El Principe Feliz y Otros Cuentos - Oscar Wilde
El Principe Feliz y Otros Cuentos - Oscar Wilde
El Principe Feliz y Otros Cuentos - Oscar Wilde
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Oscar Wilde
ePub r1.0
Titivillus 08.01.2023
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Título original: The Happy Prince and Other Tales
Oscar Wilde, 1888
Traducción: Úrsula R. Hesles
Ilustraciones: V. Moreno López
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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INTRODUCCIÓN
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muy popular bajo el seudónimo de Speranza. No es extraño que a Oscar,
desde sus primeros años, lo atrajeran las lenguas clásicas. Oscar Wilde pasó
su infancia y adolescencia en Irlanda. Ganó premios, becas. Y una de estas
becas lo llevó a la Universidad de Oxford. Fue, quizá, la época dorada de
toda su existencia. No se había hundido aún en las turbulencias que luego lo
destruirían, pero contaba ya con la notoriedad e incluso con la admiración
de sus compañeros y profesores, asombrados por la brillantez y originalidad
de sus ideas sobre el arte y sobre la vida.
Por si fuera poco, el joven estudiante alcanzó pronto la oportunidad de
viajar. Nada menos que la sugerente Italia, la Grecia mitológica… Cuando
acabó sus estudios en Oxford, ya era definitivamente famoso, y nadie se
hubiera atrevido a discutirte el liderazgo del movimiento estético que
defendía la teoría de «el arte por el arte». Entonces acentuó su separación
obstinada de todo cuanto fuera gregario, para vestir y comportarse a su aire.
Y viajó por América, invitado a dar una serie de conferencias que tuvieron
gran repercusión en la vida cultural del país. Visitó París, siempre rodeado
por los halagos del mundo (y del demonio… y de la carne). En junio de 1883,
sin haber cumplido los treinta años, volvía a Nueva York para el estreno de
Vera, su primera obra teatral.
Y justamente al llegar a la treintena de edad, como si quisiera entrar en
una etapa de madurez y consolidación sentimental, se casó con Constance
Lloyd, de la que tuvo dos hijos. Oscar y Constance se instalaron en Londres y
convirtieron su casa en el corazón literario y artístico de la gran ciudad.
Fueron unos años fecundos, en los que Wilde consiguió la máxima celebridad
como narrador, poeta, ensayista, periodista y dramaturgo. Destaquemos La
importancia de llamarse Ernesto, El abanico de Lady Windermere, Un
marido ideal, Una mujer sin importancia, Salomé (escrita originalmente en
francés y representada en París con todos los honores por Sarah Bernhardt
en 1896). Y al lado de la obra teatral, su novela El retrato de Dorian Gray,
mal recibida por la crítica y motivo de escándalo para los lectores. Su libro
de cuentos EL PRINCIPE FELIZ Y OTROS RELATOS fue publicado en 1888
por David Nutt, con ilustraciones de Walter Crane y Jacob Hood. Además de
la tirada normal, se hizo una tirada especial de 75 ejemplares firmados por el
autor y el editor. El ejemplar que perteneció a Oscar Wilde y del que gustaba
leer los cuentos a sus hijos fue comprado por un librero en la venta de
muebles y objetos personales de Oscar Wilde, que se hizo por mandato
judicial para pago de sus deudas. En la actualidad pertenece a la colección
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de Danald F. Hyde, de New Jersey (según la biografía de O. W. por H.
Montgomery Hyde).
Pero acaso fuera demasiada felicidad… De ser la persona más mimada
de aquella sociedad hipócrita, Oscar Wilde pasó a las dramáticas vicisitudes
de un proceso que lo llevó a la cárcel y a sufrir las más grandes
humillaciones de quienes tan exageradamente lo habían ensalzado antes. El
horror de unas prisiones crueles, y en nada cumplidoras de su misión de
regenerar a los delincuentes, ha quedado grabado magistralmente en dos
obras maestras: De profundis y La balada de la cárcel de Reading. El
escritor cumplió su condena legal, pero sólo para comenzar con la condena
más verdadera: la del acabamiento, hasta dar en el anonimato.
Hay una confidencia de Oscar Wilde muy conocida. Es aquélla en que
confiesa haber puesto su genio en su vida, mientras que en sus libros sólo
habría puesto el talento, especie de cualidad menor. Difícil asunto el de
separar lo que atañe a la vida y lo que corresponde a la obra de un gran
artista. Pero leyendo EL PRINCIPE FELIZ y los cuentos que acompañan a
esta pieza maestra, mal podría negársele al creador irlandés una humanidad
y una ternura que se sobreponen a los errores de una existencia escabrosa.
Aunque tantas veces haya latido en el vaivén de las pasiones, sólo un corazón
que no esté definitivamente perdido puede haber inventado el corazón del
príncipe generoso y a su fiel colaboradora, la golondrina: «las dos cosas más
valiosas que haya en la ciudad —ordenó Dios a uno de sus ángeles…».
Ursula R. Hesles
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EL PRÍNCIPE FELIZ
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—¡Ah!, pero los hemos visto en sueños —respondían los niños.
Y el profesor de Matemáticas fruncía el ceño con aire severo, pues él no
aprobaba que los niños soñaran.
Una noche voló hasta la ciudad una pequeña golondrina. Hacía ya seis
semanas que sus compañeras habían emigrado a Egipto, pero ella se había
quedado rezagada, porque estaba locamente enamorada del Junco más
hermoso. Lo había encontrado al principio de la primavera, cuando ella
revoloteaba por el río persiguiendo a una mariposa amarilla, y se había
sentido tan fascinada por su fino talle que se paró para hablar con él.
—¿Puedo amarte? —dijo la Golondrina, que quería ir al asunto sin
rodeos.
A lo que el Junco asintió con una profunda reverencia. Entonces la
Golondrina voló y voló a su alrededor, rozando el agua con las alas y
haciendo surcos de plata. Así fue su noviazgo, que duró todo el verano.
—Es un noviazgo ridículo —gorjeaban las otras golondrinas—; él es un
pobretón y además tiene demasiada familia —y en efecto, el río estaba
atestado de juncos.
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Conque cuando vino el otoño, todas las golondrinas levantaron el vuelo.
Cuando se fueron sus compañeras, ella se sintió sola y empezó a cansarse
de su amante. «No tiene conversación» —se decía—, «y me temo que es un
coqueto porque está siempre flirteando con la brisa». Y ciertamente, siempre
que soplaba la brisa, el Junco se movía con gracia coquetona. «Reconozco
que es muy hogareño —continuaba—, pero a mí me gusta viajar y a mi
marido tendría que gustarle también».
—¿Vendrás conmigo? —le dijo ella finalmente.
Pero el Junco negó con la cabeza, estaba demasiado apegado a su casa.
—Has estado jugando conmigo —gimoteó la Golondrina—. Me voy a las
Pirámides. ¡Adiós!
Y se fue volando. Voló todo el día, y al anochecer llegó a la ciudad.
—¿Dónde me cobijaré? —se preguntó—. Espero que la ciudad tenga
previsto un sitio para recibirme.
Entonces vio la estatua sobre la gran columna.
—Me refugiaré ahí —se dijo—, está bien situada y con aire fresquito.
Y así fue cómo se posó precisamente entre los pies del Príncipe Feliz.
—Tengo una habitación de oro —murmuró mirando alrededor. Y se
dispuso a dormir. Pero justo al ir a meter la cabeza bajo el ala, le cayó encima
un goterón de agua.
—¡Qué cosa más rara! —exclamó—, no hay ni una nube en el cielo, las
estrellas brillan y relucen y sin embargo está lloviendo. Este clima del norte
de Europa es malo de veras. Al Junco sí que le gustaba la lluvia, pero claro,
eso era por puro egoísmo.
Entonces cayó otra gota.
—¿Para qué sirve una estatua si no nos resguarda de la lluvia? —se dijo
—; buscaré una buena chimenea con tejadillo —y decidió irse volando. Pero
antes de que hubiera abierto las alas, cayó una tercera gota. Miró hacia arriba,
y vio… ¡Ah! ¿Qué es lo que vio?
Los ojos del Príncipe Feliz estaban arrasados en lágrimas, que rodaban
por sus mejillas de oro. Su cara era tan hermosa a la luz de la luna que la
Golondrinita se conmovió.
—¿Quién eres? —le dijo.
—Soy el Príncipe Feliz.
—Y entonces, ¿por qué lloras? —preguntó la Golondrina—, me has
puesto como una sopa.
—Cuando estaba vivo y tenía corazón humano —respondió la estatua—,
no sabía lo que eran lágrimas, pues yo vivía en el Palacio de la
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Despreocupación, donde no se permite la entrada al dolor. De día jugaba con
mis amigos en el jardín y de noche bailaba en el Gran Salón. Alrededor del
jardín había un muro altísimo, pero nunca me importó saber lo que había tras
él, pues todo a mi alrededor era hermoso. Mis súbditos me llamaban el
Príncipe Feliz, y lo era en verdad, si es que el placer es la felicidad. Así viví y
así morí. Y ahora que estoy muerto ellos me han instalado aquí, tan alto, que
veo toda la fealdad y todo el sufrimiento de mi ciudad. Y aunque mi corazón
sea de plomo, yo sólo siento penas.
—¡Cómo! ¿No es de oro puro? —dijo la Golondrina para sus adentros.
Ella era lo bastante educada como para hacer ninguna clase de observación
personal en voz alta.
—Allá lejos —continuó la estatua en voz baja y melodiosa—, allá lejos en
una callejuela, hay una pobre casa. A través de una de las ventanas, que está
abierta, veo a una mujer sentada a una mesa. Tiene la cara demacrada y ajada
y las manos bastas y enrojecidas, acribilladas de pinchazos de aguja, porque
es costurera. Está bordando pasionarias en un vestido de raso para que lo
luzca la más bella dama de honor de la Reina en el próximo baile de la Corte.
En un rincón de la habitación yace en cama su hijito enfermo. Tiene fiebre, y
pide naranjas. Su madre no puede darle más que agua del río, por eso llora.
Golondrina, Golondrina, Golondrinita, ¿querrías arrancar el rubí de la
empuñadura de mi espada y llevárselo? Yo tengo los pies sujetos a este
pedestal y no puedo moverme.
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—Me esperan en Egipto —respondió la Golondrina—. Mis amigas
estarán volando arriba y abajo del Nilo y hablando con los grandes lotos.
Pronto irán a dormir a la tumba del Gran Rey. El mismísimo Rey está allí, en
su féretro pintado. Envuelto en lienzo amarillo y embalsamado con especias.
Tiene un collar de jade verde pálido alrededor del cuello y sus manos parecen
hojas secas.
—Golondrina, Golondrina, Golondrinita —repitió el Príncipe—, ¿no
querrías quedarte conmigo una noche y ser mi mensajera? El niño está tan
sediento, y la madre está tan triste…
—A mí no me gustan los niños —contestó la Golondrina—. El verano
pasado, cuando estaba yo en el río, había dos niños gamberros, los hijos del
molinero, que siempre me estaban tirando piedras. Nunca me acertaron, es
verdad; las golondrinas volamos muy rápidas y, además, pertenezco a una
familia famosa por su agilidad; pero así y todo, era una falta de respeto.
Pero el Príncipe Feliz parecía tan triste que a la Golondrinita le dio pena:
—Hace mucho frío aquí —dijo—, pero me quedaré contigo una noche y
seré tu mensajera.
—Gracias, Golondrinita —respondió el Príncipe.
Entonces la Golondrina arrancó el soberbio rubí de la espada del Príncipe
y voló llevándolo en el pico por encima de los tejados de la ciudad.
Pasó la torre de la catedral, donde estaban los ángeles de mármol blanco.
Pasó el Palacio y hasta ella llegó el ruido del baile. Una linda muchacha salió
a la terraza con su enamorado.
—¡Qué hermosas son las estrellas! —le decía él—. ¡Y qué bonito el amor!
—Espero que esté listo mi vestido para el baile de gala de la Corte —
respondió ella—. He encargado que me lo borden con pasionarias: pero las
costureras son tan holgazanas…
Pasó por encima del río y vio los fanales colgados en los mástiles de los
barcos. Pasó el Ghetto, y vio a los judíos viejos negociando y pesando
monedas en balanzas de cobre. Llegó al fin a la casucha y miró adentro. El
niño tosía febrilmente en su camastro y la madre se había quedado dormida
muerta de cansancio. Entró de un brinco y posó el gran rubí sobre la mesa,
junto al dedal de la mujer. Luego revoloteó suavemente alrededor de la cama,
abanicando la frente del niño con sus alas.
—¡Qué fresco más rico siento! —dijo el niño—. Debo de estar mejor —y
cayó en un sueño delicioso.
Entonces la Golondrina regresó volando junto al Príncipe Feliz y le contó
lo que había hecho.
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—Es curioso —observó ella—, pero qué a gusto me encuentro ahora,
aunque haga tanto frío.
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—Es porque has hecho una buena acción —dijo el Príncipe.
Y la Golondrinita se puso a pensar y se quedó dormida. El pensar le hacía
siempre quedarse dormida.
Al amanecer voló hasta el río y se bañó.
—¡Qué fenómeno más raro! —exclamó el profesor de ornitología, que
cruzaba el puente—. ¡Una golondrina en invierno!
Y escribió una larga carta al periódico local. Todo el mundo la comentó, y
eso que estaba tan amazacotada de palabras que no pudieron entenderla.
—Esta noche me voy a Egipto —se decía la Golondrina, y sólo de
pensarlo estaba animadísima.
Visitó todos los monumentos públicos, y se sentó un rato en lo alto del
campanario de la iglesia. Dondequiera que iba los gorriones gorjeaban y se
decían unos a otros: «¡Qué forastera más distinguida!». Así que lo pasó muy
bien.
Cuando salió la luna, la Golondrina voló junto al Príncipe Feliz.
—¿Quieres algo para Egipto? —gritó—. Me largo para allá ahora mismo.
—Golondrina, Golondrina, Golondrinita —dijo el Príncipe, ¿no querrías
quedarte conmigo una noche más?
Me esperan en Egipto —respondió la Golondrina—. Mis amigas volarán
mañana hasta la segunda catarata. El hipopótamo reposa allí entre los
cañaverales, y sobre un gran trono de granito se sienta el dios Memnón. El
dios Memnón vigila las estrellas toda la noche, y cuando brilla el lucero de la
mañana lanza un grito de alegría y vuelve a quedar en silencio. A mediodía,
los leones pelirrojos vienen a beber a la orilla del río. Sus ojos son como
aguamarinas verdes y su rugido es más atronador que el rugido de las
cataratas.
—Golondrina, Golondrina, Golondrinita —dijo el Príncipe—, allá abajo,
al otro lado de la ciudad, veo a un joven en una buhardilla. Está inclinado
sobre una mesa llena de papeles, y en un vaso, a su lado, hay un ramito de
violetas marchitas. Tiene el pelo negro y rizado, sus labios son tan rojos como
la granada, y tiene ojos grandes y soñadores. Lucha por terminar una obra
para el director del teatro, pero tiene demasiado frío para seguir escribiendo.
No hay fuego en su hogar y está extenuado de hambre.
—Me quedaré contigo otra noche más —dijo la Golondrina, que
realmente tenía buen corazón—. ¿Le llevo otro rubí?
—¡Ay!, no tengo más rubíes —dijo el Príncipe—. Todo lo que puedo dar
son mis ojos. Son dos zafiros fuera de serie, que fueron traídos de la India
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hace miles de años. Arráncame uno de ellos y llévaselo. Él se lo venderá al
joyero, y con el dinero comprará leña para la lumbre y podrá terminar su obra.
—Mi querido Príncipe —dijo la Golondrina—, yo no puedo hacer eso —y
se echó a llorar.
—Golondrina, Golondrina, Golondrinita —dijo el Príncipe—, haz lo que
te mando.
Así que la Golondrina arrancó el ojo del Príncipe y voló hasta la
buhardilla del estudiante. Fue muy fácil entrar por un agujero que había en el
tejado. La Golondrina se coló por él como una flecha en la habitación. El
muchacho tenía la cabeza hundida en sus manos, así que no la oyó revolotear,
y cuando levantó la mirada vio el hermoso zafiro entre las violetas marchitas.
—Se me empieza a estimar —exclamó—; esto debe ser de algún
admirador rico. Ahora ya puedo terminar mi obra —y se puso todo contento.
Al día siguiente, la Golondrina voló hasta el puerto. Se posó en el mástil
de un gran navío y observó a los marineros que sacaban con cuerdas enormes
cajas de la bodega.
—¡Eh, iza! —gritaban según salía cada caja.
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—¡Me voy a Egipto! —gritó la Golondrina, pero, nadie le hizo caso y
cuando salió la luna regresó volando junto al Príncipe.
—Vengo a decirte adiós —se lamentó.
—Golondrina, Golondrina, Golondrinita —dijo el Príncipe—, ¿no vas a
quedarte conmigo otra noche más?
—Es invierno —respondió la Golondrina—, y la fría nieve llegará pronto.
En Egipto el sol es cálido en las palmeras verdes, y los cocodrilos, tendidos
en el barro, miran perezosamente a su alrededor. Mis compañeras habrán
hecho sus nidos en el Templo de Baalbec, mientras las palomas rosas y
blancas las miran y se arrullan. Mi querido Príncipe, tengo que dejarte, pero
nunca te olvidaré, y la primavera que viene te traeré de allí dos hermosas
joyas en lugar de las que has regalado. El rubí será más rojo que la rosa más
roja, y el zafiro será tan azul como el océano.
—Allá, en la plaza de abajo —dijo el Príncipe Feliz—, hay una pequeña
cerillera. Se le han caído las cerillas al arroyo y se le han estropeado todas. Su
padre le pegará si no lleva dinero a casa, y por eso está llorando. No tiene
zapatos ni medias, y tiene la cabecita al aire. Anda, arráncame el otro ojo y
dáselo para que no le pegue su padre.
—Estaré contigo una noche más —dijo la Golondrina—, pero no puedo
arrancarte el ojo. Te quedarías completamente ciego.
—Golondrina, Golondrina, Golondrinita —dijo el Príncipe—, haz lo que
yo te mando.
Así que la Golondrina arrancó el otro ojo del Príncipe y alzó el vuelo con
él. Se lanzó en picado hacia la cerillera y le dejó caer la joya en la palma de la
mano.
—¡Qué cristalito más precioso! —exclamó la muchacha, y corrió a casa,
riendo.
Entonces la Golondrina volvió junto al Príncipe.
—Ahora que estás ciego —le dijo—, me quedaré contigo para siempre.
—No, Golondrinita —dijo el pobre Príncipe—, tienes que irte a Egipto.
—Me quedaré contigo para siempre —repitió la Golondrina, y se durmió
a los pies del Príncipe.
