Bernardo Esquinca: Mar Negro

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BERNARDO ESQUINCA: MAR NEGRO

Un hombre de la ciudad no se adapta a cualquier cosa. Desde el momento en que descendí del
avión en el aeropuerto de Chetumal, la bocanada de aire caliente que me recibió me dejó claro
que entraba a un mundo diferente. Uno exuberante y cargado de humedades insidiosas. Sin
embargo, mi chamarra permaneció sobre mis hombros mientras esperaba a que la banda
transportadora trajera mi maleta; un último asidero al constante y familiar frío que sentía en la
Ciudad de México. En el trayecto de media hora a Bacalar intenté asimilar el paisaje:
vegetación tropical entre construcciones ruinosas, deshuesaderos y enormes anuncios de
cerveza Superior -bebida que yo creía extinta-; todo conspiraba para darle un toque de
decadencia al Caribe mexicano, a pesar de su pujante industria turística. Nada me preparó
para lo que encontré en Bacalar, el lugar al que había sido invitado por la Casa Internacional
del Escritor para dar un taller de narrativa durante quince días: un pueblito al que la publicidad
anunciaba como "mágico" pero al que yo realidad encontré en fantasmagórico. Con calles
asfaltadas por las que era difícil cruzarse con alguien, y más complicado aún conseguir una
buena cerveza. Bacalar está situado al borde de una laguna a la que debe su fama, una enorme
extensión de aguas quietas que cambian de colores como si se tratara de un camaleón. Algo
mágico había sin duda en ese lugar -desde el primer día escuché historias de niños ahogados
en la laguna y buzos que se sumergieron en el Cenote Azul para nunca regresar, perdidos en el
laberinto de cuevas subterráneas que conectaba con algo parecido al inframundo- pero su
auténtica naturaleza tardaría unos días en revelárseme.

Desde la primera noche batallé para conciliar el sueño, distraído por los inquietantes ruidos del
trópico, en especial un chasquido fuerte y cercano que provenía de la ventana de mi
habitación; parecía -o así lo quise pensar- como si una mujer agazapada en las sombras del
jardín de la Casa Internacional del Escritor me estuviera mandando besos. Después supe que
se trataba de unos diminutos animales amarillos llamados cuijas o besuconas.

Totalmente inofensivos, que se pegaban al techo del cuarto con esa eternidad pétrea tan
propia de los reptiles. Durante aquellas madrugadas calurosas e insomnes no pude dejar de
imaginar que aquellos besos siniestros eran lanzados por súcubos de colmillos afilados que
aguardaban en lo alto de las palmeras a que el sueño me venciera por completo.

Un hombre de la ciudad no se adapta a cualquier cosa, y yo jamás he podido con los bichos.
Para mi desgracia, Bacalar era un lugar infestado de ellos

Algunos, como descubrí más tarde, era inclasificables.


Shark Bay, Australia

El general MacCarthy contempló las dunas que se unían con el mar. Vio también las aletas de
algunos tiburones que se paseaban a unos metros de la orilla, dueños de aquel territorio
protegido de la mano del hombre. Era un paisaje único, pero MacCarthy no estaba ahí para
disfrutarlo. Se aproximó al campamento montado al borde de la amplia extensión de
estromatolitos y observó las maniobras de los biólogos. Aquellas formaciones primigenias que
se apiñaban en las aguas bajas como una colonia de mantecadas cubiertas de lama, le parecían
tan absurdas como anodinas, pero eran material de estudio prioritario del Proyecto Rojo, y él
debía vigilar que las muestras se tomaran y llegaran en buen estado al laboratorio. Eso en
teoría, porque los biólogos sabían hacer bien su trabajo, y él no entendía nada de embalaje,
biocontenedores de seguridad, temperaturas controladas. El general MacCarthy estaba ahí,
sobre todo, para asegurarse de que no hubiera testigos. De que nadie ajeno al Proyecto Rojo
se acercara e hiciera preguntas incómodas. Hasta el momento todo marchaba según lo
planeado. El gobierno australiano se mostró comprensivo y aceptó las explicaciones oficiales.
Pronto se irían de ahí. MacCarthy decidió relajarse y extrajo un puro de su chaleco. Desvió la
mirada de los biólogos y se puso a seguir la aleta de un tiburón hasta que se perdió mar
adentro.

Ser un hombre de la ciudad en el trópico tiene sus ventajas. El aplastante sol de Bacalar me
hacía caminar con la cabeza constantemente agachada, y así fue como me encontré con la
primera alimaña. Estábamos en un receso del taller, y me dirigía junto con algunos de los
alumnos a una tienda cercana en busca de agua. Sobre el asfalto había una criatura aplastada.
Me acuclillé para observarla de cerca. Parecía un insecto enorme. -Es una tarántula -me
confirmó Daniela.

