Don Quijote (Selección)
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Don Quijote
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Miguel de Cervantes [Adaptación] Don Quijote
1 Los hidalgos eran los nobles de clase más humilde. No pagaban impuestos ni trabajaban,
sino que vivían de rentas.
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Hacienda: posesiones y negocios de una persona.
3
Malandrín: 'malvado'. Es una palabra que don Quijote usa a menudo porque aparece
mucho en los libros de caballerías.
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Miguel de Cervantes [Adaptación] Don Quijote
mis hazañas».
De modo que un día de julio al amanecer se puso una armadura de sus
bisabuelos, montó a lomos de su caballo y se escapó por la puerta trasera de su
casa, decidido a probar su valentía en mil y una aventuras. Llevaba una lanza y
una espada que habían criado polvo en un rincón durante muchos años, y lo
primero que hizo al salir de su aldea fue pensar en su amada Dulcinea del
Toboso. «Seguro que estará bordando mi nombre con hilos de oro», se dijo. Y es
que, como todos los caballeros andantes amaban a una princesa, don Quijote se
había buscado una dama a la que adorar y servir. Tras darle muchas vueltas al
asunto, había elegido a una moza labradora del pueblo del Toboso de la que
había estado enamorado en otro tiempo. Se llamaba Aldonza Lorenzo, tenía
sobre el labio un lunar que parecía un bigote y podía tumbar a un puerco con
una sola mano, pero don Quijote le había dado el nombre principesco de
Dulcinea y se la imaginaba como una dama criada entre algodones, con los
cabellos rubios como el oro y con la piel más blanca que el marfil.
El día en que don Quijote salió de su
aldea, el sol calentaba con tanta fuerza
que faltó muy poco para que al hidalgo
se le derritiesen los pocos sesos que le
quedaban. Su caballo avanzaba muy
despacio, porque el pobre estaba en los
huesos y tenía poco aguante, aunque a
don Quijote se le antojaba la bestia más
recia y hermosa del mundo. Hacía pocos
días que le había puesto el nombre de
Rocinante, que le parecía sonoro y
musical y muy apropiado para el caballo
de un gran caballero.
Iba don Quijote imaginando batallas
cuando de pronto se entristeció al
pensar: «Según la ley de caballería, sólo
podré entablar combate cuando me
hayan armado caballero en una solemne
ceremonia. Pero no importa», añadió:
«al primero que aparezca por el camino
le pediré que me arme caballero».
Sin embargo, en todo el día no se
cruzó con nadie, y ni siquiera encontró
un lugar donde comer, así que al caer la
tarde don Quijote y su caballo iban tan
cansados como muertos de hambre. Por
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Miguel de Cervantes [Adaptación] Don Quijote
fortuna, antes de que anocheciera asomó una venta4 junto al camino y, al verla,
don Quijote empezó a decirse:
«¡Qué castillo tan magnífico! ¡Qué torres, qué almenas, qué foso!»,
porque, como estaba loco de atar, todo lo que veía le parecía igual a lo que
contaban sus libros. A la puerta de la venta vio a unas mujerzuelas y las
tomó por delicadas princesas, y al oír que un porquero llamaba a sus cerdos
pensó que era un centinela dándole la bienvenida.
—Señor mío —le dijo al ventero, que era un andaluz gordo y pacífico—,
¿podríais hospedarme en vuestro castillo?
Cuando el ventero vio a aquel espantajo alto como un ciprés y con una
armadura tan vieja y descompuesta, estuvo a punto de echarse a reír, pero
pensó que le convenía ser prudente y respondió con toda cortesía:
—Sea muy bienvenido el caballero, que en este castillo le serviremos lo
mejor que sepamos.
Cenó don Quijote un bacalao mal remojado y peor cocido y un pan más
duro y negro que el alma del demonio, aunque a él le pareció que estaba
comiendo mejor que un príncipe. Acabada la cena, don Quijote se arrodilló
ante el ventero y le dijo:
—No me levantaré de aquí, valeroso caballero, hasta que me otorguéis un
don que quiero pediros.
El ventero no supo qué responder, y don Quijote siguió diciendo:
—Querría que me armaseis caballero para que pueda socorrer con mis
armas a los menesterosos que hay por esos mundos.
El ventero, que era muy burlón, vio que podía divertirse un rato a costa
de aquel loco, así que le siguió la corriente y dijo:
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venta: posada, casa en que los viajeros comen y se alojan.
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Miguel de Cervantes [Adaptación] Don Quijote
—En verdad que no hay ejercicio más honroso que la caballería andante,
a la que yo mismo me dediqué en mi juventud. Fueron tantos los huérfanos
a los que maltraté y las viudas a las que pervertí que acabé pasando por casi
todos los tribunales de España. De modo que yo sabré armaros caballero
mejor que nadie en el mundo.
—Entonces decidme dónde puedo velar las armas, porque, según la ley
de caballería, antes de ser armado caballero, debo pasarme toda una noche
vigilando mi armadura ante un altar.
—Ahora mismo no tenemos capilla en este castillo —respondió el ventero
con mucho desparpajo—, porque la hemos derribado para hacerla de nuevo,
pero podéis velar las armas en el patio, que nadie os molestará.
Así que don Quijote salió al patio, se quitó la armadura, la dejó junto a un
pozo y empezó a pasearse alrededor con semblante muy serio como si estuviera
haciendo la cosa más importante del mundo. Con el escudo pegado al pecho, la
lanza en la mano y la luz de la luna iluminándole la frente, parecía un fantasma
recién salido del infierno. Los huéspedes de la venta lo miraban desde lejos y no
paraban de reírse, pensando que en toda la Mancha no había un hombre más
loco que aquel.
Llevaba don Quijote un buen rato de vela cuando salió al patio un arriero 5
que tenía que dar de beber a sus bestias. Y, como la armadura de don Quijote le
molestaba para sacar agua del pozo, la cogió y la tiró tan lejos como pudo>
pensando que era un trasto viejo.
—Pero ¿qué hacéis, canalla? —le gritó don Quijote.
Y, sin pensarlo dos veces, alzó su lanza y le dio tal golpe al arriero en la
cabeza que lo derribó al suelo y lo dejo medio muerto y con los ojos en blanco.
Viendo aquello, los compañeros del herido salieron al patio hechos una furia y
comenzaron a tirar piedras contra don Quijote, que se escondía tras su escudo
para evitar los golpes, pero no se separaba del pozo por no dejar a solas su
armadura.
—¡Venid aquí, bribones —decía—, que voy a daros lo que os merecéis!
Pero las piedras siguieron lloviendo cada vez con más fuerza y don Quijote
sólo salvó la cabeza gracias a que el ventero salió por una puerta gritando:
—¡Dejen de tirar piedras! ¿No ven que ese hombre no sabe lo que hace?
—¡Juro por la fermosa6 Dulcinea del Toboso que castigaré esta ofensa! —
clamaba don Quijote.
