El Camino de Santi

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El camino de Santi

Diego Hungría Máñez


Título: El camino de Santi
© 2016, Diego Hungría Máñez
©De los textos: Diego Hungría Máñez
Ilustración de portada: Tregolam
Revisión de estilo: Mundopalabras
1ª edición
Todos los derechos reservados
No se permite la reproducción total
o parcial de este libro, ni su
incorporación a un sistema informático,
ni su transmisión en cualquier forma u
otros métodos. La infracción de los
derechos mencionados puede ser
constitutiva de delito contra la
propiedad intelectual (Art. 270 y
siguientes del Código Penal).
A mi padre, por mantener siempre a
buen flote mi niño interior. A mi madre,
por tan valiosas lecciones. A mi
hermano, por ser el faro que ilumina mi
Ser.
Índice
CAPÍTULO 1
CAPÍTULO 2
CAPÍTULO 3
CAPÍTULO 4
CAPÍTULO 5
CAPÍTULO 6
CAPÍTULO 7
CAPÍTULO 8
CAPÍTULO 9
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPÍTULO 16
CAPÍTULO 17
CAPÍTULO 18
CAPÍTULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 22
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS
SOBRE EL AUTOR
CAPÍTULO 1

La furgoneta blanca con sus dos


ocupantes aparcó frente a unos chalets
adosados bastante antiguos. Era de
noche, pasada la media, y tan solo las
luces de las farolas se atrevían a
deambular por las calles, mojadas
todavía por una reciente lluvia de
finales de primavera.
—¿Quiere que le acompañe, Jefe? —
preguntó el que conducía.
—No, esta vez no hará falta —
contestó el otro bajando de la furgoneta.
Se dirigió a una de las puertas y tocó
el timbre de una casa blanca, con dos
alturas y un pequeño jardín algo
descuidado. Al igual que en la casa de
al lado, dentro todo estaba apagado, en
silencio. Volvió a tocar el timbre. El
ruido de un coche que pasó lentamente
por la calle despertó a un gato negro.
—¡Ya voy! ¿Quién coño será a estas
horas? —Se escuchó desde dentro de la
casa mientras se encendía la luz de la
entrada. La puerta se abrió de un modo
algo brusco.
—Mi querido partener… —dijo
arrastrando la última palabra en su
idioma materno, disfrutando de la
sorpresa y esperando la invitación para
pasar dentro.
Al verle la cara se le heló la sangre y,
después, poco a poco todo el cuerpo. Le
desapareció el rostro que tenía minutos
antes mientras dormía plácidamente
junto a su mujer y en su lugar apareció
otro que ya casi ni recordaba, un rostro
que dibujaba terror. Aquel hombre
calvo, bajito, con bigote, y ahora helado
y asustado, supo entonces que donde
hubo fuego siempre quedarán cenizas,
que el pasado oscuro siempre anda tras
una persona cual sombra, esperando el
momento más débil y oportuno, para
aparecer de nuevo y envolverte.
—T… t… tú… —consiguió articular
con voz queda el hombre—. Pasa…
—Gracias. —A pesar de que el
tiempo era agradable, casi veraniego,
aquel agradecimiento de cortesía sonó
muy frío.
Pasaron al comedor. Desde fuera el
hombre que esperaba en la furgoneta
blanca vio cómo se encendía la luz del
mismo.
—¿Qué ocurre? Quiero decir…,
cuánto tiempo…, creía que te habías
ido…, o algo. Siento mucho lo de tu
hermano… —Las palabras sonaban
torpes al igual que lo eran sus
movimientos.
—Mateo, necesito tu ayuda… —dijo
sin más preámbulos.
—Pero, Nicolav… —comenzó a
decir—. Jefe... —rectificó.
—Necesito que me prometas que me
vas a ayudar si así lo requiero—le
cortó, pues no estaba acostumbrado a
peros y noes.
—Pero… ya sabes que estoy limpio.
Tengo una nueva vida, ya lo dejé, lo
acordamos.
—¡Maldito gilipollas! —levantó la
voz impaciente—. ¿Quién coño te crees
que te pagó esta casa con jardín?
—Tú… —Mateo se encogió todavía
un poco más.
—A parte de Mihail, eres la única
persona en la que puedo confiar para
este trabajo.
—Mihail… —El hombre comenzó a
temblar sin poder disimularlo—.
¿Dónde está? —preguntó con la
esperanza de que no estuviera por allí,
cerca de él, ni de su mujer y sus hijas
que dormían en el piso de arriba, de
momento, ajenas a todo.
Mateo no tenía claro a quién temía
más, si a la persona que tenía allí
delante, o a la que en ese momento se
encontraba fuera, en una furgoneta
blanca esperando.
—Está fuera, esperando… —dijo
Nicolav muy lentamente y disfrutando
del miedo que sabía que provocaban
esas palabras.

De repente desde fuera, Mihail, el


temido hombre que esperaba en la
furgoneta, observó a través de la puerta
de la casa cómo se encendía, de nuevo,
la luz de la entrada, cogió la pistola que
guardaba en la guantera y jugueteó con
ella en la mano. Por el momento no
había motivos para desobedecer la
orden de su jefe.

—Cariño. ¿Qué pasa? ¿Quién es? —


Por la puerta del comedor apareció una
mujer más joven, alta y guapa que su
marido. Se llevó la mano a la boca para
ahogar un grito cuando vio con quién
estaba el hombre al que reclamaba en su
cama.
—Buenas noches —dijo Nicolav
sonriendo fríamente, e intentando
recordar el nombre de esa mujer, a la
que él mismo trajo de Rumanía y
prostituyó durante un tiempo.
La mujer no pudo contestar, tal vez
porque si conseguía articular alguna
palabra se le escaparía el chillido que
todavía intentaba contener, o se le
acentuarían las lágrimas que ya
comenzaban a brotar de sus ojos. El
hombre que la observaba detenidamente
le había arruinado la vida, para después,
como si de su dueño se tratase, hacerle
el «favor» de dejarle abandonar la calle
para casarse con Mateo, el único
hombre que no le pagaba ni pegaba al
acostarse con ella.
Nicolav adivinó, mientras la seguía
observando, que habría tenido al menos
un hijo, pues el cuerpo se le había
estropeado un poco. Algo impensable
cuando él prostituía a mujeres como
aquella y les obligaba a frecuentar un
gimnasio, al menos cuatro veces por
semana.
—Yo ya me marchaba —dijo
levantándose y dirigiéndose de nuevo al
hombre calvo que estaba sumido en el
más absoluto silencio y temor—. Tan
solo venía a traer una invitación para
una fiesta a Mateo —continuó,
dejándole una tarjeta encima de la mesa
—. Desafortunadamente es una fiesta
solo para hombres —le dijo a la mujer,
que se apartó y cerró los ojos cuando le
besó la mano y salió por la puerta de su
casa.

—¿Qué tal ha ido, Jefe? —preguntó el


impaciente hombre de la furgoneta
cuando Nicolav entró en el vehículo.
—Bien. Podemos contar con él… —
Se quedó mirando hacia la puerta de la
casa—. Podemos fiarnos.
—¿Cómo está tan seguro? ¿Cómo
podemos fiarnos de él? —dijo mientras
el ruido del arranque de la furgoneta
rompía el silencio de la calle.
—Por el miedo.
Mihail sonrió contento con aquella
respuesta.

Mientras tanto, en el interior de la


casa, aquella casa que ya nunca volvería
a ser la misma, una mujer sollozaba y
Mateo, su marido asustado, sujetaba con
las manos temblorosas una tarjeta en la
que aparecía una dirección, una fecha y
una hora.
CAPÍTULO 2

Era un amigo de verdad, de los que


sabe verdaderamente cuándo necesitas
ayuda aunque la niegues, sabe cuándo
dejarte solo, cuándo es el momento de
darte un buen consejo, cómo hacerte reír
y cuándo ofrecerte un hombro en el que
llorar. Pero sobre todo, era un amigo de
los que siempre siempre están ahí. Para
Santi, Rubén era un hermano del que
solo le separaba la palabra amistad.
—Y entonces me dice: «¿Estás solo
en casa?». Y yo le digo que no. ¿Y sabes
qué me responde? —Esperó para ver si
su amigo le respondía—. Que le daba
más morbo si nos podían escuchar mis
padres —dijo al no obtener respuesta.

Un chico que iba en el metro con ellos


levantó la vista de su teléfono móvil y
les miró, había estado prestando más
atención a la conversación que el propio
Santi. Rubén le miró fijamente y el chico
volvió a bajar la vista a su teléfono
móvil, pero su atención seguía
expectante a que siguiera con la historia.
—Oye, ¿tú cuántas empanadillas te
has comido hoy? —bromeó para ver si
volvía a recuperar la atención de su
amigo—. ¿Más de la cuenta?
—Hoy todavía no me he comido
ninguna, mira por dónde.
—Vaya… Pues esto es peor de lo que
me temía.
Aunque Rubén ya sabía de lejos qué
es lo que pasaba por la cabeza de su
mejor amigo, quería distraerle, quería
que dejara de pensar en ella, que la
olvidara así de golpe y porrazo, al
menos mientras el recuerdo le doliera,
como podía observar y era el caso.
—Que no, que no, sigue que te estoy
escuchando y quedan tres paradas, así
que acelera.
—Bueno, luego si quieres podemos
quedar un rato, ¿no? A tomar unas
cervezas.
—Y dale con la cerveza. Yo voy a ir
al gimnasio y luego a correr. Tú lo que
deberías hacer es venirte y dejarte de
tanto jamón y tantas papas fritas que yo
no sé cómo no se asustan las chicas
cuando te quitas la camiseta.
—Ja, ja, ja, ja, cabrón. Sí, la verdad
es que tengo que ponerme a correr un
poco. —Se defendió mirándose la
barriga.
Santi había perdido la cuenta de las
veces que había escuchado aquella
frase.
—Mira, te voy a enseñar una foto,
para que la veas.
Rubén sacó el teléfono móvil y Santi
se dio cuenta de que solamente él y una
mujer mayor, que leía un libro de papel,
no tenían uno de esos aparatos
electrónicos en la mano, en aquel metro.
Al desbloquear la pantalla, lo que
apareció conmocionó a Santi: de fondo
de pantalla, allí estaban los dos amigos
cogidos por el cuello y sonriendo a la
cámara. Rubén era más corpulento, fruto
del gimnasio, una dieta demasiado
proteica y unos batidos que más bien le
vaciaban el bolsillo, tenía el pelo más
largo, algunos días peinado, otros días
no, sus ojos eran azul claro y le hacían
ligar tan solo una tercera parte de lo que
él aseguraba, en la actualidad
conservaba todos esos rasgos, quizás,
con el añadido de unos kilos más. Santi
estaba igual que en la foto: tenía el pelo
corto, negro y sus ojos podían variar de
un color marrón claro a verde claro si le
daba el sol, era un poco más alto que su
amigo de lo cual siempre se jactaba, y
su cuerpo, fruto de su afición al deporte
aeróbico y herencia de su padre, era
delgado y definido. Aquella foto
también le removió un poco el pasado,
un pasado no muy lejano, un pasado en
el que solo existía ella, la misma chica
que les hizo esa foto.
Desde los dieciséis años hasta los
dieciocho, en la vida de Santi solo
existía Mara. Era la chica de sus sueños
y la de muchos otros más, cosa que ella
no pudo pasar por alto. Se enamoró por
primera vez de una chica y se olvidó de
su mejor amigo Rubén, a pesar de que,
con catorce años e inocentemente, se
prometieron que una chica jamás les
haría separarse. Ni una chica ni nada en
el mundo. La amistad sería lo primero,
incluso la familia podría esperar. Rubén
jamás le tuvo en cuenta esa época en la
que, con suerte, veía a su mejor amigo
una o dos veces por semana. Ahora, con
diecinueve años, Rubén seguía fiel a su
promesa, como siempre, y Santi la había
vuelto a hacer, aunque esta vez, en
silencio.
—¿Eh? ¿A que está buena? —le dijo
acercándole, todavía más, el móvil a la
cara.
—Que sí, pesado.
—Tiene un par de… ¿Eh? Y mira esta
es su amiga. —Probó Rubén—. Y
también tiene un par de… —continuó
con una amplia y pícara sonrisa.
—Mira, pues un par de una y un par
de otra, ya tienes dos pares para ti solito
—le cortó su amigo.
—Sabes que el día que haga un trío te
enviaré un vídeo, quizás te haga una
videollamada.
—¡DIOS! ¡NO! —chilló Santi, y el
chico de enfrente volvió a levantar la
vista.
El metro anunció la parada de los dos
amigos: «Próxima parada: Joaquín
Sorolla- Jesús».
El chico volvió a mirarlos antes de
que salieran y esta vez Santi observó
una pulsera en su mano con la bandera
de los colores del orgullo gay. Le miró y
sintió una verdadera admiración hacia
él, era bastante joven y no ocultaba su
verdad. Él, sin embargo, sí la ocultaba,
y le estaba comiendo por dentro, le
producía insomnio, lágrimas y un poco
de ansiedad. Pero su orgullo no le
permitía hablar con nadie del tema, ni
con la persona que había provocado que
se sintiera así.
—Estás empanado. —Y le dio una
colleja sacándolo de sus pensamientos.
Santi comenzó a correr detrás de su
amigo por las escaleras para
devolvérsela. Una señora bajaba y los
miró con cara extraña. Para disgusto de
Santi, llevaba puesto un abrigo de pieles
que no sabía distinguir si era sintético o
no. Al pasar por su lado, Rubén casi la
tiró, y la señora tuvo que agarrarse a la
barandilla.
—Señora, le pido disculpas. Hoy no
he tomado mi medicación y estoy un
poco nervioso. Me he escapado del
centro psiquiátrico y este es mi
compañero de celda: Mou.
—A vosotros os ponía yo a trabajar,
pero rápido, a ver si aportabais algo a
esta sociedad —gritó la señora
alarmada, todavía agarrada a la
barandilla.
—Ja, ja, ja, ja, la vieja, seguro que
viene de fundirle la visa al marido —
dijo Rubén cuando esta ya había
desaparecido por las escaleras—.
Bueno, me voy a casa que quiero ir al
gimnasio un rato antes de salir con estos.
¡Por fin es viernes! —exclamó como si
fuese William Wallace gritando libertad
—. Ya sabes, te veo hoy o mañana, no
me folles.
—¿No me folles? Eso quisieras tú,
bueno y el chico del metro, que era
homosexual y te estaba mirando pero
bien, cuando has salido te ha mirado el
culo haciendo esto con la lengua.
Hizo ese gesto, aparentemente sexy,
de quitarse la espuma de la cerveza de
la boca. Rubén comenzó a reírse y se
chocaron la mano. Cada uno tomó una
dirección.
—¡Haz un poco de cinta en el
gimnasio! —se despidió Santi sin darse
la vuelta.
—Sííííí, está bieeeen.
En vez de coger el autobús, Santi
decidió irse andando al piso donde
vivía con su hermana pequeña. Su tía, la
hermana de su padre, vivía justo arriba
con su marido, dos gatos y la
imposibilidad de tener hijos. A Santi le
gustaba andar solo, le hacía reflexionar,
se sumergía en sus pensamientos, en sus
preguntas y le aclaraba las ideas.
Mientras caminaba por la acera, ajeno al
vaivén del tráfico, a la gente con y sin
prisas y los ruidos típicos de la ciudad,
no podía evitar repetirse una y otra vez
la misma pregunta: «¿Se habrá acabado
el amor?». Su mente, al igual que el
cielo que se podía observar entre los
edificios de la calle, estaba nublada.
Necesitaba despejarse. Pronto, las nubes
irían adquiriendo un color más oscuro,
para descargar una pequeña lluvia,
quizás algún trueno, y así volver a la
normalidad. Santi estaba saturado,
necesitaba urgentemente hablar con
alguien, gritar, llorar, rabiar o romper
algún plato, pero él, al contrario que las
nubes, era incapaz de vaciarse.

Reflexionó sobre Rubén: «¿No es la


amistad una manifestación del amor?».
Su fachada dejaba ver que quería estar
solo y, por supuesto, la gente lo
comprendía, pero en su fuero interno
sabía que necesitaba compañía, y la de
su mejor amigo le agradaba como
siempre lo había hecho. Tan solo una
vez discutieron, para luego unir más
todavía sus lazos de amistad. Recordó
aquella historia de hacía unos seis
meses que a él le parecían seis años.
Quizás el subconsciente intentaba
olvidar por todos los medios aquel
fatídico día de invierno en el que su
hermana de tan solo catorce años entró
llorando a casa, mientras él estaba
semidesnudo bajo el calor de una mala
manta y una buena compañía. Un chico
dos años mayor que ella le había
obligado a hacer cosas que no quería. Su
hermana, una niña que apenas rozaba la
adolescencia y que todavía tenía alguna
muñeca en la habitación de la que estaba
a punto de olvidarse, parecía
destrozada. Sin madre y con un padre
cobarde que, a pesar de escribir muy
buenas novelas de amor con un final
feliz, había huido y no había sido capaz
de encontrar ese final feliz tras la muerte
de su mujer, pues la vida le había
arrebatado lo que más amaba: la madre
de sus hijos, su musa y la inspiración de
todos sus libros de éxito. Su hermana,
una niña frágil, con tan solo un hermano
que se preocupara de ella y al cuidado
de unos tíos demasiado ocupados en sus
quehaceres en el piso de arriba, había
sido dañada, como una hermosa flor que
está naciendo con todo su potencial, con
toda su belleza, y es arrancada de la
húmeda y tierna tierra de la que tenía
que terminar de brotar.
Cuando Santi salió enloquecido de su
casa, directo a por aquel chico que
había decidido jugar, divertirse y tener
placer a costa de su hermana, Mara, la
chica que le hacía compañía
semidesnuda bajo aquella mala manta,
llamó rápidamente a Rubén y se lo contó
todo. Santi solo recordaba estar a unos
cinco metros de su objetivo y recibir un
golpe seco en la cabeza por detrás, que
lo dejó inconsciente durante un rato. Su
mejor amigo le dio ese golpe y lo dejó
fuera de combate para darle él su
merecido al desconcertado agresor de
Gema. Rubén lo pensó todo muy
rápidamente y llegó justo a tiempo. Por
aquella época Santi tenía dieciocho
años: podía ir a la cárcel. Rubén tenía
diecisiete años, todavía era menor, y
aunque quería darle su merecido, no
quería matar a aquel pobre desgraciado.
Le rompió la nariz, dos dientes y tres
costillas. Su mejor amigo llegó a
tiempo, justo cuando Santi tenía a su
objetivo delante y, cegado por la rabia,
solo pensaba en acabar con él, en no
parar de golpearle hasta que dejara de
respirar. Hubo un juicio y los padres de
Rubén, dos abogados de considerable
éxito, consiguieron una pena económica
y un arrepentimiento en la sala, pero en
todo momento apoyaron el acto de su
hijo y lo defendieron. Al principio Santi
se cabreó con su amigo, no por el golpe
que le dio, sino por no haberle dejado
descargar a él su rabia contra aquel
desgraciado. Al final comprendió todo
lo que su amigo había hecho por él:
salvarlo de la cárcel, de ser un asesino y
de hacerle pasar por todo eso a Gema,
que ya había tenido bastante. Le
agradeció todo con un fuerte abrazo y
unas lágrimas bastante débiles.

Al abrir la gruesa puerta de su casa,


para su sorpresa, no vio a su hermana
tirada en el sofá con la televisión
encendida, el ordenador portátil sobre
las piernas y el teléfono móvil en la
mano. Vio a su hermana agachada en el
suelo en medio del salón, al parecer,
acariciando algún animal. El mejor
amigo de Gema, que recientemente se
había declarado homosexual y por eso le
había permitido la entrada a casa, estaba
a su lado de pie, y al entrar Santi se
puso un poco tenso y tosió para avisar a
su amiga de que había entrado alguien.
—Gema, ¿ya has vuelto a coger otro
gatito? Está muy bien que te dediques a
coger a los animales abandonados y
buscarles un hogar, pero ya tenemos aquí
dos gatos pendientes de ubicar y a la tía
no le hace mucha gracia cuando viene a
limpiar, ya lo sabes. Además, les tiene
que comprar comida, al final te lo
descontarán de la paga.
—Buenas tardes, hermano —dijo
Gema en tono sarcástico—. Esto es un
conejo domesticado y me lo ha regalado
Víctor, que se lo regaló Tamara que a su
vez lo rescató su hermana de una granja
porque estaba enfermo y lo iban a
sacrificar. —Víctor se tensó todavía más
al oír su nombre y puso cara de
extrañeza cuando repasó toda la
trayectoria del pobre conejo—. Me va a
hacer compañía cuando te vayas al
viaje.
—¿Piensas llevártelo a casa de los
tíos? Ja, ja, ja, en fin… tú verás, a mí ya
sabes que me encanta eso que haces
hermanita, pero tienes que hablarlo con
la tía. ¿Habéis merendado?
—No —respondió solo Gema.
—¿No te ha ofrecido nada de
merendar? ¿Qué clase de amiga eres? —
dijo mirando a su hermana y pensando
en cuando Rubén le dejaba pelada la
nevera, siempre.

Al oír lo de su merienda, y ver que


Santi le tendía la mano, el chico se
relajó e incluso contestó con un
avergonzado: «No tengo hambre, pero
gracias».
—Me voy a mi cuarto, no hagáis
mucho ruido, sobre todo con la música.
Santi se agachó a besar a su hermana,
cosa que sabía que a ella le
avergonzaba, pero ella le miró con ojos
algo tristes y le dijo:
—¿Santi, cuánto tiempo te vas a ir?
—No solía llamarle por su nombre
nunca.
—Una semana, hermanita, lo necesito,
me voy un lunes y vuelvo el domingo, te
lo prometo. —La cara se le iluminó de
alegría.
—Vale, yo creía que iba a ser un mes.
—¿Un mes? Tú no te libras de mí
tanto tiempo seguido ni loca, chavala.
Un mes dice, ya quisieras, que no vuelva
antes, y como te pille haciendo una
fiesta aquí o algo te enteras, enana.
Desde lo ocurrido, Santi decidió que
no dejaría a su hermana jamás sola, pero
necesitaba ese viaje. Al principio lo iba
a hacer con Mara, ya lo tenían todo
organizado y cuando ella decidió
terminar con su historia para comenzar
otra, fue Rubén quien le dijo que lo
haría con él. De hecho, había insistido
tanto, que al final había tenido que
acceder. Ambos sabían que les sentaría
bien, una semana con su mejor amigo,
hombro con hombro. Después de
acariciar al pobre animal que estaba
asustado por la nueva vida que le
esperaba, Santi se levantó.
—Que sepas que uno como este es el
que te comes tú en las paellas del
domingo —dijo Santi que era
vegetariano, por cortesía de Mara.
—Idiota. Yo tampoco como casi
carne. Oye Santi, ¿ya has pensado como
vas a llamar a tu viaje?
—¿Cómo voy a llamar a mi viaje?
¿Qué pasa?, ¿que los viajes ahora tienen
que tener nombre? ¿Has pensado tú
cómo vas a llamar a tu conejo?
—Se llama Bombur, se le ha ocurrido
a Víctor —dijo Gema levantando al
conejo a lo Simba en El rey león—. ¿A
que mola?
—Sí, bueno, está guay. Es el nombre
de un enano de El hobbit, que se habría
comido a ese conejo vivo, pero sí, mola.
Pues nada, Víctor, te dejo encargado de
ponerle nombre a mi viaje, supongo que
ya te habrá dicho «radio patio» —dijo
señalando a su hermana— dónde voy.
Antes de que comenzara a andar hacia
su habitación, Víctor habló por segunda
vez.
—Ya lo tengo, podrías llamarlo «El
camino de Santi».
—Que así sea —dijo Santi tras
pensarlo unos segundos.
—Que así sea —repitió Gema

Todos se echaron a reír, mientras cada


uno volvía a sus quehaceres.
CAPÍTULO 3

Nicolav estaba sentado en la cocina


fumando y pensando. Tenía una postura
ligera, sus largas piernas estaban
cruzadas y parecían, a pesar de la calma
que aparentaban, que fueran a salir
corriendo en cualquier momento.
Llevaba mucho tiempo así, pensando.
No salía demasiado a la calle y su
aspecto parecía el de un ermitaño. Al
igual que sus piernas, todo su cuerpo era
largo y delgado; la desarreglada y
canosa barba con el bigote ligeramente
más largo le daban un aspecto de
estresado. En otro tiempo le había dado
mucha más importancia a su imagen, de
hecho la cambiaba muy frecuentemente,
ahora solo se preocupaba de ella cuando
salía a la vista de todos. Lo único que
nunca había cambiado de su apariencia
era la mirada, con esos ojos negros que
parecían un abismo, siempre dura y fría.
Solamente hablaba con su socio o
partener —como lo llamaba él, en su
lengua materna—, el que le había
ayudado a escapar aquel día, aquel
fatídico día en que todo terminó, al
menos para él. Utilizaba todo su tiempo,
energía e inteligencia en los
pensamientos, en cómo había cambiado
su vida de un día para otro, cómo había
pasado de tener todo lo que siempre
había deseado en la vida: ser una
persona respetada, de éxito, tener
dinero, llevar su propio negocio de
drogas y prostitución, dominar un
pequeño mundo, que todos le temieran, a
no tener nada el día en que su hermano
fue asesinado. Pero sobre todo, pensaba
en cómo vengarse de ello.
Su hermano Dimitri era tres años
menor que él y siempre fue un niño muy
tímido, débil y demasiado llorón, eso le
ponía de los nervios. Lloraba cada vez
que su madre recibía una paliza del
padre borracho, lloraba cuando la paliza
la recibía su hermano y lloraba sobre
todo cuando la paliza la recibía él. A
Nicolav le ponía muy nervioso el llanto
de su hermano. Debía de ser más duro y
no mostrar a su enemigo la debilidad
que tenía, así pensaba él y así tenía que
hacer pensar a su hermano. Cuando su
padre le pegaba su único objetivo era
que ni una lágrima cayera por su mejilla,
cada golpe que recibía era un incentivo
para aumentar el odio que le tenía. La
primera vez que intentó hacer tratos con
la muerte, con tan solo diez años, fue a
entregarle a su padre. Después, él se
encargaría de cuidar a su madre y a su
hermano, de protegerlos para que nunca
nadie les pudiera hacer más daño. Los
últimos sucesos de su vida, en los que lo
había perdido todo, le habían hecho
recordar otra vez aquel día. El día en
que se quedó sin padre y sin madre.

*** La vida en Rumanía para Nicolav


era fría. Las palizas a su madre eran
menos frecuentes, el padre quería sobre
todo endurecer a base de golpes a sus
hijos para que en el futuro fueran como
él, un hombre «fuerte», y que nadie
pudiera hacerles daño. Pero la violencia
no entiende de límites, la violencia
asoma y sale con toda su potencia,
máxime si el alcohol nubla la razón.
Bastó otra paliza a aquella pobre mujer.
Le rompió una costilla y tuvo que ir al
hospital donde ya no creían sus
historias. Todos sabían lo que le estaba
pasando, pero el cobarde que le pegaba
era muy temido en aquella ciudad,
pertenecía a una mafia bastante
poderosa y nadie quería terminar muerto
en una cuneta. Aquel día Nicolav fue a
visitar a su madre y tras ver otra vez la
cara de sufrimiento y de dolor que la
asaltaba, decidió que ya era el momento
de llevar a cabo su plan. Tenía diez
años, pero las duras experiencias que
había tenido que vivir le hacían
aparentar más, tanto física como
mentalmente. No dudaría ni un segundo
en disparar la pistola que escondía su
padre contra su mismo dueño. Cogería
todo el dinero que ocultaba su padre en
casa y que solo él sabía dónde estaba.
«Nicolav, tú eres fuerte, no como tu
madre y tu hermano, aquí guardo todo lo
importante que tenemos en casa, por si
algún día tu padre no vuelve y tienes que
tomar las riendas de esta familia.» Estas
palabras se quedaron grabadas en la
memoria del pequeño. Aquel hombre,
cuando no iba borracho, podía dilucidar
más o menos bien. En el hospital, su
padre les dio la noticia, con una voz fría
e indiferente: «Hijos míos, vuestra
madre es débil y seguramente va a
morir, se quedará un tiempo más en el
hospital».
Aquella vez Nicolav no pudo, por
más fuerza que hizo, evitar que una
lágrima resbalara por la mejilla hasta
llegar a su boca. El sabor de aquella
única lágrima fue amargo, muy amargo.
No lo pensó dos veces y cuando llegó a
casa subió una silla a la mesa de la
cocina y desmontó el trozo de techo tal y
como su padre le había mostrado. Cogió
todo el dinero que había y por último la
pistola. La experiencia de tener un arma
cargada por primera vez en su mano le
proporcionó una extraña sensación que
le resultó agradable. Cuando regresó a
su cuarto, vació la mochila del colegio
de todos los libros y le dio un nuevo
escondite al tesoro que hasta el momento
había pertenecido a su padre. Aquella
noche lo mataría.
Su padre llegó tarde a casa. Al entrar
fue directamente a la nevera, cogió una
cerveza y se fue al sofá. Estaba bastante
nervioso y muy triste, estados
emocionales que al no aceptar se
transformaron por aquella época en más
rabia todavía. Podía aparentar que no le
afectaban las cosas, pero el hecho de
que su mujer le fuera a abandonar y él
no pudiera hacer nada, era demasiado
para su necesidad de ejercer dominio
ante todas las situaciones. Saber que
tendría que educar y cuidar solo a sus
hijos hacía que en su cabeza se
complicaran más las cosas.
Cuando su hijo se presentó delante de
él con una pistola en la mano
apuntándole, comenzó a sonreír. Para
Nicolav fue una sonrisa malvada. Le
temblaban todas y cada una de las partes
de su cuerpo. Su padre siguió riendo
cada vez más fuerte y comenzó a chillar:
«Hazlo, hazlo. ¡Vamos! no tienes
cojones». Y le tiró la lata de cerveza
medio llena a la cabeza. Al golpearle en
la frente, el niño cerró los ojos y
disparó dos veces. La primera fue casi
un acto reflejo del susto que le había
dado el golpe de la lata. La segunda,
disparó a conciencia deseando que
ninguno de los dos disparos hubiera
fallado. Cuando abrió los ojos su padre
estaba arrodillado en el suelo y le salía
sangre por dos orificios; uno en el
estómago y otro en el hombro. Al
parecer, se había intentado levantar del
sofá después de tirar la lata, pero por
muy fuerte que seas, una bala siempre te
puede frenar. Nicolav lo miró y le
volvieron a brotar las últimas lágrimas
que saldrían de sus ojos en mucho
tiempo. Su hermano había salido de la
habitación por los chillidos y los
disparos y lo miraba desde la puerta del
comedor con la cara blanca y a punto de
llorar. Nicolav le mandó callar con un
gesto y soltó la pistola en el suelo. Su
padre intentaba decir algo pero no le
salían las palabras, tan solo sangre de la
boca. Cogió de la mano a su hermano
pequeño, buscó la mochila con el dinero
y salieron a la calle. Vivían en un
pequeño dúplex que su padre había
comprado gracias a sus negocios en la
mafia. Un perro ladraba a lo lejos y los
vecinos no tardarían en salir por el
ruido de los disparos. Huyeron de allí
rápidamente. Nicolav arrastraba a su
hermano, que se negaba a andar,
seguramente quería pararse y ponerse a
llorar, pero no le dejó. Anduvieron lo
más deprisa que Nicolav podía arrastrar
a su hermano y se alejaron hasta una
parada de autobuses donde esperaron al
próximo. Lo había planeado todo; ahora
iría al hospital a por su madre y se
preguntaba si no debería haber cogido la
pistola por si alguien se volvía a
interponer en su camino. Pero no había
sido como esperaba. Estaba muy
asustado y no sabía si iba a ser capaz de
volver a disparar a alguien, al menos en
un tiempo.

Mientras tanto, su padre se arrastró


hasta donde había caído la pistola y la
cogió. Sacó su teléfono móvil del
bolsillo y llamó a Emergencias.
Consiguió articular las palabras
«accidente» y «tres disparos». Se apuntó
con el arma directamente al corazón y se
disparó con una sonrisa y un último
pensamiento: había conseguido que su
hijo fuera fuerte. No hubo investigación
consistente, simplemente se trataba de
un mafioso más muerto.

Al llegar al hospital fueron


directamente a la habitación de su
madre. Estaba vacía. Una enfermera los
vio y los reconoció. Con solo una
mirada, Nicolav que era un niño y
todavía podía entender el idioma de las
miradas, entendió lo que había ocurrido.
Las palabras pueden contener
malentendidos, engaños y falsedades,
las miradas no. Su madre había
fallecido. Ahora sí que estaban solos él
y su hermano. En ese momento se juró
mientras corría hacia la salida del
hospital huyendo de la enfermera, que
jamás nadie haría daño a su hermano. Él
se encargaría de protegerlo siempre.
Años después ambos hermanos
comenzaron una nueva vida en España
***

Su socio le sacó de sus pensamientos.


—Jefe ¿quieres algo de beber?
—No, partener. Quiero venganza —
respondió fríamente.
—La tendrás —dijo el hombre cuya
sonrisa también era sombría y estaba
adornada por varios dientes de oro.
—Bien, todavía tenemos un trabajo
sucio por hacer.

Mihail era el hombre que condujo su


coche la noche que todo terminó para él,
la noche en que la policía dio con su
paradero y un agente mató a su hermano.
Le dio tiempo a tramar un rápido plan de
fuga dividiendo a él y a su hermano en
coches distintos. El de Nicolav y Mihail
salió primero del garaje para tomar una
dirección —Nicolav pensó que le
perseguirían a él—, seguido del
automóvil donde iba su hermano, que
tomó otra dirección. Un coche policía,
al que no pudieron retener sus hombres
con los disparos, decidió perseguir a su
hermano, y dar la descripción y aviso
del suyo. Mihail era el hombre más
inteligente que tenía en su banda y
siempre iba con él, era su mano derecha.
Tenía ciertas dotes y habilidades que sus
otros vasallos no tenían, pues él había
estado en el ejército rumano durante
unos cuantos años. Le expulsaron por
robo y tráfico de armas. Mihail se
desvió hacia un túnel en cuya salida se
encontraba la entrada a un parque muy
extenso de Madrid. Se paró justo debajo
del túnel. Nicolav le chillaba que
continuara conduciendo y que estaba
loco, pero él bajó tranquilamente y paró
al primer coche que pasó a los pocos
segundos de parar ellos. Se puso en
mitad de la carretera apuntando con la
pistola al conductor que paró antes de
atropellarlo. Era una pareja de jóvenes,
quizás buscando un solitario rincón en
aquel extenso parque para compartir su
amor. Aquella noche lo único que
compartieron fue un susto que casi los
mata. Mihail les pidió los móviles y las
carteras y les dijo que si acudían a la
Policía sabía dónde vivían. Los dos
jóvenes tuvieron un gran dilema aquella
noche que parecía iba a ser fantástica.
Los fugitivos salieron de allí con total
tranquilidad y con un coche que les iba a
proporcionar otra identidad, al menos
durante toda la noche. Tiempo de sobra
para poder escapar muy lejos.
—Deberías haber conducido tú el
auto de mi hermano Mihail —dijo
Nicolav mientras huían.
—Tranquilo jefe, seguro que estará
bien y sigue el plan que hemos acordado
— contestó sin mucho convencimiento.
Para él, salvar a su jefe era su
prioridad. Pensaba incluso en dormirlo
de un golpe si le ordenaba volver a
rescatar a su hermano. No tuvo que
utilizar la violencia con su jefe, con su
amigo. Y lo agradeció mirando al cielo.

Ambos vivían en un piso bastante


desgastado y pequeño, igual que el
barrio de la ciudad donde habitaban. El
piso tenía las paredes de papel y en
ciertas zonas este estaba roto, dejando a
la vista trozos de pared marrones que
parecían arena y que si tocabas se
deshacían. Nicolav había renunciado a
todo lujo, a toda su anterior vida para
retirarse y planear su venganza. Tenía
dinero de sobra para huir del país,
incluso de Europa, y desaparecer sin el
peligro y la amenaza que allí donde
estaba le perseguía. Nunca había tenido
miedo y no lo tendría ahora. Su socio se
sentó en la otra silla, en la mesa del
comedor a la que le faltaba algún lijado
y unas capas de barniz. A pesar de ser
una mesa vieja y en mal estado,
soportaba muy bien el peso del odio que
contenía todo lo que había encima:
recortes de periódicos, papeles
bancarios, muchas fotografías, datos, un
ordenador portátil y una pistola. Esta
última estaba puesta encima de una
fotografía en la que aparecía un hombre
paseando a un perro.
CAPÍTULO 4

Elsa salió de la ducha con una toalla


enrollada al cuerpo y otra en la cabeza.
Tenía la costumbre de vestirse
totalmente en su habitación porque si no,
el cuarto de baño podía convertirse en
un enjambre de ropa interior. Dudaba,
como casi todas las chicas a su edad,
sobre la ropa que iba a ponerse, los
complementos y el maquillaje que iba a
utilizar. Sin embargo, no dudaba a la
hora de decir la verdad, de expresar sus
pensamientos o de demostrar su
asertividad. Le sonó el móvil por cuarta
vez. Su mejor amiga Marta, no dejaba de
hacerle llamadas perdidas para que se
diera prisa, cosa que a Elsa le ponía de
los nervios, y su amiga lo sabía.
Habían quedado para salir esa noche.
No tenía muchas ganas, pero
últimamente no se relacionaba mucho.
Con el paso a la universidad apenas le
quedaba tiempo para salir de fiesta. La
carrera, el deporte y su trabajo le
absorbían casi todas las horas del día,
dejando escaso tiempo para una de sus
grandes aficiones, dormir. Era muy
exigente consigo misma en todos los
aspectos y por ello intentaba dar
siempre lo mejor de sí. Ese año había
sido algo duro y lo notaba, pero sabía
que el viaje que iba a hacer le
recargaría totalmente las pilas para
comenzar el segundo curso de la carrera
con la fuerza y energía que le
caracterizaba.
Se quitó las dos toallas y se quedó
desnuda frente al espejo: era una chica
de mediana estatura, con el pelo corto,
de look moderno y color negro, tenía la
cara redondita, un bonito vientre plano
de hacer ejercicio que lucía un piercing
brillante en el ombligo y sus caderas
eran estrechas. Cumplía, excepto en la
estatura, bastante bien las marcas de
belleza que la sociedad había
establecido en la actualidad. Su
expresión era la de una chica un tanto
dura, orgullosa y que parecía muy segura
de sí misma.
A la tercera llamada perdida cogió el
teléfono y escribió un mensaje para su
amiga: «Como me vuelvas a llamar no
salgo, bueno salgo para matarte y
después me vuelvo a mi casa». El
teléfono móvil indicaba que su amiga
estaba en línea, por lo que antes de que
pudiera dejar el aparato encima de la
cama, su amiga le contestó: «Me das
miedo… Seguro que me trocearías y me
guardarías en el congelador para luego
servirlo en alguna comida». Sonrió, no
podía hacer otra cosa que sonreír con su
amiga. Aunque con todo el mundo solía
ser algo reservada, incluso a veces
podía parecer borde, con Marta siempre
solía sonreír, aun cuando le hacía perder
los nervios, cosa que pasaba bastante a
menudo. Elsa recordó cómo habían
entablado tan sincera amistad.

