ocupantes aparcó frente a unos chalets adosados bastante antiguos. Era de noche, pasada la media, y tan solo las luces de las farolas se atrevían a deambular por las calles, mojadas todavía por una reciente lluvia de finales de primavera. —¿Quiere que le acompañe, Jefe? — preguntó el que conducía. —No, esta vez no hará falta — contestó el otro bajando de la furgoneta. Se dirigió a una de las puertas y tocó el timbre de una casa blanca, con dos alturas y un pequeño jardín algo descuidado. Al igual que en la casa de al lado, dentro todo estaba apagado, en silencio. Volvió a tocar el timbre. El ruido de un coche que pasó lentamente por la calle despertó a un gato negro. —¡Ya voy! ¿Quién coño será a estas horas? —Se escuchó desde dentro de la casa mientras se encendía la luz de la entrada. La puerta se abrió de un modo algo brusco. —Mi querido partener… —dijo arrastrando la última palabra en su idioma materno, disfrutando de la sorpresa y esperando la invitación para pasar dentro. Al verle la cara se le heló la sangre y, después, poco a poco todo el cuerpo. Le desapareció el rostro que tenía minutos antes mientras dormía plácidamente junto a su mujer y en su lugar apareció otro que ya casi ni recordaba, un rostro que dibujaba terror. Aquel hombre calvo, bajito, con bigote, y ahora helado y asustado, supo entonces que donde hubo fuego siempre quedarán cenizas, que el pasado oscuro siempre anda tras una persona cual sombra, esperando el momento más débil y oportuno, para aparecer de nuevo y envolverte. —T… t… tú… —consiguió articular con voz queda el hombre—. Pasa… —Gracias. —A pesar de que el tiempo era agradable, casi veraniego, aquel agradecimiento de cortesía sonó muy frío. Pasaron al comedor. Desde fuera el hombre que esperaba en la furgoneta blanca vio cómo se encendía la luz del mismo. —¿Qué ocurre? Quiero decir…, cuánto tiempo…, creía que te habías ido…, o algo. Siento mucho lo de tu hermano… —Las palabras sonaban torpes al igual que lo eran sus movimientos. —Mateo, necesito tu ayuda… —dijo sin más preámbulos. —Pero, Nicolav… —comenzó a decir—. Jefe... —rectificó. —Necesito que me prometas que me vas a ayudar si así lo requiero—le cortó, pues no estaba acostumbrado a peros y noes. —Pero… ya sabes que estoy limpio. Tengo una nueva vida, ya lo dejé, lo acordamos. —¡Maldito gilipollas! —levantó la voz impaciente—. ¿Quién coño te crees que te pagó esta casa con jardín? —Tú… —Mateo se encogió todavía un poco más. —A parte de Mihail, eres la única persona en la que puedo confiar para este trabajo. —Mihail… —El hombre comenzó a temblar sin poder disimularlo—. ¿Dónde está? —preguntó con la esperanza de que no estuviera por allí, cerca de él, ni de su mujer y sus hijas que dormían en el piso de arriba, de momento, ajenas a todo. Mateo no tenía claro a quién temía más, si a la persona que tenía allí delante, o a la que en ese momento se encontraba fuera, en una furgoneta blanca esperando. —Está fuera, esperando… —dijo Nicolav muy lentamente y disfrutando del miedo que sabía que provocaban esas palabras.
De repente desde fuera, Mihail, el
temido hombre que esperaba en la furgoneta, observó a través de la puerta de la casa cómo se encendía, de nuevo, la luz de la entrada, cogió la pistola que guardaba en la guantera y jugueteó con ella en la mano. Por el momento no había motivos para desobedecer la orden de su jefe.
—Cariño. ¿Qué pasa? ¿Quién es? —
Por la puerta del comedor apareció una mujer más joven, alta y guapa que su marido. Se llevó la mano a la boca para ahogar un grito cuando vio con quién estaba el hombre al que reclamaba en su cama. —Buenas noches —dijo Nicolav sonriendo fríamente, e intentando recordar el nombre de esa mujer, a la que él mismo trajo de Rumanía y prostituyó durante un tiempo. La mujer no pudo contestar, tal vez porque si conseguía articular alguna palabra se le escaparía el chillido que todavía intentaba contener, o se le acentuarían las lágrimas que ya comenzaban a brotar de sus ojos. El hombre que la observaba detenidamente le había arruinado la vida, para después, como si de su dueño se tratase, hacerle el «favor» de dejarle abandonar la calle para casarse con Mateo, el único hombre que no le pagaba ni pegaba al acostarse con ella. Nicolav adivinó, mientras la seguía observando, que habría tenido al menos un hijo, pues el cuerpo se le había estropeado un poco. Algo impensable cuando él prostituía a mujeres como aquella y les obligaba a frecuentar un gimnasio, al menos cuatro veces por semana. —Yo ya me marchaba —dijo levantándose y dirigiéndose de nuevo al hombre calvo que estaba sumido en el más absoluto silencio y temor—. Tan solo venía a traer una invitación para una fiesta a Mateo —continuó, dejándole una tarjeta encima de la mesa —. Desafortunadamente es una fiesta solo para hombres —le dijo a la mujer, que se apartó y cerró los ojos cuando le besó la mano y salió por la puerta de su casa.
—¿Qué tal ha ido, Jefe? —preguntó el
impaciente hombre de la furgoneta cuando Nicolav entró en el vehículo. —Bien. Podemos contar con él… — Se quedó mirando hacia la puerta de la casa—. Podemos fiarnos. —¿Cómo está tan seguro? ¿Cómo podemos fiarnos de él? —dijo mientras el ruido del arranque de la furgoneta rompía el silencio de la calle. —Por el miedo. Mihail sonrió contento con aquella respuesta.
Mientras tanto, en el interior de la
casa, aquella casa que ya nunca volvería a ser la misma, una mujer sollozaba y Mateo, su marido asustado, sujetaba con las manos temblorosas una tarjeta en la que aparecía una dirección, una fecha y una hora. CAPÍTULO 2
Era un amigo de verdad, de los que
sabe verdaderamente cuándo necesitas ayuda aunque la niegues, sabe cuándo dejarte solo, cuándo es el momento de darte un buen consejo, cómo hacerte reír y cuándo ofrecerte un hombro en el que llorar. Pero sobre todo, era un amigo de los que siempre siempre están ahí. Para Santi, Rubén era un hermano del que solo le separaba la palabra amistad. —Y entonces me dice: «¿Estás solo en casa?». Y yo le digo que no. ¿Y sabes qué me responde? —Esperó para ver si su amigo le respondía—. Que le daba más morbo si nos podían escuchar mis padres —dijo al no obtener respuesta.
Un chico que iba en el metro con ellos
levantó la vista de su teléfono móvil y les miró, había estado prestando más atención a la conversación que el propio Santi. Rubén le miró fijamente y el chico volvió a bajar la vista a su teléfono móvil, pero su atención seguía expectante a que siguiera con la historia. —Oye, ¿tú cuántas empanadillas te has comido hoy? —bromeó para ver si volvía a recuperar la atención de su amigo—. ¿Más de la cuenta? —Hoy todavía no me he comido ninguna, mira por dónde. —Vaya… Pues esto es peor de lo que me temía. Aunque Rubén ya sabía de lejos qué es lo que pasaba por la cabeza de su mejor amigo, quería distraerle, quería que dejara de pensar en ella, que la olvidara así de golpe y porrazo, al menos mientras el recuerdo le doliera, como podía observar y era el caso. —Que no, que no, sigue que te estoy escuchando y quedan tres paradas, así que acelera. —Bueno, luego si quieres podemos quedar un rato, ¿no? A tomar unas cervezas. —Y dale con la cerveza. Yo voy a ir al gimnasio y luego a correr. Tú lo que deberías hacer es venirte y dejarte de tanto jamón y tantas papas fritas que yo no sé cómo no se asustan las chicas cuando te quitas la camiseta. —Ja, ja, ja, ja, cabrón. Sí, la verdad es que tengo que ponerme a correr un poco. —Se defendió mirándose la barriga. Santi había perdido la cuenta de las veces que había escuchado aquella frase. —Mira, te voy a enseñar una foto, para que la veas. Rubén sacó el teléfono móvil y Santi se dio cuenta de que solamente él y una mujer mayor, que leía un libro de papel, no tenían uno de esos aparatos electrónicos en la mano, en aquel metro. Al desbloquear la pantalla, lo que apareció conmocionó a Santi: de fondo de pantalla, allí estaban los dos amigos cogidos por el cuello y sonriendo a la cámara. Rubén era más corpulento, fruto del gimnasio, una dieta demasiado proteica y unos batidos que más bien le vaciaban el bolsillo, tenía el pelo más largo, algunos días peinado, otros días no, sus ojos eran azul claro y le hacían ligar tan solo una tercera parte de lo que él aseguraba, en la actualidad conservaba todos esos rasgos, quizás, con el añadido de unos kilos más. Santi estaba igual que en la foto: tenía el pelo corto, negro y sus ojos podían variar de un color marrón claro a verde claro si le daba el sol, era un poco más alto que su amigo de lo cual siempre se jactaba, y su cuerpo, fruto de su afición al deporte aeróbico y herencia de su padre, era delgado y definido. Aquella foto también le removió un poco el pasado, un pasado no muy lejano, un pasado en el que solo existía ella, la misma chica que les hizo esa foto. Desde los dieciséis años hasta los dieciocho, en la vida de Santi solo existía Mara. Era la chica de sus sueños y la de muchos otros más, cosa que ella no pudo pasar por alto. Se enamoró por primera vez de una chica y se olvidó de su mejor amigo Rubén, a pesar de que, con catorce años e inocentemente, se prometieron que una chica jamás les haría separarse. Ni una chica ni nada en el mundo. La amistad sería lo primero, incluso la familia podría esperar. Rubén jamás le tuvo en cuenta esa época en la que, con suerte, veía a su mejor amigo una o dos veces por semana. Ahora, con diecinueve años, Rubén seguía fiel a su promesa, como siempre, y Santi la había vuelto a hacer, aunque esta vez, en silencio. —¿Eh? ¿A que está buena? —le dijo acercándole, todavía más, el móvil a la cara. —Que sí, pesado. —Tiene un par de… ¿Eh? Y mira esta es su amiga. —Probó Rubén—. Y también tiene un par de… —continuó con una amplia y pícara sonrisa. —Mira, pues un par de una y un par de otra, ya tienes dos pares para ti solito —le cortó su amigo. —Sabes que el día que haga un trío te enviaré un vídeo, quizás te haga una videollamada. —¡DIOS! ¡NO! —chilló Santi, y el chico de enfrente volvió a levantar la vista. El metro anunció la parada de los dos amigos: «Próxima parada: Joaquín Sorolla- Jesús». El chico volvió a mirarlos antes de que salieran y esta vez Santi observó una pulsera en su mano con la bandera de los colores del orgullo gay. Le miró y sintió una verdadera admiración hacia él, era bastante joven y no ocultaba su verdad. Él, sin embargo, sí la ocultaba, y le estaba comiendo por dentro, le producía insomnio, lágrimas y un poco de ansiedad. Pero su orgullo no le permitía hablar con nadie del tema, ni con la persona que había provocado que se sintiera así. —Estás empanado. —Y le dio una colleja sacándolo de sus pensamientos. Santi comenzó a correr detrás de su amigo por las escaleras para devolvérsela. Una señora bajaba y los miró con cara extraña. Para disgusto de Santi, llevaba puesto un abrigo de pieles que no sabía distinguir si era sintético o no. Al pasar por su lado, Rubén casi la tiró, y la señora tuvo que agarrarse a la barandilla. —Señora, le pido disculpas. Hoy no he tomado mi medicación y estoy un poco nervioso. Me he escapado del centro psiquiátrico y este es mi compañero de celda: Mou. —A vosotros os ponía yo a trabajar, pero rápido, a ver si aportabais algo a esta sociedad —gritó la señora alarmada, todavía agarrada a la barandilla. —Ja, ja, ja, ja, la vieja, seguro que viene de fundirle la visa al marido — dijo Rubén cuando esta ya había desaparecido por las escaleras—. Bueno, me voy a casa que quiero ir al gimnasio un rato antes de salir con estos. ¡Por fin es viernes! —exclamó como si fuese William Wallace gritando libertad —. Ya sabes, te veo hoy o mañana, no me folles. —¿No me folles? Eso quisieras tú, bueno y el chico del metro, que era homosexual y te estaba mirando pero bien, cuando has salido te ha mirado el culo haciendo esto con la lengua. Hizo ese gesto, aparentemente sexy, de quitarse la espuma de la cerveza de la boca. Rubén comenzó a reírse y se chocaron la mano. Cada uno tomó una dirección. —¡Haz un poco de cinta en el gimnasio! —se despidió Santi sin darse la vuelta. —Sííííí, está bieeeen. En vez de coger el autobús, Santi decidió irse andando al piso donde vivía con su hermana pequeña. Su tía, la hermana de su padre, vivía justo arriba con su marido, dos gatos y la imposibilidad de tener hijos. A Santi le gustaba andar solo, le hacía reflexionar, se sumergía en sus pensamientos, en sus preguntas y le aclaraba las ideas. Mientras caminaba por la acera, ajeno al vaivén del tráfico, a la gente con y sin prisas y los ruidos típicos de la ciudad, no podía evitar repetirse una y otra vez la misma pregunta: «¿Se habrá acabado el amor?». Su mente, al igual que el cielo que se podía observar entre los edificios de la calle, estaba nublada. Necesitaba despejarse. Pronto, las nubes irían adquiriendo un color más oscuro, para descargar una pequeña lluvia, quizás algún trueno, y así volver a la normalidad. Santi estaba saturado, necesitaba urgentemente hablar con alguien, gritar, llorar, rabiar o romper algún plato, pero él, al contrario que las nubes, era incapaz de vaciarse.
Reflexionó sobre Rubén: «¿No es la
amistad una manifestación del amor?». Su fachada dejaba ver que quería estar solo y, por supuesto, la gente lo comprendía, pero en su fuero interno sabía que necesitaba compañía, y la de su mejor amigo le agradaba como siempre lo había hecho. Tan solo una vez discutieron, para luego unir más todavía sus lazos de amistad. Recordó aquella historia de hacía unos seis meses que a él le parecían seis años. Quizás el subconsciente intentaba olvidar por todos los medios aquel fatídico día de invierno en el que su hermana de tan solo catorce años entró llorando a casa, mientras él estaba semidesnudo bajo el calor de una mala manta y una buena compañía. Un chico dos años mayor que ella le había obligado a hacer cosas que no quería. Su hermana, una niña que apenas rozaba la adolescencia y que todavía tenía alguna muñeca en la habitación de la que estaba a punto de olvidarse, parecía destrozada. Sin madre y con un padre cobarde que, a pesar de escribir muy buenas novelas de amor con un final feliz, había huido y no había sido capaz de encontrar ese final feliz tras la muerte de su mujer, pues la vida le había arrebatado lo que más amaba: la madre de sus hijos, su musa y la inspiración de todos sus libros de éxito. Su hermana, una niña frágil, con tan solo un hermano que se preocupara de ella y al cuidado de unos tíos demasiado ocupados en sus quehaceres en el piso de arriba, había sido dañada, como una hermosa flor que está naciendo con todo su potencial, con toda su belleza, y es arrancada de la húmeda y tierna tierra de la que tenía que terminar de brotar. Cuando Santi salió enloquecido de su casa, directo a por aquel chico que había decidido jugar, divertirse y tener placer a costa de su hermana, Mara, la chica que le hacía compañía semidesnuda bajo aquella mala manta, llamó rápidamente a Rubén y se lo contó todo. Santi solo recordaba estar a unos cinco metros de su objetivo y recibir un golpe seco en la cabeza por detrás, que lo dejó inconsciente durante un rato. Su mejor amigo le dio ese golpe y lo dejó fuera de combate para darle él su merecido al desconcertado agresor de Gema. Rubén lo pensó todo muy rápidamente y llegó justo a tiempo. Por aquella época Santi tenía dieciocho años: podía ir a la cárcel. Rubén tenía diecisiete años, todavía era menor, y aunque quería darle su merecido, no quería matar a aquel pobre desgraciado. Le rompió la nariz, dos dientes y tres costillas. Su mejor amigo llegó a tiempo, justo cuando Santi tenía a su objetivo delante y, cegado por la rabia, solo pensaba en acabar con él, en no parar de golpearle hasta que dejara de respirar. Hubo un juicio y los padres de Rubén, dos abogados de considerable éxito, consiguieron una pena económica y un arrepentimiento en la sala, pero en todo momento apoyaron el acto de su hijo y lo defendieron. Al principio Santi se cabreó con su amigo, no por el golpe que le dio, sino por no haberle dejado descargar a él su rabia contra aquel desgraciado. Al final comprendió todo lo que su amigo había hecho por él: salvarlo de la cárcel, de ser un asesino y de hacerle pasar por todo eso a Gema, que ya había tenido bastante. Le agradeció todo con un fuerte abrazo y unas lágrimas bastante débiles.
Al abrir la gruesa puerta de su casa,
para su sorpresa, no vio a su hermana tirada en el sofá con la televisión encendida, el ordenador portátil sobre las piernas y el teléfono móvil en la mano. Vio a su hermana agachada en el suelo en medio del salón, al parecer, acariciando algún animal. El mejor amigo de Gema, que recientemente se había declarado homosexual y por eso le había permitido la entrada a casa, estaba a su lado de pie, y al entrar Santi se puso un poco tenso y tosió para avisar a su amiga de que había entrado alguien. —Gema, ¿ya has vuelto a coger otro gatito? Está muy bien que te dediques a coger a los animales abandonados y buscarles un hogar, pero ya tenemos aquí dos gatos pendientes de ubicar y a la tía no le hace mucha gracia cuando viene a limpiar, ya lo sabes. Además, les tiene que comprar comida, al final te lo descontarán de la paga. —Buenas tardes, hermano —dijo Gema en tono sarcástico—. Esto es un conejo domesticado y me lo ha regalado Víctor, que se lo regaló Tamara que a su vez lo rescató su hermana de una granja porque estaba enfermo y lo iban a sacrificar. —Víctor se tensó todavía más al oír su nombre y puso cara de extrañeza cuando repasó toda la trayectoria del pobre conejo—. Me va a hacer compañía cuando te vayas al viaje. —¿Piensas llevártelo a casa de los tíos? Ja, ja, ja, en fin… tú verás, a mí ya sabes que me encanta eso que haces hermanita, pero tienes que hablarlo con la tía. ¿Habéis merendado? —No —respondió solo Gema. —¿No te ha ofrecido nada de merendar? ¿Qué clase de amiga eres? — dijo mirando a su hermana y pensando en cuando Rubén le dejaba pelada la nevera, siempre.
Al oír lo de su merienda, y ver que
Santi le tendía la mano, el chico se relajó e incluso contestó con un avergonzado: «No tengo hambre, pero gracias». —Me voy a mi cuarto, no hagáis mucho ruido, sobre todo con la música. Santi se agachó a besar a su hermana, cosa que sabía que a ella le avergonzaba, pero ella le miró con ojos algo tristes y le dijo: —¿Santi, cuánto tiempo te vas a ir? —No solía llamarle por su nombre nunca. —Una semana, hermanita, lo necesito, me voy un lunes y vuelvo el domingo, te lo prometo. —La cara se le iluminó de alegría. —Vale, yo creía que iba a ser un mes. —¿Un mes? Tú no te libras de mí tanto tiempo seguido ni loca, chavala. Un mes dice, ya quisieras, que no vuelva antes, y como te pille haciendo una fiesta aquí o algo te enteras, enana. Desde lo ocurrido, Santi decidió que no dejaría a su hermana jamás sola, pero necesitaba ese viaje. Al principio lo iba a hacer con Mara, ya lo tenían todo organizado y cuando ella decidió terminar con su historia para comenzar otra, fue Rubén quien le dijo que lo haría con él. De hecho, había insistido tanto, que al final había tenido que acceder. Ambos sabían que les sentaría bien, una semana con su mejor amigo, hombro con hombro. Después de acariciar al pobre animal que estaba asustado por la nueva vida que le esperaba, Santi se levantó. —Que sepas que uno como este es el que te comes tú en las paellas del domingo —dijo Santi que era vegetariano, por cortesía de Mara. —Idiota. Yo tampoco como casi carne. Oye Santi, ¿ya has pensado como vas a llamar a tu viaje? —¿Cómo voy a llamar a mi viaje? ¿Qué pasa?, ¿que los viajes ahora tienen que tener nombre? ¿Has pensado tú cómo vas a llamar a tu conejo? —Se llama Bombur, se le ha ocurrido a Víctor —dijo Gema levantando al conejo a lo Simba en El rey león—. ¿A que mola? —Sí, bueno, está guay. Es el nombre de un enano de El hobbit, que se habría comido a ese conejo vivo, pero sí, mola. Pues nada, Víctor, te dejo encargado de ponerle nombre a mi viaje, supongo que ya te habrá dicho «radio patio» —dijo señalando a su hermana— dónde voy. Antes de que comenzara a andar hacia su habitación, Víctor habló por segunda vez. —Ya lo tengo, podrías llamarlo «El camino de Santi». —Que así sea —dijo Santi tras pensarlo unos segundos. —Que así sea —repitió Gema
Todos se echaron a reír, mientras cada
uno volvía a sus quehaceres. CAPÍTULO 3
Nicolav estaba sentado en la cocina
fumando y pensando. Tenía una postura ligera, sus largas piernas estaban cruzadas y parecían, a pesar de la calma que aparentaban, que fueran a salir corriendo en cualquier momento. Llevaba mucho tiempo así, pensando. No salía demasiado a la calle y su aspecto parecía el de un ermitaño. Al igual que sus piernas, todo su cuerpo era largo y delgado; la desarreglada y canosa barba con el bigote ligeramente más largo le daban un aspecto de estresado. En otro tiempo le había dado mucha más importancia a su imagen, de hecho la cambiaba muy frecuentemente, ahora solo se preocupaba de ella cuando salía a la vista de todos. Lo único que nunca había cambiado de su apariencia era la mirada, con esos ojos negros que parecían un abismo, siempre dura y fría. Solamente hablaba con su socio o partener —como lo llamaba él, en su lengua materna—, el que le había ayudado a escapar aquel día, aquel fatídico día en que todo terminó, al menos para él. Utilizaba todo su tiempo, energía e inteligencia en los pensamientos, en cómo había cambiado su vida de un día para otro, cómo había pasado de tener todo lo que siempre había deseado en la vida: ser una persona respetada, de éxito, tener dinero, llevar su propio negocio de drogas y prostitución, dominar un pequeño mundo, que todos le temieran, a no tener nada el día en que su hermano fue asesinado. Pero sobre todo, pensaba en cómo vengarse de ello. Su hermano Dimitri era tres años menor que él y siempre fue un niño muy tímido, débil y demasiado llorón, eso le ponía de los nervios. Lloraba cada vez que su madre recibía una paliza del padre borracho, lloraba cuando la paliza la recibía su hermano y lloraba sobre todo cuando la paliza la recibía él. A Nicolav le ponía muy nervioso el llanto de su hermano. Debía de ser más duro y no mostrar a su enemigo la debilidad que tenía, así pensaba él y así tenía que hacer pensar a su hermano. Cuando su padre le pegaba su único objetivo era que ni una lágrima cayera por su mejilla, cada golpe que recibía era un incentivo para aumentar el odio que le tenía. La primera vez que intentó hacer tratos con la muerte, con tan solo diez años, fue a entregarle a su padre. Después, él se encargaría de cuidar a su madre y a su hermano, de protegerlos para que nunca nadie les pudiera hacer más daño. Los últimos sucesos de su vida, en los que lo había perdido todo, le habían hecho recordar otra vez aquel día. El día en que se quedó sin padre y sin madre.
*** La vida en Rumanía para Nicolav
era fría. Las palizas a su madre eran menos frecuentes, el padre quería sobre todo endurecer a base de golpes a sus hijos para que en el futuro fueran como él, un hombre «fuerte», y que nadie pudiera hacerles daño. Pero la violencia no entiende de límites, la violencia asoma y sale con toda su potencia, máxime si el alcohol nubla la razón. Bastó otra paliza a aquella pobre mujer. Le rompió una costilla y tuvo que ir al hospital donde ya no creían sus historias. Todos sabían lo que le estaba pasando, pero el cobarde que le pegaba era muy temido en aquella ciudad, pertenecía a una mafia bastante poderosa y nadie quería terminar muerto en una cuneta. Aquel día Nicolav fue a visitar a su madre y tras ver otra vez la cara de sufrimiento y de dolor que la asaltaba, decidió que ya era el momento de llevar a cabo su plan. Tenía diez años, pero las duras experiencias que había tenido que vivir le hacían aparentar más, tanto física como mentalmente. No dudaría ni un segundo en disparar la pistola que escondía su padre contra su mismo dueño. Cogería todo el dinero que ocultaba su padre en casa y que solo él sabía dónde estaba. «Nicolav, tú eres fuerte, no como tu madre y tu hermano, aquí guardo todo lo importante que tenemos en casa, por si algún día tu padre no vuelve y tienes que tomar las riendas de esta familia.» Estas palabras se quedaron grabadas en la memoria del pequeño. Aquel hombre, cuando no iba borracho, podía dilucidar más o menos bien. En el hospital, su padre les dio la noticia, con una voz fría e indiferente: «Hijos míos, vuestra madre es débil y seguramente va a morir, se quedará un tiempo más en el hospital». Aquella vez Nicolav no pudo, por más fuerza que hizo, evitar que una lágrima resbalara por la mejilla hasta llegar a su boca. El sabor de aquella única lágrima fue amargo, muy amargo. No lo pensó dos veces y cuando llegó a casa subió una silla a la mesa de la cocina y desmontó el trozo de techo tal y como su padre le había mostrado. Cogió todo el dinero que había y por último la pistola. La experiencia de tener un arma cargada por primera vez en su mano le proporcionó una extraña sensación que le resultó agradable. Cuando regresó a su cuarto, vació la mochila del colegio de todos los libros y le dio un nuevo escondite al tesoro que hasta el momento había pertenecido a su padre. Aquella noche lo mataría. Su padre llegó tarde a casa. Al entrar fue directamente a la nevera, cogió una cerveza y se fue al sofá. Estaba bastante nervioso y muy triste, estados emocionales que al no aceptar se transformaron por aquella época en más rabia todavía. Podía aparentar que no le afectaban las cosas, pero el hecho de que su mujer le fuera a abandonar y él no pudiera hacer nada, era demasiado para su necesidad de ejercer dominio ante todas las situaciones. Saber que tendría que educar y cuidar solo a sus hijos hacía que en su cabeza se complicaran más las cosas. Cuando su hijo se presentó delante de él con una pistola en la mano apuntándole, comenzó a sonreír. Para Nicolav fue una sonrisa malvada. Le temblaban todas y cada una de las partes de su cuerpo. Su padre siguió riendo cada vez más fuerte y comenzó a chillar: «Hazlo, hazlo. ¡Vamos! no tienes cojones». Y le tiró la lata de cerveza medio llena a la cabeza. Al golpearle en la frente, el niño cerró los ojos y disparó dos veces. La primera fue casi un acto reflejo del susto que le había dado el golpe de la lata. La segunda, disparó a conciencia deseando que ninguno de los dos disparos hubiera fallado. Cuando abrió los ojos su padre estaba arrodillado en el suelo y le salía sangre por dos orificios; uno en el estómago y otro en el hombro. Al parecer, se había intentado levantar del sofá después de tirar la lata, pero por muy fuerte que seas, una bala siempre te puede frenar. Nicolav lo miró y le volvieron a brotar las últimas lágrimas que saldrían de sus ojos en mucho tiempo. Su hermano había salido de la habitación por los chillidos y los disparos y lo miraba desde la puerta del comedor con la cara blanca y a punto de llorar. Nicolav le mandó callar con un gesto y soltó la pistola en el suelo. Su padre intentaba decir algo pero no le salían las palabras, tan solo sangre de la boca. Cogió de la mano a su hermano pequeño, buscó la mochila con el dinero y salieron a la calle. Vivían en un pequeño dúplex que su padre había comprado gracias a sus negocios en la mafia. Un perro ladraba a lo lejos y los vecinos no tardarían en salir por el ruido de los disparos. Huyeron de allí rápidamente. Nicolav arrastraba a su hermano, que se negaba a andar, seguramente quería pararse y ponerse a llorar, pero no le dejó. Anduvieron lo más deprisa que Nicolav podía arrastrar a su hermano y se alejaron hasta una parada de autobuses donde esperaron al próximo. Lo había planeado todo; ahora iría al hospital a por su madre y se preguntaba si no debería haber cogido la pistola por si alguien se volvía a interponer en su camino. Pero no había sido como esperaba. Estaba muy asustado y no sabía si iba a ser capaz de volver a disparar a alguien, al menos en un tiempo.
Mientras tanto, su padre se arrastró
hasta donde había caído la pistola y la cogió. Sacó su teléfono móvil del bolsillo y llamó a Emergencias. Consiguió articular las palabras «accidente» y «tres disparos». Se apuntó con el arma directamente al corazón y se disparó con una sonrisa y un último pensamiento: había conseguido que su hijo fuera fuerte. No hubo investigación consistente, simplemente se trataba de un mafioso más muerto.
Al llegar al hospital fueron
directamente a la habitación de su madre. Estaba vacía. Una enfermera los vio y los reconoció. Con solo una mirada, Nicolav que era un niño y todavía podía entender el idioma de las miradas, entendió lo que había ocurrido. Las palabras pueden contener malentendidos, engaños y falsedades, las miradas no. Su madre había fallecido. Ahora sí que estaban solos él y su hermano. En ese momento se juró mientras corría hacia la salida del hospital huyendo de la enfermera, que jamás nadie haría daño a su hermano. Él se encargaría de protegerlo siempre. Años después ambos hermanos comenzaron una nueva vida en España ***
Su socio le sacó de sus pensamientos.
—Jefe ¿quieres algo de beber? —No, partener. Quiero venganza — respondió fríamente. —La tendrás —dijo el hombre cuya sonrisa también era sombría y estaba adornada por varios dientes de oro. —Bien, todavía tenemos un trabajo sucio por hacer.
Mihail era el hombre que condujo su
coche la noche que todo terminó para él, la noche en que la policía dio con su paradero y un agente mató a su hermano. Le dio tiempo a tramar un rápido plan de fuga dividiendo a él y a su hermano en coches distintos. El de Nicolav y Mihail salió primero del garaje para tomar una dirección —Nicolav pensó que le perseguirían a él—, seguido del automóvil donde iba su hermano, que tomó otra dirección. Un coche policía, al que no pudieron retener sus hombres con los disparos, decidió perseguir a su hermano, y dar la descripción y aviso del suyo. Mihail era el hombre más inteligente que tenía en su banda y siempre iba con él, era su mano derecha. Tenía ciertas dotes y habilidades que sus otros vasallos no tenían, pues él había estado en el ejército rumano durante unos cuantos años. Le expulsaron por robo y tráfico de armas. Mihail se desvió hacia un túnel en cuya salida se encontraba la entrada a un parque muy extenso de Madrid. Se paró justo debajo del túnel. Nicolav le chillaba que continuara conduciendo y que estaba loco, pero él bajó tranquilamente y paró al primer coche que pasó a los pocos segundos de parar ellos. Se puso en mitad de la carretera apuntando con la pistola al conductor que paró antes de atropellarlo. Era una pareja de jóvenes, quizás buscando un solitario rincón en aquel extenso parque para compartir su amor. Aquella noche lo único que compartieron fue un susto que casi los mata. Mihail les pidió los móviles y las carteras y les dijo que si acudían a la Policía sabía dónde vivían. Los dos jóvenes tuvieron un gran dilema aquella noche que parecía iba a ser fantástica. Los fugitivos salieron de allí con total tranquilidad y con un coche que les iba a proporcionar otra identidad, al menos durante toda la noche. Tiempo de sobra para poder escapar muy lejos. —Deberías haber conducido tú el auto de mi hermano Mihail —dijo Nicolav mientras huían. —Tranquilo jefe, seguro que estará bien y sigue el plan que hemos acordado — contestó sin mucho convencimiento. Para él, salvar a su jefe era su prioridad. Pensaba incluso en dormirlo de un golpe si le ordenaba volver a rescatar a su hermano. No tuvo que utilizar la violencia con su jefe, con su amigo. Y lo agradeció mirando al cielo.
Ambos vivían en un piso bastante
desgastado y pequeño, igual que el barrio de la ciudad donde habitaban. El piso tenía las paredes de papel y en ciertas zonas este estaba roto, dejando a la vista trozos de pared marrones que parecían arena y que si tocabas se deshacían. Nicolav había renunciado a todo lujo, a toda su anterior vida para retirarse y planear su venganza. Tenía dinero de sobra para huir del país, incluso de Europa, y desaparecer sin el peligro y la amenaza que allí donde estaba le perseguía. Nunca había tenido miedo y no lo tendría ahora. Su socio se sentó en la otra silla, en la mesa del comedor a la que le faltaba algún lijado y unas capas de barniz. A pesar de ser una mesa vieja y en mal estado, soportaba muy bien el peso del odio que contenía todo lo que había encima: recortes de periódicos, papeles bancarios, muchas fotografías, datos, un ordenador portátil y una pistola. Esta última estaba puesta encima de una fotografía en la que aparecía un hombre paseando a un perro. CAPÍTULO 4
Elsa salió de la ducha con una toalla
enrollada al cuerpo y otra en la cabeza. Tenía la costumbre de vestirse totalmente en su habitación porque si no, el cuarto de baño podía convertirse en un enjambre de ropa interior. Dudaba, como casi todas las chicas a su edad, sobre la ropa que iba a ponerse, los complementos y el maquillaje que iba a utilizar. Sin embargo, no dudaba a la hora de decir la verdad, de expresar sus pensamientos o de demostrar su asertividad. Le sonó el móvil por cuarta vez. Su mejor amiga Marta, no dejaba de hacerle llamadas perdidas para que se diera prisa, cosa que a Elsa le ponía de los nervios, y su amiga lo sabía. Habían quedado para salir esa noche. No tenía muchas ganas, pero últimamente no se relacionaba mucho. Con el paso a la universidad apenas le quedaba tiempo para salir de fiesta. La carrera, el deporte y su trabajo le absorbían casi todas las horas del día, dejando escaso tiempo para una de sus grandes aficiones, dormir. Era muy exigente consigo misma en todos los aspectos y por ello intentaba dar siempre lo mejor de sí. Ese año había sido algo duro y lo notaba, pero sabía que el viaje que iba a hacer le recargaría totalmente las pilas para comenzar el segundo curso de la carrera con la fuerza y energía que le caracterizaba. Se quitó las dos toallas y se quedó desnuda frente al espejo: era una chica de mediana estatura, con el pelo corto, de look moderno y color negro, tenía la cara redondita, un bonito vientre plano de hacer ejercicio que lucía un piercing brillante en el ombligo y sus caderas eran estrechas. Cumplía, excepto en la estatura, bastante bien las marcas de belleza que la sociedad había establecido en la actualidad. Su expresión era la de una chica un tanto dura, orgullosa y que parecía muy segura de sí misma. A la tercera llamada perdida cogió el teléfono y escribió un mensaje para su amiga: «Como me vuelvas a llamar no salgo, bueno salgo para matarte y después me vuelvo a mi casa». El teléfono móvil indicaba que su amiga estaba en línea, por lo que antes de que pudiera dejar el aparato encima de la cama, su amiga le contestó: «Me das miedo… Seguro que me trocearías y me guardarías en el congelador para luego servirlo en alguna comida». Sonrió, no podía hacer otra cosa que sonreír con su amiga. Aunque con todo el mundo solía ser algo reservada, incluso a veces podía parecer borde, con Marta siempre solía sonreír, aun cuando le hacía perder los nervios, cosa que pasaba bastante a menudo. Elsa recordó cómo habían entablado tan sincera amistad.
