El Libro de Esteban Gras - JRR

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EL LIBRO DE

ESTEBAN GRAS

Jeff Ruiz Rave


E N C U EN T R O

Nunca he logrado saber (pese a mi gran experiencia) si son los libros los que llegan a las personas

o son las personas quienes llegan a los libros. Cuando Delia me encontró (o yo la encontré a ella,

qué más da) lo primero que hizo fue olerme, llenó sus pulmones con todo mi aroma, respiró una

buena cantidad de polvo y estornudó un par de veces. Después de pagarle al librero me llevó a

casa, creo que estuve a mitad de precio. Ese mismo día fue a la biblioteca y me leyó de principio

a fin; me devoró, como suele decirse. Nunca antes había hecho tan feliz a una persona, tampoco

alguien había pasado mis páginas con tanta suavidad y rapidez, todo sucedió tan rápido que

llegué a sentirme exhausto, en un momento incluso quise que Delia se detuviera, pensé que no

sería capaz de seguirle el ritmo. Ahora ha pasado una semana y Delia me lee nuevamente (no le

importan mucho mis terribles defectos de redacción, o el hecho nefasto de que estoy a punto de

desmoronarme). Esta vez me lee con más calma y detenimiento, la acompaño mientras se toma

un café, cuando va camino a casa, justo antes de dormirse, cuando espera a alguien. Delia me lee

en cualquier momento y en cualquier lugar. Al parecer mi argumento le gusta, logro entretenerla.

Creo que ha hecho algunos dibujos basados en mi historia. Ella es el tipo de joven a la que le

gusta hojear novelas y yo soy el tipo de libro que tiene algo especial qué narrar. A diferencia de

otros lectores tiene un gran cuidado conmigo. Tiene la piel muy tersa y sus manos son delgadas.

En el mundo de las personas habríamos sido buenos amigos (a lo mejor algo más, quién puede

saberlo). ¡Llevo tanto tiempo pasando inútilmente de mano en mano, de librería en librería, de

estante en estante! Lamento si me torno deprimente o si soy demasiado anecdótico, pero no

puedo evitarlo, por un lado he sufrido las consecuencias de ser tratado con mucha brusquedad,

por otro, mi tarea siempre ha sido narrar.

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Igual que lo hacía Esteban Gras años y años atrás, Delia vive en la vieja casa 34 de la Calle

Arcadia y usa como separador de lectura un billete egipcio muy antiguo. ¡No es coincidencia!

Esteban Gras fue mi autor. También fue mi primer lector. Había comprado aquel billete en una

tienda de curiosidades. Se decía que era un billete maldito, que todos sus propietarios habían sido

perseguidos por el espíritu de alguien del siglo XIX. Esteban no creía aquella maldición. Yo sí la

creía, incluso llegué a ver el fantasma muchas veces. Esteban no llegó a percibirlo. Debe ser

porque nunca se tomaba en serio las supersticiones, creencias y habladurías de este tipo, basta

con decir que cuando me escribió evitó cualquier elemento fantástico. Era un hombre muy serio,

metódico y calculador, controlaba todo su mundo sistemáticamente: se despertaba a las cinco de

la mañana y tomaba una ducha de inmediato, hacía ejercicio con su esposa durante una hora,

siempre desayunaba frutas a las siete y media, luego se ponía un traje e iba al trabajo. Era el

representante legal de una fábrica de máquinas trituradoras de papel. Esteban Gras regresaba a

casa a las cinco de la tarde y leía por dos horas. Luego cenaba. A las diez de la noche se dedicaba

a escribir su novela (es decir, a escribirme) y a veces no paraba hasta que volvía a amanecer. Me

sorprendía que tuviera tanta energía y sobre todo que (siendo un hombre escéptico y racional)

usara el billete maldito como separador de lectura.

—Cuando estoy leyendo y veo este billete –le dijo una vez a su esposa— recuerdo la leyenda,

aquella de que este trozo de papel transporta un fantasma. Sé que es una estupidez, pero me hace

pensar que en cualquier momento puedo dejar el mundo de los vivos, desaparecer, evaporarme.

Eso me ayuda a leer más deprisa. Siempre hay poco tiempo para las cosas realmente importantes.

Cuando Delia me llevó a aquella antigua casa y empezó a separar su lectura con un billete

idéntico al que usaba Esteban Gras, pensé, como es natural, que no se trataba de una casualidad.

Entre ambas personas debía existir necesariamente un tipo de vínculo. Los libros estamos

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acostumbrados a ver todos los hechos con lógica novelista: unimos cabos a cada instante,

buscamos ver los hilos que mueven el mundo en su totalidad. Delia y Esteban debían tener en

común más que un hábito de lectura y un lugar de residencia. Muy pronto supe que mi encuentro

con ella no había sido fortuito. Delia me había estado buscando. ¿O la buscaba yo a ella?

Tuvieron que pasar muchos años para que nos encontráramos, casi una eternidad, aunque quizá

esté exagerando. Los libros, además de no creer en las casualidades, somos impacientes. Odiamos

el tiempo muerto, llevamos esto en la tinta como las personas llevan en la sangre el color de su

cabello, la forma de su cabeza o su estatura.

Hoy en la tarde, desde el escritorio que hay al fondo de la habitación, escuché una charla entre

Delia y su amigo Marco, que le ayuda con la reparación de su computador.

—En algún punto pensé que no podría encontrarlo —le decía ella—, pensé que no existía, que

todo era un invento familiar.

—Has tenido suerte —le contestó él conectando y desconectando algunos de los cables del

aparato—. Si lo piensas, ya han pasado más de cincuenta años desde que se publicó. Aunque

imagino que ese no es mucho tiempo para un libro.

Luego de esto Delia se acercó al escritorio, me tomó y me puso en las manos de Marco. Él tenía

la piel muy áspera y las uñas largas y sucias. Me acarició bruscamente por un buen rato antes de

ir a mi primer capítulo. Fue bastante desagradable. Marco no sabe cómo tratar cuidadosamente un

libro viejo. Se le da mejor interactuar con aparatos electrónicos. Me recuerda a Clara, una

maestra de escuela que me albergó en su casa durante tres años y que se pasaba las noches

leyendo frente a la pantalla de su computador. Estaba muy entusiasmada cuando me compró pero

nunca llegó a leerme. Varias veces la escuché decir que prefería los libros digitales, pero que

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coleccionaba los de papel. Debo aceptar que día tras día odié profundamente su computador y

llegué a desear que estallara frente a su cara. Sentía que la máquina era una fuente inagotable de

falsos libros, una pequeña fábrica de impostores. Por entonces me parecía inimaginable que

existieran novelas que, pese a no estar hechas de papel, se hicieran llamar libros. Ahora que he

sufrido en tinta y papel todo el paso del tiempo, soy consciente de que hay momentos en los

cuales sería preferible estar hecho de bits que de frágil pulpa de celulosa.

Por la conversación que pude escuchar entre Delia y Marco (aparte de confirmar que me estoy

haciendo viejo) pude darme cuenta de algo importante: Delia es descendiente de Esteban Gras

(¡Qué predecible! Ya lo sospechaba); tan pronto supo que su bisabuelo había sido escritor buscó

su obra durante años. Ciertamente no debió ser muy fácil hallarla. La obra de Esteban Gras no es

fácil de encontrar, se reduce a una sola publicación: yo. No se trata de una célebre novela de gran

tiraje escrita por un hombre reconocido. No soy un best seller. Cuando Esteban terminó de

escribirme ahorró apenas lo suficiente para imprimir doce ejemplares. Creo que mis hermanos y

yo nunca nos vendimos bien. Sí, soy una publicación autofinanciada de tan solo una docena de

libros (de los cuales, además, sólo me consta que sobrevivo yo).

Cuando Delia me devolvió a su escritorio, Marco le dijo:

—Ojalá encuentres otro ejemplar algún día. Es una lástima que a este le falte la última parte.

Así es. Además de todo estoy incompleto. Aunque casi nadie parece darse cuenta, aparte de la

última página me falta la primera. En ella Esteban había escrito con su pluma una dedicatoria

breve y concisa dirigida a una mujer.

Eugenia Vega, estimada amiga, por desgracia ya conoces el final de esta historia.

Disfruta el décimo capítulo.

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Con gratitud, Esteban Gras.

Aquella página la perdí mientras se realizaba mi primera lectura. La mujer que me leía la arrancó

cuando aún no llegaba a mi final. Supongo que la guardó en algún sitio. Luego me lanzó a la

basura. De allí me salvó un mendigo un día después. La mujer no quería que su esposo la

descubriera leyendo una novela escrita por Esteban Gras. Quizá tampoco quería descubrirse a sí

misma en mis capítulos. En realidad estoy lleno de ella. Esteban ni siquiera se tomó la molestia

de disfrazar su nombre (Eugenia) o su apariencia (cabello negro, ojos marrones, labios delgados).

Aquella mujer y mi autor tuvieron una relación realmente problemática y tempestuosa. En fin,

aquella es (como yo) una corta y aburrida historia. La última página la perdí poco después.

Sucedió cuando el mendigo que me había rescatado del basurero dejó que su hijo de cinco años

jugará conmigo. Habría preferido quedarme en la basura, siempre he lamentado mucho esa

pérdida.

Puede decirse que (en resumen) soy un libro infeliz y amargado. Desde que mi autor me obsequió

a aquella mujer desgarradora, nunca he sido leído por completo. Por el contrario, he vivido con el

temor de ser leído cada vez menos. Como suele sucederles a muchos hombres viejos con

problema de memoria, los libros corremos siempre el riesgo de perder poco a poco todo nuestro

contenido. La semana pasada, mientras Delia me leía en un parque, sentí que la página 68 se

desprendía de mí. Pensé que esa importante parte de lo que soy saldría volando por el aire. Si

hubiera estado en mi poder, me habría cerrado de golpe. Supongo que ahora es peligroso que me

lean al aire libre. Soy un libro joven. Lo sé. He visto enciclopedias mantenerse intactas un siglo

después de haber salido de la imprenta. La verdad es que soy un libro joven pero defectuoso. Fui

una publicación de bajo costo, ni siquiera cuento con una tapa dura. Ahora, en la que debería ser

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la mitad de mi vida, la brisa más leve amenaza con hacerme pedazos. Lo que no estaría del todo

mal dado que me he vuelto (prematuramente) un aburrido libro para leerse solo en interiores.

