Del Campo

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 22

Transiciones inacabadas, reformas estructurales e incertidumbres institucionales 93

Transiciones inacabadas, reformas estructurales e


incertidumbres institucionales: el caso de América Latina

Esther del Campo1

Resumen

Desde nuestro horizonte temporal, las transiciones a la democracia en


América Latina supusieron importantes transformaciones políticas, económi-
cas y sociales. El artículo pretende resaltar aquellos aspectos que tienen que
ver con las reformas institucionales y la desigual interacción entre democracia
y desarrollo en la región, así como destacar aquellos entresijos institucionales
que no fueron bien resueltos y cuya incertidumbre ha provocado una segunda
oleada de transiciones. Venezuela, Bolivia y Ecuador iniciaron y aprobaron
procesos constituyentes que culminaron con nuevas reglas de juego, pero que
no parecen haber resuelto algunas cuestiones fundamentales de la democracia.
Palabras clave: Transición política, América Latina, Reformas Institucio-
nales.

Abstract

Since our point of view, democratic transitions in Latin American brought


important political, economical and social changes. The aim of this article
is to emphasize those elements related to institutional reforms and the un-
equal relationship between democracy and development in the region. I also
want to explain some institutional issues that were not well resolved and how
them caused the “second wave” of transitions. Countries as Venezuela, Bo-
livia or Ecuador even approved new constitutions, with new political rules,
but it seems not to have gotten important improvements in main aspects of
democracy.
Keywords: Political transition, Latin America, Institutional Reforms.

1 Catedrática de Ciencia Política y de la Administración, Universidad Complutense de


Madrid, y Directora del Instituto Complutense de Estudios Internacionales. E-mail: delcampo@
cps.ucm.es

Res Publica: Revista de Filosofía Política, 30 (2013), 93-114 ISSN: 1576-4184


94 Esther del Campo

1. El fin del paradigma de la transición

A comienzos del 2002, Thomas Carothers impactaba de lleno en la línea


de flotación de la teoría de la democracia, desarrollando lo que se llamó “el
fin del paradigma de la transición”2. Dicho paradigma, acuñado por Guill-
ermo O’Donnell, Philippe Schmitter y Laurence Whitehead en sus cuatro
volúmenes editados bajo el título Transition’s from Authoritarian Rule3, as-
umía que toda transición implicaba un proceso hacia la democracia.
En su artículo, Carothers criticaba en profundidad los cinco supuestos
centrales que constituían el llamado paradigma de la transición. El primer
supuesto señalaba que cualquier país que estuviera saliendo de un régimen
dictatorial podría considerarse en tránsito hacia la democracia e implícitamen-
te hacia el libre mercado. De este modo, un buen número de países pasaron
a engrosar la lista de “países en tránsito”, sin tomar en consideración que el
camino no era inexorablemente en una sola dirección y que los procesos de
liberalización podían verse alterados o interrumpidos.
La segunda suposición de la que se partía era que la democratización ten-
día a desarrollarse en una serie de secuencias o etapas: en primer lugar, la
apertura, un periodo de fermento democrático y de liberalización política du-
rante el cual se resquebrajaban las estructuras del régimen dictatorial del go-
bierno, en torno a una línea de ruptura prominente que separaba a los sectores
más duros del viejo régimen de aquéllos otros que estaban mejor dispuestos
a aceptar los cambios que implicaba el propio proceso de transición (los mo-
derados). Después se producía la ruptura, el colapso del régimen, y el rápido
surgimiento de un nuevo sistema democrático con la llegada al poder de un
nuevo gobierno a través de elecciones libres y competitivas y del estableci-
miento de una estructura institucional democrática, frecuentemente a partir de
la promulgación de una nueva Constitución. Después de la transición, venía
la consolidación, un lento pero propositivo proceso en el que las formas de-
mocráticas eran sustantivadas y tomaban forma a través de la reforma de las
instituciones del Estado, la regularización de las elecciones, el fortalecimiento
de la sociedad civil y, sobre todo, recordando a Rustow, la habituación de la
sociedad a las nuevas reglas del juego democrático4.
Si bien se admitía que no era inevitable que los países en transición se
movieran regularmente dentro de este supuesto patrón –desde la apertu-

2 T. Carothers, “The End of the Transition Paradigm”, Journal of Democracy, vol. 13, nº
1, 2002, pp. 5-21.
3 G. A. O’Donnell, P. C. Schmitter y L. Whitehead (eds.), Transitions from Authoritarian
Rule/Prospects for Democracy, 4 vols., Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1986.
4 D. A. Rustow, “Transitions to Democracy: Toward a Dynamic Model”, Comparative
Politics, vol. 2, nº 3, 1970, pp. 337-363.

Res Publica: Revista de Filosofía Política, 30 (2013), 93-114 ISSN: 1576-4184


Transiciones inacabadas, reformas estructurales e incertidumbres institucionales 95

ra y la ruptura hasta la consolidación–, sin embargo, se propugnaba que


incluso las desviaciones de esta supuesta secuencia, venían definidas en
términos del mismo patrón. Las distintas alternativas se clasificaban por la
velocidad y la dirección que los países asumían dentro de éste y en ningún
caso se consideraban ajustes en otras direcciones. Así, muchos activistas
teóricos de la democracia creían realmente que, aunque el éxito de muchas
de estas nuevas transiciones no estuviera asegurado, la democratización
sería, en algún sentido importante, un proceso natural, similar al floreci-
miento, una vez que la ruptura inicial ocurriese. La experiencia vendría
a demostrar con el tiempo que las distintas etapas no tenían que venir
concatenadas y que cabía discutir en algunos casos la irreversibilidad del
proceso.
En relación con la idea de una secuencia central de democratización,
se había construido un tercer argumento: la creencia en la importancia cru-
cial de las elecciones. Si bien resultaba claro que las elecciones no eran lo
mismo que la democracia, sí se habían generado expectativas muy impor-
tantes en torno a lo que el establecimiento de unas elecciones auténticas
harían por la democratización en estos países. Las elecciones no sólo ofre-
cían legitimidad democrática a los nuevos gobiernos posdictatoriales, sino
que servían también para ampliar y profundizar la participación política y
el cumplimiento democrático del Estado para con los ciudadanos. En otras
palabras, se suponía que en este contexto de transición a la democracia, las
elecciones no sólo serían la piedra de toque sino la clave generadora a lo
largo del tiempo de otras reformas democráticas. De nuevo la experiencia
latinoamericana permite reformular este planteamiento: treinta años de elec-
ciones regulares y más o menos competitivas no han terminado de romper
cierto descreimiento ciudadano ante el ejercicio de la competencia y ante la
limpieza de las reglas de juego. El crecimiento del desencanto ciudadano
en torno a “la voz y rendición de cuentas” en algunos países de la región
precisan de una reflexión seria en torno a si el simple hecho electoral ha
profundizado la democracia en América Latina.
Un cuarto supuesto venía a desmontar la idea lipsetiana de que existían
ciertos requisitos sociales y económicos para la democracia5; es decir, en
esta teoría de la transición se iba a propugnar que las condiciones subya-
centes de los países en transición –su nivel económico, su historia política,
su legado institucional, su constitución étnica, sus tradiciones sociocul-
turales, u otras características “estructurales”– no constituían factores
esenciales para el comienzo o el resultado del proceso de transición. Una

5 S. M. Lipset, “Some Social Requisites of Democracy: Economic Development and Po-


litical Legitimacy”, American Political Science Review, vol. 53, nº 1, 1959, pp. 69-105.

