Lo Nuestro - Enrique Llamas-46-50

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Otro calor distinto, el de la euforia, alcanzó las sienes de la adolescente.

¿Los prismáticos? A ella le daban igual los prismáticos. Ella veía muy bien.
Con un poco de suerte, si les tocaba cerca de la pista, la podría llamar, darle la
mano, dos besos, tocarla… No tenía lugar apenas para imaginar la posibilidad
de que esto ocurriera.
—Ya está —Joana colgó el teléfono—, me ha vuelto a decir que ya han
dejado aviso en el acceso que nos ha tocado para que podamos ir las tres,
mañana por la mañana. Bueno, lo que ya sabíamos. Cualquier problema, me
ha dicho que le llamemos, pero que no digamos nada de esto a nadie. Es que
tenemos derecho por ser familia suya, ¿sabes? Pero está feo decirlo por ahí…
—Muchísimas gracias.
—Merci a ti, guapa. Pero mañana hay que salir pronto. Esto es en Vall
d’Hebron. Eso casi no es ni Barcelona…
Joana salió de la cocina con una aparente y difusa preocupación. Estíbaliz
agarró por las muñecas a Clara y acercó su rostro al de la nueva amiga.
—No te preocupes, que no le he dicho que nos acabamos de conocer. Ah,
y si no hay prismáticos te dejo los míos un poco para que puedas verla. Pero,
eso sí, esta noche vienes a mi cama y me cuentas bien de dónde sales…
En lugar de difuminarlos, el paso del tiempo consolidaría en Clara los
recuerdos de aquella noche: qué pudo ver, y sobre todo escuchar, a oscuras,
antes de meterse en la cama. Algo que la helaría por dentro y que daría al
recuerdo del viaje ya para siempre un sabor amargo. Recordará también que
sería esa la primera vez que dormiría en una habitación individual. La primera
que tenía un espacio con una sola cama, un cuarto en el que ni su hermano ni
sus primas podrían aparecer de pronto. Quizás el olvido llegó porque la
memoria se vería arrastrada por todo lo que ocurrió al día siguiente, cuando a
las diez de la mañana entró en el estadio y vio sus dimensiones. Comprendió
entonces lo lejos que estaba todo, incapaz de asumir la cantidad tan
abrumadora de gente que allí había. En ese momento su entusiasmo se
deshizo, porque ella empezó a sentirse pequeña, lejana a sus objetivos. Nunca,
ni en las fiestas del barrio, había visto tal muchedumbre. Tampoco en el
estadio al que algún domingo había acompañado a su padre y a su hermano,
donde con orgullo se pintaban la cara con los colores de su equipo. Pero
aquello no era como lo que había conocido hasta entonces, parecía más bien
una presa gigante, rebosante. Un vacío en el estómago le comunicó el vértigo
ante lo descomunal, ante lo lejos que estaba la arena, ante lo lejos que estaba
de todo. Incrédula, empezaba a sospechar que sus esfuerzos le hubieran
llevado hasta allí solamente para poder mirarla, si acaso, con unos prismáticos

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prestados. Era casi como verla por la televisión. Para aquello no hubiera
hecho falta escaparse de casa. Tuvo que reprimir el llanto, que se asfixiaba
ante la alegría, el alboroto de la multitud.
Cuando allá abajo, en la arena, empezó el partido, se dio cuenta de que sí,
de que la alegría es contagiosa. La competición duró setenta y un minutos.
Aunque momentos antes hubiera parecido imposible, en ellos Clara se
olvidaría de todo.

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Polo

Llevo desde que entró en casa intentando quitármelo de encima. Jaime no


ayuda, más bien sonríe complacido: lo conozco, y sé que en el fondo se está
descojonando. A él también le resulta difícil creer que mi hermano no se
percate de mi impaciencia. De mis ganas de salir corriendo y perderle de
vista. Pero es que a mi hermano, sencillamente, lo que yo sienta le da igual.
Acabamos de salir de casa o, más bien, nos ha sacado él para meternos en un
Seat Toledo nuevo.
—¿Y el Ronda?
—El Ronda, a desguazar.
—Tío, ese coche estaba bien.
Mi hermano me sonríe con esa boca estúpida, blanca, que le han colgado
de la cara desde que trabaja en el bufete. Se me representa que los estúpidos
monos de su corbata han trepado hasta sus orejas para tensarle el rostro y
mostrarme esa sonrisa plastificada, de anuncio de televisión, que contrasta al
lado de la de Jaime. La de este —aunque también me joda porque nace de su
burla hacia mí— es abierta, franca. Conserva ese punto al desgaire y socarrón
del halago barato.
—¿Y esta piecita de dónde la has sacado?
Antes de entrar, Jaime posa la mano en el capó del coche, como si fuera la
espalda un empleado dócil que ronronea. Por gilipollas tiene que retirarla
rápidamente. No hemos llegado al mediodía, pero la pintura del techo ya
quema. El sol cae seco, a plomo, sobre nosotros.
Durante las últimas dos semanas se me había olvidado esta sequedad. La
piel, en cambio, era lo primero que sentía al despertarme en Barcelona.
Brillaba poderosa de sudor, envuelta cada mañana en un salitre aéreo.
Pegajosa. Morena sobre la cama blanca, sin deshacer, del apartamento.
Húmedos también los calzoncillos, la única prenda que llevaba puesta. El pelo
pastoso, pegado a las sienes, y la barba ya áspera, cálida y reluciente. Era tan
espeso el aire que la primera tentación del día era meterme en la ducha fría,

