La sorpresa del Marqués: Los Caballeros, #2
Por Dama Beltrán
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Roger Bennett, el futuro marqués de Riderland, se define a sí mismo como un caballero dispuesto a ayudar a las pobres infelices carentes de placeres carnales. Le gusta tanto su vida que desea continuar así hasta el final de sus días. Sin embargo, una persona truncará esa vida de libertinaje que tanto ansía mantener.
Resignado por tener que vivir con una esposa a la que no conoce ni ama, decide enfrentarse con entereza a su futuro. Aunque cuando sus azulados ojos se clavan en Evelyn, descubre que todo aquello que deseó se ha evaporado.
Pero el amor hay que trabajarlo y para un hombre al que le ha sido fácil romper corazones, le resultará increíble ver cómo el suyo se hace añicos como el cristal.
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La sorpresa del Marqués - Dama Beltrán
Para mi esposo, con mucho cariño.
Gracias por tu comprensión y apoyo.
En el amor y en la guerra... ¿todo vale?
Dama Beltrán
PRÓLOGO
Londres, 26 de septiembre de 1866. Residencia del señor Lawford.
Colin miró pensativo hacia la calle. Observó la vitalidad de esta a pesar de ser un día gris: carruajes que circulaban de un lado para otro, viandantes ocultos bajo sus paraguas, sirvientes inquietos realizando con rapidez las tareas asignadas... Todo a su alrededor seguiría igual cuando se marchara. Todo menos ella. Sabía que lo que pretendía era una locura, pero lo hacía por su bien. No podía dejarla desamparada y, después de la tercera visita al doctor, no le quedaba otra alternativa. El tiempo no jugaba a su favor. Lo que empezaron siendo unos leves e imperceptibles temblores en las manos dejaron de serlo. Ahora todo el cuerpo se zarandeaba con fuerza y, si el desarrollo de la enfermedad avanzaba tan rápido como le sucedió a su madre, pronto fallecería en pésimas condiciones.
El joven arrugó la frente al recordarla. La veía de nuevo tumbada en la cama, incapacitada incluso para poder alimentarse por sí misma. La asemejó a una flor: hermosa al crecer, vigorosa en plena floración, pero marchita al llegar el final. Él no podía acabar así. Él no podía contemplar el rostro aterrorizado de Evelyn cuando la muerte estuviera merodeando a su lado. No quería que ella viviera recordando cómo su único hermano moría sin poder evitarlo. Por eso había tomado la mejor decisión. Lo supo cuándo lo vio el día en el que el duque de Rutland desafío al conde de Rabbitwood. Aquella actuación violenta, aquellas palabras de odio hacia la persona que había menospreciado las posibilidades del duque... Fue en ese instante cuando comprendió quién era en realidad Roger Bennett: su única esperanza.
—Debería recapacitar un poco más sobre su última voluntad. —El señor Lawford alzó con un dedo las gafas y miró al joven con detenimiento.
Arthur Lawford superaba los cincuenta años. A pesar del aspecto desaliñado, de su mal olor y del carácter agrio, todo el mundo alababa su increíble trabajo como administrador. Quizá porque empezó a ejercer la profesión a los quince años y bajo la atenta mirada de su padre, uno de los mayores estafadores de la ciudad. En Londres, si se deseaba lograr algo insospechable, el señor Lawford lo conseguía sin esfuerzo. Por eso Colin había acudido a él. No le importaba las formas que utilizaría para lograrlo. Solo le interesaba que lo hiciera pronto.
—Llevo meditando esta decisión desde la primavera. Ya no la puedo retrasar y, aunque parezca una locura, estoy seguro de que es la mejor opción para ella —dijo apartándose de la ventana y caminando hacia la mesa.
Se notaba cansado, mucho más que el día anterior. Las ojeras, la delgadez de su cuerpo e incluso el pesar en su caminar lo delataban. No sabía cómo había sido capaz de ocultarle su enfermedad a Evelyn todo ese tiempo.
—¿Qué pensará de esto la señorita Pearson? —insistió el administrador después de leer, por décima vez, lo que le dictó su cliente.