Res Publica: Revista de Filosofía Política, 30 (2013), 93-114 ISSN: 1576-4184


96 Esther del Campo

característica notable del primer periodo de la tercera ola de democratiza-


ción era que la democracia parecía surgir en los lugares más improbables
e inesperados, donde la condición sine qua non para la democracia era
la decisión de las elites políticas de un país por alcanzarla y la habili-
dad de una parte de esas elites para repeler las acciones de las fuerzas
antidemocráticas que pudieran permanecer, entorpecer o vetar el juego
democrático. La no existencia de condiciones previas reflejaba un pano-
rama esencialmente optimista y aventuraba procesos de democratización,
incluso en condiciones adversas. El fracaso de varios proyectos de demo-
cracias liberales ejecutadas por ciertas élites políticas, de los que habían
sido excluidos y marginados importantes sectores sociales de estos países,
mostró la debilidad de este argumento6.
Por último, el paradigma de transición descansaba sobre el supuesto de
que las transiciones democráticas de la tercera ola estaban construidas sobre
Estados más o menos coherentes y eficientes. Se suponía que el proceso de
democratización traería consigo ciertos rediseños de las instituciones del
Estado –como la creación de nuevas instituciones electorales, o reformas
como la parlamentaria y la judicial– más que la modificación de los Estados
ya en funcionamiento. Es decir, no se prestó una atención especial a los
retos que enfrentarían estas sociedades al lidiar con la realidad de construir
un Estado improvisado o copiar modelos ya existentes, pero que resultaban
disfuncionales en el nuevo contexto democrático. De hecho, suponían que la
construcción de la democracia y la propia construcción estatal se reforzarían
mutuamente en el camino o que constituían incluso dos caras de la misma
moneda.
La respuesta de O’Donnell7 no se hizo esperar, argumentando que él y
sus colegas nunca afirmaron que un proceso de transición implicara forzosa
e inevitablemente un proceso de democratización. Tan es así que el mismo
O’Donnell había acuñado pocos años antes la expresión de democracias de-
legativas8, aplicable a algunos casos de “fallida democratización” y a buena
parte de los países latinoamericanos.

6 Este podría ser el caso de la democracia pactada boliviana, sustentada sobre cinco coa-
liciones políticas entre 1985 y el 2002. Al respecto, véase R. A. Mayorga, “Presidencialismo
parlamentarizado y gobiernos de coalición en Bolivia” en J. Lanzaro (comp.), Tipos de presiden-
cialismo y coaliciones políticas, Buenos Aires, CLACSO, 2001, pp. 101-135.
7 G. A. O’Donnell, “In Partial Defense of an Evanescent Paradigm”, Journal of Democ-
racy, vol. 13, nº 3, 2002, pp. 6-12.
8 G. A. O’Donnell, “Delegative Democracy”, Journal of Democracy, vol. 5, nº 1, 1994,
pp. 55-69.

Res Publica: Revista de Filosofía Política, 30 (2013), 93-114 ISSN: 1576-4184


Transiciones inacabadas, reformas estructurales e incertidumbres institucionales 97

2. ¿Extraños compañeros de cama?: la política y la economía en


transición

Como punto de partida, conviene señalar el amplio consenso respecto a


la relación positiva entre democracia y desarrollo9. Sin embargo, permanecen
abiertos los debates teóricos acerca de la precedencia entre uno y otro y la me-
cánica de la causalidad entre ambos. Asimismo, los resultados a los que llegan
los distintos investigadores dependen en gran medida de las metodologías y
datos utilizados10.
Uno de los enfoques teóricos que han procurado explicar el vínculo entre
democracia y desarrollo proviene de la economía institucional: la probabili-
dad de cambiar las “reglas del juego” económico abruptamente es más baja en
un país democrático que en uno no democrático, dado el complejo sistema de
pesos y contrapesos característicos del primero. Esto reduce la incertidumbre
económica, atrayendo inversiones y favoreciendo de este modo el crecimiento
de la economía.
En el caso latinoamericano, sólo treinta años después de las transiciones
parecemos advertir esa relación positiva. De todos modos, la valoración de la
relación depende del contexto y de cuál consideremos sea la variable depen-
diente y cuál la independiente. En este sentido, José Antonio Ocampo ha se-
ñalado que “la idea de que debe existir una especie de patrón, estilo o modelo
único de desarrollo, aplicable a todos los países, no sólo es ahistórica, sino
nociva y contraria a la democracia”11. Del mismo modo, Rodrik señala que
hay distintas alternativas institucionales favorables al crecimiento12.
Cuando en los años ochenta y noventa del siglo XX, la crisis de la deuda
agravó las condiciones económicas de las transiciones a la democracia, se
consideró que aunque los avances en la legitimidad democrática habían sido
importantes, sin embargo, la capacidad de generar eficacia por parte de los
gobiernos de estas nuevas democracias estaba condicionada por las condi-

9 A. Przeworski, M. E. Alvarez, J. A. Cheibub y F. Limongi, Democracy and Develop-


ment: Political Institutions and Well-Being in the World (1950-1990), Cambridge, Cambridge
University Press, 2000.
10 Maravall se pregunta si las democracias facilitan el desarrollo de las economías o por el
contrario son las dictaduras más eficientes. La conclusión es que, por un lado, las instituciones
constituyen la causa fundamental del progreso, y son los sistemas democráticos los que mejor
promueven el crecimiento, a través de la promoción de la igualdad política o la protección de los
derechos de propiedad de un amplio sector de la población. Véase J. M. Maravall, Los resultados
de la democracia, Madrid, Alianza Editorial, 1995.
11 J. A. Ocampo, “Tres principios para una buena relación entre economía y democracia”,
en Revista Puente @ Europa, nº 4, 2005, pp. 18-23.
12 D. Rodrik, One Economy, Many Recipes, Princeton, Princeton University Press, 2008
[Una economía, muchas recetas. La globalización, las instituciones y el crecimiento económico,
México, Fondo de Cultura Económica, 2011].

Res Publica: Revista de Filosofía Política, 30 (2013), 93-114 ISSN: 1576-4184


98 Esther del Campo

ciones económicas de partida y la dificultad de insertarse en un mercado más


globalizado, con nuevos competidores, especialmente los países del sudeste
asiático. Cuando a finales de los noventa, empezamos a advertir serias limi-
taciones institucionales para la profundización democrática, o como algunos
han subrayado para mejorar la calidad democrática, el panorama económico
parece despejarse, y asistimos con cierta desconfianza y pasmo, a una mejora
significativa de los estándares económicos regionales, y por países; lo que
obliga a preguntarnos si esto va a significar en última instancia una mejora de
la calidad democrática.
Por otra parte, se ha producido también un debate teórico en torno a las
metas: democracia y desarrollo. Los ciudadanos se han preguntado en la últi-
ma década en torno a qué democracia y cuánta democracia podíamos alcan-
zar con las limitaciones institucionales de partida y qué tipo de desarrollo y
cuánto desarrollo era preciso conseguir para mejorar las condiciones de vida
del conjunto de la ciudadanía o para reducir las desigualdades en una de las
regiones más desiguales del mundo.
Si bien en el caso latinoamericano, en contraste a las transiciones acon-
tecidas en la Europa del Este, se ha considerado que las transiciones fueron
estrictamente políticas; la perspectiva temporal, nos permite asegurar que si
bien no significaron el tránsito del comunismo al libre mercado, si asistimos
al final de un modelo de desarrollo (el proceso de industrialización sustitutiva
de importaciones centrado en torno al papel del Estado y constituido alre-
dedor de la matriz estado-céntrica) y a reformas que venían encaminadas a
liberalizar y privatizar estas economías. De hecho, podemos afirmar que las
transiciones a la democracia supusieron un cambio de modelo económico y
trajeron consigo profundas transformaciones en el campo político e institu-
cional.
Mucho hemos discutido y mucho se ha escrito sobre la necesidad de las
reformas estructurales y sobre su éxito o su fracaso. Sin embargo, obviar que
los países latinoamericanos se encontraban a comienzos de la década de los
ochenta con una situación económica de emergencia parece ahora un hecho
incuestionable. Aunque no pretendemos hacer una detallada revisión de la
severa crisis económica del decenio del 80 del siglo XX, si conviene repasar
algunas cifras.
Durante la década de los ochenta, el PIB per cápita se redujo a una tasa
promedio anual para la región del 1%. Perú, Argentina y Bolivia sufrieron las
mayores caídas del PIB per cápita (-3,3% a -1,4%), mientras que las tasas de
inflación variaron entre niveles del 4.923% al 8.170%. Chile creció en la pri-
mera mitad de la década un 1,25% con una inflación del 27%. Si tuviéramos
que mencionar con brevedad algunos de los elevadísimos costos sociales,
convendría señalar que el salario mínimo cayó drásticamente respecto del

