Quijote Resúmenes

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PRIMERA PARTE

Capítulo I: Quién es don Quijote

En un lugar de la Mancha, vivía un hidalgo, noble caballero de poca monta, de


aquellos de los antiguos, pero pobre en posesiones. De cincuenta años más o
menos, vivía con un ama (de 40) una sobrina de menos de veinte y un mozo
para todo. Era flaco y duro a la vez. Se llamaba Quijana, Quesada o algo así,
pero eso carece de importancia.

Este hidalgo leía con gran afición libros de caballerías, y era tanta la afición que
vendió muchas de sus posesiones para comprar más y más libros de estos, ya
que se deleitaba en sus intrincados párrafos. Pero tanto y tanto los leía y
pensaba, que al final perdió el juicio. Discutía con el cura del pueblo sobre
quién era el mejor caballero, el más valiente. Siguió y siguió leyendo, hasta que
se le metieron en la cabeza todas las fantasías caballerescas, y participaba en
ellas, luchando con uno y contra otro.

Y en esto que se le ocurrió convertirse en caballero andante, como los de


aquellos libros, y buscar aventuras a lo largo del mundo. Y tomó la decisión de
cumplir ese deseo y comenzó los preparativos. Desempolvó antiguas armas de
sus antepasados, y lo que faltaba o estaba roto lo apañó. Cogió su rocín, su
caballo viejo y enfermo, y pensando un nombre, le dio el de Rocinante. Y luego
pensó un nombre para él, y finalmente escogió Quijote, pero a semejanza de
caballeros como Amadís de Gaula, quiso añadir su patria, y así se puso don
Quijote de la Mancha. Pero diose cuenta de que le faltaba una dama a la que
amar, para que los gigantes que venciera se arrodillasen ante ella. Se
entusiasmó con la idea y se acordó de una guapa moza del lugar de la que
estuvo enamorado, aunque ella no supiese ni sintiese nada. Aldonza Lorenzo
tenía de nombre, pero él le puso el nombre de Dulcinea del Toboso, nombre
que pensaba él que casaba bien con el suyo de don Quijote de la Mancha.

Capítulo II: Salida de Don Quijote

Impaciente por iniciar aventuras, Don Quijote no esperó más y en un caluroso


mes de julio, con sus armas, armadura, celada para protegerla la cabeza, lanza
y adarga o escudo, subió A Rocinante y salió contento del corral de su casa al
campo. Pero enseguida se dio cuenta que todavía no era armado caballero,
nadie le había dado ese título, y no podría utilizar armas por tanto, por lo que
se propuso que el titulo de caballero se lo diese el primero que encontrase. Y
prosiguió el camino, fantaseando sobre cómo recordarían en la posteridad sus
hazañas y lamentando que Dulcinea, su amada, no le hubiese mandado
comparecer ante ella antes de su salida. Y así cabalgó durante todo el día,
hasta que cansado y hambriento, llegó al anochecer a una venta, que a él le
pareció castillo. En la puerta encontró a dos mozas rameras, que a él le
parecieron doncellas. Un porquero tocó un cuerno que a él le pareció un enano
que le daba la bienvenida con una trompeta. Las rameras salieron corriendo
viendo a tan extraño personaje, con esas viejas armaduras, y don Quijote las
tranquilizó con palabras grandilocuentes diciendo que las doncellas como ellas
no tenían nada que temer. Ante tales rebuscadas palabras, las mozas
comenzaron a reír, lo cual dejó a don Quijote contrariado. Salió el ventero, que
a don Quijote le pareció el alcaide del castillo. Este le avisó que no tenía lecho,
pero si todo lo demás, ante lo cual don Quijote no manifestó ningún
inconveniente, pues los caballeros deben pasar calamidades. Añadió que
cuidasen bien a Rocinante, caballo como ninguno, aunque no le pareciera para
nada buen caballo. Las mozas le quitaron la armadura, pero no pudieron
quitarle la celada del rostro, y así quedo, aunque con la visera levantada. De
comida le ofrecieron bacalao y un pan negro, y lejos de rechazarlo, lo dio por
bueno, aunque dejaba mucho que desear. Pero a la hora de comer, el sólo no
podía, por la celada, y fueron las mozas las que le tenían que poner la comida
en la boca y hacerle beber vino por una caña. Pero a don Quijote todo le
parecía maravilloso, como si estuviese en un castillo y le estuviesen
agasajando. Pero le preocupaba el hecho de no ser armado caballero.