***A los diecisiete años había


comenzado a salir con un chico diez
años mayor que ella. Después de
discutir con su padre, sus amigas y casi
toda su familia, parecía que la relación
iba bien y estaba perfectamente
aceptada. Carlos era un chico de
veintisiete años que siempre había
soñado con ser músico y cantante.
Habían firmado un contrato con una
discográfica de éxito. Lanzaron su
primer CD y parecía que la cosa iba
despegando, su mánager les decía que
una de sus canciones pronto sonaría en
las radios más populares. Por delante le
esperaba una gira de seis meses por toda
España para promocionarse. Elsa lo
visitaría una vez al mes, iría a ver su
concierto y pasaría un fin de semana
junto a él.
Todo era genial hasta que Marta, que
llevaba tan solo un año en el instituto y
con la que no se llevaba muy bien, tocó
un día a la puerta de su casa. Elsa estaba
muy extrañada, así que en vez de
invitarla a subir, bajó ella al portal de su
finca.
—Hola, ¿qué quieres? —dijo en un
tono un poco seco.
—Mira, yo sé que tú y yo no nos
llevamos muy bien, la verdad es que sí
que dije que me parecías una estúpida y
una borde, pero el fin de semana pasado
estuve visitando a mi familia de Sevilla.
—Al oír Sevilla a Elsa le dio un vuelco
el corazón. Carlos había dado un
concierto ese fin de semana en Sevilla.
— El caso es que aunque me parezcas
una chica borde y estúpida tengo que
decirte esto. Estando en Sevilla fui a
tomar unas cervezas con mis amigas y
me encontré con Carlos, estaba tomando
algo con una chica a la que no conseguí
distinguir porque estaba de espaldas,
hasta ahí todo fue normal, cuando se giró
y vi quien era… bueno me levanté y les
hice una foto.
Le ofreció el móvil y Elsa lo cogió
con un ligero temblor de mano. Cuando
vio la imagen notó como su cuerpo se
derrumbaba, esa sensación que hace que
dudes de las leyes de la física, ya que
todo se cae hacia abajo, aunque tú
todavía estés de pie. Ahí estaba Carlos,
aquel al que había entregado toda su
inocencia, su amor, casi su vida. Con él
había conseguido abrirse y soltar
muchas cosas que arrastraba del pasado.
A él le había hablado de que su madre
los abandonó cuando tan solo tenía siete
años y ella había tenido que consolar a
su padre destrozado durante mucho
tiempo, siendo una niña. No recordaba
lo que le hizo derrumbarse más de
aquella imagen, si ver a Carlos
acercándose a besar a otra chica, o que
la otra chica fuera su mejor amiga en
aquel tiempo. María, que parecía muy
feliz a punto de besarle, siempre le
decía que había tenido mucha suerte y
que Carlos era maravilloso.
Elsa solo consiguió dos cosas: no
caerse al suelo y devolverle el móvil.
—Gracias…
Intentó darse la vuelta para subir a su
casa y para disimular las lágrimas que
comenzaban a resbalar por sus ojos.
Entonces la chica que le acababa de
destrozar el día, el mes y seguramente el
año hizo algo que jamás olvidarían, algo
que las unió para siempre. Marta le puso
la mano en el hombro y le dijo:
—¡Eh!
Sintió una mezcla de amor y rabia.
Necesitaba estar sola y a la vez
necesitaba más que nunca sentir una
calidez humana que secara sus lágrimas,
un abrazo. Cuando se giró para ver qué
quería, aquella chica que hasta entonces
solamente era una envidiosa más del
instituto, le volvió a enseñar la imagen y
acto seguido estampó su móvil, su
propio teléfono móvil de más de
doscientos euros contra el suelo. Un
viandante que pasaba por allí las miró
extrañado.
—Que les den, a los dos, que les den
por el culo, no tienes por qué pasar ni un
segundo mal y triste. Menudos
gilipollas. ¡No! ¡Qué coño! No se
merecen ni que les den por el culo, que
seguro que les gusta.
Elsa se volvió a quedar extrañada.
Marta parecía una loca, chillando en
mitad de la calle con el móvil hecho
pedazos en el suelo, la escena daba la
impresión de ser casi cómica. Lo que
parecía que iba a ser un suspiro cargado
de lágrimas, se transformó en una
carcajada y entonces abrazó a la que se
convertiría en su mejor amiga. Entraron
al portal de su casa y Elsa lloró un buen
rato, después, allí sentadas en el portal
como si de dos adolescentes
enamorados se tratase, hablaron, rieron
y lloraron otro buen rato. A partir de ese
día Marta se convirtió en un gran apoyo
para superar lo de Carlos y para todo lo
que englobaba la vida de Elsa. El chico
estuvo un mes entero llamando y
enviándole mensajes, todo sin respuesta.
Incluso se presentó un día en su casa y
no le quiso abrir cuando vio su cara en
el vídeo —portero automático, bendito
invento—. Cuando estuvo preparada
quedó con él y le dijo todo lo que le
tenía que decir. Él ya lo sabía, se lo
imaginaba y de su boca solamente
salieron típicos: «Lo siento» y «Te lo
iba a decir». Las últimas palabras que
ella le dijo fueron muy distintas, esas
palabras que cierran tantas y tantas
historias: «Que te vaya todo muy bien,
cuídate».***

Cuando volvió al presente ya se había


vestido. Era típico que Elsa se
sumergiera en sus pensamientos del
pasado e hiciera cosas en el presente.
Todavía estaban en primavera y por las
noches refrescaba, así que decidió
ponerse un vestido primaveral negro,
abierto por la mitad en la espalda y que
le caía justo por las rodillas, con una
chaqueta fina para resguardarse del
frescor que seguramente se convertiría
en frío, por aquellas fechas en Madrid.
Normalmente solían tomar unas cervezas
y después, si Marta se ponía muy
pesada, lo cual pasaba casi siempre,
solían ir a algún garito que estuviera de
moda. Sonrió al recordar una noche en
la que fueron a Chueca y se hicieron
pasar por lesbianas y conocieron a
Steve, un chico rubio y delgado de
Londres que era dueño de tres locales
de ambiente en la zona. Hicieron una
bonita amistad que todavía duraba. En
esa particular noche Steve iba
acompañado de Marc, un periodista alto
y musculado al que Marta le preguntó
cinco veces si tenía del todo claro que
era homosexual, y otras cinco veces si
no cabía la posibilidad de que fuera
bisexual.
Cuando Elsa se estaba perfumando, se
abrió la puerta del modesto piso en el
que vivía con su padre y Riqui, un
pequeño perro que habían adoptado
padre e hija. Este dio la alarma con sus
ladridos que conseguían escuchar hasta
los vecinos de tres fincas más allá.
—Riqui, vale ya, que es papá.
Cállate. —El perro calló durante un
segundo, pero no tardó en seguir.
—Eso, Riqui, cállate, que un día de
estos van a venir mis compañeros a
detenerme por tu culpa. —Sonó la voz
mientras se abría la puerta.
Riqui dejó de ladrar en cuanto
escuchó la voz del hombre que le había
proporcionado un hogar cuando
solamente tenía unos meses de edad y lo
recogió en una fría noche de lluvia.
Cambió su actitud y se volvió loco
saltando y chupándole la mano derecha
en cada salto, era un espectáculo ver lo
alto que podía llegar a saltar un perro
tan pequeño. Antonio se agachó, y el
pequeño de cuatro patas se tumbó boca
arriba para esperar que le rascasen la
barriga, como siempre había hecho en
los seis años que llevaba en esa casa
cuando entraba el que había sido su
salvador.
—Hola, papá. ¿Qué tal el trabajo?
—Hola, pequeña, muy bien, liado
como siempre y un poco harto de los
nuevos. ¿Qué se creen? ¿Qué porque
sean hijos de, los voy a tratar de manera
distinta? En fin… ¿Tú qué tal, hija?
—Bien, papá.
—Cuéntame. ¿Qué tal han quedado
esos dos exámenes que te faltaban?
—Era un examen y un trabajo. Pero
bien, creo que termino el curso con
buenas notas.
—Hija mía, ¿sabes lo orgulloso que
estoy de ti?
—Papá…
—Está bien. ¿Dónde vas esta noche?
—No lo sé, hoy no trabajo, así que
me voy con Marta a cenar por ahí y
luego a tomar algo. Y no seas pesado
porque no sé donde vamos. Además,
deberías estar tranquilo porque creo que
toda la Policía local y nacional de
Madrid tiene una foto mía y está avisada
de vigilarme.
—¿Todavía estás con eso? Ya te pedí
disculpas. Hija, yo solamente pretendo
cuidar de ti, y que no te pase nunca
nada… —Estiró la última frase como
lanzando una indirecta.
—Papá, sabes que me voy a ir al
viaje… No puedes impedírmelo, lo
necesito, bueno, tú también necesitas
algo así, pero yo lo admito. —Aquello
sonó un poco duro, pero muy real.
Elsa era así, tenía la costumbre de ser
directa. Antonio no pudo hacer menos
que sonreír. Su hija tenía el color de sus
ojos, pero el carácter era de su madre.
—Tienes razón, hija, yo no puedo
impedírtelo. He estado pensando y me
parece muy bien que te vayas a hacer el
Camino de Santiago: a caminar, pensar,
estar rodeada de naturaleza…
—Y con Marta.
—Sí, y con Marta.
A su padre, a pesar de que tenía
mucho aprecio a su amiga, no le hacía
mucha gracia que se fuera sola con ella.
Le parecía una chica demasiado
alocada, despistada y un poco inmadura
para la edad que tenía.
—¿Has sacado los billetes ya? Y
¿sabéis ya qué camino vais a hacer?
Ejercía inconscientemente siempre de
policía, y nadie le culpaba porque era
casi lo único que hacía en la vida, sobre
todo después de que su mujer les
abandonara.
—No, papá, pensábamos hacerlo este
fin de semana, mañana quizás. Y por
cierto, el camino que vamos a hacer es
el de Santiago, tú mismo lo has dicho.
—Lo digo porque hay varios caminos.
Ray me ha comentado que él hizo el del
norte y que hay muchos caminos, unos
más largos, otros más duros…
—¡Vaya! Se lo has contado a Ray…
¿Qué tal está?
—Bien, lo mantengo muy ocupado,
con trabajo todo el día. Si sigue así
llegará lejos.
Ray era un policía de veinticinco
años que había entrado a la comisaría de
Antonio una semana después que él.
Tenía claro desde bien joven que se
quería dedicar a «coger a los malos» y
«salvar a los buenos». A su padre le
parecía un chico capaz de conseguir
todo lo que se proponía. En el poco
tiempo que llevaban trabajando juntos
ya se había ganado su afecto. Antonio
pensaba que era un chico ejemplar,
sobre todo al ver como al año de estar
en su comisaría consiguió ascender a
oficial. Era muy meticuloso,
perfeccionista, educado y sobre todo
deportista. Su padre intentó durante una
época que se conocieran, llevándolo a
casa a comer y a cenar algunos días.
Elsa y Ray establecieron una bonita
amistad, sobre todo porque fue en la
época que pasó todo lo de Carlos y el
joven policía la ayudó y animó bastante.
Ella por el momento no quería saber
nada de relaciones y, además, ese chico
le recordaba bastante a su padre.
Solamente hablaba de trabajo: casos,
casos y más casos. Su amiga Marta
intentaba coincidir con Ray siempre que
este venía a comer y ella se enteraba.
Había días que podía comer sola en
casa con Riqui, lo cual agradecía, y al
día siguiente estaban todos allí para
comer: Ray, Marta, Riqui, su padre y
ella. Esto último, aunque no lo
demostrara, también lo agradecía
considerablemente.
—Bueno, papá, me voy porque si no
vas a tener que detenerme después de
matar a Marta por pesada.
—Sí, yo también voy a bajar a pasear
a Riqui y después me voy a relajar en el
sofá. Dame un beso, hija, ten cuidado.
—Adiós, papá, no te preocupes que
volveré pronto.
Antonio se quedó mirando cómo su
hija salía por la puerta mientras todavía
le envolvía su perfume. Estaba tan
orgulloso de ella que tuvo que sonreír
mientras Riqui le miraba con cara de
pena desde la puerta, esperando su
tercer y último paseo del día.

Mientras paseaba con el perro se


encendió un cigarro, prometiéndose una
vez más que tenía que terminar
definitivamente con ese vicio de fumar
dos o tres veces al día. El humo de la
primera calada se perdió entre la brisa
de aquella noche fresca de Madrid. Se
encaminó hacia un parque cercano a su
casa donde los árboles habían enraizado
tan profundo que el camino tenía baches
que servían a los niños para saltar con
sus bicicletas cuando pasaban a toda
velocidad. A esas horas el parque estaba
prácticamente vacío, lo cual agradeció.
Riqui orinó en uno de esos árboles,
levantando su pequeña pata trasera.
Antonio apagó su cigarrillo a mitad y lo
tiró a una papelera. Cada vez fumaba
menos, pero últimamente lo necesitaba
más que nunca; en los últimos años
habían pasado demasiadas cosas que le
preocupaban.
A parte de la pesada carga que
llevaba Antonio al no haber aceptado la
marcha y el abandono de su exmujer y
madre de su hija, también el novio y la
mejor amiga de Elsa por aquel entonces,
decidieron hacerle pasar por un
desengaño muy doloroso y que arrastró
bastante tiempo. Y después estaba el
caso de los Jefes. A lo largo de su
trayectoria como policía, mientras
servía como inspector jefe de la Brigada
de Estupefacientes y en la actualidad
como recientemente nombrado
comisario de la pequeña comisaría en la
que se encontraba, ese caso había sido
el que más quebraderos de cabeza le
había traído. Una banda dedicada a la
venta de drogas y la prostitución. Era
una de las más fuertes de España y
operaban principalmente en la capital.
Traían droga —bien camuflada— y
mujeres en barcos y la distribuían por
toda España, pero su principal foco de
ventas estaba en Madrid. Antonio
llevaba más de diez años, casi desde
que entró en esa brigada, detrás de esta
banda que estaba dirigida por dos
hermanos, los Jefes, así se hacían
llamar. Consiguió dar con ellos hacía
poco más de un año, tarea que no fue
fácil, pues estos hermanos se sometían
incluso a cirugías para pasar
inadvertidos. Carnets, tarjetas,
pasaportes, empresas, todo estaba
perfectamente falsificado o bien
escondido en paraísos fiscales. En esta
nueva era, donde todos podemos estar
más que vigilados, una simple foto en
Facebook les había delatado. Uno de sus
miembros, al que sí tenían localizado,
subió una foto en una fiesta donde puso
el título: «Con el Jefe». Acto seguido
saltaron las alarmas y el departamento
de informática se puso en contacto con
Antonio, que no dudó ni un momento en
reconocerlo, por muchas operaciones y
cambios estéticos a los que se hubiera
sometido. En tres días los ingenieros
informáticos del CNP dieron con la
vivienda exacta de los dos hermanos y
se preparó el mayor dispositivo policial
de los últimos años.
Aquella noche todo salió bastante mal
y, aunque no lo admitiría nunca, todavía
no lo había superado, otra cosa más.

Unos cinco minutos antes de que


llegara el dispositivo dirigido por él
mismo, alguien a quien todavía tenían
comprado en la Policía consiguió alertar
a los dos hermanos y estos avisaron a
todos sus trabajadores. Estaban en una
finca, a las afueras de un barrio de
Madrid y tenían ocupados más de seis
pisos llenos de hombres dispuestos a
dar la vida por los Jefes. Cuando
llegaron aquello se convirtió en una
tormenta de balas. Desde las ventanas,
la resistencia y las ráfagas de balas eran
incesantes. Mientras tanto, los dos
hermanos salieron por el garaje, cada
uno en un coche y con un conductor.
Los Jefes eran dos hermanos de
nacionalidad rumana que no conocían el
miedo. En su país, desde antes de la
adolescencia habían trabajado en redes
de narcotráfico, tráfico de armas y de
mujeres. Llegaron a España para
trabajar con una red que prostituía a
mujeres jóvenes de su nacionalidad.
Pronto vieron que aquí podían saltarse
las leyes más a la ligera y que la cárcel
no estaba tan mal como en su país.
Enseguida comenzaron a vender armas y
drogas. Se hicieron con el control de
muchas zonas mediante extorsión sin
escrúpulos. Uno de los hermanos era
gordo y más bien tonto, se encargaba del
trabajo sucio y se llamaba Dimitri. El
otro se llamaba Nicolav, era el
cabecilla, delgado e inteligente, su
mirada era dura y demostraba que la
muerte para él era tan solo un juego.
Quería a su hermano, pero le limitaba
los trabajos porque sabía que no era
muy audaz, al contrario que él, que en
diez años había conseguido introducir
más cocaína en Madrid que cualquier
otro traficante.
Cuando salieron dos coches por el
garaje del edificio en el que se
escondían, el comisario supo que eran
los dos hermanos. En aquellas ocasiones
era capaz de reaccionar muy rápido,
pero esa vez se demoró un poco más de
la cuenta. Dudaba en qué coche iría
Nicolav, el hermano cabecilla y al que
priorizaba atrapar. También dudó de si
aquello era una trampa y los dos
hermanos iban en un solo coche, pues
era de noche y, además, tenían las lunas
tintadas. Cada coche tomó una dirección
y Antonio decidió ir a por el segundo.
Todos los demás compañeros estaban
sumergidos en el tiroteo. Llevaba a un
compañero en el coche que era el que
conducía y pensó que sería suficiente.
Tenía tantas ganas de atrapar a Nicolav
que se olvidó de todo y mandó al
conductor perseguir al segundo coche,
rezando para que fuera el cabecilla, el
mayor de los hermanos el que iba
dentro. La persecución duró hasta que el
coche que iba a toda velocidad a la fuga,
salió a la autovía y se chocó contra otro
que circulaba por ese carril y al que no
le había dado tiempo a apartarse. Dio
media vuelta de campana y quedó del
revés en medio de los dos carriles de la
autovía. Al ser un coche todo terreno, de
gama alta y supuestamente blindado para
proteger a los Jefes, los integrantes
quedaron ilesos y lograron salir.
Antonio ordenó a su compañero que se
detuviera en el carril de incorporación a
unos cinco metros del coche volcado.
Pidió refuerzos, que cortasen la
carretera y una ambulancia para el otro
coche: había dado varias vueltas, se
encontraba unos cuantos metros más
adelante y con menos suerte que el de
los delincuentes, estaba destrozado. De
repente varios disparos impactaron
contra el coche de la Policía y el
comisario y su compañero se refugiaron
tras él. Comenzaron los disparos desde
ambos lados. Los coches de la autovía
se detenían al ver las sirenas, el
accidente, y retrocedían cuando
escuchaban los disparos. El comisario
no dudó en dar órdenes, esa era su
oportunidad.
—¡Cúbreme! Voy a acercarme.
—¡Comisario! No es seguro, debemos
esperar a los refuerzos.
—No voy a permitir que se me
escapen, si son los hermanos, esos
cabrones hoy dormirán entre rejas.
¡Cúbreme! —ordenó sin tener que
mencionar que era una orden.
—De acuerdo. —Obedeció—. Tenga
cuidado.
Nada más decir esto cesó la lluvia de
balas al coche patrulla. El compañero
de Antonio se asomó por la parte trasera
del coche y comenzó a disparar a diestro
y siniestro. El comisario salió corriendo
y disparando en dirección al coche
volcado. De repente, una silueta salió de
detrás del coche al que disparaba.
Antonio se detuvo con la pistola en alto.
Se quedaron mirándose unos segundos.
Era el Jefe, aunque no Nicolav. Nadie se
esperaba tal atrevimiento, ninguno
dudaba de la frialdad y la fama que
tenían los hermanos de no tener miedo a
la muerte, pero aquello paralizó a todos
y cesaron las balas. El otro delincuente
continuaba agachado detrás del coche y
comenzó a gritar como un loco en un
idioma que Antonio no conseguía
entender. Dejó de chillar y salió también
de detrás del coche, en menos de un
segundo el compañero de Antonio lo
abatió. Su compañero no se lo había
pensado ni un instante y disparó al
segundo delincuente que se atrevió salir,
no como al primero, al que si disparaba
podría alcanzar al comisario ya que
estaba en la línea de fuego y eso no se lo
podría haber perdonado nunca. Dimitri
que seguía enfrente de Antonio se
cabreó e hizo ademán de levantar la
mano en la que llevaba la pistola. El
comisario no vaciló. Le disparó una
bala en la cabeza antes de que pudiera
levantar la mano por encima de su
cintura. Cayó con un golpe seco al suelo.
El conductor de un vehículo que había
parado en la cola que se había formado,
se acercó más de lo prudente y lo grabó
todo con su teléfono móvil. Era
periodista.
Antonio tenía claro que ese hombre
merecía morir. Pero el disparo en la
cabeza le salió sin pensar. Con su
puntería y su experiencia podría haberle
disparado en el hombro, o en el pecho,
pero apuntó directamente a la cabeza.
Las imágenes salieron en todos los
canales de televisión e internet. Uno de
los hermanos Jefes cayendo al suelo con
un golpe seco, se convirtió en la imagen
más vista del mes. Afortunadamente, el
reportero editó el vídeo para que no
saliera ninguno de los dos policías que
mataron a los delincuentes. Aun así, el
comisario se preocupaba bastante, pues
el hermano mayor de los Jefes, el
cabecilla, el inteligente, el duro, cruel y
frío, había escapado y no se sabía nada
de él, a pesar de que la búsqueda
intensiva se alargó más de lo normal.
Nunca lo pillaron. Dieron la alerta a su
país. Todos pensaron que habría vuelto
allí al ver que en España todo se le
había desmoronado. Sin duda alguna
había visto una y otra vez la imagen de
su hermano pequeño cayendo al suelo,
muerto de un disparo en la cabeza.
Antonio todavía se torturaba
mentalmente pensando en si Nicolav
habría visto aquel vídeo, y si sabría
quién fue el que disparó a su hermano.
Conocía perfectamente la respuesta a
todo, al igual que conocía la capacidad
sin límites que tenía Nicolav para dar
con el video sin editar, o para enterarse
de quien había disparado. En el fondo
tenía miedo. Este hecho le marcó de una
manera especial y ahora intentaba
refugiarse de los fantasmas del pasado
al frente de una pequeña comisaría local
en Madrid, como recién ascendido
comisario por su actuación en la
operación Jefes.
CAPÍTULO 5

Esta vez había decidido reunirse a


plena luz del día y en una zona bastante
concurrida. Concretamente en la terraza
de una cafetería de una zona peatonal a
una hora en la que las mamás se ponían
al día de cómo iba la semana, los
albañiles de una obra cercana
devoraban sus bocadillos y reñían sobre
fútbol y política y los oficinistas
tomaban su café con tostadas y hablaban
del trabajo y el estrés de la vida.
Nicolav observaba, desde la sombra de
un árbol sentado en su mesa, el
escenario que había elegido para citarse
con Mateo, el hombre bajito al que
había atemorizado hacía unas semanas
precisando su ayuda. Era imposible que
allí reconocieran a alguien tan superior
a todas esas cotidianidades de la vida
que observaba. Nadie de allí podía tener
ni la mitad de su inteligencia, pensaba.
Llevaba una boina de esas que se
estaban poniendo de moda entre los
jóvenes calvos, un periódico y gafas de
sol que fácilmente pasaban inadvertidas
en aquella mañana soleada a tan solo
una semana de la entrada del verano.
Cualquier persona que no lo conociera
habría pensado que simplemente era un
parado más, o incluso un prejubilado
que quería disfrutar del sol, el café y las
noticias del día. Mateo llegó y se sentó
enfrente, él sí que lo conocía, a pesar de
la boina y las gafas. Conocía sus gestos,
su forma de actuar y su forma de pasar
inadvertido porque, para agradar a
alguien a quien temes, debes conocerlo
bien, si no quieres ser castigado.
—Partener —dijo mientras le
estrechaba la mano al hombre que se
sentó enfrente.
—Buenas… tardes. —Mateo,
sudando, miró su reloj y se cercioró de
que pasaban cinco minutos de las doce
del mediodía.
—Toma este periódico —dijo
Nicolav acercándole la prensa doblada
al hombre, que no podía evitar el
tembleque de manos mientras lo cogía
—. Hay una página en la que el número
está rodeado con bolígrafo azul, búscala
y lee toda la noticia cuando estés en
casa. Mañana te llamaré a estas horas.
Cuando leas la noticia sabrás dónde voy
a estar cuando precise tu ayuda. Dime tu
número del teléfono de casa. —Sacó su
móvil para apuntar el número.
—Nicolav… —comenzó a implorar
el hombre.
—¿Sí, partener? ¿Algún problema?
—Cuando todo esto que tengas que
hacer… acabe… —siguió implorando.
—Cuando todo esto acabe, ni tú ni
nadie volveréis a saber nada de mí.
Dejaré de existir —le cortó
tajantemente.
—Está bien…—dijo no muy
convencido.
—¿Han quedado claras las
instrucciones?
—Sí, muy claras —dijo el hombre
agachando la cabeza y asintiendo.
Nicolav le miró directamente a los
ojos y pensó en si podía confiar o no en
ese hombre asustado que tenía delante.
Él sabía que le bastaba con la ayuda de
Mihail, pero siempre tenía uno o dos
planes alternativos para todo, era típico
de las personas como él, meticulosas y
calculadoras. Hacer partícipe desde el
principio a Mateo de lo que quería
llevar a cabo, le haría que fuese
imposible negarle su ayuda. Si sabía que
algo le ayudaba a dominar a las
personas a parte del miedo, era hacer
que participaran sin saber exactamente
en qué hasta el momento del acto.
Aquellos de los que requería su ayuda
siempre tenían la esperanza de que
quizás lo que fueran a hacer sería menos
malo que las represalias de negarse a
hacerlo.
—Muy bien. Ahora dime tu número y
cuéntame qué tal folla la mujer esa que
te conseguí y a la que le has dado dos
niños. —Nicolav disfrutaba y su cara
sonriente lo dejaba ver.
Mateo seguía encogiéndose por
momentos aplastado por el miedo. Pensó
que aquello, aunque fuera lo último que
tuviera que hacer junto a aquel fantasma
del pasado que había vuelto a aparecer,
iba a ser muy duro.
CAPÍTULO 6

Eran las doce y media del mediodía


cuando Santi escuchó el timbre. Su
amigo se retrasaba media hora, como
siempre. Habían quedado a las doce
pero otra vez llegaba tarde. Dejó el
ordenador como estaba y salió a abrir.
Su hermana se había adelantado y había
abierto la puerta. Gema estaba jugando a
la videoconsola, para no variar. Rubén
tenía demasiadas aficiones y entre ellas
estaba la de hablar mucho, tanto que
Santi le decía que parecía una vieja o
una persiana por lo que se enrollaba,
eso y los videojuegos. Si no salía de
fiesta podía pasarse toda una noche
pegado a la pantalla.
Muchas personas se jactan de
adivinar el futuro, incluso se lucran con
ello. Él adivinó a la perfección lo que
iba a ocurrir cuando su hermana abrió la
puerta del piso y volvió rápidamente a
coger el mando de la consola con un
apenas audible:
—Hola, Rubén.
—Hola, Gema, guapa. Estás jugando
al Mario Cars. Pon otro mando.
—Vale. Te voy a dar una paliza.
—Ni lo sueñes, enana. Estás hablando
con el friki número uno del Mario Cars.
—¡Hola! estoy aquí, amigo mío y
hermana mía —dijo Santi, cuya
presencia había pasado totalmente
inadvertida cual fantasma.
—Hola peregrino —Su amigo bromeó
apretando los botones del mando a toda
velocidad—. Le echo una partida a tu
hermana y miramos lo del viaje.
—Tranquilo, hermano, no me va a
durar mucho —sentenció Gema.
Suspirando abandonó la escena y se
fue con una mezcla de cabreo y felicidad
a su cuarto. Sabía que su mejor amigo
quería a Gema como una hermana.
Aquello que hizo, no lo hizo solamente
por él. Sabía que la sangre le habría
hervido casi igual que a él cuando se
enteró de lo que le habían hecho a su
hermana. Santi se sentó en la silla de su
habitación, estuvo tentado de volver al
comedor a coger una silla para su
amigo, pero Rubén seguramente
terminaría sentado o tumbado en la
cama. Su habitación era la más grande
de todas, pero las vistas de la ventana
solamente daban al piso de enfrente que
estaba ocupado por unos estudiantes.
Tenía un armario lo bastante grande
como para guardar la ropa de todo el
año y una miniestantería en la pared
llena de algunos libros, los de su padre
sobre todo, figuras, objetos de sus libros
y películas favoritos, y una sola foto en
la que aparecía con su mejor amigo
Rubén. Al lado de esa, había un hueco
en el que se podía ver que faltaba el
marco de una foto recién quitada.
Rubén llegó chillando por el pasillo.
—A la próxima te gano, enana, y lo
sabes.
—¿Te ha vuelto a ganar? Estás
perdiendo friki facultades eh. —Bromeó
Santi.
—Bueno, cuando quieras juegas tú
conmigo, verás quién se hace friki caca.
Además, me he dejado ganar, es una
niña y tiene que estar feliz—dijo
sonriendo e imitando a un chino feliz,
cerrando sus particulares ojos azules.
—Tiene quince años, Rubén.
—Lo sé, pero es tan inocente. ¡Tiene
un gran corazón, tío! Además, es
preciosa. ¡Joder! ¿Cuál de los dos es
adoptado? —Bromeó esta vez Rubén
—Qué cabrón. Tú no eres adoptado,
pero el otro día me fijé bien en el vecino
de tu madre y…
—¿Cuál, el que está bizco? —Cruzó
los ojos.
—Sí, ese mismo. Así te vas a quedar
tú como no dejes de viciarte a las
consolas. Bueno, vamos a ver, aquí he
encontrado una página en la que salen
todos los posibles caminos de Santiago.
—Quería ponerse manos a la obra
porque sabía que si se ponían a bromear
no terminarían nunca y por ello había
decidido invitar a comer a su amigo a su
casa. Lo cual significaba que le tocaba
cocinar a él.
—¿Cómo que todos los caminos? ¿El
Santiago este que se tiró, toda su vida
buscando caminos para llegar a
Compostela? —Rubén se quedó con
cara de querer soltar una broma más,
alguna broma que se le había ocurrido y
que si no soltaba iba a estallar.
—A ver… suéltalo va. —Se conocían
a la perfección.
—¿Sabes cuál era el lema de este
hombre? —Nadie en aquella habitación
respondió con cuál, pero Rubén no
necesitaba ni mucho público ni muy
participativo. —Todos los caminos
llevan a Santiago… En vez de a Roma, a
Santiago. ¿Lo pillas? —Comenzó a
hacer muecas.
—Sí, lo pillo. Ja, ja, ja, ja, ja. ¡Tiene
gracia joder! Es que de lo tonto que eres
te salen chistes malos que hacen gracia,
y deja de hacer esas caras raras que
tampoco hay tanta diferencia con la tuya
habitual. Bueno, va —dijo poniéndose
un poco más serio y pensando en el
arroz al horno que tenía que hacer…—
¡Al turrón!
—El primitivo, por ejemplo ¿qué
tiene de especial? —preguntó Rubén
adueñándose del ratón.
—Es bastante duro… Tiene bastantes
montañas, subidas y bajadas —contestó
Santi contento.
—Amigo mío, yo voy a hacer el
camino, que proviene del verbo caminar,
yo camino, tú caminas…
—¿Qué me quieres decir?
—Que vamos a caminar
tranquilamente y, a relajarnos. No vamos
a hacer una Spartan Race.
—Podemos hacer una Santian Race…
—Pero a ver, todos los caminos que
veo por aquí tienen muchos kilómetros y
demasiadas etapas. —Rubén, centrado
en la pantalla del ordenador, obvió la
broma de su amigo.
—Ya, pero lo normal es ir haciendo
unas cuantas etapas cada año.
—De eso nada, yo quiero terminar en
la plaza de Obradoiro.
—Terminaremos cuando hagamos las
últimas etapas.
—Sí claro, en el 2030, ¿no? A saber
si no estoy bajo tierra ya.
—No digas eso.
—¿Por qué? ¿Acaso no vendrías a mi
entierro? ¿Sabes? yo creo que estaría
abarrotada la iglesia, no cabría ni un
alfiler.
—Ya… —A Santi le cambió la cara.
Su amigo intuyó que estaba pensando
en su madre y rápidamente cambió la
conversación.
—Bueno, pues a mí me ha llamado la
atención el primitivo este — dijo
haciendo clic con el ratón.
—En dos viajes, relajadamente, lo
tenemos terminado —opinó Santi.
—Yo quiero terminar en la catedral,
que sabes que a mí me encantan las
catedrales. Por favor. —En esa afición
coincidían los dos.
—Vale, la verdad es que a mí también
me hacía ilusión terminar en Santiago y
ver la catedral, me gustan más que a ti.
Mara dijo que si nos lo pasábamos bien
haríamos un tramo del camino cada
año… —Sus pensamientos volvieron
hacia atrás, a los recuerdos.
—Bueno, amigo, pero ahora vas con
Rubén, y, aunque a mí no me la vayas a
meter —Sonrió enseñando los dientes
—, te digo que vamos a terminar en
Santiago. Y que vamos a hacer este
camino para terminar y ver el
botafumeiro de la Catedral de Santiago
—sentenció—. Bueno, va. Si quieres te
dejo que me toques un poco el culo, así
te convenzo. —Puso el culo en pompa
en dirección a su amigo, que le dio una
suave patada antes de que se bajara los
pantalones, cosa que solía hacer muy a
menudo.
—Está bien. Haremos este y
terminaremos oliendo el asqueroso
incienso ese con el que se colocan los
cristianos. Aquí pone que podemos
hacer solo la parte de Galicia, y
llegaríamos a la catedral en unas siete
etapas —dijo Santi cogiendo el ratón y
pinchando en la guía—. En total serían
unos… doscientos kilómetros. —
Terminó con una sonrisa de oreja a
oreja.
—¿Doscientos kilómetros?
GEMAAAAA. —chilló Rubén.
La joven llegó un poco asustada.
—¿Qué pasa? —preguntó asomando
medio cuerpo por la puerta.
—Eso digo yo. ¿Qué pasa? —Ambos
miraron a Rubén.
—Tenemos que llevar a tu hermano a
un psiquiatra ya, a la fuerza. ¡Ayúdame!
—¿Por qué? ¿Qué ha hecho esta vez?
—sonreía.
—Quiere que hagamos doscientos
kilómetros andando en…
—Una semana. Siete días de nada.
Gema, no le hagas caso a este flojeras.
—Bueno, me voy a darle de comer a
Bombur —dijo la hermana al ver que
aquello había sido otra salida del mejor
amigo de su hermano.
—¿Quién es Bombur? —preguntó,
esta vez sin gritar.
—Un conejo que tenemos como
compañero de piso ahora. Cortesía del
amigo de mi hermana.
—Guay, yo quiero verlo. —Rubén
nunca perdía el asombro por ver o hacer
todas las cosas del mundo. Era
fascinante lo intenso que seguía siendo
su niño interior.
—De eso nada. Vamos a sacar los
billetes ya. Y cuando le des la lechuga al
conejito podías poner el agua a hervir.
—¡Qué guay! ¡No me acordaba! Arroz
al horno —dijo feliz.
—¡Sí qué guay! Arroz al horno —dijo
Rubén dándose pequeños golpes en la
barriga.

Tras comprobar las dotes culinarias


de Santi con la comida vegetariana,
consiguieron ponerse con el tema de los
billetes. Con suerte llegarían a
Fonsagrada, el pueblo desde donde iban
a comenzar el camino, para cenar en el
albergue, acostarse y comenzar a andar
el día 1 de julio. Perdieron otro rato
buscando todo el material que
necesitarían y una asociación de amigos
del camino en Valencia para poder
conseguir la credencial, el pasaporte
que todo peregrino lleva con orgullo
para que se lo sellen en todos los
lugares que va visitando por el camino.
Mientras comían, decidieron que esa
misma tarde irían de compras a por todo
lo necesario. Con la compañía de Gema,
ya que en estos casos era necesaria su
compañía por, entre muchas otras cosas,
su gran capacidad de organización y
decisión.

Rubén se quedó observando a su


amigo mientras caminaban por el pasillo
de la sección «Travesía» de aquella
gran superficie, fantasía de cualquier
deportista amateur. Estaba muy feliz y
eso le alegraba. Haría una y mil veces
más el Camino de Santiago junto a su
mejor amigo para que este estuviera
feliz. Él sabía lo mucho por lo que había
pasado. Su madre falleció y su padre se
largó… Dejándoles una buena suma de
dinero y a sus tíos en el piso de arriba
sí, pero ¿y el amor? ¿Qué cantidad de
dinero o qué familiar puede sustituir el
amor de unos padres?, pensaba Rubén.
Mientras Gema les hablaba de unos
pantalones largos que se abrían por las
rodillas mediante unas cremalleras y que
les vendrían muy bien para el camino,
Rubén vio algo que sabía que iba a
cambiar aquel feliz día. Iba a cambiar el
curso de los días siguientes para Santi.
Vio a Mara en el pasillo de enfrente con
un chico alto y moreno. Inevitablemente,
como dos imanes, iban en la misma
dirección y se atraían, se acercaban.
¿Quién era Rubén para luchar contra las
leyes de la física?
Cuando se reconocieron, fueron a
saludarse y la cosa pareció un poco fría.
—Hola, Mara —dijo Santi, cuya cara
expresaba mil emociones no del todo
buenas. Y le dio dos besos.
—Hola, Santi. —Ella, sin embargo,
sonreía. Tenía una de esas corazas que
nunca dejan ver sus verdaderas
emociones. Una de esas corazas que en
realidad esconden una gran debilidad.
—Hola, Mara. —Se adelantó Gema y
le dio dos besos con otra sonrisa de
oreja a oreja. Tan inocente y bondadosa
como siempre.
—Hola, Rubén. —Mara saludó
finalmente al único que parecía no
querer entrar en ese raro y frío círculo
de saludos, besos, abrazos y mentiras.
—Hola —respondió secamente.
La escena se volvió todavía más rara
cuando los dos que por un tiempo se
amaron y compartieron todo, dijeron a la
vez.
—¿Qué tal est…?
—¿Qué tal estáis? —Volvió a decir
ella, esta vez, sin que nadie la
interrumpiera.
—Bien. Vamos a…
—Vamos a comprarme unas zapatillas
para ver si comienzo a correr —cortó
Rubén.
—Muy bien —dijo notando la
indirecta. Nunca lo había soportado del
todo, no era consciente, pero le tenía
algo de celos—. Nosotros ya nos
íbamos. Hasta pronto Santi. —Se acercó
para darle un solo beso, algo más
despacio de lo normal.
Su perfume envolvió a Santi y esto
hizo trabajar a su cerebro a una
velocidad imposible, para abrir
cualquiera de los archivos que le
recordaban a ella. Sería una ardua y
lenta tarea volver a guardarlos en su
sitio para que no anduvieran por su
cabeza dando vueltas.
—Adiós. —Consiguió articular Santi.
—Adiós, Gema. —Y Mara
desapareció, dejando su aroma.