El día siguiente se lo pasó con el Príncipe, posadita en su hombro y
contándole historias de lo que había visto en tierras extrañas. Le contó de los
ibis rojos, que permanecen en largas filas a orillas del Nilo y pescan peces de
colores con el pico; de la Esfinge, tan vieja como el mundo, que vive en el
desierto y lo sabe todo; de los mercaderes, que caminan lentamente junto a
sus camellos mientras pasan las cuentas de los rosarios de ámbar con los
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dedos; del Rey de las Montañas de la Luna, que es tan negro como el ébano y
adora un enorme cristal; de la gran serpiente verde, que duerme en una
palmera y tiene veinte sacerdotes que la alimentan con pastelillos de miel, y
de los pigmeos en guerra con las mariposas.
—Querida Golondrinita —dijo el Príncipe—, me cuentas cosas
maravillosas, pero más maravilloso que nada es el sufrimiento de los hombres
y las mujeres. No hay mayor misterio que el sufrimiento. Vuela sobre mi
ciudad, Golondrinita, y cuéntame lo que allí veas.
Así que la Golondrina anduvo volando sobre la gran ciudad.
Vio la alegría de los ricos en sus magníficas casas, mientras los mendigos
se sentaban a sus puertas.
Voló por míseros barrios, y vio las pálidas caritas de los niños
hambrientos que miraban con tristeza las calles sombrías.
Bajo el arco de un puente, dos niños yacían entrelazados, uno en brazos
del otro, para darse calor.
—¡Qué hambre! —decían.
—Está prohibido acostarse aquí —les gritó el guardia, y los niños se
alejaron, perdiéndose bajo la lluvia.
Entonces la Golondrina regresó, siempre volando, y contó al Príncipe todo
lo que había visto.
—Estoy cubierto de oro fino —dijo el Príncipe—, despégalo hoja a hoja y
dáselo a mis pobres; los humanos creen que el oro da la felicidad.
Hoja a hoja de oro fino fue arrancando la Golondrina, hasta que el
Príncipe Feliz quedó sin brillo ni belleza. Luego llevó hoja a hoja de oro fino
a los pobres, y las caras de los niños recobraban sus coloretes, y reían y
jugaban en la calle.
—¡Ya tenemos pan! —se les oía gritar.
Al fin vino la nieve, y tras la nieve la helada. Las calles parecían de plata
de tanto como brillaban y relucían; largos carámbanos como puñales de cristal
colgaban de los aleros de las casas, todo el mundo vestía pieles y los niños
llevaban gorras rojas y patinaban en el hielo.
La pobre Golondrinita tenía cada vez más frío, pero no quería dejar al
Príncipe, porque ya lo quería muchísimo. Picoteaba las migajas a la puerta del
panadero cuando el panadero no la veía, y trataba de entrar en calor batiendo
y batiendo las alas.
Pero un día supo que iba a morir. Sólo tenía fuerzas para volar hasta el
hombro del Príncipe una vez más.
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—¡Adiós, mi querido Príncipe! —murmuró—. ¿Me dejas que te bese la
mano?
—Me alegra que te vayas a Egipto por fin, Golondrinita —dijo el Príncipe
—, te has quedado aquí demasiado tiempo; pero bésame en los labios, porque
te amo.
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—No me voy a Egipto —dijo la Golondrina—. Voy a la Morada de la
Muerte. La Muerte es la hermana del Sueño. ¿No es verdad?
Y besando al Príncipe en los labios, cayó muerta a sus pies.
En ese mismo instante, un extraño chasquido sonó en el interior de la
estatua, como si algo se hubiera roto. El hecho es que el corazón de plomo se
había partido en dos. Verdaderamente fue una helada horrorosa.
A la mañana siguiente, muy temprano, cruzaba el alcalde por la plaza en
compañía de los concejales. Al pasar junto a la columna levantó la vista y
miró a la estatua:
—¡Dios mío!, en qué mal estado está el Príncipe Feliz —se lamentó.
—¡Es verdad, qué deteriorado está! —exclamaron los concejales, que
estaban siempre de acuerdo con el alcalde—; la verdad, parece un pordiosero.
—¡Un pordiosero! —repitieron a coro los concejales.
—¡Y hasta hay un pájaro muerto a sus pies! —añadió el alcalde—.
Tendríamos que dar un bando prohibiendo a los pájaros venir a morir aquí.
El secretario, en el acto, redactó una nota con la iniciativa del alcalde.
El caso es que acordaron demoler la estatua del Príncipe Feliz.
—Lo que ya no es bonito, no es necesario —dictaminó el profesor de Arte
de la Universidad.
Fundieron, pues, la estatua en un horno, y el alcalde convocó una sesión
del Ayuntamiento para decidir lo que iban a hacer con el metal.
—Desde luego —dijo el alcalde— deberíamos hacer otra estatua, la mía,
por ejemplo.
—O la mía, o la mía —fueron diciendo cada uno de los concejales.
Se pelearon violentamente entre ellos. Cuando les oí por última vez,
todavía seguían a vueltas con el asunto.
—¡Qué cosa más rara! —dijo el capataz de la fundición. No hay manera
de fundir este corazón de plomo en el horno. Habrá que tirarlo para chatarra.
Así que lo arrojaron en un montón de desperdicios, donde estaba también
la Golondrina muerta.
—Tráeme las dos cosas más valiosas que haya en la ciudad —ordenó
Dios a uno de sus ángeles.
Y el ángel le llevó el corazón de plomo y el pajarillo muerto.
Has acertado en la elección —dijo Dios—, pues en mi jardín del Paraíso
este pajarillo cantará eternamente, y en mi ciudad de oro el Príncipe Feliz
entonará mis alabanzas.
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EL RUISEÑOR Y LA ROSA
—Ella dijo que bailaría conmigo si le llevaba rosas rojas —se lamentó el
joven estudiante—, y no hay ni una rosa roja en mi jardín.
Desde su nido en la encina el ruiseñor lo estaba oyendo, observándolo
asombrado por entre las hojas.
—¡No hay ni una rosa roja en mi jardín! —se lamentaba el estudiante, sus
bellos ojos arrasados en lágrimas.
—¡Ah, de qué cosas tan insignificantes depende la felicidad! He leído
todo lo que los sabios han escrito; todos los secretos de la filosofía me
pertenecen, y por culpa de una rosa roja tengo que ver mi vida destrozada.
—He aquí por fin un verdadero enamorado —se dijo el ruiseñor—. Noche
tras noche lo he cantado sin conocerlo, noche tras noche he contado su
historia a las estrellas, y ahora puedo verlo con mis propios ojos. Su pelo es
negro como la flor del jacinto, y sus labios son rojos como la rosa de sus
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deseos. Pero la pasión ha tornado su rostro pálido como el marfil y la pena le
ha marcado con su sello la frente.
—El príncipe da un baile mañana por la noche —murmuraba el joven
estudiante—, y mi amada asistirá a la fiesta. Si le llevo una rosa roja, bailará
conmigo hasta el amanecer. Si le llevo una rosa roja, la tendré en mis brazos,
ella reclinará su cabeza en mi hombro y estrecharé su mano entre las mías.
Pero no hay rosas rojas en mi jardín, así que me sentaré solo y ella pasará de
largo a mi lado. No me hará caso y me destrozará el corazón.
—He aquí al verdadero enamorado —se dijo el ruiseñor—. Lo que yo
canto, él lo siente: lo que es alegría para mí, es pena para él. Ciertamente, el
amor es cosa maravillosa. Es más precioso que las esmeraldas y más valioso
que los ópalos finos. Perlas y granadas no pueden comprarlo, porque no se
expone en el mercado. No se le compra a los mercaderes ni puede ser pesado
en la balanza del oro.
—Los músicos se colocarán en el estrado —decía el joven estudiante— y
tocarán sus instrumentos de cuerda, y mi amada bailará al son del arpa y del
violín. Bailará con tal gracia que su pie no rozará el suelo, y los cortesanos,
ataviados con sus mejores galas, se apiñarán a su alrededor. Mas no bailará
conmigo, porque yo no tengo rosa roja que darle —y dejándose caer sobre el
césped, hundió el rostro en sus manos y lloró.
—¿Por qué llora? —preguntó una lagartija verde que pasaba junto a él
con la cola tiesa.
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—¡Eso!, ¿por qué? —dijo una mariposa que revolotea persiguiendo a un
rayo de sol.
—¡Eso!, ¿por qué? —susurró una margarita a su vecina, con su tenue
vocecilla.
—Llora por una rosa roja —dijo el ruiseñor.
—¿Por una rosa roja? —exclamaron todos—. ¡Qué ridiculez!
Y la lagartija, que era un tanto cínica, soltó una carcajada con todas sus
ganas.
Pero el ruiseñor, que comprendía el secreto de la pena del estudiante,
permaneció silenciosamente en la encina reflexionando en el misterio del
amor.
De repente, extendió sus pardas alas y alzó el vuelo. Como una sombra
pasó sobre la arboleda, y como una sombra planeó sobre el jardín.
En el centro del parterre había un hermoso rosal y, al verlo, voló hacia él y
se posó en una ramita.
—Dame una rosa roja —le gritó— y te cantaré mi más dulce canción.
Pero el rosal sacudió la cabeza.
—Mis rosas son blancas —respondió—; tan blancas como la espuma del
mar y más blancas que la nieve en la montaña. Pero vete a ver a mi hermano,
que crece alrededor del viejo reloj de sol, y quizá él te pueda dar lo que
deseas.
Así que el ruiseñor voló hasta el rosal que crecía alrededor del viejo reloj
de sol.
—Dame una rosa roja —le gritó— y te cantaré mi más dulce canción.
Pero el rosal sacudió la cabeza.
—Mis rosas son amarillas —respondió—, tan amarillas como el cabello
de la sirenita que se sienta en un trono de ámbar, y más amarillas que el
narciso que florece en el prado antes de que llegue el segador con su guadaña.
Pero vete a ver a mi hermano, el que crece bajo la ventana del estudiante, y
quizá él te pueda dar lo que deseas.
Así que el ruiseñor voló hasta el rosal que crecía bajo la ventana del
estudiante.
—Dame una rosa roja —le gritó— y yo te cantaré mi más dulce canción.
Pero el rosal sacudió la cabeza.
—Mis rosas son rojas —respondió—, tan rojas como las patas de la
paloma, y más rojas que los grandes abanicos de coral que se mecen en el
fondo del mar. Pero el invierno ha congelado mis venas y la escarcha ha
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marchitado mis brotes, y la tormenta ha tronchado mis ramas y no tendré ni
una rosa este invierno.
—Sólo quiero una rosa roja —dijo el ruiseñor—, ¡una rosa roja
solamente! ¿No hay ningún medio de que la consiga?
—Hay un medio —respondió el rosal—, pero es tan terrible que no me
atrevo a decírtelo.
—Dímelo —dijo el ruiseñor—. Yo no tengo miedo.
—Si quieres una roja roja —dijo el rosal— tienes que crearla con música
al claro de luna y teñirla con sangre de tu propio corazón. Tienes que
cantarme, con tu pecho contra una espina. Tienes que cantar para mí toda la
noche y la espina se clavará en tu corazón, y tu sangre y tu vida deberán
correr por mis venas y hacerse mías.
—La muerte es un precio muy alto para una rosa roja —se lamentó el
ruiseñor— y la vida es muy querida para todos. Es tan grato posarse en el
verde bosque y mirar al sol en su carro de fuego, y a la luna en su carro de
perlas. Dulce es la fragancia del espino y dulces son las campanillas que se
esconden en el valle, y el brezo que florece en la colina. Sin embargo, el amor
es mejor que la vida, y ¿qué es el corazón de un pájaro comparado con el
corazón de un hombre?
Así que extendió sus pardas alas y se elevó por los aires. Pasó sobre el
jardín como una sombra, y como una sombra cruzó el bosque.
El joven estudiante estaba aún tendido en la hierba, tal como lo había
dejado, y aún no se habían secado las lágrimas en sus bellos ojos.
—¡Alégrate! —gritó el ruiseñor—, alégrate; tendrás tu rosa roja. La crearé
con música al claro de luna, y la teñiré con sangre de mi corazón. Sólo te pido
a cambio que seas un verdadero amante, pues el amor es más sabio que la
filosofía y más poderoso que el poder. Sus alas son color fuego y color de
fuego es su cuerpo. Sus labios son dulces como la miel y su aliento como el
incienso.
El estudiante levantó la vista desde el césped y escuchó, pero no pudo
comprender lo que decía el ruiseñor, porque él sólo sabía las cosas que están
escritas en los libros.
Mas la encina lo comprendió, y se puso triste, pues amaba al pequeño
ruiseñor que había construido el nido en sus ramas.
—Cántame una última canción —murmuró—; me sentiré sola cuando tú
te hayas ido.
Así que el ruiseñor cantó para la encina y su voz fue como agua sonora de
una fuente argentina.
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Cuando terminó su canción, el estudiante se levantó y sacó un cuadernillo
y un lápiz del bolsillo.
—Tiene estilo —se dijo a sí mismo paseando por la alameda—, no se le
puede negar; pero ¿tiene sentimiento? Me temo que no. De hecho, es como la
mayoría de los artistas, todo estilo, pero nada de sinceridad. No se sacrificaría
por los demás. Sólo piensa en la música, y todo el mundo sabe que el arte es
egoísta. Con todo, hay que admitir que hay notas hermosísimas en su voz.
¡Qué pena que no signifiquen nada, o que al menos no tengan algún sentido
práctico!
Y se fue a su habitación, se tumbó en su camastro y se puso a pensar en su
amor; hasta que al cabo de un rato, se quedó dormido.
Cuando la luna brilló en los cielos, el ruiseñor voló hasta el rosal y puso
su pecho contra la espina. Cantó toda la noche, con su pecho contra la espina,
y la fría luna de cristal se inclinó para escucharlo. Cantó toda la noche y la
espina se clavaba más y más hondo en su pecho, y la sangre de su vida
manaba de su corazón.
En primer lugar cantó el nacimiento del amor en el corazón de un joven y
una muchacha. Y en la rama más alta del rosal brotó una rosa maravillosa,
pétalo a pétalo, canción a canción. Al principio era pálida, como la niebla que
flota sobre el río; pálida como los pies de la aurora y plateada como las alas
del amanecer. Tal la imagen de una rosa en un espejo de plata, como la
imagen de una rosa en un lago, así era la rosa que brotó en la rama más alta
del rosal.
Pero el rosal pidió al ruiseñor que se apretase más contra la espina.
—Apriétate más, ruiseñorcito —decía el rosal—, o llegará el día antes de
que esté terminada la rosa.
Así que el ruiseñor se apretó más contra la espina, y su canto se hizo
clamor, pues cantaba el nacimiento de la pasión en el alma de un hombre y de
una doncella.
Un delicado arrebol cubrió los pétalos de la rosa, como el rubor en la cara
del novio cuando besa los labios de la novia. Pero la espina no había
alcanzado aún el corazón del ruiseñor, y el corazón de la rosa seguía blanco,
pues sólo la sangre del corazón de un ruiseñor puede teñir de carmesí el
corazón de una rosa.
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Y el rosal gritaba al ruiseñor que se apretase más contra la espina.
—Apriétate más, ruiseñorcito —pedía el rosal—, o llegará el día antes de
que la rosa esté terminada.
Así que el ruiseñor se apretó aún más contra la espina, y la espina le
alcanzó el corazón, con una aguda punzada de dolor. Cuanto más amargo era
su dolor, más crecía su canto alborozado, pues el ruiseñor cantaba al amor que
se realiza en la muerte, al amor que no acaba en la tumba.
Y la rosa maravillosa se tornó púrpura, como la rosa roja del cielo de
Oriente. Púrpura era la corona de pétalos, y púrpura como un rubí se le puso
el corazón.
Pero la voz del ruiseñor comenzó a desfallecer, y sus alitas empezaron a
batir y un velo cubrió sus ojos. Su canto se hizo más y más débil y el ruiseñor
sintió que algo se ahogaba en su garganta.
Lanzó un último trino. La blanca luna que lo oyó se olvidó de la aurora y
quedó rezagada en el cielo. La rosa roja lo oyó y se estremeció en un éxtasis
abriendo sus pétalos al aire frío de la mañana. El eco lo llevó hasta su cueva
en las montañas arrancando de sus sueños a los dormidos pastores. Flotó por
entre los cañaverales del río, que llevaron su mensaje al mar.
—¡Mirad, mirad! —gritó el rosal—, ¡ya está terminada la rosa!
Pero el ruiseñor no respondió; yacía muerto sobre la alta hierba con la
espina clavada en el corazón.
A mediodía, el estudiante abrió la ventana y miró afuera.
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—¡Anda! ¡Qué suerte! —exclamó—, ¡una rosa roja! En mi vida he visto
una rosa como ésta. Es tan hermosa que estoy seguro de que tiene un nombre
larguísimo en latín —e, inclinándose, la arrancó.
Entonces se puso el sombrero y corrió a casa del profesor con la rosa en la
mano.
La hija del profesor estaba sentada a la puerta haciendo un ovillo de seda
azul, con su perrito echado a los pies.
—Dijiste que bailarías conmigo si te traía una rosa roja —le dijo el
estudiante—. Aquí tienes la rosa más roja del mundo. La llevarás esta noche
junto a tu corazón, y cuando bailemos juntos, ella te dirá cuánto te amo.
Pero la muchacha frunció el ceño.
—Me temo que no va con mi vestido —respondió ella—, y, además, el
sobrino del chambelán me ha mandado joyas de verdad, y ya se sabe que las
joyas valen más que las flores.
—Está bien, a fe mía que eres una ingrata —dijo el estudiante con ira, y
arrojó la rosa, que fue a caer en el arroyo. Una rueda de carro le pasó por
encima.
—¡Ingrato! —dijo la muchacha—. Te diré lo que eres, un grosero, y,
después de todo, ¿quién eres tú? Un simple estudiante. ¡Vamos! No creo que
tengas nunca hebillas de plata en los zapatos como las que tiene el sobrino del
chambelán.
Y levantándose de la silla se metió en casa.
—¡Qué cosa más tonta es el amor! —dijo el estudiante cuando se vio de
regreso—. No es ni la mitad de útil que la lógica, pues no prueba nada, dice
siempre cosas que no van a ocurrir, y le hace creer a uno cosas que no son
ciertas. En realidad, no es nada práctico y, en estos tiempos, ser práctico es el
todo. Volveré de nuevo a la filosofía y al estudio de la metafísica.
Así que, vuelto a su habitación, sacó un voluminoso y polvoriento libro, y
se puso a leer.
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EL GIGANTE EGOÍSTA
Todas las tardes, al volver de la escuela, los niños iban a jugar al jardín
del Gigante.
Era un precioso y extenso jardín, con suave y verde césped. Por aquí y por
allá había hermosas flores que parecían estrellas sobre la hierba, y había doce
melocotoneros que en primavera se cubrían con delicadas flores de colores
nacarados, y en otoño daban abundantes frutos. Los pájaros, posados en los
árboles, cantaban tan dulcemente que los niños interrumpían sus juegos para
escucharlos.
—¡Qué felices somos aquí! —se gritaban unos a otros.