***A los diecisiete años había
comenzado a salir con un chico diez años mayor que ella. Después de discutir con su padre, sus amigas y casi toda su familia, parecía que la relación iba bien y estaba perfectamente aceptada. Carlos era un chico de veintisiete años que siempre había soñado con ser músico y cantante. Habían firmado un contrato con una discográfica de éxito. Lanzaron su primer CD y parecía que la cosa iba despegando, su mánager les decía que una de sus canciones pronto sonaría en las radios más populares. Por delante le esperaba una gira de seis meses por toda España para promocionarse. Elsa lo visitaría una vez al mes, iría a ver su concierto y pasaría un fin de semana junto a él. Todo era genial hasta que Marta, que llevaba tan solo un año en el instituto y con la que no se llevaba muy bien, tocó un día a la puerta de su casa. Elsa estaba muy extrañada, así que en vez de invitarla a subir, bajó ella al portal de su finca. —Hola, ¿qué quieres? —dijo en un tono un poco seco. —Mira, yo sé que tú y yo no nos llevamos muy bien, la verdad es que sí que dije que me parecías una estúpida y una borde, pero el fin de semana pasado estuve visitando a mi familia de Sevilla. —Al oír Sevilla a Elsa le dio un vuelco el corazón. Carlos había dado un concierto ese fin de semana en Sevilla. — El caso es que aunque me parezcas una chica borde y estúpida tengo que decirte esto. Estando en Sevilla fui a tomar unas cervezas con mis amigas y me encontré con Carlos, estaba tomando algo con una chica a la que no conseguí distinguir porque estaba de espaldas, hasta ahí todo fue normal, cuando se giró y vi quien era… bueno me levanté y les hice una foto. Le ofreció el móvil y Elsa lo cogió con un ligero temblor de mano. Cuando vio la imagen notó como su cuerpo se derrumbaba, esa sensación que hace que dudes de las leyes de la física, ya que todo se cae hacia abajo, aunque tú todavía estés de pie. Ahí estaba Carlos, aquel al que había entregado toda su inocencia, su amor, casi su vida. Con él había conseguido abrirse y soltar muchas cosas que arrastraba del pasado. A él le había hablado de que su madre los abandonó cuando tan solo tenía siete años y ella había tenido que consolar a su padre destrozado durante mucho tiempo, siendo una niña. No recordaba lo que le hizo derrumbarse más de aquella imagen, si ver a Carlos acercándose a besar a otra chica, o que la otra chica fuera su mejor amiga en aquel tiempo. María, que parecía muy feliz a punto de besarle, siempre le decía que había tenido mucha suerte y que Carlos era maravilloso. Elsa solo consiguió dos cosas: no caerse al suelo y devolverle el móvil. —Gracias… Intentó darse la vuelta para subir a su casa y para disimular las lágrimas que comenzaban a resbalar por sus ojos. Entonces la chica que le acababa de destrozar el día, el mes y seguramente el año hizo algo que jamás olvidarían, algo que las unió para siempre. Marta le puso la mano en el hombro y le dijo: —¡Eh! Sintió una mezcla de amor y rabia. Necesitaba estar sola y a la vez necesitaba más que nunca sentir una calidez humana que secara sus lágrimas, un abrazo. Cuando se giró para ver qué quería, aquella chica que hasta entonces solamente era una envidiosa más del instituto, le volvió a enseñar la imagen y acto seguido estampó su móvil, su propio teléfono móvil de más de doscientos euros contra el suelo. Un viandante que pasaba por allí las miró extrañado. —Que les den, a los dos, que les den por el culo, no tienes por qué pasar ni un segundo mal y triste. Menudos gilipollas. ¡No! ¡Qué coño! No se merecen ni que les den por el culo, que seguro que les gusta. Elsa se volvió a quedar extrañada. Marta parecía una loca, chillando en mitad de la calle con el móvil hecho pedazos en el suelo, la escena daba la impresión de ser casi cómica. Lo que parecía que iba a ser un suspiro cargado de lágrimas, se transformó en una carcajada y entonces abrazó a la que se convertiría en su mejor amiga. Entraron al portal de su casa y Elsa lloró un buen rato, después, allí sentadas en el portal como si de dos adolescentes enamorados se tratase, hablaron, rieron y lloraron otro buen rato. A partir de ese día Marta se convirtió en un gran apoyo para superar lo de Carlos y para todo lo que englobaba la vida de Elsa. El chico estuvo un mes entero llamando y enviándole mensajes, todo sin respuesta. Incluso se presentó un día en su casa y no le quiso abrir cuando vio su cara en el vídeo —portero automático, bendito invento—. Cuando estuvo preparada quedó con él y le dijo todo lo que le tenía que decir. Él ya lo sabía, se lo imaginaba y de su boca solamente salieron típicos: «Lo siento» y «Te lo iba a decir». Las últimas palabras que ella le dijo fueron muy distintas, esas palabras que cierran tantas y tantas historias: «Que te vaya todo muy bien, cuídate».***
Cuando volvió al presente ya se había
vestido. Era típico que Elsa se sumergiera en sus pensamientos del pasado e hiciera cosas en el presente. Todavía estaban en primavera y por las noches refrescaba, así que decidió ponerse un vestido primaveral negro, abierto por la mitad en la espalda y que le caía justo por las rodillas, con una chaqueta fina para resguardarse del frescor que seguramente se convertiría en frío, por aquellas fechas en Madrid. Normalmente solían tomar unas cervezas y después, si Marta se ponía muy pesada, lo cual pasaba casi siempre, solían ir a algún garito que estuviera de moda. Sonrió al recordar una noche en la que fueron a Chueca y se hicieron pasar por lesbianas y conocieron a Steve, un chico rubio y delgado de Londres que era dueño de tres locales de ambiente en la zona. Hicieron una bonita amistad que todavía duraba. En esa particular noche Steve iba acompañado de Marc, un periodista alto y musculado al que Marta le preguntó cinco veces si tenía del todo claro que era homosexual, y otras cinco veces si no cabía la posibilidad de que fuera bisexual. Cuando Elsa se estaba perfumando, se abrió la puerta del modesto piso en el que vivía con su padre y Riqui, un pequeño perro que habían adoptado padre e hija. Este dio la alarma con sus ladridos que conseguían escuchar hasta los vecinos de tres fincas más allá. —Riqui, vale ya, que es papá. Cállate. —El perro calló durante un segundo, pero no tardó en seguir. —Eso, Riqui, cállate, que un día de estos van a venir mis compañeros a detenerme por tu culpa. —Sonó la voz mientras se abría la puerta. Riqui dejó de ladrar en cuanto escuchó la voz del hombre que le había proporcionado un hogar cuando solamente tenía unos meses de edad y lo recogió en una fría noche de lluvia. Cambió su actitud y se volvió loco saltando y chupándole la mano derecha en cada salto, era un espectáculo ver lo alto que podía llegar a saltar un perro tan pequeño. Antonio se agachó, y el pequeño de cuatro patas se tumbó boca arriba para esperar que le rascasen la barriga, como siempre había hecho en los seis años que llevaba en esa casa cuando entraba el que había sido su salvador. —Hola, papá. ¿Qué tal el trabajo? —Hola, pequeña, muy bien, liado como siempre y un poco harto de los nuevos. ¿Qué se creen? ¿Qué porque sean hijos de, los voy a tratar de manera distinta? En fin… ¿Tú qué tal, hija? —Bien, papá. —Cuéntame. ¿Qué tal han quedado esos dos exámenes que te faltaban? —Era un examen y un trabajo. Pero bien, creo que termino el curso con buenas notas. —Hija mía, ¿sabes lo orgulloso que estoy de ti? —Papá… —Está bien. ¿Dónde vas esta noche? —No lo sé, hoy no trabajo, así que me voy con Marta a cenar por ahí y luego a tomar algo. Y no seas pesado porque no sé donde vamos. Además, deberías estar tranquilo porque creo que toda la Policía local y nacional de Madrid tiene una foto mía y está avisada de vigilarme. —¿Todavía estás con eso? Ya te pedí disculpas. Hija, yo solamente pretendo cuidar de ti, y que no te pase nunca nada… —Estiró la última frase como lanzando una indirecta. —Papá, sabes que me voy a ir al viaje… No puedes impedírmelo, lo necesito, bueno, tú también necesitas algo así, pero yo lo admito. —Aquello sonó un poco duro, pero muy real. Elsa era así, tenía la costumbre de ser directa. Antonio no pudo hacer menos que sonreír. Su hija tenía el color de sus ojos, pero el carácter era de su madre. —Tienes razón, hija, yo no puedo impedírtelo. He estado pensando y me parece muy bien que te vayas a hacer el Camino de Santiago: a caminar, pensar, estar rodeada de naturaleza… —Y con Marta. —Sí, y con Marta. A su padre, a pesar de que tenía mucho aprecio a su amiga, no le hacía mucha gracia que se fuera sola con ella. Le parecía una chica demasiado alocada, despistada y un poco inmadura para la edad que tenía. —¿Has sacado los billetes ya? Y ¿sabéis ya qué camino vais a hacer? Ejercía inconscientemente siempre de policía, y nadie le culpaba porque era casi lo único que hacía en la vida, sobre todo después de que su mujer les abandonara. —No, papá, pensábamos hacerlo este fin de semana, mañana quizás. Y por cierto, el camino que vamos a hacer es el de Santiago, tú mismo lo has dicho. —Lo digo porque hay varios caminos. Ray me ha comentado que él hizo el del norte y que hay muchos caminos, unos más largos, otros más duros… —¡Vaya! Se lo has contado a Ray… ¿Qué tal está? —Bien, lo mantengo muy ocupado, con trabajo todo el día. Si sigue así llegará lejos. Ray era un policía de veinticinco años que había entrado a la comisaría de Antonio una semana después que él. Tenía claro desde bien joven que se quería dedicar a «coger a los malos» y «salvar a los buenos». A su padre le parecía un chico capaz de conseguir todo lo que se proponía. En el poco tiempo que llevaban trabajando juntos ya se había ganado su afecto. Antonio pensaba que era un chico ejemplar, sobre todo al ver como al año de estar en su comisaría consiguió ascender a oficial. Era muy meticuloso, perfeccionista, educado y sobre todo deportista. Su padre intentó durante una época que se conocieran, llevándolo a casa a comer y a cenar algunos días. Elsa y Ray establecieron una bonita amistad, sobre todo porque fue en la época que pasó todo lo de Carlos y el joven policía la ayudó y animó bastante. Ella por el momento no quería saber nada de relaciones y, además, ese chico le recordaba bastante a su padre. Solamente hablaba de trabajo: casos, casos y más casos. Su amiga Marta intentaba coincidir con Ray siempre que este venía a comer y ella se enteraba. Había días que podía comer sola en casa con Riqui, lo cual agradecía, y al día siguiente estaban todos allí para comer: Ray, Marta, Riqui, su padre y ella. Esto último, aunque no lo demostrara, también lo agradecía considerablemente. —Bueno, papá, me voy porque si no vas a tener que detenerme después de matar a Marta por pesada. —Sí, yo también voy a bajar a pasear a Riqui y después me voy a relajar en el sofá. Dame un beso, hija, ten cuidado. —Adiós, papá, no te preocupes que volveré pronto. Antonio se quedó mirando cómo su hija salía por la puerta mientras todavía le envolvía su perfume. Estaba tan orgulloso de ella que tuvo que sonreír mientras Riqui le miraba con cara de pena desde la puerta, esperando su tercer y último paseo del día.
Mientras paseaba con el perro se
encendió un cigarro, prometiéndose una vez más que tenía que terminar definitivamente con ese vicio de fumar dos o tres veces al día. El humo de la primera calada se perdió entre la brisa de aquella noche fresca de Madrid. Se encaminó hacia un parque cercano a su casa donde los árboles habían enraizado tan profundo que el camino tenía baches que servían a los niños para saltar con sus bicicletas cuando pasaban a toda velocidad. A esas horas el parque estaba prácticamente vacío, lo cual agradeció. Riqui orinó en uno de esos árboles, levantando su pequeña pata trasera. Antonio apagó su cigarrillo a mitad y lo tiró a una papelera. Cada vez fumaba menos, pero últimamente lo necesitaba más que nunca; en los últimos años habían pasado demasiadas cosas que le preocupaban. A parte de la pesada carga que llevaba Antonio al no haber aceptado la marcha y el abandono de su exmujer y madre de su hija, también el novio y la mejor amiga de Elsa por aquel entonces, decidieron hacerle pasar por un desengaño muy doloroso y que arrastró bastante tiempo. Y después estaba el caso de los Jefes. A lo largo de su trayectoria como policía, mientras servía como inspector jefe de la Brigada de Estupefacientes y en la actualidad como recientemente nombrado comisario de la pequeña comisaría en la que se encontraba, ese caso había sido el que más quebraderos de cabeza le había traído. Una banda dedicada a la venta de drogas y la prostitución. Era una de las más fuertes de España y operaban principalmente en la capital. Traían droga —bien camuflada— y mujeres en barcos y la distribuían por toda España, pero su principal foco de ventas estaba en Madrid. Antonio llevaba más de diez años, casi desde que entró en esa brigada, detrás de esta banda que estaba dirigida por dos hermanos, los Jefes, así se hacían llamar. Consiguió dar con ellos hacía poco más de un año, tarea que no fue fácil, pues estos hermanos se sometían incluso a cirugías para pasar inadvertidos. Carnets, tarjetas, pasaportes, empresas, todo estaba perfectamente falsificado o bien escondido en paraísos fiscales. En esta nueva era, donde todos podemos estar más que vigilados, una simple foto en Facebook les había delatado. Uno de sus miembros, al que sí tenían localizado, subió una foto en una fiesta donde puso el título: «Con el Jefe». Acto seguido saltaron las alarmas y el departamento de informática se puso en contacto con Antonio, que no dudó ni un momento en reconocerlo, por muchas operaciones y cambios estéticos a los que se hubiera sometido. En tres días los ingenieros informáticos del CNP dieron con la vivienda exacta de los dos hermanos y se preparó el mayor dispositivo policial de los últimos años. Aquella noche todo salió bastante mal y, aunque no lo admitiría nunca, todavía no lo había superado, otra cosa más.
Unos cinco minutos antes de que
llegara el dispositivo dirigido por él mismo, alguien a quien todavía tenían comprado en la Policía consiguió alertar a los dos hermanos y estos avisaron a todos sus trabajadores. Estaban en una finca, a las afueras de un barrio de Madrid y tenían ocupados más de seis pisos llenos de hombres dispuestos a dar la vida por los Jefes. Cuando llegaron aquello se convirtió en una tormenta de balas. Desde las ventanas, la resistencia y las ráfagas de balas eran incesantes. Mientras tanto, los dos hermanos salieron por el garaje, cada uno en un coche y con un conductor. Los Jefes eran dos hermanos de nacionalidad rumana que no conocían el miedo. En su país, desde antes de la adolescencia habían trabajado en redes de narcotráfico, tráfico de armas y de mujeres. Llegaron a España para trabajar con una red que prostituía a mujeres jóvenes de su nacionalidad. Pronto vieron que aquí podían saltarse las leyes más a la ligera y que la cárcel no estaba tan mal como en su país. Enseguida comenzaron a vender armas y drogas. Se hicieron con el control de muchas zonas mediante extorsión sin escrúpulos. Uno de los hermanos era gordo y más bien tonto, se encargaba del trabajo sucio y se llamaba Dimitri. El otro se llamaba Nicolav, era el cabecilla, delgado e inteligente, su mirada era dura y demostraba que la muerte para él era tan solo un juego. Quería a su hermano, pero le limitaba los trabajos porque sabía que no era muy audaz, al contrario que él, que en diez años había conseguido introducir más cocaína en Madrid que cualquier otro traficante. Cuando salieron dos coches por el garaje del edificio en el que se escondían, el comisario supo que eran los dos hermanos. En aquellas ocasiones era capaz de reaccionar muy rápido, pero esa vez se demoró un poco más de la cuenta. Dudaba en qué coche iría Nicolav, el hermano cabecilla y al que priorizaba atrapar. También dudó de si aquello era una trampa y los dos hermanos iban en un solo coche, pues era de noche y, además, tenían las lunas tintadas. Cada coche tomó una dirección y Antonio decidió ir a por el segundo. Todos los demás compañeros estaban sumergidos en el tiroteo. Llevaba a un compañero en el coche que era el que conducía y pensó que sería suficiente. Tenía tantas ganas de atrapar a Nicolav que se olvidó de todo y mandó al conductor perseguir al segundo coche, rezando para que fuera el cabecilla, el mayor de los hermanos el que iba dentro. La persecución duró hasta que el coche que iba a toda velocidad a la fuga, salió a la autovía y se chocó contra otro que circulaba por ese carril y al que no le había dado tiempo a apartarse. Dio media vuelta de campana y quedó del revés en medio de los dos carriles de la autovía. Al ser un coche todo terreno, de gama alta y supuestamente blindado para proteger a los Jefes, los integrantes quedaron ilesos y lograron salir. Antonio ordenó a su compañero que se detuviera en el carril de incorporación a unos cinco metros del coche volcado. Pidió refuerzos, que cortasen la carretera y una ambulancia para el otro coche: había dado varias vueltas, se encontraba unos cuantos metros más adelante y con menos suerte que el de los delincuentes, estaba destrozado. De repente varios disparos impactaron contra el coche de la Policía y el comisario y su compañero se refugiaron tras él. Comenzaron los disparos desde ambos lados. Los coches de la autovía se detenían al ver las sirenas, el accidente, y retrocedían cuando escuchaban los disparos. El comisario no dudó en dar órdenes, esa era su oportunidad. —¡Cúbreme! Voy a acercarme. —¡Comisario! No es seguro, debemos esperar a los refuerzos. —No voy a permitir que se me escapen, si son los hermanos, esos cabrones hoy dormirán entre rejas. ¡Cúbreme! —ordenó sin tener que mencionar que era una orden. —De acuerdo. —Obedeció—. Tenga cuidado. Nada más decir esto cesó la lluvia de balas al coche patrulla. El compañero de Antonio se asomó por la parte trasera del coche y comenzó a disparar a diestro y siniestro. El comisario salió corriendo y disparando en dirección al coche volcado. De repente, una silueta salió de detrás del coche al que disparaba. Antonio se detuvo con la pistola en alto. Se quedaron mirándose unos segundos. Era el Jefe, aunque no Nicolav. Nadie se esperaba tal atrevimiento, ninguno dudaba de la frialdad y la fama que tenían los hermanos de no tener miedo a la muerte, pero aquello paralizó a todos y cesaron las balas. El otro delincuente continuaba agachado detrás del coche y comenzó a gritar como un loco en un idioma que Antonio no conseguía entender. Dejó de chillar y salió también de detrás del coche, en menos de un segundo el compañero de Antonio lo abatió. Su compañero no se lo había pensado ni un instante y disparó al segundo delincuente que se atrevió salir, no como al primero, al que si disparaba podría alcanzar al comisario ya que estaba en la línea de fuego y eso no se lo podría haber perdonado nunca. Dimitri que seguía enfrente de Antonio se cabreó e hizo ademán de levantar la mano en la que llevaba la pistola. El comisario no vaciló. Le disparó una bala en la cabeza antes de que pudiera levantar la mano por encima de su cintura. Cayó con un golpe seco al suelo. El conductor de un vehículo que había parado en la cola que se había formado, se acercó más de lo prudente y lo grabó todo con su teléfono móvil. Era periodista. Antonio tenía claro que ese hombre merecía morir. Pero el disparo en la cabeza le salió sin pensar. Con su puntería y su experiencia podría haberle disparado en el hombro, o en el pecho, pero apuntó directamente a la cabeza. Las imágenes salieron en todos los canales de televisión e internet. Uno de los hermanos Jefes cayendo al suelo con un golpe seco, se convirtió en la imagen más vista del mes. Afortunadamente, el reportero editó el vídeo para que no saliera ninguno de los dos policías que mataron a los delincuentes. Aun así, el comisario se preocupaba bastante, pues el hermano mayor de los Jefes, el cabecilla, el inteligente, el duro, cruel y frío, había escapado y no se sabía nada de él, a pesar de que la búsqueda intensiva se alargó más de lo normal. Nunca lo pillaron. Dieron la alerta a su país. Todos pensaron que habría vuelto allí al ver que en España todo se le había desmoronado. Sin duda alguna había visto una y otra vez la imagen de su hermano pequeño cayendo al suelo, muerto de un disparo en la cabeza. Antonio todavía se torturaba mentalmente pensando en si Nicolav habría visto aquel vídeo, y si sabría quién fue el que disparó a su hermano. Conocía perfectamente la respuesta a todo, al igual que conocía la capacidad sin límites que tenía Nicolav para dar con el video sin editar, o para enterarse de quien había disparado. En el fondo tenía miedo. Este hecho le marcó de una manera especial y ahora intentaba refugiarse de los fantasmas del pasado al frente de una pequeña comisaría local en Madrid, como recién ascendido comisario por su actuación en la operación Jefes. CAPÍTULO 5
Esta vez había decidido reunirse a
plena luz del día y en una zona bastante concurrida. Concretamente en la terraza de una cafetería de una zona peatonal a una hora en la que las mamás se ponían al día de cómo iba la semana, los albañiles de una obra cercana devoraban sus bocadillos y reñían sobre fútbol y política y los oficinistas tomaban su café con tostadas y hablaban del trabajo y el estrés de la vida. Nicolav observaba, desde la sombra de un árbol sentado en su mesa, el escenario que había elegido para citarse con Mateo, el hombre bajito al que había atemorizado hacía unas semanas precisando su ayuda. Era imposible que allí reconocieran a alguien tan superior a todas esas cotidianidades de la vida que observaba. Nadie de allí podía tener ni la mitad de su inteligencia, pensaba. Llevaba una boina de esas que se estaban poniendo de moda entre los jóvenes calvos, un periódico y gafas de sol que fácilmente pasaban inadvertidas en aquella mañana soleada a tan solo una semana de la entrada del verano. Cualquier persona que no lo conociera habría pensado que simplemente era un parado más, o incluso un prejubilado que quería disfrutar del sol, el café y las noticias del día. Mateo llegó y se sentó enfrente, él sí que lo conocía, a pesar de la boina y las gafas. Conocía sus gestos, su forma de actuar y su forma de pasar inadvertido porque, para agradar a alguien a quien temes, debes conocerlo bien, si no quieres ser castigado. —Partener —dijo mientras le estrechaba la mano al hombre que se sentó enfrente. —Buenas… tardes. —Mateo, sudando, miró su reloj y se cercioró de que pasaban cinco minutos de las doce del mediodía. —Toma este periódico —dijo Nicolav acercándole la prensa doblada al hombre, que no podía evitar el tembleque de manos mientras lo cogía —. Hay una página en la que el número está rodeado con bolígrafo azul, búscala y lee toda la noticia cuando estés en casa. Mañana te llamaré a estas horas. Cuando leas la noticia sabrás dónde voy a estar cuando precise tu ayuda. Dime tu número del teléfono de casa. —Sacó su móvil para apuntar el número. —Nicolav… —comenzó a implorar el hombre. —¿Sí, partener? ¿Algún problema? —Cuando todo esto que tengas que hacer… acabe… —siguió implorando. —Cuando todo esto acabe, ni tú ni nadie volveréis a saber nada de mí. Dejaré de existir —le cortó tajantemente. —Está bien…—dijo no muy convencido. —¿Han quedado claras las instrucciones? —Sí, muy claras —dijo el hombre agachando la cabeza y asintiendo. Nicolav le miró directamente a los ojos y pensó en si podía confiar o no en ese hombre asustado que tenía delante. Él sabía que le bastaba con la ayuda de Mihail, pero siempre tenía uno o dos planes alternativos para todo, era típico de las personas como él, meticulosas y calculadoras. Hacer partícipe desde el principio a Mateo de lo que quería llevar a cabo, le haría que fuese imposible negarle su ayuda. Si sabía que algo le ayudaba a dominar a las personas a parte del miedo, era hacer que participaran sin saber exactamente en qué hasta el momento del acto. Aquellos de los que requería su ayuda siempre tenían la esperanza de que quizás lo que fueran a hacer sería menos malo que las represalias de negarse a hacerlo. —Muy bien. Ahora dime tu número y cuéntame qué tal folla la mujer esa que te conseguí y a la que le has dado dos niños. —Nicolav disfrutaba y su cara sonriente lo dejaba ver. Mateo seguía encogiéndose por momentos aplastado por el miedo. Pensó que aquello, aunque fuera lo último que tuviera que hacer junto a aquel fantasma del pasado que había vuelto a aparecer, iba a ser muy duro. CAPÍTULO 6
Eran las doce y media del mediodía
cuando Santi escuchó el timbre. Su amigo se retrasaba media hora, como siempre. Habían quedado a las doce pero otra vez llegaba tarde. Dejó el ordenador como estaba y salió a abrir. Su hermana se había adelantado y había abierto la puerta. Gema estaba jugando a la videoconsola, para no variar. Rubén tenía demasiadas aficiones y entre ellas estaba la de hablar mucho, tanto que Santi le decía que parecía una vieja o una persiana por lo que se enrollaba, eso y los videojuegos. Si no salía de fiesta podía pasarse toda una noche pegado a la pantalla. Muchas personas se jactan de adivinar el futuro, incluso se lucran con ello. Él adivinó a la perfección lo que iba a ocurrir cuando su hermana abrió la puerta del piso y volvió rápidamente a coger el mando de la consola con un apenas audible: —Hola, Rubén. —Hola, Gema, guapa. Estás jugando al Mario Cars. Pon otro mando. —Vale. Te voy a dar una paliza. —Ni lo sueñes, enana. Estás hablando con el friki número uno del Mario Cars. —¡Hola! estoy aquí, amigo mío y hermana mía —dijo Santi, cuya presencia había pasado totalmente inadvertida cual fantasma. —Hola peregrino —Su amigo bromeó apretando los botones del mando a toda velocidad—. Le echo una partida a tu hermana y miramos lo del viaje. —Tranquilo, hermano, no me va a durar mucho —sentenció Gema. Suspirando abandonó la escena y se fue con una mezcla de cabreo y felicidad a su cuarto. Sabía que su mejor amigo quería a Gema como una hermana. Aquello que hizo, no lo hizo solamente por él. Sabía que la sangre le habría hervido casi igual que a él cuando se enteró de lo que le habían hecho a su hermana. Santi se sentó en la silla de su habitación, estuvo tentado de volver al comedor a coger una silla para su amigo, pero Rubén seguramente terminaría sentado o tumbado en la cama. Su habitación era la más grande de todas, pero las vistas de la ventana solamente daban al piso de enfrente que estaba ocupado por unos estudiantes. Tenía un armario lo bastante grande como para guardar la ropa de todo el año y una miniestantería en la pared llena de algunos libros, los de su padre sobre todo, figuras, objetos de sus libros y películas favoritos, y una sola foto en la que aparecía con su mejor amigo Rubén. Al lado de esa, había un hueco en el que se podía ver que faltaba el marco de una foto recién quitada. Rubén llegó chillando por el pasillo. —A la próxima te gano, enana, y lo sabes. —¿Te ha vuelto a ganar? Estás perdiendo friki facultades eh. —Bromeó Santi. —Bueno, cuando quieras juegas tú conmigo, verás quién se hace friki caca. Además, me he dejado ganar, es una niña y tiene que estar feliz—dijo sonriendo e imitando a un chino feliz, cerrando sus particulares ojos azules. —Tiene quince años, Rubén. —Lo sé, pero es tan inocente. ¡Tiene un gran corazón, tío! Además, es preciosa. ¡Joder! ¿Cuál de los dos es adoptado? —Bromeó esta vez Rubén —Qué cabrón. Tú no eres adoptado, pero el otro día me fijé bien en el vecino de tu madre y… —¿Cuál, el que está bizco? —Cruzó los ojos. —Sí, ese mismo. Así te vas a quedar tú como no dejes de viciarte a las consolas. Bueno, vamos a ver, aquí he encontrado una página en la que salen todos los posibles caminos de Santiago. —Quería ponerse manos a la obra porque sabía que si se ponían a bromear no terminarían nunca y por ello había decidido invitar a comer a su amigo a su casa. Lo cual significaba que le tocaba cocinar a él. —¿Cómo que todos los caminos? ¿El Santiago este que se tiró, toda su vida buscando caminos para llegar a Compostela? —Rubén se quedó con cara de querer soltar una broma más, alguna broma que se le había ocurrido y que si no soltaba iba a estallar. —A ver… suéltalo va. —Se conocían a la perfección. —¿Sabes cuál era el lema de este hombre? —Nadie en aquella habitación respondió con cuál, pero Rubén no necesitaba ni mucho público ni muy participativo. —Todos los caminos llevan a Santiago… En vez de a Roma, a Santiago. ¿Lo pillas? —Comenzó a hacer muecas. —Sí, lo pillo. Ja, ja, ja, ja, ja. ¡Tiene gracia joder! Es que de lo tonto que eres te salen chistes malos que hacen gracia, y deja de hacer esas caras raras que tampoco hay tanta diferencia con la tuya habitual. Bueno, va —dijo poniéndose un poco más serio y pensando en el arroz al horno que tenía que hacer…— ¡Al turrón! —El primitivo, por ejemplo ¿qué tiene de especial? —preguntó Rubén adueñándose del ratón. —Es bastante duro… Tiene bastantes montañas, subidas y bajadas —contestó Santi contento. —Amigo mío, yo voy a hacer el camino, que proviene del verbo caminar, yo camino, tú caminas… —¿Qué me quieres decir? —Que vamos a caminar tranquilamente y, a relajarnos. No vamos a hacer una Spartan Race. —Podemos hacer una Santian Race… —Pero a ver, todos los caminos que veo por aquí tienen muchos kilómetros y demasiadas etapas. —Rubén, centrado en la pantalla del ordenador, obvió la broma de su amigo. —Ya, pero lo normal es ir haciendo unas cuantas etapas cada año. —De eso nada, yo quiero terminar en la plaza de Obradoiro. —Terminaremos cuando hagamos las últimas etapas. —Sí claro, en el 2030, ¿no? A saber si no estoy bajo tierra ya. —No digas eso. —¿Por qué? ¿Acaso no vendrías a mi entierro? ¿Sabes? yo creo que estaría abarrotada la iglesia, no cabría ni un alfiler. —Ya… —A Santi le cambió la cara. Su amigo intuyó que estaba pensando en su madre y rápidamente cambió la conversación. —Bueno, pues a mí me ha llamado la atención el primitivo este — dijo haciendo clic con el ratón. —En dos viajes, relajadamente, lo tenemos terminado —opinó Santi. —Yo quiero terminar en la catedral, que sabes que a mí me encantan las catedrales. Por favor. —En esa afición coincidían los dos. —Vale, la verdad es que a mí también me hacía ilusión terminar en Santiago y ver la catedral, me gustan más que a ti. Mara dijo que si nos lo pasábamos bien haríamos un tramo del camino cada año… —Sus pensamientos volvieron hacia atrás, a los recuerdos. —Bueno, amigo, pero ahora vas con Rubén, y, aunque a mí no me la vayas a meter —Sonrió enseñando los dientes —, te digo que vamos a terminar en Santiago. Y que vamos a hacer este camino para terminar y ver el botafumeiro de la Catedral de Santiago —sentenció—. Bueno, va. Si quieres te dejo que me toques un poco el culo, así te convenzo. —Puso el culo en pompa en dirección a su amigo, que le dio una suave patada antes de que se bajara los pantalones, cosa que solía hacer muy a menudo. —Está bien. Haremos este y terminaremos oliendo el asqueroso incienso ese con el que se colocan los cristianos. Aquí pone que podemos hacer solo la parte de Galicia, y llegaríamos a la catedral en unas siete etapas —dijo Santi cogiendo el ratón y pinchando en la guía—. En total serían unos… doscientos kilómetros. — Terminó con una sonrisa de oreja a oreja. —¿Doscientos kilómetros? GEMAAAAA. —chilló Rubén. La joven llegó un poco asustada. —¿Qué pasa? —preguntó asomando medio cuerpo por la puerta. —Eso digo yo. ¿Qué pasa? —Ambos miraron a Rubén. —Tenemos que llevar a tu hermano a un psiquiatra ya, a la fuerza. ¡Ayúdame! —¿Por qué? ¿Qué ha hecho esta vez? —sonreía. —Quiere que hagamos doscientos kilómetros andando en… —Una semana. Siete días de nada. Gema, no le hagas caso a este flojeras. —Bueno, me voy a darle de comer a Bombur —dijo la hermana al ver que aquello había sido otra salida del mejor amigo de su hermano. —¿Quién es Bombur? —preguntó, esta vez sin gritar. —Un conejo que tenemos como compañero de piso ahora. Cortesía del amigo de mi hermana. —Guay, yo quiero verlo. —Rubén nunca perdía el asombro por ver o hacer todas las cosas del mundo. Era fascinante lo intenso que seguía siendo su niño interior. —De eso nada. Vamos a sacar los billetes ya. Y cuando le des la lechuga al conejito podías poner el agua a hervir. —¡Qué guay! ¡No me acordaba! Arroz al horno —dijo feliz. —¡Sí qué guay! Arroz al horno —dijo Rubén dándose pequeños golpes en la barriga.
Tras comprobar las dotes culinarias
de Santi con la comida vegetariana, consiguieron ponerse con el tema de los billetes. Con suerte llegarían a Fonsagrada, el pueblo desde donde iban a comenzar el camino, para cenar en el albergue, acostarse y comenzar a andar el día 1 de julio. Perdieron otro rato buscando todo el material que necesitarían y una asociación de amigos del camino en Valencia para poder conseguir la credencial, el pasaporte que todo peregrino lleva con orgullo para que se lo sellen en todos los lugares que va visitando por el camino. Mientras comían, decidieron que esa misma tarde irían de compras a por todo lo necesario. Con la compañía de Gema, ya que en estos casos era necesaria su compañía por, entre muchas otras cosas, su gran capacidad de organización y decisión.
Rubén se quedó observando a su
amigo mientras caminaban por el pasillo de la sección «Travesía» de aquella gran superficie, fantasía de cualquier deportista amateur. Estaba muy feliz y eso le alegraba. Haría una y mil veces más el Camino de Santiago junto a su mejor amigo para que este estuviera feliz. Él sabía lo mucho por lo que había pasado. Su madre falleció y su padre se largó… Dejándoles una buena suma de dinero y a sus tíos en el piso de arriba sí, pero ¿y el amor? ¿Qué cantidad de dinero o qué familiar puede sustituir el amor de unos padres?, pensaba Rubén. Mientras Gema les hablaba de unos pantalones largos que se abrían por las rodillas mediante unas cremalleras y que les vendrían muy bien para el camino, Rubén vio algo que sabía que iba a cambiar aquel feliz día. Iba a cambiar el curso de los días siguientes para Santi. Vio a Mara en el pasillo de enfrente con un chico alto y moreno. Inevitablemente, como dos imanes, iban en la misma dirección y se atraían, se acercaban. ¿Quién era Rubén para luchar contra las leyes de la física? Cuando se reconocieron, fueron a saludarse y la cosa pareció un poco fría. —Hola, Mara —dijo Santi, cuya cara expresaba mil emociones no del todo buenas. Y le dio dos besos. —Hola, Santi. —Ella, sin embargo, sonreía. Tenía una de esas corazas que nunca dejan ver sus verdaderas emociones. Una de esas corazas que en realidad esconden una gran debilidad. —Hola, Mara. —Se adelantó Gema y le dio dos besos con otra sonrisa de oreja a oreja. Tan inocente y bondadosa como siempre. —Hola, Rubén. —Mara saludó finalmente al único que parecía no querer entrar en ese raro y frío círculo de saludos, besos, abrazos y mentiras. —Hola —respondió secamente. La escena se volvió todavía más rara cuando los dos que por un tiempo se amaron y compartieron todo, dijeron a la vez. —¿Qué tal est…? —¿Qué tal estáis? —Volvió a decir ella, esta vez, sin que nadie la interrumpiera. —Bien. Vamos a… —Vamos a comprarme unas zapatillas para ver si comienzo a correr —cortó Rubén. —Muy bien —dijo notando la indirecta. Nunca lo había soportado del todo, no era consciente, pero le tenía algo de celos—. Nosotros ya nos íbamos. Hasta pronto Santi. —Se acercó para darle un solo beso, algo más despacio de lo normal. Su perfume envolvió a Santi y esto hizo trabajar a su cerebro a una velocidad imposible, para abrir cualquiera de los archivos que le recordaban a ella. Sería una ardua y lenta tarea volver a guardarlos en su sitio para que no anduvieran por su cabeza dando vueltas. —Adiós. —Consiguió articular Santi. —Adiós, Gema. —Y Mara desapareció, dejando su aroma.
La gente iba y venía con sus carros,
compraban, charlaban, incluso los niños jugaban; la más absoluta normalidad. Pero en aquel espacio y tiempo donde se habían encontrado, todo había sido muy diferente a lo normal. Esta sensación les acompañó a todos, menos a la inocente hermana pequeña, durante toda la tarde. CAPÍTULO 7
El comisario estaba en su despacho
revisando unos papeles pero con los pensamientos en otros lares. En un principio había aceptado el cargo de comisario en esa aparentemente tranquila comisaría para relajarse y olvidarse del caso de los Jefes pero el trabajo y el servicio al orden público era su único modo de vida, el comisario tendría que volver a nacer para poder desconectar del mundo policial. Recordó la frase de una vieja película de artes marciales, en la que el protagonista era sometido a torturas y sonaban en su cabeza las palabras de su maestro: «Cuerpo y mente no tienen que viajar juntos». En aquella ocasión, como en muchas otras, le estaba ocurriendo. No le prestaba la atención que se merecían a los papeles del caso de una redada en una discoteca, donde habían encontrado varios gramos de sustancias no muy legales y sí muy nocivas. Antonio pensaba en la rutina. Su vida se estaba convirtiendo en pura rutina, incluso pensar en la rutina se estaba convirtiendo en una rutina. Al darse cuenta de esto se mareó un poco y cerró los ojos. Se quitó las gafas, las dejó en la mesa e hizo el gesto de quitarse una máscara que llevara pegada a la cara, un gesto de cansancio acompañado de un suspiro. Decidió, por enésima vez, que tenía que hacer algo más que trabajar en su despacho o en casa, ver la televisión y pasear a Riqui. Estaba empezando a ser consciente de que no tenía vida social y ni se imaginaba lo importante que era ese paso para seguir sanando el daño psicológico y emocional que había sufrido con el repentino abandono de su mujer, hacía ya tanto tiempo. Salir de su despacho a tomarse un café le sentaría bien y le haría estar más centrado en el trabajo, ya que ahora era lo que le tocaba hacer. En el pequeño comedor que tenían en la comisaría se encontró con la subinspectora Rocío. Ella era una compañera de cuarenta años a la que tenía mucho aprecio. Se conservaba muy bien, hacía mucho deporte y cuidaba excesivamente su dieta. Aparentaba tener unos treinta y las malas lenguas de la comisaría decían que estaba colada por él. El comisario nunca había hecho caso de estas habladurías y si alguien le comentaba algo, activaba más todavía el modo «jefe serio» y todo el mundo se ponía a su nivel de seriedad inmediatamente. Era una persona muy querida, y a la vez respetada en aquella comisaría. Por todo el tiempo en el servicio, por su integridad, por todos los casos que había resuelto y los traficantes con los que había terminado en la Brigada de Estupefacientes como inspector jefe, se había ganado el rango de comisario en esa comisaría. —¿Un café, comisario? No tiene muy buena cara. ¿Se encuentra bien? — Rocío tenía la costumbre de dirigirse a él con más respeto todavía que todos los demás compañeros. —Sí, gracias, con extra de café y poco azúcar, que luego mi hija me riñe… —Tiene usted una joya de hija. Seguro que se cuidan muy bien. He oído que va a hacer el Camino de Santiago. Qué valiente. Dele un abrazo de mi parte. Rocío le dio su café preparado y se encaró hacia la puerta que estaba abierta. Mucha gente los miraba disimuladamente. Antonio cometió lo que para él fue una locura y la detuvo suavemente de la mano para que no saliera. —¿Qué tal si nos tomamos algo esta tarde al salir? —Al terminar de decirlo pensó que estaba loco y que tenía que ponerse en manos de algún profesional. La respuesta le disipó un poco estas dudas. —¿Usted y yo? Será un placer. —Y su cara dibujó una sonrisa que la hacía todavía más hermosa a ojos del comisario—. Cuando termine le aviso. ¿Le parece bien? —Me parecería mejor si dejaras de tratarme de usted, por favor. —Otra locura más. Recordó la tarjeta que tenía en casa de la psicóloga que les ayudó, sin mucho éxito, con el tema de su exmujer—. Podemos ir al local donde trabaja Elsa, y así le das tú el abrazo, se alegrará de verte. —Había perdido la cuenta de las veces que su hija, y alguien más, le había insinuado que invitara a salir a aquella mujer que tenía delante. —Claro. Estaré encantada. —Estaba empezando a ruborizarse, así que decidió salir de allí antes de que el comisario lo notase—. Bueno, pues nos vemos luego…, Antonio. Al salir del pequeño comedor a las oficinas hubo un repentino ruido general de sillas, grapadoras, bolígrafos contra la mesa y papeles arrugándose. Antes todo había estado en silencio y solo habían faltado unas palomitas para simular un cine; ese lugar en el que todo el mundo mira en la misma dirección y está expectante a cada fotograma que en la pantalla aparece. Allí había pasado lo mismo, y al darse cuenta, la subinspectora se ruborizó todavía más, se apresuró a sentarse rápidamente en su silla y centrar su vista, que no su atención, en una pantalla sin ningún programa abierto. Durante ese día y quizás esa semana, habría tema en todos los rincones de aquella comisaría entre sus compañeros de trabajo. Pero los rumores, cotilleos y noticias de interés desaparecen en cuanto pasa otra cosa más interesante. Rocío y Antonio rezaban a la vez, sin saberlo, para que un nuevo tema de conversación surgiera pronto en aquella comisaría. Cuando Antonio volvió a su despacho se encontró por el camino con Ray, el único que jamás trataría de seguir la corriente a algún rumor o cotilleo, que iba a buscarlo. Por eso, entre otras cosas, le caía tan bien.