—Me odiará con todas sus fuerzas, pero por suerte no tendré el placer de verlo. —Sonrió de medio lado. Se sentó, cogió el documento, lo leyó y lo firmó sin vacilar. Luego miró al señor Lawford y le preguntó—: Entonces, para que sea legal, ¿solo necesito su firma?
—Sí. Una vez que el señor Bennett firme con su puño y letra este escrito, será oficial —afirmó el administrador con resignación.
—¡Perfecto! —exclamó feliz Colin—. ¡Lo conseguiré!
—¿De verdad cree que se puede poner un collar a un perro salvaje? —cuestionó Lawford mirando perplejo el entusiasmo de su cliente. Entendía su desesperación, pero no podía conciliar que lo estuviera tanto como para hacer lo que pretendía.
—Se lo pondré. Bueno, más bien yo solo le acercaré ese collar, como tú lo has llamado. Él solito dejará que Evelyn se lo abroche —continuó hablando sin poder borrar la sonrisa de su rostro.
—¡Qué Dios proteja a la señorita Pearson! —exclamó el administrador poniendo los ojos en blanco.
—Más bien que Dios proteja al señor Bennett de mi hermana. —Colin se reclinó en el asiento, cogió el documento y soltó una gran carcajada.
I
Sus manos recorrieron de nuevo la espalda. La suavidad del tacto le embelesaba hasta tal punto que perdía el poco control que tenía. Era la mujer perfecta: bella, ardiente, cariñosa, apasionada y sobre todo... viuda. Roger acercó su boca a la de ella para aplacar la intensidad de sus gemidos. Nunca había escuchado a una amante sollozar con tanta fuerza al ser penetrada. Gemía, se retorcía sobre su cuerpo, le pedía más y él se lo ofrecía. Cerró los ojos al percibir cómo su sexo comenzaba a palpitar. Estaba a punto de explotar. Aferró con fuerza la cintura de la mujer y, justo antes de que brotase su semilla, la apartó de su cuerpo. Sin levantar las pestañas y satisfaciéndose él mismo, dejó que Eleonora soltara los acostumbrados improperios ante tal acción. Odiaba que sus encuentros pasionales finalizaran siempre igual, pero él era incapaz de eyacular dentro de una mujer. A pesar de sus insistentes comentarios sobre las medidas que tomaba para no quedarse embarazaba, Roger no la creía.
Desde que William descubrió que lady Juliette no era la viuda que decía ser y sufrir las consecuencias de un engaño, él se cuidaba mucho de las afirmaciones de cualquier fémina. ¿Qué haría con un hijo? Nada. Ni se planteaba tenerlo. No podía permitir que un rato de placer alterase el resto de su vida. Aunque, si lo pensaba mejor, no sería el primer Bennett que engendrara hijos bastardos. Buen ejemplo de ello era su respetable padre, ese que le acusaba de no ser el hombre adecuado para poseer el título de marqués de Riderland. ¿Cuántos tenía? ¿Veinte, treinta o tal vez cuarenta? Había perdido la cuenta cuando apareció la última sirvienta pidiendo clemencia. Rotundamente, él no se iba a convertir en lo que tanto odiaba.
—¡Me dejas fría como un tempano de hielo! —exclamó Eleonora cogiendo las sábanas para cubrir su cuerpo.
—Mon amour... —Roger la miró de reojo y sonrió—. No te enfades con este pobre enamorado...
—¡Basta, no me mires así! —dijo ofuscada.
—¿Quieres que me vaya? ¿Quieres que no vuelva más? —Se levantó con rapidez de la cama y sin ocultar su desnudez se acercó hacia el butacón donde tenía la ropa.
—¡Haz lo que quieras! —continuó alzando la voz. Le dio la espalda y, como una niña enfadada, empezó a refunfuñar.
No quería que se marchara. Si lo hacía no conseguiría su objetivo y no era justo que después de comprarle a aquella gitana todo tipo de brebajes para quedarse encinta no lo lograra. Eleonora respiró hondo intentando captar la atención del hombre. Quería que creyera que se sentía herida por sus dudas y así eliminar, de una vez por todas, la desconfianza que le impedía alcanzar su propósito: dejar de ser la viuda de un vulgar mercader y convertirse en la futura marquesa de Riderland.