Cuando el ventero logró por fin apaciguar a los que tiraban las piedras,
salió a toda prisa al patio y le dijo a don Quijote:
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arriero: el que lleva burros y otras bestias de carga de un lugar a otro.
6 Don Quijote dice fermosa en vez de hermosa imitando el lenguaje de los libros de
caballerías, que utilizaban un castellano antiguo
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Miguel de Cervantes [Adaptación] Don Quijote
—Ya habéis velado bastante las armas. Arrodillaos, que voy a armaros
caballero.
Entonces sacó el libro en el que anotaba los gastos de sus clientes y,
mientras hacía como que leía una oración, golpeó a don Quijote con la espada
en la nuca y los hombros tal y como se hacía en los libros de caballerías.
—Yo os nombro caballero —proclamó.
La ceremonia era un puro disparate, pero don Quijote no cabía en sí de
gozo. Abrazó al ventero con entusiasmo y le dijo:
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Miguel de Cervantes [Adaptación] Don Quijote
—Abridme las puertas del castillo, porque debo partir cuanto antes a
ayudar a las viudas y a los huérfanos.
—Primero tendréis que pagarme la cena y la paja de vuestro caballo —
respondió el ventero.
—¿Pagaros?
—¿Es que no lleváis dinero?
—Ni blanca, porque nunca he leído que los caballeros andantes lleven
dinero encima.
—Los libros no lo dicen porque está claro como el agua, pero los caballeros
llevan siempre dinero y camisas limpias. Y los escuderos que los acompañan
cargan con vendas y pomadas por si han de curar las heridas de su señor.
—Buen consejo es ése —dijo don Quijote—, y prometo seguirlo en cuanto
pueda.
Y así lo hizo: poco después del amanecer, decidió regresar a su aldea para
hacerse con dinero y camisas limpias y para tomar un escudero que lo
acompañara en sus aventuras. Y en eso iba pensando cuando vio venir a un
grupo de hombres y se propuso aprovechar la ocasión para rendir homenaje a
la hermosura de Dulcinea. De modo que se apretó el escudo contra el pecho,
alzó la lanza y se detuvo en mitad del camino.
—¿Qué queréis? —le preguntaron los viajeros al acercarse, viendo que
aquel hombre armado y de tan extraña figura no les dejaba pasar.
—¡Que confeséis que Dulcinea del Toboso es la doncella más fermosa del
mundo! —contestó don Quijote.
Al oír aquello, los viajeros no tuvieron duda alguna de que aquel hombre
estaba loco de remate. Uno de ellos, que era muy amigo de las bromas, le
contestó a don Quijote en son de burla:
—Señor caballero, nosotros somos mercaderes y vamos a Murcia a comprar
sedas. Jamás en la vida hemos oído hablar de esa tal Dulcinea del Toboso, así
que no sabemos cómo es. Pero mostradnos un retrato suyo y, aunque sea tuerta
de un ojo y le salgan espumarajos por la boca, diremos que es la doncella más
hermosa del mundo.
—¿Tuerta Dulcinea? —rugió don Quijote—. ¿Espumarajos en su boca?
¡Pagaréis esos insultos con la vida!
Y, sin decir nada más, apuntó a los mercaderes con su lanza y galopó contra
ellos con intención de matarlos. Pero, a poco de echar a correr, Rocinante
tropezó con una piedra, y don Quijote acabó rodando por el suelo en medio de
una gran polvareda. Entonces el mercader burlón le arrebató la lanza y
comenzó a apalearlo con tantas ganas que lo dejó molido como blanca harina.
—¡Bribones, malandrines! —gritaba el hidalgo.
Tras darle una buena tunda, los mercaderes se fueron y don Quijote se
quedó a solas. Intentó levantarse, pero no podía, por culpa del peso de las
armas y del dolor de los huesos. Y así hubiera pasado muchos días hasta
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—No temas, Sancho, que es posible que antes de seis días te corone como
rey.
—¿Rey? La verdad es que prefiero ser gobernador, porque, aunque me
gustaría que mis hijos fueran infantes, me parece que mi mujer no vale para
reina. Mejor hágala condesa, y ya será mucho... Y no lo digo porque yo no
quiera a mi Teresa, que la quiero más que a las pestañas de mis ojos, pero ya se
sabe que no se hizo la miel para la boca del asno...
En estas conversaciones se les hizo de día, y a la luz de la mañana
descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en el campo de
Montiel8.
8
El campo de Montiel es una comarca situada entre Ciudad Real y Albacete.
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—La suerte nos acompaña, amigo Sancho —dijo don Quijote—. ¿Ves
aquellos gigantes fieros de allí abajo? Pues pienso entablar batalla con ellos
hasta quitarles la vida.
—¿Qué gigantes?
—Aquellos de allí. ¿No ves lo largos que tienen los brazos?
—Eso no son gigantes —dijo Sancho—, sino molinos de viento, y lo que
parecen brazos son las aspas.
—Bien se ve, amigo Sancho, que no sabes nada de aventuras, porque salta a
la vista que son gigantes. Pero, si tienes miedo, apártate y ponte a rezar, que yo
voy a entrar en batalla.
—¡Que no, señor, que son molinos! —comenzó a gritar Sancho, pero don
Quijote ya no podía oírle, porque corría a todo galope contra los gigantes de su
imaginación.
Justo entonces el viento empezó a mover las grandes aspas de los molinos,
y don Quijote dijo:
—¡Menead los brazos todo lo que queráis, que no os tengo miedo! —y
luego añadió mirando a los cielos—: ¡Oh señora de mi alma, fermosísima
Dulcinea, ayudadme en este combate!
Llegó don Quijote al primer molino y le clavó la lanza, pero, como el viento
soplaba con tanta fuerza, las aspas siguieron girando, con lo que la lanza se
partió por la mitad y don Quijote y su caballo echaron a rodar por el campo.
—¡No le decía yo que eran molinos! —dijo Sancho, que llegaba corriendo a
socorrer a su amo.
—Calla, amigo mío, que lo que ha pasado es que el mismo hechicero que
me robó los libros ha convertido estos gigantes en molinos para verme vencido
y deshonrado.
El pobre caballero apenas podía ponerse en pie, pero Sancho le ayudó a
subir a lomos de Rocinante, que también tenía más de un hueso desencajado.
Cuando volvieron al camino, don Quijote iba tan ladeado sobre su caballo que
parecía que fuera a caerse de un momento a otro.
—Enderécese, señor —le decía Sancho—, que va de medio lado, aunque
debe de ser por el dolor de la caída.
—Lo que más me duele no son los golpes, sino el destrozo de la lanza,
porque un caballero sin armas es como un cielo sin estrellas. Así que si
encuentras una rama gruesa a la vera del camino, dámela, Sancho, que encajaré
en ella la punta de mi lanza para tenerla a punto si llega otro combate.
Aquella noche la pasaron entre unos árboles, y don Quijote arregló su lanza
tal y como había dicho. Sancho durmió de un tirón hasta el amanecer, pues se
había bebido más de media bota de vino mientras cenaba con lo que llevaba en
sus alforjas9. En cambio, don Quijote no probó bocado, y se pasó toda la noche
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alforjas: pareja de bolsas que se echa sobre el lomo del caballo.