Por la tarde, tanto comisario como
subinspectora se esforzaban por olvidarse del qué dirán en la comisaría, de los casos, del trabajo en general y trataban de relajar la tensión. Intentaban aparentar normalidad y relax mientras tomaban esa cerveza que habían acordado. Elsa, que estaba en la mesa tomando su descanso y una bebida azucarada, por una parte estaba feliz por la noticia que le había llegado de que su padre iría a hacerle una visita al trabajo acompañado de Rocío, pero por otra no pudo evitar estar en medio de tanta tensión. —¿Qué pasa? ¿No podéis desactivar el modo policía por un rato? —¿Tanto se nos nota? —respondió su padre. —Pues a ver… —Hizo como que sumaba mentalmente con los dedos—. Tres camellos se han cambiado de acera en los diez minutos que llevo aquí. —Tienes razón —intervino Rocío—. Hoy ha sido un día duro y cuesta desconectar. Discúlpanos. ¿Ya tienes la lista de lo que necesitas para el viaje? —Sí. —Sonrió al recordar que le quedaban pocos días para marcharse. —Imperdibles —dijo la subinspectora de repente. —¿Cómo? —preguntaron padre e hija a la vez. —Que te lleves imperdibles para tender la ropa, las pinzas se rompen más fácilmente y ocupan más lugar. —¿Y cómo sa… —comenzó a preguntar Antonio. —Estuve en los Boy Scouts e hice muchos campamentos —le cortó Rocío, arrepintiéndose enseguida. —Vale. Tomo nota. Imperdibles. —¿Tienes alguna duda más? —Yo sí —respondió el comisario. Las dos chicas le miraron—. ¿A qué hora preferirás que te llame… cada día? —Papá, no quiero que me llames cada día, yo te llamaré cuando… —se quedó pensando las palabras exactas— crea conveniente. —Se levantó, besó a Rocío y se marchó hacia dentro, a continuar trabajando. —Antonio, va a hacer el Camino de Santiago. No le va a pasar nada malo.
De vuelta a casa del trabajo, Elsa
caminaba por una zona céntrica de Madrid, cerca de donde vivía. Por la cabeza le pasaban dos pensamientos, uno más superfluo y el otro más profundo pero no por ello menos importante, mientras pisaba los grises adoquines de una calle peatonal. En primer lugar y como siempre que pasaba por aquella zona, pensaba en lo agradable que resultaba vivir por allí. En su barrio, uno bastante céntrico, existía una mezcla de etnias que le resultaban muy agradables. A unos cinco minutos de su hogar siempre se percataba: primero una tienda de sombreros de todo tipo y clase regentada por un hombre mayor que, a pesar de la competencia de los grandes mercados, se resistía a cerrar el negocio en el que llevaba más de media vida. Sus sombreros eran artesanales, con materiales de primera calidad y, única y exclusivamente se dedicaba al noble arte de fabricar sombreros. Por ello su pequeña empresa se diferenciaba del resto de grandes superficies textiles donde no solo vendían sombreros, en los conocimientos del material, la calidad y sí, también en el precio. Elsa se sabía de memoria la historia y la vida del viejo que se la contó, como a todos los clientes que entraban, el día que decidió comprarle un sombrero negro con una cinta gris al final de la copa para su abuelo, hacía tres años, justo unos meses antes de que falleciera. Después de esa tienda, tres portales más allá, había un pequeño mercado, de alimentación mayormente, que pertenecía a unos indios, los cuales siempre regalaban amablemente a Elsa una o dos piezas de fruta extra cada vez que entraba a comprar de paso para casa. Por último un matrimonio chino tenía siempre bien vigilada su pequeña tienda de todo a cien donde podías encontrar casi todo lo que pidieras. El matrimonio chino no solía regalar nada a Elsa, pero la tercera vez que entró a comprar, esta vez una lima para las uñas, ya no le persiguió la mujer allá a donde iba entre estanterías y estanterías, ese era un acto de lo más agradecido. Después de esta última tienda en la que saludó al dueño que fumaba en la puerta, Elsa llegó a la parte más agradable del paseo hasta su casa y que le recordaba lo cerca que estaba de ella, el olor a comida cocinada que salía de un restaurante situado en la acera de enfrente. Olía a cebolla frita caramelizada, consiguió distinguir. Era sábado, a las nueve y media de la noche y no parecía refrescar demasiado para que algunas personas esperaran sentadas en la terraza del restaurante su cena temprana. Colocados en mesas de madera y sillas de mimbre, en una pequeña plaza adoquinada donde dos o tres niños, hijos de los comensales, jugaban sin que sus padres temieran el tráfico de vehículos. A parte del agradable olor a cebolla y el momento de felicidad que le causaba pasar por aquel lugar, Elsa ocultaba una extraña sensación que le acompañaba siempre que caminaba sola por las calles de Madrid. Ese pensamiento más profundo, la sensación de una posibilidad, entre muchas ciertamente, que podría arruinarle en un instante todo lo agradable que envolvía su barrio, incluso Madrid. La sensación de encontrárselo. Encontrarse a Carlos, su exnovio y no saber qué decir ni qué hacer. Esa posibilidad le acompañaba desde hacía mucho tiempo, pero ni ella misma sabría bien cómo describir bien la sensación que le provocaba esa mínima posibilidad. De momento, desde el día que se despidió de él con aquellas palabras, no había vuelto a saber nada de Carlos ni de su «amiga» ni de la música o cualquier aspecto de la vida del chico que la había fallado, la había traicionado. Ahora, con esa extraña sensación de no saber si en realidad quería o no encontrárselo, le tocaba caminar con ese rumiante pensamiento de fondo hasta que un día pasara lo que tenía que pasar. Entró a su portal casi con una mezcla de alivio y decepción, cerró los ojos y suspiró. Necesitaba despejarse. Una ducha, cebolla frita y su mejor amiga era una buena opción para ir distrayendo la mente hasta que llegara el esperado viaje. CAPÍTULO 8
Colgó el teléfono y suspiró. Miró el
reloj. Faltaba poco para las nueve y la oficina estaba completamente vacía. Tenía ganas de llegar a su casa, a pesar de que era muy tarde y casi no podría disfrutar de sus tres hijos: dos adolescentes y el pequeño, que crecía a la carrera. Le agradaba esa rutina de salir de trabajar y bajar a su plaza privada, ver su nuevo Mercedes, que se abría sin necesidad de sacar la llave y que tenía tantos caballos, llegar a la entrada de la urbanización donde vivía y que el vigilante le abriera la barrera y le saludase con un gesto cansino y algo asqueado, pero sobre todo, le agradaba llegar a su chalet dúplex con un gran jardín bien cuidado, piscina iluminada y un gran garaje que tanto tanto le había costado. Le había costado cincuenta y cinco años de su vida conseguir todo eso, y más de veinticinco años de servicio. Le había costado tener que hacer cosas de las que no se sentía especialmente orgulloso. Pero por fin vestía de traje y corbata a diario, y con unos zapatos de una piel de alguien que la necesitaba más que él. Por fin había abandonado la comisaría y sus gritos de prostitutas masticando chicles, los forcejeos con maleantes, los turnos, interrogatorios, juicios, alcohólicos, drogadictos y demás entretenimientos que se pueden ver en una comisaría. Había terminado la carrera mientras estaba de servicio y ahora estaba en una oficina del departamento de la Subdirección General de Recursos Humanos y coordinaba las funciones de la Dirección General de la Policía que pertenecían a este departamento. El mejor despacho le pertenecía y se dedicaba a temas que a veces le llevaban más tiempo de lo esperado. Salió de allí echando un último vistazo a su mesa de madera maciza caoba que siempre dejaba vacía y bien arreglada antes de marcharse. Una fotografía de sus hijos y su mujer en el centro rompía la soledad de aquella base de madera; antaño había sido un árbol que ocupaba un lugar en medio de una selva y servía de hogar a diferentes animales exóticos que se refugiaban allí de tormentas y depredadores. Tras cerrar la puerta y salir, no pudo evitar girarse a mirar la placa que había colgada en la puerta y que llevaba su primer apellido. La sonrisa en la cara le duró hasta que llegó al garaje donde solo había dos coches que descansaban allí todo el año, cubiertos con una lona. Todo el mundo se había marchado ya, pero él era el jefe y tenía que cumplir ciertos clichés como el de que los jefes llegan los primeros y se van siempre los últimos. Cuando llegó a su nuevo coche esperó unos segundos a que la puerta se abriera sola, como siempre lo había hecho desde que lo compró hacía dos meses. Esta vez no se abrió. Se acercó un poco más a la cerradura con el bolsillo derecho delante, pero las luces que debían indicar que el coche estaba abierto no se encendieron. Extrañado, sacó la llave de su bolsillo y buscó torpemente sin gafas el botón de abrir. Lo pulsó. El coche siguió sin abrirse. Recordó lo que le dijo el simpático comercial cuando fue a pagar y recoger su nuevo Mercedes recién matriculado: «No creo que nunca te suceda —dijo guiñando un ojo—, pero si algún día, por lo que sea, la llave inteligente no responde, tienes que apretar esta pestañita y sacar la llave tradicional que está aquí escondida». Justo cuando encontró la pestañita, las luces del garaje se apagaron hasta nuevo aviso de algún interruptor y todo se quedó oscuro. Dejó caer el maletín al suelo comenzando a impacientarse, y a tientas buscó la cerradura de la puerta para introducir la llave. Por fin consiguió abrir el coche y las luces de dentro se encendieron para dar la bienvenida a su amo, al que habían fallado por un momento. Justo cuando iba a darle al botón de encendido y temiendo que otra vez el coche no respondiera, notó algo metálico en la cabeza, algo inconfundible para él, el cañón de una pistola. El hombre que le apuntaba desde los asientos de atrás, el culpable de que su coche no hubiese respondido a la llave inteligente, dejó que le viera la cara por el espejo retrovisor, porque siempre lo hacía así, dejaba que le miraran a los ojos antes de matar a alguien y disfrutaba viendo las caras de terror que provocaba al aliarse con la muerte. —Pero, yo te avisé aquel día… —El encañonado consiguió articular sollozando, sentado en el asiento de cuero que pronto se llenaría de sangre. El otro alejó su cara, apretó el gatillo y se produjo un sonido sordo por el efecto del silenciador que llevaba el arma. Antes de morir, el hombre, no vio su vida pasar ante sus ojos. Únicamente se arrepintió por todo lo malo que había hecho durante su trayectoria, por todos los tratos que había cerrado con aquel psicópata que le acababa de disparar, y, en el último instante antes de morir, rogó que aquel asesino no fuera a por su mujer y sus hijos. Nicolav salió tranquilamente del coche y del garaje por donde había entrado sin tener que forzar demasiado la cerradura. Fuera lo esperaba una furgoneta blanca aparcada entre un incesante flujo de coches con conductores demasiado distraídos, demasiado estresados. —¿Todo bien, Jefe? —Todo bien, partener. Ya no hay nadie que pueda encontrarme. Ya podemos ir a por él. Ambas sonrisas, ambas miradas, fueron gélidas, tanto como el aliento de un oso que, ofendido, está a punto de atacarte. CAPÍTULO 9
Santi se movió incomodo en el
autobús. Habían llegado a Madrid cerca del mediodía y ahora llevaban una hora de viaje hacia Lugo. Era totalmente de día y su mejor amigo roncaba con la boca abierta a su lado. Había observado a toda la gente que viajaba allí, de hecho ya había comenzado a observarlos en la dársena de Madrid donde habían cogido el autobús para Lugo. Había muchos peregrinos y algunas peregrinas para sorpresa de ambos. Rubén ya parecía un poco más animado con el tema de tener que andar entre veinte y treinta kilómetros diarios. El viaje desde Valencia a Madrid había sido bastante ameno y relativamente corto, ya que su amigo estaba despierto y habían estado hablando todo el rato. Pero ahora, después de la comida y con el aire fresco del autobús, Rubén había caído presa de esa tradición que persigue a los españoles sin poder evitarlo, la siesta. Al principio subió un poco triste al autobús en Valencia. La estación situada en la avenida Menéndez Pidal, era pequeña y algo deprimente, con dos filas de autobuses operativas, separadas por unas tiendas, un restaurante y una sala de espera. Su hermana y sus tíos habían ido a despedirle a la estación, a pesar de las horas tan tempranas, y notó la tristeza en la cara de Gema al decirle adiós. No recordaba las veces que habían discutido en su vida y de la boca de ambos había salido en más de una ocasión un: «Ojalá te perdiera de vista». Palabras que salen sin pasar por el filtro de la sensatez. Ambos hermanos sabían que se amaban y que se necesitaban. Ni la más fuerte o tonta discusión podría cambiar eso jamás. Nada más salir el autobús de la estación, cogió el móvil y le escribió a su hermana: «Enana, enseguida estoy en casa vigilando lo que haces» y terminó la conversación con un emoticono guiñando un ojo y un corazón. La respuesta no tardó ni diez segundos en llegar: «Te quiero hermanito, disfruta mucho». Gema terminó con una fila llena de corazones. Observó a su amigo a su lado, con el asiento recostado y la boca abierta hacia arriba. En pocas ocasiones estaba triste. Parecía que no tuviera problemas nunca. Seguramente había salido por la puerta de su casa con un hasta luego y mirando el móvil. Esto no quería decir que no quisiera a su familia, ni que no la fuera a echar de menos, pero él era así, vivía el momento presente y para algunas personas era un egoísta. Sacó el móvil y decidió hacer la primera foto del viaje a su amigo y su cómica imagen. Justo cuando iba a disparar la foto, un hombre mayor, con el pelo blanco y su mujer al lado casi en la misma situación que Rubén, sonrió al ver la travesura que iba a hacer Santi y pensó, por un instante, en hacer lo mismo él con su mujer, pero algo le frenó. Tras hacer la foto decidió ponerse los cascos en el móvil para escuchar música. En su móvil había de todo. En un pasado Santi había sido un gran aficionado al rap. Le gustaba la transformación que surgía de una poesía con la magia de la música. Recordaba a la perfección la canción-poesía que le había escrito a Mara el día que ella le preguntó si la podría definir con alguna palabra:
Me pides que te describa,
yo lo hago y te pido que estas letras no mueran. Aunque yo no viva: Tú… tú eres un perro ladrando al amanecer, un águila alzando el vuelo al atardecer, el momento presente, un baño caliente, una gaita, un violín y un saxofón, una prostituta solo para la ocasión. Eres un beso en la frente, un baño caliente, una fiesta de día, una dulce melodía, una campana que suena y dos pájaros que vuelan. Un rio bajando, una madre amamantando. Eres un niño saltando en un charco, una despedida en un barco, un bosque salvaje, un árbol sin su follaje. Eres una noche en el desierto, un polvo después de un concierto, un camino sin fin, unos labios carmín, un bebe durmiendo y una cuna meciendo. El cogerse de la mano, el amor de un hermano…
Tú me pides que te describa
Y podría hacerlo mientras mi mente siga viva. Tú eres todo y eres nada, Eres peligro, el perfecto equilibrio.
Aquella poesía nunca vio la luz, como
tantas otras que escribió y guardó en un cajón cual clip olvidado deseando salir y cumplir la misión que se le había encomendado. Últimamente le gustaba también escuchar música reggae. Mara le enseñó ese tipo de música, decía que transmitía muy buen rollo. Tenía razón. Un viaje largo en autobús escuchando música podría ser el perfecto paisaje para un nostálgico, y Santi que lo estaba, recordó cuando su ex le propuso un día ir a un concierto de reggae, incluso fumar un poco de marihuana para ver qué se sentía, a pesar de ser los dos algo muy lejano a unos rastas y no haber coqueteado nunca con las drogas. Santi se había dado cuenta investigando sobre este tipo de música, que era música para el amor y la paz, no para un determinado grupo ni clase. Buscando el equilibrio, cuando sentía rabia y odio, intentaba calmarse y sentir la buena vibración que le transmitía escuchar esa música con lema de hippies. Muchas cosas todavía le recordaban a ella. En el fondo sabía que era una excusa. Al principio todo le recordaba a ella. En cierta ocasión leyó en alguna red social que no se trataba de olvidar sino de recordar sin dolor. Ese dolor de momento no había desaparecido, y si estaba desapareciendo, era en pequeñas cantidades apenas perceptibles. «One love para el feliz, one love para el triste, para el que llora y para el que está contando los chistes…», sonó en su auricular y sonrió. «One love para el que odia, one love para el que ama…», continuó el cantante de Green Valley por los auriculares de Santi. Definitivamente esa música le transmitía felicidad. Pasaron unas horas más y Santi creyó haberse dormido un rato. Le despertó Rubén tocándole el brazo, la música sonaba todavía en sus auriculares. Esta vez era DJ Tiesto quien tenía el protagonismo. —Tengo hambre. ¿Tú, no? —Yo no —dijo con los ojos todavía medio cerrados—. Rubén, pareces un animal, lo único que haces es dormir y comer. —Bueno y algo más que hacen los animales y a mí no se me da nada mal… Ya tú sabeh… —dijo moviendo la cintura circularmente como pudo en el asiento del autobús—. Bueno, saca una banana de esas que tienes en la bolsa, que tengo hambre. —¿De la bolsa? O… ¿de otro sitio? Ya tú sabeh. —Por más que lo intentaba no conseguía parecer ni la mitad de gracioso que su mejor amigo. —Va, no empieces. Dame algo de comer, que quiero hablar contigo de algo serio. Tengo una preocupación… —¿A qué te refieres? —A que no sé qué hacer con mi vida… —Vamos a ver, Rubén. Tranquilo, amigo mío, en esta vida todo tiene solución, menos la muerte. —Palabras que su padre le había repetido en más de una ocasión. —No, en serio. Me gustaría tener claro qué quiero estudiar y a qué quiero dedicar mi vida. Mis padres esperan que sea abogado, si es que consigo pasar de segundo de bachiller, claro. Pero no es lo que yo quiero. O sí. Siempre he dado a entender eso, a la vez que ellos lo daban por supuesto. No me motiva para nada ser un aburrido y bien vestido abogado. Ni cargar con mis problemas, más todos los de los demás clientes. Es lo que veo que hacen mi padre y mi madre desde siempre. —Pues, Rubén, deberías hablarlo con ellos, seguro que te entienden. —Ellos no entienden nada. Creen que el haber repetido curso es porque quiero rebelarme contra ellos y hacérselo pasar mal. Pero de verdad que yo lo que quiero es encontrar algo que me motive y me haga ilusión ¿Y eso quién me lo da? El sistema educativo está totalmente equivocado. Desde pequeño deberían haber potenciado mis motivaciones y ahora no tendría este dilema. —A ver, dos cosas: primero, ¿dónde has leído tú todo esto? Y segundo, ¿cuál es tu sueño ahora mismo? Tiene que haber algo que te motive tío. —Cómo me conoces, cabrón. Lo leí el otro día en un artículo de una entrevista que le hacían a un joven emprendedor. Dice que hasta los dieciocho años lo único que hizo la escuela fue robarle el tiempo y la energía que debía dedicar a las empresas que ya quería montar. —Joder, qué crac. ¿Y cómo has llegado tú hasta ese artículo? —Vivimos en la era de la informática, las redes sociales y la información. —Bueno, y ¿a ti qué te gusta? Algo a lo que quisieras dedicar tu vida. A mí me ayudó mucho el hecho de saber que iba a poder ayudar a personas que lo estaban pasando mal. —«Como yo casi toda mi vida», se ahorró decir—. Por eso elegí Psicología, además, como ya sabes, me fascina la mente humana y todo lo que todavía no sabemos de ella. —Ya lo sé, y sabes cómo pienso. Serás un buen psicólogo y llegarás lejos comiendo cocos. —Pues ya está, encuentra tú algo que te haga pensar a lo grande. Como Steve Jobs o gente así. —La verdad es que hace un tiempo que lo tengo claro. Pero no me atrevo a decírselo a mis padres. —¿Y a tu mejor amigo? —Claro, colega, a ti siempre. Me gustaría ser diseñador de videojuegos. ¿Qué te parece? —Que serás un gran friki diseñador de videojuegos, y llegarás lejos. —Ja, ja, ja, ja, muchas gracias amigo. —De nada. Ya sabes, háblalo con tus padres y que vean lo claro que lo tienes, la ilusión que te hace y la poca que te hace todo lo demás. Con eso tendrás mucho a tu favor. —Gracias, ahora tengo que ver cómo planteárselo. —Ese era el gran dilema —. Por cierto ¿a quién llamas tú friki? —A ti: Rubén Castro Martínez. Avenida de los… —Vale, vale, me queda claro. Pero me podrás hablar tú de frikismo que tienes toda las películas en versión extendida de El señor de los anillos junto con una pequeña colección de figuras, anillos, espadas y demás cositas de la Tierra Media… —Ja, ja, ja, ja, ni se te ocurra meterte con el fantástico mundo de Tolkien o te reviento, y lo sabes. —Si es que seguro que te tocas pensando en la elfa esa. ¿Cómo se llama? —Galadriel. Chsss un respeto. —Galadriel, ja, ja, ja, ja, ja. Rubén y su estridente risa llamaron la atención de casi toda la parte de atrás del autobús; algunos se divirtieron, y otros, arrancados súbitamente del silencio y la calma que reinaba, se enfadaron. Justo en ese momento el autobús se desvió hacia un área de servicio y descanso. El conductor habló por el micrófono con una voz demasiado monótona y aburrida sobre el tiempo que tenían para descansar y dónde se encontraban. Al caminar hacia la puerta del autobús para bajar y estirar las piernas, Santi se fijó en una pareja joven que no había dejado de conversar en todo el camino. Lo más curioso es que no se conocían, porque él había llegado más tarde que ella y le había pedido permiso para sentarse al lado de la ventana, pero conversaban como si se conocieran de toda la vida. ¿Sería la magia del camino, de un viaje en solitario o del destino la que los había unido? Quizás. ¿Para siempre?, pensó. Al pasar por su lado observó como la chica tenía el total protagonismo de la conversación y el chico la escuchaba con cara de fascinación total. —Eso significa que tú en otra vida fuiste un guerrero —le dijo. Se preguntó si él también había sido, o debía de ser, un guerrero y luchar por lo que quería en aquel momento, Mara. Bajó del autobús donde su amigo ya lo esperaba con una nueva proposición. —Oye, yo te he prometido no fumar nada en todo el viaje, pero nadie ha dicho nada de las cervezas. ¿Nos tomamos una? —Solo tenemos quince minutos. Comernos la fruta e ir al servicio, no da tiempo a más. —Dios mío. ¿Por qué me he venido a hacer una caminata con un sanote? — Rubén se dirigió hacia los servicios del área de descanso—. Que sepas que allí solo te voy a dejar beber cerveza — gritó sin girar la cabeza—. Sabes que hay estudios que dicen que es buena.
Estaba atardeciendo, el sol
comenzaba a caer para dejarle algo de protagonismo a la luna. Unos nubarrones se veían en el horizonte. Estaban llegando al norte. Santi sintió el frío y recordó a Mara, lo friolera que era y cómo buscaba siempre el calor en sus abrazos y en su cuerpo. Al subir al autobús todo el mundo estaba callado, con cara de cansado y de tener ganas de llegar. Solamente hablaba la pareja de los guerreros y las otras vidas y, un grupo de jóvenes que estaban al fondo del autobús y que parecían tener energía ilimitada. Esta vez Santi enchufó los cascos al asiento del autobús para escuchar la película que tocaba para ese último tramo del viaje hasta llegar a Lugo. Rubén se colocó otra vez en la misma posición que indicaba un buen sueño, otro. Santi consiguió distraer ese recuerdo del calor humano que le provocaba estar con su exnovia cuando apareció en la pantalla Leonardo Di Caprio y el título de la película, Diamantes de sangre. El autobús, por fin, paró a unos trescientos metros, según las indicaciones del conductor, del albergue situado en el pueblo de Fonsagrada. Nada más llegaron a Lugo cogieron, con suerte, el último autobús que iba al pueblo desde donde iban a comenzar. Estaba cayendo una tormenta de verano como las que no se veían hacía muchos años por tierras gallegas. Los amigos salieron corriendo con sus mochilas del pequeño autobús en el que viajaban solos, y se despidieron del amable conductor, que les relató durante los cuarenta y cinco minutos del trayecto, el último verano que recordaba haber visto llover de aquella manera. Les recomendó, fallidamente, que se pusieran un chubasquero, a pesar de la cercanía de su destino. Corrieron por la acera resguardándose de la lluvia ilusamente por debajo de los balcones. Una calle abajo y supuestamente al doblar una esquina, verían una iglesia que ocultaba el albergue. Entraron al albergue justo cuando el dueño, un simpático, rechoncho y bonachón joven llamado Enrique se marchaba. Eran casi las ocho de la tarde, llovía a mares y lo cierto es que no se esperaba a dos peregrinos jóvenes y calados hasta los huesos. El alegre hombre, que nunca perdía la sonrisa de su cara, les acogió rápidamente. Aunque ya sabía la respuesta, les ofreció servicio de albergue o de motel señalando las escaleras que tenían a la derecha, con sus respectivas habitaciones. Pagaron el modo albergue y agradecieron tanta amabilidad. El hombre les hizo pasar por la puerta que seguía al recibidor donde les había atendido y les enseñó las habitaciones que estaban a la izquierda de un gran comedor, con una gran cocina. En las habitaciones había unas literas muy modernas con minilamparita individual y una pequeña mesita. Algunas ya estaban ocupadas. Tras dejar las mochilas, les enseño rápidamente la zona de las duchas, las lavadoras y secadoras. Emocionados y mojados, casi no repararon en las personas que había en el comedor. Simplemente, y de reojo, pudieron contar que había cuatro personas: una pareja de franceses que charlaban alegremente con un mapa en la mesa, y en la otra mesa había dos chicas jóvenes que les observaban con cierta admiración. Al salir de la ducha, secos, limpios y más relajados repararon con más atención en las dos chicas jóvenes que estaban solas en una de las mesas. El comedor estaba en silencio. La pareja de franceses ya se había retirado a una habitación de literas, una vez claro el tramo de camino que debían comenzar a la mañana siguiente. Fuera el paisaje era de lo más otoñal y bonito, a pesar de estar en pleno verano. Eran casi las diez de la noche. Había cesado la lluvia, las nubes negras se alejaban junto con la inminente llegada del anochecer y tintaban el cielo, allá a lo lejos, de un negro oscuro que no presagiaba nada bueno por donde pasaran. Afortunadamente este variopinto paisaje se alejaba, y a ellos les quedaba un bonito cuadro que pincelaba una noche fresca, húmeda y de cielo despejado, con unas pequeñas motas brillantes llamadas estrellas. Ninguno de los cuatro presentes en el comedor reparó en este hermoso cambio de cuadro en el cielo. Sin embargo, el camino primitivo por Galicia, el que habían decidido hacer, les regalaría este y otros más. CAPÍTULO 10 DÍA 1: FONSAGRADA
Cuando los dos chicos se asomaron al
comedor acompañados por el dueño del albergue y mojados hasta la ropa interior, Elsa estaba cocinando. Marta miraba el teléfono móvil aprovechando el wifi del albergue. La gran mesa estaba mínimamente ocupada con dos platos y una ensalada en medio, lista para recibir una cena más. Marta enseguida reparó en los dos jóvenes, dejó el teléfono y sin apartar la vista de los recién llegados tocó a su amiga en el culo para que se girase. Se giró, miró a los dos amigos y después a su amiga agachando la cabeza y subiendo los hombros. Los chicos pasaron casi por delante de ellas, camino hacia las duchas en compañía de Enrique. Al verlos caminar y de cerca, Elsa se dio cuenta de lo que su amiga estaba intentando avisarla. Eran dos chicos españoles y bastante jóvenes. Uno en especial le llamó la atención. Iba detrás, era moreno y un poco más alto que el otro. De momento parecía que ellos no se habían percatado de la presencia de nadie más en el comedor. Elsa apagó el fuego de la pasta que estaba hirviendo, había decidido cocinar unos espaguetis en su primera cena en el Camino de Santiago. Desde que llegaron por la mañana, se habían acostado a dormir hasta casi las cinco de la tarde, cuando decidieron salir a comprar algo para cenar y a visitar la famosa fuente sagrada de la que supuestamente el apóstol Santiago hizo brotar leche para una viuda y su hijo que pasaban hambre. Ambas amigas tenían un sueño fácil y profundo, más aun cuando llevaban toda la noche viajando y maldurmiendo en los asientos del autobús. Elsa se sentó al lado de su amiga. —Joder, cómo está el patio con los peregrinos, ¿no? —dijo Marta antes de que su amiga dijera nada. —Sí, tía. Parece que son jóvenes y no son extranjeros. —¿Les invitamos a cenar con nosotras? —¿Qué dices? Ya va la lanzada. —Te ha gustado unooooo —chilló Marta, que no esperaba esa respuesta de su amiga—. O no, espera, los dos. —Cállate, que te van a oír —dijo a la par que los dos amigos pasaban otra vez en dirección a las habitaciones para coger las toallas y la ropa para ducharse. —En serio, ¿a qué te gusta el moreno? —¿Y a ti? —Buah, a mí me gustan los dos. —Como siempre, guarra. —Pero bueno, que me conformo con el rubio de ojazos azules, vaya. En cuanto salgan de ducharse les digo que se sienten aquí. —Marta, que no sabemos quiénes son ni de dónde vienen ni nada. —Claro. Esa es la gracia del camino, pava. Al final me lo voy a pasar bien y todo. Ja, ja, ja, ja. —No hagas tonterías que a lo mejor han venido acompañados. —Sí, por el Espíritu Santo. Vale, no les digo nada —mintió Marta. Cuando los dos amigos salieron de la ducha secos y no tan tapados, las dos amigas los pudieron observar bien y esta vez ellos sí repararon, más detenidamente, en ellas. A pesar de que los ojos que más llamaban la atención eran los de Rubén, Elsa se fijó en la mirada del otro. Sus miradas se cruzaron. No hubo ningún juego de aguantar las miradas. Duró tan solo un segundo y algo inexplicable se removió en los dos jóvenes. Elsa sonrió. Marta los saludó y los invitó a cenar. Después de las presentaciones, unas más lanzadas que otras, y de las respectivas minihistorias del viaje que pensaban hacer, desde dónde… etc., repartieron la cena que Elsa había hecho de más. —Bueno, muchas gracias por la invitación. La verdad es que estábamos desmayados y pensábamos salir a comer unos bocatas o algo. —Rubén miró la hora en su teléfono móvil, sin esperanzas de que hubiera algo abierto. —No hay de qué, guapo —dijo Marta, y ambos sonrieron. Más callados estaban los otros dos que todavía no sabían qué decir. Santi miraba su plato, pensando que tenía que apartarse todos los trozos de pavo que llevaba. A veces le resultaba difícil seguir con su condición de vegetariano, pero las imágenes de los mataderos que Mara le había enseñado no dejaban de pasar por su cabeza a velocidad muy lenta. —¿Qué pasa, no te gusta? La verdad es que no se me da muy bien cocinar… —Elsa rompió el hielo, ya que su amiga y el chico de los ojos azules charlaban alegremente sobre todo y sobre nada. —No, tranquila, yo tampoco soy muy cocinitas, la verdad. Soy vegetariano. — Los cuatro amigos se callaron. Ella se sorprendió tanto que se atragantó con el agua que estaba bebiendo en ese momento. Santi había podido comprobar que la gente se alarmaba más si decía que no comía carne que si decía que tenía una pistola o se drogaba. —¿En serio? ¿Y eso por qué? Quiero decir ¿es por el tema de los animalitos…? —dijo cuando se recuperó de la tos—. ¿O es que estás enfermo, y es por salud? —Ja, ja, ja, sí que está enfermo, pero de la cabeza —dijo su amigo. —Sí, eso es desde que te conozco. No estoy enfermo, pero una persona que en su momento fue muy importante para mí… —se detuvo. Elsa se percató— me enseñó la verdadera cara de lo que se esconde detrás de un plato de carne, y no me gustó nada, desde ese día decidí no participar en eso. —¿Y qué se esconde detrás de un plato de carne? —preguntó inocentemente Elsa—. Me parece muy interesante y coherente por tu parte. —Se esconde sufrimiento, maltrato y sobre todo una vida que quería seguir viviendo —dijo Santi lo más dulcemente posible. —Ya, pero es necesario comer carne, de toda la vida se ha dicho, ¿no? — continuó ella. Los otros dos amigos ya habían iniciado otra conversación. No parecía interesarles mucho el tema. —Bueno, resulta que podemos alimentarnos a base de vegetales. Tampoco me preocupa mucho porque yo me encuentro muy bien. —Qué bonito… —No podía ocultar el brillo de sus ojos al ver, nada más conocerle, su lado más humano—. Lo cierto es que yo no como mucha carne, más bien pescado y un poco de pavo o pollo, que sé que es carne, pero bueno. —Yo también llevaba una alimentación de ese tipo, pero ver el vídeo no solo me abrió los ojos, sino también la mente. Busqué información enseguida y la pantalla de mi ordenador se llenó durante varios días de vídeos de animales sufriendo, maltratados y de muchas páginas web que defendían la vida de los animales igual que la de las personas. También encontré mucha información sobre cómo llevar una dieta totalmente saludable sin carne ni pescado para no hacer sufrir ni acabar con la vida de ningún animal. Yo también creía que morían sin sufrir, o eso quería pensar. —Qué ironía—. Aunque ahora sé que eso no justificaría su muerte. Pero ver toda esa información me dejó en shock hasta que varios días después decidí dejar de comer carne y pescado. El siguiente paso es dejar todo lo demás. —¿Y desde cuándo llevas así? —Más o menos un año… —Quiso continuar la frase, pero se detuvo un instante. Curiosamente se sentía muy bien hablando con aquella chica. Sentía la extraña y maravillosa sensación de que algo fluía entre ellos dos al conversar, más todavía si se acaban de conocer. —… posiblemente sea el mejor legado que me dejó aquella persona — continuó dejándose llevar por esa fluidez que ambos notaban. De repente, los dos amigos que estaban enfrascados en otra conversación ya algo elevada, estallaron en una estridente carcajada que retumbó en todo el comedor y en todo el albergue, incluyendo habitaciones con peregrinos que descansaban. —Yo creo que al fin y al cabo, las personas aparecen en nuestra vida para eso. Para dejarnos algún legado y enseñarnos. —Ella también parecía hablar, de momento, como una chica bastante madura. —Sí, supongo que tienes razón. Se les hizo tarde aquella noche. Continuaron hablando de sus vidas, de sus ciudades, de fiestas, de amigos y amigas, de planes de futuro, estudios e historias de lo más variadas, omitiendo, de momento, algunas más privadas. Los dos amigos se sorprendieron bastante cuando Elsa les contó (algo muy inusual en ella) que su padre era comisario de la Policía Nacional de Madrid. «Así que si sois delincuentes no me lo contéis o intentad que no se os note», añadió Elsa medio en broma, medio en aviso. Era la primera vez que utilizaba el cargo y trabajo de su padre para advertir a alguien. Normalmente omitía siempre ese detalle ya que solía amedrentar a todos sus amigos y conocidos. Se despidieron pasada la una de la madrugada con la condición de que, al día siguiente, saldrían los cuatro temprano para comenzar juntos el primer tramo del Camino de Santiago.
