CAPÍTULO 1 Lectura 3 ESO CORREGIDO
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Rocín: caballo de mala raza.
Para llevar a cabo su plan, necesitaba, en primer lugar, unas armas, de manera
que limpió y reparó las que habían sido de sus bisabuelos. Fue luego a ver a su caballo
—que, aunque estaba muy flaco, le parecía que ni el Babieca del Cid2 se podía
comparar con él—, y, después de mucho pensarlo, decidió llamarlo Rocinante, nombre
sonoro y significativo de lo que había sido antes, cuando fue rocín, porque ahora era el
primero de todos los rocines del mundo.
Cuando puso nombre a su caballo, quiso ponérselo a sí mismo. En ello estuvo
cavilando ocho días, hasta que decidió llamarse don Quijote. Pero recordó que Amadís
había añadido a su nombre el de su tierra, y se lo conocía por Amadís de Gaula. Como
buen caballero, él hizo lo mismo, y se llamó don Quijote de La Mancha.
Le faltaba buscar una dama de quien enamorarse, porque un caballero andante
sin amores es como un árbol sin hojas y sin fruto. No tardó en encontrarla: Aldonza
Lorenzo, una moza labradora de muy buen ver de la que había estado enamorado —
aunque ella jamás se había enterado—, a la que su imaginación transformó en princesa
y gran señora, merecedora de un nombre como Dulcinea, Dulcinea del Toboso (pues
había nacido en este pueblo).
Acabados estos preparativos, no quiso esperar más tiempo para echarse a los
caminos. Así, sin decir nada a nadie, una calurosa mañana del mes de julio cogió su
escudo y sus armas, subió sobre Rocinante y salió al campo, muy contento de hacer
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Babieca del Cid: el caballero del Cid Campeador.
realidad sus deseos. Sin embargo, en seguida cayó en la cuenta de que había olvidado
un último detalle: según la ley de la caballería, debía ser armado caballero para poder
utilizar las armas en combate. Estos pensamientos le hicieron dudar un poco, pero pudo
más su locura que otra razón y decidió que al primero que encontrase le pediría que lo
armase caballero, tal como había leído en sus libros.
Caminó todo el día y no sucedió nada, por lo que él se desilusionaba, pues
deseaba demostrar su valor y la fuerza de su brazo. Al anochecer, su rocín y él se
encontraban cansados y muertos de hambre. Iba mirando a todas partes, buscando algún
castillo o alguna cabaña de pastores donde alojarse, cuando descubrió una venta o
posada, a la que se dirigió rápidamente. Estaban en la puerta dos mujeres mozas, de esas
que llaman de mala vida, que iban a Sevilla. Como don Quijote se imaginaba que todo
lo que veía era igual que en los libros de caballerías, la venta le pareció un castillo, y las
mujeres, dos hermosas doncellas. Las mozas, al ver venir a un hombre armado de esa
forma, se asustaron y salieron corriendo. Don Quijote intentó tranquilizarlas con estas
palabras:
—No huyan vuestras mercedes3 , pues la ley de caballería me impide hacer mal,
y menos aún a tan hermosas doncellas.
Cuando las mozas oyeron que las llamaba doncellas, no pudieron contener la
risa. En esto, apareció el ventero, quien ayudó a don Quijote a bajar del caballo y le
ofreció algo para cenar, un bacalao mal cocido y un pan negro como el alma del
demonio, que don Quijote comió con prisa, preocupado por la idea de ser armado
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Vuestras mercedes: ustedes, fórmula de tratamiento anticuada.
caballero cuanto antes. Ansioso, se encerró con el ventero en la cuadra, se puso de
rodillas y le dijo:
—No me levantaré jamás del suelo, noble señor, hasta que me concedáis el don que
quiero pediros: que me arméis caballero. Esta noche, en la capilla de vuestro castillo,
me quedaré despierto velando las armas y mañana se cumplirá lo que tanto deseo, para
poder ir como se debe por las cuatro partes del mundo y socorrer a los necesitados.
El ventero en seguida se dio cuenta de que estaba loco y, para divertirse, le siguió la
broma. Le dijo que en su castillo no había capilla donde velar las armas, pero que podía
hacerlo en el patio, y que ya por la mañana se celebrarían las debidas ceremonias.
Así que don Quijote salió a un patio grande que había en la venta, se quitó la
armadura, la dejó en un abrevadero y, muy serio, empezó a pasearse alrededor. Uno de
los arrieros4 que allí había quiso dar agua a sus animales, por lo que tuvo que quitar las
armas que don Quijote había colocado en el pilón. Este, al verlo llegar, le advirtió:
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Arrieros: mozos que, antiguamente, trabajaban conduciendo animales de carga.
—Pero ¿qué haces, canalla? No toques las armas del más valeroso caballero andante si
no quieres perder la vida por tu atrevimiento.
El arriero no hizo caso de estas razones y las tiró tan lejos como pudo, pensando que
eran trastos viejos. Entonces, don Quijote levantó la lanza y le dio un golpe tan grande
en la cabeza que lo derribó al suelo y lo dejó malherido. Luego, recogió sus armas y
volvió a pasearse como antes.
Los demás arrieros, cuando vieron lo sucedido, comenzaron a tirarle piedras a
don Quijote —quien, escondido tras su escudo, amenazaba con castigar tal ofensa—,
hasta que el ventero logró detenerlos diciéndoles que se trataba de un loco.
Finalmente, el ventero se acercó a él y le propuso armarlo caballero allí mismo,
en mitad del campo. Sacó el libro donde anotaba los gastos de sus clientes y,
acompañado por un muchacho y las dos conocidas doncellas, comenzó la disparatada
ceremonia. Mandó ponerse de rodillas a don Quijote, fingió que leía una oración,
levantó la mano, le dio un buen golpe en el cuello y después otro con su misma espada,
siempre hablando entre dientes, como si rezara.
Al terminar, don Quijote preparó a Rocinante, abrazó al ventero y le pidió que le
abriera las puertas de su castillo, pues debía partir cuanto antes para ayudar a las viudas
y los huérfanos.
—Primero tendréis que pagarme la cena y la paja de vuestro caballo —le
advirtió el posadero.
—No puedo pagaros —respondió don Quijote—; nunca he leído que los
caballeros andantes lleven dinero encima.
—Los libros no lo dicen porque está claro como el agua —explicó el ventero—,
pero los caballeros llevan siempre dinero y camisas limpias. Y sus escuderos cargan con
vendas y pomadas por si acaso han de curar las heridas de su señor.
Don Quijote prometió seguir los consejos del que creía amo del castillo, y,
contento de verse armado caballero, salió de allí al amanecer.