto el jeep. Junto al hueco de la
ventana había una estatua tallada en piedra. A simple vista calculé que pesaría
unos trescientos o cuatrocientos kilos. Se sostenía milagrosamente en su
cornisa y bastaría un leve empujón para arrancarla de su pedestal.
Mentalmente calculé las dos medidas que me interesaban, la que había
desde el altar hasta la ventana interior del pasillo y la que recorrería la estatua
en su caída hasta la explanada: eran bastante similares.
Expliqué a Spencer lo que debería hacer, mientras amarraba la cuerda a la
estatua vacilante con un doble nudo marinero.
Era arriesgado, pero no teníamos mejores elecciones y el tiempo parecía
volar. Miré el reloj: eran las once y treinta. Sólo me faltaba colocar otros
bombones explosivos en algunas salidas y todo quedaría a punto.
Spencer se ocuparía de los fuegos artificiales. Lo puse al tanto de los
botones correspondientes del pequeño emisor de cuatro canales: en el primer
canal se incluían el arsenal y la sala del transmisor, y en los tres restantes las
salidas del templo que deberían estallar al alborotarse el avispero. Sólo una
escalinata quedaría intacta; la que utilizaríamos nosotros para escapar.
El sonido de un gong nos hizo dar un salto.
Los acontecimientos estaban por comenzar.
¡Primer asalto!
¡Segundos fuera!

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CAPÍTULO XVIII

Le di al viejo Spencer las últimas recomendaciones y, envuelto en mi


túnica, me dirigí hacia la puerta que conducía a la sala de ceremonias.
Ya iban convergiendo hacia allí otros estranguladores e imité su actitud
sumisa y silenciosa. Un aroma extraño flotaba en el aire: se quemaban
adormideras en varios braseros.
Las gradas que rodeaban la estatua se iban cubriendo de fieles. Busqué
una situación adecuada. No debería colocarme en la primera fila pero
tampoco lejos del altar. Me las ingenié para permanecer junto a uno de los
pasillos que conducían directamente a la estatua.
Poco después volvió a sonar el gong. ¡¡¡Segundo asalto!!!
Levanté un poco la vista: divisaba perfectamente nuestra ventana. El viejo
Spencer estaría tratando de localizarme para tranquilizarse.
Un murmullo se elevó entre los fanáticos, Abralas entraba al templo
seguido por unos porteadores que transportaban un palanquín dorado.
Contemplé de reojo al gran sacerdote cuando pasó a mi lado, era su noche
de triunfo… pero yo me encargaría de arruinársela.
En el palanquín traían al niño: vestía unas levísimas túnicas y le habían
afeitado la cabeza. Parecía adormilado.
De pronto me sobresalté: dos guardias conducían a Ornella cogida de
ambos brazos. Sollozaba y ofrecía una leve resistencia, también le habían
cambiado sus prendas de alta costura por una especie de malla de oro de dos
piezas adornada con piedras. ¡Estos animales la engalanaban para sacrificarla!
Estaba bellísima y casi no pude evitar la tentación de comenzar a «cohetazos»
en ese mismo instante.
Abralas comenzó una larga disertación, arrodillándose delante de la diosa
varias veces. Todos los de las gradas repetían frases incomprensibles a cada
invocación, yo me limitaba a mover los labios. Todo aquello me traía vagos
recuerdos a la mente. Recuerdos que no conseguía concretar[4]…
Tenía que esperar a que Ornella y el niño estuvieran en el centro de la
losa, juntos. Si no mi plan podía fracasar.

