1 La Ladrona de Libros Recorte para Lectura

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La ladrona de libros

para leer

Markus Zusak

Traducción de
Laura Martín de Dios

Lumen
narrativa
Markus Zusak La ladrona de libros

Hans Hubermann pertenecía a ese diez por ciento.


Existía una razón para ello.

Por la noche, Liesel soñó, como siempre. Al principio veía las camisas
pardas desfilando, pero luego la condujeron a un tren donde la esperaba el
descubrimiento habitual: su hermano le clavaba la mirada.

Cuando se despertó gritando, Liesel supo de inmediato que algo había


cambiado. Un olor se desparramaba por debajo de las sábanas, cálido y
empalagoso. Al principio intentó convencerse de que no había ocurrido nada,
pero cuando su padre se acercó y la meció entre sus brazos, lloró y se lo confesó
al oído.
—Papá —susurró—, papá.
Y eso fue todo. Seguramente él también lo olió.
Hans la levantó con suavidad de la cama y se la llevó al lavabo. El
momento llegó minutos después.

—Cambiaremos las sábanas —dijo su padre, y cuando se agachó y tiró de la


tela, algo se soltó y cayó al suelo de un golpe sordo.
Un libro negro de letras plateadas salió disparado y aterrizó entre los pies
del hombre alto.
Lo miró.
Miró a la niña, que se encogió de hombros tímidamente.
A continuación, Hans leyó el título en voz alta, concentrado: Manual del
sepulturero.
«Así que ese es el título», pensó Liesel.
El silencio se instaló entre ellos, entre el hombre, la niña y el libro. Hans lo
recogió y habló con una voz tan suave como el algodón.

CONVERSACIÓN A LAS DOS


DE LA MADRUGADA
¿Es tuyo?
—Sí, papá.
¿Quieres leerlo?
De nuevo:
—Sí, papá.
Una sonrisa cansada.
Ojos de metal, derretido.
Bueno, entonces será mejor que lo leamos.

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Cuatro años después, cuando empezó a escribir en el sótano, dos


pensamientos acudieron a la mente de Liesel relacionados con el trauma de
mojar la cama. Primero, se sintió muy afortunada de que fuera su padre quien
descubriera el libro. (Por suerte, cuando había que hacer la colada de las
sábanas, era Liesel la encargada de retirarlas y de hacerse la cama. «¡Y deprisita,
Saumensch! ¿O es que crees que tenemos todo el día?».) Segundo, estaba muy
orgullosa del papel que Hans Hubermann había desempeñado en su educación.
«Nadie lo hubiera dicho —escribió—, pero el colegio no me ayudó tanto como
mi padre a la hora de aprender a leer. La gente cree que no es muy listo, y es
cierto que le cuesta leer, pero pronto descubrí que las palabras y la escritura le
habían salvado la vida en una ocasión. O, por lo menos, las palabras y un
hombre que le enseñó a tocar el acordeón...»

—Lo primero es lo primero —sentenció Hans Hubermann esa noche. Lavó


las sábanas y las tendió—. Veamos, empecemos con las clases nocturnas —dijo
al volver.
El polvo cubría la luz amarillenta.
Liesel se sentó sobre las sábanas frías y limpias, avergonzada y eufórica. Le
angustiaba la idea de haber vuelto a mojar la cama, pero estaba a punto de leer.
Iba a leer el libro.
La emoción se apoderó de ella.
Se imaginó a una lectora genial de diez años.
Ojalá hubiera sido tan fácil.

—A decir verdad, los libros no son lo mío —se sinceró el padre antes de
empezar.
Sin embargo, no importaba que leyera despacio. En todo caso, su ritmo de
lectura, más lento de lo habitual, debió de ayudarla. Tal vez sirviera para que
los comienzos de la niña fueran menos frustrantes.
No obstante, al principio Hans parecía un poco incómodo con el libro entre
las manos.
Se sentó junto a la niña en la cama, se inclinó hacia atrás y dobló las
piernas. Volvió a estudiar el libro y lo dejó caer sobre la cama.
—Vamos a ver, ¿por qué una buena niña como tú quiere leer una cosa así?
Liesel volvió a encogerse de hombros. Si el aprendiz de sepulturero hubiera
estado leyendo las obras completas de Goethe o de cualquier otra autoridad por
el estilo, también las tendrían ahí delante. Liesel intentó explicarse.
—Yo... Cuando... Estaba en la nieve y...
Las palabras, pronunciadas con un suave susurro, resbalaron de la cama y
se esparcieron por el suelo como si fueran polvo.

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Sin embargo, el padre supo qué decir. Él siempre sabía qué decir.
—Bueno, Liesel, prométeme una cosa: si muero pronto, procura que me
entierren como es debido —pidió, pasándose una mano por el cabello.
Liesel asintió con gran convencimiento.
—Nada de saltarse el capítulo seis o el paso cuatro del capítulo nueve. —Se
rió, al igual que la mojadora de camas—. Bien, me alegra saber que eso ya está
resuelto. Ahora ya podemos empezar. —Se acomodó y sus huesos crujieron
como las tablas del suelo—. Empieza la diversión.
El libro se abrió... Una ráfaga de viento amplificada por la quietud de la
noche.