Una vez en las literas, listos para
dormir, Rubén habló en voz muy baja a su amigo desde la cama de arriba. —Santiago… ¿Estás durmiendo ya? —No, estoy despierto, y no me llames Santiago ¿Qué quieres? —No dormía porque no paraba de pensar en la sonrisa de Elsa, en su forma de hablar, en sus gestos y en lo expresiva que era. —Darte las gracias, tío —dijo dejando caer la mano extendida por el lateral de la cama para que su amigo se la chocase. —¿A mí, por qué? —Porque creo que este viaje va a ser inolvidable. —De nada tío —dijo a la vez que le chocaba la mano despacio para no hacer mucho ruido—. Yo también creo que este viaje va a ser inolvidable. Los dos amigos se durmieron con una sonrisa y, por una vez, de acuerdo en algo. Las dos amigas, que se encontraban solas en la otra habitación, tenían un panorama diferente. Marta dormía plácidamente con el móvil descansando debajo de su almohada, y Elsa en la cama de abajo, pensaba en el chico que acababa de conocer aquella noche. Se preguntaba por qué tenía que gustarle un chico en el Camino de Santiago, el primer día. Ella había ido a hacer ese camino para olvidarse sobre todo, del amor. CAPÍTULO 11 DÍA 2: FONSAGRADA—O CÁDAVO
—Eh, tengo una idea —dijo Santi.
Eran las 6:30 de la mañana y el día no terminaba de romper. Todavía teñía el horizonte con un suave color rojizo ante la tímida salida del sol. Allí estaban, tal y como habían quedado la noche anterior en la que se habían conocido, los cuatro amigos. Cuatro amigos que iban a comenzar juntos el Camino de Santiago. Llevaban las vestimentas típicas de peregrino y sus mochilas con no menos de 8 kg cada una. En sus respectivas ciudades arrasaba una gran ola de calor proveniente del Sahara. Así que, a pesar de la tormenta del día anterior con el consiguiente fresco mañanero del alba, todos habían decidido comenzar con pantalones cortos, buenas zapatillas y dos mangas en la parte superior, una corta debajo y una larga tipo jersey encima de esta. Aunque en diferentes ciudades, todos habían comprado la ropa y los complementos para el camino en la misma tienda cuya franquicia estaba de moda y era muy conocida. —A ver, ¿qué maravillosa idea se te ha ocurrido? —dijo mirando a su amigo restregándose los soñolientos ojos azules. —¿Vosotros sabéis cuál es la típica foto cuando llegas a Santiago, a la catedral? —No —contestaron todos al unísono. —Pues te descalzas, te acuestas frente a la catedral, levantas los pies y te los fotografías enfocando la catedral de fondo. —¡Vaya por Dios! Así que allí va a haber un tufo a queso que te cagas — dijo Rubén. Marta sonrió. —No, idiota. Se me ocurre que podemos hacernos una foto igual aquí, en el día del comienzo. Con los pies enfocando al albergue. De todos los pies juntos, y al llegar allí hacernos la típica también. Juntos. —En la última palabra, indirectamente, dijo lo que todos comenzaban a desear. —Seguro que más de uno los tiene deformes —dijo Rubén riéndose, quitándose las zapatillas y dejando la mochila en el suelo, preparado para la proposición de su amigo. La imagen era muy cómica y a la vez mágica. Así lo pensó un anciano que daba su rutinaria y matutina vuelta caminando, que vivía en Fonsagrada desde que nació hacía noventa y tres años, y que había visto casi tantos peregrinos en su vida como amaneceres con aquel color.
Tras cinco horas caminando en su
primer día, los cuatro jóvenes peregrinos ya habían forjado el inicio de algo muy profundo, algo que solamente la magia del Camino de Santiago podría explicar. Rubén y Marta caminaban juntos, algo despacio y no dejaban de charlar y sonreír. Los otros dos caminaban más adelante y conversando a ratos, ya que de vez en cuando, uno de los dos se adelantaba y caminaba a solas durante un tiempo, pensando en sus cosas. Decidieron parar a descansar, a beber y a comer algo apoyados en una especie de valla de piedras muy antigua y llena de musgo que les acompañaba a trozos en el camino. El primer tramo estaba resultando de lo más divertido. Por el momento, habían salido solos del albergue y no se habían cruzado con ningún peregrino. El camino que habían decidido hacer era uno de los más montañosos y, a pesar de que se habían saltado la parte de Asturias con sus hermosos y verdes paisajes, todavía les quedaban unos cuantos kilómetros de camino lleno de piedras, subidas, bajadas, riachuelos y túneles forjados por la naturaleza. Santi se detuvo. Iba caminando por uno de estos túneles y absorto en sus pensamientos no se había cerciorado. En esta ocasión iba solo y algo adelantado a sus compañeros. Se quedó observando el paisaje que le rodeaba. Se encontraba en un camino, situado entre rocas y tierra húmeda a ambos lados de más de un metro de altura, pero todo a su alrededor estaba verde, plantas, musgo en las rocas y raíces como un túnel totalmente rodeado de naturaleza. Allá arriba de las rocas y la tierra húmeda, a los dos lados, se encontraba un bosque lleno de eucaliptos finos con un largo tronco, rodeados de helechos, que tenían todo el tronco verde y que cerraban el túnel dejando siempre un trozo en el que se podía ver el cielo. El regalo paisajístico que le ofrecía todo a su alrededor, se encontraba todavía más encantador con la melodía del sonido al pisar las hojas y la tierra húmeda por las llamadas nieblas lloronas. Unas raíces de otro tipo de árbol asomaban al camino por una ladera de aquel túnel abierto a la naturaleza, intentando dominar el máximo trozo de tierra posible para abarcar la mayor parte de agua, minerales y quizás también para saludar a los peregrinos que por allí pasaban todos los años. Aunque estos caminos antaño fueron realizados por el hombre, habían respetado mucho más que en la actualidad a la madre naturaleza. Santi pensaba que el camino estaría compuesto por montañas rasas de color verde, lo cual era digno de admirar, pero el comienzo había sido en pleno bosque y sobre todo de un increíble color verde. Una combinación perfecta para la vista, los pulmones y cualquiera de los órganos de todo hombre o mujer en su sano juicio. Estaba contento de haber conocido a esas dos chicas, sobre todo con la que había tenido una especial conexión, pero eso le hacía recordar, otra vez, a Mara. Volvió a caminar. A los pocos pasos se encontró en el suelo un palo que parecía un bastón, y decidió cogerlo. Lo observó, parecía que estaba hecho a su medida. Comenzó a andar ayudándose de la vara y recordó la frase del viejo Gandalf cuando entra en el castillo de Rohan: «No querrás privar de su bastón a un anciano», decía el astuto y viejo mago cuando les ordenaron dejar todas sus armas antes de entrar a visitar al poseído rey. Aquel palo no tendría poderes pero parecía acoplarse perfectamente a su mano y estatura, así que decidió que le acompañaría hasta el final del camino. Quizás hasta Valencia. —Vaya qué palo tan… acertado. ¿Dónde lo has encontrado? —Se giró. Elsa ya lo había alcanzado. Detrás caminaban los otros dos charlando y sonriendo. —Pues me lo acabo de encontrar aquí mismo —dijo señalando con el dedo el lugar donde había visto el palo—. ¿Quieres uno? —Sus ojos miraron la vara que se acababa de encontrar con cierto recelo. —Pues estuve a punto de traerme uno, pero más rollo profesional, de estos de hacer alpinismo, pero mi padre insistió tanto que por pesado no lo traje —dijo ella intentando seguirle el ritmo. —Desobedecer a tu padre debe ser toda una aventura. —No te creas. Conmigo es totalmente diferente al resto del mundo. Me tiene demasiado en una burbuja. Creo que tiene miedo de que me pase algo —dijo como si esto no fuera con cualquier padre del mundo—. Oye, ¿y qué hay de tu padre y tu madre? ¿Tan mal te llevas con ellos? Que no los has mencionado. —Bueno, mi madre falleció de cáncer cuando yo era joven. Mi padre es escritor y ahora está de viaje indefinido, quizás buscando cómo sustituir a mi madre por algún rincón del mundo. Vivo con mi hermana, y mis tíos de vecinos en el piso de encima. —Señaló con el dedo hacia arriba. —Vaya, lo siento Santi. No sabía nada… —A Elsa se le iluminaron los ojos. —Tranquila, muy poca gente lo sabe en realidad. ¿Estás bien? —Mi madre también se marchó cuando yo era pequeña. —Lo… siento. —No lo sientas. No está muerta ni nada. Se marchó, y con suerte me manda un mensaje para felicitarme el cumpleaños. Menudo panorama, ¿no? — Elsa reflexionó sobre si creía o no en las coincidencias. —Pues sí. Yo creo que lo importante es si está superado. Sinceramente yo ya he asumido que mi madre no está, al menos entre nosotros —dijo Santi mirando al cielo. —¿Tú crees en esas cosas? —Sí, recuerdo que cuando tenía quince años me dio por buscar mucha información sobre si había vida después de la muerte, sobre los seres queridos y sobre todo eso. —¿Y qué sacaste en claro? —Nada, todo era muy oscuro. Se detuvieron. Elsa sonrió levemente. Santi la vio como la chica más preciosa y dulce que había visto nunca. Fue como si alguien le hubiese quitado una venda que llevaba puesta y ahora pudiera ver de verdad. Esa venda llevaba consigo bastante más lastre que una simple tela. Actuando sin pensar, dejándose llevar, le puso la mano suavemente en la cara y cerró los ojos. Ella los cerró también, y los labios, como dos imanes, comenzaron a atraerse. —¡AH! —chilló alguien a lo lejos. Los imanes perdieron algo de fuerza. —¡Eh! ¡Chicos! Venid, corred, Marta se ha doblado el pie. —Los imanes perdieron toda la fuerza—. Vamos, ayudadme a levantarla —volvió a chillar Rubén. Se separaron pensando los dos lo mismo: «Que Rubén no haya visto nada». Cuando se acercaron para ver qué pasaba, ella estaba sentada en el suelo y él le estaba quitando la zapatilla con la más absoluta delicadeza y desenvoltura. Rubén, que parecía un estudiante de quinto año de Medicina, les enseñó la raíz con la que había tropezado. Al parecer, el hueso había cedido hasta límites insospechados para no arruinar el viaje a los cuatro amigos. Marta había chillado por el susto. Tras la pausa y asegurarse Marta de que su pie continuaba entero y en su sitio, pues ella seguía pisando el suelo haciendo pruebas de todo tipo, reanudaron la marcha, esta vez, más despacio. Parecía por el momento, que los dos imanes se habían desimantado.
Ya les quedaba poco para llegar hasta
Cádavo. El paisaje había cambiado por completo. Esta vez andaban por un camino totalmente de tierra, sin árboles a la vista y por la ladera se intuía un pasto que iniciaba toda una montaña verde. Había una valla que separaba a los peregrinos de un ganado de vacas pastando tranquilamente. De repente, Santi se detuvo para observar a los rumiantes que estaban a unos quince metros de ellos y que simplemente hacían eso, rumiar. —Rubén, hazme una foto con las vacas —dijo quitándose la mochila y dejándola en el suelo junto a su bastón. —Vale, pero ¿qué haces quitándote la mochila? No irás a entrar, ¿verdad? —Sí, pero yo solo, vosotros no hagáis ningún ruido ni movimientos extraños. —Comenzó a saltar la pequeña valla que los separaba de las vacas. —Santi, ¿qué haces? A ver si te van a atacar. —La voz de Marta sonó preocupada. —Son animales herbívoros, no me atacarán si no se sienten atacados. —¿Y cómo sabes que no se van a sentir ofendidos? —habló por fin Elsa. —Porque yo sé que no voy a atacarlos. Después vienes tú y verás. — La voz disminuía a medida que se alejaba de ellos y se acercaba a las vacas. Al principio de detenerse los cuatro amigos, solamente una vaca había levantado la cabeza de sus quehaceres para observarlos, pero pronto volvió a su faena, ya que al igual que sus compañeras, estaba acostumbrada a las miradas y las fotos de los peregrinos. Cuando el chico saltó la valla y se fue acercando, esta y todas las demás vacas levantaron la cabeza y menearon el rabo. Una meneó también la cabeza y otra soltó un mugido. Se acercaba tan lentamente que no podría ni asustar a un pájaro, sin embargo, algunas vacas fueron reculando. La que estaba más adelante, la que primero había levantado la cabeza, no se dio cuenta de que sus compañeras habían comenzado la retirada ante aquel extraño suceso. Santi se centró en aquella vaca, que parecía joven y tenía marcado en el lomo un número, el 269. Se acercó lentamente hasta que estuvo a tan solo dos metros de ella y se detuvo. Su amigo llevaba ya unas diez fotografías lanzadas y aquella zona se sumió en el más absoluto silencio. Elsa se puso las manos en los ojos dejando los dedos abiertos para poder continuar viendo. Santi dio otro paso y la vaca dejó de masticar para quedarse mirándolo fijamente. Se quedaron un momento así, mirándose, hasta que decidió sonreírle a la vaca. Milagrosamente la vaca decidió que allí no había ningún peligro y volvió a agachar la cabeza para seguir pastando. Dio el último paso y se puso pegado a la vaca. Elsa se quitó las manos de los ojos, suspiró. Santi acarició a la vaca y su amigo realizó unas cuantas fotografías más. —Vamos, ¿quieres venir? —preguntó en voz baja a Elsa. —Ni de coña, Elsa, ni se te ocurra — respondió Marta por su amiga. —Tranquila, no pensaba ir. —Tío, la gente suele pensar que yo soy el loco pero tú tienes unas fugas mentales que son la hostia —dijo el fotógrafo guardando el móvil—.Vamos, sal de ahí. —Adiós, amiga. —Santi se despidió de la vaca, mientras todas sus compañeras observaban desde una posición más segura. —Estás loco —le dijo Elsa. —Los locos somos los mejores. — Con aquella chica, se estaba soltando. Llegaron a Cádavo. El albergue estaba situado en la entrada del pueblo, cerca de una iglesia y al final de una cuesta, en dirección hacia abajo para los peregrinos. Estaban sedientos, hambrientos, sudados y a pesar de ser el primer día, ya notaban cansancio en las piernas. La cocina no era especialmente grande, pero estaba muy apañada. Había dos habitaciones pequeñas llenas de literas y dos cuartos de baño en un largo pasillo. Fuera había un fregadero y lo demás era terreno muy bien cuidado, con un banco y una mesa de piedra en la parte de atrás, que invitaban a pasar una agradable conversación con alguien al atardecer. El albergue estaba prácticamente vacío, solamente había cinco peregrinos que no habían visto en el anterior. Se ducharon, se pusieron un calzado más cómodo y decidieron ir a ver si había algún supermercado para comprar algo de comer. Por suerte, el pequeño pueblo contaba con un supermercado que tenía de todo lo que uno podía imaginar. Rubén, indeciso, se compró un gorro verde con el que parecía totalmente un guiri por Benidorm. Después de comer, se acostaron a dormir con gusto la siesta. Al despertarse el primero, Santi salió a la parte de atrás del albergue a escuchar música y a pensar en soledad. Esa era la impresión que quería dar, pero lo cierto era que esperaba que por la esquina apareciera ella. El beso que no le había dado y el vuelco que le había dado el corazón mientras hablaba con ella, le llevaban rondando por la cabeza todo el día. Incluso había llegado a pensar que habían sido imaginaciones suyas. Estaba confuso, ansioso, emocionado y muerto de miedo, lo normal cuando uno se enamora, sobre todo por segunda vez. Necesitaba ver si Elsa verdaderamente había querido besarle, para poder transformar todo ese torbellino de emociones en una sola. Su mejor amigo apareció por la esquina y no supo si alegrarse o entristecerse. —¿Qué pasa? ¡No me esperabas a mí, eh! —¿Por qué dices eso? He salido porque quería escuchar música y no quería molestaros a todos los que estabais durmiendo. —No solía dar explicaciones y se le daba bastante mal. —Ya, ya… —¿Ya, ya qué? —Que si quieres llamo a Elsa —dijo guiñando un ojo. —Que cabrón eres. —Suspiró—. Y cómo me conoces. —La próxima vez escríbele un mensaje. —¿Un mensaje? ¿A quién? —A Elsa joder. ¿A quién va a ser? —Vaya. Joder, con la cara de retrasado que tienes y va a resultar que eres un poco inteligente. —Ya ves. Uno que tiene experiencia con las mujeres. Y la experiencia siempre es un grado —dijo volviendo a guiñar un ojo a su amigo. —Dios… No empieces. ¿Qué hacemos? Son las seis y media de la tarde. —Vamos a tomar unas cervezas. En realidad venía a decírtelo. Las chicas ya están esperando. —Vale. Pues la próxima vez envíame un mensaje. Rubén se quedó allí plantado mientras Santi pasaba delante de él bastante acelerado y contento. —No, porque seguro que te emocionas y te crees que es ella. —La madre de Rubén siempre decía a su hijo, y con bastante acierto, que la suya siempre tenía que ser la última palabra.
A Santi su padre le había dicho una
vez que las miradas eran un idioma que desgraciadamente poca gente podía comprender. Él y Elsa no paraban de mirarse directamente a los ojos intentando hurgar, intentando averiguar e intentando aparentar que solamente bebían algunas cervezas y charlaban alegremente. Los otros dos, más lanzados y menos tensos, reían sobre las anécdotas del primer tramo del camino. Ellos dos, sin embargo, se miraban intentado descifrarse el uno al otro, sin saber qué pensaban, sin saber que ambos sentían lo mismo. Unas veces él apartaba antes la mirada, otras veces la apartaba ella. Llevaban ya tres rondas de cerveza. Santi no estaba últimamente muy acostumbrado a beber, y los pensamientos, gracias a los efectos del alcohol, se estaban nublando. No sabía si era debido al alcohol o al amor, pero la veía cada vez más hermosa. Le veía una boca con una sonrisa perfectamente blanca, reluciente, pequeña pero húmeda, y que se movía muy sutilmente midiendo exactamente cada palabra y cada gesto que debía de hacer. Veía la piel de su cara muy suave, aunque estaba levemente enrojecida por la pequeña exposición al sol de aquella etapa. La voz sonaba cansada, pero para Santi aquello la hacía más sensual, y su pelo, todavía levemente mojado y suelto le daba un aspecto más salvaje, más alocado. Pensó en pedirle matrimonio, en acariciarla, en tener hijos, en cuidarlos, educarlos juntos. Historias que todos pensamos, borrachos o no, pero siempre en silencio. Algo ruborizado por todo el escándalo de pensamientos, propuso ir a descansar a sus amigos. Al llegar al albergue, se fue a la cama sin cenar y todavía mareado. Una vez tumbado, tardó cinco minutos en dormirse volviendo a pensar otra vez en lo mismo que le había sonrojado en el bar. CAPÍTULO 12 DÍA3: O CÁDAVO—LUGO
Salieron un poco más tarde que el día
anterior del albergue, y el amanecer ya había ofrecido prácticamente toda su belleza. Menos Santi, todos se quejaron del dolor de piernas. Él iba la mar de contento con su vara y se entretenía golpeándola contra el suelo, una o dos veces cada vez que la apoyaba al dar un paso. Coincidieron en la salida con los otros cinco peregrinos que resultaron ser cada uno de un lugar. A pesar de que parecían amigos de toda la vida, se acababan de conocer hacía dos días. Había incluso otro chico joven de Madrid que conversó animadamente con Elsa durante un rato. Santi decidió esta vez ir más despacio para ir acompañado de sus amigos, y quizás más cerca de ella y aquel chico joven que podía representar una amenaza. Afortunadamente para él, los peregrinos pararon enseguida en una gasolinera a las afueras del pueblo para desayunar. Los perdieron de vista. Se acercó a ella. —Qué casualidad, ¿no? Encontrarte con un chico joven de Madrid. —Santi parecía tenso. —Sí, resulta que tenemos un amigo en común. Su novia es amiga de mi amigo —contestó Elsa sonriendo. Santi suspiró en silencio. —Qué pequeño es el mundo… — Parecía ya más relajado. —Pues sí. ¿Cómo está la ruta de hoy? Caminamos hacia Lugo. ¿Puede ser? —Sí. —Curiosamente lo había consultado la tarde anterior—. La etapa de hoy es bastante dura, la verdad. Hasta la bonita ciudad de Lugo hay treinta kilómetros y parece ser que la niebla nos va a acompañar. Pero merece la pena, el albergue de Lugo está arriba del todo, en la parte antigua rodeada por una muralla y también tiene una bonita catedral. —¡Qué bien! —dijo Elsa que todavía no era consciente de la dureza de aquella etapa—. Me gustan las catedrales y las construcciones antiguas en general. —A mí también. Las veo y me imagino en la antigüedad cómo las defendían, las atacaban, hombres de la guardia esperando con arcos a los que querían atacar su ciudad. —No lo podía evitar. —Ja, ja, ja, ja, qué imaginación tienes. Deberías ser escritor, como tu padre. Se puso algo serio al escuchar aquello. Le recordó a su padre, al que, a pesar de no admitirlo, echaba de menos y necesitaba a su lado. Y le recordó a Mara, no podía contar las veces que ella le había dicho aquello de ser escritor. Mara podía ser la chica más persuasiva del mundo, y más todavía cuando su presa estaba locamente enamorada de ella. Le insistió tanto, que comenzó a escribir un relato que nunca terminó. A él le gustaba escribir poesía y rap, pero aquello nunca lo dijo, y ella nunca lo quiso saber. Elsa lo notó y rápidamente intentó desviar el tema. —Yo, lo que me imagino es cómo construían aquellas catedrales, iglesias, murallas... . Qué herramientas utilizaban y cómo subían los materiales hasta esas alturas. Hay catedrales que tardaban generaciones en construirse, por ejemplo. —Los grandes logros son los que duran, ¿no? —Sí, pero nada dura para siempre. — En ese pensamiento, ambos coincidían a la perfección.
A las nueve de la mañana la niebla ya
se había disipado y el hambre apretaba sus estómagos. Siguiendo el ritmo de Santi, todos habían hecho ya un buen tramo y este no parecía querer detenerse. La cortina de niebla se había apartado, por fin, para dejar ver un camino con extensos prados verdes a un lado y un riachuelo a otro. —Tengo hambre. —Se quejó Rubén —. ¿Vosotros no? —Yo sí. —Yo también —dijeron las amigas y todos se quedaron mirando y esperando a Santi. —Yo también. ¿Paramos en el próximo bar y almorzamos algo? —dijo mientras notaba el vacío en su estómago. —Me parece perfecto. ¿Cuánto queda? —Siguió quejándose el hambriento Rubén. —Pues no lo sé, la verdad es que no estamos pasando por muchos pueblos ni bares en este tramo del camino —Marta respondió rápidamente como si la pregunta fuera solamente para ella—. Estamos siguiendo las marcas, ¿no? —Sí, tranquila, que vamos bien. Solamente tenemos que seguir caminando. —Puntualizó Santi. Alguien pareció atender a sus plegarias, a las de sus estómagos más bien. Pasaron por un pequeño pueblo al final del cual divisaron un bar. Era jueves y temprano, así que no había nadie. El dueño era un tipo grande y tosco que resultó ser bastante agradable al indicarles exactamente el recorrido que les quedaba hasta llegar a Lugo. Además, les informó de que no había ningún bar hasta llegar a la ciudad, solamente unas máquinas que expendían zumos, paquetes y demás alimentos insanos. Cada uno pidió su respectivo almuerzo. Decidieron sentarse en la pequeña terraza que había con tres mesas fuera, en el porche del bar, y Santi, que estaba hambriento, pidió cuatro tostadas con tomate y aceite. Cuando vio aparecer las tostadas se acordó de que estaba en el norte de España y que allí no se andaban con tonterías. Cada tostada era de más de media barra de pan. Su amigo estuvo riéndose un buen rato de las tostadas y la risa se contagió a los demás. Observó reír felizmente a Elsa. Se perdió en aquella sonrisa, otra vez, y volvió a divagar pensando en que él podría hacerla todavía sonreír más fuerte, hacerla más feliz. Si no se hubiera avergonzado de sus pensamientos, habría sonreído, quizás más fuerte que ella. Esta vez no estaba bajo los efectos del alcohol porque estaba bebiendo agua fresca. Tenía ganas de estar a solas y de perderse por el mundo con ella. Lo pilló observándola y le dedicó una de sus sonrisas hermosas, única y exclusivamente para él. Su amigo, que salía del bar porque había entrado a pedir otro refresco, le sacó de su ensimismamiento dándole una colleja y diciendo: —Dice Ramón que si quieres otras cuatro tostadas, o si esta vez prefieres dos. —Ja, ja, ja, ja. ¿Se llama Ramón? — Marta reía exageradamente. —No lo sé. Tiene pinta de Ramón, ¿no? —Tú sí que eres un Ramón. —Intentó devolverle la colleja—. ¿Alguien quiere un café para recargarse las pilas? Según Ramón, nos quedan unas tres o cuatro horas… y con una buena cuesta hacia arriba, al final. —Uno solo por favor —dijo Elsa. —Yo una manzanilla. —Su amigo era un gran aficionado a las infusiones. —Yo otra. —Marta nunca las había probado. Al entrar, Santi pidió todo y pagó la cuenta. Muy de vez en cuando agradecía lo bien que llevaba su padre el tema de las cuentas en casa, ya que a pesar de ser un escritor bohemio, sabía administrar muy bien el dinero. Santi y su hermana habían sido bien instruidos desde pequeños en la humildad y en no desear demasiado lo material. Él lo llevaba mejor que su hermana. Las rabietas de Gema cuando era pequeña porque no le compraban algo todavía seguían, aunque con menor intensidad, sonando en su casa, porque ni él ni sus tíos querían darle dinero para más ropa o para algún capricho. Al final la buena de su tía o el agotado de su tío, terminaban cediendo y se salía con la suya. Él no necesitaba más de lo que tenía, porque tenía todo lo que necesitaba, a veces, incluso sin saberlo. El amable señor del bar le devolvió dos billetes de veinte y unas monedas. Salió, tomaron el café, las infusiones, un breve descanso más, y continuaron con las fuerzas renovadas haciendo su camino. La última cuesta sí que estaba empinada. Habían pasado por casi todos los típicos paisajes del camino: pequeños pueblos con los tejados y paredes gris oscuro, chalets que se intentaban esconder tras la niebla matutina con un bonito verde jardín y un huerto del que solían asomar berzas y unas pocas verduras más, bosques con un camino rodeado de grandes árboles altos y con el tronco lleno de musgo, y de repente, el paisaje cambiaba a grandes prados y montañas verdes, como un océano con grandes olas que desafiaba al reflejo del cielo y se volvía de ese color tan intenso que caracteriza a la naturaleza. En uno de estos paisajes con montañas del color de la clorofila se habían detenido, inconscientemente, Santi y Elsa, para permitir que fueran sus ojos, a través de un complicado, pero a la vez simple y perfecto mecanismo, los que guardaran en su mente aquellas hermosas vistas y no la cámara de un teléfono móvil a través de unos megabytes que terminarían, sí o sí, cayendo en el olvido. En una fracción de segundo, o menos, Santi decidió dar un paso para seguir caminando y rozar con su mano la de ella. Un gesto inconsciente que pretendía asegurar que había fluidez entre sus dos cuerpos, entre sus dos almas. Elsa, erizada por aquel imperceptible roce, le siguió. —¿Qué te parece si esta tarde nos vamos tú y yo a tomar algo y a dar un paseo por Lugo? —dijo él intentando dar más fuerza a aquella corriente. —Me parece perfecto. —Elsa sonrió —. ¿Y qué les decimos a ellos? —Allá adelante, Rubén empujaba a Marta por detrás para terminar, de una vez por todas, de subir aquella cuesta. —Que nos vamos a subir una montaña… Ja,ja. —¡Vale! Eso funcionará. ¿Entonces, tenemos una cita? Un recuerdo le impidió contestar sin pensar. Finalmente ambos sonrieron. —Tenemos una cita —dijo, e intentó obviar aquel recuerdo. El resto del camino pasó muy rápido para ellos dos, no tanto para Rubén y Marta, que pedían un descanso cada media hora. Lugo apareció en el horizonte y todos dieron un grito de felicidad. Esa etapa había sido especialmente dura y las piernas ya comenzaban a quejarse de verdad, ante la posibilidad de que al día siguiente, estos inconscientes, volvieran a hacer otra vez esa locura de caminar treinta kilómetros. Entraron a la ciudad por un pequeño camino apartado, que se encontraba a la derecha de esta. Desde ahí podían observar el puente, con sus arcos cruzando el río Miño y que daba a la entrada principal a la ciudad. Comenzaron la última ascensión del día guiados por las flechas para llegar donde estaba la muralla, rodeada del casco antiguo de Lugo, y en cuyo interior se encontraba el albergue público de la ciudad con sus dos plantas y una cocina que no funcionaba.
Elsa se sentía tan relajada que estaba
casi a punto de dormirse bajo la ducha, cuando su amiga cesó de cantar y le habló en voz alta. —Bueno, ¿tú no me vas a contar nada? Bueno, en realidad ¿no nos vamos a contar nada? —¿Qué quieres que te cuente… — Elsa lamentó haber perdido ese estado de paz y relajación después de la tremenda etapa de aquel día— que ya no sepas? —Ja, ja, ja, ja. Cabrona ¿Te vas a acostar con Santi, o qué? —¿Qué dices? Ya sabes que yo no soy así. —Ya estamos, yo soy, yo no soy… No sabes lo que te pierdes por creerte que eres de una manera o de otra. Disfruta del momento —dijo Marta levantado la voz y las manos. —Shhh. No chilles, loca. Yo no soy como tú. —¿Qué insinúas? —Que te quieres acostar con Rubén. —Mmmm, pues claro, joder. Y tú también con Santi. —Que no… Bueno, no así, de repente y tan rápido. —Vamos, que te gusta. —Volvió a levantar la voz. Por suerte, estaban solas en las duchas—. Te estás pillando por el valenciano. —Shhh. ¿Quieres no chillar? —No pudo evitar sonreír. Cerró el grifo y salió de la ducha al vestuario, desnuda, en busca de la toalla que estaba en un banco. —¡Joder! mira que estás muy buena, cabrona —le dijo Marta observándola. —No me mires así, que me asustas. Te podrás quejar de las tetas que tienes. —Adivina quién se las va a comer esta noche… —¿Quién? ¿Rubén? —¡No! Mi abuela, no te jode. —¿Pero qué dices? ¿Dónde lo vais a hacer? —Aquí, en el vestuario… —dijo guiñándole un ojo a su amiga. —Va, no me tomes el pelo. —Vale. En realidad me gusta. Es muy bonachón. Necesita alguien con quien hablar y a mí me encanta escucharlo. — Elsa puso cara de sorpresa—. Y acostarme con él también, claro —se apresuró a decir su amiga. —Vaya tela, dijo la araña. —Había aprendido esa expresión de un viejo amigo del instituto y le hizo mucha gracia—. Llevamos dos días de camino y esto está siendo… —¿La hostia? —le cortó Marta colocándose ya los pantalones. —Sí… Ja, ja, ja, la hostia. Que sepas que yo tengo una cita con Santi. Esta tarde nos vamos a tomar algo, los dos solos. —Elsa, que ya estaba vestida, abrió la puerta del vestuario para salir sin tener que escuchar, ni ver, la reacción de su amiga. —¿Cómooooo? —volvió a chillar saliendo rápidamente detrás de su amiga. —Lo que has oído, y no chilles por favor. En las habitaciones, frente a los vestuarios, ya había algunos peregrinos descansando. —Pero ¿cuándo pensabas decírmelo? Eso es una gran noticia. —¿Ah sí? No te enfadas, ¿verdad? —¿Cómo me voy a enfadar, tía? Marta cogió a su amiga, se la llevó a una especie de miniterraza con lavadero y tendedero que había en aquella planta y juntó la puerta, ya que no se podía cerrar. —Me lo ha pedido antes y no sé... le he dicho que sí. —¡Bien! Me alegro mucho por ti. Este tío te ha tocado la patata. ¿Tienes preservativos? —Pero ¿qué dices? Vamos a ir tomar algo, a ver la catedral, a dar un paseo… —Digo para mí, boba. ¿Qué te crees que voy a hacer mientras tú romantiqueas por ahí? —¿Romantiqueas? —Sí, me lo he inventado. ¿Tienes o no? —No. —Vale, iremos a la farmacia. ¿Te compro una caja? La puerta de la terraza, atascada por un suelo que, al parecer, se había hinchado, se abrió. —Chicas —Elsa enrojeció—, Rubén y yo vamos a un horno que nos han comentado unos peregrinos que hay cosas muy apetecibles. ¿Os venís? ¿Os traemos algo? —Vamos, vamos —dijo Marta empujando a su amiga.
