El Trono de Ambar. Exiliados - Paula Rossello Frau PDF

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El Trono de Ámbar

Exiliados
Paula Rosselló Frau
Primera edición en ebook: abril 2019
Título Original: El Trono de Ámbar. Exiliados.
©Paula Rosselló Frau, 2019
©Editorial Romantic Ediciones, 2019
www.romantic-ediciones.com
Corrección: Francisca María Esteva Figuerola
Diseño de portada: Isla Books
ISBN: 978-84-17474-42-3
Depósito Legal PM 261-2019

Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, en cualquier medio
o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.
A mi padre: Guiem Rosselló Borrás, sempre amb mí.
A mi padrino. Miquel Frau Miralles, sempre t'estimaré.
PRÓLOGO
El Palacio de Ammolita permanecía en absoluto silencio. Era una noche
cerrada, propia de los cortos y suaves inviernos de Annorthean. Pasaba la
media noche, pero lejos quedaba todavía el amanecer.
Una figura, cubierta totalmente por una larga capa negra, avanzaba con
cautela por los largos y ahora desiertos pasillos que constituían el acceso al
salón del trono. Avanzó sin hacer el menor ruido por la brillante superficie de
mármol pulido y cuando llegó junto a las puertas de cristal tallado empuñó el
picaporte con cautela. Se detuvo tensa cuando, al abrirse, la puerta emitió un
débil chirrido en la quietud calma del palacio.
Tras asegurarse de que el sonido no había alertado a la guardia que
vigilaba en el exterior de esos muros, la oscura silueta traspasó el umbral y
volvió a cerrar con sigilo tras ella.
El pasillo quedó, otra vez, desierto.
La silenciosa criatura atravesó lentamente el salón del trono hasta
detenerse en el centro de la amplia y rectangular estancia. Quieta, como en
suspenso, contempló en todo su esplendor el Trono de Ámbar al otro extremo
de la sala.
Sobre un enorme pedestal había un sitial doble, moldeado como si fuera
un árbol. Las raíces sostenían el asiento y el tronco del árbol conformaba el
respaldo. Frondosas ramas, hermosa y delicadamente trabajadas, y pulidas en
forma de hojas, flores y frutos se extendían sobre él, otorgándole cobijo.
El brillo ambarino del trono era tan luminoso que parecía emitir una
peculiar iridiscencia, aunque no había ninguna vela encendida y la luz exterior
que se filtraba por los altos ventanales proveniente de las estrellas era
insuficiente para otorgar tamaña brillantez.
Se oyó un suspiro en el silencio del salón y una corriente de pesar
recorrió la estancia, casi como si alguien hubiera abierto una puerta y el frío
aire nocturno de la noche se hubiera colado en el interior.
La figura se aproximó con reverencia al pedestal y una mano de largos y
elegantes dedos tocó con delicadeza el reposabrazos del Trono.
Con el movimiento, la capucha se desplazó y cayó hacia atrás. Una
cabellera rubia, tan clara que casi parecía estar formada por destellos de un
sol naciente, brilló al descubierto y un bello rostro viril, de altos pómulos y
elegantes facciones, que aún a pesar de su juventud reflejaba determinación y
entereza, quedó iluminado por el resplandor ambarino del Trono.
Era un semblante joven. El de un macho casi a punto de alcanzar la edad
adulta, pero todavía en esos momentos en los que la infancia y la pubertad se
enfrentan para ver quién saldrá vencedora de la lid.
Era un dragón dorado, en su forma homínida, con los ojos de un profundo
color ocre que se aclararía con el paso de los siglos y se volvería de un tono
casi cristalino en los momentos en los que sintiera mayor tensión o excitación.
El joven se enderezó y una expresión resuelta se pintó en su faz. Sus dos
corazones latían a la par y galopaban llenos de vigor y energía en el pecho.
Tenía toda la vida por delante y, sin embargo, sentía que se le escapaba de
entre los dedos.
La existencia del joven Orthan no había sido sencilla, a pesar de su
linaje. Debido a un desafortunado incidente, su eclosión no fue todo lo feliz
que debería haber sido y su derecho de nacimiento quedó truncado.
Sin embargo, los ojos pardos reflejaban una resolución que pocos
podrían emular en el transcurso de sus longevas existencias.
Desplazado a un segundo plano por unos padres que habían acogido en su
seno al retoño desamparado de unos parientes fallecidos, Orthan se vio
relegado al papel de hermano menor. Lo aceptó sin quejarse, sin lamentarse. Y
su actitud, lejos de granjearle simpatías, lo convirtió en objeto de burlas por
parte del primogénito y lo alejó aún más del cariño de sus progenitores.
Pero no se arredró.
Era ambicioso y estaba dispuesto a luchar por conseguir lo que sus
corazones anhelaban, sin desfallecer. Aprendió desde muy pequeño a obtener
lo que quería por sus propios medios y a no esperar ayuda de los demás.
Se dio la vuelta para marcharse de esa estancia en la que había penetrado
sin permiso y se petrificó en el sitio, turbado.
Rayana, la indómita hija del rey se hallaba de pie tras él.
—Alteza Rayana —susurró, sobrecogido. No la había oído entrar, ni
siquiera la había presentido en el éter, pero estaba tan cerca que podía oler el
aroma de su cabello plateado y distinguir perfectamente las motitas verdes en
esos increíbles ojos grises que no había podido olvidar desde que tuvo el
privilegio de contemplarlos por primera vez.
Cuando, esa misma mañana, Orthan se encaminaba a la próxima clase en
el recinto de la universidad, vecina al Palacio de Ammolita, y recibió el
comunicado de su inminente traslado a las Provincias de Arena por decreto de
su padre, no podía imaginar que el objeto de sus anhelos estaría tan cerca de
él horas después de la nefasta noticia que lo alejaba de ella irremisiblemente.
Orlon, su padre, había decidido enviarlo lejos para que la tensa relación
que existía entre los dos hermanos no enturbiara las ambiciones de Ornamus,
el hijo mayor, de un próximo compromiso con la heredera al trono.
Orthan, a pesar de no tenerle ningún cariño a un hermano, que había
aprovechado cualquier ocasión para humillarlo y desprestigiarlo frente a sus
padres, comprendía perfectamente porqué había puesto los ojos en la hija del
rey.
Rayana era una precoz y dulce dragona plateada, portadora de la línea de
sangre más poderosa desde que se engendró la primera estirpe de los
dragones.
Ornamus era muy ambicioso y Orthan lo sabía. Lo había sufrido en sus
carnes durante toda la infancia, y un agudo temor ante lo que era capaz su
hermano para hacerse con ella invadía sus corazones.
Las ambiciones de Ornamus habían germinado hacía unos años, cuando
ambos visitaron la capital —para celebrar la mayoría de edad del primogénito
—, y conocieron a la que iba a ser la futura reina de Annorthean, su planeta
natal, de la misma edad que ellos.
Orthan quedó prendado al instante de la naturaleza sencilla y cercana de
Rayana. La princesa se mezclaba entre las gentes de la ciudad y se preocupaba
con profundo interés por el bienestar común. Atendía personalmente sus
propias recepciones, a pesar de su juventud, y siempre era amable con todos.
En cambio, su hermano Ornamus solo vio en ella la perfecta ocasión para
convertirse en el líder de los dragones y alzarse por encima de todos a través
de una unión entre sus familias.
Pero existía un problema.
El emparejamiento.
Orthan sabía perfectamente que por mucho que él anhelara que Rayana se
fijara en él —y contra toda esperanza llegara a sentir el mismo enamoramiento
que él le profesaba—, era harto improbable que se pudiera llegar a realizar el
Ritual de Emparejamiento ya que este se decidía de forma arbitraria y no por
propia voluntad.
Aun así, el temor a que Ornamus consiguiera sus propósitos le helaba la
ardiente sangre que circulaba por sus venas. Conocía la extrema crueldad de
su hermano y sus ardides manipuladores. Sabía que era muy capaz de
convencer al más cauto de los ratones para que entrara voluntariamente en una
trampa, así que no le extrañaría lo más mínimo que consiguiera engañar a
Rayana y a sus padres. Aunque sabía que la inteligencia y el temperamento de
ella eran de una fuerza y pureza inquebrantables, el innegable poder que su
hermano ejercía sobre todos los que lo rodeaban le había granjeado con gran
facilidad el amor de unos padres que no le habían engendrado.
Orthan tenía las manos atadas. No podía alertar de las mezquinas
intenciones de su hermano sin más pruebas que las que le dictaba el instinto y
años de abusos, y tampoco podía permitir que la oscura ambición que anegaba
los corazones de Ornamus destrozara la vida de la hembra que amaba y la suya
propia.
Orthan sabía que Ornamus tenía que esperar a enseñar sus cartas. Rayana
estaba todavía en edad infantil. No se convertiría en adulta hasta dentro de
unos siglos y su primer celo podía tardar aún varios años en sobrevenirle. Por
eso su traslado a las Provincias no le preocupaba en exceso, ya que tendría
tiempo de regresar por sus propios medios antes de que le diera tiempo a
Ornamus a planear la estrategia a seguir para conquistar a Rayana.
Pero al tener que partir al día siguiente hacia su destino quiso contemplar
el Trono de Ámbar, el símbolo que representaba a su especie, de cerca, y por
eso se internó en el palacio a hurtadillas, aunque no esperaba encontrarse con
ella; con nadie en realidad.
—Tú eres el hermano de Ornamus, ¿verdad? —preguntó Rayana con un
tono suave, dulce y musical.
Orthan se tensó. El nombre de su hermano pronunciado por esos bellos
labios le produjo una rabia irracional que a punto estuvo de dejar entrever,
pero se contuvo a tiempo y logró encontrar la voz para responder.
—Sí, él es… mi hermano —afirmó, a su pesar.
—¿Sabes que no deberías estar aquí? —preguntó la heredera. Ladeó la
cabeza para contemplarlo, curiosa, con un brillo tan puro en la mirada que
hizo que los corazones de Orthan latieran más rápido.
—Sí, lo sé, pero no he… —Quiso excusarse, pero cambió de opinión. No
iba a mostrarse servil, irguió la cabeza, orgulloso, y explicó con honestidad
—: Quería ver el Trono. Mi padre me envía a las Provincias de Arena y no
estaré aquí para el solsticio.
El solsticio era el momento en el que se abrían las puertas del Palacio y
todos cuantos quisieran se podían pasear por sus estancias.
Los impresionantes ojos de Rayana se abrieron asombrados al
escucharlo.
—¿Las Provincias de Arena? —inquirió en voz baja, sobrecogida—.
¿Por qué? Creí que allí solo iban los… —Se interrumpió, azorada, y un
intenso rubor cubrió sus mejillas al advertir que estaba a punto de insultarlo.
Las Provincias de Arena eran un territorio árido, desolado y brutal.
Estaba rodeado por un cinturón magnético que menguaba las capacidades
mágicas de los que permanecían dentro de sus fronteras. Allí malvivían los
dragones que eran desterrados por haber cometido alguna falta, los despojados
y deshonrados.
A Orthan no le habría extrañado que la perplejidad de Rayana se debiera
a que, probablemente, casi lo había llamado miserable en su cara. Todo el
mundo sabía quiénes eran los que acababan en las Provincias de Arena y
cabeceó comprensivo pues la misma incertidumbre anidaba en sus corazones
desde que conoció el terrible decreto que lo obligaba a abandonar sus
estudios, y todo cuanto conocía, para marchar. Sabía que su padre no lo tenía
en estima, pero no le suponía capaz de semejante traición a su propia sangre.
Hasta esa mañana.
—Al parecer, mi progenitor opina que he llevado una vida demasiado
acomodada y que debo aprender lo que es tener que ganarme el sustento —
declaró con amargura.
Rayana lo contempló con curiosidad y extrañeza durante un largo instante.
Al final, pareció llegar a algún tipo de conclusión y avanzó un paso hacia él.
Levantó una mano y acarició el terso rostro viril con las yemas de los finos
dedos.
Orthan inspiró con fuerza al tenerla tan cerca y sus corazones se agitaron
desbocados. Ella era de estatura un poco más baja que él, tenía que inclinar la
cabeza hacia atrás para levantar la mirada y Orthan podía sentir su aliento en
la cara de una forma tan cálida que su espíritu se derritió de anhelo.
—No entiendo cómo un padre puede enviar a su propio hijo a semejante
lugar. Si algún día soy reina prohibiré los destierros a las Provincias. No sé si
has cometido falta alguna, pero tu expresión es franca y directa. Me infundes
confianza, hermano de Ornamus, me gustaría volver a verte algún día —
aseguró ella con esa voz tan dulce como las notas de un violín.
Lo miraba con los ojos llenos de inocente afabilidad y la incipiente
virilidad de Orthan se sacudió. Ella estaba muy cerca y podía sentirla con
todos los poros de la piel. El deseo de besarla se hizo acuciante en su interior.
Sabía que si lo cogían tratando de tomarse libertades con ella le esperaría
algo mucho peor que el exilio y a pesar del terror que sentía a que los
descubrieran, se inclinó sobre el rostro de ella. Lentamente se acercó a sus
labios y ella no se apartó. Ambos se encontraron y poco a poco se saborearon.
Los alientos se entremezclaron y los cuatro corazones parecieron latir al
unísono.
Los labios de ella eran muy suaves, tanto que Orthan jamás había
probado algo tan maravilloso. Subyugado, cerró los ojos y ahondó un poco
más, tembloroso de anhelo. El deseo de apropiarse de ella de una manera
mucho más intensa le sacudió las entrañas y se obligó a separarse. No tenía
derecho. La contempló con maravillado asombro. Cubierta con un camisón de
tul, su joven cuerpo se recortaba a contraluz y dejaba entrever la belleza de
una hembra sin par. Era preciosa y de una dulzura que invitaba a degustarla
largo y tendido.
Rayana se ruborizó ante el intenso escrutinio y bajó la vista, pero al poco
tiempo la levantó y lo miró de frente, otra vez.
—Tengo que volver. Si mi aya descubre que no estoy en mi habitación
atronará el palacio con sus gritos. Debo volver —afirmó, con una expresión
culpable.
Orthan asintió, pero se adelantó y le cogió una mano. Se inclinó y la besó
en el dorso, sin dejar de mirarla a los ojos.
—Volveremos a vernos, alteza —aseguró con convencimiento.
Rayana bajó las largas pestañas, cohibida, y sus mejillas se ruborizaron
al sentir los labios de Orthan en la piel; cabeceó ante la afirmación masculina
y retrocedió. Pero cuando llegó junto a las puertas de cristal se volvió de
nuevo y le sonrió de forma encantadora.
Esa tierna sonrisa acompañó a Orthan durante milenios, en el destierro y
siglos después, en el exilio que los Leales sufrieron a raíz de su derrota en la
defensa del Palacio de Ammolita.
CAPÍTULO 1
Kronnan
Un gran dragón carmesí sobrevolaba el enorme valle, en plena estación de la
siembra, y surcaba el cielo con una elegancia y ligereza que parecía
inadecuada a la inmensa envergadura propia de la especie.
Era un dragón joven si se medía con los cómputos de tiempo de los
dragones. Llamado Kronnan, era uno de los últimos huevos que eclosionó en
el planeta natal, años antes de la Gran Desgracia.
Antes de la Gran Huida hacía miles de años.
Volaba bajo sobre sus nuevos dominios, una provincia situada al oeste de
la península de Valdynsk en el continente de Arana, llena de bosques y
escarpadas pendientes. Con su aguda vista recorría cada arbusto y cada roca.
Lo inspeccionaba todo con meticulosidad, no quería ninguna sorpresa
desagradable. Controlar esa zona era su responsabilidad y los humanos que
vivían en ella podían estar tranquilos bajo su vigilancia.
Desde tiempos inmemoriales los khatridanos sufrían constantes ataques
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de los goblins , los ártaros y los hyancas . Subespecies que pululaban sin
orden por todo el planeta. Provocaban el caos y diezmaban cosechas y
rebaños. Eran dañinos por naturaleza, salvajes, carentes de la suficiente
inteligencia y dotados de un insaciable apetito.
La zona del dragón carmesí era una escasamente poblada, ya que apenas
se podía cultivar debido a la difícil geología y el ganado no prosperaba en un
terreno en el que escaseaba el pasto. Kronnan sospechaba que debido a esa
circunstancia había sido asignada a él por el Consejo Draconiano, por
considerarla una franja empobrecida indigna de un dragón más encumbrado.
Pero estaba muy contento.
Por fin el Consejo le había adjudicado una responsabilidad, un área que
proteger, a pesar de las brutales restricciones a las que lo sometía su línea de
sangre por considerarlo inferior, por juzgarlo culpable de traición.
Mientras sobrevolaba el valle lo asaltó el desagradable recuerdo sobre
la acusación que pendía sobre él y gruñó con ferocidad. El eco repitió su
frustración a lo largo de la cadena montañosa que circundaba la zona en la
vertiente oeste como un ominoso rugido que reverberó durante largo tiempo
entre amplios bosques y verdes valles.
Kronnan sacudió la cabeza. ¡Era inocente! ¿Cuántas veces debería
defenderse ante esa falsa imputación?
Entonces abatió la testa, con resignación. Debía reconocer lo innegable.
Siempre tendría que gritar su inocencia. Durante el resto de su vida.
Y jamás lo creerían por mucho que clamara a los vientos.
Completó la ronda y se giró con una pirueta tan rauda que asustó a un
grupo de ovejas que pastaban, desperdigadas, en el prado que sobrevolaba en
ese momento. El último rayo del sol poniente dio de lleno en sus escamas y la
reluciente superficie se encendió como si una tea ardiera en el cielo.
Dio por finalizada la vigilancia ese día, pero antes de regresar a su
fortaleza, para pasar otra noche en soledad, se dirigió a su lugar favorito.
Aleteó las grandes alas en descenso, se posó con suavidad en la cima de una
pequeña colina recubierta de espesa hierba verde y se sentó sobre los cuartos
traseros. Hundió las garras delanteras en la tierra y volvió a gruñir, frustrado,
sin poder olvidar su pesar, pero esta vez fue demasiado parecido a un sollozo
que repercutió en su caja torácica. Ni siquiera el que le dieran una provincia
que proteger conseguía aliviarle el dolor, el inmenso aislamiento al que era
sometido.
A esa hora de la tarde el sol, ya muy bajo, alumbraba los tejados de paja
de las casas del pueblo, confiriéndole un aspecto hogareño y rústico que
encandilaba a Kronnan. Suspiró y alejó de sí la tristeza para contemplar el
paisaje, a lo lejos, y disfrutar de esos instantes de paz.
El poblado era el asentamiento de humanos que quedaba más cerca de su
fortaleza. Había algo en ese sitio que lo atraía siempre que sobrevolaba la
provincia y acabó por convertir en una rutina posarse allí, para contemplarlo,
cada vez que volvía de las rondas. Siempre de lejos para que los humanos no
lo descubrieran y no los espantara con su cercanía.
En ese momento una ramita crujió a su derecha, giró con rapidez la
impresionante testa y enfocó la vista en un grupo de árboles, a unos cien
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nobos . Con sorpresa descubrió a una joven humana bajo las ramas inferiores
de uno de los árboles, que lo contemplaba con fijeza, y agrandó los profundos
ojos color zafiro.
Ella vestía de forma un tanto desaliñada, las ropas habían conocido
tiempos mejores y el pelo, de indeterminado color, dudaba que hubiera visto
jamás un peine. Pero lo que le llamó la atención fue su manera de mirarlo. Con
osadía, con curiosidad, casi con maravilla. Algo del todo improbable, se dijo.
—¿Quién eres? —preguntó con una impresionante voz cavernosa.
Ella retrocedió, asustada, al oírlo.
Y él apretó los dientes, molesto. Siempre se olvidaba de bajar la
modulación de la voz para hablar con los humanos. Su escala de graves era
demasiado alta y acababa por ocasionarles dolor de cabeza.
—No te asustes —pidió, en un tono mucho más bajo—. Y contéstame —
ordenó.
La mujer, de unos veintipocos años según los cómputos humanos,
retrocedió otro paso y echó una mirada hacia atrás, como si quisiera buscar
una vía de escape. Él no se movió. Los humanos siempre lo temían, aun
cuando había jurado protegerlos.
Suspiró resignado, era lógico si se pensaba bien.
Los dragones aparecieron en los cielos del mundo de Khatrida unos miles
de años antes y la desconfianza generada por su súbita y aterradora llegada no
había desaparecido. Al principio los khatridanos se asustaron e intentaron
combatirlos con armas rudimentarias y de escasa efectividad. Pronto quedó en
evidencia la inmensa fuerza, la inteligencia y el gran poder mágico que
ostentaban, y que los humanos no podían contrarrestar. Depusieron las armas y
se rindieron. Esperaban una muerte rápida, y, por el contrario, acabaron por
descubrir que los dragones no eran una amenaza. No para ellos.
Solo eran una raza exiliada que buscaba refugio en su mundo.
Los dragones contemplaron diversos ataques de goblins, hyancas y
ártaros, y vieron una excelente oportunidad para congraciarse con los
humanos. Se ofrecieron a ser los protectores de Khatrida mientras durara su
destierro. Estos aceptaron, escépticos. Una gran mayoría de la población
nunca llegó a confiar del todo en ellos. La convivencia fue pacífica, aunque se
hizo necesario alejar las residencias draconianas de los focos de grandes
aglomeraciones humanas, pues muchos no toleraban con agrado su cercanía.
En cambio, una minoría acogía a los dragones con grandes muestras de
bienvenida y admiración ante una raza tan majestuosa y noble.
Los exiliados establecieron sus hogares en montañas y lugares
inaccesibles o difíciles para los khatridanos, así ambas razas se aceptaron y
cohabitaron el planeta en paz.
En la colina, frente al pueblo, la chica se volvió de nuevo hacia él,
decidida a no demostrar temor. Levantó la barbilla y lo miró, desafiante. Por
fin tenía a un auténtico dragón ante sí y a pesar de lo mucho que había
anhelado contemplar a uno de cerca, la inmensidad del cuerpo carmesí la
amedrentaba, aunque se negó a demostrarlo. Debía medir cerca de cuatro
nobos desde la testa a la cola y, las alas, cinco nobos al menos cada una. La
cabeza estaba coronada por una ristra de púas, como una corona, que luego
descendían por el cuello, recorrían todo el lomo y acababan en varias puntas
afiladas al final de la cola. Sobre la cresta facial destacaba un hermoso
símbolo de rayas y espirales en un color más oscuro. Representaba el linaje
del dragón, con características únicas en cada espécimen, y cada púa del lomo
ostentaba una variación que magnificaba la belleza de las marcas. Inheray
suspiró, entre amedrentada y fascinada.
Kronnan se congratuló con un ramalazo de admiración hacia la primera
humana que no huía, despavorida, al verlo.
—Me llamo Inheray—contestó ella, con una voz suave. Extendió un brazo
para señalar hacia el pueblo, pero sin desviar la vista de él—. Soy de allí.
—¿Sabes quién soy? —preguntó. Fijó más la mirada, penetrante, sobre
ella. Aquella chica tenía algo que lo intrigaba.
Inheray asintió con la cabeza y tragó saliva. Por supuesto que lo sabía.
Desde que oyó en la taberna que habían asignado un dragón a la provincia,
había anhelado verlo.
—Dilo —ordenó Kronnan en un arrebato de petulancia muy impropia de
él, pero que nació de su más absoluta soledad. Giró el cuerpo hacia ella,
aunque no avanzó.
Ella palideció al ver al poderoso e imponente dragón moverse y pensó si
quizá no hubiera sido mejor huir. Su inagotable curiosidad con todo lo que se
relacionaba con los dragones tal vez la metería en un buen lío un día de estos.
Sin embargo, lo que le esperaba en el pueblo no era mucho mejor, así que lo
miró a los ojos, de un increíble y cristalino tono azulado, y contestó.
—Eres el dragón carmesí que han adjudicado a esta comarca, pero no sé
tu nombre —aclaró con pesar. Por mucho que abrió los oídos en la taberna no
pudo averiguarlo—. A alguien como yo no se le da ese tipo de información —
declaró en tono resignado. Hacía mucho que había comprendido que era
persona non grata entre sus vecinos.
Él la observó con intensidad durante unos segundos, intrigado y
sorprendido. Esas palabras y la osadía femenina acicatearon su curiosidad.
—¿Por qué no? ¿Quién eres? —inquirió, extrañado.
Inheray, distraída, contemplaba admirada los reflejos del sol sobre las
brillantes escamas carmesí y entonces se dio cuenta de que estaba ya muy
bajo. Echó un rápido vistazo sobre el hombro y comprobó que, efectivamente,
el astro rey desaparecía tras la cordillera del oeste. ¡Recórcholis! ¡Tenía que
irse o llegaría horriblemente tarde!
—Yo… de… debo irme —balbuceó, nerviosa por un lado y furiosa por
el otro. Por una vez que podía contemplar a placer a uno de los seres que
siempre la habían fascinado desde que podía recordar, tenía que ir a
«cumplir» con sus obligaciones. Continuó, apresurada—: Hace rato que me
ausenté y deben extrañarme. —Empezó a alejarse, andando hacia atrás sin
dejar de mirarlo. —Por favor, debes dejarme ir…
—¡Vete! —resopló al instante Kronnan, ofendido—. Yo no te estoy
reteniendo.
¡Cómo si no tuviera cosas mejores que hacer! Molesto, la ignoró y se giró
de espaldas. Enseguida oyó como ella emprendía una veloz carrera al bajar la
colina. Se volvió a medias y la espió. Definitivamente esa chica era muy rara.
Alzó el vuelo y al cabo de unos segundos, su pesar, se volteó hacia ella, a la
vez que aleteaba las alas para permanecer quieto en el aire. La observó
mientras ella se alejaba. La agudeza visual propia de su especie le permitía
ver perfectamente el rostro femenino cuando la chica giraba la cabeza de vez
en cuando para ver si la seguía, y eso lo desconcertaba aún más. No parecía
tener miedo, la expresión de ella reflejaba intriga, mucha curiosidad y algo
que se parecía tanto a la fascinación que lo descartó de inmediato como una
fantasía propia de su ánimo desesperado.
—¡Humanas! —refunfuñó y meneó la cabeza, desconcertado.
Raudo, emprendió el regreso hacia la fortaleza. Cuando llegó, aterrizó en
la explanada que había frente a la puerta principal. Apenas tocó tierra se
transformó en homínido.
Los dragones, como seres metamórficos, podían cambiar a voluntad el
aspecto físico y su naturaleza albergaba dos estructuras genéticas. Además,
gracias a la magia, podían adoptar casi cualquier otra forma y transformarse
en un ser vivo con el que hubieran mantenido contacto.
Kronnan invocó sobre su magnífico cuerpo desnudo una bata de rico paño
de brocado azul larga hasta los pies y unos pantalones negros. Se calzó con
unas botas altas. El cabello, de un rojo refulgente, ondeó a su espalda y el sol
arrancó destellos carmesíes a los sedosos mechones que caían sobre los
hombros y espalda.
Contempló la fortaleza de piedra, en forma de la letra ele, de tres niveles,
y emitió un suspiro. De nuevo en el hogar, aunque tan solitario y vacío que
sintió un escalofrío. Encogió los hombros, mejor no pensar en ello. Se
encaminó con tranquilidad hacia el salón, encendió el fuego de la enorme
chimenea con su voluntad y se sirvió una copa de vino que hizo aparecer sobre
una mesita auxiliar. Acomodó el largo y atlético cuerpo en el único sillón de la
estancia, frente al fuego, y sin querer revivió el encuentro con la extraña
humana. Recordó los claros ojos del color de las hojas en primavera, la
mirada desafiante, y sonrió sin darse cuenta.

Inheray corría de regreso al pueblo, pero no era el temor al dragón lo que


la impulsaba sino el miedo a las represalias que sabía que la recibirían.
Llegaba demorada para emprender las tareas de la tarde que tenía asignadas
en la taberna y sabía que lo más seguro sería que la castigaran sin cenar. Su
estómago rugió en protesta.
A mediodía, la comida había sido tan escasa que no bastó para saciar el
hambre que tenía. Si la dejaban también sin cenar, pronto no sería otra cosa
más que un esqueleto andante.
Mientras corría exhibía una sonrisa en el rostro sin apercibirse. Desde
que la encontraron vagando en los páramos, cuando era una niña, siempre soñó
con los extraños seres que un día arribaron a Khatrida. Nunca entendió por
qué sus congéneres les temían tanto ya que a ella le fascinaban. Cuando creció
se preguntó a menudo la causa de su embeleso si nunca había visto a uno de
cerca —como mucho, alguno volar a lo lejos—, y llegó a la conclusión de que
los admiraba por la libertad con la que surcaban los cielos, la potencia de sus
alas y la majestuosidad incontestable de su poderío. Nadie osaba
cuestionarlos. Nadie. E Inheray suponía que eso era lo que la tenía tan
encandilada ya que ella, precisamente, era casi una reclusa esclavizada por
sus tutores legales. Fantasear con los dragones era como abrir una ventana al
exterior, una escapatoria que le permitía evadirse del cautiverio y de la triste
soledad de su propia existencia.
Llegó al pueblo corriendo a toda la velocidad que le permitían las
piernas con el pensamiento puesto en el magnífico dragón carmesí. Dobló la
esquina de la casa comunal y vio la puerta de la taberna todavía cerrada.
Exhaló un suspiro de alivio y aminoró la marcha. Su tío no había comparecido
aún; eso le daría tiempo para preparar las mesas y todo lo demás antes de
abrir.
Lo llamaba tío, pero en realidad no compartían ningún tipo de parentesco,
cosa que agradecía en su interior ya que cuando estaba borracho, intentaba
continuamente arrinconarla contra la pared y manosearla por todas partes. Le
daban arcadas cuando olía el apestoso aliento a cerveza agria, que emanaba de
la boca podrida, al acercarse a su cara.
Había aprendido desde muy joven a darle una fuerte patada en los
testículos y a salir corriendo. Él nunca recordaba nada cuando se le había
pasado el efecto del alcohol. Pero una vez los descubrió su tía y montó en
cólera. La acusó a ella, culpabilizándola de todo. Inheray lo pagó con creces.
—Insinuarte a tu tío. ¡Qué vergüenza! Eres una cualquiera, si no fuera
porque te necesitamos en la taberna te echaría ahora mismo a la calle ¡pequeña
arpía! —La recriminaba su bondadosa tía mientras se la llevaba a la vez que
tiraba de ella por una oreja con malévola saña.
Inheray pensó: «¡Ojalá me echaras, vieja urraca! Así no tendría que
aguantaros ni un minuto más ni ser vuestra esclava en la taberna, malditos
vagos, que no dais un palo al agua». Pero se guardó mucho de decirlo en voz
alta.
Su tía la castigó a pan y agua durante un mes, sin dejarla dormir más de
cinco horas. La obligó a trabajar de sol a sol en la taberna y en las horas en las
que esta permanecía cerrada la mandaba a hacer recados para los
comerciantes mientras ella se embolsaba las ganancias.
Inheray solo esperaba pacientemente para cumplir los veintitrés, le
quedaban dos meses, después sería libre ya que en la provincia existía una ley,
obsoleta por otro lado, en la que los menores de veintitrés años no podían
abandonar el domicilio paterno o tutorial sin el permiso expreso de los
responsables de ese menor. Nadie la aplicaba ya, pero sus tíos no habían
dejado de recordársela y amenazarla con denunciarla a los oficiales de la ley
si se escapaba, desde que había tenido la desgracia de ir a vivir con ellos.
Podría marcharse por fin, nadie podría impedírselo.
Abrió la recia puerta de madera con su llave y entró en la taberna con
rapidez. Con una agilidad digna de un circense, colocó las sillas y las mesas
en posición, después de haberlas arrinconado en la pared para poder fregar
todo el suelo de rodillas una vez cerró la ronda del mediodía. Abrió las
contraventanas para que la luz de las velas, que había encendido en las
lámparas de hierro, atrajera a los clientes a través de los cristales de colores.
Rellenó una inmensa olla con agua del pozo y la puso a hervir. Destapó los
toneles donde guardaban la cerveza, y cuando ya estaba empezando a colocar
las jarras que había limpiado antes de irse entró su tío, por fin. Este echó un
vistazo rápido al local y, al no hallar ningún motivo para regañarla, se lo
inventó.
—¡Eh, tú, inútil! No has limpiado bajo la barra —increpó con una mirada
furibunda.
Inheray, resignada, sacó el cubo y el trapo y empezó a limpiar el suelo de
madera: ¡otra vez! Era estúpido, intentar siquiera, explicar que ya lo había
hecho. Solo se ganaría una colleja.
Cuando terminó se abrió de nuevo la puerta y entraron los primeros
clientes. Suspiró, iba a ser una noche muy larga. Su tío se quedaría tras la
barra y ella tendría que ir de un lado a otro sirviendo a todo el mundo y, como
siempre, su tía ni aparecería, a pesar de la ingente cantidad de clientes que
acudían cada noche a la taberna a por cervezas y los rábanos picantes,
especialidad de la casa.
Inheray se preparó para la dura noche que le esperaba. A medida que
transcurría, se descubrió varias veces pensando en el majestuoso dragón de
brillantísimas escamas carmesí. Desde siempre había escuchado todo cuanto
chisme se contaba sobre ellos en la taberna. Aunque pronto descubrió que
debía creer solo la mitad de lo que se decía y que no podía depositar su
confianza en lo que se contaba ya que la mayoría de las historias estaban
llenas de prejuicios infundados, odio sin sentido y envidia malsana.
Esa tarde había salido a escondidas de la habitación trastero, donde sus
tíos la tenían alojada, en una de sus escasas escapadas secretas. En una
ocasión había descubierto al gran dragón, de lejos, posarse sobre esa colina y
en los días siguientes, en los que sus ocupaciones le dejaron un poco de
tiempo libre, decidió acercarse al lugar con la esperanza de que él regresara
alguna vez. Y en el instante en que estaba descansando tumbada bajo los
arbolillos, desesperanzada ya de que él apareciera de nuevo, lo vio posarse y
quedarse quieto, mirando hacia el pueblo. Intentó levantarse sin que se diera
cuenta, pero pisó una rama y él la descubrió. Se sintió traspasada con
intensidad por esos ojos cristalinos, azules como el cielo e igual de vastos.
Por un momento no pudo articular palabra, tan impresionada estaba. Ninguna
exacerbada fantasía la había preparado para la magnífica realidad de los
dragones.
¡Eran muchísimo más hermosos de lo que nunca llegó a imaginar!
Aunque tan colosales que una no podía albergar duda alguna de su
inmensa fuerza y superioridad.
Pero, al recordar con más calma lo sucedido, Inheray se preguntó cuál
sería la causa de esa aura de desolación que envolvía al dragón cuando miraba
hacia el pueblo.
¿Podían los dragones estar tristes?
CAPÍTULO 2
Kronnan despertó bañado en sudor, los corazones parecían salírsele del pecho
y jadeaba con roncos quejidos, como si los alvéolos de los pulmones
protestaran ante la entrada de aire.
Dormía en el suelo, sobre una fina manta que había acabado destrozando
desde que empezaron las pesadillas. En los delirios rompía todo con sus
semigarras, al perder el control de sí mismo y empezar a transformarse. Al
poco tiempo de comenzar a sufrir esas terroríficas noches, decidió trasladarse
a la azotea de la fortaleza, un espacio amplio de techo alto y sin mobiliario, el
que ningún mueble correría peligro mientras él durmiera.
Se incorporó, se sentó en el suelo y apoyó el antebrazo en la rodilla
alzada, mientras intentaba serenarse y el ritmo de las pulsaciones bajaba hasta
normalizarse.
El sudor empapaba el cabello encarnado, los mechones húmedos se
pegaban a su piel caliente, resbalaba por el largo cuello, calaba los
magníficos músculos pectorales y seguía descendiendo hasta llegar a los
genitales, donde se concentraba su máxima temperatura corporal, para
transformarse en nubecillas de vapor.
Kronnan nunca recordaba los sueños que le provocaban semejante
estado, pero siempre sentía la misma aterradora angustia.
Atormentado, echó la cabeza hacia atrás y lanzó al aire un ronco alarido
lleno de rabia, dolor y pesar.
La sangre circulaba por sus venas caliente, ardiente y tenía el miembro
tan erecto que parecía que sus corazones solo latían para proporcionar sangre
a esa parte de su anatomía.
Al final la respiración se le normalizaba. Se bañaba y se quedaba tan
fresco, pero la erección le duraba varias horas, dolorosamente consciente de
que no podía aliviarse durante todo ese tiempo. Su especie carecía de la
capacidad que tenían los humanos para desfogarse a solas. Su semilla no se
vertía si no era en plena copulación.
Sociales por naturaleza, los dragones eran muy familiares y gustaban de
estar rodeados de sus congéneres. Vivían por y para confraternizar. Además,
su espíritu fogoso y ardiente los empujaba, desde que alcanzaban la edad
adulta, a intimar con las hembras de la especie hasta que les llegaba su propio
emparejamiento.
Por ello, debido al ostracismo al que era sometido, Kronnan añoraba con
desesperación el contacto con otro ser vivo. Su cuerpo se sacudía de deseo
por una hembra, pero tenía prohibido, de forma terminante, acercarse a
ninguna.
Las hembras de la especie le estaban vetadas. Para siempre.
Y la única solución que le quedaba para apaciguar su sangre caliente,
para saciar los poderosos instintos sexuales, era yacer con humanas. Y eso le
asfixiaba las entrañas. No entendía cómo lo hacían sus congéneres al
demandar Ofrendas a los humanos sin parar, cuando a él lo repudiaban todas
las mujeres a las que había intentado acercarse.
Las humanas sentían asco de él y les repugnaba tocarlo.
Kronnan evitaba el acercamiento durante todo el tiempo que podía. Se
resistía a la necesidad que sacudía su cuerpo hasta que la sangre ardía en sus
venas. Hasta que se volvía loco de lujuria y sucumbía al frenesí. Pero debido
a la incapacidad draconiana masculina de autocomplacerse —no así la
femenina—, no le quedaba otro remedio que saciarse con la Ofrenda que algún
pueblucho le otorgaba por haberlos ayudado con la plaga de goblins.
Las Ofrendas eran una recompensa que los khatridanos quisieron ofrecer
a los dragones, a pesar de las reticencias que sentían, al poco tiempo de haber
terminado la guerra, debido a la fascinación que algunos experimentaron por
la capacidad metamórfica de sus nuevos compañeros de planeta y lo
hermosísimos que eran estos en su forma homínida. Los dragones aceptaron,
cautelosos al principio, ya que la paz que se había firmado no estaba del todo
afianzada y no querían crear una nueva ofensa al negarse a aceptar una
relación más íntima con los humanos.
Al poco tiempo ambas razas descubrieron que se acoplaban a la
perfección y las Ofrendas se sucedieron a lo largo de los siglos como un
intercambio por sus servicios como protectores.
Eran ofrendas totalmente voluntarias. Los dragones causaban tanta
admiración como rechazo y la mayoría de la gente que se ofrecía sabía que su
porvenir económico y el de su familia quedaban asegurados en el futuro, ya
que el dragón favorecido era muy generoso con las prebendas que otorgaba.
En cambio, Kronnan se veía obligado a solicitarlas, como un mendigo. En
su provincia no había nadie que se ofreciera por propia voluntad y eso lo
humillaba de tal modo que añadía otra razón de peso para retrasar un
encuentro, con una humana, todo lo posible.
A pesar de ello, no imponía condiciones al pueblo al que acudía y, por
norma, el regidor convocaba una reunión para ofrecer la oportunidad a alguna
mujer madura, viuda o de pocos recursos, para ganarse la manutención para el
resto de su vida al acceder y ayudar así, a su comunidad.
En otros tiempos, cuando era más joven, y más ingenuo, creyó que podría
enamorar a alguna jovencita virgen que nunca hubiera mantenido relaciones
con ningún humano, para evitar las comparaciones, que no sintiera tanto asco
ante él y no lo rechazara.
Pero resultó que eran las peores. Se ponían a gritar nada más verlo y no
dejaban de hacerlo durante todo el tiempo, por mucho que intentara calmarlas,
por mucho que su aspecto fuera por completo humano al transformarse y para
nada repulsivo, según creía, ya que algunas de las mujeres maduras se lo
habían confirmado a lo largo de los siglos.
Kronnan era un experto amante y conseguía despertar sus cuerpos a la
pasión, pero ninguna quería permanecer con él, ni soportaba su cercanía
durante mucho tiempo.
Y hacía ya demasiado que estaba sin hembra.
Demasiado.
Más de dos siglos. Y las consecuencias eran terribles. Por las noches se
despertaba gritando, atormentado por las espeluznantes pesadillas y bañado en
sudor. Durante esos sueños destrozaba con sus garras todo lo que hubiera a su
alcance.
Lo soportaba porque no quería volver a ver un femenino rostro humano
con esa mueca de asco al verlo aproximarse, mientras su cuerpo y su espíritu
clamaban por un poco de cariño, por un poco de calidez.
Suspiró disgustado, en el silencio de la amplia azotea.
No podría mantener mucho tiempo ese autoimpuesto celibato o se
volvería loco. Debía mantener la vigilancia sobre la provincia y si su mente
divagaba, distraída, incumpliría su deber para mantener a raya a los goblins, y
hasta podrían despojarlo del recién adquirido rango de Protector de Provincia.
Se levantó y enrolló la manta para quemarla. Ya no servía para nada,
estaba hecha jirones.
Mientras se aseaba bajo la bomba de agua helada, pensaba en la posible
solución al problema. Podría hablar con el gobernador del pueblo vecino y
pedirle que le enviaran una mujer cada varios meses.
Resopló, hastiado. ¡Pertenecía a la raza de los Vigilantes, por todos los
planetas habitados! Verse reducido de esa manera a tener que suplicar, a
postrarse y a humillarse lo amargaba. La rabia estalló dentro de él y esta vez
no gritó, en cambio, una llamarada de fuego salió despedida de su boca con un
resultado inesperado: quemó el estante de los paños para secar y lo redujo a
cenizas en un segundo.
Salió del aseo con el pelo en llamas tal era la furia que lo consumía. Su
cabello rojo se asemejaba mucho al elemento ardiente, era brillante, largo más
allá de los hombros, suave y algo ondulado en las puntas, pero esta vez ardía
de verdad y sus ojos ceñían un círculo rojo en torno al iris azul.
Abrió la puerta de la terraza de un empellón y corrió con veloces
zancadas hacia el borde de la terraza, desnudo por completo.
A los pies de la fortaleza, en la cara norte, se abría un abismo. Un
profundo cañón, en cuyo fondo serpenteaba un río que llegaba hasta el pueblo
y desaguaba en el lago, al sur.
Kronnan saltó al vacío aún en su forma humana con los brazos extendidos
y mientras caía en picado con el cuerpo tenso como una saeta; deseó, por una
millonésima de segundo, no transformarse, estamparse contra el fondo y que
cesara el dolor, pero la piel le empezó a brillar, se envolvió en una burbuja de
fuego y estalló. Surgió de ella convertido en la imponente figura del dragón.
Rugió con tanta fuerza que el centro de ignición de su ser, que todos los
dragones poseen en la base del cuello, prendió y una potente llamarada salió
disparada de su hocico, como la explosión de un volcán. Se impulsó a toda
velocidad, volando hacia arriba. Atravesó la estratosfera y siguió y siguió
hasta abandonar ese sistema solar. Durante toda la mañana dio vueltas por el
espacio en un intento de calmar la rabia, la furia y la honda frustración que lo
anegaba.
A mediodía se posó de nuevo en la colina que ocupara otrora, para
contemplar el pueblo humano. Espió hacia el grupo de árboles por si la chica
de ayer estuviera allí de nuevo, pero, contrariado, comprobó que estaba solo.
¡Claro! ¿Por qué iba alguien a querer verlo otra vez? Bufó airado y arañó
la tierra.
De repente decidió que a él no le importaría verla nuevamente, que ella
fuera la mujer que le entregaran en ofrenda. Ver de nuevo esos ojos del color
del trigo joven. Desafiantes, sin miedo, sin asco.
No pudo evitar que su anatomía se sacudiera en repuesta y la semilla de
la esperanza se instaló en su corazón.
¿Podría ella mirarlo sin asco? ¿Valdría la pena?
Recordó su mirada curiosa, decidida, y pensó que, ya que se veía
obligado a rebajarse de ese modo para salvaguardar su salud mental, decidió
que sería con ella.
Ella sería suya y no por una noche, no. Esta vez exigiría permanencia,
exigiría que lo sirviera hasta que él la liberara.
Los ojos le brillaron con regocijo. Esta vez no se iba a conformar con
unas migajas, no iba a suplicar. La obligaría a complacerlo, incluso usaría su
poder mental para derribar sus barreras y obligarla a que se le entregara. No
importaba que pudiera causarle daños cerebrales, era hora de pensar en sí
mismo.
Determinado, apretó las mandíbulas y encogió los poderosos cuartos
traseros. Se dio impulso, saltó y desplegó las enormes alas en el aire.
Emprendió el vuelo hacia el pueblo mientras el sol arrancaba destellos a las
escamas encarnadas y surcó el aire como si de un rayo se tratara.
Se posó en el espacio especial para él que se le había habilitado en el
pueblo, por si alguna vez quería hacer acto de presencia, y esperó. Al poco
tiempo apareció el gobernador, presuroso, con la alarma reflejada en la cara.
Cuando llegó a su lado flexionó la rodilla en respetuosa reverencia. Detrás de
él se hallaban varios hombres y mujeres.
5
—Mi masen Kronnan, es un placer recibirlo. ¿A qué debemos el honor?
—La voz aflautada del gobernador dejó escapar un ligero atisbo de irritación
por haber tenido que abandonar lo que estaba haciendo y verse obligado a ir a
agasajarlo.
Él lo miró sin pestañear. El gobernador tragó saliva y retrocedió,
intimidado.
—Mi masen, yo… Haremos lo que sea para complacerlo —rectificó,
titubeante. La voz implorante y la mirada asustada hicieron que Kronnan
sonriera interiormente.
—Una Ofrenda —pidió en tono bajo y comedido, con la testa bien alta.
No iba a humillarse. Esta vez, no.
El gobernador, sorprendido y sin comprender la petición, se giró hacia
sus allegados en busca de respuesta. Una de las mujeres se le acercó y le
susurró algo al oído, él palideció y miró a los demás en consulta muda. Todos
asintieron.
—Una Ofrenda, sí… claro. Yo… —tartamudeó.
—Quiero que reúnas a todas las mujeres solteras del pueblo de entre
veinte y cincuenta años y me las traigas aquí. —Kronnan los miró a todos a los
ojos, uno por uno, y exigió: —En media hora.
—Mi masen, pero las mujeres… Nosotros… más tiempo… —El
gobernador no atinaba a expresarse y tartamudeaba en un intento de explicarse.
Ese margen englobaba a casi todas las mujeres del pueblo, las casadas no
llegaban al diez por ciento. Seguramente el dragón no se las querría llevar a
todas, ¿verdad?
—Media hora, gobernador —repitió Kronnan, con un tono un poco más
alto. Nunca había intentado amedrentar a los humanos, ya existía demasiada
desconfianza por su parte como para alimentar esa hoguera con bravuconadas
propias de un dragonzuelo adolescente. Pero no pudo resistirse.
Cuando le adjudicaron la provincia se había presentado en todos los
municipios, pueblos, ciudades y aldeas. Había hablado con los gobernadores,
las comendadoras, con todos los máximos responsables de cada comunidad y
lo hizo siguiendo, respetuoso, las reglas de protocolo que su especie había
establecido para tratar con los humanos.
Y ahora lo estaba obviando, soberbio.
Y se sentía bien, tanto que tenía ganas de echarse a reír, pero lanzó una
mirada hacia abajo y constató que el grupo de dirigentes todavía seguía allí.
—Siguen aquí y el tiempo corre, gobernador—aseveró, disgustado, casi
con un gruñido.
Este y los demás dieron media vuelta de inmediato y se internaron en el
pueblo, apresurados. Al poco rato, Kronnan escuchó las campanas de la casa
consistorial repicar como locas para congregar a la población.
Al cabo de media hora justa y puntual, empezó a desfilar un contingente
cada vez mayor de mujeres ante él.
Se había tumbado y evitó moverse, para no alarmar más al personal. Las
estudió, una por una.
Todas lo miraban al principio con miedo y curiosidad, pero después las
miradas derivaban hacia el horror, la repulsión y el desdén. Una miríada de
emociones, todas negativas.
Sentía cómo crecía de nuevo en él la rabia. La buscó con la mirada entre
todas, con ansia, para acabar cuanto antes. Nunca tuvo intención de elegir
entre ellas, solo era una maniobra para despistar y que ella no supiera que
había ido expresamente a buscarla.
No la encontró. Furioso, se volvió hacia el gobernador.
—No están todas —afirmó colérico y exhaló un gruñido que levantó el
polvo frente a su testa.
—Sí… Sí, mi masen. Están todas —afirmó el hombre, aterrado. El pobre
se volvió hacia ellas con desesperación, al tiempo que retorcía una mano
contra otra.
Entonces el desánimo se instaló en Kronnan.
¡Ella no era libre! ¡Oh, maldita su suerte!
Gruñó con ferocidad y el gobernador pegó un salto. Presurosa, la misma
mujer de antes susurró algo, de nuevo, al oído del dirigente y la cara de este se
puso roja de furia. La cogió del codo y le dio un empujón hacia el pueblo.
—… Y no vuelvas sin ella —ordenó, apremiante.
Kronnan levantó la vista y vio a la mujer alejarse. Bajó los ojos e
interrogó al gobernador con la mirada.
—Ahora viene la última, mi masen. Ha sido un descuido, su tía no la
avisó, no se acordó de avisarla…
Recordó el comentario de ella: «A alguien como yo…» y comprendió que
simplemente no la habían considerado siquiera apta para presentarla ante él.
—Dije a todas. ¿Por qué a ella no se la informó? —inquirió con dureza.
—Verá, mi masen. Esa chica es una acogida, vive en casa de sus tíos, por
caridad, pero es una descuidada, no ayuda, es una desagradecida. Yo creo que
no está bien —añadió el gobernador y se señaló la cabeza con un gesto
elocuente.
Kronnan resopló, molesto. Ahora la entendía un poco mejor. Era una
paria entre su gente, como él. Dirigió la vista hacia el pueblo y deseó que
llegara cuanto antes, ahora con un nuevo sentimiento de simpatía hacia ella.
Al poco apareció, al doblar un recodo. Su tía tiraba de ella por el codo
pero, y eso lo hizo sonreír, la chica no hacía ningún esfuerzo por andar más
rápido y su tía, mucho más pequeña, resoplaba, mientras tiraba con empeño.
Llegaron al lado del gobernador y su tía la empujó hacia el dragón. Ella
levantó la vista hacia él y la mirada de esos ojos verde claro lo desafió de
nuevo. Sintió un impacto en su interior.
¡Por todos los planetas habitados, esa mujer no lo miraba con asco!
Inheray no podía creerlo. Él, el magnífico dragón carmesí, estaba en el
pueblo. Y buscaba una Ofrenda. El corazón le saltaba en el pecho de pura
ansia. ¿Podría ser ella la afortunada?
«¡Oh, por todos los ancestros, que así sea!» rogó fervorosa en lo más
profundo de sí misma.
Kronnan, por su parte, la contempló un largo instante. Las ropas,
manchadas y rotas, estaban más ajadas aún que el otro día. El pelo seguía sin
saberse si era una enmarañada madeja de suciedad acumulada o cabello
humano y la piel de la cara no se apreciaba bajo una capa de hollín y tiznes
varios.
—¿Cómo te llamas? —preguntó, aunque lo recordaba a la perfección.
Ella agrandó los ojos, sorprendida al principio, pero luego encogió los
hombros con resignación como si estuviera acostumbrada a que la gente no
reparara en ella.
—Inheray.
De repente, Kronnan captó un creciente murmullo entre la gente
congregada, aguzó el oído y escuchó.
—… acogida…
—… con lo sucia que va…
—Y lo fea que es. ¿Cómo va a elegirla a ella?
Levantó la vista y miró directo a la pomposa jovencita que había
proferido semejante afirmación por lo bajo y recordó perfectamente que ella
había sido la que peor expresión de asco y repulsión había compuesto cuando
la miró.
El dragón desvió la vista con total indiferencia. Inclinó la cabeza, miró a
Inheray a los ojos y preguntó:
—¿Quieres venir conmigo?
Se elevó un murmullo de sorpresa entre el gentío, pero él los ignoró.
El corazón de Inheray se saltó un latido. Él se lo había preguntado directo
a ella. ¡Por todos los Héroes! ¡Pues claro, claro que se iría con él! Aunque no
podía dejar que supieran lo mucho que deseaba abandonar ese lugar, no podía
dejar que su tía adivinara la verdad y fingió pensárselo. Estudió esos ojos tan
azules y creyó percibir anhelo, temor y bondad, algo que no solía ver en los
rostros que la rodeaban a diario. Miró hacia su tía y vio su gesto preocupado.
Sonrió mentalmente, por supuesto que estaba inquieta. ¿Qué iba a hacer si se
le escapaba la esclava? Entonces se volvió a mirar al dragón de nuevo.
¿Sería verdad? ¿Podría ser libre?
Pero no quería cambiar una esclavitud por otra. Por un momento las
historias que había oído en la taberna hicieron mella en su ánimo y su ansia
zozobró en un mar de dudas al pensar que tal vez pudieran ser ciertas las
habladurías de lo mal que lo pasaban las mujeres en manos de los dragones.
—Si voy contigo…
—¡Niña! ¡Pero qué dices! No es una elección. ¡Tienes que ir! —La
exhortó el gobernador, alarmado ante la posibilidad de que pudiera ofender al
dragón.
—¡Silencio! —rugió Kronnan, indignado. El hombre enmudeció y
retrocedió, sobrecogido. Volvió la vista hacia ella, suavizó la expresión y
pidió—: Continúa.
—¿Ya no tendré que volver aquí?
—No, si tú no quieres.
Inheray cabeceó y dirigió una última mirada a su tía. Entonces se volvió
hacia Kronnan y contestó:
—Iré. —Y esta vez sonrió de verdad. Una sonrisa tan cálida que hizo que
los corazones de Kronnan latieran más rápido.
El gobernador suspiró aliviado y su tía refunfuñó.
Kronnan la miró con intensidad durante un segundo más y se preguntó otra
vez porqué esa chica no actuaba como las demás. Incapaz de encontrar una
respuesta y de refrenar el anhelo que crecía en su ser, levantó la vista hacia la
multitud.
—¡Marchaos! Ella vendrá conmigo. El tiempo que permanezca en mis
dominios lo decidiré en su momento.
La gente empezó a desfilar mientras comentaban con incredulidad
semejante elección por parte del protector y se alegraban por haberse librado.
El gobernador se quedó para despedirse y al ver a su tía dar media vuelta
hacia el pueblo resignada a perder a su «esclava», la obligó a permanecer allí
para despedirla.
Kronnan alargó la garra con la palma hacia arriba para que Inheray
pudiera subir. Ella se mordió el labio inferior, nerviosa e indecisa.
—Sube, te acomodaré en mi lomo. No temas, mi vuelo es muy seguro —
aseveró, muy serio.
Inheray esbozó una sonrisa trémula. Iba a volar a lomos de un dragón y él
le aseguraba que su vuelo era muy seguro. Resultaría gracioso si no tuviera el
estómago en el cuello.
Se subió a la garra y se agarró al pulgar extendido, parecido el tronco de
un árbol tan grande era. Por un momento temió que la garra se cerrase en torno
a ella y la aplastara como a un mosquito, pero no ocurrió nada de eso, al
contrario, la garra la sujetó con cuidado y Kronnan la elevó y la depositó
sobre el espinazo.
Las escamas superiores se separaron y se amoldaron al cuerpo de ella
cuando se sentó. Se crearon apoyos para los pies, respaldo para la espalda y
puntos de sostén y agarre para las manos.
Inheray se acomodó, insegura, al tiempo que el corazón le latía
desbocado.
«¿Qué demonios estás haciendo, Iny? ¡Estás a lomos de un dragón, por
todos los Héroes!».
—Inheray, obedécele en todo. No le ofendas y déjanos en buen lugar —
pidió el gobernador de forma respetuosa, aunque en su interior deseaba
ordenárselo—. Adiós, querida.
Inheray lo miró asombrada. El gobernador jamás se había dirigido a ella
de forma directa y mucho menos para llamarla «querida». Asintió, sin saber
qué decir, miró a su tía y no pudo evitar sonreír, feliz de perderla de vista. No
importaba lo que pasara a partir de ahora, solo por ver esa cara de
contrariedad y amargura valía la pena estar montada en esa inmensa espalda
carmesí.
Kronnan batió las alas una vez y ambos se elevaron con rapidez hacia el
cielo. El viento le agitó las ropas y el pelo, pero no se asustó, ya que se sentía
sujeta con mucha firmeza. Las escamas parecían sostenerla, se adaptaban a sus
movimientos y la protegían de los virajes o el viento.
Inheray miró bajo ellos, pero apartó la vista con rapidez. La velocidad
era tal que no se distinguía ninguna forma y temió marearse. Acarició
levemente una de las escamas y se sorprendió de su suavidad. Creía que sería
áspera y rugosa, pero era cálida, sedosa.
Kronnan percibió el suave toque y se estremeció.
¡Lo que daría porque siguiera acariciándolo de esa forma y continuara de
otras formas aún más intensas!
Llegaron a la fortaleza en muy poco tiempo. Dio una vuelta completa a la
gran edificación de piedra, en forma de L, para que Inheray pudiera
contemplar su nuevo hogar. Al final se posó en la explanada con suavidad y la
ayudó a bajar.
Ella descendió con agilidad y contempló todo a su alrededor con curiosa
maravilla. Una gran terraza en el centro del jardín servía de pista de aterrizaje
y, entorno, una gran extensión de césped, árboles y flores rodeaba un pequeño
riachuelo que discurría por el lado oeste. La corriente de agua procedía de la
cordillera Arca, que circundaba la fortaleza en su lado sur, cruzaba la
propiedad de Kronnan hasta el otro extremo y caía en una cascada por el
cañón del norte.
—¿Por qué has venido, Inheray? —preguntó en ese momento Kronnan,
aún en su forma de dragón.
Verla por fin en sus dominios, con esa expresión de arrobo, le hizo
replantearse de nuevo las causas de su rápido advenimiento. Si bien, poseído
por la rabia, había pensado en anularla para que fuera sumisa a él, a la hora de
la verdad, sabía que era incapaz de forzarla.
Ella se volvió hacia él y lo miró de frente. Quiso mentirle, halagarlo para
no provocar su ira, pero a ella toda la vida le habían mentido y
menospreciado:
«Será por poco tiempo».
«Estarás muy bien con tus tíos».
«Eres una inútil que no sirves para nada».
«Eres fea como un goblin, nadie te querrá nunca».
Los ojos increíblemente azules del dragón la miraban con tanta inocencia
y necesidad que no tuvo corazón para engañarlo.
—Quería ser libre —confesó con sencillez.
—¿Sabes lo que requiero de ti? —indagó Kronnan, sin sorprenderse ante
la revelación femenina ahora que había comprobado cómo la trataban sus
vecinos. Quería conocer de sus labios que comprendía las razones por las que
la había traído, quería saber si ella sentiría asco una vez que estuvieran en la
intimidad. Se descubrió deseando con todas sus fuerzas que eso no ocurriera.
No, esta vez, con ella.
—Quieres que…quieres… —Inheray se atascó y se sonrojó. Bajó la
mirada azorada y jugueteó con un desgarrón del vestido.
En la taberna había visto de todo. Había sido manoseada e incluso
besada a la fuerza, pero jamás había yacido con nadie y, aunque sabía
perfectamente lo que era el sexo, en ese momento frente a él sintió una
sobrecogedora timidez.
¿Y si no le gustaba? ¿Y si no daba la talla? ¿Y si a él le repugnaba ella?
Se alejó unos pasos, cohibida. Rehuyó la penetrante mirada celeste y desvió la
vista hacia las montañas.
Kronnan suspiró con pesar al notar la incertidumbre femenina, al creer
que era el principio del rechazo. Se transformó en humano e invocó unas ropas
sobre el cuerpo. Una camiseta negra, pantalones y botas. El sedoso cabello
rojo se le derramó sobre los hombros y enmarcó el joven rostro viril.
—Mírame, Inheray —pidió con dulzura.
Inheray se giró y al descubrirlo en su otra forma abrió los ojos
desmesurada. Dio un paso atrás y miró alarmada hacia todos lados en busca
del dragón.
Él sonrió ante el desconcierto de ella y reveló:
—Soy yo. Soy Kronnan, Inheray. Soy el dragón, en mi forma humana. —
Se acercó despacio a ella para no asustarla y la miró desde arriba. Era tan
pequeña a su lado que apenas le llegaba al pecho.
Inheray, estupefacta, no dejaba de contemplarlo. Conocía de sobras las
leyendas que hablaban de la transformación de los dragones en hombres
hermosos. Siempre se preguntó cuánta verdad habría en ellas, pero nunca pudo
llegar a imaginar la verdadera dimensión de la realidad.
Por todos los Héroes, ese hombre era… ¡bellísimo!
El esplendoroso cabello enmarcaba un rostro varonil de marcadas
facciones que en un humano representarían unos veinticinco años. Los ojos,
que en ese momento la miraban con intensidad como queriendo descubrir algo
en ella, eran los mismos que descubriera en el dragón, profundamente azules,
ribeteados por larguísimas pestañas oscuras. La nariz recta descendía sobre
unos labios sensuales, oprimidos en una mueca de expectación y la mandíbula,
fuerte, coronaba un cuello largo de poderosos músculos. El cuerpo era
atlético, proporcionado, de largas y magníficas piernas.
Inheray suspiró, hechizada, sin darse cuenta. Nunca se había sentido
atraída por ningún hombre del pueblo y ahora, frente a semejante deidad
representativa de todo lo masculino, entendió el porqué. Sintió dentro de ella,
por primera vez, el aguijonazo de un deseo desconocido con una potente
sacudida en el bajo vientre. Volvió a sonrojarse.
—¿Kronnan? —pronunció el nombre por primera vez y saboreó el sonido
al mirarlo. Se sentía muy pequeñita a su lado y los ojos azules la taladraban,
tan intensos que parecía a punto de lanzarse sobre ella. Retrocedió un paso,
insegura—. ¿Qué…?
—¿Vas a ser mi amante? —demandó él con apremio, cernido sobre ella.
Oír su nombre pronunciado de forma tan dulce por esos labios sonrosados lo
había descolocado por completo. Deseaba con desesperación cogerla entre los
brazos, apretarla contra sí, sentir el calor contra su propia piel y el aliento en
sus propios labios antes de besarla, hasta lograr sumergirse dentro de ella.
Inheray lo miró, amedrentada.
—Haré lo que me ordenéis, Kronnan —contestó mansa, con los ojos de
repente fijos en el suelo. Se sentía intimidada por su mirada y el poder que
percibía en él, como una corriente que fluctuaba alrededor del cuerpo
masculino.
Kronnan masculló un improperio ante la docilidad que ella esgrimía. No
quería una muñeca fría, quería una hembra activa.
—¡No! —rugió, furioso—. No quiero tu obediencia… quiero… —Se
interrumpió, frustrado, tampoco quería asustarla. Se pasó las manos por el
cabello y se lo echó hacia atrás. Dio un par de poderosas zancadas a su
alrededor y regresó hasta situarse de nuevo frente a ella. —Quiero tu calidez,
tu tacto… —prosiguió, más calmado. Adelantó un paso más, levantó una mano
y le acarició la mejilla con suavidad. Buscó su mirada, ansioso—. Quiero que
estés conmigo porque quieras, no porque debas. Quiero que…
Inheray temblaba, estremecida por sus palabras y su contacto. Su mano
sobre la mejilla era tan caliente, tan suave. Como la escama que antes tocó.
—Yo no… sé, no sé si yo podré…
La inseguridad en la voz femenina fue como un jarro de agua fría en el
ánimo encendido de Kronnan al comprender la causa de la súbita reticencia de
ella.
—¿Eres doncella? —preguntó contrariado. Frunció el ceño y se apartó.
El que fuera inexperta resultaba un inconveniente para su inflamada anatomía.
—Sí —admitió Inheray en un susurro, trémula.
Kronnan dio otro paso atrás y encerró su contrariedad tras una máscara.
Si era núbil entonces no podría desfogarse. Debería ir despacio para no
asustarla con su ímpetu apasionado y ardiente.
Pero…
Sabía que, al final, ella sentiría asco como todas.
—Tranquila, Inheray. Ven, entremos. Podrás bañarte y cambiarte de ropa.
Ya no tendrás que vestir esos harapos nunca más, ni tendrás que limpiar el
suelo de rodillas —sentenció. Extendió la mano y esperó a que ella se le
acercara por propia voluntad.
Inheray, sorprendida de que alguien quisiera cogerla de la mano, adelantó
la suya y la depositó en la gran palma masculina abierta y casi se perdió en
ella. Los largos y fuertes dedos de él se cerraron en torno a los suyos y la
sostuvieron con delicadeza. Kronnan inspiró con fuerza, ella le estaba tocando
de forma voluntaria y su cara no expresaba nada negativo, al contrario,
sonreía.
La condujo al interior, al primer piso, y le enseñó las que, a partir de
ahora, serían sus dependencias. Un baño, una habitación casi tan grande como
era la totalidad de la casa de sus tíos; otra habitación, que servía como sala de
estar, y un pequeño balcón que daba al sur y al lago.
—¿Cuántos viven aquí? —preguntó maravillada. Embelesada, lo
observaba todo con sorpresa y admiración.
—Solo tú. —Kronnan se reía por lo bajo, pero cuándo vio la encantadora
expresión de desconcierto que se pintó en el rostro manchado de hollín, sintió
sacudirse de nuevo su anatomía. La transparencia de los pensamientos
femeninos era casi palpable y de una inocencia tan pura que no era solo su
cuerpo el que se estremecía con la cercanía de esa hembra. El ansia sexual que
experimentaba en esos momentos no bastaba para explicarlo, era algo más.
Se acercó despacio a ella, le cogió una mano con ternura y le observó la
palma castigada. La tenía dura y reseca, con signos evidentes de haber
trabajado. Pequeñas cicatrices delataban la dureza de dicho trabajo.
—No tendrás que volver a trabajar para subsistir, Inheray. Me aseguraré
de ello —prometió con sinceridad. La miró a los ojos y le acarició la palma
con la yema de un dedo.
Inheray apenas podía pensar con ese rostro tan hermoso inclinado cerca
del suyo. La mirada intensa de esos ojos de cielo y la leve caricia en su palma
hacían tambalear su mundo. Él no la trataba como los hombres de la taberna: a
gritos y sin respeto alguno. Kronnan parecía preocuparse por ella, por lo que
sentía y preguntó, cándida:
—¿Me pagarás por mis servicios?
Él se echó hacia atrás como si lo hubiera golpeado.
—¡No! No he querido decir eso —negó, con disgusto—. Yo solo quería
que te sintieras libre, que no te preocuparas por tu futuro. No tendrás que
volver con ellos si no quieres, Inheray —aseguró vehemente. Levantó una
mano y le acarició el pronunciado pómulo con suavidad. Y era verdad, no
quería que volviera a sufrir, al margen de lo que ocurriera entre ellos. Por
alguna extraña razón, ella le importaba.
Inheray cubrió con su mano los nudillos masculinos, estremecida por la
tierna caricia en su rostro y se humedeció los labios. Nunca nadie la había
tenido en cuenta para nada y ahora no solo recibía caricias de un ser
extraordinario, sino que él se interesaba por su parecer, por su bienestar.
Asombrada, entreabrió los labios.
Al instante, la mirada necesitada de Kronnan se posó sobre ellos. Durante
un desesperado segundo luchó consigo mismo, pero pronto sucumbió y, con un
gemido, descendió y se apoderó de su boca con hambre incontenible.
Ella lo vio acercarse, su corazón atronó su caja torácica, de repente
frenético, y cerró los ojos para recibirlo. Ni se le pasó por la cabeza
rechazarlo o echarse hacia atrás como habría hecho de estar en la taberna.
Probó el sabor de Kronnan, maravillada. Era dulce, suave y caliente. No
apestaba como su tío ni los demás individuos que habían intentado besarla. Se
adelantó, seducida; apoyó los senos en el torso masculino y sintió los fuertes y
desbocados latidos de los dos corazones a través de las ropas.
La sangre de Kronnan empezó a arder allí donde ella lo tocaba con los
generosos y firmes pechos. Al cabo de unos preciosos segundos, con gran
esfuerzo, se separó al tiempo que emitía un gruñido de desesperado anhelo.
—Será mejor que te deje sola. Yo… estaré en mis dependencias. —Se
alejó otro paso, no muy seguro de sí mismo. No quería irse, pero «debía»
hacerlo. La necesidad de estrujarla entre sus brazos y probar toda su piel era
tan acuciante que las palmas de las manos le ardían. Deseaba con
desesperación abrirle las piernas e introducirse en su interior con toda la
potencia que llevaba reprimiendo durante tanto tiempo.
Y sabía que era lo peor que podía hacer, ella no estaba preparada y la
lastimaría.
A pesar de tener el miembro que parecía querer salirse de los pantalones,
de oler el dulce olor de hembra y paladear todavía el dulcísimo sabor afrutado
de su boca, se reprimió y siguió alejándose.
—Si necesitas algo, solo tienes que pronunciar mi nombre. Yo te oiré,
esté donde esté.
Inheray lo vio alejarse, un tanto decepcionada por la súbita interrupción
de ese beso tan impresionante y declaró, confusa:
—Pero yo creía que era esto lo que querías. Que querías… sexo,
conmigo. —No pudo evitar sonrojarse de nuevo al pronunciar la palabra.
Kronnan se detuvo al detectar la desilusión en el tono femenino y rechinó
los dientes, antes de volverse.
—Créeme, deseo tanto tener sexo contigo que me estoy consumiendo de
necesidad —confesó, con los puños apretados, en lucha consigo mismo por no
poder saciarse de ella en ese mismo instante—. Pero necesitas tiempo,
necesitas espacio y yo esperaré. —La miró tan penetrantemente que Inheray se
estremeció ante el ardor que desprendía la pupila dilatada y repitió en un tono
inequívoco, como una promesa—: Esperaré.
Se giró y continuó hacia la puerta de la habitación, cogió el pomo y la
abrió, pero antes de irse se volvió de nuevo. Con su poder había invocado en
la habitación todo lo que creía que ella necesitaría.
Inheray no se había movido y lo miraba con una expresión embelesada
que le acarició el corazón por inesperada. Carraspeó para deshacer el nudo de
emocionada esperanza que atascaba su garganta, y continuó:
—En esas puertas que tienes detrás encontrarás todo lo que necesites:
ropa, zapatos, artículos de aseo. Creo que no me he olvidado de nada. Cuando
estés lista, baja las escaleras y ven al salón principal. Yo estaré ahí, Inheray.
—La recorrió, hambriento, con los ojos por última vez y se volvió para irse.
—¡Espera! —exclamó ella, impulsiva. Por alguna razón, no quería que él
se marchara y la dejara sola. Le gustaba su cercanía y nunca le había gustado
estar con la gente. Siempre había rehusado la compañía y buscado la soledad,
pero él era tan cálido, tan diferente de la gente que la había rodeado siempre.
Era amable y solícito, se sentía demasiado a gusto a su lado—. Yo… ¿Solo
debo pronunciar tu nombre?
Kronnan cabeceó afirmativamente mientras agarraba con fuerza el pomo.
Si seguía un segundo más en esa habitación, perdería el control y se lanzaría
sobre ella como un animal salvaje. Salió y cerró la puerta con fuerza, sin
esperar su reacción. Se desplazó en el tiempo y el espacio para desaparecer
de ese plano.
Los dragones podían desvanecerse, desplazarse en el éter sin ser
detectados, al menos por los humanos. Otros dragones y otras especies podían
descubrir un levísimo cambio a su alrededor cuando alguno de ellos se
transportaba de esa forma.
Kronnan se trasladó a la cima de una montaña distante, una cumbre
nevada, azotada por un fortísimo temporal. Apareció de repente, una ráfaga
helada lo traspasó y al poco tiempo le enfrió las desbordantes ansias físicas.
Permaneció en la cumbre durante unos minutos, el tiempo suficiente para que
la elevada temperatura bajo cero aplacara su ardor y regresó cuando calculó
que ya era seguro regresar para Inheray y también para su propia tranquilidad
de espíritu.
Con su anatomía otra vez bajo control, se trasladó directo a sus
dependencias en la fortaleza, en el nivel superior al que le había adjudicado a
ella.
CAPÍTULO 3
Kronnan inspiró con fuerza cuando se halló de nuevo en su propia habitación
y, de inmediato, las fosas nasales se inundaron de su olor, de la esencia
femenina que había invadido sus dominios a pesar de la distancia que los
separaba.
El aroma de la piel de Inheray había cambiado. Ella se había aseado y
ahora el maravilloso y femenino olor que había percibido se mezclaba con un
ligero aroma a jabón de flores. Cerró los ojos y pudo imaginarla con la piel
húmeda y con la espuma resbalando por sus brazos y pantorrillas mientras se
enjabonaba.
Agarró con fuerza los reposabrazos del sillón donde se había sentado.
Sus corazones galopaban en el pecho, otra vez presa de un rabioso anhelo.
Abrió los ojos y contempló el fuego que había encendido en el hogar de la
enorme chimenea que ocupaba la pared frontal de su habitación, ensimismado.
No comprendía qué le estaba ocurriendo.
Inheray era una simple humana.
¿Cómo era posible que estuviera tan pendiente de ella? ¿Por qué sentía
ese afán por protegerla, por impedir que volviera a sufrir desde que había
descubierto cómo la trataban sus propios congéneres?
¿Sería a causa del largo período de abstinencia?
Bufó, echó la cabeza hacia atrás y greñas refulgentes azotaron el
respaldo. Era inútil hacerse cábalas. Además, no podría pensar con claridad
hasta que no hubiera dado rienda suelta a toda su aspiración y, al parecer,
tendría que esperar aún.
Y Kronnan estaba empezando a sospechar que el saberla en su misma
fortaleza y no poder tenerla, hasta que ella estuviera preparada y diera el
primer paso, iba a ser una tortura peor que esos dos últimos siglos de
pesadillas y abstinencia.