Un día volvió el Gigante. Había ido a visitar a su amigo, el Ogro de
Cornualles, y se había quedado con él siete años. Al cabo de los siete años, él
había dicho todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y
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decidió regresar a su propio castillo. Cuando llegó vio a los niños que jugaban
en el jardín.
—¿Qué estáis haciendo aquí? —gritó con voz muy áspera, y los niños
escaparon corriendo—. Mi jardín es mío y sólo mío —dijo el Gigante—; todo
el mundo tiene que entenderlo, y no permitiré que nadie más que yo juegue en
él.
Así que levantó una tapia muy alta todo alrededor y puso un letrero:
PROHIBIDO EL PASO
BAJO PENA DE MULTA
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—La primavera se ha olvidado de este jardín —exclamaban—, así que
viviremos aquí todo el año.
La nieve cubrió el césped con su gran manto y la escarcha pintó de plata a
todos los árboles. Entonces invitaron al viento del Norte a que se quedara con
ellos, y vino. Iba vestido de pieles y bramaba todo el día por el jardín,
derribando chimeneas.
—Éste es un sitio delicioso —decía—, tenemos que decirle al granizo que
venga a visitarnos.
Y el granizo vino. Todos los días, durante tres horas, repiqueteaba en el
tejado del castillo hasta que rompió la mayor parte de las tejas de pizarra, y
luego corrió por todo el jardín tan deprisa como pudo. Iba vestido de gris y su
aliento era como el hielo.
—No entiendo por qué viene tan retrasada la primavera —decía el
Gigante egoísta, sentado a la ventana y mirando a su frío y blanco jardín—.
¡Esperemos que cambie el tiempo!
Pero la primavera no llegaba nunca, ni tampoco el verano.
El otoño trajo frutos dorados a todos los jardines, pero no trajo ninguno al
jardín del Gigante.
—Es demasiado egoísta —decía.
Y siempre era invierno allí, y el viento del Norte, y el granizo y la
escarcha y la nieve danzaban por entre los árboles.
* * *
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Una mañana, el Gigante estaba despierto, tumbado en la cama, cuando
oyó una música deliciosa. Sonaba tan melodiosamente en sus oídos que pensó
que debían ser los músicos del rey que pasaban por allí.
En realidad, era sólo un pardillo que cantaba fuera, cerca de su ventana,
pero hacía tanto tiempo que el Gigante no había oído cantar a un pájaro en su
jardín, que aquello le pareció la música más hermosa del mundo. Entonces el
granizo dejó de danzar sobre su cabeza, y el viento del Norte dejó de bramar y
un perfume exquisito llegó hasta él a través de la ventana abierta.
—Creo que por fin ha llegado la primavera —dijo el Gigante.
Y saltó de la cama y miró afuera.
¿Y qué vio?
Pues vio un espectáculo maravilloso. A través de un pequeño agujero en
la tapia se habían colado los niños y estaban encaramándose en las ramas de
los árboles. En cada árbol que veía había un chiquillo. Y los árboles estaban
tan contentos de que hubieran vuelto los niños, que se habían cubierto de
flores y agitaban sus ramas dulcemente sobre las cabezas de los pequeños.
Los pájaros revoloteaban alrededor y gorjeaban de felicidad y las flores
aparecían por entre el verde césped y reían. Era una escena encantadora. Sólo
en un rincón seguía siendo invierno. Era el rincón más alejado del jardín, y
allí había un niño muy pequeño. Era tan pequeño que no llegaba a las ramas
del árbol, y daba vueltas alrededor, llorando con amargura. El pobre árbol
estaba aún cubierto de escarcha y nieve, y el viento del Norte soplaba y rugía
por encima de él.
—¡Aúpa, pequeñín! —decía el árbol, y le alargaba sus ramas tan bajo
como podía, pero el niño era demasiado pequeño.
Y el corazón del Gigante se enterneció al mirar afuera.
—¡Qué egoísta he sido! —se dijo—; ahora comprendo por qué la
primavera no quería venir aquí. Voy a poner a ese pobre pequeñuelo en lo alto
del árbol, y luego derribaré la tapia, y mi jardín será el sitio de recreo de los
niños.
Estaba arrepentido de veras por lo que había hecho.
Así que bajó sigilosamente las escaleras, abrió la puerta de entrada con
suavidad y salió al jardín. Pero cuando lo vieron, los niños se asustaron tanto,
que salieron todos corriendo, y el jardín se puso invernizo de nuevo.
Sólo el niño pequeño no había huido porque tenía los ojos tan llenos de
lágrimas que no vio venir al Gigante. El Gigante avanzó con cuidado por
detrás y lo levantó cariñosamente con sus manos hasta lo alto del árbol. Y el
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árbol floreció en el acto, y vinieron los pájaros y cantaron en él, y el pequeñín
extendió los brazos y se los echó al cuello al Gigante, y lo besó.
Cuando los otros niños vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron
corriendo y con ellos llegó la primavera.
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—Desde ahora éste es vuestro jardín, pequeñines —dijo el Gigante, y
cogió un hacha grande y echó la tapia abajo. Y cuando la gente iba al
mercado a mediodía, vieron al Gigante jugando con los niños en el jardín más
hermoso que habían visto jamás.
Jugaron todo el día, y al anochecer fueron a decirle adiós al Gigante.
—Pero ¿dónde está vuestro compañerito? —les preguntó—, ¿el niño que
subí al árbol?
El Gigante lo quería más que a ninguno, porque el niño le había dado un
beso.
—No sabemos nada —respondieron los niños—, se ha ido.
—Decidle que venga mañana sin falta —dijo el Gigante.
Pero los niños dijeron que no sabían dónde vivía y que no lo habían visto
antes, y el Gigante se puso muy triste.
Todas las tardes, cuando acababa la escuela, venían los niños a jugar con
el Gigante. Pero el pequeñín al que amaba tanto el Gigante, no fue visto
nunca más. El Gigante era muy amable con todos los niños, pero echaba de
menos a su primer amiguito, y hablaba de él con frecuencia.
—¡Cómo me gustaría verlo! —solía decir.
Pasaron los años, y el Gigante se hizo muy viejo y débil. No podía jugar
ya, así que se sentaba en un sillón enorme a mirar los juegos de los niños, y
mientras admiraba su jardín.
—Tengo muchas flores hermosas —se decía—, pero no hay flores más
hermosas que los niños.
Una mañana de invierno miraba por la ventana mientras se estaba
vistiendo. Ya no odiaba al invierno, pues sabía que era simplemente que la
primavera dormía y que las flores descansaban.
De repente, se frotó los ojos asombrado y miró con atención. Era
ciertamente una visión maravillosa. En el rincón más alejado del jardín había
un árbol completamente cubierto de preciosas flores blancas. Sus ramas eran
doradas, frutos plateados colgaban de ellas, y debajo estaba el pequeñín que él
amaba tanto.
El Gigante bajó las escaleras alborozado y salió al jardín. Atravesó el
césped a toda prisa y llegó junto al niño. Y cuando estuvo muy cerca se le
puso la cara roja de indignación:
—¿Quién se ha atrevido a herirte a ti? —le dijo.
Pues en las palmas de las manos del niño había las huellas de dos clavos,
y las huellas de dos clavos estaban también en sus piececitos.
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—¿Quién se ha atrevido a herirte a ti? —gritó el Gigante—, dímelo, que
cojo mi espada y lo mato.
—No —respondió el niño—, éstas son las heridas del amor.
—¿Quién eres? —dijo el Gigante, y un extraño temor se apoderó de él,
haciéndole caer de rodillas delante del pequeñuelo.
El niño sonrió al Gigante, y le dijo:
—Tú me dejaste una vez jugar en tu jardín; hoy vendrás conmigo a mi
jardín, que es el Paraíso.
Y cuando los niños llegaron corriendo aquella tarde, encontraron al
Gigante tendido bajo el árbol, muerto, y todo cubierto de flores blancas.
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EL AMIGO FIEL
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—¡De eso nada! —protestó la Pata—; todos tenemos que aprender a hacer
las cosas y los padres tienen que tener toda la paciencia que haga falta.
—¡Ah!, yo no sé nada de sentimientos paternales —dijo Rata de Agua—.
No soy padre de familia. De hecho, no he estado casado nunca, ni tengo
intención de hacerlo. El amor está muy bien en cierto sentido, pero la amistad
vale mucho más. La verdad es que no conozco nada en el mundo más noble o
más raro que una amistad fiel.
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—¡Qué pregunta más tonta! —chilló Rata de Agua—. Un amigo fiel es el
que demuestra fidelidad, eso desde luego.
—¿Y qué haría usted a cambio? —dijo el pajarillo, columpiándose sobre
una ramita plateada y sacudiendo sus pequeñas alas.
—No le comprendo —respondió Rata de Agua.
—Permítame que le cuente una historia a propósito de eso —dijo el
Pardillo.
—¿Se refiere a mí esa historia? —preguntó Rata de Agua—. Si es así, la
escucharé, pues me gustan mucho los cuentos.
—Se le puede aplicar a usted —respondió el Pardillo. Y de un vuelo se
posó en el borde del estanque y contó la historia de El amigo fiel.
* * *
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A veces, sin embargo, los vecinos pensaban que era raro que el rico
molinero no diera nunca nada a cambio al pequeño Hans, y eso que tenía un
centenar de sacos de harina almacenados en su molino, y seis vacas lecheras,
y un gran rebaño de ovejas de lana; pero Hans nunca se preocupó por
semejantes cosas, y nada le agradaba tanto como escuchar las cosas
maravillosas que solía decir el molinero sobre el desinterés de la verdadera
amistad.
Así pues, el pequeño Hans cultivaba su jardín. Durante la primavera, el
verano y el otoño se sentía muy feliz, pero cuando llegaba el invierno y no
tenía ni frutas ni flores que llevar al mercado, sufría muchísimo de frío y
hambre, y tenía que irse con frecuencia a la cama sin cenar más que unas
pocas peras secas o algunas nueces rancias. En el invierno, además, se sentía
muy solo, pues el molinero no iba entonces a verlo.
—No está bien que vaya a ver al pequeño Hans mientras dure la nieve —
decía el molinero a su mujer—, pues cuando la gente está en apuros, hay que
dejarla en paz y no importunarla con visitas. Ésa es al menos la idea que yo
tengo de la amistad, y estoy seguro de estar en lo cierto. Así que esperaré
hasta que llegue la primavera, y entonces le haré una visita; podrá darme un
gran cesto de prímulas, y eso le hará feliz.
—Eres de lo más considerado con los demás —respondía su mujer,
sentada en su cómodo sillón junto al gran fuego de leña de pino—. Muy
considerado en verdad. Da gusto oírte hablar de la amistad. Estoy segura de
que el mismo cura no diría cosas tan hermosas como las que tú dices, aunque
viva en una casa de tres pisos y lleve un anillo de oro en el dedo meñique.
—¿Y no podríamos invitar a venir aquí al pequeño Hans? —dijo el más
pequeño de los hijos del molinero—. Si el pobre Hans está en apuros, yo le
daría la mitad de mis gachas y le enseñaría mis conejos blancos.
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—¡Cuidado que eres tonto! —gritó el molinero—, la verdad es que no sé
para qué te mando a la escuela. Parece que no aprendes nada. Si el pequeño
Hans viniera aquí y viera nuestra hermosa lumbre, y nuestra buena cena, y
nuestro gran barril de vino tinto, podría volverse envidioso, y la envidia es la
cosa más horrible, y puede echar a perder el buen natural de cualquiera. No
permitiré de ninguna manera que se eche a perder el buen natural de Hans.
Soy su mejor amigo, y siempre velaré por él y tendré buen cuidado de que no
caiga en tentaciones. Además, si el pequeño Hans viniera aquí, podría
pedirme que le prestara harina al fiado, y yo no podría hacerlo. La harina es
una cosa y la amistad es otra, y no hay por qué confundirlas. Esas palabras se
escriben de diferente manera y significan diferentes cosas. Todo el mundo
puede verlo.
—¡Qué bien hablas! —dijo la mujer del molinero, sirviéndose un gran
jarro de cerveza caliente—; la verdad, oyéndote hablar me entra un sopor
como si estuviera en la iglesia.
—Mucha gente obra bien —respondió el molinero—, pero poca gente
habla bien, lo que demuestra que hablar es con mucho la cosa más difícil de
las dos. Y la más bonita, con mucho.
Y miró severamente por encima de la mesa a su hijo pequeño, quien se
sintió tan avergonzado de sí mismo, que bajó la cabeza, poniéndose colorado
hasta las orejas y dejando caer las lágrimas en el té. Ahora bien, era tan joven,
que tenéis que perdonarlo.
—¿Es ése el final de la historia? —preguntó Rata de Agua.
—De ningua manera —respondió el Pardillo—, es el principio.
—Entonces está usted de lo más anticuado —dijo Rata de Agua—. Todo
buen narrador hoy en día empieza por el final, y luego vuelve hasta el
principio y termina por la mitad. Ése es el nuevo método. Escuché todo eso el
otro día a un crítico que paseaba con un joven junto al estanque. Habló
ampliamente del asunto, y estoy seguro que tenía razón, pues llevaba lentes
azules y era calvo, y siempre que el joven hacía alguna observación, él
respondía siempre «¡Bah!». Pero, se lo ruego, continúe con su historia. Me
gusta mucho el molinero. Yo tengo también toda clase de hermosos
sentimientos, por eso nos une una gran simpatía.
—Bueno —dijo el Pardillo brincando ora sobre una pata, ora sobre la otra
—, tan pronto acabó el invierno, y empezaron las prímulas a abrir sus estrellas
amarillo pálido, el molinero dijo a su mujer que iba a ver al pequeño Hans.
—¡Pero qué buen corazón tienes! —exclamó su mujer—. Siempre estás
pensando en los demás. Y acuérdate de coger el cesto grande para las flores.
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Así que el molinero ató las aspas del molino con una recia cadena de
hierro y bajó la colina con el cesto al brazo.
—Buenos días, pequeño Hans —dijo el molinero.
—Buenos días —dijo Hans apoyándose en el azadón y sonriendo de oreja
a oreja.
—¿Qué tal has pasado el invierno? —preguntó el molinero.
—Bien, la verdad —exclamó Hans—, eres muy amable preguntándome,
muy amable realmente. Me temo que he pasado mis malos ratos, pero ahora la
primavera ha llegado, estoy muy contento y todas mis flores van de primera.
—Hemos hablado de ti con frecuencia durante el invierno —dijo el
molinero— y nos preguntábamos qué sería de ti.
—¡Qué amable! —dijo Hans—. Yo temía que te hubieras olvidado de mí.
—Hans, me sorprendes —dijo el molinero—; la amistad nunca olvida.
Eso es lo más hermoso que tiene, pero me temo que tú no entiendas la poesía
que hay en la vida. A propósito, ¡qué bonitas están tus prímulas!
—Sí que están bonitas —dijo Hans—, y es una gran suerte para mí que
tenga tantas. Voy a llevarlas al mercado y a vendérselas a la hija del
Burgomaestre, y con el dinero me compraré otra vez mi carretilla.
—¿Comprarte otra vez tu carretilla? ¿No querrás decir que la has
vendido? ¡Qué estupidez!
—Bueno, el hecho es —dijo Hans— que me vi obligado a hacerlo. Ya
ves, el invierno fue muy duro para mí, y realmente no tenía dinero para
comprar pan. Así que primero vendí los botones de plata de mi traje de los
domingos, luego vendí mi cadena de plata, luego vendí mi flauta y por último
vendí mi carretilla. Pero ahora voy a comprar todo de nuevo.
—Hans —dijo el molinero—, te daré mi carretilla. No está en muy buen
estado, ciertamente, se le ha caído un lateral y los radios de las ruedas no son
de fiar, pero, a pesar de todo, te la daré. Sé que es una generosidad de mi
parte, y mucha gente pensará que soy un insensato por deshacerme de ella,
pero yo no soy como el resto del mundo. Creo que la generosidad es la
esencia de la amistad, y además tengo una carretilla nueva para mí. Sí, no te
preocupes más. Te daré mi carretilla.
—Bueno, realmente, eso es muy generoso por tu parte —dijo el pequeño
Hans, y su graciosa cara redonda resplandeció de felicidad—. Puedo repararla
fácilmente porque tengo una plancha de madera en casa.
—¡Una plancha de madera! —dijo el molinero—. ¡Cómo!, eso es justo lo
que necesito para la techumbre de mi granero. Tiene un boquete enorme, y si
no lo tapo, se me mojará el trigo. ¡Qué suerte que lo dijeras! Es extraordinario
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cómo una buena acción engendra siempre otra. Te he dado mi carretilla y
ahora tú me das tu tabla. Desde luego, la carretilla vale mucho más que la
tabla, pero la verdadera amistad no repara en cosas así. Te lo ruego, tráemela
ya mismo y me pondré a trabajar en mi granero hoy sin falta.
—Eso está hecho —exclamó el pequeño Hans, y corrió al cobertizo y sacó
el tablón a rastras.
—No es una tabla muy grande —dijo el molinero al examinarla— y me
temo que después que haya hecho el arreglo de la techumbre no va a quedar
nada para que arregles tú la carretilla, pero eso, desde luego, no es culpa mía.
Y ahora que te he dado mi carretilla supongo que querrás darme unas flores a
cambio. Aquí tienes el cesto, y cuida de llenarlo hasta los bordes.
—¿Hasta los bordes? —dijo el pequeño Hans, más bien pesaroso, pues
realmente era un cesto muy grande, y él sabía que si lo llenaba no le
quedarían flores para el mercado, y estaba deseando recuperar sus botones de
plata.
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—Bueno, realmente —respondió el molinero—, como te he dado mi
carretilla no creo que sea mucho pedirte unas cuantas flores. Puedo estar
equivocado, pero yo creía que la amistad, la verdadera amistad, estaba libre
de todo egoísmo.
—Mi querido amigo, mi mejor amigo —protestó el pequeño Hans—,
dispon de todas las flores de mi jardín. Para mí es mucho más importante tu
buena opinión que mis botones de plata.
Y corrió a arrancar todas sus preciosas prímulas, y llenó el cesto del
molinero.
—Adiós, pequeño Hans —dijo el molinero marchando hacia la colina,
con el tablón al hombro y el gran cesto en la mano.
—Adiós —dijo el pequeño Hans, y empezó a cavar alegremente, de tan
contento que estaba con lo de la carretilla.
Al día siguiente, estaba en el porche sujetando con clavos una madreselva,
cuando oyó la voz del molinero, que lo llamaba desde la carretera. Bajó de la
escalera y atravesó corriendo el jardín y se asomó por encima de la tapia.
Era el molinero, con un gran saco de harina a la espalda.
—Mi pequeño Hans —dijo el molinero—, ¿te importaría llevarme este
saco de harina al mercado?
—¡Oh!, lo siento mucho —dijo Hans—, pero hoy estoy atareadísimo.
Tengo que clavar toda mi enredadera, regar todas mis flores y pasar el rodillo
por el césped.