Res Publica: Revista de Filosofía Política, 30 (2013), 93-114 ISSN: 1576-4184


Transiciones inacabadas, reformas estructurales e incertidumbres institucionales 99

nivel de 1980 en Perú, Argentina, y México (23%, 40% y 46%, respectiva-


mente). La tasa de desempleo más elevada se registró en Chile (20%), seguida
de Uruguay (16%), Colombia y Bolivia (12%). En cuanto a la incidencia de la
pobreza, la más baja se registró en Argentina, Uruguay y Costa Rica, con una
incidencia mayor en México, Colombia y Chile, y la más alta en Perú y Boli-
via. La distribución del ingreso empeoró en todos los países, pero se mantuvo
relativamente baja en Costa Rica y Uruguay, mediana en Argentina, México
y Colombia, y alta en Bolivia y Chile. Combinando los cuatro indicadores,
podemos señalar que los costos sociales de la crisis fueron muy altos en Chile,
Perú y Bolivia. La década de los años noventa significó de algún modo una
cierta recuperación con una tasa anual de 1,7% del PIB per cápita y la reduc-
ción de la tasa de inflación al 10% (CEPAL, 1997)13.
En este marco se impulsaron en la región, entre otras, dos tipos de medi-
das: unas tendientes a promover la estabilidad a través de políticas públicas
de ajuste y otras que apuntaban a reducir el tamaño del Estado y su grado de
intervención en la economía. Por tanto, la aguda emergencia económica que
siguió a la crisis de la deuda externa conformó el contexto de sucesivos pa-
quetes de ajuste, aunque de algún modo, desencadenó también un proceso de
aprendizaje. Como señala Gerchunoff, los sucesivos fracasos cosechados en
el esfuerzo por corregir los desequilibrios macroeconómicos mediante ajus-
tes de corto plazo aumentaron la presión en la búsqueda de soluciones más
comprehensivas y radicales14. En segundo término, pareció construirse un
consenso en el pensamiento económico dominante, en las instituciones finan-
cieras internacionales y en los círculos de gobierno de estos países, en torno
a la visión de que los desequilibrios macroeconómicos eran tributarios de las
limitaciones y disfuncionalidades del patrón de desarrollo orientado hacia el
mercado interno y promovido desde el Estado (el viejo modelo de industriali-
zación por sustitución de importaciones).
Como nos señala Lora, esta crisis multidimensional del Estado contribu-
yó en forma decisiva a producir tres fenómenos comunes a todos los países
latinoamericanos, que cambiaron la fisonomía política y económica de la re-
gión: la democratización (durante los años ochenta buena parte de los países
de la región pasaron de regímenes militares a democracias competitivas), la
estabilización macroeconómica (la reducción de la inflación y el control de
los grandes desórdenes que ésta había conllevado) y la apertura de los países

13 CEPAL, La brecha de la equidad. América Latina, el Caribe y la Cumbre Social,


LC/G.1954, Santiago de Chile, 1997.
14 P. Gerchunoff, La economía política de las reformas estructurales en la Argentina, Col.
Papeles de Trabajo, Salamanca, Instituto de Estudios de Iberoamérica y Portugal, Universidad de
Salamanca, 1996.

Res Publica: Revista de Filosofía Política, 30 (2013), 93-114 ISSN: 1576-4184


100 Esther del Campo

al comercio internacional mediante la reducción de aranceles y otras trabas al


comercio15.
Si bien es cierto que los costos del conjunto de reformas fueron muy gran-
des, mientras los beneficios fueron más bien parcos, habría que determinar
si todas las reformas fueron igualmente costosas; si los costos se debieron
a fallas intrínsecas al enfoque de mercado; si las reformas constituyeron un
solo paquete, o si por el contrario, pudieron separarse unas de otras. En esta
línea, Rodrik distingue, dentro de las reformas incluidas en el consenso de
Washington, las que difícilmente podrían discutirse por reflejar tanto ideas
generalmente compartidas como la experiencia histórica, de aquéllas otras de
carácter más polémico16.
De igual modo, habría que asumir que los gobiernos sólo adoptaron de-
terminadas medidas, muchas veces de alto riesgo (impopulares y con costes
inmediatamente traducibles en las distintas elecciones) cuando no quedaba
otra alternativa, y que tuvieron que calcular necesariamente de qué manera
los cambios habrían de afectar a los distintos miembros de sus coaliciones
de apoyo, pero también al bloque de oposición. Es decir, no pudieron eludir
el problema de la compensación o de la necesaria lubricación de los costos
distributivos de la reforma a implementar. Pero incluso la percepción de los
resultados fue bien distinta. En general, puede sostenerse que éstos no fueron
ni tan positivos como predecían sus partidarios, ni tan negativos como temían
sus detractores.
Otra cuestión relevante que debemos plantearnos es la relativa o no, au-
tonomía de los gobiernos de distinto signo político-partidista para discutir,
confrontar o implementar, de forma distinta, los paquetes de reformas. A este
respecto, parece interesante identificar dos contextos opuestos de políticas de
reforma. En el primero, los líderes de gobierno tienen frente a sí una situación
económica que presenta signos de desequilibrio pero que todavía se encuentra
en el rango de situaciones manejables. En el segundo escenario, los gober-
nantes se enfrentan a un problema apremiante que irrumpe en sus agendas.
En esta tesitura, la convicción de que es preciso actuar en todos los frentes
madura rápidamente, pavimentando el camino para las reformas de más vasto
alcance. En este segundo contexto, las iniciativas de reforma terminan indiso-
lublemente ligadas a los esfuerzos gubernamentales por recuperar el control
de una situación económica apremiante. Este parecería ser el caso de las re-
formas económicas en la década de los años ochenta.

15 E. Lora, El estado de las reformas del Estado en América Latina, Washington, BID,
2006.
16 D. Rodrik, “Understanding Economic Policy Reform”, Journal of Economic Literature,
nº 34, 1996, pp. 9-41.

Res Publica: Revista de Filosofía Política, 30 (2013), 93-114 ISSN: 1576-4184


Transiciones inacabadas, reformas estructurales e incertidumbres institucionales 101

No es conveniente tampoco desdeñar la importancia de los factores polí-


tico-institucionales, ni la capacidad de los Ejecutivos de negociar y encontrar
apoyos políticos más allá de los que pueda prestar el partido en el gobierno17.
Es de este modo, en el que los últimos análisis insisten en la importancia de
tomar en consideración las retribuciones que los gobiernos reformistas han
dirigido a los actores colectivos poderosos y arraigados en el viejo modelo
estado-céntrico18. Es decir, la idea sugeriría que aquéllos gobiernos como el
argentino de Carlos Menem que logró atar el apoyo sindical tuvo mayor faci-
lidad para implementar la agenda reformista, porque fue capaz de reducir los
costes políticos. Dicho esto, no todos los análisis institucionalistas acertaron
de lleno.
Así, esta posición plantea además una crítica a los primeros enfoques eco-
nómico-institucionales levantados a comienzos de los años noventa19. Para
éstos, las crisis económicas debilitaron a los actores tradicionales y otorgaron
a los Estados una capacidad de acción inédita frente a ellos. Por lo tanto, el
Estado actuó como una isla, sin necesidad de crear mediaciones instituciona-
les, dado que no necesitaba negociar con los actores perdedores del viejo mo-
delo estatal. Sin embargo, estudios posteriores como los de Schamis (1999)20
han llamado la atención sobre la necesidad de ir más allá en la idea de que un
gobierno pro-reforma debía simplemente neutralizar a los perdedores. Par-
tiendo de la posición neoclásica de que los actores se comportarán como “bus-
cadores de rentas”, Schamis argumenta que los intereses creados no tienen
por qué oponerse necesariamente a la reforma, ya que la liberalización eco-
nómica puede generar nuevas oportunidades para una conducta rent-seeking.
La magnitud y profundización de las reformas institucionales llevadas a
cabo desde la década de los años ochenta en América Latina ha llevado a algu-
nos autores a hablar de “una revolución silenciosa”21. Pero mientras las refor-
mas económicas de primera generación fueron desarrolladas e implementadas
en paquetes (bundling), las reformas institucionales se han caracterizado por
su fraccionamiento, con el problema subsiguiente de la consistencia temporal