La gente iba y venía con sus carros,


compraban, charlaban, incluso los niños
jugaban; la más absoluta normalidad.
Pero en aquel espacio y tiempo donde se
habían encontrado, todo había sido muy
diferente a lo normal. Esta sensación les
acompañó a todos, menos a la inocente
hermana pequeña, durante toda la tarde.
CAPÍTULO 7

El comisario estaba en su despacho


revisando unos papeles pero con los
pensamientos en otros lares. En un
principio había aceptado el cargo de
comisario en esa aparentemente
tranquila comisaría para relajarse y
olvidarse del caso de los Jefes pero el
trabajo y el servicio al orden público
era su único modo de vida, el comisario
tendría que volver a nacer para poder
desconectar del mundo policial.
Recordó la frase de una vieja película
de artes marciales, en la que el
protagonista era sometido a torturas y
sonaban en su cabeza las palabras de su
maestro: «Cuerpo y mente no tienen que
viajar juntos». En aquella ocasión, como
en muchas otras, le estaba ocurriendo.
No le prestaba la atención que se
merecían a los papeles del caso de una
redada en una discoteca, donde habían
encontrado varios gramos de sustancias
no muy legales y sí muy nocivas.
Antonio pensaba en la rutina. Su vida se
estaba convirtiendo en pura rutina,
incluso pensar en la rutina se estaba
convirtiendo en una rutina. Al darse
cuenta de esto se mareó un poco y cerró
los ojos. Se quitó las gafas, las dejó en
la mesa e hizo el gesto de quitarse una
máscara que llevara pegada a la cara, un
gesto de cansancio acompañado de un
suspiro. Decidió, por enésima vez, que
tenía que hacer algo más que trabajar en
su despacho o en casa, ver la televisión
y pasear a Riqui. Estaba empezando a
ser consciente de que no tenía vida
social y ni se imaginaba lo importante
que era ese paso para seguir sanando el
daño psicológico y emocional que había
sufrido con el repentino abandono de su
mujer, hacía ya tanto tiempo. Salir de su
despacho a tomarse un café le sentaría
bien y le haría estar más centrado en el
trabajo, ya que ahora era lo que le
tocaba hacer.
En el pequeño comedor que tenían en
la comisaría se encontró con la
subinspectora Rocío. Ella era una
compañera de cuarenta años a la que
tenía mucho aprecio. Se conservaba muy
bien, hacía mucho deporte y cuidaba
excesivamente su dieta. Aparentaba
tener unos treinta y las malas lenguas de
la comisaría decían que estaba colada
por él. El comisario nunca había hecho
caso de estas habladurías y si alguien le
comentaba algo, activaba más todavía el
modo «jefe serio» y todo el mundo se
ponía a su nivel de seriedad
inmediatamente. Era una persona muy
querida, y a la vez respetada en aquella
comisaría. Por todo el tiempo en el
servicio, por su integridad, por todos los
casos que había resuelto y los traficantes
con los que había terminado en la
Brigada de Estupefacientes como
inspector jefe, se había ganado el rango
de comisario en esa comisaría.
—¿Un café, comisario? No tiene muy
buena cara. ¿Se encuentra bien? —
Rocío tenía la costumbre de dirigirse a
él con más respeto todavía que todos los
demás compañeros.
—Sí, gracias, con extra de café y
poco azúcar, que luego mi hija me
riñe…
—Tiene usted una joya de hija.
Seguro que se cuidan muy bien. He oído
que va a hacer el Camino de Santiago.
Qué valiente. Dele un abrazo de mi
parte.
Rocío le dio su café preparado y se
encaró hacia la puerta que estaba
abierta. Mucha gente los miraba
disimuladamente. Antonio cometió lo
que para él fue una locura y la detuvo
suavemente de la mano para que no
saliera.
—¿Qué tal si nos tomamos algo esta
tarde al salir? —Al terminar de decirlo
pensó que estaba loco y que tenía que
ponerse en manos de algún profesional.
La respuesta le disipó un poco estas
dudas.
—¿Usted y yo? Será un placer. —Y su
cara dibujó una sonrisa que la hacía
todavía más hermosa a ojos del
comisario—. Cuando termine le aviso.
¿Le parece bien?
—Me parecería mejor si dejaras de
tratarme de usted, por favor. —Otra
locura más. Recordó la tarjeta que tenía
en casa de la psicóloga que les ayudó,
sin mucho éxito, con el tema de su
exmujer—. Podemos ir al local donde
trabaja Elsa, y así le das tú el abrazo, se
alegrará de verte. —Había perdido la
cuenta de las veces que su hija, y alguien
más, le había insinuado que invitara a
salir a aquella mujer que tenía delante.
—Claro. Estaré encantada. —Estaba
empezando a ruborizarse, así que
decidió salir de allí antes de que el
comisario lo notase—. Bueno, pues nos
vemos luego…, Antonio.
Al salir del pequeño comedor a las
oficinas hubo un repentino ruido general
de sillas, grapadoras, bolígrafos contra
la mesa y papeles arrugándose. Antes
todo había estado en silencio y solo
habían faltado unas palomitas para
simular un cine; ese lugar en el que todo
el mundo mira en la misma dirección y
está expectante a cada fotograma que en
la pantalla aparece. Allí había pasado lo
mismo, y al darse cuenta, la
subinspectora se ruborizó todavía más,
se apresuró a sentarse rápidamente en su
silla y centrar su vista, que no su
atención, en una pantalla sin ningún
programa abierto. Durante ese día y
quizás esa semana, habría tema en todos
los rincones de aquella comisaría entre
sus compañeros de trabajo. Pero los
rumores, cotilleos y noticias de interés
desaparecen en cuanto pasa otra cosa
más interesante. Rocío y Antonio
rezaban a la vez, sin saberlo, para que
un nuevo tema de conversación surgiera
pronto en aquella comisaría.
Cuando Antonio volvió a su despacho
se encontró por el camino con Ray, el
único que jamás trataría de seguir la
corriente a algún rumor o cotilleo, que
iba a buscarlo. Por eso, entre otras
cosas, le caía tan bien.

Por la tarde, tanto comisario como


subinspectora se esforzaban por
olvidarse del qué dirán en la comisaría,
de los casos, del trabajo en general y
trataban de relajar la tensión. Intentaban
aparentar normalidad y relax mientras
tomaban esa cerveza que habían
acordado. Elsa, que estaba en la mesa
tomando su descanso y una bebida
azucarada, por una parte estaba feliz por
la noticia que le había llegado de que su
padre iría a hacerle una visita al trabajo
acompañado de Rocío, pero por otra no
pudo evitar estar en medio de tanta
tensión.
—¿Qué pasa? ¿No podéis desactivar
el modo policía por un rato?
—¿Tanto se nos nota? —respondió su
padre.
—Pues a ver… —Hizo como que
sumaba mentalmente con los dedos—.
Tres camellos se han cambiado de acera
en los diez minutos que llevo aquí.
—Tienes razón —intervino Rocío—.
Hoy ha sido un día duro y cuesta
desconectar. Discúlpanos. ¿Ya tienes la
lista de lo que necesitas para el viaje?
—Sí. —Sonrió al recordar que le
quedaban pocos días para marcharse.
—Imperdibles —dijo la
subinspectora de repente.
—¿Cómo? —preguntaron padre e hija
a la vez.
—Que te lleves imperdibles para
tender la ropa, las pinzas se rompen más
fácilmente y ocupan más lugar.
—¿Y cómo sa… —comenzó a
preguntar Antonio.
—Estuve en los Boy Scouts e hice
muchos campamentos —le cortó Rocío,
arrepintiéndose enseguida.
—Vale. Tomo nota. Imperdibles.
—¿Tienes alguna duda más?
—Yo sí —respondió el comisario.
Las dos chicas le miraron—. ¿A qué
hora preferirás que te llame… cada día?
—Papá, no quiero que me llames
cada día, yo te llamaré cuando… —se
quedó pensando las palabras exactas—
crea conveniente. —Se levantó, besó a
Rocío y se marchó hacia dentro, a
continuar trabajando.
—Antonio, va a hacer el Camino de
Santiago. No le va a pasar nada malo.

De vuelta a casa del trabajo, Elsa


caminaba por una zona céntrica de
Madrid, cerca de donde vivía. Por la
cabeza le pasaban dos pensamientos,
uno más superfluo y el otro más
profundo pero no por ello menos
importante, mientras pisaba los grises
adoquines de una calle peatonal. En
primer lugar y como siempre que pasaba
por aquella zona, pensaba en lo
agradable que resultaba vivir por allí.
En su barrio, uno bastante céntrico,
existía una mezcla de etnias que le
resultaban muy agradables. A unos cinco
minutos de su hogar siempre se
percataba: primero una tienda de
sombreros de todo tipo y clase
regentada por un hombre mayor que, a
pesar de la competencia de los grandes
mercados, se resistía a cerrar el negocio
en el que llevaba más de media vida.
Sus sombreros eran artesanales, con
materiales de primera calidad y, única y
exclusivamente se dedicaba al noble
arte de fabricar sombreros. Por ello su
pequeña empresa se diferenciaba del
resto de grandes superficies textiles
donde no solo vendían sombreros, en los
conocimientos del material, la calidad y
sí, también en el precio. Elsa se sabía de
memoria la historia y la vida del viejo
que se la contó, como a todos los
clientes que entraban, el día que decidió
comprarle un sombrero negro con una
cinta gris al final de la copa para su
abuelo, hacía tres años, justo unos meses
antes de que falleciera. Después de esa
tienda, tres portales más allá, había un
pequeño mercado, de alimentación
mayormente, que pertenecía a unos
indios, los cuales siempre regalaban
amablemente a Elsa una o dos piezas de
fruta extra cada vez que entraba a
comprar de paso para casa. Por último
un matrimonio chino tenía siempre bien
vigilada su pequeña tienda de todo a
cien donde podías encontrar casi todo lo
que pidieras. El matrimonio chino no
solía regalar nada a Elsa, pero la tercera
vez que entró a comprar, esta vez una
lima para las uñas, ya no le persiguió la
mujer allá a donde iba entre estanterías
y estanterías, ese era un acto de lo más
agradecido. Después de esta última
tienda en la que saludó al dueño que
fumaba en la puerta, Elsa llegó a la
parte más agradable del paseo hasta su
casa y que le recordaba lo cerca que
estaba de ella, el olor a comida
cocinada que salía de un restaurante
situado en la acera de enfrente. Olía a
cebolla frita caramelizada, consiguió
distinguir. Era sábado, a las nueve y
media de la noche y no parecía refrescar
demasiado para que algunas personas
esperaran sentadas en la terraza del
restaurante su cena temprana. Colocados
en mesas de madera y sillas de mimbre,
en una pequeña plaza adoquinada donde
dos o tres niños, hijos de los
comensales, jugaban sin que sus padres
temieran el tráfico de vehículos.
A parte del agradable olor a cebolla y
el momento de felicidad que le causaba
pasar por aquel lugar, Elsa ocultaba una
extraña sensación que le acompañaba
siempre que caminaba sola por las
calles de Madrid. Ese pensamiento más
profundo, la sensación de una
posibilidad, entre muchas ciertamente,
que podría arruinarle en un instante todo
lo agradable que envolvía su barrio,
incluso Madrid. La sensación de
encontrárselo. Encontrarse a Carlos, su
exnovio y no saber qué decir ni qué
hacer. Esa posibilidad le acompañaba
desde hacía mucho tiempo, pero ni ella
misma sabría bien cómo describir bien
la sensación que le provocaba esa
mínima posibilidad. De momento, desde
el día que se despidió de él con aquellas
palabras, no había vuelto a saber nada
de Carlos ni de su «amiga» ni de la
música o cualquier aspecto de la vida
del chico que la había fallado, la había
traicionado. Ahora, con esa extraña
sensación de no saber si en realidad
quería o no encontrárselo, le tocaba
caminar con ese rumiante pensamiento
de fondo hasta que un día pasara lo que
tenía que pasar. Entró a su portal casi
con una mezcla de alivio y decepción,
cerró los ojos y suspiró. Necesitaba
despejarse. Una ducha, cebolla frita y su
mejor amiga era una buena opción para
ir distrayendo la mente hasta que llegara
el esperado viaje.
CAPÍTULO 8

Colgó el teléfono y suspiró. Miró el


reloj. Faltaba poco para las nueve y la
oficina estaba completamente vacía.
Tenía ganas de llegar a su casa, a pesar
de que era muy tarde y casi no podría
disfrutar de sus tres hijos: dos
adolescentes y el pequeño, que crecía a
la carrera. Le agradaba esa rutina de
salir de trabajar y bajar a su plaza
privada, ver su nuevo Mercedes, que se
abría sin necesidad de sacar la llave y
que tenía tantos caballos, llegar a la
entrada de la urbanización donde vivía y
que el vigilante le abriera la barrera y le
saludase con un gesto cansino y algo
asqueado, pero sobre todo, le agradaba
llegar a su chalet dúplex con un gran
jardín bien cuidado, piscina iluminada y
un gran garaje que tanto tanto le había
costado. Le había costado cincuenta y
cinco años de su vida conseguir todo
eso, y más de veinticinco años de
servicio. Le había costado tener que
hacer cosas de las que no se sentía
especialmente orgulloso. Pero por fin
vestía de traje y corbata a diario, y con
unos zapatos de una piel de alguien que
la necesitaba más que él. Por fin había
abandonado la comisaría y sus gritos de
prostitutas masticando chicles, los
forcejeos con maleantes, los turnos,
interrogatorios, juicios, alcohólicos,
drogadictos y demás entretenimientos
que se pueden ver en una comisaría.
Había terminado la carrera mientras
estaba de servicio y ahora estaba en una
oficina del departamento de la
Subdirección General de Recursos
Humanos y coordinaba las funciones de
la Dirección General de la Policía que
pertenecían a este departamento. El
mejor despacho le pertenecía y se
dedicaba a temas que a veces le
llevaban más tiempo de lo esperado.
Salió de allí echando un último vistazo a
su mesa de madera maciza caoba que
siempre dejaba vacía y bien arreglada
antes de marcharse. Una fotografía de
sus hijos y su mujer en el centro rompía
la soledad de aquella base de madera;
antaño había sido un árbol que ocupaba
un lugar en medio de una selva y servía
de hogar a diferentes animales exóticos
que se refugiaban allí de tormentas y
depredadores. Tras cerrar la puerta y
salir, no pudo evitar girarse a mirar la
placa que había colgada en la puerta y
que llevaba su primer apellido. La
sonrisa en la cara le duró hasta que llegó
al garaje donde solo había dos coches
que descansaban allí todo el año,
cubiertos con una lona. Todo el mundo
se había marchado ya, pero él era el jefe
y tenía que cumplir ciertos clichés como
el de que los jefes llegan los primeros y
se van siempre los últimos. Cuando
llegó a su nuevo coche esperó unos
segundos a que la puerta se abriera sola,
como siempre lo había hecho desde que
lo compró hacía dos meses. Esta vez no
se abrió. Se acercó un poco más a la
cerradura con el bolsillo derecho
delante, pero las luces que debían
indicar que el coche estaba abierto no se
encendieron. Extrañado, sacó la llave de
su bolsillo y buscó torpemente sin gafas
el botón de abrir. Lo pulsó. El coche
siguió sin abrirse. Recordó lo que le
dijo el simpático comercial cuando fue a
pagar y recoger su nuevo Mercedes
recién matriculado: «No creo que nunca
te suceda —dijo guiñando un ojo—, pero
si algún día, por lo que sea, la llave
inteligente no responde, tienes que
apretar esta pestañita y sacar la llave
tradicional que está aquí escondida».
Justo cuando encontró la pestañita, las
luces del garaje se apagaron hasta nuevo
aviso de algún interruptor y todo se
quedó oscuro. Dejó caer el maletín al
suelo comenzando a impacientarse, y a
tientas buscó la cerradura de la puerta
para introducir la llave. Por fin
consiguió abrir el coche y las luces de
dentro se encendieron para dar la
bienvenida a su amo, al que habían
fallado por un momento. Justo cuando
iba a darle al botón de encendido y
temiendo que otra vez el coche no
respondiera, notó algo metálico en la
cabeza, algo inconfundible para él, el
cañón de una pistola. El hombre que le
apuntaba desde los asientos de atrás, el
culpable de que su coche no hubiese
respondido a la llave inteligente, dejó
que le viera la cara por el espejo
retrovisor, porque siempre lo hacía así,
dejaba que le miraran a los ojos antes de
matar a alguien y disfrutaba viendo las
caras de terror que provocaba al aliarse
con la muerte.
—Pero, yo te avisé aquel día… —El
encañonado consiguió articular
sollozando, sentado en el asiento de
cuero que pronto se llenaría de sangre.
El otro alejó su cara, apretó el gatillo
y se produjo un sonido sordo por el
efecto del silenciador que llevaba el
arma. Antes de morir, el hombre, no vio
su vida pasar ante sus ojos. Únicamente
se arrepintió por todo lo malo que había
hecho durante su trayectoria, por todos
los tratos que había cerrado con aquel
psicópata que le acababa de disparar, y,
en el último instante antes de morir, rogó
que aquel asesino no fuera a por su
mujer y sus hijos.
Nicolav salió tranquilamente del
coche y del garaje por donde había
entrado sin tener que forzar demasiado
la cerradura. Fuera lo esperaba una
furgoneta blanca aparcada entre un
incesante flujo de coches con
conductores demasiado distraídos,
demasiado estresados.
—¿Todo bien, Jefe?
—Todo bien, partener. Ya no hay
nadie que pueda encontrarme. Ya
podemos ir a por él.
Ambas sonrisas, ambas miradas,
fueron gélidas, tanto como el aliento de
un oso que, ofendido, está a punto de
atacarte.
CAPÍTULO 9

Santi se movió incomodo en el


autobús. Habían llegado a Madrid cerca
del mediodía y ahora llevaban una hora
de viaje hacia Lugo. Era totalmente de
día y su mejor amigo roncaba con la
boca abierta a su lado. Había observado
a toda la gente que viajaba allí, de hecho
ya había comenzado a observarlos en la
dársena de Madrid donde habían cogido
el autobús para Lugo. Había muchos
peregrinos y algunas peregrinas para
sorpresa de ambos. Rubén ya parecía un
poco más animado con el tema de tener
que andar entre veinte y treinta
kilómetros diarios. El viaje desde
Valencia a Madrid había sido bastante
ameno y relativamente corto, ya que su
amigo estaba despierto y habían estado
hablando todo el rato. Pero ahora,
después de la comida y con el aire
fresco del autobús, Rubén había caído
presa de esa tradición que persigue a los
españoles sin poder evitarlo, la siesta.
Al principio subió un poco triste al
autobús en Valencia. La estación situada
en la avenida Menéndez Pidal, era
pequeña y algo deprimente, con dos filas
de autobuses operativas, separadas por
unas tiendas, un restaurante y una sala de
espera. Su hermana y sus tíos habían ido
a despedirle a la estación, a pesar de las
horas tan tempranas, y notó la tristeza en
la cara de Gema al decirle adiós. No
recordaba las veces que habían
discutido en su vida y de la boca de
ambos había salido en más de una
ocasión un: «Ojalá te perdiera de vista».
Palabras que salen sin pasar por el filtro
de la sensatez. Ambos hermanos sabían
que se amaban y que se necesitaban. Ni
la más fuerte o tonta discusión podría
cambiar eso jamás. Nada más salir el
autobús de la estación, cogió el móvil y
le escribió a su hermana: «Enana,
enseguida estoy en casa vigilando lo que
haces» y terminó la conversación con un
emoticono guiñando un ojo y un corazón.
La respuesta no tardó ni diez segundos
en llegar: «Te quiero hermanito, disfruta
mucho». Gema terminó con una fila llena
de corazones.
Observó a su amigo a su lado, con el
asiento recostado y la boca abierta hacia
arriba. En pocas ocasiones estaba triste.
Parecía que no tuviera problemas nunca.
Seguramente había salido por la puerta
de su casa con un hasta luego y mirando
el móvil. Esto no quería decir que no
quisiera a su familia, ni que no la fuera a
echar de menos, pero él era así, vivía el
momento presente y para algunas
personas era un egoísta. Sacó el móvil y
decidió hacer la primera foto del viaje a
su amigo y su cómica imagen. Justo
cuando iba a disparar la foto, un hombre
mayor, con el pelo blanco y su mujer al
lado casi en la misma situación que
Rubén, sonrió al ver la travesura que iba
a hacer Santi y pensó, por un instante, en
hacer lo mismo él con su mujer, pero
algo le frenó.
Tras hacer la foto decidió ponerse los
cascos en el móvil para escuchar
música. En su móvil había de todo. En
un pasado Santi había sido un gran
aficionado al rap. Le gustaba la
transformación que surgía de una poesía
con la magia de la música. Recordaba a
la perfección la canción-poesía que le
había escrito a Mara el día que ella le
preguntó si la podría definir con alguna
palabra:

Me pides que te describa,


yo lo hago y te pido que estas letras
no mueran.
Aunque yo no viva:
Tú… tú eres un perro ladrando al
amanecer,
un águila alzando el vuelo al
atardecer,
el momento presente,
un baño caliente,
una gaita, un violín y un saxofón,
una prostituta solo para la ocasión.
Eres un beso en la frente,
un baño caliente,
una fiesta de día,
una dulce melodía,
una campana que suena y
dos pájaros que vuelan.
Un rio bajando,
una madre amamantando.
Eres un niño saltando en un charco,
una despedida en un barco,
un bosque salvaje,
un árbol sin su follaje.
Eres una noche en el desierto,
un polvo después de un concierto,
un camino sin fin,
unos labios carmín,
un bebe durmiendo y
una cuna meciendo.
El cogerse de la mano,
el amor de un hermano…

Tú me pides que te describa


Y podría hacerlo mientras mi mente
siga viva.
Tú eres todo y eres nada,
Eres peligro, el perfecto equilibrio.

Aquella poesía nunca vio la luz, como


tantas otras que escribió y guardó en un
cajón cual clip olvidado deseando salir
y cumplir la misión que se le había
encomendado.
Últimamente le gustaba también
escuchar música reggae. Mara le enseñó
ese tipo de música, decía que transmitía
muy buen rollo. Tenía razón. Un viaje
largo en autobús escuchando música
podría ser el perfecto paisaje para un
nostálgico, y Santi que lo estaba,
recordó cuando su ex le propuso un día
ir a un concierto de reggae, incluso
fumar un poco de marihuana para ver
qué se sentía, a pesar de ser los dos algo
muy lejano a unos rastas y no haber
coqueteado nunca con las drogas. Santi
se había dado cuenta investigando sobre
este tipo de música, que era música para
el amor y la paz, no para un determinado
grupo ni clase. Buscando el equilibrio,
cuando sentía rabia y odio, intentaba
calmarse y sentir la buena vibración que
le transmitía escuchar esa música con
lema de hippies.
Muchas cosas todavía le recordaban a
ella. En el fondo sabía que era una
excusa. Al principio todo le recordaba a
ella. En cierta ocasión leyó en alguna
red social que no se trataba de olvidar
sino de recordar sin dolor. Ese dolor de
momento no había desaparecido, y si
estaba desapareciendo, era en pequeñas
cantidades apenas perceptibles. «One
love para el feliz, one love para el triste,
para el que llora y para el que está
contando los chistes…», sonó en su
auricular y sonrió. «One love para el
que odia, one love para el que ama…»,
continuó el cantante de Green Valley por
los auriculares de Santi. Definitivamente
esa música le transmitía felicidad.
Pasaron unas horas más y Santi creyó
haberse dormido un rato. Le despertó
Rubén tocándole el brazo, la música
sonaba todavía en sus auriculares. Esta
vez era DJ Tiesto quien tenía el
protagonismo.
—Tengo hambre. ¿Tú, no?
—Yo no —dijo con los ojos todavía
medio cerrados—. Rubén, pareces un
animal, lo único que haces es dormir y
comer.
—Bueno y algo más que hacen los
animales y a mí no se me da nada mal…
Ya tú sabeh… —dijo moviendo la
cintura circularmente como pudo en el
asiento del autobús—. Bueno, saca una
banana de esas que tienes en la bolsa,
que tengo hambre.
—¿De la bolsa? O… ¿de otro sitio?
Ya tú sabeh. —Por más que lo intentaba
no conseguía parecer ni la mitad de
gracioso que su mejor amigo.
—Va, no empieces. Dame algo de
comer, que quiero hablar contigo de algo
serio. Tengo una preocupación…
—¿A qué te refieres?
—A que no sé qué hacer con mi
vida…
—Vamos a ver, Rubén. Tranquilo,
amigo mío, en esta vida todo tiene
solución, menos la muerte. —Palabras
que su padre le había repetido en más de
una ocasión.
—No, en serio. Me gustaría tener
claro qué quiero estudiar y a qué quiero
dedicar mi vida. Mis padres esperan que
sea abogado, si es que consigo pasar de
segundo de bachiller, claro. Pero no es
lo que yo quiero. O sí. Siempre he dado
a entender eso, a la vez que ellos lo
daban por supuesto. No me motiva para
nada ser un aburrido y bien vestido
abogado. Ni cargar con mis problemas,
más todos los de los demás clientes. Es
lo que veo que hacen mi padre y mi
madre desde siempre.
—Pues, Rubén, deberías hablarlo con
ellos, seguro que te entienden.
—Ellos no entienden nada. Creen que
el haber repetido curso es porque quiero
rebelarme contra ellos y hacérselo pasar
mal. Pero de verdad que yo lo que
quiero es encontrar algo que me motive
y me haga ilusión ¿Y eso quién me lo
da? El sistema educativo está totalmente
equivocado. Desde pequeño deberían
haber potenciado mis motivaciones y
ahora no tendría este dilema.
—A ver, dos cosas: primero, ¿dónde
has leído tú todo esto? Y segundo, ¿cuál
es tu sueño ahora mismo? Tiene que
haber algo que te motive tío.
—Cómo me conoces, cabrón. Lo leí
el otro día en un artículo de una
entrevista que le hacían a un joven
emprendedor. Dice que hasta los
dieciocho años lo único que hizo la
escuela fue robarle el tiempo y la
energía que debía dedicar a las
empresas que ya quería montar.
—Joder, qué crac. ¿Y cómo has
llegado tú hasta ese artículo?
—Vivimos en la era de la informática,
las redes sociales y la información.
—Bueno, y ¿a ti qué te gusta? Algo a
lo que quisieras dedicar tu vida. A mí
me ayudó mucho el hecho de saber que
iba a poder ayudar a personas que lo
estaban pasando mal. —«Como yo casi
toda mi vida», se ahorró decir—. Por
eso elegí Psicología, además, como ya
sabes, me fascina la mente humana y
todo lo que todavía no sabemos de ella.
—Ya lo sé, y sabes cómo pienso.
Serás un buen psicólogo y llegarás lejos
comiendo cocos.
—Pues ya está, encuentra tú algo que
te haga pensar a lo grande. Como Steve
Jobs o gente así.
—La verdad es que hace un tiempo
que lo tengo claro. Pero no me atrevo a
decírselo a mis padres.
—¿Y a tu mejor amigo?
—Claro, colega, a ti siempre. Me
gustaría ser diseñador de videojuegos.
¿Qué te parece?
—Que serás un gran friki diseñador
de videojuegos, y llegarás lejos.
—Ja, ja, ja, ja, muchas gracias amigo.
—De nada. Ya sabes, háblalo con tus
padres y que vean lo claro que lo tienes,
la ilusión que te hace y la poca que te
hace todo lo demás. Con eso tendrás
mucho a tu favor.
—Gracias, ahora tengo que ver cómo
planteárselo. —Ese era el gran dilema
—. Por cierto ¿a quién llamas tú friki?
—A ti: Rubén Castro Martínez.
Avenida de los…
—Vale, vale, me queda claro. Pero
me podrás hablar tú de frikismo que
tienes toda las películas en versión
extendida de El señor de los anillos
junto con una pequeña colección de
figuras, anillos, espadas y demás cositas
de la Tierra Media…
—Ja, ja, ja, ja, ni se te ocurra meterte
con el fantástico mundo de Tolkien o te
reviento, y lo sabes.
—Si es que seguro que te tocas
pensando en la elfa esa. ¿Cómo se
llama?
—Galadriel. Chsss un respeto.
—Galadriel, ja, ja, ja, ja, ja.
Rubén y su estridente risa llamaron la
atención de casi toda la parte de atrás
del autobús; algunos se divirtieron, y
otros, arrancados súbitamente del
silencio y la calma que reinaba, se
enfadaron. Justo en ese momento el
autobús se desvió hacia un área de
servicio y descanso. El conductor habló
por el micrófono con una voz demasiado
monótona y aburrida sobre el tiempo que
tenían para descansar y dónde se
encontraban. Al caminar hacia la puerta
del autobús para bajar y estirar las
piernas, Santi se fijó en una pareja joven
que no había dejado de conversar en
todo el camino. Lo más curioso es que
no se conocían, porque él había llegado
más tarde que ella y le había pedido
permiso para sentarse al lado de la
ventana, pero conversaban como si se
conocieran de toda la vida. ¿Sería la
magia del camino, de un viaje en
solitario o del destino la que los había
unido? Quizás. ¿Para siempre?, pensó.
Al pasar por su lado observó como la
chica tenía el total protagonismo de la
conversación y el chico la escuchaba
con cara de fascinación total.
—Eso significa que tú en otra vida
fuiste un guerrero —le dijo.
Se preguntó si él también había sido,
o debía de ser, un guerrero y luchar por
lo que quería en aquel momento, Mara.
Bajó del autobús donde su amigo ya lo
esperaba con una nueva proposición.
—Oye, yo te he prometido no fumar
nada en todo el viaje, pero nadie ha
dicho nada de las cervezas. ¿Nos
tomamos una?
—Solo tenemos quince minutos.
Comernos la fruta e ir al servicio, no da
tiempo a más.
—Dios mío. ¿Por qué me he venido a
hacer una caminata con un sanote? —
Rubén se dirigió hacia los servicios del
área de descanso—. Que sepas que allí
solo te voy a dejar beber cerveza —
gritó sin girar la cabeza—. Sabes que
hay estudios que dicen que es buena.

Estaba atardeciendo, el sol


comenzaba a caer para dejarle algo de
protagonismo a la luna. Unos nubarrones
se veían en el horizonte. Estaban
llegando al norte. Santi sintió el frío y
recordó a Mara, lo friolera que era y
cómo buscaba siempre el calor en sus
abrazos y en su cuerpo. Al subir al
autobús todo el mundo estaba callado,
con cara de cansado y de tener ganas de
llegar. Solamente hablaba la pareja de
los guerreros y las otras vidas y, un
grupo de jóvenes que estaban al fondo
del autobús y que parecían tener energía
ilimitada.
Esta vez Santi enchufó los cascos al
asiento del autobús para escuchar la
película que tocaba para ese último
tramo del viaje hasta llegar a Lugo.
Rubén se colocó otra vez en la misma
posición que indicaba un buen sueño,
otro. Santi consiguió distraer ese
recuerdo del calor humano que le
provocaba estar con su exnovia cuando
apareció en la pantalla Leonardo Di
Caprio y el título de la película,
Diamantes de sangre.
El autobús, por fin, paró a unos
trescientos metros, según las
indicaciones del conductor, del albergue
situado en el pueblo de Fonsagrada.
Nada más llegaron a Lugo cogieron, con
suerte, el último autobús que iba al
pueblo desde donde iban a comenzar.
Estaba cayendo una tormenta de verano
como las que no se veían hacía muchos
años por tierras gallegas. Los amigos
salieron corriendo con sus mochilas del
pequeño autobús en el que viajaban
solos, y se despidieron del amable
conductor, que les relató durante los
cuarenta y cinco minutos del trayecto, el
último verano que recordaba haber visto
llover de aquella manera. Les
recomendó, fallidamente, que se
pusieran un chubasquero, a pesar de la
cercanía de su destino. Corrieron por la
acera resguardándose de la lluvia
ilusamente por debajo de los balcones.
Una calle abajo y supuestamente al
doblar una esquina, verían una iglesia
que ocultaba el albergue.
Entraron al albergue justo cuando el
dueño, un simpático, rechoncho y
bonachón joven llamado Enrique se
marchaba. Eran casi las ocho de la
tarde, llovía a mares y lo cierto es que
no se esperaba a dos peregrinos jóvenes
y calados hasta los huesos. El alegre
hombre, que nunca perdía la sonrisa de
su cara, les acogió rápidamente. Aunque
ya sabía la respuesta, les ofreció
servicio de albergue o de motel
señalando las escaleras que tenían a la
derecha, con sus respectivas
habitaciones. Pagaron el modo albergue
y agradecieron tanta amabilidad. El
hombre les hizo pasar por la puerta que
seguía al recibidor donde les había
atendido y les enseñó las habitaciones
que estaban a la izquierda de un gran
comedor, con una gran cocina. En las
habitaciones había unas literas muy
modernas con minilamparita individual
y una pequeña mesita. Algunas ya
estaban ocupadas.
Tras dejar las mochilas, les enseño
rápidamente la zona de las duchas, las
lavadoras y secadoras. Emocionados y
mojados, casi no repararon en las
personas que había en el comedor.
Simplemente, y de reojo, pudieron
contar que había cuatro personas: una
pareja de franceses que charlaban
alegremente con un mapa en la mesa, y
en la otra mesa había dos chicas jóvenes
que les observaban con cierta
admiración.
Al salir de la ducha, secos, limpios y
más relajados repararon con más
atención en las dos chicas jóvenes que
estaban solas en una de las mesas. El
comedor estaba en silencio. La pareja
de franceses ya se había retirado a una
habitación de literas, una vez claro el
tramo de camino que debían comenzar a
la mañana siguiente. Fuera el paisaje era
de lo más otoñal y bonito, a pesar de
estar en pleno verano. Eran casi las diez
de la noche. Había cesado la lluvia, las
nubes negras se alejaban junto con la
inminente llegada del anochecer y
tintaban el cielo, allá a lo lejos, de un
negro oscuro que no presagiaba nada
bueno por donde pasaran.
Afortunadamente este variopinto paisaje
se alejaba, y a ellos les quedaba un
bonito cuadro que pincelaba una noche
fresca, húmeda y de cielo despejado,
con unas pequeñas motas brillantes
llamadas estrellas. Ninguno de los
cuatro presentes en el comedor reparó
en este hermoso cambio de cuadro en el
cielo. Sin embargo, el camino primitivo
por Galicia, el que habían decidido
hacer, les regalaría este y otros más.
CAPÍTULO 10
DÍA 1: FONSAGRADA

Cuando los dos chicos se asomaron al


comedor acompañados por el dueño del
albergue y mojados hasta la ropa
interior, Elsa estaba cocinando. Marta
miraba el teléfono móvil aprovechando
el wifi del albergue. La gran mesa
estaba mínimamente ocupada con dos
platos y una ensalada en medio, lista
para recibir una cena más. Marta
enseguida reparó en los dos jóvenes,
dejó el teléfono y sin apartar la vista de
los recién llegados tocó a su amiga en el
culo para que se girase. Se giró, miró a
los dos amigos y después a su amiga
agachando la cabeza y subiendo los
hombros. Los chicos pasaron casi por
delante de ellas, camino hacia las
duchas en compañía de Enrique. Al
verlos caminar y de cerca, Elsa se dio
cuenta de lo que su amiga estaba
intentando avisarla. Eran dos chicos
españoles y bastante jóvenes. Uno en
especial le llamó la atención. Iba detrás,
era moreno y un poco más alto que el
otro. De momento parecía que ellos no
se habían percatado de la presencia de
nadie más en el comedor. Elsa apagó el
fuego de la pasta que estaba hirviendo,
había decidido cocinar unos espaguetis
en su primera cena en el Camino de
Santiago. Desde que llegaron por la
mañana, se habían acostado a dormir
hasta casi las cinco de la tarde, cuando
decidieron salir a comprar algo para
cenar y a visitar la famosa fuente
sagrada de la que supuestamente el
apóstol Santiago hizo brotar leche para
una viuda y su hijo que pasaban hambre.
Ambas amigas tenían un sueño fácil y
profundo, más aun cuando llevaban toda
la noche viajando y maldurmiendo en
los asientos del autobús. Elsa se sentó al
lado de su amiga.
—Joder, cómo está el patio con los
peregrinos, ¿no? —dijo Marta antes de
que su amiga dijera nada.
—Sí, tía. Parece que son jóvenes y no
son extranjeros.
—¿Les invitamos a cenar con
nosotras?
—¿Qué dices? Ya va la lanzada.
—Te ha gustado unooooo —chilló
Marta, que no esperaba esa respuesta de
su amiga—. O no, espera, los dos.
—Cállate, que te van a oír —dijo a la
par que los dos amigos pasaban otra vez
en dirección a las habitaciones para
coger las toallas y la ropa para
ducharse.
—En serio, ¿a qué te gusta el moreno?
—¿Y a ti?
—Buah, a mí me gustan los dos.
—Como siempre, guarra.
—Pero bueno, que me conformo con
el rubio de ojazos azules, vaya. En
cuanto salgan de ducharse les digo que
se sienten aquí.
—Marta, que no sabemos quiénes son
ni de dónde vienen ni nada.
—Claro. Esa es la gracia del camino,
pava. Al final me lo voy a pasar bien y
todo. Ja, ja, ja, ja.
—No hagas tonterías que a lo mejor
han venido acompañados.
—Sí, por el Espíritu Santo. Vale, no
les digo nada —mintió Marta.
Cuando los dos amigos salieron de la
ducha secos y no tan tapados, las dos
amigas los pudieron observar bien y esta
vez ellos sí repararon, más
detenidamente, en ellas. A pesar de que
los ojos que más llamaban la atención
eran los de Rubén, Elsa se fijó en la
mirada del otro. Sus miradas se
cruzaron. No hubo ningún juego de
aguantar las miradas. Duró tan solo un
segundo y algo inexplicable se removió
en los dos jóvenes. Elsa sonrió. Marta
los saludó y los invitó a cenar.
Después de las presentaciones, unas
más lanzadas que otras, y de las
respectivas minihistorias del viaje que
pensaban hacer, desde dónde… etc.,
repartieron la cena que Elsa había hecho
de más.
—Bueno, muchas gracias por la
invitación. La verdad es que estábamos
desmayados y pensábamos salir a comer
unos bocatas o algo. —Rubén miró la
hora en su teléfono móvil, sin
esperanzas de que hubiera algo abierto.
—No hay de qué, guapo —dijo
Marta, y ambos sonrieron.
Más callados estaban los otros dos
que todavía no sabían qué decir. Santi
miraba su plato, pensando que tenía que
apartarse todos los trozos de pavo que
llevaba. A veces le resultaba difícil
seguir con su condición de vegetariano,
pero las imágenes de los mataderos que
Mara le había enseñado no dejaban de
pasar por su cabeza a velocidad muy
lenta.
—¿Qué pasa, no te gusta? La verdad
es que no se me da muy bien cocinar…
—Elsa rompió el hielo, ya que su amiga
y el chico de los ojos azules charlaban
alegremente sobre todo y sobre nada.
—No, tranquila, yo tampoco soy muy
cocinitas, la verdad. Soy vegetariano. —
Los cuatro amigos se callaron. Ella se
sorprendió tanto que se atragantó con el
agua que estaba bebiendo en ese
momento.
Santi había podido comprobar que la
gente se alarmaba más si decía que no
comía carne que si decía que tenía una
pistola o se drogaba.
—¿En serio? ¿Y eso por qué? Quiero
decir ¿es por el tema de los
animalitos…? —dijo cuando se
recuperó de la tos—. ¿O es que estás
enfermo, y es por salud?
—Ja, ja, ja, sí que está enfermo, pero
de la cabeza —dijo su amigo.
—Sí, eso es desde que te conozco. No
estoy enfermo, pero una persona que en
su momento fue muy importante para
mí… —se detuvo. Elsa se percató— me
enseñó la verdadera cara de lo que se
esconde detrás de un plato de carne, y
no me gustó nada, desde ese día decidí
no participar en eso.
—¿Y qué se esconde detrás de un
plato de carne? —preguntó
inocentemente Elsa—. Me parece muy
interesante y coherente por tu parte.
—Se esconde sufrimiento, maltrato y
sobre todo una vida que quería seguir
viviendo —dijo Santi lo más dulcemente
posible.
—Ya, pero es necesario comer carne,
de toda la vida se ha dicho, ¿no? —
continuó ella.
Los otros dos amigos ya habían
iniciado otra conversación. No parecía
interesarles mucho el tema.
—Bueno, resulta que podemos
alimentarnos a base de vegetales.
Tampoco me preocupa mucho porque yo
me encuentro muy bien.
—Qué bonito… —No podía ocultar
el brillo de sus ojos al ver, nada más
conocerle, su lado más humano—. Lo
cierto es que yo no como mucha carne,
más bien pescado y un poco de pavo o
pollo, que sé que es carne, pero bueno.
—Yo también llevaba una
alimentación de ese tipo, pero ver el
vídeo no solo me abrió los ojos, sino
también la mente. Busqué información
enseguida y la pantalla de mi ordenador
se llenó durante varios días de vídeos
de animales sufriendo, maltratados y de
muchas páginas web que defendían la
vida de los animales igual que la de las
personas. También encontré mucha
información sobre cómo llevar una dieta
totalmente saludable sin carne ni
pescado para no hacer sufrir ni acabar
con la vida de ningún animal. Yo
también creía que morían sin sufrir, o
eso quería pensar. —Qué ironía—.
Aunque ahora sé que eso no justificaría
su muerte. Pero ver toda esa información
me dejó en shock hasta que varios días
después decidí dejar de comer carne y
pescado. El siguiente paso es dejar todo
lo demás.
—¿Y desde cuándo llevas así?
—Más o menos un año… —Quiso
continuar la frase, pero se detuvo un
instante.
Curiosamente se sentía muy bien
hablando con aquella chica. Sentía la
extraña y maravillosa sensación de que
algo fluía entre ellos dos al conversar,
más todavía si se acaban de conocer.
—… posiblemente sea el mejor
legado que me dejó aquella persona —
continuó dejándose llevar por esa
fluidez que ambos notaban.
De repente, los dos amigos que
estaban enfrascados en otra
conversación ya algo elevada, estallaron
en una estridente carcajada que retumbó
en todo el comedor y en todo el
albergue, incluyendo habitaciones con
peregrinos que descansaban.
—Yo creo que al fin y al cabo, las
personas aparecen en nuestra vida para
eso. Para dejarnos algún legado y
enseñarnos. —Ella también parecía
hablar, de momento, como una chica
bastante madura.
—Sí, supongo que tienes razón.
Se les hizo tarde aquella noche.
Continuaron hablando de sus vidas, de
sus ciudades, de fiestas, de amigos y
amigas, de planes de futuro, estudios e
historias de lo más variadas, omitiendo,
de momento, algunas más privadas. Los
dos amigos se sorprendieron bastante
cuando Elsa les contó (algo muy inusual
en ella) que su padre era comisario de la
Policía Nacional de Madrid. «Así que si
sois delincuentes no me lo contéis o
intentad que no se os note», añadió Elsa
medio en broma, medio en aviso. Era la
primera vez que utilizaba el cargo y
trabajo de su padre para advertir a
alguien. Normalmente omitía siempre
ese detalle ya que solía amedrentar a
todos sus amigos y conocidos. Se
despidieron pasada la una de la
madrugada con la condición de que, al
día siguiente, saldrían los cuatro
temprano para comenzar juntos el primer
tramo del Camino de Santiago.