—Pero hombre —dijo el molinero—, yo creía que teniendo en cuenta que
te voy a dar mi carretilla, no te negarías a complacerme.
—¡Oh!, no digas eso —exclamó el pequeño Hans—. No me negaría por
nada del mundo.
Y corrió a buscar su gorra, y se alejó trabajosamente con el gran saco al
hombro.
Hacía un calor enorme y la carretera estaba llena de polvo. Antes de que
Hans hubiera llegado hasta el sexto mojón, estaba tan cansado que tuvo que
sentarse a descansar. Sin embargo, continuó valientemente, y al fin llegó al
mercado. Tras esperar allí algún tiempo, vendió el saco de harina a buen
precio, y volvió a casa en el acto, pues tenía miedo de encontrar ladrones en el
camino si se retrasaba en volver.
—De verdad que ha sido un día duro —se dijo el pequeño Hans al
meterse en la cama—, pero me alegro de no haberme negado, pues el
molinero es mi mejor amigo, y, además, va a darme su carretilla.
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A la mañana siguiente, el molinero vino temprano a buscar el dinero del
saco de harina, pero el pequeño Hans estaba tan cansado que aún no se había
levantado de la cama.
—¡Palabra! —dijo el molinero—, eres de lo más holgazán. Teniendo en
cuenta que te voy a dar mi carretilla, ya podrías trabajar un poco más. La
holgazanería es un gran vicio, y a mí no me gusta que ninguno de mis amigos
sea holgazán o perezoso. No te parezca mal que te lo diga así de claro. Desde
luego no lo haría si no fuera tu amigo. Pero ¿de qué sirve la amistad si uno no
puede decir exactamente lo que piensa? Cualquiera puede decir cosas amables
y tratar de agradar o lisonjear, pero un verdadero amigo dice siempre las
cosas desagradables, y no le importa causar pena. Al contrario, si es
verdaderamente un amigo sincero, lo prefiere, pues sabe que lo está haciendo
bien.
—Lo siento mucho —dijo el pequeño Hans, restregándose los ojos y
quitándose el gorro de dormir—, pero estaba tan cansado que pensé que podía
quedarme en la cama un poco más y oír cantar a los pájaros. ¿Sabes que yo
trabajo mejor después de oír cantar a los pájaros?
—Bueno, me alegro —dijo el molinero dándole una palmada en el
hombro al pequeño Hans—, pues quiero que vengas al molino tan pronto
como te vistas y que me arregles el techo del granero.
El pobre pequeño Hans estaba deseando ponerse a trabajar en su jardín,
pues hacía dos días que no regaba las flores, pero no le gustaba decir que no
al molinero, que era tan buen amigo para él.
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—¿Crees que sería poco amable si dijera que estoy ocupado? —preguntó
vergonzosamente, con tímida voz.
—Bueno, realmente —respondió el molinero— no creo que sea mucho
pedirte, teniendo en cuenta que te voy a dar mi carretilla; pero, desde luego, si
no quieres ir, ya lo haré yo.
—¡Ah!, de ningún modo —exclamó el pequeño Hans. Y saltando de la
cama se vistió y fue al granero.
Trabajó allí durante todo el día, hasta la puesta del sol, y al anochecer
vino el molinero para ver cómo iba la cosa.
—¿Has arreglado ya el boquete del techo, pequeño Hans? —le gritó el
molinero con voz jovial.
—Ya está todo arreglado —respondió el pequeño Hans bajando de la
escalera.
—¡Ah! —dijo el molinero—, no hay trabajo más delicioso que el que se
hace para los demás.
—Es una gran suerte poder escucharte —respondió el pequeño Hans
sentándose y secándose el sudor de la frente—, una gran suerte. Pero me temo
que yo no tendré nunca tan hermosas ideas como las que tú tienes.
—¡Oh!, ya te vendrán —dijo el molinero—, pero tienes que esforzarte
más. Por ahora sólo posees la práctica de la amistad; pero algún día poseerás
también la teoría.
—¿De veras lo crees? —preguntó el pequeño Hans.
—No tengo la menor duda —respondió el molinero—, pero ahora que ya
has arreglado el techo, harías mejor en irte a casa y descansar, porque quiero
que lleves mañana mis ovejas al monte.
El pobrecito Hans no se atrevió a decir nada, y a la mañana siguiente, bien
temprano, el molinero trajo sus ovejas hasta cerca de la casita, y Hans las
condujo al monte. Le llevó todo el día ir hasta allí y volver, y cuando regresó
estaba tan cansado que se quedó dormido en su sillón y no se despertó hasta
bien entrada la mañana.
—¡Qué rato más delicioso voy a pasar en mi jardín! —dijo, y se puso a
trabajar en el acto.
Pero por una causa o por otra no era nunca capaz de atender a sus flores
del todo; su amigo el molinero estaba siempre dando vueltas a su alrededor y
enviándolo a largos recados, o pidiéndole que le ayudara en el molino. El
pequeño Hans se sentía muy desconsolado algunas veces, temiendo que sus
flores fueran a pensar que las había olvidado, pero se consolaba con la idea de
que el molinero era su mejor amigo.
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—Además —solía decir—, me va a dar su carretilla, y eso es un acto de
pura generosidad.
Así que el pequeño Hans trabajaba para el molinero, y el molinero decía
toda clase de cosas hermosas sobre la amistad, que Hans anotaba en una
libreta para leer a la noche, porque era un alumno aplicado.
Entonces ocurrió que una noche estaba el pequeño Hans sentado junto al
fuego cuando sonó un fuerte golpe en la puerta. Era una noche horrorosa, y el
viento soplaba y rugía alrededor de la casa tan terriblemente que al principio
pensó que era simplemente la tormenta. Pero se oyó un segundo golpe, y
después un tercero más fuerte que los otros.
—Será algún pobre viajero —se dijo el pequeño Hans, y corrió a la
puerta.
Era el molinero, con un farol en una mano y un grueso bastón en la otra.
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—Mi querido Hans —dijo el molinero—. Estoy en un gran apuro. Mi
hijito se ha caído de una escalera y está herido, y yo voy a buscar al médico.
Pero vive tan lejos y hace tan mala noche, que se me ha ocurrido que fueses tú
en mi lugar. Tú sabes que te voy a dar mi carretilla, y sería justo que a cambio
hicieras algo por mí.
—Claro que sí —exclamó el pequeño Hans—. Me alegra que hayas
venido a pedírmelo, y me pondré en marcha en el acto. Pero tendrías que
dejarme el farol, pues la noche está tan oscura que temo caer en una zanja.
—Lo siento mucho —respondió el molinero—, pero es mi farol nuevo y
sería una gran pérdida para mí si le pasara algo.
—Bueno, no importa, me arreglaré sin él —dijo el pequeño Hans, y cogió
su grueso abrigo de piel y su confortable gorra roja; se lió la bufanda al cuello
y se puso en marcha.
¡Qué horrible tormenta había! La noche estaba tan oscura que el pequeño
Hans apenas podía ver, y el viento era tan fuerte que casi no podía tenerse en
pie. Sin embargo, fue muy valiente y tras andar casi unas tres horas llegó a
casa del médico y llamó a su puerta.
—¿Quién es? —gritó el médico, sacando la cabeza por la ventana de su
dormitorio.
—El pequeño Hans, doctor.
—¿Qué deseas, pequeño Hans?
—El hijo del molinero se ha caído de una escalera y se ha lastimado, y el
molinero quiere que vaya usted enseguida.
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—¡Está bien! —dijo el médico, y mandó traer su caballo, sus gruesas
botas y su farol. Bajó las escaleras y cabalgó hacia la casa del molinero, y el
pequeño Hans caminaba penosamente tras él.
Pero la tormenta iba de mal en peor, la lluvia caía a torrentes, y el
pequeño Hans no podía ver por dónde iba, ni seguir al caballo. Acabó por
perder el camino y vagó por el terreno pantanoso, que era un sitio muy
peligroso, lleno de hoyos profundos, y allí se ahogó el pobre pequeño Hans.
Al día siguiente, unos cabreros encontraron su cuerpo flotando en una gran
charca de agua, y lo llevaron a su casita.
Todo el mundo fue al entierro del pequeño Hans, pues era muy popular, y
el molinero presidió el duelo.
—Como era su mejor amigo —decía el molinero—, es justo que ocupe el
sitio de honor —así que marchó a la cabeza del cortejo con un largo manto
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negro, y de vez en cuando se limpiaba los ojos con un enorme pañuelo de
hierbas.
—El pequeño Hans es, sin duda, una gran pérdida para todos —dijo el
herrero cuando acabó el funeral y ya estaban todos sentados cómodamente en
la taberna, bebiendo vino con especias y comiendo pastas.
—Una gran pérdida para mí, sobre todo —respondió el molinero—,
porque yo le había dado prácticamente mi carretilla, y ahora la verdad es que
no sé qué hacer con ella. Me estorba en casa y está en tan mal uso que no me
darán nada por ella si quisiera venderla. Ya tendré buen cuidado de no dar
nada nunca más. Uno sufre siempre por ser generoso.
* * *
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—Me temo que le he molestado —respondió el Pardillo—. El hecho es
que yo le he contado un cuento con moraleja.
—¡Ah! Eso es siempre una cosa muy peligrosa —dijo la Pata.
Y yo soy de la misma opinión.
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EL FAMOSO COHETE
El hijo del rey iba a casarse, y se celebraban grandes festejos con tal
motivo. Un año entero había esperado a la novia, que, al fin, había llegado.
Era una princesa rusa que había venido desde Finlandia en un trineo tirado
por seis renos. El trineo parecía un gran cisne de oro, y entre las alas del cisne
iba echada la princesita. Su largo manto de armiño la cubría hasta los pies, en
la cabeza llevaba un gorrito de tisú de plata, y era tan pálida como el Palacio
de Nieve en que había vivido siempre. Eran tan pálida, que a su paso por las
calles todo el mundo se admiraba: «¡Parece una rosa blanca!», exclamaban, y
le arrojaban flores desde los balcones.
El príncipe la estaba esperando a la puerta del Castillo para recibirla. Él
tenía los ojos soñadores color violeta y los cabellos como oro fino. Al verla,
hincó la rodilla en tierra y besó su mano.
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—Vuestro retrato era hermoso —murmuró—, pero vos sois aún más
hermosa que vuestro retrato.
Y la princesita se ruborizó.
—Antes parecía una rosa blanca —dijo un pajecillo a su vecino—, pero
ahora parece una rosa roja.
Y toda la corte estaba fascinada.
Durante los tres días siguientes, todo el mundo repetía: «Rosa blanca, rosa
roja, rosa roja, rosa blanca». Y el rey ordenó que le doblaran la paga al paje.
Como él no tenía paga alguna, no ganó mucho con ello, pero el hecho fue
considerado como un gran honor y debidamente publicado en la «Gaceta» de
la Corte.
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Pasados aquellos tres días, se celebró la boda. Fue una ceremonia
magnífica. El novio y la novia marcharon con las manos enlazadas bajo un
dosel de terciopelo púrpura bordado de pequeñas perlas. Luego hubo un gran
banquete oficial que duró cinco horas. El príncipe y la princesa se sentaron al
fondo del Gran Salón y bebieron en una copa de cristal purísimo. Sólo los
verdaderos enamorados podían beber en aquella copa, pues si labios falsarios
la tocaban, se empañaba, volviéndose gris y mate.
—¡Está claro que se aman! —dijo el pajecillo—, ¡tan claro como el
cristal!
Y el rey le dobló la paga por segunda vez.
—¡Qué honor! —exclamaron todos los cortesanos.
Tras el banquete hubo un baile. El novio y la novia salieron a bailar juntos
la Danza de la Rosa, y el rey había prometido tocar la flauta. Tocaba muy
mal, pero nadie se atrevió nunca a decírselo, porque para eso era el rey.
Además, sólo sabía dos tonadas y nunca estaba seguro de cuál de las dos era
la que estaba tocando; pero daba igual, pues hiciera lo que hiciera, todo el
mundo exclamaba: «¡Delicioso! ¡Delicioso!».
El último número del programa consistía en una gran quema de fuegos
artificiales que debían ser lanzados exactamente a medianoche. La princesita
no había visto fuegos artificiales en su vida, así que el rey había ordenado que
el Pirotécnico Real estuviera de servicio el día de la boda.
—¿Cómo son los fuegos artificiales? —preguntó ella al príncipe una
mañana, paseando por la terraza.
—Son como la Aurora Boreal —dijo el rey, que siempre respondía a las
preguntas que iban dirigidas a los demás—, sólo que mucho más naturales. A
mí me gustan más que las estrellas, porque siempre sabes cuándo van a
aparecer, y son tan deliciosos como la música de mi flauta. Ya verás.
Así pues, habían instalado una gran plataforma al fondo del jardín real, y
tan pronto como el Pirotécnico Real hubo puesto cada cosa en su sitio, los
fuegos artificales empezaron a charlar unos con otros.
—El mundo es hermoso de veras —exclamó un pequeño buscapiés—.
Mirad esos tulipanes amarillos. ¡Pues bien!, ni aunque fueran realmente
petardos serían más bonitos. Estoy muy contento de haber viajado. Los viajes
ilustran y hacen olvidar los prejuicios que uno tiene.
—El jardín del rey no es el mundo, incauto buscapiés —dijo una cola de
cometa—. El mundo es un lugar inmenso y te llevaría tres días recorrerlo en
su totalidad.
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—Cualquier sitio que ames, es el mundo para ti —exclamó meditabunda
la rueda de Santa Catalina, que en su juventud había tenido una unión
sentimental con una vieja caja de madera de pino y se vanagloriaba de su
corazón destrozado—; pero el amor no se estila ya, los poetas lo han matado.
Han escrito tanto sobre él, que nadie los cree, y no me sorprende. El amor
verdadero sufre en silencio. Yo misma recuerdo que una vez… Pero eso ya no
importa. El romanticismo es cosa del pasado.
—¡Qué tontería! —dijo la cola de cometa—. El romanticismo no muere
nunca. Es como la luna, que vive siempre. El novio y la novia, por ejemplo,
se quieren muchísimo. Oí hablar de ellos esta mañana a un cartucho de papel
de estraza que estaba en el mismo cajón que yo y que sabía las últimas
noticias de la Corte.
Pero la rueda de Santa Catalina meneó la cabeza:
—¡El romanticismo ha muerto! ¡El romanticismo ha muerto! ¡El
romanticismo ha muerto! —murmuró. Ella era una de esas personas que a
fuerza de repetir una cosa una vez y otra terminan creyéndolo.
De repente se oyó una áspera y seca tos, y todos miraron a su alrededor.
Venía de un estirado y arrogante cohete, que estaba atado al extremo de una
larga vara. Él tosía siempre antes de hacer cualquier observación, para atraer
la atención del oyente.
—¡Ejem!, ¡ejem! —dijo, y todo el mundo escuchó, excepto la pobre rueda
de Santa Catalina que seguía meneando la cabeza y murmurando: «¡El
romanticismo ha muerto!».
—¡Orden!, ¡orden! —gritó un petardo que tenía algo de político y solía
tomar parte relevante en las elecciones locales, de modo que sabía cómo usar
las expresiones parlamentarias.
—Completamente muerto —murmuró la rueda de Santa Catalina. Y se
durmió.
Cuando el silencio fue total, el cohete tosió por tercera vez y comenzó.
Hablaba con voz clara y lentísima, como si estuviera dictando sus memorias,
mirando siempre por encima del hombro de la persona a la que se dirigía. En
verdad, tenía un aire de lo más distinguido.
—¡Qué suerte para el hijo del rey —observó— casarse el mismo día que
me van a lanzar a mí! Realmente, ni preparado de antemano resultaría mejor
para él; pero los príncipes siempre tienen suerte.
—¡Dios mío! —dijo el pequeño buscapiés—, yo creía que era todo lo
contrario, que nos lanzaban a nosotros en honor del príncipe.
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—En vuestro caso, puede ser —respondió el cohete—, y, efectivamente,
no tengo la menor duda de que sea así. Pero lo mío es diferente. Yo soy un
cohete muy famoso y vengo de una familia no menos famosa. Mi madre fue
la rueda de Santa Catalina más célebre de su tiempo, y fue renombrada por la
gracia de su baile. Cuando hizo su gran aparición ante el público, giró en
redondo diecinueve veces antes de apagarse, y cada vez que daba una vuelta,
lanzaba al aire siete estrellas rojas. Tenía tres pies y medio de diámetro, y
estaba hecha de la mejor pólvora. Mi padre era un cohete como yo, y de
origen francés. Voló tan alto que la gente tuvo miedo de que no volviera
nunca más a la tierra. Volvió, sin embargo, porque era de muy buena
condición, e hizo un descenso de lo más brillante, derramando una lluvia de
oro. Los periódicos hablaron de su hazaña en términos muy halagadores, y
hasta la «Gaceta» de la Corte lo calificó como el triunfo del arte pilotécnico.
—Pirotécnico, pirotécnico, dirá usted —dijo una bengala—. Yo sé que es
pirotécnico porque lo he visto escrito en mi caja de hojalata.
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—Bueno, pues yo digo pilotécnico —respondió el cohete con tono severo.
Y la bengala se sintió tan apabullada que empezó en el acto a fastidiar a los
buscapiés pequeños para demostrar que también ella era una persona de cierta
importancia.
—Decía yo —continuó el cohete—, decía yo… ¿Qué decía yo?
—Hablaba usted de usted mismo —respondió la cola de cometa.
—Ah, sí. Ya sabía yo que estaba hablando de algo interesante cuando fui
interrumpido tan groseramente. Detesto la grosería y la mala educación,
porque soy extremadamente sensible. No hay nadie en el mundo tan sensible
como yo, se lo aseguro.
—¿Qué es una persona sensible? —preguntó el petardo a la cola de
cometa.
—Una persona que, porque tiene callos, pisa los pies a los demás —
respondió la cola de cometa en un ligero susurro, y el petardo a poco estalla
de risa.
—Les ruego me digan de qué se ríen —preguntó el cohete—, yo no estoy
riéndome lo más mínimo.
—Me río porque soy feliz —respondió el petardo.
—Ésa es una razón muy egoísta —dijo el cohete con ira—. ¿Qué derecho
tiene usted a ser feliz? Debería pensar en los demás. En realidad, debería
usted pensar en mí. Yo pienso siempre en mí y todo el mundo debería hacer
lo mismo. Eso es lo que se llama simpatía. Es una hermosa virtud que yo
poseo en alto grado. Supongamos, por ejemplo, que me pasa algo esta noche,
¡qué desgracia para todos! El príncipe y la princesa no podrían ser felices ya y
su vida matrimonial se echaría a perder. En cuanto al rey, creo que no se
recuperaría jamás. La verdad, cuando me pongo a pensar en la importancia de
mi situación, casi no puedo contener las lágrimas.
—Si quiere usted hacer felices a los demás —dijo la cola de cometa—,
haría usted mejor en mantenerse seco.
—Ciertamente —exclamó la bengala, que estaba ahora de mejor humor
—, eso es de sentido común.
