NoLoLlamesSexo

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PRUEBA DIGITAL
VALIDA COMO PRUEBA DE COLOR

NO LO LLAMES SEXO... ¿O SÍ?


EXCEPTO TINTAS DIRECTAS, STAMPINGS, ETC.

UNA NOVELA ROMÁNTICO ERÓTICA QUE NOS DISEÑO 27/05/2019 Jorge Cano

ENSEÑA QUE LOS REMORDIMIENTOS PUEDEN ANCLARTE EDICIÓN

A LA TIERRA PERO EL AMOR PUEDE ELEVARTE AL


CIELO. ¿HASTA DÓNDE ESTARÍAS DISPUESTO A LLEGAR
SELLO ESENCIA
COLECCIÓN

PARA OLVIDAR?
FORMATO 14,5 X 21,5 mm
RUSTICA

SERVICIO

El amor perjudica seriamente la salud, por eso yo sólo practico sexo.


Con quien sea, como sea y donde sea, y si es muy a menudo, mejor.
CARACTERÍSTICAS

Me gusta el sexo. Mucho. Pero no por el éxtasis que conlleva, o al IMPRESIÓN 4/0 tintas
CMYK
menos no únicamente por eso, sino porque sólo cuando estoy perdido
entre el placer, el deseo y la necesidad puedo dejar de pensar en lo que
hice. En el daño que provoqué. En las vidas que destrocé. En el precio PAPEL -

que me tocará pagar cuando me atrapen.


PLASTIFÍCADO BRILLO

Noelia Amarillo
Porque tengo claro que va a ser así. No puedo escapar. No sé
cómo hacerlo. UVI -

Llevaba huyendo tanto tiempo que ya ni siquiera sabía cuál era RELIEVE -
mi lugar en el mundo, hasta que di con Calix e Iskra. Y los deseé con
locura. Tanto que me volví descuidado y olvidé fortificar mi corazón. BAJORRELIEVE -

Pero no fueron ellos los que se colaron en él a través de las grietas STAMPING -

que se abrieron, sino la Reina del Infierno. Y la deseo mucho más de


lo que sería prudente. FORRO TAPA -

Noelia
www.esenciaeditorial.com
PVP 15,90 € 10240664

Amarillo GUARDAS -

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No lo llames sexo…
¿O sí?
Noelia Amarillo

Esencia/Planeta

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© Noelia Amarillo, 2019
© Editorial Planeta, S. A., 2019
Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)
www.esenciaeditorial.com
www.planetadelibros.com

© Imagen de la cubierta: Elisanth y Sixsmith – Shutterstock

Primera edición: julio de 2019


ISBN: 978-84-08-21354-3
Depósito legal: B. 12.549-2019
Composición: Realización Planeta
Impresión y encuadernación: Rodesa
Printed in Spain - Impreso en España

Ésta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares y sucesos que
aparecen son producto de la imaginación del autor o bien se usan en el marco
de la ficción. Cualquier parecido con personas reales (vivas o muertas),
empresas, acontecimientos o lugares es pura coincidencia.
El editor no tiene ningún control sobre los sitios web del autor o de terceros
ni de sus contenidos ni asume ninguna responsabilidad que se pueda derivar
de ellos.

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Hoy voy a hacerme daño. Me sumergiré en el dolor hasta que el


pasado desaparezca y sólo exista el ahora. Es la única manera de
sobrevivir.
Pensamiento fugaz de Uriel
pocas horas antes de la Nochebuena de 2018

El estruendo de la puerta golpeando la pared sobresaltó al hombre


que, atado al potro, luchaba por respirar. Al golpe lo siguió la voz
fiera y sensual de una valquiria cabreada y otra más profunda y
pausada de un hombre.
El estallido de Ama Lix no se hizo esperar. Por lo visto, alguien
había irrumpido en la mazmorra, molestándola. «Qué bien. Sólo
me falta que se ponga de peor humor y se desquite intensificando
el castigo», pensó Uriel con amargura. Desde luego, no era su día
de suerte.
¿Por qué coño tardaba tanto en morirse?
Uno de los recién llegados apartó al Dom de un empujón y, acto
seguido, arrancó la bola de la boca de Uriel, permitiendo que una
gran bocanada de aire le llenara los pulmones.
—No me jodas que al final no voy a morirme —jadeó al reco­
nocer a su libertador. Era Julio, uno de los socios del Lirio Negro y
también el maestro de ceremonias del Infierno, que no era otra
cosa que el sótano dedicado al BDSM del mejor antro de sexo de la
ciudad.