—No te enfades, mon amour —contestó Roger con voz melosa. Se abrochó la camisa, se ajustó bien el pantalón y antes de terminar de vestirse, caminó hacia la muchacha, levantó su barbilla con un dedo y le dio un tierno beso—. Mañana regresaré y volverás a amarme como has hecho durante estos dos meses.
—¿Y si no lo hago? —preguntó desafiante.
—Ce n´est rien...[1] Me buscaré a otra viuda a la que no le importe fornicar sin tener que almacenar mi semilla entre sus piernas. —Se retiró, colocó la chaqueta sobre sus hombros y salió de la habitación.
Cuando cerró la puerta algo estalló sobre la madera. Instantes después escuchó los gritos de la mujer. Roger sonrió y con paso firme se marchó al segundo lugar al que llamaba casa: El Club de caballeros Reform.
Jugar a las cartas ya no era tan interesante como en el pasado. De los tres, solo él aparecía en el club. Federith vivía apartado del mundo con una mujer que apenas conocía porque jamás salía de su hogar. Según su amigo, siempre estaba enferma o indispuesta o, enferma e indispuesta. Albergó la esperanza de que tras el nacimiento del pequeño, Cooper se tomara unos días tranquilos en Londres, pero no fue así. Federith no apareció.
Tampoco podía contar con William porque desde que se casara con Beatrice, tres meses atrás y anunciaran que estaba embarazada, nadie les hacía abandonar Haddon Hall. Al parecer, necesitaban vivir alejados del mundo para que nadie interrumpiera ese amor insaciable.
—¿Otra copa? —preguntó uno de los jugadores.
Roger miró a la persona que se había dirigido a él. Entrecerró los ojos y clavó sus azulados ojos en el joven Pearson, el único testigo de la afrenta de William hacia Rabbitwood. Después de aquella mañana en el que lo observó apoyado en uno de los árboles de Hyde Park, pensó que sería la última vez que lo vería. Pero se equivocó. De repente se hizo asiduo al club y raro era el viernes que su asiento no estaba ocupado.
—¿Pretendes emborracharme? —dijo Roger con voz socarrona. Alzó la ceja izquierda, lo miró sin pestañear y cuando observó el cambio que deseaba producir en el rostro del muchacho, se carcajeó—. ¡Claro! ¡No dejes la copa vacía!
—Bueno, caballeros —empezó a decir otro jugador que fumaba con ansia su puro—. Vuelvo a perder. Creo que, después de diez derrotas, la mejor opción es retirarme. Esta noche la suerte no está de mi lado. —Puso las cartas sobre la mesa, apartó la silla con las pantorrillas y tras despedirse, se marchó.
—Quedamos tres...—murmuró Roger jocoso—. ¿Quién será el siguiente? —Levantó varias veces las cejas mientras apretaba con los dientes la boquilla de su cigarro.
—No piense que la partida es suya...
Colin tenía que incitar a Bennett a continuar. No podía dejar que se le escapara otro viernes. Durante los últimos días apenas se sostenía en pie y había utilizado la poca fuerza que tenía para asistir esa tarde. Si no conseguía su propósito, su hermana quedaría desamparada.
—¿Ah, no? —Roger lo miró desafiante.
—¡No! —exclamó el joven con firmeza.
—Aumenta la apuesta entonces...—le retó Bennett.
—Si me disculpan...—intervino el otro jugador—. Yo también cedo. Según observo, la jugada se hará al alza y no he traído la cartera.
—¿No ha traído la cartera, señor Blonde, o más bien su mujer le cortaría el cuello? Porque según tengo entendido es una mujer con muy mal carácter —comentó divertido.
—Se habla de muchos temas últimamente... —dijo a regañadientes el señor Blonde al tiempo que se ponía la chaqueta—. Sobre todo, de sus asiduas visitas a una joven viuda.
—¿Solo a una? —continuó con mofa. —Pues entonces, nada de lo que haya escuchado es verdad.
—Buenas noches, caballeros. Espero verles el próximo viernes.
—Buenas noches —respondió Colin ante el silencio repentino de Roger.