Capítulo III: Don Quijote se arma caballero

Acabó rápido la cena para dar solución a esa preocupación. Llamó al ventero e
hincado de rodillas ante él, con solmenes palabras le pidió que le armase de
caballero. El ventero quedó confuso pero finalmente decidió seguirle la
corriente, lo cual agradeció Don Quijote con un hermoso discurso. El ventero
siguió pero ya buscando reírse a cuenta de Don Quijote, diciéndole que
entendía sus palabras ya que él también había sido caballero aquí y allá. Dijo
también que no había capilla disponible en el castillo, en realidad la venta,
como pretendía Don Quijote, para la ceremonia de ser armado, pero que no
hacía falta, que se haría la ceremonia siguiendo todos los pasos. Y finalmente
le preguntó si traía dinero para la ceremonia, ante lo cual Don Quijote
respondió que no, que nunca había leído que fuera necesario para un
caballero, pero el ventero le explico, que aunque no se citara en los libros, el
dinero era necesario para un caballero, asó como camisas y una caja de
ungüentos para as heridas y otros males que se pudiesen sufrir. Le prometió
Don Quijote hacerle caso y sin más se puso a velar las armas en el patio de la
venta, tras dejarlas apoyadas contra un pozo, y cogiendo su adarga se puso a
hacer guardia, andando alrededor de sus armas, hasta que se hizo de noche.
El ventero llamó a los huéspedes de la venta para que vieran tal extraña y
graciosa escena, y en esto uno los arrieros alojados en la venta fue a por agua
al pozo para sus mulas, apartando para ello las armas, lo que Don Quijote
interpretó como una afrenta, advirtiendo y amenazando al arriero, pero este
hizo caso omiso, Don Quijote, en lo que él creía su primera batalla como
caballero, se puso en combate y propinó un golpe de lanza que derribó al
arriero. Tras lo cual volvió a velar sus armas. Pero un segundo arriero llegó,
que volvió a retirar las armas de Don Quijote del pozo. Don Quijote volvió a
golpear con fuerza de este segundo arriero. Con el ruido salieron el resto de
arrieros y gente de la venta, que comenzaron a tirar piedras a Don Quijote, y
este, esquivándolas con la adarga los maldecía y amenazaba a todos, incluido
al en su cabeza el señor del castillo que no era más que el ventero, mientras
este se afanaba en tranquilizar a los arrieros, explicándoles lo loco que estaba
Don Quijote. Tal miedo se apoderó de aquellos, que dejaron de tirar piedras. El
ventero aprovechó para ordenar caballero a Don Quijote cuanto antes,
explicándole que el armar caballero en capilla no era necesario y que en allí
mismo se podía hacer y que ya había velado las armas lo suficiente. Don
Quijote aceptó las razones, pensando además que así entraría en le castillo
cuanto antes a atacar a todos los canallas que habían ido contra él. Trajo el
ventero un libro de cuentas cualquiera, balbuceó una oración y le dio el golpe y
espaldarazo que le consagraba como caballero. Llamó a las cortesanas de la
venta para que le ciñesen la espada y la espuela, y Don Quijote, convencido de
que eran altas damas, preguntó por su origen y ascendencia, y así lo hicieron
ellas, diciendo que eran hijas de un remendón y de un molinero, y Don Quijote
les dio los nombres de doña Tolosa y doña Molinera. Subió a Rocinante y
abrazado al ventero se despidió de él con palabras del todo extrañas, a las que
el ventero asintió brevemente, y sin pedirle dinero por la estancia, le dejo ir.