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—Dudo que tengamos esa suerte —replicó con frialdad una


mujer situada a su espalda.
Uriel se estremeció al oírla, porque no era una mujer cualquie­
ra: era la Reina del Infierno. Reconocería su voz entre un millón.
Su voz, pero no a ella, pues, a pesar de que lo había follado —una
sola e inolvidable vez en la que no le permitió correrse—, no había
conseguido verla. Parpadeó tratando de enfocar la vista y ése fue el
momento elegido por Julio para agarrarlo del pelo y alzarle la ca­
beza obligándolo a mirarlo.
—Está a punto de desmayarse —señaló antes de soltarlo sin nin­
gún cuidado.
—Te equivocas, sólo está en el subespacio* —protestó Ama Lix.
—No estoy en el subespacio ni a punto de desmayarme —graz­
nó Uriel aliviado al ver que Julio comenzaba a desatarlo.
—No tenéis derecho a interrumpir mi sesión —exigió Ama Lix,
ignorando su protesta.
—La sesión terminó en el momento en que desdeñasteis su pa­
labra segura y le pusisteis una mordaza que no había pactado —re­
futó la Reina con sequedad.
—Ésa es una acusación muy grave, no puedes saber lo que ha
ocurrido —señaló Ama Lix ofendida.
—Soy la Reina del Infierno, nada ocurre en mis dominios sin
que lo sepa —replicó Avril mirando asqueada a la pareja de Domi­
nantes—. Fuera. No quiero volver a veros.
—No puedes expulsarnos.
—Claro que puedo —señaló Avril.
Ama Lix abrió la boca para protestar, pero Uriel se le ade­
lantó.
—No te conviene llevarle la contraria, tiene un carácter horrible
—le advirtió mordaz tratando de girarse para ver a la Reina, aun­
que sin conseguirlo, pues aún tenía una mano atada. ¿Por qué coño
Julio le había desatado primero los pies? Maldito calvo sin cere­
bro—. Por cierto, rojo. Te lo repito por si acaso: rojo. ¿Lo has oído
bien esta vez o te vas a hacer la sorda como antes, puta? —increpó

* Una forma de trance que se da en ocasiones en sesiones de BDSM.

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a la sádica, dando buena muestra del carácter descarado y subver­


sivo que lo caracterizaba.
—¿Cómo te atreves? —jadeó Ama Lix al oírlo.
—Muérete, zorra —escupió Uriel.
Julio acabó en ese momento de desatarlo y Uriel apoyó las ma­
nos en el potro para auparse. Así aliviaría la agonía de su estómago
y, de paso, se daría la vuelta para ver de una puñetera vez a la es­
quiva Reina, aunque fuera entre los puntos negros que enturbiaban
su visión.
No llegó a incorporarse. Un súbito mareo lo hizo caer desmade­
jado sobre el potro y el impacto contra su dolorida tripa se ocupó
de robarle el conocimiento.
Julio lo atrapó antes de que cayera al suelo.
—Llévalo a mi cama —le ordenó Avril.
El calvo arqueó una ceja ante la inesperada orden, y, sin emitir
ninguna pregunta, se echó al hombro el peso muerto de Uriel y
salió de la mazmorra. Avril lo siguió, aunque se detuvo en el um­
bral de la puerta.
—Me encargaré personalmente de que todos los círculos Ds*
del país estén informados de que no respetáis los pactos que alcan­
záis con los sumisos.
Ama Lix y su compañero la miraron asustados. La palabra de la
Reina del Infierno era tenida muy en cuenta en ese mundo. Si los
acusaba de eso, les vetarían la entrada a la mayoría, sino a todos, de
los locales que frecuentaban.
—No puedes...
—Fuera —susurró Avril. Y lo hizo con un tono de voz tan géli­
do que no les quedó duda de que, si volvían a aparecer por allí, no
lo pasarían bien.