—¡Sentido común, efectivamente! —dijo el cohete con indignación—.
Usted olvida que yo soy extraordinario y nada común. ¡Vamos! Cualquiera
puede tener sentido común, con tal que no tenga imaginación. Pero yo tengo
imaginación, y nunca veo las cosas como son en realidad. Las veo como si
fueran completamente diferentes. Y en cuanto a mantenerme en seco… Por
supuesto, no hay aquí nadie en absoluto que pueda apreciar una naturaleza
emotiva. Afortunadamente para mí, me importa un bledo. Lo único que
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sostiene a uno en la vida es el convencimiento de la inmensa inferioridad de
los demás, y éste es un sentimiento que he cultivado siempre. Pero ninguno de
ustedes tiene corazón. Aquí están, riendo y pasándoselo bien, como si el
príncipe y la princesa no acabaran de casarse.
—Bueno, realmente —exclamó una pequeña bola de fuego—, ¿y por qué
no? Es una ocasión de regocijo, y cuando suba a toda marcha por el aire se lo
contaré todo a las estrellas. Las veréis parpadear cuando les cuente de la
preciosa novia.
—¡Ah! ¡Pero qué punto de vista tan trivial de la vida! —dijo el cohete—,
claro que era lo que yo esperaba. No hay nada en vosotros; sois hueros y
vacíos. Puede que el príncipe y la princesa vayan a vivir a un lugar donde
haya un río profundo, y puede que tengan un solo hijo, una criatura rubia con
ojos violeta como los del príncipe; y a lo mejor un día sale de paseo con su
nodriza, y a lo mejor la nodriza se queda dormida bajo un viejo saúco, y a lo
mejor el niño se cae al río y se ahoga… ¡Qué desgracia más horrible! ¡Pobre
gente, perder a su único hijo! ¡Verdaderamente es demasiado terrible! Yo no
podría soportarlo jamás.
—¡Pero si no han perdido a su hijo único! —dijo la cola de cometa—, ¡ni
les ha ocurrido ninguna desgracia!
—Yo no he dicho que le haya ocurrido —respondió el cohete—, yo digo
que podía ocurrirles. Si ellos hubieran perdido a su hijo único, no habría nada
más que añadir. Odio a la gente que llora cuando se ha derramado la leche.
Pero cuando pienso que ellos podrían perder a su hijo único, la verdad es que
me da una pena tremenda.
—Ya lo creo que está usted muy apenado —soltó la bengala—, la verdad
es que es usted la persona más apenada que he visto en mi vida.
—Y usted la persona más grosera que he visto en mi vida —dijo el cohete
—. Ustedes no pueden entender mi afecto por el príncipe.
—Vamos, hombre, usted ni siquiera lo conoce —refunfuñó la cola de
cometa.
—Yo no dije nunca que lo conociera —respondió el cohete—. Lo que sí
digo es que si lo conociera, no sería su amigo en absoluto. Es arriesgado
conocer a los amigos.
—Haría usted bien en mantenerse seco —dijo la bola de fuego—. Eso es
lo más importante.
—Muy importante para usted, no tengo la menor duda —respondió el
cohete—, pero yo lloraré si me da la gana.
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Y empezó a derramar lágrimas de verdad que corrieron por la vara abajo
como gotas de lluvia y casi ahogan a dos pequeños escarabajos que estaban
precisamente pensando en poner casa juntos y buscaban un bonito y seco
lugar para instalarse en él.
—Debe tener una verdadera naturaleza romántica —dijo la rueda de Santa
Catalina—, puesto que llora cuando no hay motivo alguno para llorar.
Y lanzando un hondo suspiro se puso a pensar en la caja de madera.
Pero la cola de cometa y la bengala estaban bastante indignadas y seguían
diciendo a voz en grito: «¡Qué memeces! ¡Qué memeces!». Ellas eran muy
prácticas, y siempre que objetaban algo decían que era una memez.
Luego apareció la luna como un maravilloso escudo de plata, y las
estrellas empezaron a brillar y llegó un sonido de música desde el palacio.
El príncipe y la princesa abrieron el baile. Bailaban con tanto primor que
los esbeltos lirios blancos se asomaban a la ventana para contemplarlos y las
grandes amapolas rojas movían la cabeza llevando el compás.
Dieron las diez, y luego las once, y luego las doce, y con la última
campanada de la medianoche salieron todos a la terraza y el rey mandó venir
al Pirotécnico Real.
—Que comiencen los fuegos artificiales —ordenó el rey.
Y el Pirotécnico Real hizo una gran reverencia y se dirigió hacia el fondo
del jardín. Llevaba seis ayudantes con él, cada uno de los cuales portaba una
antorcha encendida sujeta al extremo de una larga pértiga.
Fue un espectáculo realmente magnífico.
—¡Ssss! ¡Ssss! —hizo la rueda de Santa Catalina, que empezó a girar y
girar.
—¡Bum! ¡Bum! —siguió la cola de cometa. Luego, los buscapiés
danzaron por todas partes y las bengalas hacían que todo pareciera rojo.
—¡Adiós! —gritó la bola de fuego al elevarse derramando chispitas
azules.
—¡Bang! ¡Bang! —respondieron los petardos, que estaban disfrutando
una barbaridad.
Todos tuvieron un éxito enorme, menos el famoso cohete. Estaba tan
húmedo de haber llorado, que no pudo arder. Lo mejor que tenía era la
pólvora, y estaba tan mojada por las lágrimas, que había quedado inservible.
Todos sus parientes pobres, a los que no hablaba nunca sino con desprecio,
estallaron en el cielo como maravillosas flores de oro y estallidos de fuego.
—¡Bravo! ¡Bravo! —gritaba la Corte, y la princesita reía de placer.
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—Supongo que me reservan para alguna gran ocasión —se dijo el cohete
—, sin duda alguna es así.
Y miraba a su alrededor, más engreído que nunca.
Al día siguieron vinieron los obreros a poner las cosas en orden.
—Evidentemente, ésta es una delegación —se dijo el cohete—. Los
recibiré con la dignidad apropiada.
Así que remangó las narices y comenzó a fruncir el ceño con severidad,
como si estuviera pensando en un asunto muy importante. Pero no repararon
en él hasta que ya se iban. Fue entonces cuando lo vio uno de ellos:
—¡Vaya! —gritó—. ¡Qué cohete más malo! —y lo tiró al foso por encima
de la tapia.
—¿Qué cohete más malo? ¿Qué cohete más malo? —dijo él, revoloteando
por el aire—. ¡Imposible! ¡Qué cohete más majo!, eso es lo que dijo el
hombre. La verdad es que malo y majo suenan casi igual…
Y cayó en el fango.
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—No es nada cómodo esto —observó—, pero sin duda se trata de algún
balneario de moda, y me han mandado para que recupere la salud. Tengo los
nervios destrozados y necesito descanso.
Entonces una ranita de ojos brillantes como piedras preciosas y abrigo
verde jaspeado nadó hacía él.
—¡Un recién llegado, por lo que veo! —dijo la rana—. Bueno, después de
todo no hay nada como el fango. A mí que me den tiempo lluvioso y una
zanja para hacerme feliz. ¿Cree usted que tendremos una tarde húmeda?
Ojalá, pero el cielo está todo azul y despejado. ¡Qué pena!
—¡Ejem! ¡Ejem! —dijo el cohete, y empezó a toser.
—¡Qué voz más deliciosa tiene usted! —exclamó la rana—, es casi como
un croar, y croar es, sin la menor duda, el sonido más melodioso del mundo.
Esta noche podrá usted escuchar a nuestra coral. Actuamos en el antiguo
estanque de los patos, junto a la casa del granjero, y tan pronto salga la luna,
comenzamos. Es tan sublime que todo el mundo se queda despierto para
oírnos… Ayer mismo oí a la mujer del granjero diciéndole a su madre que no
había podido pegar ojo en toda la noche por nuestra causa. Es de lo más
agradable saberse uno tan popular.
—¡Ejem! ¡Ejem! —dijo el cohete con enfado. Estaba muy molesto por no
poder colocar ni una palabra.
—Una voz deliciosa, ciertamente —continuó la rana—. Espero que venga
usted al estanque de los patos. Voy a echar un vistazo a mis hijas. Tengo seis
guapas hijas, tengo miedo, no vaya a ser que el lucio pueda encontrarlas. Es
un perfecto monstruo que no dudaría en merendárselas a todas ellas. Bueno,
adiós. Me ha encantado nuestra conversación, se lo aseguro.
—¡Si usted llama a esto una conversación! —dijo el cohete—. Ha estado
usted hablando todo el tiempo. Eso no es una conversación.
—Alguien tiene que escuchar —respondió la rana—, y a mí me gusta
hablarlo todo. Eso ahorra tiempo y evita discusiones.
—Pero a mí me gustan las discusiones —dijo el cohete.
—No le creo —dijo la rana con compostura—. Las discusiones son una
ordinariez, y en la buena sociedad todo el mundo mantiene las mismas
opiniones. Adiós otra vez; veo a mis hijas allá lejos.
Y la ranita se fue nadando.
—Es usted una persona irritante —dijo el cohete— y muy mal educada.
Me carga la gente que sólo habla de sí misma, como hace usted, cuando
quiere uno hablar de sí mismo, como es mi caso. Eso es lo que yo llamo
egoísmo, y el egoísmo es la cosa más detestable, sobre todo para los de mi
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temperamento, pues bien conocido soy yo por mí naturaleza simpática.
Debería usted seguir mi ejemplo; seguro que no podría encontrar mejor
modelo. Aproveche ahora que tiene la oportunidad, porque me volveré
enseguida a la Corte, donde soy un gran favorito. De hecho, el príncipe y la
princesa se casaron ayer en mi honor. Seguro que usted no sabe nada de eso,
siendo usted una provinciana…
—No se moleste en seguir hablándole… —dijo una libélula que estaba
posada en lo alto de una dorada espadaña—. No vale la pena, porque se ha
ido.
—Bueno, pues ella se lo pierde, no yo —respondió el cohete—. No voy a
dejar de hablar sólo porque no haga caso. Me gusta escucharme. Es uno de
mis mayores placeres. Tengo conversaciones conmigo mismo con frecuencia,
y soy tan inteligente que a veces ni yo mismo entiendo una palabra de lo que
digo.
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—Entonces quizá debiera usted dar un curso de filosofía —dijo la
libélula.
Y desplegando sus preciosas alas de gasa, se echó a volar por el aire.
—¡Qué necia, no quedarse aquí! —dijo el cohete—. Estoy seguro de que
no tendrá ocasiones como ésta para cultivar su espíritu. Y, después de todo, a
mí qué más me da. Los genios como yo están seguros de ser apreciados algún
día.
Y se hundió un poco más en el fango.
Pasado algún tiempo, una rolliza pata blanca nadó hacia él. Tenía las patas
amarillas y los pies palmeados, y estaba considerada una gran belleza por su
manera de contonearse.
—¡Cuac!, ¡cuac!, ¡cuac! —dijo—, ¡qué aire más raro tiene usted! ¿Ofendo
si pregunto? ¿Nació usted así o es de resultas de un accidente?
—Es evidente que ha vivido usted siempre en el campo —respondió el
cohete—, de otro modo sabría usted quién soy yo. Pero le perdono su
ignorancia. Sería exagerado esperar que la gente fuera tan extraordinaria
como uno. Se sorprendería usted, sin duda, si supiera que yo puedo volar
hasta el cielo y regresar derramando una lluvia de chispas de oro.
—No me parece nada del otro jueves —dijo la pata—, pues no veo qué
utilidad pueda tener para nadie. Ahora bien, si usted pudiera arar los campos
como el buey, o tirar de un carro como el caballo, o cuidar las ovejas como el
perro pastor, eso ya sería otra cosa.
—Mi querida criatura —exclamó el cohete con un tono arrogante—, veo
que usted pertenece a la clase baja. Una persona de mi condición no tiene por
qué ser útil. Nosotros poseemos un encanto especial, y eso es más que
suficiente. Yo no tengo simpatía por ninguna clase de industria, sobre todo
por esas que usted parece recomendar. A decir verdad, he sido siempre de la
opinión que el trabajo duro es el refugio de la gente que no tiene otra cosa que
hacer.
—Bueno, bueno —dijo la pata, que era de condición pacífica y no se
peleaba nunca con nadie—, cada cual tiene sus gustos. Espero, de todos
modos, que venga a fijar aquí su residencia.
—¡Oh, no, Dios mío! —exclamó el cohete—, yo soy sólo un visitante, un
visitante distinguido. El hecho es que encuentro este lugar más bien aburrido.
Aquí no hay ni sociedad ni soledad. En realidad, es esencialmente
barriobajero. Probablemente regresaré a la Corte, pues sé que estoy llamado a
causar sensación en el mundo.
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—Yo pensé también una vez meterme en la vida pública —observó la
pata—. ¡Hay tantas cosas que necesitan ser reformadas! Incluso presidí un
mitin, hace algún tiempo, y votamos propuestas condenando todo lo que no
nos gustaba. Sin embargo, parece que no tuvieron mucho efecto. Pero ahora
estoy por la vida doméstica y velo por mi familia.
—Yo estoy hecho para la vida pública —dijo el cohete— y en ella figura
toda mi familia, incluso hasta el más modesto de ellos. Siempre que
aparecemos llamamos la atención. De esta vez no he actuado personalmente,
pero cuando lo haga, será un espectáculo magnífico. Por volver al tema de la
vida casera: eso envejece a uno rápidamente y distrae el espíritu de cosas más
elevadas.
—¡Ah!, las cosas elevadas de la vida, ¡qué hermosas son! —dijo la pata
—, y esto me recuerda el hambre que tengo.
Y se fue nadando por la corriente abajo, diciendo «Cuac, cuac, cuac».
—¡Vuelva! ¡Vuelva! —gritaba el cohete—, todavía tengo mucho que
contarle.
Pero la pata no le hizo ni caso.
—Me alegro de que se haya ido —se dijo el cohete—, tiene una
mentalidad claramente burguesa.
Y hundiéndose aún más en el fango, se disponía a reflexionar en la
soledad del genio cuando de repente dos chavales con blusones blancos
vinieron corriendo a la orilla del foso, con un puchero y unos haces de leña.
—Ésta debe ser la delegación —dijo el cohete, y adoptó una postura muy
digna.
—¡Anda! —dijo uno de los chicos—, mira este palo viejo; qué raro que
haya llegado hasta aquí.
Y sacó el cohete del foso.
—Palo viejo —dijo el cohete—, ¡imposible! Palo bello, eso es lo que dijo.
Palo bello es muy halagador. De hecho, me toma por un dignatario de la
Corte.
—¡Vamos a echarlo al fuego! —dijo el otro chico—; ayudará a hacer
hervir el puchero.
Así que apilaron la leña, pusieron en todo lo alto al cohete y prendieron
fuego.
—¡Esto es magnífico! —gritó el cohete—, van a lanzarme en pleno día
para que pueda verme todo el mundo.
—Vamos a dormir un poco —dijeron los chicos—, y cuando despertemos
estará hirviendo el puchero.
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Se echaron en la hierba y cerraron los ojos.
El cohete estaba muy húmedo y tardó mucho tiempo en arder. Al fin, sin
embargo, prendió el fuego en él.
—¡Ahora voy a dispararme! —gritó.
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Y se puso todo tieso y estirado.
—Sé que subiré más alto que las estrellas, más alto que la luna, más alto
que el sol. Subiré tan alto que…
¡Fizz! ¡Fizz! ¡Fizz!, y salió pitando por el aire.
—¡Delicioso! —gritaba—. Seguiré subiendo así siempre, ¡qué éxito estoy
teniendo!
Pero nadie lo vio.
Luego empezó a sentir que un extraño estremecimiento le corría por todo
el cuerpo.
—Ahora voy a estallar —gritaba—. Voy a incendiar el mundo entero, y
haré tal ruido que no se hablará de otra cosa en todo el año.
Y vaya si estalló.
—¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! —hizo la pólvora, que no podía hacer otra cosa.
Pero nadie lo oyó, ni siquiera los dos chicos, que estaban profundamente
dormidos.
El palo fue lo único que quedó del cohete. Y fue a caer sobre el lomo de
un ganso que se paseaba por la orilla del foso.
—¡Cielos! —chilló el ganso—. Llueven palos.
Y se lanzó apresuradamente al agua.
—Ya sabía yo que iba a dar el golpe —jadeó el cohete.
Y se acabó.
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EL JOVEN REY
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Y ciertamente fueron los cazadores los que lo habían encontrado, topando
con él casi por casualidad, cuando medio desnudo y con el caramillo en la
mano marchaba tras el rebaño del pobre cabrero que lo había criado, y de
quien siempre había creído ser hijo. Hijo de la hija única del viejo rey, casada
en matrimonio secreto con un hombre de clase inferior a la suya —un
extranjero, que según algunos decían, por el maravilloso encanto que tenía en
su manera de tocar el laúd, había enamorado a la joven Princesa; mientras
otros hablaban de un artista de Rímini, al que la Princesa había otorgado
muchos, quizá demasiados honores, y que había desaparecido súbitamente de
la ciudad, dejando inacabado su trabajo en la catedral—, el niño había sido
arrebatado a la madre cuando sólo tenía una semana, mientras ella dormía, y
confiado a los cuidados de un simple campesino y a su mujer, que no tenían
hijos, y vivían en un lugar remoto del bosque, a más de un día de camino de la
ciudad. La pena, o la peste, como dictaminó el médico de la Corte; o como
alguien sugirió, un fulminante veneno italiano, administrado en una copa de
vino con especias, acabó, una hora después de su despertar, con la vida de la
joven madre. Cuando el fiel mensajero que llevaba al niño sobre la silla de su
caballo detuvo su cansada cabalgadura y llamó a la tosca puerta de la cabaña
del cabrero, el cuerpo de la Princesa estaba siendo depositado en una tumba
cavada en el cementerio de una iglesia abandonada, al otro lado de las puertas
de la ciudad, una sepultura donde, al decir de las gentes, había otro cuerpo
enterrado: el de un joven de maravillosa y exótica belleza, que tenía las
manos atadas a la espalda con una cuerda y el pecho acribillado de puñaladas.
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Tal era, al menos, la historia que las gentes se susurraban al oído. Lo
cierto fue que el viejo Rey, estando en su lecho de muerte, fuera movido por
el remordimiento de su gran pecado o simplemente por el deseo de que el
reino no saliera de su linaje, hizo venir al mozalbete, y en presencia del
Consejo del Reino lo reconoció como su heredero.