17 Al respecto el texto compilado por J. Lanzaro, Tipos de presidencialismo y coaliciones


políticas, Buenos Aires, CLACSO, 2001.
18 S. Etchemendy y J. Filc, “Construir coaliciones reformistas: la política de las compen-
saciones en el camino argentino hacia la liberalización económica”, Desarrollo Económico, vol.
40, nº 160, 2001, pp. 675-706.
19 Véase los textos de: S. Haggard y R. R. Kaufman, The Politics of Economic Adjustment,
Princeton, Princeton University Press, 1992; S. Haggard y R. R. Kaufman, The Political Economy
of Democratic Transitions, Princeton, Princeton University Press, 1995; y J. Nelson, Economic
Crises and Policy Change. The Politics of Adjustment in the Third World, Princeton, Princeton
University Press, 1990.
20 H. E. Schamis, “Distributional Coalitions and the Politics of Market Reforms in Latin
America”, World Politics, nº 51, 1999, pp. 236-268.
21 Eduardo Lora, op. cit.

Res Publica: Revista de Filosofía Política, 30 (2013), 93-114 ISSN: 1576-4184


102 Esther del Campo

de las mismas o de su integración en un proceso de reforma sectorial. Por otra


parte, sus posibilidades de éxito dependen esencialmente de la capacidad de
los actores políticos para alcanzar soluciones estables, adaptables, coherentes,
orientadas al interés público y que puedan implementarse a través de la insti-
tucionalidad existente en la región.

3. El dilema institucional: ¿Qué son y para qué sirven las institu-


ciones?

¿Las instituciones de las transiciones debían ser las mismas que las de la
consolidación?¿Qué ha impedido que la voluntad transformadora de los go-
biernos de izquierda se haya visto entorpecida por la propia debilidad estatal?
Sin duda, las instituciones siguen siendo el tema recurrente. Como punto de
partida, de nuevo conviene advertir que no hemos llevado a cabo una re-
flexión seria sobre qué instituciones debíamos promover en estos contextos
de debilidad estructural de la propia institucionalidad.
Las sociedades latinoamericanas mostraron una rotunda capacidad de
aprendizaje social y político, al soportar sobre sus hombros los amplios sa-
crificios que significaron las transiciones a la democracia, y las medidas pro-
movidas y adoptadas en aras a reducir el déficit público, a reducir la deuda
externa, a liberalizar los mercados, a reducir el Estado, …
A nivel teórico, los científicos políticos se han venido formulando tres
preguntas, diferentes pero interrelacionadas, sobre las instituciones políticas.
Una es normativa: ¿cuáles son las mejores instituciones para el desarrollo de
un buen gobierno democrático? Las instituciones en las que podamos pensar
deben resolver de forma adecuada los debates clásicos de la libertad, los de-
rechos, la igualdad y la justicia. “Las instituciones no son sólo las reglas del
juego. Condicionan también qué tipo de valores se adoptan en una determi-
nada sociedad, es decir, en última instancia condicionan lo que denominamos
justicia, identidad colectiva, pertenencia, confianza y solidaridad”22. Así, Els-
ter23 ha argumentado que una tarea de la política es conformar instituciones de
forma que la gente se comporte honestamente porque crea que la estructura
básica de su sociedad es justa.
Las otras dos preguntas son de carácter empírico: ¿qué explica la enorme
diversidad de entramados institucionales? y, ¿qué implicaciones tienen esas
diferencias para la conducta política, el poder o los resultados del proceso

22 J. G. March y J. P. Olsen, Rediscovering Institutions: The Organizacional Basis of Poli-


tics, Free Press, New York, 1989 [El redescubrimiento de las instituciones: la base organizativa
de la política, México, Fondo de Cultura Económica, 1997].
23 J. Elster, Nuts and Bolts for the Social Sciences, Cambridge, Cambridge University Press,
1989 [Tuercas y Tornillos, Gedisa, Barcelona, 1990].

Res Publica: Revista de Filosofía Política, 30 (2013), 93-114 ISSN: 1576-4184


Transiciones inacabadas, reformas estructurales e incertidumbres institucionales 103

político?24. En estas líneas, intentaremos dar respuesta al dilema institucional


de las democracias latinoamericanas.
Hasta comienzos de los años ochenta, la ciencia política había prestado
poca atención a los análisis institucionales. Teorías como el estructural-fun-
cionalismo, el análisis de sistemas, la teoría de grupos, o enfoques econó-
micos como el marxista, apenas se detuvieron en las instituciones políticas.
La tendencia a reducir la explicación de los procesos políticos a variables
sociales, culturales o económicas significaba que las formas institucionales
y organizacionales de la vida política tenían escasos efectos25. Sin embargo,
los procesos de modernización y posterior democratización que iniciaron los
países en vías de desarrollo condujeron a un replanteamiento de la impor-
tancia de las instituciones. Las instituciones políticas formales determina-
ban la movilización política, y por tanto, no debían ser analizadas sólo como
variables intermedias en las que los agentes políticos invertían poder para
realzar su capacidad política futura, sino que constituían “fuerzas sociales por
sí mismas”26. Se puso de manifiesto además que las diferencias entre países
tenían que ver con el cómo las instituciones políticas formales conformaron
históricamente el proceso político.
Será a partir del trabajo seminal de Huntington27 cuando se insista en las
consecuencias negativas que los altos niveles de participación y moviliza-
ción (característicos de los años sesenta) habían tenido sobre el proceso de
institucionalización política, particularmente en aquellos países de moderni-
zación intermedia. En este sentido, se va a definir institucionalización como
“el proceso a través del cual organizaciones y procedimientos adquieren valor
y estabilidad”28. Así, la institucionalización tiene que ver fundamentalmente
con la naturaleza estable, recurrente, repetitiva y pautada de la conducta al
interior de las instituciones y a causa de éstas. Una débil institucionalización,
característica de la mayoría de los países latinoamericanos, tendría conse-
cuencias muy negativas sobre el proceso de desarrollo y de democratización.
“A diferencia de lo que ocurre en sociedades políticamente desarrolladas, las

24 B. Rothstein, “Las instituciones políticas: una visión general”, en R. E. Godin y H.-D.


Klingemann (eds.), Nuevo Manual de Ciencia Política, Madrid, Istmo, 2001, pp. 199-246.
25 J. G. March y J. P. Olsen, “The new institutionalism: organizational factors in political
life”, American Political Science Review, nº 78, 1984, pp. 734-749.
26 R. Grafstein, Institutional Realism: Social and Political Constrains on Rational Actors,
New Haven, Yale University Press, 1992.
27 S. P. Huntington, “Political Development and Political Decay”, World Politics, vol. 17,
nº 3, 1965, pp. 386-430. Y Samuel P. Huntington, Political Order in Changing Societies, New
Haven, Yale University Press, 1968.
28 Ibidem, p. 12.