Capítulo IV: Tras la venta: la aventura de Andrés y Juan Haldudo y la


aventura de los mercaderes

Don Quijote emprendió contento el camino, pero enseguida pensó que lo mejor
sería volver a casa para, haciendo caso al tendero, coger dinero y proveerse de
camisas, y así dirigió a Rocinante, que de todas formas ya conocía el camino.
En esto, oyó que de un bosque venían unos lamentos y se congratuló ante lo
que era sin duda para él una primera aventura. Se internó en la espesura y vió
a un muchacho desnudo de cintura para arriba atado a un árbol que era
azotado por un labrador, mientras aquel prometía no hacer otra vez lo que
provocaba el castigo del labrador. Don Quijote, sin pensarlo dos veces,
arremetió con duras palabras contra el labrador, prometiendo un castigo por la
cobardía que estaba cometiendo con el muchacho indefenso. Viéndole el
labrador tan pertrechado de armas, cogió miedo y comenzó a disculparse
diciendo que por la negligencia del muchacho perdía una oveja al día, y que el
muchacho decía que era mentira, que el castigo era por no querer pagarle el
salario que le debía. Don Quijote, sin embargo, al momento tomó partido por el
muchacho y exigió que le pagase lo que le debía y que le desatara. Así lo hizo
el labrador, mientras Don Quijote preguntaba al criado cuánto dinero le debía.
73 reales, dijo. Pero el labrador añadió que había que descontar zapatos y
sangrías (tratamiento médico) que le había pagado, lo que Don Quijote no
aceptó, porque a su vez el labrador también le había estado azotando cuando
no debía. Asintió el labrador, pero dijo que no tenía dinero allí para pagar al
criado y que lo mejor sería este volviera con él a casa. El criado se negó en
redondo, convencido de que una vez se fuese Don Quijote, le apalearía. Don
Quijote dijo que el juramento del labrador, caballero para Don Qujiote, sería
suficiente para estar seguro de que cumplirá su palabra. El criado, de nombre
Andrés, le aseguró que no era caballero, sino Juan Haldudo, el rico. Haldudo
juró inmediatamente pagarle la deuda, y así aceptó el juramento Don Quijote,
volviendo a dar a conocer quién era. Don Quijote, valeroso caballero. Tan
pronto prosiguió su camino Don Quijote, el labrador con buenas palabras atrajo
para así al criado, que crédulo del juramento hecho por su amo, se acercó a él.
Pero así lo hizo, lo cogió el amo y lo volvió a atar a la encina y le dio una buena
sarta de azotes, para soltarle al fijan y reírse al final de que fuera a buscar a
Don Quijote.
Mientras tanto proseguía Don Quijote su camino, contento de deshacer su
primer entuerto y agradeciendo a Dulcinea esa primera aventura. Llegó a un
cruce donde dejó a Rocinante elegir el camino. Y al poco, se encontró con un
grupo de mercaderes y sus criados. Se quedó quieto en el camino, y cuando
llegó el grupo, se le ocurrió ordenarles que afirmasen que Dulcinea del Toboso
era la más bella doncella del mundo. Extrañados y asombrados por las
palabras y el aspecto de Don Quijote, un mozo del grupo, burlón, pidió que les
mostrase tal doncella para poder afirmar eso, a lo que Don Quijote replicó que
afirmar con pruebas no tenía mérito, que lo que había que hacer es creer. Un
mercader pidió al menos un retrato, diciendo que aunque fuese tuerta, la
tomarían como la más hermosa, tal como pedía. Tomó Don Quijote esto como
una afrenta y arremetió con lanza contra ellos, pero Rocinante tropezó y cayó
con estrépito Don Quijote, y como estaba con la armadura y otros pertrechos
no pudo levantarse, mientras que trataba de cobardes al grupo. Y en estas, uno
de los mozos, cogió la lanza, la rompió y con un trozo empezó a dar una buena
sarta de palos a Don Quijote, hasta que los mercaderes le dijeron que parase
ya, que era suficiente, mientras Don Quijote les maldecía. Se cansó el mozo y
siguió el grupo su camino, mientras Don Quijote, maltrecho, se sentía aún
dichoso por considerar que eran bagajes del oficio de caballería.