A las siete de la tarde, después de una
breve siesta, Santi y Elsa salieron del albergue para perderse por la zona más antigua de Lugo. Sus dos amigos se habían quedado en la misma cama, aunque con más peregrinos en la habitación, viendo vídeos de risa en el móvil y habían dicho que estaban muy cansados como para dar vueltas por la ciudad. Se perdieron por aquel bonito paisaje, porque cuando la situación es bonita, todo es bonito. Caminaron por la zona antigua, llena de tiendas y adoquines en el suelo perfectamente colocados. Las calles estaban muy transitadas, con demasiados turistas y algunos peregrinos que sacaban fotografías. Pasaron por la plaza donde estaba situado el concello y que tenía un bonito parque de paseos con árboles con la copa recortada en forma redonda. Después de pararse un buen rato a observar la catedral por fuera y de hacerle algunas fotografías, decidieron entrar para ver cómo era por dentro. —Oscura y fría, como casi todas las iglesias y pequeñas catedrales —dijo Santi, que siempre prefería observar desde fuera aquellas construcciones. —Ven, vamos a ver esa pequeña capilla. Elsa le cogió de la mano y le llevó a un ala de la catedral donde había unos pocos bancos de madera en fila frente a un pequeño altar y una pared con figuras salientes de ángeles, vírgenes y demás esculturas religiosas. Mientras observaban aquella extraña decoración en la que un pequeño ángel sobresalía un tanto y señalaba con su dedo hacia donde estaban, ella le apretó de repente la mano que todavía no le había soltado. Como por arte de magia una puerta apareció, en aquella decorada pared, se abrió y salió un cura, cuasi centenario, con la piel muy blanca y con una exagerada escoliosis hacia la derecha. Al verlo, Santi también se sobresaltó. El cura pasó andando a paso renqueante por su lado y se quedaron petrificados. El padre soltó un leve gruñido. Ambos salieron rápidamente de la catedral todavía con el susto. Una vez fuera se miraron y comenzaron a reírse descontroladamente. —Ves, las catedrales son más bonitas desde fuera —consiguió articular Santi mientras reían cogidos, esta vez de las dos manos. —Me va a estallar el corazón, te lo prometo —dijo ella llevándose una de las manos de Santi al pecho. Notó como el corazón estaba acelerado y la miró directamente a los ojos. Habría jurado que percibió un pequeño acelerón más de aquel misterioso músculo de color rojo mientras acercaban sus labios y todo lo demás parecía desacelerar el tiempo. Cuando sus labios se rozaron, a plena luz del día, en la plaza de la catedral y con varios turistas por ahí, todo pareció desaparecer, como si toda la intensidad de sus cuerpos se hubiera trasladado a los labios y estuvieran viviendo aquel beso con más fuerza que las furiosas olas de un mar bravo chocan contra las rocas. —No me ha quedado del todo claro… —Improvisó él cuando separaron sus labios. —¿El qué? —preguntó ella sonriendo y algo sorprendida. —El beso, es un idioma tan complicado que creo que hay que repetirlo una y otra vez… ¿No crees? Esta vez fue él quien la atrajo a su boca, sin embargo, fue ella la que dejó que probara su húmeda lengua durante un pequeño instante, lo cual le provocó una erección. Caminaron un buen rato, perdidos por aquel pintoresco lugar y sin saber ni si quiera a dónde querían ir, charlando muy alegremente y deseando volver a besarse con la misma o mayor intensidad. Esperando sin ninguna prisa a que uno de los dos diera el paso del beso, ella se paró y dijo: —Tengo sed, ¿tú no? —Sí. ¿Con esto te basta? — Los besos cada vez eran más húmedos. —Está bastante bien, pero también tengo hambre… —dijo ella guiñándole un ojo. Algunos recuerdos aparecieron de nuevo en la cabeza de Santi. —¿Entramos a esta taberna? —Sí, ya sé qué quiero beber. Una cerveza. —Que sean dos. —Quizás, pensó, el alcohol le ayudaría a borrar aquellos recuerdos. Entraron a la taberna y pidieron dos jarras de cerveza con las respectivas tapas del norte. Ella se comía la mezcla y le daba a él el pan, muy divertida por ello. Parecía estar en lo cierto cuando decía que tenía hambre. —¿A que no sabes cómo se saca un moco con cinco dedos? —El alcohol comenzaba con sus particulares efectos, los recuerdos ya parecían, de nuevo, enterrados. A Santi, aparte de aumentarle los niveles de libido, el alcohol, si la compañía era buena, le refrescaba el humor. —No, ja, ja, ja. ¿Cómo? —contestó muy sonriente ella intentando meterse cinco dedos a la vez por un orificio de la nariz. —Ahhhh. Tienes que pensar más. Venga, que sí que se puede. —Ay, no lo sé, dímelo, va, ja, ja, ja, ja, seguro que es una tontería. —Pues sí, lo es, y eso es lo que más gracia me hace en esta vida, las tonterías. —Tienes razón, a mí me encanta el humor absurdo. —¿Sí? —Claro. —¿Y no sabes cómo se saca un moco con cinco dedos? —volvió a preguntar divertido. —Ja, ja, ja, ja, ja, ¡que no! —Pues es muy fácil. ¡Atenta, eh! Santi se rodeó con los cinco dedos la nariz y se la apretó para que su voz sonase como la de un micrófono al otro lado de la ventanilla para sacar entradas de cine. —¡Sal de ahí! ¡Estás rodeado! —Le quedó bastante gracioso, en parte, gracias al alcohol. —Ja, ja, ja, ja, ja, ja. —Rió ella tras unos segundos—. Qué tontería por favor, ja, ja, ja, ja. Seguro que esa te la ha enseñado Rubén. Mientras charlaban, reían y jugaban como lo que eran, dos jóvenes abriéndose al amor; Rousse, que era la dueña de la taberna junto con su marido, no pudo evitar sonreír profundamente mientras aclaraba unos vasos y recordaba, gracias a la imagen de aquellos dos jóvenes enamorados, cómo conoció en el camino a su marido que la observaba desde la otra punta de la barra adivinando sus pensamientos. Ambos se dedicaron una sonrisa y volvieron a agradecer, por millonésima vez, haberse conocido un día, hacía más de veinte años, haciendo el Camino de Santiago. CAPÍTULO 13
—¿Cuándo lo haremos, Jefe? —
Estaba impaciente. —Paciencia, partener. Tenemos que solucionar lo del imprevisto. —¿Crees que nos supondrá un problema? —Dudaba. Nicolav confiaba en la inteligencia de su socio, aunque no demasiado. No tenía la capacidad de relajarse y pensar fríamente ante un imprevisto. Su inteligencia se limitaba a hacer las cosas tal y como se la has habían ordenado, casi a la perfección, pero bajo órdenes e indicaciones. Él era más inteligente, siempre lo había sido y su inteligencia era la que le había permitido elaborar aquel plan desde el inicio, desde que tuvo que ver como alguien le pegaba un tiro a su hermano en la cabeza. —No existen los problemas, partener. Los últimos acontecimientos tan solo le dan al plato de la venganza más tiempo, y con el tiempo, todo se vuelve más frío. —La venganza es un plato que se sirve frío… —Mihail reflexionó en voz baja —Le daremos uno o dos días más, para que siga confiándose como lo ha hecho durante todo este tiempo. Se quitó los prismáticos de los ojos. Su mirada, como siempre, como el plato de la venganza, era fría. CAPÍTULO 14 DÍA 4: LUGO—SAN ROMAN DA RETORTA
La sonrisa de Santi fue comparable al
paisaje que les rodeaba en aquel tramo del camino hacia San Román da Retorta, cuando la chica a la que había besado incontables y recordables veces el día anterior le dijo mientras caminaban juntos: —Podrías venir a Madrid unos días este verano, o cuando tú quieras a visitarme. Se le quedó mirando fijamente. —¿En serio? ¿Me invitas? —Claro, te lo estoy diciendo, ¿no? ¿Has visitado Madrid alguna vez? —Creo que no… —¿Cómo que crees que no? —Pues que desde que tengo uso de razón no, no he viajado a Madrid. Nadie me había invitado, la verdad. —Pues ya tienes una invitación y un motivo para venir. —Pues… —dijo Santi pensando en qué decir—. Me acabas de dar un gran motivo, la verdad. —Puedo ser tu guía. Por Madrid. —Me parece genial. Seguro que no me pierdo. ¿Qué hay para visitar? A parte de a ti —añadió rápidamente —Pues… no sé. Hay muchas cosas bonitas. Está la plaza Mayor, el Palacio Real, las típicas puertas de Alcalá y Sol, y… —Se quedó pensando—. El templo de Debod por ejemplo es muy bonito de noche, si es que deciden encender toda la iluminación claro. —Para finalizar, le dedicó una bonita sonrisa. —El templo de Debod, no lo conocía… —¿Sabes? Yo sí que he visitado Valencia, pero vamos, que no me importaría volver… —¡Eh! ¡Tortolitos! —chilló Rubén unos metros por delante—.¿Qué tal si paramos a descansar un rato? En esta etapa, por muy extraño que pareciera, Rubén y Marta marcaban el ritmo. Inconscientemente los cuatro amigos habían bajado el paso de la caminata, bien por cansancio, bien porque ya no tenían demasiada prisa por llegar y ver al apóstol postrado en la fachada de la catedral, en la plaza de Obradoiro. —Oye, ¿tú no tienes nada que contarme? —Santi se quedó a solas con su amigo mientras las dos chicas, a unos metros, se acomodaban bajo un frondoso árbol a la derecha del camino. —No, no, perdona. —Rubén bajó la voz—. Tú eres el que tienes que contarme algo, que esa carita yo me la conozco, y hacía mucho tiempo que no salía a la luz. —¿Qué carita? —dijo sonriendo y delatándose. —¡Esa! Esa misma carita que pones ahora sonriendo de felicidad. —Ja, ja, ja, ja. —No te rías, no, y dime qué pasó. La besaste, ¿no? —Joder… ¿Tú por qué no te dedicas a adivinar el futuro? —La besaste —Intentó no chillar su amigo—. Lo sabía. —En serio, cómprate una bola de cristal de esas y móntate una consulta… — se quedó pensando y finalmente dijo — «El vidente Rubén, te lo adivina al cien por cien». —Ja, ja, ja, ja. ¿Ves? estás con ese humor… Cuánto me alegro por ti, amigo. —chilló ya sin contenerse la estridente risa, ni la verdadera alegría que sentía por su mejor amigo. —¡Chicos! ¿Qué hacéis? ¿Venís a sentaros o queréis estar de pie para ver si crecéis un poco? —dijo Marta. —Sí, ya vamos —contestó Rubén cual matrimonio. —Ya me contarás lo que hiciste tú, cabrón. —Santi pellizcó a su amigo en las costillas. —¡Ay! —se quejó. Se sentaron frente al tronco de aquel árbol y dos peregrinos pasaron de largo mientras Marta propuso lo que en un principio sonó a locura. —Ayer estuvimos mirando en internet. —Miró a Rubén—. Y un poco antes de llegar a San Román hay un albergue/hostal que han abierto nuevo este año y que se llama Cuenta tu Historia. ¿Qué os parece si vamos a pasar allí esta noche? —¿Y eso por qué? —preguntó Elsa extrañada. —Bueno, porque está un poquito antes de San Román y tiene hostal por tan solo dos euros más la noche. —¿Y para qué quieres hostal? — continuó preguntado sin parecer pillar la indirecta. —¿Para dormir en habitaciones solitarias? ¿En vez de en habitaciones con literas llenas de peregrinos? — preguntó Santi al aire. Marta asintió, seguidamente sonrió a Rubén que estaba, sorprendentemente, un poco sonrojado y después miró a su amiga a la que le dedicó una sonrisa todavía más amplia y un guiño. Tras un silencio de casi un minuto en el que todos intentaban pensar qué decir, Marta rompió el hielo: —¿Por qué se llamará Cuenta tu Historia? —Pues no lo sé. Pero hoy lo vamos a averiguar —afirmó Rubén. —¡Vale! A mí me parece bien. Una aventura más del camino —dijo Santi y todos se quedaron mirando a Elsa… —¿Pero qué coño? —dijo lanzada. —Así me gusta. Filosofía ¿pero qué coño? —dijo su amiga chocándole la mano. —¿Alguien me puede explicar qué es la filosofía pero qué coño? —preguntó Rubén mientras todos los demás se incorporaban. —Marta, haz tú los honores. —Por supuesto. La filosofía ¿pero qué coño? es una expresión, una acción que aparece frente a aquellas situaciones en las que te estás pensando algo que realmente quieres hacer porque sabes que te lo vas a pasar bien. Decidirte a hacer algo sin miedos ni peros ni nada que te pare a vivir una experiencia. Entonces dices casi sin pensar: «¿Pero qué coño?» y lo haces. —Cómo mola —dijo Rubén—. ¿PERO QUÉ COÑO? —chilló levantando los brazos al cielo despejado —. ¿PERO QUÉ COÑO? —volvió a chillar. —¿PERO QUÉ COÑO? —gritó también Marta levantando los brazos—. ¿PERO QUÉ COÑO? —¿PERO QUÉ COÑO? —Elsa y Santi levantaron también la voz a la vez que los brazos. —¿PERO QUÉ COÑO? —gritaron los cuatro amigos divertidos al unísono. Unos pájaros salieron de varios árboles en los que descansaban ante el escándalo. Tras el aleteo de la salida en bandada, se perdieron como una mancha negra que bailaba a un compás perfecto y volaron en dirección hacia una montaña que, quizás, fuera su próximo destino. Mientras alzaban la voz con aquella loca frase, adelantaron a los dos peregrinos que apenas se habían girado cuando estaban detrás de ellos y todavía seguían chillando. Aunque bajaron la voz por la vergüenza, siguieron gritando hasta que los adelantaron y las voces fueron bajando el tono para convertirse en risas y felicidad que les daría energías para seguir caminando bajo el sol que ya comenzaba a dar fuerte en sus cabezas. Santi llevaba una gorra que utilizaba para correr en verano. Rubén se había puesto su gorro y las chicas llevaban el pelo recogido. Deseaban llegar ya al desvío que indicaba, según internet, el albergue al que habían decidido ir. Santi, con la euforia del momento, se acordó de su hermana. Rodeó a su amigo con el brazo que le quedaba libre y, con el otro, sin soltar el palo, se hizo una foto de esas que se habían puesto de moda para mandársela con el siguiente mensaje: «Enana, te mandamos un saludo desde “El camino de Santi”». Y le puso un corazón. No tardó nada en contestarle con un montón de corazones, caras sonrojadas sonrientes y al final un texto que decía: «Un beso enorme para los dos… y para las chicas de atrás también». No se habían dado cuenta. Había mandado la foto casi sin mirarla y cuando la observó bien, pudo ver a «las chicas de atrás» charlando distraídas sin darse cuenta de su presencia en la foto. Tras otro largo rato caminando y mientras comenzaba a pensar que la página de internet donde habían visto lo del hostal era un timo, Rubén vio un cartel con forma de flecha que indicaba «Albergue/Hostal: Cuenta tu Historia a 800 m» y señalaba un desvío a la derecha. Recibieron aquel cartel como si hubiera sido una señal del cielo. Los últimos metros se hicieron bastante más cortos con la emoción del momento y la incertidumbre de aquel nuevo albergue. Cuando lo vieron, justo donde terminaba el camino que habían cogido atrás, todos se sorprendieron. Estaba bastante alejado y un poco perdido en el bosque. Sin embargo, allí estaba lo que parecía un caserío reformado con aspecto moderno. Las paredes eran, hasta media altura, de unas piedras grisáceas con reflejos blancos. La otra media era de amplios cristales, a través de los cuales, se podían observar las escaleras de color negro que subían a la segunda planta. A los dos lados del albergue había grandes extensiones de césped. A parte de un palo de los que transportan electricidad, todo lo demás era plena naturaleza. Los dos chicos llegaron primero y dejaron en la pared, al lado de la puerta, las mochilas y todo lo demás. Justo al otro lado de la puerta había una placa de mármol, como las de los cementerios, que decía: «Albergue/Hostal. Cuenta tu Historia. No te quedes a las puertas. Pasa, te contamos y nos cuentas». Nada más entrar al lado derecho, había un pequeño mostrador de madera tras el cual, una agradable mujer hablaba por teléfono, y al otro, un pequeño recibidor con dos sillones pequeños y una mesa negra con las patas de cristal en medio. Se quedaron allí en medio sin saber muy bien qué hacer; si ir a los sillones para esperar a que la mujer finalizara la conversación, o si ir al mostrador a esperar allí. En ninguno de los dos lugares cabían los cuatro con sus grandes mochilas. —Muy buenas tardes, peregrinos y peregrinas. ¿En qué puedo ayudarles? — Como por arte de magia aquella mujer sacó dos vasos y una jarra de agua fría, lo que hizo que todos se encaminaran hacia ella. Santi llegó primero. —Las damas primero —dijo cediendo el paso a las chicas. —Muy bien, así me gusta, un caballero —dijo la mujer, mientras llenaba los vasos—. Me llamo Mariela y soy la dueña de este local, junto con mi marido. Pero si os vais a quedar y necesitáis algo, pedídmelo a mí, que el pobre está muy ocupado, creando... — Se levantó las gafas y guiñó un ojo a Marta que estaba apurando su vaso de agua. —Nos gustaría quedarnos aquí esta noche. —Sonrió devolviéndole el vaso, ya con la boca más fresca. —Por supuesto. Será todo un placer. Si sois tan amables de darme vuestras credenciales os las cuñaré lo primero. Cuando las hubo cuñado prosiguió con lo que parecía un ritual. —¿Dónde queréis alojaros? ¿Albergue? ——Señaló hacia su izquierda—. ¿Hostal quizás? — continuó, mirando esta vez a los chicos, y volvió a repetir lo de las gafas y el guiño. —Pues nos gustaría hostal, si es posible, claro. —No hay nada imposible, cariño — dijo la mujer sacándole un poco los colores a Santi—. ¿Dos habitaciones entonces? —Sí —contestó Rubén—. ¿Cómo son las camas? ¿Individuales? —Sí, cariño. Dos camas de cuerpo y medio en cada habitación, pero como todo en esta vida, se pueden juntar. —Y esta vez se evitó el guiño, pues no le hizo falta—. Muy bien, serán cuarenta euros en total, incluye estancia y desayuno a partir de las seis de la mañana. Antes de subir a vuestras habitaciones me gustaría enseñaros algo que hace especial a este albergue, lo demás lo debéis explorar vosotros mismos. —Se levantó, salió del mostrador y les pidió que la siguieran —. Aquí creemos que cada peregrino o peregrina tiene una historia diferente. ¿Os imagináis? Daría para unos cuantos libros, ¿no os parece? —Mientras hablaba los llevó enfrente de la escalera. Justo al lado de esta, había una habitación con una puerta cerrada y una placa de madera pegada en la que ponía «Cuenta tu historia» y debajo, perfectamente cuadrada y encuadernada, una hoja de papel con unas instrucciones. —Aquí tenéis, quizás, el más magnifico cuarto de historias de todo el mundo. —Abrió la puerta y encendió la luz. No les dejó pasar, simplemente echar un vistazo. Era una habitación que contenía una mesa bastante amplia en el centro con varios folios en medio, una silla que parecía sacada de un despacho importante, y lo que parecía un archivador arrinconado en la pared. La luz caía de una lámpara colgada del techo que descansaba bastante cerca del centro de la mesa, amenazando con caer. Pero lo más sorprendente que pudieron ver de aquel rápido vistazo eran las paredes blancas, llenas de frases y textos, delicadamente pintadas de todos los colores. Cerró rápidamente la puerta. —Si queréis saber más, debéis leer las instrucciones de la puerta. No hagáis trampa y entréis sin leerlas. Dicho esto y ante el intercambio de miradas curiosas entre los amigos les guio por las escaleras hasta las habitaciones. Puso las llaves en las puertas que había escogido. Cuando vio que las chicas se disponían a entrar en la primera y los dos chicos en la segunda, se quedó observando un momento y dijo: —Ah… Ya entiendo. Que disfrutéis de la instancia. —No… no es lo que usted se cree, señora —se apresuró a decir Rubén. —Yo no creo nada, cariño —dijo sin darse la vuelta mientras se dirigía a las escaleras—. Simplemente observo, nada más. Santi, precisamente, se quedó observándola mientras caminaba alejándose. Le miró todo el cuerpo y se detuvo en los glúteos. Debía de tener unos cuarenta años, sin embargo, se conservaba bastante bien. —Buah, ¡cómo mola esto tío! —chilló su amigo desde dentro de la habitación. —Ya te digo. —Santi intentó detener el avance de una erección. La habitaciones eran amplias, solamente había cinco en toda la planta. Tenían dos camas de cuerpo y medio separadas por dos mesitas que, a su vez, estaban un poco separadas la una de la otra de manera casi milimétrica. Nada más entrar a la derecha, una puerta entreabierta dejaba ver el cuarto de baño con una ducha grande en la que solo había media mampara pegada a la pared y el agua caía al suelo de gresite, casi como un hotel de lujo. Había toallas plegadas al lado del lavabo y todo parecía bastante limpio y aseado. La habitación también tenía un balcón mediano con grandes ventanales que daban a la parte trasera del albergue. Santi salió y se quedó maravillado con las vistas del horizonte. Se veía una gran extensión de árboles no muy altos pero sí robustos y verdes, y más allá, donde solo alcanza una vista que la sepa apreciar, se alzaba una montaña verde con una gran roca en la punta. Justo debajo de ellos una piscina en la que un hombre tomaba el sol. Elsa se asomó a la terraza de al lado. La observó mirando al horizonte, con el pelo suelto y medio cuerpo hacia delante. Deseó cambiarse de habitación, cogerla suavemente por detrás y comenzar a besarle el cuello. Tuvo otra erección. Bajaron después de una rápida aunque placentera ducha y decidieron investigar el albergue. En la recepción, donde antes estaba Mariela, no había nadie. Al lado de la puerta de la habitación misteriosa en la que cualquiera podía contar su historia, había otra gran puerta que daba al comedor y comunicaba con las habitaciones de literas. Resultó que tenían a su disposición toda la comida de los armarios y la nevera, así que prepararon un buen plato de macarrones para reponer esos azúcares que habían gastado. Tras la comida, algunas interesantes conversaciones con los demás peregrinos y unos bostezos, se marcharon a dormir la siesta.
Santi se despertó cuando llevaba
media hora durmiendo. No le gustaban mucho las siestas, al menos desde que no estaba con Mara, y cuando las dormía, no solía desconectar más de veinte minutos. Aquella vez estaba cansado, pero se recuperó muy pronto. Su cabeza comenzó a pensar, sin poder evitarlo, en lo que hacía cuando se despertaba de la siesta con Mara. Tuvo la tercera erección de aquel día y ya no hubo manera de coger el sueño otra vez. Se levantó sintiéndose mal por haber pensado en Mara, en realidad, por haberla echado de menos y salió a la terraza con la esperanza de que Elsa estuviera otra vez asomada mirando al horizonte. No tuvo suerte. Disfrutó otra vez del paisaje y mientras su cuerpo intentaba alcanzar el mismo grado de vigilia que su mente, agachó la cabeza y vio algo muy extraño. El hombre que antes estaba tomando el sol tumbado en una butaca estaba, esta vez, debajo de una sombrilla de madera y paja, sentado en posición de meditación o posición de loto, según las prácticas yoguis. Una posición bastante complicada, por cierto. Se quedó observando al hombre que estaba semidesnudo, pues llevaba un bañador, al menos eso podía distinguir Santi, de esos que tienen forma de calzoncillo corto. El hombre tenía una postura perfecta, sus piernas estaban completamente cruzadas y su espalda bien recta con los hombros hacia atrás. Tenía la piel bastante marrón, como salida de una película de surf, el pelo un poco largo y del mismo color que su perfilada y corta perilla blanca. Decidió bajar para ver la piscina y para curiosear un poco a aquel hombre. Tenía un profesor en clase del que había aprendido mucho, que meditaba y siempre les aconsejaba hacer lo mismo, al menos diez minutos al día. Él probó tres veces y nunca consiguió dejar su mente en blanco ni un minuto, quizás algo hacía mal. Cuando salió al pasillo todo estaba en el más absoluto silencio, parecía como si toda Galicia durmiera la siesta. Esta vez se fijó en los cuadros tan bonitos que colgaban de las paredes y que estaban firmados con una M muy fina, abajo a la izquierda. Salió a la terraza y pisó el césped que la rodeaba. Instintivamente se descalzó. Se quedó allí de pie sin saber qué más hacer que observar al hombre quien únicamente parecía que respirara muy profundamente. Con cada inspiración abría los ojos, con cada expiración los cerraba. —Hola —le dijo en una de las inspiraciones. El hombre suspiró más lentamente y cerró los ojos. Antes de volver a inspirar dijo con una sonrisa en la cara. —Hola. —Y asintió con la cabeza. —Perdón, no quería molestarle. — Comenzó a darse la vuelta, preparado para irse y engañándose, pensando que solo había bajado para ver la piscina. —No me molestas, amigo. —Santi volvió a darse la vuelta—. Estoy seguro de que si hablamos, algo podremos aprender el uno del otro —afirmó esparciendo sus palabras con el suave viento. —Vaya, pues es que… yo bajaba para ver la piscina. —Intentó mentir. —Y me ha llamado la atención la posición en la que estaba, y lo que estaba haciendo. —Nada. —¿Qué? —Nada, que no estaba haciendo nada en especial. —Ah, creía que estaba meditando o algo… y… yo tenía curiosidad. —La curiosidad es lo que mató al gato. Pero al gato todavía le quedaban seis vidas y ya había aprendido a morir, ojo, que no es poco. —Hizo ademán de acercarse porque aquel hombre hablaba muy suave—. Vamos, acércate y conversemos un rato, yo también tengo curiosidad por muchas cosas. —Pareció adivinar sus pensamientos —Claro —dijo mientras caminaba y miraba hacia arriba para ver si veía a alguno de sus amigos en la terraza. —¿Cuántos años tienes? ¿Veinte? —Casi —dijo Santi intentando, fallidamente, ponerse en aquella posición. —¿Casi? Podrías tener dos años y que fueran casi veinte si los comparamos con los cuatro mil seiscientos millones de años que tiene el planeta Tierra. —Diecinueve —afirmó sorprendido por aquel dato. —Bien —continuó—. Las personas tendemos a irnos por las ramas. Deberíamos ser más directos, ceñirnos a las cosas tal y como son. —Santi arqueó las cejas—. O como creas que son. —Mire, yo no le conozco de nada. Simplemente bajaba a ver cómo es la piscina y la parte de atrás del albergue. —Se sintió un poco ofendido por la pequeña reprimenda que, muy educada y amablemente, le había echado ese hombre. —No te enfades, amigo. —Le extrañaba que un desconocido le llamase amigo, pero aquel hombre, a pesar de ser directo hablaba con una serenidad envidiable. —No me enfado. Simplemente tenía curiosidad por si estaba meditando. —¿Te interesa la meditación? —Bueno, dicen que relaja la mente… ¿Quién no necesita pararla de vez en cuando? —No necesitamos pararla, es más, tu mente solo parará el día en que te mueras. Verás, no existe una forma exacta de meditar, para unos es respirar, para otros pasear, para otros pensar en una sola cosa, para otros un orgasmo, para otros hacer deporte, para otros escribir… y podría seguir así toda la vida. ¿Sabes qué tienen en común todas estas cosas? —¿Que solo se hace o se piensa en una cosa? —Qué listo eres, amigo. Centrarte en una sola cosa, exacto. Generalmente, en el ahora. Solemos tener demasiadas cosas en la cabeza y le damos demasiada importancia a más de una o dos o tres, que encima, no la tienen. ¿Sabes cuál es el problema de la meditación en general? —Mmm —dijo pensativo—. No, esta vez no lo sé —contestó finalmente desilusionado. —El problema es creer que todos debemos meditar de la misma manera. ¿Cómo puedes poner a meditar sentado a un niño que desea saltar encima de un charco? —preguntó al aire—. Espero que algún día lo entiendan. —¡Vaya! Yo creía que tenía que dejar la mente en blanco. —Es normal. —¿Es usted una especie de gurú, o de sabio? —Ja, ja, ja gurú, ja, ja, ja sabio, ja, ja, ja. —Perdió, por un momento, la postura y la serenidad. —Ja, ja, ja. —Sonrió Santi divertido —. ¿Le hace gracia? —Sí, amigo. Me hace gracia porque nunca nadie me había dicho eso, aunque muchos lo pensaran. Eres valiente, curioso y sobre todo honesto para la generación de la que vienes. —¿La generación de la que vengo? —Sí, la que está dormida, pero cuando despierte arrasará con todos los absurdos sistemas que se han establecido, política, educación, religiones…etcétera. Empezó a pensar que aquel hombre era un loco conspiranoico, de esos que creen que unas pocas personas dominan el sistema y siempre están intentando joder a los que están por debajo, y él, todavía joven e ignorante, se resignaba a creerlo. A pesar de todo, le gustó el hecho de que alabara a su generación, sobre todo a él que siempre había sentido que podía hacer algo por ayudar a las personas o a la humanidad, cuando se ponía en modo soñador. —Piensas que estoy loco, ¿verdad? —Pues un poco sí, sinceramente, pero, en cierta medida todos estamos un poco locos, ¿no? —¡Ah! Qué grande Einstein, citas a uno de mis ídolos, amigo. —Sí. —¿Eres feliz? —le preguntó el hombre de repente. —Mmm… —¿Cuántas cosas te interesan ahora mismo en la vida? —Bueno… —dijo todavía dubitativo y sin querer miró hacia arriba, hacia la habitación de Elsa. —¿Una chica? —En el rostro del hombre se dibujó una sonrisa y una mirada compasiva. —Sí, ja, ja. —Rió y sintió que le habían pillado. —Bien, eso está bien. El amor con una pareja es una explosión que nos recuerda que la felicidad está ahí. Nos recuerda que podemos sentir la felicidad en cada poro, dándonos a los demás. Pero sobre todo, nos recuerda que en esta vida todos los seres necesitan ser amados, incluso hasta el más pequeño e insignificante. —Su mirada se perdió en dirección a una pequeña hormiga que correteaba sola, rumbo a donde solo ella sabía—. Pero lo malo, sí, todo tiene su lado malo, es que creemos que esa persona nos pertenece, y más todavía cuando desaparece de nuestra vida. — Santi cerró los ojos y abrió la mente—. Es curioso, pero lo que más nos cuesta en esta vida es soltar, un pensamiento, una persona o una emoción. Realmente nada te pertenece. No nos damos cuenta de que esa persona vino a enseñarnos muchas cosas, pero sobre todo, que somos felices, y que la felicidad es algo que está dentro de nosotros, porque cuando estás enamorado todo el mundo te lo nota, estás feliz con todo el mundo, no solo con tu pareja. Pero hay algo peor, y es que creamos una especie de escudo y no dejamos entrar a otra persona para que nos vuelva a recordar de nuevo esa felicidad —dijo otra vez mirando a la nada—. Impedimos, durante mucho tiempo, que otra persona entre en nuestra vida, que vuelva a hacernos sentir lo mismo pero de diferentes maneras y con diferentes lecciones, nos cerramos a la ilimitada abundancia de la vida, el amor. Para dejar entrar lo nuevo, tenemos que dejar salir lo viejo, completamente… Aquella última frase fue lo más valioso de toda la conversación con aquel hombre, de todo el viaje quizás. De todo lo interesante que le había contado aquella biblioteca humana, esa frase le hizo darse cuenta de que para dejar entrar completamente a Elsa en su vida, debía dejar salir a Mara del todo, y del todo implicaba de sus actos conscientes e inconscientes, de sus pensamientos, de sus recuerdos. Santi no sabía cuál era el camino de ese hombre cuyo nombre ni sabía, pero sí sabía que era puro y noble porque a él le había ayudado y justo cuando más lo necesitaba. —Gracias… —dijo con una sonrisa muy profunda y le dio un abrazo al hombre, como si fuera su padre. —Gracias a ti. —¿Por qué? —Por hacer algo. —Santi, ¿qué haces ahí? —Rubén estaba asomado a la puerta que daba a la piscina y su voz sonó como si estuviera en un sueño profundo, y alguien lo llamara, a lo lejos. —Santi… —Mientras la voz sonaba cada vez más cerca, él seguía reflexionando sobre las recientes palabras, sobre dejar salir lo viejo, para que pudiera entrar lo nuevo. —Santi. —Su amigo lo llamó por tercera vez, elevando la voz y tocándole ya el hombro. —Dime —contestó muy suavemente. —Qué, ¿qué haces? —le preguntó su amigo mientras se levantaba. —Nada. —Sonrió y miró al hombre que había vuelto a su meditación, como si allí no hubiera nadie más. —Tío… —Rubén miraba con cara extraña al hombre que meditaba—. Cada vez pienso más que has acertado la carrera que estás estudiando, eso sí, el primer paciente al que tienes que tratar es a ti mismo. —Bueno. ¿Qué querías? —Buscarte. —¿Para qué? —Para irnos al pueblo que está a poco más de un kilómetro de aquí, el que tenía el desvío al lado opuesto de este. —Vale —dijo sin acordarse de ningún desvío, sin ni siquiera prestarle mucha atención—. Tengo que hacer una cosa antes. —Y se fue directo hacia arriba, hacia las habitaciones. Una de las chicas estaba en los sillones de recepción sola, esperando. —Hola, ¿dónde estabas? —Hola, estaba meditando. —No se detuvo, ni si quiera a mirarla. La reconoció únicamente por la voz. Marta se quedó extrañada pensando lo mismo que Rubén hacía un momento: «Este chico no está muy bien de la cabeza». Subió y al pasar por la puerta de la habitación de Elsa se detuvo: «¿Estará aquí?», pensó. Pero siguió una puerta más y abrió su habitación. Sabía lo que tenía que hacer. Cogió su móvil. Se sentó en la cama, suspiró y abrió la galería de fotos. Sin ni siquiera mirarlas una a una, como había hecho tantas veces en su vida, seleccionó todo el álbum al que había llamado «Mara» y las eliminó todas. Sintió cómo algo le subía por las piernas, adrenalina. Abrió también los mensajes de texto, hicieron un pacto, que cuando tuvieran que decirse algo bonito e importante sería por SMS para que quedara mejor guardado que con las conversaciones de mensajería instantánea. Los borró todos, sin mirarlos. La adrenalina le subió todavía más arriba, hasta el estómago. Finalmente fue a la agenda de contactos y pulsó la letra M, esa que estaba por todos los cuadros del albergue de una manera muy distinta a la que aparecía en su móvil de última generación. Esta vez sí dudó un momento antes de darle a la pantalla donde aparecía la opción eliminar contacto Mara… «¿PERO QUÉ COÑO?», pensó en voz alta sonriendo y pulsando el botón. La adrenalina le subió hasta el pecho, la garganta y finalmente le recorrió todo el cuerpo. Se sintió más feliz que nunca en mucho tiempo. Al bajar, todos le estaban esperando. Ella había bajado mientras él hacia lo que tenía que hacer.
Realmente ya parecían dos parejas, al
menos eso parecía mientras bebían y conversaban y reían en la taberna, la única que había en aquel pueblo que estaba a poco más de un kilómetro del albergue y cuyo nombre Santi no consiguió memorizar. Estaba borracho, no solo de cerveza, que influía, borracho de felicidad. Los cuatro amigos charlaban, como siempre, pero cada cierto tiempo las palabras se interrumpían para dar paso a un beso, sin nada que ocultar. Al volver casi en el ocaso del sol al albergue, Santi caminaba al lado de Elsa, despacio. Notó como fluían los pasos, las palabras y los besos, quizás porque no llevaba mochila, quizás porque no llevaba palo, quizás porque ya no llevaba a Mara rondando por la cabeza, quizás porque la carga que llevaba en ese momento le resultaba mucho más agradable. Llegaron al albergue y el sol, cansado ya de su jornada laboral, se retiraba. Eran las nueve pasadas y los cuatro amigos se dirigieron a las habitaciones. No cenaron, al menos Rubén y Marta iban a pasar al postre directamente. Esa fue la impresión que dio cuando entraron los dos juntos a la habitación donde, supuestamente, iban a dormir las chicas, y dieron las buenas noches a los otros dos que deseaban, pero no se imaginaban esa situación. Sin más remedio que la felicidad, entraron juntos. Ella se sentó en la cama y él entró al cuarto de baño, a dejar que la cerveza fuera abandonando su cuerpo para ver si podía pensar con un poco más de claridad. Al salir, la vio allí sentada en una esquina de la cama. Los últimos rayos de sol entraban por la ventana que todavía estaba subida, y le daban en la espalda. Se acercó, y lentamente comenzó a besarla. Ella se dejó caer hacia atrás y él se dejó caer muy suavemente encima, para continuar besándola. Santi contó su cuarta erección. De repente:
—AAAAAH SÍÍÍÍÍ. —Se escuchó
desde la habitación de al lado y dejaron de besarse. —AAAAAH SÍÍÍÍÍ AAAAAAH. — Santi se levantó y se quedó mirando a Elsa a punto de hacer una pregunta. —¿Esa es…? —dijo comenzando a reírse. —Sí… Es Marta —dijo ella preparada para comenzar a reírse también. —Ja, ja, ja, ja, ja, ja. —¿TE GUSTA? —dijo la voz de Rubén al otro lado. —¡SÍÍÍÍ, ME ENCANTA! — respondió la voz de Marta. —A MÍ TAMBIÉN ME ENCANTA. —Por Dios, esto habría que grabarlo con el móvil —dijo Elsa. —Sí… ja, ja, ja. Encendieron una lamparita, pues el sol había decidido abandonarlos hasta la mañana siguiente, y continuaron los gritos en la habitación de al lado. La situación se había enfriado un poco pero con sus amigos al lado emitiendo aquellos gemidos y palabras subidas de tono, era imposible concentrarse en otra cosa. Ellos también deseaban fundirse en uno solo y entregarse a la magia del sexo y el amor en su estado puro. Quizás con menos escándalo, quizás con más, pero al fin y al cabo deseaban lo mismo que transmitían los gritos de sus amigos: amor y placer. —Tengo una idea —susurró Santi. —Me parecerá perfecta —dijo ella sin saber. —Ven, vamos a un sitio. —Cogió algo de su mochila. La agarró suavemente de la mano, salieron, y al pasar por al lado de la habitación comenzaron a subir el volumen de los gemidos y un nuevo instrumento entró a tocar en aquella orquesta, la cama golpeaba la pared con arrastramientos incluidos. —Van a romper la cama o la pared, ya verás —dijo ella divertida y a la vez, intrigada por conocer la idea de quien tiraba de su mano. Bajaron las escaleras y el ruido de los gemidos se fue apagando, al menos para ellos. Se detuvieron enfrente de la puerta de las historias. No había nadie allí abajo. Solo una tenue luz iluminaba parte de aquella zona y la puerta donde se encontraban. El cartel de las instrucciones, que todavía ninguno había leído, rezaba lo siguiente:
CUENTA TU HISTORIA
Bienvenido/a a la habitación de las
historias. Esta habitación está única y exclusivamente diseñada para dos cosas: 1ª Para que cuentes tu historia. (Por qué has venido a hacer el camino, qué esperas de él, qué has conseguido hasta ahora… etc.). 2ª Para que te lleves otra historia. (Puedes llevarte la historia de otra persona, siempre y cuando dejes tú la tuya, y esto es condición sine qua non).
*Será divertido llevarte a tu casa el
pedacito de historia de una persona a la que no conoces… de momento… o quizás sí conozcas. * Puedes dejar tu historia de forma totalmente anónima o con todos tus datos. * Cierra la puerta con pestillo mientras escribes tu historia. ¿TE ANIMAS?
Entraron y Santi encendió la luz.
Quedaron de nuevo maravillados por aquel lugar, un lugar como el Camino de Santiago, lleno de magia. La mesa era más amplia de lo que les había parecido cuando la vieron, incluso la habitación parecía más grande. Recorrieron con la vista ávidamente aquel lugar. Las paredes estaban llenas de letras, frases, relatos de historias de algún peregrino, peregrina o quizás las habían inventado Mariela y su marido. Ella comenzó a caminar lentamente, tocando las paredes y sus letras hacia el fondo de la habitación, donde había algo que llamaba su atención, una especie de caja negra, algo parecido a un archivador. Santi cerró el pestillo por dentro desde la manivela y la siguió, primero con la vista y después con sus pasos. Llegaron a la misteriosa caja negra que tan solo tenía una ranura en la parte superior, como las urnas para votar, y debajo una palanca corredera que se extraía de la caja. Encima de la ranura, donde en otros lugares, en una oficina quizás, solo habrían dejado carpetas, archivos, facturas y mucho estrés, había una pequeña frase que decía: «Introduce tu historia y si deseas llevarte otra, tira de la palanca». Elsa intentó tirar para ver qué ocurría. Nada. Simplemente salió la palanca y nada más. Al parecer, había que dejar sí o sí otra historia. Santi fue hacia ella, y como había imaginado unas horas atrás en la terraza, la cogió suavemente por detrás y la atrajo hacia él para comenzar a besarle por el cuello y detrás de la oreja. Ella se giró suavemente y comenzó a besarle en la boca. La luz era muy tenue allí, lejos de la lámpara y tan solo se podían distinguir dos sombras enlazadas por un fuego invisible. Se desnudaron mutuamente y él la tumbó en la mesa, donde la luz no molestaba. Aquella mesa parecía enorme. Allá a lo lejos, había un bolígrafo y varios folios en blanco que, de momento, no les molestaban. En la quinta erección que tuvo aquel día, Santi se colocó el preservativo que había cogido de su mochila. Primero le hizo el amor muy suavemente y con cálidos besos en los labios, en el cuello, en los pechos, en la oreja. Ambos gemían, mucho más suavemente que en una habitación de arriba. Después, ella se puso encima y con movimientos lentos pero intensos, suaves pero atrevidos, tímidos pero con mucha fuerza, se cogía el pelo y cerrando los ojos movía la cadera hacia delante y hacia detrás; los gemidos cada vez eran más fuertes, cada vez más intensos, cada vez más parecidos a los de una habitación de arriba. Perfectamente sincronizados ambos terminaron, exclamando todo un éxtasis a través del silencio, a través de las miradas, a través de la piel y de cada exhalación. Así, sin nada que les impidiera sentir toda la descarga de esos elementos químicos que nuestro cuerpo suelta para poder llevarnos a lugares donde nadie nunca ha conseguido llegar si no es a través del orgasmo por medio del amor. Se quedaron mucho más tiempo besándose, acariciándose, sin miedos, sin recuerdos, con una sensación inexplicable, la sensación de que por fin se habían conocido. Simplemente tumbados en la mesa, con la tenue luz bañando sus cuerpos desnudos, ahora descargados y relajados. Hablaron de muchas cosas, de sus padres; uno muy encima de su hija y otro demasiado alejado de su hijo, de sus madres; ambas desaparecidas, una de una manera más injusta que otra. Hablaron de amores pasados como recuerdos vagos y casi sin fuerza que flotan por el infinito universo. Él le dibujaba con el dedo suavemente los contornos de la cara. Ella disfrutaba igual o más que en el orgasmo. Permanecieron un rato sin hablar, no al menos con la boca, hablaron las caricias y las miradas intensas. Antes de salir de allí e irse a la cama, dejaron una historia que ambos escribieron: El camino de Santi y de Elsa No sabíamos a qué habíamos venido al camino hasta que nos conocimos. SANTI Y ELSA
Y se llevaron así, una historia no
escrita, no al menos en papel y tinta. Se llevaron una historia que nunca podrían olvidar, una historia del Camino de Santiago que siempre llegaría a sus mentes a través del corazón. CAPÍTULO 15 DÍA 5: SAN ROMÁN DA RETORTA…
Cuando sonó la alarma, apenas
llevaban tres horas durmiendo. Rápidamente Santi cogió el móvil y lo apagó. Ella se movió a su lado, pero no se despertó. Habían juntado las camas pequeñas y se habían acostado en ropa interior. Santi vio que estaba lloviendo. No quería levantarse, quería quedarse allí un rato más o quizás para siempre. Pensó en que quizás su camino ya había terminado al haberla conocido. Se giró. La miró. Respiró profundamente sonriendo. Estaba acostada dándole la espalda, el trasero más bien, porque estaba en posición fetal. Volvió a sonreír al pensar en cómo mienten todas esas películas en las que el chico despierta con la cabeza de la chica en su brazo o en su pecho. Lo máximo que había durado él, y casi todo el mundo, en esa posición había sido veinte minutos. A partir de ahí comenzabas a intentar hacer señales con el brazo para que se diera cuenta de que se te estaba durmiendo, o de que estabas totalmente incómodo. No solía volver a dormir nunca una vez se despertaba con la alarma que, según creía recordar, estaba puesta a las siete de la mañana, pero aquella vez, a pesar de no tener a la chica que dormía a su lado rodeada con el brazo por su cabeza y apoyada en su pecho, poco a poco volvió a cerrar los ojos mientras sonreía, hasta que… —¡PUM! ¡PUM! ¡PUM! —Esta vez ambos se despertaron sobresaltados. —¡PUM! ¡PUM! ¡PUM! —Alguien tocaba a la puerta, demasiado fuerte. —¿Quién es? —gritó Santi, aunque ya se imaginaba la respuesta. —Papá Noel, no te jode, pues Rubén. ¿Quién voy a ser? Son las ocho de la mañana y tenemos que desayunar y yo, al menos, ducharme —explicó su amigo—. ¡Ah y está lloviendo! —¿Estás vestida? —le preguntó a Elsa aunque sabía perfectamente la respuesta. —No… bueno sí, en ropa interior. — Se había incorporado. —¡PUM! ¡PUM! ¡PUM! —Jodeeeeer que ya voy, vas a romper la puerta, pesado. —Seguro que están desnudos. —Se escuchó la voz de Marta desde fuera. —Seguro que sí —le contestó sonriendo. Se vistieron rápidamente y se dieron un rápido beso de buenos días antes de abrir la puerta. —¡UUUUF! Aquí huele a humanidad —chilló su amigo al entrar y abrió la ventana. La lluvia golpeaba fuerte el suelo del balcón. Tendrían que esperar a que amainara la tormenta o decidir salir con el chubasquero y muchas ganas de aventura.