* Dominación y sumisión.

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Hoy me he enamorado!! Estaba en la tienda —ya os conté que desde


que dejé la universidad mi padre me obliga a trabajar gratis para él— y de
repente ha entrado el hombre de mis sueños. Altísimo, el pelo castaño cor-
to y fosco, ojos negros y una sonrisa torcida de lo más traviesa. Le ha pedi-
do trabajo a papá. Ojalá lo contrate.

Usuario Dulce Roser, post en Facebook,


24 de mayo de 2009. 1 «Me gusta»

Lunes, 24 de diciembre de 2018,


dos minutos antes de la medianoche

—¿Desde cuándo tienes tanto cuidado con los subs?* —le pregun­
tó burlona Avril a Julio cuando éste soltó con suavidad al desfalle­
cido Uriel sobre la cama, ocupándose de colocarlo boca abajo para
que su torturado trasero no rozara con nada.
—Desde que, en vez de mandarlos a la Ratonera, los traes a tu
dormitorio —replicó él con una sonrisa insidiosa—. ¿Estás pen­
sando en quedártelo?
—Tal vez.
Avril metió los pulgares en el bolsillo trasero de sus pantalones

* Sub: sumiso, sumisa.

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y estudió con interés al hombre desmayado, sin importarle que Ju­


lio la observara intrigado.
Rondaría el metro noventa, poseía un cuerpo definido con sua­
ves músculos en los lugares apropiados y un bonito trasero coro­
nado por dos eróticos hoyuelos en la frontera con la espalda. El
pelo, castaño y alborotado, le tapaba las orejas y parte del cuello sin
llegar a tocarle los hombros. Y, aunque dada su postura no podía
verle la verga, sabía que ésta era imponente. Más gruesa y larga de
lo habitual, y capaz de aguantar mucho tiempo erecta y sin correr­
se, lo que, unido a su carácter insolente y desafiante, lo hacía un
tipo de lo más interesante.
Había jugado con él en dos ocasiones, pero sólo lo había folla­
do una, y no le importaría repetir. Y eso era algo que no solía pa­
sarle a menudo. Más bien al contrario. Eran pocos los que conseguían
captar su atención y entretenerla lo suficiente como para desearlos
una segunda vez. De hecho, hacía meses que ninguno, excepto ése,
le había llamado la atención lo necesario para usarlo una primera
vez.
Se acercó a la nevera camuflada tras un panel de caoba y sacó
un pequeño brik de zumo de naranja. Le pinchó una pajita y se
dirigió a la altísima cama. Se subió a ella de un salto y observó al
sumiso, aunque dudaba que en realidad lo fuera. Por experiencia
sabía que le gustaban los juegos de control y los desafíos, pero no
el dolor ni obedecer órdenes. Una interesante dicotomía. Más aún
cuando había alquilado una mazmorra, y no eran baratas, para que
los dos Amos más sádicos del Infierno lo torturaran. Hundió los
dedos en su pelo; estaba revuelto y húmedo por el sudor, y aun así
era un placer acariciarlo. Los cerró atrapando un sedoso mechón y
tiró con contenida brusquedad, obligándolo a levantar la cabeza.
—Suéltame, joder —gruñó él apenas consciente, demasiado ex­
hausto para abrir los ojos.
—Chupa —le ordenó Avril con aspereza. Le frotó la pajita con­
tra los labios resecos hasta que los separó y se la introdujo en la
boca. Apretó el brik para hacer salir un poco de zumo y, al sentir el
dulzor en la lengua, él chupó con ansia.
La Reina apretó furiosa los dientes al ver la desesperación con

