The Boyfriend Effect Kendall Ryan
The Boyfriend Effect Kendall Ryan
The Boyfriend Effect Kendall Ryan
¡Disfruta de la lectura!
Staff
Moderación y traducción
Molly & Tolola
Diagramación
Bruja_Luna_
Índice
Sinopsis
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Epílogo
Escena extra
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Sobre la autora
Sinopsis
No se me da bien ser el típico novio.
Si una fila de corazones rotos y una lista de relaciones de
mierda fallidas me han enseñado algo, es eso. A mis amigos
les gusta meterse conmigo por mi última ruptura durante una
eternidad. Gracias, pero preferiría que me sacaran una
muela.
O que me hicieran una vesctomía.
Al mismo tiempo.
El alivio viene en un paquete iensperado: la hermosa y
peleona Maren. Es soloq ue resulta que es la hermana de mi
mejor amigo, así que no es incómodo en absoluto.
Pero soy un hombre con una misión, y a Maren le parece
bien enseñarme todas las maneras en las que he estado
fracasando como novio. Al parecer, hay muchas. Y es muy
informativo, hasta que empiezo a sentir algo.
Ahora no solo es mi reputación lo que está en juego, sino
mi corazón también.
Frisky Business, #1
Capítulo 1
Hayes
Me gustaría decirte que tengo mi vida en orden. Que lo
tengo todo resuelto.
Pero, si me vieras aquí ahora mismo, en la acera con mis
calzoncillos, para que Dios y todo el mundo me vea, sabrías
que estoy mintiendo como un bellaco.
Mi ahora exnovia está en el balcón de su apartamento en
el segundo piso, mirándome, vestida solo con una bata de
seda color melocotón. Su cabello está suelto y su cara roja de
ira, pero no hay lágrimas.
—¡Bastardo! —grita Samantha, y lanza de nuevo todas la
ropa que le cabe en un brazo por el balcón. Uno de mis
calcetines se atasca en la rama de un árbol.
Agarro mi camiseta de la acera y me la pongo. Es mayo,
pero todavía hace frío por las mañanas, y el aire fresco me
pica en la piel desnuda.
Tira mis zapatos al suelo después, de uno en uno. Uno
rebota en la calle, y espero a que pase un autobús urbano
antes de recuperarlo.
Vuelvo a mirar a Samantha, preparándome para lo que
viene después. En sus manos está la bolsa de mi
computadora portátil. Joder. Llena con mi computadora,
porque anoche vine directo del trabajo.
Algunos vecinos han salidos a sus balcones para ver de
qué se trata todo ese ruido. Tragándome mi orgullo, inclino mi
barbilla hacia la señora Hendrickson del apartamento 202 y
sonrío. Sus ojos se abren de par en par, sorprendida.
—Jesús, Sam, sé razonable —grito.
Mi bolso con la computadora viene navegando sobre el
balcón y aterriza con un fuerte ruido en la acera. Ahí va mi
computadora.
No tengo ni puta idea de dónde vino esta Samantha. Me
despertó esta mañana con sexo, parecía una buena señal,
¿verdad? Solo llevamos dos meses saliendo, pero pensé que
las cosas iban bien. Resulta que no sé una mierda sobre la
mierda.
¿Quizás quería un último paseo? ¿Algo para recordarme?
Maldición, estaba muy equivocado.
Me froto las manos en la cara.
—Nunca te comprometerás —dice Samantha, su voz
temblando de rabia.
Eso no es cierto. He comido la misma marca de cereales
durante los últimos doce años. Sé un par de cosas sobre el
compromiso. Pero decido que ahora no es el momento
adecuado para señalarle esto.
Después de tener sexo esta mañana, se acurrucó en su
almohada, mirándome con una expresión suave.
—¿Adónde crees que va esto entre tú y yo? —Me tocó el
pecho, con la punta de sus dedos trazando círculos perezosos
en mi piel.
Le dije la verdad, que no estaba seguro pero que me
gustaba salir con ella. Aparentemente, esa fue la respuesta
equivocada.
Se sentó de repente, tirando de la sábana para cubrir su
pecho desnudo.
—¿Eso es lo que crees que es? ¿Pasar el rato?
—No, por supuesto que no —dije, instintivamente dando
marcha atrás.
—Tengo casi treinta años, Hayes. —Entrecerró los ojos en
mi dirección.
Yo también tengo casi treinta años, pero no estaba seguro
de qué tienen que ver nuestras edades.
—Quiero más —dijo ella, frunciendo el ceño—. Una
relación. Un compromiso real. Matrimonio. Bebés. Una
familia.
Las cosas fueron a peor rápidamente después de eso.
La conozco desde hace dos meses, así que pensé que lo
que teníamos era algo casual. Aún no le he presentado a mi
abuela, que vive conmigo. Demonios, Samantha solo ha
estado en mi apartamento una vez. Nunca ha pasado la
noche, un hecho que me recuerda regularmente con desdén.
Otro vecino asoma la cabeza por la ventana con una taza
de café en una mano y un perro ladrador en la otra.
Pasan autos, algunos disminuyen la velocidad para ver
cómo se desarrolla el drama. No puedo decir que los culpe.
Esta es ciertamente la forma más emocionante en la que he
empezado un viernes por la mañana en mucho tiempo.
Finalmente tira mis vaqueros por el balcón, y me apresuro
a agarrarlos. Mi teléfono sigue en un bolsillo, milagrosamente
intacto. Me pongo los vaqueros y meto los pies en el par de
zapatillas Vans que rescaté.
Sin decir una palabra más, Samantha entra y cierra de
golpe la puerta corrediza de cristal.
La señora Hendrickson vuelve a entrar también.
Se acabó el espectáculo, amigos. No hay nada más que ver.
Después de agarrar la bolsa de mi computadora de la
acera, me dirijo a la calle. Me paro en la gasolinera de la
esquina y me compro un café de mierda antes de ir a buscar
mi auto. El vecindario de Samantha está en una zona muy
animada de Chicago. Nunca hay estacionamiento. Pero tuve
suerte anoche, y mi auto está a solo dos cuadras. Envolviendo
con una mano el calor de mi taza, me dirijo en dirección a mi
Lexus.
Una vez que llego a mi auto, tiro la bolsa de la
computadora portátil con ella rota en el asiento trasero.
Cuando salgo al tráfico, suena mi teléfono. Supongo que es
Samantha, pensando que tal vez quiere seguir regañándome,
y casi no respondo. Pero el nombre en la pantalla dice
WOLFIE.
Emito un gemido silencioso y respondo en altavoz.
—Oye, hombre. ¿Qué tal? —pregunto después de dar otro
trago del horrible café.
—Necesito que me hagas un favor —dice con voz ronca.
Ningún hola. Sin decir buenos días. Típico de Wolfie.
Pero el bastardo sabe que haría cualquier cosa por él. Igual
que él por mí. Por eso le dejo salirse con la suya con su
comportamiento de cavernícola.
—Es mi primer día libre en unos dos años, imbécil.
—Lo sé, lo sé —dice riéndose.
Pongo los ojos en blanco.
—¿Cuál es el favor? —Es inútil discutir con él. Voy a hacer
lo que sea que necesite que haga.
—Necesito que vayas a ver a Maren.
Excepto por eso.
Maren es la hermana menor de Wolfie. Se graduó el año
pasado con un título en trabajo social. Es una buena chica.
Quiere ayudar a los demás. Marcar una diferencia en el
mundo.
El problema es que nunca he sentido por Maren Cox lo que
debería. Me siento cauteloso cerca de ella, como un león en el
zoológico, justo antes de la hora de comer.
—¿Estás ahí? —pregunta Wolfie sobre mi silencio.
—Estoy aquí.
Emite un largo suspiro.
—Está enferma. Dice que se queda en casa y no trabaja.
Pásate por su apartamento y comprueba su estado por mí.
Recuerdo todas las otras veces que Wolfie o Maren me
llamaron así, necesitando un favor, como cuando se quedó
fuera de su apartamento o cuando su auto se averió en la
carretera, o cuando su pez dorado murió y no podía tirar de la
cadena. Qué jodida molestia.
La recuerdo como una niña con una sonrisa dentada y
grandes ojos, siempre unos pasos detrás de nosotros y
pidiéndonos que la esperemos. Por supuesto que Maren tiene
un aspecto muy diferente estos días. Ahora tiene veinticinco
años, y se ha convertido en una gran mujer. Cada vez que
estoy cerca de ella, tengo que apartar la mirada de sus pechos
llenos, su boca exuberante y esas largas y tonificadas piernas
suyas.
Estuve ahí con ella la noche de su vigésimo primer
cumpleaños, sosteniéndole el pelo cuando vomitó por la
ventana del auto. Estuve ahí cuando le rompieron el corazón
por primera vez, cuando el imbécil de su novio la dejó
después de seis meses de noviazgo. La llevé contra mi pecho
con un suspiro de enfado y se rompió con lágrimas en los
ojos, haciéndome sentir aún peor.
