La Peor Se Ora Del Mundo e

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La peor señora

del mundo
Francisco Hinojosa

Ilustraciones de
Rafael Barajas El Fisgon
Primera edición, 1992
Tercera edición, 2010
Primera edición electrónica, 2010

© 2010, Francisco Hinojosa, texto


© 2010, Rafael Barajas El Fisgon, ilustraciones

D. R. © 2010, Fondo de Cultura Económica


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derecho de autor.

ISBN 978-607-16-0415-6

Hecho en México - Made in Mexico


Acerca del autor

Francisco Hinojosa nació en la ciudad de México en 1954. Es poeta y narrador de cuentos para
niños y adultos. En 1984 obtuvo el Premio de la International Board on Books for Young
People (IBBY) por La vieja que comía gente y, en 1993, el Premio de Cuento San Luis Potosí.
Acerca del ilustrador

Rafael Barajas, El Fisgón, nació en la ciudad de México en 1954. Es curador, muralista, pintor,
investigador, escritor, entrevistador y uno de los caricaturistas políticos más destacados en
México. Además ha ilustrado varios títulos para niños del FCE.
En el norte de Turambul, había una señora que
era la peor señora del mundo. Era gorda como
un hipopótamo, fumaba puro y tenía dos
colmillos puntiagudos y brillantes.
Además, usaba unas botas de pico y tenía las
uñas grandes y filosas con las que le gustaba
rasguñar a la gente.
A sus cinco hijos les pegaba cuando sacaban
malas calificaciones en la escuela y también
cuando sacaban dieces. Los castigaba cuando se
portaban bien y cuando se portaban mal. Les
echaba jugo de limón en los ojos lo mismo si
hacían travesuras que si le ayudaban a barrer la
casa o a lavar los platos de la comida.
Además de todo, en el desayuno les servía
comida para perros. El que no se la comiera
debía saltar la cuerda ciento veinte veces, hacer
cincuenta sentadillas y dormir en el gallinero.
Los niños del vecindario se echaban a correr en
cuanto veían que ella se acercaba. Lo mismo
sucedía con los señores y las señoras y los viejitos
y las viejitas y los policías y los dueños de las
tiendas.
Hasta los gatos y las gaviotas y las cucarachas
sabían que su vida peligraba cerca de la malvada
mujer. A las hormigas ni les pasaba por la cabeza
hacer su hormiguero cerca de su casa porque
sabían que la señora les echaría encima agua
caliente.
Era una señora mala, terrible, espantosa, malvadísima.
La peor de las peores señoras del mundo.
La más malvada de las malvadas.
Hasta que un día sus hijos y todos los habitantes
del pueblo se cansaron de ella y prefirieron huir
de allí porque temían por sus vidas.
Desde entonces, las plazas estaban vacías, ya no
ladraban los perros en las calles ni volaban los
pajaritos en el cielo ni buscaban flores las abejas.
Sólo se oía el silbido del viento y el repiquetear
de las gotas de lluvia contra los tejados de las
casas.
Fue así como la mala mujer se quedó sola
solitita, sin nadie a quien molestar o rasguñar.
El único ser que aún vivía allí era una paloma
mensajera que se había quedado atrapada en la
jaula de una casa vecina. La espantosa mujer se
divertía dándole de comer todos los días migas
de pan mojadas en salsa de chile y agua revuelta
con vinagre. Unas veces le arrancaban una
pluma y otras le torcía los dedos de las patas.
Cuando la pobre paloma estaba a punto de
morir, la señora, desesperada por no tener
alguien a quien pegarle, reconoció que sólo ella
podría ayudarla para atraer nuevamente a los
habitantes del pueblo.
Entonces decidió darle las migas de pan sin
salsa de chile, el agua pura y, después de unos
días, se atrevió a hacerle unas caricias.
Cuando estaba convencida de que la paloma ya
era su amiga y de que llevaría un mensaje a sus
hijos y a los habitantes del pueblo, escribió un
recadito, se lo puso en el pico y la echó a volar.
A los pocos días, los antiguos habitantes del
pueblo volvieron, ya que la peor de todas las
señoras del mundo les pidió disculpas en el
recadito.
La gente volvió al pueblo, regresó a sus casas y
con gran alegría rasguñó y pisó a la horrorosa
mujer.
Hasta que una noche, mientras todos dormían,
ella se dedicó a construir una muralla alrededor
del pueblo para que ya nadie pudiera escapar de
él. Quién sabe cómo lo hizo, pero lo cierto es que
una alta muralla atrapó, a la mañana siguiente, a
toditito el pueblo.
Y, desde entonces, volvió a ser la peor,
la más peor, la peorsísima de todas
las mujeres del mundo.
Les pegaba cachetadas
a sus hijos.

Mordía las orejas


de los carpinteros.
Apagaba su puro en los
ombligos de los taxistas.

Daba cocos en las


cabezas de los niños.
Asestaba puntapiés
a las viejitas.

Daba piquetes de ojos a los


generales del ejército.
Y reglazos en las manos
de los policías.

Luego le echaba carne


podrida a los perros.
Y qué decir de las flores: en unas
cuantas horas no hubo una sola
que conservara sus pétalos.
Hasta los leones se portaban como gatitos
cuando la veían, porque ella les jalaba tanto
la melena que los dejaba pelones y con
lagrimas en los ojos
Rasguñaba con sus largas uñas
las trompas de los elefantes.