Una vez en las literas, listos para


dormir, Rubén habló en voz muy baja a
su amigo desde la cama de arriba.
—Santiago… ¿Estás durmiendo ya?
—No, estoy despierto, y no me llames
Santiago ¿Qué quieres? —No dormía
porque no paraba de pensar en la
sonrisa de Elsa, en su forma de hablar,
en sus gestos y en lo expresiva que era.
—Darte las gracias, tío —dijo
dejando caer la mano extendida por el
lateral de la cama para que su amigo se
la chocase.
—¿A mí, por qué?
—Porque creo que este viaje va a ser
inolvidable.
—De nada tío —dijo a la vez que le
chocaba la mano despacio para no hacer
mucho ruido—. Yo también creo que
este viaje va a ser inolvidable.
Los dos amigos se durmieron con una
sonrisa y, por una vez, de acuerdo en
algo.
Las dos amigas, que se encontraban
solas en la otra habitación, tenían un
panorama diferente. Marta dormía
plácidamente con el móvil descansando
debajo de su almohada, y Elsa en la
cama de abajo, pensaba en el chico que
acababa de conocer aquella noche. Se
preguntaba por qué tenía que gustarle un
chico en el Camino de Santiago, el
primer día. Ella había ido a hacer ese
camino para olvidarse sobre todo, del
amor.
CAPÍTULO 11
DÍA 2: FONSAGRADA—O
CÁDAVO

—Eh, tengo una idea —dijo Santi.


Eran las 6:30 de la mañana y el día no
terminaba de romper. Todavía teñía el
horizonte con un suave color rojizo ante
la tímida salida del sol.
Allí estaban, tal y como habían
quedado la noche anterior en la que se
habían conocido, los cuatro amigos.
Cuatro amigos que iban a comenzar
juntos el Camino de Santiago.
Llevaban las vestimentas típicas de
peregrino y sus mochilas con no menos
de 8 kg cada una. En sus respectivas
ciudades arrasaba una gran ola de calor
proveniente del Sahara. Así que, a pesar
de la tormenta del día anterior con el
consiguiente fresco mañanero del alba,
todos habían decidido comenzar con
pantalones cortos, buenas zapatillas y
dos mangas en la parte superior, una
corta debajo y una larga tipo jersey
encima de esta. Aunque en diferentes
ciudades, todos habían comprado la
ropa y los complementos para el camino
en la misma tienda cuya franquicia
estaba de moda y era muy conocida.
—A ver, ¿qué maravillosa idea se te
ha ocurrido? —dijo mirando a su amigo
restregándose los soñolientos ojos
azules.
—¿Vosotros sabéis cuál es la típica
foto cuando llegas a Santiago, a la
catedral?
—No —contestaron todos al unísono.
—Pues te descalzas, te acuestas frente
a la catedral, levantas los pies y te los
fotografías enfocando la catedral de
fondo.
—¡Vaya por Dios! Así que allí va a
haber un tufo a queso que te cagas —
dijo Rubén. Marta sonrió.
—No, idiota. Se me ocurre que
podemos hacernos una foto igual aquí,
en el día del comienzo. Con los pies
enfocando al albergue. De todos los pies
juntos, y al llegar allí hacernos la típica
también. Juntos. —En la última palabra,
indirectamente, dijo lo que todos
comenzaban a desear.
—Seguro que más de uno los tiene
deformes —dijo Rubén riéndose,
quitándose las zapatillas y dejando la
mochila en el suelo, preparado para la
proposición de su amigo.
La imagen era muy cómica y a la vez
mágica. Así lo pensó un anciano que
daba su rutinaria y matutina vuelta
caminando, que vivía en Fonsagrada
desde que nació hacía noventa y tres
años, y que había visto casi tantos
peregrinos en su vida como amaneceres
con aquel color.

Tras cinco horas caminando en su


primer día, los cuatro jóvenes
peregrinos ya habían forjado el inicio de
algo muy profundo, algo que solamente
la magia del Camino de Santiago podría
explicar. Rubén y Marta caminaban
juntos, algo despacio y no dejaban de
charlar y sonreír. Los otros dos
caminaban más adelante y conversando
a ratos, ya que de vez en cuando, uno de
los dos se adelantaba y caminaba a solas
durante un tiempo, pensando en sus
cosas.
Decidieron parar a descansar, a beber
y a comer algo apoyados en una especie
de valla de piedras muy antigua y llena
de musgo que les acompañaba a trozos
en el camino.
El primer tramo estaba resultando de
lo más divertido. Por el momento,
habían salido solos del albergue y no se
habían cruzado con ningún peregrino. El
camino que habían decidido hacer era
uno de los más montañosos y, a pesar de
que se habían saltado la parte de
Asturias con sus hermosos y verdes
paisajes, todavía les quedaban unos
cuantos kilómetros de camino lleno de
piedras, subidas, bajadas, riachuelos y
túneles forjados por la naturaleza.
Santi se detuvo. Iba caminando por
uno de estos túneles y absorto en sus
pensamientos no se había cerciorado. En
esta ocasión iba solo y algo adelantado
a sus compañeros. Se quedó observando
el paisaje que le rodeaba. Se encontraba
en un camino, situado entre rocas y
tierra húmeda a ambos lados de más de
un metro de altura, pero todo a su
alrededor estaba verde, plantas, musgo
en las rocas y raíces como un túnel
totalmente rodeado de naturaleza. Allá
arriba de las rocas y la tierra húmeda, a
los dos lados, se encontraba un bosque
lleno de eucaliptos finos con un largo
tronco, rodeados de helechos, que tenían
todo el tronco verde y que cerraban el
túnel dejando siempre un trozo en el que
se podía ver el cielo. El regalo
paisajístico que le ofrecía todo a su
alrededor, se encontraba todavía más
encantador con la melodía del sonido al
pisar las hojas y la tierra húmeda por las
llamadas nieblas lloronas. Unas raíces
de otro tipo de árbol asomaban al
camino por una ladera de aquel túnel
abierto a la naturaleza, intentando
dominar el máximo trozo de tierra
posible para abarcar la mayor parte de
agua, minerales y quizás también para
saludar a los peregrinos que por allí
pasaban todos los años. Aunque estos
caminos antaño fueron realizados por el
hombre, habían respetado mucho más
que en la actualidad a la madre
naturaleza.
Santi pensaba que el camino estaría
compuesto por montañas rasas de color
verde, lo cual era digno de admirar,
pero el comienzo había sido en pleno
bosque y sobre todo de un increíble
color verde. Una combinación perfecta
para la vista, los pulmones y cualquiera
de los órganos de todo hombre o mujer
en su sano juicio. Estaba contento de
haber conocido a esas dos chicas, sobre
todo con la que había tenido una
especial conexión, pero eso le hacía
recordar, otra vez, a Mara. Volvió a
caminar. A los pocos pasos se encontró
en el suelo un palo que parecía un
bastón, y decidió cogerlo. Lo observó,
parecía que estaba hecho a su medida.
Comenzó a andar ayudándose de la vara
y recordó la frase del viejo Gandalf
cuando entra en el castillo de Rohan:
«No querrás privar de su bastón a un
anciano», decía el astuto y viejo mago
cuando les ordenaron dejar todas sus
armas antes de entrar a visitar al
poseído rey. Aquel palo no tendría
poderes pero parecía acoplarse
perfectamente a su mano y estatura, así
que decidió que le acompañaría hasta el
final del camino. Quizás hasta Valencia.
—Vaya qué palo tan… acertado.
¿Dónde lo has encontrado? —Se giró.
Elsa ya lo había alcanzado. Detrás
caminaban los otros dos charlando y
sonriendo.
—Pues me lo acabo de encontrar aquí
mismo —dijo señalando con el dedo el
lugar donde había visto el palo—.
¿Quieres uno? —Sus ojos miraron la
vara que se acababa de encontrar con
cierto recelo.
—Pues estuve a punto de traerme uno,
pero más rollo profesional, de estos de
hacer alpinismo, pero mi padre insistió
tanto que por pesado no lo traje —dijo
ella intentando seguirle el ritmo.
—Desobedecer a tu padre debe ser
toda una aventura.
—No te creas. Conmigo es totalmente
diferente al resto del mundo. Me tiene
demasiado en una burbuja. Creo que
tiene miedo de que me pase algo —dijo
como si esto no fuera con cualquier
padre del mundo—. Oye, ¿y qué hay de
tu padre y tu madre? ¿Tan mal te llevas
con ellos? Que no los has mencionado.
—Bueno, mi madre falleció de cáncer
cuando yo era joven. Mi padre es
escritor y ahora está de viaje indefinido,
quizás buscando cómo sustituir a mi
madre por algún rincón del mundo. Vivo
con mi hermana, y mis tíos de vecinos en
el piso de encima. —Señaló con el
dedo hacia arriba.
—Vaya, lo siento Santi. No sabía
nada… —A Elsa se le iluminaron los
ojos.
—Tranquila, muy poca gente lo sabe
en realidad. ¿Estás bien?
—Mi madre también se marchó
cuando yo era pequeña.
—Lo… siento.
—No lo sientas. No está muerta ni
nada. Se marchó, y con suerte me manda
un mensaje para felicitarme el
cumpleaños. Menudo panorama, ¿no? —
Elsa reflexionó sobre si creía o no en
las coincidencias.
—Pues sí. Yo creo que lo importante
es si está superado. Sinceramente yo ya
he asumido que mi madre no está, al
menos entre nosotros —dijo Santi
mirando al cielo.
—¿Tú crees en esas cosas?
—Sí, recuerdo que cuando tenía
quince años me dio por buscar mucha
información sobre si había vida después
de la muerte, sobre los seres queridos y
sobre todo eso.
—¿Y qué sacaste en claro?
—Nada, todo era muy oscuro.
Se detuvieron. Elsa sonrió levemente.
Santi la vio como la chica más preciosa
y dulce que había visto nunca. Fue como
si alguien le hubiese quitado una venda
que llevaba puesta y ahora pudiera ver
de verdad. Esa venda llevaba consigo
bastante más lastre que una simple tela.
Actuando sin pensar, dejándose llevar,
le puso la mano suavemente en la cara y
cerró los ojos. Ella los cerró también, y
los labios, como dos imanes,
comenzaron a atraerse.
—¡AH! —chilló alguien a lo lejos.
Los imanes perdieron algo de fuerza.
—¡Eh! ¡Chicos! Venid, corred, Marta
se ha doblado el pie. —Los imanes
perdieron toda la fuerza—. Vamos,
ayudadme a levantarla —volvió a
chillar Rubén.
Se separaron pensando los dos lo
mismo: «Que Rubén no haya visto
nada». Cuando se acercaron para ver
qué pasaba, ella estaba sentada en el
suelo y él le estaba quitando la zapatilla
con la más absoluta delicadeza y
desenvoltura. Rubén, que parecía un
estudiante de quinto año de Medicina,
les enseñó la raíz con la que había
tropezado. Al parecer, el hueso había
cedido hasta límites insospechados para
no arruinar el viaje a los cuatro amigos.
Marta había chillado por el susto.
Tras la pausa y asegurarse Marta de
que su pie continuaba entero y en su
sitio, pues ella seguía pisando el suelo
haciendo pruebas de todo tipo,
reanudaron la marcha, esta vez, más
despacio. Parecía por el momento, que
los dos imanes se habían desimantado.

Ya les quedaba poco para llegar hasta


Cádavo. El paisaje había cambiado por
completo. Esta vez andaban por un
camino totalmente de tierra, sin árboles
a la vista y por la ladera se intuía un
pasto que iniciaba toda una montaña
verde. Había una valla que separaba a
los peregrinos de un ganado de vacas
pastando tranquilamente. De repente,
Santi se detuvo para observar a los
rumiantes que estaban a unos quince
metros de ellos y que simplemente
hacían eso, rumiar.
—Rubén, hazme una foto con las
vacas —dijo quitándose la mochila y
dejándola en el suelo junto a su bastón.
—Vale, pero ¿qué haces quitándote la
mochila? No irás a entrar, ¿verdad?
—Sí, pero yo solo, vosotros no hagáis
ningún ruido ni movimientos extraños.
—Comenzó a saltar la pequeña valla
que los separaba de las vacas.
—Santi, ¿qué haces? A ver si te van a
atacar. —La voz de Marta sonó
preocupada.
—Son animales herbívoros, no me
atacarán si no se sienten atacados.
—¿Y cómo sabes que no se van a
sentir ofendidos? —habló por fin Elsa.
—Porque yo sé que no voy a
atacarlos. Después vienes tú y verás. —
La voz disminuía a medida que se
alejaba de ellos y se acercaba a las
vacas.
Al principio de detenerse los cuatro
amigos, solamente una vaca había
levantado la cabeza de sus quehaceres
para observarlos, pero pronto volvió a
su faena, ya que al igual que sus
compañeras, estaba acostumbrada a las
miradas y las fotos de los peregrinos.
Cuando el chico saltó la valla y se fue
acercando, esta y todas las demás vacas
levantaron la cabeza y menearon el rabo.
Una meneó también la cabeza y otra
soltó un mugido. Se acercaba tan
lentamente que no podría ni asustar a un
pájaro, sin embargo, algunas vacas
fueron reculando. La que estaba más
adelante, la que primero había levantado
la cabeza, no se dio cuenta de que sus
compañeras habían comenzado la
retirada ante aquel extraño suceso. Santi
se centró en aquella vaca, que parecía
joven y tenía marcado en el lomo un
número, el 269. Se acercó lentamente
hasta que estuvo a tan solo dos metros
de ella y se detuvo. Su amigo llevaba ya
unas diez fotografías lanzadas y aquella
zona se sumió en el más absoluto
silencio. Elsa se puso las manos en los
ojos dejando los dedos abiertos para
poder continuar viendo. Santi dio otro
paso y la vaca dejó de masticar para
quedarse mirándolo fijamente. Se
quedaron un momento así, mirándose,
hasta que decidió sonreírle a la vaca.
Milagrosamente la vaca decidió que allí
no había ningún peligro y volvió a
agachar la cabeza para seguir pastando.
Dio el último paso y se puso pegado a la
vaca. Elsa se quitó las manos de los
ojos, suspiró. Santi acarició a la vaca y
su amigo realizó unas cuantas fotografías
más.
—Vamos, ¿quieres venir? —preguntó
en voz baja a Elsa.
—Ni de coña, Elsa, ni se te ocurra —
respondió Marta por su amiga.
—Tranquila, no pensaba ir.
—Tío, la gente suele pensar que yo
soy el loco pero tú tienes unas fugas
mentales que son la hostia —dijo el
fotógrafo guardando el móvil—.Vamos,
sal de ahí.
—Adiós, amiga. —Santi se despidió
de la vaca, mientras todas sus
compañeras observaban desde una
posición más segura.
—Estás loco —le dijo Elsa.
—Los locos somos los mejores. —
Con aquella chica, se estaba soltando.
Llegaron a Cádavo. El albergue
estaba situado en la entrada del pueblo,
cerca de una iglesia y al final de una
cuesta, en dirección hacia abajo para los
peregrinos. Estaban sedientos,
hambrientos, sudados y a pesar de ser el
primer día, ya notaban cansancio en las
piernas. La cocina no era especialmente
grande, pero estaba muy apañada. Había
dos habitaciones pequeñas llenas de
literas y dos cuartos de baño en un largo
pasillo. Fuera había un fregadero y lo
demás era terreno muy bien cuidado, con
un banco y una mesa de piedra en la
parte de atrás, que invitaban a pasar una
agradable conversación con alguien al
atardecer. El albergue estaba
prácticamente vacío, solamente había
cinco peregrinos que no habían visto en
el anterior. Se ducharon, se pusieron un
calzado más cómodo y decidieron ir a
ver si había algún supermercado para
comprar algo de comer. Por suerte, el
pequeño pueblo contaba con un
supermercado que tenía de todo lo que
uno podía imaginar. Rubén, indeciso, se
compró un gorro verde con el que
parecía totalmente un guiri por
Benidorm.
Después de comer, se acostaron a
dormir con gusto la siesta. Al
despertarse el primero, Santi salió a la
parte de atrás del albergue a escuchar
música y a pensar en soledad. Esa era la
impresión que quería dar, pero lo cierto
era que esperaba que por la esquina
apareciera ella. El beso que no le había
dado y el vuelco que le había dado el
corazón mientras hablaba con ella, le
llevaban rondando por la cabeza todo el
día. Incluso había llegado a pensar que
habían sido imaginaciones suyas. Estaba
confuso, ansioso, emocionado y muerto
de miedo, lo normal cuando uno se
enamora, sobre todo por segunda vez.
Necesitaba ver si Elsa verdaderamente
había querido besarle, para poder
transformar todo ese torbellino de
emociones en una sola.
Su mejor amigo apareció por la
esquina y no supo si alegrarse o
entristecerse.
—¿Qué pasa? ¡No me esperabas a mí,
eh!
—¿Por qué dices eso? He salido
porque quería escuchar música y no
quería molestaros a todos los que
estabais durmiendo. —No solía dar
explicaciones y se le daba bastante mal.
—Ya, ya…
—¿Ya, ya qué?
—Que si quieres llamo a Elsa —dijo
guiñando un ojo.
—Que cabrón eres. —Suspiró—. Y
cómo me conoces.
—La próxima vez escríbele un
mensaje.
—¿Un mensaje? ¿A quién?
—A Elsa joder. ¿A quién va a ser?
—Vaya. Joder, con la cara de
retrasado que tienes y va a resultar que
eres un poco inteligente.
—Ya ves. Uno que tiene experiencia
con las mujeres. Y la experiencia
siempre es un grado —dijo volviendo a
guiñar un ojo a su amigo.
—Dios… No empieces. ¿Qué
hacemos? Son las seis y media de la
tarde.
—Vamos a tomar unas cervezas. En
realidad venía a decírtelo. Las chicas ya
están esperando.
—Vale. Pues la próxima vez envíame
un mensaje.
Rubén se quedó allí plantado mientras
Santi pasaba delante de él bastante
acelerado y contento.
—No, porque seguro que te
emocionas y te crees que es ella. —La
madre de Rubén siempre decía a su hijo,
y con bastante acierto, que la suya
siempre tenía que ser la última palabra.

A Santi su padre le había dicho una


vez que las miradas eran un idioma que
desgraciadamente poca gente podía
comprender. Él y Elsa no paraban de
mirarse directamente a los ojos
intentando hurgar, intentando averiguar e
intentando aparentar que solamente
bebían algunas cervezas y charlaban
alegremente. Los otros dos, más
lanzados y menos tensos, reían sobre las
anécdotas del primer tramo del camino.
Ellos dos, sin embargo, se miraban
intentado descifrarse el uno al otro, sin
saber qué pensaban, sin saber que
ambos sentían lo mismo. Unas veces él
apartaba antes la mirada, otras veces la
apartaba ella. Llevaban ya tres rondas
de cerveza. Santi no estaba últimamente
muy acostumbrado a beber, y los
pensamientos, gracias a los efectos del
alcohol, se estaban nublando.
No sabía si era debido al alcohol o al
amor, pero la veía cada vez más
hermosa. Le veía una boca con una
sonrisa perfectamente blanca, reluciente,
pequeña pero húmeda, y que se movía
muy sutilmente midiendo exactamente
cada palabra y cada gesto que debía de
hacer. Veía la piel de su cara muy suave,
aunque estaba levemente enrojecida por
la pequeña exposición al sol de aquella
etapa. La voz sonaba cansada, pero para
Santi aquello la hacía más sensual, y su
pelo, todavía levemente mojado y suelto
le daba un aspecto más salvaje, más
alocado. Pensó en pedirle matrimonio,
en acariciarla, en tener hijos, en
cuidarlos, educarlos juntos. Historias
que todos pensamos, borrachos o no,
pero siempre en silencio. Algo
ruborizado por todo el escándalo de
pensamientos, propuso ir a descansar a
sus amigos. Al llegar al albergue, se fue
a la cama sin cenar y todavía mareado.
Una vez tumbado, tardó cinco minutos en
dormirse volviendo a pensar otra vez en
lo mismo que le había sonrojado en el
bar.
CAPÍTULO 12
DÍA3: O CÁDAVO—LUGO

Salieron un poco más tarde que el día


anterior del albergue, y el amanecer ya
había ofrecido prácticamente toda su
belleza. Menos Santi, todos se quejaron
del dolor de piernas. Él iba la mar de
contento con su vara y se entretenía
golpeándola contra el suelo, una o dos
veces cada vez que la apoyaba al dar un
paso. Coincidieron en la salida con los
otros cinco peregrinos que resultaron ser
cada uno de un lugar. A pesar de que
parecían amigos de toda la vida, se
acababan de conocer hacía dos días.
Había incluso otro chico joven de
Madrid que conversó animadamente con
Elsa durante un rato. Santi decidió esta
vez ir más despacio para ir acompañado
de sus amigos, y quizás más cerca de
ella y aquel chico joven que podía
representar una amenaza.
Afortunadamente para él, los peregrinos
pararon enseguida en una gasolinera a
las afueras del pueblo para desayunar.
Los perdieron de vista. Se acercó a ella.
—Qué casualidad, ¿no? Encontrarte
con un chico joven de Madrid. —Santi
parecía tenso.
—Sí, resulta que tenemos un amigo en
común. Su novia es amiga de mi amigo
—contestó Elsa sonriendo.
Santi suspiró en silencio.
—Qué pequeño es el mundo… —
Parecía ya más relajado.
—Pues sí. ¿Cómo está la ruta de hoy?
Caminamos hacia Lugo. ¿Puede ser?
—Sí. —Curiosamente lo había
consultado la tarde anterior—. La etapa
de hoy es bastante dura, la verdad. Hasta
la bonita ciudad de Lugo hay treinta
kilómetros y parece ser que la niebla
nos va a acompañar. Pero merece la
pena, el albergue de Lugo está arriba del
todo, en la parte antigua rodeada por una
muralla y también tiene una bonita
catedral.
—¡Qué bien! —dijo Elsa que todavía
no era consciente de la dureza de
aquella etapa—. Me gustan las
catedrales y las construcciones antiguas
en general.
—A mí también. Las veo y me
imagino en la antigüedad cómo las
defendían, las atacaban, hombres de la
guardia esperando con arcos a los que
querían atacar su ciudad. —No lo podía
evitar.
—Ja, ja, ja, ja, qué imaginación
tienes. Deberías ser escritor, como tu
padre.
Se puso algo serio al escuchar
aquello. Le recordó a su padre, al que, a
pesar de no admitirlo, echaba de menos
y necesitaba a su lado. Y le recordó a
Mara, no podía contar las veces que ella
le había dicho aquello de ser escritor.
Mara podía ser la chica más persuasiva
del mundo, y más todavía cuando su
presa estaba locamente enamorada de
ella. Le insistió tanto, que comenzó a
escribir un relato que nunca terminó. A
él le gustaba escribir poesía y rap, pero
aquello nunca lo dijo, y ella nunca lo
quiso saber. Elsa lo notó y rápidamente
intentó desviar el tema.
—Yo, lo que me imagino es cómo
construían aquellas catedrales, iglesias,
murallas... . Qué herramientas utilizaban
y cómo subían los materiales hasta esas
alturas. Hay catedrales que tardaban
generaciones en construirse, por
ejemplo.
—Los grandes logros son los que
duran, ¿no?
—Sí, pero nada dura para siempre. —
En ese pensamiento, ambos coincidían a
la perfección.

A las nueve de la mañana la niebla ya


se había disipado y el hambre apretaba
sus estómagos. Siguiendo el ritmo de
Santi, todos habían hecho ya un buen
tramo y este no parecía querer
detenerse. La cortina de niebla se había
apartado, por fin, para dejar ver un
camino con extensos prados verdes a un
lado y un riachuelo a otro.
—Tengo hambre. —Se quejó Rubén
—. ¿Vosotros no?
—Yo sí.
—Yo también —dijeron las amigas y
todos se quedaron mirando y esperando
a Santi.
—Yo también. ¿Paramos en el
próximo bar y almorzamos algo? —dijo
mientras notaba el vacío en su estómago.
—Me parece perfecto. ¿Cuánto
queda? —Siguió quejándose el
hambriento Rubén.
—Pues no lo sé, la verdad es que no
estamos pasando por muchos pueblos ni
bares en este tramo del camino —Marta
respondió rápidamente como si la
pregunta fuera solamente para ella—.
Estamos siguiendo las marcas, ¿no?
—Sí, tranquila, que vamos bien.
Solamente tenemos que seguir
caminando. —Puntualizó Santi.
Alguien pareció atender a sus
plegarias, a las de sus estómagos más
bien. Pasaron por un pequeño pueblo al
final del cual divisaron un bar. Era
jueves y temprano, así que no había
nadie. El dueño era un tipo grande y
tosco que resultó ser bastante agradable
al indicarles exactamente el recorrido
que les quedaba hasta llegar a Lugo.
Además, les informó de que no había
ningún bar hasta llegar a la ciudad,
solamente unas máquinas que expendían
zumos, paquetes y demás alimentos
insanos. Cada uno pidió su respectivo
almuerzo. Decidieron sentarse en la
pequeña terraza que había con tres
mesas fuera, en el porche del bar, y
Santi, que estaba hambriento, pidió
cuatro tostadas con tomate y aceite.
Cuando vio aparecer las tostadas se
acordó de que estaba en el norte de
España y que allí no se andaban con
tonterías. Cada tostada era de más de
media barra de pan. Su amigo estuvo
riéndose un buen rato de las tostadas y
la risa se contagió a los demás. Observó
reír felizmente a Elsa. Se perdió en
aquella sonrisa, otra vez, y volvió a
divagar pensando en que él podría
hacerla todavía sonreír más fuerte,
hacerla más feliz. Si no se hubiera
avergonzado de sus pensamientos,
habría sonreído, quizás más fuerte que
ella. Esta vez no estaba bajo los efectos
del alcohol porque estaba bebiendo agua
fresca. Tenía ganas de estar a solas y de
perderse por el mundo con ella. Lo pilló
observándola y le dedicó una de sus
sonrisas hermosas, única y
exclusivamente para él. Su amigo, que
salía del bar porque había entrado a
pedir otro refresco, le sacó de su
ensimismamiento dándole una colleja y
diciendo:
—Dice Ramón que si quieres otras
cuatro tostadas, o si esta vez prefieres
dos.
—Ja, ja, ja, ja. ¿Se llama Ramón? —
Marta reía exageradamente.
—No lo sé. Tiene pinta de Ramón,
¿no?
—Tú sí que eres un Ramón. —Intentó
devolverle la colleja—. ¿Alguien quiere
un café para recargarse las pilas? Según
Ramón, nos quedan unas tres o cuatro
horas… y con una buena cuesta hacia
arriba, al final.
—Uno solo por favor —dijo Elsa.
—Yo una manzanilla. —Su amigo era
un gran aficionado a las infusiones.
—Yo otra. —Marta nunca las había
probado.
Al entrar, Santi pidió todo y pagó la
cuenta. Muy de vez en cuando agradecía
lo bien que llevaba su padre el tema de
las cuentas en casa, ya que a pesar de
ser un escritor bohemio, sabía
administrar muy bien el dinero. Santi y
su hermana habían sido bien instruidos
desde pequeños en la humildad y en no
desear demasiado lo material. Él lo
llevaba mejor que su hermana. Las
rabietas de Gema cuando era pequeña
porque no le compraban algo todavía
seguían, aunque con menor intensidad,
sonando en su casa, porque ni él ni sus
tíos querían darle dinero para más ropa
o para algún capricho. Al final la buena
de su tía o el agotado de su tío,
terminaban cediendo y se salía con la
suya. Él no necesitaba más de lo que
tenía, porque tenía todo lo que
necesitaba, a veces, incluso sin saberlo.
El amable señor del bar le devolvió
dos billetes de veinte y unas monedas.
Salió, tomaron el café, las infusiones, un
breve descanso más, y continuaron con
las fuerzas renovadas haciendo su
camino.
La última cuesta sí que estaba
empinada. Habían pasado por casi todos
los típicos paisajes del camino:
pequeños pueblos con los tejados y
paredes gris oscuro, chalets que se
intentaban esconder tras la niebla
matutina con un bonito verde jardín y un
huerto del que solían asomar berzas y
unas pocas verduras más, bosques con
un camino rodeado de grandes árboles
altos y con el tronco lleno de musgo, y
de repente, el paisaje cambiaba a
grandes prados y montañas verdes,
como un océano con grandes olas que
desafiaba al reflejo del cielo y se volvía
de ese color tan intenso que caracteriza
a la naturaleza. En uno de estos paisajes
con montañas del color de la clorofila
se habían detenido, inconscientemente,
Santi y Elsa, para permitir que fueran
sus ojos, a través de un complicado,
pero a la vez simple y perfecto
mecanismo, los que guardaran en su
mente aquellas hermosas vistas y no la
cámara de un teléfono móvil a través de
unos megabytes que terminarían, sí o sí,
cayendo en el olvido.
En una fracción de segundo, o menos,
Santi decidió dar un paso para seguir
caminando y rozar con su mano la de
ella. Un gesto inconsciente que pretendía
asegurar que había fluidez entre sus dos
cuerpos, entre sus dos almas. Elsa,
erizada por aquel imperceptible roce, le
siguió.
—¿Qué te parece si esta tarde nos
vamos tú y yo a tomar algo y a dar un
paseo por Lugo? —dijo él intentando
dar más fuerza a aquella corriente.
—Me parece perfecto. —Elsa sonrió
—. ¿Y qué les decimos a ellos? —Allá
adelante, Rubén empujaba a Marta por
detrás para terminar, de una vez por
todas, de subir aquella cuesta.
—Que nos vamos a subir una
montaña… Ja,ja.
—¡Vale! Eso funcionará. ¿Entonces,
tenemos una cita?
Un recuerdo le impidió contestar sin
pensar. Finalmente ambos sonrieron.
—Tenemos una cita —dijo, e intentó
obviar aquel recuerdo.
El resto del camino pasó muy rápido
para ellos dos, no tanto para Rubén y
Marta, que pedían un descanso cada
media hora. Lugo apareció en el
horizonte y todos dieron un grito de
felicidad. Esa etapa había sido
especialmente dura y las piernas ya
comenzaban a quejarse de verdad, ante
la posibilidad de que al día siguiente,
estos inconscientes, volvieran a hacer
otra vez esa locura de caminar treinta
kilómetros.
Entraron a la ciudad por un pequeño
camino apartado, que se encontraba a la
derecha de esta. Desde ahí podían
observar el puente, con sus arcos
cruzando el río Miño y que daba a la
entrada principal a la ciudad.
Comenzaron la última ascensión del día
guiados por las flechas para llegar
donde estaba la muralla, rodeada del
casco antiguo de Lugo, y en cuyo interior
se encontraba el albergue público de la
ciudad con sus dos plantas y una cocina
que no funcionaba.

Elsa se sentía tan relajada que estaba


casi a punto de dormirse bajo la ducha,
cuando su amiga cesó de cantar y le
habló en voz alta.
—Bueno, ¿tú no me vas a contar
nada? Bueno, en realidad ¿no nos vamos
a contar nada?
—¿Qué quieres que te cuente… —
Elsa lamentó haber perdido ese estado
de paz y relajación después de la
tremenda etapa de aquel día— que ya no
sepas?
—Ja, ja, ja, ja. Cabrona ¿Te vas a
acostar con Santi, o qué?
—¿Qué dices? Ya sabes que yo no
soy así.
—Ya estamos, yo soy, yo no soy… No
sabes lo que te pierdes por creerte que
eres de una manera o de otra. Disfruta
del momento —dijo Marta levantado la
voz y las manos.
—Shhh. No chilles, loca. Yo no soy
como tú.
—¿Qué insinúas?
—Que te quieres acostar con Rubén.
—Mmmm, pues claro, joder. Y tú
también con Santi.
—Que no… Bueno, no así, de repente
y tan rápido.
—Vamos, que te gusta. —Volvió a
levantar la voz. Por suerte, estaban solas
en las duchas—. Te estás pillando por el
valenciano.
—Shhh. ¿Quieres no chillar? —No
pudo evitar sonreír. Cerró el grifo y
salió de la ducha al vestuario, desnuda,
en busca de la toalla que estaba en un
banco.
—¡Joder! mira que estás muy buena,
cabrona —le dijo Marta observándola.
—No me mires así, que me asustas.
Te podrás quejar de las tetas que tienes.
—Adivina quién se las va a comer
esta noche…
—¿Quién? ¿Rubén?
—¡No! Mi abuela, no te jode.
—¿Pero qué dices? ¿Dónde lo vais a
hacer?
—Aquí, en el vestuario… —dijo
guiñándole un ojo a su amiga.
—Va, no me tomes el pelo.
—Vale. En realidad me gusta. Es muy
bonachón. Necesita alguien con quien
hablar y a mí me encanta escucharlo. —
Elsa puso cara de sorpresa—. Y
acostarme con él también, claro —se
apresuró a decir su amiga.
—Vaya tela, dijo la araña. —Había
aprendido esa expresión de un viejo
amigo del instituto y le hizo mucha
gracia—. Llevamos dos días de camino
y esto está siendo…
—¿La hostia? —le cortó Marta
colocándose ya los pantalones.
—Sí… Ja, ja, ja, la hostia. Que sepas
que yo tengo una cita con Santi. Esta
tarde nos vamos a tomar algo, los dos
solos. —Elsa, que ya estaba vestida,
abrió la puerta del vestuario para salir
sin tener que escuchar, ni ver, la
reacción de su amiga.
—¿Cómooooo? —volvió a chillar
saliendo rápidamente detrás de su
amiga.
—Lo que has oído, y no chilles por
favor.
En las habitaciones, frente a los
vestuarios, ya había algunos peregrinos
descansando.
—Pero ¿cuándo pensabas decírmelo?
Eso es una gran noticia.
—¿Ah sí? No te enfadas, ¿verdad?
—¿Cómo me voy a enfadar, tía?
Marta cogió a su amiga, se la llevó a
una especie de miniterraza con lavadero
y tendedero que había en aquella planta
y juntó la puerta, ya que no se podía
cerrar.
—Me lo ha pedido antes y no sé... le
he dicho que sí.
—¡Bien! Me alegro mucho por ti. Este
tío te ha tocado la patata. ¿Tienes
preservativos?
—Pero ¿qué dices? Vamos a ir tomar
algo, a ver la catedral, a dar un paseo…
—Digo para mí, boba. ¿Qué te crees
que voy a hacer mientras tú
romantiqueas por ahí?
—¿Romantiqueas?
—Sí, me lo he inventado. ¿Tienes o
no?
—No.
—Vale, iremos a la farmacia. ¿Te
compro una caja?
La puerta de la terraza, atascada por
un suelo que, al parecer, se había
hinchado, se abrió.
—Chicas —Elsa enrojeció—, Rubén
y yo vamos a un horno que nos han
comentado unos peregrinos que hay
cosas muy apetecibles. ¿Os venís? ¿Os
traemos algo?
—Vamos, vamos —dijo Marta
empujando a su amiga.