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LECTURAS

Sentimental. Eso es lo que se supone que soy. Es algo que se sabe a primera vista, y no lo digo

solo por decirlo, en realidad lo llevo en título:

Historia infeliz de un amor posible: un romance colonial.

Nunca me ha gustado mi título, en realidad tampoco mi contenido. Cuando Esteban Gras

comenzó a escribirme quería que fuera una novela histórica. Esperaba lograr una obra que se

desarrollara en los tiempos de las guerras de independencia hispanoamericanas. A su esposa no le

gustaba mucho esta idea, le parecía demasiado aburrida y muy poco comercial. A él le angustiaba

esto bastante, no lo supe porque su semblante fuera el de un hombre triste y tuviera la costumbre

de lamentarse (el solía ser reservado y parco de palabras), sino porque a veces (mientras me leía)

yo lograba ver lo que él pensaba. Teníamos ese tipo de conexión. Su esposa lo consideraba un

escritor mediocre, sin perspectiva, y se lo hacía saber cada vez que tenía la oportunidad. Ella

sencillamente no creía que existiera alguien a quien le interesara leer una novela sobre un tema

como ese. A muchos escritores les importa muy poco (como a Esteban Gras) si sus libros tendrán

o no tendrán suficientes lectores, si se venderán bien o no. Ella no entendía esto, ¿cómo alguien

podía escribir cosas solo para autocomplacerse?

Esteban Gras quería alejarse todo lo posible de su propia vida. Le fascinaba la idea de adentrarse

en la mente y el cuerpo de personajes históricos muy remotos y desconocidos para él. Su esposa

quería que él fuera más ambicioso, que escribiera sobre asuntos de moda, sobre temas vivos, no

acerca de personas muertas hace siglos. Esteban llegó a preguntarse si alguna vez su esposa en el

fondo (como él) habría deseado ser alguien del pasado, si en algún momento de su vida habría

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querido vivir en la América precolombina, en Japón durante la década de los años treinta,

conocer la Grecia antigua o algo por estilo. Cuando pensaba en esto concluía que ella

probablemente (de haber podido hacerlo) habría vuelto al pasado y habría sido ella misma, pero

antes de conocerlo a él.

Siempre he sentido que mi verdadero destino fue ser una novela histórica. Nunca me pareció una

idea disparatada. Esteban daba la impresión de ser un excelente historiador, es una lástima que su

proyecto se viera frustrado. Eso sucedió cuando supo que (pese a querer alejarse de sí mismo por

medio de la escritura) solo podía escribir sobre su vida personal, en especial acerca de lo mucho

que amaba a Eugenia.

Según algunos, soy un testimonio sobre el desamor y la angustia; según otros, soy una ficción

sentimental. Algunos creen que soy una combinación de ambas cosas. Lo único que puedo decir

con certeza es que durante algún tiempo fui bastante romántico, muy emotivo, muy sensible, muy

pasional. Ciertamente he llegado a sentir un gran cariño por muchos de mis lectores. Podría

decirse que soy un libro enamoradizo, he estado obsesionado con la sensación de las manos de

muchas personas (a todas ellas las esperaba impacientemente y me afligía cuando no llegaban a

sentirse a gusto conmigo). Con el paso del tiempo, sin embargo, me he convertido en un libro

sentimental del tipo deprimente. Cada día me siento más como un tratado de pesimismo y

sufrimiento que como una historia de amor. Creo que me he vuelto más consiente del paso de los

días y del inevitable fin de todas las cosas. No puedo dejar de pensar que nada bueno perdura. No

es un disparate, es un hecho, es la explicación por la cual he permanecido solo tantas épocas de

mi vida. Las compañías agradables siempre terminan pronto. En determinado momento todos se

cansan de mí, se alejan antes de terminar de leerme, o me leen por entero y de repente se olvidan

de mi existencia, entonces es como si dejara de ser un libro y me transformara en una porcelana o

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en un reloj de mesa. Suele ser así de sencillo. He pasado el ochenta por ciento de mi vida estando

cerrado y meditando sobre el significado de la soledad. El otro veinte corresponde al tiempo que

he estado enamorado de los ojos que me leen (debo decir que prefiero los ojos claros porque en

ellos me reflejo menos). Pero ya basta de lloriquear. A decir verdad los últimos días me he

sentido más optimista.

Delia he terminado de leerme por segunda vez y ahora me está restaurando. Probablemente al

acabar me pondrá en su estante de libros. Cuando eso suceda vendrá una temporada más de

silencio y quietud. Es tan aburrido permanecer cerrado, es como estar dormido. En este momento

ella limpia mi lomo con químicos, me desempolva y le pone pegamento a las páginas que están a

punto de desprenderse. Mientras lo hace (no sé por qué, debe ser un efecto de las sustancias)

tengo la impresión de que alguien me observa. No puedo decir que me sienta observado por

Delia, se siente más como si alguien que no logro ver se fijara en mí desde la distancia, desde un

sitio oculto entre el suelo y las paredes de la habitación. Procuro no prestarle mucha atención a

esta sensación. Si Esteban Gras hubiera hecho de mí una novela de suspenso en lugar de una de

amor, pensaría que un peligro asecha entre las sombras y que mi peor enemigo planea deshacerse

de mí. Creo, por el contrario, que sencillamente Delia me pone un poco nervioso. Tiene ojos

claros y es una joven muy bella. En realidad me siento muy bien estando en sus manos, no me

gustaría llegar a decepcionarla. Fue un alivio para mí que ella no encontrara cosas inusuales

escondidas entre mis páginas, ¡qué vergonzoso habría sido! Casi siempre que alguien me lee

encuentra pequeños objetos, me refiero a cosas de antiguos dueños. Cada vez que pienso en esto

se me ocurre el mismo ejemplo. Hace aproximadamente tres décadas un hombre llamando

Andrés puso su licencia de conducción entre mis páginas, exactamente entre la 186 y la 187.

Según la licencia, había nacido un tres de octubre, su tipo de sangre era O positivo, sabía

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conducir todo tipo de vehículos y debía usar lentes. Recuerdo que era alguien bastante torpe y

despistado. Cuando leía mi séptimo capítulo me perdió en un taxi y una joven llamada Lucía se

topó conmigo. Cuando encontró aquel trozo de plástico sonrío por algunos minutos. Una semana

después (de alguna manera) logró encontrar a Andrés y devolverle su licencia. Creo que buscó su

nombre en un directorio telefónico. Él le agradeció que lo hubiera hecho, la invitó a tomar un

café y un año más tarde estaban casados. Es curioso lo que algunas personas ponen en los libros y

son increíbles las cosas que pueden llegar a suceder a partir de algo tan nimio.

A falta de separadores de lectura apropiados he tenido que soportar (entre otras cosas) facturas de

compras, fotografías de extraños, trozos de servilletas, tarjetas de crédito, envolturas de

chocolates, volantes de comida rápida, hojas secas de árboles y cheques sin cobrar. Casi todas las

personas que usaron conmigo este tipo de objetos no mostraban interés solo por mí. Disfrutaban a

la vez muchos libros (montones y montones): un día leían reportajes, otro día leían artículos

científicos, también novelas, biografías, antologías de cuentos y de poesía, en ocasiones gruesos

volúmenes de filosofía, en fin, nunca era sencillo llamar por completo su atención (en

consecuencia, transcurría mucho tiempo desde que me empezaban hasta que me terminaban).

Debe ser por esto que me he sentido mucho mejor con quienes leen un libro a la vez y se

empeñan en terminar pronto lo que han iniciado (aunque debo aceptar que despedirse de un lector

siempre es un acontecimiento doloroso, por no decir trágico).

Delia es de mi tipo favorito de lectores, no solo ha mostrado gran interés por lo que digo en mis

páginas, también se preocupa por mi deterioro y cuida mi apariencia, mi olor, mi limpieza. Es

cuidadosa y amable. A veces me habla de diversos asuntos como si conversara con una persona.

Me gusta escucharla, es como cuando podía saber lo que Esteban Gras pensaba. Delia me ha

dicho que en su familia se hablaba de mi existencia, pero nadie había intentado buscarme hasta

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que ella lo hizo. Lamenta mucho que me falte una parte, esto la atormenta y la angustia (para ser

sincero) más de lo que me entristece y me mortifica a mí mismo. Dice que buscará al menos otro

ejemplar, uno que esté completo. ¿Qué pasará conmigo si lo encuentra?

Aparte de Delia, solo en dos ocasiones alguien ha querido leerme más de una vez. Primero lo

hizo el mismo Esteban Gras. Le gustaba escribir sobre sus experiencias casi tanto como le

gustaba leerse a sí mismo. Treinta años después lo hizo Michel. Michel era un extranjero que me

había robado de una tienda de libros de segunda mano y luego se había propuesto traducirme al

francés. Lo intentó durante dos semanas sin tener mucho éxito. Creo que fuimos felices por una

temporada, a ambos nos gustaba el café (a él su sabor, a mí su aroma). Días después pasé a

manos de su amiga Patricia y no volví a verlo. Mi relación con los lectores siempre es efímera.

Incluso si les agrado y desean pasar un poco más de tiempo conmigo, el romance difícilmente se

extiende más allá de dos lecturas.

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MIGRACIONES

La restauración terminó y es como si fuera treinta años más joven. Al acabar conmigo (tal y

como pensé que sucedería) Delia me ha puesto en el estante de libros de su habitación. Estoy en

un sitio alto y tengo una excelente vista del cuarto. El estante es limpio, cómodo y tengo algunos

compañeros agradables. Seguro piensan algo sobre mí, a lo mejor que estoy viejo y soy tosco (la

mayoría de ellos están casi nuevos y tienen limpias y lindas tapas duras). A lo largo de mi vida

me he alojado en muchos lugares, he conocido una infinidad de repisas, bibliotecas, cajas,

aparadores. En una ocasión estuve tres años en el fondo de un armario, fue una temporada

bastante sofocante, todo fue tan aburrido que llegué a leerme a mí mismo un par de veces. El

armario tenía una humedad, creo que fue allí donde adquirí el moho. Aún no sé si las manchas

que tengo entre la página 123 y la 248 fueron otro resultado de aquel encierro, lo cierto que

también pude contraerlas doce años después de mi publicación. Por entonces vivía en la

biblioteca de un hombre llamado Pablo, alguien a quien le gustaba leer en voz alta y que a

menudo escupía al hablar. En una ocasión su saliva casi borró una de mis palabras favoritas:

metamorfosis (era como estar bajo lluvia ácida).