—¿Qué? ¿Te vas o te quedas? —insistió Bennett después de permanecer un buen rato en silencio. Tiempo que aprovechó para fumarse el cigarro y terminar el brandy que contenía su copa.
—¡He venido a jugar y jugaré! —clamó haciéndose el ofendido—. Para que no piense que le estoy engañando —empezó a explicar el joven mientras se buscaba entre los bolsillos—, ¡he aquí mi prueba! —Lanzó sobre la mesa un sobre cerrado.
—¿Qué es eso? —espetó Bennett al tiempo que dejaba de sonreír.
—Las escrituras de mi residencia en Londres. No es muy grande, pero será suficientemente acogedora para sus amantes —afirmó el muchacho con solemnidad.
—¡Oh! —exclamó Roger divertido—. ¡Qué benevolente por su parte! Seguro que las damas estarán encantadas de tal proposición. Pero, en el hipotético caso de que esta partida la perdieras, ¿cuál sería tu premio?
Lo miró fijamente a los ojos intentando descubrir cómo un mocoso podía enfrentarse a un jugador con tanta experiencia como él. ¿Qué as guardaría bajo la manga?
—Su barco —sentenció sin titubeos.
—¿Mi barco? —exigió saber con una mezcla de sorpresa y diversión—. ¿Quieres quedarte con mi barco? Pero... ¿qué harías tú con él, muchacho? —Se levantó del asiento, se dirigió hacia la mesa que tenían justo detrás de ellos, cogió papel y pluma y empezó a escribir.
—Bueno... sería interesante saber qué hay fuera de Londres. Estoy cansado de los días nublados, de la lluvia e incluso de la gente que me rodea, ¿usted no? —Colin miraba sin parar el sobre. Había llegado muy lejos y le quedaba tan poco tiempo que empezó sentir pánico. ¿Cómo lograría esa firma? ¿Cómo abrir el sobre e impedir que leyera lo redactado?
—Por eso mismo lo compré, joven Pearson. Él me aleja de toda esta maldita sociedad —explicó. Roger hizo un garabato sobre el papel y se la entregó al joven. —Debe firmarla. Si tanto ansías mi navío, necesito tu consentimiento.
—Entonces...—Colin intentó ocultar la felicidad que le provocó escuchar aquellas palabras. Ya sabía qué paso era el siguiente. Cogió el sobre, lo abrió y, ocultando el contenido de este bajo su palma se la acercó—. Sé que es un hombre de palabra...
—¡Por supuesto! —dijo enojado.
—Pues si no hay nada más que indicar, yo firmaré su hoja y usted la mía. —Colocó el papel frente a Roger y rezó para que este no quisiera leerlo.
Sin mediar palabra y sin apenas mirarlo, Bennett firmó la hoja, luego se la devolvió esperando a que el joven hiciera lo mismo. Cuando cada uno tuvo su respectivo acuerdo, prosiguieron con la partida.
Duró más de lo imaginado. Colin empezó a sudar al descubrir que la suerte no estaba de su lado. Tenía una escalera de color y con eso no iba a perder. En medio de su aparente sosiego, se preguntó cómo podía hacer desaparecer dos de las cartas para cambiarlas por las que guardaba bajo la manga. Observó varias veces la actitud de su contrincante. Parecía alterado, mordía la boquilla de su cigarro con cierta ansiedad, bebía largos sorbos de su vaso y no dejaba de repiquetear en la mesa. Estaba claro, no conseguiría su propósito. De repente, alguien interrumpió la partida abriendo la puerta con fuerza. Roger se giró hacia ella para averiguar de quién se trataba; mientras tanto, el muchacho tiró al suelo sus dos mejores cartas y sacó las que tenía escondidas.
—Disculpen la impertinencia, pensé que el señor Blonde permanecía en la sala —dijo el hombre sofocado.
—Se ha marchado hace un rato —respondió Bennett al tiempo que volvía a girarse hacia el joven.
—Muchas gracias y de nuevo perdonen la interrupción. —Se despidió y cerró tras su marcha.
—Bueno, señor Pearson —dijo Roger colocando las cartas sobre la mesa para que el muchacho las observara—. Creo que mi barco es suyo. Lo echaré de menos.