Res Publica: Revista de Filosofía Política, 30 (2013), 93-114 ISSN: 1576-4184


104 Esther del Campo

sociedades con instituciones políticas débiles son menos proclives al interés


público, que es a su vez equiparable al interés de las instituciones”29.
Pero sin duda, el elemento más definitorio del nuevo institucionalismo se
conformó alrededor de la idea de que las características del contexto institucio-
nal dentro del cual los individuos actuaban constituyen un factor fundamental
para la explicación de sus comportamientos. Es dentro de las instituciones (en-
tendidas como “reglas de juego formales e informales”) donde los individuos
toman decisiones, diseñan organizaciones y eligen entre distintas alternativas
de comportamiento. Las instituciones determinan habitualmente: a) quiénes son
los actores legítimos; b) el número de actores; c) el curso de acción, y, en gran
medida, d) la información de la que dispondrán los actores acerca de las inten-
ciones de cada uno30.
Sintéticamente, podríamos decir que este “retorno a las instituciones” se ha
llevado a cabo por dos vías: la primera que tiene al Estado como protagonista,
y está contenida por el título de un trabajo de indudable interés, Bringing the
State Back in31. Los ejes básicos de esta revalorización del papel de los Estados
como centro del análisis político se estructuran en base a dos criterios: a) el de
la autonomía del Estado y su capacidad en cuanto actor para alcanzar objetivos
en materia de políticas concretas; y b) el de la influencia de los Estados en el
contenido y el funcionamiento de los procesos políticos.
La segunda vía de análisis que retoma a las instituciones como elemento
central del análisis supone un reacomodo racionalista, en un intento de subsanar
las carencias mencionadas con anterioridad de esta teoría. En este renovado in-
tento se ha primado el estudio de los sistemas electorales y de sus consecuencias
sobre los sistemas políticos, las construcciones constitucionales e institucio-
nales, las diferentes estrategias de los partidos políticos, los Parlamentos, los
Gobiernos, por señalar sólo algunos de sus ámbitos más destacados.
En el caso de América Latina, el énfasis neo-institucional va de la mano
de los procesos de transición y consolidación democrática. Es decir, se intenta
explicar el impacto que los diferentes arreglos institucionales han tenido sobre
la instauración de la democracia o la redemocratización. En nuestro caso, que
parece corroborar los planteamientos de Przeworski32, las instituciones que
emergen durante el proceso de transición y consolidación democrática son
el resultado de arduas negociaciones entre sectores continuistas y sectores

29 Huntington, op. cit., p. 412.


30 S. H. Steinmo, K. Thelen y F. Longstreth (eds.), Structuring Politics: Historical Institution-
alism in Comparative Analysis, Cambridge, Cambridge University Press, 1992.
31 P. Evans, D. Rueschemeyer y T. Skocpol, Bringing the State Back In, Cambridge, Cam-
bridge University Press, 1985.
32 A. Przeworski, Democracy and the Market, Cambridge, Cambridge University Press,
1991 [Democracia y mercado: reformas políticas y económicas en la Europa del Este y América
Latina, Madrid, Akal, 1995].

Res Publica: Revista de Filosofía Política, 30 (2013), 93-114 ISSN: 1576-4184


Transiciones inacabadas, reformas estructurales e incertidumbres institucionales 105

moderados; pero cuando el proceso de negociación viene acompasado por ca-


pacidades de presión y veto del régimen autoritario anterior, es muy probable
que durante esta fase emerjan condicionantes y limitaciones impuestos por
éste, como el problema de autonomía de las Fuerzas Armadas. En la misma
línea argumentativa, Linz y Stepan33 destacan la importancia de las institucio-
nes formales para la consolidación democrática; la resolución de conflictos
debe ser procesada dentro de los límites de la nueva legalidad y de las institu-
ciones sancionadas por las nuevas democracias.

4. La herencia económica de la última década y las reformas insti-


tucionales pendientes

¿Cómo interpretar entonces que el crecimiento económico de la última


década en América Latina tarde tanto en cuajar democráticamente? Durante
gran parte de la década del 2000, América Latina se benefició del entorno glo-
bal, tanto en lo comercial como en lo financiero. La expansión de la economía
mundial, con una participación creciente de la economía china, conllevó una
elevada demanda de bienes básicos, que incluían minerales, hidrocarburos y
alimentos producidos por países de la región, lo que se reflejó en importantes
mejoras de los términos de intercambio. Por otra parte, la elevada liquidez que
caracterizó los mercados financieros facilitó el acceso de empresas y gobier-
nos al financiamiento con condiciones favorables, a las que contribuyó una
significativa reducción de las primas de riesgo, y permitió la reestructuración
de la deuda externa en mejores condiciones en términos de plazos y tasas de
interés. Además, la combinación inédita para la región de poder alcanzar tasas
de crecimiento económico relativamente elevadas con superávits de la cuenta
corriente de la balanza de pagos (de 2003 a 2007) disminuyó las necesidades
del financiamiento externo, lo que permitió una significativa reducción de la
deuda externa que disminuyó de 2003 a 2008 del 39,3% al 17,1% del PIB. De
igual manera, la deuda pública bruta de los gobiernos centrales pasó del 57,4
% en el año 2003 al 28,6% del PIB en el 200834. Además, varios gobiernos
iniciaron pasos para contener las tendencias de gasto procíclico que históri-
camente han sido características de la región. Por ejemplo, se introdujeron
fondos soberanos para acumular parte de los ingresos provenientes de los
elevados precios de los bienes básicos, y se establecieron reglas que regularon
y limitaron los aumentos del gasto público.

33 J. J. Linz y A. Stepan, “Toward Consolidated Democracies”, Journal of Democracy, vol.


7, nº 2, 1996, pp. 14-33.
34 CEPAL, Estudio económico de las economías de América Latina y el Caribe 2010-2011,
LC/G.2506-P, Santiago de Chile, 2011.

Res Publica: Revista de Filosofía Política, 30 (2013), 93-114 ISSN: 1576-4184


106 Esther del Campo

Otro factor externo que favoreció durante muchos años el desempeño eco-
nómico de la región fue la contención de los precios globales, sobre todo
para los productos manufacturados. Este proceso contribuyó a producir un
declive gradual de la inflación regional, que llegó, en el promedio ponderado,
de niveles de dos dígitos en los años noventa a un 5,0% en 2006, hasta que
en 2007 y 2008 el incremento de los precios internacionales de alimentos e
hidrocarburos tuvo un efecto adverso en la inflación en los países de la región.
Así, de 2003 a 2008, América Latina y el Caribe alcanzó tasas de inversión y
un crecimiento económico relativamente elevado (en torno al 5%), que no se
había registrado desde los años setenta del siglo XX.
La llegada de la crisis económica y financiera de 2008-2009 impactó de
manera negativa en la región, tanto de forma directa (comercio, inversión ex-
tranjera directa, remesas), pero también por el canal financiero (dificultades y
condiciones más desfavorables para el re-financiamiento). En consecuencia,
en 2009 las exportaciones de bienes y servicios cayeron un 9,9% en términos
reales y la formación bruta de capital, un 12,7%. En contraste, el consumo se
mantuvo constante, como consecuencia de un aumento del 4,3% en el consu-
mo de los gobiernos que compensó la leve contracción del 0,8% del consumo
de los hogares. Como resultado de estos cambios, la economía de América
Latina y el Caribe se contrajo un 2,0%, para volver a crecer de nuevo en
el año. El aumento del consumo de los gobiernos refleja los esfuerzos por
contrarrestar una crisis económica con un aumento contracíclico del gasto
público En efecto, estos esfuerzos se concentraron en un aumento del gasto
corriente, si bien varios países también incrementaron la inversión pública.
Otras medidas para fortalecer la demanda interna fue la reducción de las tasas
de interés rectoras, facilitadas por el descenso de los precios internacionales
de alimentos e hidrocarburos, y las medidas para proveer liquidez, tanto en
dólares como en moneda local, a los sistemas financieros.
Aunque la región siguió siendo la más desigual del mundo35. Estos altos
niveles de desigualdad se expresan tanto en los ingresos y el bienestar como
en la capacidad de su población para absorber o mitigar los riesgos y shocks
externos (como el desempleo, la enfermedad o el retiro). Sin embargo, se
observa también un cierto grado de tolerancia respecto a esta situación, lo que
probablemente está asociado a las elevadas expectativas de movilidad social
que prevalecen en casi todos los países de la región, especialmente al interior
de las clases medias36.