A las siete de la tarde, después de una


breve siesta, Santi y Elsa salieron del
albergue para perderse por la zona más
antigua de Lugo. Sus dos amigos se
habían quedado en la misma cama,
aunque con más peregrinos en la
habitación, viendo vídeos de risa en el
móvil y habían dicho que estaban muy
cansados como para dar vueltas por la
ciudad. Se perdieron por aquel bonito
paisaje, porque cuando la situación es
bonita, todo es bonito. Caminaron por la
zona antigua, llena de tiendas y
adoquines en el suelo perfectamente
colocados. Las calles estaban muy
transitadas, con demasiados turistas y
algunos peregrinos que sacaban
fotografías. Pasaron por la plaza donde
estaba situado el concello y que tenía un
bonito parque de paseos con árboles con
la copa recortada en forma redonda.
Después de pararse un buen rato a
observar la catedral por fuera y de
hacerle algunas fotografías, decidieron
entrar para ver cómo era por dentro.
—Oscura y fría, como casi todas las
iglesias y pequeñas catedrales —dijo
Santi, que siempre prefería observar
desde fuera aquellas construcciones.
—Ven, vamos a ver esa pequeña
capilla.
Elsa le cogió de la mano y le llevó a
un ala de la catedral donde había unos
pocos bancos de madera en fila frente a
un pequeño altar y una pared con figuras
salientes de ángeles, vírgenes y demás
esculturas religiosas.
Mientras observaban aquella extraña
decoración en la que un pequeño ángel
sobresalía un tanto y señalaba con su
dedo hacia donde estaban, ella le apretó
de repente la mano que todavía no le
había soltado. Como por arte de magia
una puerta apareció, en aquella
decorada pared, se abrió y salió un cura,
cuasi centenario, con la piel muy blanca
y con una exagerada escoliosis hacia la
derecha. Al verlo, Santi también se
sobresaltó. El cura pasó andando a paso
renqueante por su lado y se quedaron
petrificados. El padre soltó un leve
gruñido. Ambos salieron rápidamente de
la catedral todavía con el susto. Una vez
fuera se miraron y comenzaron a reírse
descontroladamente.
—Ves, las catedrales son más bonitas
desde fuera —consiguió articular Santi
mientras reían cogidos, esta vez de las
dos manos.
—Me va a estallar el corazón, te lo
prometo —dijo ella llevándose una de
las manos de Santi al pecho.
Notó como el corazón estaba
acelerado y la miró directamente a los
ojos. Habría jurado que percibió un
pequeño acelerón más de aquel
misterioso músculo de color rojo
mientras acercaban sus labios y todo lo
demás parecía desacelerar el tiempo.
Cuando sus labios se rozaron, a plena
luz del día, en la plaza de la catedral y
con varios turistas por ahí, todo pareció
desaparecer, como si toda la intensidad
de sus cuerpos se hubiera trasladado a
los labios y estuvieran viviendo aquel
beso con más fuerza que las furiosas
olas de un mar bravo chocan contra las
rocas.
—No me ha quedado del todo claro…
—Improvisó él cuando separaron sus
labios.
—¿El qué? —preguntó ella sonriendo
y algo sorprendida.
—El beso, es un idioma tan
complicado que creo que hay que
repetirlo una y otra vez… ¿No crees?
Esta vez fue él quien la atrajo a su
boca, sin embargo, fue ella la que dejó
que probara su húmeda lengua durante
un pequeño instante, lo cual le provocó
una erección.
Caminaron un buen rato, perdidos por
aquel pintoresco lugar y sin saber ni si
quiera a dónde querían ir, charlando muy
alegremente y deseando volver a
besarse con la misma o mayor
intensidad. Esperando sin ninguna prisa
a que uno de los dos diera el paso del
beso, ella se paró y dijo:
—Tengo sed, ¿tú no?
—Sí. ¿Con esto te basta? — Los
besos cada vez eran más húmedos.
—Está bastante bien, pero también
tengo hambre… —dijo ella guiñándole
un ojo.
Algunos recuerdos aparecieron de
nuevo en la cabeza de Santi.
—¿Entramos a esta taberna?
—Sí, ya sé qué quiero beber. Una
cerveza.
—Que sean dos. —Quizás, pensó, el
alcohol le ayudaría a borrar aquellos
recuerdos.
Entraron a la taberna y pidieron dos
jarras de cerveza con las respectivas
tapas del norte. Ella se comía la mezcla
y le daba a él el pan, muy divertida por
ello. Parecía estar en lo cierto cuando
decía que tenía hambre.
—¿A que no sabes cómo se saca un
moco con cinco dedos? —El alcohol
comenzaba con sus particulares efectos,
los recuerdos ya parecían, de nuevo,
enterrados. A Santi, aparte de
aumentarle los niveles de libido, el
alcohol, si la compañía era buena, le
refrescaba el humor.
—No, ja, ja, ja. ¿Cómo? —contestó
muy sonriente ella intentando meterse
cinco dedos a la vez por un orificio de
la nariz.
—Ahhhh. Tienes que pensar más.
Venga, que sí que se puede.
—Ay, no lo sé, dímelo, va, ja, ja, ja,
ja, seguro que es una tontería.
—Pues sí, lo es, y eso es lo que más
gracia me hace en esta vida, las
tonterías.
—Tienes razón, a mí me encanta el
humor absurdo.
—¿Sí?
—Claro.
—¿Y no sabes cómo se saca un moco
con cinco dedos? —volvió a preguntar
divertido.
—Ja, ja, ja, ja, ja, ¡que no!
—Pues es muy fácil. ¡Atenta, eh!
Santi se rodeó con los cinco dedos la
nariz y se la apretó para que su voz
sonase como la de un micrófono al otro
lado de la ventanilla para sacar entradas
de cine.
—¡Sal de ahí! ¡Estás rodeado! —Le
quedó bastante gracioso, en parte,
gracias al alcohol.
—Ja, ja, ja, ja, ja, ja. —Rió ella tras
unos segundos—. Qué tontería por favor,
ja, ja, ja, ja. Seguro que esa te la ha
enseñado Rubén.
Mientras charlaban, reían y jugaban
como lo que eran, dos jóvenes
abriéndose al amor; Rousse, que era la
dueña de la taberna junto con su marido,
no pudo evitar sonreír profundamente
mientras aclaraba unos vasos y
recordaba, gracias a la imagen de
aquellos dos jóvenes enamorados, cómo
conoció en el camino a su marido que la
observaba desde la otra punta de la
barra adivinando sus pensamientos.
Ambos se dedicaron una sonrisa y
volvieron a agradecer, por millonésima
vez, haberse conocido un día, hacía más
de veinte años, haciendo el Camino de
Santiago.
CAPÍTULO 13

—¿Cuándo lo haremos, Jefe? —


Estaba impaciente.
—Paciencia, partener. Tenemos que
solucionar lo del imprevisto.
—¿Crees que nos supondrá un
problema? —Dudaba.
Nicolav confiaba en la inteligencia de
su socio, aunque no demasiado. No tenía
la capacidad de relajarse y pensar
fríamente ante un imprevisto. Su
inteligencia se limitaba a hacer las cosas
tal y como se la has habían ordenado,
casi a la perfección, pero bajo órdenes e
indicaciones. Él era más inteligente,
siempre lo había sido y su inteligencia
era la que le había permitido elaborar
aquel plan desde el inicio, desde que
tuvo que ver como alguien le pegaba un
tiro a su hermano en la cabeza.
—No existen los problemas,
partener. Los últimos acontecimientos
tan solo le dan al plato de la venganza
más tiempo, y con el tiempo, todo se
vuelve más frío.
—La venganza es un plato que se
sirve frío… —Mihail reflexionó en voz
baja
—Le daremos uno o dos días más,
para que siga confiándose como lo ha
hecho durante todo este tiempo.
Se quitó los prismáticos de los ojos.
Su mirada, como siempre, como el plato
de la venganza, era fría.
CAPÍTULO 14
DÍA 4: LUGO—SAN ROMAN DA
RETORTA

La sonrisa de Santi fue comparable al


paisaje que les rodeaba en aquel tramo
del camino hacia San Román da Retorta,
cuando la chica a la que había besado
incontables y recordables veces el día
anterior le dijo mientras caminaban
juntos:
—Podrías venir a Madrid unos días
este verano, o cuando tú quieras a
visitarme.
Se le quedó mirando fijamente.
—¿En serio? ¿Me invitas?
—Claro, te lo estoy diciendo, ¿no?
¿Has visitado Madrid alguna vez?
—Creo que no…
—¿Cómo que crees que no?
—Pues que desde que tengo uso de
razón no, no he viajado a Madrid. Nadie
me había invitado, la verdad.
—Pues ya tienes una invitación y un
motivo para venir.
—Pues… —dijo Santi pensando en
qué decir—. Me acabas de dar un gran
motivo, la verdad.
—Puedo ser tu guía. Por Madrid.
—Me parece genial. Seguro que no
me pierdo. ¿Qué hay para visitar? A
parte de a ti —añadió rápidamente
—Pues… no sé. Hay muchas cosas
bonitas. Está la plaza Mayor, el Palacio
Real, las típicas puertas de Alcalá y Sol,
y… —Se quedó pensando—. El templo
de Debod por ejemplo es muy bonito de
noche, si es que deciden encender toda
la iluminación claro. —Para finalizar, le
dedicó una bonita sonrisa.
—El templo de Debod, no lo
conocía…
—¿Sabes? Yo sí que he visitado
Valencia, pero vamos, que no me
importaría volver…
—¡Eh! ¡Tortolitos! —chilló Rubén
unos metros por delante—.¿Qué tal si
paramos a descansar un rato?
En esta etapa, por muy extraño que
pareciera, Rubén y Marta marcaban el
ritmo. Inconscientemente los cuatro
amigos habían bajado el paso de la
caminata, bien por cansancio, bien
porque ya no tenían demasiada prisa por
llegar y ver al apóstol postrado en la
fachada de la catedral, en la plaza de
Obradoiro.
—Oye, ¿tú no tienes nada que
contarme? —Santi se quedó a solas con
su amigo mientras las dos chicas, a unos
metros, se acomodaban bajo un frondoso
árbol a la derecha del camino.
—No, no, perdona. —Rubén bajó la
voz—. Tú eres el que tienes que
contarme algo, que esa carita yo me la
conozco, y hacía mucho tiempo que no
salía a la luz.
—¿Qué carita? —dijo sonriendo y
delatándose.
—¡Esa! Esa misma carita que pones
ahora sonriendo de felicidad.
—Ja, ja, ja, ja.
—No te rías, no, y dime qué pasó. La
besaste, ¿no?
—Joder… ¿Tú por qué no te dedicas
a adivinar el futuro?
—La besaste —Intentó no chillar su
amigo—. Lo sabía.
—En serio, cómprate una bola de
cristal de esas y móntate una consulta…
— se quedó pensando y finalmente dijo
— «El vidente Rubén, te lo adivina al
cien por cien».
—Ja, ja, ja, ja. ¿Ves? estás con ese
humor… Cuánto me alegro por ti, amigo.
—chilló ya sin contenerse la estridente
risa, ni la verdadera alegría que sentía
por su mejor amigo.
—¡Chicos! ¿Qué hacéis? ¿Venís a
sentaros o queréis estar de pie para ver
si crecéis un poco? —dijo Marta.
—Sí, ya vamos —contestó Rubén
cual matrimonio.
—Ya me contarás lo que hiciste tú,
cabrón. —Santi pellizcó a su amigo en
las costillas.
—¡Ay! —se quejó.
Se sentaron frente al tronco de aquel
árbol y dos peregrinos pasaron de largo
mientras Marta propuso lo que en un
principio sonó a locura.
—Ayer estuvimos mirando en internet.
—Miró a Rubén—. Y un poco antes de
llegar a San Román hay un
albergue/hostal que han abierto nuevo
este año y que se llama Cuenta tu
Historia. ¿Qué os parece si vamos a
pasar allí esta noche?
—¿Y eso por qué? —preguntó Elsa
extrañada.
—Bueno, porque está un poquito
antes de San Román y tiene hostal por
tan solo dos euros más la noche.
—¿Y para qué quieres hostal? —
continuó preguntado sin parecer pillar la
indirecta.
—¿Para dormir en habitaciones
solitarias? ¿En vez de en habitaciones
con literas llenas de peregrinos? —
preguntó Santi al aire.
Marta asintió, seguidamente sonrió a
Rubén que estaba, sorprendentemente,
un poco sonrojado y después miró a su
amiga a la que le dedicó una sonrisa
todavía más amplia y un guiño. Tras un
silencio de casi un minuto en el que
todos intentaban pensar qué decir, Marta
rompió el hielo:
—¿Por qué se llamará Cuenta tu
Historia?
—Pues no lo sé. Pero hoy lo vamos a
averiguar —afirmó Rubén.
—¡Vale! A mí me parece bien. Una
aventura más del camino —dijo Santi y
todos se quedaron mirando a Elsa…
—¿Pero qué coño? —dijo lanzada.
—Así me gusta. Filosofía ¿pero qué
coño? —dijo su amiga chocándole la
mano.
—¿Alguien me puede explicar qué es
la filosofía pero qué coño? —preguntó
Rubén mientras todos los demás se
incorporaban.
—Marta, haz tú los honores.
—Por supuesto. La filosofía ¿pero
qué coño? es una expresión, una acción
que aparece frente a aquellas situaciones
en las que te estás pensando algo que
realmente quieres hacer porque sabes
que te lo vas a pasar bien. Decidirte a
hacer algo sin miedos ni peros ni nada
que te pare a vivir una experiencia.
Entonces dices casi sin pensar: «¿Pero
qué coño?» y lo haces.
—Cómo mola —dijo Rubén—.
¿PERO QUÉ COÑO? —chilló
levantando los brazos al cielo despejado
—. ¿PERO QUÉ COÑO? —volvió a
chillar.
—¿PERO QUÉ COÑO? —gritó
también Marta levantando los brazos—.
¿PERO QUÉ COÑO?
—¿PERO QUÉ COÑO? —Elsa y
Santi levantaron también la voz a la vez
que los brazos.
—¿PERO QUÉ COÑO? —gritaron
los cuatro amigos divertidos al unísono.
Unos pájaros salieron de varios
árboles en los que descansaban ante el
escándalo. Tras el aleteo de la salida en
bandada, se perdieron como una mancha
negra que bailaba a un compás perfecto
y volaron en dirección hacia una
montaña que, quizás, fuera su próximo
destino.
Mientras alzaban la voz con aquella
loca frase, adelantaron a los dos
peregrinos que apenas se habían girado
cuando estaban detrás de ellos y todavía
seguían chillando. Aunque bajaron la
voz por la vergüenza, siguieron gritando
hasta que los adelantaron y las voces
fueron bajando el tono para convertirse
en risas y felicidad que les daría
energías para seguir caminando bajo el
sol que ya comenzaba a dar fuerte en sus
cabezas. Santi llevaba una gorra que
utilizaba para correr en verano. Rubén
se había puesto su gorro y las chicas
llevaban el pelo recogido. Deseaban
llegar ya al desvío que indicaba, según
internet, el albergue al que habían
decidido ir.
Santi, con la euforia del momento, se
acordó de su hermana. Rodeó a su amigo
con el brazo que le quedaba libre y, con
el otro, sin soltar el palo, se hizo una
foto de esas que se habían puesto de
moda para mandársela con el siguiente
mensaje: «Enana, te mandamos un
saludo desde “El camino de Santi”». Y
le puso un corazón. No tardó nada en
contestarle con un montón de corazones,
caras sonrojadas sonrientes y al final un
texto que decía: «Un beso enorme para
los dos… y para las chicas de atrás
también». No se habían dado cuenta.
Había mandado la foto casi sin mirarla y
cuando la observó bien, pudo ver a «las
chicas de atrás» charlando distraídas sin
darse cuenta de su presencia en la foto.
Tras otro largo rato caminando y
mientras comenzaba a pensar que la
página de internet donde habían visto lo
del hostal era un timo, Rubén vio un
cartel con forma de flecha que indicaba
«Albergue/Hostal: Cuenta tu Historia a
800 m» y señalaba un desvío a la
derecha. Recibieron aquel cartel como
si hubiera sido una señal del cielo. Los
últimos metros se hicieron bastante más
cortos con la emoción del momento y la
incertidumbre de aquel nuevo albergue.
Cuando lo vieron, justo donde
terminaba el camino que habían cogido
atrás, todos se sorprendieron. Estaba
bastante alejado y un poco perdido en el
bosque. Sin embargo, allí estaba lo que
parecía un caserío reformado con
aspecto moderno. Las paredes eran,
hasta media altura, de unas piedras
grisáceas con reflejos blancos. La otra
media era de amplios cristales, a través
de los cuales, se podían observar las
escaleras de color negro que subían a la
segunda planta. A los dos lados del
albergue había grandes extensiones de
césped. A parte de un palo de los que
transportan electricidad, todo lo demás
era plena naturaleza. Los dos chicos
llegaron primero y dejaron en la pared,
al lado de la puerta, las mochilas y todo
lo demás. Justo al otro lado de la puerta
había una placa de mármol, como las de
los cementerios, que decía:
«Albergue/Hostal. Cuenta tu Historia.
No te quedes a las puertas. Pasa, te
contamos y nos cuentas».
Nada más entrar al lado derecho,
había un pequeño mostrador de madera
tras el cual, una agradable mujer
hablaba por teléfono, y al otro, un
pequeño recibidor con dos sillones
pequeños y una mesa negra con las patas
de cristal en medio.
Se quedaron allí en medio sin saber
muy bien qué hacer; si ir a los sillones
para esperar a que la mujer finalizara la
conversación, o si ir al mostrador a
esperar allí. En ninguno de los dos
lugares cabían los cuatro con sus
grandes mochilas.
—Muy buenas tardes, peregrinos y
peregrinas. ¿En qué puedo ayudarles? —
Como por arte de magia aquella mujer
sacó dos vasos y una jarra de agua fría,
lo que hizo que todos se encaminaran
hacia ella. Santi llegó primero.
—Las damas primero —dijo
cediendo el paso a las chicas.
—Muy bien, así me gusta, un
caballero —dijo la mujer, mientras
llenaba los vasos—. Me llamo Mariela
y soy la dueña de este local, junto con
mi marido. Pero si os vais a quedar y
necesitáis algo, pedídmelo a mí, que el
pobre está muy ocupado, creando... —
Se levantó las gafas y guiñó un ojo a
Marta que estaba apurando su vaso de
agua.
—Nos gustaría quedarnos aquí esta
noche. —Sonrió devolviéndole el vaso,
ya con la boca más fresca.
—Por supuesto. Será todo un placer.
Si sois tan amables de darme vuestras
credenciales os las cuñaré lo primero.
Cuando las hubo cuñado prosiguió
con lo que parecía un ritual.
—¿Dónde queréis alojaros?
¿Albergue? ——Señaló hacia su
izquierda—. ¿Hostal quizás? —
continuó, mirando esta vez a los chicos,
y volvió a repetir lo de las gafas y el
guiño.
—Pues nos gustaría hostal, si es
posible, claro.
—No hay nada imposible, cariño —
dijo la mujer sacándole un poco los
colores a Santi—. ¿Dos habitaciones
entonces?
—Sí —contestó Rubén—. ¿Cómo son
las camas? ¿Individuales?
—Sí, cariño. Dos camas de cuerpo y
medio en cada habitación, pero como
todo en esta vida, se pueden juntar. —Y
esta vez se evitó el guiño, pues no le
hizo falta—. Muy bien, serán cuarenta
euros en total, incluye estancia y
desayuno a partir de las seis de la
mañana. Antes de subir a vuestras
habitaciones me gustaría enseñaros algo
que hace especial a este albergue, lo
demás lo debéis explorar vosotros
mismos. —Se levantó, salió del
mostrador y les pidió que la siguieran
—. Aquí creemos que cada peregrino o
peregrina tiene una historia diferente.
¿Os imagináis? Daría para unos cuantos
libros, ¿no os parece? —Mientras
hablaba los llevó enfrente de la
escalera.
Justo al lado de esta, había una
habitación con una puerta cerrada y una
placa de madera pegada en la que ponía
«Cuenta tu historia» y debajo,
perfectamente cuadrada y encuadernada,
una hoja de papel con unas
instrucciones.
—Aquí tenéis, quizás, el más
magnifico cuarto de historias de todo el
mundo. —Abrió la puerta y encendió la
luz.
No les dejó pasar, simplemente echar
un vistazo. Era una habitación que
contenía una mesa bastante amplia en el
centro con varios folios en medio, una
silla que parecía sacada de un despacho
importante, y lo que parecía un
archivador arrinconado en la pared. La
luz caía de una lámpara colgada del
techo que descansaba bastante cerca del
centro de la mesa, amenazando con caer.
Pero lo más sorprendente que pudieron
ver de aquel rápido vistazo eran las
paredes blancas, llenas de frases y
textos, delicadamente pintadas de todos
los colores. Cerró rápidamente la
puerta.
—Si queréis saber más, debéis leer
las instrucciones de la puerta. No hagáis
trampa y entréis sin leerlas.
Dicho esto y ante el intercambio de
miradas curiosas entre los amigos les
guio por las escaleras hasta las
habitaciones. Puso las llaves en las
puertas que había escogido. Cuando vio
que las chicas se disponían a entrar en la
primera y los dos chicos en la segunda,
se quedó observando un momento y dijo:
—Ah… Ya entiendo. Que disfrutéis
de la instancia.
—No… no es lo que usted se cree,
señora —se apresuró a decir Rubén.
—Yo no creo nada, cariño —dijo sin
darse la vuelta mientras se dirigía a las
escaleras—. Simplemente observo, nada
más.
Santi, precisamente, se quedó
observándola mientras caminaba
alejándose. Le miró todo el cuerpo y se
detuvo en los glúteos. Debía de tener
unos cuarenta años, sin embargo, se
conservaba bastante bien.
—Buah, ¡cómo mola esto tío! —chilló
su amigo desde dentro de la habitación.
—Ya te digo. —Santi intentó detener
el avance de una erección.
La habitaciones eran amplias,
solamente había cinco en toda la planta.
Tenían dos camas de cuerpo y medio
separadas por dos mesitas que, a su vez,
estaban un poco separadas la una de la
otra de manera casi milimétrica. Nada
más entrar a la derecha, una puerta
entreabierta dejaba ver el cuarto de
baño con una ducha grande en la que
solo había media mampara pegada a la
pared y el agua caía al suelo de gresite,
casi como un hotel de lujo. Había toallas
plegadas al lado del lavabo y todo
parecía bastante limpio y aseado. La
habitación también tenía un balcón
mediano con grandes ventanales que
daban a la parte trasera del albergue.
Santi salió y se quedó maravillado con
las vistas del horizonte. Se veía una gran
extensión de árboles no muy altos pero
sí robustos y verdes, y más allá, donde
solo alcanza una vista que la sepa
apreciar, se alzaba una montaña verde
con una gran roca en la punta. Justo
debajo de ellos una piscina en la que un
hombre tomaba el sol. Elsa se asomó a
la terraza de al lado. La observó
mirando al horizonte, con el pelo suelto
y medio cuerpo hacia delante. Deseó
cambiarse de habitación, cogerla
suavemente por detrás y comenzar a
besarle el cuello. Tuvo otra erección.
Bajaron después de una rápida aunque
placentera ducha y decidieron investigar
el albergue. En la recepción, donde
antes estaba Mariela, no había nadie. Al
lado de la puerta de la habitación
misteriosa en la que cualquiera podía
contar su historia, había otra gran puerta
que daba al comedor y comunicaba con
las habitaciones de literas. Resultó que
tenían a su disposición toda la comida
de los armarios y la nevera, así que
prepararon un buen plato de macarrones
para reponer esos azúcares que habían
gastado. Tras la comida, algunas
interesantes conversaciones con los
demás peregrinos y unos bostezos, se
marcharon a dormir la siesta.

Santi se despertó cuando llevaba


media hora durmiendo. No le gustaban
mucho las siestas, al menos desde que
no estaba con Mara, y cuando las
dormía, no solía desconectar más de
veinte minutos. Aquella vez estaba
cansado, pero se recuperó muy pronto.
Su cabeza comenzó a pensar, sin poder
evitarlo, en lo que hacía cuando se
despertaba de la siesta con Mara. Tuvo
la tercera erección de aquel día y ya no
hubo manera de coger el sueño otra vez.
Se levantó sintiéndose mal por haber
pensado en Mara, en realidad, por
haberla echado de menos y salió a la
terraza con la esperanza de que Elsa
estuviera otra vez asomada mirando al
horizonte. No tuvo suerte. Disfrutó otra
vez del paisaje y mientras su cuerpo
intentaba alcanzar el mismo grado de
vigilia que su mente, agachó la cabeza y
vio algo muy extraño.
El hombre que antes estaba tomando
el sol tumbado en una butaca estaba, esta
vez, debajo de una sombrilla de madera
y paja, sentado en posición de
meditación o posición de loto, según las
prácticas yoguis. Una posición bastante
complicada, por cierto. Se quedó
observando al hombre que estaba
semidesnudo, pues llevaba un bañador,
al menos eso podía distinguir Santi, de
esos que tienen forma de calzoncillo
corto. El hombre tenía una postura
perfecta, sus piernas estaban
completamente cruzadas y su espalda
bien recta con los hombros hacia atrás.
Tenía la piel bastante marrón, como
salida de una película de surf, el pelo un
poco largo y del mismo color que su
perfilada y corta perilla blanca. Decidió
bajar para ver la piscina y para
curiosear un poco a aquel hombre. Tenía
un profesor en clase del que había
aprendido mucho, que meditaba y
siempre les aconsejaba hacer lo mismo,
al menos diez minutos al día. Él probó
tres veces y nunca consiguió dejar su
mente en blanco ni un minuto, quizás
algo hacía mal.
Cuando salió al pasillo todo estaba en
el más absoluto silencio, parecía como
si toda Galicia durmiera la siesta. Esta
vez se fijó en los cuadros tan bonitos
que colgaban de las paredes y que
estaban firmados con una M muy fina,
abajo a la izquierda. Salió a la terraza y
pisó el césped que la rodeaba.
Instintivamente se descalzó. Se quedó
allí de pie sin saber qué más hacer que
observar al hombre quien únicamente
parecía que respirara muy
profundamente. Con cada inspiración
abría los ojos, con cada expiración los
cerraba.
—Hola —le dijo en una de las
inspiraciones.
El hombre suspiró más lentamente y
cerró los ojos. Antes de volver a
inspirar dijo con una sonrisa en la cara.
—Hola. —Y asintió con la cabeza.
—Perdón, no quería molestarle. —
Comenzó a darse la vuelta, preparado
para irse y engañándose, pensando que
solo había bajado para ver la piscina.
—No me molestas, amigo. —Santi
volvió a darse la vuelta—. Estoy seguro
de que si hablamos, algo podremos
aprender el uno del otro —afirmó
esparciendo sus palabras con el suave
viento.
—Vaya, pues es que… yo bajaba para
ver la piscina. —Intentó mentir. —Y me
ha llamado la atención la posición en la
que estaba, y lo que estaba haciendo.
—Nada.
—¿Qué?
—Nada, que no estaba haciendo nada
en especial.
—Ah, creía que estaba meditando o
algo… y… yo tenía curiosidad.
—La curiosidad es lo que mató al
gato. Pero al gato todavía le quedaban
seis vidas y ya había aprendido a morir,
ojo, que no es poco. —Hizo ademán de
acercarse porque aquel hombre hablaba
muy suave—. Vamos, acércate y
conversemos un rato, yo también tengo
curiosidad por muchas cosas. —Pareció
adivinar sus pensamientos
—Claro —dijo mientras caminaba y
miraba hacia arriba para ver si veía a
alguno de sus amigos en la terraza.
—¿Cuántos años tienes? ¿Veinte?
—Casi —dijo Santi intentando,
fallidamente, ponerse en aquella
posición.
—¿Casi? Podrías tener dos años y
que fueran casi veinte si los
comparamos con los cuatro mil
seiscientos millones de años que tiene el
planeta Tierra.
—Diecinueve —afirmó sorprendido
por aquel dato.
—Bien —continuó—. Las personas
tendemos a irnos por las ramas.
Deberíamos ser más directos, ceñirnos a
las cosas tal y como son. —Santi arqueó
las cejas—. O como creas que son.
—Mire, yo no le conozco de nada.
Simplemente bajaba a ver cómo es la
piscina y la parte de atrás del albergue.
—Se sintió un poco ofendido por la
pequeña reprimenda que, muy educada y
amablemente, le había echado ese
hombre.
—No te enfades, amigo. —Le
extrañaba que un desconocido le
llamase amigo, pero aquel hombre, a
pesar de ser directo hablaba con una
serenidad envidiable.
—No me enfado. Simplemente tenía
curiosidad por si estaba meditando.
—¿Te interesa la meditación?
—Bueno, dicen que relaja la mente…
¿Quién no necesita pararla de vez en
cuando?
—No necesitamos pararla, es más, tu
mente solo parará el día en que te
mueras. Verás, no existe una forma
exacta de meditar, para unos es respirar,
para otros pasear, para otros pensar en
una sola cosa, para otros un orgasmo,
para otros hacer deporte, para otros
escribir… y podría seguir así toda la
vida. ¿Sabes qué tienen en común todas
estas cosas?
—¿Que solo se hace o se piensa en
una cosa?
—Qué listo eres, amigo. Centrarte en
una sola cosa, exacto. Generalmente, en
el ahora. Solemos tener demasiadas
cosas en la cabeza y le damos
demasiada importancia a más de una o
dos o tres, que encima, no la tienen.
¿Sabes cuál es el problema de la
meditación en general?
—Mmm —dijo pensativo—. No, esta
vez no lo sé —contestó finalmente
desilusionado.
—El problema es creer que todos
debemos meditar de la misma manera.
¿Cómo puedes poner a meditar sentado a
un niño que desea saltar encima de un
charco? —preguntó al aire—. Espero
que algún día lo entiendan.
—¡Vaya! Yo creía que tenía que dejar
la mente en blanco.
—Es normal.
—¿Es usted una especie de gurú, o de
sabio?
—Ja, ja, ja gurú, ja, ja, ja sabio, ja,
ja, ja. —Perdió, por un momento, la
postura y la serenidad.
—Ja, ja, ja. —Sonrió Santi divertido
—. ¿Le hace gracia?
—Sí, amigo. Me hace gracia porque
nunca nadie me había dicho eso, aunque
muchos lo pensaran. Eres valiente,
curioso y sobre todo honesto para la
generación de la que vienes.
—¿La generación de la que vengo?
—Sí, la que está dormida, pero
cuando despierte arrasará con todos los
absurdos sistemas que se han
establecido, política, educación,
religiones…etcétera.
Empezó a pensar que aquel hombre
era un loco conspiranoico, de esos que
creen que unas pocas personas dominan
el sistema y siempre están intentando
joder a los que están por debajo, y él,
todavía joven e ignorante, se resignaba a
creerlo. A pesar de todo, le gustó el
hecho de que alabara a su generación,
sobre todo a él que siempre había
sentido que podía hacer algo por ayudar
a las personas o a la humanidad, cuando
se ponía en modo soñador.
—Piensas que estoy loco, ¿verdad?
—Pues un poco sí, sinceramente,
pero, en cierta medida todos estamos un
poco locos, ¿no?
—¡Ah! Qué grande Einstein, citas a
uno de mis ídolos, amigo.
—Sí.
—¿Eres feliz? —le preguntó el
hombre de repente.
—Mmm…
—¿Cuántas cosas te interesan ahora
mismo en la vida?
—Bueno… —dijo todavía dubitativo
y sin querer miró hacia arriba, hacia la
habitación de Elsa.
—¿Una chica? —En el rostro del
hombre se dibujó una sonrisa y una
mirada compasiva.
—Sí, ja, ja. —Rió y sintió que le
habían pillado.
—Bien, eso está bien. El amor con
una pareja es una explosión que nos
recuerda que la felicidad está ahí. Nos
recuerda que podemos sentir la felicidad
en cada poro, dándonos a los demás.
Pero sobre todo, nos recuerda que en
esta vida todos los seres necesitan ser
amados, incluso hasta el más pequeño e
insignificante. —Su mirada se perdió en
dirección a una pequeña hormiga que
correteaba sola, rumbo a donde solo ella
sabía—. Pero lo malo, sí, todo tiene su
lado malo, es que creemos que esa
persona nos pertenece, y más todavía
cuando desaparece de nuestra vida. —
Santi cerró los ojos y abrió la mente—.
Es curioso, pero lo que más nos cuesta
en esta vida es soltar, un pensamiento,
una persona o una emoción. Realmente
nada te pertenece. No nos damos cuenta
de que esa persona vino a enseñarnos
muchas cosas, pero sobre todo, que
somos felices, y que la felicidad es algo
que está dentro de nosotros, porque
cuando estás enamorado todo el mundo
te lo nota, estás feliz con todo el mundo,
no solo con tu pareja. Pero hay algo
peor, y es que creamos una especie de
escudo y no dejamos entrar a otra
persona para que nos vuelva a recordar
de nuevo esa felicidad —dijo otra vez
mirando a la nada—. Impedimos,
durante mucho tiempo, que otra persona
entre en nuestra vida, que vuelva a
hacernos sentir lo mismo pero de
diferentes maneras y con diferentes
lecciones, nos cerramos a la ilimitada
abundancia de la vida, el amor. Para
dejar entrar lo nuevo, tenemos que dejar
salir lo viejo, completamente…
Aquella última frase fue lo más
valioso de toda la conversación con
aquel hombre, de todo el viaje quizás.
De todo lo interesante que le había
contado aquella biblioteca humana, esa
frase le hizo darse cuenta de que para
dejar entrar completamente a Elsa en su
vida, debía dejar salir a Mara del todo,
y del todo implicaba de sus actos
conscientes e inconscientes, de sus
pensamientos, de sus recuerdos. Santi no
sabía cuál era el camino de ese hombre
cuyo nombre ni sabía, pero sí sabía que
era puro y noble porque a él le había
ayudado y justo cuando más lo
necesitaba.
—Gracias… —dijo con una sonrisa
muy profunda y le dio un abrazo al
hombre, como si fuera su padre.
—Gracias a ti.
—¿Por qué?
—Por hacer algo.
—Santi, ¿qué haces ahí? —Rubén
estaba asomado a la puerta que daba a la
piscina y su voz sonó como si estuviera
en un sueño profundo, y alguien lo
llamara, a lo lejos.
—Santi… —Mientras la voz sonaba
cada vez más cerca, él seguía
reflexionando sobre las recientes
palabras, sobre dejar salir lo viejo, para
que pudiera entrar lo nuevo.
—Santi. —Su amigo lo llamó por
tercera vez, elevando la voz y tocándole
ya el hombro.
—Dime —contestó muy suavemente.
—Qué, ¿qué haces? —le preguntó su
amigo mientras se levantaba.
—Nada. —Sonrió y miró al hombre
que había vuelto a su meditación, como
si allí no hubiera nadie más.
—Tío… —Rubén miraba con cara
extraña al hombre que meditaba—. Cada
vez pienso más que has acertado la
carrera que estás estudiando, eso sí, el
primer paciente al que tienes que tratar
es a ti mismo.
—Bueno. ¿Qué querías?
—Buscarte.
—¿Para qué?
—Para irnos al pueblo que está a
poco más de un kilómetro de aquí, el
que tenía el desvío al lado opuesto de
este.
—Vale —dijo sin acordarse de
ningún desvío, sin ni siquiera prestarle
mucha atención—. Tengo que hacer una
cosa antes. —Y se fue directo hacia
arriba, hacia las habitaciones.
Una de las chicas estaba en los
sillones de recepción sola, esperando.
—Hola, ¿dónde estabas?
—Hola, estaba meditando. —No se
detuvo, ni si quiera a mirarla. La
reconoció únicamente por la voz.
Marta se quedó extrañada pensando
lo mismo que Rubén hacía un momento:
«Este chico no está muy bien de la
cabeza».
Subió y al pasar por la puerta de la
habitación de Elsa se detuvo: «¿Estará
aquí?», pensó. Pero siguió una puerta
más y abrió su habitación. Sabía lo que
tenía que hacer. Cogió su móvil. Se
sentó en la cama, suspiró y abrió la
galería de fotos. Sin ni siquiera mirarlas
una a una, como había hecho tantas
veces en su vida, seleccionó todo el
álbum al que había llamado «Mara» y
las eliminó todas. Sintió cómo algo le
subía por las piernas, adrenalina. Abrió
también los mensajes de texto, hicieron
un pacto, que cuando tuvieran que
decirse algo bonito e importante sería
por SMS para que quedara mejor
guardado que con las conversaciones de
mensajería instantánea. Los borró todos,
sin mirarlos. La adrenalina le subió
todavía más arriba, hasta el estómago.
Finalmente fue a la agenda de contactos
y pulsó la letra M, esa que estaba por
todos los cuadros del albergue de una
manera muy distinta a la que aparecía en
su móvil de última generación. Esta vez
sí dudó un momento antes de darle a la
pantalla donde aparecía la opción
eliminar contacto Mara… «¿PERO QUÉ
COÑO?», pensó en voz alta sonriendo y
pulsando el botón. La adrenalina le
subió hasta el pecho, la garganta y
finalmente le recorrió todo el cuerpo. Se
sintió más feliz que nunca en mucho
tiempo.
Al bajar, todos le estaban esperando.
Ella había bajado mientras él hacia lo
que tenía que hacer.

Realmente ya parecían dos parejas, al


menos eso parecía mientras bebían y
conversaban y reían en la taberna, la
única que había en aquel pueblo que
estaba a poco más de un kilómetro del
albergue y cuyo nombre Santi no
consiguió memorizar. Estaba borracho,
no solo de cerveza, que influía, borracho
de felicidad. Los cuatro amigos
charlaban, como siempre, pero cada
cierto tiempo las palabras se
interrumpían para dar paso a un beso,
sin nada que ocultar.
Al volver casi en el ocaso del sol al
albergue, Santi caminaba al lado de
Elsa, despacio. Notó como fluían los
pasos, las palabras y los besos, quizás
porque no llevaba mochila, quizás
porque no llevaba palo, quizás porque
ya no llevaba a Mara rondando por la
cabeza, quizás porque la carga que
llevaba en ese momento le resultaba
mucho más agradable.
Llegaron al albergue y el sol, cansado
ya de su jornada laboral, se retiraba.
Eran las nueve pasadas y los cuatro
amigos se dirigieron a las habitaciones.
No cenaron, al menos Rubén y Marta
iban a pasar al postre directamente. Esa
fue la impresión que dio cuando entraron
los dos juntos a la habitación donde,
supuestamente, iban a dormir las chicas,
y dieron las buenas noches a los otros
dos que deseaban, pero no se
imaginaban esa situación.
Sin más remedio que la felicidad,
entraron juntos. Ella se sentó en la cama
y él entró al cuarto de baño, a dejar que
la cerveza fuera abandonando su cuerpo
para ver si podía pensar con un poco
más de claridad. Al salir, la vio allí
sentada en una esquina de la cama. Los
últimos rayos de sol entraban por la
ventana que todavía estaba subida, y le
daban en la espalda. Se acercó, y
lentamente comenzó a besarla. Ella se
dejó caer hacia atrás y él se dejó caer
muy suavemente encima, para continuar
besándola. Santi contó su cuarta
erección. De repente:

—AAAAAH SÍÍÍÍÍ. —Se escuchó


desde la habitación de al lado y dejaron
de besarse.
—AAAAAH SÍÍÍÍÍ AAAAAAH. —
Santi se levantó y se quedó mirando a
Elsa a punto de hacer una pregunta.
—¿Esa es…? —dijo comenzando a
reírse.
—Sí… Es Marta —dijo ella
preparada para comenzar a reírse
también.
—Ja, ja, ja, ja, ja, ja.
—¿TE GUSTA? —dijo la voz de
Rubén al otro lado.
—¡SÍÍÍÍ, ME ENCANTA! —
respondió la voz de Marta.
—A MÍ TAMBIÉN ME ENCANTA.
—Por Dios, esto habría que grabarlo
con el móvil —dijo Elsa.
—Sí… ja, ja, ja.
Encendieron una lamparita, pues el
sol había decidido abandonarlos hasta la
mañana siguiente, y continuaron los
gritos en la habitación de al lado. La
situación se había enfriado un poco pero
con sus amigos al lado emitiendo
aquellos gemidos y palabras subidas de
tono, era imposible concentrarse en otra
cosa. Ellos también deseaban fundirse
en uno solo y entregarse a la magia del
sexo y el amor en su estado puro. Quizás
con menos escándalo, quizás con más,
pero al fin y al cabo deseaban lo mismo
que transmitían los gritos de sus amigos:
amor y placer.
—Tengo una idea —susurró Santi.
—Me parecerá perfecta —dijo ella
sin saber.
—Ven, vamos a un sitio. —Cogió
algo de su mochila.
La agarró suavemente de la mano,
salieron, y al pasar por al lado de la
habitación comenzaron a subir el
volumen de los gemidos y un nuevo
instrumento entró a tocar en aquella
orquesta, la cama golpeaba la pared con
arrastramientos incluidos.
—Van a romper la cama o la pared,
ya verás —dijo ella divertida y a la vez,
intrigada por conocer la idea de quien
tiraba de su mano.
Bajaron las escaleras y el ruido de
los gemidos se fue apagando, al menos
para ellos. Se detuvieron enfrente de la
puerta de las historias. No había nadie
allí abajo. Solo una tenue luz iluminaba
parte de aquella zona y la puerta donde
se encontraban. El cartel de las
instrucciones, que todavía ninguno había
leído, rezaba lo siguiente:

CUENTA TU HISTORIA

Bienvenido/a a la habitación de las


historias. Esta habitación está única y
exclusivamente diseñada para dos
cosas:
1ª Para que cuentes tu historia.
(Por qué has venido a hacer el
camino,
qué esperas de él,
qué has conseguido hasta ahora…
etc.).
2ª Para que te lleves otra historia.
(Puedes llevarte la historia de otra
persona,
siempre y cuando dejes tú la tuya, y
esto es condición sine qua non).

*Será divertido llevarte a tu casa el


pedacito de historia de una persona a
la que no conoces… de momento… o
quizás sí conozcas.
* Puedes dejar tu historia de forma
totalmente anónima o con todos tus
datos.
* Cierra la puerta con pestillo
mientras escribes tu historia.
¿TE ANIMAS?

Entraron y Santi encendió la luz.