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que bebía. Sabía por las cámaras ocultas en la mazmorra que le


habían negado el agua. De hecho, un segundo antes de que susu­
rrara su palabra segura ella ya había decidido interrumpir la se­
sión. Su reino era un lugar de perversión, un infierno en el que las
fantasías más retorcidas se hacían realidad. Pero siempre siguiendo
unas reglas. Y esos cerdos se las habían saltado.
Esperó a que dejara de beber y se hundiera en un sueño repara­
dor y luego se dirigió al sofá Chester que había en un extremo del
dormitorio. Se sentó en él con las piernas cruzadas al estilo indio y
se puso sobre ellas el portátil que había en la mesa adyacente.
—Estoy seguro de que a Kaos le resultaría muy interesante sa­
ber que te has quedado velándolo como si fueras su novia —co­
mentó Julio con una pérfida sonrisa, refiriéndose al tercer socio
del Lirio Negro.
—Y yo estoy segura de que un cotilla como tú no será capaz de
aguantar ni medio segundo antes de correr a contárselo —repli­
có ella.
Ignoró la carcajada que soltó su socio al salir y comenzó a escri­
bir un email dirigido a otros propietarios de locales similares para
advertirles sobre Ama Lix y su compañero. Había hecho una pro­
mesa e iba a cumplirla.

* * *

Un gruñido hizo que Avril levantara la vista de la novela gráfica


que había estado leyendo durante la última hora. La dejó sobre la
mesa y observó al sub que en ese momento comenzaba a desper­
tarse, seguramente debido al dolor, porque dudaba que en el par de
horas que llevaba inconsciente hubiera descansado lo suficiente.
Uriel abrió los ojos a la tenue iluminación de la estancia. Estaba
tumbado boca abajo con las manos a la altura de la cara, como el
niño bueno que nunca había sido. Clavó la vista en sus muñecas y
vio que estaban en carne viva. Y no era que le extrañara. Entre la
abrasiva cuerda de esparto sin tratar y lo mucho que había force­
jado para soltarse, lo sorprendía que las ligaduras no le hubieran
arrancado la carne hasta el hueso. Pero no eran las laceraciones de

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las muñecas lo que lo había despertado, sino el latido punzante que


le machacaba las pelotas y el persistente escozor que le quemaba el
culo y el dorso de los muslos. Se sentía como si le hubieran arran­
cado la piel a tiras para luego cubrir los verdugones con sal.
Se removió con cuidado y en ese momento fue consciente de
que estaba sobre una altísima cama cubierta con sábanas de seda
negra y enmarcada con un dosel de ébano en cuyos pies había un
cepo para muñecas, tobillos y cuello.
¿Dónde coño estaba? Esa lujosa cama desde luego no pertene­
cía a una mazmorra. Al contrario, era más propia del dormitorio
del rey de un castillo. Un rey que tuviera predilección por la deco­
ración gótica, pensó al alzar la cabeza. Estaba en una habitación
enorme, del techo colgaba una lámpara de araña que parecía haber
sido forjada por el fuego de un dragón, tan negra y retorcida era.
Las paredes granates con oscuras enredaderas silueteadas, los or­
namentados muebles de ébano de líneas curvas y los vetustos can­
delabros de hierro forjado sobre las mesillas conformaban una es­
tancia extrañamente perturbadora. Y lo más inquietante de todo
era la mujer que estaba en el sofá Chester de cuero negro que había
frente a la cama.
Era muy joven y estaba sentada al estilo indio. Las deportivas
Converse plantadas con indiferencia sobre el elegante asiento. Los
calcetines blancos de rayas negras se le arrugaban en los tobillos,
dejando al desnudo sus pálidas espinillas, pues llevaba unas holga­
das bermudas de tela escocesa de cuadros rojos y púrpuras que se
cortaban en sus rodillas. Una camiseta negra de manga corta con
una brillante calavera rosa completaba su atuendo. El pelo, castaño
claro y muy liso, le caía por los hombros hasta sobrepasar la fron­
tera de sus pechos, que apenas levantaban la camiseta. Tenía los
labios definidos y con un marcado arco, el inferior más grueso que
el superior, la nariz respingona y grandes ojos de un desvaído azul
aguamarina. Ojos zarcos que lo miraban como si su dueña se estu­
viera debatiendo entre echarlo de allí a patadas en su más que do­
lorido trasero o darle un bocadito, o varios, y tal vez hacerle un
traje de saliva.
Y Uriel pensó que, si pudiera elegir, prefería la última opción.