Pero eso no fue nada comparado con el dolor que sentí
cuando supe que había roto con ella solo después de quitarle
la virginidad. Quería cazarlo y castrarlo. Quería hacerlo sufrir.
Pero, por supuesto, le prometí a una Maren desconsolada que
no haría tal cosa. En vez de eso, tuve que verla llorar por ese
inútil pollacorta durante semanas.
—¿Por qué no puedes ir? —pregunto, aunque ya sé la
respuesta a esa pregunta.
Wolfie deja escapar un suspiro.
—Día de inventario. Caleb, Connor y Ever llevan aquí
desde las cinco.
Trago, sintiéndome mal porque yo también debería estar
allí.
Soy dueño de una compañía de juguetes, Frisky Business,
con mis mejores amigos. Sí, ese tipo de juguetes. Del tipo
muy adulto. Nuestro negocio es mi pasión, pero no me he
tomado un día libre en años. Mis socios insistieron en que lo
hiciera... tomarme un fin de semana largo para mí.
Prácticamente me forzaron.
—No hay nadie en quien confíe más —dice Wolfie.
Es como familia para mí, y eso significa que Maren
también lo es. Le hice una promesa y nunca traicionaría su
confianza.
Lo tuvieron difícil de pequeños. Wolfie lo hizo todo por
Maren. Cuando su padre se bebió todo su sueldo, fue Wolfie
el que consiguió un segundo trabajo en su último año de
secundaria. Mientras el resto de nosotros jugábamos a los
videojuegos y jugábamos en la cancha de baloncesto, él
atendía mesas en el restaurante para pagar las clases de
ballet y el nuevo material escolar.
—Sí, iré —digo después de una larga pausa.
A pesar de lo leal que es Wolfie, siempre ha sido un
solitario. El tipo raramente llama o manda mensajes a menos
que necesite algo, pero también sería el primero en apuntarse
si le pidieras un favor.
—Gracias, hombre. Te debo una —dice.
Gruño y termino la llamada. Quince minutos después, me
detengo en el estacionamiento debajo de mi edificio.
Mi abuela y mi compañera, Rosie, me sonríen cuando abro
la puerta principal y entro en la cocina.
—Te convencieron, ¿eh?
—¿Qué?
—Te hicieron tomarte un día libre.
—Oh, claro. —Me paso las manos por el cabello—. Sí, lo
hicieron. —Suelto una risita sin sentido del humor.
Ella se sirve una taza de café y me la pasa.
—Pensé que estarías durmiendo hasta tarde. Te has
levantado temprano.
Asiento y acepto la taza de café, decidiendo ahorrarle la
historia de mi ruptura de esta mañana.
—Wolfie me pidió que fuera a ver a Maren. Supongo que
está enferma.
Rosie hace un ruido contemplativo.
—Eres un buen amigo.
—Supongo que sí.
Se ríe y me da una palmada en el antebrazo.
—Tengo planes con Marge más tarde. Iremos al mercado
de los granjeros.
—Tengan cuidado. —Mi abuela todavía conduce, y tengo
sentimientos encontrados sobre eso.
Ella se ríe de nuevo.
—No te preocupes tanto. ¿Vas a ver a esa chica tuya hoy?
Sacudo la cabeza.
—Ya no salimos.
Rosie me levanta una fina ceja color plata.
—Qué rápido las dejas. Espero que sepas lo que estás
haciendo.
¿Yo? Ni delejos.
Después de terminar mi café, me siento más humano.
Pensarías que que Sam me dejara de una forma tan
espectacular me habría desequilibrado, y lo ha hecho un
poco. Pero no se trata tanto de Sam como del hecho de que
estoy empezando a notar un patrón.
Ninguna de mis relaciones ha durado más de unas pocas
semanas, unos pocos meses como mucho. Y el único
denominador común soy yo. Y Sam tenía razón en algo: tengo
casi treinta años, lo que no es exactamente viejo, pero es lo
suficientemente mayor.
¿Por qué no puedo hacer que las cosas funcionen? La
respuesta a esa pregunta me molesta, pero no estoy listo para
oírla.
Dentro de mi habitación, cierro la puerta y me dirijo al
baño contiguo. Abro el grifo y me coloco bajo el chorro de
agua. Me enjabono y me lavo para quitarme el olor de
Samantha de mi piel.
Después de vestirme con una camiseta limpia y otro par de
vaqueros, tomo mis llaves y el teléfono. Dejo un beso en la
mejilla de mi abuela y salgo.
El apartamento de Maren está en una ordenada fila de
casas antiguas que se convirtieron en dúplex en los años
ochenta. El alquiler es razonable, y el estacionamiento en la
calle es abundante. Aparco delante del edificio de ladrillos y
salgo.
Llamo a su puerta y, después de un momento, abre. Maren
va vestida con un par de pantalones de yoga y una camiseta,
con su cabello largo y oscuro atado en un moño desordenado.
Mide metro sesenta y cinco, pero apenas llega a mi barbilla.
—Hayes. —Sonríe cuando me ve, poniéndose de puntillas
para abrazarme. Envolviendo con sus brazos mi cuello, me
acerca.
Toco la mitad de su espalda, dándole una palmadita, y
luego la suelto, necesitando poner algo de distancia entre
nosotros.
Si supiera todos los pensamientos sucios que tengo
cuando presiona sus suaves tetas contra mi pecho de esa
manera no vendría tan voluntariamente a mis brazos. Pero
Maren siempre ha sido cariñosa. Es así con todos. No creo
que entienda el significado del espacio personal, así que trato
de no leerlo.
Sonriéndome, me pregunta:
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Wolfie me envió. Dijo que estás enferma. Pero no pareces
estar enferma. —Tiene las mejillas sonrosadas y sigue
sonriendo.
Los ojos de Maren se abren de par en par y sus mejillas se
ruborizan.
—Um, no. No lo estoy.
Cambio mi peso de pie en su porche delantero.
—Dijo que hoy te llamaste al trabajo enferma.
Se encuentra con mis ojos de nuevo. Los suyos con del
color de las esmeraldas brillantes y las hojas doradas de
otoño con chocolate con leche derretido en el centro.
Técnicamente la palabra es avellana, pero es demasiado
simple para describir toda la vida y la profundidad que veo
cuando la miro a los ojos.
Hay muchas cosas que siento por Maren. Confusión.
Lujuria fuera de lugar. E irritación, porque nunca he sentido
lo que debería por esta chica.
—Bueno, esa parte es verdad.
—¿Te importaría ponerme al corriente?
Ella gime.
—Bien podrías entrar.
La sigo a su apartamento de una habitación. No es
elegante, pero está limpio y siempre ordenado. Hay un sofá
gris colocado en la sala de estar encima de una alfombra de
colores. Hay plantas en macetas desparejadas sobre el alféizar
de la ventana, y su pequeña cocina está impecable.
—¿Café? —pregunta.
—Estoy bien.
Cuando Maren se dirige a la sala de estar creo que detecto
una cojera, pero toma asiento en el sofá antes de que pueda
estar seguro.
Me siento a su lado.
—Háblame, paloma. —Es un apodo que le puse hace años
porque es tan hermosa e inocente como una paloma blanca, y
se me quedó grabado.
—Es totalmente vergonzoso. —Frunce el ceño, metiendo su
regordete labio inferior entre los dientes.
Su boca es literalmente perfecta. Quiero besarla. Y luego
follarla.
¿Ves mi problema?
Si Wolfie supiera lo que pienso de su hermana, me cortaría
las pelotas y me las haría tragar. Y me merecería cada
segundo de ello. Todo el mundo sabe que las hermanas están
fuera de los límites, y vivimos según un estricto código de
hermanos. No solo somos amigos, somos mejores amigos, y
llevamos un negocio juntos. Mantener las cosas apropiadas y
el PG son mis únicas opciones.
Me sonrío.
—¿Quieres oír lo vergonzoso? Te contaré mi mañana y por
qué estaba casi desnudo en la calle Halsted si me cuentas la
tuya.
Sus ojos se abren de par en par.
—Qué diablos —dice con una risa.
—¿Quieres que empiece yo?
Asiente.
Le cuento que Samantha me echó de su cama a
empujones y me desterró de su apartamento cuando solo
llevaba calzoncillos. Le hablo de los vecinos que miraban
desde sus ventanas. Los niños en pijama señalando y riendo.
Pero, si esperaba alguna simpatía de Maren, eso es lo
último que obtengo.
Se ríe contra su puño, con sus ojos bailando sobre los
míos.
—Te juro, Hayes, que tienes la peor suerte con las mujeres
que he visto.
Puedes decirlo otra vez.
—Créeme, lo sé.
Ella sacude la cabeza.