Desayunaron rápidamente café con
tostadas y zumo de naranja que, muy amablemente, les había reservado Mariela al ver que todos los peregrinos menos ellos ya habían desayunado y abandonado el albergue. Cuando salieron de allí eran las diez pasadas y las gotas seguían cayendo, pero de manera menos frecuente y más esparcidas, aun así decidieron ponerse el chubasquero. Aquella era una lluvia de la que todos los adultos habrían huido, sin embargo, muchos niños recibirían como un regalo para jugar. El cielo estaba raro y hacía bastante fresco; por encima pintaba unas nubes densas y cargadas de un color blanco oscuro, por debajo unas nubes negras, pero no muy densas pasaban a toda velocidad. Rubén y Marta caminaron juntos por delante, hablando, riendo y jugando a saltar los pequeños charcos que encontraban por el camino. Santi caminaba de nuevo al lado de Elsa. La había estado observando en silencio a su lado todo el rato mientras las gotas le resbalaban por el impermeable rojo que le cubría desde la cabeza con el gorro, hasta el final de la mochila. La lluvia lo volvía más reflexivo todavía. —¿Qué tal has dormido? —le preguntó dedicándole una sonrisa. —Bien —contestó devolviéndosela —. Aunque poco. —Bueno… es que ayer… tuvimos que escribir una historia. Te acuerdas, ¿no? —Claro. —Se detuvieron—. Una historia que me costará mucho olvidar. —Sus amigos se alejaban. —¿Y por qué querrías olvidarla? — Se quitó su capucha de la cabeza e hizo lo mismo con la de ella. Ambos cerraron los ojos —No sé… Porque quizás solo fue el principio. Santi se preparó para recibir aquellos cálidos labios y se le erizó la piel. Notaba como las gotas le resbalaban por la cara y llegaban hasta donde debían de llegar los labios de Elsa, su boca. Pero no llegaban. Escuchó un leve gruñido y abrió los ojos. Una gota le cayó en una de las pestañas y le nubló un poco la visión. Con el ojo no inundado vio como alguien la acababa de coger por detrás y le había puesto un pañuelo en la nariz. Elsa abrió los ojos espantada mirando detrás de Santi y los cerró desmayada en una fracción de segundo. Él adivinó que detrás tenía alguien. Fue una centésima de segundo muy larga. No supo si ir hacia delante para intentar salvarla o girarse para enfrentarse a su enemigo. Mientras lo pensaba, su contrincante fue más rápido y lo agarró del cuello por detrás con una mano. La otra, con un pañuelo se dirigía hacia su nariz. Santi la detuvo por la muñeca con una mano y con la otra soltó el palo, listo para pelear. Forcejearon unos segundos. —¡Eh! ¡Ayudadme! —gritó Nicolav. —¡Suéltame, cabrón! —Santi hacía un extraordinario esfuerzo para que el pañuelo no llegase a su nariz. Mateo, el que había conseguido desmayar a Elsa la dejó en el suelo embarrado y se dirigió a ayudar a Nicolav. Le quitó el pañuelo de la mano al Jefe y lo dirigió hacia la nariz de Santi, que soltó la muñeca de su contrincante en la retaguardia y le dio un puñetazo en la mandíbula que le hizo soltar el pañuelo. Nicolav desde detrás con la mano recién liberada le dio un puñetazo en las costillas. El golpe le hizo doblarse y apareció el tercer contrincante en la pelea. Santi se rindió por el dolor en las costillas y porque se estaba ahogando. Mihail le puso el pañuelo que traía en la nariz y el de detrás aflojó su cuello. Santi respiró profundamente para tomar oxígeno y aspiró un aroma desconocido para él. Cayó rendido. Al caer pudo ver a Elsa a menos de dos metros de él en la tierra boca arriba, más adelante sus amigos yacían al revés, boca abajo. —¡Joder! Casi me disloca la mandíbula… De repente perdió el conocimiento y todo se volvió negro. Los arrastraron a los cuatro hasta la parte trasera de una furgoneta blanca aparcada cerca del camino. Nicolav y Mihail subieron a los asientos. Mateo se quedó abajo a la espera de más órdenes y miraba nervioso hacia todos los lugares. —Mateo, si vuelvo a necesitar tu ayuda ya sabes dónde estaremos. —Espero no tener que hacerte nunca una visita a tu casa —dijo Mihail sacando la cabeza por la ventanilla. Mateo se dio la vuelta y desapareció tras la lluvia. Mientras caminaba hasta su coche pensaba en qué valía más la pena: su vida y la de su familia o la de los cuatro chicos que acababa de poner en manos de un psicópata. La dirección del lugar donde los iban a llevar estaba guardada, pero rogó al cielo que nunca tuviera que volver a mirar el lugar ni, sobre todas las cosas, personarse allí. Nicolav sabía muy bien que después del miedo, la esperanza es lo último que se pierde. Él tenía la esperanza de que el Jefe no volviera a precisar su ayuda nunca más. CAPÍTULO 16
Amigos
Al detenerse la furgoneta Elsa se
despertó, pero no pudo mantener los ojos abiertos durante mucho tiempo. Todo estaba oscuro. De repente una luz cegadora le invadió la vista y tuvo que protegerse cerrándolos fuertemente. Alguien la cogió y la arrastró hacia la luz. Abrió los ojos y pudo notar una brisa de aire fresco, pero la luz le molestaba. Volvió a cerrar los ojos y notó como la arrastraban por la tierra. Antes de que le volvieran a poner un pañuelo en la nariz abrió los ojos por última vez y pudo ver como alguien sacaba a su amiga de una furgoneta blanca. Intentó elevar la vista para ver quién la arrastraba pero antes de poder distinguir su cara, este le puso el pañuelo en la nariz y al respirar perdió el conocimiento. Los demás siguieron desmayados durante el traslado.
Santi recuperó la conciencia por un
momento. Tenía la boca extremadamente seca, le quemaba la garganta y le picaba la nariz. Sus ojos todavía no podían mantenerse del todo abiertos durante mucho tiempo. Los abrió una vez e intentó centrar la imagen borrosa que tenía delante. Le dolía la cabeza, estaba tumbado en el suelo, de lado, en posición fetal. Unos metros más adelante conseguía vislumbrar otro cuerpo en el suelo. Cerró los ojos de nuevo y se rindió ante el desfallecimiento. Los volvió a abrir sin saber cuánto tiempo había pasado. Esta vez vio con un poco más de claridad. Una luz tintineaba en la pared y alumbraba un poco la extraña habitación en la que se encontraba. Parecía que era de noche. Intentó moverse pero no pudo. Pensó que era un sueño de esos en los que te despiertas pero no te puedes mover, pero él había tenido un par de esos en su vida y aquello era muy distinto. Otra vez cerró los ojos, volviéndose a rendir. Los volvió a abrir al rato, porque escuchó unas voces. Consiguió distinguir, esta vez sí, todo lo que había a su alrededor. Estaba en una habitación muy vieja y con el suelo desgastado. Había una litera arrinconada, oxidada y olvidada. A unos pocos metros de él se encontraba su amigo, todavía inconsciente y tumbado. Unos metros más adelante veía a Marta, sentada y apoyada en la pared, inconsciente también. Los recuerdos le llegaron como flashes y con un sabor muy amargo: el Camino de Santiago, su amigo, las dos chicas que habían conocido: Marta y Elsa… Sus pensamientos se detuvieron en esta última, no la veía. Intentó incorporarse y esta vez sus músculos sí respondieron, pero una cadena cogida a unas esposas en sus manos y anclada en algún sitio a la pared le impidió levantarse. Retrocedió, se sentó agotado por el breve esfuerzo y al hacerlo, arrastró un cuenco de plástico que tenía al lado y en el que no había reparado, parecía un orinal. La cadena estaba cogida a una argolla, al parecer recién puesta, mediante un candado bastante grueso. Habría hecho falta una gran cizalla para romperlo. Intentó recordar qué había pasado y el dolor de cabeza le aumentó. Recordó hasta que hizo el amor con aquella chica de la que se había enamorado, aquella chica que no veía por ningún lugar de la habitacion. Volvió a tirar de la cadena pero no hubo manera. Intentó llevarse las manos a los bolsillos pues la cadena le permitía ese rango de movimiento. Nada, allí no estaba su móvil. Por fin entendió que los habían secuestrado y encadenado en aquella habitación. Volvió a pensar en Elsa y se asustó, ¿Por qué a ella no la habían dejado allí con el resto? ¿Qué querrían de ella?, las preguntas llegaban a su cabeza cada vez más deprisa y cada vez le provocaban más angustia y más dolor. —¡AAAAAAAAAAAAHHH! — intentó chillar con todas sus fuerzas, pero el chillido le salió bastante débil y la garganta le quemó todavía más. Marta abrió los ojos y se quedó observándolo. Al parecer, era la segunda o la tercera vez que los abría. —Santi… —Marta, ¿dónde está Elsa? —Está ahí, al lado de la puerta. — Miró hacia una puerta en la que Santi no había reparado. —ELSA, ¿ME OYES? —Estaba tumbada en posición fetal, no respondía. —No se despierta Santi, ya la he llamado yo —dijo Marta comenzando a sollozar. —Tranquila, estamos todos aquí, seguramente esté inconsciente —dijo intentando tranquilizarse más a sí mismo —. Creo que nos han… —Secuestrado. —Sí, pero debemos estar tranquilos, ¿vale? Intentó pensar, pero todavía le dolía la cabeza, y la garganta. Tenía una sed terrible y ni Elsa ni su mejor amigo se despertaban. —¿Cuánto hace que estás despierta, Marta? —Pues, unos veinte… —Se escucharon unas voces abajo y se detuvo —. Han sido ellos Santi. Llevo un rato escuchándolos. No sé en qué idioma hablan. —Vamos a ver… —Intentaba centrarse—. Salimos del albergue y… —Ahí se le terminaban los recuerdos—. ¿Es de noche? —Sí, no entra luz por la ventana que tienes encima. De repente se detuvieron las voces abajo y comenzaron a escucharse los crujidos de escalones. Alguien subía. Elsa comenzó a moverse. —Elsa.—Se adelantó Santi—. ¿Estás bien? —Cada vez los crujidos sonaban más cerca. —¿Qué ha pasado? —preguntó intentando incorporarse. —¿Estás bien? ¿Te duele algo? —La cabez… No pudo terminar la frase. La puerta se abrió y la luz, aunque artificial, cegó a Santi que tardó varios segundos en acostumbrarse. Una figura, un hombre alto y delgado, entró a la habitación y se les quedó mirando, uno a uno. Santi no lo reconocía, era el que le había atacado por detrás. Ambos intentaron medirse con las miradas. La de Santi intentó ser desafiante. La de Nicolav, sin embargo, fue heladora. Otra figura entró en la habitación, este era un hombre alto y corpulento. —Vamos cógela —ordenó el Jefe. —Suéltame. No me toques. —¡PLAF! —El hombre corpulento le dio una bofetada. —¡DÉJALA, HIJO DE PUTA! — chilló Santi rabioso. Marta comenzó a llorar como una niña, no le salían las palabras. El hombre alto se acercó a Elsa y le sonrió fríamente. —¿Sabes quién soy? —le dijo mientras su ayudante la sujetaba fuertemente de los brazos. —Ni… co... lav —consiguió articular Elsa y le cambió la cara. Toda la fuerza y la resistencia que estaba poniendo al hombre que la sujetaba desapareció tras una terrible mueca de miedo. —¡EEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEH! —gritó Santi, desesperado—. SUÉLTALA. CABRÓN, LLÉVAME A MI. Nicolav se giró. Se acercó a él lentamente y sin dejar de sonreír, mientras Santi se movía rabioso intentado zafarse de las cadenas. Se llevó una fuerte patada en la nariz, por suerte no llegó a rompérsela pero cayó al suelo, y lo último que vio antes de desmayarse fue a Elsa desparecer tras la puerta arrastrada por el hombre corpulento.
Antonio
Antonio tapó la olla tras comprobar
que no olía a quemado; estaba preparando un plato especial para una cena especial. Faltaba una hora para su cita y parecía que la receta que había encontrado por internet le estaba saliendo bien. Rocío llegaría cinco minutos antes de lo acordado, como siempre lo hacía en el trabajo y en su vida. Era capaz de esperar diez minutos en el coche o en la puerta para entrar a la comisaría cinco minutos antes de su hora, todos los días. Era perfeccionista y eso a Antonio le agradaba. Lo cierto es que desde que su hija se había marchado a hacer ese viaje que tanto deseaba, Rocío había cenado dos veces en su casa y una habían hecho el amor. Esta vez, Antonio esperaba que no se marchara al terminar, que se quedara a dormir, que se dejara abrazar. Sonrió mientras leía las cucharadas de sal que tenía que añadir a la receta porque ella se cuidaba excesivamente. No abusaba de la sal y apenas probaba las grasas saturadas. Aunque no se permitía demostrarlo en público, estaba bastante feliz, pues era la primera mujer por la que sentía algo desde que ocurrió lo de su exmujer, y todo había sido gracias a su hija. Siempre estaba intentando animarlo. Recordó que hacía un día y medio que no hablaba con su ella y, sin querer evitarlo, pulsó el botón de llamada en el móvil, para compartir, inconscientemente, esa alegría que brotaba de su interior y le hacía preparar recetas deliciosas y saludables mientras tarareaba alguna canción. Tras seis tonos y antes del séptimo colgó. «Quizás esté durmiendo ya», pensó. Se tranquilizó a sí mismo diciéndose que a la mañana siguiente, cuando se despertara y viera la llamada se la devolvería, o le enviaría un mensaje de esos con los que todavía no se aclaraba muy bien. Llegó la invitada y para asombro del anfitrión, llevaba un vestido negro, ceñido y muy elegante con unos zapatos de medio tacón y un pequeño bolso. Su pelo estaba suelto y llevaba un maquillaje no muy exagerado pero que se dejaba ver en sus ojos, mofletes y labios. La cena estaba resultando de lo más agradable. Conversaron de trabajo muy a placer de ambos. De los casos pasados y posibles futuros. Cuando estaban apurando la última copa de vino y los colores no se podían disimular ni con el mejor maquillaje, cuando el postre reservado previamente en la nevera ya se había terminado, cuando las burbujas del champagne apenas tenían recorrido en las copas de los dos comensales, sonó el móvil de Antonio… Su hija le llamaba pasadas las doce de la noche. —Hija, ¿estás bien? —preguntó tras descolgar rápidamente. —Papá… —Escuchó tras unos sollozos. —Hija… —Al contrario de lo que dicta toda lógica, cuando debería de relajarse para recibir el golpe a una velocidad más lenta, el corazón se le aceleró—. ¿Qué ha pasado? ¿Estás bien? —Papá… Es él… Es Nico… —Hola, Antonio… ¿Escuchas cómo llora tu hija? —Se escuchó otra voz totalmente diferente y que le dejó helado. —¿Quién eres, hijo de puta? ¿Qué le has hecho a mi hija? Como le pase algo te mato. —Rocío se levantó de la mesa asustada. —UNA FURGONETA BLANC….— Escuchó como chillaba su hija. —¡PLAF! —Una bofetada sonó a través del móvil e impidió que su hija terminara la frase —Hijo de puta… —dijo el comisario comenzando a levantarse de la mesa, con la cara muy roja, la yugular hinchada y las lágrimas a apunto de brotar. —¿Has escuchado? Es el primero de muchos golpes que le voy a dar, y espero que todos y cada uno te lleguen hasta lo más profundo del corazón. Todo esto es por tu culpa. Tu hija va a morir por tu culpa. Te voy a joder la vida quitándote lo que más quieres, lo único que tienes mejor dicho, como hiciste conmigo. Colgó. El sonido que finalizaba la llamada le provocó un pequeño desgarro en el corazón, en el alma. Se quedó un minuto en silencio intentando, en vano, no estallar. Rocío no se atrevía a decir nada, tenía la mano en la boca. Finalmente terminó de levantarse, y aunque sabía que ya había colgado, que la conexión se había perdido, sabía incluso que el móvil de su hija ya estaría desmontado y con la tarjeta rota, chilló a su propio móvil con la esperanza de aquellas palabras llegaran al hombre que le acababa de arruinar la vida. —HIJO DE PUTAAAAAAAAAAAAAAA. —Lo lanzó contra el suelo y el móvil se hizo mil pedazos. Cada pedazo voló en una dirección y llevaba consigo únicamente una ínfima parte de toda la rabia, el dolor, la impotencia y el miedo que sentía en aquel momento. Rocío, que era una mujer fuerte y valiente, no retrocedió. Es más, como una buena amiga fue a contener ese dolor, esa rabia, a abrazarla para absorberla como si fuera una vibración y, al tragársela ella entera, pudiera de alguna manera mejorar aquella horrible situación. Él comenzó a llorar y ella siguió abrazándole. Allí, sentado en la silla, lo que iba a ser una agradable velada, con besos, caricias y amor, dejó un paisaje muy distinto. Un hombre lloró y gritó no muy alto, pero sí desgarradoramente, una mujer lo abrazó conteniendo con fuerza los espasmos y manteniendo la compostura que el hombre había perdido por completo. Antonio sabía que Nicolav había secuestrado a su hija, y que su vida tan solo dependía de quien fuera que estuviera allí arriba, decidiendo quién sube y quién no, a quién le ha llegado la hora, y a quién no. CAPÍTULO 17
Amigos
Volvió a despertarse mientras todos
los demás dormían. Ya no le dolía la cabeza, le dolía la nariz y notaba un reguero de sangre seca que le llegaba hasta los labios. Tenía calor y era de día. Podía ver con claridad, ahora sí, las cuatro paredes en las que estaban encerrados. Todo estaba igual que la noche anterior. Santi observó a sus amigos tumbados en el suelo. Estaban todos y dormían en posición fetal, esa en la que dicen que te pones cuando necesitas sentirte seguro, como en el vientre de tu madre. Intentó tirar otra vez de la cadena a la que estaba esposado y otra vez esta llegó a su tope, se sintió como un perro atado de por vida, tirando e intentando romper los eslabones que le impiden abrazar la libertad. Se incorporó. Sintió hambre, sed y un pinchazo en el brazo. La ventana que tenía encima de su cabeza estaba medio abierta, seguramente por el viento de la noche que ahora había amainado. Se preguntó cómo podía ser que hubiera dormido tanto y de repente reparó en algo plateado que había al lado de la puerta. El corazón se le aceleró. Cuatro agujas descansaban sobre una bandeja que reflejaba el color blanco del techo. Con ayuda de los dientes, se levantó la manga del brazo en el que había notado un pinchazo. —Mierda —exclamó. Entre el antebrazo y el bíceps, había un pequeño pinchazo que se había puesto ligeramente morado, los habían drogado para mantenerlos calmados y dormidos. Rubén comenzó a moverse. —¡Rubén, Rubén! ¿Me oyes? ¿Cómo estás? —Santi… Tengo sed —consiguió decir todavía sin incorporarse. —Rubén, tío, necesito tu ayuda, te necesito aquí conmigo. —Le resbalaban las lágrimas por las mejillas. —Santi… —Sus palabras sonaban muy débiles—. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde estamos? Por fin se incorporó y Santi tuvo ganas de ir a abrazar a su amigo, porque la noche de antes no había podido comprobar si estaba bien. —¿Qué te ha pasado en la nariz? —le preguntó algo desorientado. —Nada, la llevo bien, solo es sangre. —¿Dónde están… —Rubén comenzó a mirar en derredor y su cara cambió por completo. En un instante recordó y comprendió casi todo. Su vista se detuvo en Marta. —¡AAAAAAAAAAAAAH! —chilló —. ¿Qué coño hacemos aquí? ¿Qué les han hecho? ¿Qué nos han hecho? —Rubén, tranquilízate, nos han secuestrado, pero estamos todos aquí. —No recuerdo cómo coño he llegado aquí. Nos han drogado o algo. — Adivinó él, que ya había coqueteado alguna vez con las drogas y sus efectos. —Rubén, mírame. —Hizo que le mirara a los ojos para tranquilizarlo—. Nos secuestraron al salir del albergue de las historias. Tan solo sé que son dos y que ayer vinieron y se llevaron a Elsa, ella reconoció a uno y le llamo Nicola o algo así. Me dio una patada en la cara, me desmayé y me acabo de despertar. Gracias a Dios, Elsa y todos estamos aquí. —Conforme él mismo iba poniéndose al día, iba poniendo también a su amigo. —Me cago en la ostia —dijo Rubén —. No puede ser. —Su cara fue dibujando algo que no era muy habitual en él, miedo. —¿Qué pasa? —Nicolav… —dijo estirando aquel nombre. —Sí, así dijo que se llamaba y puso casi la misma cara que estás poniendo tú ahora. ¿Qué pasa? ¿Sabes quién es? —El del vídeo —dijo con la mirada fija perdida en algún punto. —¿Qué vídeo? —Santi se impacientó. Quería tomar las riendas de aquel secuestro, pero parecía que todo el mundo sabía quién era el secuestrador menos él. —El del policía que le pegaba un tiro a un traficante. Te lo enseñé. —Rubén, no puedo llevar la cuenta de todos los vídeos que me enseñas. —Salió en las noticias. Un policía le pegaba un tiro en la cabeza, en medio de un accidente, a uno de los hermanos esos que traficaban en toda España. ¿Cómo les llamaban? —Los Jefes —dijo Marta. Ninguno de los dos había reparado en que ya estaba despierta. —Marta, ¿estás bien? —Rubén intentó ir hacia ella. La tenía tan cerca, y a la vez, por culpa de unas cadenas, tan lejos. —Sí —respondió casi avergonzada y mirándole a los ojos—. ¿Y tú? —Te prometo que vamos a salir de aquí —dijo intentando parecer un héroe. —Marta, por favor. ¿Me puedes explicar qué es eso del policía que le pegó un tiro a no sé quien, y qué tiene que ver con nosotros? —Santi le preguntó rápidamente. —Fue el padre de Marta —dijo bajando la voz como si aquello todavía fuera un secreto—. El que le pegó el tiro al hermano de Nicolav, que es el que nos ha secuestrado. Supongo que querrían a Elsa, pero nosotros estábamos con ella… A Santi le dio un vuelco el corazón. Por fin lo había entendido todo. Marta seguía hablando pero él no escuchaba más allá de los fuertes latidos de su corazón. Se le hizo un nudo en la garganta, recordando las últimas palabras que había entendido de Marta: «Supongo que querrán a Elsa». —Joder, joder, JODEEEEEEER — chilló. —Santi —le dijo su mejor amigo—. Tranquilízate, tío, no le va a pasar nada a nadie ni a ella tampoco— dijo continuando con su rol de héroe y mirando a Elsa que todavía dormía. —¿Por qué no se despierta? — preguntó Marta mirando a su amiga. —Nos han drogado. —¡ELSA! ¿ESTÁS BIEN? —Al chillarle, su amiga se movió. —Marta… —contestó, pero no tuvo fuerzas para seguir. De repente se escuchó cómo una puerta abajo se cerraba y un coche arrancaba. Volvieron a sonar los crujidos de madera que anunciaban la entrada de alguno de sus captores. Parecía que tenían controlado cuándo Elsa se iba a despertar. Se abrió la puerta y apareció Mihail. Entró y les lanzó a cada uno una botella de agua de medio litro, menos a Elsa a quien se la dejó al lado, ya que tras el esfuerzo de intentar despertarse, se había desmayado. —Vaya, vaya. Parece que ya os ha sonado la alarma. —De los dos, era el que más acento tenía. Se acercó a Marta porque la botella le había quedado lejos de su alcance y se agachó para dársela. La cogió sin apenas mirarle a la cara. Todos estaban tensos. Rubén parecía una bomba apunto de detonar. —A ella tengo orden de no tocarla — dijo mirando a Elsa, todavía inconsciente —. Pero a ti… —Le acarició el cuello poco a poco, estirando los dedos, hasta llegar a los senos—. A lo mejor puedo divertirme un poco ahora que el Jefe se ha ido. — Marta comenzó a sollozar. Santi emitió un gruñido. —Si la tocas te mato. —Rubén pareció de lo más desafiante. —¿Tú? Se levantó, cogió una de las agujas y volvió a dirigirse a Marta, que cruzó enseguida la delgada línea entre los sollozos y el llanto. Elsa se despertó. —Si me dejas inyectarte esto, será menos doloroso, si no, te dolerá y tendré que forzarte. ¿Qué prefieres? Lloraba y no quería mirar a su agresor ni a su brazo en el que le iban a inyectar alguna droga. Santi tiraba de su cadena una y otra vez. Rubén chillaba como un loco y tiraba, también, muy fuerte de la cadena que tenía enganchada a sus esposas; comenzaba a salirle sangre de las muñecas. Era imposible que si había alguien en un kilómetro a la redonda no escuchase aquellos gritos de rabia. Tan solo un conejo que rondaba por fuera se alejó asustado. El hombre corpulento soltó la aguja antes de clavársela a Marta y con un movimiento rápido y ágil se puso detrás de Rubén y lo cogió por el cuello con el brazo. Lo estaba ahogando. Santi rabiaba, gruñía y seguía tirando al ver que su amigo estaba, poco a poco, cerrando los ojos. A los pocos segundos Rubén dejó de resistirse y los cerró completamente. El hombre corpulento lo soltó y cayó desplomado al suelo. Santi no sabía si lo había dormido, o estaba muerto. Marta lloraba desconsolada y el hombre volvió a dirigirse a ella. Ante la impotencia de Santi, le inyectó en la vena un poco de ese veneno, sacó de su bolsillo unas llaves y le soltó las esposas. No sabía qué hacer, la impotencia que sentía le iba hacer estallar. Miraba a su amigo que estaba en el suelo y no parecía ni respirar, y miraba a Marta, que salía a rastras, casi sin oponer ya, ninguna resistencia. Desaparecieron tras la puerta y entraron en alguna habitación cerca de allí. Su amigo comenzó a moverse, se estaba despertando. Santi dejó de tirar de las cadenas porque también se le estaban haciendo heridas en las muñecas, cada vez más profundas, cada vez más dolorosas. Rubén se incorporó y tras unos segundos siguió tirando de las cadenas, esta vez sin chillar, porque tenía la garganta dañada. Su cara estaba roja y le salía una vena en el cuello que parecía, otra vez, a punto de estallar. La sangre de las muñecas le caía en forma de gotas al suelo, parecía un animal con la rabia en su máximo apogeo. A Santi, por primera vez, le entró el pánico absoluto. Su amigo seguía tirando y rabiando. Comenzó a llorar desconsoladamente. Marta chillaba débilmente desde la habitación, la droga comenzaba a hacerle efecto. —Cuanto más te resistas más te dolerá. —Mihail, al parecer, había dejado las dos puertas abiertas, a propósito. Santi se imaginó lo que estaba ocurriendo en aquella habitación y sintió nauseas, casi le vino un vómito. En el suelo ya se había formado un pequeño charco de sangre que provenía de las muñecas de su amigo. De repente, Nicolav apareció por la puerta y se dirigió hacia Rubén, que ni pareció percatarse de su presencia por la ceguera de rabia que llevaba. El hombre flaco se sacó también unas llaves de su bolsillo y lo soltó. Este salió ciego y veloz hacia la habitación donde estaban violando a la chica de la que se había enamorado. Nicolav sacó una pistola y abrió del todo la puerta de la habitación colocándose al lado, y esperando a ver qué ocurría. Enseguida apareció en el pasillo Mihail con Rubén subido a su espalda cogiéndolo con el brazo por el cuello, tal y como le había hecho a él unos minutos antes. Lo estampó contra la pared a escasos metros del hueco de la escalera. Con el golpe consiguió que aflojara la fuerza del brazo con el que lo estaba ahogando y le soltó. Se giró dándole un codazo en la sien y Rubén cayó al suelo. Con sus dos grandes manos, Mihail lo cogió y lo lanzó dentro de la habitación otra vez. Cayó enfrente de Santi. Rubén levantó la cabeza y miró directamente a los ojos de su amigo. Se levantó rápidamente, listo de nuevo para pelear. Nicolav observaba la escena divertido con la pistola en la mano. —Diviértete con alguien de tu tamaño, partener —le dijo. Mihail lo miró, se encogió de hombros y se dirigió a su oponente que lo esperaba con la guardia arriba, para él aquello también podía ser divertido. El joven, rabioso, le lanzó un puñetazo directamente a la cara, pero su oponente se cubrió y el golpe, que le dio en uno de sus brazos, que tenía muy duros y musculados, apenas le detuvo. Cogió a Rubén por el cuello, lo estampó contra la pared y lo levantó unos centímetros. Santi observó como su amigo pataleaba e intentaba soltarse, esta vez no iba a dormirlo, iba a matarlo. Nicolav dio un paso, un gesto para detener aquello, pero Rubén, que no se rendía fácilmente, consiguió darle un puñetazo en las costillas a su oponente que hizo que lo soltara. Nicolav retrocedió, todavía quedaba algo de diversión en la escena. Aprovechando el gesto torcido que hizo por el golpe en las costillas, Rubén le dio un puñetazo en la cara y casi consiguió tirar al suelo a aquel hombre de unos noventa kilos. Nicolav soltó una carcajada. Mihail se incorporó. Se limpió la sangre que le salía del labio y fue a por Rubén quien lo esperaba otra vez en guardia, aunque cada vez menos alta y más cansada. Santi lo observaba todo horrorizado, deseando que su amigo matara a aquel hombre. Elsa se había despertado y miraba también horrorizada. El puñetazo que recibió traspasó la guardia y le rompió algún diente. Rubén cayó al suelo de un golpe seco, inconsciente. Mihail no estaba acostumbrado a que le hicieran sangrar. Se puso encima de Rubén listo para descargarle una ráfaga de puñetazos de igual o mayor calibre. —Ya basta —dijo Nicolav. Y como un perro adiestrado, cual robot, se detuvo. Antonio
Antonio había reunido a todos los
policías de su comisaría, estuvieran de servicio, tuvieran turno o no. Unos pocos se habían conseguido librar por asuntos familiares o porque se encontraban fuera de Madrid, aun así, aquella llamada o mensaje durante la madrugada, había conseguido despertar la curiosidad de todos los agentes. La sala de reuniones estaba llena, solo una persona se encontraba en recepción atendiendo las llamadas y denuncias. Ni un solo policía patrullaba las calles de Madrid, pero el comisario había sido muy explícito en su mensaje: «Se ordena su presencia mañana a las nueve de la mañana en la sala de reuniones de su comisaría. Gracias». Había un revuelo general que se calmó cuando Antonio se puso enfrente de todos los presentes. —Bien, gracias por venir. —Fue muy breve en su introducción. Tenía mala cara, los ojos rojos por el cansancio y las lágrimas. Rocío estaba de pie, a su lado. Todos los demás policías estaban apretujados en la pequeña sala donde se preparaban operativos y demás. Había máxima expectación y la gran mayoría sabía que aquello iban a ser malas noticias. Cogió aire y prosiguió. —Seré breve y directo. —Tomó, otra vez, aire—. Nicolav ha secuestrado a mi hija y a una compañera con la que estaba realizando el Camino de Santiago. En el más absoluto silencio de respeto, se coló un leve murmullo general de asombro. Ray cerró los ojos y con una mano se los tapó. La otra mano la cerró apretando el puño bien fuerte. —Necesito vuestra más sincera colaboración como compañeros y como amigos. —Rocío le apretó un hombro. —La tendrá, comisario, cuente conmigo las veinticuatro horas —dijo Ray rompiendo el silencio en voz bien alta. —Y CONMIGO —gritaron dos más. —Y CONMIGO, COMISARIO. —Se escuchó al fondo. —ATRAPAREMOS A ESE CABRÓN —chilló un veterano compañero. —SÍ, LO ATRAPAREMOS. Aquellos gritos de guerra, de compañerismo, de condolencia, compresión y amistad dieron a Antonio fuerzas para continuar. —Muchas gracias —dijo tras recomponerse de la emoción, con una lágrima resbalando por la mejilla—. Os necesito a todos buscando pruebas que me lleven hasta… —Y se detuvo un momento—. Hasta mi hija. Según mis cálculos y los datos de los que dispongo, mi hija y su amiga querían hacer el que se conoce como camino primitivo por la parte de Galicia. —Los policías comenzaron a apuntar en sus libretas—. Salieron desde un pueblo llamado Fonsagrada que se encuentra en la provincia de Lugo, el día 1 de julio. La última noticia que tuve de ella antes de… —se detuvo otra vez y otra vez volvieron a agarrarlo por el hombro— del secuestro, es que se dirigían a San Román, desde Lugo. Reme, Félix y cualquiera que sepa de informática, os necesito en los ordenadores: la primera tarea es buscar el rastro de los teléfonos móviles de mi hija y de su amiga Marta, la segunda es mandar a todas las comisarías de Galicia esta foto de ellas dos —dijo colgando en el tablón una foto en la que aparecían de cerca las dos amigas—. La tercera es intentar acceder a sus redes sociales a ver si encontramos exactamente qué ruta iban a hacer, albergues, paradas… . Necesito también a cuatro personas revisando el caso de los Jefes, buscando datos bancarios, de teléfono móvil, propiedades, empresas, todo lo que esté relacionado con alguno de los dos hijos de… Hermanos. Necesito a otras dos personas que estén en contacto directo con todas las comisarías de Galicia por posibles denuncias de algo sospechoso, lo que sea. A lo largo del día de hoy nos asignaran a dos investigadores, especialistas en secuestros y extorsiones, pido máxima colaboración y sinergia con ellos. Por último… — dijo suspirando— ayer cuando… —le costaba decir el nombre— Nicolav me llamó, pude hablar con ella. —Continuó aguantándose las lágrimas—. Mi hija… sé que no se lo pondría fácil a ese cabrón… —No pudo aguantarse las lágrimas. Rocío fue a darle su apoyo por tercera vez, pero él lo detuvo con un gesto de mano—. Me dijo que las habían raptado en una furgoneta blanca. Quiero una lista de todas las furgonetas blancas robadas desde hace dos años. Muchas gracias a todos y a todas. A trabajar. Mientras salían, listos para ponerse a trabajar, todos le iban dando su apoyo, bien con la mano, bien con palabras, bien de ambas formas. Antonio se castigaba una y otra vez pensando en cómo podía no haberse dado cuenta, cómo podía haber dejado de buscar a aquel hombre que parecía el mismísimo diablo, cómo no había pensado en que le atacaría donde más le doliera y en lo único que le quedaba en esta vida, su hija. Cuando el último hombre salió de la sala, se dirigió a su despacho, bebió un vaso de agua, respiró profundamente tres veces y descolgó el teléfono. Una de las tareas más complicadas de un policía o de un médico es dar malas noticias y su trabajo estaba, por desgracia, rodeado de ellas. En esta ocasión tenía que dar una mala noticia a una madre que estaría ya preocupada por su hija, a una madre que él conocía, a una madre que descolgó el teléfono diciendo: —Marta. ¿Eres tú?