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Sería mucho más placentera. Un súbito ardor a la altura de la ingle


lo avisó de que, a pesar de su estado, se estaba excitando. Sonrió.
Sería maravilloso follársela después de la desagradable nochecita
que acababa de pasar.
Se giró para sentarse y, en el momento en que su trasero tocó las
sábanas, estalló en llamas. O eso le pareció. El dolor lo devoró im­
placable, obligándolo a tumbarse boca abajo de nuevo.
La muchacha sacudió exasperada la cabeza y saltó del sofá. Y
Uriel comprobó perplejo que le faltaban algunos centímetros para
alcanzar el metro sesenta. Era bajita, delgadita y poquita cosa en
general. Parecía una adolescente, pero caminaba como una diosa.
Una muy cabreada, por cierto. Su rostro era una rara mezcla de la
fiereza de una valquiria y la dulzura de un hada. Una con afilados
colmillos, como pudo comprobar cuando se paró junto a la cama y
le sonrió. Una sonrisa fría, peligrosa.
—¿Por qué coño se te ocurrió darle carta blanca a Lix para tu
sesión? —lo increpó con voz gélida, deshaciendo toda ilusión de
dulzura.
—No le di carta blanca —repuso Uriel con la voz ronca, aunque
el jadeo en que se convirtió su respuesta no fue por el dolor de
garganta, sino por el asombro de oír en los labios de esa cría mal­
humorada la voz de la Reina del Infierno.
¿Era ella? Imposible. Esa muchacha esbelta de cuerpo anodino
y pechos inexistentes no podía ser la temible y excitante Reina.
—Oh, claro, sin sangre, heridas ni ningún fluido que no fuera
agua sobre tu cuerpo, ni nada más grueso que una polla penetrán­
dote. Como si Lix necesitara más para romperte —expuso con
frialdad.
Y Uriel no pudo menos que bajar la mirada avergonzado, por­
que tenía razón. Esa mujer había resultado ser una verdadera sádi­
ca. La más cruel que había conocido nunca. Y se había puesto en
manos de unas cuantas.
La muchacha abrió una nevera oculta tras un panel de caoba,
sacó un brik de zumo, le pinchó una pajita y se lo tendió. Y él no se
hizo de rogar, pues estaba sediento de nuevo. Luego tomó un tarro
de la mesilla que había junto a la cama y, tras sentarse en el alto

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tálamo de un salto, comenzó a untarle el trasero y el dorso de los


muslos con algo que, tras el hiriente escozor inicial, le provocó un
agradable y refrescante alivio.
—Te ha dejado el culo hecho un cristo —lo informó la mujer
con indiferencia mientras le masajeaba los verdugones con el bál­
samo—. Hasta esta noche no creo que puedas moverte sin jadear
de dolor, y tardarás un poco más en poder sentarte con comodi­
dad. Los huevos ya es otra historia, te ha estirado el escroto tanto y
tan bruscamente que ha faltado poco para que te hiciera un desga­
rro. Te van a doler durante un tiempo —señaló deslizándole el ín­
dice por el interior del muslo hasta rozarle las pelotas.
Fue un roce delicado, casi dulce, que apenas duró un instante
antes de que se alejara. Volvió a meter el dedo en el tarro y le frotó
la sensible piel del perineo para luego extender el bálsamo por los
testículos, calmando un poco el dolor que sentía allí, y también
excitándolo al entretenerse en un punto especialmente sensible.
Uriel jadeó sintiendo que se endurecía, a pesar de que el dolor
de pelotas se intensificó con la repentina excitación.
—¿También necesito pomada ahí? —dijo desdeñoso. No quería
que ella supiera cuánto lo había sorprendido su aspecto, ni cuánto
lo estaba excitando.
—No, pero me divierte ver cómo meneas el culo para frotarte la
polla contra mi cama.
Uriel se detuvo al instante. ¿Estaba en su cama? ¿No era una
habitación temática del Lirio Negro, sino el dormitorio de la Rei­
na? Parpadeó perplejo. Esa puta cría tenía una habitación tan gran­
de como su piso llena de muebles que valían un ojo de la cara y se
sentaba en ellos como si fuera una adolescente malcriada... De he­
cho, podía serlo.
—¿Cuántos años tienes?
Ella ignoró su pregunta y, tras presionar por última vez el dedo
arrancándole un gemido de placer, le tendió el tarro.
—Dátelo en las muñecas, las tienes destrozadas.
Saltó de la cama y se encaminó a la puerta, las bermudas de
cuadros escoceses campaneando contra sus delgadas piernas.
—No puedo pagar esta habitación —la informó Uriel.