Inheray se secó el pelo con el paño y se aproximó al espejo de la


cómoda, en su habitación. Antes había investigado en el armario que ocupaba
toda una pared de la estancia con curiosidad. Y se maravilló ante la profusión
de vestidos, a cual más hermoso, confeccionados con las más bellas telas.
Los contempló deslumbrada y pasó la mano con suavidad por las
distintas confecciones. Nunca en toda su vida había visto unas ropas tan
elegantes. Otro de los apartados del armario contenía zapatos, botas,
sandalias, todo lo necesario para calzarse durante el resto de su vida. Y
comprendió por qué en la taberna los parroquianos siempre hablaban de las
distintas y magníficas ropas que portaban los dragones.
Incapaz de decidirse por uno, cogió una bata de tacto suave de color
morado y decidió peinarse antes de vestirse. La imagen del espejo le devolvió
el reflejo y abrió la boca formando una perfecta «o», asombrada, incapaz de
creer lo que veían sus ojos.
Entonces sonrió y se sorprendió aún más.
Lo que contemplaba en el espejo era el rostro de una joven de pelo
castaño, veteado de infinidad de hebras doradas, largo hasta media espalda.
Denso y suave, después del lavado al que lo había sometido. Se estudió a sí
misma, atónita al descubrir por primera vez su rostro, otrora cubierto por
diferentes tipos de grasa, polvo y tiznes.
En la cómoda había cepillos y peines, cogió uno y fue pasándoselo por el
pelo a la vez que disfrutaba de una sensación que no recordaba haber sentido
jamás. En casa de sus tíos tenía que lavarse de pie frente a una palangana
minúscula con agua fría que acarreaba del pozo, ya que su amable tía le decía
que una pordiosera como ella no necesitaba agua caliente.
Recorrió la habitación con la mirada y no pudo evitar sonreír con una
enorme alegría al percatarse, de repente, de la realidad.
¡Era libre!
Y tenía toda esa magnificencia a su disposición. No importaba lo que
durase, no importaba si a la mañana siguiente el dragón Kronnan —ese
hermoso y majestuoso hombre en el que se había convertido—, la echaba a la
calle. Habría valido la pena y sería libre el resto de su vida.
Empezó a reír, saltó sobre la cama y comenzó a dar cabriolas. Bajó y
corrió al balcón, extendió los brazos hacia el cielo mientras reía. Echó la
cabeza hacia atrás y dio vueltas sobre sí misma, repleta de alegría, una alegría
que nunca había podido sentir. Al fin, mareada, se detuvo y se apoyó en la
barandilla para recuperar el aliento. El verdor del paisaje se extendía hacia el
horizonte y más allá se podían contemplar las cristalinas aguas del océano
Tropical. Volvió al interior de la alcoba con una sonrisa radiante y, de pronto,
decidió qué vestido se pondría.
Sus pensamientos regresaron a Kronnan y sintió la misma extraña
sacudida que antes sintiera en la parte baja del abdomen. Recordó los
azulados ojos, tan encendidos, la manera que tenía de clavarle la intensa
mirada y su piel se erizó sin saber a qué atribuirlo. La presencia del dragón
era impactante, magnética sobre ella, y sentía un desconocido anhelo cuando él
la miraba o la tocaba.
Sacudió la cabeza para alejar esos pensamientos perturbadores y terminó
de peinarse con la raya en medio, luego se sujetó unas hebras y las caracoleó
con unas horquillas, en la coronilla. Entonces se dirigió al armario y sacó el
vestido de suave tela de terciopelo, de color añil, de largas mangas que se
abrían amplias en el antebrazo y en la muñeca, y un fruncido ajustado debajo
del pecho. La falda, larga hasta los pies, caía con suavidad. Se calzó unos
zapatos sin tacón de suave tela y se aproximó al espejo de cuerpo entero que
había en un lado de la habitación para contemplarse. Meneó la cabeza cuando
el reflejo le devolvió la imagen de una mujer completamente diferente a la que
había entrado en esa habitación hacía escasas horas.
Asombrada, conmovida, nerviosa, alegre y satisfecha salió de la alcoba
con el pensamiento puesto en ese dragón que había obrado su libertad. Tenía la
esperanza de agradarle con ese nuevo aspecto, no como un pago sino porque
de verdad le gustaría recibir su aprobación, su admiración. Se dirigió hacia
las escaleras y emprendió el descenso al nivel inferior.
Al llegar abajo cruzó el amplio vestíbulo de alto techo y se dirigió hacia
una doble cristalera que creía que sería la sala indicada por él. Empuñó los
pulidos aldabones de bronce y abrió las grandes puertas para atisbar en su
interior. Descubrió una estancia alargada, inmensa, de techo abovedado, con
grandes ventanales ojivales a la izquierda. Daban al cañón y ofrecían una vista
magnífica sobre la cuenca del río, con las montañas de la cara opuesta del
barranco, al fondo. En el centro de la estancia una mesa de madera de olivo,
en la que cabrían por lo menos veinte personas, estaba dispuesta para dos. Al
otro lado una enorme chimenea ocupaba gran parte de la pared frente al
ventanal y un sillón orejero, de altísimo respaldo, se hallaba frente al fuego
encendido, de espaldas a ella.
Contempló todo con los ojos muy abiertos, maravillada, pero
decepcionada por no ver ni rastro de Kronnan. Pensó en llamarlo como él le
había indicado, aunque no lo hizo; quería sorprenderlo cuando viniera, aseada,
con ese maravilloso vestido y ver su cara para saber si lo complacía. Penetró
en la estancia y el apetitoso aroma que llegaba desde la mesa preparada con
maravillosos manjares le recordó que no había comido nada desde el día
anterior, gracias a la generosidad de su tía que dijo que las desagradecidas
que llegaban tarde a comer no merecían las viandas que con tanto esfuerzo
habían comprado su tío y ella misma, sin tener en cuenta que esa tardanza era
por haber tenido que limpiar la despensa de la taberna y hacer inventario por
una orden suya.
Inheray resopló, hastiada de ese recuerdo. Se aproximó despacio a la
mesa, temerosa de que tamaño banquete fuera obra de un encantamiento y
desapareciera de su vista.
Se mordió el labio cuando su estómago rugió de hambre ante la vista de
tan magníficos alimentos. ¿Dónde estaría Kronnan?, se preguntó impaciente.
¿Se enfadaría si empezaba sin él y devoraba todo lo que había sobre la mesa?
Meneó la cabeza, divertida, ante la imagen de sí misma que inundó su
mente mientras comía a dos carrillos. Se giró hacia la chimenea con un suspiro
de resignación ante la forzosa espera, entonces vio sobresalir unas largas
piernas, extendidas y cruzadas, del asiento del sillón orejero.
Sonrió al creer que Kronnan estaría dormido y podría sorprenderlo, pero,
de repente, las piernas se descruzaron, se flexionaron y él se levantó con un
felino movimiento del cuerpo. Se irguió, magnífico y bello, frente a ella.
Inheray se quedó quieta, con media sonrisa congelada en los labios y
tragó saliva con lentitud bajo la intensa mirada de esos inescrutables ojos que
parecían una piedra preciosa; de pronto se sintió insegura y temerosa de
decepcionarlo al tenerlo de nuevo enfrente, tan hermoso que quitaba el aliento.
La severa expresión de Kronnan era pétrea e Inheray no podía
descifrarla, pero era innegable el creciente ardor que se reflejaba en esos ojos
fijos en ella. Un escalofrío nació en la base de su columna y le recorrió el
espinazo. Por mucho que se bañara con jabón y se pasara un peine por el
cabello, jamás podría alcanzar la belleza salvaje y cautivadora que exhibía
ese hombre. Se mordió el carrillo interior de la muñeca a la espera de la
reacción masculina, si es que se producía. Tal vez ni siquiera notaría el
cambio, pensó dudosa.
Pero Kronnan, ajeno a los inquietos pensamientos femeninos, la devoraba
con la mirada, asombrado.
¡Esa hembra era una hermosura! Las facciones eran delicadas,
enmarcadas en un rostro de óvalo perfecto y que conferían protagonismo a sus
grandes ojos, de un brillante color verde claro y de largas y curvadas
pestañas.
¿Cómo goblins había conseguido ocultar semejante belleza?
Era increíble lo que un baño y un peine habían sacado a la luz. La
recorrió con los ojos de arriba abajo y se fijó en todos los pequeños detalles
de la cara, el cuerpo y las vestiduras. En la piel, diáfana. En el pelo, de un
brillante y sedoso castaño. En los ojos, de mirada límpida y los labios…
¡Por todos los planetas habitados!
Esos labios lo atraían irremisiblemente y, sin pensar, adelantó un paso
hacia ella. Inheray retrocedió, intimidada ante el impetuoso avance. Kronnan
dejó de admirar los sonrosados labios, mientras fruncía el ceño, contrariado, y
posaba la mirada en las agrandadas pupilas femeninas.
—Inheray, dije que esperaría. No voy a hacerte daño, si es eso lo que
temes. —Herido en su pundonor la contempló erguido en toda su estatura,
orgulloso.
Inheray se maldijo interiormente.
—Lo sé, lo sé. No es eso —negó con rapidez. Tragó saliva, mortificada
por haberlo disgustado, y se apresuró a continuar para enmendar su error al
retroceder apabullada por el desesperado arrebato que desbordaba los iris
color zafiro—. Pero… ¡Tengo hambre! —exclamó y miró con ansia la mesa.
Kronnan frunció el ceño y al poco tiempo sonrió, a su pesar. Todo su ser
clamaba y ella solo pensaba en comer.
¡Típico! ¡El universo se confabulaba contra él!
Con un ademán elegante de la mano la invitó a acercarse. La acompañó
hasta la mesa, se colocó tras su silla y la ayudó a sentarse. El cabello de ella
le rozó la barbilla al acomodarse y no pudo evitar aspirar el exquisito aroma a
lirios que desprendía, con ansia.
¿Qué le pasaba?
Nunca hasta ese momento había sentido con tanta intensidad la presencia
femenina de una humana. Las había aceptado, las había poseído y se había
despedido con una generosa recompensa.
Pero…
Inheray era diferente. La deseaba, sí, rabiosamente, pero algo se le estaba
metiendo dentro, algo que no entendía.
Cogió la botella de vino y lo escanció en su copa, mientras ella se servía
vorazmente pollo, pan, patatas, ensalada y empezaba a comer con avidez.
Él se sentó en el borde de la mesa, con el muslo medio apoyado, y la
observó con una expresión indescifrable.
—¿Tú no comes? —Inheray dejó la pieza de carne en el plato y se limpió
las comisuras de la boca con la servilleta, un tanto avergonzada por su manera
de devorar, pero… ¡Tenía tanta hambre!
—No. No, yo ya he comido —explicó Kronnan y meneó la cabeza ante la
evidente apetencia femenina. Esa necesidad solo podía provenir de haber
padecido una fatal carestía. El largo cabello rojo se esparció sobre sus
hombros al menear la cabeza, furioso. Se levantó, se acercó a ella y le sirvió
vino otra vez. Entonces dio la vuelta, caminó unos pasos a lo largo de la mesa
y se sentó en la silla, al otro lado de esta, al tiempo que comentaba—: Come
tranquila, no te preocupes.
Levantó una pierna y la apoyó en el reposabrazos de la elaborada silla de
madera y bebió un largo sorbo de la copa, sin dejar de observarla. Por lo
visto, Inheray no había visto tanta comida junta en toda su vida. Una profunda
ira nació en su pecho hacia sus tíos. No tenían derecho a esclavizarla como
parecía que había ocurrido y encima, matarla de hambre.
Inheray no volvió a interrumpirse. Comió hasta saciarse sin querer
percatarse, pero sin poder evitarlo, de la poderosa presencia de Kronnan, que
parecía llenar toda la estancia, ni de la intensa mirada que sentía sobre sí
como si fuera una caricia. El vino, la comida y el agradable calor que
provenía de la chimenea pronto colorearon las pálidas mejillas femeninas.
Apuró el último trago de vino, lanzó un suspiro satisfecho y se recostó en
el respaldo de la silla con los ojos cerrados. Había sido el mejor banquete —
el único en realidad—, que había probado en toda su vida.
Pero al instante recordó que su estancia allí no era en balde, abrió los
ojos y miró tímidamente a través de la mesa. La mirada de Kronnan era tan
ardiente sobre ella que se estremeció, cohibida de nuevo.
Había llegado la hora de averiguar qué era en verdad lo que ocurría entre
un hombre y una mujer, aunque en este caso sería entre un hermosísimo dragón
y una humana que siempre había deseado ver a uno de cerca. Y ahora no solo
lo tenía delante, sino que iba a yacer con él. La idea, hasta ese momento una
mera fantasía, se convirtió de pronto en una certeza absoluta y su estómago,
ahora repleto, dio un vuelco. Las comisuras de sus labios se elevaron
temblorosas, estaba maravillada y alterada a la vez. Pensó que quizá no había
sido tan buena idea atiborrarse a dos carrillos. De repente se sintió pegada a
la silla, sin fuerzas. Inspiró hondo una, dos, tres veces. Se agarró a los
reposabrazos del sillón y se levantó despacio, mientras se reprochaba su
súbita cobardía. Siempre había deseado ver a un dragón de cerca y dudaba
que ninguno pudiera superar a Kronnan, tanto en su forma humana como
draconiana. Fue acercándose a él. Sentía como se aceleraban los latidos de su
corazón, estaba muy nerviosa. No sabía si podría cumplir y satisfacer las
demandas de ese ser que la miraba tan intensamente que sentía retortijones en
el vientre e intuía que no eran por la comida. Nunca había sentido nada igual.
¡Era un dragón!
Pero a medida que avanzaba descubrió que no sentía ningún miedo, al
menos hacia él. Al contrario, la invadía una extraña afinidad. El aura de
tristeza que lo envolvía le provocaba la necesidad de consolarlo, de brindarle
su apoyo.
Meneó la cabeza, reprobatoria. ¡Como si alguien pudiera necesitar su
apoyo y, menos, ese poderoso y hermoso ser!
6
Se detuvo a escasos cánobos con la mirada perdida en el maravilloso
iris del color del firmamento, fijo en el suyo con desesperación. A pesar de
estar de pie apenas debía bajar la cabeza para enredar la mirada con la de
Kronnan, pues se hallaban casi al mismo nivel.
Kronnan creía que iba a explotar ahí mismo, tal era su deseo por esa
hembra. Verla comer con ese apetito le había alegrado el espíritu, pero cuando
se levantó y se aproximó a él, tan sensual, estuvo a punto de perder la cabeza.
—Nunca he estado con nadie —admitió Inheray ante él, al principio
balbuceante, pero más segura a medida que hablaba, sin justificarse, ni
excusarse. Continuó—: Nunca he deseado estar con nadie, pero… quiero estar
contigo. Quiero sentirte—afirmó, sincera. Realmente deseaba conocer lo que
era ser acariciada por él. Adelantó una mano y la posó en la mejilla
masculina. Notó los fuertes huesos del pómulo, la tersa suavidad de la piel y
la recorrió con los dedos hacia los carnosos labios masculinos.
Kronnan contuvo la respiración al oírla y las pupilas se le dilataron de
golpe al sentir sus dedos sobre él.
¡Lo tocaba! ¡Ella lo estaba tocando por voluntad propia!
—Inheray —susurró, ahogado. Hacía denodados esfuerzos por esconder
la urgente necesidad que sentía. No quería estropearlo todo con su
impetuosidad y ambicionaba saborear al máximo la espontaneidad de ella,
pero… ¡estaba desesperado!—. Hace mucho tiempo. Demasiado. Y no estoy
seguro de poder contenerme, de poder…
Ella, con curiosidad, lo observó más atenta ante el tono agarrotado.
Percibió la tensión del cuerpo, las pupilas dilatadas y la respiración
acelerada. En el cuello se marcaban los músculos y el rápido y fuerte latido de
la yugular era visible de forma clara a través de la piel. De una forma
instintiva comprendió que ella era necesaria para él y también intuyó que a
pesar de todo con ese dragón no corría ningún peligro.
En el pasado ya había vivido situaciones en los que la lujuria de un
hombre había intentado obtener de ella una rápida satisfacción y en esos
momentos sí temió por su integridad física. No como ahora. En esos momentos
se sentía a salvo, extrañamente bien y muy atraída por la mirada del dragón y
las promesas silenciosas que atisbaba en sus profundidades.
Inheray posó las yemas de los dedos sobre la boca masculina y lo
silenció.
—No te preocupes por mí, no tienes que hacer nada. No tienes que
contenerte, desahógate conmigo —pidió en un arrebato de valentía. Con una
ternura que le nacía del corazón le abarcó el rostro entre las palmas de las
manos mientras hablaba. Fijó la mirada en los ojos azulados y luego posó la
vista sobre los labios. Eran de un tono magenta, plenos, perfectamente
delineados; el inferior ligeramente más grueso que el superior. Se mordió el
suyo, sin saber muy bien cómo continuar y se ruborizó mientras los ojos de
Kronnan se clavaban en ella, con lujuriosa necesidad. Decidió dejarse llevar,
cerró los ojos, descendió sobre él y lo besó.
«¡Oh, maravilla!».
Volvió a sorprenderse ante lo extremadamente suave y dulce que era.
Abrió un poco la boca y succionó. Entonces probó de nuevo su sabor, se
recreó en él y el asombroso e inesperado placer que experimentó al sentir
dentro de ella una sensación de plenitud, de bienvenida, la hizo gemir de gozo.
Kronnan apenas osaba moverse al saborear el beso más delicado que
había recibido jamás.
Inheray bajó con las manos por su cuello, las posó en el pecho, sobre la
camisola de color violeta que llevaba, y recorrió los fuertes músculos con
lentitud. Más segura, se acercó más, se situó entre las piernas abiertas de él y
siguió apoderándose de la boca de ese dragón en forma homínida, con deleite.
Kronnan gimió, arrebatado. Sus manos se movieron por sí solas y la
enlazaron por la cintura. La sintió cálida entre los brazos, sin resistencia a su
toque. Su calor lo invadió, tan cercano que derritió el hielo que se le había
acumulado en el interior desde hacía tanto tiempo y volvió a gemir, extasiado.
—Inheray —susurró quedo su nombre y repitió, ronco—: Inheray.
La cogió de las caderas y la hizo sentar de lado sobre sus muslos. La
miró de cerca, maravillado ante el rostro arrebolado; se inclinó hacia ella y la
besó en la frente, en los párpados, en las mejillas, con dulzura. Se separó lo
suficiente para seguir observándola y ella le sonrió con la mirada brillante,
presa de un súbito temblor.
Los corazones masculinos sufrieron una sacudida ante el candor
femenino. Incrédulo todavía de que ella no fuera un sueño, estrechó el esbelto
cuerpo contra él y la besó de nuevo, esta vez con todo su ardor. La invadió y la
degustó con ansia, se impregnó de su sabor, maravillado de su respuesta
mientras recorría su cuerpo con las manos, deseoso de sentirla más
íntimamente. Ansiaba tanto sentir su piel que apenas podía contener la lujuria,
pero ella era vestal y no quería asustarla ni causarle el menor daño con su
vehemencia necesitada, así que se refrenó, aunque a duras penas. Tampoco
quería apresurarse. La sentía temblar entre los brazos, eso lo enternecía
profundamente y su alma se nutría con la cálida acogida y cercanía.
Descendió con los labios por el largo cuello femenino. Las manos de
Inheray se hundieron en su cabello mientras se arqueaba y emitía un hondo
gemido al paso de las caricias de su boca. Kronnan se apoderó de su garganta,
apasionado, y le succionó la piel con fuerza.
Inheray se estremeció al notar una fuerte e inesperada sacudida en la
parte baja del abdomen. Sin conocer la causa, crecía dentro de ella una fuerza
arrolladora, un calor abrasador que la derretía. Volvió a estremecerse y se le
escapó un jadeo ante el avance de los labios masculinos.
Kronnan, con la respiración acelerada y el cuerpo al límite, se separó de
esa piel que le encendía la sangre y alejaba los fantasmas de sus pesadillas, se
concentró en su poder y los trasladó a ambos a la habitación que ocupara antes
de mudarse a la sala superior debido a los terrores que padecía por las
noches. .
La depositó en el suelo, de pie frente a él, y sin perder tiempo los
despojó de forma mágica, a los dos, de la ropa.
—Inheray.
El ronco susurro en el oído femenino hizo abrir los ojos de ella y se le
cortó la respiración al descubrir los iris masculinos. El azul había
desaparecido, había sido sustituido por un llameante rojo y las pupilas
dilatadas la miraban con tal ardiente pasión que casi podía sentir el calor. De
repente fue totalmente consciente de las abismales diferencias que existían
entre ellos, de que ella no conocía en absoluto lo que estaba por ocurrir y,
asustada, quiso huir. Intentó retroceder, pero los fuertes brazos de Kronnan la
rodearon y la apretaron contra sí con vehemencia.
—Ahora no podría dejarte escapar ni aunque quisiera, Inheray —aseguró
con un atisbo de tristeza. Había malinterpretado su miedo, lo había confundido
con el temido asco y el espíritu se le estremeció en su soledad. Descendió
sobre ella y se adueñó de sus labios y, mientras rogaba por una respuesta
ardiente por parte de ella, se apropió con apasionado ardor de su aliento.
Ya no había ropas que estorbaran y recorrió el cuerpo femenino con
placer. Tocaba, acariciaba y descubría las curvas, los recovecos. Con
maestría, excitaba la sensibilidad femenina y la elevaba al máximo al tiempo
que la tumbaba sobre la cama.
Inheray no pudo resistirse ante esos labios que la conmovían, ni ante esas
manos que la acariciaban sin imponer ni dañar. Asaltada por la ardiente
pasión draconiana, devorada por su deseo, se rindió en esos fuertes y
poderosos brazos. Sentía su propio cuerpo reaccionar, imparable, al contacto
masculino, mientras un río de lava ardiente recorría sus venas y la enardecía.
El toque de Kronnan era exigente, ardiente, apasionado, se apropiaba de
ella y demandaba sin permitir la resistencia. La enredaba en sus brazos y la
manejaba a placer, pero también era suave, muy tierno, e Inheray intuía que se
estaba refrenando por ella, por ser su primera vez.
Perdió la noción del tiempo y el sentido del espacio, mientras la lengua
de Kronnan le hacía descubrir todo un universo de sensaciones al recorrer con
deleite toda su piel.
Jadeaba, se arqueaba y se convulsionaba sobre las sábanas. Su cuerpo
ardía y creía que iba a estallar de un momento a otro.
—Kronnan… Kronnan… —suplicó, sin comprender la razón de la
necesidad que la arrollaba mientras el corazón martilleaba en su pecho, sin
control.
Kronnan no podía creer que ella no lo rechazara. Su ser se abría lleno de
contento ante la ferviente respuesta femenina. Apasionado, se situó sobre ella,
entre sus piernas abiertas. Apenas contenido se frotó contra ella con toda la
longitud del miembro, duro como una estaca. Percibía la candente humedad y
sabía que ella ya estaba lista para él. Separó los cálidos pliegues del sexo y
notó el sordo latir del deseo femenino. Enervado por esa ardiente
manifestación, apoyó la punta del glande, enrojecido y pulsante, en la cálida
entrada. Tuvo que morderse el labio con fuerza cuando sintió el abrasador
calor, que le atraía como si le fuera la vida en ello. Gruñó, irrefrenable, pero
la miró a los ojos en busca de una última señal de aquiescencia.
Inheray tenía las pupilas totalmente dilatadas en un anticipo de
excitación, el hermoso verde de los iris se había aclarado y ahora contenía
pinceladas que parecían de plata.
—¿Inheray? —susurró, en una pregunta inarticulada. No quería forzarla
de ninguna manera, si bien era cierto que no sabía si podría retroceder si ella
cambiaba de opinión en ese preciso instante.
Ella cabeceó. Tenía los ojos inmensamente brillantes y la barbilla le
temblaba, temerosa ante el desconocido dolor.
—Tranquila, iré despacio. No temas. Confía en mí, jamás te haría daño
—musitó ronco. Se controlaba a duras penas, la necesidad de penetrarla lo
desgarraba, pero intuía el temor femenino y no quería que los ojos de ella lo
miraran con asco o rechazo. Se introdujo lentamente en su interior, con los
ojos fijos en los de ella. Estaba tan falto de afecto y compañía que ansiaba ver
incluso su alma.
Inheray jadeó y le clavó las uñas en el antebrazo al percibir el arrollador
empuje, la fuerza viril. Su asombro se multiplicó al sentir como se iba
llenando de él.
Kronnan la deseaba tanto que apenas podía pensar. La dulce y suave piel,
sus manos sobre él, la voz sensual lo habían excitado hasta límites
insospechados. Y ahora, dentro de ella, sentía como si hubiera llegado a casa,
como si el camino recorrido no tuviera otra meta que llegar hasta ella, hasta
ese momento.
Gruñó incontenible, penetrándola más y más hondo. Estaba tan adentro
que ya no sabía dónde terminaba él y dónde empezaba ella; se habían fundido
en uno solo.
Inheray, bajo él, jadeaba con los ojos cerrados y las mejillas ruborosas.
Él se detuvo antes de penetrarla por completo. Apoyado con las manos en
el colchón, inclinado sobre ella, pero sin aplastarla, soportando su propio
peso. Le acarició el mentón con la nariz, subió y depositó un suave beso en los
labios entreabiertos. El deseo era tan potente que todo el cuerpo le temblaba.
Ella lo envolvía prieta; era tan estrecha en torno a él que la sentía con cada
fibra de su ser y le costaba un mundo no empujar hasta el fondo con toda la
fuerza del vigor sexual reprimido.
Inheray abrió los ojos para mirarlo y las pupilas agrandadas le revelaron
a Kronnan lo mucho que lo deseaba. El espíritu se le sacudió en respuesta a la
ausencia de rechazo por parte de ella y sus corazones echaron a volar llenos
de esperanza. Pero también descubrió la absoluta soledad del interior
femenino, el hondo pesar que anegaba el alma de ella, algo en su propio
interior se hizo pedazos y ya no pudo pensar, tan sólo la sintió y en un envite
de caderas empujó hasta el fondo.
Inheray se arqueó sobre las sábanas con los ojos cerrados, apretó los
musculados antebrazos y clavó más las uñas. Al sentirlo tan adentro lanzó un
sensual gemido gutural y Kronnan se estremeció hasta el tuétano. Retrocedió
despacio y las paredes vaginales lo aprisionaron de tal modo que gruñó. El
placer al sentirla en torno a sí era arrollador. Entonces volvió a empujar y a
salir. Inició un suave vaivén, lento, para saborear el momento, para morir en
él.
Inheray jadeó, extasiada. El cuerpo masculino sobre ella la aprisionaba,
la envolvía y se sentía ansiada, al tiempo que se consideraba tan de él que ya
no veía otra cosa que su cara viril y hermosa sobre sí, ya no sentía nada más
que su peso sobre ella. Los ojos rojos y encendidos la taladraban con tanta
intensidad que traspasaban sus defensas. Kronnan se adueñaba de su ser con
pasión.
Casi sin control, él aumentó el ritmo con salvaje ímpetu. El interior de
ella ardía, lo acogía y lo oprimía de una manera como jamás había conocido.
Su autocontrol se resquebrajaba. Ella le estaba proporcionando un placer
jamás experimentado y lo llevaba más allá de sí mismo. Se sumergió en sus
ojos sin dejar de moverse dentro de ella cada vez con más fuerza, con mayor
potencia.
La garganta de Inheray emitía eróticos gemidos, descontrolada. Le
envolvía las caderas con las piernas y acompasaba sus movimientos de forma
intuitiva. Se tumbó por completo sobre ella, se apoderó de su boca y la besó
con ansia.
Inheray se abrazó a su poderoso torso y correspondió vehemente.
Kronnan estalló al saberse deseado por primera vez en siglos. Se
desbordó dentro de ella y liberó la presa que había contenido todos esos
meses de calvario y pesadillas. Echó la cabeza hacia atrás y emitió un largo
gruñido, feroz y salvaje, mientras manaba vertiginosamente en el ardiente
interior de esa humana que le devolvía la alegría de vivir.
CAPÍTULO 4
Amanecía e Inheray dormía, agotada. Kronnan no le había dado tregua en toda
la noche. La había poseído una y otra vez, llevado de una pasión incontrolable
hasta que su cuerpo se calmó lo suficiente como para darle un descanso.
Y ahora, con las primeras luces del alba, Inheray descansaba a su costado
con la mejilla apoyada sobre su pecho.
Kronnan la contemplaba, arrobado y conmovido. En su interior los
sentimientos se entremezclaban. Estaba perplejo. Ella le respondió con una
intensidad que lo desconcertó por completo. Nunca le habían respondido así y
el potente despertar del deseo femenino, la apasionada manera con la que ella
lo besó y acarició lo desarmó, provocando que nacieran unos poderosos
sentimientos en sus corazones. Indeseados y peligrosos.
Por un lado, había disfrutado con inmensidad de ella. La tersa y
blanquísima piel, la boca hecha de tentación, el cuerpo perfecto: pequeño y
proporcionado de pechos y caderas generosas, lo había llenado, excitándolo
hasta hacerlo arder y lo llevaron a conocer un éxtasis tan delirante como nunca
creyó posible.
Y, por otro lado, se preguntaba: ¿dónde estaba el asco? ¿Dónde la
repulsión y los gritos de rechazo? ¿Por qué ella era tan diferente de las demás?
¿Por qué sentía, de repente, temor de lo que le provocaba?
Ella era humana, él un dragón acusado y condenado falsamente, un
repudiado de su propia estirpe.
Inheray debía vivir la vida propia de su especie, con un humano que
pudiera darle hijos y un hogar donde envejecer juntos.
Algo que él nunca podría hacer, siempre habría un abismo entre los dos.
No existía la menor posibilidad de un futuro y, aunque esa idea jamás debería
habérsele pasado por la imaginación, saber que era imposible le producía un
nudo en el estómago, un temor en las entrañas y un pesar que crecía por
momentos.
¡Por todos los planetas habitados! ¡Era un dragón adulto, con cuatro mil
años en su haber! No podía enamorarse de la primera hembra que era dulce
con él, como si fuera un pimpollo recién salido del huevo.
Inheray se removió y sonrió en sueños. La mirada de Kronnan se
dulcificó, alargó la mano, le pasó un dedo por la mejilla, con dulzura, y su
anatomía volvió a sacudirse. Su sangre ardiente volvió a clamar por ella, a
pesar de haberse saciado con amplitud esa noche, la deseaba de nuevo con
intensidad. Se volteó sobre ella, descendió, la besó en el cuello y aspiró con
fuerza el aroma a lirios en su piel.
Inheray se estremeció bajo él y abrió los ojos. Se mordió el labio,
deseosa, al notar sus besos. Se movió y se ofreció a él.
Kronnan la miró, con los iris otra vez del color de la sangre, y la
respiración jadeante. La respuesta de ella era tan inesperada que sus
corazones se sacudían y su cuerpo se enardecía al instante.
Inheray le sonrió.
—Ven, Kronnan—pidió con dulzura y se aproximó más a él. Separó las
piernas, se abrazó a las caderas masculinas con los muslos y adelantó la
pelvis para ir al encuentro del miembro erecto. Lo miró, provocadora, y
repitió, ronca—: Ven a mí.
Kronnan gruñó. Todo su cuerpo le pedía que empujara y la penetrara con
ímpetu, en aquel mismo instante. Ella estaba dispuesta, olía el dulce aroma de
su humedad: ¿A qué esperaba? Pero se negó a dejarse llevar. Cabeceó
malicioso, retrocedió y descendió por su cuerpo.
No quería simplemente desfogarse, quería saborearla y llevarla al
éxtasis. No quería que olvidara nunca esa noche.
Ni a él.
La miró con fijeza mientras descendía sobre el liso abdomen y dibujaba
un camino de deseo con los labios sobre su delicada piel. Jugueteó con el
ombligo, mordisqueó la cintura y le provocó inmensas cosquillas. Inheray se
retorció en un intento de huida, presa de las carcajadas, pero Kronnan la sujetó
con firmeza de las caderas sin dejarla escapar. Se inclinó entre sus piernas y
se apoderó con la boca abierta del monte de Venus con profundo deleite.
Inheray se arqueó y lanzó entrecortados gemidos al notar la lujuriosa
lengua apropiarse de los íntimos pliegues de su ser. Su interior se derretía
como lava líquida bajo el devastador toque, esta recorría su cuerpo y lo
incendiaba todo a su paso.
Kronnan siguió descendiendo. Sin dejar de probar su piel, mordió el
interior de los muslos, con fuerza controlada, pero aplicó la suficiente como
para arrancarle gritos de placer. La cogió de los mismos, le levantó las
piernas del todo y las separó al máximo.
Inheray alzó la cabeza al sentirse así de expuesta.
—¡Kronnan! —protestó sonrojada. Intentó moverse, pero estaba bien
sujeta por las fuertes manos. Los ojos candentes, fijos en ella, la hipnotizaron
y la dejaron vacía de fuerzas.
Entones él se introdujo en su interior con la lengua, degustó el sabor
femenino y succionó con placer.
Inheray dejó caer la cabeza otra vez hacia atrás, vencida, y cerró los
ojos, enloquecida. Se arqueó sobre el lecho mientras los dedos de los pies se
le encogían convulsos a medida que las oleadas de goce que le otorgaba la
lengua de Kronnan la transportaban una y otra vez al límite. El último orgasmo
que la arrolló fue tan intenso que perdió el sentido durante unos segundos.
En ese momento él se incorporó y se adelantó sobre el tembloroso cuerpo
femenino, volvió a descender sobre ella y chupeteó los erectos pezones, duros
y enrojecidos. Inheray hundió las manos en las lustrosas greñas encarnadas y
tiró con fuerza para atraerle hacia su boca, pero él se desasió. La cogió de las
muñecas, se las sujetó a la altura de los hombros para inmovilizarla, presa de
su voluntad, y volvió a apoderarse de las aureolas.
—Oh, Kronnan. ¡Por favor! —suplicó—. ¡Me enloqueces! —jadeó,
sudorosa. Él la mantenía inmovilizada con su poderío físico y era tan
placentera la sensación de estar bajo la fuerza del macho que su cuerpo bullía,
a punto de explotar.
El ronco susurro femenino casi rompió el autocontrol que él ejercía sobre
su anatomía. Fogoso la cubrió con el cuerpo y se adueñó de su boca con
deseo.
Inheray gimió bajo su asalto, sin defensas, expuesta y totalmente
entregada a él, a su ardiente y poderosa pasión.
Kronnan la envolvió con sus brazos, se dio la vuelta con ella, la sentó
sobre sus muslos y la abrazó con fuerza. Sentía que iba a perder el control de
un momento a otro, sus corazones bombeaban furiosos al tiempo que inhalaba
con fuerza, casi jadeante. Abarcó uno de sus preciosos pechos con una mano y
lo cubrió por entero. Jugueteó con el pezón con los dedos, inclinó la cabeza
sobre la otra glándula mamaria y tiró con los dientes del pezón al tiempo que
con la mano libre la acariciaba la entrepierna.
Inheray echó la cabeza hacia atrás y le clavó las uñas en los hombros con
fuerza, a lo que Kronnan respondió con un gruñido primitivo, y, sin previo
aviso, la elevó de las caderas y la empaló con toda la potencia.
Inheray se quedó sin respiración y exhaló un quejido. Agrandó los ojos,
extasiada, al sentirlo entrar en ella con tanta fuerza y tan profundo.
Kronnan la sujetó de los glúteos durante unos segundos en los que la
mantenía quieta y él empujaba dentro, hacia arriba. Luego la elevó y la bajó
sobre sí, con impetuoso empuje, a una velocidad cada vez más arrolladora e
Inheray gritó y llegó al éxtasis casi de inmediato.
Kronnan se levantó de la cama sin salir de su interior, exaltado, y la llevó
con él. Salió al balcón, la sentó sobre la barandilla de piedra sobre el
precipicio, y continuó penetrándola con feroz lujuria. Inheray se abrazó a sus
caderas con las piernas y se echó hacia atrás, sobre el vacío. Sabía y confiaba
plenamente en que él nunca la dejaría caer.
—¡Oh, sí! Así, Inheray… ¡Dame el control! —La voz masculina,
enronquecida por el deseo, resonó sobre el cañón. La sujetaba con fuerza de la
cintura, la inmovilizaba al tiempo que empujaba muy adentro y se fundía con
ella, perdido en su interior. Con rapidez alcanzó el clímax y se vertió mientras
gruñía como el dragón que era, llevado por el placer. Al final de un orgasmo
brutal, las piernas le fallaron y se le doblaron las rodillas. Pero no quiso
soltarla. Posesivo, la arrastró con él y acabaron tumbados en el suelo del
extenso balcón.
Al cabo de largos minutos Inheray volvió en sí. Se incorporó, se sentó al
lado del magnífico cuerpo desnudo de ese dios del sexo y lo observó, inquieta,
al percibir lo alterado que estaba. El amplio pecho subía y bajaba vertiginoso;
le colocó la mano encima y comprobó las rapidísimas pulsaciones de ambos
corazones. Temerosa, se acercó y le acunó la cabeza en el regazo.
—¡Kronnan! —llamó, asustada. Le acarició las sienes y observó con
avidez su expresión—. ¿Estás bien? —inquirió con la voz temblorosa.
Él mantenía los ojos cerrados, pero movió una mano y le palmeó una
pierna, en un ademán tranquilizador. Al fin la respiración masculina se
normalizó y los latidos de los corazones disminuyeron a un ritmo más
normalizado. Abrió los ojos y la vio, con ese increíble y hermoso rostro,
inclinada sobre él, preocupada.
Por él.
Tragó saliva, incapaz de creerlo, conmovido hasta el tuétano. Se
incorporó sobre un codo, enredó los dedos en la curva del cuello femenino y
la atrajo hacia sí hasta que pudo besarla con toda su dulzura.
—Inheray —susurró, sin dejar de saborearla con besos húmedos—. Vas a
matarme de placer como sigas así…
—¿Yo? Pero si… —Inheray se separó, asombrada. ¡Era él el que la
enloquecía!
Kronnan sonrió y volvió a acercarla.
—Mi dulce niña, no te sulfures —rio entre dientes. La miró serio y
sentenció—. Sería muy feliz muriendo entre tus brazos.
Las pupilas femeninas se dilataron extrañadas, pero la boca de Kronnan
volvió a apoderarse de la suya y la selló. Atrajo su cuerpo desnudo contra sí y
la tumbó sobre él, entonces rodó hacia un lado, sobre ella, y la cubrió sin
dejar de besarla cada vez con más intensidad.
7
—Mi daman … ¡Me vuelves loco! —exclamó apasionado. Descendió
con los labios húmedos por su cuello y siguió el contorno de la vena para
sentir el fuerte latido del corazón.
El sol ya estaba alto en el cielo cuando entraron de nuevo en la alcoba.
Inheray recogió sus ropas, desperdigadas sobre la butaca donde las había
enviado él cuando se las quitó. Mientras se vestía, él la contemplaba,
totalmente desnudo, tumbado sobre la cama.
Inheray no pudo evitar sonrojarse al contemplar el magnífico cuerpo.
—No sé por qué te vistes, volveré a quitarte la ropa en seguida—sonrió
Kronnan y la miró, provocador. Los ojos del color de los zafiros brillaban
pícaros.
Inheray lo miró, inquieta.
—Pero… no podemos… Quiero decir… —Inheray se detuvo, sin querer
ofenderlo, pero sabedora de que le quedaba poco tiempo antes de que él la
sustituyera por otra. —Yo debo comer de vez en cuando ¿sabes? Aunque los
dragones no lo hagáis tan a menudo y además estos vestidos son tan
preciosos… Sería una lástima que no los usara el tiempo que esté aquí —
terminó con humor, con el que pretendía esconder el temor que le provocaba
saber que pronto tendría que irse.
Pero Kronnan no sonreía y una expresión adusta y seria se había instalado
en su rostro. El oír de esos hermosos, y ahora inflamados, labios que el tiempo
que ella pasaría en la fortaleza era finito, le revolvió el estómago. Y se dio
cuenta de que no quería que Inheray se marchara, no soportaba la idea de no
volver a verla. Se incorporó con un elegante salto felino e invocó sus ropas
directamente sobre el cuerpo.
—Tienes razón, soy un desconsiderado. Además, debo ir a hacer mi
ronda, los goblins y demás bestias pardas han estado muy revolucionadas de
un tiempo a esta parte. —No quería que ella advirtiera su desasosiego y se
dirigió al balcón a grandes zancadas, sin dejar de hablar. —En la sala
encontrarás todo lo que necesites, puedes hacer lo que quieras mientras yo no
esté. Pero no puedes abandonar los recintos del castillo —indicó, en un tono
autoritario. Se detuvo y se giró a mirarla con fijeza cuando pronunció la última
frase—: ¡Te lo prohíbo! ¿Está claro? —Temeroso de que ella se marchara
y desapareciera de su vida.
Inheray irguió la cabeza de golpe al oír la terminante orden. Sin poder
evitarlo, se le encendió la vena rebelde. Había escapado de unos tíos que la
mantenían esclavizada y no iba a seguir tolerando ningún trato denigrante,
fuera de quien fuera.
—Y… ¿Debo llamarte «amo» a partir de ahora? —Enojada, no pudo
evitar el despectivo sarcasmo y lo miró, retadora.
Kronnan inspiró de golpe al oír el desafío y se desplazó.
—No será necesario —susurró, al segundo siguiente, en su oído.
Se había movido tan rápido que ella no pudo ver cómo. Se giró con un
respingo para descubrirlo tras ella. Kronnan se inclinó, amenazador, hacia su
rostro.
—Pero ten por seguro que, al menos por ahora, eres mía —afirmó,
arrogante. La enlazó por la cintura y la elevó, al tiempo que se apoderaba de
sus labios con ferocidad.
Inheray sintió su poder, su furia y también su desesperación. El enojo
desapareció, arrollada por el ardor e incapaz de resistirse le pasó las manos
por detrás de la nuca, y se abrazó a él.
Kronnan se separó, apenas, para mirarla.
—Inheray —susurró conmovido, con los corazones desbocados y el
deseo galopando de nuevo por su ser. La respuesta femenina, tan diferente de
las demás, tan cálida y ardiente, lo encendía y le desbocaba la fogosidad. Con
un gemido la besó de nuevo, preso de la pasión. Inheray se estremeció en sus
brazos, agotada, y él se separó con un esfuerzo. Sabía que ella necesitaba
descansar; no podría soportar una potencia sexual arrolladora como la suya si
no refrenaba un poco las ansias.
La depositó en el suelo, le acarició la mejilla y le sonrió, alicaído.
—Yo, debo irme… —señaló. Al contemplar la cálida y dulce expresión
femenina, quiso confesar lo que sentían sus corazones de dragón—. Inheray,
yo…
Se interrumpió, incapaz de expresar en palabras todo lo que
experimentaba a su lado, temeroso de que ella lo rechazara. Se desvaneció en
el aire y la dejó sola. Gruñó furioso al aparecer sobre el cañón, mientras se
transformaba, y lanzó un rugido que resonó en todo el valle.
Inheray salió corriendo al balcón al oírlo y lo vio volando a lo lejos, una
diminuta mancha roja en el horizonte.
Lo observó durante un rato, hasta que ya no pudo distinguirlo. De repente
se sintió sola sin su presencia, tan entrañable, sin su energía que la envolvía
como si de algo tangible se tratara. Por primera vez en su vida añoró a otro ser
vivo.
No recordaba nada de su vida anterior, ni cómo había llegado a los
páramos. No sabía quiénes eran sus padres. Lo único que recordaba era su
nombre. Era algo que siempre fue suyo.
Así que cada vez que tenía un rato libre se internaba en el bosque y se
entretenía en observar a los pájaros, a los ciervos. Le encantaban todos los
animales. Su tía siempre le decía que la iban a encontrar a los goblins y se la
iban a llevar a su cueva para hacerle toda clase de cochinadas, pero ella nunca
tuvo miedo. Le aterraba más la posibilidad de tener que permanecer toda la
vida encadenada a esos despreciables tutores suyos.
Inheray volvió sobre sus pasos en la terraza de la fortaleza y entró en la
habitación con el pensamiento invadido por Kronnan y por los recuerdos de la
noche que había pasado con él. Contempló la cama con el rostro colorado.
Nunca creyó posible que el yacer con un macho pudiera ser tan mágico, tan
excitante. Cuando veía lo que ocurría en la taberna experimentaba cierta
repulsa ante el acto carnal, pero con Kronnan había conocido la ternura, la
pasión, el deseo.
Él había sido tan cariñoso, tan dulce a la hora de tratarla que su cuerpo
no había hecho más que abrirse como una flor.
Avanzó y salió de la habitación del segundo piso. La fortaleza era
inmensa y estaba construida con grandes bloques de piedra arenisca, de forma
doble en los muros exteriores y, con una sola hilera, para conformar los
tabiques interiores que separaban habitaciones, salas y demás dependencias.
Se internó en la vasta galería alegremente iluminada por el sol que
entraba a través de los numerosos ventanales ojivales y caminó con lentitud.
Bajó los escalones despacio, al tiempo que rememoraba la noche
anterior. El rostro de Kronnan, tan bello y viril, le había expresado una ternura
que nunca, en toda su vida, había conocido. El cambio que se produjo en sus
ojos al transmutar al rojo la había asombrado al principio hasta casi
atemorizarla, pero Kronnan pronto le demostró que no podría oponerse a su
voluntad y sus labios la transportaron a otro mundo, sin darle tregua. Sonrió,
ruborizada, conmovida y dichosa. Meneó la cabeza, no entendía cómo todas
las mujeres del pueblo no estaban locas por estar con él.
Llegó al primer descansillo y reconoció el pasillo que la víspera recorrió
a la inversa para bajar al comedor desde su propia habitación. Siguió
descendiendo y llegó al gran vestíbulo. Esbozó un asomo de sonrisa y se
dirigió hacia las puertas correderas de doble hoja del comedor. Las abrió de
par en par y la recibió la misma iluminación solar que ya encontrara en el
pasaje superior a través de las ventanas góticas. Recorrió la estancia,
admirada al notar las sutiles diferencias entre la noche y el día en cada
aposento. Los troncos de la chimenea ardían vivaces y encontró la mesa ya
dispuesta para ella. Se dio cuenta entonces del hambre voraz que sentía; se
aproximó con deleite mientras los apetitosos aromas de la panceta y los
huevos revueltos le hacían rugir el estómago. Se sentó con un suspiro de
contento y dio buena cuenta del desayuno.
Luego se pasó buena parte del día dando vueltas por el castillo. Pero de
vez en cuando se acercaba a alguna de las múltiples ventanas que se abrían
sobre el terreno circundante o el acantilado y oteaba el horizonte para ver si
Kronnan volvía.
La fortaleza estaba construida en el centro de un inmenso terreno,
rodeado por una alta muralla, excepto por el lado del precipicio; allí solo
había una sólida barandilla que permitía contemplar el soberbio paisaje. El
resto estaba totalmente sellado, no había puerta para poder entrar desde el
exterior y solo se podía acceder desde el aire.
«Y bien, ¿cómo espera Kronnan que pueda irme del castillo si no puedo
salir por ningún lado?», pensó, divertida por la ocurrencia.
Recogió varios ramos de flores en el jardín y se encaminó al castillo con
los brazos cargados.
Había adornado la mesa, la chimenea e incluso los altos ventanales con
jarrones que encontró en un arcón, en un rincón del vestíbulo. Al principio no
reparó en él, pero cuando volvió a pasar le llamó poderosamente la atención,
casi como si la hubiera llamado, pero enseguida desechó la idea y pensó que
se estaba volviendo loca. Al terminar comprobó que el sol ya se estaba
poniendo y se dirigió hacia sus habitaciones.
Subió las escaleras y observó las paredes desnudas, sin adornos. No
había cuadros, cortinas ni muebles, excepto en el comedor y en las
habitaciones. Kronnan vivía de forma austera, solo con lo imprescindible.
Curiosa, se detuvo junto a un ventanal, perdió la mirada en la distancia al
tiempo que se preguntaba si él tendría familia o amigos y recordó la tristeza
que anegaba los iris azulados cuando lo conoció. Y la curiosidad la invadió
una vez más ante lo que causaría tristeza a un dragón.
¿Podían sentir los dragones? ¿Podían amar, odiar?
Siempre los admiró en la distancia, pero en ese momento se dio cuenta de
que no conocía, en absoluto, nada sobre esa mágica raza. Su imaginación la
acompañó durante su infancia y adolescencia con fantasías sobre lo que eran
los dragones: seres fantásticos que podían obrar prodigios. Sabía, por las
habladurías de la taberna, que exudaban un enorme vigor sexual y eran tan
inmensamente poderosos que más valía no estornudarles cerca, pero creía que
los pensamientos y experiencias de tales entes estaban a un universo de
distancia del de los humanos y que nunca podrían sentir como ellos. Pero
ahora, al convivir con Kronnan, se daba cuenta de lo equivocada que estaba y
se propuso conocerlo. Saber lo que le gustaba, lo que quería o deseaba.
Cuando él la eligió como Ofrenda, ella solo pensó en que podría ser
libre, que podría alejarse para siempre de ese maldito pueblucho y solo ahora
se percataba de que no sabía por qué la había elegido él. Por entonces ella era
un patético miembro del sexo femenino, sin ningún atractivo ni interés.
CAPÍTULO 5
Intrigada, se preguntó por qué alguien tan poderoso y tan magnífico como
Kronnan se iba a fijar en la que fregaba el suelo de la posada. Decidida, se
propuso deslumbrarle esa noche. Se pondría uno de los vestidos más
sensuales, se arreglaría con meticulosidad y se peinaría el cabello como había
visto que hacían las mujeres más bellas del pueblo.
Se encaminó a la alcoba y entró con energía. Abrió la puerta de
comunicación con las dependencias higiénicas, con el plan en mente, y
encontró la bañera de latón ya preparada. Se desnudó y comprobó que el agua
tenía la temperatura adecuada. Maravillada, se preguntó cómo funcionaría el
castillo: ¿Tendría magia propia? La comida, el agua, la ropa, todo aparecía
según se necesitara, en la cantidad o temperatura adecuada.
Cuando por fin estuvo lista, afuera era noche cerrada y no había oído
ningún ruido que delatara que Kronnan hubiera regresado. Se dirigió presurosa
hacia la sala, bajó los escalones de dos en dos mientras su mente inquieta se
reprobaba al pensar que, con seguridad, las grandes damas no se comportaban
de esa forma tan poco elegante y alocada. Se encogió de hombros, indiferente:
ella no era una gran dama. Entró en el comedor, esperando hallar allí a
Kronnan, pero comprobó que todavía no había vuelto.
Se dirigió a la mesa y se relamió los labios al contemplar los apetitosos
platos ya dispuestos: estofado con patatas, verduras y un jugoso caldito. Vino,
fruta diversa y pan caliente, que todavía humeaba. Asombrada, lo tocó
sonriente y pensó que sería muy apropiado que hubiera candelabros con velas
en la mesa.
Se dirigió hacia la chimenea y se calentó las manos. Mientras permanecía
allí de pie con las manos extendidas hacia la lumbre contempló el enorme
sillón, tapizado con terciopelo rojo, y se sentó en él con un sentimiento de
intrusión, como si invadiera el espacio de Kronnan, pero deseosa de ocupar el
mismo lugar que siempre parecía usar él. Acarició con reverencia los
reposabrazos forrados. Entonces replegó las piernas, se hundió en las
profundidades del mullido asiento y aspiró con deleite el aroma de la esencia
masculina en el respaldo. El sillón la abrazaba como si fuera él, ya que su
menudo cuerpo apenas ocupaba una tercera parte de la superficie.
Al poco tiempo sintió un ligero cosquilleo y abrió los ojos, aturdida.
¡Se había quedado dormida!
Se incorporó de inmediato y saltó del sillón. La mesa seguía igual, la
comida humeaba, dispuesta y habían aparecido dos candelabros de plata sobre
ella, con cinco velas encendidas en cada uno de ellos que apenas se habían
consumido.
Corrió hacia la ventana, pero la oscuridad era impenetrable y no
distinguió nada en el exterior. Además, el firmamento estaba nublado. Las tres
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lunas , que regían las mareas y surcaban el cielo katridano, y las estrellas
estaban cubiertas. Un tanto intranquila se mordió una uña mientras regresaba
junto al fuego. Lo miró distraída y se preguntó con inquietud qué le habría
ocurrido a Kronnan, y si era normal que tardara tanto.
Puede que sí, al fin y al cabo, era el primer día que pasaba en el castillo,
no tenía ni idea de la rutina del dragón ni de si tenía rutina siquiera.
De pronto sintió algo que le erizó el vello de la nuca, una ligera
permutación en el aire, la atmosfera del castillo cambió y sintió una energía
electrizante recorrerle la piel.
Levantó la vista hacia la puerta y descubrió a Kronnan erguido en el
portal, mientras empequeñecía el umbral. Definitivamente ese dragón sabía
hacer una entrada impactante.
El impresionante cuerpo ocupaba todo el marco. Se había vestido con
ropa distinta a la noche anterior. Hoy portaba una levita entallada, verde
oscuro, sobre unos ajustados pantalones negros que delineaban a la perfección
las largas y musculosas piernas, el cabello ondeaba, suelto, sobre los hombros
y lanzaba destellos carmesíes al ser iluminado por el resplandor de las velas.
Tenía una presencia tan imponente que Inheray sentía unos encontrados
sentimientos que le provocaban una profunda admiración hacia él. Aunque en
ese momento eran sus ojos los que la dejaron sin palabras y casi sin
respiración.
Kronnan la estaba devorando con una mirada de pupilas dilatadas, y esa
intensa contemplación hizo que le entrechocaran las rodillas. Sin darse cuenta
retrocedió, se llevó la mano al pecho cerca del corazón, al tiempo que se le
aceleraba la respiración y la boca se le quedaba seca.
Los iris masculinos no estaban rojos aún, signo que delataba su
excitación, pero era tan penetrante su fijeza, tan ardiente, que Inheray se
estremeció de arriba abajo mientras el abdomen no dejaba de darle sacudidas.
Kronnan había regresado hacía un tiempo, pero se obligó a esperar antes
de ir a buscarla. Con su poder la tenía localizada, en su alcoba primero y
luego, cuando ella había bajado al salón comedor. Procedió a lavarse y a
vestirse de una forma más elegante para ella, ya que quería causarle muy
buena impresión. Había vuelto ligeramente más calmado que cuando se fue,
pero no mucho más. Durante todo el día no había hecho otra cosa que pensar
en ella, recordarla. Rememorar el tacto de su piel, de los labios, de sus manos
sobre sí. Tenía el aroma femenino grabado a fuego en el cerebro y su cuerpo
no había dejado de encenderse más y más durante las horas que pasó lejos de
ella.
Y ahora que la tenía otra vez ante sí su naturaleza ardiente clamaba con
intensidad. Empezaba a comprender que lo que sentía no era un simple
capricho, no era solo ansia sexual. Inheray se le había metido dentro, bajo las
escamas, y le marcaba el corazón izquierdo, el que le bombeaba la sangre
arterial. Asustado, comprendía que eso solo podía significar una cosa: se
estaba emparejando con ella.
Pero eso era…
¡Imposible!
Los dragones se emparejaban de por vida con una compañera, pero esa
hembra debía ser dragona. El emparejamiento consistía en la unión de los
corazones arteriales de ambos al ligar su línea de sangre para siempre.
Si realmente Kronnan se estaba emparejando con ella, una humana,
moriría sin remedio. No podría nunca finalizar el ritual con Inheray y su
corazón dejaría de latir.
¿Cómo era posible que le estuviera ocurriendo eso?
Pero no había equívoco: su corazón izquierdo bombeaba a un ritmo
diferente, lo notaba. Todos los dragones sabían que aquello ocurría tarde o
temprano y reconocían los síntomas en cuanto les sucedía.
La extrañeza inundó su ser y lo dejó tan aturdido que decidió que no
podía pensar en ese instante en ello o se volvería loco. Ya buscaría las
respuestas más tarde, ahora solo podía abrirse a ella y sentirla con fuerza.
Avanzó despacio y se aproximó a Inheray con una mirada hambrienta.
Estaba aún más bella que cuando la dejó esa mañana. Se había arreglado el
cabello y se lo había recogido de forma parcial. Vestía un ceñidísimo vestido
de suave tela color burdeos, sin mangas y escote de vértigo que no hacía sino
acentuar todas y cada una de las formas de ese cuerpo que se moría por
saborear de nuevo.
Su anatomía se retorció en demanda mientras los corazones se disparaban
desenfrenados. Tragó saliva, inhaló profundo y se llenó con la esencia
femenina.
Inheray, sobrecogida por el escrutinio, no sabía si echar a correr o saltar
a sus brazos. Kronnan estaba impresionante, hermoso hasta decir basta, con el
cabello peinado hacia atrás. Llevaba una fina camisola blanca, bajo la levita
entallada, que marcaba a la perfección el amplio pectoral.
Suspiró, embelesada y comprendió que...
¡Lo deseaba!
Deseaba que la cogiera entre sus brazos y la hiciera sentir pequeña.
Envolverse con ellos y que su fuerza la dominara por completo. Estar a su
merced y saberse a salvo. Elevó la mirada, mientras él se acercaba, para
encontrarse con los ojos cristalinos.
A un nobo de distancia, Kronnan se contenía para no abalanzarse sobre
ella.
—Hola —susurró, quedo.
—Hola —sonrió ella. Se adelantó hacia él, lo miró desde abajo y levantó
una mano para tocarle la cara.
Kronnan se la cogió antes de que pudiera tocarlo, sin confiar mucho en sí
mismo tanto la sentía, le dio la vuelta y le besó la palma sin dejar de mirarla
con intensidad.
Las rodillas de Inheray se convirtieron en una masa blanda. Se mordió el
labio inferior y deseó que la besara, en vez de enloquecerle la piel del interior
de la muñeca con los labios.
Kronnan se incorporó y sonrió de una forma tan encantadora que el
corazón de Inheray solo pudo abrirse más a él.
—¿Comemos? —preguntó mientras señalaba la mesa con un ademán
distinguido de la mano.
Inheray asintió, hechizada, y se dejó conducir hacia la silla. Él se la
retiró y ella se sentó, con el corazón dando bandazos en el pecho.
Kronnan cogió la botella de vino y sirvió una generosa cantidad en la
copa que había frente a ella, antes de sentarse al otro lado de la mesa. Ambos
se sirvieron de las fuentes y platos y empezaron a comer, al tiempo que se
observaban furtivos.
—Y… ¿qué has hecho hoy? Aunque ya veo que has estado ocupada
adornando un poco esto —interrumpió el silencio Kronnan mientras paseaba
la mirada por toda la sala y reparaba en el detalle de las flores.
Inheray sonrió, un tanto insegura.
—Sí, he salido a dar una vuelta por el jardín y las flores estaban tan
hermosas que no he podido resistirme —confesó, cohibida. Lo miró sonrojada
y prosiguió deprisa —: El castillo es muy hermoso, pero algo austero. No hay
adornos, cortinas o cuadros. No hay casi muebles. No tienes demasiadas
comodidades, ¿no?
—¿Qué querrías poner tú, si pudieras? —Kronnan sonreía, deslumbrado,
al verla tan nerviosa frente a él, con ese rubor encantador que la hacía
resplandecer.
—Oh, bueno… no sé… Pero, si pudiera, pondría unas cortinas —
explicó. Miró el alto ventanal y continuó—: Pero que no cubrieran la
maravillosa vista. Unas de adorno enganchadas a los lados, con una sujeción
como una borla o un cordón grueso, con un ligero cubre techo ondulado y… —
Inheray se interrumpió y, al mirar hacia él, lo vio contemplándola absorto.
Pensó que nadie haría caso a una chica que antes fregaba los suelos de una
sucia taberna en cuanto a consejos de decoración y su ánimo flaqueó.—Bueno,
puede que tal vez no fuera una buena idea, no sé… ¿Y tú, que pondrías?
—¿De qué color serían las cortinas? —preguntó él, en cambio, muy
serio.
—Oh, pues en esta estancia todo es en tonos tierra, así que yo pondría un
color melocotón, algo cálido que se fundiera con el ambiente —contestó.
Intrigada por la pregunta, levantó una ceja en señal de interrogación.
—¿Algo así? —señaló con la mano Kronnan.
Inheray siguió la dirección que le señalaba y se quedó con la boca
abierta. Sobre el alto ventanal habían aparecido unas cortinas exactamente
como las había descrito e imaginado.
—¡Oh, son fantásticas! ¿Lo has hecho tú?
Kronnan asintió y vio cómo Inheray se levantaba e iba a tocar y admirar
la tela de cerca.
—¡Qué maravilla! —exclamó embelesada al tiempo que tocaba la suave
tela con reverencia y ladeaba la cabeza hacia él con una expresión de puro
deleite.
Kronnan sintió un ramalazo de ternura al verla tan contenta ante una cosa
tan nimia como eran unas cortinas y pensó que verdaderamente la vida de ella
habría sido un sinsentido hasta ese momento. Entonces, mientras la observaba
admirar las cortinas y cada pequeño detalle de las vueltas de la tela, los
cordones y los fruncidos como una niña ante una golosina, tomó la decisión de
hacerla feliz, aun cuando significara buscar para ella a alguien de su misma
especie. Ese pensamiento provocó en él un doloroso y furioso acceso de celos
que reprimió con fuerza. No tenía ningún derecho a pensar siquiera que ella
pudiera ser suya.
Se levantó y la siguió, sin poder evitarlo.
No había pretendido provocar su propia lujuria al hacer realidad los
pensamientos de ella y no quería apresurarse, pero el deseo había estallado de
forma tan potente y devastadora dentro de él al verla moverse con ese sensual
vestido que revelaba los pezones erectos, que fue demasiado para su cuerpo.
Se situó tras ella, pegado, pero sin tocarla e inhaló el aroma de su cabello,
fascinado.
—Inheray —susurró, sensual, inclinado sobre su oído.
Ella se estremeció al sentirlo detrás, tan cerca que percibía sus
inhalaciones. Se detuvo y se quedó quieta.
Kronnan descendió sobre ella, le besó el lóbulo de la oreja y lo chupó.
Bajó por el cuello al tiempo que sus labios la saboreaban hasta enardecerlo.
Pero contuvo las ansias con denuedo. Si cedía al deseo el emparejamiento
podría activarse del todo y pereciera esa misma noche, y no quería comprobar
si su teoría era cierta. Debía controlarse sin dar rienda suelta a lo que se
moría por hacer con ella.
Inheray ni pensó en oponer resistencia, se entregó y ladeó el cuello en
muda ofrenda, al tiempo que cerraba los ojos y disfrutaba de las caricias de
esos labios tan ardientes
—Inheray, te deseo tanto. Solo quiero abrirte las piernas y sumergirme en
tu interior —confesó él, en un ronco y sensual murmullo. Era tanta el ansia que
su cuerpo temblaba de necesidad—. Tu respuesta hacia mí me hace perder la
razón. —Sin dejar de besarla le recorría el cuello y los hombros. Pasaba de un
lado al otro, pero evitaba tocarla con las manos. Refrenaba su ímpetu salvaje y
le hablaba con dulzura.
Inheray se mordió el labio, las palabras la embriagaban, los labios la
encendían y le erizaban la piel hasta dejarla estremecida. Sintió la consabida
sacudida en el abdomen al tiempo que las piernas se le reblandecían. Gimió
de forma erótica y se arqueó hacia atrás, concediéndose más a él.
Kronnan no pudo seguir resistiendo, la cogió de las caderas y la pegó a él
por delante. Inheray sintió la erección presionar contra las lumbares mientras
su rápida respiración la ensordecía.
—Inheray, ¡me vuelves loco! —susurró en su oído, ronco, mientras se
frotaba contra ella.
Ella se dio la vuelta entre sus brazos y alzó la vista. Se encontró con los
ojos rojos fijos en ella, la taladraban con desesperación. Sonrió pícara,
retrocedió, se desabrochó el vestido y lo dejó caer al suelo, impúdica.
Kronnan contuvo la respiración al verla desnuda frente a él. La recorrió
de arriba abajo con una mirada depredadora. Se adelantó, le cogió la barbilla
y le levantó más el rostro.
—No sabes lo que provocas en mí. Si lo supieras, me temerías—
declaró, sumergido en los ojos verdes. Descendió sobre su rostro sin dejar de
mirarla, hasta que los alientos de ambos se fundieron en uno solo, entonces se
apoderó de los labios y los invadió con fuerza.
Kronnan se trasladó al dormitorio principal, la llevó consigo, y se tumbó
con ella directamente sobre la cama. Su cuerpo bullía de lujuria, pero se
obligó a ignorarse para recrearse en el cuerpo femenino.
Entonces ocurrió algo que lo dejó estupefacto, su ánimo se calmó al
comprender que solo por tenerla entre los brazos estaba en la misma gloria.
Levantó la vista de la tersa y blanca piel, y la miró a los ojos, asombrado.
¿Cómo era posible?
Los corazones clamaban en su interior llenos de felicidad. Se sentía
poderoso por primera vez en su vida y, a la vez, estaba aterrado ante la
imposibilidad de que ocurriera lo que estaba ocurriendo.
Ella era humana y él un dragón. No existía futuro posible juntos. Tarde o
temprano debería renunciar a ella, pero, al pensarlo, se le encogía el espíritu
de pavor.
Inheray, tumbada a su lado, lo miraba con media sonrisa en los labios. Se
sentía tan a gusto en ese momento que deseó interrumpir el lento avance del
tiempo y quedarse para siempre en ese instante de felicidad.
Levantó la mano y acarició la suave mejilla masculina con devoción.
—Me haces estremecer cada vez que me tocas. ¿Siempre ha sido así con
tus amantes? —preguntó inclinada hacia atrás para poder mirarlo a los ojos.
—No, nunca había sido así. Eres la primera humana que me responde con
tal intensidad. ¿Por qué, Inheray? —preguntó, conmovido.
—¿Me lo preguntas? —Sorprendida, se incorporó sobre el codo. —Yo
no lo sé. Creía que usabas tu magia conmigo, para… —Se sonrojó y bajó la
vista. —Para tenerme siempre lista para ti.
Kronnan movió el brazo y le levantó el rostro con un dedo bajo la
barbilla.
—Mi dulce niña, no me ha hecho falta usar mi magia contigo. Tu cuerpo
me respondió desde la primera vez que te toqué. Y nunca he utilizado mi magia
para eso. Nunca, con nadie. Aunque con las otras humanas tendría que haberlo
hecho. Todas ellas me repudiaron, sentían asco de mí —explicó, con la mirada
turbia.
El estupor que le provocó esa confesión arrancó un quejido atónito de la
garganta de Inheray.
—¿Cómo es posible? Eres… —Se acercó a su rostro y lo acunó entre las
manos. —¡Eres magnifico! Eres un hombre muy hermoso. ¿Cómo podían sentir
asco de ti?
—Porque no soy humano, Inheray —contestó con dureza.
Inheray agrandó aún más los ojos.
—Pero eso no… Aunque seas un dragón, tu aspecto ahora es humano. Te
mueves y sientes como un humano ¿no?
—No, Inheray. Nunca sentiré como un humano. —Kronnan le cogió una
mano y le besó los dedos. —Vosotros creéis que los dragones somos
insensibles, que no tenemos sentimientos, que no lloramos como los humanos.
Pero eso no es cierto. Los dragones sentimos las cosas con mucha más
intensidad que vuestra especie. Nuestra naturaleza no está dividida como la
vuestra. Aunque podamos sentir las emociones negativas, nuestro ser se rige
por las emociones más puras.
Inheray lo escuchaba mientras él describía su sentir y percibió por
primera vez la dimensión de su espíritu. Percibió al dragón en su interior y
supo que algo se estaba obrando dentro de ella, algo cambiaba y crecía.
Y, por primera vez, tuvo miedo a su lado. Aunque no de él sino de lo que
ocurriría cuando Kronnan no estuviera ya junto a ella.
—Nuestras diferencias son abismales, Inheray. Si bien puedo
transformarme en homínido y puedo acariciarte y hacerte el amor, mi deseo
por ti es parte de mi naturaleza no humana.
Inheray cabeceó, conmovida, y formuló la pregunta que había acicateado
su curiosidad durante el día.
—¿Por qué no tienes esposa o amante dragón? —inquirió de forma
inocente.
La expresión de Kronnan cambió con rapidez y se tornó tormentosa.
—Eso no es de tu incumbencia —aseveró con frialdad, herido por un
tema que nada tenía que ver con ella. Pero al verla palidecer suavizó el tono,
arrepentido—. Lo siento, Inheray, no pretendía… Este es un tema que es mejor
no tocarlo ¿de acuerdo?
Le acarició la mejilla, sonrió para quitar hierro al asunto y, con un
sentimiento de culpabilidad, extendió su poder mágico sobre ella.
Inheray se recostó de nuevo junto a él, de repente muy cansada, y se
durmió casi al instante, al tiempo que se preguntaba por qué Kronnan no la
había poseído si era tan evidente que la deseaba.
Él se sentía culpable de su exabrupto y la indujo al sueño para evitar
nuevas preguntas. Suspiró, enojado consigo mismo, incapaz de dormirse.
La observó largo rato, intrigado, estupefacto. Esa adorable mujer era un
misterio para él. Se estaba emparejando sin remedio con una humana, algo
inconcebible para su especie.
¿Qué podía hacer? Puede que, si se alejaba de ella, se detuviera el
proceso, pero le era imposible siquiera pensar en darle la libertad para verla
marchar y separarse de él. Solo de pensar en no tenerla, en no verla y sentirla,
le provocaba una furia irracional y un miedo cerval. Así que la solución que le
quedaba era seguir con ella para, al final, morir lentamente.
¡Menuda solución!
Hasta ese momento no le había gustado demasiado su vida pero ahora,
con ella, había descubierto que ansiaba vivir. A su lado, en sus ojos, bajo su
sonrisa. Siempre.
Y eso era un imposible.
Como acababa de hacerle ver a Inheray sus diferencias eran abismales,
sus especies demasiado diferentes.
¿Cómo podía pensar siquiera en vivir con ella?
La miró sobrecogido. Ella era mortal, moriría cuando llegara al fin de su
línea de vida. Le aterró esa posibilidad o pensar que podía enfermar, resultar
herida o simplemente ir apagándose con lentitud en el transcurrir de los años.
Se le encogieron las entrañas de horror.
Aunque no pudiera verlo, aunque él muriera mañana por no poder
realizar el Ritual, no quería que ella muriera nunca, que jamás resultara
dañada. Quería que viviera feliz y a salvo. Por siempre.
Angustiado, la acomodó con extrema suavidad en la cama y se levantó.
De pie, al lado del lecho, la estuvo observando dormir hasta que sintió que su
anatomía explotaría si permanecía un segundo más sin tomarla. Con un siseo
frustrado que le hizo exhalar una nube de humo por las fosas nasales, se
trasladó directo a la sala de la chimenea, en la planta inferior, invocó unos
pantalones sobre las piernas y encendió el fuego con la voluntad. Aunque
podría haberlo hecho con el aliento, prefería usar otros métodos más
convencionales. Se sentó en el sillón, cerró los párpados y se concentró. Se
desvinculó de su mente y viajó por el éter. Buscaba la esencia de su líder, el
caudillo de los dragones en ese mundo de acogida.
Era Orthan, el más poderoso de todos ellos, perteneciente a la línea de
sangre real. Era inmenso, el de mayor tamaño de los exiliados. Dorado, de
ojos pardos con motitas más oscuras en el fondo y mirada ancestral. Cuando se
transformaba, adoptaba la forma de un hombre de larguísimo cabello rubio,
casi blanco, con dos nobos de estatura y complexión atlética.
Al llegar a Khatrida desde el Santuario, el planeta donde se refugiaron
después de verse obligados a huir de Annorthean, su planeta natal, se
encontraban desorientados, perdidos.
La huida había sido caótica. La guerra que se desató, tras el nefasto
acontecimiento ocurrido en su planeta, acabó antes incluso de empezar y
Orthan ordenó la retirada. Todos los clanes leales huyeron como pudieron de
su mundo de origen. Sin apenas poder recoger sus enseres saltaron al espacio
y se reunieron en el Santuario, un planeta a trescientos años luz de Annorthean,
el lugar donde podían acogerse a sagrado todos aquellos que eran
perseguidos.
Allí llegaron todos los que pudieron huir de la persecución y el último en
hacerlo fue el propio Orthan, el cual permaneció en el planeta hasta el último
segundo para asegurarse de que no quedaba nadie a merced de los
usurpadores. Llegó malherido, con heridas abiertas y sangrantes causadas por
la Lava Negra. La furia de los avernos se desataba en su mirada y, en sus
corazones, un dolor tan lacerante que temió morir en vida, mientras
comunicaba a los Leales la funesta noticia de la desaparición del huevo
heredero y su posible destrucción.
La facción leal no dudó en proclamarlo el nuevo rey, aunque fuera en el
exilio. Pero él nunca aceptó el título y acabaron por otorgarle el rango de
caudillo.
La especie draconiana se dividía por colores. Rojos y azules, negros y
blancos: eran los guerreros. Los dorados y plateados: los dirigentes de sangre
real. Las ramas se entrelazaban por parejas: rojos y azules. Negros y blancos.
Dorados y plateados. Y dos únicos clanes; la línea de sangre real a la que
pertenecía Orthan y la línea de sangre guerrera, a la que pertenecía Kronnan.
Kronnan captó al fin la esencia de Orthan en el éter y le habló de forma
telepática.
—¡Saludos, mi caudillo! —saludó, formal y añadió—: Tengo un
problema, necesitaría consultar algo contigo —solicitó de forma respetuosa.