Enfadado, se levantó de la silla y empezó a empujarla con las pantorrillas. No se podía creer que aquel jovenzuelo le hubiese ganado el mayor de sus tesoros.
—¿No quiere ver mi jugada? —preguntó Colin.
—No hace falta, has ganado. Solo si has...—Se quedó callado cuando el muchacho desveló sobre la mesa el contenido de su mano. De repente, toda su tristeza se volvió euforia.
—Ha ganado, señor Bennett —afirmó el joven con tono desolador.
—Puedes quedarte con tu propiedad. No pienso aceptar...—empezó a decir Roger al ver el rostro compungido del muchacho.
—¡Me ha dado su palabra! —clamó Pearson levantándose del asiento con rapidez y extendiendo el sobre hacia el hombre.
—Pero no me parece justo que pierdas...—Iba a decir lo poco que le quedaba, pero sus labios se sellaron con rapidez. Eran conocidas las desdichas de la familia Pearson y no quería hacerle daño a un hombre que vivía bajo esas penurias. Aunque todo el mundo lo catalogaba de un ser sin escrúpulos, se equivocaban.
—¡Es suya! —Levantó la carta hacia el rostro del hombre—. ¿Quiere humillarme, señor Bennett?
—Todo lo contrario. Desearía...
—¡Pues cójalo! —insistió con más vehemencia de la que su débil cuerpo podía ofrecer.
—¿Estás seguro? —Roger enarcó la ceja izquierda y contempló durante unos instantes al muchacho.
—Sí —respondió con firmeza.
—Si es lo que deseas...—Cogió el sobre y lo guardó en el bolsillo derecho de su chaqueta. —De todas formas, si mañana cuando amanezca has recapacitado sobre esto y quieres que te devuelva su propiedad, no tendrás reproche alguno —expuso con seriedad.
—Muchas gracias por el ofrecimiento, pero pese a mi juventud, jamás retrocedo en mis acciones. —Alargó la mano hacia Roger para despedirse.
—Buenas noches, señor Pearson. Ha sido un honor jugar con un rival de mi altura —dijo Roger con entereza.
—Buenas noches, lord Bennett. Lo mismo digo.
Cuando su oponente abandonó la sala, Colin se sentó, se llevó las manos hacia la cara y sonrió. Lo había conseguido, ya podía continuar con su plan y, si Dios era bueno esta vez, descansaría al fin en paz.
II
Evelyn se apartó con rapidez las sábanas. No le gustaba permanecer dormida cuando aparecía la doncella. Le daría un aspecto de holgazana que se alejaba de la realidad. No estaba de acuerdo con el comportamiento que tenían las señoritas de la alta sociedad. Para ella no era propio de una futura señora de familia permanecer en la cama hasta pasado el mediodía. Aunque también era cierto que ya no era una señorita y nunca sería una señora. Con algo más de treinta años, ¿quién iba a pedirle matrimonio? Enfadada al ver cómo el futuro que soñó se hizo añicos por una mala decisión, se levantó con rapidez de la cama, se dirigió hacia el ventanal para correr las cortinas y permitir que la luz del exterior se introdujera en la habitación. Esperaba que no hubiese amanecido. Le encantaba contemplar cómo el sol aparecía entre las montañas. Sin embargo, se llevó una gran desilusión al apreciar que de nuevo el día amanecía lloviendo. «¡No! ¡Otra vez no!», pensó con pesar.
Odiaba los días de lluvia. Creía sinceramente que cuando el sol brillara dejaría de sentir esa congoja que poseía su corazón, pero parecía que la meteorología no estaba de su parte. No deseaba verla feliz. Resignada por permanecer otro día más en el interior de Seather Low, anduvo con pesar hacia la palangana, se lavó la cara y se recogió el pelo.
—Buenos días, señorita Pearson —saludó la criada después de abrir la puerta y dar dos pasos hacia el interior—. ¿Ha descansado bien?
—Buenos días, Wanda. Sí, por supuesto —mintió.
Después de estar esperando el regreso de su hermano hasta las dos de la madrugada, se marchó a su dormitorio y fue incapaz de conciliar el sueño hasta que estuvo muy cansada. La sirvienta caminó decidida hacia el armario, eligió uno de los vestidos de color claro que poseía la mujer y se acercó para vestirla.