Capítulo V:Vuelta a casa

Viendo que no podía ni levantarse de la paliza que le habían dado, vinieron a


su mente pasajes de los libros de caballerías que había leído, e hizo suyo uno
de ellos, invocando en voz alta a su amada. Y en esto pasaba por allí un
labrador vecino suyo, que Don Quijote creyó que era un personaje, y siguió
con sus fantasías caballerescas. El labrador se acercó, le quitó la visera de la
armadura, le limpió la cara y le reconoció al instante como vecino suyo.
Recogió sus armas, las puso sobre Rocinante, y como pudo cargó a Don
Quijote en su burro, mientras este continuaba con sus delirios. El labrador,
viendo sus suspiros, le preguntaba si se encontraba mal, pero Don Quijote
seguía en su mundo, por lo que el labrador dedujo, ya seguro, que estaba loco.
Le intentó convencer de que ni él ni el propio Don Quijote eran personajes de
los libros, que él era Pedro Alonso, su vecino, y Don Quijote, el señor Quijana.
Llegaron finalmente al pueblo de Don Quijote, aguardando el labrador a que se
hiciese noche oscura para que no le viesen en ese estado. Se llegó el labrador
a casa de Don Quijote, donde estaban su sobrina y el ama, que vivían con él, y
el cura y el barbero, ambos amigos de Don Quijote. El ama se lamentaba de su
desventura, ya que hacía ya tres días que su tío había desaparecido con las
armas, y maldecía a los libros de caballerías. La sobrina continuaba contando
al cura y al barbero como se alteraba Don Quijote cuando los leía, como cogía
la espada y daba cuchilladas por doquier, y se consideraba culpable por no
haberles llamado antes, para que quemaran todos los libros, prometiendo el
cura que no pasaría un día antes de que se quemasen los que mereciesen ser
quemados. Y todo esto lo oía el labrador y Don Quijote sin que ellos lo
supieran, y entonces el labrador se presentó, con Don Quijote, pero a la
manera de Don Quijote, como personajes de libro. Corrieron los de la casa a
abrazar a Don Quijote, que pidió cuidados como si estuviese en un episodio
caballeresco, de lo que la ama concluyó que bien cierto era que fueron los
libros de caballería los que le trastornaron el juicio. Le llevaron a su cama,
siguiendo Don Quijote con su perorata. Finalmente, Don Quijote pidió reposo y
fue el labrador el que relató cómo le había encontrado, de modo que el cura y
el barbero volvieron al día siguiente para cumplir con la promesa de quemar los
libros.

Capítulo VI: Los libros de Don Quijote

Seguía durmiendo Don Quijote al día siguiente cuando abrieron el aposento


donde se guardaban los libros de caballería y encontraron más de cien. El ama
volvió con agua bendita para espantar a los encantadores que pudiera haber.
Mandó el cura de barbero sacar los libros de uno a uno para ver de qué iban
tratando, aunque la sobrina manifestó que prefería que se hiciera directamente
un montón con ellos para darles fuego.

El primero resultó ser Los cuatro de Amadís de Gaula que libraron del fuego
por ser el mejor de libros de caballería, pero luego mandaron al ama tirar Las
sergas de Esplandián, Amadís de Grecia y un montón mas por la ventana al
corral, cosa que hizo con gusto. Y asi siguió el cura, haciendo escrutinio e
inspección de los libros, mandándolos a la hoguera, pero siempre con una
razón de por medio. El de título Espejo de caballerías mandó el cura meterlo en
un pozo seco, para posterior inspección, criticando además el hecho de que
fuera una traducción, que dijo el cura siempre es en menoscabo de la calidad
del original. Llegó el turno de Palmerín de Ingalaterra, que salvó el cura por ser
un libro escrito con decoro y entendimiento. Y sin esperar más, dijo que se
mandara todo el resto a la hoguera, exceptuando un Don Belianis, que el
barbero daba por famoso pero el cura por enmendable en algunas partes, pero
que aún así dio permiso al barbero para que se lo llevara a casa, pero solo
para leerlo él, y nadie más. Contenta, el ama fue cogiendo todos a montones
para tirarlos, y en una de estas se le cayó uno que cogió el barbero y que
resultó ser Tirante el Blanco. El cura alabó el libro y decidió finalmente salvarlo,
permitiendo que el barbero se lo llevara a casa para leer.

Luego prosiguieron con los libros pequeños, que eran de poesía, que el cura
dijo de salvar, porque eran de mero entretenimiento y no hacían daño a nadie.
La sobrina pidió que quemaran también, no fuese que a su tío le diese por
hacerse no ya caballero, sino pastor como en las poesías o mismamente poeta.
Le dio la razón el cura, y empezó a hacer escrutinio de ellos uno a uno, como
con los libros de caballería. El primero lo salvó, pero quitándole algunos trozos,
y dejando toda la prosa. Mandó a la hoguera los siguientes, mandó enmendar
uno de un amigo suyo, salvar otro también de un amigo, dejó que el barbero se
llevara La Galatea de Miguel de Cervantes. Guardo los tres siguientes y
cansado de seguir en el escrutinio, mandó a la hoguera el resto, pero el
barbero ya tenía abierto uno del que dio noticia al cura, que lo salvó,
afortunadamente, por ser una obra de uno de los mejores poetas del mundo.