—Uno de estos días te tomaré bajo mi ala y te enseñaré a
ser un buen novio.
Una profunda risa cae de mis labios.
—En cualquier lugar, en cualquier momento. Pero,
primero, ¿por qué no me dices por qué faltaste hoy al trabajo
y le mentiste a tu hermano?
Su mirada cae al suelo.
—Tuve un pequeño accidente.
Mi corazón se estremece una vez.
—¿Un accidente de auto?
Aun evitando mis ojos, ella sacude la cabeza.
—Un accidente con la cera.
Estrechando mis ojos, digo:
—¿Un qué?
Ella suelta una risa nerviosa, y sus bonitas mejillas se
ruborizan de nuevo. Toca una con su mano.
—Quería ahorrar algo de dinero. Así que en lugar de ir a la
sala de depilación como suelo hacer para mi depilación de
bikini... compré uno de esos kits para el hogar. Pero creo que
la cera estaba demasiado caliente.
Que. Me. Jodan. Si pensé que mi mañana había empezado
mal, no es nada comparado con la agonía de tener que
sentarme aquí y enfrentarme a esta hermosa chica
diciéndome que se quemó el coño con cera caliente.
—Mierda. ¿Estás bien? —pregunto, apenas logrando decir
las palabras.
Ella muerde su exuberante labio inferior.
—Estaré bien. Solo estoy un poco dolorida. Y no te atrevas
a decirle una palabra de esto a mi hermano.
Levanto ambas manos.
—Créeme, no voy por ahí hablando de tu vagina con tu
hermano, y no tengo planes de empezar pronto.
Esto le saca una sonrisa a Maren.
—Ya es bastante mortificante que lo sepas.
Asientom, de acuerdo. Porque ahora me imagino el suave y
desnudo coño de Maren, y definitivamente me siento un poco
homicida por la idea de que hiciera esto por un tipo que no se
lo merecía.
—No tienes que avergonzarte a mi alrededor —digo,
abriendo los brazos—. Ven aquí.
Maren se acerca en el sofá, suspirando mientras se inclina
lo suficiente como para apoyar su cabeza en mi pecho. Mi
corazón late a un ritmo desigual mientras su olor a vainilla y
su fragante champú me rodea.
Su confianza en mí es como un castigo silencioso, algo que
tengo que soportar, porque estar cerca de Maren no es fácil
para mí. Miles de pensamientos pornográficos que no me
permito entretener me llegan desde todos los ángulos.
Cerrarlos es como un trabajo a tiempo completo, uno en el
que soy muy bueno.
Cuando libero a Maren del abrazo, se sienta y enarco una
ceja.
—¿Quieres que eche un vistazo? —pregunto, mayormente
bromeo.
—¿Estás loco? —Me mira fijamente—. ¡No!
Me encojo de hombros.
—Confía en mí, esto tampoco es fácil para mí. Solo... ¿qué
pasa si tienes quemaduras de tercer grado o algo así? Puede
que necesites tratamiento médico.
Su mirada se aleja de la mía otra vez.
—No es tan malo. Solo un poco rosa. Y sensible.
Me lamo los labios. Escuchar a Maren usar palabras como
rosa y sensible para describir su coño es una verdadera
tortura.
¿Quieres que lo bese y lo mejore?
Aprieto la mandíbula y lucho por el control. Años de
frustración sexual reprimida se agitan en mis entrañas.
—¿Quieres hablar de tu última ruptura? —pregunta ella,
probablemente desesperada por cambiar de tema, y soy
consciente—. Sobre... ¿Samantha? —Maren dice el nombre
como una pregunta, como si no estuviera segura.
Suspiro y me recuesto en su sofá.
—La verdad es que no. ¿Qué sentido tiene?
Sacude la cabeza y da un pequeño suspiro.
—Cambias de mujeres más rápido que yo de ropa interior.
Me lame los labios.
—Bueno, ya no. Ya he terminado.
Me mira de forma dudosa, como si no pudiera creer las
palabras que salen de mi boca. Para mi grupo de amigos
tengo la reputación de ser un Casanova. No un mujeriego
exactamente, más bien un monógamo en serie, saltando de
una chica a otra. Pero eso tiene que cambiar.
—Necesito un descanso. Sin más relaciones. Sin más
mujeres.
Mientras digo las palabras, sé que son ciertas. Necesito un
descanso de las mujeres. Si no puedo concentrarme en una
relación, no debería estar saliendo con nadie. Es tan simple
como eso.
Maren se endereza como si tuviera toda su atención.
—¿Cuánto tiempo?
—El que sea necesario.
Capítulo 2
Maren
Nunca sentí por Hayes Ellison lo que debería. Tal vez es
porque he tenido un asiento en primera fila para ver la puerta
giratoria de su dormitorio.
Eso no quiere decir que sea un mujeriego, sino más bien
un monógamo en serie, saliendo constantemente con alguien
nuevo. Hayes es un romántico de corazón, que se enamora
duro y rápido, pero la mayoría de sus relaciones parecen
desvanecerse después de un par de semanas.
Solo en los últimos meses estuvo la terapeuta de masajes
con la que empezó a salir y le prestó varios miles de dólares
para que abriera su propio consultorio. Entonces ella lo dejó.
Luego la aspirante a chef a la que ayudó a ingresar en la
escuela culinaria solo para que ella rompiera con él una vez
comenzado el semestre. Siempre ha sido así. No tengo ni idea
de lo que pasó con Samantha.
Pero, incluso con todas las emociones confusas que he
soportado, hay una cosa que siempre supe.
Hayes Ellison nunca será mío.
Mi atracción por él es casi sofocante. Decir que tenemos
una relación complicada sería quedarme corta. Cuando está
cerca, ardo más candente que el sol. Su grande y ancho
cuerpo parece absorber todo el oxígeno de la habitación hasta
que me mareo y casi me quedo sin aliento.
Y ahora está aquí, sentado en mi sofá, diciéndome que se
despide de las mujeres, y mirándome con lástima por mi
pobre y dañada entrepierna.
—¿Ya has desayunado? —me pregunta.
Sacudo la cabeza. Son las nueve de la mañana. Hice café,
pero aún no he desayunado.
—Salgamos a buscar algo. Así podré decirle a Wolfie que te
he dado de comer.
Asiento, sintiéndome un poco avergonzada. He vivido con
la idea de que Hayes solo es amable conmigo para apaciguar
a mi hermano, y que solo me cuida por responsabilidad
familiar. No hay nadie en quien confíe más, pero Hayes no es
un hombre con el que sea fácil tratar. Puede ser exigente e
intimidante.
Pero, cuando me mira, hay una amabilidad en sus ojos.
Siempre ha sido así conmigo. Soy su único punto débil,
supongo. Como todas las veces que busqué consuelo en sus
brazos, cuando mi novio de la secundaria me rompió el
corazón, cuando mi padre murió...
Aparto esos pensamientos porque ahora no es el momento
de hacer ese viaje por el camino de los recuerdos.
—¿Puedo ducharme primero? Seré rápida.
Aprieta su mandíbula cuadrada. Aparentemente lo agoto.
Como una niña pequeña.
—Claro —dice finalmente.
Y lo hago. Con el cabello recogido en un moño, me doy la
ducha más rápida del mundo. El agua caliente me pica la piel
rosa entre las piernas, pero no es nada comparado con la
agonía de tener que hablarle a Hayes de mi lesión.
¿Por qué le dije la verdad? Fácilmente podría haber
inventado alguna mierda sobre causar un tirón en la cadera
haciendo yoga. Pero, en vez de eso, me sinceré. Una mirada a
esos ojos dulces como el whisky, y de repente estoy
confesando mis secretos más oscuros. Una sensación de
hormigueo se retuerce en la parte baja de mi vientre.
Bueno. No todos los secretos.
Si Hayes supiera lo atraída que estoy por él, iría en una de
dos direcciones. Se reiría de mí hasta tener la cara roja, o se
sentiría súper incómodo y me evitaría el resto del tiempo.
Ambas opciones me parecen un infierno.
Suspiro, frotándome la piel un poco más fuerte que de
costumbre. Pero por mucho que me frote, nunca me quitaré
mis pensamientos sobre Hayes. He pasado horas fantaseando
con besar esa sonrisa sensual de su cara, envolver con mis
brazos sus anchos hombros, empujar mis caderas contra su
dura como una roca...
Para. Cuanto más me dejo caer en esta madriguera de
conejo, más enloquece el calor pulsante entre mi corazón y mi
núcleo. Mis dedos corren distraídamente sobre mi resbaladiza
y sensible piel.
¿Sería increíblemente pecaminoso masturbarme en la ducha
con Hayes a menos de tres metros de mí, separados solo por
una fina puerta?