Cuando la desgracia cayó sobre Kronnan, Orthan fue de los pocos, por no
decir el único, que no lo condenó a pesar de las pruebas existentes en contra
de él.
—¡Kronnan!¡Qué alegría escucharte! —exclamó con genuina alegría la
voz del líder en la mente del dragón carmesí—. Por supuesto, amigo mío.
Dame un poco de tiempo, ahora mismo estoy ocupado, pero en unas horas me
traslado a tu fortaleza ¿de acuerdo? —contestó en seguida, en un tono cordial.
—Claro, cuando puedas, no hay… excesiva prisa. —Se conformó
Kronnan.
—Bien, entonces. Hasta pronto.
La esencia mágica de Kronnan volvió a vincularse con su mente, abrió
los ojos, miró hacia las llamas que danzaban en la chimenea y exhaló un
suspiro. Los desplazamientos mentales requerían una fuerte dosis de energía y,
cuando los realizaba, acababa agotado. Cuanto mayor era la distancia, mayor
era el esfuerzo y Orthan estaba muy lejos, mucho. Se preguntó dónde estaría
pues sabía que la fortaleza del caudillo no distaba más de veinte mil ténobos
de la suya.
Orthan, como líder de ambos clanes, no protegía ninguna provincia. Se
encargaba de dirigir y administrar el territorio para los de su especie;
confraternizaba con los humanos y limaba asperezas allí donde surgían.
Kronnan se levantó y se aproximó a la ventana. Cruzó las manos en la
espalda y se balanceó sobre los pies mientras contemplaba el exterior.
Todavía no había amanecido, pero su aguda vista distinguía perfectamente
todos los recovecos. Conjuró una copa de vino tinto en su mano y bebió un
largo trago.
De repente, la esencia de Inheray lo alcanzó, lo inundó y lo dejó
estremecido. Apoyó la frente en el frío cristal, tembloroso. Con un extremado
esfuerzo de voluntad reprimió y refrenó la acuciante necesidad de trasladarse
enseguida a su lado y cubrirla con su cuerpo.
No sabía si Orthan podría ayudarlo, si podría interrumpir el proceso que
se estaba generando en su cuerpo, en sus corazones. Que él supiera nunca se
había podido interrumpir, pero, quizá esta vez, al ser ella humana…
Al menos esa era su esperanza.
Y no quería renunciar a ella. Sus corazones se agitaron en el pecho en un
arrebato ya indiscutible de posesividad —lejos quedó el pensamiento sobre el
que creía no tener derecho alguno sobre ella—. No quería que nadie la tocara.
Que ningún humano pudiera, siquiera, rozarla.
Pero la dura realidad se impuso y bufó, exasperado consigo mismo.
¿Quién se creía que era?
No era su dueño, ni siquiera un amante que ella hubiera escogido. Era el
que se le había impuesto.
Inheray se iría en cuanto pudiera. Ya se lo dijo en su momento. Fue con él
solo para ser libre. Cumpliría con su deber, con la palabra que le había dado y
luego exigiría su libertad
Él no significaba nada para ella; incluso creía que lo que sentía cuando la
tocaba era producto de la magia.
CAPÍTULO 6
Inheray se despertó con el roce de las suaves sábanas en la mejilla,
sorprendida en un primer momento, acostumbrada como estaba al áspero tacto
de la tela de arpillera sobre la que dormía en un jergón, en un rincón del
sótano de la casa de sus tíos. El aroma del cuerpo de Kronnan saturó de
inmediato sus fosas nasales, abrió los ojos y sonrió al recordar, con una
mezcla de maravilla y deleite, la noche pasada. Se volvió boca arriba y se
desperezó, feliz y dichosa al comprobar que todo lo acontecido hacía dos
noches y el día anterior no había sido un sueño, que era realmente libre y que
por fin había escapado de la esclavitud.
Los matutinos rayos del sol, ya alto en el horizonte, entraban por la
ventana.
Se levantó y miró hacia el exterior. El día era brillante, con un cielo azul
nítido, surcado por pequeñas nubes. Los campos verdes, poblados por
infinidad de árboles cerca del castillo y salpicados por multitud de flores de
diferentes colores alfombraban las colinas y los pastos.
Inheray, desnuda y contenta, contemplaba arrobada el hermoso paisaje.
Tenía el ánimo en calma. Ya no sentía la desesperante sensación que siempre
la invadía cuando despertaba sobre el sucio jergón. Allí, en esa fortaleza en
compañía de Kronnan, se sentía muy feliz.
Ahora no tenía que correr para tenerlo todo listo para sus tíos. No tenía
que fregar, ni cargar pesados fardos de leña, ni aprovisionar la despensa con
los alimentos que había traído del mercado y tampoco tenía que preparar los
rábanos picantes que siempre le dejaban las manos enrojecidas y sensibles.
La sonrisa no abandonaba su rostro. Era libre, un hombre magnífico le
hacía el amor y vivía en un castillo.
¿Qué más se podía pedir a la vida?
Se dirigió corriendo hacia la puerta para bajar a su habitación, vestirse y
salir presurosa al exterior a recoger más flores, pero cuando llegó al pasillo
de la primera planta oyó voces con el inconfundible timbre de dragón, abajo,
en la sala.
Sorprendida, bajó la gran escalinata, tal y como estaba sin acordarse de
la ropa, y se aproximó despacio. Una de las voces era de Kronnan y la otra no
la conocía, pero por el profundo tono de voz debía ser otro dragón.
Se acercó a la puerta y escuchó. No quería espiar, solo sentía curiosidad
por saber del visitante pero, de improviso, un fogonazo a su alrededor la dejó
deslumbrada y, de repente, se encontró de pie en medio de la sala delante de
un macho, de aspecto impresionante, que la miraba fijo con expresión adusta.
No pudo sino contemplarlo, sobrecogida.
Era muy alto, más que Kronnan, y extremadamente hermoso. En cómputos
humanos podría aparentar unos treinta y pocos años. Vestía de negro y el largo
cabello, de un rubio muy claro, resplandecía en contraste con la casaca y la
camisola, oscuras ambas. Unos ojos pardos, profundos y ancestrales, la
examinaron de arriba abajo con inusual avidez.
Estremecida, sintió una desconocida sensación de reconocimiento que no
supo a qué atribuir. Se cubrió el pecho desnudo con los brazos y desvió la
vista, muy incómoda bajo el escrutinio de ese extraño que le resultaba tan
desconcertantemente familiar. De súbito apareció sobre su piel una bata, larga
hasta los pies, y exhaló el aire que retenía, más tranquila; al menos ya no
estaba descubierta. Se giró hacia la mesa y Kronnan, algo desmadejado,
sentado en una silla, le sonrió con aspecto cansado al declarar:
—Inheray, te presento al líder de mi pueblo: Orthan.
El caudillo cabeceó hacia ella, con el rostro serio e impenetrable. Desde
que la había hecho aparecer desnuda, en medio de la sala, al percibir que
alguien estaba escuchando detrás de la puerta, Orthan no había dejado de
observarla con intensidad, invadido por una inexplicable emoción de
acogimiento, y ahora se aproximaba a ella con lentitud.
Inheray experimentó la impresión de que era un depredador al acecho de
una presa, ante el avance de ese extraordinario dragón. Se quedó quieta
aunque en realidad deseaba correr y esconderse si no fuera porque no podía
hacerlo, tan hipnotizada estaba bajo la mirada ancestral. El aspecto magnífico
e intimidante del dragón había conseguido erizarle la piel. No sabía por qué ni
de dónde venía, pero presentía un poder peligroso en ese ser que tenía delante.
Orthan dio una vuelta alrededor suyo, sin decir nada, y se detuvo ante
ella. Inheray tuvo que inclinar la cabeza hacia atrás para poder mirarlo a la
cara y la cercanía de ese rostro tan hermoso como inescrutable le produjo un
escalofrío de temor. La misma sensación de reconocimiento la volvió a
asaltar, pero esta vez al contemplarlo más de cerca la invadió un sentimiento
de desconocimiento al mirar en las profundidades de los iris pardos. Él le
cogió la barbilla con una elegante mano de dedos largos, con suavidad, pero
innegable firmeza y la miró con fijeza a los ojos.
Inheray tembló, quería retirar la vista pero estaba atrapada bajo el poder
de él. Entonces sintió una invasión, un roce en su mente y comprendió que
quería penetrar en su psique. Gimió, inarticulada, se resistió como pudo a esa
magia y Orthan, de inmediato, la soltó, se alejó unos pasos y le habló:
—Me alegro de conocerte, Inheray. Ya veo porqué aquí, nuestro amigo,
está tan entusiasmado contigo. Eres muy bella —afirmó con una voz grave y
profunda. Esbozó una radiante sonrisa en un gesto franco que iluminó el
hermoso iris pardo.
E Inheray no pudo evitar admirar ese rostro tan viril e impactante, que le
sonreía con sinceridad. Asintió, confusa, y tragó saliva, muy turbada. La
mirada del caudillo sobre ella era aguda, tan profunda que su cuerpo se
estremeció y el corazón saltó en su pecho. Todo su cuerpo reaccionaba a la
cercanía de él, como si se hubiera establecido una corriente entre ellos.
Entonces Orthan retrocedió hacia la mesa y retiró la vista con lentitud,
casi como si le costara dejar de mirarla.
En ese momento Inheray inhaló con fuerza, al recuperar el aliento que no
sabía que había estado reteniendo. Y de repente sintió frío, como si el calor
hubiera abandonado su piel cuando él dejó de observarla.
Orthan volvió sobre sus pasos, previos a la interrupción de Inheray, y
continuó con la conversación que mantenía antes con Kronnan como si no
hubiera habido una pausa.
—No esperes demasiado —advirtió, serio—. No sé cuánto tiempo lo he
aplazado, puede ser un año o un mes —explicó mientras guardaba unas hierbas
y varios botellines en un jubón, y admitió con una mueca de pesar—. Lo siento
mucho, Kronnan, pero debo irme. Ya he permanecido demasiado tiempo aquí.
Pero volveré un día de estos para ver cómo te va ¿de acuerdo?
Kronnan cabeceó.
—Sí. Gracias, Orthan. No sabes cómo te lo agradezco, ni siquiera sabía
si podrías hacer algo. —Se levantó y le tendió la mano, muy pálido. Se
tambaleó un poco y tuvo que apoyarse en la mesa.
Inheray los observaba intrigada y al ver oscilar a Kronnan se asustó ante
la debilidad que mostraba. ¿Qué le ocurría? ¿Estaría enfermo?
Orthan se aproximó a su amigo y le estrechó el antebrazo tendido, con
camaradería. Kronnan inclinó la cabeza en señal de respeto y el caudillo se
desvaneció en el aire sin volver a mirar a Inheray.
Inheray corrió hacia Kronnan cuando lo vio tambalearse de nuevo y a
punto de caer. Le envolvió la cintura y lo ayudó a sentarse, entonces le acunó
el pálido rostro entre las manos. Se asustó aún más al percibir el inmenso
helor en su piel y supo que algo no andaba bien ya que la epidermis de
Kronnan solía estar muy caliente; en permanente ebullición casi.
—Kronnan ¿qué…?
Reclinado contra el respaldo de la silla y con el rostro ceniciento, la
miró con los ojos inyectados en sangre y unos profundos semicírculos
azulados bajo los ojos. Le cogió una mano y la acercó hacia sí. La enlazó de la
cintura, apenas un roce, y se trasladó a su habitación, llevándola consigo.
Aparecieron junto a la cama y Kronnan, ya sin fuerzas, se derrumbó sobre las
frazadas como si fuera un árbol derribado.
Inheray chilló e intentó sostenerlo, pero el cuerpo de él era demasiado
grande y largo para que ella pudiera auxiliarlo con sus escasas fuerzas.
Kronnan cayó desmadejado sobre la cama y reposó sobre el lecho, inerte.
Inheray intentó arrastrarlo un poco hacia arriba para acomodarlo mejor, pero
era como intentar mover un coloso de piedra. Acabó resoplando,
imposibilitada de desplazarlo unos mínobos sobre las sábanas, y temió hacerle
más daño que bien.
—¡Kronnan, Kronnan! —llamó desesperada al verlo inmóvil, sin
reaccionar. Tocó otra vez la frente y su corazón aumentó el ritmo de los latidos
al constatar que el helor seguía cubriendo el cuerpo masculino, cual mortaja
mortuoria, y volvió a llamarlo, sin saber qué otra cosa hacer—: ¡Kronnan!
¡Por favor, respóndeme!¿Kronnan?
Pero él continuaba inconsciente y no contestó a las incesantes llamadas.
Meneó la cabeza, impotente, y lo acomodó como pudo tal cual estaba,
con una almohada bajo la cabeza y una gruesa colcha por encima. Le tocó las
mejillas y sintió un terror profundo al volver a notar la piel gélida.
¿Y si se estaba muriendo?
Siempre se había maravillado del calor que emanaba de ese magnífico
cuerpo y pensaba que era como si los músculos ardieran bajo la dermis. Él
tenía una temperatura corporal mucho más elevada que cualquier humano y
ahora estaba frío, mucho más que un trozo de hielo. Lo cubrió con más mantas,
se acostó a su lado e intentó infundirle su propio calor.
—Kronnan, por favor, no te mueras. No se te ocurra hacerlo. ¡Por favor!
—rogó en una ferviente súplica. Al borde de las lágrimas se dio cuenta de
cuán importante se había convertido para ella en los escasos días que llevaba
en la fortaleza. Había sido el primero en tratarla con respeto, en cuidar de
ella. El único que se había preocupado por su bienestar. Y no quería perderlo.
No le importaba que fuera un dragón, le gustaría estar para siempre entre sus
brazos. Quería que la besara cada día y le dijera siempre lo mucho que la
deseaba.
Aunque sabía que eso era un sueño imposible.
Él se cansaría pronto de ella y pediría otra Ofrenda en otro pueblo.
Era lo que más se comentaba de los dragones en la taberna, mientras ella
escuchaba a escondidas las conversaciones de parroquianos y extraños. Así se
enteraba de muchas cosas que de otro modo le estarían vetadas.
Decían que los dragones se cansaban pronto de las humanas porque eran
muy frágiles y que exigían muchas Ofrendas. También comentaban que había
algunos que tenían compañera y apenas demandaban, aunque no las rechazaban
cuando les eran ofrecidas por un gobernador o regente muy agradecido. Y
explicaban que las hembras no eran diferentes, exigían Ofrendas masculinas y
los hombres estaban encantados pues se decía que las hembras dragón eran
hermosísimas y muy apasionadas.
En ese momento Kronnan se removió y lentamente abrió los párpados.
Ella se incorporó al instante y lo miró de cerca, inclinada sobre el rostro
masculino.
—Kronnan, ¿qué ha ocurrido? ¿Estás bien? —preguntó preocupada. Lo
tocó en la cara y comprobó que ya no estaba tan frío, pero todavía no había
recuperado del todo el calor. Y ya no estaba tan pálido, aunque aún distaba de
tener el mismo aspecto de siempre.
Él se incorporó con un esfuerzo, se sentó en el borde de la cama con los
pies en el suelo y apoyó los codos en las rodillas, sin contestar. Se sujetó la
cabeza con las manos y para consternación de Inheray, gruñó.
—¡Oh, mi cabeza! ¿Qué diantre me ha hecho? —murmuró entre dientes.
Inheray se arrodilló entre sus piernas y le cogió el rostro entre las manos
para mirarlo a los ojos.
—Por favor, dime qué puedo hacer. Cómo puedo ayudarte —rogó.
Kronnan la miró frente a él con esa expresión preocupada, esa mirada
brillante y el mentón tembloroso, y no pudo evitar estremecerse de anhelo
pero, para su sorpresa, no hubo respuesta física a ello. Su cuerpo permaneció
inmutable y no sintió el consabido ardor acuciante.
Irguió la cabeza y estudió su nuevo estado. Su interior estaba calmado,
los corazones bombeaban a la vez, no había desfase en el izquierdo y el ansia
sexual estaba controlada. Todavía la deseaba, lo sentía, pero ya no era ese
ímpetu que casi le había vuelto loco. Sus corazones bombeaban a la par.
Sonrió.
Orthan lo había conseguido. Había detenido el proceso.
Cuando el líder de los dragones llegó a la fortaleza la noche anterior, lo
encontró sentado en el sillón orejero, en la sala, con la vista clavada en el
fuego y una expresión tormentosa y atormentada. Kronnan estaba reprimiendo,
con toda su voluntad, las ganas de volver a la habitación y poseerla de nuevo.
Orthan lo observó atento y percibió de inmediato el anómalo estado de su
congénere.
—Kronnan, amigo. ¡Estás hecho polvo! —sonrió frente a él.
Kronnan se levantó con un respingo sobresaltado. No se había dado
cuenta de la aparición del caudillo, tan ensimismado estaba. Al verlo le sonrió
con expresión algo culpable.
Orthan abrió los brazos y ambos se fundieron en un abrazo fraternal. No
se habían vuelto a ver desde la reunión, en la fortaleza del caudillo, en la que
se le había concedido la provincia territorial a Kronnan.
Orthan hizo aparecer otro sillón orejero, igual al de Kronnan, y se sentó,
inclinado hacia su amigo.
—Bien, y ahora, cuéntame —pidió con curiosidad. Desde que vivían en
Khatrida, Kronnan apenas había contactado con él y mucho menos para pedirle
nada. Estaba intrigado. Lo observó con ojo crítico y sonrió, irónico—. Chico,
por tu aspecto diría que necesitas una Ofrenda cuanto antes o ese bulto en tus
pantalones es porque te alegras mucho de verme. —Se burló con cariño.
Kronnan lo miró, ofendido.
—No —negó, con el ceño fruncido. Se sentó también, pero en el borde
del asiento—. Precisamente estoy en este estado porque mi Ofrenda está
durmiendo con placidez ahora mismo en mi habitación y mi deseo por ella no
deja de aumentar a cada segundo —refunfuñó. Invocó una mesita entre ambos
con dos copas de cristal y una botella llena de Julen.
Orthan cerró los ojos un instante. Se concentró, se desplazó de forma
mental al nivel superior y la observó dormir, con atención.
—Es un suplicio, Orthan. La deseo tanto que me desespero cuando estoy
lejos de ella. Necesito verla, tocarla. ¡Olerla! ¡Por todos los planetas
habitados! ¡Ayúdame, me estoy volviendo loco! —exclamó, con el rostro
demudado. Se irguió y admitió por primera vez en voz alta lo que ya sabía con
certeza en su interior—: Me estoy emparejando —confesó con el sufrimiento
que esa revelación vaticinaba, para su futuro, reflejado en la mirada.
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—¿Emparejando ? —inquirió Orthan, receloso. Agrandó los ojos y lo
miró como si pensara que realmente había perdido la cordura—. Kronnan,
ahora sí que creo que estás loco. ¡Ella es humana, por el amor del clan!
—Compruébalo tú mismo. —Kronnan se levantó, se acercó al caudillo y
le ofreció el costado izquierdo para que lo constatara.
Orthan meneó la cabeza, escéptico, sin creer esa extraordinaria
afirmación ni por un segundo. Posó la mano en el pecho de Kronnan, sobre el
costillar izquierdo y notó los latidos de ambos corazones pero, de inmediato,
percibió el desfase que había entre ellos y palideció, incrédulo.
—¿Cómo es posible? —Orthan se levantó, llevado por la sorpresa —
Eso… eso debería ser… ¡Imposible! —Irguió el bello rostro, lo miró
consternado y afirmó, consternado—: Morirás…
Kronnan, sereno, le devolvió la mirada. Era algo que ya no lo sorprendía
y aunque estaba muy lejos de tener asumido, lo sentía como una sentencia
sobre sí.
—Había pensado que tal vez tú pudieras detener el proceso —declaró
mientras su ser se aferraba a esa última y débil esperanza, con todas sus
fuerzas, y prosiguió—: Al ser ella humana. No sé, pensé que podría ser
posible…
Orthan echó a andar por la sala a grandes zancadas y empezó a dar
vueltas mientras pensaba a toda velocidad. Se mesaba el cabello, volvía atrás,
murmuraba.
Kronnan lo observaba, con ansiedad, sabía que Orthan era su única
posibilidad. Era el dragón más sabio de todos ellos, aunque no sabía con
exactitud la edad que tenía. Y sabía que, si el caudillo no obraba un portento y
se detenía el proceso, moriría en unos meses, si es que duraba tanto, en los
brazos de Inheray, no sin antes volverse loco de deseo.
Orthan se detuvo con una mano en la cadera mientras con la otra se
mesaba la barbilla una y otra vez, con el ceño profundamente fruncido, tan
pensativo estaba.
—No sé si funcionará, no te prometo nada —dijo al fin y continuó—. Hay
un procedimiento por el cual se puede ralentizar, no el proceso de
emparejamiento en sí, sino la naturaleza ardiente propia de los dragones. Es
muy antiguo y en principio se usaba cuando alguno de los nuestros tenía que
viajar en solitario de un mundo a otro y estar varios meses sin compañera, en
nuestros albores. Es tan antiguo que ni siquiera yo lo viví, aún no había
eclosionado. No creo que ni siquiera ninguno de los patriarcas que están
todavía entre nosotros lo recuerde —declaró Orthan al tiempo que lo miraba
atormentado, sin mucha convicción—. Si logramos enfriar tus ansias, tal vez
eso detenga el proceso. Lo detenga, entiéndeme bien, no lo revierta. No hay
nada que pueda revertir el proceso una vez iniciado. Si lo detiene, entonces…
—Se interrumpió, indeciso. —Supongo que lo más acertado sería alejarte de
ella lo más lejos posible, cortar todo contacto y tal vez, solo tal vez… Nunca
se vuelva a reanudar.
—¿Tendría que renunciar a ella? —preguntó Kronnan en voz baja, como
si no quisiera, ni tan solo, pronunciar tan nefastas palabras mientras sentía la
angustia galopar en sus entrañas por esa condena.
—Sí. ¡Oh, sí, desde luego!—afirmó Orthan, contundente, sin asomo de
duda—. Ya te he dicho que nada revierte el proceso. Cuanto más tiempo pases
junto a ella, más rápido se reanudará el emparejamiento y para eso me has
llamado ¿no? Para evitarlo —interrogó, perplejo.
—Sí, claro —afirmó el dragón carmesí, aunque sin convicción.
—Bien, entonces voy a mi fortaleza a por algunas cosas y vuelvo. El
procedimiento es tedioso y nos llevará a buen seguro toda la noche.
Básicamente lo que haré será congelarte la sangre en las venas, así que
prepárate. No será placentero, amigo —advirtió con una mueca de
conmiseración, antes de desaparecer para ir a buscar lo que necesitaba a su
propia residencia.
Kronnan se quedó quieto en el sitio. Solo podía pensar en que, al final,
tendría que renunciar a ella. El único ser vivo que lo había tratado con
dignidad, que lo había acogido calidamente junto a ella y la única que le había
respondido de forma apasionada sin expresar asco o rechazo ante su cercanía
o contacto.
Cuando su familia, su propio clan, lo rechazó seguido de todos los demás
Leales al alzarse en el Santuario varias voces acusatorias contra él, nunca
pensó que pudiera ser tan terrible permanecer en absoluta soledad. No tener a
nadie con quien reír, con quien hablar o el simple placer de la compañía de
otro ser vivo.
Sus hermanos, encabezados por el mayor —al que siempre había querido
parecerse y al que había idolatrado—, le escupieron y lo echaron a patadas de
sus vidas. Todavía oía a su madre sollozar y darle la espalda, mientras su
propio padre renegaba de él.
Entonces el frío desamparo, crudo y desalmado, lo cubrió, lo aplastó y lo
hundió en un profundo abismo del que no creyó que pudiera salir jamás.
Hasta hacía unos días.
Su camino se había cruzado con el de una humana, tan solitaria y
rechazada como él mismo, y pudo conocer a Inheray. La sintió entrañable
cuando ella avanzó hacia él y lo besó de forma voluntaria. Los preciosos ojos
verdes lo miraron con deseo y no con asco. Le sonrió con alegría, tierna entre
los brazos. Entonces el insoportable peso de la soledad se aligeró y su espíritu
se iluminó con la luz que irradiaba el alma femenina.
Y ahora tenía que renunciar a ella. Para poder vivir.
Y vivir ¿para qué?
Para volver a estar solo. Aunque esta vez iba a ser mucho peor. Esta vez
sabría que ella estaba en alguna parte y que no podría aproximarse, no por
estarle prohibida, sino para preservar la vida.
Furioso contra el destino y contra el universo entero atravesó como una
tromba la sala, cruzó el vestíbulo y salió para vomitar toda la furia que sentía
con un gruñido salvaje. Apretó los puños, abrió la boca y exhaló una
llamarada que subió y subió hasta el cielo e iluminó la noche, y siguió
gruñendo hasta que se quedó sin aliento y sin fuerzas. Entonces cayó de
rodillas al suelo, ronco, mientras exhalaba jadeos entrecortados.
Así lo encontró Orthan cuando volvió. Desesperado, roto y derrotado.
Conmovido, lo ayudó a ponerse en pie.
—Vamos, Kronnan. Debemos empezar —advirtió, compasivo.
Kronnan asintió, sin pronunciar palabra, y lo siguió al interior.
Orthan depositó un jubón sobre la mesa y sacó todo lo que llevaba en él.
A los pocos segundos comenzó el procedimiento.
Fue una noche larga y pesada, llena de cánticos pronunciados en el
idioma ancestral: el idioma que abandonaron cuando llegaron al mundo de los
humanos. Llena de pócimas de sabor extraño, amargo a veces, dulce y
fascinante otras.
Cerca del amanecer, Orthan dejó de murmurar y dio a Kronnan el último
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sorbo de una limeta de color negro.
Kronnan, al límite de sus fuerzas, tragó el agrio mejunje y se derrumbó
sobre la silla sobre la que se había estremecido con cada fase a la que lo
había sometido su líder en ese procedimiento tortuoso. Tenía mal aspecto y
por dentro se sentía aún peor. Su sangre parecía haberse convertido en hielo
líquido que le recorría las venas y lo dejaba aterido y vacío de cualquier
sentimiento o pensamiento cálido.
—Notarás los efectos pasadas unas horas. ¡Espero! —deseó Orthan,
también con aspecto cansado. Las invocaciones habían drenado su energía—.
No entiendo cómo puede haber pasado esto. ¿Es un incidente aislado? Porque
si no lo es entonces tenemos un problema. Ningún dragón estaría a salvo,
excepto los que ya están emparejados. Haré algunas indagaciones, nunca está
de más ser precavido. —dijo casi para sí mismo. Miró a su amigo, pálido y
con aspecto enfermizo, y se aproximó a él—. Kronnan hazme caso: ¡Déjala! Es
lo mejor que puedes hacer. Cuantas más tardes, más duro te resultará. Me
habría gustado que tu vida fuera otra, amigo mío.
Kronnan lo miró con la angustia reflejada en los iris celestes.
—¿Y cómo me aconsejas que lo haga, mi caudillo? Si no puedo hacer
otra cosa que no sea oler su esencia y encenderme o desear sus labios y su piel
con un ansia que me enloquece. Puede que lo hayas detenido, pero no habrás
desterrado de mi ser mis ganas de acabar con mi soledad, de mi anhelo de
compañía. —Kronnan exasperado y sin fuerzas, bufó y prosiguió—: No habrás
terminado con mis pesadillas. Unas tan terribles que no me permiten descansar
y me dejan tembloroso y empapado en sudor frío. Dime, caudillo: ¿cómo me
aconsejas alejarme del único ser vivo que eliminó todo eso? Con el único ser
que ha terminado con todo solo con mirarme, solo por sonreírme. Con su
ternura.
Orthan meneó la cabeza conmovido por esas palabras que daban
veracidad a la soledad que siempre había sospechado en ese dragón
vilipendiado y acusado injustamente. Apretó el hombro de su amigo en un
intento de reconfortarlo pero, de pronto, irguió la cabeza y escuchó, atento.
Apenas pestañeó y de inmediato Inheray apareció ante ellos. Desnuda,
sorprendida y desorientada.
Orthan se quedó de piedra. La había atisbado antes cuando dormía, pero
no había descubierto en realidad lo hermosa que era. Lo adorable y deseable
que se veía con ese cuerpo perfecto y esa piel diáfana. Ruborizada y
estremecida ante ellos.
Anonadado e impactado la devoró con la mirada, al tiempo que un
extraño sentimiento de afinidad le hacía latir los corazones más rápido. Hizo
un denodado esfuerzo por reprimirse, no era propio en él que las emociones lo
dominaran de esa forma.
¿Qué tenían las hembras humanas para encenderles tan rápido la sangre?
Y debía reconocer que esta, en particular, era la más hermosa que hubiera
visto nunca. Se acercó a ella, inhaló su aroma a lirios en primavera y se
relamió los labios de forma mental.
¡Era dulce, embriagadora!
Se apartó con un esfuerzo, sin dejar de observarla, aunque procuró que
ella no se diera cuenta.
Le habló y se comportó como si no pasara nada, se despidió de Kronnan
y se trasladó a su fortaleza, ardiente por dentro. Era tan intenso el arranque
que sentía en su entrepierna que se apareció directo en la habitación de la
Ofrenda que le servía en esos momentos y se lanzó sobre ella para despertarla.
—Mi drakul, ¿qué…? —Empezó a decir la chica sorprendida, pero no
asustada ante la impetuosidad draconiana. Al contrario, lo recibió con una
sonrisa de gata en celo. Orthan era un amante consumado y las humanas se
peleaban entre ellas para ofrecerse a él como Ofrendas.
El caudillo hizo desaparecer la escasa ropa que la chica usaba para
cubrir su cuerpo las noches en las que él no estaba con ella y le abrió las
piernas.
—Cállate y bésame —ordenó. La cubrió por entero, al tiempo que ella le
obedecía con gran placer.
La penetró con ansia, sin poder olvidar los dulces ojos de Inheray y sus
apetitosos labios.
CAPÍTULO 7
Kronnan sonrió y envolvió el rostro de Inheray entre las manos.
—Oh, mi dulce y adorable Inheray. ¡Ya lo haces! Solo por estar aquí ya
lo haces. —respondió a su petición con una gran sonrisa. Se levantó y se
tambaleó un poco, todavía no recuperado del todo, pero de inmediato afianzó
el equilibrio, la enlazó de la cintura y empezó a dar vueltas con ella en brazos
mientras reía, feliz.
Inheray se agarró a sus hombros y rio también, contenta al verlo con
mucho mejor aspecto. Echó la cabeza hacia atrás mientras el mundo daba
vueltas a su alrededor.
—Mi preciosa Ofrenda —declaró al fin—, tengo que ir a hacer mi ronda,
hoy me he retrasado. —Se lamentó con un suspiro de pesar. La miró,
compungido, pero el embeleso pronto sustituyó cualquier otro sentimiento. El
dulce y sonriente rostro femenino, tan cercano, revelaba contento y ternura, y
su espíritu respondió con intensidad. Disfrutaba con la sensación de tenerla
entre los brazos y no seguir experimentando esa ansia descontrolada que lo
impelía a poseerla de inmediato. Ahora podía contemplarla, sentirla y
recrearse en ella. Sonrió, contentado. —Pero… No quiero separarme de ti.
¡Ven conmigo! —pidió con fervor. La depositó con cuidado en el suelo y se
sumergió en la mirada verdosa.
Inheray se mordió el labio inferior mientras su mirada recorría, con
arrobo, el musculado y amplio torso masculino, todavía desnudo. La visión de
la tersa y dorada piel y de ese rostro tan hermoso y viril, inclinado sobre el
suyo, le provocaban continuos escalofríos por todo el cuerpo. Se levantó de
puntillas, pero no llegaba hasta los labios. Con las manos le inclinó la cabeza
hacia ella, se apoderó de su boca y lo besó ardientemente.
Kronnan gimió, arrebatado la apretó contra sí y correspondió al beso con
deleite. Jugó con su lengua, le chupó los labios y al final mordió la suave
carnosidad sonrosada.
—¡Oh, mi diosa! Vas a acabar conmigo. Eres tan dulce, tan apasionada.
—Kronnan se separó al sentir el despertar de su anatomía. —Pero no puedo,
de veras que tengo que irme y ahora mismo no sé si es una buena idea llevarte
conmigo. —Se alejó de ella y sonrió, dubitativo.
Ella agrandó los ojos al creer que hablaba en serio y que iba a dejarla
ahí. Empezó a retroceder al tiempo que hablaba.
—¡No! Estaré en un segundo. ¡No se te ocurra irte sin mí! —gritó
mientras corría hacia la habitación y se vestía deprisa. En cuanto terminó,
salió al pasillo y se dirigió a la carrera al hall de entrada, traspasó las puertas
y se lanzó en tromba hacia la explanada donde él la esperaba.
—Ya estoy —jadeó sin aliento al llegar junto al dragón y se situó frente a
su enorme testa. Vio un brillo divertido en los ojos azulados y sonrió mientras
intentaba recuperar la respiración.
Las escamas carmesíes resplandecían al sol del mediodía y las afiladas y
gruesas terminaciones con las extrañas marcas en cada una de las puntas,
coronaban la cabeza, recorrían toda la longitud del lomo de Kronnan hasta la
cola y brillaban como si fueran rubíes.
—Bien, mi pequeña jinete, ¿preparada? —preguntó él, con el profundo
timbre draconiano. Le ofreció la garra para que pudiera subir al lomo y se
acomodara—. El viento sopla suave y la temperatura es cálida y refrescante.
—Inheray rompió a reír al oír esa aseveración comedida. Se sentó a
horcajadas en las escamas que se abrieron y se posicionó entre ellas mientras
estas se amoldaban a su cuerpo, lo sujetaban y lo protegían. Una vez que se
aseguró de que ella estaba bien sujeta, Kronnan declaró—: Bien, vamos allá.
Hoy te enseñaré el mundo como jamás lo has visto, mi preciosa.
Desplegó las alas en toda su extensión, las batió una vez y la colosal
envergadura de su cuerpo alzó el vuelo sin ningún esfuerzo. Salió disparado
hacia arriba hasta alcanzar la altura deseada y luego se dirigió hacia el
sureste. Cruzó sobre el pueblo de Inheray, descendió hacia el lago y rozó el
agua con las alas mientras planeaba sobre él. Sonrió dichoso al escuchar las
exclamaciones de placer que profería ella cuando el agua la salpicaba.
Durante todo el día sobrevolaron la provincia. Algunas veces, Kronnan
debía descender y posarse para hablar con algún gobernador o algún
terrateniente que se quejaba de que le habían robado el ganado durante la
noche. Entonces reparaban en ella y la miraban inquisitivos, sorprendidos al
verla en su lomo, y algunas miradas no eran precisamente amables. Inheray les
devolvió la mirada sin arredrarse y, al final, fueron ellos los que desviaron la
vista. Tenía claro que estaba muy orgullosa de que Kronnan la hubiera elegido
y que nunca ningún humano la había tratado con tanta amabilidad y respeto
como él, así que si creían que iba a dejarse amilanar por lo que pensara una
gente que no la conocía, se iban a dar con un canto en los dientes.
El sol descendió y el atardecer trajo unos nubarrones que pronto se
convirtieron en una potente tormenta de rayos y truenos que descargó un
diluvio con fuerza sobre ellos.
Kronnan desplegó su poder para cubrirla y protegerla pero el viento
huracanado, los continuos destellos y la lluvia torrencial le hacían casi
imposible un vuelo estable. Pensó en trasladarse directamente a su fortaleza,
pero el ambiente estaba tan cargado de electricidad estática debido a los
rayos, que le resultaría imposible evitar poner en peligro a Inheray y lo
descartó de inmediato. Estudió la zona y recordó que había unas cuevas muy
cerca; allí podrían refugiarse de la tormenta.
Raudo, descendió y acortó con rapidez la distancia que los separaba de
ese refugio. Al llegar se posó en el suelo, cerca de la entrada, no sin antes
haber revisado a fondo el interior de forma mental para descubrir si se
escondía algún peligro en la oscuridad, como una horda de peligrosos goblins
o hyancas.
Inheray descendió y corrió adentro pero, a pesar de todo, acabó
empapada antes de llegar. Kronnan la siguió después de transformarse.
Era una formación de varias cuevas, con pasajes que las interconectaban.
Kronnan eligió la más limpia y salubre, estaba aislada de la entrada principal
a la cueva, se conectaba con otra de mediano tamaño y tenía un agujero un
poco alto, en una de las paredes, que daba al exterior. Kronnan encendió una
hoguera debajo de la abertura para aprovechar la ventilación y que ejerciera
de fumarola.
Inheray se acercó al calor, al instante, con las manos extendidas,
temblorosa. El agua fría de la lluvia le había robado todo el calor y estaba
aterida de frío.
Kronnan se acercó a ella por detrás y las ropas mojadas que cubrían su
cuerpo desaparecieron para ser sustituidas de inmediato por un elegantísimo
vestido de terciopelo color verde oliva, entallado, con cuello barca y los
hombros al descubierto que marcaba a la perfección toda la anatomía
femenina.
—En definitiva, esto es una ventaja. —Se maravilló Inheray al notarse
seca de repente y se acarició las largas mangas con agrado.
—Oh, y aún no has visto lo mejor —sonrió Kronnan. La enlazó desde
atrás y se giró con ella hacia el otro lado—. ¿Qué te parece esto?
En el centro de la estancia había aparecido una mesa redonda y pequeña
repleta de manjares, con dos sillas. Dos copas y una botella de vino
redondeaban la sorpresa.
Inheray se acercó, maravillada. Su estómago protestó, se giró riendo,
dichosa, y se echó en los brazos masculinos con el rostro arrebolado por un
especial calor de felicidad.
Kronnan tragó saliva, arrebatado. De pronto era muy consciente de su
cercanía, de cómo se apretaba el cimbreante cuerpo con el suyo, de lo bien
que olía la piel femenina, de lo suave que era el sedoso cabello, y descendió
sobre sus labios sin dejar de mirarla con pasión.
—Inheray, ¿cómo haces para resultarme tan irresistible? —murmuró
sobre su boca, aunque de inmediato se adueñó de los labios entreabiertos, la
besó sin dejar que contestara y la saboreó con intensidad. Se estremeció al
notar su cuerpo reaccionar de una forma que lo sorprendió. Más controlada,
apasionada y ardiente pero, sin embargo, sin anular su voluntad. Gimió
embelesado y descendió por el largo cuello. La degustó con lentitud,
entusiasmado. La recorrió una y otra vez, regresó a la boca y la invadió,
deleitado con su dulzura.
—Será mejor… que comamos… o…se va a enfriar… —musitó entonces
en el oído femenino. Ella abrió los ojos, brillantes de deseo, y asintió con las
mejillas encendidas.
Dividida entre el hambre que sentía y el deseo que le derretía la sangre,
Inheray se mordió el labio mientras se sentaba y Kronnan le servía el vino sin
dejar de observarla con afán. Comieron con apetito y, al terminar, él hizo
desaparecer todo: la mesa, las sillas y las sobras mientras Inheray regresaba
junto al fuego. Al girarse a observar lo que estaba haciendo él, descubrió una
enorme cama con almohadones y sábanas donde otrora estuvieran la mesa y
las sillas.
Kronnan, de pie al lado del lecho, la estaba mirando desde el otro lado
de la cueva. Los ojos azulados brillaban con una potente necesidad y con un
rápido parpadeo el magnífico vestido verde desapareció. La piel cremosa de
Inheray quedó de inmediato al descubierto para satisfacción del dragón.
Recorrió su cuerpo con los ojos hambrientos y su anatomía se engrosó en
repuesta. Se acercó despacio a ella al tiempo que desnudaba su propio pecho.
Inheray se quedó sin respiración al exponerse ante ella los magníficos
músculos pectorales, los fuertes hombros y los poderosos brazos. Levantó la
vista y reprimió un gemido de anhelo al sentir como echaban a volar las
mariposas de su estómago bajo la mirada devoradora de Kronnan.
Él llegó junto a ella y se pegó a su cuerpo de forma sensual. Inheray se
estremeció de ansia cuando él le recorrió la espalda con un dedo y dibujó un
sinuoso camino de llamas por la zona que tocaba mientras buceaba en sus
ojos. Se le aceleró la respiración y se le escapó el gemido que le nacía en la
garganta.
Kronnan descendió despacio hacia su boca, mientras la cogía de las
caderas y la apretaba contra sí.
—Sabes tan dulce, Inheray. No puedes imaginarte lo que tu sabor me
enloquece —susurró sobre sus labios.
Inheray cerró los ojos a la espera del beso, pero este no se produjo.
Sorprendida, abrió los párpados y se vio asaltada en la base del cuello cuando
Kronnan la mordió, al principio fue suave, luego se apoderó del trapecio y
succionó con fuerza. Jadeó estremecida y se arqueó, entregada a esa boca
voraz. Clavó las uñas, con fuerza, en los bíceps de ese ser que la estaba
haciendo arder con sus besos.
Kronnan se apoderó de su cuerpo, impetuoso. La elevó y la pegó a él, sin
dejar de recorrer su cuello con los labios.
—Kronnan… ¡Oh, sí! Kronnan —gemía ella, incontrolada. Le introdujo
las manos en las sedosas greñas encarnadas y lo acercó más. Exigía más,
quería todo de él, de su boca y de su cuerpo.
Él sintió su urgencia y la llevó a la cama, la soltó a los pies y la colocó
de espaldas a sí mismo. Le pasó la mano por delante del cuello, le envolvió la
garganta y estiró hacia atrás el cuerpo femenino, contenido y posesivo.
—Hoy vas a ser mía de una manera más absoluta aún, nayanda. Tu
cuerpo, tu alma. Tu ser. Lo quiero todo de ti. —Fogoso, murmuró en su oído.
Volvió a descender sobre ella y la mordió en la garganta cerca del lóbulo de la
oreja.
Un profundo estremecimiento sacudió el cuerpo de Inheray. La piel de
Kronnan lo percibió y envió oleadas de deseo a través de la epidermis
masculina. Con la otra mano bajó por entre los turgentes pechos y el terso
abdomen mientras erizaba la piel a su paso y se abría camino entre las piernas.
Inheray, arqueada, con el cuello aprisionado por su mano y la cabeza
echada hacia atrás, respiraba acelerada. Sin saber cómo, se encontró a cuatro
patas en la cama mientras el miembro masculino presionaba desde atrás contra
ella. Ávida de él, separó las rodillas y apoyó el pecho en la cama. Esperó al
tiempo que deseaba que él entrara en ella y, al girar la cabeza para mirarlo, el
largo cabello castaño dorado se desparramó sobre las sábanas.
Las pupilas de Kronnan relucieron como si en el fondo ardiera la
candente lava que lo vio nacer.
11
—Oh, mi diosa. ¡Nayanda ! Nunca supe lo que era que alguien se me
entregara hasta que te conocí. —Envolvió la estrecha cintura con el antebrazo,
la incorporó hasta dejarla de rodillas sobre la cama y volvió a rodearle el
cuello con la mano. Pegado a su espalda la besó con ternura repleta de pasión
en el lóbulo y en la sien, ardoroso. Descendió por la mejilla al tiempo que le
giraba el rostro y se adueñaba de los labios femeninos mientras su miembro se
abría paso entre las nalgas y la penetraba despacio.
Ambos se estremecieron al fusionarse y sentirse mutuamente.
Kronnan la sujetó contra sí por la cintura sin dejar de paladear sus labios
e inició un salvaje vaivén mientras se hundía con toda la potencia en su
interior.
Inheray se agarró a sus brazos, llena de él. Falta de aliento, buscó aire.
Inhaló jadeante, a punto de estallar, traspasada por las potentes embestidas.
En ese momento, Kronnan la soltó, cayó hacia delante con todo el cuerpo,
acabó con la mejilla en la cama y estalló de placer. Su cuerpo se sacudió
convulsionado cuando notó el miembro viril penetrar más profundamente en
ella mientras la fuerza de las manos de Kronnan en las caderas la mantenía
prisionera de sus movimientos. Se arqueó y se apoyó sobre las palmas, en
busca de aire.
Kronnan se inclinó sobre su espalda, se apoderó de los senos y jugueteó
inmisericorde con los pezones endurecidos y sensibles.
Inheray gritó con los ojos cerrados mientras el placer se desparramaba
dentro de ella cuando el siguiente orgasmo la sacudió y la traspasó con una
intensidad que saturó su córtex cerebral hasta que Kronnan gruñó salvaje e,
incontenible, se derramó y se liberó en su interior.
Exhausta, se derrumbó en la cama y arrastró consigo el cuerpo de él. Al
borde del desvanecimiento, notó los tempestuosos latidos de los corazones
masculinos en su espalda y cerró los ojos, jadeante.
Al poco tiempo se quedó dormida. El tiempo transcurrió despacio y
cuando despertó se encontró sola en la cama, tapada con una mullida frazada,
cómoda y caliente. Miró a su alrededor, confusa al no ver a Kronnan. El fuego
continuaba encendido y proporcionaba la única luminosidad en la cueva. La
cálida y magnética presencia masculina no estaba y, lo que era peor, la entrada
a la cueva había desaparecido. Ahora no había manera de entrar o salir. Se
incorporó y quedó sentada en el lecho, de repente demasiado grande para ella
sola. Supuso que Kronnan habría tenido que salir y habría sellado la cámara
para protegerla.
Se levantó, se cubrió el cuerpo con la manta y se sentó en el suelo, frente
al fuego, con un nudo en el estómago. Presentía que algo no andaba bien, intuía
un peligro en el aire y deseó que Kronnan estuviera a salvo.
¿Qué podría haberle impulsado a salir sin decirle nada, y a encerrarla?
No muy lejos de allí, en un bosque cercano, el dragón carmesí peleaba
por su vida. Un contingente de globins lo asediaba mientras una multitud de
hyancas no le dejaba emprender el vuelo al echarse sobre él y picotearle el
lomo con los afilados dientes que poblaban sus mandíbulas en forma de pico.
No es que pudieran hacerle daño; sus escamas eran demasiado fuertes como
para atravesarlas, pero resultaban de lo más molesto y abortaban
constantemente sus intentos de elevarse.
La verdad es que había sido un tonto.
Estaba ebrio de felicidad por estar con Inheray, por haber podido
poseerla sin sentir esa urgencia, esa enloquecida ansia sexual. La había
disfrutado tanto que estaba ido y no prestó atención a su alrededor. Perdió de
vista el hecho de que no estaban en el castillo, de que estaban a ras de suelo en
unas cuevas deshabitadas. Salió para respirar aire puro y mirar a los ojos al
universo. La dejó dormida, exhausta después de una noche apasionante.
Se llenó los pulmones del fresco aire precedente al alba y les sonrió a las
estrellas, como si ellas pudieran alegrarse por él.
Y entonces lo oyó: el débil llanto de un niño.
Dio un paso en la dirección de la que provenía el ruido, pero retrocedió
en seguida y selló la cueva para proteger a Inheray. Nadie podría entrar ahora,
si no era sorteando su poder. Caminó despacio hacia un bosquecillo cercano,
no se transformó ya que aventuraba que tal vez sería un niño que se había
perdido y no quería asustarlo.
Invocó unas ropas sobre el cuerpo, se abrió paso entre los matorrales y
siguió el sonido, que parecía internarse más y más en la espesura. De pronto
llegó a un claro y vio, enroscado en el suelo, lo que parecía el cuerpo de un
niño. Pero al acercarse para tratar de ayudarlo lo rodearon de improviso unos
cincuenta goblins, tan rápidamente que apenas tuvo tiempo de reaccionar y
transformarse.
Le echaron encima una red que lo cubrió por entero mientras los ártaros
le gruñían con ferocidad y formaban un círculo a su alrededor. Mientras los
goblins lo atacaban con espadas y lo pinchaban sin lograr otra cosa que
sacarlo de quicio. Las débiles hojas de esos seres eran incapaces de causarle
el menor daño en su forma draconiana. Las gruesas escamas eran de una
dureza propia del diamante, pero además estaban revestidas de magia. Pero no
carecían de sensibilidad y los constantes pinchazos resultaban de lo más
molesto e irritante.
Enseguida supo que transformarse había sido un error. El pequeño claro
era insuficiente para moverse con efectividad y los goblins y los ártaros le
atacaron con renovada intensidad mientras aparecían los hyancas sobre él y le
impedían elevarse.
Sin espacio no podía maniobrar para defenderse, los goblins se
ensañaban con sus garras, le inmovilizaron las alas con unas mallas de acero
que enrollaron sobre sus extremidades y ataron alrededor de su cuerpo.
Kronnan gruñía, furioso consigo mismo, al comprender su estupidez por
caer en una trampa tan obvia. Si no hubiera estado tan pendiente de Inheray. Si
no hubiera estado tan eufórico con su nueva situación.
Cayó de cabeza en la trampa como un imbécil.
Echó la cabeza hacia atrás y rugió, lleno de rabia, al mismo tiempo que
se tragaba la vergüenza, llamaba a Orthan mentalmente y pedía auxilio.
A pesar de todo, estaba extrañado. Generalmente los goblins no
conseguían ponerse de acuerdo en cómo comerse una rata, así que era
extraordinario que hubieran podido idear un plan semejante: reunir a ese
grupo, que se pusieran de acuerdo y que lo atacaran.
¡Era absurdo! ¿Cómo lo habían conseguido?
Kronnan siguió luchando en la medida de sus posibilidades. No podía
lanzar ninguna llamarada, el sotobosque estaba muy seco. En esa zona no había
alcanzado la lluvia de anoche y allí no había llovido hacía mucho. Además,
muy cerca de allí había campos con la cosecha a punto para ser recolectada.
Si incendiaba el bosque, era muy probable que el incendio se extendiera
hasta propagarse por todos los campos. Y los humanos no podían permitirse
perder las pocas cosechas que lograban sacar adelante en esa zona.
Lanzaba zarpazos y movía la poderosa cola de dos nobos, erizada de
púas, en cuyos extremos activó la temperatura hasta que sus bordes estuvieron
tan calientes como teas encendidas. Las bestias congregadas a su alrededor
pronto aprendieron a mantenerse alejados de ella.
De repente, se oyeron varios rugidos desde las diferentes posiciones que
rodeaban el claro. Pronto los goblins se vieron asaltados por retaguardia y
fueron abandonados por los hyancas que huyeron despavoridos al ver una
docena de dragones sobrevolando el bosquecillo.
En menos de cinco minutos los recién llegados habían masacrado casi
totalmente la horda que mantenía a Kronnan retenido. Unos pocos huyeron y se
desperdigaron en la noche.
Kronnan resopló, avergonzado. Se sentía miserable.
¿Con qué cara podía presentarse ahora ante Orthan, sin haber sido capaz
de repeler un ataque de asquerosos goblins?
Pero su humillación era peor. Infinitamente peor.
El primero que apareció en el claro fue Krettus, su hermano mayor. Un
magnífico dragón azul, de colosales garras y penetrante mirada amarilla,
seguido de su compañera, una hembra también azul, que le clavó la vista con
manifiesta repulsa.
Kronnan deseó que se lo tragara la tierra al ver la mirada de desprecio y
petulancia de su hermano.
Fueron llegando más dragones y rodearon el claro en el que se
encontraba, hasta que al final apareció Orthan en el cielo, el magnífico dragón
dorado. Planeó hasta posarse en el suelo, se transformó con elegancia, y se
acercó a él.
Ninguno de los demás se le había acercado; permanecían distantes y lo
miraban como si fuera algo contagioso.
Kronnan levantó la mandíbula e infló los carrillos, si querían pelea la
tendrían. Ya no era el dragoncito que habían acorralado y al que habían
bombardeado a acusaciones, a cual más falsa e hiriente, en el Santuario. Ahora
era adulto y sabría defenderse.
Orthan intuyó su humor y se giró a mirar a los demás, que tampoco es que
estuvieran contando chistes, y resopló, exasperado.
Tener que lidiar de forma constante con la sangre caliente de los
dragones, aderezada con la orgullosa estupidez humana era algo que lo
crispaba.
—Gracias, Krettus, por acudir tan rápido. Podéis marcharos ya, la zona
está controlada. —Orthan se encaró con el dragón azul y le clavó la vista con
dureza. No iba a permitir que ese pomposo lo fastidiara con gratuitas
humillaciones hacia Kronnan.
Al final, el dragón azul echó una última mirada cargada de veneno hacia
su hermano, ladeó el rostro e inclinó la cabeza ante el caudillo en señal de
respeto. Dio media vuelta y los demás lo siguieron.
Cuando el último emprendió el vuelo y se alejó, Orthan se volvió y
observó a Kronnan con una ceja arqueada en un claro reproche.
—Pero, Kronnan, amigo: ¿En qué demonios pensabas para dejarte
acorralar de este modo? —preguntó. Frunció el ceño cuando una idea se formó
en su mente al ver la incomodidad en la faz del dragón azul—. No, no me lo
digas. ¡La humana! —Orthan puso los ojos en blanco, irritado, y gruñó—:
¡Kronnan! ¡Por todos los planetas habitados!
Kronnan también se transformó y se quitó de encima algunas lanzas y
cuchillos mellados por sus escamas.
—¿Qué? —Se sulfuró como un niño pillado con las manos en la masa,
con una mirada colérica a su caudillo a través de las largas pestañas—. No
pretenderás que la eche de mi vida sin despedirme siquiera ¿no? No puedo
hacerle eso. No puedo utilizarla y luego: adiós, muy buenas. Ella es mucho,
muchísimo más que una simple Ofrenda. Ella es… —calló y desvió la vista
antes de que Orthan viera el amor de sus corazones desbordar sus ojos—. Está
en una cueva, cerca de aquí. La llevaré a casa y…
Orthan comprendió mucho más con esa interrupción que si Kronnan
hubiera admitido lo que sentía de forma abierta y supo que debía tomar cartas
en el asunto ya que su amigo parecía que jamás lo haría por voluntad propia.
Sacudió la cabeza, apesadumbrado.
—Amigo, siento tener que hacer esto, pero no me dejas otra opción. —El
dragón dorado se revistió de la autoridad que le confería el cargo de caudillo.
Aunque llevaba la realeza en las venas su sola presencia imponía, y lo único
que impedía que todos se arrodillaran a su paso era su trato cercano y
amigable. Kronnan lo percibió y sus corazones se congelaron. Lleno de
congoja y temor sintió un escalofrío recorrerle el espinazo y esperó las
palabras de su líder. —Yo me ocuparé de Inheray. Le proporcionaré un hogar
lejos de ti y no te diré dónde está. Y a partir de ahora te prohíbo que te
acerques a ella sin mi permiso expreso.
Todo rastro de color desapareció de la faz de Kronnan, amedrentado ante
la imposibilidad de volver a verla, y tuvo que apoyarse en el tronco de un
árbol. Orthan lo miró con dureza, no sin sentir compasión por su amigo.
—No puedes ni debes permanecer cerca, y con este ataque está claro que
ella te distrae de tus obligaciones. —Orthan se acercó a él y le puso una mano
en el hombro, contrito, pero también severo. No podía permitir que los
dragones a su cargo se expusieran al peligro de esa forma tan insensata. —Tu
línea de sangre ya tiene suficiente peso en el Consejo, no les des más motivos
para que te destituyan. Ya has visto a Krettus, utilizará algo como esto para
sembrar más cizaña contra ti.
—Krettus no parará hasta que te obligue a desterrarme —aseveró
Kronnan con la mirada clavada en el suelo. Ahora mismo eso no le importaba
lo más mínimo. Lo único en lo que podía pensar era en el rostro de Inheray. En
su dulce sonrisa, en sus ojos, en cómo lo miraba cuando le hacía el amor. En
que nunca más podría verla ni tocarla. Se dejó resbalar hasta el suelo,
angustiado y elevó los ojos hacia el dragón dorado.
—Orthan, por favor… Déjame verla una vez más. ¡Solo una! —suplicó
con fervor, en un susurro.
Orthan percibió la desesperación que anegaba los corazones de su amigo
y sus propios corazones se hermanaron con ese sufrimiento. Él mismo sabía
muy bien lo que era perder a un ser amado. Por un segundo pensó en acceder y
dejar que los amantes volvieran a reunirse, pero meneó la cabeza. Si cedía
ahora, Kronnan encontraría la manera de volver a suplicarle y cada vez sería
más difícil para su amigo separarse de ella. No, debía mantenerse firme.
—No, Kronnan. Lo siento. De veras, pero debes irte a casa —instó el
caudillo. Aun así, se apiadó de su amigo y añadió—. Tranquilo, te dejaré
saber de ella de vez en cuando e incluso puede que te permita verla alguna
vez. —Suspiró y hundió los hombros. No le gustaba tener que hacerle eso a
alguien que había padecido tanto. —Es lo máximo que puedo ofrecerte. Soy tu
supremo responsable y debo cuidar de tu integridad; está claro que por ti
mismo no podrías separarte de ella.
Kronnan cerró los ojos, incapaz de mirarlo a la cara. La angustia y la
congoja se adueñaban de su ser. Volvía a estar solo. Y esta vez no añoraría la
simple compañía. Esta vez añoraría su risa, su piel, su olor…
Esta vez añoraría más allá de toda esperanza.
Sin mirar a Orthan de nuevo, se trasladó directamente a la fortaleza y se
hundió en el sillón junto al fuego.
Cuando estuvo seguro de que Kronnan lo había obedecido, Orthan
desplegó la mente y pronto encontró la esencia de Inheray en la cercana cueva.
CAPÍTULO 8
Inheray paseaba inquieta por la caverna; ya hacía horas que se había
despertado y seguía sin noticias de Kronnan. Se había vestido, había arreglado
las ropas de la cama en un intento de ocupar la mente y alejar el terrible
presentimiento que saturaba su corazón de temor, pero le fue imposible. ¿Y si
había vuelto a caer enfermo, a desmayarse?
El fuego seguía ardiendo, a pesar de que los troncos deberían haberse
consumido hacía ya un par de horas.
De repente, sintió cómo se le erizaba el vello de la nuca y la cueva se
llenó de energía. Se volvió con una gran sonrisa, esperando ver a Kronnan tras
ella, pero descubrió a Orthan, el bello líder de los dragones. Alto e imponente,
turbador e inquietante, se erguía en el centro de la cueva y la miraba con tal
intensidad que por un momento se le cortó la respiración al sentir su potente
magnetismo envolverla. El corazón le saltó atemorizado en el pecho. Dio un
paso atrás, aunque sabía de la inutilidad del gesto en el caso de que Orthan
trajera intenciones hostiles. Volvió a sentir el fantasma de algún tipo de
reconocimiento ante su presencia, se estremeció bajo la penetrante mirada y se
abrazó a sí misma como para protegerse del, estaba segura, peligroso ser que
tenía enfrente.
—¿Me temes? —preguntó él, sin moverse. Asombrado e impactado,
apenas podía respirar al tenerla tan cerca y descubrir que su dulce esencia de
hembra humana le inundaba las fosas nasales y la sangre le ardía en demanda
solo por tenerla cerca. ¿Qué tenía esa mujer para inflamarlo de ese modo?
Inheray asintió con la cabeza, sin confiar en su voz. ¿Qué le habría
ocurrido a Kronnan para dejarla con él? «¡Por favor, que esté a salvo!» Rogó
en una muda plegaria.
—Nunca te haría daño, Inheray. Ahora eres mi protegida. —Orthan
intentó actuar de forma natural para que ella no notara su desasosiego. —
Kronnan ha tenido…
—¿Dónde está? ¿Está bien? —A pesar de sentirse intimidada por la
cercanía de Orthan, Inheray avanzó y se acercó a él en su ímpetu por saber.
El caudillo de los dragones tuvo que retroceder cuando el embriagador
aroma del cabello y de la piel femenina lo envolvió. Abrió las fosas nasales e
inhaló con fruición.
¡Por el amor del clan!
Si no iba con cuidado acabaría como Kronnan. Se sentía por completo
atraído por ella, su cuerpo reaccionaba ante la proximidad y apenas podía
resistirse. Él no solía ser así y eso lo alteraba y desconcertaba hasta tal punto
que no sabía cómo reaccionar.
¡Él!
El gran dragón dorado, el «Infalible», fallaba con estrépito y perdía el
control frente a una simple humana.
La raza de los dragones era de sangre muy caliente y, en general, Orthan
saciaba con amplitud las ansias sexuales, aunque jamás se implicaba de forma
emocional. Pero con Inheray descubría que apenas tenía opción.
Apretó los puños, se concentró en el motivo por el que había llegado
hasta allí y contestó a la ansiosa pregunta que había formulado ella, llena de
inquietud.
—Kronnan está bien, no te preocupes. Es solo que ahora tendrá otras
obligaciones y ya no… ya no… —Se interrumpió sin encontrar las palabras
para decir la verdad sin ofenderla.
Inheray se enderezó lentamente y su rostro perdió color. Al parecer había
llegado el tan fatídico día: Kronnan se había cansado de ella y la había
desechado.
Con un nudo en la garganta y el estómago revuelto, recordó la noche
anterior. La fogosidad desmedida del dragón carmesí. La dulce y apasionada
expresión de su rostro cuando la estaba poseyendo y apretó los puños,
angustiada. No comprendía lo que podría haber ocurrido para que él se
cansara de ella, si la noche anterior parecía que no existía nadie más en el
universo para Kronnan. Pero al cabo de unos segundos elevó la barbilla con
valentía: no iba a dar muestras de incertidumbre y zozobra. Y menos ante el
caudillo, un dragón que la fascinaba tanto como la perturbaba.
—Ya no me necesita, ha prescindido de mí. ¿No es así? —Serena, sin el
menor atisbo de la agonía que desgajaba su interior, Inheray lo ayudó a
terminar la frase. —No os preocupéis por mí, sabía a la perfección que este
día llegaría. Así que ahora: ¿Dónde voy? —preguntó tranquila pero, de
repente, una idea escalofriante la asaltó. Frunció el ceño, lo miró con temor y
continuó —: ¿Debo…debo ir con vos? —inquirió, trémula.
—Cualquiera diría que apesto —reaccionó ofendido Orthan, sin poder
evitarlo. Su piel ardía en demanda de su aliento y a ella le producía repulsa la
sola idea de ir con él. ¡Genial, simplemente genial!—. No, Inheray, no debes
venir conmigo. No, al menos, en ese sentido que tanto repudias. Por ahora te
instalaré en mi fortaleza hasta que acondicione un hogar para ti en otra
provincia. A no ser… que quieras volver con tus familiares —añadió al
ocurrírsele que quizás ella tuviera familia.
Pero Inheray meneó la cabeza de inmediato, palideció y lo miró con
horror.
—¡No! —exclamó con ansiosa vehemencia ante la propuesta.
Orthan la observó estupefacto por esa respuesta tan rotunda y pensó que
debería averiguar la causa de la categórica negativa femenina a regresar con
su linaje. La naturaleza cautelosa e indagadora del dragón almacenó el dato en
su mente para pensar en ello más tarde. Era muy extraño, los humanos eran
muy parecidos a ellos en ese aspecto y tenían muy arraigado el sentido
familiar. Otra pieza del rompecabezas que no encajaba cuando se trataba de
esa mujer.
—No, por favor —rogó Inheray, ferviente y replicó—: No deseo volver
con ellos, iré adónde me digáis. Dónde sea, menos con ellos.
—Claro. Tranquila, no hay problema —consintió. Entonces comprendió
que tendría que tocarla y se alteró aún más. Nervioso como un mozalbete ante
el primer paseo con la chica que le gustaba, continuó —: Para trasladarnos a
mi residencia tenemos que estar en contacto, Inheray —explicó y sonrió,
inseguro. Abrió las manos y mostró las palmas en un claro ademán de que no
era por voluntad propia. Los traslados físicos en el espacio eran sencillos en
realidad cuando uno dominaba el arte del desplazamiento por el éter, pero
cuando se trataba de llevar a una persona consigo, la cosa se complicaba,
sobre todo si esa persona ignoraba todo sobre la magia y el poder que se
requería para controlarla—. No me gustaría que terminaras en la copa de un
árbol porque algo me ha distraído.
Inheray lo contempló dudosa, pero al final asintió. La presencia de ese
regio dragón le producía un enigmático cosquilleo en la base de la columna y
su poderosa energía la electrificaba. No entendía su reacción ante él. No era
físico, era algo más, algo que no acertaba a definir. Se acercó despacio con el
rostro elevado hacia él.
El caudillo de los dragones se mordió el interior del carrillo cuando ella
se le aproximó. Notaba todos los poros de su piel abrirse para llenarse de ella
e inclinó la cabeza cuando estuvo a su lado. El largo cabello rubio le cayó a
los lados, enmarcando el fascinante rostro y acentuando los rasgados ojos
pardos, tan brillantes como si atesoraran pepitas de oro en el fondo.
La mirada masculina era insondable e Inheray se estremeció, inquieta,
cuando el calor corporal de Orthan la envolvió como una caricia, antes incluso
de tocarla con las manos.
Orthan mantuvo el rostro inexpresivo, pero sintió un escalofrío cuando
ella lo tocó en el brazo. Un toque suave, muy leve, pero que le mandó
descargas por todas las terminaciones nerviosas. Tragó saliva, sumergido en
los preciosos ojos verdes de Inheray. Aquel hermoso rostro estaba tan
cerca… Solo tenía que inclinarse un poco más y podría…
«¡No! —exclamó para sí, de repente—. ¿He perdido el juicio? —pensó
contrariado—. ¡Ella es de Kronnan, por el amor del clan!».
Aunque su amigo no pudiera tenerla, eso no invalidaba que ella le atañía
y su honor le exigía que lo respetara.
—No me temas, Inheray. Estás a salvo conmigo —aseguró tanto para ella
como para sí mismo. Le cubrió la mano con la suya y los trasladó a ambos a su
fortaleza, al tiempo que deshacía la magia que Kronnan había obrado en la
cueva. Apagó el fuego, abrió de nuevo la entrada e hizo desaparecer la cama.
El traslado duró apenas unos segundos, al parecer de Inheray, y se
aparecieron en una habitación octogonal espaciosa e iluminada por los
primeros rayos de sol matutinos, debido a la situación geográfica de la
fortaleza de Orthan, situada mucho más al este que la de Kronnan. Tenía altos
ventanales en las ocho paredes y una terraza que circundaba toda la
habitación. Una enorme cama ocupaba uno de los lados, varias sillas, una
cómoda y un armario eran el mobiliario que conformaba la que sería la nueva
habitación de Inheray.
El suelo era de madera color cerezo y todo el techo estaba pintado a
mano y representaba un paisaje de montañas, bosques y ríos.
Inheray lo contempló todo con la boca abierta, asombrada. Se alejó del
cuerpo caliente y perturbador de Orthan despacio para inspeccionar la
habitación. Anduvo alrededor y dio una vuelta por la estancia,, impresionada
por el lujo y la belleza de los muebles.
Volvió a mirar hacia ese extraño mural. Sacudió la cabeza, confundida
ante el extraño paisaje que decoraba las paredes y el techo. No reconocía esa
clase de árboles, con unas hojas inmensas en forma romboidal, de un color
casi imposible parecido al azul, y el agua del río era morada. Por no hablar de
las montañas de todos los tonos tierra: desde el naranja, pasaban por el
marrón y acababan en el rojo. Pensó que debía estar alterada por la cercanía
masculina y que imaginaba cosas.
—¿Esta será mi alcoba? —preguntó, reverente. Se giró hacia él desde el
otro lado de la habitación, un poco más tranquila al haber interpuesto distancia
con el caudillo ya que se creía a salvo del impacto que le producía el tenerlo
cerca. Enmarcada por la ventana, el sol la iluminaba desde atrás y el cabello y
el cuerpo casi le brillaban con luz propia.
Orthan no había podido dejar de observarla con avidez mientras ella se
movía por la habitación. El viaje había sido casi un suspiro, pero en esos
escasos minutos pudo comprobar que tenerla cerca era demasiado peligroso
para su tranquilidad de espíritu. En ese momento admiraba la gracilidad con la
que se movía por la estancia con fascinada curiosidad y la manera como
pasaba la mano con suavidad por los muebles atraía su atención.
Pero entonces ella se acercó a la ventana, la silueta se recortó a contraluz
y la suave silueta femenina se delineó a la perfección ante su vista. Cogido por
sorpresa, se quedó sin respiración al verla iluminada, con el cabello
resplandeciente, y esa expresión tan vulnerable, tan dulce.
Una desgarradora necesidad de avanzar, cogerla entre sus brazos y
besarla lo poseyó con ferocidad. Acuciado por esa poderosa fuerza de
atracción irrefrenable luchó con denuedo por resistir y dio un paso atrás, con
los puños cerrados con tanta fuerza que se clavó las uñas.
Inheray dirigió la vista hacia él con una sonrisa de arrobo ante ese
hermoso aposento.
—¡Es precioso! Creo que es demasiado para mí —declaró, anonadada
por tanta magnificencia.
—¿Por qué dices eso? —interrogó Orthan desde el otro lado de la
habitación, tan tenso como la cuerda de un arco antes de disparar.
Inheray, ajena al estado emocional y físico del caudillo, meneó la cabeza
y encogió los hombros —no quería parecer victimista a la hora de retratar la
mísera vida que había llevado con sus tíos—. Entonces sí se fijó en la tensión
del cuerpo masculino y prestó más atención a la expresión de él. Descubrió la
lucha interna que parecía estar soportando Orthan y se mordió el labio,
turbada.
—¿Ocu… Ocurre algo? —balbució insegura, ante el inconfundible ardor
que desprendían los iris pardos, ahora de un peligroso y encendido dorado.
Orthan sacudió la cabeza. ¡No podía perder el control! ¿Qué pensaría esa
humana si se abalanzara sobre ella para besarla como deseaba hacer con todo
su ser?
—Nada —negó, con la voz estrangulada por la tensión—. Lo siento,
tengo que irme, Inheray. Te mandaré a mi ayudante Prousse para que te enseñe
el lugar y te muestre dónde está todo. Espero que te sientas cómoda y
bienvenida en mi fortaleza —deseó, sincero, conmovido por el sentimiento de
protección que ella le inspiraba. La había arrancado del lado de Kronnan,
alguien a quien a todas luces ella estimaba por la expresión de desolación que
se pintó en su rostro, allá en la cueva, cuando adivinó que el dragón carmesí
no regresaría, y ahora él debía dejarla con premura ya que si no lo hacía la
asaltaría lleno de una pasión devastadora que Inheray nunca podría
comprender. Ni él mismo lo comprendía—. Adiós, Inheray.
Retrocedió lentamente, un paso cada vez como si le doliera alejarse
mientras la miraba encendido y al final se trasladó a su propia habitación.
Inheray sintió la desaparición del dragón dorado casi físicamente. La
mirada del color del oro era tan intensa, tan encendida y fija. Además, la
postura del cuerpo, tan tensa. Por unos segundos había creído que él… ¡Bah,
qué tontería! Sin duda se imaginaba cosas.
Frunció el ceño, confusa, y se sentó en la cama cuando una sensación de
desamparo la invadió. Paseó la mirada alrededor y a pesar de la belleza que
la rodeaba se sintió tan sola como en el trastero donde dormía en Torrealmyr,
su antiguo pueblo. Hundió los hombros con desánimo. ¿Y ahora qué? Durante
toda su vida había querido ser libre, pero nunca contó con la posibilidad de
prendarse de un dragón con tanta fuerza que sin él se sentía vacía ahora que
por fin disponía de total libertad. Pero Kronnan la había liberado sin tan
siquiera tomarse la molestia de despedirse, ni aún después de haber
compartido esa maravillosa noche con ella. Aunque, claro, no tenía por qué
haber hecho mella en él ni haberlo conmovido lo más mínimo, más allá de lo
físico.
Y la llegada del caudillo, ese inquietante y atractivo ser, la había dejado
aturdida. Presentía un poder soterrado bajo esa apariencia tan controlada, y
tenía que reconocer que una parte de sí misma se sentía fascinada por el aura
arcana que rodeaba a ese dragón. Emitió un suspiro de cansancio y se recostó
en la cama. Se tapó con el cobertor y dejó que el sueño la llevara, para no
pensar, para no sentir. El día traería nuevas esperanzas, al menos ese era su
deseo.
Orthan apareció en sus propias estancias con la sangre hirviéndole en las
venas, frustrado, irritado consigo mismo y estupefacto. Se amonestó a sí
mismo por dejarse llevar con tanta facilidad por la lujuria que le provocaba
una humana. Tenía mucho trabajo por hacer y no podía perder el tiempo.
Seguro que sus asistentes estarían esperándolo en su gabinete con peticiones,
demandas y quejas.
Pero no estaba de humor para atender las necesidades de nadie. Ahora
mismo solo podía pensar en sí mismo y en la intensidad con la que deseaba a
Inheray.
¡Era inaudito!
Solo era una hembra más…
¿Cómo podía trastornarlo de esa forma?
Nunca ninguna fémina, fuera de la especie que fuera, le había desatado el
deseo de esa manera. Ni siquiera Rayana, por la que sus corazones aún
sangraban, lo había alterado tanto jamás.
Y había estado con dragonas muy ardientes e impetuosas que habían
sabido excitarlo de forma salvaje, pero nunca había dejado que nadie se le
aproximara lo suficiente, después de Rayana, y lo hiciera vulnerable.
Tenía todo lo que necesitaba y no quería emparejarse. No entraba en sus
planes hasta haber conseguido su objetivo.
Pero Inheray era diferente; lo que le había ocurrido a Kronnan lo
corroboraba. Sabía que si permanecía mucho tiempo cerca acabaría
sucumbiendo al deseo que ella le provocaba y la poseería. Había logrado
resistirse era por la férrea disciplina que se imponía, pero si el apetito
aumentase no podría oponerse. Le había costado un universo alejarse de su
lado.
Debería buscarle una casa cuanto antes y enviarla lejos de sí mismo y de
Kronnan, lo más pronto posible. Tal vez, con la distancia, se calmaría.
La ardiente pasión que sentían los dragones no les permitía permanecer
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mucho tiempo célibes. Las hembras solo gozaban del período de celo unas
cuantas veces a lo largo de su vida adulta. Si estaban solteras, cuando
alcanzaban el primer celo los dragones que estaban a su lado enloquecían con
el ansia de poseerlas. Ellas se apareaban con los de su propia casta, hasta
iniciar el Rito de Unión con el macho idóneo para ella. Una vez completado
ese rito, aunque la hembra volviera a estar en celo, este solo podía ser
percibido por la pareja.