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Si hubiera sido la semana anterior, o incluso el día anterior, ha­


bría pagado con gusto por alquilar ese cuarto y dar un descanso a
su torturado cuerpo en vez de que lo echaran a la calle. Pero su
vida había dado un giro de ciento ochenta grados esa mañana.
Tras un año de silencio, cuando casi se había atrevido a soñar
que por fin había despistado a su Némesis y que ya no volvería a
encontrarlo, el resentido ser había llamado a su puerta. En reali­
dad, le había enviado un regalito al trabajo con el que le daba a
entender sin necesidad de palabras que sabía dónde estaba. Así que
de nuevo se veía obligado a huir y abandonar la vida que se había
forjado durante ese año robado a la venganza. Tendría que dejar
atrás la ciudad que se había convertido en su hogar, los amigos que
se habían metido en su corazón y el trabajo que lo había llenado.
No sabía cuántos kilómetros recorrería antes de volver a sentirse
seguro, pero sí sabía que serían meses de esconderse, de sobrevivir
solo y sin trabajo, manteniéndose con sus más que limitados aho­
rros. No podía permitirse el lujo de gastar el dinero en cosas inne­
cesarias, como esa carísima habitación de placer.
Se incorporó sobre los codos para mirar a la Reina. Le gustaría
levantarse y enfrentarse a ella cuando llamara a sus esbirros para
que lo sacaran del Lirio Negro, pero le dolía tanto el cuerpo que no
se sentía capaz. Por tanto, dejaría que lo arrastraran hasta la puerta.
Ella lo miró con una ceja arqueada y los labios rígidos. ¿Esa
mujer sabía sonreír?
—Esta alcoba no se alquila. Pertenece a los dominios de la Rei­
na, que son los míos. Y yo se la cedo a quien me da la gana —repli­
có con una voz que a Uriel le supo a coñac—. Pero, ya que lo co­
mentas, sí que puedes pagar mi hospitalidad. No es el dinero lo que
te hace interesante —lo recorrió con una apreciativa mirada antes
de salir de la estancia.
Uriel observó sorprendido cómo la puerta se cerraba, dejándo­
lo solo, y luego esbozó una pícara sonrisa. Pagaría con gusto de la
manera que a ella mejor le pareciera.
Descansó la cabeza en la esponjosa almohada y cerró los ojos, y
aunque tardó en quedarse dormido no le importó, pues su cerebro
lo tuvo muy entretenido rememorando los dos encuentros que ha­

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bía tenido con la Reina. No podía decir que hubieran sido satisfac­
torios. En ninguno de ellos había podido verla; en el primero, por
tener los ojos vendados y en el segundo, por estar en una sala os­
cura. Tampoco le había permitido llegar al orgasmo, aunque a su
marcha él lo había alcanzado por su propia mano.
Y, a pesar de la frustración en que lo había sumido ambas veces,
quería repetir. Pero en esta ocasión sería distinto. Porque por fin
sabía cómo era ella y porque no pensaba volver a permitir que lo
dejara al límite. Follarían y se correría. Una y otra vez. Hasta har­
tarse de ella.
Y después huiría de Madrid para no volver.

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