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El diablo, que nunca duerme, enredó las cosas de tal manera que la noche
fue de lo más agitada. Resultó que al lado de don Quijote dormía un arriero
bruto y malcarado que se había citado para aquella noche con una moza que
trabajaba en la venta. La tal moza se llamaba Maritornes y era una mujer
menuda, que tenía un ojo tuerto y el otro no muy sano, la nariz chata y una
joroba en las espaldas que le hacía mirar al suelo más de lo que ella hubiera
querido. Pensando que ya todo el mundo dormía, la moza entró de puntillas en
el cuarto del arriero y comenzó a buscar su cama a tientas, pero de pronto don
Quijote la agarró por el brazo y comenzó a decirle:
—Fermosísima señora, ya sé a lo que venís...
Tenía Maritornes el cabello más áspero que las crines11 de un burro y un
aliento que olía a ensalada rancia, pero a don Quijote le pareció que su cuerpo
despedía aromas de rosa y jazmín y que su pelo era más fino que la seda.
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crines: pelos que tienen los caballos y otros animales por detrás del cuello.
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mortero: cuenco de madera en el que se machacan alimentos.
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A pesar de los temblores, don Quijote tardó poco en dormirse, y a las tres
horas despertó como nuevo y le dijo a Sancho:
—¡Mira qué pronto he sanado gracias al bálsamo!
Viendo el milagro, Sancho decidió echarse un buen trago de la aceitera,
pero el bálsamo le hizo tan mal efecto que comenzó a vomitar las entrañas y a
descargar el vientre sin que le diera tiempo de salir de la cama. El pobre se pasó
más de tres horas pensando que se moría, y justo cuando había pasado la
borrasca y comenzaba a dormirse, don Quijote se levantó con más ánimo que
nunca y dijo a voz en grito:
—¡Vístete, amigo mío, que nos vamos a buscar aventuras!
Poco le faltó al bueno de Sancho para enviar a su amo a lo más hondo del
infierno, pero al fin obedeció para no faltar a su deber y se levantó como pudo.
Mientras tanto, don Quijote abandonó el aposento13, se fue al establo en busca
de Rocinante y le puso la silla de montar. Y, ya a lomos del caballo, salió al patio
de la venta y le dijo al ventero con voz reposada:
—Muchas gracias, señor, por el buen trato que nos habéis dispensado en
vuestro castillo.
—Antes de marcharos —contestó el ventero— tendréis que pagar el gasto
que habéis hecho en mi venta.
Don Quijote se quedó de piedra.
—Entonces, ¿esto es una venta? —exclamó—. Pues en verdad os digo que
pensaba que era un castillo. Pero, si es una venta, no pienso pagar, porque a los
caballeros andantes se nos ha de alojar de balde por lo mucho que ayudamos a
los necesitados.
—Poco me importa a mí si sois caballero o bandido: pagadme y dejaos de
cuentos.
—¡Vos sois un mentecato y un mal ventero! —dijo don Quijote con gran
indignación y, como no quería discutir, picó espuelas a Rocinante y salió de la
venta sin comprobar siquiera si su escudero le seguía.
Entonces el ventero fue en busca de Sancho, pero Sancho le soltó que si su
amo no pagaba, él tampoco.
—No temáis, señor ventero —dijeron entonces unos mozos fortachones y
bromistas que se alojaban en la venta—, que nosotros le haremos pagar la
cuenta a este desvergonzado...
Y lo que hicieron fue sacar a Sancho a rastras hasta el patio, echarlo en
mitad de una manta y lanzarlo arriba y abajo como si fuera un muñeco.
—¡Señor don Quijote, señor don Quijote! —clamaba Sancho a voz en
grito—. ¡Venga a ayudarme, que me matan!
Al oír aquello, don Quijote se detuvo y, viendo que Sancho no le seguía,
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aposento: cuarto.
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Dulcinea en su borrica
Cuando Teresa Panza vio los cien escudos que su marido traía de Sierra
Morena, empezó a dar saltos de alegría, pero Sancho le advirtió que aquello no
era más que el comienzo, ya que muy pronto volvería a los caminos y sería
gobernador de una ínsula.
—Pues si por fortuna te ves con algún gobierno —le dijo Teresa—, no te
olvides de mí y de tus hijos, que Sanchico ya tiene edad de ir a la escuela, y
Mari Sancha quiere casarse.
—Estáte tranquila, que yo la casaré con un conde, y la llamarán «señoría» a
todas horas.
—Eso no, Sancho. Mejor casémosla con Lope Tocho, que es un mozo rollizo
y sano y se le van los ojos detrás de nuestra hija. Y olvídate de los condes y las
condesas, que son gente muy suya y nos mirarían por encima del hombro.
Sancho repitió que quería casar a Mari Sancha con un conde, y Teresa
insistió una y otra vez en que prefería por yerno a Lope Tocho, así que se
pasaron más de una hora discutiendo por lo que no era más que viento y
humo.30 Teresa acabó bañada en llanto porque ya veía a su hija encerrada en un
palacio, pero la tristeza se le esfumó de pronto al día siguiente, cuando Sancho
empezó a gastarse los cien escudos en cosas para su casa y su familia.
Mientras tanto, don Quijote estuvo más de un mes en la cama, sufriendo
por las viudas y los huérfanos a los que dejaba sin ayuda. Sancho visitaba a su
amo a diario, porque se moría de ganas de volver a los caminos y visitar
castillos y matar gigantes. Pero no siempre podía entrar en la casa de don
Quijote, pues a veces la criada le cerraba el paso gritándole:
—¡Vete de aquí, maldito, que tú eres el que desquicias a mi amo y lo llevas
por esos andurriales!
Un buen día, Sancho acudió a visitar a don Quijote en compañía de un
joven bachiller31 del pueblo que se llamaba Sansón Carrasco. Nada más entrar
30
Es decir, por algo que tal vez nunca llegaría a pasar.
31
El bachiller era el estudiante de los primeros cursos de universidad.
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en el aposento, el tal Sansón, que era muy bromista, se arrodilló ante la cama y
dijo:
—¡Oh, señor don Quijote, que amparáis a las doncellas y favorecéis a las
viudas, sois el caballero más famoso del mundo, como bien demuestra este libro
que os traigo!
Don Quijote tomó el libro que le mostraba Sansón y leyó su título en voz
alta: Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por el historiador árabe Cide Hamete
Benengeli y traducida a la lengua castellana por Miguel de Cervantes Saavedra.
—¿No te decía yo, Sancho amigo —dijo el caballero lleno de orgullo—, que
algún sabio escribiría mis hazañas para ejemplo de todos?
Sancho, que estaba tan orgulloso como su señor, le preguntó a Sansón si
también él aparecía como presonaje en el libro.