Orthan daba vueltas en su habitación como una fiera enjaulada.


Resoplaba y exhalaba de vez en cuando alguna que otra llamarada que
calcinaba alguna silla o alfombra. Su cuerpo no se calmaba, el ansia sexual
seguía encendida al máximo en su interior, pero se negaba con rotundidad a
ceder ante ella.
Inheray era un peligro para él y para sus planes. Si perdía el control y
claudicaba…perdería a Kronnan.
Y no era algo a lo que estuviera dispuesto.
Allá, en su planeta natal, cuando consiguió regresar por fin de su exilio
en las Provincias de Arena, comprendió que había llegado demasiado tarde.
Ornamus había logrado emparejarse con Rayana y se le destrozaron las
entrañas. Durante todo el exilio al que lo había condenado su propio padre lo
único en lo que podía pensar, lo único que lo mantuvo cuerdo y le dio fuerzas
para sobrevivir y soportar las duras condiciones de las Provincias, fue saber
que la heredera al Trono de Ámbar quería volver a verlo.
Pero, por un azar caprichoso, al salir del círculo magnético que mantenía
la magia restringida dentro del área de las Provincias, casi medio muerto, un
patriarca lo rescató del desierto que rodea esa tierra maldita y lo revivió.
Orthan se recuperó y consiguió convertirse en discípulo de ese dragón que
resultó ser un gran maestre. Sin dudarlo, se puso a sus órdenes para aprender
todo lo que se le había negado como hijo de su padre y miembro del linaje
real.
Pero cuando pudo regresar, después de un duro entrenamiento y
aprendizaje, Rayana ya se había convertido en adulta y Ornamus no había
parado hasta conseguir emparejarse con ella.
Orthan no pudo entender jamás cómo lo había conseguido su hermano. El
Emparejamiento nunca se había podido forzar.
Saber que la hembra que ansiaban sus corazones era de otro lo cercenó
por dentro y lo dejó vacío y lastimado, de una manera tan profunda que jamás
pudo superarlo. Hoy en día, todavía se sentía morir cuando pensaba en ella. Y
por eso no se permitía hacerlo.
Nunca.
Hasta que Inheray se la recordó al provocarle esos sentimientos.
No quería hacerle a otro lo que él sentía dentro de sí, cada día.

Al cabo de una hora de trazar el mismo recorrido por su habitación una y


otra vez, se detuvo y enderezó la espalda, miró al frente sin ver lo que había
ante él y se desvaneció. Se trasladó al norte, al polo del planeta, y apareció en
medio del hielo del casquete.
Era de noche en esa época del año y las estrellas brillaban, inmensas.
Elevó la mirada y no tardó en descubrir el sol de su planeta, un punto distante
en otra galaxia.
Se desnudó y se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas, las manos
apoyadas en las rodillas y la cabeza echada hacia atrás. Fijó la vista en ella y
entonó El Cántico del Reencuentro. Se meció suavemente mientras su mente se
liberaba y su corazón volaba en aras de una vida pasada y la añoranza que
sentía del hogar lo ocupaba todo en su interior.
Ese era el cántico que su raza recitaba cuando los familiares se reunían o
al reencontrarse de nuevo una pareja después de una separación.
Poco a poco su ser se serenó, su espíritu se tranquilizó y su cuerpo se
relajó lo suficiente como para devolver la paz a su mente.
CAPÍTULO 9
En la fortaleza del caudillo de los dragones el tiempo pasaba rápido e Inheray
llevaba viviendo en ella ya casi dos meses. Al principio se sentía muy sola,
desamparada por el precipitado abandono de Kronnan pero, por suerte, nació
una cordial amistad entre ella y la ayudante de Orthan, Prousse, y esta se había
erigido en su custodio personal.
A lo largo de las semanas le había ido enseñado la inmensa fortaleza, los
fantásticos jardines que rodeaban el lugar, los extensos campos de siembra que
la envolvían y la granja con toda clase de animales. Le explicó que esa
fortaleza en particular era la única en la que convivían dragones y humanos en
perfecta armonía gracias a la exquisita diplomacia de Orthan.
Poco a poco Inheray se fue adaptando a su nuevo hogar y empezó a
establecer relaciones de amistad por primera vez en su vida.
Aunque por las noches, a solas, no podía evitar añorar con desesperación
a Kronnan y cada despertar era como el regreso a una realidad que no
deseaba. Al final comprendió que estaba enamorada del dragón carmesí de
forma profunda e irrevocable. De su ternura, de su soledad y tristeza, del
honor con el que cumplía, con fidelidad, con la tarea de protector de la
provincia y del orgullo que mostraba al ser el depositario de las vidas
humanas.
Su corazón no hallaba el sosiego, dividido.
Por fortuna, después de la intempestiva llegada al castillo del caudillo,
Orthan se había encargado de procurarle una ocupación como auxiliar de su
ayudante personal, pero jamás había vuelto a aproximarse a ella. No había
vuelto a verlo, pero siendo sincera consigo misma tenía que reconocer que era
mejor así. Cuando pensaba en él se sentía demasiado turbada y desconcertada.
Por alguna extraña razón lo presentía en el castillo, como si Orthan estuviera
en todas partes, como si las piedras contuvieran la esencia del caudillo y este
la rodeara allí por donde fuera. En su ser germinaban unas emociones
singulares, chocantes e imprevisibles hacia él.
Nunca imaginó, allá en el trastero de sus tíos, cuando fantaseaba con los
dragones, que acabaría viviendo en la mismísima fortaleza del hermosísimo
líder de todos ellos.
Por un lado, Kronnan la hizo vibrar de una forma maravillosa y
apasionante. Luego Orthan la había envuelto en una insólita tensión que no
acababa de comprender, pero que la aturdía cada vez que lo presentía
físicamente, en esos instantes se sentía electrificada como si un rayo la
impactara y no sabía a qué atribuirlo.