35 I. Ortiz y M. Cummins, “Global Inequality: Beyond the Bottom Billion. A Rapid Review
of Income Distribution in 141 Countries”, Social and Economic Policy Working Paper, Nueva
York, UNICEF, 2011.
36 S. Pérez Bannen, Apuntes de movilidad y cohesión social en América Latina, CIEPLAN,
Santiago de Chile, 2007.

Res Publica: Revista de Filosofía Política, 30 (2013), 93-114 ISSN: 1576-4184


Transiciones inacabadas, reformas estructurales e incertidumbres institucionales 107

Sin embargo, durante la década pasada muchos países hicieron importan-


tes avances hacia una mayor igualdad como consecuencia, entre otros facto-
res, de la menor desigualdad de los ingresos laborales37. En muchos países,
también el aumento de los ingresos no laborales significó una notable me-
joría, sobre todo gracias a los programas sociales focalizados, que también
tuvieron un importante papel para la reducción de la pobreza38.
Los programas de transferencias condicionadas o “con corresponsabili-
dad” (PTC), fueron uno de los principales instrumentos de combate a la po-
breza que se implementaron durante los últimos 15 años en la región. Estos
programas buscan transformar y detener la transmisión intergeneracional de
la pobreza mediante el desarrollo de las capacidades humanas en las familias
más vulnerables. Con este fin, los PTC entregan transferencias monetarias
directas y establecen condicionalidades centradas en la asistencia a la escuela
y a los controles de salud. De esta forma, los programas no solo contribui-
rían a la reducción contingente de la pobreza de ingresos, sino también a
la formación de capacidades humanas. Pese al impacto positivo que estos
programas han alcanzado, existen algunos aspectos controvertidos. como la
utilización de las condicionalidades como instrumento de política social, la
focalización como una estrategia para abordar acciones que deben operar bajo
presupuestos restringidos y el papel de las mujeres como beneficiarias de las
transferencias y sujetos de las condicionalidades39. De igual manera, no cabe
olvidar el manejo político y electoralista de buena parte de estos programas
por gobiernos de distinto signo.
Continuando con las tendencias favorables iniciadas durante los años no-
venta, los países de la región hicieron esfuerzos para incrementar la cantidad
de recursos disponibles para educación, salud, seguridad y asistencia social,
vivienda y otros ítems sociales. En efecto, entre 1998-1999 y 2008-2009, el
gasto público social anual por habitante aumentó, en el promedio simple de
21 países, de 438 a 748 dólares de 2005, lo que representa un avance de la
proporción del gasto social sobre el PIB del 11,6% al 15,2%40. Aproximada-
mente la mitad del incremento en términos del PIB correspondió a los aumen-

37 Respecto de la pobreza extrema, entre 1990 y 2008 el porcentaje de población extre-


madamente pobre bajó del 22,5% al 13,7%, lo que se tradujo en una disminución del número de
personas que viven en la pobreza extrema de 93 millones a 71 millones en los 20 países latinoa-
mericanos. La reducción de la pobreza entre 1990 y 2008 se originó principalmente en la última
parte de ese período, específicamente en el sexenio comprendido entre 2003 y 2008.
38 S. Cecchini y A. Madariaga, “Programas de transferencias condicionadas: balance de la
experiencia reciente en América Latina y el Caribe”, Cuadernos de la CEPAL, nº 95 (LC/G.2497-
P), Santiago de Chile, 2011.
39 Ibidem.
40 CEPAL, Panorama social de América Latina 2011, LC/G.2514-P, Santiago de Chile,
2011.

Res Publica: Revista de Filosofía Política, 30 (2013), 93-114 ISSN: 1576-4184


108 Esther del Campo

tos del gasto en seguridad y asistencia social, con incrementos menores para
educación, salud y vivienda.
El crecimiento económico experimentado durante los últimos años en
América Latina ha permitido alcanzar progresivamente una sólida situación
fiscal en la región, a pesar de las enormes diferencias existentes entre países.
El aumento de los ingresos fiscales, las mejores condiciones de acceso al mer-
cado de crédito internacional, así como una mayor eficacia del gasto público,
han derivado en bases fiscales más amplias y sólidas. Sin embargo, un análisis
detallado refleja cómo los pilares que sostienen el sistema fiscal en la región
siguen constituyendo parte importante del engranaje que alimenta la persis-
tente desigualdad económica y social características del territorio.
Uno de los desafíos permanentes de los países de la región ha consistido
en los últimos años en generar sinergias positivas entre el crecimiento econó-
mico y la equidad social. El crecimiento económico y el consiguiente incre-
mento del empleo no han mostrado una capacidad incluyente ni en términos
de generación de empleo de calidad ni en lo que se refiere a los niveles contri-
butivos. Los mercados laborales de la región no han logrado transformarse en
una vía de acceso universal y dinámica a los esquemas de protección social41.
Por ello, la protección social no puede quedar restringida a los mecanis-
mos contributivos del mundo laboral. Además de buscar formas de mejorar
la capacidad de las economías nacionales para generar empleos aceptables y
ampliar la base contributiva, se debe avanzar en lo que respecta a garantizar
un financiamiento adecuado y estable para complementar la protección por la
vía laboral con mecanismos solidarios de protección no contributiva. Dado
que éstos se encuentran limitados por recursos fiscales generalmente escasos,
lo que hace que, en la práctica, amplios sectores de la población queden ex-
cluidos de los sistemas formales de protección.
A pesar de las incertidumbres económicas en el horizonte, América La-
tina debe continuar promoviendo la reforma de sus estructuras fiscales a fin
de consolidar los avances sociales alcanzados hasta el momento y dotar al
Estado de mayor capacidad de maniobra para afrontar los diferentes proble-
mas que afectan a su ciudadanía, en especial, el de una mayor protección
social. Una reforma de la fiscalidad que avance en la progresividad, mejore
la eficiencia del gasto público y garantice la equidad permitirá a América La-
tina seguir prosperando en la senda del crecimiento económico con cohesión
social. Tanto desde el punto de vista de los ingresos como desde el punto de
vista del gasto público, la función redistributiva del Estado es una tarea pen-

41 CEPAL, La protección social de cara al futuro: acceso, financiamiento y solidaridad,


LC/G.2294 (SES.31/3), Santiago de Chile, 2006.