Capitulo VII: Segunda salida de Don Quijote, con Sancho Panza


Y en esto estaban cuando Don Quijote empezó a dar voces, invocando de
nuevo en su locura a personajes de aventuras de caballeros. El cura y el
barbero, la sobrina y el ama, fueron donde él y le tranquilizaron y volvieron al
lecho. Le recomendaron que dado su estado descansase, y asintió él,
achacando con rimbombancia su estado a las aventuras fantásticas que había
vivido. Se durmió y esa misma noche quemaron todos los libros de la casa,
excepto los pocos que salvaron, quemándose sin duda muchos que no lo
merecían por ser verdaderas joyas.

El cura y el barbero pensaron como primer remedio para la locura de Don


Quijote tapar con un muro el cuarto de los libros, de forma que pareciera que
se hubiese esfumado. Pensaban decirle a Don Quijote que había sido obra de
un encantador. A los días, despertarse Don Quijote y la primera cosa que hizo
fue ir al cuarto de los libros, y empezó a palpar por donde estaba la puerta,
extrañado, hasta que preguntó al ama. Esta le contestó que vino un encantador
en una nube, que dijo llamarse le sabio Muñatón, entró en el cuarto, y que
luego salió por el tejado, dejando todo lleno de humo, haciendo desaparecer el
cuarto. Don Quijote creyó a pies juntillas lo contado por el ama, y solo le
corrigió el nombre del encantador, que dijo de debía ser otro, que le buscaba
para fastidiarle en su batalla contra otro caballero. La sobrina le dijo entonces si
no sería mejor que se estuviese en casa tranquilo, en lugar de buscar
aventuras de las que saldría siempre malparado. Don Quijote desmintió a la
sobrina, diciéndole que nadie llegaría a tocarle siquiera un cabello. No le
quisieron contradecir ni ama ni sobrina.

Así pasó unos días aparentemente tranquilo, sin tener ánimo para escaparse
de nuevo, conversando on el cura y el barbero, a los que intentaba convencer
de la necesidad en el mundo de los caballeros andantes, lo que el cura a veces
negaba y otras no. Pero esos mismos días solicitó Don Quijote a un labrador
vecino, corto de inteligencia, de nombre Sancho Panza, que se conviertiese
escudero en sus futuras aventuras, prometiéndole el cargo de gobernador de
una ínsula o isla que había de ganar. Con esa promesa, Sancho Panza aceptó
la propuesta. Los días siguientes Don Quijote los pasó reuniendo dinero,
vendiendo cosas que tenía, arregló alguno de sus pertrechos, consiguió otros,
y avisó a Sancho Panza de la salida. Este propuso llevar un asno y así lo
aceptó Don Quijote, pensando que luego ya le daría mejor caballería a su
escudero. Hizo provisión Don Quijote de camisas, y así una noche sin avisar a
nadie y en silencio, salieron los dos, con Rocinante y el asno, por el campo de
Montiel.

Ya de mañana Sancho Panza recordó a Don Quijote lo de la ínsula, y Don


Quijote le dijo que no se preocupara que pronto llegaría, antes de lo que suele
ser usanza y que incluso mejoraría el premio. Sancho Panza quedó
convencido, pero dudoso a la vez de que su mujer y sus hijos valiesen para
reina e infantes. Don Quijote le animó a que no esperase menos, a lo que
Sancho Panza asintió, como dijo, teniendo además de señor tan valeroso a
Don Quijote.