Esa mañana Prousse le había solicitado a Inheray unos documentos del


archivo de la inmensa biblioteca y ahora iba andando deprisa por un pasillo
de la fortaleza, apenas transitado. Cargaba con varios rollos de frágil papiro
de la zona sur del planeta, más cálida y seca, y acarreaba un par de cestas de
mimbre llenas de rollos, algunos elaborados de pergamino, otros de tela de
lino y los menos de hojas de palma y corteza de abedul, colgadas por las asas
en sus brazos.
La dragona ayudante personal del caudillo se encargaba de la
organización del castillo, lo que no era tarea fácil pues era inmenso, además
de otras múltiples tareas.
En pocos días sería la fecha señalada para el baile de conmemoración
del Día de la Paz —cuando por fin se dio fin a la guerra y regresó la armonía a
Khatrida—. El castillo se estaba llenando de visitantes llegados desde todas
partes y el trabajo se acumulaba ya que debían abastecerse de una colosal
cantidad de alimentos, de los que no disponían en la granja o en los campos de
producción propia, para luego transformarlos en comida mediante la magia,
algodón para hacer sábanas o madera para hacer muebles. La fortaleza era
colosal, la más grande de todas, pero aún así cuando era necesario parecía
expandirse incluso más.
El poder de los dragones seguía maravillando a Inheray, como cuando era
una niña, y al principio bombardeó a Prousse a preguntas sobre su especie,
ávida por saber. Pero la habitual cordialidad de la dragona se enfriaba cuando
le hacía preguntas demasiado íntimas. Los dragones eran muy celosos de su
intimidad y no compartían detalles personales con los humanos. Eran
cordiales, amables, pacientes y generosos, pero siempre interponían una
distancia en lo que a asuntos propios se refería.
Inheray tuvo que conformarse con escuchar lo que Prousse quisiera
compartir con ella y con acudir a la biblioteca del castillo para ojear algunos
de los volúmenes que se habían escrito en los primeros años de la guerra,
después de la arribada de los dragones al planeta, casi todo suposiciones de
los humanos, sin ninguna corroboración por parte de estos. Pero no cejó en
intentar saber todo lo que podía de esa raza que la tenía tan cautivada.
Llegó junto a la puerta del despacho y tocó con el codo, de tan cargada
como iba. La puerta se abrió de sopetón y apareció Prousse, la dragona azul,
de grandes ojos verdes y alta estatura.
—¡Ah, eres tú! Entra —dijo con sequedad, mientras le daba la espalda y
se dirigía hacia la mesa con las mangas arremangadas y aspecto de no haber
dormido mucho esa noche—. Esperaba a Orthan, pero creo que tendré que
resolver este desaguisado yo sola, me temo —explicó al tiempo que resoplaba
y enviaba un mechón de su cabello, negro como el tizón, hacia atrás.
Inheray entró, haciendo malabarismos con los trastos y depositó las
cestas en una silla cercana a la puerta, para poder sujetar mejor los rollos y
llevarlos hacia la mesa,
—¿Por qué? ¿Qué ha pasado? —Se extrañó, ya que la noche anterior no
parecía haber ninguna situación de emergencia y Prousse se congratulaba de lo
bien que estaban saliendo los planes para la organización del baile. Los
suministros iban llegando según lo previsto y los visitantes eran acomodados a
medida que iban llegando.
Prousse resopló y se giró hacia ella con los brazos en jarra.
—Pues que es imposible con estos humanos. Les pides una simple cosa y
te traen cincuenta menos, específicamente, la que has pedido —bufó, frustrada.
Luego cayó en la cuenta de que estaba hablando con uno de esos humanos a los
que se había referido con un tono de lo más desdeñoso y tuvo el atino de
sonrojarse—. No te ofendas, Inheray.
—Tranquila —respondió, divertida. Comprendía a la perfección a la
dragona. A ella le había ocurrido lo mismo cuando se encargaba del
aprovisionamiento de la taberna—. Pierde cuidado.
—Bien —asintió Prousse al ver que esa chica nunca parecía ofenderse
cuando se trataba de los humanos. Cada vez se sentía más a gusto con ella y
tenía que reconocer que Orthan tenía razón, una vez más, al afirmar que era
una mujer entrañable. ¿Es que nunca se equivocaba ese dragón? ¡Ay, lo que
daría por tenerlo en su lecho! ¡Al menos una vez! Meneó la cabeza y alejó las
sempiternas fantasías que siempre la perseguían con respecto a su líder. Sentía
un cuelgue por él desde que vinieron al planeta y él la tomó a su cargo para
que fuera su ayudante, y sabía que se le pasaría si pudiera disfrutarlo por una
larga noche, pero él no parecía reparar en ella como hembra. ¡Era frustrante!
Regresó a la realidad de forma pragmática—. ¿Has traído los recibos de los
pedidos de la semana pasada? ¡Ah, sí! ¡Genial! Manos a la obra, pues.
Inheray se puso a ello de forma diligente y pronto tuvieron listos los
documentos para enviarlos a los gobernadores de los pueblos a los que
acudían a aprovisionarse en casos como aquel.
El día transcurrió con rapidez y a las cinco de la tarde Prousse dio por
finalizada la jornada al ver a Inheray algo pálida.
—Será mejor que te lleve a comer algo o de lo contrario Orthan me asará
viva si se entera de que te esclavizo de esta manera —afirmó con un cómico
elevamiento de cejas.
Inheray se echó a reír y respondió:
—No te apures, desde que estoy aquí como cual lima. Además, no me
asusta el trabajo, de donde yo vengo trabajaba a destajo y allí sí que no comía
apenas —relató mientras se carcajeaba al recordar las temibles épocas que le
tocó vivir en casa de sus tutores. Menos mal que esos tiempos pasaron para
siempre.
Mientras andaban hacia el refectorio común, observó de reojo a la
hermosa dragona de larguísimo cabello negro y silueta de ánfora a su lado, de
un nobo con ochenta cánobos de alto, y se arriesgó a interrogarla con respecto
a Orthan.
—El caudillo no permanece mucho en la fortaleza ¿no? Parece que eres
tú la que te encargas de todo por aquí.
Prousse se volvió hacia ella con una expresión de asombro en el rostro.
—¿Por qué lo dices? —interrogó.
—¡Oh! Pues porque no se le ve por aquí nunca —dijo mientras abarcaba
el recinto con un ademán de la mano, sin atreverse a mirar a Prousse a los ojos
para que no viera la curiosidad que subyacía en su ser por saber de él.
—Pues te equivocas. Orthan se encarga de todo y al decir todo, estoy
diciendo que se encarga en persona de todos nosotros. Cuida de que estemos a
salvo, de que no nos falte de nada, sea aquí en su fortaleza o en el último
confín de Khatrida. Orthan daría hasta la última gota de sangre con tal de que
estuviéramos bien —explicó con admirada pasión. Todos sabían que el
caudillo no dormía si sabía que alguno de los suyos tenía problemas y no
paraba hasta estar seguro de que se habían solucionado. Se desplaza
constantemente a todos los puntos cardinales del planeta y se aseguraba de que
sus congéneres dispusieran siempre de todo lo necesario.
Inheray tragó saliva, impresionada por la fuerza con la que Prousse
hablaba de Orthan. Una vez más, comprobaba que todos en el castillo
admiraban con sincero respeto al caudillo. Desde que llegó a la fortaleza y
empezó a confraternizar con los habitantes —se maravilló por ello, ya que en
la taberna nunca sintió deseos de hacerlo y ahora se había convertido en un ser
sociable que reía y hablaba con todos—, no había dejado de oír comentarios
halagadores con respecto a él. Su gente lo admiraba y respetaba.
—Siento si te ha parecido irrespetuoso mi comentario, no pretendía
faltarte ni faltarle. Era simple curiosidad. No sabía que el drakul Orthan fuera
así —rectificó contrita. Se dio de collejas mentales ante su indiscreción en su
afán de saber sobre él, pero Prousse le sonrió y le apretó el hombro.
—No te preocupes; es normal que los humanos no advirtáis la dimensión
de la generosidad de nuestro caudillo, pero cuando lleves un tiempo aquí te
darás cuenta, ya lo verás —vaticinó mientras le cedía el paso para que Inheray
entrara primero en el refectorio.
Se dirigieron hacia una mesa donde Prousse saludó a alguien y se
sentaron en los bancos, en una esquina del largo tablero. De inmediato Inheray
empezó a percibir las miradas de las que era objeto por parte de los dragones
y los hombres presentes y se obligó a mirar solo hacia la pared que había tras
Prousse.
Esta se rio y le dio un codazo.
—¡Causas sensación! —advirtió con una sonora carcajada que llamó aún
más la atención sobre ellas.
—¡Chist! —exhortó por lo bajo con las mejillas como la grana—. No sé
por qué es. ¿Crees que pueda ser porque estuve con Kronnan? —preguntó en
un susurro.
—¡Qué va! No creo que lo sepan —alegó extrañada ante la equivocada
interpretación de Inheray. Comprendió que esa chica no entendía por qué
despertaba el interés de los machos, pero se encogió de hombros. No era
asunto suyo, ya se daría por enterada cuando empezara a recibir peticiones, y
comenzó a comer del plato de legumbres que le habían servido.
Pero a Inheray ni se le pasaba por la cabeza que alguien se interesara por
ella. Bastante tenía con lo que sentía por Kronnan, con lo que había sentido al
perderlo y que todavía la torturaba. La sola idea de enamorarse otra vez la
repelía; no quería volver a sentirse tan vulnerable y alterada en la vida.

Orthan paseaba inquieto por la terraza privada que daba a sus aposentos.
Hacía ímprobos esfuerzos para controlarse, pero un acceso de furia, como
pocos había experimentado contra sí mismo, le roía las entrañas. El aroma a
lirios tan peculiar de Inheray parecía invadir todas las estancias de la fortaleza
y le saturaba las fosas nasales en el momento menos pensado. ¡Era
inconcebible que ni con todo su autocontrol consiguiera aplacar los enormes
deseos que tenía de verla, tocarla… besarla! ¿Cómo podía ser posible que no
pudiera arrancársela del pensamiento ni de otras partes de su anatomía?
Gruñó al aire con fuerza con la cabeza echada hacia atrás. Abría y
cerraba los puños en un intento de calmarse, pero no lo lograba. Había
quedado con Prousse por un malentendido con los pedidos, pero en ese estado
no podía presentarse ante ella.
Durante esos meses en los que Inheray se había instalado en la fortaleza
había conseguido esquivarla y evitarla a base de tesón y voluntad. Al final
había sucumbido a la evidencia: esa chiquilla humana se le había metido entre
las escamas a traición y se estaba adueñando de su ser.
Volvió a gruñir y se clavó las uñas en las palmas de las manos. Inhaló con
fuerza y se detuvo en medio de la terraza con la vista perdida en el horizonte.
No conseguiría nada estando a solas, debía mezclarse entre la gente. Solo
así podría controlarse al no querer exponer sus emociones en público. Se
concentró y en apenas un parpadeo se trasladó a la sala común de la fortaleza,
donde dragones y humanos confraternizaban en perfecta armonía. Con rapidez
se le acercaron congéneres, amigos y conocidos para conocer su opinión sobre
diversos temas, consultarle alguna cosa o agasajarlo como era costumbre entre
algunos humanos. Trastornado, frunció el ceño y recurrió a toda su fuerza de
voluntad para prestar atención a lo que le estaban diciendo. Al principio le
costó sangre y sudor casi, pero al fin logró apartar —que no olvidar—, el
tema de Inheray y proseguir con su labor y con su vida.

El día del baile se acercaba con rapidez. Prousse se había empeñado en


procurar un vestido digno de una daman para Inheray, a pesar de las protestas
que esgrimía esta.
—¡Pero si yo no tengo nada que hacer en ese baile! —protestaba sobre un
pequeño pedestal mientras una costurera le ponía alfileres al vestido para
tomarle las medidas.
—¡Pamplinas! Va a acudir todo habitante de este planeta y…
—¿Todo habitante? —inquirió al instante con los ojos brillantes con un
solo pensamiento en mente: ¡Kronnan! ¿Sería posible que pudiera volver a
verlo?
Pero entonces pensó que era muy probable que acudiera acompañado de
una nueva Ofrenda y sintió un doloroso aguijonazo en el corazón. Apretó las
manos en sendos puños y se maldijo por albergar todavía alguna esperanza. Él
la había abandonado, se había desecho de ella como quien se deshace de una
taza de loza rota. Debería detestarlo, pero no podía. Estaba furiosa con él, sí,
pero no podía odiarlo.
¡Lo amaba!
Y no podía olvidarlo.
Prousse meneó la cabeza al adivinar la razón de su pregunta.
—Sabes que no puedo hablarte de él, Inheray. ¡Olvídalo ya! —aconsejó,
compasiva.
Orthan le había indicado a Prousse que si Inheray comentaba algo de
Kronnan le dijera que él, exprofeso, había ordenado que no se le comunicara
nada referente al dragón carmesí. Prousse había asentido sin hacer
comentarios, aunque se extrañó ya que el dragón carmesí raramente era
mencionado en ninguna conversación, era casi como si no existiera.
Inheray suspiró, el brillo ilusionado despareció de sus ojos y asintió sin
decir nada. Se giró mientras una costurera le ponía alfileres en los bajos de la
amplísima falda de gasa, de color esmeralda. El corpiño era de cuero verde
revestido de brillante pedrería con unas mangas cortas apenas unas bandas,
caídas sobre los hombros, también de gasa.
—¡Estás impresionante! —exclamó, Prousse mirándola a través del
espejo con admiración—. ¡Ya verás cuando te vean! ¡Vas a dejar a más de uno
de piedra!
Inheray se observaba con ojo crítico y tenía que admitir que el vestido
era una preciosidad, pero dudaba mucho que causara la sensación que
vaticinaba la dragona.
Pero el baile llegó al fin, más pronto de lo que Inheray se esperaba.
¿Dónde se había ido el tiempo? Al salir de la habitación, ya preparada, para
dirigirse hacia el salón, situado en la planta inferior, las miradas admirativas
que recibió le colorearon las mejillas.
Avanzó por el largo pasillo adyacente al salón y pronto vio a Prousse con
algunas de las incipientes amistades que había ido haciendo a lo largo de ese
tiempo y se aproximó a ellos con una sonrisa.
—¡Inheray! ¡Estás guapísima! —declaró Elgías, un dragón azul, hermano
de Prousse.
—¡Por todos los ancestros, Inheray! —profirió asimismo Grenoblya, una
chica humana, hija de un gobernador de la región que siempre andaba entrando
y saliendo del castillo como si hubiera hecho de este su segundo hogar y de los
dragones su segunda familia, tan acostumbrada estaba a ellos—. ¡Estoy celosa!
—admitió con un mohín que desmentían sus ojos alegres, ya que era una mujer
bellísima, carente de todo engreimiento.
Inheray, con las mejillas rojas como farolillos encendidos, prorrumpió en
una discreta carcajada destinada a esconder su nerviosismo e inseguridad.
Jamás había estado ni de lejos acompañada de gente tan refinada y temía hacer
algún gesto o cometer alguna falta que la pusiera en evidencia. Si por ella
fuera no habría acudido al dichoso baile, pero Prousse no quiso ni oír hablar
de ello y al final se rindió. Por una vez que tenía una amiga no iba a negarle la
petición de acompañarla.
El reducido grupo, compuesto por Prousse, el hermano de esta,
Grenoblya y varias dragonas y dragones más, conocidos de Prousse y Elgías,
entraron en el salón.
La inmensa estancia decorada con espejos, enormes lámparas de cristal
llenas de velas y un brillante suelo de mármol pulido estaba atestada. La
concurrencia compuesta tanto por dragones como por humanos —altos cargos
que no podían rehusarse a asistir al baile que conmemoraba una fecha tan
señalada como era el fin de la guerra entre las especies—, paseaba lentos
entre las grandes columnas que subían hasta el altísimo techo y circundaban la
galería superior, abierta a la pista de baile en el centro del salón.
Impresionantes vestidos de vaporosas faldas emitían delicados frufrús a
medida que se rozaban con los pantalones de los hombres y el brillo de las
joyas que ostentaban cuellos y muñecas lanzaba destellos cuando eran
iluminadas por los grandes candelabros, repletos de velas, que había
diseminados junto a las paredes.
Las grandes puertas-ventanas que daban a las terrazas y a los jardines
estaban abiertas ya que era verano y el aire refrescante de la noche se colaba
dentro aliviando el calor del día.
De pronto, los lacayos anunciaron la llegada del caudillo, acompañado
por su prima Lowda.
Todos se giraron hacia la puerta para ver entrar a Orthan y a su prima, tan
altos, rubios y elegantes que parecían divinos, tal era su belleza y potestad. La
orquesta empezó a tocar nada más aparecer Orthan por la puerta y entonces se
dio por comenzado el baile de Conmemoración.
Inheray estiró el cuello para poder atisbar por entre los números
asistentes, mucho más ansiosa por saber de él de lo que admitía ante sí misma.
De inmediato notó una corriente erizarle el vello de la nuca y supo que el
caudillo estaba cerca. Un escalofrío la recorrió al notar las manos frías y el
corazón acelerado. ¡Maldita sea! Él seguía provocándole unas sensaciones que
ni buscaba ni deseaba. Mañana mismo preguntaría a Prousse por su nuevo
destino, debía alejarse de inmediato de ese castillo y de ese dragón que tenía
ese extraño poder sobre su ser.
De improviso, se abrió un pasillo ante ella cuando los invitados se
apartaron para dar paso al mismísimo Orthan en persona. El corazón se le
saltó un latido cuando los ojos pardos la miraron, directos, mientras avanzaba
hacia ella, impresionantemente elegante con una levita morada y el lacio
cabello lustroso a la luz de las velas.
Ella misma se retiró para dejar pasar al caudillo hacia donde fuera que se
dirigiera, pero él se detuvo a su lado y de forma por completo inesperada
tendió la diestra.
Inheray miró la mano, estupefacta. No estaba pidiéndole bailar ¿verdad?
¿No pretendería sacarla a la pista? Pero si Prousse le había explicado que el
primer baile lo inauguraba siempre con Lowda, su prima. ¿Por qué se lo pedía
a ella?
¡Era absurdo!
Pero Orthan no se movía y la miraba fijamente a los ojos, con calma.
Sintió una mano darle un empujón suave desde atrás y supo que era Prousse.
No le quedó otro remedio que levantar el brazo y posar la palma sobre la
tendida del caudillo.
Los ojos pardos emitieron un destello y Orthan cabeceó sutil, como
aprobando la aquiescencia. Envolvió su mano con los largos dedos, de forma
suave, como si sostuviera algo muy preciado. La calidez de la piel masculina
se expandió hacia la de ella como una corriente, estremeciéndola. Orthan no
mostró señales de notarlo y la condujo, ceremonioso, hacia la pista por entre
la concurrencia que se hallaba en completo silencio ante el inesperado giro de
los acontecimientos.
Orthan no sabía por qué había cedido a ese impulso, pero al entrar en el
salón y percibir a Inheray tan nítida a través del gentío no pudo evitar soltar la
mano de Lowda, una bellísima dragona voluptuosa, de facciones duras y
mirada gélida. La hermosa y fría dragona tenía la firme convicción —y
obsesión—, de que ambos debían emparejarse ahora que eran los únicos
representantes del clan Áureo y que cuando regresaran a su planeta, si es que
algún día lo hacían, derrocarían a los usurpadores y se instalarían ellos en el
Trono de Ámbar. Pero ella no contaba con que nunca se había podido forzar el
emparejamiento de los dragones. Era la propia naturaleza la que escogía entre
los amantes.
—¡Orthan! ¿A dónde vas? —llamó extrañada, con un imperioso susurro.
¡No podía creerlo! La estaba dejando plantada. Clavó la vista en su espalda
mientras le hablaba telepática.
—¡Vuelve de inmediato!¿Qué crees que estás haciendo?—instó, furiosa.
Pero Orthan la ignoró y bloqueó su mente, impidiéndole el acceso.
Lowda lo notó y contempló, bullendo de rabia y humillación, como la dejaba
abandonada en medio de todos y atravesaba el salón, vete tú a saber hacia
dónde. Irguió la cabeza y esbozó una sonrisa fría, destinada a ocultar su
irritado disgusto a los que la rodeaban, mientras perseguía con la mirada a su
primo, vehemente. Al ver que se detenía frente a una simple humana, tan
anodina e insulsa como todas las demás, casi explosionó de pura inquina. ¿En
serio me dejas por irte con esa furcia?, pensó mientras el coraje la hacía
enrojecer y le aceleraba la respiración hasta casi el jadeo. Se obligó a
controlarse, no iba a dar el espectáculo delante de todos, en ninguna
circunstancia.
Orthan, ajeno a la rabia que destrozaba el inflado ego de su prima, se
dirigió hacia el lugar en el que se hallaba Inheray, como hechizado. Durante
esos tres meses se había obligado a permanecer alejado, pero Prousse, en un
comentario casual, le había dicho que la humana acudiría al baile y, desde ese
día, no había podido dejar de pensar en ella, mucho más de lo que ya era
habitual en él, y de desear volver a verla.
Sintió un impacto casi físico al hallarla enfundada en ese vestido color
esmeralda, tan bella y tan cambiada —después de haber permanecido en el
castillo el tiempo suficiente como para que la buena alimentación hubiera
logrado hacerla resplandecer—, que lo dejó aturdido. Con un esfuerzo se
obligó a permanecer estoico y siguió avanzando hacia ella decidido a cogerla
entre sus brazos, aunque solo fuera para bailar.
—Por favor, yo… ¡no sé bailar! —musitó Inheray, pálida, cuando él se
detuvo en el centro de la pista y la guio, experto, con un movimiento del brazo
para que se encarara con él.
La gente se apiñaba a los lados, en un amplio círculo, mientras la
orquesta entonaba notas de preparación.
—No os preocupéis por eso, daman. Yo me encargo —afirmó Orthan al
tiempo que la enlazaba por la cintura y le sujetaba la mano derecha con su
izquierda.
13
De inmediato sonaron los acordes del baile cadencioso y Orthan, grácil,
adelantó un pie al ritmo de la música. Se desplazó por la pista, mientras la
guiaba a través de los armónicos por medio de un sutil toque mágico en la
espalda de ella. Ambos se movieron con ligereza y maestría por la pista.
Inheray se encontró deslizándose por la pista sin saber cómo. Se dejaba
llevar por la música entre los expertos brazos de Orthan y su cabeza daba
vueltas mientras el corazón no dejaba de dar bandazos en su pecho. Estaba
aturdida, como si hubiera bebido demasiado vino y la intensa mirada de
Orthan no contribuía a calmarla. Sentía su mano en la cintura, firme y segura al
mismo tiempo que parecía nacer una corriente de calor allí donde la tocaba a
través de la fina tela del corpiño.
—Estáis muy hermosa, daman —murmuró Orthan, con la voz ronca.
—Gracias —respondió Inheray, en voz baja, ruborizada y turbada.
Experimentaba la extraña sensación de que estaban solos, los dos.
Para Orthan era delicioso sentirla entre los brazos y demasiado tentador.
¡Ancestros benditos! Los ojos verdes brillaban emocionados y el cuerpo
femenino era puro deleite para la vista. No debería haber cedido a la tentación
de verla de cerca ni haber cometido la estupidez de inaugurar el baile con ella.
Ahora todo serían quejas y reproches por parte de Lowda y preguntas curiosas
por parte de los demás, y no estaba dispuesto a consentir ninguna ni de las
primeras ni de las segundas.
Desde que habían llegado al planeta se había desvivido por los demás;
por unos segundos que se dedicara a sí mismo no debería ser tan terrible.
Miraba a Inheray con tal fijeza que parecía que le estaba leyendo el alma
y ella apenas podía pensar. La dulce armonía de la música, la maestría del
caudillo, el calor de su cuerpo emborracharon el ánimo de Inheray y se dejó
llevar, ebria, como si estuviera flotando en una nube de sensaciones a cuál más
placentera.
Pero…
Todo lo bueno acababa antes incluso de que pudiera saborearlo a
conciencia, la orquesta entonó los últimos acordes de la pieza y Orthan
disminuyó el ritmo hasta que se detuvo en medio de la pista, sin dejar de
devorarla con la mirada.
Al principio los rodeó un silencio sepulcral, pero, de pronto, los
ensordeció una ovación de aplausos.
El caudillo sonrió, pero con la mandíbula tan tensa que Inheray intuyó que
no quería soltarla, mientras se encaminaba hacia el lugar donde estaba antes.
Al llegar él se llevó la mano femenina a los labios y los rozó apenas en un
beso protocolario, sin dejar de mirarla de forma intensa a los ojos en ningún
momento.
Inheray sentía que iba a desmayarse. El calor de los labios masculinos
era ardiente sobre su piel y la violencia de las emociones que le provocaba la
cercanía de Orthan le trastornaba el sosiego.
Él se inclinó, respetuoso, ella correspondió con una reverencia que le
había enseñado Prousse. Entonces Orthan se giró, se alejó y desapareció entre
la multitud.
El corro de gente se cerró en torno a Inheray cuando Orthan se aproximó
al grupo de dirigentes humanos y entabló conversación con ellos, con
naturalidad, como si por dentro no estuviera ardiendo.
Inheray inspiró con fuerza con la vista fija en la espalda del caudillo
hasta que desapareció, solo entonces se permitió volverse y salir corriendo
hacia el exterior para inhalar el aire que parecía enrarecido dentro de esas
paredes. Sin aliento se acodó en la barandilla de piedra que daba a los
jardines mientras intentaba dilucidar qué era lo que había ocurrido. ¿Cómo era
posible que un dragón al que apenas conocía le provocara esas intensas
emociones cuando la tocaba o la miraba? ¡No podía entenderlo!
Oyó unos pasos tras ella, creyó que sería Prousse y se volvió sin saber
qué decirle para explicar por qué había salido corriendo, pero palideció al
ver a Orthan frente a ella con una expresión tan oscura y densa que sintió un
escalofrío recorrerle el espinazo. Intentó retroceder, pero topó de inmediato
con la barandilla de piedra. Estremecida por el ardor que desprendía la
brillante mirada dorada, atisbó en la terraza tras él, pero comprobó
horrorizada que estaban solos.
—Orthan… —susurró, amedrentada.
Él no pudo sospechar lo que estaba a punto de ocurrir mientras hablaba
con un grupo de gente y percibió, mentalmente, la huida de ella hacia la
terraza. De pronto se encontró afuera, a unos pasos de Inheray, con el ánimo
enardecido. Y al oírla pronunciar su nombre perdió el control por completo.
Sin que mediara una orden consciente de su cerebro se encontró junto a ella.
Su cuerpo se había movido por voluntad propia y ahora se pegaba al femenino
como si nunca hubiera conocido hembra. La envolvió, posesivo, entre los
brazos antes de que ella atinara a intuir lo que estaba a punto de ocurrir. Se
sumergió en los ojos verdosos con una mirada ardiente, se inclinó dominante
sobre ella y se apoderó de su boca con pasión.
Inheray, impresionada por la rapidez con la que él se había movido, no
pudo reaccionar el verse aplastada contra el vigoroso torso masculino
mientras los labios de Orthan se adueñaban de los suyos y la lengua, caliente y
dulce como la miel, la invadía.
Cada fibra de su ser sentía la inflamada anatomía masculina apretarse
contra ella.
Estrujada contra su pecho, apenas podía respirar. Al fin reaccionó,
intentó separarse, rechazarlo y apoyó las manos en los hombros, pero apenas
tuvo fuerzas para empujar y combatir la fuerza que él ejercía sobre ella.
Orthan nunca había sentido nada parecido al besar a alguien. Los
corazones le latían desbocados, al tiempo que su sangre se convertía en fuego
y se supo perdido. Si no se alejaba de ella de inmediato, la abriría para él, se
introduciría en su cálido interior y eso era algo que no se podía permitir.
Él siempre había controlado de forma férrea todas sus emociones, desde
que eclosionó. Jamás se dejó llevar por la debilidad y mantuvo su voluntad a
base de disciplina y perseverancia. Si ahora cedía al deseo, por muy ardiente
que este fuera, perdería todo aquello por lo que había luchado. No podía
hacerle a Kronnan lo que le habían hecho a él. Con un esfuerzo titánico hizo
gala de la tenacidad que lo mantuvo en su sitio y le hizo merecedor de halagos
y recompensas menores, allá en su planeta natal mientras en su interior hervía
de rabia y furia; y se separó de esos labios que lo atraían sin remedio.
Inheray inhaló una honda bocanada de aire cuando él se separó. Abrió los
ojos, perturbada, y vio los iris de Orthan convertidos en oro líquido, con la
pupila dilatada. Se mordió el labio, aturdida por las encontradas emociones
que experimentaba y lo miró con los ojos muy abiertos, jadeante.
—Lo siento, Inheray. Ha sido culpa mía. Yo no debería… —Se disculpó
Orthan al descubrir la confusión y el temor en la mirada femenina. Se alejó de
ella, de su calor, de ese cuerpo que lo tentaba como el núcleo de lava ardiente
de su planeta natal y se desvaneció. Huyó con todas sus fuerzas porque si se
quedaba sucumbiría; y esta vez no le robaría un beso, esta vez le robaría la
cordura.
Inheray sintió la marcha de la ardiente presencia del caudillo,
físicamente, y trastabilló como si hubiera perdido sostén. El inesperado asalto
de ese beso la había aterrado por fervoroso e insospechado, pero… Algo
estalló en su propio cuerpo al sentirlo contra ella y no fue solo rechazo lo que
experimentó. Una parte de su ser correspondió y eso la asustó mucho más que
la pasión masculina.
A unos nobos de Inheray, Lowda, desfasada en el tiempo e invisible a
cualquier ojo, la observaba con estupefacta saña. Después del baile había
seguido a su primo, lo vio hablar con unos dignatarios y se acercó para
llevárselo en un aparte y reprocharle su actuación, pero casi al instante se
encaminó con rapidez hacia la terraza. Intrigada por ese extraño
comportamiento, lo siguió sin llamar la atención, pero al ver que se
aproximaba a la humana disipó su forma física para que Orthan no se percatara
de su presencia y se adentró en la terraza, muerta de curiosidad. ¿Qué diantre
se traía entre manos con esa fulana? Por un lado, le divertía, sabía que su
primo era muy ardiente. Conocía de sobras cómo se lo rifaban las humanas
para ser sus Ofrendas, pero hasta el momento no había sabido que él se
hubiera encoñado con ninguna. En ese momento se quedó sin respiración al
contemplar el apasionado beso que él le daba a la humana. ¡Inaudito!, rugió en
su interior, apabullada, dolida y colérica. Al fin lo vio separarse, desaparecer
y contempló a la aturdida humana con ganas de gritar. Se trasladó a sus
estancias, con unos celos tan terribles que no podía ni respirar.
Inheray no se percató de la cercanía de la rubia dragona, ni de su marcha.
Solo podía pensar en Orthan y en ese devastador beso. Al fin pudo recuperar
el resuello y al poco tiempo regresó al interior, para reunirse con Prousse y no
provocar su extrañeza. No volvió a cruzarse con él en toda la noche, pero no
dejó de presentirlo ni un solo instante.
Nadie entendió la razón por la que el líder había cambiado la tradición
del primer baile al sacar a la pista a una humana, pero en secreto todo el
mundo lo agradeció. Lowda era muy petulante y se creía por encima de los
demás por su parentesco con el caudillo. En cambio, esa joven humana era
alguien a quien se empezaba a apreciar en la fortaleza. Siempre dispuesta a
ayudar, siempre con una sonrisa amable en el rostro e incluso, una vez,
demostró un carácter audazmente explosivo cuando se enfrentó a un dragón
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furioso con respecto a una botella de Julen derramada.
Ese Día de la Conmemoración se recordó por largo tiempo, hasta
que otros acontecimientos más apremiantes y perturbadores lo borraron de la
memoria de muchos
CAPÍTULO 10
Un año después
La vida transcurría plácida en la fortaleza de Orthan. Inheray se había
adaptado a la perfección a la rutina, con su trabajo para la ayudante personal
del caudillo. Había afianzado las amistades y, a pesar de que no había podido
arrancar el recuerdo de Kronnan de su corazón, ni la tristeza que le ocasionaba
la incomprensión sobre la actitud del dragón carmesí con respecto a ella,
había logrado un cierto equilibrio emocional entre esa especie tan diferente a
la suya. El hecho de que no hubiera vuelto a cruzarse con Orthan ni de que este
intentara repetir su hazaña al robarle ese beso, tan desconcertante como
apasionado, contribuía a serenarla. Seguía presintiendo su poderosa presencia
en el castillo, pero era algo ya tan cotidiano que formaba parte de sus días y lo
tomaba como algo natural.
En esos momentos avanzaba, presurosa, hacia el despacho de Prousse.
Era muy temprano por la mañana, se había levantado hacía tiempo y había
acudido a desayunar con Elgías y con Grettia. Luego se reunió con Prousse y
esta le pidió que fuera a la biblioteca a por unos rollos de papiro.
—Claro —sonrió hacia la dragona cuya cabeza sobresalía de entre un
montón de pergaminos. Prousse elevó la mirada al oír el tono de chanza con el
ceño fruncido. Inheray se encaminó hacia la puerta mientras hablaba—: Me
paso tanto tiempo yendo y viniendo de la biblioteca que tengo las piernas tan
fuertes como dos árboles. Una de dos: o acercáis la biblioteca o tú te trasladas
más cerca de ella. —Se carcajeó mientras salía. Por el pasillo la
acompañaron las risas de Prousse.
En la biblioteca había encontrado gran cantidad de material, escrito por
humanos, sobre los dragones y en sus ratos libres se perdía entre los
laberínticos pasadizos de estanterías repletas de rollos, silencio y polvo y se
enfrascaba en estudiar a esa gente que tanto la fascinaba. Fue ahí cuando leyó
por primera vez sobre la Gran Desgracia que había acaecido a los Leales.
Intrigada, indagó sobre ese siniestro acontecimiento, pero no encontró apenas
nada y se preguntó qué sería aquello tan nefasto que ningún dragón había
consentido en explicárselo cuando los interrogó. Todos y cada uno de ellos
mudaron la faz al oírla y le aconsejaron no volver a mencionar el tema con un
tono gélido. No pudo averiguar mucho más en los pergaminos y se contentó
con seguir leyendo lo que los cronistas humanos habían documentado para la
posteridad sobre los primeros años de la venida de los dragones.
De regreso al despacho de Prousse dobló una esquina y, de improviso,
chocó de lleno con alguien a quien no había visto ya que iba con la cabeza
metida entre los pliegos que transportaba. Trastabilló, desequilibrada. Para
recuperar la estabilidad soltó todo lo que llevaba en las manos, y se agarró a
una mano que encontró tendida hacia ella. De inmediato sintió una fuerte
descarga eléctrica y se estremeció, temblorosa. Alzó la vista, turbada, y se
encontró con unos resplandecientes ojos pardos que la miraban fija e
inescrutablemente.
Intentó retroceder y tragar el nudo que se le había formado, de repente, en
la garganta cuando el corazón había iniciado un salvaje latir al descubrir a
Orthan ante ella.
Alto como una montaña, el pelo lacio le caía en mechones sedosos a los
lados del afilado y bello rostro.
Orthan no se había movido, pero Inheray sintió el calor del cuerpo
masculino envolverla como si fueran los propios brazos del dragón dorado.
Azorada, se mordió el carrillo interior de la mejilla. No había vuelto a
tenerlo tan cerca desde la noche del baile y a pesar de ello o quizá a causa de
ello, sintió una innegable atracción que la empujaba hacia él. Era indudable la
extraña conexión que existía entre los dos, tuvo que admitirlo, admirada ante
la incuestionable belleza del caudillo.
En muchas ocasiones había preguntado a Prousse si ya se sabía su
destino, el lugar que Orthan le iba a asignar como su nuevo hogar, pero
Prousse le contestaba que no tenía ninguna indicación en ese sentido. A
Inheray le extrañaba la tardanza pues el caudillo le había prometido ocuparse
de ello.
Él la sujetó del brazo y la ayudó a estabilizarse.
—¿Estás bien? —preguntó con profunda y aterciopelada voz, y la
insondable mirada fija en ella.
Inheray asintió, perdida en esos ojos que la taladraban con apasionada
fijeza. Los segundos transcurrieron sin que ninguno de los dos se moviera o
hablara de nuevo.
—Sé que no hemos hablado mucho desde que te traje al castillo. He
estado muy ocupado. —Se disculpó Orthan con voz neutra. No mencionó su
último encuentro ni hizo alusión al beso, eso solo le acarrearía más tensión a
él mismo e incomodidad a ella. Sabía que debía soltarla, pero era incapaz de
abrir los dedos y liberarle la mano. La sorpresa de encontrarse con Inheray lo
había aturdido. Iba distraído y no se fijó en su proximidad. La sentía tan
cercana cada día, siempre la tenía presente en el pensamiento que quizá
debido a ello no reparó en lo realmente inmediata que estaba hasta que fue
demasiado tarde.
¡Por todos los clanes! ¡Estaba preciosa! El espeso cabello castaño le
había crecido, le caía en suaves ondas a los lados del rostro y se
desparramaba en la espalda hasta casi rozarle la estrecha cintura. El rostro
había adquirido madurez y en los ojos se adivinaba una tristeza que antes no
presentaba.
Las fosas nasales se le inundaron con la dulce esencia de la piel de esa
hembra prohibida.
—No os preocupéis por ello —contestó Inheray, con un nudo en la
garganta. Tenerlo tan cerca era apasionantemente impactante. Ese dragón era
impresionante en todos los sentidos—. Sé por Prousse que tenéis muchas
obligaciones.
Orthan no podía sustraerse. Durante todos esos meses había luchado con
tesón para mantenerse alejado de ella, después de ese baile tan electrizante y
del devastador beso. Tenerla entre sus brazos había sido sublime y supo que
no podía volver a ceder a sus impulsos. Debía mantener las distancias. Sin
embargo, su deseo, en vez de menguar con la lejanía, no había dejado de
crecer cada día que la presentía tan aledaña y a la vez tan inaccesible. Había
logrado esconder sus emociones detrás de una muralla impenetrable que se
estaba resquebrajando en ese instante.
Y ahora inhalaba cada vez más agitado. Presentirla lejos era una cosa,
pero tocarla y tenerla delante, tan bella que quitaba el aliento, era algo
diametralmente opuesto.
¡Por todos los soles!
—¿Cómo estás? ¿Te sientes bien aquí? —inquirió en un intento de aliviar
la tensión a la que estaba sometido.
—¡Oh! Bien, estoy bien —contestó con una sonrisa insegura y continuó
hablando para evitar admirar el encendido brillo dorado que se empezaba a
percibir en los iris masculinos—. Por primera vez en mi vida tengo amigos, un
sitio al que casi puedo llamar hogar… —siguió contando sin pensar mucho en
lo que decía, tan absorbida estaba bajo la intensidad que desprendía la
expresión de él.
Orthan oía la cadencia de la voz femenina y se sentía embrujado. Jamás
había deseado a nadie con tanta ansia y su cuerpo estaba tan excitado que no
conseguía controlar el temblor que lo acometía al intentar sustraerse a la
atracción que lo impelía hacia ella como si fuera algún suceso cósmico que se
apropiara de su centro de gravedad.
Y de repente, sin que mediara su voluntad, Orthan se encontró
descendiendo sobre esos labios, húmedos y entreabiertos, olvidadas las
razones por las que se había obligado a mantenerse alejado de ella durante
todos esos meses. Inheray, cogida por sorpresa, no se resistió y se apoderó de
ellos con un hambre voraz. Gimió incontenible al probar de nuevo su dulzura.
La que había anhelado, deseado y soñado todo ese tiempo.
Ninguna de las Ofrendas que tuvo desde que trajo a Inheray al castillo —
y habían sido muchas en su intento de olvidar en la piel de otras el deseo que
albergaba por ella—, pudo aplacarle esa ansia que sentía constantemente,
incluso ninguna de sus ocasionales amantes dragonas consiguió arrancarle a
Inheray del pensamiento.
La enlazó de la estrecha cintura y dobló su grácil cuerpo hacia atrás.
Descendió con los labios por el cuello, al tiempo que se llenaba de su olor y
de su sabor.
—Inheray —susurró mientras el desesperado anhelo que había contenido
todo ese tiempo se desataba de todas las limitaciones, explotaba dentro de él,
se apoderaba de su voluntad y anulaba su control—. Inheray…
Se estremeció con violencia cuando sintió las manos femeninas apoyarse
en su pecho y empujar, débiles.
—Orthan, por favor… —susurró Inheray, casi incapaz de hablar. Sabía
que debía resistirse por alguna razón que en ese instante no lograba recordar y
alejarlo de ella, pero una extraña flojera se había apoderado de su cuerpo. No
podía articular ningún pensamiento convincente, tanto lo sentía.
Orthan gruñó salvaje sobre su piel al oír el sensual murmullo y levantó
extraños ecos en el pasillo vacío. Descendió ansioso por el cuerpo femenino y
se apoderó de las nalgas con las dos manos. Estrujó con deleite, por encima de
los ropajes que llevaba Inheray, sin dejar de besarla y mordisquear la piel del
cuello. Jadeó con enfebrecido placer al inhalar el adorado aroma a lirios en la
piel femenina.
Sabía que debía parar, separarse, pero era incapaz de hacerlo y volvió a
besarla con pasión. Invadió su boca, con ansia irreprimible, su lengua acorraló
a la femenina y le exigió feroz pleitesía, a la que ella finalmente respondió.
Inheray empezaba a percibir una emoción arrolladora, intensa recorrerla
por dentro. Quería resistirse a lo que sospechaba que germinaba en su ser por
Orthan, pero era incapaz. Respondió a los avances y asaltos masculinos sin
querer, mientras gemía impotente ante el deseo que se desataba en su interior.
Orthan volvió a estremecerse cuando su miembro, inflamado y erecto,
presionó contra el cálido abdomen femenino y el súbito, salvaje y perentorio
impulso de poseerla de inmediato casi le rompió la cordura. Entonces abrió
los ojos, con las pupilas dilatadas de forma total y la miró. Los rostros estaban
muy juntos y podía sentir el embriagador aliento de ella en los labios.
Pero un último resquicio de voluntad pugnaba por devolverle el sentido y
detenerlo antes de que fuera demasiado tarde.
—Inheray… ¡Me estás volviendo loco!—jadeó al límite de la excitación
—. ¡Debemos parar!
—¿Debemos? —repitió Inheray como un eco. El deseo se desataba en sus
venas, imbuido por el poder sexual que Orthan ejercía sobre ella. Su voluntad
había huido, sustituida por la salvaje lujuria que él había despertado y
pronunció, apasionada—: Orthan…
El caudillo de los dragones gruñó con fiereza, encendido de pasión al oír
su nombre en los labios de ella. Le abarcó las caderas, la empujó, la empotró
con fuerza en el muro que había a su espalda y la aplastó con su cuerpo. La
desnudó con su poder y la besó de una forma brutal, al tiempo que le sujetaba
las finas muñecas a la altura de los hombros contra la dura piedra.
Inheray, atrapada entre la pared y ese cuerpo duro y viril, se quedó sin
respiración ante el arrollador ímpetu, ante la brutal pasión y se estremeció,
pero no precisamente de miedo; al contrario, su cuerpo respondió con igual
intensidad. Sentía la ardiente presión que ejercía el duro miembro contra su
entrepierna, pero Orthan seguía vestido y solo la fina tela de los pantalones
masculinos impedía que la penetrara de inmediato.
Él temblaba, apenas contenido, dividido en una lucha interna. Su cuerpo,
su sangre, sus corazones clamaban con fuerza por ella. Solo su mente lo
conminaba a resistir, a alejarse. Apoyó la frente en el hombro femenino con la
respiración acelerada en busca de aire.
—Inheray, no puedo… —Con los ojos cerrados, se estremeció
profundamente cuando ella movió las caderas contra él, en una tentadora
invitación. —¡Por todos los soles, Inheray! ¡No podemos!—Abrió otra vez
los ojos y la miró con las mandíbulas apretadas.
—Me deseas, Orthan —afirmó, seducida. Al mismo tiempo lo miró,
desconcertada—. ¿Por qué no podemos?—preguntó, dolida por aquel cambio
de actitud. Se sorprendió al ver el profundo tormento en el fondo de esos ojos
resplandecientes y percibir su lucha interna—.Me seduces, me obligas a
desearte y ahora me rechazas. ¿Por qué? —acusó.
Orthan gruñó, traspasado por un ansia tan voraz como nunca había
conocido, a la vez que se refrenaba con los últimos atisbos de honor.
—¡Es por Kronnan! Si supiera que te he hecho mía, enloquecería. ¡No
conoces la pasión de los dragones, Inheray! Yo no puedo hacerle eso. —
Orthan se estremeció de nuevo, la sangre le ardía en las venas. Pensó en
Rayana y en el dolor que sintió, que todavía sentía, cuando la recordaba en
brazos de su hermano. —Es amigo mío. Debes alejarme de ti, debes
rechazarme. ¡Por favor! —suplicó, con desesperación—. Si no lo haces… Yo
no creo que pueda… ¡Por favor! —rogó de nuevo con el rostro escondido en
la curva del cuello femenino. Gimió y frotó su miembro contra ella, postrado
de necesidad.
Inheray palideció al oírlo mencionar a Kronnan. Se sintió tremendamente
avergonzada y la culpa la corroyó. Entonces recordó que él la había dejado sin
tan siquiera despedirse y pensó que tal vez, en ese mismo instante, estaba
yaciendo con una nueva Ofrenda. Se removió, de repente furiosa con ambos.
Con Kronnan por dejarla y con Orthan por desearla, por cautivarla y por
no tomarla. Por un estúpido código ético, honor entre machos u otra lindeza
por el estilo. Y mientras, ella en medio, como si fuera una prenda que se iban
pasando.
Llevada de la furia que sentía se desasió con fuerza del agarre que Orthan
ejercía en sus muñecas, apoyó las manos en el pecho masculino y empujó con
todas sus fuerzas.
Orthan, sorprendido por ese inesperado brío, levantó la cabeza y la miró.
Se separó de su cuerpo, pero no la soltó.
—¡Suéltame!¡Suéltame! —exigió ella, rabiosa—. ¿No puedes tomarme?
Pues, muy bien… Suéltame y no vuelvas a acercarte a mí. ¡Nunca! ¿Me oyes?
¡Nunca!
Orthan la soltó, anonadado. Le hería muy hondo ver la furia en los ojos
verdes.
—Inheray, yo… —Confundido por haber conseguido que ella lo
rechazara por fin, intentó acercarse de nuevo.
—¡No! ¡Vete, vete! ¡Aléjate de mí! —exigió otra vez. Intentó cubrir su
desnudez con las manos, pero al comprender la futilidad del gesto se enderezó
con orgullo. Lágrimas de frustración brillaron en los ojos femeninos y la
barbilla le tembló cuando alargó el brazo y le señaló el pasillo. —¡Vete,
Orthan! ¡Déjame en paz!
Las emociones la asaltaban. La ardiente e indeseada pasión que sentía
por él, la furia por su rechazo, la culpabilidad por Kronnan. La invadían unos
sentimientos tan potentes que empezó a verlo todo rojo al tiempo que inhalaba
acelerada en busca de un aire que parecía no existir. El pánico se apoderó de
ella, todo se oscureció, perdió el sentido y, lenta, se deslizó hacia el suelo.
Orthan, estupefacto, se lanzó hacia delante y la cogió en brazos antes de
que su cuerpo tocara el pavimento. Observó el angustiado rostro femenino y
sintió una punzada de dolor en ambos corazones.
La acunó contra el pecho, arrepentido y confuso a partes iguales. Miró
alrededor y comprendió que en ese pasillo podía pasar alguien en cualquier
momento. No quería que nadie los descubriera y se trasladó con ella a su
propia habitación. Durante el trayecto recogió con su poder todos los papeles
que Inheray dejara esparcidos por el suelo y los trasladó directos al despacho
de Prousse.
El pasaje quedó, otra vez, desierto.
Orthan la depositó en su cama y contempló con desesperación ese
precioso cuerpo desnudo que lo tentaba más allá de cualquier pensamiento
racional.
Se alejó de la cama e invocó algo de ropa sobre Inheray para cubrirla a
su hambrienta mirada.
Con un esfuerzo, se dio la vuelta para evitar que su piel le llamara tan
poderosamente, pero era inútil. Sentía su esencia invadirlo, llenarle las fosas
nasales y socavarle el escaso control.
Se alejó de la cama y dio un paso adelante, agachó la cabeza, inclinó el
cuerpo y frunció el ceño como si luchara contra una fuerza física y necesitara
de toda su voluntad para avanzar.
A los pocos segundos Inheray gimió, se revolvió en la cama y poco a
poco recuperó la consciencia. Abrió los ojos y al no reconocer el lugar se
incorporó de golpe, como si despertara de una pesadilla. Bajó la vista y se
miró al recordar de repente que momentos antes estaba desnuda frente a
Orthan. Entonces descubrió que estaba vestida de nuevo y en una habitación
desconocida. Desconcertada levantó la vista y vio a Orthan de pie, más allá
del lecho, de espaldas a ella.
—¿Dónde estoy? ¿Qué me has hecho? ¿Por qué estoy aquí? —preguntó al
no recordar cómo había llegado hasta allí. Presa del nerviosismo, miraba en
todas direcciones y buscaba la salida sin encontrarla.
Estaban en uno de los pisos más altos del castillo, a juzgar por la altura
que se distinguía por la ventana, y las paredes estaban decoradas con murales
que representaban escenas del mundo de Orthan e incorporaban puertas o
marcos de ventanas al paisaje dibujado.
—¿Estás bien? —preguntó él, ladeando el rostro, pero sin girarse.
Permanecía de pie, en una postura tensa y forzada.
—Sí… —contestó y repitió, más calmada—: Sí. ¿Qué ha ocurrido? —
inquirió. Percibió la lucha interna de Orthan al verlo apretar los puños con
fuerza, en cómo mantenía la cabeza baja y el largo pelo rubio le ocultaba las
facciones. En la respiración alterada y las profundas inhalaciones.
—Te desmayaste. Te traje aquí para alejarnos del pasillo y de las
miradas curiosas —contestó. La voz aterciopelada sonaba tan angustiada que
ella se conmovió, olvidado ya el enfado—. Lo siento, Inheray. Nunca debí
permitir que esto llegara tan lejos. No fue mi intención secuestrarte ni
obligarte, pero apenas he podido dejar de pensar en ti desde que te vi por
primera vez —confesó. Ahora sí se giró hacia ella y el dolor en la mirada
dorada traspasó el corazón femenino. Sin pensar descendió de la cama y
avanzó impresionada, pero se detuvo de súbito al ver como él retrocedía con
rapidez.
—Orthan… —musitó, con un hilo de voz.
—Te deseo con tanta ansia que no me veo capaz de resistir ni un segundo
más sin tumbarte sobre esa cama y hundirme dentro de ti como si no hubiera un
mañana. Lo siento —repitió al tiempo que la recorría con los ojos de arriba
abajo tan fogoso que ella sintió el calor a su paso y tuvo que apoyarse en la
pared, con las piernas temblorosas. Orthan apretó la mandíbula y continuó—:
Tienes una casa preparada para ti, acondicionada y equipada con todo lo que
necesites. No tendrás necesidad de trabajar si no quieres, pero si deseas estar
ocupada, me encargaré de que puedas encontrar algo que te satisfaga. La casa
está lista casi desde que llegaste aquí, pero… —La miró a los ojos con una
sonrisa torcida—. No me decidía a mandarte lejos de mí. Necesitaba sentirte,
aunque fuera una tortura terrible anhelarte cada día y no poder tenerte. Te
enviaré ahora mismo allí. Está lejos, muy lejos… de mí. Lo suficiente como
para que no pueda percibirte.
El corazón de Inheray dio un vuelco cuando comprendió que tenía que
cambiar de vida, como la otra vez.
—Pero ¿y mis cosas, mis amigos? —Se sintió desamparada. El tener que
irse con tanta premura, tener que abandonar a los primeros amigos que había
tenido en la vida le hizo sentirse muy sola. Una profunda tristeza la inundó y la
vulnerabilidad se pintó en su rostro.
Orthan se maldijo y la culpabilidad por su propio egoísmo le taladró las
entrañas. Apretó los puños y reprimió el deseo de acercarse a consolarla.
Durante los meses que Inheray había pasado en el castillo había hecho
algunas averiguaciones sobre su pasado. Se enteró de la existencia que ella
había llevado desde que la encontraron, siendo una niña, perdida en el
páramo. Averiguó que sus tíos la habían tenido esclavizada y que nunca había
conocido un alma amable hasta que Kronnan la tomó como Ofrenda.
—No te preocupes, volverás de vez en cuando. Podrás verlos siempre
que quieras y tus cosas estarán en tu nuevo hogar, esperándote para cuando
llegues. Yo… Avisaré para que alguien te traslade hasta allí —concluyó
Orthan, torturado. Entonces se giró para dirigirse hacia la puerta.
—¿Por qué no me llevas tú? —susurró la petición Inheray. Deseaba,
contra toda esperanza, que la volviera a coger entre sus brazos y la besara de
nuevo. Quería volver a sentir sus labios y esa ardiente pasión que la había
seducido. Sabía que era un error y que Orthan tenía razón al rechazarla, pero
no pudo evitarlo.
Él se detuvo, sin mirarla. No respondió, pero Inheray juraría que oyó su
voz en la mente:
«Porque si vuelvo a tocarte te seduciré sin importarme nada. Ni nadie».
Al cabo de unos segundos Orthan caminó otra vez hacia la puerta. Inheray
observó el esfuerzo que hacía al moverse, la tensión en las largas piernas y la
rigidez en los hombros y brazos. Se adelantó un paso en su afán por evitarle
sufrimiento, por consolarlo, pero Orthan levantó la mano, imperioso.
—Por favor, Inheray, espera aquí —pidió, sin girarse y salió de la
habitación.
Inheray sintió un escalofrío. La temperatura de la estancia descendió unos
grados al salir Orthan. Se arrebujó, se frotó los brazos con las manos y
observó a su alrededor.
La habitación era espaciosa y se respiraba a su ocupante en todos los
objetos. Era personal y un poco austera. Orthan no gustaba de
superficialidades.
Inheray se había preguntado a menudo porqué los dragones adoptaban
generalmente forma humana. Una vez se lo preguntó a Prousse y ella le
contestó que los dragones se sentían igual de cómodos en ambas formas, pero
que preferían usar la forma draconiana en grandes áreas, en el exterior o en el
espacio y la homínida en el interior.
Inheray recorrió la habitación con lentitud. Contempló los murales
pintados en las paredes y que, como en su propia alcoba, llamaban poderosos
su atención. Los colores que representaba el paisaje eran de lo más extraño,
pero en estas pinturas, además, había edificios.
Varios dragones, algunos azules y rojos acompañados de otros dorados y
plateados, sobrevolaban una ciudad blanca y bruñida, situada en lo alto de una
extensa meseta. Su arquitectura era fascinante, con altísimas puertas, delgados
y ornamentados minaretes y delicados e intricados adornos tallados en
alabastro y oro.
En una plaza, frente a un impresionante y hermoso palacio, una multitud
festejaba una ceremonia. En lo alto de la escalinata que conducía al alcázar de
bellos muros se hallaban dos figuras e Inheray, gracias al profundo estudio al
que se había entregado con afán durante el tiempo que permaneció en el
castillo para saber todo sobre esa especie a la que admiraba tanto, en seguida
distinguió en esas figuras homínidas a un dragón dorado ya otro plateado.
Ambos se miraban a los ojos.
El plateado sostenía un ornamentado y regio cetro en la mano, parecía
que lo estaba entregando u ofreciendo, pero el dorado lo rechazaba y
levantaba las manos abiertas. Las imágenes de esas dos figuras atraían a
Inheray, sobre todo la de la figura plateada y le provocaban un devastador
sentimiento de afinidad. Miró al resto de los que se reunían en torno a la
escalinata y vio a un tercer dragón dorado, en su forma draconiana alejado de
la multitud, posado en un risco al otro lado de la explanada donde se
celebraba la ceremonia. Resplandeciente, inmenso. Con un aura de poder y
majestuosidad que le recordaron a Orthan. Ese dragón miraba con fijeza alas
dos figuras en lo alto de la escalinata, con una expresión aguda e inescrutable.
Inheray retrocedió al sentir una extraña desazón. Siguió retrocediendo,
alejándose del mural. Tropezó con el borde de una alfombra y acabó sentada
en la cama. De inmediato la invadió la sensación de tener a Orthan a su
alrededor. Sentía su olor, el calor de su cuerpo. Jadeó y la intensidad de la
sensación era tal que no pudo ponerse en pie para huir, tuvo que dejarse caer y
arrastrarse lejos del lecho.
Entones Orthan abrió la puerta y entró. La descubrió en el suelo,
sonrojada, con la frente perlada de sudor mientras su pecho subía y bajaba en
cortas inhalaciones. De un salto estuvo a su lado, se arrodilló, la cogió de la
barbilla con suavidad y le levantó el rostro, alarmado.
—¿Qué ha ocurrido?
La preocupación en su voz y la inquieta mirada traspasaron a Inheray.
Levantó los brazos y se lanzó a su cuello. Pegó el cuerpo al suyo y se abrazó a
él, asustada de sí misma.
Orthan tragó saliva, anonadado, al sentirla trémula entre los brazos.
¡Por el amor del clan!
—Inheray.—Orthan se quedó sin resuello. La abrazó, sobrecogido. La
sentía sobre sí y era tan cálida la sensación que por un largo minuto no pudo
hacer otra cosa que saborearla. Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás,
pero el escaso control que tenía sobre si se desvanecía, las compuertas de su
voluntad empezaron a abrirse y casi dejaron escapar toda la fuerza de su
anhelo. Se conminó a reaccionar. La cogió de las muñecas con delicadeza y
tiró para deshacer su abrazo, pero ella se resistió.
Gruñó con fiereza. Cogió a Inheray de la cintura y la separó de él con
firmeza mientras la miraba con los ojos encendidos. Inheray, aprisionada entre
sus manos, descubrió la desesperación en su rostro al mirarlo.
—¡No! Orthan… ¡Detente!
El grito proveniente de detrás de ellos los hizo dar un salto.
Orthan giró la cabeza, incrédulo, ante la inesperada interrupción y miró a
la intrusa lleno de ira, furioso.
—Sal de aquí, Lowda. ¡Ahora!—ordenó con un rabioso rugido que
reverberó en las paredes.
La prima de Orthan había entrado, silenciosa, en la habitación dispuesta a
lo que fuera por separar a esa apestosa humana del dragón que quería para
ella. Ninguno de los dos se apercibió de su presencia y sonrió, ufana, cuando
vio que los había sorprendido, pero más aún al ver que no parecía que
estuvieran a punto de copular ni nada parecido.
Inheray observó a Lowda, anonadada. El largo cabello rubio, ondulado,
lo llevaba suelto sobre la espalda desnuda e iba ataviada con un vestido que
carecía de los más elementales criterios de utilidad como prenda de abrigo. La
vaporosa falda era por completo transparente, confeccionada con una tela tan
fina que no podía llamarse tal y el corpiño consistía en dos bandas, atadas
detrás del cuello y sujetas a la cinturilla de la falda y que le cubrían, apenas,
los opulentos senos. Unos manguitos en los brazos, pasados con un cordón por
el dedo índice, le llegaban por encima del codo, del mismo color que su
escasa indumentaria, celeste claro que resaltaba el color aguamarina de sus
ojos. Sentía sobre sí la glacial mirada que le dedicaba la dragona. Aturdida,
se mordió el labio.
—¡Lowda! —El nombre salió de entre los dientes furiosamente apretados
de Orthan, con un siseo caliente.
Sin hacer caso de la furia de Orthan y de sus órdenes, Lowda avanzó y
miró a Inheray con todo su desprecio, decidida a humillarla. Esa humana solo
merecía el arroyo, no los brazos de su primo y mucho menos su pasión, pensó
mientras la recorría con la mirada, con un gesto de absoluto desdén en el
rostro.
Inheray se sintió humillada en lo más hondo. Giró el rostro hacia el otro
lado para eludir la mirada de esos ojos cargados de resentimiento.
Orthan se volvió hacia Inheray al notar la tensión de su cuerpo, descubrió
su desasosiego, las mejillas encendidas y exhaló un rugido lleno de cólera. Se
separó con un esfuerzo titánico de ese cuerpo que lo volvía loco y lo excitaba
hasta hacerlo arder, para encararse con Lowda.
Se giró con la ira de una fuerza de la naturaleza en la mirada, avanzó
hacia su prima y la cogió del brazo con rudeza. Le hizo dar la vuelta y casi la
arrastró hacia la salida.
—Tienes prohibido entrar en mi habitación. Creí que había quedado
claro la última vez… —declaró, colérico. En referencia a una ocasión que
Lowda aprovechó para internarse en su alcoba y meterse en su cama, desnuda,
para provocarlo. Abrió la puerta y salió, llevándola consigo mientras ella
hacía denodados e inútiles esfuerzos para liberarse. Orthan la soltó y la
empujó lejos de él, en el pasillo. —No te atrevas a volver jamás a mis
aposentos, Lowda. La próxima vez no me limitaré a echarte de aquí. Te echaré
del planeta, te doy mi palabra. ¡Quedas advertida! —Hablaba con calma, pero
Inheray pensó que si ella fuera Lowda casi preferiría oír sus gritos a escuchar
ese tono glacial en la voz de Orthan.
Orthan había vuelto a entrar en la habitación y sostenía la puerta. En
cuanto pronunció las últimas palabras, cerró de un portazo en las narices de la
dragona. Al mismo tiempo selló la habitación mentalmente, sabía que Lowda
volvería a intentar entrar y no estaba dispuesto a permitírselo. Su pariente era
una pesadilla para él desde que estaban exiliados.
Lowda dio una patada en el suelo, con toda su rabia. Levantó la mano
para aporrear la puerta, pero volvió a bajarla. Había visto a Orthan realmente
furioso, si insistía podría ser contraproducente para sus planes. No, era mejor
dejarlo estar. Ya se cansaría de ella, siempre se cansaba de las humanas, por
eso siempre las sustituía con regularidad. Se alejó de la puerta, mientras una
sonrisa curvaba su boca. Solo por ver el estupor en la cara de esa niñata había
valido la pena su entrada triunfal.
Orthan se giró, recorrió la habitación con la mirada en busca de Inheray.
La halló al fondo de la habitación, de cara a la ventana.
En cuanto Orthan se separó de ella para sacar a su prima de la habitación,
Inheray se arrepintió de su momento de debilidad, avergonzada al verse
humillada por Lowda. Se sintió sucia bajo esa mirada de desprecio, como si
ella fuera una buscona que quisiera seducir al caudillo de los dragones.
—Inheray, ven. —Orthan extendió la mano, pero Inheray meneó la cabeza
negativa. Agotado, se sentó en la cama, se cubrió el rostro con las manos y
apoyó los codos en las rodillas.
En ese momento llamaron a la puerta y levantó la cabeza de golpe con los
ojos llenos de cólera a punto para enfrentarse de nuevo a Lowda y desfogar la
frustración que lo estaba ahogando con una buena pelea.
—¿Sí? —contestó tenso.
—Mi caudillo, he venido para acompañar a la daman Inheray, como
solicitasteis.
Orthan reconoció la voz del paje al que, momentos antes, había ido a
buscar para darse tiempo y poder estar unos minutos alejado de ella, y
encomendarle la misión de llevar a Inheray a su nuevo hogar.
—Ah, sí. Espera un momento, por favor —contestó, más calmado. Se
giró hacia ella y pidió con dulzura—:Ven, Inheray, acércate.
Al ver el gesto más sereno de él, se acercó despacio y en seguida
percibió la tensión del cuerpo masculino ante su cercanía.
Orthan se levantó y ella elevó el rostro hacia él, turbada.
—Mi dulce Inheray. —La cogió de la barbilla y le recorrió el rostro con
la mirada hambrienta como si quisiera grabarse su cara en la memoria.
Entonces sonrió, con la sonrisa más triste que Inheray hubiera visto nunca. Le
acarició la mejilla con los nudillos, con suavidad y reverencia. —Es mejor
que te aleje de mí, es mejor para todos. —Orthan se sumergió en sus ojos con
una mirada intensa. A Inheray se le cortó la respiración cuando lo vio
descender sobre ella y rozarle los labios, en una caricia dulce y cálida. —
15
Adiós, mi dulce y preciosa Iona .
Inheray trastabilló al encontrarse, de repente, en medio del pasillo. El
asistente de Orthan se acercó a ella, presuroso.
—¿Se encuentra bien? —Se interesó, solícito.
—Sí… Sí, gracias —contestó ella al comprender que Orthan la había
trasladado al pasillo con su poder. Miró la puerta cerrada de la habitación del
caudillo y percibió con toda nitidez la magnética presencia tras ella. Tan solo
estaban separados por esa delgada plancha de madera, pero era como si
hubiera un abismo entre ambos—. Adiós Orthan, mi ardiente pasión dorada —
musitó, quedo. Apoyó la mano abierta en la madera y luego la dejó caer.
Orthan, al otro lado, sintió su cercanía, su tacto y cerró los ojos,
angustiado. Apoyó la frente en la puerta, pero sus piernas se negaron a seguir
sosteniendo el peso de su desolación y resbaló hasta el suelo mientras los
corazones gritaban su soledad, en silencio.
Inheray asintió hacia el asistente, Pluder, y este le alargó el brazo para
poder trasladarse ambos.
Pluder los transportó hasta una considerable distancia del castillo y
entonces le explicó a Inheray que el resto del viaje deberían hacerlo de forma
física, pues su nuevo hogar se hallaba tan lejos que no era seguro viajar a tanta
distancia recorriéndola de esa forma y menos sin conocer el lugar de
antemano. El asistente se convirtió en un dragón, de un precioso tono azulado,
y con su garra la ayudó a subir a su lomo.
Pluder alzó el vuelo y emprendieron el viaje. De nuevo, la vida de
Inheray había dado un giro y había abandonado todo para ir en una dirección
desconocida. Se sentía desamparada y desubicada, y no sabía lo que le
deparaba el futuro.
No pertenecía a ningún sitio.
No tenía hogar.
CAPÍTULO 11
En el suelo de la habitación el dolor en su ser doblaba a Orthan en dos, pero
era un luchador. Jamás se había rendido ante nada y no iba a ceder a la
autocompasión. Cerró los puños y dejó que el dolor lo traspasara.
Aunque…
Pronto la situación se hizo insostenible y los corazones masculinos
empezaron a latir furiosos en el pecho por la injusta situación, tanto para él
mismo como para Inheray e incluso para Kronnan. La respiración se volvió
profunda y acelerada mientras sentía crecer la rabia y la desesperación dentro
de él.
Inheray era solo una humana, pero había conseguido que un dragón
iniciara el Rito de Emparejamiento y que otro perdiera tanto el control que
incluso olvidara el juramento que realizó cuando le arrebataron a sangre y
espada, con violenta maldad, lo que debería haber sido suyo y que su pueblo
calificó como la Gran Desgracia.
Orthan, alterado, abrió los ojos que en ese momento eran de un encendido
dorado. La potencia de su furia crecía y crecía y sentía que no podía pararla.
En un resquicio de cordura se trasladó al desierto más alejado de cualquier
tipo de civilización y dejó salir su agonía.
Se transformó en dragón y al tiempo que exhalaba una inmensa llamarada,
que calcinó las pocas hierbas que había por allí y cristalizó la arena en un
radio de cinco nobos, explotó en forma de energía y de su cuerpo salió una
onda expansiva que hundió el suelo y formó un cráter de unos diez nobos
cuadrados de profundidad.