Gema
Gema miraba el teléfono móvil por
enésima vez en aquella hora. Desde las once de la mañana estaba tumbada en el sofá de casa de su tía y esperaba impacientemente, nerviosa y aburrida a que se hiciera la una y su amigo le tocara el timbre para irse a la piscina a comer, y a ahogar la sofocante ola de calor que arrasaba Madrid por aquellas fechas. Buscó por segunda vez aquel día el número en la agenda de su hermano y le dio a la tecla de llamar: «El teléfono móvil al que usted llama está apagado…». Colgó impaciente y volvió, otra vez, a buscar en la lista de contactos de mensajería instantánea la última conexión de su hermano. «Última conexión, hace dos días a las 18:47». Desde el día en que le envió la foto con Rubén no había vuelto a tener noticias de Santi y aunque sabía de su pasotismo en que le localizaran, estaba preocupada. En realidad tenía cierta envidia de la independencia de la que gozaba su hermano en la vida y sobre todo de los móviles y las redes sociales en general. A pesar de que era su único hermano, el mayor, y que tenía que ser su ejemplo a seguir, no conseguía inculcarle ese valor de no depender tanto de las redes y los grupos sociales de internet. «¿Le habrá pasado algo?», se preguntó. «No creo», se intentó tranquilizar ella misma. Para matar el aburrimiento y distraerse de estos pensamientos le dio otro repaso a su lista de contactos, a ver si alguien había cambiado su foto de perfil o su estado. Al llegar a Rubén, el amigo de su hermano, dio un respingo, seguro que Rubén estaría disponible. Abrió su contacto para ver la última conexión y, curiosamente, no se conectaba desde antes que su hermano. Apretó el botón de llamar: «El teléfono móvil al que usted llama…». Colgó algo asustada. Si el mejor amigo de su hermano pasaba del teléfono móvil, solo podía ser por dos cosas: porque le había pasado algo, o porque estaba con alguna chica. La última foto que le habían enviado explicaba y encajaba muy bien en el segundo supuesto, pero Gema, que era toda una experta en darle vueltas a las cosas, no se quedó tranquila. Se levantó del sofá y tomó la decisión de llamar a alguien que le cogiera el teléfono de una vez por todas y que le explicara qué podía estar sucediendo. Al tercer tono, su padre descolgó el teléfono. CAPÍTULO 18
Amigos
Otra vez lo habían vuelto a drogar.
Volvía a tener esa sensación de querer moverse y no poder, de pesadez mental, de no saber si estaba despierto o soñando, de estar encadenado. Se despertó tirando de sus cadenas y con esa sensación de impotencia. Se incorporó. Era de noche y la habitación estaba a oscuras. Únicamente la luna ofrecía un pequeño halo de luz que entraba por la ventana todavía semiabierta. «¿Cómo puede ser que duerma tanto?», pensó. «Maldita droga.» Se incorporó más para apoyarse en la pared y recordó qué hacían los secuestradores para drogarlos; normalmente las chicas no oponían mucha resistencia. Mihail, que era el más musculado, agarraba el brazo a pinchar con una mano y lo inmovilizaba. Nicolav, sin dudar ni un momento, picaba la vena que normalmente estaba ya hinchada a raíz de la presión que ejercía su cómplice apretando. Era inútil resistirse a la fuerza y frialdad de aquellos hombres y por lo general cuando veían la aguja venir se paralizaban por el miedo que se suele tener a estos instrumentos. Se encontraba muy débil, no les habían dado de comer, solamente les daban agua para mantenerlos hidratados y eso solo podía significar una cosa: tenían pensado matarlos. «¿Cuándo? ¿Será la próxima vez que suban?». Aquellas preguntas resonaban en su cabeza como un martillo neumático. Sabía que tenía que actuar rápido si quería hacer algo (la droga a él parecía afectarle menos) y sobre todo cuando uno de los dos estuviera fuera. Registraba, cuando no estaba drogado y dormido, cada vez que sonaba la puerta de abajo y se encendía un motor, ahí solo se quedaba uno en la casa y pensaba que quizás, contra uno sí que podría. Miró a su amigo que dormía y temblaba seguramente por la fiebre, estaba destrozado por la paliza del día anterior. No había sido por Marta, de la que estaba enamorado, que dormía drogada y plácidamente, y agradecida por lo que no había llegado a ocurrir. Rubén habría actuado así por cualquier chica indefensa, en realidad, por cualquier persona a la que apreciara. Él era así, daría la vida por cualquiera de los suyos y costaba bien poco llegar a su corazón. Se arrepintió de haberle convencido para que hicieran el camino juntos. Iba a morir por su culpa. Se esforzaba por encontrar la manera, la ocasión perfecta para escapar, pero no llegaba. Aquello no era una película, quién sabe si tendría un final feliz. Deseaba que todo tuviera ese final, pero la realidad era muy distinta: estaban atados, encerrados, incomunicados, hambrientos, heridos, drogados y perdidos en cualquier lugar de España o del mundo. Miró a Elsa. Justamente la única luz de la luna que entraba por la ventana le alumbraba, le bañaba todo el cuerpo y la cara. Dormía inquieta, no temblaba pero se movía, seguramente por las pesadillas. Se quedó observándola, intentando transmitirle paz. Ella se sentía culpable por que todos estuvieran allí, porque todos iban a morir. Quería ir y abrazarla, protegerla y decirle que si tenía que morir, haberla conocido había sido lo mejor que le había pasado en la vida. Se volvió a dormir sin darse cuenta, estirando ese único y agradable pensamiento.
Un jarro de agua fría le dio en la cara
y lo despertó algo asustado. —¡Despierta! —Abrió los ojos a duras penas, le pesaban. —¿Qué pasa? —preguntó desconcertado. —Vamos, levántate. —Pudo distinguir la cara de Mihail a unos centímetros de él. —¿Dónde vamos? —preguntó Santi. Le pesaban las palabras, lo habían vuelto a drogar. —He dicho que arriba. —El hombre fuerte tiró de la cadena que sujetaba sus esposas, lo habían soltado y lo llevaba como a un animal de circo. Cayó de morros contra el suelo—. Arriba he dicho. —Y le dio otro tirón que lo levantó. Antes de que los tirones lo sacaran a rastras de la habitación, pues le habían atado los pies con una cuerda y un nudo bastante fuerte, Santi quiso saber de sus amigos. Todos tenían los pies atados igual que él. Su amigo miraba a un punto fijo en el suelo, su mirada estaba como perdida, tenía la cara hinchada y el labio partido, seguramente no le dolía nada por el efecto de la droga. Marta continuaba en su sitio, sentada, con las rodillas flexionadas y la cabeza entre las piernas sollozando. Y por último, miró a Elsa, sus ojos reflejaban un estado casi de delirio, al igual que Rubén, miraba fijamente a un punto, sin parpadear. El punto eran los ojos de Santi. Intentó oponerse a salir de la habitación desafiando al que tiraba de las cadenas. Ni se preguntaba por qué se lo llevaban a él, simplemente se oponía a separarse de sus amigos. Pero no podía, no tenía fuerzas y Mihail tiraba de la cadena muy fuerte, parecía que le divertía que tuviera que ir dando saltos y se cayera a menudo. Al salir de la habitación pudo ver que en esa planta solamente había dos habitaciones más, inmediatamente después estaba el hueco de la escalera. Se detuvo en seco frente al hueco mirando directamente a los ojos del hombre. La cadena se tensó. Nunca había intentado bajar unas escaleras con las manos y los pies atados, ni con el estado de letargo mental y corporal que le provocaba la droga que le habían inyectado. El hombre, divirtiéndose, tiró de la cadena y Santi cayó rodando hasta sus pies. No se rompió ningún hueso de milagro. Levantó la cabeza y vio a Mihail riendo silenciosamente. Terminó de bajar las escaleras sentado, arrastrando el culo, escalón tras escalón hasta llegar al final, la imagen era un tanto deplorable. Abajo había un comedor, ocupado por una mesa redonda y dos sillas. En una de ellas se encontraba Nicolav fumando y observando la penosa escena. Una vieja chimenea se hundía en la pared. Santi no perdió la ocasión y observó a su izquierda, antes del último tirón, un pequeño pasillo que conducía a la cocina, y que terminaba con la puerta que daba al exterior. Lo ataron justo al lado de la chimenea y con poco recorrido para poder moverse, esta vez iban a estar más juntos y pensó que quizás podría tocar a su amigo, o a Elsa. Uno a uno fue observando cómo los bajó de la misma manera que a él. Con Rubén pareció divertirse también un poco y lo tiró al suelo a falta de unos escalones. Los colocaron de la misma manera que en la habitación. Su mejor amigo estaba a su lado, Marta seguía con la cabeza entre las rodillas, al lado de Rubén, y Elsa estaba en la pared de enfrente. Esta vez tenían las manos detrás de la espalda. Estaban cambiando las cosas y todos lo sabían, pronto tomarían una decisión. El Jefe y su fiel lacayo comenzaron a hablar en su idioma materno sentados a la mesa; no parecían ni acordarse de la presencia de los cuatro encadenados.
Antonio
Tenía cincuenta años, vivía con su
madre y la cuidaba durante el día. Por la noche, trabajaba como vigilante de seguridad en una fábrica de botellas. El sueño de su vida siempre había sido ser policía y atrapar a los malos. Lo había intentado una vez pero su lesión auditiva le había roto el sueño en mil pedazos. Había nacido sin capacidad auditiva en un oído, el derecho, y en el izquierdo conservaba un 60% con ayuda de un aparato. Ahora se conformaba con pasarse frecuentemente por la comisaría de su barrio y conversar con algunos de los policías veteranos a los que conocía. Le gustaba imaginar que era él quien llevaba esa placa y esa pistola, el que estaba a punto de salir a patrullar, o a llevar a cabo una investigación. Aquel día entró en la comisaría como cualquier otro de los tres días a la semana que lo solía hacer. En recepción estaba una mujer mayor a punto de prejubilarse que lo conocía y que con su simpatía rompía los esquemas de los del gremio. —Buenos días, señor agente. —La mujer sonrió y levantó la voz para que pudiera escucharlo. —Buenos días, señora agente —le contestó siguiéndole el juego feliz, como cada día—. ¿Cómo tenemos hoy el patio? —Pues un poco oscuro, la verdad. — Se acordó del comisario y de su hija. —¿Muchos malos por la zona? — preguntó el vigilante acercándose al mostrador y listo para terminar ya con la broma. —Conchi. —Ray apareció por la puerta y la mujer se puso seria—. Necesito que comuniques a todas las patrullas esta lista de matrículas sospechosas —dijo Ray sin ni si quiera saludar al vigilante—. Y que des la descripción de estas furgonetas blancas. Ya sabes… Máxima prioridad. Gracias. —Dejó unas fotos recién impresas encima del mostrador y se dio la vuelta listo para marcharse. —Yo he visto una furgoneta blanca sospechosa. —El vigilante había aprendido a leer bien los labios—. Como esa. —Estaba medio sordo, pero la vista la tenía en perfectas condiciones. A Ray le dio un vuelco el corazón, se dio la vuelta y por fin se fijó en el hombre Habían pasado dos noches ya desde la llamada que le llegó con la noticia del secuestro de su hija. Toda la comisaría, toda la policía de Madrid que conocía a Antonio, reconocimiento que se había ganado a raíz de su investigación e intervención en la operación de los Jefes, estaba volcada en encontrar a su hija. Esa noche, a pesar de los cafés, había dormitado a ratos en la mesa de su despacho, fruto del cansancio y la tensión acumulada, pero se había despertado enseguida sufriendo pesadillas. Ya había amanecido y había vuelto a caer en un extraño pero profundo sueño. Su cabeza estaba apoyada en la gran mesa de iroko que tenía repleta de informes, datos y demás. Nadie se atrevía a entrar si no era para darle, al menos, una noticia esperanzadora. De momento nadie había encontrado nada. Volvió a tener otra pesadilla, esta vez aparecía su hija junto a su mujer en un camino repleto de hojas y árboles pelados a los lados, con forma espectral, diciéndole que le estaban esperando. Él, impotente y cobarde, no podía hacer nada por llevarlas de nuevo a su lado. Veía cómo se alejaban solamente diciéndole que le esperaban. Se marchaban. Al final, había una luz y él sabía que si llegaba a alcanzarlas las perdería para siempre, otra vez. No sabía qué tenía que hacer, no comprendía qué debía hacer para encontrarse con ellas y no volver a separarse nunca más. Quizás debía morir pero, «¿no estoy muerto ya?», preguntó a los dos espectros que se alejaban. «Antes debes hacer algo», le dijo su hija. «Salva a nuestra hija. A mí ya me has perdido», sentenció su exmujer. —Comisario. ¡COMISARIO! —La voz de Ray le despertó de aquella terrible pesadilla. —¿Qué ha pasado? ¿Cuánto tiempo he dormido? —dijo Antonio quitándose las hojas que tenía pegadas en la cara. —Le he traído un café. —El simple aroma le despejó. —Comisario. —Su joven compañero lo observó detenidamente. Tenía un aspecto algo desmejorado, pero todo el mundo lo entendía—. Tengo noticias. — Esperaba cambiarle un poco aquella cara. —Las buenas primero. —En realidad solo deseaba escuchar una. —De acuerdo. —Dejó que Antonio diera un sorbo al café y continuó—: Creo que su hija y Marta no han desaparecido solas. Conocieron a dos jóvenes valencianos en el camino y, al parecer, ellos también han desaparecido. En Valencia han recibido una denuncia por desaparición de estos dos jóvenes. Sabemos que la hermana de uno de los desaparecidos tiene una foto donde aparecen los dos amigos con Marta y Elsa detrás. Creemos que los han secuestrado a los cuatro porque Nicolav no se esperaba esa compañía. — Observó cómo al comisario se le iluminaba algo en los ojos—. Hay más —dijo emocionado—. Tenemos fuera a un hombre que asegura haber visto hace unos días una furgoneta blanca sospechosa cerca de aquí. —La luz de Antonio se convirtió en una llama, una llama de esperanza, pareció perder el mal aspecto que había ganado en las últimas horas y Ray se sintió orgulloso —. Está esperándole fuera. —Gracias, Ray —dijo levantándose y dándole un abrazo—. No sabes cómo necesitaba escuchar estas noticias. Dile al caballero que pase y llama a Rocío, quiero que estéis delante. —Comisario… —dijo Ray dudando de si continuar o no— falta la última noticia. El comisario ya había comenzado a arreglar el desorden que tenía en la mesa. La alegría de aquellas dos noticias le había dado más energía que cien cafés. Pero se había olvidado de la última noticia, al fin y al cabo, solamente una noticia podría haberle arruinado aquel rayo de luz. —La mala noticia, se me había olvidado —dijo el comisario mirándole e implorando que la noticia no hablase de ningún cadáver. —Se ha filtrado la noticia y hoy saldrá en los medios de comunicación. —¡JODER! —Antonio saltó golpeando la mesa con el puño. Aquel era el comisario de siempre. Ray sonrió para adentro—. Mierda. ¿Quién coño habrá filtrado la noticia? —Si quiere que lo averigüe, señor… —No. No voy a descentrarme de lo que me has dicho ni un segundo. Es más, no pienso ver las noticias, prensa o radio. Haz pasar al hombre y a Rocío, por favor. Después convoca otra reunión como la de ayer para las… —miró su reloj— las diez. —De acuerdo, señor. Antonio se quedó un momento pensando antes de que su cabeza comenzara a mover engranajes a todo trapo: «Ya te tengo cabrón», pensó. El vigilante recordaba que hacía unos días había visto cerca de su casa, en unos adosados de su barrio, una furgoneta blanca que no había visto ninguna de las noches en las que él pasaba por allí para ir al trabajo. Parecía de lo más orgulloso colaborando con la Policía. Sería feliz durante mucho tiempo por todos los halagos que le había hecho el comisario aquella mañana. Le dijo la calle a la altura exacta en la que recordaba, como si fuera ayer, que estaba aparcada la furgoneta. A pesar de sentir mucho el dolor de Antonio por lo de su hija, no pudo evitar sonreír cuando, nada más y nada menos que un comisario le dio su número de teléfono personal por si recordaba algo más para seguir colaborando con un caso tan importante. De momento era mucho más que algo, para el comisario. No tardaron en averiguar quién podía vivir allí que fuera del interés de Nicolav. Curiosamente, uno de los policías sabía que por allí vivía una exprostituta rumana que había conseguido abandonar la calle, que ahora vivía con un empresario cuyo pasado estaba vinculado a los Jefes llamado Mateo y con el que había tenido dos hijas. Ray y el comisario cogieron el coche y fueron a la casa de aquel hombre con una extraña sensación de que aquello podía terminar ya. Rocío se quedó en la comisaría esperando a los padres de los otros dos desaparecidos. —Ray, quiero que sepas que voy a hacer lo que sea para conseguir averiguar dónde está mi hija —dijo mirándolo más seriamente de lo normal. —Lo sé, comisario. —Ray pensó en que no habían avisado a nadie de la comisaría ni a los colaboradores especialistas—. Aunque no sea mi hija yo también haré lo que sea para ayudarle a conseguirlo. —No sé si me has entendido —dijo Antonio—. Digo lo que sea, esté o no dentro de la ley. —Lo comprendo, comisario. —Soltó una mano del volante y se la puso en el hombro a su compañero, su maestro, su amigo, su otro padre.
Tocaron al timbre tres veces. Antonio
se impacientó. —Policía Nacional, abra la puerta — dijo levantando la voz. —POLICÍA ABRA LA PUERTA — chilló Ray. Antonio sacó la pistola y disparó a la cerradura. —¡PUM! En medio de aquel barrio y a plena luz del día, el comisario disparó a la cerradura. De una patada abrió la puerta y entró sin volver a identificarse. Ray se quedó asombrado. Los vecinos comenzaban a asomarse. —POLICIA NACIONAL —dijo enseñando la placa a los curiosos de la calle y entró a la casa. A pesar de estar, a primera vista, equipada con muebles, televisión, fotografías, los mandos de los aparatos y demás cosas cotidianas de la vida, daba la sensación de que en esa casa habían hecho las maletas hacía poco y se habían largado, de que no había nadie que utilizara todos aquellos objetos. Todos se habían ido. Todos menos uno. La imagen dio arcadas a Ray que todavía no se había acostumbrado. Mateo, al que buscaban, yacía inerte en la moqueta del suelo con un tiro en la parte de atrás de la cabeza y una pistola al lado de su mano. —Lo han asesinado. —Ray se tapó instintivamente la boca. —Se ha suicidado —Antonio miraba fijamente la pistola—, o quien lo ha asesinado quiere que parezca un suicidio. Llamaron a los especialistas y echaron un vistazo al resto de la casa buscando algo que pudiera darles una pista de dónde se encontraba el resto de la familia. El comisario estaba desolado. Sus ojos y su cara habían vuelto a tomar la forma que tenían antes de las buenas noticias, la de las esperanzas que se desvanecen. Cuando llegaron los de homicidios confirmaron a Antonio que, a primera vista, había sido un suicidio, o alguien quería que lo pareciera. El comisario era muy veterano, y sabía que seguramente aquel hombre había enviado a su mujer y sus hijas, a esconderse en algún lugar y se había suicidado para salvarlas, para saldar la deuda que tenía con Nicolav. Antonio no dejaba de buscar desesperadamente alguna pista que pudiera haber dejado ese hombre en un acto de compasión por su hija, por él. Pero Mateo no habría hecho jamás algo que pudiera poner en peligro la vida de su familia, a la que tanto amaba. El comisario rabiaba, pero lo comprendió. Quizás él habría hecho lo mismo. La diferencia es que ese hombre había entregado su vida, por la de su familia. Él, sin embargo, ya había perdido a su mujer, quizás por no ser un buen marido, y estaba a punto de perder a su hija, quizás por no ser un buen padre. Después de pelearse con sus superiores por el disparo, tras algún conato con los de homicidios por estropearles la zona de pruebas e ignorar las decenas de llamadas que le había hecho Rocío a su teléfono móvil, le dijo a Ray que lo llevara a su casa totalmente abatido. —Comisario… —su compañero comenzó a decirle algo cuando paró el coche enfrente del portal, se detuvo para dejar escapar un largo suspiro. Antonio se giró antes de salir por la puerta. —… mientras hay vida hay esperanza. CAPÍTULO 19
Amigos
La noche cayó y su sombra ocupó
toda la casa. Santi no podía dormir a pesar de estar medio muerto y de ser la muerte un eterno sueño. Se sentía sin fuerzas y creía que, al menos, su mejor amigo estaba ya inerte. Rubén no se movía desde hacía muchas horas, había dejado incluso de temblar y no lograba distinguir si respiraba o no. En realidad no lograba distinguir nada. Los ojos le pesaban, pero algo no le dejaba dormir, tenía mucha sed, pero no podía pedir nada. Hacía muchas horas que no le daban agua y creía que iba a morir deshidratado. De repente, aparecieron los dos hombres que les habían jodido la vida y se encararon a Elsa, que se encontraba en el mismo estado que él y que todos. Intentó chillar pero no pudo. La obligaron a esnifar algo y le taparon los ojos. La desataron y la pusieron en medio, donde Nicolav la sujetaba cogida por el pelo. Mihail grababa con el móvil. Santi consiguió chillar un poco y haciendo un sobreesfuerzo comenzó a llorar al compás que Elsa. Los otros dos seguían dormidos, inconscientes o muertos. La rabia le hizo sacar más fuerzas. Se incorporó y comenzó a tirar débilmente de su cadena. Aquello era inútil, no tenía fuerza ni para levantar una piedra. Comenzaron a grabar como si de una película se tratase.
Antonio
El ambiente estaba tenso, muy tenso,
en la comisaría, tan solo Ray y Rocío entraban al despacho del comisario y este no cesaba de gritar, cabrearse, llorar, romper objetos y dar órdenes. Parecía que había perdido el norte. Aquel iba a ser el cuarto día que su hija se encontraba en un infierno, tres noches de amargura que hacían mella en Antonio. No había vuelto a casa desde el día de la primera llamada. La noche anterior, cuando Ray lo dejó en su portal, con una frase que intentaba ser esperanzadora, se fue a caminar y a llorar por Madrid hasta que terminó, a las tantas de la madrugada, en la comisaría de nuevo, dormitando en su despacho y con dosis muy altas de cafeína, mezclada con barbitúricos. Nadie hasta el momento se había atrevido a llevarle la contraria, o a decirle que se marchara a casa un rato a descansar. Había pasado tres días impotente ante los acontecimientos que iban sucediendo y el día anterior había sido demasiado duro para él. El comisario no pretendía rebatir la frase de uno de los científicos más importantes de nuestros tiempos, pero la esperanza, a pesar de la vida, se desvanecía. Ya no sabía dónde agarrarse para que volviera. Se encontraba perdido. No quería demostrarlo, como siempre, y más aún ante los padres de los demás chicos que también habían sido secuestrados. Ese era el motivo por el que no había querido reunirse con ellos todavía. Ese día estaba previsto que llegara un superior, alguien importante a nivel nacional de la Policía para hablar con el comisario, había máxima expectación porque Antonio ya había recibido una visita del jefe superior. Rocío le había insistido, muy suavemente, en que se arreglara un poco, aunque ella sabía que nada podía disimular el dolor de un padre sufriendo por su hija, lo único que tenía en esta vida. Sus ojeras, su pérdida de peso, su cara blanca, sus ojos cansados y su barba de tres días desarreglada, era el mejor traje que podía llevar ante aquella situación. Aunque nunca quisiera admitirlo, Antonio había perdido esa batalla, no contra Nicolav, sino contra él mismo. Se había hundido y no pensaba con claridad. Había pasado casi toda la noche con la mirada fija en algún punto. De repente lloraba o pegaba golpes en la mesa y tiraba archivos al suelo, archivos que había revisado una y otra vez en aquellos días, en busca de algo que pudiera darle una pista de dónde tenía aquel psicópata a su hija. Alguna propiedad, dirección, empresa, algo que le volviera a dar al menos un poco de esa ansiada esperanza. Pero no llegaba. Toda la banda de los Jefes había sido atrapada después del día en aquel edificio. Todos dieron hasta la última bala, su último aliento, por defender a su jefe, bien por honor o bien por miedo. Únicamente Mateo, ese hombre bajito, calvo, con bigote y ahora muerto, podía saber dónde se encontraba su hija, incluso podría haber participado en su secuestro. Había sido su rayo de esperanza, pero él había estado lento y ciego. Ray le sacó de su ensimismamiento como ya lo había hecho antes. Tocó tres veces en el cristal de la puerta y pasó sin preguntar. —Comisario, el subdirector general de la Policía está aquí. —Tenía un móvil en la mano. —Ah… Que pase. —Se sorprendió un poco, no esperaba tan alto cargo. El comisario pensó en que la prensa y la presión mediática del caso de su hija que ya había aparecido en todos los medios, habrían obligado a llevar a cabo esa visita —Viene con su equipo de seguridad —afirmó en tono indignado, a la espera de una orden para impedirles el paso y juntando la puerta. —Tranquilo, Ray, es el protocolo. — Se levantó y pudo ver cómo toda la comisaría se ponía en pie. —Anoche se dejó su móvil en mi co… No pudo terminar la frase. La puerta se abrió golpeándole en el hombro, para dar paso al segundo mayor representante de la Policía en España. Era alto, con el pelo blanco y llevaba un traje con muchas distinciones que causaban cierto respeto. Dirigió una mirada a uno de los dos agentes de seguridad que le acompañaban para que se quedara fuera. Solamente uno entró. Ray se colocó al lado de aquel seguridad que parecía el agente Smith de Matrix pero sin gafas. El subdirector general de la Policía se le quedó mirando y con un leve suspiro pensó: «La Policía y su camaradería, el compañerismo por encima de cualquier cosa» y asintió con la cabeza. —Buenos días, comisario —dijo el subdirector estrechándole la mano. —Buenos días, subdirector. — Antonio volvió a hundirse en su butaca. No soportaba mucho las burocracias. —No tiene muy buen aspecto. —¿Lo tendría, usted? —El seguridad arqueó las cejas —Está bien, no me voy a andar con rodeos, el mismo director general me pide que le envíe todas sus fuerzas y todo su apoyo. —Gracias. ¿Y que más le pide? —El comisario quería acabar con aquello cuanto antes. Se esperaba un buen toque de atención. Sabía que estaba perdiendo los nervios y eso se veía reflejado en su comisaría a la que tenía siempre bajo presión. Había llamado a todas las comisarías de Galicia. Había reñido con otros comisarios. Quería que toda España se volcara en encontrar a su hija. Pero desgraciadamente desde arriba no estaban de acuerdo con aquello. Seguía habiendo delitos, criminales, traficantes, violadores, ladrones… etc. y no se podía pretender dedicar todos y cada uno de los recursos de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado a encontrar a unos adolescentes secuestrados. Obviamente se trataba de un caso muy importante y en el que toda la colaboración que fuera posible le iba a ser brindada, pero había que seguir con todas y cada una de las faenas que se llevaban a cabo en el día a día. Antonio sabía que tarde o temprano su caso sería transmitido totalmente al Equipo Nacional de Negociación que se encargaba de los secuestros y extorsiones, pero nunca permitiría que lo apartasen del caso de su hija. —Comisario, es mi deber informarle de que tras una evaluación de los hechos y un largo… y acalorado debate — añadió con un suspiro—, con el director general, hemos decidido que usted debe apartarse del mando de este caso. Pondremos a nuestros mejores investigadores especializados contando, por supuesto, con la información de la que dispone usted y todo su equipo, para dar con su hija y los demás adolescentes antes de que sea demasiado tarde y alguien pueda cometer algún error. Antonio, Ray e incluso el guardaespaldas, abrieron los ojos sorprendidos por aquella decisión que, en pocas palabras, apartaba del caso del secuestro de su hija al comisario. —Por favor... —dijo Antonio en voz baja tras un incómodo silencio, acercándose al subdirector, pero sin levantarse de la silla—. Me gustaría hablar con usted a solas. —Terminó mirando a Ray y al guardaespaldas. El subdirector se giró, y tras unos segundos de meditación mirando a su protector, asintió levemente con la cabeza. Ambos salieron del despacho y comisario y subdirector se quedaron mirándose unos segundos a los ojos directamente. En un principio, Antonio había pensado en coger de la cabeza a aquel hombre y estampársela contra la mesa, pero gracias a la presencia de Ray se había contenido, y ahora estaba dispuesto incluso a implorar que aquello de apartarlo del caso de su hija oficialmente no ocurriera. Necesitaba pensar y medir muy bien las palabras que iba a decir a continuación. Aquel hombre que tenía enfrente y que podría expulsarlo del cuerpo, había venido con una orden muy clara y concisa. —Dos días. —¿Cómo dice? —dijo el subdirector sorprendido. —Tan solo deme dos días. Le prometo que si en dos días no he conseguido nada —suspiró—, o si ha ocurrido algo —dijo haciendo un gran esfuerzo por volver a ser el mismo de antes, con esa seguridad en sí mismo y esa seriedad que le habían llevado a ser respetado—, me retiraré del caso, parcialmente, para que ustedes hagan lo que tengan que hacer y les prestaré la mayor colaboración posible sin causarles ninguna molestia. Le doy mi palabra. —Inspiró, se cruzó las manos y cerró los ojos—. Se lo ruego. El subdirector suspiró. Hacía mucho tiempo que no trabajaba en un caso de verdad. Desde sus últimos años como comisario hasta ahora, únicamente se dedicaba a reuniones, papeles y burocracias. Lejos habían quedado aquellos casos que nadie conseguía resolver, aquellas redadas a pie de cañón, aquella emoción de coger a los malos. Suspiró de nuevo y cuando iba a dar una escueta respuesta, Ray irrumpió en el despacho con un móvil en la mano y la cara roja. —Comisario… —Por primera vez, no le miró a los ojos—. Tiene que ver esto. —Y le dio su móvil, con un mensaje que acababa de llegar. El mensaje con un vídeo de un número anónimo no iba a mejorar nada la situación. Al coger el móvil notó como si este pesara una tonelada. La mano le cayó un poco, al compás de su alma y de sus últimas esperanzas. Como efecto rebote, al comisario se le abrieron los ojos y se le aceleró el corazón cuando pulsó el botón del play en la pantalla. Su hija estaba arrodillada en el suelo. Su camiseta de manga corta estaba rota y holgada de los tirones que le habían dado. Tenía sangre tan seca en la boca que ni el mar de lágrimas que estaba soltando conseguía humedecer, cada sollozo sonaba más desgarrador. Su boca solamente conseguía articular una y otra vez entre lloros esa palabra que suele dar tanta ilusión cuando es de las primeras que salen por la boca de un niño. —Papá…—Sin embargo, lejos de dar ilusión y alegría continuaba—: Ayú… dame… por favor… —consiguió emitir la voz entre sangre y sollozos… De repente una mano apareció en la cara de su hija y le rozó la mejilla, las lágrimas. El subdirector y Ray echaron un poco hacia atrás la cabeza simultáneamente y apretaron las mandíbulas. El comisario abrió la boca y emitió un débil sonido que tan solo un alma en pena podría descifrar. Le comenzaron a brotar lágrimas de los ojos, aun a sabiendas que aquel manantial ya estaba seco e inerte, como con la misma fuerza que surge el agua de un nacimiento, sus lagrimales continuaron extrayendo ese líquido que a veces expresa alegría y a veces tristeza. Su hija tenía un ojo morado y algo más hinchado que el otro. Estaban hinchados y agotados de, como los de su padre, tanto llorar. De repente, el móvil con el que grababan pasó a otra persona y esta vez se le vio la cara. Antonio se tensó y se mordió el labio tan fuerte que se hizo sangre. Ahí estaba Nicolav con su barba gris de unos días y la cabeza recién afeitada. —Sabes… Estoy ya cansado de tanto jueguecito. Quizás ha llegado la hora de terminar con todo esto. ¿No crees? He pensado que después de esto podrías suicidarte… Sí, eso estaría bien… Volvió a golpear a su hija en la cabeza que se derrumbó en el suelo y aumentó el sonido de su llanto. Por detrás alguien intentaba gritar débilmente. Nicolav sacó una pistola y apuntó a Elsa que no paraba de llorar, incapaz de levantarse otra vez. Parecía casi desear que aquel miserable hombre apretase el gatillo y acabase de una vez por todas. —Cómo me gustaría ver la cara que estás poniendo ahora mismo… pero puedo imaginármela. Cabrón, la misma que puse yo cuando vi el vídeo de cómo matabas a mi hermano. ¿Creías que no lo iba a averiguar? ¿Qué tal ahora que han cambiado las tornas? Aunque quizás estés sufriendo más así, sin saber cuándo será el momento en que su pequeño corazón deje de latir… Qué penita me da. En el vídeo se pudo ver y escuchar como Nicolav cargó la pistola con su dedo pulgar haciendo retroceder el martillo de esta. Los chillidos ahogados en alguna parte de la habitación aumentaron. Ray salió del despacho, toda la comisaría estaba de pie esperando alguna noticia. Rocío se le acercó pero, casi la apartó de un empujón. Necesitaba huir de allí. —¡Pum! —gritó Nicolav. Su sonido se mezcló con el del seco latigazo que produjo el martillo de la pistola descargada. —Quizás la próxima vez sea de verdad. Quizás, cuando veas el próximo vídeo, tu hija ya esté muerta. Y tras unas risas dignas del Joker la reproducción terminó. El subdirector solo dijo unas palabras. —Coja y mate a ese cabrón. Rocío entró y cogió a Antonio por los hombros, a través de la ropa pudo notar que estaba helado.
Ray
Después de chillar durante unos
minutos encerrado en su coche, Ray decidió alejarse y huir porque no podía soportar ver a su compañero morir lentamente, ni ver cómo se desmoronaba el hombre que había sido un padre para él los dos últimos años y que le había enseñado tanto. Tampoco podía observar cómo el alma de una persona a la que apreciaba tanto se desgarraba lenta y dolorosamente, pero sobre todas las cosas lo que no soportaba era ver cómo Elsa, la chica de la que estaba enamorado, estaba siendo maltratada, vejada y sabe Dios cuántas cosas más, y él no podía hacer nada. Estaba acostumbrado a controlar siempre las cosas, a querer proteger a los suyos, como había hecho con su familia siempre. Necesitaba pensar y poner sus pensamientos en orden o se iba a volver loco, como le estaba pasando a Antonio. Siempre llevaba una bolsa en el maletero con ropa de deporte y decidió irse a hacer lo único que le despejaba y le ayudaba a resolver siempre los problemas, correr y sentir agotamiento extremo. Tras dos horas corriendo por la Casa de Campo, donde sus labios probaron el extraño sabor de las lágrimas y el sudor, se sentía exhausto. Necesitaba una ducha y ponerse a pensar, más relajado y menos tenso, sentir la sensación de bienestar que le invadía después de correr y notar el agua caliente, a pesar del calor, golpeándole la piel. Después, en ese estado de liberación de endorfinas podría pensar en cómo dirigirse al comisario y pedirle perdón porque le estaba fallando, a la persona que jamás le habría fallado a él. Entró en su casa con las zapatillas en la mano. Como siempre que volvía de correr, las sacó a su terraza y las dejó en el lavadero, encima de un periódico que tenía puesto ahí para cuando las zapatillas llegaban llenas de barro. De repente le invadió una sensación bastante conocida y que le acompañaba desde bien pequeño. En una fracción de segundo observando la primera página del periódico que le servía para dejar reposar las zapatillas, sintió lo que había sentido en muchas ocasiones a lo largo de su vida: había visto ese periódico en algún lugar, hacía poco tiempo, concretamente en la casa de Mateo, la única persona que podía haberles dado una pista del paradero de Elsa. Siempre se lo dijeron desde bien joven, que tenía una gran memoria fotográfica. Su cerebro no tardó en identificar el lugar de la casa donde había visto esa portada de prensa en la que aparecía una gran cantidad de dirigentes políticos, jefes de estado y representantes con un fondo lleno de banderas de cada país y un titular que rezaba: «G20, Summit». Al parecer el presidente de España, había sido invitado en aras de la situación financiera de su país, según decía el periódico. Ray se quedó paralizado en medio de la puerta que conectaba la cocina y la terraza de su piso. «¿Puede ser?», pensó. Jamás le había fallado su memoria fotográfica, había hecho uso de ella casi toda su vida, sobre todo en el colegio, el instituto, la universidad y la academia para entrar en la policía. Se fue a la ducha sin ser consciente de sus movimientos. Mientras sobre él caía el agua caliente siguió sumergido en su reflexión sobre si lo que había visto y sentido era una ilusión, o era real. «Quizás esté sometido a demasiada presión y me esté afectando. Pero no puede ser, lo vi. Ese mismo periódico estaba en la mesa de centro en el salón, en la balda de abajo y encima de varias revistas, catálogos y algún libro. Es imposible que me equivoque pues era el único periódico que vi en la casa, estaba cerca del cadáver.» Por otra parte pensaba: «Para qué querría Mateo guardar un periódico de hace ¿cuánto? ¿Más de un año? ¿Y qué tendría que ver con el secuestro?», y el pensamiento que más se asemejaba a la locura: «¿Será una pista para encontrar a Elsa?». Sin embargo, si era verdad que el mismo periódico estaba en la casa, era una extraña coincidencia que para él merecía la pena investigar. Ray no era practicante, pero sí creyente, tal y como le habían enseñado en casa su madre y su padre. Mientras se secaba la humeante piel con la toalla miró hacia arriba y pensó en que quizás habría recibido una señal. Se vistió rápidamente y con un pequeño porcentaje de duda en su cabeza que le decía que lo que iba a hacer a continuación era una autentica pérdida de tiempo, se dirigió a la casa donde un día antes se habían desvanecido casi todas las esperanzas.
