Felicidad Clandestina
Felicidad Clandestina
Felicidad Clandestina
Clarice Lispector (10 de diciembre de 1920 - 9 de diciembre de 1977) fue una escritora
ucraniana-brasileña que escribió en portugués. Es considerada una de las escritoras más
importantes de la literatura brasileña del siglo XX.
Lispector nació en Chechelnik, Ucrania, en una familia judía. Su familia emigró a Brasil
cuando ella tenía cuatro años. Lispector se graduó en derecho por la Universidad de Río de
Janeiro, pero nunca ejerció la profesión. En cambio, se dedicó a la escritura.
Lispector publicó su primera novela, Perto do coração selvagem (Cerca del corazón salvaje),
en 1943. La novela fue un éxito de crítica y público, y lanzó la carrera de Lispector como
escritora. En los años siguientes, publicó varias novelas más, así como cuentos, ensayos y
poemas.
La obra de Lispector es conocida por su estilo lírico y su exploración de temas existenciales,
como la identidad, la soledad y la condición humana. Sus obras han sido traducidas a más
de 20 idiomas y se han publicado en todo el mundo.
Lispector murió en Río de Janeiro en 1977, a la edad de 56 años. Es uno de las escritoras más
importantes de la literatura brasileña del siglo XX.
FELICIDAD CLANDESTINA
Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un
busto enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos chatas. Como si no fuese
suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero
poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre
dueño de una librería.
No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez
de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima,
siempre era algún paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que
vistos. Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como «fecha natalicia» y
«recuerdos».
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos,
toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos
imperdonablemente monas, delgadas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo
con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las
humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le
interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar,
me informó que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer,
para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día
siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
Hasta el día siguiente, de la alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no
vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como
yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había
prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me
fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y
ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de
Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los
siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí
una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era
sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y
el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún
en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso
de vida, el drama del «día siguiente» iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces
como aquélla.
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? No lo sé. Ella sabía que, mientras la hiel no se escurriese
por completo de su cuerpo gordo, sería un tiempo indefinido. Yo había empezado a
sospechar, es algo que sospecho a veces, que me había elegido para que sufriera. Pero
incluso sospechándolo, a veces lo acepto, como si el que me quiere hacer sufrir necesitara
desesperadamente que yo sufra.
¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el
libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo
presté a otra niña. Y yo, que no era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahonda-
ban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa,
humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y
cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una
confusión silenciosa, entrecortada de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba
cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió al fin. Se
volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de
casa y tú ni siquiera querías leerlo!