A muchos miles de ténobos de allí, en otra provincia, en otra latitud


geográfica, Kronnan sobrevolaba su región sin perder detalle de ningún
rincón, de ninguna grieta para descubrir algún goblin, hyanca o ártaro
despistado.
Últimamente no había aparecido ninguna horda de goblins y eso lo
enardecía. Necesitaba desfogar la ira que lo poseía desde hacía tiempo y
utilizaba las escaramuzas contra esos inmundos seres para aplacar sus ansias
de venganza y violencia.
Desde aquel fatídico día en que Orthan le prohibió volver con Inheray su
vida había sido un infierno, literal. Si antes de la llegada de ella la existencia
no merecía la pena ser vivida, con la marcha de Inheray fue como apagar la
única vela que alguien caritativo hubiera encendido en su funeral.
Se fijó en un pequeño agujero a cierta altura en la pared de un risco y
descendió para inspeccionar mejor la zona. Descubrió un sendero, tan estrecho
que apenas se podía llamar camino, que conducía directamente a la abertura en
la roca y a una pequeña explanada frente a ella. Se lanzó en picado y justo
antes de tocar suelo se transformó, al ser el terraplén demasiado estrecho y
minúsculo para un dragón.
Con el ceño fruncido y una mirada tempestuosa entró en la abertura. No
era muy amplia, pero sí lo suficiente como para que cupiera su largo cuerpo
desnudo ya que no había convocado ropas sobre su piel. Era una inutilidad
preocuparse por el pudor si se encontraba con alguna bestia.
Inspeccionó a fondo la pequeña gruta y no encontró otra cosa que los
restos de una hoguera y unos brezos que habían servido de cama a alguien,
pero que ya hacía tiempo que estaban abandonados.
Frustrado, salió con grandes zancadas y saltó al precipicio con el cuerpo
tenso y los brazos abiertos como si se lanzara al mar, al tiempo que se
transformaba. Entonces decidió dar por finalizada la caza ese día. Llevaba
recorriendo la región durante toda la jornada y no había encontrado el menor
atisbo del paso de goblins u otras bestias.
Se trasladó directo a la sala de la chimenea en la fortaleza. Apareció
frente al sillón orejero, invocó una botella de Julen y encendió el fuego.
No necesitaba en realidad el calor de la lumbre, pero como dragón el
fuego le era casi tan necesario como el aire que respiraba y le gustaba
observar el movimiento de las llamas jugar con los troncos. Le calmaba el
espíritu. Se sentó o más bien se dejó caer sobre el asiento cuan largo era y se
quedó tal cual, todo desmadejado y una vez más, desnudo.
El largo cabello rojo le cubría una porción del pecho y una tormentosa
expresión le oscurecía el semblante. Apenas si se parecía al Kronnan que
Inheray conoció en el pasado.
La mirada era turbia en constante fluctuación al rojo, debido a un
imperecedero sentimiento de rabia. Una rabia que lo estaba consumiendo.
El deseo arrollador que antes sintiera había desaparecido, debido al
conjuro que le había proporcionado Orthan. Su sangre estaba en una calma
constante y solo se calentaba algo cuando conseguía una buena pelea con los
goblins. Y, peligrosamente, se estaba aficionando a la adrenalina que le
procuraba la lucha porque eso le hacía olvidar la añoranza que sentía,
constante, por la dulzura de la piel de Inheray.
—Vaya, parece que no has tenido un buen día, amigo mío.
Kronnan dio un respingo cuando oyó esa voz y saltó del sillón,
enarbolando la copa de Julen como si fuese un arma.
—¿Vas a atacarme con esa ridiculez? —preguntó Orthan, tranquilo,
sentado junto a la mesa con una pierna sobre el reposabrazos y repanchingado
contra el respaldo de la silla.
—¡Ah, eres tú! —exclamó Kronnan y endureció la expresión, casi con
odio al ver a su líder vestido en su totalidad de negro. El lacio cabello color
platino dividido en medio, caía a los lados de la cara. Los largos y sedosos
mechones le cubrían el pecho y le llegaban a los muslos. La tez pálida y unos
círculos violáceos bajo los ojos resaltaban contra el negro de las vestiduras.
—. ¿Qué haces aquí? ¿No tienes algo que hacer, allá en tu castillo?
—Yo también me alegro de verte —sonrió Orthan, con cansancio. Se
pasó la mano por los ojos, exhausto. La explosión en el desierto había drenado
su energía hasta límites casi inadmisibles y le había costado todas sus reservas
llegar hasta allí. Emitió un suspiro y dijo—: Necesito tu ayuda.
Kronnan irguió la testa, incrédulo ante la petición, y lo miró con dureza.
En esos momentos el caudillo no gozaba de la mejor de sus simpatías,
pero recordó a un adolescente, a un joven dragón a punto de entrar en la edad
adulta acusado y vituperado por sus congéneres, mientras era llevado frente a
Orthan en El Santuario, después del ataque a la Ciudad de Alabastro y del
asesinato de los monarcas. Orthan se plantó ante ese adolescente con todo su
poder, escudriñó su mente, invadió brutal su psique sin consideración alguna y,
al final, lo absolvió de las acusaciones. En aquellos momentos, ninguno de los
congregados en El Santuario quiso escuchar a Kronnan y sus proclamaciones
de inocencia. Había testigos que afirmaban rotundos haberlo visto abrir las
puertas del palacio. Su propia familia lo repudió y todos le dieron la espalda.
Todos, menos Orthan.
Con un suspiro resignado, se acercó al caudillo. No podía darle la
espalda, él era el único al que podía considerar su amigo.
—¿Qué te ocurre? No tienes muy buen aspecto —inquirió al verlo más de
cerca.
Orthan levantó la vista y el súbito gesto le arrancó una mueca de dolor.
—He estado… —Se interrumpió antes de revelar la verdadera causa de
su deplorable aspecto y continuó—: Últimamente he estado sometido a mucho
estrés. No es nada, pero necesitaba descansar y tu fortaleza es la más
tranquila; aquí no tengo que estar dando explicaciones constantes…
—Querrás decir la más desierta —bufó Kronnan, mordaz. Acercó la silla
y se sentó frente a Orthan.
Apoyó los codos en las rodillas y jugó con la copa de Julen entre los
dedos, mientras observaba a su amigo. Una pregunta pugnaba por salir de su
garganta, emitida directa desde sus corazones, pero la reprimía. No quería dar
muestras de debilidad ante el único responsable de su soledad actual.
—Sí, eso también —convino Orthan a su comentario, casi en un susurro.
Reclinó la cabeza en el respaldo, cerró los ojos y contestó a la cuestión que
pugnaba, muda, en la faz de Kronnan—. Ella está bien. Está en su nuevo hogar,
lejos, muy lejos de nosotros. Sus tíos la debían matar de hambre, en el tiempo
que ha permanecido en mi castillo su cuerpo ha madurado, se ha hecho más
mujer. Está más bella que nunca, Kronnan.
Al oír lo que ansiaba saber sin haber formulado la pregunta, Kronnan se
levantó como impulsado por un resorte y caminó con desasosiego hacia la
ventana, mientras intentaba imaginar el cambio operado en ella. Su anatomía
se sacudió y convocó unos pantalones sobre su cuerpo para ocultar la brusca
respuesta física.
—¿De nosotros? —inquirió de repente y se volvió a mirar a Orthan al
percatarse de sus palabras.
Orthan abrió los ojos y se maldijo por el desliz.
—Sí, eh… esto… De nosotros, los dragones. No tiene muy buena opinión
de nuestra especie por lo que ocurrió entre vosotros.
—¿Por qué? ¿Qué te ha dicho? —interrogó su amigo. Volvió junto al
caudillo y se sentó, expectante de sus palabras.
—No, no me ha dicho nada. No hemos hablado mucho, ella y yo—afirmó
Orthan pesaroso, pero esta vez Kronnan no percibió la profunda tristeza en la
voz del líder. Asintió, se echó hacia atrás, miró su copa y se quedó absorto un
instante.
Orthan volvió a cerrar los ojos. Anhelaba un descanso que no llegaba. Su
cuerpo le enviaba descargas a todas las terminaciones nerviosas, en demanda
de una energía de la que no disponía.
De repente, una violenta onda mental los sacudió a ambos. Una
crepitación en el éter les zarandeó las entrañas de forma brutal, pulsó en su
lóbulo occipital y los postró en el suelo. Duró apenas cinco segundos y fue
suficiente para derribarlos.
Gruñeron al unísono y uno y otro empezaron a percibir llamadas
psíquicas confusas, en demanda de ayuda.
Orthan, débil como estaba, intentaba levantarse, pero los brazos no lo
sostenían y caía de nuevo.
Kronnan apenas en mejor estado, logró agarrarse al recio respaldo de la
silla y escalar lento hasta que consiguió sentarse, inhalando hondo.
—¡Por el… amor del… clan!¿Qué… qué… ha sido eso? —tartamudeó,
entrecortado. Al ver al caudillo caer por cuarta vez se agachó y lo ayudó a
agarrarse a su propia silla.
Orthan palidísimo, se arrastró, apoyó el antebrazo en el asiento y la
cabeza sobre este, con los corazones aleteando como si fueran los de un
pajarillo.
—… Es… es una onda… La onda de viaje entre mundos… —Kronnan lo
miró, sin comprender de qué le hablaba. Orthan elevó los ojos, que brillaban
con un destello de confusión y los clavó en los de Kronnan con una mirada de
alerta ante un peligro y anunció, inquieto—: Alguien viene. —Se incorporó un
poco y alargó la mano hacia Kronnan. —Lo siento amigo, pero tendrás que
prestarme algo de energía. Tengo que trasladarme de inmediato a mi fortaleza
y acallar esta cacofonía —aseveró. Se refería a las voces mentales de los
dragones que, como ellos, habían percibido la onda y todos a la vez invadían
el éter en busca de respuestas.
Kronnan asintió. El traspaso de energía podía resultar muy peligroso pues
el que la otorgaba quedaba por completo indefenso en manos del que la
recibía. Si este no era absolutamente responsable podía acabar con el hálito
vital del otro dragón.
Kronnan tragó saliva, nervioso. No es que no confiara en Orthan, pero
desde muy pequeños se les enseñaba a proteger su energía por encima de todo
y otorgarla voluntarios era algo sobre lo que tendían a ejercer un control
absoluto.
Alargó los brazos con las palmas hacia arriba y miró a Orthan. Este se le
acercó y lo miró a los ojos.
—Tranquilo, confía en mí, ¿de acuerdo? —pidió el caudillo, con un
ademán tranquilizador.
—No creo que sea cuestión de mi confianza, amigo, sino de tu
autocontrol ¿no crees? —respondió Kronnan, con una mueca.
Orthan sonrió. Posó las manos sobre las del dragón carmesí, situó sus
palmas en las muñecas de Kronnan, y las cerró sobre los brazos del que ponía
la vida en su poder.
Inclinó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos para concentrarse. Al
instante, Kronnan sintió circular la energía a través de sus venas, como si de
repente se hubiera materializado en ellas. La energía se canalizó y fluyó hacia
las muñecas, se liberó en la arteria y traspasó la piel hacia la palma de Orthan.
Orthan abrió los ojos de repente cuando sintió la energía llenarlo. Jadeó,
pleno de poder, y sus pupilas se dilataron. Los iris se convirtieron en oro
líquido que se arremolinó en torno a las pupilas como si fuera un océano
embravecido.
Kronnan, indefenso, quería retirar las manos. Desde su cerebro enviaba
la orden, pero sus miembros no le respondían y se sentía cada vez peor, más
débil y tembloroso. Y de improviso, cesó.
Orthan lo soltó y Kronnan se echó hacia atrás. Respiraba sofocado y los
corazones bombeaban frenéticos en su tórax.
—¿Estás bien? —preguntó Orthan. El color había vuelto a sus mejillas y
los ojos tenían un brillo extraño. Oscuro y peligroso.
Kronnan asintió, poco a poco sus corazones se normalizaron y la
respiración se ralentizó.
—¿Qué rayos ha sido eso? Parecía que me estabas absorbiendo la vida
—demandó, intranquilo. Se incorporó, se alejó de Orthan y lo miró como si lo
viera por primera vez. —. ¿Qué eres tú?
Orthan sonreía. La energía de Kronnan le había devuelto la fuerza de la
que estaba privado. Miró a su amigo y vio la susceptibilidad, los ojos
recelosos, la postura alerta, a un paso de defenderse. El traspaso de energía a
veces provocaba en el que la otorgaba la falsa sensación de ataque
intencionado por parte del que la recibía, como si fuera un robo. Orthan se
aproximó a Kronnan con las manos alzadas.
—Tranquilo, amigo… Tranquilo. Soy yo ¿recuerdas? —Se detuvo
delante de él, le puso las manos en los hombros y lo miró a los ojos.
—No sé muy bien quién eres tú… amigo —Kronnan le devolvió la
mirada al tiempo que se preguntaba qué le estaba ocurriendo. Sacudió la
cabeza.
¡Era Orthan, por el amor del clan!
Seguro que había alucinado cuando vio esa expresión de triunfo y cuando
sintió esa corriente desconocida en su líder, tan electrizante y poderosa,
mientras le transfería la energía. La debilidad producida le debía haber jugado
una mala pasada.
—Lo siento, Orthan, perdona. Yo… Estoy bien, no sé lo que me ha
pasado.
—No te preocupes, Kronnan. Lo entiendo. Y ahora, prepara tus cosas,
nos vamos a mi fortaleza. Hay que reunirlos a todos.
—¿Qué? Pero… ¿Por qué? —Atónito ante semejante petición, Kronnan
lo observó y volvió a ver ese brillo decidido en sus ojos. No le gustaba tener
que ir a la fortaleza del caudillo, allí se encontraría con muchos que lo
señalarían con el dedo e incluso alguno escupiría en el suelo ante él, pero que
tuviera que reunirlos a todos: era demasiado. Eso quería decir que vendría
toda su familia. Sus padres, sus hermanos…
¡Qué horror!
—Kronnan, algo viene. Algo o alguien se aproxima y ambos sabemos que
los usurpadores nos temen. No creo que lo que está por venir sea nada bueno.
Creo que… —Orthan se interrumpió, una mirada preocupada y feroz le brilló
en las pupilas dilatadas. No sabía lo que venía o quién, pero presentía un
peligro y temía que todos los planes que había ido forjando a lo largo de los
milenios fueran desbaratados.
CAPÍTULO 12
Inheray se despertó, gritando, de una pesadilla. Cuando se dio cuenta de que
seguía chillando se detuvo con un esfuerzo. El corazón le latía desbocado en el
pecho y respiraba de manera entrecortada. Miró alrededor y no reconoció el
lugar, era una habitación pequeña, con las paredes de madera y el techo
inclinado, con vigas. Unas ventanitas diminutas, a ambos lados de la
habitación, dejaban entrar la luz.
Se destapó y vio que todavía estaba vestida con la ropa que llevaba
cuando viajó hacia su nuevo hogar, a lomos de Pluder.
Y entonces lo recordó todo.
Habían llegado al anochecer. Era una noche nublada y desangelada y a la
escasa luz de la luna plateada apenas consiguió ver una casita de madera,
rodeada de un jardín y una valla blanca. No tenía vecinos muy cerca y el
pueblo distaba unos quinientos nobos. La casita era de dos plantas, pintada de
varios colores, brillantes y luminosos, que debían alegrar la vista cuando les
daba el sol de lleno.
Se sentó en la cama y depositó los pies en el suelo, sin ánimo de
levantarse. Hundió los hombros e inclinó la cabeza. Las lágrimas manaron de
sus ojos y cayeron en su regazo. Un hondo sollozo subió por su garganta, se
tapó la boca con las dos manos e intentó evitar que saliera a la superficie y
conectara su tristeza con la realidad.
Desde que había emprendido el viaje a lomos de Pluder el desamparo
había ido calando, muy hondo, en su interior. Ahora una profunda tristeza
anegaba su ser y resquebrajaba su alma de una forma como nunca creyó
posible. Separarse de Kronnan ya le resultó suficientemente amargo, pero
ahora separarse también de Orthan —de Prousse, de sus amigos—, había roto
su corazón y se sentía seca y vacía.
Inhaló profundo varias veces, cerró los ojos con fuerza, pero fue inútil.
El dolor crecía y la traspasaba, lo sentía llegar a su garganta, le inundó la boca
y se sintió morir. Se ahogaba con el grito, no podía retenerlo por más tiempo.
La soledad que había arrastrado toda la vida, la tristeza, el dolor por la
pérdida de Kronnan…
Todo lo había ido enterrando en su interior, sin darle jamás salida, y
había llegado a crecer tanto que ya no conseguía seguir ignorándolo.
No, después de que Orthan y ella se vieran interrumpidos y él la enviara
lejos del único hogar que había conocido nunca, de los únicos amigos que
había tenido jamás.
El grito salió disparado de su boca, un ronco alarido que creció y creció
y cuando se quedó sin aliento, cogió aire de nuevo solo para volver a gritar tan
fuerte que le castigó las cuerdas vocales y la dejó jadeante y sin fuerzas.
La rabia, la desesperación se adueñaron de su ser y los sollozos
sacudieron su cuerpo. Se dejó resbalar, se abrazó las rodillas y se hizo un
ovillo en el suelo.
Nunca nadie la había querido.
Ningún humano fue merecedor de que ella lo amara y cuando encontró en
Kronnan cariño, sostén, pasión, deseo, fue literalmente echada a la calle y
recogida por unos brazos, igual de protectores e insoportables por
desconcertantes y ardientes.
¿Por qué nadie la quería? ¿Qué tenía de malo? ¿Tan repulsiva era que
ningún ser quería luchar por ella, por su amor?
¿Qué iba a hacer a partir de ahora?
No quería pensarlo ni quería seguir luchando. No quería seguir en un
mundo donde su vida transcurriría vacía y gris, monótona hasta la arcada.
Tumbada en el suelo y estremecida por los sollozos, se hundió en un pozo
oscuro del que no esperaba salir. Quería morir, dejarse envolver por la nada y
no volver a sentir dolor otra vez.
Perdió el sentido del tiempo y las horas transcurrieron sin que ella se
diera cuenta.
De repente, sintió que la casa se movía, alguien estaba zarandeando el
pequeño edificio y un ogro rugía en la montaña.
«¡Oh, madre mía! ¡Que alguien lo haga callar, me está haciendo polvo los
tímpanos!» pensó, dolorida.
Pero el rugido proseguía y ahora había palabras, palabras que se
parecían sospechosamente a su nombre. Alguien gritaba su nombre en su oído,
a la máxima potencia.
Levantó la mano y pegó un manotazo al que ponía una trompetilla en su
oreja para gritar y dio con algo muy duro, que la cogió de la muñeca.
¡Héroes benditos!
¿Por qué seguía gritando?
Además de que la casa se venía abajo, como si hubiera un terremoto.
—Inheray, despierta, cariño. ¡Por favor, Inheray!
¿Un terremoto? Abrió los ojos ¿Debería correr o dejarse engullir?
Delante tenía un rostro, envuelto en una brillante mata de pelo de un rojo tan
encendido que tuvo que parpadear ante el resplandor. Sonrió, se parecía al
pelo de su Kronnan, pero él la había abandonado y eso la hizo gemir. Cerró
los ojos de nuevo al dolor que la asaltó ante el recuerdo, quería volver a la
nada en la que se estaba tan a gusto que ningún recuerdo podía herirla.
—¡No! Inheray, no dejaré que te vayas otra vez. ¡Inheray, vuelve! Vuelve
conmigo —suplicaba Kronnan, presa de la desesperación.

Kronnan había corrido un riesgo tremendo. Había sentido en las entrañas


el grito que ella había lanzado, tan lejos de su provincia y su fortaleza, la
desgarradora desesperación femenina, cuando se preparaba para viajar con
Orthan hacia su baluarte. Pero sintió el aura de ella invadirlo y la negrura
hacia la que se estaba desplazando. Su ser se sacudió en agonía, miró a Orthan
y lo descubrió extático como si también hubiera oído la llamada.
—¿Has oído? —preguntó de forma mecánica. Se disponía a saltar hacia
el éter sin pensar en su propia seguridad y seguir el rastro del aura de Inheray
hasta dar con ella.
Orthan lo miró, los ojos se oscurecieron, el pardo se volvió casi negro y
Kronnan fue incapaz de desvelar su expresión.
—¿El qué? No, no he oído nada —contestó el caudillo, desvió la vista y
se alejó unos pasos, con la respiración acelerada.
Kronnan lo observó detenido. Descubrió el temblor de las manos, los
puños cerrados en un esfuerzo por controlarlo. Sin pensarlo un segundo se
desplazó y se situó a su lado para tocarlo en la sien.
Orthan podía leer el pensamiento a distancia, si la mente era débil o
estaba desprotegida; era de los pocos que podían hacerlo. Los demás dragones
tenían que establecer contacto físico directo para percibir los pensamientos y
sentimientos de otro.
Y eso fue lo que hizo Kronnan.
Bastó un segundo de contacto con la sien de su caudillo para que todo se
revelara ante Kronnan: el deseo intenso y salvaje que Orthan sentía por
Inheray. Sus intentos de resistirse a ello, por él, por su amistad. Y por algo
más, algo más profundo, pero tan protegido y escondido en su interior que no
pudo llegar para desentrañarlo, aunque no insistió. Había visto suficiente y
también sabía lo nítido que Orthan había escuchado la llamada de Inheray.
—Tú la amas —afirmó estupefacto y furioso, al tiempo que agarraba con
rudeza el hombro de Orthan y lo obligaba a encararlo.
Orthan se sacudió con rabia la mano de Kronnan del hombro y se alejó,
enojado consigo mismo por haber permitido un contacto mental que lo hacía
tan vulnerable.
No había podido evitar la invasión de su mente. Lo había cogido por
completo desprevenido y eso le demostraba lo perjudicial que era lo que
sentía por la humana. Lo desviaba del objetivo que se había trazado, de la
férrea disciplina a la que se había sometido para cumplir la promesa que
hiciera en su día ante el cuerpo sin vida de Rayana, antes de huir de
Annorthean, lo desconcentraba y lo dejaba indefenso y desprotegido.
Echó una rápida mirada por encima del hombro hacia Kronnan. ¿Cuánto
habría desentrañado en su interior? Sondeó sus emociones, algo que le bastaba
con ver el color de su aura, que en ese momento era de un intenso color añil,
ribeteado de dorado. A su pesar, sonrió. Kronnan estaba celoso.
De él.
Si no fuera por lo ridículos que resultaban esos celos y por la situación
en la que estaban, se hubiera reído a carcajadas. De haber podido, se hubiera
hundido hasta desaparecer en el interior de esa dulce humana, pero jamás pudo
hacerlo y lo único que consiguió fue una erección brutal, dolorosa, y una
frustración que le iba a durar siglos. Así que no, Kronnan no tenía derecho a
estar celoso de él.
—No digas sandeces —recriminó, glacial—. Vamos, Kronnan, debemos
ir a mi fortaleza. —Orthan desvió el tema con un lánguido movimiento de la
grácil muñeca al tiempo que se apartaba de la frente un mechón de pelo
dorado y lo enviaba, volando, a la espalda.
—No pienso ir a ningún sitio contigo. ¡Maldito…! ¡Te la llevaste de mi
lado! ¡Te la llevaste para ti! ¡Y has estado todo este tiempo con ella!—La
candente furia ardía en el interior de Kronnan y apenas podía contenerse para
no lanzarse sobre Orthan y estamparle la cabeza contra la fría piedra, pero el
recuerdo de que Inheray podía estar sufriendo era mucho más poderoso y
acuciante que cobrarse venganza por esa afrenta de su líder.
—Voy a ir con ella y reza para que luego no te encuentre. ¡Porque te juro
que te mataré! —aseguró Kronnan con los iris de un rojo llameante.
Orthan, furioso también, lo enfrentó. Dio un paso hacia él dispuesto a la
lucha, aunque logró controlarse a tiempo y se refrenó. Durante un milisegundo
había perdido el férreo control que siempre ostentaba sobre sí. Apretó los
puños a los lados del cuerpo con fuerza.
—¡No seas imbécil! ¡Jamás la poseí! —escupió Orthan las palabras que
le quemaban los corazones con frustración. A pocos cánobos del rostro de
Kronnan lo miraba furibundo—. ¡Pensaba en ti, estúpido! Yo no podía hacerte
eso. —Tragó con un esfuerzo y cerró los ojos un momento; cuando los volvió a
abrir los cubría la más desesperada tristeza. —A pesar de lo mucho que llegué
a desearla. De lo mucho que la deseo todavía.
Orthan se giró para alejarse, furioso y mortificado, y hundió los hombros,
pero Kronnan lo retuvo por el brazo.
El caudillo se detuvo y apretó las mandíbulas. Mantuvo la mirada al
frente y se negó, terco, a revelarle nada más a su amigo.
—¿No la … no...? —Kronnan se acercó a Orthan, lo cogió de la barbilla
y lo forzó a mirarlo de nuevo. —¿Cómo pudiste resistir? —preguntó
asombrado ya que había percibido el profundo sentimiento que invadía los
corazones de Orthan hacia Inheray. Él no habría podido permanecer lejos de
ella, de tenerla cerca.
—No lo sé, la verdad… —confesó Orthan. Se encogió de hombros y
torció los labios al percibir como se tensaba Kronnan, de nuevo, a su lado—.
Lowda nos interrumpió, si no lo hubiera hecho tal vez…
—¿Ella te deseaba? —Kronnan buscaba en sus ojos la verdad, necesitaba
respuestas tanto como quería que Orthan lo negara.
El caudillo lo miró de frente.
—Nunca habría llegado tan lejos sin su consentimiento —contestó franco.
Vio el dolor que le producían sus palabras y se sintió mal, por su amigo y por
sí mismo —No usé mi poder con ella, lo sabes, ¿verdad? La seduje y ella me
respondió al final. Si no hubiera sido así, tal vez las cosas serían más fáciles
ahora. Pero su respuesta me enardeció y los meses que permaneció en la
fortaleza fueron la peor y la más dulce tortura que te puedas imaginar —
confesó, ardiente. Los recuerdos lo invadían a medida que hablaba y la tensión
anudaba su abdomen—. No conseguía quitármela de la cabeza y cuando su
esencia me rozaba me volvía loco, pero no quería enviarla lejos de mí. No
quería renunciar a ella. Le tenía una casa preparada casi desde que la trasladé
al castillo, pero no me decidía a liberarla, la retenía con excusas tontas y la
mantenía ocupada, a través de mi asistente, con pequeños trabajos.
Orthan sonrió a Kronnan sin alegría. Este frunció el ceño, lo soltó, pero
no se alejó y continuó mirándolo fijo.
—Parece que estamos condenados tú y yo —dijo, al final—. Los dos la
deseamos y a los dos nos está prohibida. —Se giró, dispuesto a ir a buscarla,
pero se lo pensó mejor y volvió a mirar a su adalid. Sabía por la intensidad
que había percibido en su interior que lo que estaba a punto de decir colocaría
a Orthan en una posición demasiado cercana a la mujer que amaba, pero
siendo honesto consigo mismo sabía que no tenía ningún derecho sobre ella y,
si estaba en peligro, no había nadie en quien confiara más que en Orthan.
—Ven conmigo —pidió quedo.
Orthan inspiró hondo, sus ojos lanzaron destellos dorados y un
inconmensurable anhelo galopó por sus venas. Pero recuperó con rapidez el
control, refrenó las ansias y negó.
—No, Kronnan, no puedo. Debo volver a la fortaleza y averiguar lo que
está ocurriendo. Además, no dejan de llegarme preguntas sobre lo que
significa la onda, todo el mundo me está esperando y…
—¿Y si ella está en peligro? En el castillo hay gente que sabe tanto como
tú y podrán resolver los primeros pasos a seguir en una crisis —insistió
Kronnan—. No querrás irte y abandonarla a su suerte ¿verdad?
—Kronnan, no insistas, yo… —resistió. Inmensamente preocupado por
Inheray, estaba desesperado por aceptar y correr en auxilio de ella. Se mesó el
cabello, alterado. —¡Por el amor del clan! ¿Qué quieres de mí? Me mantuve
alejado de ella, por ti. Pero si ahora la vuelvo a ver ¡ten por seguro que la
reclamaré y no podrás impedírmelo! —aseveró apasionado, con un brillo fiero
en la mirada.
Kronnan asintió.
—Ella decidirá. Yo tampoco me mantendré al margen, no podría —
afirmó y lo miró, sereno—. Pero primero debemos ayudarla.
—Si vuelves a estar con ella puede que se reactive el emparejamiento —
advirtió Orthan.
—Puede que sí, puede que no. Ahora mismo, esa no es la cuestión. Yo
voy a por ella. ¿Vienes?
Orthan claudicó y asintió. La sola idea de que ella pudiera estar sufriendo
o en peligro, le retorcía las entrañas.
—Debemos hacer saltos cortos, no podemos ir directamente. Está
demasiado lejos.
—¿Dónde goblins la enviaste? —inquirió Kronnan, sulfurado.
—Lo más lejos posible de mí… y de ti —añadió, al tiempo que le
lanzaba una torva mirada.
Kronnan se quedó boquiabierto.
—No me digas que la enviaste a la provincia de Krettus…
—¿Qué mejor sitio para mantenerte alejado? —sonrió Orthan.
Su amigo asintió. Nunca se le hubiera ocurrido buscarla en la provincia
de su hermano. Si en algún momento se le hubiera pasado por la cabeza la loca
idea de indagar en su busca.
—Dame la mano, yo dirigiré el traslado. —El líder de los dragones era
de los pocos que podían trasladarse por el éter a grandes distancias.
Kronnan miró de frente a Orthan. Ambos sabían que ya se estaban
midiendo mentalmente y se preparaban para luchar por una hembra. Solo que
esta vez la hembra sería humana. Alargó la mano, Orthan lo cogió del
antebrazo y afianzó el agarre.
Saltaron e intermitentes fueron materializándose en una región cada vez
más cercana al pueblo donde se hallaba el nuevo hogar de Inheray.
Tardaron un par de horas, aun yendo a toda velocidad a través del
subespacio. Al final, Orthan soltó el brazo de Kronnan y ambos aparecieron en
el jardín de la nueva casa de Inheray.
CAPÍTULO 13
Era media mañana en el pueblo y todo estaba tranquilo. No había ningún signo
de violencia o peligro que indicara la razón de un grito tan angustiado por
parte de Inheray. A pesar de la distancia el sonido había llegado hasta ellos a
través del éter, pero, aun así, Kronnan se lanzó hacia la puerta sin pensar.
Orthan, veloz, se interpuso en su camino y lo detuvo. Le pasó el brazo por
delante de los hombros y lo inmovilizó contra su propio cuerpo de espaldas,
con una llave de lucha.
Kronnan se sacudió, pero tenía el cuerpo de Orthan casi rodeándolo. Lo
cogió del antebrazo que tenía contra su propio cuello y tiró, sin ningún
resultado. El brazo del caudillo parecía de acero y con la otra mano le
inmovilizó el otro brazo.
—Shsss… ¡Quieto! Estoy camuflando nuestra visita, no queremos que
aparezca de repente Krettus a investigar, ¿verdad? —susurró Orthan en el oído
de Kronnan, mientras borraba el rastro que dejaba el traslado físico en el éter.
Un rastro de color, que identificaba al dragón y permanecía caliente todavía un
par de horas, después de su paso.
Kronnan se apaciguó y dejó de luchar contra él. Lo miró por encima del
hombro y a pesar de su alta estatura, tuvo que elevar la vista unos centímetros.
Orthan mantenía los ojos cerrados, lucía una expresión concentrada y
Kronnan se preguntó otra vez porque tenía la extraña sensación de que Orthan
ocultaba secretos, grandes secretos. Recordó lo que había descubierto cuando
estaba en su mente, un pensamiento oculto, algo muy poderoso y fuerte, pero
que Orthan mantenía profundamente escondido, incluso cuando no se sentía
amenazado.
Orthan lo soltó tan de improviso que Kronnan trastabilló, al perder el
equilibrio por la súbita falta de sostén.
El caudillo echó a andar hacia la casa con potentes y rápidas zancadas y
él lo siguió, sin perder un segundo. Los dos la localizaron a la vez dentro de la
casa después de un rápido rastreo mental y se trasladaron directos a la
habitación de arriba.
Kronnan fue el primero en llegar y se arrodilló al lado del cuerpo inerte
tendido en el suelo. Con ambos dragones en la habitación quedó patente con
rapidez lo pequeña que esta era.
Inheray estaba inconsciente.
Kronnan palideció al levantarla sin notar ninguna resistencia. Le
comprobó el pulso y la respiración, y ambos eran irregulares.
Inheray se hundía, de forma voluntaria, en la inconsciencia.
La zarandeó y empezó a llamarla por su nombre.
Orthan, al otro lado de la cama, observaba y se removía inquieto. Había
intentado aproximarse, pero no cabía en el estrecho pasillo con Kronnan
arrodillado en el suelo mientras sostenía el cuerpo de Inheray. Así que sin
ninguna contemplación se deshizo de la cama y avanzó, hasta situarse al otro
lado del cuerpo de ella. Le espantó la palidez del rostro y el color de los
labios, pálidos y grisáceos.
Kronnan desesperado, continuaba llamándola sin cesar. La zarandeaba,
presa de la angustia.
—¡Para, Kronnan! La vas a empeorar como sigas así —conminó Orthan.
Mantenía la calma a duras penas. El horror corría por sus venas al ver el
estado en el que se encontraba Inheray.
Le hacía pensar en el destino de los hombres y la angustia de que algo
pudiera pasarle a ella le retorcía las entrañas de tal modo que tenía ganas de
gruñir de impotencia ante un enemigo invencible.
Orthan levantó la mano y la puso sobre la frente de Inheray. Cerró los
ojos y se concentró. La mente de ella estaba confusa, llena de bruma y
pensamientos inconexos. Tardó un rato en encontrar la manera de poner algo
de orden en sus ideas y poder desentrañar el misterio.
Al cabo de un tiempo demasiado largo para la impaciencia que lo
carcomía, consiguió conectar con su mente.
—¿Inheray? ¿Me escuchas?
—¿Qué es esto? ¿Dónde estamos? —La voz de Inheray sonaba
desconcertada.
Orthan había creado un espacio en su mente y había materializado su
propio cuerpo y el de ella, para poder comunicarse.
—No te preocupes, Inheray. Estás a salvo. —Avanzó hacia ella y le
acarició la mejilla con un dulce roce—. ¿Qué ocurre, pequeña?
Inheray lo miraba con la confusión grabada en el semblante. Paseó la
mirada alrededor y se estremeció.
—Estoy sola —susurró entonces y quiso alejarse de Orthan, pero él la
cogió suavemente del brazo y le impidió que se alejara. Los corazones
masculinos saltaron de inquietud, en su pecho, cuando ella pronunció esas
palabras pues eran las mismas que él se había repetido a lo largo de los
siglos.
—Inheray…
Ella se lanzó a sus brazos y le envolvió la cintura. Se abrazó a él,
desesperada y escondió el rostro en su pecho.
Orthan se petrificó cuando la sintió contra sí y su cabello le rozó la
barbilla. Cerró los ojos, estremecido de necesidad.
—Nadie me ha querido nunca. Nunca supe quiénes eran mis padres, no he
conocido el cariño de nadie y cuando por fin intimé con Kronnan lo suficiente
como para enamorarme profundamente, ¿qué hizo él? ¡Rechazarme! —exclamó
con pesar. Elevó el rostro, surcado por las lágrimas, y miró a Orthan—. Y
tú… Tú también me rechazas. ¡Os odio! ¡Os odio a todos! —gritó furiosa. Le
empujó en el pecho, le dio un empellón e intentó echar a correr, pero todavía
no había dado un paso cuando él se interpuso en su camino y la envolvió de
nuevo en un abrazo.
—Kronnan no te rechazó. Yo lo obligué a que te abandonara —confesó al
tiempo que acogía el rostro de Inheray entre ambas manos con ternura y se
sumergía en la mirada trémula. Por segunda vez en su vida supo que se había
obrado un cambio en sus corazones. Ella era humana y, como tal, le estaba
vedada, pero en ese mismo momento habría dado la ardiente sangre roja que
ardía en sus venas para poder emparejarse con ella y no volver a estar nunca
solo.
Así que se dispuso a hacer lo único que podía hacer.
Sabía que lo que estaba a punto de revelarle volvería a unirla a Kronnan,
pero no podía mentirle. No, cuando era el único ser vivo que había derribado
los muros que había construido a su alrededor y que jamás permitió que nadie
cruzara, después de Rayana.
—Él te ama, Inheray. Te ama y por eso ha venido a buscarte. Oyó tu
llamada, tu sufrimiento y vino de inmediato —aseguró, con calma. Los
corazones bombeaban veloces en su pecho. Estaba renunciando a ella en favor
de Kronnan, alguien que también estaba vedado para ella, pero que gracias al
procedimiento «Gélido» y algún que otro conjuro que el propio Orthan había
añadido, estaba seguro de que el emparejamiento no se volvería a reactivar y
Kronnan podría vivir con Inheray hasta…
Hasta que ella muriera.
Orthan no quería ni pensar en que el destino de todos los humanos
alcanzaría a Inheray algún día. Le retorcía el espíritu de tal forma que se sentía
morir.
Las pupilas de Inheray se abrieron más y más, con atónito asombro, a
medida que la revelación de Orthan calaba en su mente.
¡Kronnan la amaba!
¡Y no la había abandonado!
Por un momento se perdió en ensoñaciones mientras imaginaba el
reencuentro con el dragón carmesí, entonces su mirada se topó de nuevo con la
brillante y profundamente dorada de Orthan y sintió una sacudida casi física.
Frunció el ceño, muy confundida. Bajó los párpados mientras analizaba sus
emociones. Pensó en Kronnan y su interior se iluminó en respuesta. Lo amaba,
¡oh, por supuesto que sí! Kronnan había sido el que la rescató de una vida de
miseria y soledad, y le había proporcionado cariño y ternura a raudales. Pero
entonces Orthan entró en su vida como una tormenta imparable y su mundo
cambió, lo que había conocido hasta entonces, lo que daba por sabido…
Todo se trastocó.
El poder y el magnetismo del líder de los dragones la habían cautivado y
seducido y ya no podía negar que también se había enamorado de él.
—¿Por qué? ¿Por qué me alejaste de Kronnan? —susurró al mirarlo de
nuevo sin saber si quería averiguar la verdad de los corazones de Orthan.
—Kronnan… —empezó él, pero se interrumpió a la vez que se
preguntaba cuánto debería contarle. La miró y decidió que no era el momento
de revelarle que Kronnan había estado sentenciado a muerte por no poder
realizar el ritual de emparejamiento con ella—. Estuvo enfermo y por eso no
podía estar contigo. Yo lo obligué a dejarte para que se recuperara y luego…
No quise renunciar a ti —admitió, honesto. Y apretó las mandíbulas para
evitar que de su boca salieran las palabras que surgían de sus corazones: «Y
sigo sin querer renunciar a ti».
—Yo… no sé… ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Qué esperáis de mí?
—preguntó, perdida. Saber que Kronnan en realidad no la había echado a un
lado como algo ya usado e inservible le alivió la terrible carga que acarreaba
desde que Orthan apareció en la cueva y le dijo que el dragón carmesí no
volvería. Desde entonces su corazón y su alma se autoprotegieron bajo capas y
más capas de escudos ya que no quería volver a enamorarse y sufrir de ese
modo ante otro rechazo. No lo soportaría.
Se alejó de Orthan y miró la vasta blancura que la rodeaba.
—¿Dónde estamos? ¿Qué es esto? —inquirió.
Orthan se estremeció de desesperado deseo al contemplarla. La imagen
que percibía de ella en ese espacio era más nítida, más real que la material. El
color del pelo, el olor de su piel, el brillo de los ojos, todo era mucho más
intenso, más revelador. Sintió el arrollador deseo que abrigaba arañar la
superficie de su epidermis y desestabilizar el escaso control que todavía
poseía. Hacía ímprobos esfuerzos para evitar saltar sobre ella y apoderarse de
sus labios y de su aliento.
Inheray observaba ese espacio blanco, impersonal y cerrado, se giró
hacia él y percibió la mirada intensa, la tensión del cuerpo masculino e intuyó
la causa. Su mirada cambió y la confusión dio paso al reconocimiento. Se
acercó a él, con pasos lentos, sin dejar de mirarlo fija a los encendidos ojos
dorados.
—Estamos solos ¿verdad? —Era una aseveración más que una pregunta.
Se detuvo frente a él, a escasos cánobos de rozar el pecho masculino con los
senos. Orthan la había separado de Kronnan y luego la había seducido para, al
segundo siguiente, rechazarla.
Y ahora volvía a estar frente a ella, con la misma ardiente mirada con la
que la contempló durante ese maravilloso baile, en el Día de la
Conmemoración. No podía negar que Orthan la atraía y llevaba mucho tiempo
negándose a sentir. Tal vez era hora de pensar en sí misma.
Orthan inhalaba con fuerza en busca de un aire que parecía faltarle. Tenía
la cabeza inclinada hacia ella y la miraba penetrante desde arriba, contenido.
—Aquí no hay nadie que pueda interrumpirnos. Esto, este espacio… lo
has creado tú, ¿verdad? —Inheray estiró el brazo, sin retirar la vista del rostro
masculino, y cogió una de las largas y elegantes manos de Orthan para
descubrir que temblaba. Le acarició el dorso, liso y suave, con la yema de un
dedo y repitió con la voz enronquecida: —Estamos solos.
Las pupilas de Orthan se dilataron de golpe y abarcaron casi la totalidad
de los iris, solo un resquicio dorado bordeaba la oscuridad de los ojos.
—Inheray —advirtió con una profunda y cavernosa voz. Estaba a punto
de perder el control, lo último que necesitaba era que ella lo sedujera.
No habría opción, se rendiría antes incluso de pensar en luchar.
Un escalofrío de expectación recorrió a Inheray, pero no quería
detenerse, no quería escuchar esa voz en la cabeza que la conminaba a actuar
con cordura.
¿Cordura? ¿Acaso era cordura negarse siempre los propios sentimientos
frente a prejuicios impuestos por sentimientos ajenos?
¡Deseaba a ese dragón!
—Orthan, por favor. ¡No vuelvas a rechazarme! Yo…
Orthan dio un paso atrás como si hubiera recibido un mazazo invisible.
¡Por todos los soles del universo!
Estaba intentando hacer lo correcto, comportarse de forma honorable y
esa dulce criatura se ofrecía a él de esa forma.
¿Cómo resistir?
¿Cómo ignorar la poderosa atracción?
Cuando lo que deseaba con todo su ardiente y oscuro espíritu era
estrechar su cuerpo contra sí y sentir su cálido calor.
—Inheray, debemos salir de aquí. He venido a ayudarte a encontrar el
camino de vuelta. Vamos, Kronnan nos está esperando. —Orthan dio otro paso
atrás y retiró su mano de entre los cálidos y suaves dedos de Inheray. Se
mordió el carrillo interior cuando el calor femenino abandonó su piel y el
vacío que dejaba lo hirió.
—De nuevo el estoicismo, de nuevo el honor de Orthan… —Inheray
hundió los hombros y el dolor que cruzó su mirada resquebrajó la sólida
resistencia del caudillo. —De nuevo, el rechazo…
—¡Inheray! ¡Por todos los clanes! —gruñó, al borde del abismo—. ¿No
ves que estoy intentando hacer lo correcto? ¿Lo mejor para todos? Kronnan te
ama y ha venido a buscarte… —Orthan avanzó con ímpetu al lado de Inheray,
la cogió con rudeza del brazo y la obligó a encararlo. —Y tú lo amas a él ¿no
es cierto?
Inheray se sobresaltó y se echó hacia atrás cuando Orthan le exigió una
respuesta.
—¡Di! ¿No es cierto? —Él apretaba con fuerza el brazo femenino, en un
intento de obtener la respuesta que le quemaba el interior.
Inheray asintió con la cabeza y una mirada aturdida en los ojos. Por
supuesto que amaba a Kronnan, no lo había olvidado a pesar de lo mucho que
lo intentó mientras se repetía una y otra vez que él la había abandonado. Pero
durante todo ese tiempo Orthan estuvo presente: Intenso. Provocador.
Inquietante.
—Entonces, humana… —escupió Orthan la palabra con desprecio. Sentía
la furia crecer dentro de él y la desesperación le corroía como si fuera ácido.
Estaba rechazando a la única hembra que le había iluminado el ser con su
calidez y su dulzura desde aquel fatídico día en Annorthean. Se dejó llevar por
la rabia y la proyectó contra Inheray. Quería evitar por todos los medios ceder
al deseo de poseerla en ese entorno de ilusión—. Será mejor que corras a sus
brazos.
Inheray palideció y retrocedió, herida. Tragó con esfuerzo y se desasió
del agarre que la mano masculina ejercía sobre ella. Se enderezó por puro
orgullo y lo miró con la barbilla levantada.
—¡Jamás vuelvas a tocarme, Orthan! No tienes derecho —decretó, con un
ligero temblor en la voz. Se volvió para ocultar las lágrimas que inundaban
sus ojos y miró alrededor para poder huir cuanto antes de ese espacio y de su
lado. Sus palabras la habían lastimado muy hondo y le habían dejado el alma
en carne viva—. ¿Cómo se sale de aquí? ¡Vamos! ¡Dime cómo se sale, drakul,
y ya nunca más tendrás que soportar mi presencia humana!
Orthan apretó los puños y se clavó las uñas en las palmas hasta abrirse la
carne.
¿Por qué el universo se mofaba con tanto afán de él?
Adelantó un paso y levantó una mano, el arrepentimiento desfiguraba sus
facciones. Quería consolar a Inheray, pero se detuvo y cerró la mano en un
puño, cuando el peso del dolor casi lo hizo hincar la rodilla en el suelo, tan
brutal lo sacudió.
—Inheray, lo siento. No quería herirte, yo…
Inheray se alejó unos cuantos pasos y su voz impregnada de dolido
sarcasmo, resonó en el espacio vacío.
—Vos… ¿Qué, drakul? ¿No querríais estar perdiendo el tiempo con esta
humana, cuando podríais estar cómodamente instalado en vuestro castillo con
Lowda entre los brazos? —Inheray se tapó la boca con la mano apretada con
fuerza en un puño, antes de que el sollozo que pugnaba por salir se le escapara
y arruinara su intento de salir airosa de la situación.
La furia volvió a nublar el juicio de Orthan al escuchar a Inheray nombrar
a Lowda, una hembra que jamás tendría ni la más ligera idea de lo que era la
dulzura. Entonces sondeó los pensamientos de Inheray y descubrió el dolor
que su propio rechazo provocaba en ella. Vio la esperanza que sentía al saber
que Kronnan no la había abandonado, que todo lo que sintió con el dragón
carmesí cuando estuvo en su castillo no fue una simple ilusión y que él no la
había utilizado. Que la amaba. Y descubrió un nuevo sentimiento dentro de
ella que lo dejó aturdido. Percibió el miedo que le daba…
¡Fuegos fatuos!
¡El miedo que le daba amarlo! ¡A él!
¡Inheray lo amaba! ¡Con un amor puro y atávico! ¡Con la fuerza de mil
ciclones!
Como si él fuese alguien merecedor de ese amor.
El férreo control que siempre se había impuesto a sí mismo para evitar
desviarse de su propósito y para impedir que sentimientos indeseados lo
hicieran vacilar a la hora de llevar a cabo su venganza, se vino abajo como un
castillo de palillos y se derrumbó con la fuerza de una montaña. Hizo añicos
milenios de disciplina y sus corazones volaron libres por primera vez desde
que eclosionó y corrió a los brazos de sus padres para descubrir que ya
estaban ocupados con otro retoño que le robó el cariño que debería haber sido
suyo por derecho.

Horas después…
En ese espacio de irrealidad, aunque en el exterior apenas habían pasado
más de diez minutos, Orthan sondeó el cerebro femenino y con su poder fue
bloqueando todos los recuerdos de ese encuentro, incluso del tiempo que ella
pasó en su propia fortaleza, de los momentos vividos junto a él y del deseo
compartido.
La realidad lo había alcanzado, contundente como una sentencia, y supo
que no podía permitir que Inheray recordara nada de lo que había ocurrido en
ese espacio fuera del tiempo. No podía dejar que despertara y se sintiera
dividida entre el amor que sentía hacia Kronnan y el amor que le profesaba a
él.
Bloqueó, inmisericorde consigo mismo, cualquier rastro en la que su
propia presencia hubiera calado en la vida de Inheray para que nunca
interfiriera en su convivencia con Kronnan y lento, hizo que la consciencia de
ella tomara el control, saliera de ese estado comatoso y despertara.
CAPÍTULO 14
En el exterior, en el tiempo real, Kronnan sostenía el cuerpo de Inheray con
infinita ternura contra sí, mientras el terror recorría su espinazo. Sentía las
lágrimas pugnar por salir y desbordar sus ojos, pero se negaba a dejarlas
resbalar.
Inheray volvería con él.
Ella estaba bien, solo se había desmayado.
Observó intrigado a Orthan. Permanecía inmóvil al otro lado de Inheray
con los ojos cerrados y la mano apoyada sobre la frente de ella, y Kronnan se
preguntó qué estaría ocurriendo entre ellos. Quería sacudirlo, gritarle, pero no
se atrevía por temor a que interfiriera en su concentración y rompiese el
contacto que Orthan pudiera haber logrado con la mente de ella.
Siguió acunando a Inheray y llamándola quedo.
—Inheray. ¡Por favor, amor mío, vuelve conmigo!