Quedaron de nuevo maravillados por
aquel lugar, un lugar como el Camino de
Santiago, lleno de magia. La mesa era
más amplia de lo que les había parecido
cuando la vieron, incluso la habitación
parecía más grande. Recorrieron con la
vista ávidamente aquel lugar. Las
paredes estaban llenas de letras, frases,
relatos de historias de algún peregrino,
peregrina o quizás las habían inventado
Mariela y su marido. Ella comenzó a
caminar lentamente, tocando las paredes
y sus letras hacia el fondo de la
habitación, donde había algo que
llamaba su atención, una especie de caja
negra, algo parecido a un archivador.
Santi cerró el pestillo por dentro desde
la manivela y la siguió, primero con la
vista y después con sus pasos. Llegaron
a la misteriosa caja negra que tan solo
tenía una ranura en la parte superior,
como las urnas para votar, y debajo una
palanca corredera que se extraía de la
caja. Encima de la ranura, donde en
otros lugares, en una oficina quizás, solo
habrían dejado carpetas, archivos,
facturas y mucho estrés, había una
pequeña frase que decía: «Introduce tu
historia y si deseas llevarte otra, tira de
la palanca». Elsa intentó tirar para ver
qué ocurría. Nada. Simplemente salió la
palanca y nada más. Al parecer, había
que dejar sí o sí otra historia.
Santi fue hacia ella, y como había
imaginado unas horas atrás en la terraza,
la cogió suavemente por detrás y la
atrajo hacia él para comenzar a besarle
por el cuello y detrás de la oreja. Ella se
giró suavemente y comenzó a besarle en
la boca. La luz era muy tenue allí, lejos
de la lámpara y tan solo se podían
distinguir dos sombras enlazadas por un
fuego invisible. Se desnudaron
mutuamente y él la tumbó en la mesa,
donde la luz no molestaba. Aquella mesa
parecía enorme. Allá a lo lejos, había un
bolígrafo y varios folios en blanco que,
de momento, no les molestaban.
En la quinta erección que tuvo aquel
día, Santi se colocó el preservativo que
había cogido de su mochila. Primero le
hizo el amor muy suavemente y con
cálidos besos en los labios, en el cuello,
en los pechos, en la oreja. Ambos
gemían, mucho más suavemente que en
una habitación de arriba. Después, ella
se puso encima y con movimientos
lentos pero intensos, suaves pero
atrevidos, tímidos pero con mucha
fuerza, se cogía el pelo y cerrando los
ojos movía la cadera hacia delante y
hacia detrás; los gemidos cada vez eran
más fuertes, cada vez más intensos, cada
vez más parecidos a los de una
habitación de arriba. Perfectamente
sincronizados ambos terminaron,
exclamando todo un éxtasis a través del
silencio, a través de las miradas, a
través de la piel y de cada exhalación.
Así, sin nada que les impidiera sentir
toda la descarga de esos elementos
químicos que nuestro cuerpo suelta para
poder llevarnos a lugares donde nadie
nunca ha conseguido llegar si no es a
través del orgasmo por medio del amor.
Se quedaron mucho más tiempo
besándose, acariciándose, sin miedos,
sin recuerdos, con una sensación
inexplicable, la sensación de que por fin
se habían conocido. Simplemente
tumbados en la mesa, con la tenue luz
bañando sus cuerpos desnudos, ahora
descargados y relajados. Hablaron de
muchas cosas, de sus padres; uno muy
encima de su hija y otro demasiado
alejado de su hijo, de sus madres; ambas
desaparecidas, una de una manera más
injusta que otra. Hablaron de amores
pasados como recuerdos vagos y casi
sin fuerza que flotan por el infinito
universo. Él le dibujaba con el dedo
suavemente los contornos de la cara.
Ella disfrutaba igual o más que en el
orgasmo. Permanecieron un rato sin
hablar, no al menos con la boca,
hablaron las caricias y las miradas
intensas. Antes de salir de allí e irse a la
cama, dejaron una historia que ambos
escribieron:
El camino de Santi y de Elsa
No sabíamos a qué habíamos venido
al camino hasta que nos conocimos.
SANTI Y ELSA

Y se llevaron así, una historia no


escrita, no al menos en papel y tinta. Se
llevaron una historia que nunca podrían
olvidar, una historia del Camino de
Santiago que siempre llegaría a sus
mentes a través del corazón.
CAPÍTULO 15
DÍA 5: SAN ROMÁN DA
RETORTA…

Cuando sonó la alarma, apenas


llevaban tres horas durmiendo.
Rápidamente Santi cogió el móvil y lo
apagó. Ella se movió a su lado, pero no
se despertó. Habían juntado las camas
pequeñas y se habían acostado en ropa
interior. Santi vio que estaba lloviendo.
No quería levantarse, quería quedarse
allí un rato más o quizás para siempre.
Pensó en que quizás su camino ya había
terminado al haberla conocido. Se giró.
La miró. Respiró profundamente
sonriendo. Estaba acostada dándole la
espalda, el trasero más bien, porque
estaba en posición fetal. Volvió a sonreír
al pensar en cómo mienten todas esas
películas en las que el chico despierta
con la cabeza de la chica en su brazo o
en su pecho. Lo máximo que había
durado él, y casi todo el mundo, en esa
posición había sido veinte minutos. A
partir de ahí comenzabas a intentar hacer
señales con el brazo para que se diera
cuenta de que se te estaba durmiendo, o
de que estabas totalmente incómodo.
No solía volver a dormir nunca una
vez se despertaba con la alarma que,
según creía recordar, estaba puesta a las
siete de la mañana, pero aquella vez, a
pesar de no tener a la chica que dormía
a su lado rodeada con el brazo por su
cabeza y apoyada en su pecho, poco a
poco volvió a cerrar los ojos mientras
sonreía, hasta que…
—¡PUM! ¡PUM! ¡PUM! —Esta vez
ambos se despertaron sobresaltados.
—¡PUM! ¡PUM! ¡PUM! —Alguien
tocaba a la puerta, demasiado fuerte.
—¿Quién es? —gritó Santi, aunque ya
se imaginaba la respuesta.
—Papá Noel, no te jode, pues Rubén.
¿Quién voy a ser? Son las ocho de la
mañana y tenemos que desayunar y yo, al
menos, ducharme —explicó su amigo—.
¡Ah y está lloviendo!
—¿Estás vestida? —le preguntó a
Elsa aunque sabía perfectamente la
respuesta.
—No… bueno sí, en ropa interior. —
Se había incorporado.
—¡PUM! ¡PUM! ¡PUM!
—Jodeeeeer que ya voy, vas a romper
la puerta, pesado.
—Seguro que están desnudos. —Se
escuchó la voz de Marta desde fuera.
—Seguro que sí —le contestó
sonriendo.
Se vistieron rápidamente y se dieron
un rápido beso de buenos días antes de
abrir la puerta.
—¡UUUUF! Aquí huele a humanidad
—chilló su amigo al entrar y abrió la
ventana.
La lluvia golpeaba fuerte el suelo del
balcón. Tendrían que esperar a que
amainara la tormenta o decidir salir con
el chubasquero y muchas ganas de
aventura.

Desayunaron rápidamente café con


tostadas y zumo de naranja que, muy
amablemente, les había reservado
Mariela al ver que todos los peregrinos
menos ellos ya habían desayunado y
abandonado el albergue.
Cuando salieron de allí eran las diez
pasadas y las gotas seguían cayendo,
pero de manera menos frecuente y más
esparcidas, aun así decidieron ponerse
el chubasquero. Aquella era una lluvia
de la que todos los adultos habrían
huido, sin embargo, muchos niños
recibirían como un regalo para jugar. El
cielo estaba raro y hacía bastante fresco;
por encima pintaba unas nubes densas y
cargadas de un color blanco oscuro, por
debajo unas nubes negras, pero no muy
densas pasaban a toda velocidad. Rubén
y Marta caminaron juntos por delante,
hablando, riendo y jugando a saltar los
pequeños charcos que encontraban por
el camino.
Santi caminaba de nuevo al lado de
Elsa. La había estado observando en
silencio a su lado todo el rato mientras
las gotas le resbalaban por el
impermeable rojo que le cubría desde la
cabeza con el gorro, hasta el final de la
mochila. La lluvia lo volvía más
reflexivo todavía.
—¿Qué tal has dormido? —le
preguntó dedicándole una sonrisa.
—Bien —contestó devolviéndosela
—. Aunque poco.
—Bueno… es que ayer… tuvimos
que escribir una historia. Te acuerdas,
¿no?
—Claro. —Se detuvieron—. Una
historia que me costará mucho olvidar.
—Sus amigos se alejaban.
—¿Y por qué querrías olvidarla? —
Se quitó su capucha de la cabeza e hizo
lo mismo con la de ella. Ambos cerraron
los ojos
—No sé… Porque quizás solo fue el
principio.
Santi se preparó para recibir aquellos
cálidos labios y se le erizó la piel.
Notaba como las gotas le resbalaban por
la cara y llegaban hasta donde debían de
llegar los labios de Elsa, su boca. Pero
no llegaban. Escuchó un leve gruñido y
abrió los ojos. Una gota le cayó en una
de las pestañas y le nubló un poco la
visión. Con el ojo no inundado vio como
alguien la acababa de coger por detrás y
le había puesto un pañuelo en la nariz.
Elsa abrió los ojos espantada mirando
detrás de Santi y los cerró desmayada en
una fracción de segundo. Él adivinó que
detrás tenía alguien. Fue una centésima
de segundo muy larga. No supo si ir
hacia delante para intentar salvarla o
girarse para enfrentarse a su enemigo.
Mientras lo pensaba, su contrincante fue
más rápido y lo agarró del cuello por
detrás con una mano. La otra, con un
pañuelo se dirigía hacia su nariz. Santi
la detuvo por la muñeca con una mano y
con la otra soltó el palo, listo para
pelear. Forcejearon unos segundos.
—¡Eh! ¡Ayudadme! —gritó Nicolav.
—¡Suéltame, cabrón! —Santi hacía un
extraordinario esfuerzo para que el
pañuelo no llegase a su nariz.
Mateo, el que había conseguido
desmayar a Elsa la dejó en el suelo
embarrado y se dirigió a ayudar a
Nicolav. Le quitó el pañuelo de la mano
al Jefe y lo dirigió hacia la nariz de
Santi, que soltó la muñeca de su
contrincante en la retaguardia y le dio un
puñetazo en la mandíbula que le hizo
soltar el pañuelo. Nicolav desde detrás
con la mano recién liberada le dio un
puñetazo en las costillas. El golpe le
hizo doblarse y apareció el tercer
contrincante en la pelea. Santi se rindió
por el dolor en las costillas y porque se
estaba ahogando. Mihail le puso el
pañuelo que traía en la nariz y el de
detrás aflojó su cuello. Santi respiró
profundamente para tomar oxígeno y
aspiró un aroma desconocido para él.
Cayó rendido. Al caer pudo ver a Elsa a
menos de dos metros de él en la tierra
boca arriba, más adelante sus amigos
yacían al revés, boca abajo.
—¡Joder! Casi me disloca la
mandíbula…
De repente perdió el conocimiento y
todo se volvió negro.
Los arrastraron a los cuatro hasta la
parte trasera de una furgoneta blanca
aparcada cerca del camino. Nicolav y
Mihail subieron a los asientos. Mateo se
quedó abajo a la espera de más órdenes
y miraba nervioso hacia todos los
lugares.
—Mateo, si vuelvo a necesitar tu
ayuda ya sabes dónde estaremos.
—Espero no tener que hacerte nunca
una visita a tu casa —dijo Mihail
sacando la cabeza por la ventanilla.
Mateo se dio la vuelta y desapareció
tras la lluvia. Mientras caminaba hasta
su coche pensaba en qué valía más la
pena: su vida y la de su familia o la de
los cuatro chicos que acababa de poner
en manos de un psicópata. La dirección
del lugar donde los iban a llevar estaba
guardada, pero rogó al cielo que nunca
tuviera que volver a mirar el lugar ni,
sobre todas las cosas, personarse allí.
Nicolav sabía muy bien que después del
miedo, la esperanza es lo último que se
pierde. Él tenía la esperanza de que el
Jefe no volviera a precisar su ayuda
nunca más.
CAPÍTULO 16

Amigos

Al detenerse la furgoneta Elsa se


despertó, pero no pudo mantener los
ojos abiertos durante mucho tiempo.
Todo estaba oscuro. De repente una luz
cegadora le invadió la vista y tuvo que
protegerse cerrándolos fuertemente.
Alguien la cogió y la arrastró hacia la
luz. Abrió los ojos y pudo notar una
brisa de aire fresco, pero la luz le
molestaba. Volvió a cerrar los ojos y
notó como la arrastraban por la tierra.
Antes de que le volvieran a poner un
pañuelo en la nariz abrió los ojos por
última vez y pudo ver como alguien
sacaba a su amiga de una furgoneta
blanca. Intentó elevar la vista para ver
quién la arrastraba pero antes de poder
distinguir su cara, este le puso el
pañuelo en la nariz y al respirar perdió
el conocimiento. Los demás siguieron
desmayados durante el traslado.

Santi recuperó la conciencia por un


momento. Tenía la boca extremadamente
seca, le quemaba la garganta y le picaba
la nariz. Sus ojos todavía no podían
mantenerse del todo abiertos durante
mucho tiempo. Los abrió una vez e
intentó centrar la imagen borrosa que
tenía delante. Le dolía la cabeza, estaba
tumbado en el suelo, de lado, en
posición fetal. Unos metros más adelante
conseguía vislumbrar otro cuerpo en el
suelo. Cerró los ojos de nuevo y se
rindió ante el desfallecimiento. Los
volvió a abrir sin saber cuánto tiempo
había pasado. Esta vez vio con un poco
más de claridad. Una luz tintineaba en la
pared y alumbraba un poco la extraña
habitación en la que se encontraba.
Parecía que era de noche. Intentó
moverse pero no pudo. Pensó que era un
sueño de esos en los que te despiertas
pero no te puedes mover, pero él había
tenido un par de esos en su vida y
aquello era muy distinto. Otra vez cerró
los ojos, volviéndose a rendir. Los
volvió a abrir al rato, porque escuchó
unas voces. Consiguió distinguir, esta
vez sí, todo lo que había a su alrededor.
Estaba en una habitación muy vieja y
con el suelo desgastado. Había una
litera arrinconada, oxidada y olvidada.
A unos pocos metros de él se encontraba
su amigo, todavía inconsciente y
tumbado. Unos metros más adelante veía
a Marta, sentada y apoyada en la pared,
inconsciente también.
Los recuerdos le llegaron como
flashes y con un sabor muy amargo: el
Camino de Santiago, su amigo, las dos
chicas que habían conocido: Marta y
Elsa… Sus pensamientos se detuvieron
en esta última, no la veía. Intentó
incorporarse y esta vez sus músculos sí
respondieron, pero una cadena cogida a
unas esposas en sus manos y anclada en
algún sitio a la pared le impidió
levantarse. Retrocedió, se sentó agotado
por el breve esfuerzo y al hacerlo,
arrastró un cuenco de plástico que tenía
al lado y en el que no había reparado,
parecía un orinal. La cadena estaba
cogida a una argolla, al parecer recién
puesta, mediante un candado bastante
grueso. Habría hecho falta una gran
cizalla para romperlo. Intentó recordar
qué había pasado y el dolor de cabeza le
aumentó. Recordó hasta que hizo el
amor con aquella chica de la que se
había enamorado, aquella chica que no
veía por ningún lugar de la habitacion.
Volvió a tirar de la cadena pero no hubo
manera. Intentó llevarse las manos a los
bolsillos pues la cadena le permitía ese
rango de movimiento. Nada, allí no
estaba su móvil. Por fin entendió que los
habían secuestrado y encadenado en
aquella habitación. Volvió a pensar en
Elsa y se asustó, ¿Por qué a ella no la
habían dejado allí con el resto? ¿Qué
querrían de ella?, las preguntas llegaban
a su cabeza cada vez más deprisa y cada
vez le provocaban más angustia y más
dolor.
—¡AAAAAAAAAAAAHHH! —
intentó chillar con todas sus fuerzas,
pero el chillido le salió bastante débil y
la garganta le quemó todavía más.
Marta abrió los ojos y se quedó
observándolo. Al parecer, era la
segunda o la tercera vez que los abría.
—Santi…
—Marta, ¿dónde está Elsa?
—Está ahí, al lado de la puerta. —
Miró hacia una puerta en la que Santi no
había reparado.
—ELSA, ¿ME OYES? —Estaba
tumbada en posición fetal, no respondía.
—No se despierta Santi, ya la he
llamado yo —dijo Marta comenzando a
sollozar.
—Tranquila, estamos todos aquí,
seguramente esté inconsciente —dijo
intentando tranquilizarse más a sí mismo
—. Creo que nos han…
—Secuestrado.
—Sí, pero debemos estar tranquilos,
¿vale?
Intentó pensar, pero todavía le dolía
la cabeza, y la garganta. Tenía una sed
terrible y ni Elsa ni su mejor amigo se
despertaban.
—¿Cuánto hace que estás despierta,
Marta?
—Pues, unos veinte… —Se
escucharon unas voces abajo y se detuvo
—. Han sido ellos Santi. Llevo un rato
escuchándolos. No sé en qué idioma
hablan.
—Vamos a ver… —Intentaba
centrarse—. Salimos del albergue y…
—Ahí se le terminaban los recuerdos—.
¿Es de noche?
—Sí, no entra luz por la ventana que
tienes encima.
De repente se detuvieron las voces
abajo y comenzaron a escucharse los
crujidos de escalones. Alguien subía.
Elsa comenzó a moverse.
—Elsa.—Se adelantó Santi—. ¿Estás
bien? —Cada vez los crujidos sonaban
más cerca.
—¿Qué ha pasado? —preguntó
intentando incorporarse.
—¿Estás bien? ¿Te duele algo?
—La cabez…
No pudo terminar la frase. La puerta
se abrió y la luz, aunque artificial, cegó
a Santi que tardó varios segundos en
acostumbrarse. Una figura, un hombre
alto y delgado, entró a la habitación y se
les quedó mirando, uno a uno. Santi no
lo reconocía, era el que le había atacado
por detrás. Ambos intentaron medirse
con las miradas. La de Santi intentó ser
desafiante. La de Nicolav, sin embargo,
fue heladora. Otra figura entró en la
habitación, este era un hombre alto y
corpulento.
—Vamos cógela —ordenó el Jefe.
—Suéltame. No me toques.
—¡PLAF! —El hombre corpulento le
dio una bofetada.
—¡DÉJALA, HIJO DE PUTA! —
chilló Santi rabioso.
Marta comenzó a llorar como una
niña, no le salían las palabras. El
hombre alto se acercó a Elsa y le sonrió
fríamente.
—¿Sabes quién soy? —le dijo
mientras su ayudante la sujetaba
fuertemente de los brazos.
—Ni… co... lav —consiguió articular
Elsa y le cambió la cara. Toda la fuerza
y la resistencia que estaba poniendo al
hombre que la sujetaba desapareció tras
una terrible mueca de miedo.
—¡EEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEH!
—gritó Santi, desesperado—.
SUÉLTALA. CABRÓN, LLÉVAME A
MI.
Nicolav se giró. Se acercó a él
lentamente y sin dejar de sonreír,
mientras Santi se movía rabioso
intentado zafarse de las cadenas. Se
llevó una fuerte patada en la nariz, por
suerte no llegó a rompérsela pero cayó
al suelo, y lo último que vio antes de
desmayarse fue a Elsa desparecer tras la
puerta arrastrada por el hombre
corpulento.

Antonio

Antonio tapó la olla tras comprobar


que no olía a quemado; estaba
preparando un plato especial para una
cena especial. Faltaba una hora para su
cita y parecía que la receta que había
encontrado por internet le estaba
saliendo bien. Rocío llegaría cinco
minutos antes de lo acordado, como
siempre lo hacía en el trabajo y en su
vida. Era capaz de esperar diez minutos
en el coche o en la puerta para entrar a
la comisaría cinco minutos antes de su
hora, todos los días. Era perfeccionista
y eso a Antonio le agradaba. Lo cierto
es que desde que su hija se había
marchado a hacer ese viaje que tanto
deseaba, Rocío había cenado dos veces
en su casa y una habían hecho el amor.
Esta vez, Antonio esperaba que no se
marchara al terminar, que se quedara a
dormir, que se dejara abrazar.
Sonrió mientras leía las cucharadas
de sal que tenía que añadir a la receta
porque ella se cuidaba excesivamente.
No abusaba de la sal y apenas probaba
las grasas saturadas.
Aunque no se permitía demostrarlo en
público, estaba bastante feliz, pues era
la primera mujer por la que sentía algo
desde que ocurrió lo de su exmujer, y
todo había sido gracias a su hija.
Siempre estaba intentando animarlo.
Recordó que hacía un día y medio que
no hablaba con su ella y, sin querer
evitarlo, pulsó el botón de llamada en el
móvil, para compartir,
inconscientemente, esa alegría que
brotaba de su interior y le hacía
preparar recetas deliciosas y saludables
mientras tarareaba alguna canción. Tras
seis tonos y antes del séptimo colgó.
«Quizás esté durmiendo ya», pensó. Se
tranquilizó a sí mismo diciéndose que a
la mañana siguiente, cuando se
despertara y viera la llamada se la
devolvería, o le enviaría un mensaje de
esos con los que todavía no se aclaraba
muy bien.
Llegó la invitada y para asombro del
anfitrión, llevaba un vestido negro,
ceñido y muy elegante con unos zapatos
de medio tacón y un pequeño bolso. Su
pelo estaba suelto y llevaba un
maquillaje no muy exagerado pero que
se dejaba ver en sus ojos, mofletes y
labios.
La cena estaba resultando de lo más
agradable. Conversaron de trabajo muy
a placer de ambos. De los casos
pasados y posibles futuros. Cuando
estaban apurando la última copa de vino
y los colores no se podían disimular ni
con el mejor maquillaje, cuando el
postre reservado previamente en la
nevera ya se había terminado, cuando
las burbujas del champagne apenas
tenían recorrido en las copas de los dos
comensales, sonó el móvil de Antonio…
Su hija le llamaba pasadas las doce de
la noche.
—Hija, ¿estás bien? —preguntó tras
descolgar rápidamente.
—Papá… —Escuchó tras unos
sollozos.
—Hija… —Al contrario de lo que
dicta toda lógica, cuando debería de
relajarse para recibir el golpe a una
velocidad más lenta, el corazón se le
aceleró—. ¿Qué ha pasado? ¿Estás
bien?
—Papá… Es él… Es Nico…
—Hola, Antonio… ¿Escuchas cómo
llora tu hija? —Se escuchó otra voz
totalmente diferente y que le dejó
helado.
—¿Quién eres, hijo de puta? ¿Qué le
has hecho a mi hija? Como le pase algo
te mato. —Rocío se levantó de la mesa
asustada.
—UNA FURGONETA BLANC….—
Escuchó como chillaba su hija.
—¡PLAF! —Una bofetada sonó a
través del móvil e impidió que su hija
terminara la frase
—Hijo de puta… —dijo el comisario
comenzando a levantarse de la mesa,
con la cara muy roja, la yugular
hinchada y las lágrimas a apunto de
brotar.
—¿Has escuchado? Es el primero de
muchos golpes que le voy a dar, y
espero que todos y cada uno te lleguen
hasta lo más profundo del corazón. Todo
esto es por tu culpa. Tu hija va a morir
por tu culpa. Te voy a joder la vida
quitándote lo que más quieres, lo único
que tienes mejor dicho, como hiciste
conmigo.
Colgó. El sonido que finalizaba la
llamada le provocó un pequeño desgarro
en el corazón, en el alma. Se quedó un
minuto en silencio intentando, en vano,
no estallar. Rocío no se atrevía a decir
nada, tenía la mano en la boca.
Finalmente terminó de levantarse, y
aunque sabía que ya había colgado, que
la conexión se había perdido, sabía
incluso que el móvil de su hija ya estaría
desmontado y con la tarjeta rota, chilló a
su propio móvil con la esperanza de
aquellas palabras llegaran al hombre
que le acababa de arruinar la vida.
—HIJO DE
PUTAAAAAAAAAAAAAAA. —Lo
lanzó contra el suelo y el móvil se hizo
mil pedazos.
Cada pedazo voló en una dirección y
llevaba consigo únicamente una ínfima
parte de toda la rabia, el dolor, la
impotencia y el miedo que sentía en
aquel momento. Rocío, que era una
mujer fuerte y valiente, no retrocedió. Es
más, como una buena amiga fue a
contener ese dolor, esa rabia, a
abrazarla para absorberla como si fuera
una vibración y, al tragársela ella entera,
pudiera de alguna manera mejorar
aquella horrible situación. Él comenzó a
llorar y ella siguió abrazándole. Allí,
sentado en la silla, lo que iba a ser una
agradable velada, con besos, caricias y
amor, dejó un paisaje muy distinto. Un
hombre lloró y gritó no muy alto, pero sí
desgarradoramente, una mujer lo abrazó
conteniendo con fuerza los espasmos y
manteniendo la compostura que el
hombre había perdido por completo.
Antonio sabía que Nicolav había
secuestrado a su hija, y que su vida tan
solo dependía de quien fuera que
estuviera allí arriba, decidiendo quién
sube y quién no, a quién le ha llegado la
hora, y a quién no.
CAPÍTULO 17

Amigos

Volvió a despertarse mientras todos


los demás dormían. Ya no le dolía la
cabeza, le dolía la nariz y notaba un
reguero de sangre seca que le llegaba
hasta los labios. Tenía calor y era de
día. Podía ver con claridad, ahora sí, las
cuatro paredes en las que estaban
encerrados. Todo estaba igual que la
noche anterior. Santi observó a sus
amigos tumbados en el suelo. Estaban
todos y dormían en posición fetal, esa en
la que dicen que te pones cuando
necesitas sentirte seguro, como en el
vientre de tu madre. Intentó tirar otra vez
de la cadena a la que estaba esposado y
otra vez esta llegó a su tope, se sintió
como un perro atado de por vida,
tirando e intentando romper los
eslabones que le impiden abrazar la
libertad. Se incorporó. Sintió hambre,
sed y un pinchazo en el brazo. La
ventana que tenía encima de su cabeza
estaba medio abierta, seguramente por el
viento de la noche que ahora había
amainado. Se preguntó cómo podía ser
que hubiera dormido tanto y de repente
reparó en algo plateado que había al
lado de la puerta. El corazón se le
aceleró. Cuatro agujas descansaban
sobre una bandeja que reflejaba el color
blanco del techo. Con ayuda de los
dientes, se levantó la manga del brazo en
el que había notado un pinchazo.
—Mierda —exclamó.
Entre el antebrazo y el bíceps, había
un pequeño pinchazo que se había
puesto ligeramente morado, los habían
drogado para mantenerlos calmados y
dormidos.
Rubén comenzó a moverse.
—¡Rubén, Rubén! ¿Me oyes? ¿Cómo
estás?
—Santi… Tengo sed —consiguió
decir todavía sin incorporarse.
—Rubén, tío, necesito tu ayuda, te
necesito aquí conmigo. —Le resbalaban
las lágrimas por las mejillas.
—Santi… —Sus palabras sonaban
muy débiles—. ¿Qué ha pasado? ¿Dónde
estamos?
Por fin se incorporó y Santi tuvo
ganas de ir a abrazar a su amigo, porque
la noche de antes no había podido
comprobar si estaba bien.
—¿Qué te ha pasado en la nariz? —le
preguntó algo desorientado.
—Nada, la llevo bien, solo es sangre.
—¿Dónde están… —Rubén comenzó
a mirar en derredor y su cara cambió
por completo. En un instante recordó y
comprendió casi todo. Su vista se
detuvo en Marta.
—¡AAAAAAAAAAAAAH! —chilló
—. ¿Qué coño hacemos aquí? ¿Qué les
han hecho? ¿Qué nos han hecho?
—Rubén, tranquilízate, nos han
secuestrado, pero estamos todos aquí.
—No recuerdo cómo coño he llegado
aquí. Nos han drogado o algo. —
Adivinó él, que ya había coqueteado
alguna vez con las drogas y sus efectos.
—Rubén, mírame. —Hizo que le
mirara a los ojos para tranquilizarlo—.
Nos secuestraron al salir del albergue
de las historias. Tan solo sé que son dos
y que ayer vinieron y se llevaron a Elsa,
ella reconoció a uno y le llamo Nicola o
algo así. Me dio una patada en la cara,
me desmayé y me acabo de despertar.
Gracias a Dios, Elsa y todos estamos
aquí. —Conforme él mismo iba
poniéndose al día, iba poniendo también
a su amigo.
—Me cago en la ostia —dijo Rubén
—. No puede ser. —Su cara fue
dibujando algo que no era muy habitual
en él, miedo.
—¿Qué pasa?
—Nicolav… —dijo estirando aquel
nombre.
—Sí, así dijo que se llamaba y puso
casi la misma cara que estás poniendo tú
ahora. ¿Qué pasa? ¿Sabes quién es?
—El del vídeo —dijo con la mirada
fija perdida en algún punto.
—¿Qué vídeo? —Santi se impacientó.
Quería tomar las riendas de aquel
secuestro, pero parecía que todo el
mundo sabía quién era el secuestrador
menos él.
—El del policía que le pegaba un tiro
a un traficante. Te lo enseñé.
—Rubén, no puedo llevar la cuenta de
todos los vídeos que me enseñas.
—Salió en las noticias. Un policía le
pegaba un tiro en la cabeza, en medio de
un accidente, a uno de los hermanos esos
que traficaban en toda España. ¿Cómo
les llamaban?
—Los Jefes —dijo Marta. Ninguno de
los dos había reparado en que ya estaba
despierta.
—Marta, ¿estás bien? —Rubén
intentó ir hacia ella. La tenía tan cerca, y
a la vez, por culpa de unas cadenas, tan
lejos.
—Sí —respondió casi avergonzada y
mirándole a los ojos—. ¿Y tú?
—Te prometo que vamos a salir de
aquí —dijo intentando parecer un héroe.
—Marta, por favor. ¿Me puedes
explicar qué es eso del policía que le
pegó un tiro a no sé quien, y qué tiene
que ver con nosotros? —Santi le
preguntó rápidamente.
—Fue el padre de Marta —dijo
bajando la voz como si aquello todavía
fuera un secreto—. El que le pegó el tiro
al hermano de Nicolav, que es el que
nos ha secuestrado. Supongo que
querrían a Elsa, pero nosotros
estábamos con ella…
A Santi le dio un vuelco el corazón.
Por fin lo había entendido todo. Marta
seguía hablando pero él no escuchaba
más allá de los fuertes latidos de su
corazón. Se le hizo un nudo en la
garganta, recordando las últimas
palabras que había entendido de Marta:
«Supongo que querrán a Elsa».
—Joder, joder, JODEEEEEEER —
chilló.
—Santi —le dijo su mejor amigo—.
Tranquilízate, tío, no le va a pasar nada
a nadie ni a ella tampoco— dijo
continuando con su rol de héroe y
mirando a Elsa que todavía dormía.
—¿Por qué no se despierta? —
preguntó Marta mirando a su amiga.
—Nos han drogado.
—¡ELSA! ¿ESTÁS BIEN? —Al
chillarle, su amiga se movió.
—Marta… —contestó, pero no tuvo
fuerzas para seguir.
De repente se escuchó cómo una
puerta abajo se cerraba y un coche
arrancaba. Volvieron a sonar los
crujidos de madera que anunciaban la
entrada de alguno de sus captores.
Parecía que tenían controlado cuándo
Elsa se iba a despertar. Se abrió la
puerta y apareció Mihail. Entró y les
lanzó a cada uno una botella de agua de
medio litro, menos a Elsa a quien se la
dejó al lado, ya que tras el esfuerzo de
intentar despertarse, se había
desmayado.
—Vaya, vaya. Parece que ya os ha
sonado la alarma. —De los dos, era el
que más acento tenía.
Se acercó a Marta porque la botella
le había quedado lejos de su alcance y
se agachó para dársela. La cogió sin
apenas mirarle a la cara. Todos estaban
tensos. Rubén parecía una bomba apunto
de detonar.
—A ella tengo orden de no tocarla —
dijo mirando a Elsa, todavía
inconsciente —. Pero a ti… —Le
acarició el cuello poco a poco,
estirando los dedos, hasta llegar a los
senos—. A lo mejor puedo divertirme un
poco ahora que el Jefe se ha ido. —
Marta comenzó a sollozar.
Santi emitió un gruñido.
—Si la tocas te mato. —Rubén
pareció de lo más desafiante.
—¿Tú?
Se levantó, cogió una de las agujas y
volvió a dirigirse a Marta, que cruzó
enseguida la delgada línea entre los
sollozos y el llanto. Elsa se despertó.
—Si me dejas inyectarte esto, será
menos doloroso, si no, te dolerá y tendré
que forzarte. ¿Qué prefieres?
Lloraba y no quería mirar a su agresor
ni a su brazo en el que le iban a inyectar
alguna droga. Santi tiraba de su cadena
una y otra vez. Rubén chillaba como un
loco y tiraba, también, muy fuerte de la
cadena que tenía enganchada a sus
esposas; comenzaba a salirle sangre de
las muñecas. Era imposible que si había
alguien en un kilómetro a la redonda no
escuchase aquellos gritos de rabia. Tan
solo un conejo que rondaba por fuera se
alejó asustado. El hombre corpulento
soltó la aguja antes de clavársela a
Marta y con un movimiento rápido y ágil
se puso detrás de Rubén y lo cogió por
el cuello con el brazo. Lo estaba
ahogando. Santi rabiaba, gruñía y seguía
tirando al ver que su amigo estaba, poco
a poco, cerrando los ojos. A los pocos
segundos Rubén dejó de resistirse y los
cerró completamente. El hombre
corpulento lo soltó y cayó desplomado
al suelo. Santi no sabía si lo había
dormido, o estaba muerto. Marta lloraba
desconsolada y el hombre volvió a
dirigirse a ella. Ante la impotencia de
Santi, le inyectó en la vena un poco de
ese veneno, sacó de su bolsillo unas
llaves y le soltó las esposas. No sabía
qué hacer, la impotencia que sentía le
iba hacer estallar. Miraba a su amigo
que estaba en el suelo y no parecía ni
respirar, y miraba a Marta, que salía a
rastras, casi sin oponer ya, ninguna
resistencia.
Desaparecieron tras la puerta y
entraron en alguna habitación cerca de
allí. Su amigo comenzó a moverse, se
estaba despertando. Santi dejó de tirar
de las cadenas porque también se le
estaban haciendo heridas en las
muñecas, cada vez más profundas, cada
vez más dolorosas. Rubén se incorporó
y tras unos segundos siguió tirando de
las cadenas, esta vez sin chillar, porque
tenía la garganta dañada. Su cara estaba
roja y le salía una vena en el cuello que
parecía, otra vez, a punto de estallar. La
sangre de las muñecas le caía en forma
de gotas al suelo, parecía un animal con
la rabia en su máximo apogeo. A Santi,
por primera vez, le entró el pánico
absoluto. Su amigo seguía tirando y
rabiando. Comenzó a llorar
desconsoladamente. Marta chillaba
débilmente desde la habitación, la droga
comenzaba a hacerle efecto.
—Cuanto más te resistas más te
dolerá. —Mihail, al parecer, había
dejado las dos puertas abiertas, a
propósito.
Santi se imaginó lo que estaba
ocurriendo en aquella habitación y sintió
nauseas, casi le vino un vómito. En el
suelo ya se había formado un pequeño
charco de sangre que provenía de las
muñecas de su amigo. De repente,
Nicolav apareció por la puerta y se
dirigió hacia Rubén, que ni pareció
percatarse de su presencia por la
ceguera de rabia que llevaba. El hombre
flaco se sacó también unas llaves de su
bolsillo y lo soltó. Este salió ciego y
veloz hacia la habitación donde estaban
violando a la chica de la que se había
enamorado. Nicolav sacó una pistola y
abrió del todo la puerta de la habitación
colocándose al lado, y esperando a ver
qué ocurría. Enseguida apareció en el
pasillo Mihail con Rubén subido a su
espalda cogiéndolo con el brazo por el
cuello, tal y como le había hecho a él
unos minutos antes. Lo estampó contra la
pared a escasos metros del hueco de la
escalera. Con el golpe consiguió que
aflojara la fuerza del brazo con el que lo
estaba ahogando y le soltó. Se giró
dándole un codazo en la sien y Rubén
cayó al suelo. Con sus dos grandes
manos, Mihail lo cogió y lo lanzó dentro
de la habitación otra vez. Cayó enfrente
de Santi. Rubén levantó la cabeza y miró
directamente a los ojos de su amigo. Se
levantó rápidamente, listo de nuevo para
pelear. Nicolav observaba la escena
divertido con la pistola en la mano.
—Diviértete con alguien de tu
tamaño, partener —le dijo.
Mihail lo miró, se encogió de
hombros y se dirigió a su oponente que
lo esperaba con la guardia arriba, para
él aquello también podía ser divertido.
El joven, rabioso, le lanzó un puñetazo
directamente a la cara, pero su oponente
se cubrió y el golpe, que le dio en uno
de sus brazos, que tenía muy duros y
musculados, apenas le detuvo. Cogió a
Rubén por el cuello, lo estampó contra
la pared y lo levantó unos centímetros.
Santi observó como su amigo pataleaba
e intentaba soltarse, esta vez no iba a
dormirlo, iba a matarlo.
Nicolav dio un paso, un gesto para
detener aquello, pero Rubén, que no se
rendía fácilmente, consiguió darle un
puñetazo en las costillas a su oponente
que hizo que lo soltara. Nicolav
retrocedió, todavía quedaba algo de
diversión en la escena. Aprovechando el
gesto torcido que hizo por el golpe en
las costillas, Rubén le dio un puñetazo
en la cara y casi consiguió tirar al suelo
a aquel hombre de unos noventa kilos.
Nicolav soltó una carcajada. Mihail se
incorporó. Se limpió la sangre que le
salía del labio y fue a por Rubén quien
lo esperaba otra vez en guardia, aunque
cada vez menos alta y más cansada.
Santi lo observaba todo horrorizado,
deseando que su amigo matara a aquel
hombre. Elsa se había despertado y
miraba también horrorizada. El puñetazo
que recibió traspasó la guardia y le
rompió algún diente. Rubén cayó al
suelo de un golpe seco, inconsciente.
Mihail no estaba acostumbrado a que le
hicieran sangrar. Se puso encima de
Rubén listo para descargarle una ráfaga
de puñetazos de igual o mayor calibre.
—Ya basta —dijo Nicolav.
Y como un perro adiestrado, cual
robot, se detuvo.
Antonio

Antonio había reunido a todos los


policías de su comisaría, estuvieran de
servicio, tuvieran turno o no. Unos
pocos se habían conseguido librar por
asuntos familiares o porque se
encontraban fuera de Madrid, aun así,
aquella llamada o mensaje durante la
madrugada, había conseguido despertar
la curiosidad de todos los agentes. La
sala de reuniones estaba llena, solo una
persona se encontraba en recepción
atendiendo las llamadas y denuncias. Ni
un solo policía patrullaba las calles de
Madrid, pero el comisario había sido
muy explícito en su mensaje: «Se ordena
su presencia mañana a las nueve de la
mañana en la sala de reuniones de su
comisaría. Gracias». Había un revuelo
general que se calmó cuando Antonio se
puso enfrente de todos los presentes.
—Bien, gracias por venir. —Fue muy
breve en su introducción.
Tenía mala cara, los ojos rojos por el
cansancio y las lágrimas. Rocío estaba
de pie, a su lado. Todos los demás
policías estaban apretujados en la
pequeña sala donde se preparaban
operativos y demás. Había máxima
expectación y la gran mayoría sabía que
aquello iban a ser malas noticias. Cogió
aire y prosiguió.
—Seré breve y directo. —Tomó, otra
vez, aire—. Nicolav ha secuestrado a mi
hija y a una compañera con la que estaba
realizando el Camino de Santiago.
En el más absoluto silencio de
respeto, se coló un leve murmullo
general de asombro. Ray cerró los ojos
y con una mano se los tapó. La otra
mano la cerró apretando el puño bien
fuerte.
—Necesito vuestra más sincera
colaboración como compañeros y como
amigos. —Rocío le apretó un hombro.
—La tendrá, comisario, cuente
conmigo las veinticuatro horas —dijo
Ray rompiendo el silencio en voz bien
alta.
—Y CONMIGO —gritaron dos más.
—Y CONMIGO, COMISARIO. —Se
escuchó al fondo.
—ATRAPAREMOS A ESE
CABRÓN —chilló un veterano
compañero.
—SÍ, LO ATRAPAREMOS.
Aquellos gritos de guerra, de
compañerismo, de condolencia,
compresión y amistad dieron a Antonio
fuerzas para continuar.
—Muchas gracias —dijo tras
recomponerse de la emoción, con una
lágrima resbalando por la mejilla—. Os
necesito a todos buscando pruebas que
me lleven hasta… —Y se detuvo un
momento—. Hasta mi hija. Según mis
cálculos y los datos de los que
dispongo, mi hija y su amiga querían
hacer el que se conoce como camino
primitivo por la parte de Galicia. —Los
policías comenzaron a apuntar en sus
libretas—. Salieron desde un pueblo
llamado Fonsagrada que se encuentra en
la provincia de Lugo, el día 1 de julio.
La última noticia que tuve de ella antes
de… —se detuvo otra vez y otra vez
volvieron a agarrarlo por el hombro—
del secuestro, es que se dirigían a San
Román, desde Lugo. Reme, Félix y
cualquiera que sepa de informática, os
necesito en los ordenadores: la primera
tarea es buscar el rastro de los teléfonos
móviles de mi hija y de su amiga Marta,
la segunda es mandar a todas las
comisarías de Galicia esta foto de ellas
dos —dijo colgando en el tablón una
foto en la que aparecían de cerca las dos
amigas—. La tercera es intentar acceder
a sus redes sociales a ver si
encontramos exactamente qué ruta iban a
hacer, albergues, paradas… . Necesito
también a cuatro personas revisando el
caso de los Jefes, buscando datos
bancarios, de teléfono móvil,
propiedades, empresas, todo lo que esté
relacionado con alguno de los dos hijos
de… Hermanos. Necesito a otras dos
personas que estén en contacto directo
con todas las comisarías de Galicia por
posibles denuncias de algo sospechoso,
lo que sea. A lo largo del día de hoy nos
asignaran a dos investigadores,
especialistas en secuestros y
extorsiones, pido máxima colaboración
y sinergia con ellos. Por último… —
dijo suspirando— ayer cuando… —le
costaba decir el nombre— Nicolav me
llamó, pude hablar con ella. —Continuó
aguantándose las lágrimas—. Mi hija…
sé que no se lo pondría fácil a ese
cabrón… —No pudo aguantarse las
lágrimas. Rocío fue a darle su apoyo por
tercera vez, pero él lo detuvo con un
gesto de mano—. Me dijo que las habían
raptado en una furgoneta blanca. Quiero
una lista de todas las furgonetas blancas
robadas desde hace dos años. Muchas
gracias a todos y a todas. A trabajar.
Mientras salían, listos para ponerse a
trabajar, todos le iban dando su apoyo,
bien con la mano, bien con palabras,
bien de ambas formas. Antonio se
castigaba una y otra vez pensando en
cómo podía no haberse dado cuenta,
cómo podía haber dejado de buscar a
aquel hombre que parecía el mismísimo
diablo, cómo no había pensado en que le
atacaría donde más le doliera y en lo
único que le quedaba en esta vida, su
hija.
Cuando el último hombre salió de la
sala, se dirigió a su despacho, bebió un
vaso de agua, respiró profundamente
tres veces y descolgó el teléfono. Una de
las tareas más complicadas de un
policía o de un médico es dar malas
noticias y su trabajo estaba, por
desgracia, rodeado de ellas. En esta
ocasión tenía que dar una mala noticia a
una madre que estaría ya preocupada
por su hija, a una madre que él conocía,
a una madre que descolgó el teléfono
diciendo:
—Marta. ¿Eres tú?