Un joven muy bien vestido acaba de entrar en el cuarto. Delia está recostada en la cama con los

ojos cerrados y él camina despacio y muy silenciosamente. Cuando está cerca de ella se queda

observándola y juega con la corbata que le cuelga en el pecho. Delia se despierta y lo ve allí de

pie, inmóvil ante ella. Él le habla con caballerosidad. Quiere saber si desea conversar con él un

poco. Ella niega con la cabeza y se incorpora. Le pregunta cómo ha entrado y él se acerca a la

ventana.

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—Preguntas lo mismo cada vez que vengo. No necesito que me abran la puerta, soy Makalani.

Delia guarda silencio por un minuto. Luego le pide al visitante que se vaya. Él deja de jugar con

su corbata y empieza a salir. Se mueve con mucha suavidad, como si no tocara el suelo con los

pies. Cuando sale de la habitación Delia lo llama y él regresa.

—¿Dónde has estado? –le pregunta ella—. ¿Cuándo te vi la última vez? ¿Hace cuatro meses?

—No he sabido de ti desde hace cuatro meses con veintiún días –responde él—. Francamente no

quería que te despertaras, solo quería verte. Me iba a ir enseguida, no era mi intención molestar.

Delia se cruza de brazos.

—No me agradan estas visitas inesperadas. Eso es todo. No debí pedirte que te fueras, fui

grosera. ¿Al menos la próxima vez podrías tocar antes de entrar?

El joven sonríe débilmente. Luego empuña su mano derecha y da tres golpes en la puerta.

Cuando lo hace no se escucha ningún ruido.

—Como ves –le dice—, no tengo más opción que aparecer de repente. Tú tienes el billete y yo

soy Makalani.

Pronto ambos empiezan a hablar sobre lo que cada uno ha hecho en los últimos meses. Él

menciona algo acerca de visitar El Cairo y luego Delia le habla de mí, de lo mucho que me buscó

en todas las librerías de la ciudad y de lo feliz que la hizo encontrarme a mitad de precio.

También le habla de mi restauración, de los químicos que usó y del cuidado que tuvo con cada

una de mis páginas. Él se acerca al estante de los libros, me busca y después le pide a ella que me

tome y me abra. Estando cerca de él puedo ver que es un joven delgado y que sus ojos (tal y

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como yo los recordaba) son grises y profundos. Tiene una mirada penetrante, como si pudiera

atravesar las cosas con ella.

—Conozco este libro. Estuve allí cuando Esteban Gras lo escribió. Casi no recuerdo de qué se

trata. ¿Podrías leerlo para mí?

Delia me cierra suavemente y me devuelve al estante.

—No todavía.

Luego de que salí de la imprenta, Esteban Gras empezó a leerme y a usar como separador de

lectura el billete egipcio. Creo que fue por aquellos días que vi por primera vez a este fantasma

llamado Makalani. A diferencia de Delia, Esteban Gras era incapaz de percibirlo. Como he dicho,

era un escéptico. Esto no parecía importarle mucho al joven fantasma, que hablaba todo el tiempo

aunque Esteban no pudiera escucharlo. En una ocasión le relató cómo quedó unido al destino de

aquel billete.

Makalani murió a finales a del siglo XIX. Vivía en El Cairo, específicamente en el Barrio Copto,

un sitio ubicado en la parte antigua de la ciudad. El barrio le gustaba porque estaba lleno templos

silenciosos, de casas antiguas y de calles estrechas y adoquinadas. Vivía allí con su tío Rashidi,

que era jardinero (según él, un hombre sabio y misterioso). Durante una visita a las Pirámides de

Guiza, Rashidi le dijo a Makalani que cuando la vida acaba la conciencia no desaparece, solo

migra.

—Es curioso –exclamó el joven—. Siempre he pensado que cuando alguien se marcha, alguien

más llega al mundo en ese preciso instante. Lo que dices es todo lo contrario, que nadie

desaparece realmente. ¿A dónde crees que migramos?

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—Se puede migrar a cualquier lugar que se desee —respondió el tío—. Estas pirámides no sólo

son construcciones de piedra. Son la morada de antiguas personas. Hay quienes creen que hay

sitios que son capaces de alojarnos por siempre. En realidad no solo hablamos de lugares,

también de cosas.

—¿Cosas cómo un lápiz, una casa, una pintura, una moneda?

Rashidi asintió con un movimiento de cabeza. Luego le preguntó a su sobrino:

—Si pudieras elegir, ¿a qué lugar irías cuando debas marcharte?

—No lo sé —aceptó Makalani—, migrar a un billete no estaría mal, supongo. Además de ir a

muchos sitios conocería bastantes personas. Siempre estaría en movimiento.

Una mañana Makalani despertó sintiéndose mal. Tenía un fuerte dolor de cabeza y un fuerte

escalofrío que le recorría el cuerpo sin cesar. Podía ser un resfriado, una simple indisposición, un

malestar de los que desaparecen después del desayuno, pero Makalani (por alguna extraña razón)

estuvo seguro de que ese mismo día (si su tío estaba en lo cierto) tendría que decidir a dónde

migrar. Rashidi le pidió a su sobrino que alejara estos pensamientos de su mente, que se

tranquilizara y fuera paciente. Un buen doctor llegaría pronto.

—Está bien —le dijo Makalani—, dejaré de pensar en esto, me tranquilizaré y seré paciente.

—Eres joven y fuerte. ¿Quieres un poco de agua?

Makalani no quiso beber agua, pero le pidió algo a Rashidi:

—Quiero que me vistas con mi mejor traje. Me hace sentir bien.

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Rashidi accedió a la petición de su sobrino. Más tarde, cuando el malestar se agrabó y el dolor se

volvió insoportablemente intenso, Makalani sacó de su bolsillo un billete de una libra y lo miró

fijamente. Luego le habló a su tío.

—Migraré a este billete. Ponme en un sitio tranquilo durante un tiempo.

Cuando el médico llegó, Makalani ya estaba en la billetera de Rashidi.

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AUTORRETRATO

Hoy Makalani ha silbado una canción y se ha encerrado en el armario de Delia. Fue una canción

triste y hermosa, aunque imagino que habría sonado mejor en un clarinete, un saxófono o una

flauta. Hace décadas lo había escuchado interpretar esa melodía. Siempre me ha gustado (además

de decir cosas en cada página) oír y observar lo que sucede a mi alrededor. Marco, el amigo de

Delia, repara todo tipo de máquinas. Repara teléfonos celulares, televisores, reproductores de

música, incluso refrigeradores, aunque aún no logra reparar el computador que está en la

habitación. Viene todos los sábados, desarma la máquina y pasa horas y horas revisando circuitos

y mecanismos. Mientras él se dedica a esto Delia dibuja (hoy ha sido uno de esos sábados).

—Aún no identifico cuál es el problema —le dice él luego de pasar todo el día conectando y

desconectando cables.

Delia deja de dibujar, le pide que no se preocupe y le agradece su ayuda.

—Quizá el próximo sábado descubras el problema.

Marco asiente con la cabeza.

—Puede ser un problema con el sistema operativo, el procesador, incluso puede ser una falla de

interfaz entre el equipo y el escáner —dice acercándose al estante de los libros.

Delia no parece entender de qué le habla.

—Siento curiosidad por la novela que escribió tu bisabuelo —sigue diciendo él—. ¿Puedo leerla?

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—No todavía —le contesta Delia enseguida—. Además ya hay otra persona que quiere leerla.

Tendrás que esperar.

—Quisiera saber cuál es la otra persona que quiere leerla

Al oír esto Delia va a su escritorio, abre un cajón y saca de allí su antiguo billete egipcio.

—La persona que está interesada en leer el libro —dice enseñándole el trozo de papel— es este

billete. Bueno, su intención no es leer la novela sino escucharla de mi boca.

Marco (quizá pensando que ella bromea) empieza a sonreír. Ella continúa:

—Este billete ha estado en mi familia desde hace mucho tiempo. Pertenecía a Esteban Gras, al

menos eso es lo que he escuchado toda mi vida.

—Eso lo entiendo, lo que no comprendo es cómo ese papel puede querer leer un libro.

Ambos se quedan en silencio por un rato.

—En realidad no se trata del billete en sí, aunque es un billete especial —dice Delia al fin—.

Algún día te diré qué oculta y comprenderás. Por ahora seguiré dibujando.

El último dibujo que he podido ver desde aquí representaba a una niña cargando un zorro en sus

hombros. A Delia le encanta dibujar y tiene bajo su cama una caja repleta de bocetos. Hace poco

la abrió y esparció todas sus creaciones en el suelo. Dos de los dibujos me llamaron la atención.

El primero, en el cual un hombre y una mujer alimentan un par de cabras, parecía ser la

representación de la parte inicial de mi décimo capítulo:

Aunque desde el principio ambos fueron conscientes del regreso del esposo y de la

eventual separación, Blas E. y Eugenia procuraron gozar de aquellos pacíficos días

transcurridos en la hacienda, cerca de las montañas y tan próximos del río y el

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murmullo del bosque. Todas las mañanas, luego de tomar un baño de agua caliente,

bebían un poco de chocolate y alimentaban a las gallinas, a los puercos y a Plu y a

Cir, dos bellas cabras blancas que tenían la costumbre de saludarlos bajando la cabeza

y extendiendo las patas frontales, como si se tratara de una reverencia al virrey.

El segundo dibujo era de un corazón humano siendo expuesto al calor de una llama. A lo mejor

también Delia es muy sentimental (como yo) y cuando se enamora ama con la intensidad del

fuego. Aunque también es posible que dibuje lo primero que se le ocurre, aunque no lo considero

muy probable (como he dicho antes, no creo mucho en las casualidades).