Y parece ser que desde el momento mismo de su reconocimiento, el joven
había mostrado señales de aquella extraña pasión por la belleza que tanto iba
a influir en su vida. Los del séquito que lo acompañaba a las habitaciones
reservadas para su exclusivo servicio, hablaban a menudo de la exclamación
de placer que brotó de sus labios cuando vio las delicadas vestiduras y ricas
joyas que le habían sido preparadas, y de la salvaje alegría con la que arrojó
su áspera túnica de cuero y su tosca capa de piel de oveja. Echaba de menos,
ciertamente, la libertad de la vida en el bosque, y se mostraba rezongón en las
aburridas ceremonias de la Corte, que le ocupaban buena parte del día; pero el
maravilloso palacio —Joyeuse, como lo llamaban— del que ahora era dueño
y señor, se le aparecía como un mundo nuevo recién estrenado para su deleite;
y tan pronto podía escapar de sus Consejos de estado o de sus audiencias, se
precipitaba por la gran escalera donde brillaban leones de bronce dorado y
escalones de pulido pórfido, para vagar después de sala en sala y de corredor
en corredor, como quien busca en la belleza el antídoto para el dolor, una
especie de remedio a la enfermedad.
En aquellos viajes a la descubierta, como él decía —y ciertamente, para él
eran verdaderos viajes a través de un país maravilloso—, lo acompañaban a
veces los esbeltos y rubios pajes de la corte, con sus manteos flotantes y su
alegre revolotear de cintas; pero con mayor frecuencia iba solo,
comprendiendo a través de un certero instinto, más bien una adivinación, que
los secretos del arte se aprenden mejor en secreto, y que a la Belleza, como a
la Sabiduría, les gusta el adorador solitario.
* * *
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acababan de traer de Venecia y que parecía anunciar el culto de nuevos
dioses. En otra ocasión se le perdió de vista durante varias horas, y tras una
larga búsqueda lo habían descubierto en un camarín de una de las torretas del
lado norte del palacio, contemplando, como en éxtasis, una gema griega en la
que estaba tallada la figura de Adonis. Lo habían visto, según otra historia,
apretando sus cálidos labios contra la frente de mármol de una antigua estatua
descubierta en el lecho de un río con motivo de la construcción de un puente
de piedra y que tenía una inscripción con el nombre del esclavo bitinio de
Adriano. Una noche entera, en fin, se la había pasado observando el efecto de
la luz de la luna sobre una imagen de plata de Endimión.
Todos los materiales raros y costosos lo fascinaban ciertamente, y en su
ansia por conseguirlos había enviado muchos mercaderes: unos, a comprar
ámbar a los rudos pescadores de los mares del Norte; otros, a Egipto en busca
de aquellas extrañas turquesas verdes que sólo se encuentran en las tumbas de
los reyes, y que dicen que tienen poderes mágicos; otros, a Persia por
alfombras de seda y cerámica decorada; y otros, a la India a comprar gasa y
marfil veteado, piedras lunares y pulseras de jade, maderas de sándalo,
esmaltes azules y chales de lana fina.
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Pero lo que más le preocupaba era el traje que iba a llevar en su
coronación, el traje de oro tejido y la corona tachonada de rubíes, y el cetro
con sus filas y anillos de perlas. Realmente; eso era en lo que pensaba aquella
noche reclinado en su lujoso diván, contemplando el grueso leño de pino que
ardía en la chimenea. Los diseños, obra de los artistas más famosos de la
época, habían sido sometidos a su aprobación muchos meses antes, y él había
dado las órdenes para que los artífices se pusieran a la tarea noche y día, y que
el mundo entero fuese registrado en busca de joyas dignas de tal empeño. Se
imaginaba a sí mismo de pie ante el altar mayor de la catedral con las
hermosas vestiduras regias, y una sonrisa jugueteaba remolona en sus
aniñados labios, e iluminaba con vivo resplandor sus oscuros ojos selváticos.
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Al cabo de un rato, se levantó, dejó vagar sus ojos por la habitación
tenuamente alumbrada. De las paredes colgaban ricos tapices representando el
Triunfo de la Belleza. Un gran armario con incrustaciones de ágata y
lapislázuli ocupaba uno de los rincones, y frente a la ventana había un
aparador curiosamente tallado con paneles lacados de oro, sobre el que
brillaban unas primorosas copas de cristal veneciano y una taza de ónix con
vetas oscuras. Pálidas amapolas bordadas en la colcha de seda de la cama
parecían haberse desprendido de las cansadas manos del Sueño, y esbeltos
junquillos de marfil estriado sostenían el dosel de terciopelo, del que surgían
grandes penachos de plumas de avestruz, como espuma blanca, hasta la pálida
plata del techo calado. Un sonriente Narciso de bronce verde sostenía un
bruñido espejo por encima de su cabeza. Sobre la mesa había un cuenco plano
de amatista.
Afuera, él podía ver la enorme cúpula de la catedral, alzándose como una
burbuja por encima de las sombrías casas, y también a los aburridos
centinelas que marcaban el paso, arriba y abajo, por la brumosa terraza junto
al río. A lo lejos, en un huerto, cantaba un ruiseñor. Un tenue aroma de jazmín
llegaba por la ventana abierta. El príncipe apartó los oscuros rizos de su frente
y, tomando el laúd, dejó que sus dedos acariciasen las cuerdas. Sus párpados
se dejaron caer pesadamente, y una extraña languidez lo invadió. Nunca hasta
entonces había sentido tan agudamente, o con tan exquisito gozo, la magia y
el misterio de las cosas hermosas.
Cuando sonaron las doce en el reloj de la torre, tocó una campanilla, y sus
pajes entraron y lo desvistieron con mucha ceremonia, derramando agua de
rosas en sus manos y esparciendo flores en su almohada. Unos instantes
después que ellos hubieran abandonado la habitación se quedó dormido.
* * *
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corrían a través de la urdimbre, ellos levantaban las pesadas tablillas, y
cuando las lanzaderas se paraban, ellos dejaban caer las tablillas y juntaban
los hilos. Sus caritas estaban depauperadas por el hambre, y sus delgadas
manos se estremecían y temblaban. Unas mujeres macilentas cosían sentadas
a una mesa. Un olor terrible llenaba el lugar. El aire estaba viciado y espeso, y
las paredes chorreaban humedad.
El joven Rey se acercó a uno de los tejedores, permaneció junto a él y
contempló lo que estaba haciendo.
Y el tejedor lo miró furiosamente y le dijo:
—¿Por qué me miras? ¿Eres un espía enviado por nuestro amo?
—¿Quién es tu amo? —preguntó el joven Rey.
—¡Nuestro amo! —exclamó el tejedor con amargura—. Es un hombre
como yo, ni más ni menos. La diferencia entre nosotros es que mientras él
lleva buena ropa, yo llevo harapos, y mientras yo estoy muerto de hambre, él
no sufre más que de hartura.
—El país es libre —dijo el joven Rey— y no sois esclavos de nadie.
—En la guerra —respondió el tejedor— los fuertes hacen esclavos a los
débiles, y en la paz los ricos hacen esclavos a los pobres. Tenemos que
trabajar para vivir, y nos pagan salarios tan escasos que nos morimos.
Trabajamos todo el santo día para ellos, y ellos amontonan oro en sus cofres;
mientras, nuestros hijos mueren antes de tiempo, y las caras de los que
amamos se vuelven duras y malas. Nosotros pisamos la uva y otros se beben
el vino. Sembramos el trigo y nuestra mesa está vacía. Llevamos cadenas,
aunque nadie las vea; y somos esclavos, aunque los hombres nos llamen
libres.
—¿Y os ocurre igual a todos? —preguntó él.
—A todos —respondió el tejedor—, lo mismo a los jóvenes que a los
viejos, a las mujeres que a los hombres, a los niños pequeños que a los
ancianos.
Los mercaderes nos oprimen y nosotros tenemos que aguantarnos. El
sacerdote pasa a caballo a nuestro lado desgranando las cuentas de su rosario,
y nadie se ocupa de nosotros. Por nuestras callejuelas sombrías se arrastra la
Pobreza con sus famélicos ojos, y el Pecado con su embrutecida cara le sigue
de cerca los pasos. La Miseria nos despierta por la mañana y la Vergüenza se
sienta a nuestra mesa cuando llega la noche. ¿Pero qué te importa a ti de todo
eso? Tú no eres de los nuestros. Tu cara es demasiado feliz.
Y con un gesto ceñudo se volvió de espaldas y accionó la lanzadera del
telar, y el joven Rey vio que la trama era de hilos de oro.
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Y completamente aterrado, dijo al tejedor:
—¿Qué vestido es ése que estás tejiendo?
—Es el vestido para la coronación del joven Rey —respondió—. ¿A ti
qué te importa?
Y el joven Rey dio un grito enorme y se despertó, y hete aquí que estaba
en su propio aposento, y por la ventana veía la luna llena, del color de la miel,
como colgando del cielo oscuro.
* * *
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Al fin llegaron a una pequeña bahía, y empezaron a sondear. Soplaba una
ligera brisa desde la playa, y la cubierta y la gran vela latina se cubrieron de
un fino polvo rojo. Tres árabes, montados en asnos salvajes, pasaron
cabalgando y arrojaron lanzas sobre ellos. El patrón de la galera cogió un arco
decorado y su flecha alcanzó a uno de ellos en la garganta, que cayó
pesadamente sobre el borde del agua, mientras sus compañeros se alejaban al
galope. Una mujer envuelta en un velo amarillo los seguía lentamente
montada en un camello, y de vez en cuando volvía la mirada hacia el cuerpo
muerto.
Tan pronto como echaron el ancla y arriaron las velas, los negros bajaron
a la bodega y trajeron una larga escala de cuerda lastrada con plomo. El
patrón de la galera la arrojó por la borda, atando el extremo a dos puntales de
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hierro. Entonces los negros cogieron al más joven de los esclavos, le quitaron
los grilletes, le taparon las narices y las orejas con cera y le ataron una piedra
grande a la cintura. Penosamente, bajó por la escalerilla y desapareció en el
mar. Unas burbujas brotaron en el sitio donde se sumergió. Algunos de los
otros esclavos miraban curiosamente por la borda. En la proa de la galera un
encantador de tiburones tocaba un tambor de manera monótona.
Al cabo de un rato, el buceador salió de las aguas y se agarró jadeando a
la escala, con una perla en su mano derecha. Los negros se la arrebataron y le
empujaron con fuerza, echándolo de nuevo al agua. Los esclavos se quedaron
dormidos sobre sus remos.
Una y otra vez volvió a aparecer, y siempre que lo hacía traía con él una
hermosa perla. El patrón de la galera las sopesaba y las ponía dentro de una
bolsita de cuero verde.
El joven Rey intentaba hablar, pero parecía como si tuviera la lengua
pegada al paladar y sus labios se negaran a moverse. Los negros parloteaban
entre ellos, y empezaron a pelearse por una sarta de cuentas brillantes. Dos
grullas volaban en círculos sobre el barco.
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Por fin, el buceador salió a la superficie por última vez, y la perla que traía
era más linda que todas las perlas de Ormuz, pues tenía forma de luna llena, y
era más blanca que la estrella de la mañana. Pero el rostro del esclavo estaba
extrañamente pálido, y al caer él sobre la cubierta, la sangre brotó a
borbotones de sus oídos y de su nariz. Por un instante se estremeció, hasta
quedar inmóvil. Los negros se encogieron de hombros y arrojaron el cuerpo al
mar.
Y el patrón de la galera se echó a reír. Y alargando la mano, tomó la perla,
y cuando la hubo contemplado, la apretó contra su frente e hizo una
reverencia.
—Será —dijo— para el cetro del joven Rey.
Y les hizo a los negros una seña para que levaran el ancla.
Y cuando el joven Rey oyó esto, dio un gran grito y se despertó, y por la
ventana vio los largos dedos grises del alba agarrándose a las estrellas, que se
desvanecían.
* * *
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—Son mis siervos —respondió.
Y la Muerte le preguntó:
—¿Qué tienes en la mano?
—Tengo tres granos de trigo —contestó la Avaricia—. ¿A ti qué te
importa?
—Dame uno —dijo la Muerte— para plantarlo en mi jardín; sólo uno, y
me iré.
—No te daré ninguno —dijo la Avaricia, y escondió la mano entre los
pliegues de su túnica.
Y la Muerte se echó a reír, y cogiendo una copa la metió en un charco de
agua, y de la copa salió la Fiebre Malaria. Con ella en la mano fue pasando
por entre la multitud y uno de cada tres se caía muerto. Una fría niebla iba tras
ella y las serpientes de agua corrían a su lado.
Y cuando la Avaricia vio que una tercera parte de aquella multitud había
muerto, se golpeó el pecho y sollozó. Golpeó su pecho estéril y gritó:
—Has matado a la tercera parte de mis siervos. Vete. Hay guerra en las
montañas de Tartaria, y los reyes de cada bando te están llamando. Los
afganos han sacrificado el buey negro y marchan al combate. Han golpeado
en sus escudos con sus lanzas y se han puesto los yelmos de hierro. ¿Qué
tiene mi valle para que tú quieras quedarte? Vete y no vuelvas nunca más.
—No —respondió la Muerte—. Hasta que no me hayas dado un grano de
trigo no me iré.
Pero la Avaricia cerró el puño y apretó los dientes:
—No te daré nada —murmuró.
Y la Muerte lanzó una carcajada, y tomando una piedra negra la arrojó
hacia el bosque, y de una espesura de cicutas silvestres salió la Fiebre con un
vestido llameante. Pasó por entre la multitud y los rozó, y cada hombre que
ella rozaba moría. A su paso se secaba la hierba.
Y la Avaricia se estremeció y puso ceniza en su cabeza:
—Eres cruel —gritó—, eres cruel. Hay hambre en las ciudades
amuralladas de la India y las cisternas de Samarcanda se han secado. Hay
hambre en las ciudades amuralladas de Egipto, y las langostas llegan del
desierto. El Nilo no ha inundado sus orillas, y los sacerdotes hacen rogativas a
Isis y Osiris. Vete con los que te necesitan y déjame a mis siervos.
—No —respondió la Muerte—. Hasta que no me des un grano de trigo no
me iré.
—No te daré nada —dijo la Avaricia.
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Y la Muerte se echó a reír de nuevo, y silbó entre sus dedos, y vino una
mujer volando por los aires. Llevaba escrito Peste en su frente y un montón de
flacos buitres revoloteaban a su alrededor. Cubrió el valle con sus alas y ni un
solo hombre quedó con vida.
Y la Avaricia huyó dando alaridos a través del bosque y la Muerte saltó
sobre su caballo rojo y se alejó al galope, y su galope era más veloz que el
viento.
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Y del fondo del légamo salieron arrastrándose dragones y seres horribles
con escamas, y vinieron los chacales trotando por la arena, venteando el aire
con sus fauces.
Y el joven Rey lloró, y dijo:
—¿Quiénes eran esos hombres y qué buscaban?
—Rubíes para la corona de un rey —respondió alguien que estaba detrás
de él.
Y el joven Rey tuvo un sobresalto y dándose vuelta vio a un hombre
vestido de peregrino con un espejo de plata en la mano.
Palideció y dijo:
—¿Para qué rey?
Y el peregrino respondió:
—Mira en este espejo y lo verás.
Y miró en el espejo y, al ver su propio rostro, dio un gran grito y se
despertó, y la brillante luz del día entraba a raudales en su habitación, y en los
árboles del jardín cantaban alegres los pájaros.
* * *
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Y cuando los cortesanos lo hubieron escuchado se miraron unos a otros
murmurando:
—A buen seguro que está loco; pues ¿qué es un sueño sino un sueño, y
qué es una visión sino una visión? No son cosas reales de las que haya que
hacer caso. ¿Y qué nos importan las vidas de los que trabajan para nosotros?
¿Es que tendrá un hombre que no comer pan hasta que haya visto al
sembrador, ni beber vino hasta que haya hablado con el viñador?
Y el chambelán habló al joven Rey y le dijo:
—Señor, os ruego que apartéis de vos esos negros pensamientos, y que os
pongáis este hermoso vestido y ciñáis esta hermosa corona a vuestra frente.
Pues ¿cómo conocerá la gente que sois un rey, si no vais ataviado de rey?
Y el joven Rey lo miró:
—¿Es así realmente? —preguntó—. ¿No me reconocerán como rey si no
voy ataviado de rey?
—No os reconocerán, mi señor —dijo el chambelán.
—Yo creía que había hombres que tenían porte de reyes —respondió él
—, pero puede que sea como tú dices. Y, sin embargo, no me pondré ese
vestido, ni seré coronado con esa corona, sino que saldré del palacio de la
misma manera que llegué a él.
Y ordenó que se fueran todos, salvo un paje que conservó como
compañero, un adolescente un año más joven que él. Lo retuvo, abrió un
arcón pintado y sacó de él la túnica de cuero y el manto de áspera piel que
llevaba puestos cuando guardaba en el monte las peludas cabras del cabrero.
Se lo puso todo y tomó en su mano el tosco cayado de pastor.
Y el pajecillo abrió admirado sus grandes ojos azules y le dijo sonriendo:
—Señor, veo vuestro vestido y vuestro cetro, pero ¿dónde está vuestra
corona?
Y el joven Rey cogió una rama de espino que trepaba por su balcón, y
doblándola hizo un círculo con ella y se lo puso en la cabeza.
—Ésta será mi corona —respondió.
Y ataviado de tal manera salió de su aposento al Gran Salón donde
estaban los nobles esperándolo.
Y los nobles se divirtieron al verlo, y hubo incluso quienes le gritaron:
—Señor, el pueblo espera a su Rey y vos le mostráis a un pordiosero.
Y otros decían con ira:
—Es una deshonra para nuestro país, y es indigno de ser nuestro señor.
Pero él no replicó ni una sola palabra, sino que pasó ante ellos y bajó la
escalera de brillante pórfido y salió por las puertas de bronce, y, montando en
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su caballo, cabalgó hacia la catedral, seguido de su pajecillo, que corría a su
lado.
Y la gente se reía y decía:
—Es el bufón del Rey el que va a caballo.
Y se burlaban de él.
Pero el Rey tiró de las riendas y dijo:
—No, yo soy el Rey.
Y les contó sus tres sueños.
Y un hombre salió de entre la multitud y le dirigió estas agrias palabras:
—Señor, ¿no sabes que del lujo del rico se alimenta la vida del pobre? Tu
pompa y tus vicios nos dan el pan. Es duro trabajar para un amo, pero es aún
más duro no tener amo para el que trabajar. ¿Crees que nos van a alimentar
los cuervos? ¿Y qué remedios tienes para estas cosas? ¿Dirás a los
compradores, «Esto lo vas a comprar por tanto», y al vendedor, «Esto lo vas a
vender a este precio»? Creo que no. Así que vuelve a tu palacio y ponte las
púrpuras y la ropa fina. ¿Qué tienes tú que ver con nosotros y con nuestros
sufrimientos?
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—¿No son hermanos el rico y el pobre? —preguntó el joven Rey.
—Sí —respondió el hombre—, y el hermano rico se llama Caín.
Y los ojos del joven Rey se llenaron de lágrimas y cabalgó entre las
murmuraciones del pueblo, y el pajecillo tuvo miedo y lo abandonó.
Y cuando llegó al gran pórtico de la catedral, los soldados avanzaron con
sus alabardas y le dijeron:
—¿Qué buscas aquí? Nadie más que el Rey puede entrar por esta puerta.