—Personaje, Sancho, se dice personaje —respondió el bachiller—. Y no sólo
aparecéis en el libro, sino que el tal Cide Hamete cuenta incluso las volteretas
que disteis en la manta, y dice que algunas veces no sois tan valiente como
debierais.
—Yo soy como soy —sentenció Sancho—, y con tal de verme puesto en
libros, me importa un higo lo que digan de mí.
Don Quijote quiso saber si el autor del libro prometía una segunda parte, a
lo que Sansón respondió que sí, siempre que tuviera algo que contar en ella.
—Entonces habrá que salir cuanto antes a la ventura —concluyó don
Quijote—, aunque sólo sea para darle a ese sabio moro una historia que escribir.
«¡Ay Dios mío!», se dijo entonces la criada, que lo estaba escuchando todo
porque había pegado el oído a la puerta del aposento. «Bien claro se ve que don
Alonso quiere volver a ser caballero». Así que aquella misma tarde se presentó
en casa de Sansón Carrasco para suplicarle que no permitiese que don Alonso
volviera a los caminos. La pobre llegó temblando y sudando de miedo, y le dijo
a gritos al bachiller:
—Pero ¿cómo se os ha ocurrido enseñarle ese libro a don Alonso?
¡Seiscientos huevos he gastado para que mi señor mejorara un poco, y todo para
nada, porque ahora volverá a salir y me lo devolverán apaleado y enjaulado
como hace un mes!
—Sosiéguese, señora —respondió Sansón—, pues lo mejor es que vuestro
amo vuelva a salir en busca de aventuras. Os diré lo que vamos a hacer...
Y le explicó la artimaña que había tramado para devolverle la cordura a
don Alonso. El cura y el barbero ya estaban al corriente de aquel plan y lo
consideraban muy adecuado, así que la sobrina y la criada de don Quijote no
hicieron nada por impedir que su tío y señor volviese a sus aventuras. Como la
otra vez, don Quijote se escapó de casa de noche y sin despedirse de nadie, y
montó en Rocinante con ánimo alegre, pensando en las muchas batallas que le
ofrecería el destino. Y no menos contento iba Sancho Panza, que ya se veía a un
tris de ser gobernador.
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justas: torneo, combate en que los caballeros batallaban por deporte.
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A don Quijote le pareció que el consejo era bueno, así que amo y criado
salieron del Toboso y se refugiaron en un bosquecillo cercano. Y, a eso del
amanecer, don Quijote dijo:
—Vamos, Sancho, vuelve al Toboso y ve a decirle a Dulcinea que estoy
preso de su amor. Y fíjate bien en si se pone nerviosa o colorada al oír mi
nombre, porque eso querrá decir que me corresponde en mis amores.
—Allí voy —dijo Sancho—, y anime ese corazoncillo, que donde menos se
piensa salta la liebre.
A lomos de su borrico, Sancho se alejó camino del Toboso, pero en cuanto
perdió de vista a su señor, se apeó del burro y se sentó a pensar al pie de un
árbol.
—¡Puto diablo! ¿Y ahora dónde vas a encontrar a Dulcinea? —se
preguntaba a sí mismo—. Eso quisiera saber yo —se respondía como si
estuviera hablando con otro—. Pero, dime, Sancho, ¿no es verdad que tu amo
está loco? Claro que lo está, porque toma los molinos por gigantes y las ventas
por castillos. Entonces, ¿por qué no te aprovechas de su locura para engañarle?
¿Y cómo le engaño? Pues haciéndole creer que la primera labradora que te
encuentres es la señora Dulcinea del Toboso.
Sosegado con aquellos pensamientos, Sancho se quedó al pie del árbol
hasta al atardecer, para que su amo creyera que estaba en el Toboso. Y tuvo
tanta suerte que, justo cuando se levantaba para reunirse con su señor, vio venir
a tres labradoras sobre tres burros o burras, que sólo Dios sabe lo que eran. Y,
cuando por fin llegó hasta don Quijote, y el caballero le preguntó si traía buenas
noticias, Sancho le respondió con mucha alegría:
—Tan buenas, que ahora mismo va a ver a la señora Dulcinea con sus
propios ojos. Vamos, asómese, que viene por allí abajo con dos de sus doncellas,
montada en una yegua blanca como la nieve. Y va vestida de seda y cargada de
joyas, y lleva los cabellos sueltos, que son más dorados que los rayos del sol.
Loco de alegría, don Quijote extendió la vista hacia el Toboso, pero cuando
vio a las tres mujeres que se acercaban, se quedó más pálido que un muerto.
—¡Válgame Dios —dijo—, que yo no veo más que a tres aldeanas montadas
en borricos!
—Pero, ¿qué está diciendo, señor? Fíjese bien, que esas son Dulcinea y sus
doncellas, y póngase de rodillas, que ya llegan.
Cuando las aldeanas se acercaron, Sancho se arrodilló ante la primera, que
llevaba un palo en la mano para picar a su burra.
—Reina de la hermosura —le dijo con la mayor cortesía—, aquí os rinden
homenaje don Quijote y su escudero.
Don Quijote se puso de rodillas y miró con ojos desencajados a la que
Sancho llamaba reina, porque lo que él veía era una aldeana con la nariz chata y
la cara muy redonda.
—¡Déjenmos pasar, que vamos depriesa! —gruñó la supuesta Dulcinea,
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Como tienen poca cultura, las tres aldeanas usan los vulgarismos déjenmos, depriesa y
agüelo en vez de las palabras déjennos, deprisa y abuelo.
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—¡Malditos sean mis enemigos los encantadores —se quejó don Quijote—,
porque no sólo han convertido a mi Dulcinea en la aldeana más fea del mundo,
sino que le han puesto en la boca un aliento de ajos crudos que me ha revuelto
el alma!
—¡Oh canallas encantadores! —gritó Sancho, esforzándose para que no se
le escapase la risa.
Y con eso tomaron el camino de Zaragoza, por el que iba don Quijote tan
triste y pensativo que parecía a punto de caer enfermo. Al día siguiente, sin
embargo, se animó un poco cuando se juntaron con un caballero que hacía su
mismo camino. Tenía el hombre unos cincuenta años, iba vestido con un gabán
verde y parecía la persona más sensata y educada del mundo. Cuando vio a
don Quijote con su armadura y le oyó decir que era caballero andante,
enseguida pensó que había topado con un loco. Pero, en la conversación que
mantuvo con él, don Quijote habló con tan buen juicio de las cosas de la vida,
que el Caballero del Verde Gabán ya no supo qué pensar.
Mientras su amo conversaba, Sancho se apartó del camino para comprarles
unos requesones a unos pastores que ordeñaban ovejas. Pero, cuando ya los
estaba pagando, don Quijote empezó a gritarle que volviese, porque había
llegado la hora de una nueva aventura y necesitaba su casco, que iba atado al
borrico de Sancho. Cuando el escudero oyó a su señor, no supo qué hacer con
los requesones, y no se le ocurrió nada mejor que echarlos dentro del casco de
su amo. Así que, cuando don Quijote se lo encajó en la cabeza, notó que por los
ojos y por toda la cara comenzaba a caerle un sudor muy frío, lo que le extrañó
mucho, porque no tenía ni pizca de miedo.
