El Libro de Arena
El Libro de Arena
El Libro de Arena
Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano. Hará unos meses, al atardecer,
oí un golpe en la puerta. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos
desdibujados. Acaso mi miopía los vio así. Todo su aspecto era de pobreza decente.
Estaba de gris y traía una valija gris en la mano. En seguida sentí que era extranjero. Al principio
lo creí viejo; luego advertí que me había engañado su escaso pelo rubio, casi blanco, a la
manera escandinava. En el curso de nuestra conversación, que no duraría una hora, supe que
procedía de las Orcadas.
Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como
yo ahora.
- En esta casa hay algunas biblias inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif.
Tengo asimismo la de Cipriano de Valera, la de Lutero, que literariamente es la peor, y un
ejemplar latino de la Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me falta.
- No sólo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo
adquirí en los confines de Bikanir.
Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron
gastadas y de pobre tipografía, estaban impresas a dos columnas a la manera de una biblia. El
texto era apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de las páginas había
cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevara el número (digamos) 40.514 y la
impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba numerado con ocho cifras. Llevaba una
pequeña ilustración, como es de uso en los diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por
la torpe mano de un niño.
- No - me replicó.
Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al
índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano.Era como
si brotaran del libro.
También fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mía:
- Sí, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber estafado
al nativo cuando le di la Palabra del Señor a trueque de su libro diabólico.
Le aseguré que nada tenía que reprocharse, y le pregunté si estaba de paso por
estas tierras. Me respondió que dentro de unos días pensaba regresar a su patria. Fue entonces
cuando supe que era escocés, de las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la quería
personalmente por el amor de Stevenson y de Hume.
Le respondí, con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mí y me quedé
pensando. Al cabo de unos pocos minutos había urdido mi plan.
- Le propongo un canje - le dije -. Usted obtuvo este volumen por unas rupias y por
la Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de cobrar, y la Biblia de
Wiclif en letra gótica. La heredé de mis padres.
Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la carátula
con fervor de bibliófilo.
Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes
de jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que a
mano derecha del vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los
periódicos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro de Arena
en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué distancia de la
puerta.
Soy leñador. El nombre no importa. La choza en que nací y en la que pronto habré de morir
queda al borde del bosque. Del bosque dicen que se alarga hasta el mar que rodea toda la tierra
y por el que andan casas de madera iguales a la mía. No sé; nunca lo he visto. Tampoco he visto
el otro lado del bosque. Mi hermano mayor, cuando éramos chicos, me hizo jurar que entre los
dos talaríamos todo el bosque hasta que no quedara un solo árbol. Mi hermano ha muerto y
ahora es otra cosa la que busco y seguiré buscando. Hacia el poniente corre un riacho en el que
sé pescar con la mano. En el bosque hay lobos, pero los lobos no me arredran y mi hacha nunca
me fue infiel. No he llevado la cuenta de mis años. Sé que son muchos. Mis ojos ya no ven. En la
aldea, a la que ya no voy porque me perdería, tengo fama de avaro pero ¿qué puede haber
juntado un leñador del bosque?
Cierro la puerta de mi casa con una piedra para que la nieve no entre. Una tarde oí pasos
trabajosos y luego un golpe. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto y viejo, envuelto en
una manta raída. Le cruzaba la cara una cicatriz. Los años parecían haberle dado más autoridad
que flaqueza, pero noté que le costaba andar sin el apoyo del bastón. Cambiamos unos palabras
que no recuerdo. Al fin dijo:
Esas palabras convenían a su vejez. Mi padre siempre hablaba de Sajonia; ahora la gente dice
Inglaterra.
Yo tenía pan y pescado. No hablamos durante la comida. Empezó a llover. Con unos cueros le
armé una yacija en el suelo de tierra, donde murió mi hermano. Al llegar la noche dormimos.
Clareaba el día cuando salimos de la casa. La lluvia había cesado y la tierra estaba cubierta de
nieve nueva. Se le cayó el bastón. y me ordenó que lo levantara.-¿Por qué he de obedecerte? -le
dije.
-Soy rey de los Secgens. Muchas veces los llevé a la victoria en la dura batalla, pero en la hora
del destino perdí mi reino. Mi nombre es Isern y soy de la estirpe de Odin.
-Ando por los caminos del destierro pero aún soy el rey porque tengo el disco. ¿Quieres verlo?
Abrió la palma de la mano que era huesuda. No había nada en la mano. Estaba vacía. Fue sólo
entonces que -advertí que siempre la había tenido cerrada. Dijo, mirándome con fijeza: -Puedes
-tocarlo.
Ya con algún recelo puse la punta de los dedos sobre la palma. Sentí una cosa fría y vi un brillo.
La mano se cerró bruscamente. No dije nada. El otro continuó con paciencia como si hablara con
un niño:
-Es el disco de Odín. Tiene un solo lado. En la tierra no hay otra cosa que tenga un solo lado.
Mientras esté en mi mano seré el rey.
Entonces yo sentí la codicia de poseer el disco. Si fuera mío, lo podría vender por una barra de
oro y sería un rey. Le dije al vagabundo, que aún odio:
-En la choza tengo escondido un cofre de monedas. Son de oro y brillan como el hacha. Si me
das el disco de Odín, yo te doy el cofre.
Dijo tercamente:
-No quiero.
Me dio la espalda. Un hachazo en la nuca bastó y sobró para que vacilara y cayera, pero al caer
abrió la mano y en el aire vi el brillo. Marqué bien el lugar con el hacha y arrastré el muerto hasta
el arroyo que estaba muy crecido. Ahi lo tiré.
Al volver a mi casa busqué el disco. No lo encontré. Hace años que sigo buscando.