Aparto el pensamiento, sumergiendo mi cara bajo la
repentina ráfaga de agua fría que sale del cabezal de la
ducha, y alcanzo el grifo. Siempre hay una brutal ráfaga de
agua fría justo al final. Normalmente salgo antes de apagar el
chorro, pero esta mañana necesito la llamada de atención
para refrescar mi ahora recalentado cuerpo.
Con Hayes esperando, termino de prepararme en un
instante. Me pongo una camiseta y un par de leggins del
cajón, y me doy una patada mental por saltarme el día de la
colada esta semana. El trabajo ha sido algo estresante. Miro
la fila de polos que cuelgan en mi armario, cada uno con el
logo bordado de Riverside, y se forma un bulto en mi
garganta. Cada vez que pienso en lo que le pasa a Riverside,
la casa de retiro más antigua de Chicago en el lado norte,
todo lo que quiero hacer es acurrucarme en la cama bajo diez
mantas, ver mis películas favoritas y llorar.
No tengo tiempo para esto.
Con momentos preciosos malgastados, me esfuerzo por
estar presentable. Después de una docena de toques de rímel,
unas cuantas líneas de corrección en las cejas y un vigoroso
peinado con los dedos de mi enredado cabello, ahora estoy
lista para irme. Agarro el pomo de la puerta, ya preparando
mis disculpas al paciente Hayes.
Y me paro en seco. ¡Desodorante!
Me coloco desodorante bajo los brazos agresivamente,
sacudiendo la cabeza ante mi propio reflejo. Veinticinco años
y todavía no tengo mi rutina matutina en orden. La presencia
de Hayes esta mañana me ha convertido en un desastre
agotado. Ojalá Wolfie no interviniera tanto en mi vida.
Cuando salgo del baño, menos de veinte minutos después
de que me escapara, Hayes sigue en el sofá. Pero, en vez de
mirarme con esos grandes y cálidos ojos, se quedó dormido,
con sus largas pestañas proyectando sombras sobre sus
pómulos.
Me acerco de puntillas a él, debatiendo entre cada paso
qué clase de hermana pequeña voy a ser. ¿Dulce y cariñosa?
¿O una molesta plaga? Un pensamiento tan claro como el
cielo de verano de Chicago me calienta tanto con la emoción
como con la vergüenza.
No quiero ser la hermana pequeña de Hayes.
Suavemente, acaricio su mandíbula con el dorso de mis
dedos.
—Hola, dormilón.
Sus ojos se abren de par en par, ardiendo. Su mano se
acerca a la mía con un agarre impactante, apretando.
—No hagas eso. —Sus ojos arden con algo intenso, sus
pupilas brillan como la miel bañada en lava fundida.
—Lo siento —susurro, y mis cejas se fruncen, confundida
por su reacción.
Su mirada viaja lentamente por mi cuerpo, como si se
tomara su tiempo antes de posarse en mi cara una vez más.
Su expresión es aburrida, desinteresada, ya que dice:
—Sabes que no hay que despertar a un hombre
hambrienojado.
Y entonces su expresión cambia. Está esa sonrisa
exasperante, extendiendo suaves líneas en sus labios
regordetes y sus ojos imposibles de leer.
Es mi turno de parpadear. No puedo mirarlo mucho
tiempo antes de correr el riesgo de hacer algo increíblemente
estúpido, como besarlo.
—Estar hambrienojado no es excusa para ser malo. —
Hago pucheros con el labio inferior, flexionando la mano como
si estuviera herida.
No, no me ha hecho daño. Pero eso no significa que no le
deje pensar que lo hizo. Bajo la mirada al suelo y luego la
llevo de nuevo a él a través de mi mascara. Soy una experta
en el aleteo de pestañas. Es la primera cosa que aprendes
cuando tu hermano tiene amigos sexis.
Pero Hayes es inmune a mí. Ya está en pie, buscando en
sus bolsillos su cartera y sus llaves. Provocar una respuesta
emocional de este desequilibrado hombre solo hace que me
caiga de culo. Y mi ego ya ha sido suficientemente herido por
él a lo largo de los años.
—¿Lista? —pregunta.
Le doy una sonrisa débil.
—Síp.
—Después de ti, paloma. —Hayes me sonríe, y salimos
juntos.
Mi cerebro es una perra traidora. Cosas que no debería
permitirme imaginar aparecen en mi cabeza sin mi permiso, y
normalmente en el peor momento imaginable.
Cuando me abre la puerta del restaurante de la esquina,
me encuentro visualizando su gran cuerpo moviéndose
encima del mío. Cuando toma su primer precioso sorbo de
café humeante, siento su boca caliente presionando mi
garganta. Cuando me lee sus platos favoritos del menú de
tres hojas laminadas, oigo las palabras sucias que caen de
sus labios exuberantes mientras sus dedos trabajan entre mis
muslos. Todos esos elegantes músculos masculinos
reclamándome, poseyéndome, usándome...
—¿Maren?
Me doy cuenta con una sacudida de que Hayes está
esperando que responda a algo que acaba de decir.
—Lo siento. ¿Qué es lo que has dicho? —Mi mirada se
encuentra con la suya, y vaya, Hayes parece enfadado. Si no
lo conociera tan bien, estaría seriamente preocupada.
—¿Salado o dulce?
Dulce. Siempre dulce.
—Dulce, supongo. —Me encojo de hombros, dejando caer
otro cubo de azúcar en mi café.
La tensión tallada en su mandíbula apretada se relaja
mientras su expresión se convierte en una sonrisa. Cómo
pasa de cero a cien, y de nuevo a cero, siempre será un
misterio para mí.
—No has cambiado nada desde que tenías ocho años,
¿verdad? —Suspira, inclinándose sobre la mesa. Incluso unos
pocos centímetros de espacio eliminado entre nosotros me
hacen sentir como si el clima en este pequeño y sucio
restaurante hubiera cambiado. Tropical.
Con las mejillas en llamas, pongo los ojos en blanco.
—Lo que sea, Hayes.
Me encanta y odio cuando saca a relucir nuestra historia.
Me encanta porque me hace muy feliz que conozcamos las
personalidades del otro probablemente mejor que nadie. Lo
odio, porque soy egoísta. Quiero tener la oportunidad de
causar una nueva primera impresión. Demasiado a menudo
me pregunto si giraría la cabeza mientras camino por la calle
si no me viera ya como la hermana pequeña de su mejor
amigo.
¿Cómo sería nuestra primera cita?
—Estar hambrienojado no es excusa para ser mala —dice
con fingida ofensa.
Fijándome en sus ojos abiertos, sus labios caídos y la
mano puesta sobre su corazón, no puedo evitar reírme.
Rápidamente llevo mi taza de café a mi boca para ocultar mis
labios pícaros sonriendo.
—Muy gracioso —susurro, poniendo los ojos en blanco por
enésima vez hoy. Hemos estado juntos cuánto, ¿una hora? No
creo que ninguno de los dos haya dicho una palabra sin
burlarse.
Si le gustara de verdad, no se burlaría tanto de mí.
Eso está en contradicción directa con una de las charlas
favoritas de mi padre sobre que no se permiten chicos.
Cuando los chicos se burlan de ti significa que les gustas,
Maren. Pero callo su voz con un hirviente sorbo de café. Eso
es solo mi subconsciente, tratando de salvar un
enamoramiento que lleva dos décadas rancio. No, papá.
Cuando un chico se burla de ti, solo se burla de ti.
Cuando aparece un camarero, hacemos nuestros pedidos.
Pido mi habitual tostada francesa con fruta, y Hayes se
conforma con claras de huevo revueltas con espinacas. Somos
criaturas de hábitos, así que cuando Hayes pide un lado de
panqueques, mis cejas se disparan de incredulidad.
—He tenido una mañana dura, ¿de acuerdo? Primero,
prácticamente me tiraron por una ventana. Luego descubro
que estás mortalmente enferma. —Cuando me burlo, me calla
con una mirada suplicante—. Me merezco esto. ¿De acuerdo?
Su tono es severo, rogándome que no esté de acuerdo con
él. No es que no lo fuera a hacer. Comer carbohidrato de vez
en cuando no lo matará, a pesar de lo que pueda pensar.
—No creo haberte visto comer panqueques en una década.
Hayes es muy cuidadoso a su físico, lo cual se muestra en
un grado molesto. Mientras tanto, yo probablemente podría
encontrar espacio en mi vientre sin fondo para nuestras dos
comidas. Especialmente si pudiera lamer el jarabe de su...
—Tal vez no me conoces tan bien como crees —murmura
ontra ecn su café, con las cejas moviéndose. Intenta ser tonto,
pero es innegablemente sexy.
Cruzo las piernas, consciente del dolor entre los muslos.
—¿Podemos no hacer esto durante unos cinco minutos? —
Resoplo, cruzando mis brazos sobre mi pecho.
Hayes enarca una ceja.
—¿Hacer qué?