—Parece que se me están derritiendo los sesos —dijo, pero entonces se sacó
el casco y, al mirarlo por dentro, bramó lleno de ira—: ¡Maldito seas, malnacido
escudero, que me has llenado el casco de requesones!
A lo que Sancho respondió con mucha calma y disimulo:
—Eso será cosa de algún encantador, porque yo no malgasto requesones en
la cabeza de nadie.
—Todo puede ser —asintió don Quijote, más calmado.
Y, tras limpiarse la cara, se plantó con la lanza en medio del camino, a la
espera de un carro de mulas que se acercaba.
—Mire, señor —le dijo el del Verde Gabán—, que aquel carro no es de
ningún enemigo, porque lleva la bandera del Rey.
Pero don Quijote le contestó que él sabía muy bien lo que se hacía, y,
cuando el carro llegó por fin, le preguntó al carretero:
—Decidme, buen hombre, ¿qué lleváis en ese carro?
—Dos leones bravos enjaulados para el Rey, que son los mayores que se
hayan visto nunca en España. Y ahora van muertos de hambre porque hace un
buen rato que no han comido.
Don Quijote, sonriéndose un poco, dijo:
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La ínsula Barataria
Al día siguiente del vuelo de Clavileño, el duque le dijo a Sancho que se
preparase para salir de viaje, porque le había llegado el momento de ser
gobernador:
—Os envío a una ínsula hecha y derecha donde no falta de nada, y debéis
saber que mis insulanos os esperan con tantas ganas como si fueseis un enviado
del cielo.
—Pues yo os prometo gobernarles como Dios manda —respondió
Sancho—, que me parece que, en esto de gobernar, todo es empezar.
Cuando don Quijote se enteró de que su escudero partía hacia la ínsula
aquella misma tarde, lo llamó a su cuarto para hablarle a solas. Sancho entró en
el aposento con miedo, pensando que su amo iba a pedirle que se diese los tres
mil azotes de Dulcinea antes de marcharse. Sin embargo, lo único que quería
don Quijote era darle a su escudero algunos consejos para que ejerciera su
nuevo oficio lo mejor posible. Y lo primero que le recomendó fue que gobernase
con prudencia y humildad, que evitara la envidia y la pereza, que luchase por el
triunfo de la justicia y que fuera compasivo sin dejar de ser riguroso.
—Ve siempre limpio y bien vestido —añadió luego— y no te dejes crecer
mucho las uñas; bebe con medida, porque el vino suelta la lengua más de lo que
conviene, y no comas ajos ni cebollas, para que no descubran por tu aliento que
naciste en cuna villana. Y sobre todo no masques a dos carrillos ni se te ocurra
eructar delante de nadie.
—Este último consejo lo tendré muy en cuenta —contestó Sancho—,
porque tengo la costumbre de eructar sin remilgos siempre que me viene en
gana.
—Tampoco tienes que abusar de los refranes, que son más propios de los
aldeanos que de un hombre culto.
—Es que sé más refranes que un libro, y se me vienen todos juntos a la boca
cuando hablo, pero a partir de ahora sólo diré los que vengan al caso, que en
casa llena, pronto se guisa la cena, y al buen entendedor, pocas palabras le
bastan.
—¡Eso es, Sancho! ¡Te estoy pidiendo que no digas refranes y tú te pones a
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Señor don Sancho Panza, he tenido noticia de que unos enemigos míos van a
asaltar vuestra ínsula una noche de estas, así que andad con cuidado. Y sé
también por espías dignos de confianza que en la ínsula han entrado cuatro
hombres disfrazados que tienen intención de mataros, por lo que os aconsejo que
estéis alerta.
Vuestro amigo,
El Duque
Muy temeroso quedó Sancho con aquellas noticias, pues no sabía que eran
simples embustes del duque para meterle miedo. Sin embargo, la inquietud le
duró muy poco, porque enseguida se lo llevaron a comer y el mayordomo lo
sentó ante una mesa llena de apetitosos manjares. Había una olla de cocido que
humeaba, cazuelas de conejo guisado y de ternera en adobo y grandes fuentes
rebosantes de frutas. A Sancho se le alegraron los ojos con la comida, pero,
antes de que pudiera probar nada, se le puso al lado un personaje muy serio y
estirado que le dijo:
—Yo soy el doctor Pedro Recio, natural de Tirteafuera, y tengo el deber de
velar por vuestra salud, así que no se os ocurra probar nada de lo que hay en
esta mesa, porque todo son alimentos que hacen mala digestión.
—Por eso no sufráis —respondió Sancho—, que yo puedo comer de todo
porque tengo el estómago acostumbrado a vaca y tocino, nabos y cebollas.
—Pues aquí sólo comeréis unas láminas de hojaldre y unas tajadicas finas
de carne de membrillo, que todo hartazgo es malo y el poco comer os avivará el
ingenio.
Cuando Sancho oyó aquello, le vino a la memoria la carta del duque, y
entonces se dijo: «¡Vete con ojo, Sancho, que este es sin duda el enemigo que ha
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venido a matarte, y con la peor muerte de todas, que es morir de hambre». Así
que le dijo al médico:
—Doctor Pedro Recio, natural de Tirteafuera, salid de aquí ahora mismo y
dejadme comer o cogeré un garrote y os echaré a palos de la ínsula.
Temeroso de Sancho, el médico salió de la sala sin decir esta boca es mía,
pero en los días siguientes volvió a presentarse cada vez que el gobernador se
sentaba a la mesa, y le prohibió uno tras otro todos los platos que pudieran
apetecerle. «¡Malditos sean el doctor y la ínsula!», se decía el pobre Sancho,
«que oficio que no da de comer no vale dos habas». Pero, a pesar del hambre
que pasaba, se empeñó en cuerpo y alma en gobernar lo mejor posible: limpió la
ínsula de maleantes, desterró a los tenderos que engañaban a sus clientes,
reunió comida y ropa para los huérfanos, visitó las cárceles para consolar a los
presos y se esforzó en premiar a los buenos y castigar a los malos. Todas las
horas del día las dedicaba a su gobierno, y se negaba en redondo a salir de caza
como hacían otros gobernantes, pues le parecía que su deber era cuidar de su
ínsula, y no holgazanear detrás de un ciervo o de un jabalí. En fin, que Sancho
se comportó con tanta nobleza y dictó leyes tan buenas, que todavía hoy se
obedecen en aquel lugar, donde se les ha dado el nombre de «Las constituciones
del gran gobernador Sancho Panza».
Mientras Sancho llevaba adelante su falso gobierno, la duquesa inventó una
nueva burla, y cierto día le dijo a uno de sus pajes:
—Vas a ir a la aldea de don Quijote y le llevarás a Teresa Panza la carta que
le escribió Sancho, otra carta de mi parte y un regalo que os daré para ella.