Gema

Gema miraba el teléfono móvil por


enésima vez en aquella hora. Desde las
once de la mañana estaba tumbada en el
sofá de casa de su tía y esperaba
impacientemente, nerviosa y aburrida a
que se hiciera la una y su amigo le
tocara el timbre para irse a la piscina a
comer, y a ahogar la sofocante ola de
calor que arrasaba Madrid por aquellas
fechas. Buscó por segunda vez aquel día
el número en la agenda de su hermano y
le dio a la tecla de llamar: «El teléfono
móvil al que usted llama está
apagado…». Colgó impaciente y volvió,
otra vez, a buscar en la lista de
contactos de mensajería instantánea la
última conexión de su hermano. «Última
conexión, hace dos días a las 18:47».
Desde el día en que le envió la foto con
Rubén no había vuelto a tener noticias
de Santi y aunque sabía de su pasotismo
en que le localizaran, estaba
preocupada. En realidad tenía cierta
envidia de la independencia de la que
gozaba su hermano en la vida y sobre
todo de los móviles y las redes sociales
en general. A pesar de que era su único
hermano, el mayor, y que tenía que ser
su ejemplo a seguir, no conseguía
inculcarle ese valor de no depender
tanto de las redes y los grupos sociales
de internet. «¿Le habrá pasado algo?»,
se preguntó. «No creo», se intentó
tranquilizar ella misma.
Para matar el aburrimiento y
distraerse de estos pensamientos le dio
otro repaso a su lista de contactos, a ver
si alguien había cambiado su foto de
perfil o su estado. Al llegar a Rubén, el
amigo de su hermano, dio un respingo,
seguro que Rubén estaría disponible.
Abrió su contacto para ver la última
conexión y, curiosamente, no se
conectaba desde antes que su hermano.
Apretó el botón de llamar: «El teléfono
móvil al que usted llama…». Colgó algo
asustada. Si el mejor amigo de su
hermano pasaba del teléfono móvil, solo
podía ser por dos cosas: porque le había
pasado algo, o porque estaba con alguna
chica. La última foto que le habían
enviado explicaba y encajaba muy bien
en el segundo supuesto, pero Gema, que
era toda una experta en darle vueltas a
las cosas, no se quedó tranquila. Se
levantó del sofá y tomó la decisión de
llamar a alguien que le cogiera el
teléfono de una vez por todas y que le
explicara qué podía estar sucediendo.
Al tercer tono, su padre descolgó el
teléfono.
CAPÍTULO 18

Amigos

Otra vez lo habían vuelto a drogar.


Volvía a tener esa sensación de querer
moverse y no poder, de pesadez mental,
de no saber si estaba despierto o
soñando, de estar encadenado.
Se despertó tirando de sus cadenas y
con esa sensación de impotencia. Se
incorporó. Era de noche y la habitación
estaba a oscuras. Únicamente la luna
ofrecía un pequeño halo de luz que
entraba por la ventana todavía
semiabierta. «¿Cómo puede ser que
duerma tanto?», pensó. «Maldita droga.»
Se incorporó más para apoyarse en la
pared y recordó qué hacían los
secuestradores para drogarlos;
normalmente las chicas no oponían
mucha resistencia. Mihail, que era el
más musculado, agarraba el brazo a
pinchar con una mano y lo inmovilizaba.
Nicolav, sin dudar ni un momento,
picaba la vena que normalmente estaba
ya hinchada a raíz de la presión que
ejercía su cómplice apretando. Era inútil
resistirse a la fuerza y frialdad de
aquellos hombres y por lo general
cuando veían la aguja venir se
paralizaban por el miedo que se suele
tener a estos instrumentos. Se encontraba
muy débil, no les habían dado de comer,
solamente les daban agua para
mantenerlos hidratados y eso solo podía
significar una cosa: tenían pensado
matarlos. «¿Cuándo? ¿Será la próxima
vez que suban?». Aquellas preguntas
resonaban en su cabeza como un martillo
neumático. Sabía que tenía que actuar
rápido si quería hacer algo (la droga a
él parecía afectarle menos) y sobre todo
cuando uno de los dos estuviera fuera.
Registraba, cuando no estaba drogado y
dormido, cada vez que sonaba la puerta
de abajo y se encendía un motor, ahí
solo se quedaba uno en la casa y
pensaba que quizás, contra uno sí que
podría.
Miró a su amigo que dormía y
temblaba seguramente por la fiebre,
estaba destrozado por la paliza del día
anterior. No había sido por Marta, de la
que estaba enamorado, que dormía
drogada y plácidamente, y agradecida
por lo que no había llegado a ocurrir.
Rubén habría actuado así por cualquier
chica indefensa, en realidad, por
cualquier persona a la que apreciara. Él
era así, daría la vida por cualquiera de
los suyos y costaba bien poco llegar a su
corazón. Se arrepintió de haberle
convencido para que hicieran el camino
juntos. Iba a morir por su culpa.
Se esforzaba por encontrar la manera,
la ocasión perfecta para escapar, pero
no llegaba. Aquello no era una película,
quién sabe si tendría un final feliz.
Deseaba que todo tuviera ese final, pero
la realidad era muy distinta: estaban
atados, encerrados, incomunicados,
hambrientos, heridos, drogados y
perdidos en cualquier lugar de España o
del mundo.
Miró a Elsa. Justamente la única luz
de la luna que entraba por la ventana le
alumbraba, le bañaba todo el cuerpo y la
cara. Dormía inquieta, no temblaba pero
se movía, seguramente por las
pesadillas. Se quedó observándola,
intentando transmitirle paz. Ella se
sentía culpable por que todos estuvieran
allí, porque todos iban a morir. Quería ir
y abrazarla, protegerla y decirle que si
tenía que morir, haberla conocido había
sido lo mejor que le había pasado en la
vida. Se volvió a dormir sin darse
cuenta, estirando ese único y agradable
pensamiento.

Un jarro de agua fría le dio en la cara


y lo despertó algo asustado.
—¡Despierta! —Abrió los ojos a
duras penas, le pesaban.
—¿Qué pasa? —preguntó
desconcertado.
—Vamos, levántate. —Pudo distinguir
la cara de Mihail a unos centímetros de
él.
—¿Dónde vamos? —preguntó Santi.
Le pesaban las palabras, lo habían
vuelto a drogar.
—He dicho que arriba. —El hombre
fuerte tiró de la cadena que sujetaba sus
esposas, lo habían soltado y lo llevaba
como a un animal de circo. Cayó de
morros contra el suelo—. Arriba he
dicho. —Y le dio otro tirón que lo
levantó.
Antes de que los tirones lo sacaran a
rastras de la habitación, pues le habían
atado los pies con una cuerda y un nudo
bastante fuerte, Santi quiso saber de sus
amigos. Todos tenían los pies atados
igual que él. Su amigo miraba a un punto
fijo en el suelo, su mirada estaba como
perdida, tenía la cara hinchada y el labio
partido, seguramente no le dolía nada
por el efecto de la droga. Marta
continuaba en su sitio, sentada, con las
rodillas flexionadas y la cabeza entre las
piernas sollozando. Y por último, miró a
Elsa, sus ojos reflejaban un estado casi
de delirio, al igual que Rubén, miraba
fijamente a un punto, sin parpadear. El
punto eran los ojos de Santi. Intentó
oponerse a salir de la habitación
desafiando al que tiraba de las cadenas.
Ni se preguntaba por qué se lo llevaban
a él, simplemente se oponía a separarse
de sus amigos. Pero no podía, no tenía
fuerzas y Mihail tiraba de la cadena muy
fuerte, parecía que le divertía que
tuviera que ir dando saltos y se cayera a
menudo.
Al salir de la habitación pudo ver que
en esa planta solamente había dos
habitaciones más, inmediatamente
después estaba el hueco de la escalera.
Se detuvo en seco frente al hueco
mirando directamente a los ojos del
hombre. La cadena se tensó. Nunca
había intentado bajar unas escaleras con
las manos y los pies atados, ni con el
estado de letargo mental y corporal que
le provocaba la droga que le habían
inyectado. El hombre, divirtiéndose, tiró
de la cadena y Santi cayó rodando hasta
sus pies. No se rompió ningún hueso de
milagro. Levantó la cabeza y vio a
Mihail riendo silenciosamente. Terminó
de bajar las escaleras sentado,
arrastrando el culo, escalón tras escalón
hasta llegar al final, la imagen era un
tanto deplorable. Abajo había un
comedor, ocupado por una mesa redonda
y dos sillas. En una de ellas se
encontraba Nicolav fumando y
observando la penosa escena. Una vieja
chimenea se hundía en la pared. Santi no
perdió la ocasión y observó a su
izquierda, antes del último tirón, un
pequeño pasillo que conducía a la
cocina, y que terminaba con la puerta
que daba al exterior.
Lo ataron justo al lado de la chimenea
y con poco recorrido para poder
moverse, esta vez iban a estar más
juntos y pensó que quizás podría tocar a
su amigo, o a Elsa. Uno a uno fue
observando cómo los bajó de la misma
manera que a él. Con Rubén pareció
divertirse también un poco y lo tiró al
suelo a falta de unos escalones. Los
colocaron de la misma manera que en la
habitación. Su mejor amigo estaba a su
lado, Marta seguía con la cabeza entre
las rodillas, al lado de Rubén, y Elsa
estaba en la pared de enfrente. Esta vez
tenían las manos detrás de la espalda.
Estaban cambiando las cosas y todos lo
sabían, pronto tomarían una decisión. El
Jefe y su fiel lacayo comenzaron a
hablar en su idioma materno sentados a
la mesa; no parecían ni acordarse de la
presencia de los cuatro encadenados.

Antonio

Tenía cincuenta años, vivía con su


madre y la cuidaba durante el día. Por la
noche, trabajaba como vigilante de
seguridad en una fábrica de botellas. El
sueño de su vida siempre había sido ser
policía y atrapar a los malos. Lo había
intentado una vez pero su lesión auditiva
le había roto el sueño en mil pedazos.
Había nacido sin capacidad auditiva en
un oído, el derecho, y en el izquierdo
conservaba un 60% con ayuda de un
aparato. Ahora se conformaba con
pasarse frecuentemente por la comisaría
de su barrio y conversar con algunos de
los policías veteranos a los que conocía.
Le gustaba imaginar que era él quien
llevaba esa placa y esa pistola, el que
estaba a punto de salir a patrullar, o a
llevar a cabo una investigación. Aquel
día entró en la comisaría como cualquier
otro de los tres días a la semana que lo
solía hacer. En recepción estaba una
mujer mayor a punto de prejubilarse que
lo conocía y que con su simpatía rompía
los esquemas de los del gremio.
—Buenos días, señor agente. —La
mujer sonrió y levantó la voz para que
pudiera escucharlo.
—Buenos días, señora agente —le
contestó siguiéndole el juego feliz, como
cada día—. ¿Cómo tenemos hoy el
patio?
—Pues un poco oscuro, la verdad. —
Se acordó del comisario y de su hija.
—¿Muchos malos por la zona? —
preguntó el vigilante acercándose al
mostrador y listo para terminar ya con la
broma.
—Conchi. —Ray apareció por la
puerta y la mujer se puso seria—.
Necesito que comuniques a todas las
patrullas esta lista de matrículas
sospechosas —dijo Ray sin ni si quiera
saludar al vigilante—. Y que des la
descripción de estas furgonetas blancas.
Ya sabes… Máxima prioridad. Gracias.
—Dejó unas fotos recién impresas
encima del mostrador y se dio la vuelta
listo para marcharse.
—Yo he visto una furgoneta blanca
sospechosa. —El vigilante había
aprendido a leer bien los labios—.
Como esa. —Estaba medio sordo, pero
la vista la tenía en perfectas
condiciones.
A Ray le dio un vuelco el corazón, se
dio la vuelta y por fin se fijó en el
hombre
Habían pasado dos noches ya desde
la llamada que le llegó con la noticia del
secuestro de su hija. Toda la comisaría,
toda la policía de Madrid que conocía a
Antonio, reconocimiento que se había
ganado a raíz de su investigación e
intervención en la operación de los
Jefes, estaba volcada en encontrar a su
hija. Esa noche, a pesar de los cafés,
había dormitado a ratos en la mesa de su
despacho, fruto del cansancio y la
tensión acumulada, pero se había
despertado enseguida sufriendo
pesadillas. Ya había amanecido y había
vuelto a caer en un extraño pero
profundo sueño. Su cabeza estaba
apoyada en la gran mesa de iroko que
tenía repleta de informes, datos y demás.
Nadie se atrevía a entrar si no era para
darle, al menos, una noticia
esperanzadora. De momento nadie había
encontrado nada. Volvió a tener otra
pesadilla, esta vez aparecía su hija junto
a su mujer en un camino repleto de hojas
y árboles pelados a los lados, con forma
espectral, diciéndole que le estaban
esperando. Él, impotente y cobarde, no
podía hacer nada por llevarlas de nuevo
a su lado. Veía cómo se alejaban
solamente diciéndole que le esperaban.
Se marchaban. Al final, había una luz y
él sabía que si llegaba a alcanzarlas las
perdería para siempre, otra vez. No
sabía qué tenía que hacer, no
comprendía qué debía hacer para
encontrarse con ellas y no volver a
separarse nunca más. Quizás debía
morir pero, «¿no estoy muerto ya?»,
preguntó a los dos espectros que se
alejaban. «Antes debes hacer algo», le
dijo su hija. «Salva a nuestra hija. A mí
ya me has perdido», sentenció su
exmujer.
—Comisario. ¡COMISARIO! —La
voz de Ray le despertó de aquella
terrible pesadilla.
—¿Qué ha pasado? ¿Cuánto tiempo he
dormido? —dijo Antonio quitándose las
hojas que tenía pegadas en la cara.
—Le he traído un café. —El simple
aroma le despejó.
—Comisario. —Su joven compañero
lo observó detenidamente. Tenía un
aspecto algo desmejorado, pero todo el
mundo lo entendía—. Tengo noticias. —
Esperaba cambiarle un poco aquella
cara.
—Las buenas primero. —En realidad
solo deseaba escuchar una.
—De acuerdo. —Dejó que Antonio
diera un sorbo al café y continuó—:
Creo que su hija y Marta no han
desaparecido solas. Conocieron a dos
jóvenes valencianos en el camino y, al
parecer, ellos también han desaparecido.
En Valencia han recibido una denuncia
por desaparición de estos dos jóvenes.
Sabemos que la hermana de uno de los
desaparecidos tiene una foto donde
aparecen los dos amigos con Marta y
Elsa detrás. Creemos que los han
secuestrado a los cuatro porque Nicolav
no se esperaba esa compañía. —
Observó cómo al comisario se le
iluminaba algo en los ojos—. Hay más
—dijo emocionado—. Tenemos fuera a
un hombre que asegura haber visto hace
unos días una furgoneta blanca
sospechosa cerca de aquí. —La luz de
Antonio se convirtió en una llama, una
llama de esperanza, pareció perder el
mal aspecto que había ganado en las
últimas horas y Ray se sintió orgulloso
—. Está esperándole fuera.
—Gracias, Ray —dijo levantándose y
dándole un abrazo—. No sabes cómo
necesitaba escuchar estas noticias. Dile
al caballero que pase y llama a Rocío,
quiero que estéis delante.
—Comisario… —dijo Ray dudando
de si continuar o no— falta la última
noticia.
El comisario ya había comenzado a
arreglar el desorden que tenía en la
mesa. La alegría de aquellas dos
noticias le había dado más energía que
cien cafés. Pero se había olvidado de la
última noticia, al fin y al cabo,
solamente una noticia podría haberle
arruinado aquel rayo de luz.
—La mala noticia, se me había
olvidado —dijo el comisario mirándole
e implorando que la noticia no hablase
de ningún cadáver.
—Se ha filtrado la noticia y hoy
saldrá en los medios de comunicación.
—¡JODER! —Antonio saltó
golpeando la mesa con el puño. Aquel
era el comisario de siempre. Ray sonrió
para adentro—. Mierda. ¿Quién coño
habrá filtrado la noticia?
—Si quiere que lo averigüe, señor…
—No. No voy a descentrarme de lo
que me has dicho ni un segundo. Es más,
no pienso ver las noticias, prensa o
radio. Haz pasar al hombre y a Rocío,
por favor. Después convoca otra reunión
como la de ayer para las… —miró su
reloj— las diez.
—De acuerdo, señor.
Antonio se quedó un momento
pensando antes de que su cabeza
comenzara a mover engranajes a todo
trapo: «Ya te tengo cabrón», pensó.
El vigilante recordaba que hacía unos
días había visto cerca de su casa, en
unos adosados de su barrio, una
furgoneta blanca que no había visto
ninguna de las noches en las que él
pasaba por allí para ir al trabajo.
Parecía de lo más orgulloso
colaborando con la Policía. Sería feliz
durante mucho tiempo por todos los
halagos que le había hecho el comisario
aquella mañana. Le dijo la calle a la
altura exacta en la que recordaba, como
si fuera ayer, que estaba aparcada la
furgoneta. A pesar de sentir mucho el
dolor de Antonio por lo de su hija, no
pudo evitar sonreír cuando, nada más y
nada menos que un comisario le dio su
número de teléfono personal por si
recordaba algo más para seguir
colaborando con un caso tan importante.
De momento era mucho más que algo,
para el comisario.
No tardaron en averiguar quién podía
vivir allí que fuera del interés de
Nicolav. Curiosamente, uno de los
policías sabía que por allí vivía una
exprostituta rumana que había
conseguido abandonar la calle, que
ahora vivía con un empresario cuyo
pasado estaba vinculado a los Jefes
llamado Mateo y con el que había tenido
dos hijas.
Ray y el comisario cogieron el coche
y fueron a la casa de aquel hombre con
una extraña sensación de que aquello
podía terminar ya. Rocío se quedó en la
comisaría
esperando a los padres de los otros
dos desaparecidos.
—Ray, quiero que sepas que voy a
hacer lo que sea para conseguir
averiguar dónde está mi hija —dijo
mirándolo más seriamente de lo normal.
—Lo sé, comisario. —Ray pensó en
que no habían avisado a nadie de la
comisaría ni a los colaboradores
especialistas—. Aunque no sea mi hija
yo también haré lo que sea para ayudarle
a conseguirlo.
—No sé si me has entendido —dijo
Antonio—. Digo lo que sea, esté o no
dentro de la ley.
—Lo comprendo, comisario. —Soltó
una mano del volante y se la puso en el
hombro a su compañero, su maestro, su
amigo, su otro padre.

Tocaron al timbre tres veces. Antonio


se impacientó.
—Policía Nacional, abra la puerta —
dijo levantando la voz.
—POLICÍA ABRA LA PUERTA —
chilló Ray.
Antonio sacó la pistola y disparó a la
cerradura.
—¡PUM!
En medio de aquel barrio y a plena
luz del día, el comisario disparó a la
cerradura. De una patada abrió la puerta
y entró sin volver a identificarse. Ray se
quedó asombrado. Los vecinos
comenzaban a asomarse.
—POLICIA NACIONAL —dijo
enseñando la placa a los curiosos de la
calle y entró a la casa.
A pesar de estar, a primera vista,
equipada con muebles, televisión,
fotografías, los mandos de los aparatos y
demás cosas cotidianas de la vida, daba
la sensación de que en esa casa habían
hecho las maletas hacía poco y se habían
largado, de que no había nadie que
utilizara todos aquellos objetos. Todos
se habían ido. Todos menos uno. La
imagen dio arcadas a Ray que todavía
no se había acostumbrado. Mateo, al que
buscaban, yacía inerte en la moqueta del
suelo con un tiro en la parte de atrás de
la cabeza y una pistola al lado de su
mano.
—Lo han asesinado. —Ray se tapó
instintivamente la boca.
—Se ha suicidado —Antonio miraba
fijamente la pistola—, o quien lo ha
asesinado quiere que parezca un
suicidio.
Llamaron a los especialistas y
echaron un vistazo al resto de la casa
buscando algo que pudiera darles una
pista de dónde se encontraba el resto de
la familia. El comisario estaba
desolado. Sus ojos y su cara habían
vuelto a tomar la forma que tenían antes
de las buenas noticias, la de las
esperanzas que se desvanecen. Cuando
llegaron los de homicidios confirmaron
a Antonio que, a primera vista, había
sido un suicidio, o alguien quería que lo
pareciera. El comisario era muy
veterano, y sabía que seguramente aquel
hombre había enviado a su mujer y sus
hijas, a esconderse en algún lugar y se
había suicidado para salvarlas, para
saldar la deuda que tenía con Nicolav.
Antonio no dejaba de buscar
desesperadamente alguna pista que
pudiera haber dejado ese hombre en un
acto de compasión por su hija, por él.
Pero Mateo no habría hecho jamás algo
que pudiera poner en peligro la vida de
su familia, a la que tanto amaba. El
comisario rabiaba, pero lo comprendió.
Quizás él habría hecho lo mismo. La
diferencia es que ese hombre había
entregado su vida, por la de su familia.
Él, sin embargo, ya había perdido a su
mujer, quizás por no ser un buen marido,
y estaba a punto de perder a su hija,
quizás por no ser un buen padre.
Después de pelearse con sus superiores
por el disparo, tras algún conato con los
de homicidios por estropearles la zona
de pruebas e ignorar las decenas de
llamadas que le había hecho Rocío a su
teléfono móvil, le dijo a Ray que lo
llevara a su casa totalmente abatido.
—Comisario… —su compañero
comenzó a decirle algo cuando paró el
coche enfrente del portal, se detuvo para
dejar escapar un largo suspiro.
Antonio se giró antes de salir por la
puerta.
—… mientras hay vida hay
esperanza.
CAPÍTULO 19

Amigos

La noche cayó y su sombra ocupó


toda la casa. Santi no podía dormir a
pesar de estar medio muerto y de ser la
muerte un eterno sueño. Se sentía sin
fuerzas y creía que, al menos, su mejor
amigo estaba ya inerte. Rubén no se
movía desde hacía muchas horas, había
dejado incluso de temblar y no lograba
distinguir si respiraba o no. En realidad
no lograba distinguir nada. Los ojos le
pesaban, pero algo no le dejaba dormir,
tenía mucha sed, pero no podía pedir
nada. Hacía muchas horas que no le
daban agua y creía que iba a morir
deshidratado. De repente, aparecieron
los dos hombres que les habían jodido
la vida y se encararon a Elsa, que se
encontraba en el mismo estado que él y
que todos. Intentó chillar pero no pudo.
La obligaron a esnifar algo y le taparon
los ojos. La desataron y la pusieron en
medio, donde Nicolav la sujetaba
cogida por el pelo. Mihail grababa con
el móvil. Santi consiguió chillar un poco
y haciendo un sobreesfuerzo comenzó a
llorar al compás que Elsa. Los otros dos
seguían dormidos, inconscientes o
muertos. La rabia le hizo sacar más
fuerzas. Se incorporó y comenzó a tirar
débilmente de su cadena. Aquello era
inútil, no tenía fuerza ni para levantar
una piedra. Comenzaron a grabar como
si de una película se tratase.

Antonio

El ambiente estaba tenso, muy tenso,


en la comisaría, tan solo Ray y Rocío
entraban al despacho del comisario y
este no cesaba de gritar, cabrearse,
llorar, romper objetos y dar órdenes.
Parecía que había perdido el norte.
Aquel iba a ser el cuarto día que su hija
se encontraba en un infierno, tres noches
de amargura que hacían mella en
Antonio. No había vuelto a casa desde
el día de la primera llamada. La noche
anterior, cuando Ray lo dejó en su
portal, con una frase que intentaba ser
esperanzadora, se fue a caminar y a
llorar por Madrid hasta que terminó, a
las tantas de la madrugada, en la
comisaría de nuevo, dormitando en su
despacho y con dosis muy altas de
cafeína, mezclada con barbitúricos.
Nadie hasta el momento se había
atrevido a llevarle la contraria, o a
decirle que se marchara a casa un rato a
descansar. Había pasado tres días
impotente ante los acontecimientos que
iban sucediendo y el día anterior había
sido demasiado duro para él. El
comisario no pretendía rebatir la frase
de uno de los científicos más
importantes de nuestros tiempos, pero la
esperanza, a pesar de la vida, se
desvanecía. Ya no sabía dónde agarrarse
para que volviera. Se encontraba
perdido. No quería demostrarlo, como
siempre, y más aún ante los padres de
los demás chicos que también habían
sido secuestrados. Ese era el motivo por
el que no había querido reunirse con
ellos todavía.
Ese día estaba previsto que llegara un
superior, alguien importante a nivel
nacional de la Policía para hablar con el
comisario, había máxima expectación
porque Antonio ya había recibido una
visita del jefe superior. Rocío le había
insistido, muy suavemente, en que se
arreglara un poco, aunque ella sabía que
nada podía disimular el dolor de un
padre sufriendo por su hija, lo único que
tenía en esta vida. Sus ojeras, su pérdida
de peso, su cara blanca, sus ojos
cansados y su barba de tres días
desarreglada, era el mejor traje que
podía llevar ante aquella situación.
Aunque nunca quisiera admitirlo,
Antonio había perdido esa batalla, no
contra Nicolav, sino contra él mismo. Se
había hundido y no pensaba con
claridad. Había pasado casi toda la
noche con la mirada fija en algún punto.
De repente lloraba o pegaba golpes en
la mesa y tiraba archivos al suelo,
archivos que había revisado una y otra
vez en aquellos días, en busca de algo
que pudiera darle una pista de dónde
tenía aquel psicópata a su hija. Alguna
propiedad, dirección, empresa, algo que
le volviera a dar al menos un poco de
esa ansiada esperanza. Pero no llegaba.
Toda la banda de los Jefes había sido
atrapada después del día en aquel
edificio. Todos dieron hasta la última
bala, su último aliento, por defender a su
jefe, bien por honor o bien por miedo.
Únicamente Mateo, ese hombre bajito,
calvo, con bigote y ahora muerto, podía
saber dónde se encontraba su hija,
incluso podría haber participado en su
secuestro. Había sido su rayo de
esperanza, pero él había estado lento y
ciego.
Ray le sacó de su ensimismamiento
como ya lo había hecho antes. Tocó tres
veces en el cristal de la puerta y pasó
sin preguntar.
—Comisario, el subdirector general
de la Policía está aquí. —Tenía un móvil
en la mano.
—Ah… Que pase. —Se sorprendió
un poco, no esperaba tan alto cargo.
El comisario pensó en que la prensa y
la presión mediática del caso de su hija
que ya había aparecido en todos los
medios, habrían obligado a llevar a
cabo esa visita
—Viene con su equipo de seguridad
—afirmó en tono indignado, a la espera
de una orden para impedirles el paso y
juntando la puerta.
—Tranquilo, Ray, es el protocolo. —
Se levantó y pudo ver cómo toda la
comisaría se ponía en pie.
—Anoche se dejó su móvil en mi
co…
No pudo terminar la frase. La puerta
se abrió golpeándole en el hombro, para
dar paso al segundo mayor representante
de la Policía en España. Era alto, con el
pelo blanco y llevaba un traje con
muchas distinciones que causaban cierto
respeto. Dirigió una mirada a uno de los
dos agentes de seguridad que le
acompañaban para que se quedara fuera.
Solamente uno entró. Ray se colocó al
lado de aquel seguridad que parecía el
agente Smith de Matrix pero sin gafas.
El subdirector general de la Policía se
le quedó mirando y con un leve suspiro
pensó: «La Policía y su camaradería, el
compañerismo por encima de cualquier
cosa» y asintió con la cabeza.
—Buenos días, comisario —dijo el
subdirector estrechándole la mano.
—Buenos días, subdirector. —
Antonio volvió a hundirse en su butaca.
No soportaba mucho las burocracias.
—No tiene muy buen aspecto.
—¿Lo tendría, usted? —El seguridad
arqueó las cejas
—Está bien, no me voy a andar con
rodeos, el mismo director general me
pide que le envíe todas sus fuerzas y
todo su apoyo.
—Gracias. ¿Y que más le pide? —El
comisario quería acabar con aquello
cuanto antes.
Se esperaba un buen toque de
atención. Sabía que estaba perdiendo los
nervios y eso se veía reflejado en su
comisaría a la que tenía siempre bajo
presión. Había llamado a todas las
comisarías de Galicia. Había reñido con
otros comisarios. Quería que toda
España se volcara en encontrar a su hija.
Pero desgraciadamente desde arriba no
estaban de acuerdo con aquello. Seguía
habiendo delitos, criminales, traficantes,
violadores, ladrones… etc. y no se
podía pretender dedicar todos y cada
uno de los recursos de las fuerzas y
cuerpos de seguridad del Estado a
encontrar a unos adolescentes
secuestrados. Obviamente se trataba de
un caso muy importante y en el que toda
la colaboración que fuera posible le iba
a ser brindada, pero había que seguir
con todas y cada una de las faenas que
se llevaban a cabo en el día a día.
Antonio sabía que tarde o temprano su
caso sería transmitido totalmente al
Equipo Nacional de Negociación que se
encargaba de los secuestros y
extorsiones, pero nunca permitiría que
lo apartasen del caso de su hija.
—Comisario, es mi deber informarle
de que tras una evaluación de los hechos
y un largo… y acalorado debate —
añadió con un suspiro—, con el director
general, hemos decidido que usted debe
apartarse del mando de este caso.
Pondremos a nuestros mejores
investigadores especializados contando,
por supuesto, con la información de la
que dispone usted y todo su equipo, para
dar con su hija y los demás adolescentes
antes de que sea demasiado tarde y
alguien pueda cometer algún error.
Antonio, Ray e incluso el
guardaespaldas, abrieron los ojos
sorprendidos por aquella decisión que,
en pocas palabras, apartaba del caso del
secuestro de su hija al comisario.
—Por favor... —dijo Antonio en voz
baja tras un incómodo silencio,
acercándose al subdirector, pero sin
levantarse de la silla—. Me gustaría
hablar con usted a solas. —Terminó
mirando a Ray y al guardaespaldas.
El subdirector se giró, y tras unos
segundos de meditación mirando a su
protector, asintió levemente con la
cabeza. Ambos salieron del despacho y
comisario y subdirector se quedaron
mirándose unos segundos a los ojos
directamente. En un principio, Antonio
había pensado en coger de la cabeza a
aquel hombre y estampársela contra la
mesa, pero gracias a la presencia de Ray
se había contenido, y ahora estaba
dispuesto incluso a implorar que aquello
de apartarlo del caso de su hija
oficialmente no ocurriera. Necesitaba
pensar y medir muy bien las palabras
que iba a decir a continuación. Aquel
hombre que tenía enfrente y que podría
expulsarlo del cuerpo, había venido con
una orden muy clara y concisa.
—Dos días.
—¿Cómo dice? —dijo el subdirector
sorprendido.
—Tan solo deme dos días. Le
prometo que si en dos días no he
conseguido nada —suspiró—, o si ha
ocurrido algo —dijo haciendo un gran
esfuerzo por volver a ser el mismo de
antes, con esa seguridad en sí mismo y
esa seriedad que le habían llevado a ser
respetado—, me retiraré del caso,
parcialmente, para que ustedes hagan lo
que tengan que hacer y les prestaré la
mayor colaboración posible sin
causarles ninguna molestia. Le doy mi
palabra. —Inspiró, se cruzó las manos y
cerró los ojos—. Se lo ruego.
El subdirector suspiró. Hacía mucho
tiempo que no trabajaba en un caso de
verdad. Desde sus últimos años como
comisario hasta ahora, únicamente se
dedicaba a reuniones, papeles y
burocracias. Lejos habían quedado
aquellos casos que nadie conseguía
resolver, aquellas redadas a pie de
cañón, aquella emoción de coger a los
malos. Suspiró de nuevo y cuando iba a
dar una escueta respuesta, Ray irrumpió
en el despacho con un móvil en la mano
y la cara roja.
—Comisario… —Por primera vez,
no le miró a los ojos—. Tiene que ver
esto. —Y le dio su móvil, con un
mensaje que acababa de llegar.
El mensaje con un vídeo de un
número anónimo no iba a mejorar nada
la situación.
Al coger el móvil notó como si este
pesara una tonelada. La mano le cayó un
poco, al compás de su alma y de sus
últimas esperanzas. Como efecto rebote,
al comisario se le abrieron los ojos y se
le aceleró el corazón cuando pulsó el
botón del play en la pantalla.
Su hija estaba arrodillada en el suelo.
Su camiseta de manga corta estaba rota y
holgada de los tirones que le habían
dado. Tenía sangre tan seca en la boca
que ni el mar de lágrimas que estaba
soltando conseguía humedecer, cada
sollozo sonaba más desgarrador. Su
boca solamente conseguía articular una y
otra vez entre lloros esa palabra que
suele dar tanta ilusión cuando es de las
primeras que salen por la boca de un
niño.
—Papá…—Sin embargo, lejos de dar
ilusión y alegría continuaba—: Ayú…
dame… por favor… —consiguió emitir
la voz entre sangre y sollozos…
De repente una mano apareció en la
cara de su hija y le rozó la mejilla, las
lágrimas. El subdirector y Ray echaron
un poco hacia atrás la cabeza
simultáneamente y apretaron las
mandíbulas. El comisario abrió la boca
y emitió un débil sonido que tan solo un
alma en pena podría descifrar. Le
comenzaron a brotar lágrimas de los
ojos, aun a sabiendas que aquel
manantial ya estaba seco e inerte, como
con la misma fuerza que surge el agua de
un nacimiento, sus lagrimales
continuaron extrayendo ese líquido que a
veces expresa alegría y a veces tristeza.
Su hija tenía un ojo morado y algo más
hinchado que el otro. Estaban hinchados
y agotados de, como los de su padre,
tanto llorar. De repente, el móvil con el
que grababan pasó a otra persona y esta
vez se le vio la cara. Antonio se tensó y
se mordió el labio tan fuerte que se hizo
sangre. Ahí estaba Nicolav con su barba
gris de unos días y la cabeza recién
afeitada.
—Sabes… Estoy ya cansado de tanto
jueguecito. Quizás ha llegado la hora de
terminar con todo esto. ¿No crees? He
pensado que después de esto podrías
suicidarte… Sí, eso estaría bien…
Volvió a golpear a su hija en la
cabeza que se derrumbó en el suelo y
aumentó el sonido de su llanto. Por
detrás alguien intentaba gritar
débilmente. Nicolav sacó una pistola y
apuntó a Elsa que no paraba de llorar,
incapaz de levantarse otra vez. Parecía
casi desear que aquel miserable hombre
apretase el gatillo y acabase de una vez
por todas.
—Cómo me gustaría ver la cara que
estás poniendo ahora mismo… pero
puedo imaginármela. Cabrón, la misma
que puse yo cuando vi el vídeo de cómo
matabas a mi hermano. ¿Creías que no lo
iba a averiguar? ¿Qué tal ahora que han
cambiado las tornas? Aunque quizás
estés sufriendo más así, sin saber
cuándo será el momento en que su
pequeño corazón deje de latir… Qué
penita me da.
En el vídeo se pudo ver y escuchar
como Nicolav cargó la pistola con su
dedo pulgar haciendo retroceder el
martillo de esta. Los chillidos ahogados
en alguna parte de la habitación
aumentaron. Ray salió del despacho,
toda la comisaría estaba de pie
esperando alguna noticia. Rocío se le
acercó pero, casi la apartó de un
empujón. Necesitaba huir de allí.
—¡Pum! —gritó Nicolav.
Su sonido se mezcló con el del seco
latigazo que produjo el martillo de la
pistola descargada.
—Quizás la próxima vez sea de
verdad. Quizás, cuando veas el próximo
vídeo, tu hija ya esté muerta.
Y tras unas risas dignas del Joker la
reproducción terminó.
El subdirector solo dijo unas
palabras.
—Coja y mate a ese cabrón.
Rocío entró y cogió a Antonio por los
hombros, a través de la ropa pudo notar
que estaba helado.

Ray

Después de chillar durante unos


minutos encerrado en su coche, Ray
decidió alejarse y huir porque no podía
soportar ver a su compañero morir
lentamente, ni ver cómo se desmoronaba
el hombre que había sido un padre para
él los dos últimos años y que le había
enseñado tanto. Tampoco podía
observar cómo el alma de una persona a
la que apreciaba tanto se desgarraba
lenta y dolorosamente, pero sobre todas
las cosas lo que no soportaba era ver
cómo Elsa, la chica de la que estaba
enamorado, estaba siendo maltratada,
vejada y sabe Dios cuántas cosas más, y
él no podía hacer nada. Estaba
acostumbrado a controlar siempre las
cosas, a querer proteger a los suyos,
como había hecho con su familia
siempre. Necesitaba pensar y poner sus
pensamientos en orden o se iba a volver
loco, como le estaba pasando a Antonio.
Siempre llevaba una bolsa en el
maletero con ropa de deporte y decidió
irse a hacer lo único que le despejaba y
le ayudaba a resolver siempre los
problemas, correr y sentir agotamiento
extremo.
Tras dos horas corriendo por la Casa
de Campo, donde sus labios probaron el
extraño sabor de las lágrimas y el sudor,
se sentía exhausto. Necesitaba una ducha
y ponerse a pensar, más relajado y
menos tenso, sentir la sensación de
bienestar que le invadía después de
correr y notar el agua caliente, a pesar
del calor, golpeándole la piel. Después,
en ese estado de liberación de
endorfinas podría pensar en cómo
dirigirse al comisario y pedirle perdón
porque le estaba fallando, a la persona
que jamás le habría fallado a él.
Entró en su casa con las zapatillas en
la mano. Como siempre que volvía de
correr, las sacó a su terraza y las dejó en
el lavadero, encima de un periódico que
tenía puesto ahí para cuando las
zapatillas llegaban llenas de barro. De
repente le invadió una sensación
bastante conocida y que le acompañaba
desde bien pequeño. En una fracción de
segundo observando la primera página
del periódico que le servía para dejar
reposar las zapatillas, sintió lo que
había sentido en muchas ocasiones a lo
largo de su vida: había visto ese
periódico en algún lugar, hacía poco
tiempo, concretamente en la casa de
Mateo, la única persona que podía
haberles dado una pista del paradero de
Elsa. Siempre se lo dijeron desde bien
joven, que tenía una gran memoria
fotográfica. Su cerebro no tardó en
identificar el lugar de la casa donde
había visto esa portada de prensa en la
que aparecía una gran cantidad de
dirigentes políticos, jefes de estado y
representantes con un fondo lleno de
banderas de cada país y un titular que
rezaba: «G20, Summit». Al parecer el
presidente de España, había sido
invitado en aras de la situación
financiera de su país, según decía el
periódico. Ray se quedó paralizado en
medio de la puerta que conectaba la
cocina y la terraza de su piso. «¿Puede
ser?», pensó. Jamás le había fallado su
memoria fotográfica, había hecho uso de
ella casi toda su vida, sobre todo en el
colegio, el instituto, la universidad y la
academia para entrar en la policía. Se
fue a la ducha sin ser consciente de sus
movimientos. Mientras sobre él caía el
agua caliente siguió sumergido en su
reflexión sobre si lo que había visto y
sentido era una ilusión, o era real.
«Quizás esté sometido a demasiada
presión y me esté afectando. Pero no
puede ser, lo vi. Ese mismo periódico
estaba en la mesa de centro en el salón,
en la balda de abajo y encima de varias
revistas, catálogos y algún libro. Es
imposible que me equivoque pues era el
único periódico que vi en la casa, estaba
cerca del cadáver.»
Por otra parte pensaba: «Para qué
querría Mateo guardar un periódico de
hace ¿cuánto? ¿Más de un año? ¿Y qué
tendría que ver con el secuestro?», y el
pensamiento que más se asemejaba a la
locura: «¿Será una pista para encontrar a
Elsa?».
Sin embargo, si era verdad que el
mismo periódico estaba en la casa, era
una extraña coincidencia que para él
merecía la pena investigar. Ray no era
practicante, pero sí creyente, tal y como
le habían enseñado en casa su madre y
su padre. Mientras se secaba la
humeante piel con la toalla miró hacia
arriba y pensó en que quizás habría
recibido una señal. Se vistió
rápidamente y con un pequeño
porcentaje de duda en su cabeza que le
decía que lo que iba a hacer a
continuación era una autentica pérdida
de tiempo, se dirigió a la casa donde un
día antes se habían desvanecido casi
todas las esperanzas.