Le torcía el cuello a las jirafas y se comía


vivas a las indefensas tarántulas.
Pero sucedió que un buen día, mientras la
señora dormía su siesta, todos los habitantes del
pueblo se reunieron en la plaza central. El jefe de
los bomberos dijo:
—Esto ya no puede seguir así.
—Es cierto —lo respaldó el boticario—.
Debemos tirar la muralla y correr a todo lo que
den nuestros pies.
—¿Y por qué no —preguntó un niño— la
convencemos de que ya nos deje de molestar?
—Ja, ja, ja —pegaron todos una sonora
carcajada, que apagaron de inmediato por temor
a despertarla.
—No —intervino el más viejo del pueblo—.
Lo que debemos hacer es engañarla.
—¿Engañarla? —se sorprendió el dueño de la
fábrica de hielo—. ¿Cómo vamos a engañarla?
—Muy fácil —aseguró el viejito—. Cuando ella
nos pegue vamos a darle las gracias. Si nos
muerde las orejas, le pedimos que lo haga otra
vez. Si nos rasguña, le decimos que es lo más
delicioso que hemos sentido en la vida. ¿Qué les
parece?
—¡Ooooh! —exclamaron todos con los ojos
abiertos.
—No es mala idea —añadió el dueño de la
mayor flotilla de camellos del pueblo.
Y así quedaron de acuerdo.
La señora se despertó de su siesta hecha una
furia. Tenía unas ganas enormes de pellizcar a
un niño. Al primero que encontró, que era su
hijo mayor, lo prendió del cachete y no lo soltó
hasta después de media hora. El hijo,
aguantando el dolor, le dijo:
—Gracias, mamita, ¿podrías darme otro
pellizco? Ándale, por favor, aunque sea uno
solo…
La señora, extrañada al principio, le dijo que
no, que él no merecía un premio así.
Luego se fue contra la vecina. En cuanto la
vio le dio una tremenda patada en la espinilla
con la punta de su bota.
Aunque le dolió en el alma, la vecina se
mordió los labios, aguantó las lágrimas y le dijo a
la agresora:
—Muchas gracias, muchas gracias. ¿Le podría
pedir un favor?
—¡Un favor! ¡Qué favor ni qué favor! —gritó
la malvada.
—Deme también una patada en las pompas. Se
siente muy rico. Nunca me había pegado alguien
tan bien como usted. Pega tan fuerte…
—¡No, no y no! ¿Quién se cree que es para
pedirme un favor?
—¿Ni siquiera una nalgada? —suplicó la
vecina con una cara, la verdad, muy triste.
Como vio que estaban sucediendo cosas muy
raras, la mala mujer fue a buscar al zapatero y le
jaló los pelos tanto que se quedó con ellos en la
mano.
—Muchas gracias, doña —le dijo—, le
agradecería que me quitara los demás pelos.
Tengo unas ganas de quedarme pelón que ni se
lo imagina. Y lo hace usted con tanta
delicadeza… Créame que ni el mejor peluquero
del mundo lo haría tan bien.
Y así fue la peor señora del mundo con todos
y cada uno de los habitantes del pueblo, hasta
que llegó la noche y le dio sueño.
Mientras ella dormía, la gente volvió a reunirse.
—Creo —dijo el más viejo— que nuestro
plan está funcionando. Ahora tenemos que
seguir engañándola. Cuando a ella se le ocurra
hacer alguna cosa buena, si es que se le ocurre,
vamos a quejarnos como si nos doliera y fuera la
peor cosa que alguien pudiera hacer.
La sonrisa se apoderó de todas las bocas, que
a coro respondieron:
—¡De acuerdo!
A la mañana siguiente, la peor señora del mundo
se levantó de pésimo humor. Fue a la cocina a
prepararles a sus hijos su comida para perros.
Hizo un fuerte coraje cuando descubrió que la
caja estaba vacía.
—¡Puaj! —se quejó—. Tendré que darles de
desayunar cereal con leche y miel.
Los niños, en cuanto vieron sus platos servidos,
empezaron a quejarse.
—Mamá, ¿qué es esto tan espantoso?
—¡Es cereal con miel, niño tonto!
—Yo no quiero.
—Ni yo —dijo el más chico con una lágrima
en los ojos.
—Prefiero comida para perros.
—Yo también —gritaron los otros al mismo
tiempo.
La mamá los obligó a todos a comer lo que
les había servido. Y ellos, por supuesto, pusieron
tal cara de asco que parecía que se estaban
comiendo un guisado de alacranes.
Después de dejar a sus hijos en la escuela se topó
en el camino con el herrero, que le dijo:
—Disculpe, señora, ¿podría hacerme el favor
de darme un karatazo en la espalda?
—¡No! ¿Quién se cree usted que es para
pedirme un favor, eh?
Estaba la señora tan enojada y tan confundida
con todo lo que pasaba a su alrededor que, sin
darse cuenta, le dio una moneda al limosnero
del pueblo. Éste se enfureció y le reclamó:
—¿Qué le sucede, señora? Llévese su horrible
dinero a otra parte. No me insulte con su
caridad.
Contenta de saber que eso no le gustaba al
limosnero, sacó de su bolsa todos los billetes y
todas las monedas que tenía y se los arrojó al
sombrero.
Y así sucedió con todos y cada uno de los
habitantes del pueblo.
Al último que encontró fue al más viejo, que le
dijo:
—Muy malos días tenga usted, señora. ¿Ya se
dio cuenta de que un ángel caído del cielo nos
puso en el pueblo una maravillosa muralla?
Todos estamos muy contentos y orgullosos de
tener una muralla tan bonita.
Llena de furia, echando baba por la boca y
espuma por las narices, corrió a la muralla y en
menos de una hora la derribó por completo.
Desde entonces todos vivieron felices, pues la
peor señora del mundo seguía haciendo las cosas
malas más buenas del mundo, mientras el
pueblo se divertía a sus anchas con sus engaños.

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