Llegó a la casa en menos de veinte
minutos. Todavía no habían arreglado la cerradura y traspasó el cordón de cinta policial que estaba a punto de romperse. Allí estaba, debajo en la mesa de centro del salón. En los recuerdos de Ray había más revistas, objetos y catálogos. Ahora, y a pesar de que todo en aquella superficie seguía igual, el periódico le parecía más solitario que nunca, quizás era porque su atención se centraba únicamente en él. No le dio ningún vuelco el corazón porque en cierto modo estaba seguro al 95% de que el periódico estaría allí. Lo cogió tranquilamente. Observó la portada del periódico en el que nadie había reparado tomándolo como un objeto más de la casa vacía, con fecha de hacía casi un año, que coincidía con el que tenía en su casa para apoyar las zapatillas de deporte. Lo abrió rápidamente y comenzó a acelerársele un poco el corazón. Buscó emocionado página por página algo que le llamase la atención, porque ni él realmente sabía lo que estaba buscando. Solo vio noticias y más noticias. Respiró tres veces profundamente y volvió a abrir el periódico, pasando páginas, otra vez viendo noticia tras noticia: la crisis, política, publicidad… etc. Se estaba impacientando y comenzó a pensar que aquello era una extraña coincidencia, una locura y que la intuición nunca debería superar a la razón. Miró de nuevo hacia arriba pensando que quizás alguien todopoderoso se estaba riendo de él. Cuando llevaba ya su tercera ojeada, miró el número de la página por la que iba, por si decidía dejarlo ya y comenzar a escuchar la voz de su cabeza que le decía que se marchara y no le contara nada a nadie, y no la de su corazón que seguía pensando, aunque cada vez más débilmente, en señales, pruebas y coincidencias. La página por la que iba, la número once estaba rodeada con bolígrafo azul. El corazón le dio otro acelerón, aunque no entendió por qué. Comenzó a leer sin demora una noticia de lo más banal que se encabezaba con la foto de una caseta en medio del bosque y en la que a mitad del texto del artículo, aparecía otra imagen de un hombre mayor junto con un pastor alemán tumbado, ambos en un viejo sofá. Rezaba así:
HÉROES SIN SUPERPODERES
ESTÁN DESAPARECIENDO ¿Cuánto hace que no escuchamos a un sereno por nuestras calles? ¿O que el afilador no se detiene en la puerta de nuestra casa para dejarnos los utensilios bien listos? ¿Qué me dicen del farolero que iluminaba nuestras calles de noche y acompañaba a las chavalas hasta la puerta de casa? Estas son algunas de las preguntas que me hacía Salvador Martí, el último guardabosques de verdad en Sierra Norte Madrid. Salvador tuvo que abandonar el oficio con el que su padre murió y que él heredó. Su padre le enseñó a vivir en el campo y sobre todo a protegerlo y conservarlo. El ministro de cultura y medio ambiente decidió que con su jubilación, debía abandonar el oficio, en contra de su voluntad y también el hogar en el que había nacido, crecido y esperaba morir. Según el ministro, aquella casa debía servir a los guardas rurales que pasaban por allí con su jeep por si algún día les pillaba una tormenta. Como se trataba de una jubilación, no estaba fuera de los marcos de la ley, y el terreno de la casa pertenecía al Estado. «Verá usted, yo con sesenta y cinco años estaba viudo, mi hijo vive en la ciudad lejos de los bosques y el mundo rural, tan solo estábamos yo… y este peludo», me dijo señalando a un tranquilo y viejo pastor alemán, «para limpiar y defender los bosques de taladores, cazadores furtivos, pirómanos, jóvenes que dejan basura, motos que destrozan caminos y algunas cosas más», me contaba Salvador, con los ojos húmedos por la nostalgia, situado ahora en un piso de cuarenta metros cuadrados en el barrio de Carabanchel. «Mi padre y yo construimos poco a poco esa cabaña, que era un antiguo refugio y que se estaba cayendo. Ahora es una vivienda con más de un lujo», me dijo refiriéndose a un sofá y un porche en la entrada que me enseñaba en unas fotos. Salvador me comentaba que los antiguos oficios no deberían perderse, ya que son los que han velado por nosotros durante mucho tiempo. Y yo me pregunto: ¿Quién velará ahora por nuestros bosques? Obviamente no será el guarda que espera ansioso terminar con su turno y que denunciará, cuando sea el caso, si ve algo ilegal a su paso. La cabaña, de un color blanco rasgado por el tiempo, todavía espera melancólica que algún día vuelva algún héroe de verdad al que darle de nuevo cobijo. Situada en plena Sierra Norte de Madrid, a unos quince kilómetros de un pequeño pueblo que cuenta con unos ochenta habitantes llamado Puebla de la Sierra…
Dejó de leer justo en esa parte, el
nombre del pueblo estaba subrayado con lápiz, no se había dado cuenta en ninguna de las hojeadas anteriores; además, parecía que estuviera subrayado muy débilmente, como si en realidad quien lo subrayó no quisiera que nadie se diera cuenta de ello. El corazón se le había acelerado más que nunca, su cabeza seguía sin saber por qué, sin embargo el músculo que bombeaba y repartía su sangre por todo el cuerpo sí que parecía saberlo y se adueñaba de sus actos y movimientos. Mientras salía de la casa, cogió rápidamente su teléfono móvil y buscó el nombre del comisario, pero se detuvo justo antes de que su dedo pulgar apretara el botón de llamar. Pensó en cómo iba a enfocar la conversación con Antonio y la idea de comentarle a su jefe que había tenido la extraña corazonada de que sabía dónde podía estar su hija secuestrada. Cómo podría explicarle la alocada idea que había nacido en su corazón y que ya comenzaba a tomar forma en su cabeza, de que Mateo había dejado una pista para poder seguir, porque quizás así se quitara la vida más en paz consigo mismo. Si lo pensaba desde el raciocinio no le parecía demasiado acertado. Así que decidió investigar un poco más a solas para estar seguro de lo que hacía. Al fin y al cabo que un hombre recién suicidado y posible colaborador de un secuestro tuviera el mismo periódico que él en su casa pero con un número y el nombre de un pueblo subrayado podía ser una mera casualidad. Conectó el navegador de su coche y le indicó mediante la voz el destino al que quería ir. —Puebla de la Sierra. El navegador indicó que tardaría aproximadamente una hora y media en llegar. Ray se fijó en que su reloj marcaba las dos de la tarde, se propuso rebajar ese tiempo y si se había equivocado y todo era una locura podría estar de vuelta temprano en la comisaría. En cierto modo se sentía culpable de haber abandonado a Antonio después de lo del vídeo.
Cuando llegó al desvío de la
población llevaba una hora y veinte minutos conduciendo. Nada más entrar aparcó el coche para ir andando porque las calles del pueblo eran demasiado estrechas. Cogió unas fotos de las posibles furgonetas blancas que tenía en el coche, su placa, su pistola y se dirigió a un hombre mayor con boina que estaba sentado en una silla de mimbre en la acera de la puerta abierta de su casa. Ray había aprendido que para averiguar cualquier cosa siempre había alguien en los bares que te podía ayudar. El hombre le indicó el nombre de un bar y un hotel que había en el pueblo y se le quedó observando hasta que desapareció por una esquina. Decidió ir primero al hotel rural que tenía servicio de restaurante, después iría al bar que estaba situado a dos calles de allí. En el hotel, que se encontraba en la plaza y frente al ayuntamiento, preguntó a uno de los camareros que se disponía a entrar por la puerta con una carreta cargada de cajas de barras de pan. El empleado pareció malhumorarse cuando le detuvo y enmudeció cuando le enseñó su placa de policía y le dijo que le gustaría hacerle unas preguntas. —Me gustaría saber si ha visto usted últimamente una furgoneta blanca como esta por aquí. —Le acercó las fotografías al hombre menudo que llevaba una camisa blanca sudada. —No, lo siento —respondió con voz chillona. —Muy bien. ¿Ha visto usted algún forastero sospechoso por aquí en los últimos días? —Aquí viene mucha gente a hacer turismo rural, pero nadie me ha parecido sospechoso... —pareció quedarse con ganas de decir algo— excepto usted. —Vaya, qué casualidad. Soy policía. —Volvió a enseñarle la placa—. ¿Le importa si entro al hotel y le pregunto a otro camarero? —No me importaría, pero solo estoy yo. Ray se quedó meditando un momento, el hombre parecía desconfiado, seguramente no estaban acostumbrados a las preguntas de la policía en aquel tranquilo pueblo perdido en la sierra de Madrid. Decidió dejarlo estar. Le volvieron a invadir los pensamientos de estar perdiendo el tiempo y los remordimientos por no estar con Antonio en esos momentos. —Muchas gracias, caballero. Que tenga un buen día. El hombre se despidió con un leve gruñido y un levantamiento de cabeza. Ray siguió caminando hasta el bar que se encontraba en la calle paralela. El calor era agotador y él también estaba empezando a sudar. En la puerta del bar, un hombre se encontraba fumando un puro, con la cabeza cabizbaja y sentado en una silla de plástico color verde. La puerta del local estaba abierta y de ella colgaba una cortina de tiras marrones que permanecían inmóviles por la falta de aire. Ray se quedó a unos metros de distancia mientras el hombre de unos setenta años, vestido con unos pantalones de pana y una camisa blanca muy descolorida y gastada, lo observaba a la sombra de un balcón. Dentro del local, por lo que se podía observar a través de las cortinas, había una débil luz demasiado naranja y salía humo; seguramente estaban fumando dentro. Se escuchaban dos voces que salían tenuemente. —Buenas tardes —saludó Ray al hombre que estaba en la puerta. —Buenas tardes —respondió este sin quitarse el puro de la boca. A cierta distancia por el olor a puro, Ray sacó su placa y se identificó ante el hombre, que no pareció inmutarse lo más mínimo. Solamente dio otra calada al puro y se lo quitó de la boca, tenía la cara redonda y una desaliñada barba negra y blanca de unos dos días sin cortar. —Me gustaría hacerle unas preguntas. —Pregunte, pregunte… —¿Ha visto usted últimamente una furgoneta blanca como esta o algún forastero sospechoso por el pueblo? El hombre hizo un leve movimiento para levantar la cabeza y observar las fotos. Abrió los ojos, sus pobladas cejas se levantaron hacia arriba y dio un apenas perceptible respingo. —Ahora que lo dice... El otro día estuvimos comentando. —Se giró hacia la puerta del local—. Vino hace dos días un forastero con una furgoneta blanca, mientras yo estaba aquí. No me saludó, así que yo tampoco le saludé. Pensé que sería un turista, pero al escuchar su acento desde aquí fuera… pidió tabaco y agua con un acento raro, parecía… —¿Rumano? O algo así… —El corazón de Ray se aceleró de nuevo. —Sí, algo así. ¿Quiere que llame a estos borrachos para que se lo describan? —Señaló con su gruesa y desgastada mano a la puerta del local. —No, gracias. Que tenga un buen día. —Ray ya había comenzado a andar. El hombre se despidió con otro leve gruñido y un levantamiento de cabeza, parecía que ese era el típico saludo del pueblo. Esta vez no se lo pensó, su dedo pulsó el botón de llamada casi temblando de la emoción. —Ray. —Sonó la voz algo desquebrajada—. ¿Dónde te has ido? Todo esto está siendo muy difícil para mí. Necesito tu apoyo, un hombro fuerte de verdad en el que apo… —Le tengo —le cortó impaciente mientras ya conducía. —¿Cómo? —Tengo a Nicolav y se dónde está con su hija y los demás. —… ¿Es eso cierto? —peguntó Antonio, que debió de ver una mota de luz en un gran abismo de oscuridad—. ¿Dónde está? ¿Dónde estás? —Apunte comisario: Puebla de la Sierra, es el pueblo donde me encuentro yo ahora, está a una hora y media de allí. Según lo que he podido averiguar su hija está a menos de veinte minutos de aquí, en una antigua caseta para guardas rurales. Le espero en la entrada del pueblo. —Ray… —Guardó unos segundos de silencio en los que pareció meditar lo que iba a decir—. Si alguien tiene que cargarse a ese mal nacido, tenemos que ser tú o yo. ¿Entendido? Salgo ya. —Alto y claro, comisario. —Colgó, y por primera vez en unos días tuvo esa sensación de satisfacción. Había hecho su trabajo, todo lo que se esperaba de él. Ray estaba acelerado, una mezcla entre nervios y emoción flotaban dentro de su coche con las ventanillas bajadas. Escuchaba su corazón bombear después de hablar con Antonio. Desmontó su arma dos veces y la revisó tres, salió del coche y se puso a caminar por la calle. Cuando se disponía a sacar, contar y revisar las balas de su arma por tercera vez, el comisario llegó, veinte minutos antes de lo previsto. Su cara no dibujaba expresión alguna. CAPÍTULO 20
Lo que fuera a suceder, iba suceder
pronto. Marta y Rubén apenas se habían movido. De momento seguían vivos. Santi había gritado demasiado mientras veía cómo le grababan el vídeo a Elsa hacía unas horas. Quizás estaba afónico, pero ya no lo notaba. Tenía mucha sed, su boca casi ni era capaz de fabricar saliva. Había visto cómo inyectaban la droga a todos sus amigos, pero esta vez a él no lo habían drogado. Su cuerpo estaba muy cansado, no les habían dado de comer y apenas les daban agua. Todos se habían orinado encima alguna vez en los cuatro días de secuestro. A pesar de no tener apenas energía para mover un músculo, la cabeza de Santi, a falta de droga, iba a toda máquina. En cierto modo todavía no había perdido la esperanza de que ocurriese un milagro, un milagro que les salvase, o al menos salvase a sus amigos. Había intentado romperse dos dedos para ver si cedía la mano y podía liberarse de las esposas, pero ni si quiera tenía fuerzas para hacerse crujir un dedo, y, además, ¿después qué?, pensaba. ¿Por qué a él no lo habían drogado?, se preguntaba. La respuesta llegó con Mihail. De repente, dejaron de hablar en su idioma y se levantó. Se dirigió hacia él y se miraron, desafiándose de nuevo. Santi sintió miedo, cerró los ojos y se le heló la nuca. El hombre se agachó, le cogió la cabeza fuertemente y le obligó a abrirlos de nuevo. —Voy a por algún tranquilizante para ti, espero que esta tarde estés tranquilito en el viaje y ya veremos si te pones tan valiente cuando te vaya a meter una bala en la cabeza. —Le soltó de un modo brusco. Abatido, volvió a cerrar los ojos. Mihail salió de la casa con aire de triunfador, amaba intimidar a la gente. Pero Santi estaba procesando la información que le acababa de llegar. Un rayo de luz le traspasó la cabeza y le iluminó los pensamientos. Los iban a trasladar, para matarlos, sí, pero los iban a trasladar y aquello significaba una oportunidad para huir. Había un problema y era consciente de ello: la droga. Los iban a drogar, otra vez, precisamente para eso, para que no pudieran escapar. Se esforzó por pensar en un modo para evitar que le suministraran ese tranquilizante. Se esforzó pero no encontraba ninguna solución para evitar que el veneno entrara en sus venas y lo dejara KO. Una vez dentro, ya no había solución. ¿Cómo luchar contra la fuerza de Mihail? ¿Cómo podría hacer para derramar el líquido que los llevaría a la muerte? Miró a todos sus amigos. La única que tenía los ojos abiertos era Elsa, que lo observaba a él, ausente. «Tengo que romper la aguja antes de que entre en contacto con la vena. Derramar el líquido una y otra vez hasta que se agote y con un poco de suerte decidirán llevarme sin drogar, después ya pensaré en algo.» Era un plan muy poco elaborado y con muy pocas garantías de éxito, pero era el único que se le ocurría en ese momento. Comenzó a respirar profundamente, en algún libro había leído algo de la autosugestión. «Tengo energía, tengo energía», comenzó a repetirse. Nicolav se levantó y se dirigió hacia ellos. Se paró enfrente de Elsa y se agachó con el móvil en una mano y la pistola en la otra. «¿Ahora qué?» se preguntó Santi. —Todo esto no es por ti. Es una pena que tengas que estar pagando tú todo lo que tu padre ha hecho. Sé que piensas que soy una mala persona, todos lo pensáis, pero ¿acaso tu padre no lo es? ¿No es tu padre un asesino? —preguntó levantando la voz—. Tu padre le pegó un tiro en la cabeza a mi hermano, míralo —le dijo obligándole a mirar el teléfono móvil—. MÍRALO —le chilló, y le apuntó con la pistola en la cabeza —. Esto es ser un asesino, al igual que lo he sido yo en algunas ocasiones y hoy volveré a serlo… —dijo alargando la última frase. Ella apartó la mirada del móvil y sin cambiar de expresión, sin pestañear, como poseída, le miró directamente a los ojos y dijo: —Mátame. Mátame de una puta vez, cobarde. Pero déjalos a ellos en paz. No tienen nada que ver con esto. —Por primera desde que la conoció, a Santi le dio miedo aquella chica de la se había enamorado. Nicolav, sonriendo, comenzó a bajar la pistola por su mejilla, lentamente por su cuello. Santi, olvidado ya de la autosugestión y de su plan con pocas garantías de éxito, comenzó a chillar gastando todas las fuerzas que podía haber ganado. Nicolav le miró impaciente y se dirigió hacia él. —No queda morfina, pero como no te calles de una vez, a ti te voy a meter una bala en la cabeza ya mismo. Seguro que te tranquilizas, y te callas —le dijo apuntándole con la pistola, esta vez a él, en la sien, mirándole a los ojos muy de cerca e intentando intimidarle. Rubén comenzó a incorporarse y llamó la atención de Nicolav que bajó un poco la pistola y se giró. Santi se sentía impotente, lo tenía allí, a unos milímetros y no podía hacerle nada, porque estaba agarrado a esas malditas cadenas, esas cadenas que los llevarían a la muerte. A tan solo unos milímetros, sin embargo tenía que reprimir sus ganas de cogerlo del cuello y estrangularlo hasta que dejase de respirar, por todo el daño que le había hecho a él y a sus amigos. Y de repente, cuando su captor seguía a muy pocos milímetros de él, se acordó de unas palabras que siempre le decía su padre, su gran maestro en tantas y tantas ocasiones: «Usa la cabeza, que no solo la tienes para peinarte». Sonrió, y justo cuando Nicolav se volvió a girar para encararse de nuevo a él, le dio un cabezazo en la nariz con todas las fuerzas que le quedaban y alguna más que sacó de flaqueza. Se la rompió. Nicolav cayó hacia delante de rodillas, soltó la pistola y se llevó las dos manos a la nariz que le sangraba a chorro. Se puso a chillar como un loco, buscó la pistola a tientas y levantó la cabeza, pero Santi ya se había preparado y había cargado de nuevo la única arma de la que disponía, le dio otro cabezazo con la frente, pero esta vez en la sien. El hombre que los iba a matar en solo unas horas cayó al suelo en un golpe seco. Estaba inconsciente. Santi se quedó paralizado por lo que había hecho, también le dolía la cabeza, pero se había acostumbrado bastante al dolor aquellos días. Elsa le chilló para sacarlo de su parálisis. Reaccionó enseguida. Su amigo lo miraba sorprendido, casi con una sonrisa en la cara. Tenía que llegar hasta el bolsillo de Nicolav, pero con el último golpe había caído hacía atrás y no llegaba. Volvió a usar por tercera vez la cabeza, esta vez la boca. Agarró a su adversario con los dientes desde el pantalón, y haciendo una extremada fuerza con el cuello que le hizo enrojecer lo movió hasta que lo tuvo a la altura de sus manos atadas. Siguió arrastrándolo un poco más, ya con las dos manos atadas atrás y notó que su corazón seguía latiendo, débil, pero todavía estaba vivo. Asustado metió todo lo que pudo la mano en el primer bolsillo y dio con el manojo de llaves. Rápidamente probó todas hasta que dio con las de sus esposas. Notó un alivio muy placentero. Se desató rápidamente los pies y se puso manos a la obra con sus amigos. Por último liberó a Elsa. —Tranquila, todo va a salir bien —le dijo mientras le retiraba la cinta del calcetín. —Vámonos de aquí, por favor. —Y se fue a abrazar a su amiga. Nicolav se movió, estaba recuperando la consciencia. Santi cogió la pistola y le apuntó al pecho. Parecía haberse recuperado pronto del aturdimiento. Era un tipo duro. —Ja, ja, ja, ja. —Rió mirándole a los ojos—. No tienes huevos a dispararme. No eres un asesino porque para eso hay que tener un par de huevos, y ni tú ni nadie aquí los tenéis. ¡Vamos! ¡Dispárame! ¿Vas a cargar toda tu vida con la conciencia de haber matado a alguien? —dijo apoyando una mano para comenzar a levantarse. Cerró los ojos y disparó. —¡PUM! —Sonó el primer disparo de aquel día. —AAAAAAAAAH. HIJO DE PUTAAAA. —Una bala había perforado la pierna derecha de Nicolav y comenzaba a sangrar. Se miró la herida y la intentó taponar con su mano, levantó la cabeza y por primera vez en mucho tiempo miró con miedo a una persona. Santi se había quedado paralizado por el impacto del disparo y el susto del ruido, que le había dejado un poco sordo, los oídos le pitaban. Elsa fue a abrazarlo. Inconscientemente dejó caer la pistola y las llaves para recibirla. Salieron rápidamente del pequeño comedor y se encaminaron a la puerta que estaba cerrada con llave. Todos pensaron en derribarla, pues no parecía hecha a prueba de balas ni de ladrones. Primero lo intentó Santi, dándole un empujón con su hombro derecho y no pudo, había perdido mucho peso y músculo en esos fatídicos días, al igual que todos sus amigos. Después Elsa desesperadamente cogió la manivela y la agitó fuertemente, y antes de que Marta pudiera probar apareció una patada de Rubén que había dado unos pasos hacia atrás, y que casi la arrancó del marco. No se abrió pero ya faltaba poco, consiguió arrancar la bisagra de arriba y dejar colgando la segunda, todavía quedaban otras dos, pero por el hueco de la de arriba se podía vislumbrar la luz del día y respirar el aire de la libertad. De repente, fuera se escuchó el ruido de un coche que se acercaba rápidamente. Nadie pensó en volver al comedor a coger las llaves, todo lo contrario, solamente deseaban salir de allí cuanto antes. Volver era recular y, quizás, tener que matar a alguien, y Nicolav tenía razón, ninguno era un asesino. —Vamos, hay que darse prisa, tenemos que salir antes de que venga el otro y nos vea. —Santi miró a su amigo, que todavía no había dicho nada, y no hizo falta—. ¿A la de tres, colega? —le dijo con la mirada de quien va a abrazar a un hermano. —A la de tres, hermano —contestó Santi. Antes de que los dos amigos comenzaran a coger carrerilla, Marta apareció con su patada justo al lado de la bisagra colgante en medio de la puerta. Se partieron otras dos, solo quedaba una. El coche cada vez sonaba más cerca. Elsa se unió a la carrerilla de los dos chicos y con el último empujón de los tres, la puerta cayó entera hacia fuera haciendo un ruido sordo en el porche de madera y expandiendo una nube de polvo. El aire les dio en la cara como quien recibe oxígeno a punto de ahogarse. Aquella sensación de libertad fue más que bien recibida, aunque corta, pues un coche apareció allí cuando se disponían a bajar los pequeños escalones del porche que había construido el antiguo guardabosques en su casa. El coche derrapó nada más verlos a unos diez metros de distancia. Elsa creyó estar alucinando. El que conducía el coche era Ray, de hecho era su coche, ella lo conocía. El que estaba sentado de copiloto era su padre. Consiguió articular solamente otra vez esa palabra. —Papá… Y echó a correr hacia el coche donde su padre ya estaba saliendo. Marta le siguió. Tras una última mirada entre los dos amigos, estos salieron corriendo a la vez, uno al lado de otro. Corrían como si en la casa hubiera una bomba a punto de estallar. Corrían hacia esas dos personas que no conocían pero que iban a ser sus salvadores. Santi no podía creer que fueran a salir de allí con dos policías y armados. Mientras corría pensó en girarse para decir un último adiós a todo el calvario, al sufrimiento, al dolor, despedirse así de ese último tramo amargo que le había deparado el Camino de Santiago. Pero su amigo se le adelantó. Rubén se giró y lo que vio en la puerta de la casa, cada vez más lejos mientras corrían, le hizo detener un poco la marcha y ponerse detrás de su mejor amigo. —¡PUM! —Sonó el segundo disparo de aquel día. Uno de los cuatro amigos, el que corría último, el que se había interpuesto en la zona de disparo de Nicolav, cayó al suelo. Santi se detuvo en seco, la respiración se le cortó por un segundo y se giró. Pudo ver el último golpe de su mejor amigo cayendo abatido al suelo. —¡PUM! —El tercer y último disparó sonó aquel día en la vida de Santi. Ray había disparado en la cabeza a aquel que se había jurado que algún día mataría. Nicolav cayó hacia delante. Un único disparo, justo en el blanco, a más de diez metros de distancia. Santi se acercó al cuerpo de su amigo, se arrodilló frente a él, le dio la vuelta, le apoyó la cabeza en su brazo y le cogió la mano. No tenía pulso. Estaba muerto. El camino de Santi seguiría. El camino de Rubén había terminado para siempre. Otra vez su amigo se la había jugado por él, pero esta vez había pagado un precio muy alto. Miró al cielo y chilló. Un grito desgarrador que habría asustado a la mismísima muerte. Alguien le cogió por detrás. Alguien fuerte se lo llevó y perdió el contacto con su amigo. Ya no volvería a darle la mano, a escucharlo hablar, sonreír ni llorar. No volvería a abrazarlo nunca más, pensó en todos los abrazos que no le había dado y en que nunca le había dicho te quiero. Ya no volvería a verlo nunca más. Entre la cortina de lágrimas pudo ver, en el último instante antes de perderlo de vista, la leve sonrisa que se dibujaba en el rostro inerte de Rubén. Le había salvado la vida. CAPÍTULO 21
Mihail había cogido el desvío del
camino de tierra hacia la caseta y nada más entrar se había quedado muy extrañado al ver la nube de polvo que iba dejando unos metros más adelante un coche que marchaba a toda velocidad hacia donde tenían a los jóvenes secuestrados. Decidió aparcar la furgoneta en la cuneta de la carretera e ir andando entre los árboles para ver qué pasaba. Mateo no podía ser, y Nicolav no le había dicho que esperaban visita, mucho menos ese día que estaba previsto terminar con todo. Cogió su pistola y revisó que el cargador estuviera lleno. Decidió dejar todo lo demás, se lo pensó un instante con la droga para el joven a por la que había ido. Corrió hacia la caseta durante unos diez minutos y escuchó dos disparos, sacó su pistola y aceleró corriendo monte a través. Cuando llegó al lugar, se escondió tras un árbol antes de salir al descampado. El panorama que vio hizo que todo se desmoronara: dedujo que eran policías, pues llevaban chaleco y estaban con tres de los jóvenes. Rubén estaba en el suelo a mitad de camino hacia la caseta y Nicolav, su jefe, había sido abatido en el porche de la casa. Lo pudo distinguir, a pesar de la distancia, como distingue un perro a su dueño a lo lejos. Levantó la pistola rabioso y apuntó a uno de los dos policías, el que parecía más joven y tenía más cerca. Era Ray, que tenía cogido a Santi y le intentaba tranquilizar. Le apuntó a la cabeza para evitar el chaleco, lo tenía a pocos metros y el disparo no parecía muy difícil para él. Respiró profundamente tres veces para no temblar lo más mínimo y contó mentalmente dispuesto a no fallar: «Uno, dos, tr...». Cambió de objetivo. El policía se movía mucho intentando contener al joven que lloraba y se intentaba zafar descontroladamente para ir a ver de nuevo el cuerpo de su amigo inerte. Podía fallar dándole en el chaleco. Apuntó a Santi en el pecho. Volvió a repetir el mismo modus operandi para no fallar: «Uno, dos, tre…». Soltó el gatillo en lugar de apretarlo. Pensó, como le había enseñado su jefe, que la venganza es un plato que se sirve mejor frío. Volvió corriendo a la furgoneta, arrancó y se marchó sin saber a dónde iba. CAPÍTULO 22
Los árboles pasaban a toda velocidad
desde la ventanilla del coche mientras Santi los observaba. A pesar de que le habían vuelto a drogar, esta vez legalmente, las manchas verdes de la vegetación en alguna carretera rumbo a Valencia, pasaban fugazmente. Gema, su hermana, viajaba delante, en el asiento del copiloto, sumida en el más absoluto silencio. Su padre conducía con una cara bastante familiar para Santi, la misma que tuvo durante mucho tiempo desde que perdió a su mujer, la misma que cuando le hablaba de su madre. Era consciente de todo, pero el tranquilizante sublingual que le habían proporcionado en el hospital le hacía no sentir nada, ni rabia, nervios, tristeza, odio e impotencia podían manifestarse en aquel momento, ya habría tiempo, quizás, más adelante.
Durante el acto oficial del entierro,
Santi curiosamente se sentía tranquilo. Habían pasado casi cuarenta y ocho horas desde la muerte de su amigo y apenas había dormido. Había estado como en una nube, ausente. Su padre, su hermana, familiares, amigos, compañeros, incluso Mara, que había ido a visitarle a su casa, habían intentado consolarle, hablar con él, pero nada había salido de su boca. Tan solo lágrimas cuando estaba solo y nadie le molestaba. Le tocó el turno y se levantó. Respiró profundamente, el olor a incienso se le metió hasta la garganta y comenzó a andar. Dirigió algunas miradas antes de comenzar a leer el texto que le tenía preparado a su mejor amigo, que yacía sin vida pero muy bien vestido y maquillado, en una caja de madera totalmente cerrada. Miró a los padres de Rubén, la madre lloraba sin emitir sonido alguno y con la cabeza agachada, el padre mantenía la cabeza alta, haciendo un gran esfuerzo. Miró a Marta, ella tenía la mirada fija en la caja de madera. Miró también a Elsa que simplemente le hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza. Volvió a respirar profundamente el olor a incienso y fijó, el también, la mirada en la caja de madera. La nube en la que había estado esos dos días, se disipó. —Recuerdo tan solo la mitad de las veces que me dijiste que si algún día morías, estabas seguro de que la iglesia estaría abarrotada, incluso habría gente que se quedaría fuera porque no habría sitio para todos. Recuerdo también, tan solo la mitad de las veces que te dije que debías dedicarte a adivinar el futuro. Todos vamos a morir, pero aquí estás… —se detuvo para contener una lágrima— … amigo, y ¿sabes qué? La iglesia está abarrotada, no cabe ni un alfiler, como tú decías. Fuera tienes gente para llenar otra iglesia. Y la gente que no ha venido es porque no te conoce. —Hizo otra pausa, desdobló un papel escrito a bolígrafo y lo colocó encima del atril—. Ahí, en esa caja de madera debería de estar yo —una lágrima comenzó a resbalar por su mejilla y su madre soltó un llanto—, pero tú me salvaste, diste la vida por mí. Quiero darte las gracias, y cada vez que me imagino dándotelas, me viene a la cabeza lo que me responderías: «A mí no me des las gracias, dame un buen abrazo», o un beso si era una chica. — Una leve sonrisa amarga salió de su boca—. Te voy a echar de menos. —Las lágrimas, eran ya incontenibles—. Me gustaría decirle a tus padres, y al mundo entero, la clase de amigo que eras, la clase de persona que eras. —Dirigió la mirada a los padres, ambos ya, con la cabeza agachada y llorando sonoramente —. Mi mejor amigo, mi hermano, era un héroe, un héroe que aparte de salvar vidas y estar siempre sonriendo, conseguía en cualquier ocasión hacerte sonreír. Así quiero que te recuerden — dijo con voz entrecortada—, y así te recordaré siempre, como un héroe que hacía sonreír. La iglesia se sumió, otra vez, en el más absoluto silencio. Solamente el sonido del papel plegándose en las manos de Santi salió por los altavoces algo viejos y desgastados. Un aplauso sonó en uno de los bancos, otro lo siguió y poco a poco el sonido de las manos chocando entre sí fue inundando la iglesia con su respectivo eco. Se acercó a la caja de madera donde se encontraba el cuerpo de su amigo mientras seguían los aplausos en cada rincón de la iglesia. Saltó el cerco de ramos y flores de diversas formas y colores. Se fijó especialmente en uno circular con una banda que lo atravesaba con los bordes de color oro y que rezaba: «Tus amigos del camino no te olvidan». Cerró los ojos fuertemente y a pesar de ello una lágrima consiguió escapar entre sus pestañas, se abrazó a la caja, a su amigo y susurró: —Gracias… —La lágrima cayó lentamente desde la mejilla de Santi y golpeó en la caja donde se encontraba Rubén. EPÍLOGO
Santi se detuvo, cogió aire y giró la
cabeza. Caminaba al lado de Elsa y cerca de ellos, un poco más adelante, estaba Marta. Echó un último vistazo al albergue de las historias, desde donde habían acordado volver a reunirse. Era primavera, el suelo estaba húmedo y fresco. Marta pareció percatarse de que habían detenido la marcha y también se paró. Santi agachó la cabeza y por un momento el pánico le invadió todo el cuerpo al recordar la imagen del secuestro. Cogió fuertemente de la mano a Elsa. Estar allí le suponía un gran esfuerzo y a la vez un gran alivio. Tras ocho meses se había acostumbrado a la sensación de no poder volver a ver, oír ni tocar a su mejor amigo, pero volver al punto de partida donde el camino había terminado para Rubén, era una sensación totalmente desconocida para él. Marta comenzó a retroceder hasta ponerse al lado de su amiga y esta la cogió también de la mano. Había sido idea de Elsa que se reunieran otra vez para terminar el camino y llegar hasta la catedral de Santiago, en nombre de Rubén. Ella estaba como ahora, en medio de dos remolinos de sentimientos tristes y emociones negativas. Por un lado Santi había perdido a su mejor amigo y se sentía culpable, muy culpable, porque él había sido quien le había convencido para que le acompañara en ese viaje. Por otro lado Marta sufría porque decía que jamás se iba a enamorar de nadie como lo había hecho en tan pocos días de Rubén, también decía que sus ojos eran únicos, por el color y su mirada. Elsa estaba en medio de los dos y con los dos había tenido que lidiar para consolarlos, ayudarlos y motivarlos a superarlo. Ella también sentía la pérdida de Rubén, y se sentía culpable en cierta medida, pero era más fuerte que sus dos amigos y ahora estaba sufriendo más por ver a su mejor amiga y al chico del que seguía enamorada pasarlo mal y en silencio. A Marta la tenía siempre al lado pero a Santi solo había podido verlo una vez más después del día del entierro. Elsa se enfrentó a su padre con toda su característica cabezonería diciéndole que tenían que volver al punto donde lo dejaron y continuar con el viaje. Pensaba que así ayudaría a Santi y Marta a cerrar ese espacio que todavía seguía abierto allí, justo donde estaban, donde los secuestraron. Santi había pasado los peores meses de su vida, se despertaba ahogándose de ansiedad y llorando la mayoría de las ocasiones. Su hermana le había ayudado mucho incluso yéndose a dormir con él cuando esto le pasaba. Su padre se había quedado, prometiéndoles que nunca más se volvería a marchar. Los dos comprendieron a la perfección que quisiera regresar a terminar el camino justo donde lo dejaron. La psicóloga a la que asistía incluso le había dicho que sería una buena terapia. Todo el tormento de culpabilidad que Santi sentía por la muerte de Rubén se le aparecía en la cabeza en menos de un segundo y justamente Elsa parecía sentirlo y le llamaba, o le enviaba un mensaje. Elsa abrió un grupo de conversación con los tres amigos y les soltó la idea. Al principio incluso ella dijo que era una locura, pero decir que seguramente habría sido lo que había querido Rubén hizo que la alocada proposición sonase a posibilidad. Santi pensaba que con su amigo al lado, cualquier idea disparatada parecía una simple normalidad, porque él se reía hasta de la mismísima locura. El padre de Elsa se lo prohibió explícitamente a los tres aludiendo a su rango policial, aun a sabiendas de que ni a su propia hija se lo podía impedir. Finalmente llegaron a un acuerdo. No les perdería demasiado de vista.
Una ráfaga suave de aire fresco les
dio en la cara a los tres cogidos de la mano y Elsa levantó las manos de sus amigos. — ¡POR RUBÉN!— gritó. — ¡POR RUBÉN!— gritaron los otros dos a la vez.
Comenzaron a andar con paso
decidido y una ardilla cruzó el camino deteniéndose en mitad durante un instante para observarlos. Santi sonrió al verla y al pensar que su amigo, de alguna manera, podía estar observándolos y que su esencia les acompañaría hasta terminar el camino de Santiago. AGRADECIMIENTOS
En primer lugar quisiera agradecer a
Mayte su primera, y tan valiosa, revisión y corrección del manuscrito. A toda mi familia por el apoyo, especialmente a Esteban por su ayuda con el tema policial de la historia. A mis amigos/as, en especial a Rubén, por enseñarme desde la infancia el profundo valor que se esconde tras la palabra amistad. A Sofía, por su gran apoyo y por aportar su infinita calma y sabiduría en los últimos pasos de la publicación. A los dos David, José, Ana y Amanda, los cinco compañeros que conocí en el camino de Santiago y que fueron grandes maestros y hombros en los que apoyarme para poder finalizarlo. A Isabel, por enseñarme lo más bonito de Madrid. A Merlín, que aunque no pueda leer esta novela su grata compañía en largos paseos ha hecho que pueda escribirla. A todas las personas que me han apoyado en las redes sociales desde el principio. Sobre todo a ti, que has decidido leer un trozo de mi vida, de mi sueño. GRACIAS. SOBRE EL AUTOR
Diego Hungría Máñez (Valencia,
1989) reside en Cheste, un pequeño pueblo situado en la provincia de Valencia. Después de finalizar sus estudios, decidió dedicarse a su verdadera pasión, escribir historias. Tras algunos relatos cortos, tres años después, ese sueño cobra vida en El camino de Santi. Actualmente sigue escribiendo y trabajando en nuevos proyectos que promueve y que puedes seguir en las redes sociales y su en blog: FB: Diego Hungría Máñez (Escritor) Twitter: @diego_hm1989 Blog: www.diegohungriamz.wordpress.com