El paje, que era hombre gracioso y de mucho ingenio, aceptó de buen grado
la misión, y en pocos días se plantó en la aldea de don Quijote. Al llegar,
preguntó por Teresa Panza, y entonces le señalaron a una mujer de unos
cuarenta años, fuerte y tiesa y con la piel muy tostada por el sol del campo. El
paje cabalgó hacia ella y, cuando la tuvo delante, se apeó del caballo, se puso de
rodillas y dijo con mucha solemnidad:
—Déme sus manos, mi señora doña Teresa, esposa del señor don Sancho
Panza, gobernador de la ínsula Barataria.
—¡Levántese, señor, que se equivoca —respondió Teresa—, que yo no soy
más que una humilde labradora, mujer de un escudero y no de un gobernador!
—Vuestra merced es esposa dignísima de un gobernador archidignísimo, y
en prueba de ello, tenga este regalo que le envía mi señora la duquesa.
Entonces el paje se sacó de la manga un collar de corales rematado con dos
bolas de oro puro y se lo colgó del cuello a Teresa, quien se sintió a dos dedos
de volverse loca de alegría. Luego el paje le dijo que le llevaba además una carta
de Sancho y otra de la duquesa, a lo que Teresa respondió:
—Pues hágame el favor de leérmelas, que yo no sé el abecé.
En su carta, Sancho le decía a Teresa que, como ya era gobernador de una
ínsula, muy pronto se pasearían por la corte en un coche de caballos y podrían
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que Sancho quedó emparedado entre dos conchas como si fuera una tortuga.
Por entre los escudos le sacaron un brazo y, poniéndole una lanza en la mano, le
dijeron:
—¡Guíenos vuestra merced, y moriremos si es preciso!
Sancho intentó caminar, pero, como no podía doblar las rodillas, cayó al
suelo con un golpe tan grande que creyó que se había hecho pedazos. Y lo peor
fue que los soldados lo dejaron tirado y siguieron corriendo de aquí para allá,
de tal manera que unos tropezaban con él y otros le caían encima, y el pobre
Sancho tuvo que esconder la cabeza en su caparazón de escudos para que no se
la partiesen en dos a fuerza de pisotones.
—¡Cierren las puertas de la muralla! —decía el capitán de los soldados—.
¡Levanten trincheras! ¡Disparen contra el enemigo!
«¡Ay, Dios mío, sácame de aquí!», susurraba Sancho sudando de miedo. Y
ocurrió que el cielo debió de oír sus súplicas, pues, cuando menos lo esperaba,
de repente se oyó gritar:
—¡Victoria, victoria, hemos vencido! ¡Los enemigos se van!
Uno de los soldados se acercó al gobernador y le dijo que repartiese el
botín, a lo que Sancho respondió con voz doliente:
—Yo lo único que quiero es que me levanten y que me den un trago de
vino.
De modo que lo pusieron en pie, le quitaron los escudos y le dieron un
buen trago de vino, y entonces Sancho volvió a su cuarto sin decir nada y
comenzó a vestirse en silencio. Luego, muy poco a poco porque estaba molido,
se fue a la caballeriza, adonde le siguieron todos los demás, y, tras abrazar y
besar a su borrico, le colocó la albarda mientras le decía entre lágrimas:
—¡Ven aquí, amigo mío! ¡Qué felices eran mis días cuando no tenía más
cuidado que alimentar tu corpezuelo! Pues, desde que me subí a las torres de la
ambición, no ha tenido mi alma ni una sola hora de descanso.
Y luego se montó en el asno y les dijo a los que allí estaban:
—Abridme paso, que me voy, pues yo no nací para defender reinos, y
prefiero hartarme de ajos y dormir al pie de una encina que temblar de miedo
en una blanda cama y permitir que un médico de Tirteafuera me deje en los
huesos mondos.
—No se vaya, señor —dijo entonces el doctor Recio—, que yo prometo que
en adelante le dejaré comer en abundancia.
—¡Ya es tarde, amigo! —respondió Sancho—. Los Panzas somos muy
testarudos, y cuando decimos que no es que no, y no hay que estirar más el
brazo que la manga y cada oveja con su pareja. Y déjenme pasar, que se me hace
tarde.
Todos los que estaban allí lo miraban con tristeza, arrepentidos de haberle
tratado tan mal, pero, por más que le insistieron para que se quedase, Sancho
no dio su brazo a torcer, sino que se despidió con muchas lágrimas y se marchó
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diciéndose: «Ahora ya sé que no nací para gobernar y que las riquezas que se
ganan en las ínsulas son a costa de perder la comida y el sueño».
Aunque Sancho partió al amanecer, se tomó el viaje con tanta calma que se
le hizo de noche poco antes de llegar al castillo de los duques. Al ver las
primeras estrellas, se apartó del camino en busca de un lugar donde dormir,
pero, como la noche era muy oscura, no veía por dónde iba, así que acabó
cayendo en una honda sima de la que no había forma de salir. El asno quedó
patas arriba y empezó a quejarse, y Sancho se puso a llorar y a dar gritos para
que le ayudaran, aunque fue como darlos en el desierto, porque por aquellos
andurriales no había ni un alma.
Pero dejemos a Sancho en su desgracia y sepamos qué le ocurrió a don
Quijote mientras duraba el gobierno de su escudero. Y es el caso que el hidalgo
añoraba tanto a Sancho, que se pasó la mayor parte de los días caminando sin
rumbo por el castillo y sus alrededores, con la mirada perdida y la cabeza
gacha. Pero no por eso los duques dejaron de hacerle burlas para entretenerse a
su costa. Y, entre otras cosas, fingieron que en el palacio había una doncella que
se moría de amor por don Quijote, así que el caballero sufrió lo indecible, pues
no quería lastimar a la muchacha pero tampoco podía hacerle un hueco en su
corazón, que estaba ocupado de medio a medio por la altísima Dulcinea. Y otro
día le metieron en su cuarto una legión de gatos furiosos, que saltaron sobre las
narices de don Quijote y le dejaron la cara acribillada, por lo que el pobre tuvo
que pasarse ocho días en la cama, con la cabeza vendada desde la nuez de la
garganta hasta la punta de los cabellos. En fin, que el buen caballero recibió en
pocos días más arañazos, puñadas, pellizcos y alpargatazos que en toda su
vida, aunque él siempre pensó que todo eran fechorías de algún maligno
encantador.
Recuperado al fin de sus heridas, don Quijote decidió ponerse en camino
cuanto antes, pues le parecía que aquella vida ociosa que llevaba en palacio no
era propia de un buen caballero andante. Como las justas de Zaragoza se
acercaban, tomó la costumbre de salir al campo todos los días de buena mañana
para ejercitarse en el galope a lomos de Rocinante. Y sucedió que, uno de
aquellos días, el caballo arrancó a correr con muchos bríos hasta llegar al borde
de una sima, en la que estuvieron a punto de caer. Entonces don Quijote miró
hacia abajo y oyó una voz que decía:
—¡Ah los de arriba! ¿Hay algún caballero que se duela de un gobernador
sin gobierno que ha acabado enterrado en vida?