Res Publica: Revista de Filosofía Política, 30 (2013), 93-114 ISSN: 1576-4184


Transiciones inacabadas, reformas estructurales e incertidumbres institucionales 109

diente. Como señala la CEPAL42, la intervención directa del Estado, a través


de las transferencias monetarias y del nivel y la estructura impositiva, tiene
una incidencia significativa en la pobreza y la distribución del ingreso. Así, en
la OCDE, el índice de Gini estimado antes del pago de impuestos y transfe-
rencias se reduce después del pago de estos alrededor de 0,15%, mientras en
América Latina solo se reduce alrededor de 0,02%43.
En promedio, la presión tributaria de América Latina se sitúa en torno al
18% del PIB, lo que resulta extraordinariamente baja tanto en relación con el
grado de desarrollo relativo de la región como, sobre todo, en comparación
con las necesidades de recursos que están implícitos en las demandas de polí-
ticas públicas que enfrentan los Estados latinoamericanos. Con todo, la evo-
lución de la carga tributaria (incluyendo seguridad social) entre 1990 y 2008
muestra que la presión media en la región creció marcadamente, del 12,8%
en 1990 al 18,4% en 2008. Además, cabe destacar el acelerado aumento de
los recursos fiscales provenientes de la explotación de recursos naturales en
países como el Estado Plurinacional de Bolivia, Chile, Ecuador, México y la
República Bolivariana de Venezuela. Aunque los ingresos provenientes de
esta fuente son bastante más volátiles que el resto, permitieron aumentar la re-
caudación fiscal total media de la región a alrededor de 23,5 puntos de PIB en
2008. En los países del Caribe se observa un nivel de recaudación tributaria
media del 26,3% del PIB44.
Pero la región no solo recauda poco, sino que además recauda mal; así,
menos de un tercio de la recaudación corresponde a impuestos directos mien-
tras que el grueso de la carga recae en los impuestos sobre el consumo y otros
impuestos indirectos. Por eso no sorprende que la distribución del ingreso
después del pago de impuestos sea más inequitativa aún que la distribución
primaria. De este modo, la diferencia en los niveles de presión tributaria entre
los países de la OCDE y los de América Latina puede explicarse principal-
mente por la baja carga tributaria sobre las rentas y el patrimonio en la región,
ya que la carga sobre los consumos presenta un nivel bastante similar. Por
otra parte, además de la estructura regresiva de la carga tributaria, la región
enfrenta serios problemas de evasión fiscal.
En suma, buena parte de las reformas institucionales pendientes fueron
pospuestas por falta de voluntad política, dado que primaron los intereses
cortoplacistas de los partidos y de los gobiernos de turno. De igual forma,
los ciudadanos se mostraron remisos a aceptar nuevas formas de imposición,

42 Véase CEPAL, La hora de la igualdad: brechas por cerrar, caminos por abrir,
LC/G.2432 (SES.33/3), Santiago de Chile, 2010.
43 Ibidem, p. 42.
44 Véase CEPAL, Panorama fiscal de América Latina y el Caribe. Reformas tributarias y
renovación del pacto fiscal, LC/L.3580, Santiago de Chile, 2013.

Res Publica: Revista de Filosofía Política, 30 (2013), 93-114 ISSN: 1576-4184


110 Esther del Campo

cuando los servicios públicos no mejoraron significativamente su cobertura;


prefirieron, aquéllos que podían hacerlo, seguir recurriendo al mercado. La
aparición de clases medias emergentes, en algunos casos, extremadamente
vulnerables45, planteará sin ninguna duda nuevos retos a las capacidades esta-
tales de estos países.
De igual manera, la crisis de los años noventa nos obligó a reflexionar
sobre qué condiciones permitirían la profundización democrática. El manteni-
miento de altos patrones de desigualdad, la inviabilidad de amplios segmentos
sociales, la persistente marginación y exclusión de ciudadanos de segunda
(fundamentada en elementos étnicos, de género, económicos, territoriales,
etc.) fueron el caldo de cultivo de amplios procesos de movilización en contra
de unas democracias liberales, claramente ineficaces en su tarea de mejorar
las condiciones de vida del común de los ciudadanos. Así, la regeneración de-
mocrática vino de la mano de fuerzas de izquierda social, con amplios apoyos
sociales, heterogéneos, poco cohesionados, pero ampliamente legitimados por
los resultados electorales de la democracia liberal.
Estos gobiernos que se han definido como de “socialismo del siglo XXI”
reivindican una profundización democrática sobre elementos institucionales
participativos. Si bien, el modelo económico postcolonial parece sustentarse
en exclusiva sobre la extracción exhaustiva de recursos minerales en manos
del Estado.
Esta refundación constitucional surge como consecuencia de profundas
crisis políticas que por su intensidad escapan a cualquier forma de salida
institucional de entre las previstas por las distintas Constituciones latinoame-
ricanas. Se trata de crisis que por su densidad y afectación a las condiciones
de legitimidad del sistema no pueden canalizarse en el marco institucional y
deben ser reconducidas a través de la reedificación de toda la organización
estatal46.
En primera instancia, lo que parecen plantear el contexto político latino-
americano más contemporáneo, es que ya hemos terminado la primera etapa
de construcción de la democracia. Ésta apareció vinculada a la recuperación
de las libertades civiles, que hoy están mayoritariamente garantizadas. En la
actualidad, los ciudadanos latinoamericanos están reclamando mayor igual-
dad (igualdad de oportunidades, igualdad en el acceso al desarrollo y al creci-
miento) y la garantía efectiva de los derechos sociales. Por ello, estas nuevas

45 F. H.G. Ferreira, J. Messina, J. Rigolini, L.-F. López-Calva, M. A. Lugo, y R. Vakis,


Panorámica General: La movilidad económica y el crecimiento de la clase media en América
Latina, Washington DC, Banco Mundial, 2013.
46 C. Astudillo, “Algunas reflexiones sobre el proceso constituyente de América Latina con
especial referencia a Ecuador”, en J. M. Serna de la Garza (coord.), Procesos constituyentes con-
temporáneos en América Latina: tendencias y perspectivas, México, UNAM, 2009, pp. 285-329.

Res Publica: Revista de Filosofía Política, 30 (2013), 93-114 ISSN: 1576-4184


Transiciones inacabadas, reformas estructurales e incertidumbres institucionales 111

demandas precisan de un amplio y compartido proceso de transformación


estatal y societal.
Es así como vemos que el éxito de los gobiernos se asienta hoy día sobre
dos aspectos centrales, por una parte la capacidad de transmitir un “hecho
esencial” de que se gobierna “para la mayoría” y en segundo lugar, su capa-
cidad de mejorar la “distribución de la riqueza”. Como nos muestra el Infor-
me del Latinobarómetro (2011)47, estos hechos suceden sobre la base de, en
primer lugar, la desconfianza que aumenta los costos de transacción entre las
personas y entre las cosas, y en segundo lugar, la gigantesca brecha entre los
ricos y los pobres, que irremediablemente parecen ser siempre los mismos.
Los Estados latinoamericanos enfrentan un gran déficit de políticas acti-
vas de promoción del desarrollo, regulación económica, garantía del bienestar
y provisión de bienes públicos. Tal déficit es resultado de la historia de refor-
mas y ajustes de las últimas décadas, pero responde también a la secular hete-
rogeneidad estructural de la región, un proceso de modernización a fuerza de
desigualdades e inequidades, los caminos por abrir todavía en la vida demo-
crática y los endémicos rezagos productivos. Así, los Estados tienen deudas
pendientes como proveedores de bienes públicos, garantes de la protección
social y promotores de la productividad y el empleo48.

5. Concluyendo… El regreso del Estado en compañía de otros

La década de los noventa adelantó parte de los cambios, y quizás, uno de


sus elementos más interesantes tiene que ver con la aparición del concepto de
la “gobernanza moderna”. Pero, ¿en qué se diferenciaba la vieja gobernanza
de esta nueva gobernanza? De forma sintética, podemos decir que se trataba
de un nuevo estilo de gobernar, donde el gobierno no sólo era el pivote central
de la dirección en el Estado sino que además se relacionaba con la sociedad
por medio del mando y el control. Tanto es así, que Mayntz considera la go-
bernanza moderna simplemente como “un nuevo modo de gobernar […] en el
que las instituciones estatales y no estatales, los actores públicos y privados,
participan y a menudo cooperan en la formulación y la aplicación de las po-
líticas públicas”49.
En este nuevo gobierno relacional, el desarrollo de redes público-privadas
representan el sello del nuevo gobierno de sociedad o de la gobernanza so-

47 Corporación Latinobarómetro, Informe 2011, Santiago de Chile, 2011 (www.latinobaro-


metro.org).
48 Véase CEPAL, 2010, cit.
49 R. Mayntz, “El Estado y la sociedad civil en la gobernanza moderna”, Reforma y Demo-
cracia, nº 21, 2001, pp. 1-8.