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Abralas cogió a Ornella que comenzó a debatirse, Johnny contempló
indiferente cómo el sacerdote le arreaba un par de bofetadas a su madre… ¡El
niño estaba drogado!
Me empezó a hervir la sangre, pero aguanté inmóvil. Ahora el sacerdote
había maniatado a Ornella a una anilla de hierro que asomaba debajo de la
estatua de Siva-Geigy.
Los dos guardias se retiraron, Abralas cogió una caja dorada que había a
los pies del altar y se acercó al niño mientras proseguía sus invocaciones.
Calculé que en dos minutos debía entrar en acción ya que Abralas había
cogido al chaval de la mano y lo conducía hacia el altar. Se detuvieron frente
a la madre. El sacerdote había abierto la caja y se la ofrecía a Johnny.
Ornella lanzó un alarido de terror.
A mi alrededor todos contenían la respiración. Alcé la vista y vi que Spen
estaba listo en la ventana.
En ese instante Ornella volvió a gritar… ¿Qué pasaba?
¡Me quedé helado!
¡El niño tenía una daga en la mano alzada, y Abralas lo impulsaba
lentamente hacia su madre!
Aquel monstruo quería que el hijo realizara el sacrificio sangriento contra
Ornella.
¡Lancé la bomba de humo!
El bote metálico rebotó ruidosamente sobre las gradas y estalló
sordamente. Una nube de vapor azulado y espeso se difundió rápidamente,
entre exclamaciones de sorpresa y rabia.
Me lancé hacia el altar fingiendo estar aterrorizado. Pero ya tenía mi mano
dentro de la túnica sobre el culatín plegable de la metralleta.
El humo cubría la zona del altar, sólo emergía la figura maligna de la
diosa.
—¡JOHNNY! —grité desaforado—. ¡JOHNNY!
Escuché a Ornella que había reconocido mi voz.
—¡¡¡INDY!!! ¡¡¡AMOR!!!
Terminé de extraer mi metralleta, le di un tirón a la corredera y rocié de
proyectiles las gradas. Se oyeron alaridos de terror y oí que alguien lanzaba
algunas órdenes. Me arranqué la túnica y el turbante, que me estorbaban, y
me introduje en el humo que sepultaba la estatua. Temía lo peor: Johnny
estaba enajenado por las drogas, y…
Lo encontré con la daga todavía en la mano… y la acababa de usar…
¡cortando las ligaduras que sostenían a su madre!

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—¡Tío Indy! ¿Dónde estamos? —gritó al reconocerme.
—¡Nos vamos! ¡Ayúdame con tu madre!
Lancé otra granada, esta vez de gases lacrimógenos. Quería que aquella
cueva se transformara en lo que realmente era… un infierno.
Spen lanzó la cuerda. Junto a los arneses le había añadido una especie de
plomada para poderla arrojar con precisión.
La cogí en el aire y enganché a Ornella en el primer arnés. De entre el
humo surgió un estrangulador con un lazo sibilante. Le disparé a bocajarro y
volvió a perderse en la nube azul oscura pero con el pecho ensangrentado.
¡Un cuadro abstracto!
Acomodé a Johnny en el segundo arnés y me giré. Agoté él cargador
disparando en todas direcciones y arrojé la inútil metralleta.
—¡¡¡Spen!!! —grité con todas mis fuerzas.
El viejo, desde su atalaya, había presenciado atentamente el espectáculo.
Cuando oyó mi grito desapareció.
Yo estaba fuertemente cogido a la cuerda pero el violento tirón casi me
arroja al piso.
Spen había empujado la estatua y ésta al precipitarse al patio exterior nos
había elevado, como proyectiles, hasta la ventana.
Spencer cogió a Ornella y la ayudó a trasponer el alféizar. Enseguida
atrapó a Johnny que había recobrado su estado natural con este súbito viaje.
Después, centímetro a centímetro, me fui elevando. Debajo mío se oían
maldiciones y aullidos de frustración.
¡Y comenzaron las explosiones!
Mientras trasponía la ventana, Spencer, siguiendo mis instrucciones, había
comenzado a tocar el pequeño piano.
¡La música sonaba a gloria!
Primero saltaron las escalinatas: los estranguladores se habían quedado sin
vías de escape y no podían seguirnos.
Traté de divisar al maligno sacerdote. Me pareció entrever su alta figura
buscando escape del gas en las gradas superiores… y hacía allí envié un par
de granadas.
Las explosiones fueron terribles: la nariz se me llenó de olor a carne
quemada.
—¡Vamos! —les dije. Cogí a Ornella por el hombro y con la otra mano la
metralleta de Spencer.
Llegamos a la puerta exterior y bajamos la gran escalinata a la carrera.
—¿Ahora? —me preguntó Spencer.