«¡Pero si es la voz de Sancho!», se dijo don Quijote, lleno de asombro, y
luego gritó:
—¿Quién está ahí abajo? ¿Quién se queja?
—¿Quién va a ser sino el desgraciado de Sancho Panza?
«¡Ay Dios!», pensó don Quijote, «que mi buen escudero está muerto y su
alma está penando aquí abajo».
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—Si eres Sancho y estás en el purgatorio —dijo—, no temas, que pagaré mil
misas por tu alma con tal de ponerte en el cielo.
—Sí que soy Sancho, y vuestra merced debe de ser mi señor don Quijote.
Pero sepa que no me he muerto ni una sola vez en todos los días de mi vida,
sino que anoche caí en esta sima con mi borrico, que no me dejará mentir.
Entonces, como si entendiera a su amo, el asno comenzó a rebuznar, y lo
hizo con tanta fuerza que retumbó toda la cueva.
—¡Yo conozco ese rebuzno como si lo hubiera parido! —exclamó don
Quijote—. Y también reconozco tu voz, Sancho mío, así que espérame, que iré al
castillo del duque y traeré a alguien que te saque de ahí abajo.
—Vaya, señor, pero vuelva pronto o me moriré de miedo.
Cuando los duques se enteraron de lo que le había pasado a Sancho,
quedaron muy asombrados, y enseguida enviaron a muchos criados con
cuerdas, que con no poco trabajo sacaron al asno y a su amo a la luz del sol. Y
cuando Sancho entró por fin en el castillo, se arrodilló ante los duques y les dijo:
—Yo, señores, fui a gobernar vuestra ínsula Barataria, de la que vuelvo sin
haber ganado ni perdido nada. Ordené las leyes que mejor me parecieron, hice
justicia como mejor supe y estuve a punto de morir de hambre por culpa de un
médico que me puso a dieta. Anteanoche nos atacaron los enemigos y salimos
victoriosos, pero mis hombros no podían llevar la pesada carga del gobierno,
así que decidí dejar la ínsula y volver al servicio de mi señor don Quijote, pues
con él al menos me harto de pan, aunque lo coma con sobresalto.
Los duques abrazaron a Sancho y le prometieron otro oficio menos duro
que el de gobernador, pero don Quijote dijo:
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—Bien veo que sois el famoso don Quijote, y este es sin duda vuestro leal
escudero. Yo, señor, leí con mucho gusto la primera parte de vuestras
aventuras, en la que Cide Hamete os pintaba con enorme respeto. Por eso hace
unos días compré este otro libro, titulado Segunda parte de las hazañas de don
Quijote, que es obra de un tal Avellaneda. Pero está claro que este autor
desconocido quiere arruinar vuestra buena fama, pues os describe como un
hombre torpe, chillón y desenamorado y retrata a Sancho Panza como un
borracho simplón y nada gracioso.
—Entonces no haga caso de ese historiador de tres al cuarto —dijo
Sancho—, porque nosotros somos como dice Cide Hamete: mi amo, valiente,
discreto y enamorado hasta las cachas; y yo, tan gracioso que soy capaz de
alegrar a la misma tristeza.
—A mí que me retrate quien quiera —terció don Quijote—, pero que no me
maltraten, o perderé la paciencia.
Aquella noche, don Jerónimo charló largo y tendido con don Quijote, quien
le contó las maravillas que había visto en la cueva de Montesinos y le explicó
que iba camino de Zaragoza para participar en unas justas.
—Pues, según Avellaneda, ya habéis estado en esa ciudad —advirtió don
Jerónimo, a lo que respondió don Quijote:
—Entonces no pondré los pies en Zaragoza, y así demostraré que ese tal
Avellaneda miente como un bellaco.
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Don Jerónimo le dijo que en Barcelona había otras justas donde podría
demostrar su valor, así que a la mañana siguiente don Quijote y Sancho se
pusieron en camino hacia tierras de Cataluña. Tras seis días de viaje, una noche
se cobijaron bajo unas encinas y sucedió que, cuando Sancho dormía más a su
sabor, notó que alguien empezaba a bajarle los calzones.
—¿Qué pasa? —dijo sobresaltado—. ¿Quién me desnuda?
—Soy yo —contestó don Quijote—, que vengo a darte los tres mil azotes
que le debes a Dulcinea.
—Merlín dijo que los azotes tenían que ser voluntarios...
—Pues yo no pienso dejarlo a tu voluntad, porque he visto que tienes el
corazón muy duro y las carnes muy blandas.
—Le digo que me deje o acabaremos mal —replicó Sancho, quien se
defendió con tanta fuerza que acabó por tumbar a don Quijote en el suelo.
—¡Oh traidor! —se quejó el caballero—. ¿Contra mí te rebelas, que te doy
de comer de mi pan?
Pero Sancho ya no le escuchaba, pues se había alejado un buen trozo
buscando otro árbol bajo el que dormir. Y ya se estaba acomodando al pie de
una encina cuando sintió que algo le rozaba la cabeza y, al alzar las manos, notó
con horror que lo que tenía encima eran los pies de una persona. Temblando de
miedo, corrió hacia otro árbol, pero también allí topó con unas piernas
ataviadas con calzas y zapatos, y lo mismo le pasó con todos los árboles a los
que se acercó, así que empezó a gritar:
—¡Venga deprisa, señor don Quijote, y verá que los árboles de aquí no
crían frutos sino piernas humanas!
Llegó corriendo don Quijote y, tras palpar las piernas, dijo con mucha
calma:
—No tengas miedo, Sancho, que lo que pasa es que estos árboles están
llenos de bandoleros ahorcados por la justicia, lo que me da a entender que ya
debemos de estar cerca de Barcelona.40
Y así era. Pero lo peor fue que, nada más amanecer, aparecieron de
improviso más de cuarenta bandoleros vivos, que rodearon a don Quijote y a
Sancho y saquearon las alforjas del escudero. Y ya estaban a punto de registrar
al propio Sancho y de encontrarle los cien escudos que le había dado el duque
cuando de pronto se oyó decir:
—¡Dejad a ese pobre hombre!
El que hablaba era el capitán de los bandoleros, que acababa de llegar a
lomos de un poderoso caballo y armado con cuatro pistolas. Era un hombre de
unos treinta y tantos años, robusto, moreno y de mirada seria. Y lo que más le
admiró de don Quijote fueron su vieja armadura y la honda tristeza de sus ojos.
40
En época de Cervantes, Cataluña estaba llena de bandoleros que causaban muchos
problemas políticos y sociales.
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—No estéis tan apenado, buen hombre —le dijo—, que yo no soy ningún
asesino, sino el famoso bandolero Roque Guinart, que es más compasivo que
riguroso.
—Lo que me apena —contestó don Quijote— no es haber caído en tus
manos, famosísimo Roque, sino que tus hombres me hayan sorprendido sin
armas, cuando mi deber de caballero es vivir siempre alerta y con el puño
aferrado a la espada. Pues debéis saber que yo soy don Quijote de la Mancha,
de cuyas grandes hazañas ya se habla en todo el mundo.