Orthan continuaba concentrado en la mente de Inheray mientras ella


recuperaba la consciencia. Entonces regresó a su propia psique y esperó, para
apaciguar un poco el alocado latido de sus corazones. Oyó la voz de Inheray y
percibió la alegría de Kronnan al oírla pronunciar su nombre. Se replegó en sí
mismo y escondió sus emociones en lo más oculto de su espíritu. Al poco
tiempo abrió los ojos y los observó.
La verdad era que hacían muy buena pareja. Él era un ejemplar
magnífico, con ese cabello rojo, el rostro de un dios y un cuerpo fuerte y
atlético, y ella… Ella era una hermosura.
El largo cabello castaño dorado caía por encima del brazo con el que
Kronnan la sostenía y barría el suelo como si fuera una alfombra de sedoso
satén. Su cuerpo, tan femenino, reposaba medio incorporado en el suelo, con
las piernas recogidas y los ojos, de ese brillante verde claro, miraban a
Kronnan con todo el amor que sentía por él. Su rostro expresaba esa dulzura
que la caracterizaba en todos sus rasgos y que la hacían diferente de todas las
demás humanas.
Orthan se incorporó, se levantó y se alejó de ellos. Se situó en un rincón,
mientras los amantes se reencontraban y se susurraban palabras que solo ellos
entendían.
Aunque los corazones de Orthan gritaron de agonía y el desesperado
anhelo que sentía por Inheray suplicó para que detuviera esa tortura y la
reclamara como suya después de lo que había ocurrido entre ellos en la mente
de ella pero, revestido de fuerza, la fuerza que le daba saber que ella sería
feliz, Orthan reprimió y encerró sus sentimientos, el ilimitado amor que sentía,
y lo ocultó en lo más profundo de su ser. Cerró con llave para nunca volver a
abrir esa puerta, mientras los contemplaba con el rostro impenetrable. Se
había apoyado en la pared más alejada pero, aun así, podía oler el dulce
aliento de Inheray. Cruzó los brazos sobre el pecho, se apoyó indolente con la
punta del pie derecho en la pared y siguió mirándolos como si el dolor que le
causaba su felicidad, y el saber que la vida para él a partir de ese momento
sería una monotonía de grises, sin ningún atisbo de calidez o alegría, no le
retorcieran las entrañas hasta querer rugir.
Kronnan ayudó a Inheray a levantarse y la abrazó estrechamente. Ella
elevó los brazos, los pasó por detrás de la nuca de él y se alzó sobre las
puntas de los pies para poder besar los labios de él.
En ese momento Orthan carraspeó con fuerza. Ver la felicidad en los ojos
brillantes de Inheray era una cosa, pero sentir el deseo de esa adorable hembra
por otro macho era demasiado para su espíritu torturado.
Kronnan sonrió sobre los labios femeninos y se separó de ella, pero la
enlazó de la cintura, un tanto azorado, con una sonrisa culpable por haberse
olvidado de la presencia de su amigo.
—Orthan… eh, esto… yo… ¡Gracias! —Agradeció, de corazón. Avanzó
y tendió la mano hacia su líder. —Gracias por devolvérmela.
Orthan miró la mano de Kronnan y durante unos interminables segundos
pensó en apartarla de un empellón y estampar el puño contra el sonriente
rostro de su amigo, pero, al final, se incorporó y extendió el brazo para
apretar, fraternal, la mano tendida.
—Cuídala —dijo suave. Apretó más fuerte y miró fijo a Kronnan, con
una muda advertencia en el fondo de las pupilas—. ¡Cuídala bien!
Kronnan asintió, solemne, y Orthan le soltó la mano.
Inheray permanecía detrás de Kronnan y miraba a Orthan con curiosidad.
Le recordaba de aquella única vez que estuvo en la fortaleza de Kronnan,
cuando cayó enfermo, y comprobó que el caudillo de los dragones seguía
produciéndole esa sensación vibrante y peligrosa, aunque ahora no se paró a
pensar en ello. La alegría de tener a Kronnan a su lado era lo único importante
para ella.
Orthan se volvió para salir, abrió la puerta que daba al exterior y la
cruzó. Se alejó unos pasos e inhaló con fuerza, como si dentro de la casa no
hubiera oxígeno suficiente. Al cabo de un momento, asintió como reforzando la
decisión tomada y se dispuso a volver a su fortaleza.
El peligro que significaba la onda seguía presente en su memoria y ya era
tiempo de volver a ocuparse de sus obligaciones.
Se volvió para despedirse de la pareja, pero al ver el apasionado beso
que Kronnan le estaba dando a Inheray y al que ella correspondía con arrobo,
retrocedió como si le hubieran asestado una puñalada en ambos corazones. Sin
poder soportarlo se lanzó al éter y desapareció.

Inheray se sentía en la gloria. No recordaba muy bien lo que había


ocurrido. Rememoraba el dolor, la soledad y el desamparo, pero no sabía qué
lo había ocasionado. Tenía la mente ofuscada y como en una nebulosa espesa,
aunque no le importaba. Sentía los brazos de Kronnan en torno a sí y sus
labios sobre ella, y eso era suficiente como para querer quedarse así para
siempre.
La puerta de la caseta se cerró y Kronnan los trasladó arriba, a la
habitación.
16
—¡Inheray! ¡Te he echado tanto de menos, nayanda crwol ! —Kronnan
la desnudó con su poder e hizo aparecer una cama, mucho más grande que la
que Orthan había hecho desaparecer.
Inheray suspiró de anhelo cuando vio los azules ojos de Kronnan mutar al
rojo en un instante y su espíritu se abrió como una flor cuando el cuerpo de él
la cubrió y sintió su calor envolverla.
—¡Oh, Kronnan! —musitó en un susurro entrecortado. Apenas podía
pensar. Las manos de él la recorrían febriles y los labios masculinos no
abandonaban su cara. Se abandonó en los fuertes brazos y supo que no
volvería a sentirse desamparada si esos brazos la envolvieran para siempre.
Las horas transcurrieron, llegó la tarde y la medianoche dio paso al alba.
El sol despuntó, entró por las estrechas ventanitas de la caseta e iluminó sus
cuerpos desnudos.
Kronnan la había amado, incansable. Había volcado toda la pasión que
no había podido mostrar durante el tiempo que estuvieron separados y la había
poseído con ternura infinita.
La mente de Inheray empezó a aclararse y se formaron un montón de
preguntas en su interior ante la confusión que sentía. Su último recuerdo era
estar a solas en la cueva de la que se habían guarecido de la tormenta que los
sorprendió durante la ronda de Kronnan, pero en realidad sentía que había
pasado mucho tiempo de aquello. Confundida intentó saber, pero apenas fue
capaz de elaborarlas preguntas que bullían en su mente. Kronnan no le daba
tregua, no la dejaba hablar, y la besaba insaciable.
Pero pronto el cuerpo de Inheray protestó y su estómago rugió de hambre.
Kronnan sonrió culpable y la besó en la nariz.
—Tendrás que darme de comer o me desmayaré de inanición —afirmó
ella, al fin, con una sonrisa pícara.
Kronnan la miró con arrobo y se tumbó de lado, con el magnífico cuerpo
desnudo y el cabello rojo alborotado en torno al rostro.
El corazón de Inheray saltó de júbilo y sonrió pletórica. Sabía que había
ocurrido algo que los había mantenido separados, pero lo único que recordaba
era la cueva y luego aparecer en la caseta en brazos de Kronnan. La curiosidad
dio paso a menesteres más acuciantes y relegó las preguntas para otro
momento. Ahora sabía que tendría todo el tiempo del mundo para preguntar
por ello y prefería disfrutar de la compañía de Kronnan. De su calor y de esa
mirada que la hacía sentir como la única mujer sobre la tierra.
En ese momento, encima de la cama, apareció una bandeja repleta de
comida: pavo asado, salsa, pan humeante, vino, queso y fruta.
Los ojos de Inheray brillaron y se lanzó a por la comida.
Kronnan se carcajeó feliz y la observó comer casi con tanta ansia como
la primera vez que estuvieron juntos. Se descubrió maquinando que debería
dejarla sin comer solo para ver cómo devoraba después. Le encantaba verla
así, sin pudor ni recato. Casi como cuando le hacía el amor.
Y ese pensamiento volvió a encenderle la sangre. Pero ya no era como
antes, ahora podía contenerse, podía disfrutar de ella y marcar el ritmo sin
apresurarse, sin sentir esa urgencia que lo enloquecía por poseerla.
Inheray terminó de comer y suspiró, ahíta. Se apoyó con las manos en la
cama y echó la cabeza hacia atrás, en un estiramiento sensual.
Kronnan no dijo nada, pero su anatomía se enardeció aún más y a punto
estuvo de abalanzarse sobre ella, aunque no lo hizo. Disfrutar de la visión de
ella era apasionante también.
Orthan tenía razón. Durante el tiempo que estuvieron separados, Inheray
había madurado de forma física y el cambio había sido espectacular. Si antes
era hermosa, con una frescura y lozanía derivadas de una juventud pletórica,
ahora había adquirido un grado de serenidad que le confería un aire
majestuoso.
Suspiró, embelesado, sin poder creer todavía que la hubiera recuperado y
que podían estar juntos. Pensó en la posibilidad de que el emparejamiento se
reanudara, pero ya no le preocupaba morir. Prefería una muerte segura a vivir
sin ella, a esa soledad que le había oscurecido el espíritu hasta casi
desaparecer en la negrura.
Se acercó a ella con los corazones acelerados, no ya de deseo sino de
expectación.
—Inheray —musitó con dulzura. Le acarició el rostro con un dedo y se
recreó en su suavidad. Se acercó a ella e hizo desaparecer la bandeja con
comida. Se sentó en la cama y la abrazó. Enredó su mano en la cabellera de
ella y se sumergió en esa mirada brillante como las estrellas—. Nayanda,
tengo que decirte tantas cosas. Yo…
Inheray sonrió y le acarició los poderosos hombros y la ancha espalda.
Una de sus manos subió por la columna y hundió los dedos en la cabellera
encarnada, en la nuca, con tanta suavidad que hizo estremecer el cuero
cabelludo de Kronnan de tal manera que casi olvidó la intención de lo que
quería decir.
—Inheray, sé que lo has pasado muy mal, sé que no debí…
—Kronnan, antes de que sigas debo decirte que no recuerdo nada, que no
sé qué ocurrió después de que me dejaras en la cueva. Tengo una laguna en mi
memoria y no sé por qué estoy aquí, en esta caseta. Solo recuerdo sentirme
desamparada y muy sola. —Una sombra de pena oscureció el rostro femenino
y Kronnan comprendió que Orthan no solo la había hecho regresar, además le
había bloqueado los recuerdos. Inheray lo miró con una sonrisa triste y
prosiguió. —Siempre he estado muy sola. No conocí a mis padres y luego mis
tíos fueron la peor pesadilla de una niña solitaria. Nunca supe lo que era el
cariño de nadie hasta que te conocí. Tú has sido el único que me ha tratado
con benevolencia, con respeto. —Kronnan quiso hablar en ese instante en
favor de Orthan, pero Inheray le tapó la boca con la mano con suavidad, se
incorporó y lo miró de frente, sonrojada y algo cohibida. —Por favor, déjame
continuar… O si no, no creo que pueda… Tengo muchos sentimientos dentro
de mí y quiero decírtelos, quiero que comprendas que para mí no eres un
dragón que demandó una Ofrenda. Para mí eres el hombre que me acogió en su
casa, que me otorgó la libertad y que me trató con cariño y decencia. Que me
sedujo con su pasión y con el que me sentí protegida y… valorada. —Kronnan
se removió, inquieto, y a punto estuvo de revelar todo lo que contenían sus
corazones, pero Inheray todavía tenía posada la mano sobre sus labios y siguió
escuchando, profundamente conmovido. —Sé que soy una simple humana, que
no puedo ofrecerte mucho, pero quiero hacerlo, quiero ofrecerte todo lo que
soy porque… —Inheray se interrumpió, el sonrojo de sus mejillas avanzó y
cubrió todo el rostro iluminándola como si fuera una estrella. Los ojos le
brillaron con lágrimas contenidas y la barbilla tembló, incontrolada. —Quiero
ofrecértelo porque te amo, Kronnan. Te amé desde el mismo momento en que
te refrenaste por mí, en el que me trataste con tanta ternura que mi corazón se
abrió a ella y sentí que estaba en casa, que tus brazos eran mi hogar.
Inheray ya no pudo contenerse: las lágrimas rodaron por sus mejillas,
aunque sonrió con valentía y esperó su reacción. Bajó la mano que cubría la
boca de él, recatada, hasta el regazo y lo miró a los ojos.
Kronnan se incorporó y le envolvió el rostro con las dos manos. Quiso
hablar, pero se encontró descendiendo sobre sus labios y besándola con
infinito amor. La abrazó y el beso se hizo más profundo, más íntimo. Las
palabras de Inheray lo habían emocionado hasta hacer que sus corazones
latieran con total libertad, llenos de un amor inquebrantable que crecía y
crecía dentro de él por una humana que había sabido derribar toda la negrura
que lo rodeaba y había alejado la soledad de su espíritu para siempre.
Se separó y, sumergido en la mirada verde, pudo decir por fin todo lo que
había callado, casi desde el mismo momento en que la llevó a su fortaleza.
—Nayanda cwrol, tú nunca has sido una Ofrenda para mí. Te llevé en mi
corazón desde que te alejaste de la colina donde nos conocimos y me enamoré
de ti en cuanto aceptaste mi petición de Ofrenda. No tuve opción, te metiste
bajo mis escamas y te apoderaste de todo. —Kronnan se interrumpió. No
entendía por qué Orthan le había borrado la memoria y no quería mentirle,
pero tampoco revelar lo que había ocurrido mientras ella permaneció en la
fortaleza de su líder. Los celos lo invadieron y entonces comprendió el porqué
de la acción de su amigo. Y su gratitud y admiración por la generosidad que
había demostrado Orthan aumentaron aún más si cabe en sus corazones. —
Inheray, te amo. Quiero pasar mi vida contigo. Quiero que todos sepan que te
elijo como mi compañera y quiero hacerte feliz.
Inheray lloraba ya sin ningún recato. Hipaba y sonreía, inmensamente
dichosa. Asintió con la cabeza una y otra vez y se abrazó a su cuello,
sollozando.
Kronnan la abrazó con todas sus fuerzas, sin comprender muy bien esas
lágrimas.
—Inheray… ¿qué…? —preguntó confuso.
Ella se separó un poco para poder mirarlo, hipó, y consiguió recuperar la
voz.
—¡Sí! ¡Oh, sí, Kronnan! Te amo y nunca creí que pudieras
corresponderme… pero… ¡Te amo, dragón carmesí! Y viviré contigo donde
sea: en una cueva, en esta caseta o en un páramo desierto. No me importa con
tal de estar así, entre tus brazos, para siempre —acabó con una deslumbrante
sonrisa.
Los corazones de Kronnan se estremecieron de alegría, una alegría
olvidada y maravillosa, y sus propias lágrimas se sumaron a las de Inheray.
—¡Sí! ¡Oh, sí, nayanda! —exclamó feliz. Se incorporó y la elevó y
empezó a dar vueltas con ella sobre la cama mientras la besaba en los labios,
en las mejillas, en los párpados, en la nariz mientras atronaba la caseta con
sonoras carcajadas de júbilo y su espíritu se conmovía de felicidad al oírla
reír también a ella.
De súbito, se detuvo, la miró con intensidad y se adueñó de sus labios
con pasión. Cuando se hubo saciado de su boca y su aliento, al menos por un
tiempo, continuó:
—En mi planeta hay un ritual: es el Rito de Emparejamiento para unir a
una pareja. No sé si aquí hay algo parecido, creo recordar que celebráis una
ceremonia cuando una pareja quiere unir sus vidas —dijo Kronnan, mientras
rebuscaba en su memoria algo que había leído sobre las costumbres humanas.
Inheray lo miró con el estupor pintado en el arrebolado semblante.
—¿Quieres casarte conmigo? —preguntó, atónita.
—¡Sí, eso es! —exclamó al recordar el ritual—. Sí, quiero casarme
contigo, nayanda. Quiero que seas mi… ¿cómo es la palabra que utilizáis?
—¿Esposa? —aventuró ella. El corazón aleteaba veloz en su pecho,
como el de un colibrí. Cuando oyó a Kronnan decir que la amaba su felicidad
había sido inabarcable en su ser. Creía que explotaría allí mismo de pura
alegría; pero saber que él quería hacerlo oficial, frente a su familia, frente a su
clan, la dejó sin palabras.
—Sí, eso: esposa. Quiero que seas mi esposa, Inheray.
Las lágrimas volvieron a aflorar en los ojos de ella mientras asentía, pero
ya no le cogieron desprevenido y sonrió, dichoso.
—¿Eso quiere decir que sí? —inquirió risueño. La cogió de la barbilla,
se inclinó sobre ella y se sumergió en sus ojos al preguntarle, con toda
solemnidad—: ¿Quieres casarte conmigo, Inheray de Torrealmyr, ser mi
esposa y hacerme el dragón más feliz sobre la faz de Katrida?
Inheray hipó unas cuantas veces antes de poder contestar.
—¡Oh, Kronnan! ¡Claro, claro que sí! Seré tu esposa. ¡Sí! —gritó ya sin
lágrimas, llena desdicha.
Kronnan asintió y se inclinó más para poder besarla, pero de improviso y
de forma alarmante el éter se removió en torno a ellos y sus sentidos se
dispararon, inquietos. Al instante reconoció la esencia del dragón que estaba
sorteando el éter en su busca. Recordó que se hallaban en la provincia de su
hermano y se maldijo interiormente.
Orthan se había ido; ya no podía trasladarlos a los tres en un salto largo y
él no tenía la capacidad de salvar la distancia que se interponía hasta su
fortaleza en un solo traslado. Aunque debían alejarse de esa provincia de
inmediato.
Su hermano Krettus debía haber presentido su presencia y lo estaba
buscando y, si lo encontraba con Inheray, era capaz de…
Kronnan rechinó los dientes.
No quería ni pensar en lo que era capaz de hacer su hermano en su afán
de redimir la ofensa que creía que Kronnan había cometido contra su familia,
clan y especie. Se maldijo por haber permitido que su anhelo hubiera puesto
en peligro a Inheray, pero sin perder un segundo los trasladó a ambos al único
lugar que había visitado con anterioridad, cuando Orthan se materializó antes
del último salto a la caseta de ella.
Los dragones con un poder iniciático no podían saltar en el espacio a
ningún lugar en el que no hubieran estado con anterioridad y Kronnan era uno
de ellos. No había estado nunca en la provincia de su hermano y, por lo tanto,
no conocía el terreno como para ir dando saltos a ciegas. Podía cometer un
error fatal y materializarse dentro de la roca viva de una montaña. Morirían
antes de terminar la materialización.
Aparecieron cerca de un bosquecillo, en un prado que en ese momento
estaba arando un campesino. El susto que le dieron fue tal que echó a correr,
chillando como un poseso y agitando su azada en alto como si fuera una
campaña para llamar a las armas.
Inheray lo observó huir, compungida, y se giró hacia Kronnan,
sorprendida.
—Kronnan ¿qué ocurre? —inquirió, inquieta al ver su expresión alerta y
concentrada.
—Lo siento, nayanda. Tenemos que alejarnos de aquí cuanto antes, luego
te lo explicaré. Agárrate bien, no quiero perderte ¿de acuerdo? —manifestó
preocupado mientras fruncía el ceño, concentrado. Vigilaba a su alrededor y
con la mente escudriñaba el éter, por si les estaban rastreando. Tenía muchos
frentes a cubrir y el que más le importaba lo mantenía fuertemente pegado a él.
Volvió a saltar hacia la siguiente localización, pero demasiado tarde se
dio cuenta de que estaba lejos, muy lejos. Era excesivo. Se concentró al
máximo y afianzó el agarre en torno a la esencia de Inheray. Pero perdía
fuerzas y el poder le empezó a drenar la energía vital. Terco, no quiso rendirse
y siguió desplazándose. Lo importante era poner a Inheray a salvo, cuanto
antes.
Al final cuando sintió que si seguía sucumbiría al instante, localizó el
punto exacto y se materializó más al norte, en concreto en el reino de
Treeason, en lo alto del Atolón real. Unas gaviotas echaron a volar, ofendidas
por la intrusión.
Treeason se hallaba al sur del continente de Arana, el mismo donde se
situaba la fortaleza de Kronnan en la península de Valdisk, muy alejado del de
la provincia de Krettus y enclavado en un valle. Aquella provincia pertenecía
a un dragón rojo llamado Felishto. No era miembro del Consejo draconiano,
pero tenía peso en su línea de sangre.
Kronnan se derrumbó, exhausto, e Inheray chilló asustada al verlo caer.
—¡Kronnan!
—No… no te… preocupes… Es… toy bien —exhaló con jadeos
entrecortados. Inhalaba un aire que parecía negarse a entrar en sus pulmones y
sentía todo su cuerpo como si lo tuviera en carne viva, pero suspiró aliviado.
Había conseguido salir de la provincia de Krettus. Inheray estaba a salvo, si
conseguía averiguar cómo bajarla del atolón sin morir en el intento.
Ella se arrodilló a su lado y acunó la cabeza de él sobre sus piernas
mientras no dejaba de mirarlo aterrada y le palpaba el pecho en busca del
latido de sus corazones.
—Kronnan, no me dejes. ¡No me dejes, por favor, amor mío! —susurraba
sin parar, como una oración que pudiera salvarla del desastre.
Kronnan se recuperó un poco y se negó con terquedad a dejar que lo
venciera la debilidad. Deseó poder tener a un dragón cerca para poder hacer
un intercambio de energía, aunque sabía que ningún congénere en su sano
juicio se acercaría a él y mucho menos se prestaría a compartir su energía. Si
no fuese por la precaria situación en la que se hallaban, se habría reído con la
ironía del asunto.
Era un dragón acusado de haber cometido traición a los monarcas y haber
dejado entrar a los usurpadores mientras montaba guardia en las grandes
puertas del Palacio de Ammolita y ahora estaba a punto de morir por impedir
que una humana sufriera las consecuencias de ser acusado injustamente.
El rostro de Inheray expresaba la preocupación y la angustia que estaba
sintiendo al verlo tan débil e indefenso.
Levantó la mano, sonrió y le acarició la mejilla, húmeda de lágrimas.
—Estoy bien, nayanda. No te…
—¿Nayanda? ¡Por todos los sistemas del universo! Hacía milenios que
no oía el lenguaje ancestral —profirió una voz desconocida para Inheray.
La sorprendida exclamación, tras ellos, los sobresaltó.
Kronnan se incorporó y aunque no pudo levantarse, situó a Inheray tras él
y la protegió con su cuerpo. Inheray le pasó los brazos por la cintura y se
abrazó a él. No quería permitir que le ocurriera nada malo, pero si algo le
sucedía, ella compartiría su destino. No estaba dispuesta a seguir sola.
Kronnan le apretó la mano y miró al intruso que se había aparecido en lo alto
del Atolón, junto a ellos.
El Atolón de Treeason era una mole de roca, erosionada por millones de
años de vertido glaciar, separada del continente y horadada por galerías que
ascendían desde el fondo, a ras de mar, hasta la misma cúpula. Al cabo de los
siglos, los treeasonenses descubrieron que podían usarla como fortaleza en
caso de ataque, construyeron un puente levadizo, de tres nobos y medio de
largo que lo conectaba con tierra firme, y lo usaron como residencia real.
—¿Felishto? —pronunció Kronnan, dudoso, el nombre del dragón. No
sabía si este los recibiría con buena voluntad.
—¿Kronnan? —Atónito, el intruso los observaba con el ceño fruncido.
—He notado crepitar el éter y después de lo de la onda no quería sorpresas
imprevistas, así que he venido a investigar. Nunca hubiera pensado que eras
tú.
En su forma humana, Felishto tenía la apariencia de un hombre de estatura
mediana, larguísimo cabello negro, muy lacio, y ojos grises. Un cuerpo fibroso
y atlético y un rostro de marcados rasgos.
Kronnan asintió, aún pálido. Intentaba por todos los medios reunir la
energía suficiente para levantarse, pero le resultaba imposible.
—No te molestaremos mucho, Felishto. Solo necesito un momento para
descansar… —aseguró con un ademán de su mano. Todavía no lograba que el
aire entrara normal en sus pulmones e inhalaba profundo.
Felishto se acercó y frunció aún más el ceño al verlo pálido y ojeroso.
—¿Qué te ocurre? —Felishto intentó tocarlo, pero Kronnan reculó de
forma instintiva y al instante perdió el sentido al usar la poca energía que
había reunido para evitar el contacto.
Inheray gritó de nuevo y lo acunó contra ella, con afán protector, mientras
miraba al intruso asustada. No sabía de qué habían huido con tanta premura e
intuía que Kronnan no era bien recibido por los dragones.
—¡Por favor, no le haga daño! —suplicó con fervor.
Felishto los miró a ambos y pensó que era una extraña incongruencia
encontrarse a una humana con el único dragón que había sido expulsado de su
clan y por el íntimo y protector abrazo con el que la mujer sostenía a Kronnan
supuso que su relación distaba mucho de ser platónica, ya que ambos seguían
desnudos, tal y como habían huido de la caseta en cuanto Kronnan presintió el
peligro.
—Tranquila, mujer. No le voy a hacer daño. Pero no puedo dejaros aquí
y es evidente que él está demasiado débil como para trasladaros —declaró en
un tono tranquilizador. Entonces invocó unas ropas sobre sus cuerpos y
continuó—: Me gustaría ayudarlo y, para ello, tengo que tocaros. Así podré
trasladaros a mi fortaleza —explicó y levantó las palmas hacia arriba con
calma.
Inheray alternaba la mirada entre las manos abiertas y los ojos grises
para descubrir algún atisbo de engaño. No acababa de fiarse del extraño,
aunque agradeció el gesto de consideración a su pudor, y replicó:
—Si le hieres, me matarás y los dragones habéis jurado proteger a la
humanidad.
Felishto elevó las cejas con asombro. Los claros y brillantes ojos verdes
de Inheray estaban clavados en los suyos con una expresión de temor tan
dolido que no pudo por menos que compadecerse de ella y sonrió en un intento
de congraciarse.
Era bien sabido que Kronnan no gozaba de la simpatía de casi nadie,
aparte de la de Orthan y, aunque él no le había vuelto a ver desde que le
concedieron la provincia y reunieron a todo su clan para que dieran su
conformidad, personalmente no tenía nada en contra de Kronnan. Encontraba
muy extraña la insistencia de su línea de sangre para que le expulsaran una vez
que Orthan dictaminó que era inocente de los cargos, pero en lo que a él atañía
no era un asunto de su incumbencia, así que había dejado de preocuparse por
él hacía mucho.
—Te doy mi palabra de que no es mi intención dañarlo —afirmó,
solemne.
Inheray asintió, al parecer un poco más calmada, pero todavía alerta. Sin
dejar de abrazar a Kronnan, alargó una mano para que el dragón la tocara y
Felishto los cogió a ambos y los trasladó a su propia fortaleza no muy lejos de
allí, en las cumbres de las Montañas Embrujadas, al oeste de Treeason.
Aparecieron en una habitación con amplios ventanales y una espaciosa
cama con dosel. Felishto se incorporó e Inheray lo miró desde el suelo,
todavía abrazada a Kronnan.
—Ahora, si me permites, lo acomodaré sobre la cama —manifestó él con
un ademán hacia el mueble en cuestión.
Inheray se incorporó sin dejar de sujetar la cabeza de Kronnan, pero
pronto quedó en evidencia que no era en absoluto necesario. El poder de
Felishto lo sostenía de forma total y lo hizo levitar hasta depositarlo con
mucha suavidad sobre el edredón que cubría el lecho.
Inheray se subió a él también, de rodillas, y acomodó a Kronnan para que
estuviera lo más cómodo posible. Él murmuró en su inconsciencia y le agarró
una mano, febril. Pareció tranquilizarse cuando ella le habló y le acarició el
rostro.
—¿Qué le ocurre? ¿Por qué no despierta? —preguntó a Felishto,
angustiada.
Este se aproximó y consultó a Inheray con la mirada antes de tocar a
Kronnan, ella asintió, y Felishto tocó la frente de Kronnan durante unos
segundos. Lo que descubrió lo dejó atónito.
—Está terriblemente débil y necesita descansar. —Se giró hacia ella y la
miró, esta vez con la intriga reflejada en el semblante. —No sé qué es lo que
lo ha obligado a cometer esta sandez, pero Kronnan ha estado a punto de morir
por realizar un traslado más allá de sus posibilidades. No sé de qué o de
quién… —exponía casi para sí mismo, pero entonces se interrumpió cuando
una idea germinó en su mente. Contempló a Kronnan y luego a ella con un
nuevo brillo en su mirada, que Inheray no acertó a definir. —Aquí estáis a
salvo, eh… esto…
—Inheray. Me llamo Inheray —se presentó ella.
—Sí, gracias. Encantado, daman Inheray. Yo soy Felishto y pertenezco al
clan de Kronnan. No soy su enemigo. No como otros —añadió en un susurro,
más para sí mismo que para ella. No obstante, ella lo oyó y su corazón saltó en
el pecho, atemorizado.
—¿A qué os referís? —inquirió acongojada. Bajó de la cama, se acercó a
Felishto y le buscó, ansiosa, la mirada.
Felishto suspiró. No estaba acostumbrado a tener que dar explicaciones
sobre los asuntos de los dragones de su clan a una simple humana, pero era
evidente que la preocupación de esa mujer por Kronnan era genuina y no pudo
ignorarla.
—La línea de sangre de Kronnan lo ha repudiado y, si se ha arriesgado
tanto como para realizar un traslado de tales dimensiones, él le ha drenado la
energía vital hasta casi destruirlo, seguramente ha sido para huir de alguno de
sus hermanos. Nunca acabaré de entender a esa familia —afirmó el dragón
rojo y meneó la cabeza, reprobatorio. Entonces la miró y llegó a una
conclusión inevitable—. Debéis significar mucho para él, daman Inheray.
Los ojos de Inheray se llenaron de lágrimas cuando oyó las palabras del
dragón. Giró el rostro hacia Kronnan y asintió con un nudo de emoción en la
garganta. Volvió a subirse a la cama y acunó el rostro de su amado contra su
regazo, con infinita ternura.
Felishto suspiró y se asombró de la lealtad de esa humana. Ninguna de
sus Ofrendas había estado nunca tan implicada con él. Cuando comprendió que
Inheray ya no reparaba en su presencia se trasladó a las dependencias de su
ayudante y le pidió que elaborara una pócima de revitalización. En las
condiciones en las que se encontraba Kronnan necesitaba recuperarse cuanto
antes y la otra opción no era aplicable, ya que Felishto dudaba de que nunca
hubieran instruido a Kronnan en el procedimiento a seguir para una
transferencia de energía.
Inheray extendió una gruesa manta sobre Kronnan y se acurrucó a su lado,
apoyó la mejilla en su pecho y escuchó los acompasados latidos de los dos
corazones que, aunque lentos, eran regulares y continuos. Se quedó dormida,
mientras oía la savia vital circular y regenerar lenta la energía a Kronnan.