—Jugar. Burlarnos, bromear, etc. —Ahora soy yo la que
murmura. Se me conoce por iniciar una pelea y luego agitar
la bandera blanca de la rendición en el primer asalto. Siempre
he sido una pacificadora. Simplemente es mi personalidad—.
¿Podemos ser amables con el otro?
—Bien, podemos hacerlo. Podemos ser amables. —Hayes
se endereza y agarra su servilleta de tela de la mesa, con la
platería de dentro haciendo ruido por todas partes, solo para
meterla en el cuello de su camisa.
Yo resoplo de risa, cubriéndome la cara y rezando para que
nadie en este restaurante me mire.
Agita mi servilleta frente a mi cara. La agarro con una risa
y me la meto en el cuello de mi polo.
—Dígame, señorita Maren, ¿cómo está esta mañana?
—¿Se supone que esto nos hace sentir bien? Porque me
siento tonta.
—Nunca te has visto mejor. ¿Cómo va el trabajo?
No tengo tiempo para reaccionar a su cumplido. Mi sonrisa
cae con un solemne ceño fruncido.
—Está bien.
—No... parece bien. —Lo quiera o no, Hayes copia con mi
ceño, y su frente está surcada por profundas líneas de
preocupación. Se quita la servilleta del cuello, y luego saca la
mía también. De repente la broma ha terminado.
—¿Qué pasa, paloma? Háblame.
Suspiro. No le he hablado a nadie de esto todavía.
Supongo que es apropiado que sea Hayes. ¿Cómo puedo decir
que no a esos ojos color miel?
—Hubo una reunión en Riverside ayer por la mañana.
Supongo que uno de los grandes donantes con los que
solemos contar para que haga una contribución anual decidió
dársela al museo de arte en su lugar. Lo cual es, como, genial
para el museo de arte. Ellos también necesitan dinero. Pero...
—¿Riverside va a estar bien? —pregunta, sabiendo lo
importante que es para mí.
Me encojo de hombros, parpadeando lágrimas.
—No lo sé. La reunión muy tan seria. Normalmente, Peggy
trae pastel de café o algo así, pero ayer... estaba destrozada.
Me di cuenta de que había estado despierta toda la noche,
llorando. Nos dijeron directamente que empezáramos a
buscar otros trabajos.
—Vaya.
—Sí. —Ahora tengo mocos que gotean de mi nariz, así que
los limpio con la servilleta de tela.
Hayes extiende la mano sobre la mesa, casi como si fuera
a tomar la mía. Pero sus dedos se paran a centímetros de los
míos. Cerca, pero no lo suficiente.
La tristeza se cuece dentro de mí, lista para atravesarme
de nuevo.
En ese momento, nuestro camarero reaparece con platos
humeantes de comida que me hacen la boca agua. Me limpio
las lágrimas con una sonrisa vergonzosa, aceptando mi plato.
Huele delicioso y, mientras inhalo, mi tristeza se desvanece.
—Nota para mí. Si Maren está triste, tráele dulces —dice
Hayes riéndose.
Ni siquiera me importa que se burle de mí otra vez, porque
estos panqueques son increíbles. Y, aunque me preocupa
Riverside, sé que preocuparme ahora mismo no resolverá
nada.
Pero ese lugar es mucho más que un trabajo para mí. Es
casi como un segundo hogar. Y lo hago todo, lo que sea
necesario... contestar teléfonos, responder correos
electrónicos, hacer seguimiento a las reclamaciones de
seguros, la lista continúa. Pero lo que más me gusta hacer es
hablar con los residentes. Averiguar sus historias.
—Oye —dice Hayes, reclamando mi atención de mi plato
hasta que me vuelvo a centrar en el hombre de enfrente, cuya
expresión es extraña. Debajo de la preocupación, hay algo
como... ¿determinación?— Vamos a resolver esto. Te ayudaré
a salvar Riverside.
Vuelvo a parpadear en sorpresa.
—¿Vas a ayudarme de verdad?
—Dije que lo haría. ¿Qué se supone que significa eso?
—¿No será como aquella vez que me dejaste en el cine para
ir a jugar un poco con Missy Carter? —Le sonrío.
—Está bien, te abandoné, pero en ese entonces, a los
diecisiete años quería que Missy me chupara la polla más de
lo que quería vivir. Volví a buscarte cuando la película
terminó —añade con una sonrisa.
Estirando la mano hacia el otro lado de la mesa, lo golpeo
con el dorso.
—Idiota —murmuro, pero le devuelvo la sonrisa.
Cuando Hayes extiende su mano sobre la mesa, nuestras
manos se encuentran y mi corazón se acelera.
—Prometo ayudarte —murmura, y sus ojos se entrelazan
con los míos—. Lo que sea que pueda hacer y lo que sea que
pueda ayudar, lo haré por ti... por Riverside. Tienes mi
palabra, paloma.
Mi corazón se desborda.
Capítulo 3
Hayes
Cenar fuera con los chicos es algo casual, y normalmente
uno que espero con ansias. Pero hay algo que no me gusta de
esta noche.
Para ser honesto, no quiero estar aquí. Supongo que es
porque no he podido quitarme a Maren de la cabeza, pero
también podría ser porque mis supuestos amigos me
obligaron a tomarme un tiempo libre la semana pasada, y
todavía me siento culpable por ello.
Las hamburguesas con queso y las cervezas de McGil's
resuelven la mayoría de los problemas, así que las cosas
empiezan a mejorar. Nuestro camarero nos entrega la comida
junto con un montón de servilletas extra que no pedimos pero
que seguramente necesitaremos.
Después de dejar los platos, se queda en nuestra mesa un
momento demasiado largo. Estoy seguro de que ve a tres
solteros exitosos y atractivos cuando nos mira, y no se
equivoca. Pero la noche de chicos es sagrada, e incluso
Connor sabe que no debe ir a la caza de coños durante la
noche de chicos en McGil's.
—Estamos listos, gracias —le dice Wolfie, echando una
mirada molesta, y ella huye.
Connor sacude la cabeza hacia él.
—Parece agradable.
Observo su interacción con un distante tipo de desapego,
sabiendo que tengo que librarme de lo que sea. Estoy
distraído y nervioso, y es solo cuestión de tiempo que Wolfie
se dé cuenta. El tipo se da cuenta de todo, y es casi imposible
ocultarle algo.
—¿Estás bien? —pregunta Wolfie, evaluándome desde el
otro lado de la mesa con la frente arrugada.
—Sí.
—Vamos, Hayes. Te conocemos mejor que eso. ¿Qué te
pasa? —Wolfie me calla con una mirada seria.
Sabiendo que no debo rechazarlo, me froto con una mano
la barba incipiente de mi mandíbula y decido seguir con la
respuesta que no revela que he estado pensando en cómo se
vería su hermana desnuda.
—Um, la mierda salió la semana pasada con Samantha.
No es gran cosa.
—¿Samantha? Fue tu sabor del mes, ¿verdad? —Connor
se ríe contra su cerveza—. ¿Qué diablos pasó esta vez?
Gimoteo un sonido que mis amigos interpretan
correctamente.
—Así de malo, ¿eh? —Connor me mira de forma burlona.
Agarro un par de servilletas y escudriño mi comida. He
tenido relaciones más largas con una de estas hamburguesas
que él con una mujer. El tipo es alérgico a la monogamia. Un
mujeriego total. No estamos de acuerdo en muchas cosas,
pero somos amigos desde la universidad y es uno de mis
socios, así que hago todo lo posible por ser amable.
Como Connor es un soltero perpetuo, no espero que
entienda mi necesidad de compañía. Pero siempre he sido así;
es como estoy conectado. Me siento más yo mismo cuando
formo parte de un dúo. Pero debo estar haciendo algo mal,
debo ser el peor novio del mundo para terminar siempre en
esta misma posición después de unas semanas o meses.
Wolfie me mira fijamente.
—Dinos, Hayes.
Dios, ¿mataría al tipo sonreír de vez en cuando?
—Ella quería compromiso, y yo no estaba listo,—digo
alrededor de un bocado de mi hamburguesa.
Connor sonríe.
—Así que lo de siempre, entonces.
—Vete a la mierda. —Sonrío y le arrojo una papa frita a la
cara.
Wolfie sacude la cabeza.
—Compórtense, niños.
Si yo soy el Casanova del grupo, buscando constantemente
a mi otra mitad, y Connor es conocido por la puerta giratoria
en su dormitorio, Wolfie es como el padre de nuestro equipo.
Con su severa reputación y ese ceño fruncido perpetuo en su
cara, diría que eso lo solidifica. Siempre siento que lo estoy
decepcionando y nunca puedo decir que no, por lo que
siempre voy a ver a su hermana cuando me lo pide. Es lo
menos que puedo hacer. Especialmente porque sé cuánta
mierda pasaron él y Maren de pequeños.
—Conociéndote, probablemente ya has pasado a la
siguiente alma desafortunada —añade Connor antes de
meterse dos papas fritas en la boca.