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con la ropa interior puesta. Me afeitaba sin mirarme al espejo, tal era la prisa.
Me vestía sin cuidado; daba igual, había llevado mi mejor ropa. A Miguel y a
mí no se nos ocurría jamás desayunar. Eso hubiera significado perder mucho
tiempo.
A mí no hacía falta que me despertaran. La impaciencia y el calor, con su
tacto viscoso sobre mi cuerpo, se encargaban de hacerlo. El cansancio estaba,
pero no se le prestaba atención.
—Disculpadme por el carro, eh. En unos seis meses me han dicho que me
pasan el catálogo bueno de bugas. Para que elija.
—¿Qué es? ¿Coche de empresa?
Es Jaime quien pregunta. Por eso miro hacia el asiento de atrás. Le busco
con sorpresa. Qué poco natural me han sonado estas palabras en la boca de mi
amigo, ¿coche de empresa? Nunca le he oído expresiones así.
—Eso es, tronco.
Mi hermano, que parece no acordarse de que hasta hace nada circulaba en
un Ronda, contesta. Mira a Jaime por el retrovisor. Me siento fuera de lugar,
fuera de la órbita de mi hermano, fuera del coche, pero también —y esto es lo
que más me incomoda, lo que casi me duele— fuera del alcance de las
palabras de Jaime. No consigo entender en qué momento ha empezado él a
hablar de coches de empresa. Él, que ha ido enlazando contratos inestables
uno detrás de otro. Siempre acusando ese año de edad que le llevo, siempre
un poco por detrás de mí, siempre un poco más inmaduro. Yo le pongo la
copa cuando se queda sin pasta, yo le meto en la cama, yo le doy los
condones que guardo en la mesilla si él ha pasado de comprar los suyos.
Joder, Jaime, si parezco tu novio, y ahora hablas de coches de empresa.
—Me han dicho que de momento me dan este, ya os digo. Cuando vean
que funciono en mi nuevo puesto en el bufete, me dan a elegir.
Lo quiere recalcar. Apreciar la escucha en la mirada de Jaime me expulsa
todavía más de este coche. El aire de fuera, que resplandece en los filos de las
señales de tráfico, me parece ahora cargado de calor, pero más libre que yo.
Las paredes de mi estómago se deshacen incómodas, por orden de ese olor a
plástico recalentado, al nailon nuevo y brillante de las tapicerías de los coches
no muy caros pero presuntuosos. Bajo la ventanilla con la manivela.
—Eso sí, el carro nuevo que pillen, que sea con elevalunas eléctrico. Para
que mi hermanito, la estrella de la familia, no se deje el brazo en la manivela.
Alarga su mano derecha para darme un cachete en la nuca. Se la retiro con
violencia.

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—¿De qué vas tío? Las manos en el volante. —Y recurro al truco de
siempre, pero me avergüenzo en cuanto sale de mi boca, ha sonado
tremendamente infantil—. Que también soy mayor que tú.
—Bueno, la estrella mediática, cómo se pone.
Reincide con la broma. La sonrisa de Jaime se ensancha y asoma un poco
la lengua, lo hace cuando se quiere reír de mí. Al menos ahí está el Jaime de
siempre. Continúa:
—Sube la ventanilla, anda, que para algo he puesto el aire acondicionado.
—Paso, tío. Mucho presumes de coche, pero el puto olor a nuevo me está
mareando.
—Sí —Jaime abre la boca—, deja la ventanilla abierta. Yo también me
estoy mareando.
En Barcelona olía a pólvora. Y no es que proviniera de los petardos —
alguno sonaba, los perros se desbocaban con su sonido—, sino que todo era
en sí mismo eléctrico. Todo erizaba la piel. Como aquella muchacha. Laia se
llamaba, que el segundo día de nuestra estancia allí volvió a aparecer, esta vez
guiando a un grupo de japoneses que torpemente intentaban darse aire con
abanicos rojos y amarillos. Debían de ser los mismos abanicos que el día
anterior habían llenado el Lluís Companys.
—¿No se supone que tú deberías estar preparándote la entrevista? —A
Miguel se le escurrían los ojos por el mismo sitio que a mí.
Pero a mí la entrevista ya se me había perdido en las entretelas que la
corta falda vaquera de Laia no tenía.
—Déjame, anda, no seas pelma. Prepárate tú los planos, no te jode, que te
toca grabar a ti.
—Sí, los que le estás haciendo tú a ese monumento.
Los japoneses caminaban dóciles, sudorosos, tras ella. Intentaban en vano
que sus sombreros y pamelas arrojaran sombra sobre su cara. A mí me
parecían su séquito.
—Qué poco acostumbrada está la boca del burro a la miel.
—Es la boca del asno, imbécil.
Mi hermano sigue conduciendo con soberbia. Me cuesta creer que él, con
lo quejica que ha sido siempre, no se maree ante el olor del salpicadero de
plástico grueso, medio gris medio azul, que arde ante nosotros. El pino de
fieltro que cuelga del retrovisor interior manda efluvios pesados, sintéticos.
Están en dura competición con el aire cargado a aroma de concesionario.
—Ya estamos llegando.

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