Roque Guinart había oído contar que en aquellos días iba por los caminos
un hombre entrado en años que decía ser caballero andante y se hacía llamar
don Quijote, así que se alegró mucho de conocer a aquel loco del que tanto se
hablaba. Y, como las tierras de Cataluña se habían vuelto muy peligrosas, se
ofreció a acompañar a don Quijote y a Sancho hasta Barcelona para que no les
pasara nada en el camino.
Tres días y tres noches tardaron en llegar a la ciudad, en los que don
Quijote quedó fascinado por la vida aventurera que llevaban Roque y sus
hombres. Como la justicia andaba tras ellos, dormían de pie y con el arma
cargada en la mano y cambiaban de lugar a cada instante, de forma que
amanecían aquí y comían allá, unas veces huían sin saber de quién y otras
esperaban sin saber a quién. Y, aunque Roque vivía de robar a los viajeros, tenía
buen cuidado de no ofender a la gente de bien y obraba siempre con una
nobleza que no parecía propia de un forajido. En el fondo, tenía un natural
compasivo y generoso, y por eso él mismo se lamentaba de llevar aquella vida
miserable de crímenes y asaltos, a la que lo habían arrastrado algunos malos
pasos de juventud. Y tanto se avergonzaba de sus fechorías que alguna vez el
propio don Quijote lo vio llorar de tristeza.
Al fin, por atajos y sendas escondidas, llegaron a Barcelona, donde don
Quijote y Sancho vieron por vez primera el mar, del que admiraron su
abundancia y su enorme belleza. El verano tocaba a su fin, los días eran claros y
Barcelona se mostraba más hermosa que nunca, hospitalaria con los forasteros y
amistosa con todos. Un amigo de Roque, que se llamaba don Antonio y era muy
rico, acogió en su casa a don Quijote y a Sancho, pues había leído el libro de
Cide Hamete y quería disfrutar con las locuras de uno y las gracias del otro.
Don Antonio y sus amigos celebraron muchas fiestas en honor de don Quijote,
le llevaron a pasear por Barcelona y hasta lo montaron en una galera para que
viese la ciudad desde el mar. Siempre que se cruzaban con él, se inclinaban en
una reverencia y le regalaban los oídos como si estuvieran delante de un
príncipe, y, aunque en verdad lo hacían en son de burla, don Quijote se
enorgullecía de verse tratar tan a lo señor y pensaba que todo aquello era un
premio por haber socorrido con sus armas a tantos necesitados.
Y así, pasito a paso, se fue acercando la desgracia. Una mañana en que don
Quijote se paseaba a orillas del mar, se le acercó un caballero a lomos de un
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caballo, cubierto con una armadura y armado con una lanza. Llevaba pintada
en el escudo una luna blanca y brillante, y al acercarse a don Quijote le dijo a
gritos:
—¡Escúchame, ilustre don Quijote de la Mancha! Yo soy el Caballero de la
Blanca Luna y vengo a hacerte confesar que mi dama es mil veces más hermosa
que Dulcinea del Toboso. Si no lo confiesas, habré de luchar contigo. Y mis
condiciones son que, si te venzo, tendrás que dejar la caballería andante y
retirarte a tu casa durante todo un año; y, si soy derrotado, podrás decidir sobre
mi vida y quedarte con mi caballo y mis armas.
—Si hubierais visto a Dulcinea —respondió don Quijote con mucha
calma— sabríais que no hay belleza comparable a la suya, así que acepto
vuestro desafío.
De modo que los dos caballeros se alejaron el uno del otro y luego
comenzaron a correr para embestirse con las lanzas. Y sucedió que el de la
Blanca Luna topó contra don Quijote con tanta fuerza que dio con él y con
Rocinante en el suelo.
—Señor don Quijote —dijo entonces, poniéndole al vencido la espada ante
los ojos—, confesad que mi dama es más hermosa que la vuestra o tendré que
mataros aquí mismo.
A lo que respondió don Quijote con voz débil y enferma:
—Dulcinea del Toboso es la dama más hermosa del mundo y mentiría si
dijera lo contrario, así que quítame la vida como me has quitado el honor.
—Eso jamás —dijo el de la Blanca Luna—: me contento con que os retiréis a
vuestra casa y no volváis a tomar las armas al menos en un año.
Don Quijote respondió que así lo haría y, con esa promesa, el Caballero de
la Blanca Luna se entró en la ciudad a medio galope, rodeado por una nube de
muchachos. Tras llegar al mesón donde se hospedaba, se quitó la armadura, y
aquella misma tarde partió camino de la Mancha. Pues debes saber, amable
lector, que el Caballero de la Blanca Luna no era ni más ni menos que Sansón
Carrasco, aquel bachiller que había intentado derrotar a don Quijote haciendo
de Caballero de los Espejos. Llevaba mucho tiempo tras los pasos del hidalgo, y
al fin lo había encontrado y vencido. Y de esa manera había dado fin a su plan,
pues don Quijote ya quedaba comprometido a volver a su aldea, donde podría
curarse y recobrar el juicio.
Mientras tanto, don Antonio y sus amigos levantaron del suelo a don
Quijote, que había perdido el color del rostro y tenía doloridos todos los huesos
del cuerpo. Seis días tuvo que pasarse en cama, en los que no dejó de darle
vueltas a la desgracia de su derrota. Sancho cuidó de él y de Rocinante, que
había acabado tan malparado como su dueño. Y, aunque el buen escudero
lamentaba el fin de aquellas aventuras con las que esperaba llegar a rico, hizo
todo lo posible por mostrarse alegre ante su amo y consolarlo con tiernas
palabras.
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pelo revuelto y a medio vestir. Y, cuando vio que Sancho volvía a pie, le dijo:
—¿Cómo es que no vienes en tu coche de gobernador?
—Calla, Teresa —susurró Sancho—, que vengo más rico de lo que parece.
Dineros traigo, que es lo que importa, y ganados sin daño de nadie, salvo de las
cortezas de unos cuantos árboles.
Camino de su casa, don Quijote les contó al cura y al bachiller que había
caído derrotado en Barcelona y que debía permanecer en la aldea durante todo
un año. Y luego añadió:
—¿Han leído vuestras mercedes esos libros en que aparecen unos pastores
que suspiran y cantan coplas de amor en la soledad de los bosques?
El cura y el bachiller asintieron, sin saber adónde iría a parar don Quijote.
—Pues he decidido que en este año —dijo el caballero— me dedicaré a ser
pastor con el nombre de Quijótiz y cantaré al son de un laúd y derramaré mil
lágrimas por mi amada. Sancho me ha prometido que se vendrá conmigo, y nos
gustaría que vuestras mercedes nos acompañasen.
—Por supuesto que lo haremos —contestó el cura mientras maldecía por
dentro aquella nueva locura de su vecino.
Con eso llegó don Quijote a su casa, donde ya le esperaban su sobrina y la
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Fin
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