Sacudo la cabeza con firmeza.
—No. Esta vez no. Necesito un descanso, hombre. Voy a
dejar de salir con nadie.
Wolfie se encuentra con mi mirada y asiente.
—Eso probablemente sea sabio.
Asiento, pero mis sentimientos sobre este tema no están
nada claros. Una parte de mí se preocupa de que no pueda
hacerlo. Otra parte se preocupa de que nunca encuentre una
buena mujer con la que asentarme. Y otra parte de mí se
pregunta por qué mis relaciones nunca parecen funcionar.
La conversación cambia a los negocios, lo que no es una
sorpresa, y me encuentro asintiendo y gruñendo en los
momentos apropiados. Ofrezco mi opinión cuando se necesita
o se pide, pero mi mente divaga.
Más específicamente, vaga directamente hacia Maren.
Cuando se abrió durante nuestro desayuno juntos sobre
sus problemas en el trabajo, la mirada sombría de su cara me
destripó. Tiene el peso del mundo sobre sus hombros, y no
hay manera de que pueda no ofrecer mi ayuda. Riverside es
más que un trabajo para ella, es el lugar seguro al que iba
después de la escuela. Es donde pasaba las tardes visitando a
su abuelo antes de que muriera. Es parte de lo que la
convierte en Maren
Cuando ya no tengo hambre, aparto mi plato medio vacío.
Un rápido vistazo a Wolfie confirma que no puede leer mis
pensamientos, y gracias a Dios, porque no siempre son tan
puros cuando se trata de su hermana pequeña.
Por mucho que intente evitar pensar en Maren como
cualquier otra cosa que no sea la hermana de Wolfie no es
fácil, y se hace más difícil cuanto más tiempo paso con ella.
Quiero ayudarla a conservar su trabajo, pero no es solo eso.
Quiero hacer muchas cosas con ella, si soy honesto, tanto
platónicas como no tan platónicas. Pero, si voy a permanecer
soltero un tiempo, necesito ignorar todos esos pensamientos,
y bien podría usar mi nuevo tiempo libre para algo bueno.
Y ahí es cuando me doy cuenta. Puede que haya pensado
en la solución perfecta para ayudar a Maren. Y, si también
implica pasar mucho tiempo extra con ella, que así sea.
Tal vez ponga fin a este extraño mal humor que tengo,
siempre y cuando me controle y tenga en mente el objetivo
final.
Capítulo 4
Maren
—¡Hola, Maren! —grita la señora Jones desde su silla de
ruedas en el pasillo.
Saco la cabeza de mi oficina para saludarla. Su asistente
de enfermería espera pacientemente a que el intercambio
termine, envolviendo con sus dedos con manicura perfecta las
manijas de la silla de ruedas.
La señora Jones es una residente que necesita supervisión
y cuidado constante. Desde que se resbaló en la bañera la
primavera pasada, ha estado rodando sobre cuatro ruedas. Si
me preguntas a mí, creo que le gusta el servicio de chofer.
—Hola, señora Jones. ¿cómo esta su espalda hoy?
—Mejor. —Sonríe, y las arrugas se profundizan alrededor
de sus grandes ojos marrones—. El masajista que trajo fue
maravilloso. No sabía que los hombres hicieran ese tipo de
trabajo.
Sonrío a través de la vergüenza. Es extraño para mí lo que
algunos de estos ancianos se aferran a sus pasados...
especialmente los prejuicios anticuados que parecen llevar a
estos pequeños comentarios improvisados. Pero luego
recuerdo que tal vez no vuelva a ver a la señora Jones
después de este mes. Si Riverside cierra, puede que no vuelva
a ver a ninguno de mis residentes. Y sé que extrañaría mucho
estas conversaciones.
—La gente está haciendo todo tipo de trabajo en estos días.
Mírame a mí —digo encogiéndome de hombros.
—Hora de desayunar y del club de lectura —dice
suavemente la enfermera.
Le doy un saludo a la señora Jones.
—Debería pedirle prestada ese masajista la próxima vez —
digo mientras la enfermera la aleja—. No lo canse, ¿de
acuerdo?
Todavía puedo oír a la señora Jones riéndose cuando las
puertas del ascensor se cierran detrás de ellas.
Mi estómago se queja. Normalmente desayuno antes de
venir a trabajar, pero desde la reunión de personal, me cuesta
salir de la cama a tiempo para el trabajo, y mucho menos
para comer.
Después de terminar un correo electrónico, me embolso mi
identificación de Riverside y cierro con llave la puerta de mi
oficina detrás de mí, recorriendo el corto trayecto por el
pasillo hasta el ascensor. Cuando me lleva al cuarto piso, la
señora Jones y su club de lectura ya están situados en el
restaurante con tazones de fruta fresca y avena.
Tomo una bandeja y opto por un sándwich de desayuno.
La cajera asiente cuando le muestro mi identificación,
presionando los botones que ponen la comida en mi cuenta,
palabras elegantes para descontar de mi sueldo unos pocos
dólares. La comida aquí es sorprendentemente buena, así que
no me importa ni un poco.
Durante las comidas, me esfuerzo por sentarme con los
residentes. Parte de mi trabajo es ser el punto de contacto
entre un residente y su equipo médico. Tengo reuniones
bimensuales con cada residente, según lo permita el horario.
Las charlas con café y galletas son una forma fácil de evitar la
burocracia y mantener mi dedo sobre el pulso literal de
Riverside.
El sol de la mañana fluye agradablemente a través de las
altas ventanas que dan al patio interior, atrayéndome a través
del suelo. Allí encuentro a una de mis personas favoritas,
Donald, relajado en un sillón naranja. Tiene los ojos cerrados,
y su pecho sube y baja mientras duerme tranquilamente.
Coloco mi bandeja en la mesa de café tan silenciosamente
como puedo. Llevandome mi sándwich de salchicha y huevo a
los labios, doy un mordisco cauteloso. El crujido es lo
suficientemente fuerte como para despertar a los muertos.
—¿Y esta es la canción de cuna que merezco? —se queja
Donald mientras abre los ojos, siendo la imagen perfecta de
un viejo gruñón.
Pero sé que en realidad no es gruñón. Siempre hay un
brillo en sus tormentosos ojos azules, prometiendo buen
humor y bromas interminables. Me vendría bien un poco de
entretenimiento hoy.
—Lo siento, Don. —Me río, cubriendome la boca con una
mano—. El pan está tostado.
—¿Tostado? Por ese crujido, habría adivinado que está
hecho de grava.
—Espero que no. —Finjo preocupación, inspeccionando el
sándwich.
—Eres nueva aquí, chica. Te acostumbrarás —me dice con
un guiño.
Compartimos la misma sonrisa de siempre cuando me dice
lo nueva que soy. Para Don, un par de años aquí significa que
sigo siendo nueva. Pero no me siento nueva. De cualquier
manera, no me importa la burla, y es seguro que no me
importa que me llamen niña cuando es Don quien lo hace.
Supongo que, de todos los residentes de aquí, él es el que más
me recuerda a mi abuelo.
—¿Cómo lo llevas hoy, Don?
—Oh, la pregunta obligatoria —dice, enderezando su
postura como el buen estudiante que estoy segura que fue—.
Bien. Muy bien. ¿Y cómo estás tú?
—Oh, estoy bien. —Sonrío de forma poco convincente, y él
levanta una ceja blanca y enjuta.
—No me mientas —dice, con tono severo en su voz.
Érase una vez, Don era un profesor de universidad, y uno
estricto me han dicho. No tiene sentido ocultarle nada al
hombre. Pero técnicamente no tenemos luz verde para hablar
con los residentes sobre los problemas financieros de
Riverside, así que tendré que andarme con rodeos.
—Solo estoy cansada. Pasé las últimas noches despierta
hasta tarde, tratando de resolver un problema.
Ya está. Es cierto, pero lo suficientemente vago como para
no levantar ninguna bandera roja. Don es escéptico, sin
embargo, me entrecierra los ojos como si tratara de leer mi
mente.
Ni hablar, Don.
Finalmente se rinde, inclinándose hacia adelante con un
resoplido y extendiendo una mano. Tomo su palma con la
mía, suave y áspera al mismo tiempo, su piel blanca marcada
con manchas de edad. Me duele el corazón cada vez que
recuerdo su edad. Noventa y cuatro en su último cumpleaños.
No puedo soportar más pérdidas en mi vida, pero también sé
que no estará para siempre.
—Llevo vivo más de noventa años, Maren. Y no he visto a
mucha gente trabajar tan duro y tanto como tú. Si trabajas
por ello, sucederá. —Con eso, me da una palmadita en la
mano y se reclina en el sillón con un suspiro—. Ahora toma
tu desayuno para que puedas volver a ello.