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—Ahora —contesté.
Nos detuvimos un segundo y el viejo activó el primer canal del
transmisor.
La explosión fue instantánea. Pero, a continuación, le siguieron otras dos
mucho más potentes. La noche se transformó en día durante unos segundos
interminables. Vimos cómo algunas aves, sorprendidas, se desprendían de la
copa de los árboles mientras la jungla se llenaba de chillidos.
El arsenal ya no existía.
La cúpula del templo comenzaba a resquebrajarse, las estatuas perdían la
vertical y todo temblaba.
—¡Al jeep! —grité.
Echamos a correr por la explanada. El niño iba primero, después Spencer,
y enseguida yo ayudando a Ornella que iba descalza y se lastimaba los pies.
—Allí —avisó Spencer.
Nos detuvimos en seco: una horda ululante había surgido desde algún
pasadizo lateral desconocido para nosotros. Esgrimían lazos, cuchillos y
antorchas, y amenazaban cortarnos la retirada hacia el jeep.
—Llévela, Spencer —ordené.
El mayordomo cogió a Ornella y yo comencé a disparar la metralleta a
media altura.
Cayeron varios… pero ninguno se detuvo.
Entonces caí en la cuenta que estos tipos estaban, también, intoxicados…
¡el shock-up otra vez!
Lancé una granada a ras del suelo. La onda de la explosión me sacudió. Vi
volar trozos de brazos y cabezas.
Cuando se disipó el humo sólo unos pocos quedaban vivos, pero nosotros
habíamos llegado al jeep.
Me senté al volante. Por suerte arrancó de inmediato, puse la primera y
salimos del patio del templo a toda velocidad.
Esta vez encendí los faros y conduje como un loco: en cinco minutos
cubrimos el trayecto dejando trozos de riñón en la hazaña.
El jeep derrapó peligrosamente al entrar sobre la pista de tierra.
Las explosiones habían alertado a Martínez que estaba con los motores en
marcha, dispuesto en la cabecera del campo.
Nos hizo una señal con las luces y me dirigí como un tren expreso hacia el
Twin Otter. Pero al frenar junto al avión el jeep volvió a derrapar envuelto en
una nube de polvo con tanta fortuna que fuimos a golpear, de costado, a la
rueda izquierda del aparato.

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Martínez, que estaba en la puerta listo para socorrernos, se cogió la cabeza
con ambas manos pero de inmediato saltó a tierra gritando:
—¡Todo el mundo arriba y atarse los cinturones!
Examinamos el brazo articulado, el cubano señaló una pieza del tren
hidráulico.
—Esperemos que resista. Se ha partido.
En aquel momento un griterío frente a las casuchas de chapa, me erizó los
pelos.
Un grupo de fanáticos aullando corría hacia nosotros. Sonaron disparos y
sentí silbar una bala. Martínez se precipitó hacia el avión y unos segundos
después los HP hicieron estremecer el aparato.
Salté al avión, cuando comenzaba a rodar. El bueno de Spen me cogió el
brazo y terminó de alzarme.
Nuevo disparos hicieron impacto en el fuselaje.
El avión corría hacia el extremo opuesto de la pista mientras yo cruzaba
los dedos espiando la rueda izquierda por una ventanilla.
Sentí un ruido en el mismo segundo que el Twin Otter se despegaba del
piso. ¡La rueda había resistido hasta el momento justo!
Todos aplaudimos al cubano que sudaba como en un baño turco.
Martínez me miró socarrón mientras encendía uno de sus gruesos
habanos.
—Oiga, James, ahora que todo está tranquilo. ¿Por qué no desactiva aquel
condenado chisme, la bomba conectada al arranque?
Lo miré y sonreí.
—No hay tal chisme.
Él también sonrió.
—Lo sabía.
Ahora, sólo faltaba lo más fácil: llegar a la civilización.

Johnny, Ornella, Spencer… todos dormían. Yo también tenía sueño e


intenté dormir. Pero no lo conseguí. A mi mente acudían recuerdos que se
borraban… y volvían… para borrarse de nuevo.
El nombre de Oliver Hodgson resonaba en mi cerebro. Algún día tendría
que pedirle explicaciones sobre mis «fallos de memoria». Algún día.
Y, entonces, me dormí.

Página 74
FIN

Página 75
INDIANA JAMES, seudónimo que aglutinaba a los escritores Juan José
Sarto, Francisco Pérez Navarro, Jaime Ribera y Andreu Martín. Estos cuatro
escritores, venían del mundo de la historieta, se reunían, hacían una especie
de lluvia de ideas, y luego uno redactaba la novela y otro la corregía, y así se
iban turnando hasta llegar al número 34 o quizás el 35 de la serie.
Fernando «Fefe» Guijarro, tomó el relevo y escribió algunos números más de
Indiana James, aunque él lo hizo solo, debido a que estaba en Granada y los
otros escritores estaban todos en Barcelona.

Página 76
Notas

Página 77
[1]Mr. Flames, mi editor norteamericano, se ha quejado de que mis novelas
son «poco literarias». Según dice, sólo me preocupo de que «pasen cosas».
Así pues, le dedico estas páginas literarias.
Y, ahora…
¡Vamos a que pasen cosas! <<

Página 78
[2]Véanse «La maldición de los mil siglos» y «Camelo-t», números 3 y 15 de
esta colección. <<

Página 79
[3]Aunque Oliver Hodgson había borrado buena parte de mis recuerdos con
hipnosis, «algo» quedaba en mi subconsciente, «algo» que me llenaba de
terror… Véase «Kali no es Kali», número 35 de esta colección. <<

Página 80
[4] Véase «Kali no es Kali», número 35 de esta colección. <<

Página 81
ÍNDICE

Introducción
Capítulo primero
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII

Página 82

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