—¿Está Colin en casa? —preguntó después de que Wanda le abrochara los botones de la espalda.
Sabía la respuesta, pero albergaba la esperanza de que este hubiera llegado cuando se quedó dormida.
—No, el señor Pearson no ha llegado todavía.
—Qué extraño...—murmuró—. Si no recuerdo mal, me dijo que dormiría aquí.
—Quizá necesitó permanecer otra noche más en su residencia —le dijo con cierta insinuación.
—¡Colin no es de ese tipo de hombres! ¡Él jamás haría tal cosa! ¡Es un Pearson! —exclamó enojada al escuchar la descarada sugerencia.
—Lo siento —se disculpó la muchacha agachando la cabeza—. No he querido...
—Bueno, si él no viene, iremos nosotras a verlo. Últimamente está muy extraño y no sé qué es lo que le inquieta tanto —comentó tras palmearse el vestido y dirigirse hacia la puerta.
—¿Desea desayunar o lo hará fuera? —quiso saber la doncella.
—Desayunaré aquí. Pero mientras lo hago, informa al cochero que deseo partir hacia Londres antes del mediodía —explicó al tiempo que salía de la habitación y se dirigía al comedor.
Mientras se tomaba el té, Evelyn no paraba de pensar dónde estaría su hermano. A pesar de la inoportuna insinuación de la doncella, ella empezaba a creer que era cierto. Colin siempre había sido un joven respetable, educado y amable, pero su humor y sus actitudes habían cambiado. Le respondía con enojo cuando le preguntaba si se encontraba bien y evitaba cualquier conversación sobre el futuro; sospechaba que tenía un secreto, el cual no consiguió descubrir por mucho que lo intentó. «Demasiadas incógnitas...», murmuró para sí.
Tomó el último sorbo y depositó la taza sobre el plato. Al contemplar las tostadas arrugó la nariz. No le apetecía seguir comiendo, tenía el estómago cerrado de preocupación por su hermano y por el futuro de ambos. Por mucho que él insistiera en que no debía de inquietarse, lo hacía. Desde que su padre falleció, de esto hacía ya tres años, las rentas no eran las adecuadas para poder subsistir como lo habían hecho con anterioridad, de hecho, había tenido que despedir a seis criados que habían trabajado en Seather antes de que ella naciera. Debía reducir los gastos por muy doloroso que fuera.
Se levantó de la silla y deambuló por el comedor meditando las posibles alternativas que le quedaban para no tener que vender el hogar donde se crio, donde sus padres se amaron y murieron, su único legado familiar... De repente, escuchó el sonido de un carruaje. Corrió hacia la ventana para confirmar que se trataba de Colin, pero no fue así. Era el coche del párroco. ¿Qué desearía el señor Phether? Si volvía a insistir en recaudar dinero para los pobres, ella tendría que exponer su irremediable necesidad y no estaba dispuesta a volver a ser el principal rumor de Londres. Bastante había tenido cuando anunciaron la ruptura de su compromiso como para escuchar de nuevo desoladores argumentos sobre su pobreza.
Tras respirar con profundidad, se dirigió hacia el recibidor. Deseaba atenderlo ella misma para que este no descubriera que el mayordomo no se encontraba bajo su servicio. Agarró el pomo de la puerta, alzó el mentón y dibujó su mejor sonrisa.
—Buenos días, señor Phether —saludó extendiendo su mano.
—Buenos días, señorita Pearson —respondió al saludo. Evelyn observó el semblante del hombre. Parecía triste. Quizá demasiado. De pronto un extraño escalofrío recorrió la espina dorsal y sintió frío—. Necesito hablar con usted.
—Por supuesto —dijo—. Acompáñeme al salón.
Evelyn intentó mantener la calma a pesar de los pequeños temblores. Posiblemente sus inquietudes no estaban justificadas pero su cabeza no dejaba de susurrarle que su vida iba a cambiar otra vez. Con paso firme, condujo al párroco hasta el salón y dejó que pasara primero observando sus manos agarradas tras la espalda y su cabeza inclinada hacia abajo. La mujer se retorció las suyas con fuerza y esperó a que se decidiera a hablar.