Y su rostro enrojeció de ira y les dijo:
—Yo soy el Rey.
Y apartando sus alabardas, pasó y entró en el templo.
Y cuando el anciano obispo lo vio llegar con sus ropas de cabrero, se
levantó atónito de su trono y salió a su encuentro y le dijo:
—Hijo mío, ¿son éstas las vestiduras de un rey? ¿Y con qué corona he de
coronarte, y qué cetro colocaré en tu mano? En verdad que éste tendría que
ser un día de alegría para ti y no un día de humillación.
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—¿Es que puedo vestir con alegría lo que ha sido confeccionado con
pena? —dijo el Rey.
Y le contó sus tres sueños.
Y cuando el Obispo lo hubo oído, frunció el ceño y dijo:
—Hijo mío, soy un anciano, y en el invierno de mis días sé que son
muchas las cosas malas que se hacen en el ancho mundo. Los feroces
salteadores bajan de las montañas, y secuestran a los niños y los venden a los
moros. Los leones están al acecho de las caravanas y saltan sobre los
camellos. Los jabalíes arrancan de raíz el trigo en los valles, y los zorros roen
las viñas en las laderas. Los piratas devastan las costas y queman los barcos
de los pescadores y les quitan los aparejos. En las salinas viven los leprosos;
viven en chozas de caña y nadie puede aproximarse a ellos. Los mendigos
vagan por las ciudades, y comparten su comida con los perros. ¿Puedes tú
evitar que pasen estas cosas? ¿Harás del leproso tu compañero de cama y
sentarás al mendigo a tu mesa? ¿Hará el león lo que le mandes y te obedecerá
el jabalí? Aquel que creó la miseria ¿no es por ventura más sabio que tú? Por
eso no puedo alabar lo que has hecho, y además te pido que vuelvas al Palacio
y alegres el rostro y vistas las vestiduras que convienen a un rey, y yo te
coronaré con la corona de oro, y pondré en tu mano el cetro de perlas. Y en
cuanto a tus sueños, no pienses más en ellos. La carga de este mundo es
demasiado pesada para que pueda soportarla un hombre solo, y el dolor del
mundo es demasiado para que lo sufra un solo corazón.
—¿Y eres tú quien dice eso, y en esta casa? —preguntó el joven Rey. Y
caminando a grandes pasos, pasó ante el Obispo, subió las gradas del altar y
se detuvo ante la imagen de Cristo.
Se detuvo ante la imagen de Cristo, y a su mano derecha y a su mano
izquierda estaban los maravillosos vasos de oro, el cáliz con el vino dorado y
los pequeños frasquitos con los santos óleos. Se arrodilló ante la imagen de
Cristo y los grandes cirios ardían jubilosamente junto al enjoyado sagrario, y
el humo del incienso subía en finas espirales azules hacia la cúpula. Inclinó la
cabeza para orar, y mientras, los sacerdotes, con sus rígidas capas pluviales,
se alejaron cautelosamente del altar.
Y de repente se oyó un espantoso tumulto que llegaba desde la calle, y
penetraron los nobles con las espadas desenvainadas y agitando penachos de
plumas y escudos de bruñido acero.
—¿Dónde está ese soñador de sueños? —gritaban—. ¿Dónde está ese Rey
vestido como un pordiosero, ese jovenzuelo que trae la vergüenza sobre
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nuestro Estado? Venimos a matarlo porque es indigno de gobernar sobre
nosotros.
Y el joven Rey inclinó su cabeza de nuevo y oró, y cuando hubo acabado
su oración se levantó y volviéndose hacia ellos los miró con tristeza.
Y he aquí que, a través de las vidrieras artísticas, entró el sol a raudales
cayendo sobre él, tejiendo en torno suyo un vestido mucho más hermoso que
aquel que había sido creado para su placer. El seco cayado floreció
cubriéndose de lirios más blancos que las perlas. El seco espino floreció y se
llenó de rosas más rojas que los rubíes. Más blancos que las perlas eran los
lirios y sus tallos eran de plata fina. Más rojas que rubíes eran las rosas y sus
hojas eran de oro pulido.
Allí quedó de pie, vestido de Rey, y las puertas del enjoyado sagrario se
abrieron de par en par y desde el cristal de la custodia surgió una maravillosa
y mística luz. Allí quedó inmóvil, vestido de rey, y la Gloria de Dios llenó el
lugar y los santos en sus labradas hornacinas parecían tomar vida. Con el
hermoso vestido regio permaneció inmóvil ante ellos, y el órgano lanzó su
música atronadora, y los trompeteros hicieron sonar sus trompetas y los niños
del coro cantaron.
Y el pueblo cayó de rodillas atemorizado, y los nobles envainaron sus
espadas y le rindieron vasallaje, y el Obispo palideció y le temblaron las
manos.
—Uno más grande que yo te ha coronado —exclamó, y se arrodilló ante
él.
Y el joven Rey bajó del altar mayor y regresó a su palacio por entre la
multitud. Pero nadie se atrevió a mirarlo a la cara, pues era semejante a la cara
de un ángel.
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EL NIÑO-ASTRO
Eranse una vez dos pobres leñadores que volvían a su casa a través de un
gran bosque de pinos. Era invierno, y hacía una noche de frío horrible. Una
gruesa capa de nieve cubría la tierra y las ramas de los árboles; el hielo
acumulado hacía crujir las ramas más débiles a uno y otro lado del camino,
cuando ellos pasaban; y cuando llegaron a la Cascada de la Montaña, la
encontraron inmóvil, suspendida en el aire, porque había sido besada por el
Rey de los Hielos.
Hacía tanto frío que hasta los animales y los pájaros estaban sin saber qué
hacer.
—¡Uuuh! —aullaba el lobo, cojeando por entre los matorrales con el rabo
entre las patas—, qué tiempo más horrible, ¿por qué no hace algo el
Gobierno?
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—¡Uit! ¡uit! ¡uit! —piaban los pardillos verdes—. La anciana Tierra ha
muerto, y la han amortajado con su blanco sudario.
—La Tierra va a casarse, y se ha puesto su vestido de novia —se decían
las tórtolas en un susurro. Tenían sus rojas patitas ateridas de frío, pero creían
un deber enfocar la situación desde un punto de vista romántico.
—¡Qué tonterías! —gruñó el lobo—. Os digo que todo esto es culpa del
Gobierno, y al que no me crea, me lo como.
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El lobo tenía gran sentido práctico y nunca le faltaban buenos argumentos.
—Bueno, por lo que a mí respecta —dijo el pájaro carpintero, que era un
filósofo nato—, yo me carcajeo de las teorías cuando las cosas están claras. Si
una cosa es así, pues es así, y ahora lo que hace es un frío de horror.
La verdad es que el frío era tremendo. Las pequeñas ardillas, que vivían
en el interior del gran abeto, se frotaban los morritos unas a otras para darse
calor, y los conejos, agazapados en sus madrigueras, ni siquiera se
aventuraban a echar una mirada afuera. Los únicos seres que parecían
disfrutar eran los grandes búhos cornudos. Tenían las plumas casi tiesas por la
escarcha, pero les traía sin cuidado y miraban alrededor con sus grandes ojos
amarillos, llamándose unos a otros a través del bosque:
—¡Tu-juit! ¡Tu-ju! ¡Tu-juit! ¡Tu-ju! ¡Qué tiempo más delicioso tenemos!
Y los dos leñadores continuaban su camino sin parar, soplándose los
dedos con fuerza, y pateando con sus botazas claveteadas sobre la nieve
endurecida. Una vez se cayeron dentro de un hoyo cubierto de nieve, y
salieron de él más blancos que los molineros cuando las ruedas del molino
están moliendo. Y otra vez resbalaron sobre la dura y tersa capa de hielo, allí
donde el agua de la charca estaba congelada, y se les desparramó la leña de
los haces, y tuvieron que recogerla de nuevo y volverla a atar. Y otra vez
creyeron que se habían perdido y se asustaron muchísimo, pues sabían que la
nieve es cruel con los que se duermen en sus brazos. Pero ellos tenían fe en el
buen San Martín que vela por los caminantes, y volviendo sobre sus pasos,
caminaron con prudencia y, al fin, llegaron hasta la linde del bosque y vieron
a lo lejos, en el valle que se extendía a sus pies, las luces de su pueblo.
Estaban tan contentos de verse a salvo que se echaron a reír
estrepitosamente, y la tierra les pareció como una flor de plata, y la luna como
una flor de oro.
Pero cuando se calmó su risa, se entristecieron al acordarse de su pobreza,
y uno de ellos dijo al otro:
—A qué viene esta alegría, si la vida es para los ricos y no para los que
son como nosotros. Más nos hubiera valido morir de frío en el bosque o que
nos hubieran devorado las fieras.
—Verdaderamente —respondió su compañero—, a unos tanto y a otros
tan poco. La injusticia ha hecho las partijas en el mundo, y sólo fue equitativa
en el reparto de la desgracia.
Y mientras iban lamentándose de sus miserias, sucedió esta cosa extraña.
Cayó del cielo una estrella muy brillante y hermosa. Se deslizó por un costado
del firmamento, pasando junto a otras estrellas en su carrera, y a los
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leñadores, que la contemplaban admirados, les pareció que había caído detrás
del bosquecillo de sauces que estaba junto a un pequeño redil, no más lejos
que un tiro de piedra.
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—¡Anda! ¡Una olla de oro para quien la encuentre! —exclamaron los dos,
y echaron a correr en su afán por el oro.
Y uno de ellos corrió más que su compañero y lo dejó atrás; se abrió paso
por entre los sauces, llegó al otro lado, y ¿qué es lo que vio? Pues ciertamente
una cosa de oro caída sobre la blanca nieve. Así que se apresuró hacia allí y
agachándose puso sus manos encima, y era un manto de tisú de oro,
primorosamente bordado de estrellas, y plegado en muchos dobleces. Gritó a
su compañero para decirle que había encontrado el tesoro caído del cielo, y
cuando el compañero llegó se sentaron los dos en la nieve y desdoblaron los
pliegues del manto para repartirse las monedas de oro. Pero, ¡ay!, allí no
había ni oro, ni plata, ni tesoro de ninguna clase, sino un niño pequeñín que
estaba dormido.
Y uno de ellos dijo al otro:
—Qué mal acaba nuestra esperanza, ¡bien poca suerte tenemos! ¿Qué
provecho puede tener un niño para un hombre? Dejémosle aquí y sigamos
nuestro camino, ya que somos pobres y tenemos nuestros propios hijos y no
podemos dar a otro el pan que les pertenece.
Pero su compañero le respondió:
—Nada de eso, sería una maldad dejar que el niño pereciera aquí en la
nieve. Soy tan pobre como tú y tengo muchas bocas que alimentar y bien
poco en el puchero, pero, a pesar de todo, me lo llevaré conmigo a casa y mi
mujer lo cuidará.
Así que cogió al niño con ternura, lo envolvió en el manto para
resguardarlo del tremendo frío y echó monte abajo hacia el pueblo, dejando
asombrado a su compañero por tanta necedad y blandura de corazón.
Y cuando llegaron al pueblo, le dijo su compañero:
—Como tú te quedas con el niño, dame a mí el manto, pues es justo que
repartamos las cosas.
Pero él le respondió:
—De ninguna manera, el manto no es ni tuyo ni mío, sino del niño. —Y
con un «¡Vete con Dios!» se fue a su casa y llamó a la puerta.
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Cuando le abrió su mujer y vio que su marido volvía sano y salvo, le echó
los brazos al cuello y lo besó; le ayudó a descargar los haces de leña, le quitó
la nieve de las botas y le dijo que entrara.
Pero él le contestó:
—He encontrado algo en el bosque, y te lo traigo para que lo cuides. —Y
no se movía del umbral de la puerta.
—¿Qué es? —exclamó ella—. Enséñamelo, pues la casa está vacía y nos
hacen falta muchas cosas.
Y él abrió el manto, y le mostró el niño dormido.
—¡Ay, hombre de Dios! —murmuró ella—, ¿no tenemos ya suficientes
hijos, para que traigas un niño abandonado a nuestro hogar? ¡Y quién sabe si
no nos traerá mala suerte! ¿Y cómo lo cuidaremos?
Y se puso furiosa contra él.
—No, no, es un Niño-Astro —respondió él.
Y le contó de qué extraña manera lo había encontrado.
Pero ella no se apaciguaba, sino que se burló de él y le dijo agriamente:
—Nuestros hijos carecen de pan ¿y vamos a alimentar un hijo ajeno?
¿Quién va a cuidar de nosotros? ¿Y quién nos va a dar de comer?
—No digas eso, Dios cuida hasta de sus gorriones y los alimenta —
respondió el hombre.
—¿Acaso los gorriones no mueren en invierno? —contestó ella—. ¿Y no
estamos ahora en invierno?
Pero el hombre no respondía ni se movía del umbral.
Un viento cortante venido del bosque entraba por la puerta abierta,
haciendo temblar a la mujer, que, tiritando, le dijo:
—¿No vas a cerrar la puerta? Entra un aire helado en casa, y me muero de
frío.
—En la casa donde hay un corazón duro, ¿no habrá siempre un aire
helado?
Sin decir una palabra, la mujer se arrimó al fuego.
Y tras unos momentos se volvió y lo miró con los ojos llenos de lágrimas.
Y él entró rápidamente y le puso al niño en los brazos, y ella lo besó y lo
acostó en la misma cuna donde estaba su hijo pequeño. Al día siguiente por la
mañana, el leñador cogió el curioso manto de oro y lo guardó en un arcón; y
un collar de ámbar que llevaba el niño puesto al cuello lo cogió la mujer del
leñador y lo guardó también en el arcón.
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* * *
Y así fue creciendo el Niño-Astro con los hijos del leñador; se sentaba a la
misma mesa y era su compañero de juegos. Y cada año que pasaba se volvía
más hermoso; tanto, que los habitantes del pueblo estaban maravillados, pues
mientras ellos eran cetrinos y de pelo negro, él era blanco y delicado como el
marfil, y sus bucles parecían la flor del narciso. También sus labios eran como
los pétalos de una roja flor, y sus ojos semejaban violetas a la orilla de un río
de agua cristalina, y su cuerpo se erguía esbelto como los narcisos de un
prado donde no entrara la guadaña del segador.
Pero tanta belleza lo inclinaba a la maldad. Crecía orgulloso, cruel y
egoísta. Despreciaba a los hijos del leñador y a los otros chicos del pueblo,
diciendo que eran de baja condición, mientras él era de noble estirpe, porque
había nacido de una Estrella. Y se hizo el amo de todos ellos y los llamaba sus
siervos. No tenía piedad con los pobres, ni con los ciegos o tullidos, ni con los
desheredados de cualquier clase; antes al contrario, les arrojaba piedras
obligándoles a retroceder hasta el camino real y los mandaba a mendigar el
pan a otra parte, de tal suerte que nadie, salvo quien estuviera fuera de la ley,
volvía dos veces a aquel pueblo a pedir limosna. Estaba tan pagado de su
belleza, que despreciaba a los débiles y poco agraciados, mofándose de ellos.
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Él se amaba a sí mismo; y en el verano, cuando el viento está en calma, se
tumbaba junto al pozo, en el huerto del cura, y contemplaba la maravilla de su
rostro y reía embelesado contemplando su propia hermosura.
El leñador y su mujer se lo reprochaban con frecuencia, diciéndole:
—Nosotros no te hemos tratado como tratas tú a los pobres abandonados
que no tienen a nadie que los socorra. ¿Por qué eres tan cruel con los que
necesitan compasión?
El viejo cura lo llamaba también con frecuencia y trataba de inculcarle el
amor a las criaturas, diciéndole:
—La mosca es tu hermana. No le hagas daño. Los pajarillos que vuelan
por el bosque tienen derecho a su libertad. No te diviertas poniéndoles
trampas. Dios creó a la babosa y al topo y cada uno ocupa su lugar. ¿Quién
eres tú para traer el dolor al mundo de Dios? Hasta el ganado de los campos
entona alabanzas al Señor.
Pero el Niño-Astro no hacía caso de sus palabras; fruncía el ceño, se
burlaba, volvía con sus compañeros y los mangoneaba a su antojo. Y sus
compañeros lo seguían, porque era hermoso, y el más rápido en las carreras, y
sabía bailar y tocar la flauta y componer música. Y dondequiera que el Niño-
Astro los llevaba, ellos lo seguían; y lo que el Niño-Astro les mandaba hacer,
ellos lo hacían. Y cuando con una caña afilada le saltaba los empañados ojos
al topo, ellos reían. Y cuando tiraba piedras a los leprosos, ellos reían
también. Y en todo los gobernaba, y sus corazones se volvieron tan duros
como el suyo.
* * *
Y he aquí que un día pasó por el pueblo una pobre pordiosera. Sus ropas
estaban rotas y andrajosas, sus pies ensangrentados por el duro camino que
había recorrido, y todo su aspecto era lamentable. Agotada, se sentó a la
sombra de un castaño para descansar.
Cuando el Niño-Astro la vio, dijo a sus compañeros:
—¡Eh, mirad! Allí, sentada, una asquerosa mendiga bajo aquel bonito y
frondoso árbol. Vamos, echémosla de aquí, pues es fea y desagradable.
Así que se aproximó y le tiró piedras burlándose de ella, y ella lo miraba
con ojos aterrorizados, sin apartar su mirada de él. Y cuando el leñador, que
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estaba cortando leña en un bosquecillo cercano, vio lo que estaba haciendo el
Niño-Astro, corrió a reprenderle, y le dijo:
—Eres duro de corazón y no sabes lo que es piedad. ¿Qué mál te ha hecho
esta pobre mujer para que la trates así?
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Y el Niño-Astro enrojeció de ira, y pateando el suelo de rabia dijo:
—¿Quién eres tú para decirme lo que tengo que hacer? Yo no soy hijo
tuyo para que tenga que obedecerte.
—Dices verdad —respondió el leñador—. Pero yo tuve compasión de ti
cuando te encontré en el bosque.
Y al oír estas palabras, la mujer lanzó un fuerte grito y cayó desmayada.
El leñador la llevó a su casa para que la cuidara su mujer, y cuando volvió en
sí, le ofrecieron comida y bebida, y trataron de consolarla.
Pero ella no quería comer ni beber y preguntó al leñador:
—¿No dijiste que encontraste al niño en el bosque? ¿Y no hace hoy diez
años de eso?
Y el leñador respondió:
—Sí, lo encontré en el bosque, y hoy hace justamente diez años.
—¿Y qué señales encontraste con él? —dijo ella—. ¿No llevaba al cuello
un collar de ámbar? ¿No estaba envuelto en un manto de tisú de oro bordado
de estrellas?
—Así es —respondió el leñador—, fue exactamente como tú dices.
Y sacando del arcón donde estaban guardados el manto y el collar de
ámbar, se los enseñó.
Al verlos, la pobre se echó a llorar de alegría y dijo:
—Es mi hijito, al que perdí en el bosque. Te lo ruego, manda a buscarlo
enseguida, porque he recorrido el mundo entero en su busca.