Cuando aún era muy joven conocí a alguien a quien también le encantaba dibujar. Era un

adolescente, he olvidado su nombre pero no su manera de hablar, usaba palabras que no se suelen

escuchar mucho en personas muy jóvenes, palabras como: inefable, arrebol, sempiterno o

sublimidad. Sus dibujos eran tan auténticos como su vocabulario. Una noche, días antes de que

decidiera vender sus libros (yo incluido), observé cómo elaboraba un autorretrato. En el dibujo su

rostro tenía una expresión bastante extraña. Era una mezcla de satisfacción y decepción. Él lo

llamó "La ambigüedad", otra palabra que no siempre se llega a escuchar en personas tan jóvenes.

Creo que desde entonces he deseado tener un rostro humano. Los rostros de las personas pueden

expresar dos cosas exactamente al mismo tiempo: la felicidad y la angustia, la tranquilidad y la

desesperación, o el interés y la indiferencia. Yo, en cambio, nunca podré decir "aquí" y a la vez

estar diciendo "allá" (por más que lo intento las dos palabras aparecen separadas). Tampoco

puedo narrar a la vez mi primer y mi último capítulo (siempre hay toda una novela de por medio).

Lo encuentro angustiante.

Ahora es tarde y Marco se irá. Antes de que se aleje Delia le pregunta:

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—¿Qué tal si el próximo sábado te explico mejor el asunto del billete? Luego puedo leer el libro

en voz alta, así lo escuchará la persona que está interesada y también lo escucharás tú.

Marco se muestra de acuerdo y enseguida se marcha. Tan pronto lo hace Makalani sale del

armario de Delia. Cuando ella lo ve deja de dibujar y le pregunta qué ha estado haciendo allí

metido. Makalani no le responde, en su lugar empieza a silbar nuevamente su canción y a jugar

con su corbata. Esta vez la canción no suena triste ni hermosa, sino agresiva y demasiado fuerte.

—¿Estás enojado? —le pregunta Delia—. ¿Prefieres que no le hable de ti a Marco?

Makalani se acerca a ella y deja de hacer ruido.

—Hace mucho —empieza a decirle—, alguien que podía percibirme le habló acerca de mí a la

persona equivocada. Como resultado de esto mi propietario recibió terapia electroconvulsiva.

¿Sabes lo que es eso? Nadie creía lo que él decía y el billete que me contiene se volvió una

curiosidad barata. Querían venderme, era como ser un fenómeno de circo. No la pasé muy bien

por aquel tiempo.

—No sucederá esta vez.

Hace muchos años, mientras Esteban Gras leía mi quinto capítulo y separaba su lectura con el

billete egipcio, Makalani se presentó en su estudio y le agradeció por haberlo sacado de aquella

tienda de curiosidades. Esteban (por supuesto) no escuchó una sola palabra. Los siguientes días

Makalani siguió presentándose y agradeciéndole una y otra vez. Nunca tuvo éxito. Al final optó

por imaginar que Esteban en verdad lo escuchaba pero era demasiado tímido como para

contestar, de esta forma podía hablarle cada noche sin sentir que estaba completamente solo y

que su voz se perdía irremediablemente en aquel estudio.

21
—Tengo curiosidad por saber algo —le expresa Delia un rato más tarde—. ¿Esteban Gras podía

verte?

—Lo dudo —afirma Makalani sentándose en el suelo—. Solo una vez llegó a escucharme y

pensó que había sido el viento. Quizá en verdad fue el viento.

Poco después Delia retoma su dibujo y cuando lo acaba se lo enseña a Makalani. Desde donde

estoy puedo ver que es un retrato.

—¿De quién se trata? —pregunta él frunciendo el ceño.

—Eres tú —le aclara ella—. ¿Hace cuánto no te ves en un espejo?

Makalani mira su reloj.

—Creo que hace siglos. ¿Luzco así?

Delia lo observa detenidamente por un momento, luego dirige la mirada al dibujo y respira muy

hondo.

—Tal vez estás un poco más delgado.

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OSCURIDAD

Es de noche y Delia llora en la oscuridad del cuarto. No puedo verla, pero la escucho sollozar. El

eco de su llanto se confunde con el crujido de las paredes y de la madera del piso; son los sonidos

de una casa vieja en una noche de tormentos. Yo también estoy nervioso y angustiado, me

entristece lo que ha sucedido y no puedo evitar lamentar la desesperación que sufre Delia.

Makalani guarda silencio; se cansó de pedirle que se tranquilizara y aceptara los amargos

acontecimientos tal y como son, pero ella no es el tipo de persona que se calma con un par de

palabras amables y motivacionales.

Delia estuvo fuera de casa toda la mañana y la tarde. Volvió Antes de que anocheciera y se

acercó al estante de los libros. Parecía cansada. Quise que me tomara pero prefirió alcanzar uno

de sus libros sobre extraterrestres y viajes al espacio (sospecho que son sus lecturas favoritas).

Era el atardecer y un débil rayo de luz entraba por la ventana y le daba directo en el rostro. Su

cabello brillaba como el cobre. Pronto, sin embargo, apareció Makalani y empezó a llover, he

notado que cuando está presente baja la temperatura, todo se oscurece un poco y el buen tiempo

se vuelve mal tiempo.

—¿Qué te pasa? —le preguntó él— pareces agotada.

—No importa —le dijo ella—. Es solo que al libro de Esteban Gras le falta la última parte,

alguien se la arrancó. Llevo mucho tiempo buscando otro ejemplar pero no es sencillo, estoy

exhausta.

Makalani se acercó a ella, la miró fijamente y luego puso sus manos encima de las de ella.

Aunque no pudiera tocarla, ni ella sentirlo, ambos parecían estar a gusto.

23
—No existen más ejemplares del libro de Esteban Gras –afirmó Makalani con seriedad—, dos

semanas después de regalar este, Esteban destruyó todos los demás.

Delia no dijo una sola palabra y por un momento no movió un solo músculo de su cuerpo.

También a mí me sorprendieron mucho las palabras del fantasma. Creo que si no fuera un libro,

sino una persona (y pudiera hablar y moverme como todos), habría reaccionado de la misma

forma, adoptando una actitud silenciosa e inmóvil, sin embargo no es el caso: mi reacción fue

sobresaltarme y caer del estante. No es la primera vez que logró sobresaltarme, esto me ha

llegado a suceder en dos ocasiones. La primera vez ocurrió cuando la mujer a la cual Esteban me

había regalado arrancó mi primera página. Luego pasó cuando aquel niño de cinco años me

arrancó la última. En ambos casos salté y caí al suelo. Supongo que (de alguna manera) esta es

una situación similar, pues ahora sé que todos mis hermanos fueron arrancados del mundo y que

yo, como consecuencia, soy el residuo deprimente y estropeado de una novela que ya no existe

completa.

Cuando Delia me recogió del suelo le preguntó a Makalani cuál había sido la razón por la cual

Esteban había hecho una cosa como esa. No es usual que un escritor destruya su propia obra. El

fantasma se sentó en el suelo y habló. Mientras ella lo escuchaba acariciaba mi cubierta con la

yema de sus dedos.

Cuando Esteban Gras se casó (empezó a decir Makalani) fue consciente de que unía su vida a la

mujer incorrecta. No la amaba, nunca se había sentido a gusto con ella, jamás le había agradado

lo suficiente. Si se casaba con ella era claro que no lo hacía simplemente porque se había hecho

mayor y no deseaba pasar solo el resto de su vida (lo que en verdad temía), sino porque Eugenia,

la mujer de la que estaba enamorado, había elegido a otro hombre y esto lo mortificaba

profundamente. Eugenia era una joven científica. Su esposo solía llevar sombrero, gafas oscuras

24
y todo el tiempo estaba fotografiando aves; hacían una excelente pareja, sin embargo Esteban

sentía que al casarse con aquel hombre ella había perdido el rumbo y que ahora él mismo (si

quería que algún día sus caminos se cruzaran) debía perderlo igualmente.

La había conocido en el centro de la ciudad. Ambos compraban hojas de papel. Ella compraba

papel de estraza y él papel de alto gramaje. En su primera charla discutieron sobre qué tipo de

cinta entintada era la más adecuada para usar en una máquina de escribir Underwood. Se vieron

muchas más veces, él le hablaba de su interés por la escritura y ella de su más reciente

investigación. De pronto, cuando todo marchaba de la mejor manera (y sin que pareciera existir

una razón) ella se alejó de él y contrajo matrimonio con el fotógrafo de aves. A lo mejor no

deseaba pasar toda su vida al lado de un típico hombre de escritorio. Esteban intentó contactarse

nuevamente con Eugenia pero su esposo (que estaba al tanto de los encuentros entre ambos) se lo

impedía constantemente, una noche incluso llegaron a pelearse.

Tiempo después, cuando Esteban Gras volvió a encontrarse con Eugenia en el centro de la ciudad

(nuevamente comprando papel), ella le agradeció que le hubiera enviado una copia de su libro y

se hubiera tomado la molestia de escribir una dedicatoria. Él le preguntó si lo había leído. Ella

negó con la cabeza y confesó que lo había lanzado a la basura, temiendo que su esposo la

descubriera. Esteban era un hombre (además de racional y sistemático) profundamente sensible al

rechazo y al fracaso. Aquel mismo día reunió todos los libros que tenía impresos y los destrozó.

Aunque pensó prenderles fuego optó por hacerlos trizas (uno por uno) con la más potente

máquina trituradora de papel que había en la fábrica en la que trabajaba. Si su libro no había

logrado cautivar a aquella mujer (y por el contrario ella había deseado deshacerse del ejemplar a

toda costa) debía tratarse de una novela desprovista de cualquier valor y atractivo, todo debía ser

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destruido, no sería fácil, pero acabaría por tolerarlo y empezar de nuevo (de las cenizas de aquel

fracaso tendría que surgir algo que estuviera a la altura de la mujer a la que amaba).

Makalani estuvo presente cuando los libros fueron triturados.