Al recordarlo, Liesel supo con total exactitud en qué estaba pensando su


padre cuando hojeó la primera página del Manual del sepulturero. El hombre se
dio cuenta de que no era el libro más adecuado por la dificultad del texto.
Contenía palabras que incluso a él le resultaban complicadas, por no mencionar
lo morboso del tema. En cuanto a la niña, sintió un repentino deseo de leerlo
que ni siquiera se molestó en analizar. Tal vez, en cierto modo, deseaba
asegurarse de que su hermano había sido enterrado como era debido. Fuera
cual fuese la razón, sus ansias de leer el libro eran todo lo intensas que pueden
llegar a ser en un humano de diez años.
El primer capítulo se titulaba «Primer paso: elección del equipo
apropiado». En un breve párrafo introductorio se esbozaba el tema que
tratarían las veinte páginas siguientes, se detallaba las clases de palas, picos,
guantes y herramientas por el estilo que existían y se ilustraba sobre la
obligación de conservarlas del modo correcto. Un enterramiento era algo serio.
Mientras Hans lo hojeaba, sentía los ojos de Liesel clavados en él. Se
posaron sobre él y lo apresaron a la espera de que saliera algo de sus labios.
—Ten. —Volvió a acomodarse y le tendió el libro—. Mira la página y dime
cuántas palabras reconoces.
La estudió... y mintió.
—La mitad, más o menos.
—Léeme algunas.
Está claro que no pudo. Cuando le pidió que le señalara las que conocía y
que las leyera en voz alta, contó tres en total: las tres que el alemán suele utilizar
para el artículo definido. La página debía de tener unas doscientas palabras.
Puede que sea más difícil de lo que yo creía, pensó Hans.
Liesel lo sorprendió mientras lo pensaba, aunque fuera sólo un instante.

Hans tomó impulso, se puso en pie y salió de la habitación.

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—De hecho, tengo una idea mejor —anunció a su regreso. En la mano


llevaba un grueso lápiz de pintor y un taco de papel de lija—. Vamos a pulir esa
lectura.
A Liesel le pareció la mar de bien.
Hans dibujó un cuadrado de unos dos centímetros y medio en la esquina
izquierda del reverso de un trozo de papel de lija y encajó una «A» mayúscula
en el interior. Colocó otra «a» en la esquina opuesta, pero minúscula. Hasta
aquí, ningún problema.
—A —leyó Liesel.
—¿A de...?
Liesel sonrió.
—Apfel.
Hans escribió la palabra con letras grandes y debajo dibujó una manzana
deforme. Era pintor de brocha gorda, no artista.
—Ahora la B —anunció cuando terminó, echando un vistazo a su obra.
A medida que avanzaban por el abecedario, Liesel estaba cada vez más
boquiabierta. Era lo que había hecho en el colegio, en la clase de párvulos, pero
mucho mejor: era la única alumna y no se sentía un gigante. Disfrutaba viendo
cómo se movía la mano de su padre mientras escribía las palabras y trazaba
lentamente los rudimentarios bosquejos.
—Ánimo, Liesel —la alentó al ver que se encallaba—. Dime algo que
empiece por «S». Es fácil. Vamos, me estás defraudando.
Liesel estaba bloqueada.
—¡Venga! —susurró con complicidad—. Piensa en mamá.
La palabra se estampó contra su cara como un bofetón y Liesel esbozó una

sonrisa automática.
—Saumensch! —gritó.
Hans soltó una carcajada, pero se calló al instante.
—Shhh, no podemos hacer ruido.
Soltó otra carcajada y escribió la palabra, que aderezó con una de sus
filigranas.

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UNA OBRA DE ARTE TÍPICA


DE HANS HUBERMANN

—¡Papá! —le susurró—. ¡No tengo ojos!


Hans le dio unos suaves golpecitos en la cabeza, la niña había caído en la
trampa.
—Con una sonrisa así, no necesitas ojos —respondió. La abrazó y volvió a
mirar el dibujo con expresión de plata cálida—. Ahora la «T».

—Ya está bien por hoy —decidió Hans, levantándose después de haber
recorrido y repasado una docena de veces el abecedario.
—Sólo unas más.
—No, ya está bien por hoy. Cuando te despiertes, te tocaré el acordeón —
contestó Hans, manteniéndose firme.
—Gracias, papá.
—Buenas noches. —Soltó una risita silenciosa de una sola sílaba—. Buenas
noches, Saumensch.
—Buenas noches, papá.
Hans apagó la luz, regresó a su lado y se sentó en la silla. En la oscuridad,
Liesel tenía los ojos abiertos. Contemplaba las palabras.

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