Res Publica: Revista de Filosofía Política, 30 (2013), 93-114 ISSN: 1576-4184


112 Esther del Campo

cietal50. En palabras de Rhodes: “governance is about managing networks”51


porque las redes son precisamente las que hacen la diferencia con respecto a
los modelos jerárquicos y de mercado. Las redes son el resultado “natural”
de la pérdida de protagonismo del Estado en las decisiones públicas y del
fracaso del mercado como distribuidor de los bienes públicos en un contexto
de alta complejidad, dinámica y diversidad. La agregación de nuevos actores
al ejercicio de gobierno permite hacer más eficiente la formulación e imple-
mentación de las políticas públicas, pero no sólo funciona en la legitimidad de
ese output-side del sistema sino también en la legitimidad del input-side, en la
medida en que se debe cuidar que la incorporación de nuevos sujetos (a través
de las redes) al ciclo de las políticas no implique cerrar el acceso a otros y
más bien conlleve al establecimiento de nuevas reglas y espacios que generen
nuevas instituciones. Partiendo de este reconocimiento de la multiplicidad
de intereses y actores, que quiebra la drástica distinción entre lo público y lo
privado, la mayor parte de los autores reconocen la existencia de redes, más o
menos formalizadas, en diferentes ámbitos políticos y administrativos.
En el caso de América Latina, la posición que sostenemos es que el Es-
tado sigue siendo la pieza clave para la gobernabilidad democrática. Pero un
Estado que debe ser concebido más allá de la mera gestión administrativa y
como un producto de la sociedad donde se inserta: “Los Estados están entre-
lazados con sus sociedades respectivas de complejas y variadas maneras; esa
inserción conduce a que los rasgos de cada uno de ellos y de cada sociedad
tengan un enorme influjo sobre el tipo de democracia posible de consolidarse
(si es que se consolida), o sobre la consolidación o fracaso de la democracia a
largo plazo [...]. Es un error asociar el Estado con el aparato estatal, o el sector
público, o la suma de las burocracias públicas, que indudablemente son partes
del Estado, pero no constituyen el todo”52.
El Estado debe permitir crear bases firmes para la democracia, resolver los
problemas de igualdad social y generar las condiciones para lograr y sostener
el crecimiento económico. El retraso en el establecimiento de un Estado con
estas características, mientras los procesos de reducción del aparato estatal en
el marco de los ajustes fiscales se han completado prácticamente, plantea el
riesgo de que se debiliten dos dimensiones claves de los Estados en el conti-
nente: la del “Estado como ley” y la del Estado como garante del bien común.

50 J. Kooiman, “Societal Governance: Levels, Modes and Order of Societal-Political In-


teraction”, J. Pierre (ed.), Debating Governance: Authority, Steering and Democracy, London,
Oxford University Press, 2000, pp. 138-165.
51 Rhodes, Rod Understanding Governance. Policy Networks, Governance, Reflexivity and
Accountability, Buchingham, Open University Press, 1997.
52 G. O’Donnell, “Estado, democratización y ciudadanía”, Nueva Sociedad, nº 128, 1993,
pp. 62-87.

Res Publica: Revista de Filosofía Política, 30 (2013), 93-114 ISSN: 1576-4184


Transiciones inacabadas, reformas estructurales e incertidumbres institucionales 113

En palabras de O’Donnell: “La larga agonía del modelo de acumulación de


capital centrado en el Estado y basado en la sustitución de importaciones nos
ha legado un dinosaurio que es incapaz incluso de alimentarse a sí mismo,
mientras las ‘soluciones’ actualmente en marcha conducen hacia un ente ané-
mico que puede ser igualmente incapaz de sustentar la democracia, niveles
decentes de igualdad social y el crecimiento económico”53.
La experiencia nos ha enseñado que las políticas de apertura económica,
por sí solas, no han garantizado resultados exitosos en términos de gobernabi-
lidad económica y social. Y las dos últimas décadas, nos han mostrado como
el eslabón más débil ha sido el de la integración social, no sólo porque los
indicadores básicos así lo demuestran, sino porque se ha avanzado poco en
la “creación de un sistema de actores sociales autónomos con capacidad de
negociar e influir en la dinámica de la competitividad y la democratización”54.
Si bien es cierto que lo estatal ya no agota la política, es decir, que hay
aspectos políticos que afectan a lo colectivo y que operan fuera del Estado,
éste ha sido y continúa siendo un espacio donde florece el interés colectivo e
indentitario.
En el ámbito político, el Estado juega un rol protagónico al cual no puede
renunciar. Se trata de velar por más democracia y más igualdad, dos caras de
la moneda de la política. Respecto de la democracia, el Estado debe procurar
mejorar la calidad de la política en sus procedimientos y en sus contenidos,
promover agendas estratégicas que reflejen la deliberación y participación de
un amplio conjunto de actores públicos y no públicos, estatales y no estata-
les, velando porque la voluntad popular se traduzca en pactos que gocen de
legitimidad política y garanticen políticas públicas universales en el medio y
largo plazo. En materia de igualdad, el Estado debe ocuparse especialmente
de incrementar la participación de los sectores excluidos y vulnerables en
los beneficios del crecimiento. El ejercicio pleno de los derechos y de una
voz pública expresada libremente constituye el vínculo entre la política y la
igualdad social.
Por otra parte, la acción del Estado sobre la economía es hoy más impor-
tante que nunca, pero esta acción deberá redefinirse a la luz de las nuevas de-
mandas sociales, corporizadas en nuevos procesos de participación ciudadana,
derechos y demandas que deben ser garantizados por gobiernos e institucio-
nes democráticas y por sólidos Estados de Derecho. La confrontación de los
magros resultados y los enormes costes sociales de las reformas estructurales
de primera generación en América Latina (aumento de la inestabilidad; au-
mento de la pobreza y la desigualdad; crecimiento de la inseguridad económi-

53 Ibidem, p. 79.
54 L. Tomassini, Estado, Gobernabilidad y Desarrollo, Temas del Foro 90, Santiago de
Chile, CINDE, 1992.

Res Publica: Revista de Filosofía Política, 30 (2013), 93-114 ISSN: 1576-4184


114 Esther del Campo

ca y personal; aumento de la delincuencia y la violencia; falta de voz, es decir,


límites a la participación en el proceso de decisiones) así como las debilidades
manifiestas de las democracias latinoamericanas, creemos nos obligan a re-
descubrir al Estado como agente conductor de las transformaciones políticas
y socioeconómicas. Sin buen gobierno las reformas no rendirían los resulta-
dos esperados. El Estado y la política pasan de nuevo a primer plano y nadie
puede desconocer que tienen funciones ineludibles en la conducción de las
reformas políticas internas y de las relaciones externas. Por otra parte, se ter-
mina por admitir, lo que a otros les ha parecido tan evidente desde hace años,
que los caminos al desarrollo son múltiples y han de tomar en consideración
prioritariamente los condicionantes nacionales de estos países.
Pero, ¿cuáles serían los contenidos de esa nueva agenda pública? La igual-
dad de derechos brinda el marco normativo y sirve de base a pactos sociales
que se traducen en más oportunidades para quienes menos tienen. Un pacto
fiscal que procure una estructura y una carga tributaria con mayor impacto
redistributivo, capaz de fortalecer el rol del Estado y la política pública para
garantizar umbrales de bienestar, es parte de esta agenda de la igualdad, así
como lo es una institucionalidad laboral que proteja la seguridad del trabajo55.

Recibido: 1 de mayo de 2013


Aceptado: 20 de septiembre de 2013

55 CEPAL, 2010, cit.

Res Publica: Revista de Filosofía Política, 30 (2013), 93-114 ISSN: 1576-4184

También podría gustarte