—Siento ser yo quien le dé la noticia —empezó a explicar—, pero he preferido venir antes de que el médico o cualquier otro decida hacerlo. Pienso que la amistad que poseemos desde hace años me permite tal derecho—. Evelyn lo miró con atención. Las primeras lágrimas comenzaron a brotar y, por mucho que intentó mantenerse de pie, sus piernas se debilitaron tanto que tuvo que agarrarse a una silla—. Señorita Pearson... —dijo después de darse la vuelta para mirar a la mujer—, siento informarle que su hermano ha... ha fallecido.
Evelyn intentó hablar, aunque le fue imposible. Un nudo le estranguló la garganta impidiéndole ofrecer tan siquiera un pequeño quejido. Empezó a ver borroso y aquellos leves zarandeos fueron aumentando. De repente, la debilidad se acentuó y no consiguió mantenerse de pie. Finalmente se desplomó.
—¡Ayuda! ¡Ayuda! —exclamó el párroco con fuerza al tiempo que levantaba del suelo la cabeza de la mujer.
—¿Qué...? —Wanda acudió con rapidez al salón. Cuando contempló la escena se llevó la mano a la boca y no supo reaccionar.
—¡Ayúdeme! —gritó el hombre al advertir que la criada estaba paralizada—. ¡Cójala de los brazos y levántela! Yo le alzaré las piernas —ordenó.
—Señorita...Señorita Pearson...—murmuraba la doncella mientras le abanicaba con su mano la cara—. Despierte. ¡Oh Dios! ¿Qué ha sucedido? ¿Qué le ha dicho usted a la señorita para hacerla desmayar?
—Que el señor Pearson ha muerto.
Cerró la puerta despacio. Por mucho que el señor Anderson había insistido en despertarlo, le daba miedo. Todo el servicio conocía la primera norma de la casa: no molestar al señor hasta que él mismo demandara los servicios. Sin embargo, le habían encomendado la terrorífica tarea de romper la orden. Tragó saliva cuando observó la silueta sobre la cama. Como era habitual en él, dormía desnudo, y las sábanas apenas cubrían sus piernas. El ayuda de cámara miró para otro lado. Si el señor abría los ojos y se lo encontraba a oscuras y observándolo sin parpadear, podría mandarlo a la cárcel. El joven escuchó un ruido, se giró hacia la puerta e intentó salir de allí, pero era tarde, el señor había notado su presencia.
—¿Qué sucede? —gruñó Roger al contemplar la silueta de una persona a su lado.
—Buenas tardes, milord. Perdone si...
—¿Buenas tardes? —refunfuñó al tiempo que se sentaba sobre la cama—. ¿Qué hora es? ¿Qué día?
—Es domingo, milord— respondió el muchacho mientras se acercaba hacia la ventana y corría las cortinas.
—¿Domingo? —Una pequeña sonrisa se dibujó en su rostro. Dormir tanto tiempo y ser un poco perezoso le causaba más bienestar que inquietud.
—Disculpe que lo haya despertado, pero el señor Anderson ha insistido en despertarlo. Dice que ha de conocer lo antes posible la noticia que se ha publicado en Londres —explicó el joven tras regresar a la entrada.
—¿Qué noticia? —Enarcó las cejas y lo miró con atención. La sonrisa de niño travieso desapareció con rapidez. Si su mayordomo había roto la norma más sagrada de Lonely Field tan solo se debía a una cosa: algo les había ocurrido a Federith o a William.
—El señor Pearson...—comenzó a decir entre balbuceos—. El señor Pearson... —repitió.
—¿Qué? ¿El señor Pearson, qué? ¡Habla de una vez! —exclamó airado. Se levantó de la cama y sin mostrar vergüenza alguna por su desnudez, se colocó frente al muchacho.
—Ha fallecido —respondió cerrando los ojos.
—¿Cómo? ¿Qué es lo que has dicho? —inquirió levantando la voz.
—Que ha fallecido —repitió con los ojos cerrados para no ver de nuevo a su señor sin ropa.