—Pude escribir sobre un tema de moda —decía Esteban mientras observaba cómo las páginas se

convertían en pequeños trozos de papel—. Pude hacerlo, pero soy un necio. Probablemente así

Eugenia habría disfrutado más la lectura y habría querido, tal vez, hablar conmigo acerca de la

historia, el ritmo, los personajes, los espacios, sin importar lo que pensara aquel hombre...

Después de que todo esto sucediera Esteban Gras no volvió a escribir otra novela. Lo intentó en

varias oportunidades pero siempre dejaba todo inconcluso, tampoco volvió a ver a Eugenia.

Algunas veces Makalani lo observó redactar extensas cartas dirigidas a ella. Cada vez que

terminaba una la ocultaba rápidamente en un cajón de su escritorio. Durante una temporada

intentó escribir algunos relatos cortos sobre las guerras de independencia hispanoamericanas,

pero prefirió dejarlo al notar que la trama desembocaba (una y otra vez) en la historia misma de

su desamor. Al final decidió consagrarse a la esposa que había elegido y concentrarse (pese a la

infelicidad) únicamente en su trabajo en la fábrica. Una mañana, luego de una noche de

insomnio, Esteban fue a su escritorio y abrió el cajón en el cual ocultaba todas las cartas que

jamás había tenido el valor de enviar y las puso todas en un paquete (junto con sus relatos

inacabados y demás papales). Luego fue al correo y le remitió todo a Eugenia.

Para cuando Makalani terminó de contar esta historia, Delia había dejado de acariciar mi

cubierta. En lugar de esto me sostenía con firmeza y miraba (demasiado molesta) hacia la

ventana. Por un momento pensé que se levantaría, tomaría impulso con su brazo y me arrojaría

hacia la calle.

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—Nunca conoceré el final del libro de Esteban Gras —dijo abriéndome en una página al azar,

bajando la cabeza y llorando sobre mí.

Sus lágrimas eran tibias.

—Si pudiera hacerlo, te daría un poco de agua ahora mismo —le expresó Makalani—. Mi tío

decía que era lo mejor que se le podía ofrecer a alguien que se sentía mal.

Delia levantó la cabeza. Seguía enojada.

—No hay nada que pueda hacer.

En aquel punto sentí una gran conmoción. No recuerdo muy bien cómo sucedió, pero sentí que

caía fuertemente. Cuando volví en sí estaba arrojado (y completamente abierto) sobre el suelo del

pasillo. Sentí que mi página veintitrés estaba ligeramente rasgada.

En este momento (como he dicho antes) es de noche y Delia llora en la oscuridad del cuarto. No

puedo verla, pero la escucho sollozar y el eco de su llanto se confunde con el crujido de las

paredes y de la madera del piso. Ahora pienso que estos no son simplemente los sonidos de una

casa vieja en una noche de tormentos. Veo que algo brilla en la oscuridad y no es la primera vez

que siento como si alguien se fijara en mí desde la distancia, desde un sitio oculto entre el suelo y

las paredes.

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VOCES

Es de día y Delia me levantó del suelo. Makalani no ha vuelto a hablar y parece haber perdido

color. Él (como yo) sufrió demasiado durante la noche. Si los libros y los billetes estuviéramos

hechos de sangre en lugar de tinta, anoche los dos habríamos muerto desangrados luego del

violento ataque. Cuando escuché los chillidos y sentí los mordiscos supe que se trataba de un

ratón hambriento. El ataque fue una gran sorpresa para mí, a decir verdad, lo primero que se me

había ocurrido cuando vi aquel par de ojos brillando en la oscuridad fue que era un gato. En ese

momento me había alegrado. Los gatos son buenos amigos de los libros, también de los lectores,

de los escritores y de los libreros. Tengo buenos recuerdos de todos ellos, son silenciosos y tibios,

como Parca (la gata de mi décimo dueño), que tenía la costumbre de limpiarme el polvo con su

pelo al pasar cerca. Era completamente negra y tenía diminutas manchas blancas (como un cielo

nocturno). Ojalá el animal de las sombras hubiera sido Parca y no un roedor. Era uno grande y

respiraba con fuerza. Tuve mucho miedo cuando sentí sus patas sobre mi lomo y sus dientes se

clavaron en mis hojas. Mis letras y palabras empezaron a ser trituradas dentro de su boca y a

deshacerse sobre su lengua. Cada segundo que transcurría era un nuevo agujero y cada nuevo

agujero era un motivo más de desesperación. También el billete egipcio (que yo llevaba como

separador) perdió un buen trozo de papel. Nada peor para un libro incompleto y un billete antiguo

que caer en los dientes de un ratón desalmado. Cuando la digestión del animal inicia ya se ha

perdido toda esperanza de integridad.

Makalani no se ha sentido bien desde entonces, no ha dicho una sola palabra. Si el billete sufre

algún daño es el fantasma el que afronta las consecuencias. Tampoco yo me siento bien,

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francamente ahora todo es menos claro, es confuso y más desesperanzador. Delia se disculpó con

el fantasma y lloró mucho al ver los destrozos del ratón, está profundamente arrepentida de

habernos arrojado al pasillo y solloza constantemente. Si antes sentía que estaba lejos de conocer

por completo la novela de Esteban Gras, ahora sabe que su objetivo es totalmente irrealizable. Yo

lo lamento por ella, creo que no ha sido culpa suya, nadie es culpable en un accidente. Me han

arrojado varias veces a múltiples lugares y es la primera vez que un roedor se interesa por mí.

Tuve mala suerte. A lo largo de los años había sido consciente de que algo así podría suceder

(especialmente cuando he tenido que pasar largas temporadas en cajas olvidadas en sótanos

húmedos), pero siempre pensé en el asunto como si se tratara de algo remoto y poco probable.

Imagino que muchas personas piensan lo mismo sobre ser mordidas por una víbora o ser atacadas

por un oso, y de repente sencillamente pasa.

Hace unos minutos llegó Marco. Está sorprendido por el semblante de su amiga y le ha pedido

que le explique lo que sucede. Ella, aunque parece preferir guardar silencio, accede a su petición

y habla del ratón y del terrible estado de Makalani.

—¿Quién es Makalani? —le pregunta Marco.

Ella le enseña el billete roto.

—Un fantasma egipcio que está contenido en este viejo billete.

—No entiendo.

—¿Qué no entiendes? Es un espectro y su existencia depende de este trozo de papel.

Marco guarda silencio unos segundos. Luego sonríe y le pregunta:

—¿Cómo las casas embrujadas?

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—Sí —responde ella guardando el billete en su cartera—. Aunque es una mala comparación. Él

no es malvado, no es un fantasma peligroso y vengativo. Ríete de mí, pero te aseguro que en este

momento está junto a la ventana y luce muy inofensivo. Le gusta contemplar la ciudad y silbar

música triste. ¿Puedes ver algo?

—No, no puedo —dice Marco dejando de sonreír—, pero te creo. Sé algunas cosas sobre este

asunto, hay un gran número de libros en Internet acerca de temas extraños. Es para sorprenderse.

He leído algunos estudios referentes a objetos embrujados.

—Este billete no está embrujado, Makalani es agradable, no hay nada que temer. ¿Ves este gran

agujero en el billete? —Marco asiente con la cabeza.

Delia hace una pausa. Luego dice alzando la voz:

— Fue un ratón. Ahora a Makalani le cuesta hablar y está desapareciendo.

—Lo lamento.

Un rato después Makalani empieza a hablar. Su voz es apenas audible.

—Ahora mismo estoy pensando en mi vida –dice sin dejar de ver hacia la ciudad—, es como si la

viera pasar frente a mí. Dicen que esto es lo que pasa cuando uno muere, sin embargo yo ya estoy

muerto, soy Makalani. Quizá esta vez desapareceré del todo.

—No quiero que te marches —le dice Delia acercándose a él.

—No pienso irme, acabo de llegar —responde Marco.

Ella le explica:

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—No te lo decía a ti, se lo decía a Makalani —al decir esto extrae un billete nuevo de su cartera y

se lo acerca al fantasma—. ¿Puedes dejar ese billete egipcio y ocupar este?

Makalani niega con la cabeza

—Ha pasado tanto tiempo –dice en un tono muy bajo—. Me he convertido en papel y como tal

estoy destinado a degradarme poco a poco. No está mal. Me convertiré en polvo llevado por el

viento, seré arrastrado a muchos países y conoceré más personas de las que creí posible.

—¡Estás loco! –exclama Delia intentando tocarle una mano a Makalani, pero atravesándola como

si se tratara de un rayo de luz.

Él susurra lentamente:

—No hay de qué preocuparse, a lo mejor en ciertos casos, cuando alguien se marcha, alguien más

llega al mundo en ese mismo instante. No estarás sola. Ahora quiero escucharte leer el libro de

Esteban Gras.

Ella se acerca al estante de libros, se limpia un par de lágrimas frente a mí y me toma entre sus

manos. Después se sienta en el suelo.

—Makalani quiere escucharme leer —le dice a Marco—, espero que no te desagrade.

Marco se recuesta en la cama y se dispone a escucharla atentamente. Makalani, por su parte, se

sienta al lado de Delia justo cuando ella me abre en mi primer capitulo. Es extraño, siempre

prefiero que me lean en silencio, pero esta vez siento que estaría muy bien que Delia no lo

hiciera. En una ocasión un hombre me leyó por completo en voz alta. Tenía un tono de voz

áspero y grave. Mi historia, escuchada de su boca, sonaba como una narración de horror. Este no

era el único problema, a menudo le dolía la garganta, se cansaba demasiado pronto y terminaba

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abandonándome cuando yo menos lo esperaba. A veces también pasaba por alto algunas de mis

palabras y no parecía darse cuenta, continuaba como si nada sucediera. En aquellos momentos

llegué a sentirme (como ahora mismo) realmente incompleto.

Antes de empezar a leerme Makalani se fija en mí y le dice a Delia (su voz parece apagarse):

—Este libro es como yo: está muriendo, está desapareciendo cada día un poco más —al afirmar

esto juega con su corbata—. Fíjate en sus páginas. Está lleno de agujeros y la última página no es

la única que le falta. También ha perdido la primera.

—¿De qué hablas? –le pregunta ella muy sorprendida.

—Antes de regalar este libro Esteban Gras escribió una dedicatoria en la primera página. Ya no

está. También la han arrancado. Quizá fue la misma Eugenia.