Mis ojos pican con lágrimas, pero parpadeo. Aún no he
llorado delante de un residente, y no pienso cruzar esa línea
hoy.
—Sí, señor —susurro con una sonrisa irónica.
Sin decir una palabra más, termino mi desayuno mientras
Don reanuda su siesta matutina. De camino de vuelta a mi
oficina, señalo a una enfermera y le pido que vea a Don en
una hora. Su cuello se acalambra si duerme mal, después de
todo.
En mi oficina, Peggy está esperando en la puerta.
—Lo siento, ¿olvidé una reunión? —pregunto,
reflexivamente buscando mi teléfono para revisar mi
aplicación de calendario.
—No, no, para nada. Solo me preguntaba si podíamos
hablar un segundo, —dice, sonando preocupada.
—Por supuesto.
Peggy me sigue al interior, cerrando la puerta tras de sí
antes de caer en la silla frente a mi escritorio con un pesado
suspiro. En el momento en que hacemos contacto visual,
estalla en lágrimas.
Entro en acción, agarrando los pañuelos de encima de mi
archivador y deslizándolos por el escritorio hacia ella. Toma
un pañuelo con un suave agradecimiento y se limpia las
lágrimas de sus sonrojadas mejillas. Las abultadas cuentas
de su collar retumban con cada respiración temblorosa.
—¿Qué está pasando? —pregunto, con un bulto que se
forma en mi garganta mientras me preparo para lo peor que
podría decir.
—Oh, ya sabes —dice sorbiéndose los mocos—. Facturas
por pagar que dicen que tenemos hasta el final del mes antes
de que tengamos que recortar la nómina. Me veré obligada a
despedir a muchos empleados —dice, y luego se disuelve en
otro charco de lágrimas.
Necesito todo el profesionalismo que hay en mí para no
ceder a la tragedia de todo esto y llorar con ella.
—¿No hay nada que podamos hacer? —pregunto, con la
garganta apretada—. Tiene que haber algo.
—Bueno, no que yo haya encontrado. Podemos buscar
préstamos, pero no sé cómo los pagaríamos. A menos que un
gran donante llegue y salve el día, Riverside como lo
conocemos está acabado. Se ha vuelto demasiado caro de
operar. —Peggy se ahoga.
Se recompone y se endereza en la silla, con una nueva
determinación en sus ojos.
—Maren, eres una joven maravillosa y trabajadora.
Deberías buscar otro trabajo más pronto que tarde, antes de
que todos los demás empiecen a buscar. Apúntame como tu
referencia. Le diré a cualquier empleador potencial lo increíble
que eres. Serías una bendición para cualquiera.
—Gracias, Peggy —digo con una débil sonrisa, deseando
que esta conversación termine. En realidad desearía que esta
conversación fuera una que nunca tuviera que suceder. Todo
lo que quiero hacer es salir corriendo de aquí, saltar al metro
y llevarla directamente a mi apartamento en la parte alta de la
ciudad donde pueda llorar en paz, lejos de todo el mundo.
Peggy me acerca y me da un gran abrazo antes de irse.
La abrazo con fuerza, sabiendo que lo que siento debe
estar multiplicado por diez para ella. Ha estado aquí más de
una década, así que no puedo imaginar lo que esto le debe
estar haciendo.
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***
—-¡Oh, Maren! No sabía que siguieras aquí.
Nada me hace sentir más como si tuviera dieciséis años de
nuevo que sorprender a mi abuela con una chica por la
mañana. Pero esta no es cualquier chica. Es Maren. ¿Y el
hecho de que siga aquí ahora mismo, huyendo de mi
dormitorio? Bueno, eso es más o menos nuestra arma
humeante.
Rosie nos da una sonrisa divertida, y Maren se ruboriza
tanto que todo su pecho se pone rojo.
—Buenos días, Rosie —dice mansamente, tomando una
taza de café y sentándose a la mesa.
Rosie se ríe y le da una palmadita en el brazo.
—No hay necesidad de tener vergüenza a mi alrededor,
cariño. Yo también fui joven una vez, sabes.
La miro y me devuelve la mirada. Yo también vivo aquí, me
dicen los ojos de Rosie, y no creas que no sé lo que está
pasando aquí.
—Entonces, Rosie, ¿algún gran plan para el día? —
pregunta Maren, claramente desesperada por un cambio de
tema.
—Probablemente otro día de jabones y tus libros favoritos,
¿verdad, abuela? —pregunto.
Rosie se encoge de hombros.
—¿Tan predecible soy?
—Deberías venir a Riverside —dice Maren, medio para sí.
—Oh, no, no querría imponerme —dice Rosie.
—No, no serías una imposición en absoluto. Los invitados
son siempre bienvenidos en el centro comunitario. Hoy es día
de bingo, si estás dispuesta a probar suerte. —Maren le
sonríe ampliamente, y no puedo evitar sonreír al verla.
—Bueno, me encanta el bingo —dice Rosie.
—¿Entonces vendrás? —Maren está prácticamente a punto
de caerse de su silla.
—Está bien, iré.
Maren grita y lleva a Rosie a un abrazo. Es agradable
verlas así.
—Las llevaré a las dos —digo.
—Bueno, necesito mi auto —me recuerda Maren.
—Vale, las dejaré a los dos en casa para que puedan ir, y
luego iré a recoger a Rosie cuando acabe el bingo.
—Está bien. —Maren le da a Rosie una sonrisa—. El bingo
es a las once. Y no te preocupes, Rosie, te cuidaremos muy
bien en Riverside. Tenemos café, pasteles, fruta. Quieras lo
que quieras, hay una buena posibilidad de que lo hagamos
realidad.
Rosie sonríe y mira entre nosotros.
—Oh, no te preocupes, querida. No estoy preocupada en
absoluto. De hecho, tengo un muy buen presentimiento sobre
todo esto.
Capítulo 16
Maren
—Siempre he dicho que Hayes debería sentar cabeza con
una buena chica como tú.
Rosie me mira a través de sus gafas de ojos de gato, y se
lleva a la boca otra menta del frasco de mi escritorio. Ha
accedido amablemente a dejarme pasar por mi oficina y
enviar unos cuantos emails antes de dejarla en el bingo. Pero
ahora, cómodamente sentada en la silla frente a mi escritorio,
parece no tener ningún interés en darme un tiempo de
concentración.
—Rosie —digo, lamentando el vestido de manga larga que
me puse después de que Hayes nos dejara en mi
apartamento. De repente hace mucho calor aquí—. No sé si...
—Es un verdadero encanto, mi nieto. Y un caballero,
cuando se esfuerza. Siempre le he dicho que si tratara a una
joven como trata a su abuela, ya estaría casado. Aunque no
me importa la atención —dice con una risa, con una mano
apoyada en su corazón.
Una sonrisa supera mis defensas. Hay algo tan
desarmante en Rosie, que no puedes evitar contarle todos tus
secretos.
La verdad es que me gusta donde Hayes y yo estamos
ahora, en esta especie de amigos con beneficios, escenario de
preguntarse si lo haremos o no. No puedo saber con seguridad
si durará más que una de sus típicas aventuras.
Me esfuerzo mucho en no pensar más allá de nuestra
próxima cita. Prefiero pensar en el sexo alucinante que hemos
tenido, el completo abandono con el que entrego mi cuerpo a
sus hambrientas boca y manos.
Los recuerdos de su gruesa longitud, que me golpean de
repente, despiertan una tensión familiar en lo profundo de mi
vientre, enraizándome en el presente donde la inocente
anciana frente a mí no tiene ni idea de mis sucios
pensamientos. Un poco de mala gana, cierro mi computadora,
dándole a Rosie toda mi atención.
—La verdad es que me gusta mucho Hayes. Mucho.
Rosie se ríe.
—Me doy cuenta.
Juro que la temperatura de esta habitación ha subido diez
grados desde que llegamos hace quince minutos.
—Creo que yo también le gusto a Hayes. Bueno... —Hago
una pausa, pensando—. Al menos le atraigo.
—Dudo que haya una diferencia en la cabeza de Hayes —
dice Rosie a sabiendas, y siento mi corazón apretar.
¿No sabe que podría estar preparándome para la decepción
de mi vida?
—Cierto —digo, rascándome la sien. Rosie se acerca e,
inconscientemente, yo también—. Es solo que nunca ha sido
realmente del tipo de compromiso. Siempre ha habido algo
que lo ha frenado.
Ella asiente antes de que las palabras salgan
completamente de mi boca.
—Lo ha habido. Pero una vez que esté con la chica
adecuada nada de eso importará ya. Créeme, lo sé.
Con un lento suspiro, me reclino. Por muy sabia que sea,
no tengo ni idea de si Rosie tiene razón en esto.
Me aclaro la garganta.
—Bueno, basta de hablar de todo eso. ¿Lista para ganar
algunas rondas de bingo de alto riesgo?