Capítulo VIII: La aventura de los molinos y el desafío con el vizcaíno


Y siguiendo el camino, se encontraron con unos molinos de viento. En su
fantasía, Don Quijote agradeció lo que él creía que iba a ser una nueva
aventura en la que tomar parte, viendo en lugar de molinos con aspas gigantes
con largos brazos a los que vencer. A pesar de que Sancho avisara de no eran
gigantes sino molinos, Don Quijote hizo caso omiso y se arremetió con
Rocinante velozmente contra los molinos, dejando tras de sí a Sancho
repitiendo sus advertencias a gritos. Fue en balde. Así arremetió Don Quijote
lanza en ristre contra un molino, una de sus aspas girando le levantó, volteó y
tiró al suelo, haciendo pedazos la lanza y dejando maltrecho al caballero. Se
acercó Sancho a socorrerle, reprochando a su señor no haberle hecho caso, a
lo que Don Quijote respondió que todo había sido culpa del sabio Frestón, el
mismo que había hecho desaparecer el aposento de sus libros, y que ahora
había convertido los gigantes en molinos. Con ayuda de Sancho, logró con
dificultad levantarse, y siguieron su camino, echando de menos Don Quijote su
lanza y contando a Sancho que debería hacer de un trozo de encina otra lanza,
así como la hizo un famoso personaje de uno de sus libros. Sancho asintió,
pero le dijo que se enderezase encima de Rocinante, de lo molido que estaría
de la caida. Don Quijote respondió que no era propio de caballeros el quejarse
de los golpes y heridas, lo que Sancho respetó aunque no estuviese de
acuerdo -él, desde luego, sí que se quejaría si algo le doliera-. Don Quijote
permitió quejarse a Sancho cuando considerare, y en esto llegó la hora de
comer, Don Quijote no tenía hambre, pero Sancho sí que dio buena cuenta de
la bota de vino, tanto que olvidó el peligro de las aventuras prometidas. Llegó la
noche, al fuego hizo de una rama Don Quijote una lanza, pasó la noche
desvelado pensando en Dulcinea, mientras Sancho dormía la mona. A la
mañana prosiguieron camino. Ya era la tarde cuando Don Quijote advirtió a
Sancho que en las aventuras que viviesen no luchara para ayudarle, por estar
esta reservada a los caballeros, excepto si los atacantes fuesen gente baja.
Asintió Sancho, pero dejando claro si era a él a quien atacasen, sin duda se
defendería. Y así se encontraron en el camino de frente con dos frailes, y
detrás un coche, con cuatro que iban a caballo y un par de mozos con mula. En
el coche iba, según se contará luego, una señora vizcaína que iba a Sevilla, a
encontrarse con su marido. Don Quijote vio de nuevo próxima aventura,
creyendo que los bultos negros, los frailes, eran encantadores que llevaban
secuestrada a alguna princesa en el coche. Advirtió de nuevo Sancho a Don
Quijote, que aquellos solo eran frailes, pero tampoco hizo caso Don Quijote. Se
paró en el camino Don Quijote y solemnemente conminó a esa "gente
endiablada" que dejasen libres a las princesas que llevaban en el coche. Los
frailes dijeron que ellos no erna nada de lo que decía Don Quijote, sino meros
frailes, y que no sabían nada de quiñen iba en el coche de detrás. No hizo caso
Don Quijote, que arremetió contra ellos, cayendo uno de su mula y saliendo el
otro con la suya a todo correr. Sancho Panza se acercó al fraile que estaba en
el suelo y empezó a quitarle el hábito, pero se acercaron los mozos del coche
preguntando por su proceder, a lo que Sancho respondió que no estaba más
que cogiendo el fruto de lo que había ganado en esa batalla su señor. Los
mozos, que no entendían nada de aquello, tiraron al suelo a Sancho y lo
molieron a patadas. El fraile aprovecho para levantarse e ir detrás de su
compañero, para salir de allí cuanto antes. Mientras Don Quijote se acercó a la
dama del coche, que tenía por princesa, y con grandes palabras se presentó y
pidió como pago a su libertad que fuese al Toboso, y que contase a Dulcinea,
su señora, lo que había hecho por ella. Se acercó uno de los escuderos que
acompañaban al coche, vizcaíno y por tanto vasco él, y en su habla le dijo "si
no dejas coche, ahí te matas". Don Quijote le dijo que si fuera caballero ya le
hubiese castigado por esas palabras. El vizcaíno airado, reafirmó su hidalguía,
como vasco de nacimiento que era. Don Quijote tiró la lanza y cogió su espada
y rodela y otro tanto hizo el vizcaíno con la suya, cogiendo una almohada como
escudo. A pesar de que quisieron separarlos, entraron en combate, y en una de
estas dio el vizcaíno una cuchillada a Don Quijote por el hombro para abajo
que defendió con su rodela. Se encomendó Don Quijote a Dulcinea, apretó su
espada y arremetió contra el vizcaíno, mientras los demás contemplaban
apartados la escena con preocupación y miedo del desenlace de aquella
contienda. Pero ahí acaba la narración porque el escritor no supo del
desenlace de esta aventura, dejándola para más adelante, cuando en la
segunda parte, el segundo autor sí que sepa de su final.

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