—¿Qué decía?¿Algo romántico?

—¿De qué hablan? –pregunta Marco en aquel momento.

Delia no parece escucharlo.

—No lo recuerdo muy bien – sigue hablando Makalani—, algo sobre el décimo capítulo del

libro. ¿Crees que ella aún esté viva?

—¿Crees que deba buscarla?

Ahora la voz Makalani suena aún más bajo:

—Es tu decisión. Si llegas a hacerlo, recuerda que su nombre completo era Eugenia Vega.

Además de darle ese nombre a la protagonista de su historia, Esteban escribió así su nombre en la

dedicatoria. También solía escribirle muchas cartas.

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Makalani deja de jugar con su corbata y se cruza de brazos.

—Pero en realidad no importa –continúa—. No quiero pensar mucho en esto. Ella y el no

tuvieron un buen final.

—No te agradan los amores imposibles ni los finales infelices. ¿Por qué te interesa el libro de

Esteban Gras? ¿Estás seguro de que no prefieres que te lea otro?

Makalani guarda silencio, mira fijamente a Delia por unos segundos. Después pone su dedo

índice en mi primera oración y ella empieza a leerme:

Era una mañana fría y silenciosa en muchos bosques de Nueva Granada. En uno en

especial, situado al sur de la colonia, empezaba a llover y la montaña entera se había

oscurecido. Blas E., un militar de alto rango que luego de traicionar a la Corona

escapaba del general Isidro y su ejército, se detuvo al pie de un árbol con el fin de

descansar. Llevaba dos días huyendo de las tropas y empezaba a creer que ya era hora

de rendirse al virrey, salir de la selva y aceptar la ejecución. Pensando en esto Blas se

levantó y caminó lenta y pacientemente por algunos minutos, intentando salir del

bosque. Momentos después vio a lo lejos una gran hacienda y a una mujer de

sombrero que recogía los frutos de un naranjo. Al acercarse a ella el joven militar,

que en su niñez había visto y amado ese rostro, de repente lo recordó todo. Años

atrás, en los tiernos años de su infancia, se había enamorado de Eugenia Vega, una

hermosa niña mestiza que al crecer había huido de su pueblo con un noble andaluz.

Aquel joven acababa de llegar de su país cuando la conoció y se vio cautivado por su

belleza. De inmediato ella también se fijó en él, se enamoró y desde ese instante no se

separaron el uno del otro. Pronto, ya que su unión no era aprobada por los padres del

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joven —ambos de ascendencia noble—, se unieron en secreto y huyeron juntos. ¿Por

qué ella se había interesado por el noble andaluz? Blas, desilusionado, no lo pudo

entender. Más tarde, habiendo crecido, se casó con otra mujer y fue infeliz. Ellos, por

su parte, y sin que nadie lo sospechara, recorrieron casi todo el territorio —tan

convulsionado por la guerra independentista— y ahora se refugiaban en una hacienda

desconocida para muchos. En su pueblo los buscaron durante meses, pero no lograron

encontrarlos. Nunca se tuvo noticias de la pareja y se concluyó que habían muerto.

Ahora, luego de tanto tiempo, Blas acababa de hallar a Eugenia en aquella fría

montaña neogranadina en la cual, ya exhausto, escapaba de la muerte.

El tono de voz de Delia (al contrario del de Makalani) es suave, dulce y da cierta calma, es como

el viento cuando hace demasiado calor (o como diría Blas E.), como el cálido rostro de la mujer

amada en una mañana fría.

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DESVANECERSE

Cada vez que Delia lee mis páginas yo me intereso por ella profunda e incondicionalmente. El

cuarto y la casa entera se desvanecen ante mí y me parece que solo existe su mirada. Todo mi

basto universo de letras, sistemas y signos se reduce al encuentro maravilloso, a ese instante

compartido en el cual ella entra en mi mundo y yo entro en el suyo. Ella no lo sabe, pero yo

disfruto enormemente ver con detenimiento la forma en que sus ojos me atraviesan yendo de

punto a punto, de coma a coma, y amo sentir sus manos suaves y cuidadosas posadas en mí. Soy

un sentimental. Me agrada pensar que cuando ella me lee y me da un lugar en su cabeza, de

alguna forma somos uno solo. La lectura de ayer (frente a Makalani y Marco) fue muy distinta a

todas las demás. Ella estaba preocupada por el fantasma y lucía muy distante, me leía

mecánicamente, como cuando se encuentra un número en un directorio telefónico. A causa de

esto también yo me sentí muy ajeno a ella y acabé por distraerme. Inevitablemente me fijé en

cada rincón del cuarto, en las pinturas suspendidas en los muros, en el polvo que había sobre el

escritorio, en el sonido que entraba desde la calle. También pude ver que Marco dormía en la

cama. Más tarde (cuando ya llevaba bastante tiempo de haberse iniciado la lectura) vi que

Makalani se levantaba del suelo y flotaba torpemente hacia la ventana. Luego pude escuchar que

desde allí silbaba su melodía favorita. Esta vez el fantasma no parecía ser el mismo, le costaba

demasiado llevar el ritmo de su canción y parecía tener problemas para mantenerse en el aire.

Mientras esto sucedía Delia no paró de leer ni un solo instante, como si ya supiera en qué estado

se encontraba Makalani y sencillamente quisiera evitar verlo de esa manera. No mucho después

la melodía fue apagándose poco a poco, mientras el fantasma se desvanecía en el aire como el

humo y se alejaba para siempre.

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Luego de que Delia se percatara de la ausencia de Makalani se puso de pie y permaneció inmóvil

en el centro de la habitación. Después de unos minutos despertó a Marco y le dijo que debía salir.

Mientras hablaba pude notar que no dejaba de mirar hacia la puerta y de mover las manos con

mucho nerviosismo. Marco, inquieto, le preguntó a dónde iría y ella le explicó que tenía mucho

por hacer. El mismo Makalani le había dado una idea:

—Eugenia puede estar viva todavía y debo encontrarla.

Dicho esto Delia se marchó. Ha pasado mucho tiempo y es posible que la mujer ya no exista, o

que haya envejecido tanto que ya no recuerde muchas cosas, pero Delia piensa que si no puede

leer la obra completa de Esteban Gras, puede al menos intentar conocer a la mujer que inspiró

tanto a su bisabuelo y a la que este dedicó su único libro. Ella también está segura de que es

posible recuperar mi primera página, pues cree que la necesito para estar completo. Existe cierta

diferencia entre lo que se desea y lo que se necesita. Delia piensa que necesito estar completo en

todo sentido, y que incluso debo recuperar aquella parte (una hoja de papel que, salvo por la

dedicatoria, está completamente en blanco); yo quisiera, por el contrario, tan solo recuperar mi

última página. Los cierres son tan importantes como los comienzos, pero nunca he considerado

aquella dedicatoria como el principio de mi historia.

Cuando Delia salió del cuarto me dejó sobre la cama. Desde allí pude ver de cerca a Marco, que

luego de dormir un poco más empezó a trabajar nuevamente en la reparación del computador. La

máquina (que parece ser bastante antigua) debe estar realmente descompuesta. De tanto en tanto

Marco desesperaba (probablemente por no lograr terminar la reparación), entonces ponía sus

manos encima del teclado y cerraba los ojos. Después oprimía las teclas fuertemente, como un

experto mecanógrafo o un músico agresivo intentando hacer sonar un piano roto. Esa es su

manera de tranquilizarse.

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Cuando Marco se marchó no tardó en empezar a anochecer. Él había olvidado ponerme en el

estante de los libros y desde la cama pude ver de cerca el paisaje que ofrecía la ventana en la que

tantas veces Makalani había disfrutado de las puestas de sol. Cuando una golondrina pasó

cantando pensé en él, en su billete, en sus historias, en El Cairo, en su tío Rashidi y en todos los

lugares y personas que debió llegar a conocer durante tantos años. Desee enormemente que

regresara, que fuera nuevamente mi separador de lectura y el amigo de Delia. Quise que entrara

silbando su canción y jugando con su corbata, pero todo fue silencio y soledad en el dormitorio.

Sin embargo, cuando finalmente se hizo de noche escuché un ruido procedente de la puerta.

Esperé que fuera Makalani (realmente lo consideré posible) pero me vi nuevamente ante el ratón

y frente a su mirada hambrienta. El podía olerme y venía por mí, lo supe enseguida, había estado

esperando el momento oportuno para terminar lo que había empezado.

Hace un par de días Delia preparó una trampa para ratas bajo el estante de los libros. Puso un

trocito de pan sobre ella. Tan pronto cruzó el umbral el animal se acercó a la trampa y la olió con

desconfianza. Pensé que el sonido de su cuerpo siendo aprisionado hasta la muerte sería

espantoso, pero el ratón se alejó de allí y vino directamente hacia mí. Avanzaba lentamente y con

mucha tranquilidad, seguro de que yo no iría a ningún sitio. Pese a la poca luz, pude ver con

mucho detalle su lengua babeante. También podía escuchar sus dientes rechinando de felicidad y

ver sus ojos brillantes. Cuando estuvo lo suficientemente cerca como para morderme prefirió

olfatear y lamer. Lo hizo durante un buen rato, lo cual fue bastante espeluznante y molesto (aún

recuerdo claramente el olor de su aliento y el calor de su respiración nauseabunda). Esta vez el

ratón solo me ha mordido en el lomo, lo hizo una única vez, pues justo cuando dio inicio a su

festín Delia regresó y se vio obligado a huir antes de que ella entrara en la habitación. Sé que

pronto volverá (todo apunta a que le resulto delicioso).

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Cuando Delia encendió la luz me vio en su cama. Luego me levantó y me puso en el estante de

los libros. Se veía cansada y triste. Esta mañana, contrario de lo que cabría esperarse, luce alegre

y tiene un aspecto muy sereno. Luego de darse una ducha me toma y habla de la misma forma

que lo hacía durante mi restauración:

—Ayer no debí dejarte sobre mi cama.

Cuando pronuncia aquellas apalabras deseo poder responderle que tiene razón, que es cierto, que

no debió hacerlo, que fue aterrador y que espero que nunca más vuelva a cometer tal falta contra

mí.