Así que el leñador y su mujer salieron y llamaron al Niño-Astro y le
dijeron:
—Entra en casa y allí encontrarás a tu madre que está esperándote.
El niño entró corriendo, sorprendido y radiante, pero cuando vio quién era
la que estaba esperándole, se echó a reír desdeñosamente y dijo:
—Vamos, ¿dónde está mi madre? Aquí no veo más que a esta vil
pordiosera.
Y la mujer le respondió:
—Yo soy tu madre.
—Tú estás loca —gritó el Niño-Astro, furioso—. Yo no soy tu hijo, tú
eres una pordiosera fea y andrajosa. Vete lejos de aquí y que no vea yo más
esa sucia cara.
—No, no, tú eres de verdad el hijito que me nació en el bosque —gritó
ella. Y cayendo de rodillas, lo rodeó con sus brazos—. Los bandidos te
raptaron, y te abandonaron para que murieras —murmuró ella—, pero yo te
reconocí nada más verte, y también he reconocido las señales: el manto de
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tisú de oro y el collar de ámbar. Ven conmigo, te lo ruego, pues he recorrido
el mundo entero en tu busca. Ven conmigo, hijo mío, pues necesito tu cariño.
Pero el Niño-Astro no se movió del sitio y le cerró las puertas de su
corazón, y no se oía más que el llanto lastimero de la mujer.
Al fin él le habló, y su voz fue dura y amarga:
—Si de verdad eres mi madre —dijo—, mejor sería que te hubieras
quedado por ahí lejos, en vez de venir a avergonzarme; yo me creía el hijo de
una estrella, y no el hijo de una pordiosera como tú dices que soy. Así que
¡vete de aquí y que yo no te vea más!
—¡Ay de mí, hijo mío! —lloró ella—. ¿No me darás siquiera un beso
antes de que me vaya? Por lo mucho que he sufrido para encontrarte.
—No —dijo el Niño-Astro—, eres demasiado repugnante. Antes besaría
yo a una víbora o a un sapo que a ti.
Entonces la mujer se levantó, y se fue hacia el bosque llorando
amargamente; y cuando el Niño-Astro vio que se había ido, se puso contento,
y volvió con sus compañeros para seguir jugando.
Pero cuando lo vieron venir, se burlaron de él diciéndole:
—¡Anda!, pero si eres más asqueroso que el sapo, y tan repugnante como
la víbora. Vete de aquí, que no queremos jugar contigo.
Y lo echaron del jardín.
El Niño-Astro frunció el ceño y se dijo:
—¿Qué es lo que me dicen? Iré al pozo y me miraré en el agua, y ella me
dirá lo guapo que soy.
Así que fue al pozo y se miró en el agua, pero he aquí que su rostro era
como el de un sapo y su cuerpo era escamoso como el de una víbora. Y
dejándose caer en la hierba, lloró y se dijo:
—A buen seguro que esto es un castigo por mi pecado. He renegado de mi
madre, y la he echado y he sido orgulloso y cruel con ella. Iré y la buscaré por
todo el mundo y no descansaré hasta encontrarla.
Entonces llegó la hija pequeña del leñador, y poniéndole sus manos en los
hombros le dijo:
—¿Qué importa que hayas perdido tu hermosura? Quédate con nosotros,
yo no me burlaré de ti.
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Y él contestó:
—No, porque he sido cruel con mi madre, y me ha sido enviada esta
desgracia como castigo. Tengo que marcharme lejos y vagar por el mundo
hasta que la encuentre y me dé su perdón.
Y salió corriendo hacia el bosque y llamó a su madre para que volviera,
pero no hubo respuesta. La llamó todo el día, y a la puesta del sol se echó a
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dormir en un lecho de hojas, y los pájaros y los animales huían de él, porque
recordaban su crueldad, y quedó solo, salvo el sapo que lo miraba fijamente, y
la cautelosa víbora que pasó junto a él arrastrándose.
Al despuntar el día se levantó y cogió unas bayas amargas de los árboles y
se las comió, y siguió de nuevo su camino a través del inmenso bosque,
derramando lágrimas amargas. Y a toda criatura que encontraba, le
preguntaba si había visto a su madre por casualidad.
Dijo al topo:
—Tú que andas bajo tierra. Dime, ¿está mi madre allí?
Y el topo respondió:
—Tú cegaste mis ojos, ¿cómo quieres que la vea?
Dijo al pardillo:
—Tú que vuelas por encima de los altos árboles y ves el mundo entero.
Dime, ¿puedes ver a mi madre?
Y el pardillo respondió:
—Tú recortaste mis alas para divertirte, ¿cómo quieres que vuele?
Y a la pequeña ardilla que vivía sola en el abeto le dijo:
—¿Dónde está mi madre?
Y la ardilla respondió:
—Tú has matado a la mía, ¿es que también quieres matar a la tuya?
Y el Niño-Astro lloró y agachó la cabeza, y pidió perdón a las criaturas de
Dios, y siguió su camino a través del bosque en busca de la pordiosera. Y al
tercer día llegó al otro lado del bosque y bajó al llano.
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Cuando pasaba por los poblados, los niños se burlaban de él y le tiraban
piedras, y los aldeanos no lo dejaban ni dormir en sus establos por miedo a
que trajera la negra al trigo almacenado, tan repugante era su aspecto, y los
mozos lo echaban, y nadie tenía piedad de él. Tampoco consiguió oír nada, en
ninguna parte, acerca de la mendiga que era su madre, y así recorrió el mundo
por espacio de tres años. A veces le parecía verla en el camino, frente a él, y
la llamaba, y corría tras ella hasta que los guijarros hacían sangrar sus pies.
Pero jamás podía alcanzarla; y los que vivían junto al camino, siempre
negaban haber visto a la mendiga o a alguien que se le pareciera, y se
burlaban de su dolor.
Vagó por el mundo durante tres años, y no halló amor ni bondad ni
caridad para él, pues el mundo era igual al que él mismo había creado en los
días de su gran orgullo.
Y un anochecer llegó hasta la puerta de una ciudad fuertemente
amurallada que se alzaba junto a un río; cansado y con los pies
ensangrentados, intentó entrar, pero los soldados que montaban la guardia
pusieron sus alabardas atravesando la entrada y le dijeron ásperamente:
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—¿Qué se te ha perdido en esta ciudad?
—Busco a mi madre —respondió él—, y os suplico que me dejéis entrar,
pues quizá está en esta ciudad.
Pero ellos se burlaban de él, y uno de los soldados, sacudiendo la negra
barba que tenía, apoyó su escudo en el suelo y dijo:
—La verdad, tu madre no va a alegrarse cuando te vea, pues eres más feo
que el sapo de la charca y que la víbora que se arrastra por el cieno. Largo de
aquí. Largo. Tu madre no vive en esta ciudad.
Y otro, que sostenía un estandarte amarillo en la mano, le dijo:
—¿Quién es tu madre y por qué la buscas?
Y él respondió:
—Mi madre es un mendiga como yo, y me pesa haberla tratado
cruelmente; os suplico que me dejéis pasar para que me dé su perdón, si es
que se ha quedado en esta ciudad.
Pero ellos no se lo permitieron, y le aguijoneaban con sus lanzas.
Y cuando ya se marchaba llorando llegó uno que llevaba una armadura
con florones dorados y casco donde lucía un león alado, y preguntó a los
soldados quién era el que solicitaba entrar.
Y ellos le dijeron:
—Es un pordiosero, hijo de una pordiosera, y lo hemos echado de aquí.
—No —exclamo riéndose—, podemos vender este horror de criatura
como esclavo, y su precio será una jarra de vino dulce.
Y un viejo de cara maligna, que pasaba por allí, dijo en alta voz:
—Por ese precio me lo quedo yo.
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Y cuando hubo pagado lo convenido, cogió al Niño-Astro de la mano y lo
condujo a la ciudad.
Después de recorrer muchas calles, llegaron hasta una puertecilla abierta
en un muro que cubrían las hojas de un granado. El viejo golpeó la puerta con
un anillo de jaspe tallado y la puerta se abrió. Bajaron seis escalones de
bronce y se encontraron en un jardín lleno de adormideras negras y jarras
verdes de arcilla. El viejo sacó entonces de su turbante una bufanda de seda
estampada, y le vendó con ella los ojos al Niño-Astro, y le hizo avanzar hacia
adelante. Y cuando le quitó la venda de los ojos, el Niño-Astro se encontró en
una mazmorra, alumbrada por una lámpara de cuerno.
El viejo puso ante él un tajo con un pedazo de pan mohoso y le dijo:
—Come.
Y agua salada en una taza, y le dijo:
—Bebe.
Y cuando el niño hubo comido y bebido, el viejo se fue, cerrando la
puerta tras él y asegurándola con una cadena de hierro.
* * *
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* * *
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Y el Niño-Astro se apiadó de ella y la soltó, diciéndole:
—Yo no soy más que un esclavo, pero puedo darte la libertad.
Y la liebre le contestó:
—Verdaderamente me has dado la libertad, ¿y qué te daré yo a cambio?
Y el Niño-Astro le dijo:
—Estoy buscando una moneda de oro blanco, y no la encuentro por
ninguna parte, y si no se la llevo a mi amo, me azotará.
—Ven conmigo —dijo la liebre— y te conduciré hasta ella, pues sé dónde
está escondida y con qué propósito.
Y el Niño-Astro siguió a la liebre, y ¿qué creéis que vio? Pues en la
hendidura de un gran roble vio la moneda de oro blanco que estaba buscando.
Lleno de alegría, la cogió y dijo a la liebre:
—El favor que te hice me lo has devuelto con creces, y la compasión que
tuve contigo me la has devuelto centuplicada.
—No —respondió la liebre—. Yo he hecho contigo lo mismo que tú
hiciste conmigo.
Y desapareció corriendo velozmente, y el Niño-Astro regresó a la ciudad.
Y sucedió que a la puerta de la ciudad estaba sentado un leproso. Tenía la
cara cubierta con un capuchón de lienzo gris, y a través de los agujeros, para
que pudiera ver, brillaban sus ojos como dos carbones encendidos. Cuando
vio venir al Niño-Astro, golpeó su escudilla de madera y, sonando su
campanilla con estrépito, lo llamó diciéndole:
—Dame una moneda o me moriré de hambre. Porque me han arrojado de
la ciudad y nadie tiene piedad de mí.
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—¡Ay! —exclamó el Niño-Astro—, sólo tengo una moneda en mi bolsa,
y si no se la llevo a mi amo, me azotará, pues soy su esclavo.
Pero el leproso rogó y suplicó hasta que el Niño-Astro se apiadó de él, y
le dio la moneda de oro blanco.
Y cuando llegó a la casa del Mago, éste le abrió la puerta, le hizo entrar y
le dijo:
—¿Traes la moneda de oro blanco?
Y el Niño-Astro respondió:
—No la traigo.
Entoces el Mago se abalanzó sobre él y le pegó y puso ante él un tajo
vacío y le dijo:
—Come.
Y una taza vacía y le dijo:
—Bebe.
Y lo encerró de nuevo en la mazmorra.
A la mañana siguiente, el Mago vino de nuevo y le dijo:
—Si no me traes hoy la moneda de oro amarillo, te guardaré como
esclavo y te daré trescientos latigazos.
Así que el Niño-Astro se fue al bosque y estuvo todo el santo día
buscando la moneda de oro amarillo, pero no pudo encontrarla por ninguna
parte, y al anochecer se dejó caer al suelo y se echó a llorar, pero cuando
estaba llorando llegó la pequeña liebre que él había soltado del cepo.
Y la liebre le dijo:
—¿Por qué lloras? ¿Y qué buscas en el bosque?
Y el Niño-Astro respondió:
—Busco una moneda de oro amarillo que está escondida aquí, y si no la
encuentro, mi amo me azotará y me guardará como esclavo.
—Sígueme —dijo la liebre, y salió corriendo por el bosque hasta llegar a
una charca de agua. Y en el fondo de la charca estaba la moneda de oro
amarillo.
—¿Cómo podré agradecértelo? —dijo el Niño-Astro—, porque ésta es la
segunda vez que me salvas.
—No, tú fuiste el primero en tener compasión de mí —dijo la liebre, y
desapareció corriendo velozmente.
El Niño-Astro cogió la moneda de oro amarillo, la metió en su bolsa y se
fue deprisa hacia la ciudad. Pero el leproso que lo vio venir, corrió a su
encuentro y, arrodillándose, gritaba:
—Dame una moneda o moriré de hambre.
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Y el Niño-Astro le dijo:
—Sólo tengo en mi bolsa una moneda de oro amarillo, y si no se la llevo a
mi amo, me azotará y me guardará como esclavo.
Pero el leproso le suplicaba tan angustiosamente, que el Niño-Astro se
compadeció de él y le dio la moneda de oro amarillo.
Y cuando llegó a la casa del Mago, éste le abrió la puerta, le hizo entrar y
le preguntó:
—¿Traes la moneda de oro amarillo?
Y el Niño-Astro le respondió:
—No, no la traigo.
Entonces el Mago se abalanzó sobre él y le pegó y lo cargó de cadenas y
lo metió de nuevo en la mazmorra.
Y a la mañana siguiente vino el Mago y le dijo:
—Si me traes hoy la moneda de oro rojizo te dejaré libre; pero si no me la
traes, te mataré.
Así que el Niño-Astro se fue al bosque y pasó todo el día buscando la
moneda de oro rojizo, pero no la encontró por ninguna parte. Y al anochecer
se sentó y se puso a llorar, y cuando estaba llorando llegó la pequeña liebre, y
le dijo:
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—La moneda de oro rojizo que estás buscando está en la cueva que hay
detrás de ti. Así que no llores más y alégrate.
—¿Cómo podré agradecértelo? —exclamó el Niño-Astro—, pues ésta es
la tercera vez que me has salvado.
—No, tú fuiste el primero en tener compasión de mí —dijo la liebre, y
desapareció corriendo velozmente.
Y el Niño-Astro entró en la cueva, y encontró la moneda de oro rojizo en
el rincón más alejado. Entonces la puso en su bolsa, y se volvió
apresuradamente a la ciudad. Y el leproso que lo vio venir se plantó en medio
del camino y lo llamaba gritando:
—Dame la moneda de oro rojizo, si no quieres que me muera.
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Y el Niño-Astro tuvo piedad de él una vez más y le dio la moneda de oro
rojizo diciéndole:
—Tu miseria es mayor que la mía.
Pero su corazón se entristeció porque sabía el destino cruel que le
aguardaba.
* * *
Pero hete aquí que cuando atravesaba la puerta de la ciudad los guardias
lo saludaron presentando armas y diciéndole:
—¡Qué hermoso es nuestro señor!
Y una gran muchedumbre lo siguió gritando:
—¡En verdad que no hay nadie más hermoso en todo el mundo!
Y el Niño-Astro, llorando, se decía:
—Se burlan de mí y hacen mofa de mi desgracia.
Y era tanto el gentío, que el muchacho se perdió y fue a dar al fin a una
gran plaza, donde estaba el palacio del Rey.
Y se abrieron las puertas del palacio, y los sacerdotes y los altos
dignatarios de la ciudad salieron a su encuentro rindiéndole homenaje y
pleitesía.
—Tú eres nuestro señor, el que estábamos esperando, y el hijo de nuestro
Rey.
Y el Niño-Astro les respondió:
—Yo no soy hijo de rey, sino hijo de una pobre mendiga. Y ¿cómo decís
que soy hermoso, si sé que tengo un aspecto desgraciado?
Entonces el personaje que tenía la armadura con florones de oro
incrustados y casco donde lucía un león alado, le presentó su escudo y
exclamó:
—¿Quién ha dicho que mi señor no es hermoso?
Y el Niño-Astro se miró y he aquí que su rostro era el mismo que había
sido antes: había recuperado su belleza, y con sus ojos veía lo que nunca antes
había visto.
Y los sacerdotes y los altos dignatarios se arrodillaron diciendo:
—Estaba escrito hace largo tiempo por los profetas que en este día
vendría el que tiene que reinar sobre nosotros. Por tanto, acepte nuestro señor
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esta corona y este cetro, y sea en toda justicia y misericordia nuestro Rey.
Pero él les dijo:
—Yo no soy digno, porque negué a mi madre que me dio la vida, y no
descansaré hasta que la haya encontrado y consiga su perdón. Dejadme ir,
pues tengo que vagar de nuevo por el mundo y no puedo quedarme aquí
aunque me ofrezcáis la corona y el cetro.
Y mientras hablaba volvió el rostro hacia la calle que conducía a la puerta
de la ciudad y he aquí que entre la multitud que se apretujaba alrededor de los
soldados, vio a la mendiga que era su madre; y a su lado, al leproso que solía
estar sentado al borde del camino.
Y un grito de alegría brotó de sus labios. Entonces atravesó la plaza a todo
correr y fue a arrodillarse ante su madre; le besó los pies, que estaban
cubiertos de heridas, y los regó con sus lágrimas. Inclinó su cabeza hasta tocar
el polvo, y sollozando, como el que siente rompérsele el corazón, le dijo:
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—Madre, te negué en la hora de mi orgullo, acéptame en la hora de mi
humildad. Madre, te di odio. Dame tú amor. Madre, yo te rechacé. Recibe
ahora a tú hijo.
Pero la mendiga no respondió ni una palabra.
Entonces él se abrazó a los blancos pies del leproso y le dijo:
—Por tres veces tuve piedad de ti. Ruega una vez siquiera a mi madre
para que tenga piedad de mí.
Pero el leproso no le respondió una sola palabra.
Y él, sollozando de nuevo, le dijo:
—Madre, mi sufrimiento es mayor de lo que puedo soportar. Dame tu
perdón y déjame volver al bosque.
Y la mendiga, poniéndole la mano sobre su cabeza, le dijo:
—Levántate.
Y el leproso, poniéndole la mano sobre su cabeza, le dijo también:
—Levántate.
Y él se levantó y los miró, y ¿qué es lo que vio? Pues que un Rey y una
Reina estaban ante él.
Y la Reina le dijo:
—Éste es tu padre al que socorriste.
Y el Rey dijo:
—Ésta es tu madre cuyos pies has lavado con tus lágrimas.
Y los dos lo abrazaron y lo besaron. Luego lo llevaron al palacio, lo
vistieron con hermosos ropajes y pusieron la corona sobre su cabeza y el cetro
en su mano. Y reinó sobre la ciudad que se alzaba junto al río, y fue su dueño
y señor. Mostró gran justicia y clemencia con todos. Desterró al Mago
perverso; envió ricos presentes al leñador y a su mujer, y a los hijos de éstos
los cubrió de grandes honores. No consintió la crueldad con los pájaros ni con
los animales, sino que enseñó el amor, la bondad y la caridad. Dio de comer a
los pobres y vistió al desnudo, y el país conoció la paz y la prosperidad.
Pero no reinó largo tiempo, pues había sido tan grande su sufrimiento y
tan amargas sus penas, que murió al cabo de tres años, y el que le sucedió fue
un mal rey.
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