Rosie enarca una sola ceja enjuta, pero no dice nada más.
En cambio, recoge su bolso y me hace gestos para que le
muestre el camino.
Parece que a mi invitada le gusta Riverside más que a mí.
El bingo no es hasta las diez, y Rosie no es de las que
esperan, así que insiste en que le dé un recorrido por las
instalaciones. Está fascinada con cada rincón y grieta
mientras la acompaño por cada pasillo de residentes, a través
de la sala médica, pasando por el patio y de vuelta al pasillo
principal, para finalmente detenerse en el centro de
electrónicas.
Pero, cuando atravesamos las puertas dobles de la sala de
juegos, veo a un puñado de ayudantes reorganizando los
asientos y recuerdo que un coro del campamento de verano se
nos unirá esta mañana.
Asegurándome de que Rosie esté cómoda en la pequeña
cocina de la habitación, preparándose un poco de té, ayudo a
sentar a los residentes que entran uno a uno. Algunos están
confundidos, otros malhumorados, pero la mayoría están
ansiosos de que otro evento emocionante tenga lugar. El
grupo de unos treinta niños es un éxito total entre nuestros
residentes, que visitan por segunda vez esta semana un
campamento de verano para niños.
Por suerte para nosotros, nuestra recaudación de fondos
asignó a Riverside mucho más que dinero. Con la cobertura
de la prensa y la participación de la empresa, la atención
sobre nuestra pequeña operación ha rejuvenecido tanto
nuestra situación financiera como nuestra programación.
Incluso la oficina del concejal está ahora involucrada. Hay un
flujo constante de mensajes en mi buzón, propietarios de
pequeñas empresas y departamentos de recursos humanos
preguntando cómo puede contribuir su empresa.
Si el coro de niños locales no está de visita, entonces los
vendedores se dejan caer para donar frutas frescas, verduras,
mermeladas y quesos como en un mercado de granjeros,
recordando a nuestros residentes lo que es comprar comida.
Uno de los colectivos de arte del vecindario incluso visitó la
semana pasada, proporcionando toda la pintura, pinceles,
batas y lienzos para hacer un glorioso lío de piezas de arte
abstracto que ahora cuelgan a lo largo de las paredes del
corredor principal. Estoy muy entusiasmada con el programa
extracurricular Compañero de Lectura que ofreceremos a
finales de agosto, en el que los niños en edad escolar leerán a
nuestros residentes y viceversa.
En poco tiempo, unas pocas docenas de residentes se
apiñan en la sala, y las sillas de ruedas y los sofás se
reorganizan para servir como asientos del público. A las
nueve y media los niños entran en fila, con polos verdes y
pantalones cortos caqui a juego.
Escudriñando la habitación, encuentro a Rosie de pie
donde la dejé, pero ya no está sola. Don, tan encantador como
es, se inclina sobre su propia taza de té y murmura algún
chiste que tiene a Rosie meciéndose de risa.
—Uh-oh, eso no puede ser bueno. —Me río, acercándome
con los brazos cruzados sobre mi pecho y una severidad
juguetona en mi voz—. Veo que has conocido a Don, Rosie. No
creas nada de lo que te diga, especialmente si es sobre el
pastel de carne.
—No habíamos llegado tan lejos —exclama Don en tono de
burla, volviéndose hacia Rosie para preguntarle—: ¿Has visto
la película de 1973 Soylent Green?
No entiendo la referencia, pero Rosie se ríe a carcajadas.
Mi corazón se llena de alegría. Es raro ver florecer una
amistad entre dos personas delante de tus ojos. Creo que
nunca he visto a Don tan carismático o a Rosie tan
despreocupada.
—¿Dónde has estado escondiendo este tesoro, Maren? —
pregunta, frotándose los ojos con una servilleta—. Es un
absoluto alboroto.
Somos los únicos que seguimos hablando cuando el
director del coro da un paso adelante, aclarándose la
garganta frente al micrófono antes de presentar a los niños.
Riéndose como preadolescentes que acaban de ser
reprendidos, nos colamos en la última fila y nos apretujamos
en un sofá. La música es encantadora, incluso cuando los
niños olvidan la letra de una versión corta de “Let It Be” de los
Beatles. Cuando empiezan su tercera y última canción, tengo
que empujar a Don suavemente con el codo para evitar que
interrumpa el canto con otra broma a Rosie. Me lanza una
mirada de leve desdén. Sonrío y le hago un guiño antes de
asentir hacia Rosie.
—Una canción más, ¿de acuerdo? Luego puedes volver a
coquetear.
—¿Quién, yo? —pregunta, pero la sonrisa de sus labios es
imposible de perder.
La versión de los estudiantes del “Ave María” es un poco
torpe, pero a ninguno de los residentes parece importarle lo
más mínimo. Escucho una nariz a mi derecha y me doy la
vuelta para encontrar a Rosie llorando con las notas finales.
Cuando empiezan los aplausos, se levanta del sofá, gritando y
pidiendo un bis. Mientras que un puñado de nuestros
residentes más reservados parecen agitados por el estallido, la
emoción se va apoderando de las filas hasta que casi toda la
habitación está cantando, pidiendo más. La pobre directora
del coro parece nerviosa, buscando a tientas en su carpeta de
música.
—Lo siento —dice en el micrófono—. Esa es toda la música
que hemos preparado.
—¿Conocen “Estrellita del lugar”? —grita Don.
Los niños asienten y uno grita:
—¡Claro!
—¡Sí! —Rosie llora, poniendo sus manos sobre su corazón
—. Por favor canten para nosotros, estrellitas.
Yo también estoy bastante aturdida, pero tengo que
admitir que estos dos parecen hechos para el otro. Cuando el
director del coro dirige una temblorosa interpretación del
clásico de la canción infantil, Don y Rosie comparten una
sonrisa triunfal. Por primera vez en mi vida, me siento
honrada de ser la tercera en discordia.
Ni Rosie ni Don están tan interesados en el bingo como en
el otro, así que los dejo vagar juntos por el patio, charlando
hasta cansarse. Cuando mi teléfono suena a las once menos
cuarto, mi corazón se salta un latido cuando el nombre
ilumina mi pantalla.
Hayes.
—Hola —digo, pasando una mano por mi cabello.
—Hola, paloma. —Su voz baja suena deliciosa por teléfono,
como miel caliente derretida—. Estoy a punto de salir a
recoger a Rosie, pero no contesta al teléfono. ¿Está todo bien?
Me río, asomándome por la ventana para ver a Don
riéndose de uno de los comentarios sarcásticos de Rosie.
—Todo está totalmente bien. Solo está distraída.
—Un juego de bingo bastante acalorado, ¿eh?
—En realidad, se ha llevado bien con uno de los
residentes. Están dando un paseo por el patio ahora mismo, y
dentro de un rato almorzarán juntos en la cafetería.
—Oh, Dios. —Hayes suspira—. No dejes que Rosie aburra
a su amigo con cuentos de sus aventuras con la colcha.
—Por lo que parece, Don se aferra a cada palabra. —Hay
una larga pausa en el otro extremo—. Hayes, ¿sigues ahí?
—Sí, sí. ¿Es Dawn, como en A-W-N-o Don, como en O-N.
—D-O-N. Resulta que es mi residente favorito. Es muy
dulce... se han convertido en amigos rápidos.
Otra pausa.
—Huh. —La voz de Hayes suena estrangulada.
¿Qué podría estar molestándole? No es propio de Hayes ser
tan brusco conmigo.
—¿Qué es? —pregunto.
—Rosie no ha tenido una cita en unos sesenta años, Mare.
Me río, aliviada de que él solo se sienta raro por la
situación y no se moleste conmigo por dejar a su abuela sin
correa.
—Entonces tal vez sea hora de que vuelva a la silla de
montar.
—Oh, Dios, no menciones la silla de montar —dice con un
gemido—. Mi abuela no montará a nadie ni a nada.
Me río y murmuro una disculpa.
—Mala analogía. Culpa mía.
Hayes refunfuña algo suavemente. No puedo decir si está
realmente agitado por su encuentro con Don o simplemente
desconcertado por esta noticia.
—Bueno, hay una primera vez para todo —digo con una
sonrisa.
—Supongo —murmura. Después de otro silencio
incómodo, agrega—: Entonces pasaré alrededor de la una.
¿Eso les viene bien a ti y a D-O-N Don?
Oh, Dios mío, ¡realmente está molesto por esto! Tengo que
morderme la parte interior de la mejilla para evitar que se
divierta más.
—Por supuesto. Nos vemos pronto.
—Sí —gruñe Hayes.
Me guardo el teléfono, sonriendo de oreja a oreja. Afuera,
en el patio, Don y Rosie están sentados juntos en un banco
en profunda conversación, con expresiones serias en sus
rostros. Rosie pone una mano sobre la de Don, un gesto de
compasión.
Esto va a ser increíble.
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