—Estos próximos días me extrañarás bastante —dice después poniéndome en el estante de los

libros nuevamente—. Planeo salir y encontrar a Eugenia a toda costa. Tal vez aún conserve la

dedicatoria de Esteban Gras y podamos recuperar tu primera página.

¿Se me puede juzgar por haber perdido la esperanza? Creo que además de aquella primera página

también ha dejado de importarme todo lo que dejé entre los dientes del ratón. Debe ser porque

comprendo bien que jamás podré recuperarme de estas últimas pérdidas. También es probable

que haya heredado de mi autor (como hereda un hijo ciertas cualidades de su padre o de su

madre) cierto conformismo y resignación frente a las desgracias de la vida. Ahora acepto todos

mis vacíos y todos mis agujeros, acepto todo esto con tranquilidad y tolerancia, pues el tiempo

también transcurre para los libros y de algo tienen que alimentarse los ratones. Esta actitud me

recuerda al mayor acto de renuncia de Esteban Gras, que envió a Eugenia todas las cartas y

relatos que había escrito a lo largo de los años, siendo consciente de que ella tal vez desecharía

sus escritos (como había hecho conmigo) y todo se perdería inevitablemente. ¿Qué será de mí

cuando solo me quede una frase o apenas una palabra?

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Siento (como Makalani) que me desvanezco. Pronto desistiré, lo he decidido, renunciaré a toda

esperanza de integridad, a toda posibilidad de completitud. Teo, un anciano que conocí hace

algunos años, era incapaz de terminar cualquier libro que iniciaba. Le había pasado así toda su

vida. Por esta razón sus libros favoritos eran antologías poéticas y compilación de relatos

(también le costaba demasiado llegar al punto final de este tipo de libros, pero su frustración era

menor). Cuando decidió leerme solo pudo llegar a mi quinto capítulo. Creo que su principal

problema era tener sobre su mesa más volúmenes de los que podía abarcar su cabeza. En todo

caso, pienso que Teo leyó en mi mucho más de lo que otros ahora mismo encontrarían entre mis

páginas. Actualmente solo soy un libro hecho de vacíos, agujeros y moho.

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DESEQUILIBRIO

Marco ha reparado por fin el aparato. ¿Cuántas semanas le ha costado lograrlo? ¿Cuánto tiempo

ha pasado desde que Makalani se marchó? ¿En verdad Makalani se marchó? ¿Qué ha sucedido

desde que Marco tecleó compulsivamente en el computador? Parecía como si compusiera un

concierto experimental para piano. ¿Delia encontró a Eugenia? Siento que no tengo respuestas, ni

siquiera siento que esté formulando las preguntas correctas. Escasamente tengo conciencia de mí

mismo y recuerdos imprecisos y despedazados como un cristal roto. Recuerdo que el ratón volvió

y pudo trepar el estante de los libros. ¿Me devoró? ¿Me devoró completamente? Lo dudo.

¿Cuánto queda de mí? ¿Queda algo de mí? Marco ha reparado por fin el computador. ¿Lo había

mencionado ya? Estoy tan desorientado, no tengo una imagen clara de todo lo que ha sucedido

últimamente, solo fragmentos, divagaciones desligadas, partes de un todo incomprensible.

¿Qué me pasa? Delia trabaja en su escritorio uniendo pequeños trozos de papel, cada uno de ellos

es del tamaño de un frijol. Sospecho que se trata de mí: una versión ya no sólo incompleta, sino

también destrozada de lo que soy (en realidad, de lo que fui y no volveré a ser). Sí, puedo verme

allí completamente destripado. Me han vuelto confeti. El roedor tiene cierta afición por mi papel,

un capricho enfermizo (me ha comido y ahora solo soy migajas y despojos). En muchos lugares

sigo intacto, pero la vista de los trozos de papel me descompone. ¿Estoy insistiendo mucho en

esto? Me disculpo, no pienso con claridad. No sé si ya lo he dicho, pero estoy vuelto trizas

(literalmente hablando). Ahora mismo debo escucharme como alguien fuera de sí, como un

desequilibrado, aunque valoro poder expresarme con cierta soltura. En una ocación conocí a una

persona que (lamento si soy demasiado anecdótico, lo encuentro inevitable, mi atarea siempre ha

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sido narrar) debido a un accidente de bicicleta había perdido la capacidad de completar oraciones

de más de diez palabras. Tampoco lograba retener en su cabeza una idea por más de unos cuantos

segundos. Aquel hombre siempre decía cosas como:

Quisiera ordenar un emparedado con doble queso y un poco....

Aquella pintura es realmente magnífica, aunque su textura no parece...

Quisiera verte mañana nuevamente, ¿te parece bien?, estando contigo logro...

Debido a esto el hombre se cansó de leerme cuando llegó (naturalmente) a mi undécima palabra.

Su mejor amigo le obsequió un libro de microrrelatos y con su lectura fue recuperándose y

ampliando sus frases. Cuando recobró por completo sus capacidades me retomó pero seguí sin

agradarle mucho. ¿Es posible recuperarse del ataque de un ratón como de un accidente de

bicicleta? Delia trabaja en su escritorio y Marco, entre tanto, digitaliza los dibujos en los que ella

ha estado trabajando desde hace meses. El computador ya funciona, Marco lo reparó. Creo que

estoy repitiendo ciertas cosas.

Delia no sólo está angustiada por mí. Pese a todos sus intentos por encontrarla, Eugenia sigue

siendo tan irreal e inalcanzable como un personaje de ficción.

—No está viva —le dijo hace un par de días a Marco—. Encontré su tumba en el cementerio.

Parece reciente.

—¿Pudiste averiguar algo más sobre ella? —le preguntó él.

Delia negó con la cabeza.

—Es probable que haya vivido en esta ciudad hasta el final de sus días, pero no es fácil encontrar

a alguien que sepa cosas acerca de ella, por ejemplo qué casa ocupó durante su vida.

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—¿Seguirás buscándola?

—No —respondió ella de inmediato.

Pude notar que Marco no esperaba esa respuesta de parte de su amiga.

—Aún no has agotado todas tus opciones —le hizo saber él—, déjamelo a mí.

—No, quiero dejar todo atrás. Restauraré el libro de Esteban Gras, o lo que queda de él, entonces

lo guardaré en un sitio seguro y me olvidaré de todo. Debo dejar de pensar en esto al menos por

un par de años. Estoy cansada de fracasar. ¿Crees que deba poner más trampas para el ratón?

—No creo que funcione —dijo Marco pausadamente—. Parece que es astuto.

Marco tiene razón. Se trata de un animal sagaz, que consigue todo cuanto se propone. Esa noche,

mientras ascendía por el estante, me miraba directo al título y babeaba a borbotones. Algunos

lectores dicen que devoran libros, lo dicen en sentido figurado, solo los lee rápidamente. No

entiendo por qué la metáfora, las historias que ellos leen van a sus cabezas, no a sus estómagos. A

decir verdad nunca antes había despertado apetito real y genuino en criatura alguna.

Definitivamente no es que me sienta halagado. El animal tenía unos dientes enormes y me los

clavó en todas partes brutalmente, sin piedad, sin preámbulos. Las páginas que conservo intactas

no son mis favoritas, pero aprecio que no acabaran siendo digeridas por aquel roedor. Delia ha

sufrido bastante por esto y se empeña en restaurar lo que puede. Siente demasiada culpa y es lo

suficientemente obstinada como para aceptar que estoy acabado. ¿He dicho que estoy acabado?

Esa no es la palabra indicada. Para ser exacto, más que una novela acabada parezco un libro

confuso en estado de borrador.

Delia trabaja en su escritorio uniendo pequeños trozos de mí. ¿He dicho que conservo algunas

páginas? Debo lucir deprimente. Quizá lo mejor sea que Delia (tal y como ella misma lo ha

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expresado) me guarde en un lugar seguro y deje atrás todo esto. Seré como una momia en un

sarcófago olvidado bajo las arenas del Cairo. Siempre quise conocer Egipto, lo quise desde que

Esteban puso entre mis páginas el billete maldito que albergaba a Makalani. ¿Habrá llegado el

fantasma al Barrio Copto, el sitio en el cual vivió con su tío Rashidi? Quizá el viento lo ha

arrastrado a su ciudad natal. Nunca está mal (en especial cuando todo ha terminado) volver a los

sitios del pasado, a los instantes del comienzo, al punto preciso del origen. Estoy vuelto trizas.

¿Qué es ese ruido? Marco ha reparado por fin el computador. Me pregunto cuál es exactamente el

inicio de un libro. ¿Su cubierta, su título, su dedicatoria, su primera oración? ¿Cuál es su final?

Es confuso. ¿Qué significado tiene un punto final cuando siempre puede haber otra lectura?

Llaman a la puerta. Delia desaparece y pasan algunos minutos. ¿O se trata de horas? Estoy tan

desorientado. Creo que escucho un silbido en el pasillo. ¿Makalani? Delia cruza la puerta en

compañía de un joven que viste un traje. También Makalani silbaba y vestía un traje.

—Te presento a Cristóbal —le dice Delia a Marco—. Cristóbal Vega.

Marco deja de digitalizar los dibujos de Delia y se pone de pie.

—¿Vega?

El joven no es (evidentemente) Makalani. Makalani jugaba con su corbata y tenía la piel morena

(no pálida) y los ojos grises (no marrones). ¿O he olvidado la apariencia del fantasma? Ahora que

estoy llegando al final de mi existencia me preocupo más por las preguntas que por las

respuestas. ¿Quién es Cristóbal Vega? ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que Makalani se marchó?

¿En verdad se marchó? ¿Qué sostiene Cristóbal en sus manos? En otra ocasión escuché que cada

vez que alguien sale, alguien más entra. No sé si ya lo he dicho, pero estoy vuelto trizas.