Daniela era oriunda de Chetumal y la que mejor escribía entre todos los participantes del
taller. Desde el primer instante me sentí atraído por ella. Su piel morena, sus ojos grandes y
brillantes, y su aspecto saludable en general eran todo lo contrario a los espectros lechosos y
eternamente constipados que deambulaban por la Ciudad de México.

Yo sólo había visto tarántulas en los documentales de la televisión. Saqué mi celular y le tomé
fotografías. Un acto simple que después se convertiría en un ritual durante mi estancia en
Bacalar, aunque en ese momento no lo sospechaba. Tampoco sabía que las tarántulas tienen
ocho patas. Hice varias tomas ante la condescendencia de mis alumnos. Me sentí estúpido, el
ejemplar citadino que se impresiona con la fauna que para los locales resulta una obviedad.
Daniela me lanzó una mirada que decía “sólo es una araña”. Estaba parada a mi lado, con sus
largas y bronceadas piernas ofreciéndome un asidero ante el mundo salvaje. Ya las había
tenido alrededor de mi cintura y alrededor de mi cuello, apretándome con el vigor de sus
veintitrés años. Siempre he pensado que las piernas de las mujeres son mi mayor debilidad
también mi fortaleza. Lo mismo me han vencido que soportado. Por eso es la parte del cuerpo
femenino que más agradezco.

Cedí ante la impaciencia de Daniela y me levanté, olvidándome de la alimaña. Fue algo


pasajero. Al terminar la sesión del día, me retiré a mi habitación, bajé las fotografías a mi
laptop y me di cuenta de una cosa.

Andros Island, Bahamas

El mar estaba tan azul que parecía pintado con un crayón. A pesar de la paz que se respiraba
en aquel lugar, el general MacCarthy se sentía ansioso por regresar. Estaba harto de comer
pescado y escuchar las supercherías de los nativos. Afortunadamente, el equipo del Proyecto
Rojo ya preparaba las maletas. No había sido tarea fácil, como en Australia. Esta vez se
acercaron algunos curiosos a la zona de estromatolitos; McCarthy tuvo que distraerlos
llevándoselos al bar más cercano y dejando que lo atosigaran con las leyendas locales. Una
tortura. Al general le molestaba que los humanos buscaran monstruos donde no los había. Los
nativos le contaron la historia del mítico Lusca, una criatura gigantesca mitad tiburón, mitad
pulpo, que devoraba los barcos en altamar. Qué tontería. El único monstruo que existía era el
del ejército enemigo. Cuando se combatía cuerpo a cuerpo, y se miraban los ojos del rival
llenos de odio y temor, uno comprendía que ahí se alojaba la bestia. Él había matado cientos
de monstruos reales. Lo demás era material de literatura. Y al general MacCarthy no le
gustaban los libros.

Con el paso de los días continué topándome con extrañas criaturas aplastadas por las llantas
de los coches en el suelo de Bacalar. Yo las fotografiaba a todas, mientras Daniela les daba de
inmediato un nombre para intentar calmar mi creciente inquietud. Si sobre el asfalto había
algo peludo y con cola, demasiado grande para ser una rata y demasiado pequeño para ser un
perro, ella decía “tlacuache”. Si había algo que parecía un insecto, un grillo o tal vez una
hormiga pero del tamaño de un ratón, ella decía “cara de niño”. Sólo hubo algo que no pudo
explicar: la piel dejada por una serpiente, a la que sin duda muchos automóviles le habían
pasado por encima, porque tenía el grosor de una oblea. Una piel de serpiente, en apariencia
simple, que hasta yo supe identificar. Pero cuando la miramos bien nos dimos cuenta de que
en el lugar donde debería estar la cola había otra cabeza.

Por las noches me conectaba a Internet y me ponía a indagar sobre los animales que Daniela
nombraba. Así es como me enteré de que la forma habitual de las tarántulas no encajaba con
la que yo había fotografiado en Bacalar. Daniela se aburría con mis pesquisas y me arrastraba a
la cama. Su cuerpo era una novedad para mí, pero tenía algo más a su favor: la conexión a
Internet era lenta y se perdía constantemente. Así que yo dejaba que Daniela me alejara del
monitor y me enredara entre sus piernas. Lamía el sudor que goteaba por sus muslos, mordía
sus tobillos, succionaba los dedos de sus pies. En esos momentos lograba olvidar las cuijas, las
libélulas, los zancudos y los gusanos que acechaban en las paredes y en el piso del cuarto.

En el sexo somos más animales que nunca.

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