Llegó a la casa en menos de veinte


minutos. Todavía no habían arreglado la
cerradura y traspasó el cordón de cinta
policial que estaba a punto de romperse.
Allí estaba, debajo en la mesa de centro
del salón. En los recuerdos de Ray había
más revistas, objetos y catálogos.
Ahora, y a pesar de que todo en aquella
superficie seguía igual, el periódico le
parecía más solitario que nunca, quizás
era porque su atención se centraba
únicamente en él. No le dio ningún
vuelco el corazón porque en cierto modo
estaba seguro al 95% de que el
periódico estaría allí. Lo cogió
tranquilamente. Observó la portada del
periódico en el que nadie había
reparado tomándolo como un objeto más
de la casa vacía, con fecha de hacía casi
un año, que coincidía con el que tenía en
su casa para apoyar las zapatillas de
deporte. Lo abrió rápidamente y
comenzó a acelerársele un poco el
corazón. Buscó emocionado página por
página algo que le llamase la atención,
porque ni él realmente sabía lo que
estaba buscando. Solo vio noticias y
más noticias. Respiró tres veces
profundamente y volvió a abrir el
periódico, pasando páginas, otra vez
viendo noticia tras noticia: la crisis,
política, publicidad… etc. Se estaba
impacientando y comenzó a pensar que
aquello era una extraña coincidencia,
una locura y que la intuición nunca
debería superar a la razón. Miró de
nuevo hacia arriba pensando que quizás
alguien todopoderoso se estaba riendo
de él. Cuando llevaba ya su tercera
ojeada, miró el número de la página por
la que iba, por si decidía dejarlo ya y
comenzar a escuchar la voz de su cabeza
que le decía que se marchara y no le
contara nada a nadie, y no la de su
corazón que seguía pensando, aunque
cada vez más débilmente, en señales,
pruebas y coincidencias. La página por
la que iba, la número once estaba
rodeada con bolígrafo azul. El corazón
le dio otro acelerón, aunque no entendió
por qué. Comenzó a leer sin demora una
noticia de lo más banal que se
encabezaba con la foto de una caseta en
medio del bosque y en la que a mitad del
texto del artículo, aparecía otra imagen
de un hombre mayor junto con un pastor
alemán tumbado, ambos en un viejo
sofá. Rezaba así:

HÉROES SIN SUPERPODERES


ESTÁN DESAPARECIENDO
¿Cuánto hace que no escuchamos a
un sereno por nuestras calles? ¿O que
el afilador no se detiene en la puerta
de nuestra casa para dejarnos los
utensilios bien listos? ¿Qué me dicen
del farolero que iluminaba nuestras
calles de noche y acompañaba a las
chavalas hasta la puerta de casa?
Estas son algunas de las preguntas
que me hacía Salvador Martí, el último
guardabosques de verdad en Sierra
Norte Madrid. Salvador tuvo que
abandonar el oficio con el que su padre
murió y que él heredó. Su padre le
enseñó a vivir en el campo y sobre todo
a protegerlo y conservarlo. El ministro
de cultura y medio ambiente decidió
que con su jubilación, debía abandonar
el oficio, en contra de su voluntad y
también el hogar en el que había
nacido, crecido y esperaba morir.
Según el ministro, aquella casa debía
servir a los guardas rurales que
pasaban por allí con su jeep por si
algún día les pillaba una tormenta.
Como se trataba de una jubilación, no
estaba fuera de los marcos de la ley, y
el terreno de la casa pertenecía al
Estado. «Verá usted, yo con sesenta y
cinco años estaba viudo, mi hijo vive
en la ciudad lejos de los bosques y el
mundo rural, tan solo estábamos yo… y
este peludo», me dijo señalando a un
tranquilo y viejo pastor alemán, «para
limpiar y defender los bosques de
taladores, cazadores furtivos,
pirómanos, jóvenes que dejan basura,
motos que destrozan caminos y algunas
cosas más», me contaba Salvador, con
los ojos húmedos por la nostalgia,
situado ahora en un piso de cuarenta
metros cuadrados en el barrio de
Carabanchel. «Mi padre y yo
construimos poco a poco esa cabaña,
que era un antiguo refugio y que se
estaba cayendo. Ahora es una vivienda
con más de un lujo», me dijo
refiriéndose a un sofá y un porche en la
entrada que me enseñaba en unas fotos.
Salvador me comentaba que los
antiguos oficios no deberían perderse,
ya que son los que han velado por
nosotros durante mucho tiempo. Y yo
me pregunto: ¿Quién velará ahora por
nuestros bosques? Obviamente no será
el guarda que espera ansioso terminar
con su turno y que denunciará, cuando
sea el caso, si ve algo ilegal a su paso.
La cabaña, de un color blanco rasgado
por el tiempo, todavía espera
melancólica que algún día vuelva
algún héroe de verdad al que darle de
nuevo cobijo. Situada en plena Sierra
Norte de Madrid, a unos quince
kilómetros de un pequeño pueblo que
cuenta con unos ochenta habitantes
llamado Puebla de la Sierra…

Dejó de leer justo en esa parte, el


nombre del pueblo estaba subrayado con
lápiz, no se había dado cuenta en
ninguna de las hojeadas anteriores;
además, parecía que estuviera
subrayado muy débilmente, como si en
realidad quien lo subrayó no quisiera
que nadie se diera cuenta de ello. El
corazón se le había acelerado más que
nunca, su cabeza seguía sin saber por
qué, sin embargo el músculo que
bombeaba y repartía su sangre por todo
el cuerpo sí que parecía saberlo y se
adueñaba de sus actos y movimientos.
Mientras salía de la casa, cogió
rápidamente su teléfono móvil y buscó
el nombre del comisario, pero se detuvo
justo antes de que su dedo pulgar
apretara el botón de llamar. Pensó en
cómo iba a enfocar la conversación con
Antonio y la idea de comentarle a su jefe
que había tenido la extraña corazonada
de que sabía dónde podía estar su hija
secuestrada. Cómo podría explicarle la
alocada idea que había nacido en su
corazón y que ya comenzaba a tomar
forma en su cabeza, de que Mateo había
dejado una pista para poder seguir,
porque quizás así se quitara la vida más
en paz consigo mismo. Si lo pensaba
desde el raciocinio no le parecía
demasiado acertado. Así que decidió
investigar un poco más a solas para
estar seguro de lo que hacía. Al fin y al
cabo que un hombre recién suicidado y
posible colaborador de un secuestro
tuviera el mismo periódico que él en su
casa pero con un número y el nombre de
un pueblo subrayado podía ser una mera
casualidad. Conectó el navegador de su
coche y le indicó mediante la voz el
destino al que quería ir.
—Puebla de la Sierra.
El navegador indicó que tardaría
aproximadamente una hora y media en
llegar. Ray se fijó en que su reloj
marcaba las dos de la tarde, se propuso
rebajar ese tiempo y si se había
equivocado y todo era una locura podría
estar de vuelta temprano en la
comisaría. En cierto modo se sentía
culpable de haber abandonado a Antonio
después de lo del vídeo.

Cuando llegó al desvío de la


población llevaba una hora y veinte
minutos conduciendo. Nada más entrar
aparcó el coche para ir andando porque
las calles del pueblo eran demasiado
estrechas. Cogió unas fotos de las
posibles furgonetas blancas que tenía en
el coche, su placa, su pistola y se dirigió
a un hombre mayor con boina que estaba
sentado en una silla de mimbre en la
acera de la puerta abierta de su casa.
Ray había aprendido que para averiguar
cualquier cosa siempre había alguien en
los bares que te podía ayudar. El hombre
le indicó el nombre de un bar y un hotel
que había en el pueblo y se le quedó
observando hasta que desapareció por
una esquina. Decidió ir primero al hotel
rural que tenía servicio de restaurante,
después iría al bar que estaba situado a
dos calles de allí. En el hotel, que se
encontraba en la plaza y frente al
ayuntamiento, preguntó a uno de los
camareros que se disponía a entrar por
la puerta con una carreta cargada de
cajas de barras de pan. El empleado
pareció malhumorarse cuando le detuvo
y enmudeció cuando le enseñó su placa
de policía y le dijo que le gustaría
hacerle unas preguntas.
—Me gustaría saber si ha visto usted
últimamente una furgoneta blanca como
esta por aquí. —Le acercó las
fotografías al hombre menudo que
llevaba una camisa blanca sudada.
—No, lo siento —respondió con voz
chillona.
—Muy bien. ¿Ha visto usted algún
forastero sospechoso por aquí en los
últimos días?
—Aquí viene mucha gente a hacer
turismo rural, pero nadie me ha parecido
sospechoso... —pareció quedarse con
ganas de decir algo— excepto usted.
—Vaya, qué casualidad. Soy policía.
—Volvió a enseñarle la placa—. ¿Le
importa si entro al hotel y le pregunto a
otro camarero?
—No me importaría, pero solo estoy
yo.
Ray se quedó meditando un momento,
el hombre parecía desconfiado,
seguramente no estaban acostumbrados a
las preguntas de la policía en aquel
tranquilo pueblo perdido en la sierra de
Madrid. Decidió dejarlo estar. Le
volvieron a invadir los pensamientos de
estar perdiendo el tiempo y los
remordimientos por no estar con
Antonio en esos momentos.
—Muchas gracias, caballero. Que
tenga un buen día.
El hombre se despidió con un leve
gruñido y un levantamiento de cabeza.
Ray siguió caminando hasta el bar que
se encontraba en la calle paralela. El
calor era agotador y él también estaba
empezando a sudar. En la puerta del bar,
un hombre se encontraba fumando un
puro, con la cabeza cabizbaja y sentado
en una silla de plástico color verde. La
puerta del local estaba abierta y de ella
colgaba una cortina de tiras marrones
que permanecían inmóviles por la falta
de aire. Ray se quedó a unos metros de
distancia mientras el hombre de unos
setenta años, vestido con unos
pantalones de pana y una camisa blanca
muy descolorida y gastada, lo observaba
a la sombra de un balcón. Dentro del
local, por lo que se podía observar a
través de las cortinas, había una débil
luz demasiado naranja y salía humo;
seguramente estaban fumando dentro. Se
escuchaban dos voces que salían
tenuemente.
—Buenas tardes —saludó Ray al
hombre que estaba en la puerta.
—Buenas tardes —respondió este sin
quitarse el puro de la boca.
A cierta distancia por el olor a puro,
Ray sacó su placa y se identificó ante el
hombre, que no pareció inmutarse lo
más mínimo. Solamente dio otra calada
al puro y se lo quitó de la boca, tenía la
cara redonda y una desaliñada barba
negra y blanca de unos dos días sin
cortar.
—Me gustaría hacerle unas preguntas.
—Pregunte, pregunte…
—¿Ha visto usted últimamente una
furgoneta blanca como esta o algún
forastero sospechoso por el pueblo?
El hombre hizo un leve movimiento
para levantar la cabeza y observar las
fotos. Abrió los ojos, sus pobladas cejas
se levantaron hacia arriba y dio un
apenas perceptible respingo.
—Ahora que lo dice... El otro día
estuvimos comentando. —Se giró hacia
la puerta del local—. Vino hace dos días
un forastero con una furgoneta blanca,
mientras yo estaba aquí. No me saludó,
así que yo tampoco le saludé. Pensé que
sería un turista, pero al escuchar su
acento desde aquí fuera… pidió tabaco
y agua con un acento raro, parecía…
—¿Rumano? O algo así… —El
corazón de Ray se aceleró de nuevo.
—Sí, algo así. ¿Quiere que llame a
estos borrachos para que se lo
describan? —Señaló con su gruesa y
desgastada mano a la puerta del local.
—No, gracias. Que tenga un buen día.
—Ray ya había comenzado a andar.
El hombre se despidió con otro leve
gruñido y un levantamiento de cabeza,
parecía que ese era el típico saludo del
pueblo. Esta vez no se lo pensó, su dedo
pulsó el botón de llamada casi
temblando de la emoción.
—Ray. —Sonó la voz algo
desquebrajada—. ¿Dónde te has ido?
Todo esto está siendo muy difícil para
mí. Necesito tu apoyo, un hombro fuerte
de verdad en el que apo…
—Le tengo —le cortó impaciente
mientras ya conducía.
—¿Cómo?
—Tengo a Nicolav y se dónde está
con su hija y los demás.
—… ¿Es eso cierto? —peguntó
Antonio, que debió de ver una mota de
luz en un gran abismo de oscuridad—.
¿Dónde está? ¿Dónde estás?
—Apunte comisario: Puebla de la
Sierra, es el pueblo donde me encuentro
yo ahora, está a una hora y media de allí.
Según lo que he podido averiguar su hija
está a menos de veinte minutos de aquí,
en una antigua caseta para guardas
rurales. Le espero en la entrada del
pueblo.
—Ray… —Guardó unos segundos de
silencio en los que pareció meditar lo
que iba a decir—. Si alguien tiene que
cargarse a ese mal nacido, tenemos que
ser tú o yo. ¿Entendido? Salgo ya.
—Alto y claro, comisario. —Colgó, y
por primera vez en unos días tuvo esa
sensación de satisfacción. Había hecho
su trabajo, todo lo que se esperaba de
él.
Ray estaba acelerado, una mezcla
entre nervios y emoción flotaban dentro
de su coche con las ventanillas bajadas.
Escuchaba su corazón bombear después
de hablar con Antonio. Desmontó su
arma dos veces y la revisó tres, salió
del coche y se puso a caminar por la
calle. Cuando se disponía a sacar, contar
y revisar las balas de su arma por
tercera vez, el comisario llegó, veinte
minutos antes de lo previsto. Su cara no
dibujaba expresión alguna.
CAPÍTULO 20

Lo que fuera a suceder, iba suceder


pronto. Marta y Rubén apenas se habían
movido. De momento seguían vivos.
Santi había gritado demasiado mientras
veía cómo le grababan el vídeo a Elsa
hacía unas horas. Quizás estaba afónico,
pero ya no lo notaba. Tenía mucha sed,
su boca casi ni era capaz de fabricar
saliva. Había visto cómo inyectaban la
droga a todos sus amigos, pero esta vez
a él no lo habían drogado. Su cuerpo
estaba muy cansado, no les habían dado
de comer y apenas les daban agua.
Todos se habían orinado encima alguna
vez en los cuatro días de secuestro. A
pesar de no tener apenas energía para
mover un músculo, la cabeza de Santi, a
falta de droga, iba a toda máquina. En
cierto modo todavía no había perdido la
esperanza de que ocurriese un milagro,
un milagro que les salvase, o al menos
salvase a sus amigos. Había intentado
romperse dos dedos para ver si cedía la
mano y podía liberarse de las esposas,
pero ni si quiera tenía fuerzas para
hacerse crujir un dedo, y, además,
¿después qué?, pensaba. ¿Por qué a él
no lo habían drogado?, se preguntaba.
La respuesta llegó con Mihail. De
repente, dejaron de hablar en su idioma
y se levantó. Se dirigió hacia él y se
miraron, desafiándose de nuevo. Santi
sintió miedo, cerró los ojos y se le heló
la nuca. El hombre se agachó, le cogió
la cabeza fuertemente y le obligó a
abrirlos de nuevo.
—Voy a por algún tranquilizante para
ti, espero que esta tarde estés tranquilito
en el viaje y ya veremos si te pones tan
valiente cuando te vaya a meter una bala
en la cabeza. —Le soltó de un modo
brusco.
Abatido, volvió a cerrar los ojos.
Mihail salió de la casa con aire de
triunfador, amaba intimidar a la gente.
Pero Santi estaba procesando la
información que le acababa de llegar.
Un rayo de luz le traspasó la cabeza y le
iluminó los pensamientos. Los iban a
trasladar, para matarlos, sí, pero los
iban a trasladar y aquello significaba
una oportunidad para huir. Había un
problema y era consciente de ello: la
droga. Los iban a drogar, otra vez,
precisamente para eso, para que no
pudieran escapar. Se esforzó por pensar
en un modo para evitar que le
suministraran ese tranquilizante. Se
esforzó pero no encontraba ninguna
solución para evitar que el veneno
entrara en sus venas y lo dejara KO. Una
vez dentro, ya no había solución. ¿Cómo
luchar contra la fuerza de Mihail?
¿Cómo podría hacer para derramar el
líquido que los llevaría a la muerte?
Miró a todos sus amigos. La única que
tenía los ojos abiertos era Elsa, que lo
observaba a él, ausente. «Tengo que
romper la aguja antes de que entre en
contacto con la vena. Derramar el
líquido una y otra vez hasta que se agote
y con un poco de suerte decidirán
llevarme sin drogar, después ya pensaré
en algo.» Era un plan muy poco
elaborado y con muy pocas garantías de
éxito, pero era el único que se le ocurría
en ese momento.
Comenzó a respirar profundamente,
en algún libro había leído algo de la
autosugestión. «Tengo energía, tengo
energía», comenzó a repetirse.
Nicolav se levantó y se dirigió hacia
ellos. Se paró enfrente de Elsa y se
agachó con el móvil en una mano y la
pistola en la otra. «¿Ahora qué?» se
preguntó Santi.
—Todo esto no es por ti. Es una pena
que tengas que estar pagando tú todo lo
que tu padre ha hecho. Sé que piensas
que soy una mala persona, todos lo
pensáis, pero ¿acaso tu padre no lo es?
¿No es tu padre un asesino? —preguntó
levantando la voz—. Tu padre le pegó
un tiro en la cabeza a mi hermano,
míralo —le dijo obligándole a mirar el
teléfono móvil—. MÍRALO —le chilló,
y le apuntó con la pistola en la cabeza
—. Esto es ser un asesino, al igual que
lo he sido yo en algunas ocasiones y hoy
volveré a serlo… —dijo alargando la
última frase.
Ella apartó la mirada del móvil y sin
cambiar de expresión, sin pestañear,
como poseída, le miró directamente a
los ojos y dijo:
—Mátame. Mátame de una puta vez,
cobarde. Pero déjalos a ellos en paz. No
tienen nada que ver con esto. —Por
primera desde que la conoció, a Santi le
dio miedo aquella chica de la se había
enamorado.
Nicolav, sonriendo, comenzó a bajar
la pistola por su mejilla, lentamente por
su cuello. Santi, olvidado ya de la
autosugestión y de su plan con pocas
garantías de éxito, comenzó a chillar
gastando todas las fuerzas que podía
haber ganado. Nicolav le miró
impaciente y se dirigió hacia él.
—No queda morfina, pero como no te
calles de una vez, a ti te voy a meter una
bala en la cabeza ya mismo. Seguro que
te tranquilizas, y te callas —le dijo
apuntándole con la pistola, esta vez a él,
en la sien, mirándole a los ojos muy de
cerca e intentando intimidarle.
Rubén comenzó a incorporarse y
llamó la atención de Nicolav que bajó
un poco la pistola y se giró. Santi se
sentía impotente, lo tenía allí, a unos
milímetros y no podía hacerle nada,
porque estaba agarrado a esas malditas
cadenas, esas cadenas que los llevarían
a la muerte. A tan solo unos milímetros,
sin embargo tenía que reprimir sus ganas
de cogerlo del cuello y estrangularlo
hasta que dejase de respirar, por todo el
daño que le había hecho a él y a sus
amigos.
Y de repente, cuando su captor seguía
a muy pocos milímetros de él, se acordó
de unas palabras que siempre le decía su
padre, su gran maestro en tantas y tantas
ocasiones: «Usa la cabeza, que no solo
la tienes para peinarte». Sonrió, y justo
cuando Nicolav se volvió a girar para
encararse de nuevo a él, le dio un
cabezazo en la nariz con todas las
fuerzas que le quedaban y alguna más
que sacó de flaqueza. Se la rompió.
Nicolav cayó hacia delante de rodillas,
soltó la pistola y se llevó las dos manos
a la nariz que le sangraba a chorro. Se
puso a chillar como un loco, buscó la
pistola a tientas y levantó la cabeza,
pero Santi ya se había preparado y había
cargado de nuevo la única arma de la
que disponía, le dio otro cabezazo con
la frente, pero esta vez en la sien. El
hombre que los iba a matar en solo unas
horas cayó al suelo en un golpe seco.
Estaba inconsciente.
Santi se quedó paralizado por lo que
había hecho, también le dolía la cabeza,
pero se había acostumbrado bastante al
dolor aquellos días. Elsa le chilló para
sacarlo de su parálisis. Reaccionó
enseguida. Su amigo lo miraba
sorprendido, casi con una sonrisa en la
cara. Tenía que llegar hasta el bolsillo
de Nicolav, pero con el último golpe
había caído hacía atrás y no llegaba.
Volvió a usar por tercera vez la cabeza,
esta vez la boca. Agarró a su adversario
con los dientes desde el pantalón, y
haciendo una extremada fuerza con el
cuello que le hizo enrojecer lo movió
hasta que lo tuvo a la altura de sus
manos atadas. Siguió arrastrándolo un
poco más, ya con las dos manos atadas
atrás y notó que su corazón seguía
latiendo, débil, pero todavía estaba
vivo. Asustado metió todo lo que pudo
la mano en el primer bolsillo y dio con
el manojo de llaves. Rápidamente probó
todas hasta que dio con las de sus
esposas. Notó un alivio muy placentero.
Se desató rápidamente los pies y se puso
manos a la obra con sus amigos. Por
último liberó a Elsa.
—Tranquila, todo va a salir bien —le
dijo mientras le retiraba la cinta del
calcetín.
—Vámonos de aquí, por favor. —Y
se fue a abrazar a su amiga.
Nicolav se movió, estaba
recuperando la consciencia. Santi cogió
la pistola y le apuntó al pecho. Parecía
haberse recuperado pronto del
aturdimiento. Era un tipo duro.
—Ja, ja, ja, ja. —Rió mirándole a los
ojos—. No tienes huevos a dispararme.
No eres un asesino porque para eso hay
que tener un par de huevos, y ni tú ni
nadie aquí los tenéis. ¡Vamos!
¡Dispárame! ¿Vas a cargar toda tu vida
con la conciencia de haber matado a
alguien? —dijo apoyando una mano para
comenzar a levantarse.
Cerró los ojos y disparó.
—¡PUM! —Sonó el primer disparo
de aquel día.
—AAAAAAAAAH. HIJO DE
PUTAAAA. —Una bala había perforado
la pierna derecha de Nicolav y
comenzaba a sangrar. Se miró la herida
y la intentó taponar con su mano, levantó
la cabeza y por primera vez en mucho
tiempo miró con miedo a una persona.
Santi se había quedado paralizado por
el impacto del disparo y el susto del
ruido, que le había dejado un poco
sordo, los oídos le pitaban. Elsa fue a
abrazarlo. Inconscientemente dejó caer
la pistola y las llaves para recibirla.
Salieron rápidamente del pequeño
comedor y se encaminaron a la puerta
que estaba cerrada con llave. Todos
pensaron en derribarla, pues no parecía
hecha a prueba de balas ni de ladrones.
Primero lo intentó Santi, dándole un
empujón con su hombro derecho y no
pudo, había perdido mucho peso y
músculo en esos fatídicos días, al igual
que todos sus amigos. Después Elsa
desesperadamente cogió la manivela y
la agitó fuertemente, y antes de que
Marta pudiera probar apareció una
patada de Rubén que había dado unos
pasos hacia atrás, y que casi la arrancó
del marco. No se abrió pero ya faltaba
poco, consiguió arrancar la bisagra de
arriba y dejar colgando la segunda,
todavía quedaban otras dos, pero por el
hueco de la de arriba se podía
vislumbrar la luz del día y respirar el
aire de la libertad. De repente, fuera se
escuchó el ruido de un coche que se
acercaba rápidamente. Nadie pensó en
volver al comedor a coger las llaves,
todo lo contrario, solamente deseaban
salir de allí cuanto antes. Volver era
recular y, quizás, tener que matar a
alguien, y Nicolav tenía razón, ninguno
era un asesino.
—Vamos, hay que darse prisa,
tenemos que salir antes de que venga el
otro y nos vea. —Santi miró a su amigo,
que todavía no había dicho nada, y no
hizo falta—. ¿A la de tres, colega? —le
dijo con la mirada de quien va a
abrazar a un hermano.
—A la de tres, hermano —contestó
Santi.
Antes de que los dos amigos
comenzaran a coger carrerilla, Marta
apareció con su patada justo al lado de
la bisagra colgante en medio de la
puerta. Se partieron otras dos, solo
quedaba una. El coche cada vez sonaba
más cerca. Elsa se unió a la carrerilla de
los dos chicos y con el último empujón
de los tres, la puerta cayó entera hacia
fuera haciendo un ruido sordo en el
porche de madera y expandiendo una
nube de polvo. El aire les dio en la cara
como quien recibe oxígeno a punto de
ahogarse. Aquella sensación de libertad
fue más que bien recibida, aunque corta,
pues un coche apareció allí cuando se
disponían a bajar los pequeños
escalones del porche que había
construido el antiguo guardabosques en
su casa. El coche derrapó nada más
verlos a unos diez metros de distancia.
Elsa creyó estar alucinando. El que
conducía el coche era Ray, de hecho era
su coche, ella lo conocía. El que estaba
sentado de copiloto era su padre.
Consiguió articular solamente otra vez
esa palabra.
—Papá…
Y echó a correr hacia el coche donde
su padre ya estaba saliendo. Marta le
siguió. Tras una última mirada entre los
dos amigos, estos salieron corriendo a
la vez, uno al lado de otro. Corrían
como si en la casa hubiera una bomba a
punto de estallar. Corrían hacia esas dos
personas que no conocían pero que iban
a ser sus salvadores. Santi no podía
creer que fueran a salir de allí con dos
policías y armados. Mientras corría
pensó en girarse para decir un último
adiós a todo el calvario, al sufrimiento,
al dolor, despedirse así de ese último
tramo amargo que le había deparado el
Camino de Santiago. Pero su amigo se le
adelantó. Rubén se giró y lo que vio en
la puerta de la casa, cada vez más lejos
mientras corrían, le hizo detener un poco
la marcha y ponerse detrás de su mejor
amigo.
—¡PUM! —Sonó el segundo disparo
de aquel día. Uno de los cuatro amigos,
el que corría último, el que se había
interpuesto en la zona de disparo de
Nicolav, cayó al suelo.
Santi se detuvo en seco, la
respiración se le cortó por un segundo y
se giró. Pudo ver el último golpe de su
mejor amigo cayendo abatido al suelo.
—¡PUM! —El tercer y último disparó
sonó aquel día en la vida de Santi.
Ray había disparado en la cabeza a
aquel que se había jurado que algún día
mataría. Nicolav cayó hacia delante. Un
único disparo, justo en el blanco, a más
de diez metros de distancia.
Santi se acercó al cuerpo de su amigo,
se arrodilló frente a él, le dio la vuelta,
le apoyó la cabeza en su brazo y le
cogió la mano. No tenía pulso. Estaba
muerto. El camino de Santi seguiría. El
camino de Rubén había terminado para
siempre. Otra vez su amigo se la había
jugado por él, pero esta vez había
pagado un precio muy alto. Miró al cielo
y chilló. Un grito desgarrador que habría
asustado a la mismísima muerte. Alguien
le cogió por detrás. Alguien fuerte se lo
llevó y perdió el contacto con su amigo.
Ya no volvería a darle la mano, a
escucharlo hablar, sonreír ni llorar. No
volvería a abrazarlo nunca más, pensó
en todos los abrazos que no le había
dado y en que nunca le había dicho te
quiero. Ya no volvería a verlo nunca
más.
Entre la cortina de lágrimas pudo ver,
en el último instante antes de perderlo
de vista, la leve sonrisa que se dibujaba
en el rostro inerte de Rubén. Le había
salvado la vida.
CAPÍTULO 21

Mihail había cogido el desvío del


camino de tierra hacia la caseta y nada
más entrar se había quedado muy
extrañado al ver la nube de polvo que
iba dejando unos metros más adelante un
coche que marchaba a toda velocidad
hacia donde tenían a los jóvenes
secuestrados. Decidió aparcar la
furgoneta en la cuneta de la carretera e ir
andando entre los árboles para ver qué
pasaba. Mateo no podía ser, y Nicolav
no le había dicho que esperaban visita,
mucho menos ese día que estaba
previsto terminar con todo. Cogió su
pistola y revisó que el cargador
estuviera lleno. Decidió dejar todo lo
demás, se lo pensó un instante con la
droga para el joven a por la que había
ido. Corrió hacia la caseta durante unos
diez minutos y escuchó dos disparos,
sacó su pistola y aceleró corriendo
monte a través. Cuando llegó al lugar, se
escondió tras un árbol antes de salir al
descampado. El panorama que vio hizo
que todo se desmoronara: dedujo que
eran policías, pues llevaban chaleco y
estaban con tres de los jóvenes. Rubén
estaba en el suelo a mitad de camino
hacia la caseta y Nicolav, su jefe, había
sido abatido en el porche de la casa. Lo
pudo distinguir, a pesar de la distancia,
como distingue un perro a su dueño a lo
lejos. Levantó la pistola rabioso y
apuntó a uno de los dos policías, el que
parecía más joven y tenía más cerca. Era
Ray, que tenía cogido a Santi y le
intentaba tranquilizar. Le apuntó a la
cabeza para evitar el chaleco, lo tenía a
pocos metros y el disparo no parecía
muy difícil para él. Respiró
profundamente tres veces para no
temblar lo más mínimo y contó
mentalmente dispuesto a no fallar: «Uno,
dos, tr...». Cambió de objetivo. El
policía se movía mucho intentando
contener al joven que lloraba y se
intentaba zafar descontroladamente para
ir a ver de nuevo el cuerpo de su amigo
inerte. Podía fallar dándole en el
chaleco. Apuntó a Santi en el pecho.
Volvió a repetir el mismo modus
operandi para no fallar: «Uno, dos,
tre…».
Soltó el gatillo en lugar de apretarlo.
Pensó, como le había enseñado su jefe,
que la venganza es un plato que se sirve
mejor frío. Volvió corriendo a la
furgoneta, arrancó y se marchó sin saber
a dónde iba.
CAPÍTULO 22

Los árboles pasaban a toda velocidad


desde la ventanilla del coche mientras
Santi los observaba. A pesar de que le
habían vuelto a drogar, esta vez
legalmente, las manchas verdes de la
vegetación en alguna carretera rumbo a
Valencia, pasaban fugazmente. Gema, su
hermana, viajaba delante, en el asiento
del copiloto, sumida en el más absoluto
silencio. Su padre conducía con una cara
bastante familiar para Santi, la misma
que tuvo durante mucho tiempo desde
que perdió a su mujer, la misma que
cuando le hablaba de su madre. Era
consciente de todo, pero el
tranquilizante sublingual que le habían
proporcionado en el hospital le hacía no
sentir nada, ni rabia, nervios, tristeza,
odio e impotencia podían manifestarse
en aquel momento, ya habría tiempo,
quizás, más adelante.

Durante el acto oficial del entierro,


Santi curiosamente se sentía tranquilo.
Habían pasado casi cuarenta y ocho
horas desde la muerte de su amigo y
apenas había dormido. Había estado
como en una nube, ausente. Su padre, su
hermana, familiares, amigos,
compañeros, incluso Mara, que había
ido a visitarle a su casa, habían
intentado consolarle, hablar con él, pero
nada había salido de su boca. Tan solo
lágrimas cuando estaba solo y nadie le
molestaba.
Le tocó el turno y se levantó. Respiró
profundamente, el olor a incienso se le
metió hasta la garganta y comenzó a
andar. Dirigió algunas miradas antes de
comenzar a leer el texto que le tenía
preparado a su mejor amigo, que yacía
sin vida pero muy bien vestido y
maquillado, en una caja de madera
totalmente cerrada. Miró a los padres de
Rubén, la madre lloraba sin emitir
sonido alguno y con la cabeza agachada,
el padre mantenía la cabeza alta,
haciendo un gran esfuerzo. Miró a
Marta, ella tenía la mirada fija en la caja
de madera. Miró también a Elsa que
simplemente le hizo un leve gesto de
asentimiento con la cabeza. Volvió a
respirar profundamente el olor a
incienso y fijó, el también, la mirada en
la caja de madera. La nube en la que
había estado esos dos días, se disipó.
—Recuerdo tan solo la mitad de las
veces que me dijiste que si algún día
morías, estabas seguro de que la iglesia
estaría abarrotada, incluso habría gente
que se quedaría fuera porque no habría
sitio para todos. Recuerdo también, tan
solo la mitad de las veces que te dije
que debías dedicarte a adivinar el
futuro. Todos vamos a morir, pero aquí
estás… —se detuvo para contener una
lágrima— … amigo, y ¿sabes qué? La
iglesia está abarrotada, no cabe ni un
alfiler, como tú decías. Fuera tienes
gente para llenar otra iglesia. Y la gente
que no ha venido es porque no te
conoce. —Hizo otra pausa, desdobló un
papel escrito a bolígrafo y lo colocó
encima del atril—. Ahí, en esa caja de
madera debería de estar yo —una
lágrima comenzó a resbalar por su
mejilla y su madre soltó un llanto—,
pero tú me salvaste, diste la vida por mí.
Quiero darte las gracias, y cada vez que
me imagino dándotelas, me viene a la
cabeza lo que me responderías: «A mí
no me des las gracias, dame un buen
abrazo», o un beso si era una chica. —
Una leve sonrisa amarga salió de su
boca—. Te voy a echar de menos. —Las
lágrimas, eran ya incontenibles—. Me
gustaría decirle a tus padres, y al mundo
entero, la clase de amigo que eras, la
clase de persona que eras. —Dirigió la
mirada a los padres, ambos ya, con la
cabeza agachada y llorando sonoramente
—. Mi mejor amigo, mi hermano, era un
héroe, un héroe que aparte de salvar
vidas y estar siempre sonriendo,
conseguía en cualquier ocasión hacerte
sonreír. Así quiero que te recuerden —
dijo con voz entrecortada—, y así te
recordaré siempre, como un héroe que
hacía sonreír.
La iglesia se sumió, otra vez, en el
más absoluto silencio. Solamente el
sonido del papel plegándose en las
manos de Santi salió por los altavoces
algo viejos y desgastados. Un aplauso
sonó en uno de los bancos, otro lo siguió
y poco a poco el sonido de las manos
chocando entre sí fue inundando la
iglesia con su respectivo eco. Se acercó
a la caja de madera donde se encontraba
el cuerpo de su amigo mientras seguían
los aplausos en cada rincón de la
iglesia. Saltó el cerco de ramos y flores
de diversas formas y colores. Se fijó
especialmente en uno circular con una
banda que lo atravesaba con los bordes
de color oro y que rezaba: «Tus amigos
del camino no te olvidan». Cerró los
ojos fuertemente y a pesar de ello una
lágrima consiguió escapar entre sus
pestañas, se abrazó a la caja, a su amigo
y susurró:
—Gracias… —La lágrima cayó
lentamente desde la mejilla de Santi y
golpeó en la caja donde se encontraba
Rubén.
EPÍLOGO

Santi se detuvo, cogió aire y giró la


cabeza. Caminaba al lado de Elsa y
cerca de ellos, un poco más adelante,
estaba Marta. Echó un último vistazo al
albergue de las historias, desde donde
habían acordado volver a reunirse.
Era primavera, el suelo estaba
húmedo y fresco. Marta pareció
percatarse de que habían detenido la
marcha y también se paró.
Santi agachó la cabeza y por un
momento el pánico le invadió todo el
cuerpo al recordar la imagen del
secuestro. Cogió fuertemente de la mano
a Elsa. Estar allí le suponía un gran
esfuerzo y a la vez un gran alivio. Tras
ocho meses se había acostumbrado a la
sensación de no poder volver a ver, oír
ni tocar a su mejor amigo, pero volver al
punto de partida donde el camino había
terminado para Rubén, era una sensación
totalmente desconocida para él. Marta
comenzó a retroceder hasta ponerse al
lado de su amiga y esta la cogió también
de la mano.
Había sido idea de Elsa que se
reunieran otra vez para terminar el
camino y llegar hasta la catedral de
Santiago, en nombre de Rubén. Ella
estaba como ahora, en medio de dos
remolinos de sentimientos tristes y
emociones negativas. Por un lado Santi
había perdido a su mejor amigo y se
sentía culpable, muy culpable, porque él
había sido quien le había convencido
para que le acompañara en ese viaje.
Por otro lado Marta sufría porque decía
que jamás se iba a enamorar de nadie
como lo había hecho en tan pocos días
de Rubén, también decía que sus ojos
eran únicos, por el color y su mirada.
Elsa estaba en medio de los dos y con
los dos había tenido que lidiar para
consolarlos, ayudarlos y motivarlos a
superarlo. Ella también sentía la pérdida
de Rubén, y se sentía culpable en cierta
medida, pero era más fuerte que sus dos
amigos y ahora estaba sufriendo más por
ver a su mejor amiga y al chico del que
seguía enamorada pasarlo mal y en
silencio. A Marta la tenía siempre al
lado pero a Santi solo había podido
verlo una vez más después del día del
entierro. Elsa se enfrentó a su padre con
toda su característica cabezonería
diciéndole que tenían que volver al
punto donde lo dejaron y continuar con
el viaje. Pensaba que así ayudaría a
Santi y Marta a cerrar ese espacio que
todavía seguía abierto allí, justo donde
estaban, donde los secuestraron.
Santi había pasado los peores meses
de su vida, se despertaba ahogándose de
ansiedad y llorando la mayoría de las
ocasiones. Su hermana le había ayudado
mucho incluso yéndose a dormir con él
cuando esto le pasaba. Su padre se había
quedado, prometiéndoles que nunca más
se volvería a marchar. Los dos
comprendieron a la perfección que
quisiera regresar a terminar el camino
justo donde lo dejaron. La psicóloga a la
que asistía incluso le había dicho que
sería una buena terapia. Todo el
tormento de culpabilidad que Santi
sentía por la muerte de Rubén se le
aparecía en la cabeza en menos de un
segundo y justamente Elsa parecía
sentirlo y le llamaba, o le enviaba un
mensaje.
Elsa abrió un grupo de conversación
con los tres amigos y les soltó la idea.
Al principio incluso ella dijo que era
una locura, pero decir que seguramente
habría sido lo que había querido Rubén
hizo que la alocada proposición sonase
a posibilidad. Santi pensaba que con su
amigo al lado, cualquier idea
disparatada parecía una simple
normalidad, porque él se reía hasta de la
mismísima locura.
El padre de Elsa se lo prohibió
explícitamente a los tres aludiendo a su
rango policial, aun a sabiendas de que ni
a su propia hija se lo podía impedir.
Finalmente llegaron a un acuerdo. No
les perdería demasiado de vista.

Una ráfaga suave de aire fresco les


dio en la cara a los tres cogidos de la
mano y Elsa levantó las manos de sus
amigos.
— ¡POR RUBÉN!— gritó.
— ¡POR RUBÉN!— gritaron los
otros dos a la vez.

Comenzaron a andar con paso


decidido y una ardilla cruzó el
camino deteniéndose en mitad
durante un instante para
observarlos. Santi sonrió al verla y
al pensar que su amigo, de alguna
manera, podía estar observándolos
y que su esencia les acompañaría
hasta terminar el camino de
Santiago.
AGRADECIMIENTOS

En primer lugar quisiera agradecer a


Mayte su primera, y tan valiosa, revisión
y corrección del manuscrito. A toda mi
familia por el apoyo, especialmente a
Esteban por su ayuda con el tema
policial de la historia. A mis amigos/as,
en especial a Rubén, por enseñarme
desde la infancia el profundo valor que
se esconde tras la palabra amistad. A
Sofía, por su gran apoyo y por aportar su
infinita calma y sabiduría en los últimos
pasos de la publicación. A los dos
David, José, Ana y Amanda, los cinco
compañeros que conocí en el camino de
Santiago y que fueron grandes maestros
y hombros en los que apoyarme para
poder finalizarlo. A Isabel, por
enseñarme lo más bonito de Madrid. A
Merlín, que aunque no pueda leer esta
novela su grata compañía en largos
paseos ha hecho que pueda escribirla. A
todas las personas que me han apoyado
en las redes sociales desde el principio.
Sobre todo a ti, que has decidido leer un
trozo de mi vida, de mi sueño.
GRACIAS.
SOBRE EL AUTOR

Diego Hungría Máñez (Valencia,


1989) reside en Cheste, un pequeño
pueblo situado en la provincia de
Valencia. Después de finalizar sus
estudios, decidió dedicarse a su
verdadera pasión, escribir historias.
Tras algunos relatos cortos, tres años
después, ese sueño cobra vida en El
camino de Santi. Actualmente sigue
escribiendo y trabajando en nuevos
proyectos que promueve y que puedes
seguir en las redes sociales y su en blog:
FB: Diego Hungría Máñez (Escritor)
Twitter: @diego_hm1989
Blog:
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