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INQUIETUDES

Ahora mismo Delia, Cristóbal y Marco trabajan fuertemente. Ella debe estar cansada, aunque

luce muy alegre. Hace poco me ha restaurado una vez más. Ha hecho un gran trabajo con los

trozos de papel dejados por el ratón y estoy (gracias a su ayuda) un poco menos incompleto que

antes (también menos desorientado), aunque las páginas que me quedan son todavía muy pocas y

están todavía en mal estado. No soy ni la mitad de lo que era antes del ataque del roedor, aunque,

para ser sincero, el moho se habría expandido también en el papel con el que alimenté al animal

(estoy muriendo, de un modo u otro). Pero no hay de qué preocuparse. Este es mi destino natural

y el ciclo que siguen todas las cosas. Es solo que soy tan joven. Insisto: he visto enciclopedias

mantenerse intactas un siglo después de haber salido de la imprenta. Yo, en cambio, desaparezco

precipitadamente. Resulta agobiante.

Cuando Delia entró en la habitación con Cristóbal, Marco lo saludó con un ademán y hubo una

conversación. Según pude enterarme, el joven es nieto de Eugenia Vega, vivió con ella gran parte

de su vida y cuando ella murió (lo que sucedió hace un par de meses) encontró en el desván de su

casa un gran paquete cerrado de hace cincuenta años. El paquete estaba firmado por Esteban Gras

y contenía una gran cantidad de correspondencia, relatos incompletos y papeles sueltos. Mientras

se hablaba de esto Delia lucía bastante feliz. Su sonrisa era inmensa.

—Quise saber quién había sido Esteban Gras —le dijo Cristóbal a Marco—, cuando leí el

contenido del paquete no entendía por qué escribía tanto sobre mi abuela. Ahora veo todo con un

poco más de claridad y perspectiva. Delia me ha explicado todo realmente bien. Parece que le

emocionan las historias de amores desgraciados.

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—¿Dices que has revisado todo lo que hay en el paquete? —le preguntó ella.

—Sí, en su mayoría son cartas.

—¿Eugenia las leyó alguna vez?

—No lo creo, el paquete estaba completamente cerrado. Yo mismo lo encontré. A lo mejor ella

tenía planeado abrirlo algún día

Marco intervino:

—O iba a desecharlo y lo olvidó.

Cristóbal se encogió de hombros.

—Es una posibilidad —aceptó acercándose a la ventana.

En ese momento, al ver al joven de traje ante la ventana, pensé inevitablemente en Makalani. Tal

vez también Delia lo hizo, ya que se acercó a él y se fijó mucho en su corbata.

—¿Cómo supiste dónde había vivido Esteban Gras ?

—Dado que se trataba de un escritor, pensé que lo más probable era que hubiera información

sobre él en la biblioteca.

—No la hay –se apresuró a decir Delia en voz baja.

—Es cierto —asintió Cristóbal—, no encontré información acerca de él allí, al menos no

información detallada, solo un artículo escrito por él en un periódico. Trataba sobre las guerras de

independencia hispanoamericanas, o algo similar. Al final de la página se ofrecían clases de

historia y aparecían sus datos personales, entre ellos la dirección de residencia: Calle Arcadia,

Casa 34.

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—Hiciste una excelente búsqueda —observó Marco.

Delia coincidió con él y continuó:

—Nunca se me ocurrió revisar los periódicos, lo único que he logrado hallar es su única novela,

pero le faltan algunas partes y el moho está acabando con el papel. Definitivamente debo leer el

artículo del que hablas.

Cristóbal sonrío y abrió su maletín.

—Traje una copia del texto, si te interesa.

Cuando Cristóbal extrajo de su maletín la copia del artículo de Esteban Gras también puso

encima del escritorio de Delia un gran sobre negro.

—Esto es lo que contenía el paquete, puedes conservarlo todo y quizá darle a los escritos más

sentido que yo. Para serte sincero hay cosas que me cuesta entender.

Delia fue hasta su escritorio y abrió el gran sobre. Luego se dispuso a leer rápida y

superficialmente cada una de las cartas, relatos y papeles. Mientras ella hacía esto Marco y

Cristóbal hablaban acerca de varios asuntos, entre ellos Internet y la reparación del computador.

—Nunca me han gustado mucho los computadores —comentaba Cristóbal—, aunque facilitan la

lectura.

—Internet ofrece grandes ventajas —respondía Marco—, los libros suelen ser menos costosos y

además más fáciles de hallar.

Cristóbal parecía escéptico y su respuesta fue sencillamente:

—Prefiero el olor del papel.

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Un rato después Marco le enseñó a Cristóbal algunos de los dibujos que intentaba digitalizar para

Delia. Él se fijó en uno en especial. Este representaba uno de mis capítulos: un hombre y una

mujer alimentando un par de cabras al pie de una montaña. Al tomarlo se acercó a Delia.

—¿Qué es esto? —le preguntó levantando el dibujo.

Ella estaba confundida.

—Creo que salta a la vista –le respondió—, es el dibujo de un hombre y una mujer alimentando

cabras al pie de una montaña.

Cristóbal parecía inquieto.

—Sí, eso lo sé. Puedo verlo yo mismo. Lo que me interesa es saber de dónde sacaste la idea.

—En realidad es una ilustración. En el libro de Esteban Gras, en el décimo capítulo, los dos

protagonistas de la narración pasan tiempo juntos en una hacienda que queda cerca de una

montaña. Allí alimentan animales.

—Leí algo parecido en uno de los escritos que tienes ante ti.

Cuando Cristóbal se sentó frente al escritorio empezó reunir las hojas de papel que no eran cartas

o cuentos incompletos, después Delia las revisó pacientemente y al final le dio un abrazo al

joven. Aquellas hojas sueltas eran partes del manuscrito original del libro de Esteban Gras.

También yo me alegré enormemente al escuchar esto y por poco resbalo del estante. Quizá

(pensé) cada vez que un libro desaparece, otro más hace una gran entrada.

Ahora mismo Delia, Cristóbal y Marco (como ya he dicho) trabajan fuertemente, parecen hacer

un gran equipo. Delia, en su escritorio, ilustra otros de mis capítulos. Siento como si estuviera

sentado frente a ella y me fotografiaran. Cristóbal, con las partes del manuscrito original en su

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mano derecha (leyendo todo en voz alta) y yo en su mano izquierda, intenta darle un sentido

global a toda la historia escrita por Esteban. Marco, sentado frente al computador, y como si se

tratara de una pieza musical, teclea y mecanografía decididamente todo cuanto lee Cristóbal.

Hace unos instantes pude escuchar mi último párrafo:

Habían sido conscientes de la futura separación, pero como si se tratara de algo

invisible, misterioso, impalpable, incluso imposible. Ahora una emoción extraña se

apoderaba de Blas E., era hora de que los dos se despidieran y tomaran caminos

contrarios. La mañana anterior, cuando alimentaban a los animales, ella había

sonreído y le había prometido que, pese a la distancia y a la imposibilidad de la

unión, una parte de su corazón permanecería allí para siempre junto al suyo. Él se

estremeció cuando, mientras pensaba en esto, ella tomó sus manos, las besó

tiernamente y le pidió que se marchara y no regresara. Él la amaba con violencia y

asintió con un movimiento de cabeza. Odiaba aceptar que jamás volvería a verla y

que quizá ella nunca pensaría de nuevo en él. Todo acabaría allí, con los dos dentro

de la hacienda y el esposo llegando en su coche. Mientras ella se despedía él no pudo

ocultar el dolor que sentía al ver arrebatada una vez más, sin remedio y quizá para

siempre, su único motivo de felicidad.

Muy pronto el libro de Esteban Gras experimentará una gran metamorfosis, estará completo, será

ilustrado y estará disponible en la virtualidad, un nuevo mundo del que no sé nada con certeza.

No puedo alcanzar a imaginarme qué se sentirá una vez que esté terminado. Una vez yo lo estuve,

fue hace tantos años y durante tan poco tiempo. Ya no importa, de cualquier modo me quedan tan

solo unos meses de vida. A lo mejor desapareceré en una semana, en dos días, en unas horas,

cuando este moho decida consumirme por completo.

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El libro digital de Esteban Gras ya no será un grupo de hojas de papel unidas por pegamento, lo

constituirá un sin fin de palabras hechas de bits y vivirá por siempre junto a los dibujos de Delia.

Es afortunado. Compartir mi existencia con las creaciones de Delia (soy un sentimental) sería

como estar unido a ella para siempre. La primera persona a la cual conocí estaba enamorada y

deseaba algo similar a esto. Ahora una parte de él (dentro de mí) pasa sus días en una montaña en

compañía de Eugenia. La relación entre ambos durará, de esta forma, más de lo que duraron los

matrimonios que ambos conservaron a lo largo de sus vidas. Lo único que él tuvo que hacer fue

tomar su pluma y enfrentarse a una hoja en blanco. Él era otro sentimental, y como yo con mis

páginas, odiaba acabar perdiéndolo todo. ¿Qué me espera a mí?

Tal vez al final el libro que Marco digitaliza se llevará algo de mí, aunque quizá muy poco. En

realidad me gustaría unirme por completo a él. ¿Será posible? ¡Llevo una eternidad pasando

inútilmente de mano en mano, de librería en librería, de estante en estante! He escuchado que

cuando la vida acaba la conciencia no desaparece, solo se desplaza a otro sitio. ¿A dónde migrar?

La respuesta es sencilla. El libro de Esteban Gras no experimentará la humedad, no se topará con

ladrones de páginas o ratones merodeadores. Ese será un buen lugar desde el cual seguir

combatiendo la soledad y haciéndome las mismas preguntas que aún no logro contestar. Nunca

he sabido (a pesar de mi experiencia) si son los libros los que llegan a las personas o son las

personas quienes llegan a los libros. Esta incertidumbre me deja en blanco. Lo sé, esta es una de

esas inquietudes que no tienen respuesta (la vida está llena de cuestiones similares) pero este

asunto en especial me angustia bastante, podría decirse que me atormenta, aunque es

completamente natural que sea así: todos los libros odiamos las cosas que no pueden resolverse.

¿O es al contrario? Francamente tampoco nos agrada cuando todo se resuelve. Si en una

narración los problemas se solucionan es frecuente que llegue el final y acabe la lectura (adiós,

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adiós). Es entonces cuando se entra en un estado de somnolencia, todo se vuelve bastante

monótono, carente de sentido y ser un libro es (sin remedio y quizá para siempre) algo tan

sombrío como el estómago de un ratón.

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