—¡Sí, eso ya lo he oído! —gritó enfadado al tiempo que caminó hacia la palangana para mojar su cara y despertarse de una vez.
—Según cuentan, uno de sus sirvientes lo encontró ayer por la mañana en su dormitorio tras escuchar un ruido extraño —empezó a narrar.
—¿Y? —Se echó agua con tanto ímpetu que no solo mojó su rostro, sino que humedeció también el cabello y el torso.
—Y el joven yacía sobre la cama en un charco de sangre. Se pegó un tiro en la cabeza y nadie pudo salvarle la vida —explicó. El ayuda de cámara, al comprender que Roger se había alejado, caminó raudo hacia el armario para coger un traje.
—¿Se le disparó el arma? —preguntó asombrado.
—Eso mismo cuentan, milord. Pero entre el servicio se dice que fue un suicidio. El joven Pearson no tenía la costumbre de limpiar sus armas porque las odiaba.
—¿Me estás diciendo que ese joven ha tenido el valor de pegarse un tiro? —Se giró hacia el muchacho sin reducir la ira que mostraba su rostro.
—Sí, excelencia. Eso es lo que parece. —Levantó las manos y enseñó la ropa que había escogido para que su señor aceptara la elección.
—¿Cómo ha podido hacer una locura semejante? ¿No ha pensado en todo...? —No terminó la frase. En ese momento se acordó de la partida de cartas y de lo que guardaba en su bolsillo. Dando largas zancadas, se dirigió hacia la silla donde depositó sus ropas antes de acostarse. Al no hallarlas, miró al ayudante y le preguntó más angustiado que enfadado—: ¿Dónde está la ropa?
—¿Qué ropa, milord?
—¡¡La que me puse ayer!! —gritó con tanta fuerza que el criado empezó a temblar de miedo.
—La tienen las lavanderas —contestó. Agachó la cabeza e intentó dirigirse hacia la puerta. Hasta ahora el señor nunca había sido cruel con sus lacayos, pero la escena que estaba viviendo en la alcoba le indicaba que pronto empezaría a serlo.
—¡Tráela! ¡Que nadie la toque! —gritó.
El muchacho abandonó la habitación tan rápido como pudo. Era tanto su nerviosismo por salir que dio un portazo, aunque Roger no fue consciente del ruido. Tenía su mente ocupada recordando el momento en el que el joven le ofrecía la propiedad. Se sentó en la cama aturdido por la noticia, sintiéndose culpable por el dramático final. Estaba seguro de que un hombre al borde de la desesperación haría cualquier cosa para terminar con su calvario, y la pérdida de lo último que poseía habría sido el acelerante de esa decisión. Él se había negado a aceptar el ofrecimiento, le advirtió que podía reclamarlo y que se lo devolvería sin objeción alguna. «¿Desea humillarme, señor Bennett?», esa pregunta le golpeó en la cabeza de improviso. No, por supuesto que no deseaba humillarlo y menos sabiendo que la familia Pearson estaba pasando un mal momento económico.
Se llevó las manos hacia el rostro y se lo apretó. Todo el mundo le echaría la culpa de esa muerte. Todo el mundo lo señalaría con el dedo inquisidor para demostrar que, como era costumbre en él, había destrozado otra familia. Antes de poder levantarse y recriminar al criado su tardanza, este tocó la puerta.
—Milord, aquí la tiene —comentó el muchacho extendiendo el traje sobre el asiento—. Las lavanderas no la han tocado.
—Bien, márchate. Déjame solo. Te llamaré cuando te necesite —pidió.
—Estaré tras la puerta —le informó antes de salir.
Roger se levantó de la cama y caminó hacia la butaca. Metió la mano en el bolsillo izquierdo y, al no encontrar nada, se preocupó. Luego hizo lo mismo con el bolsillo derecho y respiró aliviado cuando halló el sobre. Con prisa lo abrió y cuando empezó a leer, extendió la mano hacia atrás buscando un lugar donde sentarse.
Yo, Roger Bennett Florence, futuro Marqués de Riderland, en plenas facultades mentales, hago oficial mi compromiso y matrimonio con la señorita Evelyn Pearson Laurewn...