Al cabo de unas horas despertó y se encontró sola en la cama. Se


incorporó asustada y miró a su alrededor en busca de Kronnan. En un primer
momento pensó que se habría caído del lecho, pero, al no hallarlo en el suelo,
se rio de sí misma. Se levantó y corrió a la puerta dispuesta a encontrarlo,
pero oyó voces afuera que le llegaban a través de la puerta ventana y se acercó
a mirar.
Kronnan estaba sentado en una silla de ancho respaldo, junto a una mesa
redonda sobre que reposaba una jarra de cristal llena de un líquido color
púrpura. Él se servía de forma continua en un vaso y bebía con ansia. Junto a
él Felishto lo acompañaba, sentado en otra silla, y ambos parecían mantener
una conversación amigable.
El corazón de Inheray saltó dichoso en el pecho al ver que el color había
regresado a las mejillas de su amado y que volvía a exhalar ese poderoso
magnetismo que siempre la maravillaba. Avanzó un paso en la terracita donde
se hallaban y Kronnan se giró hacia ella. Inmediatamente se levantó y una
inmensa ternura inundó su mirada al verla.
Inheray corrió a sus brazos, con una gran sonrisa.
Kronnan la alzó y la abrazó contra su torso. Hundió el rostro en su cuello
y la besó en la base.
—Nayanda —susurró contra su piel. Inheray le pasó los brazos por los
hombros y por detrás de la cabeza y aspiró el aroma de su pelo con deleite.
—¿Estás bien? —preguntó ella cuando Kronnan se separó un poco para
mirarla, sin soltarla.
Él asintió. La miraba como si hubiera pasado mucho tiempo desde que la
vio por última vez. Los ojos azulados se detuvieron en sus labios y los brazos
la envolvieron, más prietos.
Inheray suspiró, deseosa de que la besara. Sentía contra sí su calor y su
fuerza y era maravilloso tener sus brazos alrededor, pero Kronnan meneó la
cabeza y se separó. La bajó hasta posarla en el suelo y se giró hacia su
anfitrión. Entonces ella se sonrojó, azorada, se había olvidado por completo
de la presencia de Felishto.
—Felishto, ella es Inheray: La que va a ser mi esposa.
Inheray se asombró de que Kronnan compartiera la feliz noticia tan
pronto, pero supuso que era una muestra de respeto y de agradecimiento a la
hospitalidad de su congénere.
Felishto no dijo nada ni mostró rechazo, ni complacencia. Miró a Inheray
e inclinó la cabeza en un saludo protocolario. Ella correspondió; no sabía muy
bien cómo comportarse, pero supuso que era lo que se esperaba que hiciera.
CAPÍTULO 15
—Gracias, Felishto —dijo entonces Kronnan, con gravedad—. No hubiera…
podido hacerlo sin tu ayuda.
—No tienes que agradecerme nada —restó importancia el anfitrión con
un ademán de la mano—. Me alegro de que dieras con mi provincia y no con
la de cualquier otro; tal vez el resultado no habría sido el mismo. Te deseo
ventura, Kronnan. No sé lo que ocurrió en las puertas del palacio aquel
fatídico día, pero Orthan te absolvió y para mí eso es lo único que importa. No
entiendo qué tiene tu familia contra ti, pero si necesitas ayuda, aquí tienes un
amigo —declaró con sinceridad. Después de haber hablado con Kronnan, la
opinión del dragón sobre él había cambiado de forma drástica. El acusado se
le había revelado como un dragón de honor, que había antepuesto la vida de un
ser humano a la suya propia. Alguien así era harto improbable que fuera
cómplice en el asesinato de aquellos a quienes había jurado proteger.
Con ayuda de su asistente había elaborado una poción y lo había
despertado al alba para suministrarle la pócima revitalizante. Al cabo de dos
vasos, el poder volvió a las venas de Kronnan y pudo levantarse de la cama.
Salieron de la habitación para no despertar a Inheray, profundamente dormida,
y entablaron conversación en la terraza contigua. Kronnan se encontró muy
cómodo en su presencia y le relató todo lo que le había acontecido desde que
le otorgaron la provincia.
Felishto no era uno de sus íntimos antes de que lo acusaran y ahora se
encontraba con un oyente atento y muy inteligente que supo leer entre líneas
todo lo que él no contó.
Felishto tendió la mano y Kronnan se la estrechó con vigor.
—¿Y ahora qué vais a hacer? —preguntó con interés.
Kronnan miró a Inheray, abrazada a su cintura, intrigada. Ella ignoraba a
qué se refería Felishto cuando habló sobre la familia de Kronnan y lo que
había ocurrido, pero pensaba interrogar al dragón rojo en cuanto tuvieran
oportunidad.
—Viajaremos hasta mi provincia. Instalaré allí a Inheray y reforzaré la
magia que protege mi residencia, por si acaso debo acudir a la convocatoria
de Orthan a causa de la onda.
Felishto asintió.
—Suerte, entonces—deseó—. ¡Adiós!—Se despidió con una sonrisa
cordial
Kronnan enlazó más fuerte a Inheray contra sí y los trasladó a ambos.
Debía hacer saltos cortos, ya que la distancia que los separaba de su fortaleza
era muy considerable, pero al menos ya conocía el terreno y podía guiarse con
los puntos de referencia que tenía del territorio.
Tardaron varias horas en llegar, ya que Kronnan no quería abusar de la
energía recién restituida.
Se aparecieron en el salón de la chimenea e Inheray exhaló un suspiro de
alivio. Por fin estaban en casa, a salvo.
—¡Al fin! Estaba tan preocupada. ¿Estás bien? —preguntó, ansiosa, hacia
Kronnan.
Él se sentó en el amplio sillón frente a la chimenea y asintió.
—Estoy bien, nayanda. No te preocupes, aunque el que lo hagas con esa
pasión me conforta el espíritu. ¡Eres maravillosa!, ¿sabes?
Inheray meneó la cabeza negativa y se sentó sobre sus rodillas. Acunó el
rostro masculino entre las manos y resiguió los contornos con los finos dedos.
La fuerte mandíbula, los pómulos marcados, la recta nariz y el entrecejo. Las
cejas marrón oscuro, gruesas, que le acentuaban la increíble mirada azul y, por
último, los labios. Esos labios que sabían hacerla delirar con un solo roce.
—He pasado mucho miedo, Kronnan, no quiero volver a verte
inconsciente. ¡Me diste un susto de muerte! Y luego no sabía si podía confiar
en Felishto… —expuso incómoda—. No sé nada de ti, ni de tu entorno. No sé
por qué tuvimos que salir huyendo de esa manera. ¿Qué es lo que ocurre,
amor?
Kronnan la miró, serio, y asintió.
—Es cierto, tienes derecho a conocerlo todo sobre mí —suspiró. Hablar
de su pasado y su familia le causaba un gran pesar, pero ella merecía saber.
Añadió—: Para ello tendré que remontarme muy atrás en el tiempo —explicó,
serio.
—Bueno, tenemos todo el tiempo del mundo ¿verdad? —inquirió Inheray
con una sonrisa traviesa que pretendía alegrar el ensombrecido semblante de
su amado.
Las pupilas de Kronnan brillaron con un destello de peligro y ella se
mordió el labio al reconocer los síntomas del deseo masculino.
—¿Quieres que te hable o quieres que te ame? —preguntó el dragón al
rodearle la cintura. La inclinó hacia atrás y le pasó la mano por detrás del
cuello. Introdujo los dedos entre el cabello, tiró de su cabeza y expuso la
nívea garganta. Entonces descendió sobre ella, la besó lento y ardiente.
Inheray se estremeció, los labios masculinos le dejaban la piel erizada.
—¿No puedes… hacer las dos… cosas a la vez? —tartamudeó con los
ojos cerrados. Ya no tenía muy claro de lo estaban hablando. Sentía su tacto y
su aliento sobre ella, se derretía bajo el poder viril que él usaba para
seducirla y encenderla.
Kronnan suspiró de nuevo y cerró los ojos. Volvía a desearla con pasión,
parecía no saciarse nunca de ella. Siempre quería más y más de su aliento y de
su piel.
Aunque no era ese deseo desesperado del principio, ya que el conjuro de
Orthan parecía estar dando un resultado magnífico, sí sentía una pasión
desenfrenada por Inheray que no podía aplacar si no era poseyéndola al
instante.
Pero…
Sabía que Orthan lo convocaría de un momento a otro y no quería dejar a
Inheray sola en la fortaleza sin que antes lo supiera todo de sí mismo.
Apoyó la frente en la base de su cuello y sintió el ya familiar latido del
corazón bombear rítmico y rápido, signo inequívoco del deseo femenino. Se
maravilló otra vez al recordar sus palabras, su declaración de amor y su
espíritu se llenó con la pureza de ese sentimiento. Un sentimiento por el que
pagaría de nuevo el precio de los tres mil años de soledad que había
cumplido.
—Inheray —susurró su nombre con dulzura mientras intentaba con todas
sus fuerzas encontrar un resquicio de voluntad que le permitiera separarse de
ella, de su cuerpo.
—¿Mmmm?... —El interrogante murmullo sensual hizo rechinar los
dientes de Kronnan. Gruñó.
¡Soles benditos!
La necesidad que tenía de ella era insoportable. No podía resistirse. Sus
manos se movieron por sí solas y su poder la desnudó casi antes de saber que
se había rendido al deseo. La volteó sobre él y la sentó a horcajadas sobre sí.
Inheray abrió los ojos y lo miró, en un principio, sorprendida, pero
cuando notó su miembro inflamado apretarse contra ella, pulsante y duro, su
rostro se arreboló y sonrió con un brillo de lujuria en la mirada.
Kronnan gimió, arrebatado, y se apoderó de su boca con ansia. Había
querido saborearla, tomarse su tiempo, pero esa hembra tenía el poder de
desatarle el deseo como jamás había experimentado. Se deshizo del resto de
ropa que lo cubría, la levantó, sosteniéndola de las redondeadas nalgas y la
empaló con una embestida de las caderas.
Ella se arqueó hacia atrás, el largo pelo castaño resplandeció iluminado
por el fuego del hogar y rozó los nudillos masculinos con las puntas. Le clavó
las uñas en los hombros, gritó su nombre y, antes de que él se diera cuenta de
sus intenciones, empezó a cabalgarlo. Se movió sobre él arriba y abajo,
mientras los músculos vaginales se comprimían en torno a su miembro con
cada bajada y lo lubricaban en cada subida.
Kronnan gruñó con ferocidad. La sensación era tan deliciosa que sentía
hervir la sangre en las venas y el calor le traspasaba la piel con tanta
intensidad que se notaba como lava a punto de erupción.
Desplazó las manos en torno a su cintura y con los pulgares le acarició la
tierna piel del abdomen, liso y terso. Dejó que ella marcara el ritmo con las
piernas alrededor de sus caderas mientras lo miraba desde el fondo de las
pupilas dilatadas.
—Kronnan —murmuró ella, con pasión. Le rodeó el cuello con las manos
antes de besarlo y apoderarse de su boca, y exigió todo de él.
Kronnan no pensaba resistir y se entregó de forma total a esa mujer que le
estaba robando el aliento con los labios.
Al final, cuando sus cuerpos se recuperaron del placer compartido y las
respiraciones se normalizaron, Kronnan volvió a cubrirlos a los dos con las
ropas y se sentó en el sillón.
Inheray, a horcajadas sobre él, sonrió con las mejillas arreboladas.
—Yo te había pedido que me hablaras sobre ti —reprochó con un mohín
travieso.
Kronnan se carcajeó con alegría.
—Sí, pero eres una bruja que me hace perder el norte y todas mis buenas
intenciones se van al garete en cuanto te siento cerca —aseguró con una
sonrisa feliz, sin ningún reproche.
Kronnan hizo aparecer una mesita redonda y, sobre ella, el ya familiar y
suculento banquete.
Los ojos de Inheray brillaron con regocijo, saltó de sus rodillas, se
arrodilló en el suelo frente a él y empezó a comer, esta vez de una forma un
poco más civilizada y recatada.
Kronnan se sirvió vino y se inclinó hacia delante, para observarla. Pero
algo en su interior pugnaba por salir y su semblante se oscureció. Los
recuerdos del pasado, oscuros e hirientes volvieron con nitidez a su memoria y
tragó saliva, afectado por algo que creía que había superado, pero que volvía
con el poder de herirlo de nuevo.
Inheray lo notó y su corazón se sacudió en agonía. El dolor que reflejaba
el rostro de su amado le traspasó el corazón como un puñal. Se levantó, se
acercó a él y le envolvió la cabeza entre los brazos, contra el pecho, mientras
le besaba la coronilla.
—Olvídalo, amor. No hace falta que me cuentes nada. No quiero que
sufras por mi culpa, no…
El espíritu de Kronnan se estremeció al sentir la preocupación de ella, al
notar su ansia de protección y el amor de sus corazones se disparó en ondas de
profunda ternura.
—Nayanda cwrol, tú nunca serás la causante de que sufra. Tú eres mi
alegría y mi felicidad. Tu ternura me reconforta mucho más de lo que jamás
seré capaz de expresar con palabras. —Kronnan la abrazó por la cintura y la
miró. —No te preocupes, los recuerdos… Supongo que siempre estarán ahí,
pero puede que si los comparto contigo pierdan el poder de alterarme y pueda
controlar las emociones que me provocan. Siéntate y come. Intentaré
contártelo todo de un modo ordenado, aunque puede que vaya saltando hacia
delante en el tiempo o hacia atrás…
Inheray no muy convencida, se arrodilló de nuevo, con el ceño
ligeramente fruncido de preocupación.
Kronnan, ensimismado, contempló el vino en la copa mientras la hacía
girar entre los largos dedos y el fuego que ardía en la chimenea arrancaba
destellos del líquido color burdeos. Al fin comenzó, con voz pausada y una
profunda añoranza anegando su corazón al rememorar su mundo natal.
—En mi planeta hay una metrópoli llamada Ciudad de Alabastro. Se
halla en lo alto de un tepui, una formación de roca típica de mi planeta. Es el
más grande y elevado de todos, y el más hermoso. Allí se encuentra el Palacio
de Ammolita, la residencia de los reyes, nuestros monarcas, los responsables
de nuestro bienestar. Son los que hacen las leyes y se encargan de que se
cumplan. Su línea de sangre es la más antigua de todas y desde tiempos
ancestrales han regido el destino de todos nosotros.
»Nuestra raza es tan antigua como el universo—prosiguió, la mirada
perdida en el vacío, la mente repleta de recuerdos de un tiempo lejano—. Al
principio de los tiempos, en nuestro planeta, existían dos razas. Los datreyos:
unos seres de piel cuarteada, alas pequeñas y un gran poder mágico, pero de
inestable y violento carácter. Y los herminos: unos homínidos muy pacíficos e
inteligentes y una constitución física más débil, que convivían en paz con los
datreyos gracias a que administraban con gran sabiduría los recursos del
planeta y creaban concordia entre ambas razas.
»Entonces un gran meteorito cayó sobre nuestro mundo; su impacto asoló
gran parte de las tierras conocidas, provocó un gran invierno perpetuo y los
escasos supervivientes tuvieron que refugiarse en cuevas y alimentarse de lo
que los datreyos podían convocar con sus poderes, pero la magia solo puede
crear a partir de algo que ya existe, no puede convocar de la nada. Pronto las
materias primas que la magia necesitaba se acabaron y el hambre diezmó a mi
gente.
»Al cabo de varias generaciones el clima del planeta se recuperó y
comenzó el deshielo. Poco a poco mis antepasados volvieron a salir a la
superficie y la naturaleza empezó a florecer, pero una rara enfermedad infectó
a ambas razas y cayeron enfermos. A punto estuvieron de extinguirse, pero un
anciano hermino, el venerado sabio Artidya, descubrió que la cura de los
herminos estaba en los datreyos y que la cura para ellos estaba en los
herminos.
»Por medio de un poderoso conjuro, Artidya y el jefe de los datreyos
unieron sus mentes, y la sabiduría del hermino se combinó con la magia del
datreyo. Entonces las sangres de ambas razas se mezclaron y se unieron
gracias a la savia vital de nuestro planeta: la lava que recorre casi todo su
subsuelo y surgió un nuevo ser, uno que contenía en su interior la sabiduría de
los herminos y la fuerza y el poder mágico de los datreyos, con dos corazones
que bombeaban una poderosa sangre ardiente por sus venas. —La veneración
que sentía por sus antepasados impregnaba la voz de Kronnan—. Y así nació
mi especie, una casta que podía transformarse a voluntad y podía adoptar la
forma homínida o draconiana, en cualquier estadio espacial. Una especie que
puede sobrevivir en el espacio y cuya longevidad es tan abrumadora que
incluso el universo se siente joven a su lado.
Inheray hacía tiempo que había dejado de comer y lo escuchaba, absorta
y conmovida.
El rostro de Kronnan estaba revestido de solemnidad. El pasado de su
pueblo era sagrado para los dragones y veneraban con mucho respeto a sus
ancestros.
—Mi raza medró y prosperó. La unión de las dos especies fue un
catalizador para desarrollar nuestros conocimientos sobre nosotros mismos y
sobre nuestro entorno. Aprendimos a canalizar mejor el recién adquirido
poder y construimos grandes ciudades en lo alto de los riscos —los tepuis de
los que te hablé antes—, y que coronan gran parte de nuestro planeta. La
estirpe guerrera, a la que pertenezco, se encargaba de custodiar y proteger el
planeta y la estirpe real es la encargada de cumplir con las tradiciones.
Convivimos en paz durante milenios.
»Yo eclosioné hace cuatro mil años—relató, con un atisbo de sonrisa al
recordar su infancia, pero que no llegó a iluminar sus ojos y se desvaneció al
instante al hacerse presente el rechazo de su familia—, rompí el cristal de mi
hornacina y me sumergí en el magma del núcleo de mi mundo. Salí
revigorizado y feliz. Nuestra especie está en simbiosis con el núcleo. Su lava
ardiente nos bautiza con el poder que nos hace invulnerables a casi todas las
armas que existen en el universo para arrebatar la vida, casi, pero no a todas,
como comprobamos cuando ocurrió la Gran Desgracia.
Kronnan se interrumpió y una lágrima rodó por su mejilla, sin que él se
percatara. Inheray se desplazó y se arrodilló a sus pies, con la mirada alzada
hacia él. Le acarició la mano, él regresó de sus perdidos pensamientos y
reparó en su presencia. Apretó los dedos femeninos, sonrió con tristeza y se
echó hacia atrás, contra el respaldo del sillón. Prosiguió en un tono agudo
como si tuviera un nudo en la garganta.
—Cuando estuve preparado para empezar a ejercer mi deber como
guerrero, me asignaron al Palacio de Ammolita, como Guardián. Como mi
hermano. Estaba muy orgulloso, siempre quise emular a Krettus, era mi ídolo.
Un dragón imponente, sereno y majestuoso, que siempre me había llevado con
él cuando yo era un crío y él un joven Guardián.
»Estuve dos años custodiando el palacio sin ningún contratiempo. La
reina Rayana era muy amable: una dulce, templada y hermosa dragona. Cuando
empecé mi asignación ella recién había depositado a su primer vástago en la
hornacina —recordaba, apenado—. Siempre me trató con cordialidad y se
interesaba por mí y por mi vida, como hacía con todos. Nunca la vi pasar por
alto a alguien y constante se preocupaba por tener una palabra amable con
todos. El Rey en cambio era más serio, más distante.
»En mi familia siempre estuvimos muy unidos y supongo que por eso el
dolor de su pérdida o su falta absoluta de fe en mí es lo que me produce tanto
dolor.
Inheray se mordió el labio al comprender que Kronnan llevaba sobre él
algún tipo de estigma y que su familia fue incapaz de negar e incluso le dieron
pábilo.
Kronnan la miró con intensidad y le acarició la mejilla con los nudillos,
mientras se sumergía en sus ojos y continuaba:
—Una noche me posicioné en mi puesto, como siempre y relevé a mi
compañero. Monté guardia toda la noche y al alba… Me desperté en el suelo
frente a las grandes puertas que debía custodiar y que estaban abiertas de par
en par. Oí gritos dentro y enseguida di la voz de alarma. Acudieron en tropel
todos los Guardianes y nos adentramos en el palacio. La escena que nos
encontramos era dantesca. —Se estremeció al rememorar la horrible escena
—. Los cuerpos de los reyes yacían ensangrentados en el salón del trono. La
reina estaba en el suelo, boca arriba y sus ojos sin vida miraban al techo con
incredulidad. La hermosa melena plateada se desperdigaba en torno a su rostro
como si fuera una aureola. El rey se hallaba a unos metros de ella, en el trono.
Estaba sentado como si estuviera en una audiencia real, pero de una herida
mortal en su cuello manaba todavía la savia vital. No puedo explicarte el
horror que sentí.
Inheray sentía su dolor y se aproximó más a él, intentando ofrendarle su
consuelo mientras Kronnan proseguía:
—¿Cómo había ocurrido aquello? Era imposible; yo no me había movido
y, sin embargo, había despertado hacía unos minutos, desorientado. Orthan
acudió de inmediato a la sala del trono en cuanto oyó cundir el pánico en el
éter. Siempre recordaré su rostro cuando descubrió a la reina tendida en el
suelo, sin vida. Se quedó pálido, ceniciento y temí que se desmayara. No
aceptó nuestra ayuda cuando acudimos a su lado, raudos, al verlo tambalearse
y se acercó al cuerpo de Rayana con reverencia. Se arrodilló junto a ella, tocó
su cara con las yemas de los dedos, con infinita ternura, y su faz se transfiguró
al notar el creciente helor de la piel. —Kronnan cerró los ojos unos segundos.
Todavía sentía el horror de aquel suceso como si hubiese ocurrido ayer—. La
cogió en brazos y la acunó contra su pecho en completo silencio. Los que
estábamos ahí apenas osábamos respirar, impactados ante un dolor tan
evidente y tan desconocido por todos. Al final, la depositó en el suelo con
ilimitada veneración. Colocó las ropas, peinó los largos cabellos plateados y
cruzó las manos femeninas sobre el pecho con mucha ternura —susurró las
últimas palabras. La imagen del dolor de Orthan se le hizo otra vez presente.
Miró a Inheray y lo invadió una extraña sensación de culpa al saberse en parte
responsable del nuevo dolor del caudillo. Sacudió la cabeza, las greñas
refulgentes se agitaron alrededor de su rostro, y se concentró en lo que estaba
relatando—. Entonces se incorporó, se volvió hacia nosotros y su rostro se
transformó. Todo el dolor desapareció bajo una máscara pétrea que creo que
nadie ha conseguido volver a traspasar. Pasó de ser un ser terriblemente
angustiado al comandante fiero y poderoso que todos conocíamos, con un
nuevo y peligroso brillo en la mirada. Recuerdo que pensé que los asesinos no
sabían lo que habían desatado con su acción. De inmediato controló la
situación. Nos ordenó abandonar la sala del trono, dispuso la defensa del
palacio y dio orden de buscar a los asesinos al tiempo que organizaba las
diferentes partidas de búsqueda desde las puertas de entrada. Los Guardianes
nos desplegamos y en un intervalo muy corto todo el Palacio estaba rodeado
por una escuadra de los más feroces guerreros —declaró con orgullo. Ser
parte de los Guardianes era una responsabilidad que lo llenaba de satisfacción
—.Pero no encontramos nada, ni el más leve indicio de quién había podido ser
el asesino ni por dónde había entrado.
»Orthan me interrogó y le dije la verdad: que había montado guardia toda
la noche y que no había visto nada sospechoso. Y que me había despertado de
un ligero desvanecimiento y había encontrado las puertas abiertas. Pareció
creerme y siguió investigando.
Inheray le acarició el rostro.
—Me alegro, sería ridículo que alguien dudara de ti —murmuró, la
sinceridad desbordando sus ojos. Kronnan sintió un ramalazo de dulzura,
volteó el rostro, le besó la mano con la que ella lo acariciaba y continuó:
—Era entrada la mañana cuando nos atacaron. Eran los dragones negros,
un grupo de insurgentes que habían sido exiliados hacía siglos a las Provincias
de Arena, y que lideraba un dragón con un solo ojo, resultado de un combate
con Orthan, y del que había salido herido y vencido.
»No sé cómo lo hicieron, pero nos derrotaron. Éramos la élite de los
guerreros de nuestro pueblo y nos vencieron —abominó, conmocionado. Aún
ahora no podía comprenderlo—. Orthan no tuvo más remedio que ordenar la
retirada.
»Nos persiguieron y descubrimos cuál era el arma que utilizaban: lava
negra. La lava negra es el resultado de haber pervertido la esencia del núcleo.
En cuanto toca la piel de un dragón, este pierde su invulnerabilidad y se le
puede matar con el acero, una llamarada o simplemente dejando que la lava
envenene el cuerpo hasta acabar con él.
»En apenas unas horas, la población estaba dividida: los jóvenes, las
hembras gestantes y muchos de los patriarcas —los dragones que ya han
sobrepasado la edad Eterna y solo esperan a convertirse en energía y cruzar el
Umbral—, se refugiaron en sus casas y perdieron la confianza en nosotros.
Nos rechazaron y no creían en nuestras palabras.
»Perdimos no solo a nuestros monarcas, en una noche perdimos la
confianza de nuestra gente —señaló, dolido.
Inheray se removió, no soportaba la tensión que se estaba apoderando de
Kronnan, ni ver la angustia que transfiguraba su rostro.
—Lo siento tanto, Kronnan. No… no te tortures, no sigas, por favor —
suplicó, arrepentida de haberle pedido que le hablara de él.
Kronnan la abrazó con fuerza.
—No te preocupes, nayanda. Eso pasó hace mucho tiempo y recordarlo
hace que lo reviva, pero quiero contártelo, quiero que sepas quién soy y lo que
siento —declaró, seguro—. ¿De acuerdo?
Inheray cabeceó, siguió acariciándolo, decidida a ofrendarle su propia
fuerza.
—La línea de sangre real dictaminó que fuéramos expulsados del planeta
—prosiguió él, tenaz, determinado a sacarlo todo a la luz—; los usurpadores
se alzaron con la victoria y se proclamaron defensores del Palacio de
Ammolita.
»Tuvimos que huir, como ratas. Jamás había sentido tanta vergüenza y
dolor como en aquel momento —reveló, humillado—. Orthan, el único de
sangre real que permaneció fiel a los Guardianes, dio la orden de escapar
porque nos estaban masacrando. Cada cual regresó a su hogar como pudo y,
sin apenas poder llevar nada consigo, se reunieron con sus familias y se
trasladaron al Santuario. Un planeta en el que los perseguidos se pueden
acoger a sagrado.
»Yo, junto con los míos, mis padres y mis cinco hermanos, estábamos tan
conmocionados como el que más, pero entonces se abatió sobre mí la ira del
universo.
»Un dragón que tenía mi mismo turno de guardia aquella noche vino hacia
mí, me señaló y me acusó delante de todos. Dijo que me había visto abrir las
puertas y que había contemplado como dejaba entrar al dragón negro tuerto, a
Dijímenos, en Palacio.
Inheray agrandó los ojos, conmocionada.
—¡Mintió! ¿Cómo pudo? —balbució, indignada.
Kronnan la miró y al ver sus mejillas coloreadas por el enfado que sentía,
se mordió el labio, maravillado ante la grandeza del alma femenina. Ella ni se
cuestionaba dudar de él, confiaba plenamente y estaba seguro de que lo
defendería ante todos si llegara el caso. El amor burbujeó en su ser,
calentando su ser.
—La ira se apoderó de todos y casi llegamos a las manos. Yo no hacía
más que negar la acusación y proclamar mi inocencia, pero apenas me
escuchaban. Empecé a ver una luz extraña en los ojos de mi familia y sobre
todo en los ojos de Krettus. No podía creer que dieran crédito a esas palabras.
—¿Tu hermano dudaba? —inquirió Inheray, estupefacta.
—Al parecer sí, empezó a dudar —confesó. Cerró los ojos y echó la
cabeza hacia atrás. La traición que cometió contra él el dragón que más
admiraba en el mundo cercenaba su espíritu—. Orthan apareció entonces.
Había sido el último en abandonar el planeta para asegurarse de que no
quedaba ninguno de los leales atrás.
»Vino herido, casi muerto. Una gota de lava negra había tocado una de
sus garras al transformarse, debilitándolo, y apenas pudo defenderse cuando
una horda de dragones negros lo atacó con espadas rudimentarias.
»La ira que expresaba su mirada al llegar a Santuario era demente.
Maldecía en el idioma ancestral y a los patriarcas que habían seguido a sus
familiares les costó un gran esfuerzo lograr que se calmara y poder curarle las
múltiples heridas —rememoró, impresionado. La fuerza de su caudillo lo
impresionó entonces y ahora—. No sé qué pasó en nuestro planeta cuando
Orthan se quedó solo frente a los enemigos, pero sé que él descubrió algo allí
y que lo ha mantenido en secreto todos estos milenios.
»Cuando se recuperó, mi familia requirió la justicia de la línea de sangre
y Orthan me hizo comparecer ante él.
»Con su poder me invadió la mente, sin ninguna contemplación, y rastreó
mi memoria. Analizó cada recuerdo y los volvió a revivir en mí. El dolor de
mi cabeza era atroz, pero no paró hasta haber releído todos mis recuerdos.
Creí que iba a acabar conmigo. —Un escalofrío recorrió su espinazo,
erizándole la piel—. Cuando terminó, no sé quién estaba peor, si él o yo.
Ambos estábamos pálidos y ojerosos, pero Orthan manifestó que yo era
inocente. Que no escondía nada en mi interior y que mi conciencia estaba
limpia, pero a pesar de todo ya era demasiado tarde.
—Claro —afirmó, Inheray, con un brillo de orgullo en la mirada. Le
empezaba a caer muy bien el líder de Kronnan—. No podía decir otra cosa. Y
tu familia, ¿qué hizo entonces? —preguntó, de forma inocente, con una gran
sonrisa.
Kronnan meneó la cabeza, casi sintiéndose mal por tener que borrar ese
gesto que le derretía las entrañas con su calidez.
—Los Guardianes me dieron la espalda y, cuando eso ocurrió, mi familia
me repudió.
—¿Qué? —Inheray palideció, se echó hacia atrás, conmocionada—. ¡No
es posible! ¿Cómo pudieron? —El rechazo que esa acción le provocaba le
retorcía el corazón. Ahora comenzaba a entender la absoluta soledad de su
amado.
Kronnan cerró los ojos, con cansancio. Inheray envolvió su cabeza con
los brazos y lo acunó contra su pecho. La angustia la traspasaba, ella nunca
había tenido familia, pero la traición que cometieron contra Kronnan sus
hermanos, sus padres le hacía dar las gracias por no tenerla en ese momento.
No podía imaginarse mayor horror que el repudio de los que deberían
protegerlo por encima de todo.
Kronnan se dejó mecer, enternecido. Envolvió más prieto el cuerpo
femenino y aspiró el embriagador aroma a lirios en la piel de ella.
—La caseta donde te encontré estaba en la Provincia que asignaron a
Krettus cuando vinimos a este planeta, como refugiados, y os ofrecimos
nuestra ayuda para controlar a los globins. Cuando nos aparecimos, Orthan y
yo, él borró nuestro rastro en el éter, pero luego, cuando se fue, debió olvidar
ese detalle. —Y Kronnan no se lo reprochaba, debió ser muy duro para su
amigo tener que renunciar a Inheray y, luego, verla en sus brazos, tan feliz,
debió destrozarlo. Un nuevo aguijonazo de culpa lo atravesó, él ahora era
inmensamente feliz. La tenía entre sus brazos, entregada, amorosa y Orthan
estaba solo, imaginándola con él. Sin duda era una tortura y no se lo deseaba a
su amigo, pensó, apesadumbrado. —Supongo que Krettus debió presentir la
presencia de un dragón en su terreno sin permiso, pero no pudo encontrar mi
rastro hasta el día siguiente, cuando yo me di cuenta de la crepitación del éter
en torno a nosotros. En ese momento supe que Krettus seguía mi esencia de
cerca y que estaba a punto de localizarnos. Tuve que ponerte a salvo. Mi
hermano no se hubiera detenido en su afán de castigarme por haberme atrevido
a entrar en su territorio y tú habrías estado en medio. No podía permitirlo—
acabó Kronnan, con un suspiro—. Por eso tuve que trasladarnos, casi a ciegas,
y por eso Felishto estaba tan sorprendido.
Levantó el rostro y observó a Inheray con una inmensa tristeza en su
mirada, pero también con paz. Llevaba demasiado tiempo sin hablar con nadie
sobre sí mismo y sobre lo que pasó. Sobre las acusaciones y el dolor. Sobre la
traición de su familia y el incesante acoso que ejercía su línea de sangre en el
Consejo Draconiano —el grupo que se formó con los patriarcas y guerreros
más experimentados y sabios en El Santuario, al poco de haber llegado, para
decidir qué iban a hacer a partir de ese momento—, para que lo expulsaran y
lo rechazaran en todos los círculos sociales.
Poder hablar con ella había aliviado ese peso que sentía siempre sobre
sus espaldas. Había aliviado el dolor por la pérdida de los monarcas a los que
había jurado lealtad y protección y a los que había fallado de una manera tan
dolorosa.
Inheray le devolvió la mirada, llena de amor y compasión. Lo que tuvo
que soportar su amado Kronnan era tan doloroso y brutal que lo que había
tenido que padecer ella, en su corta vida, no era nada en comparación.
—Te amo, Inheray. Nunca había conocido a nadie como tú, tan generosa y
pura en tus sentimientos. Te entregaste a mí, no como Ofrenda sino como una
mujer libre, y me cautivaste con tu espontaneidad y tu cariño. Desde que perdí
a mi familia no había vuelto a sentir el calor de otro ser vivo y tú llenaste ese
vacío de una forma mucho más amplia de lo que había estado nunca. Estoy
muerto para mis padres, hermanos y hermanas, pero no me importa si te tengo
a ti —declaró Kronnan con sencillez.
Ella tragó saliva, emocionada y conmovida.
—Me tienes, Kronnan. No lo dudes nunca, soy tuya y siempre lo seré —
prometió con lágrimas en los ojos.
Kronnan la acercó hacia sí, la besó con ardor y no tardó en trasladarlos a
los dos al dormitorio.
CAPÍTULO 16
Orthan se paseaba inquieto de un lado a otro en la desierta sala de asambleas,
en la fortaleza. Su cabellera rubia ondeaba tras él debido a las fuertes
zancadas con las que recorría el salón.
Los informes sobre la onda eran contradictorios. Nadie sabía decirle a ciencia
cierta quién o qué la había provocado.
Los patriarcas temían que los usurpadores hubieran descubierto por fin el
planeta en el que se habían refugiado y los hubieran seguido para aniquilarlos,
pero Orthan los sacó del error de inmediato.
Los usurpadores no habrían tardado tantos siglos en ir tras ellos,
seguramente en Annorthean la población ya los habría olvidado, hacía tiempo,
al creerlos muertos.
Mientras se trasladaba desde la lejana provincia de Krettus, había
explorado el éter hasta donde su poder alcanzaba, lo que quería decir que
había sondeado casi medio universo, y no había podido descubrir ninguna
esencia que le indicase la naturaleza del que había causado la onda. Llegó,
frustrado, a su reducto y una multitud le recibió con exclamaciones llenas de
preocupación. Meneó la cabeza, disgustado. No tenía el ánimo para contestar
con calma y paciencia. En realidad, quería gritar su tormento y su
desesperación por haber perdido a Inheray.
Aunque…
Sabía que no la había perdido, sino que la había entregado a manos de
Kronnan voluntario, pero eso no le aliviaba la herida. Al contrario, su
renuncia era como sal sobre carne viva.
Cuando consiguió tranquilizar un poco a sus congéneres y estos
regresaron a sus respectivas residencias, él se trasladó a sus habitaciones y se
desnudó.
Su cuerpo se bañó con los rayos del sol de la tarde que entraba por la
ventana. Entró en las dependencias higiénicas y se metió bajo el chorro de
agua helada que provenía directo del manantial que bajaba de la cadena
montañosa que había al norte de la fortaleza. Apoyó las manos en la fría
piedra e inclinó la cabeza bajo la cascada. Dejó que el agua resbalara por su
rostro sin hacer nada por evitar que las lágrimas que brotaban de sus ojos se
mezclaran con el líquido helado, cayeran sobre su piel ardiente y se deslizaran
sobre su largo y esculpido cuerpo, mientras el rostro de Inheray le saturaba la
mente y los sensuales gemidos de placer que emitía cuando la estaba
poseyendo en ese lugar de blancura infinita que él creo en la mente de ella,
inundaban su memoria. Gruñó con fuerza bajo el agua. Ni siquiera la glacial
temperatura de esta conseguía calmarle el ardor que sentía, ya que su cuerpo
físico no había obtenido alivio alguno al yacer con ella en el plano psíquico.
No tenía la más mínima idea de cómo lo iba a hacer para sobrevivir a ese
tormento.
Al cabo de una hora de permanecer bajo el agua helada, sin que esta lo
aliviara, convocó al Consejo Draconiano en la sala de asambleas y se reunió
con ellos durante un par de horas. Sin embargo, los reunidos no consiguieron
llegar a ninguna conclusión plausible ya que pocos quedaban en su planeta
natal, capaces de generar una onda de esa magnitud en el éter.
Cuando abandonaron el Santuario y emigraron hacia Khatrida, después de
múltiples debates sobre cuál sería el mejor lugar dónde establecer su exilio, lo
hicieron en saltos cortos y en grupos reducidos.
Orthan iba en cabeza y guiaba el mayor grupo. El resto lo hacían de la
mano de algún dragón con la suficiente energía y destreza como para afrontar
un salto de ese calibre.
El caudillo resopló con furia en la sala vacía. Había disuelto la reunión
al ver que no conseguían llegar a un acuerdo en lo referente a la identidad del
causante y, aunque todos estaban de acuerdo en que esa onda había sido
generada por alguien de su propia raza, no habían llegado mucho más lejos en
sus conclusiones.
Orthan tenía la mente ofuscada. Por un lado, la onda lo preocupaba
mucho más de lo que daba a entender y, por otro, el recuerdo de Inheray le
zozobraba el espíritu.
Se reprendía constante por haber decidido borrar de la memoria femenina
todo lo sucedido, mientras por otro lado se decía que ella estaría mejor con
Kronnan, que era lo correcto, que él tenía que concentrarse en otros asuntos y
que había sido una buena decisión la que había tomado, pero…
Su angustia no dejaba de crecer y se descubrió deseando trasladarse a la
fortaleza de Kronnan tan solo para verla.
Detuvo el inquieto deambular cuando ese pensamiento se hizo enorme en
su mente y sus botas altas dejaron de resonar rítmicas contra el pavimento.
Rechinó los dientes tan fuertes que se hizo audible en el silencio de la sala de
asambleas.
¿En qué demonios pensaba?
¡Tenía una misión y por todas las estrellas que pensaba cumplirla!
Con resolución apartó a Inheray de su pensamiento y se concentró. Con
increíble fuerza de voluntad se negó a permitir que los sentimientos por ella lo
desviaran de su propósito: vengar la muerte de Rayana y desenmascarar al
usurpador.
Salió de la sala con paso firme y se encaminó a las dependencias
administrativas. Demasiado tarde advirtió que debería haberse trasladado
directo. En cuanto salió, le abordó una nueva multitud de dragones
preocupados. Suspiró y se armó de paciencia para responder a todos sin
detener su avance.
Cuando consiguió llegar ante la puerta del gabinete, la muchedumbre no
había hecho sino engrosar sus filas.
—En cuanto sepa algo os será comunicado. Hasta entonces, os ruego
tranquilidad. No puedo emplear mi tiempo en averiguar lo que ocurre si tengo
que atenderos a todos —manifestó cordial, pero con firmeza. Abrió la puerta y
se adentró en la amplia estancia que le servía de estudio desde el que dirigía y
gobernaba los asuntos de los dragones en Khatrida; se interesaba en que las
Provincias asignadas estuvieran bien atendidas, de que los humanos estuvieran
satisfechos y de que el exilio de su gente fuera lo más llevadero posible.
Traspasó el umbral con decisión y encajó la puerta. Entonces cerró los
ojos, apoyó la frente en la recia madera y suspiró con cansancio.
—Pareces saturado, Orthan —dijo Lowda tras él, en tono cínico,
mientras admiraba la ancha espalda y las estrechas caderas con una mirada
lasciva que le provocó un súbito calor entre las piernas.
Orthan abrió los ojos con sorpresa al reconocer la voz de la única
persona que podía hacerle perder los estribos con asombrosa facilidad y el
odio le nubló el juicio. Se volvió y un gruñido de advertencia salió de su
garganta, antes de avanzar hacia ella con una mirada furibunda en los ojos
dorados. De inmediato advirtió que Lowda se había sentado sobre la mesa y
había cruzado las piernas de forma que se pudiera ver su torneada forma y
gran parte de la pálida y cremosa piel. Llevaba un vestido de gasa morada,
ajustado a la cintura con un corpiño que le delineaba a la perfección la
estrecha cintura y las redondeadas caderas. El vestido apenas servía para
constatar que no llevaba nada debajo y que los turgentes y generosos pechos se
alzaban insolentes y libres para rozarse contra la tela, con los sonrosados
pezones erectos.
Orthan gruñó de nuevo. Su prima era una hembra sin par, tenía que
reconocerlo, pero jamás lo había excitado más allá de una lujuria
inconsciente. Lowda jamás podría desatar su pasión como lo hacía Inheray,
por mucha piel que mostrara ni por mucha carne que insinuara con esos
vestidos de puro adorno. Llegó junto a ella antes de que Lowda siquiera se
percatara de que no había elegido un buen momento para incordiar a su
atávico y poderoso primo.
Él la cogió del cuello con tanta fuerza que la tumbó sobre la mesa y se
acercó tanto a su rostro que sus narices casi se rozaban. La miró a los ojos,
rabioso, y a punto de descargar sobre ella toda la cólera y la frustración que
sentía. No podía olvidar que fue por culpa de su prima que tuvo que separarse
de Inheray cuando ella lo estaba abrazando de esa forma tan dulce y que si no
hubiera entrado en su habitación cuando lo hizo, tal vez en ese mismo instante
podría tener a Inheray en su lecho, bajo su cuerpo, mientras escapaban
sensuales gemidos de la garganta femenina.
Gruñó con fiereza y dejó que su mano se empezara a transformar para que
las uñas se le convirtieran en afiladas y mortíferas garras.
—¡Oh, sí, ya lo creo que estoy saturado! Y gran parte del mérito es todo
tuyo, prima. Si sabes lo que te conviene, saldrás de aquí ahora mismo y jamás
me volverás a dirigir la palabra —siseó, despiadado. Apretó la punta de las
garras en torno a la delicada garganta hasta provocar un ligero rasguño que se
tiñó de rojo.
A pesar de su apariencia frágil, la piel de los dragones cuando se
transformaban en homínidos seguía siendo tan impenetrable como las escamas
que lucían en su forma draconiana y Orthan estaba usando su poder mágico
para debilitar su densidad, lo que solo se podía hacer si el atacante estaba en
contacto directo con la piel o la escama del oponente.
Lowda abrió los ojos con espanto y lo agarró del antebrazo, en pugna por
liberarse.
—¿Por qué estás tan enfadado conmigo? Yo no he hecho nada —protestó
con voz chillona. Conocía a la perfección el carácter de Orthan y sabía que
hablaba completamente en serio. Aunque no comprendía qué era lo que lo
había molestado tanto, nunca lo había visto tan furioso con ella. A pesar de
que siempre le decía que era una pesada, ella sabía que le gustaba tenerla
cerca, que lo agasajara y que lo buscara. Entonces frunció el ceño, ¿no sería
por esa cerda humana? ¡Pero si ya no estaba ni en la fortaleza, era historia!
¡No podía ser que continuara encoñado! Su rostro se transformó de pura rabia
y sus pupilas se dilataron llenas de incredulidad—. ¿No será por esa humana?
¡No puede ser por esa perr…! Arggg…
—Si quieres salir con vida de esta estancia, yo de ti no acabaría esa frase
—advirtió el caudillo. Apretó sin mesura el cuello femenino cuando oyó el
desprecio hacia Inheray en la petulante voz. El color del rostro de su prima
pasó, de inmediato, de una cremosa palidez a morado, en armonía con su ropa
—. Podría conducirte a una muerte imprevista e… ¡Inmediata! —aseguró, con
un gruñido rabioso el líder de los dragones y con los iris de un dorado
encendido, llameante de pura furia. La piel le ardía a una temperatura tan alta
que a punto estaba de prender el mobiliario de la habitación.
Lowda apenas pudo articular un quejido de protesta, los ojos se le salían
de las órbitas, llenos de terror, cuando comprendió demasiado tarde que había
traspasado un límite insalvable con Orthan. Estremecida, asintió y él la dejó
libre. Se alejó presurosa de su lado y se dirigió hacia la puerta, mientras se
masajeaba el cuello, restauraba la perfección y borraba todas las marcas que
habían dejado las garras doradas en torno a su cuello.
Orthan, furibundo, la siguió con la mirada, dispuesto a saltar de nuevo
sobre ella si cometía la temeridad de abrir la boca de nuevo.
Lowda llegó juntó a la puerta, se giró para vomitar la cólera y el
resentimiento que le producía no poder salirse con la suya, por culpa de la
estúpida obsesión sexual que él padecía hacia una simple humana, pero se
detuvo de golpe cuando los ojos de Orthan relampaguearon fieros y llenos de
amenaza. Abrió la puerta y salió sin mirarlo de nuevo, pero sus pensamientos
hervían de furia. «Esto no se va a quedar así, Orthan. ¡Me las pagarás! Tú
tenías que ser mío, pero si no puedes serlo, no serás de nadie. ¡Te lo juro! ¡Y
por la Santa Lava, te garantizo que no la tendrás tampoco a ella!», planeaba
con saña, el odio reflejado en los iris del color del aguamarina, mientras se
alejaba de la puerta y recorría el pasillo con rápidas y enojadas zancadas.
Orthan todavía permaneció unos segundos estático. Temía que Lowda
volviera a entrar. La obcecación de esa hembra le repateaba la entrepierna.
Lowda había aparecido en El Santuario, poco antes de que se decidieran
a partir hacia el planeta escogido. Era muchos milenios más joven que él, pero
desde muy pequeña mostró una especial predilección por él. Orthan se
sorprendió al verla, como el que más, pero ella siempre lo había preferido de
entre sus familiares y pensó que tal vez había querido seguir a Los Leales. No
le dio mayor importancia.
Ahora se preguntaba si no cometió un terrible error de cálculo al no darle
la importancia que merecía a la obsesión que ella sentía por él. Se encogió de
hombros: tenía cosas más importantes en qué pensar. Retrajo las garras y su
extremidad volvió a transformarse en una elegante mano de largos dedos.
Se masajeó las sienes y se dirigió hacia la mesa. Se sentó y se dispuso a
poner al día el trabajo atrasado. Durante varias horas se enfrascó en la
burocracia y al finalizar, se trasladó a sus estancias. Sabía que tenía que
alimentarse. Había gastado mucha energía en el traslado y luego la furia y la
frustración habían mermado sus capacidades hasta casi dejarlo sin reservas,
pero no tenía ganas de bajar al comedor común y soportar otra tanda de
preguntas para las que no tenía respuestas.
Era evidente que alguien o algo había venido, pero qué o quién él no lo
sabía. Suponía que, si alguien tan poderoso para crear una onda semejante
había venido a un planeta en el que una cuarta parte de la población podía
percibirla, era alguien que quería contactar con ellos de alguna manera. Si era
amigo o enemigo lo sabrían a la vez que averiguaran quién era. Y hoy no
pensaba seguir preocupándose por ello. Quería descansar, entrar en la
inconsciencia del sueño y dejar de sufrir ese vacío que le arañaba el espíritu y
que a pesar de la férrea disciplina a la que se sometía para evitar que
cualquier pensamiento referente a Inheray se le colara en la mente, el dolor
17
seguía vivo dentro de él. Preparó una infusión de kava y melisa y se la bebió
de un trago. Luego se desnudó y se acostó en la amplia cama, sin permitirse
recordar a Inheray tumbada, desnuda, sobre la misma. Pronto las propiedades
sedantes de la planta obraron sobre su organismo y se durmió. La noche
transcurrió sin sueños ni pesadillas y su cuerpo pudo regenerarse y reponerse.
Al alba despertó, imbuido de un nuevo tesón y ordenó a su ayudante que le
llevara el desayuno a sus dependencias.
Se vistió con pantalones ceñidos negros y una camisola de seda del
mismo color.
Una vez que dio cuenta del desayuno, se trasladó directo a sus
dependencias; no quería cometer el error de encontrarse de nuevo con una
multitud quejicosa. Apareció junto a su mesa y de inmediato notó una
presencia. Un escalofrío de alarma erizó la piel de su nuca y sus sentidos se
agudizaron mientras la adrenalina inundaba sus venas. Se giró con rapidez,
dispuesto y alerta ante el intruso que había detectado.
Una poderosa energía había invadido sus dependencias sin que lo
percibiera de antemano, mucho más ancestral que él mismo y, sin embargo,
mucho menos poderosa, mucho más gastada, y que reconocía desde que
eclosionó y lo rechazó.
Boqueó de la impresión al verlo ante él.
¡No! ¡Era imposible!
¡Él debía estar muerto!¡Tenía que estarlo! No habría podido sobrevivir al
asesinato de los monarcas.
Orthan se enfrentó a… Su padre.
—Hola, hijo mío —saludó el que podría parecer el mismísimo Orthan, si
no fuese por el color de los ojos, de un profundo y oscuro color nogal.
Orthan exhaló un jadeo rabioso cuando la hiel de la amargura que
escondía dentro de sí, desde que era una cría desamparada, le rebasó los
límites de la contención.
—¡Maldito hipócrita! ¡Jamás me reconociste! —escupió, rabioso—. ¡No
eres mi padre! Perdiste ese derecho hace mucho. ¿Qué diantres haces aquí? —
estalló, lleno de rabia y rencor—. ¡Deberías estar muerto!
Orlon asintió con el rostro pálido y resignado. Sabía que no iba a ser un
recibimiento caluroso y, a pesar de ello, ver el exacerbado odio en los ojos de
su hijo no lo ayudó a paliar la herida del remordimiento que lo atenazaba
desde hacía tres mil años, si acaso la hizo más profunda.
—Orthan —susurró e intentó acercarse, pero se detuvo cuando su hijo se
irguió cuan alto era y lo miró, retador—. Sé que me odias y sé que hay mucho
que explicar…
—¿Explicar? ¿Explicar? —repitió Orthan, cada letra cargada de veneno
—. ¡Tú no puedes explicar nada! ¡No hay nada que explicar! —El odio le
estaba nublando la razón. Nunca lo había dejado salir, siempre lo mantuvo a
raya y jamás le demostró a su padre el dolor que le causaba su rechazo e
indiferencia. Pero ahora, después de tantos milenios separados, cuando ya lo
creía muerto del disgusto o a manos de los usurpadores, aparecía y lo llamaba
«hijo». Era el colmo del despropósito. Alargó el brazo, señalando la salida y
bramó: —¡Vete de aquí! ¡No quiero ni verte y mucho menos escucharte!
Loco de rabia se lanzó sobre Orlon e intentó rodearle el cuello, pero en
el estado de furor en el que se encontraba apenas consiguió llegar a su lado.
Su padre, mucho menos poderoso que él y bastante más débil, lo rechazó, lo
cogió del brazo y lo hizo voltearse, aprovechando su propio impulso. Lo
envolvió por detrás y se pegó a él, mientras lo aprisionaba con fuerza contra
sí.
—¡Escúchame, Orthan! —rogó en su oído, con apremio.
Pero Orthan no estaba dispuesto a escuchar y se debatió como un poseso.
Los ojos se le inyectaron en sangre y lanzaron destellos dorados, llenos de
furia y despecho. Forcejeó y luchó, pero fue inútil. La rabia lo cegaba y
apenas prestaba atención.
Orlon afianzó el agarre y le habló, imperioso.
—Por favor, estamos perdiendo el tiempo —suplicó una vez más. Orthan
gruñó con toda la potencia de sus pulmones y Orlon comprendió que su hijo
jamás lo escucharía en ese estado, ni en ningún otro.
Cerró los ojos, se concentró y los trasladó a ambos.
Orthan siguió debatiéndose contra él, a pesar de saber que era muy
peligroso hacerlo durante un traslado doble. Si deshacía la unión durante el
mismo, podía acabar desintegrándose en medio de la nada. Pero Orlon no iba
a permitirlo. Tenía mucho que redimir, su hijo era el más afectado por sus
equivocadas acciones del pasado y puede que también por las que había
venido a realizar desde Annorthean.
Orlon había corrido un gran riesgo viniendo desde su mundo, pero sabía
que había llegado el momento y que no podía eludirlo. El corazón de más que
llevaba adherido al pecho había alcanzado ya la mayoría de edad de los
dragones y debía devolverlo a donde pertenecía.
En Annorthean la vida había continuado después de la huida de Los
Leales y de la reclamación del trono por el usurpador. Cuando regresó a la
capital de la difícil misión que se había impuesto, como enmienda de sus
errores del pasado y como expiación de sus pecados, fingió aceptar las nuevas
leyes y al nuevo monarca, pero tan solo esperaba la señal. Y esa señal le llegó
en forma de un latido desacompasado en su corazón de más. Supo sin lugar a
duda que era el momento de retornar a Khatrida y terminar lo que había
empezado el día que el Palacio de Ammolita fue atacado.
Pero necesitaba a Orthan de su lado. Tenía que hacerle entender. ¡Cómo
fuera! Mientras atravesaban el éter, penetró en la mente de su hijo y le pinzó el
nervio espinal con una ligera presión mental. Orthan se vio momentáneamente
incapacitado para poder moverse, aunque permaneció consciente de todo lo
que ocurría a su alrededor. Orlon finalizó el traslado con éxito y aparecieron
en lo alto de una de las montañas que conformaban la Cordillera Arca.
Orthan la reconoció enseguida, se trataba del Monte Jytia y se hallaba
situado directamente al sur de la fortaleza de Kronnan. Un mal presentimiento
se instaló en sus corazones y el temor lo atenazó.
¿Qué estaban haciendo allí? ¿Precisamente allí, cerca de la mujer que
amaba?
Orlon lo soltó, pero no lo liberó y Orthan le lanzó furiosas miradas sin
poder mover ni un solo músculo.
—Tengo que explicarte muchas cosas, Orthan, y tengo que intentar
recuperar tu confianza, pero… ¡No tenemos tiempo! He venido para terminar
lo que empecé el día que asesinaron a Rayana y necesito tu ayuda. Tú conoces
a todos los Leales, yo no. Y aunque sé que quieres que desaparezca de tu vista
para siempre, por ahora vas a tener que soportarme.
Orthan entrecerró los ojos, llenos de odio, y siguió destilando veneno
hacia su padre por todos los poros.
Orlon suspiró y meneó la cabeza, el mismo cabello de color rubio tan
claro que lucía Orthan, ondeó en torno a su rostro.
—Orthan no tengo tiempo para explicártelo ahora, pero cuando veas y
comprendas a lo que he venido entenderás el por qué. —Su padre volvió a
acercarse a él y lo abrazó.
El espíritu de Orthan gritó en agonía al sentir los brazos de su progenitor
en torno a sí de forma cariñosa y protectora.
Cuando era un retoño lloró noches enteras al carecer de esa muestra de
cariño y ahora se le imponía en contra de su voluntad. Rugió de ira en su
interior y se prometió que mataría a ese bastardo en cuanto lo liberara.
Orlon los trasladó a ambos al interior de la fortaleza de Kronnan y
esquivó las rígidas y poderosas protecciones mágicas que había reforzado
Kronnan al volver de la caseta, gracias a la presencia de Orthan, el único
autorizado por el dragón carmesí a penetrar en su hogar.
CAPÍTULO 17
Kronnan despertó y, en un primer momento, se preguntó extrañado qué lo había
sacado de ese sueño tan placentero y tan necesario, después de haber pasado
la noche entera haciéndole el amor a Inheray.
Pero en seguida se puso en alerta, todos los sentidos lo avisaban de la
invasión de sus dominios, y saltó de la cama.
Inheray dormía boca abajo, plácida, y el rostro arrebolado y la media
sonrisa conmovieron los corazones de Kronnan cuando la miró, pero la
inquietud lo acometía y se desplazó de forma mental por la fortaleza. Percibió
a dos intrusos, reconoció la esencia de Orthan en el salón de la chimenea, lo
que lo tranquilizó, pero no identificó la esencia del otro dragón y eso le desató
el instinto protector. Selló el dormitorio para que nadie pudiera entrar, ni tan
siquiera Orthan.
Se vistió con una bata larga y se trasladó abajo, para recibir a esos
invitados no esperados.
18
—Buenos días, drakuls . ¿A qué debo el honor de esta inesperada
visita? —saludó con tranquilidad pero sin dejar de vigilar al dragón
desconocido. Sin embargo, cuando lo vio, reconoció las mismas e idénticas
facciones que las de Orthan y agrandó los ojos, con el más absoluto asombro.
—Buenos días, Kronnan —devolvió Orlon el saludo, mientras se
adelantaba hacia él con la mano hacia arriba en señal de paz—. Mis
intenciones no son hostiles y mi hijo, aquí presente, es prueba de ello —
aseguró, aunque no pudo evitar que un ligero rubor culpable cubriera sus
mejillas al mirar a Orthan.
Kronnan asintió y miró a su líder, pero en seguida supo que estaba
inmovilizado e instantáneo adoptó una posición de lucha.
—¿Qué significa esto? ¡Liberadlo! —ordenó con un gruñido.
Orlon meneó la cabeza con pesar.
¡Por todos los planetas habitados! ¡No tenían tiempo que perder!
—Por favor, drakul Kronnan, escuchadme antes. Mi hijo me odia, no me
escucha y por eso lo he inmovilizado —explicó, apresurado. Se adelantó un
poco más al tiempo que miraba al dragón carmesí con desesperación por la
premura que lo impulsaba—. Os lo ruego, es menester que comprendáis que
no he venido a dañaros ni a perjudicaros. Yo soy el causante de la onda que
percibisteis cuando llegué de Annorthean —reveló con impaciencia mal
reprimida. Continuó—: Durante estos días os he estado observando y sé que
profesáis un gran cariño por la humana que yace en vuestra cama.
Los ojos de Kronnan se oscurecieron, estupefactos y recelosos, cuando
ese desconocido mencionó a Inheray, y sus corazones experimentaron el
mismo temor que llenaba los de Orthan desde que habían aparecido en lo alto
de la montaña.
¿Qué tenía que ver Inheray con todo aquello?
—Por favor serenaos, drakul Kronnan, y sentémonos. Debo explicaros
unas cuantas cosas, antes de nada.
Kronnan miró a Orthan y percibió la furia que sentía el caudillo en el
fondo de los iris pardos. Se volvió de nuevo, observó con intensidad al recién
llegado y, aunque no detectó mentira o engaño en Orlon, no se planteó siquiera
confiar en el dragón desconocido. Se sentó, preparado para saltar a la menor
provocación. No iba a permitir que expusieran a Inheray a ningún peligro. Era
su hembra. Suya y de nadie más, y la protegería hasta la muerte si era
necesario.
Indicó un asiento para Orlon y levantó una ceja inquisitiva en dirección a
Orthan. Orlon desplazó otro sillón y lo colocó detrás de su hijo, entonces las
rodillas de Orthan se doblaron y cayó sobre el asiento. De nuevo los dorados
ojos del líder de los dragones prometieron venganza contra su padre por esa
humillación.
—¿Y bien? ¿Qué tiene que ver la que va a ser mi esposa con todo esto?
—inquirió con dureza Kronnan.
Un destello indefinido cruzó los ojos de color nogal y la expresión de
Orlon se tornó hermética. El padre de Orthan miró a su interlocutor con un
ligero atisbo de inquietud que sorprendió y alarmó a Kronnan, que no vio la
sombra que cruzó y oscureció el semblante del caudillo al revelar sus
intenciones para con Inheray.
—Por favor, no pretendo alarmaros, pero ¿podríais explicarme qué
significa «esposa»? —preguntó con avidez Orlon, inclinado hacia delante.
Kronnan, no muy seguro de querer compartir su intimidad con un
desconocido, intercambió una mirada con Orthan, pero una máscara
impenetrable ocultaba los profundos celos que estaban devastando al caudillo
y no consiguió adivinar lo que pensaba.
—Esposa aquí significa lo mismo que pareja en Annorthean. En este
mundo no existe el Rito de la Unión, en cambio los humanos se emparejan a
través de una ceremonia pública—explicó, cauteloso.
Orlon asintió y su expresión se volvió más inescrutable si cabe. Luego
suspiró y una sombra de pesar cubrió sus facciones. Paseó la mirada entre su
hijo y Kronnan, y empezó a hablar con un tono de voz tranquilo, pero que
revelaba un gran cansancio.
—Voy a explicaros por qué estoy aquí. Para ello debo remontarme al Día
de la Gran Desgracia —declaró, con pesar—. Esa mañana estaba desayunando
tan tranquilo en mi casa. Noté una agitación en el éter y lo sondeé, fue entonces
cuando me enteré de que habían asesinado a los monarcas… A mi hijo… —
desveló con el ceño fruncido, mirándose las manos, pero sin el connato de
dolor que Orthan le suponía al saber la suerte que había corrido su hijo
preferido. Orlon prosiguió, sin percatarse de la mirada estupefacta que le
lanzaba Orthan—.Casi desfallecí de la impresión. Mi pareja, loca de dolor, ni
siquiera se lo pensó. Saltó al éter, se dirigió directa al salón del trono y yo la
seguí de inmediato. Este estaba desierto en ese momento. Me extrañó no
encontrar a la Guardia Real ni a nadie, pero entonces Estiva lanzó un alarido
de tal magnitud que todavía hoy reverbera en mi memoria —reveló
estremecido— .Mi hembra perdió la cordura al ver a Ornamus sentado en el
Trono, con esa espantosa herida en el cuello, y el cuerpo exánime. Lloró
desconsolada durante años —explicó esto último directo hacia Orthan.
Orthan apartó la vista y se negó a demostrar la compasión que sentía, a su
pesar, por una madre que lloraba la muerte del hijo que no había engendrado, y
que había desdeñado, sin misericordia alguna, al que había alumbrado.
Orlon cabeceó ya que, por fin, comprendía a la perfección la reacción de
su hijo, pero sabía que ya era tarde, demasiado tarde, y prosiguió:
—En ese momento advertí que la Guardia había empezado a rastrear y a
buscar a los asesinos. En un primer momento quise unirme a ellos, pero el
cuerpo sin vida de mi preciosa nuera Rayana parecía estar gritándome en su
agonía, a pesar de estar plácidamente tumbada con las manos cruzadas sobre
el pecho —calló unos segundos, conmovido. La tristeza, profunda e indeleble,
cubría sus facciones y la voz le temblaba—, entonces una espantosa idea cruzó
mi mente. Pensé que tal vez los asesinos también querrían dañar al huevo
heredero. Me trasladé con Estiva a nuestra casa y la encomendé a nuestro
mayordomo. Y, sin perder un segundo, me desplacé a las galerías de magma
del subsuelo de Annorthean. Tardé un rato en orientarme por las grutas —
explicó, con arrepentimiento por lo torpe que era en aquellos tiempos—, y por
fin di con la entrada a la cueva del lago donde reposaban los huevos reales,
suspendidos en sus hornacinas, sobre la lava.
»Recordaba muy bien la localización de la hornacina del retoño de
Rayana sobre la laguna, ya que hacía menos de dos meses que la habíamos
acompañado en su puesta. Me dirigí hacia allá y ahí estaba, un huevo plateado
lleno de pequeñas escamas, sano y salvo. —Orlon meneó la cabeza al
recordar el alivio que le produjo ver el huevo en perfecto estado. —De
repente, oí voces que se acercaban. Sin pensármelo agarré la hornacina y salí
corriendo hacia un pasadizo anexo que descendía aún más hacia el núcleo.
Apretaba la celdilla contra mi pecho con un profundo temor a que, los que
fueran, me encontraran. Me escondí en un hueco, detrás de una roca, y escuché
por si los que se aproximaban eran amigos, pero pronto me quedó muy claro
que las intenciones de los intrusos no eran honestas. Estuvieron buscando entre
las hornacinas, pero no parecían muy seguros de saber cuál era la que
buscaban, así que debatieron entre ellos si destruir todos los huevos. Se me
heló la sangre en las venas y a punto estuve de salir de mi escondrijo e
impedirles semejante atrocidad —declaró, con furia y horror—. Eran tres
dragones negros y llevaban un extraño blasón bordado en sus ropas. Al final,
repararon en el gancho vacío y se enfurecieron. Me pareció que se
comunicaban con alguien telepáticamente y entonces se marcharon.
»Permanecí en mi escondrijo durante mucho, mucho tiempo. No sabía qué
hacer. Tenía que proteger al huevo heredero, pero no podía volver. No sabía lo
que ocurría en la superficie. Intenté ponerme en contacto con mi pareja, pero
estaba ida de dolor e imposibilitada de ayudarme. Y… Lo siento Orthan, pero
en aquel momento ni pensé en que tú pudieras auxiliarme. En aquel entonces
mis pensamientos con respecto a ti dejaban mucho que desear —confesó
sincero y arrepentido—. Jamás podré recompensarte por todo el dolor que te
ocasionamos tu madre y yo, pero créeme que lo intentaré —aseguró con
decisión. Orthan seguía sin mirarlo, pero no le importó; sabía que a su hijo no
le quedaba otra opción que escucharlo. Continuó—: Entonces se hizo la luz en
mi mente embotada y pensé en el Santuario. Tal vez allí el huevo estaría a
salvo. Me deshice de la hornacina, guardé el huevo debajo de mis ropas y lo
sujeté a mi piel, de forma mágica, por medio de una urdimbre de tejido que
hice crecer de mi propia epidermis. Mientras me desplazaba, rastreé el éter y
me di cuenta de que en el Santuario había ya una multitud de refugiados.
Camuflé mi esencia y me mantuve inmaterial entre ellos —desveló, algo
culpable ahora por no haber confiado en los suyos—. Escuché las
conversaciones y me enteré de todo lo acontecido en Annorthean. Me hundí en
la desesperación. ¿Qué íbamos a hacer? Los monarcas muertos, los Leales
desterrados. Entonces apareciste tú. —Orlon se dirigió de nuevo a Orthan, que
por fin se había vuelto hacia él y sus ojos ya no destilaban ese odio enfermizo.
Parecía escuchar con atención sus palabras—. Estabas herido y blasfemabas
como un poseído. No me atreví a mostrarme ni aún entonces a pesar de que
dijiste que el huevo heredero estaba desaparecido y, lo que era muy posible:
también destruido. Pensé que, si así lo creían también los enemigos, el huevo
estaría a salvo. Tomada la decisión de mantenerlo en secreto, esperé para ver
lo que decidíais y cuando elegisteis Khatrida como planeta donde guareceros,
no perdí tiempo en esperaros. Me trasladé allí en pequeños saltos y borré mi
rastro, cuidadoso. No quise saltar directo como he hecho ahora, ya que la onda
que generaría os alertaría, como ha ocurrido esta vez —admitió, con un
cabeceo—.Busqué un volcán activo en este mundo y me refugié en él. Pronto
presentí vuestra cercanía y durante los siguientes años seguí de cerca los
avances que hacíais para congraciaros con los humanos. Había colocado el
huevo sobre la lava líquida del volcán, a muchos metros bajo la superficie, y
pendía de un arnés que le había construido para mantenerlo a la distancia
correcta y que esta lo mantuviera a la temperatura adecuada —explicó con
orgullo—. Sellé la cámara en la que me hallaba y durante trescientos años
permanecí escondido. Mi intención era volver a Annorthean, restaurar el
huevo a la hornacina y esperar su eclosión. Pero no sabía cómo estaban las
cosas ahí y no quería arriesgar la vida del heredero. Así que me arriesgué a
volver yo solo y lo que me encontré…
Orlon palideció y se pasó la mano por los ojos, con angustia. Recordaba
algo tan terrible que aún le estremecía los corazones.
Kronnan intercambió una nueva mirada con Orthan y ambos pensaron lo
mismo: tal vez la mente de Orlon no estuviera todo lo centrada que debería.
Orlon abrió los ojos, sorprendió el intercambio de miradas y sonrió sin
alegría. Intuía lo que pensaban su hijo y ese joven dragón carmesí.
—En el Trono de Ámbar se había instalado un dragón negro, de nombre
Difestoles, hijo de Dijímenos —notificó, con el corazón atormentado.
Los ojos de Orthan relampaguearon, con furiosos destellos dorados, al
oír el nombre.
—Sí, Dijímenos. El insurrecto que enviaste a las Provincias de Arena
cuando intentó hacerse con el poder —confirmó Orlón hacia él. Entonces
irguió la cabeza y se levantó. Incorporó a Orthan, lo dejó de pie y se alejó
unos pasos.
Al instante siguiente, Orthan recuperó la movilidad. No se movió, pero
miró a Orlon durante un aterrador y largo minuto en el que pareció decidir si
se tomaba una venganza terrible ahora o después. Al final, el caudillo
retrocedió y apretó los puños.
—¿Cómo has podido? ¡Eres un malnacido! —estalló entonces, lleno de
ira.
Orlon permaneció quieto y levantó la mano abierta.
Orthan vio el gesto y torció los ojos.
—¿Crees que eso te salvaría si quisiera matarte? Eres… Eres… —
Orthan empezó a dar vueltas por la habitación como una fiera enjaulada, y
Kronnan se maravilló de que todavía no hubieran saltado por los aires: él,
Orlon y toda la fortaleza, aunque en seguida comprendió el porqué.
Inheray.
Orthan jamás la dañaría.
—Te odio como jamás pensé que pudiera llegar a hacerlo, pero te lo has
ganado a pulso —afirmó, con calma letal—. Lo único que te salva es que
quiero saber dónde está el huevo heredero para ir a buscarlo y llevarlo a
donde pertenece. Así que, dime, padre mío —pronunció el apelativo con
repugnancia al tiempo que se encaraba con Orlon—. ¿Dónde está?
Este asintió, se sentó de nuevo con lentitud, suspiró al tiempo que se
pellizcaba el puente de la nariz. Estaba agotado y no había hecho nada aún. Le
quedaba la peor parte, la que consumiría gran parte de su energía. Solo
esperaba no fallar, pensó, arredrado. Mucho dependía de ello. Continuó con la
narración de su epopeya.
—Regresé a Khatrida y volví a refugiarme en el volcán. El huevo seguía
a salvo donde lo dejé. No sabía qué hacer. El huevo no estaba seguro aquí. ¿Y
si llegaba el momento de su eclosión? Me encontraba en un dilema terrible. El
huevo heredero no podía eclosionar aquí. Nunca me interesó mucho estudiar y
las artes alquímicas no fueron mi fuerte, pero recordé un libro que me hizo
leer mi profesor de nigromancia y que siempre encontré soporífero. Me
sumergí en un estado semiinconsciente y repasé de forma mental todas sus
páginas e incluso las conversaciones que mantuve con mi maestro. Y, por
fortuna, descubrí una manera de preservar al huevo.
Orlon se interrumpió, y Kronnan y Orthan preguntaron a la vez:
—¿Y? —En su ansia por saber.
Orlon asintió y venteó la mano para aplacar su impaciencia.
—Tranquilidad, tranquilidad, muchachos. —Kronnan bufó y Orthan
chasqueó la lengua cuando oyeron ese calificativo. —Existe un procedimiento
por el que se puede separar un corazón de otro y elegir la raza con la que se
quiere que nazca el embrión —explicó con calma, aunque sabía que esa
impactante información no iba a ser bien recibida.
—¿Qué tú hiciste…? ¿Qué tú…?¿Qué? —explotó Orthan, al final.
Kronnan estaba demasiado asombrado como para articular palabra.
El método usado implicaba la muerte de uno de los corazones. Ningún
órgano, por muy poderoso que uno fuera, podía preservar la vida
indefinidamente fuera del cuerpo.
Orlon lo miró, muy serio, y continuó.
—No me quedaban alternativas, Orthan. El huevo heredero podía
malograrse si seguía incubándose sobre la lava sucedánea. Si por un casual
llegaba la hora de la eclosión la cría podría acabar muerta. No podía
arriesgarme —afirmó rotundo.
Orthan meneó la cabeza, elevó los brazos al techo y clamó:
—¿Cómo que no? Podrías haberme llamado. Podrías haber hablado con
los patriarcas. Podríamos haber vuelto y haber luchado contra los usurpadores
—argumentó, una por una, todas las razones.
—No lo comprendes. En Annorthean las cosas han cambiado mucho. La
población está atemorizada, sometida a través del miedo, y no levantaría un
dedo ni aunque le fuera la vida en ello. El usurpador ha instaurado un régimen
de poder oscuro. Incluso el Trono de Ámbar ha perdido su brillo.
Orthan detuvo su alterado deambular y se giró despacio para mirar a
Orlon a los ojos y confirmar lo último que había oído.
Orlon asintió.
—Sí, el Trono se ha apagado. La vil naturaleza del que lo usa lo ha
corrompido —aseveró a la muda pregunta de su hijo, en un tono de hondo
pesar.
Orthan irguió la cabeza y desvió la vista, rememorando el instante en el
que había estado cerca del sitial.
—Puede que solo esté dormido —aventuró.
El Trono de Ámbar estaba tallado de un filón de esa resina fósil y que se
encontró en un yacimiento poco después de la Unión de las Razas. Los
Maestros Ancestrales lo dotaron de magia para que brillara siempre para la
nueva especie creada y proclamara la pureza de la legitimidad de los que lo
usaran.
—No lo sé, pero en aquel momento sabía que no podíamos regresar.
Necesitábamos tiempo para reponernos y que el usurpador se confiara —
señaló con el ceño fruncido. Su rostro, de repente, pareció mucho más
19
envejecido al declarar—: Me llevó todo un año annortheran o preparar todo
lo necesario para realizar el ritual.
—¿Lo llevaste a cabo? —preguntó atónito Kronnan.
—Sí, lo llevé a cabo. Y nació —afirmó, esta vez con una sonrisa.
Pero Orthan y Kronnan intercambiaron una mirada preocupada.
—¿Y qué ocurrió con el segundo corazón? —preguntó Orthan,
entristecido por la muerte prematura de ese corazón que era parte de Rayhana
—. ¿Qué raza elegiste? Inquirió también, con curiosidad, sin poder creer
todavía que se hubiera llevado a cabo semejante procedimiento con éxito.
En el hipotético caso de que pudieran volver algún día a su hogar y más
hipotético aún, recuperarlo… ¿Deberían instalar en el Trono de Ámbar a un
ser de un solo corazón?
Orlon miró los rostros incrédulos y expectantes de los dragones que tenía
enfrente. En otro momento hubiera encontrado el lado cómico, pero hoy no era
ese día.
—Elegí la raza homínida, naturalmente. Estábamos en un planeta habitado
por humanos, lo lógico era que se mezclara entre ellos y así los enemigos no
pudieran localizarlo —desveló y continuó—: Para preservar la vida del
segundo corazón, me lo acoplé en el interior de mi cavidad torácica. No
impulsaba mi savia vital, pero él si era regado por ella y crecía sano y fuerte
en mi pecho. Cogí al nuevo ser en mis brazos en cuanto salió del huevo y lo
crie como si fuera mío. Era una criatura perfecta y muy inteligente que en
seguida aprendió a hablar y a desarrollar sus capacidades —relató, con
afecto. Estaba muy encariñado, pero un enorme pesar anidaba en su corazón
—. No poseía el poder mágico ya que, al separar los corazones, perdió la
aptitud, pero su inteligencia lo suplía y pronto aprendió a andar y a correr por
ahí. Durante gran parte de su infancia lo retuve a mi lado, aunque sabía que no
podía hacerlo para siempre —expuso. Era necesario que creciera entre los
humanos —afirmó, convencido—. Al cabo de varios años, cuando creí que
era el momento adecuado, lo preparé para el viaje, me acerqué a un
asentamiento y esperé al momento adecuado. Cierto día unos humanos se
internaron en el páramo. Me despedí de la criatura con todo el dolor de mis
corazones, le borré la memoria y lo dejé libre —reveló. Desvió la vista, el
peso de la añoranza lo aplastó en ese momento, al recordar la pequeña carita.
Pero no era momento de pensar en sí mismo, se forzó a recuperar la
compostura y prosiguió—: Me camuflé a su vista y lo seguí hasta que los
humanos lo encontraron y se lo llevaron. Me mantuve cerca, para vigilarlo,
durante los primeros meses, aunque comprendí que debía marcharme o lo
estropearía todo. Así que lo dejé y me fui.
—¿Lo dejaste solo? —inquirió Orthan, alarmado—. ¿Sin protección? ¿Y
si hubiera muerto? ¿Y si lo hubieran lastimado? —bombardeó a acusaciones y
preguntas, cada vez más alterado—. ¿Qué edad tiene ahora?
Kronnan asintió, también quería conocer la respuesta.
—Tiene veintitrés años en cómputos humanos, pero en realidad nació
hace tres mil —anunció con una sonrisa.
—¿Cómo es posible? —exclamó aturdido Orthan.
—Cuando separé los corazones dentro del huevo, mantuve el embrión en
estado de hibernación. No podía dejar que naciera todavía, no estaba
preparado. De alguna manera, durante el ritual, supe cuál era el momento de su
eclosión y tuve que esperar. Al cabo de mil años, lo desperté y rompió el
cascarón. Creció sano y fuerte y dejé que se desarrollara como si fuera
humano, pero alimenté su mente con historias de nuestra gente y de nuestro
planeta —aclaró. Siempre albergó el convencimiento que un día regresarían y
que el Trono de Ámbar sería liberado, por eso preparó la joven mente, para
que llegado el día estuviera preparado—. Todo está en su interior, solo que
aún no lo sabe. A los siete años, lo volví a hibernar y lo escondí en lo
profundo del volcán. Y regresé a nuestro planeta. Reanudé mi vida como si
nada hubiera sucedido, mi pareja no me preguntó y yo no di explicaciones.
Orthan, pálido, miraba a su padre con un profundo estupor enfurecido.
—De todas las maneras en las que se pudieron hacer las cosas fuiste a
elegir siempre la más peligrosa y la menos segura para el huevo heredero.
¿Cómo se te ocurrió dejarlo hibernado y solo durante tanto tiempo? Podías
haber muerto y entonces ¿qué hubiera sido de él? —inquirió acusador,
encolerizado con su progenitor.
—Ella —corrigió Orlon la confusión de Orthan.
—¿Ella? ¿Cómo que ella? —Orthan parpadeó, perplejo.
Al oír la afirmación de Orlon, Kronnan se irguió, concentrado, y lo miró
de hito en hito.
—Sí, ella. Nunca dije que fuera un macho —aclaró con tranquilidad el
padre del caudillo.
—Pero dijiste… él… —repitió Orthan extrañado.
—No. Con «él» me refería al huevo heredero, pero ¿qué importa? —Se
exasperó Orlon—. Lo importante es que está a punto de cumplir la mayoría de
edad draconiana y su ser debe ser unido o no sobrevivirá a la edad adulta.
Debo restaurarle el segundo corazón y luego deberemos decidir si vamos a la
guerra contra los usurpadores —manifestó Orlon, de forma contundente,
mientras en sus ojos se encendía una llama de determinación.
Orthan miró a Kronnan y lo descubrió estático, con una dura expresión
abstraída al tiempo que miraba con fijeza a su progenitor. Si no lo conociera,
hubiera jurado que su amigo odiaba a Orlon en ese instante. Aturdido por
tantos acontecimientos y por el regreso inesperado y no deseado del
responsable de que su infancia fuera un infierno, los sentimientos del dragón
rojo hacia su padre lo acabaron de descolocar.
—¿Kronnan? —inquirió y adelantó un paso hacia él.
Pero su amigo lo ignoró y avanzó hacia Orlon. Lo cogió rudo de la
pechera y lo miró a los ojos que, como los de Orthan, quedaban un poco por
encima de los suyos, pero no le importó. Una idea escalofriante se había
instalado en sus corazones y su espíritu se encogía aterrado.
—Ha dicho que la encontraron unos cazadores en los páramos… —
repitió con una voz ronca que casi no reconoció como propia.
Orlon lo miró con conmiseración y asintió al comprender que Kronnan
había adivinado la verdad.
No hizo ningún intento por desembarazarse del agarre ni por alejarse.
Nunca pensó que, al dejar a la heredera sola en el planeta, pudiera sobrevenir
que intimara con un dragón y que ese dragón no fuera de su mismo clan.
Algo, sin duda, muy desafortunado. El emparejamiento entre clanes
estaba prohibido. Las dos castas no podían mezclar sus sangres desde la época
antigua. Un nefasto desenlace con una única cría que logró sobrevivir decidió
a los monarcas de aquel entonces a instaurar la prohibición de emparejamiento
entre clanes distintos.
Orlon miró a Kronnan con compasión y le puso una mano en el hombro,
compasivo.
—Lo siento, hijo. Esto no entraba en mis planes —aseguró con
sinceridad.
Kronnan le soltó la pechera como si hubiera tocado veneno.
—No.
Un simple vocablo salió de sus labios, pero evidenció con rotundidad la
angustia que sentía.
Orthan los miraba desconcertado. ¿De qué demontres estaban hablando?
Pero, de improviso, una escalofriante idea germinó en su mente. Orlon había
llegado a su fortaleza y lo había conducido directo a la fortaleza de Kronnan.
La verdad lo golpeó casi de forma física y sus ojos se abrieron a la
comprensión.
¡Inheray! ¡Ella era la heredera!¡Reinos benditos!
Poco a poco las piezas encajaron en su lugar y comprendió la atracción
que ella siempre había ejercido sobre él, lo rápido que se le había metido bajo
la piel.
¡Era la hija de Rayana!
Todavía impactado se volvió hacia Kronnan. Este estaba pálido y seguía
negando con la cabeza. En sus ojos había una luz peligrosa y Orthan se dolió
por su amigo.
—Kronnan, amigo… —Compadecido, se aproximó a él.
—¡No! ¡Ni te acerques! ¿Me oyes? —exclamó Kronnan con furia. Le
apartó la mano tendida con un empellón y se alejó de él—. No te acerques a
ella o te mato, Orthan. ¡Te lo juro!—aseguró, en un estallido de rabia—. No
voy a dejar que os la llevéis. Ella vino a mí. Es mía. No os la podéis llevar.
Ella… es… mi mundo. —Poco a poco las fuerzas fueron abandonándolo y se
derrumbó contra la pared. Resbaló con la espalda y acabó sentado en el suelo
mientras todo lo que había ocurrido desde que conocía a Inheray atravesaba su
mente. —¡No! ¡No! ¡No!—repetía, desesperado. ¡No podía ser verdad! Se
mesaba los cabellos con tanta fuerza que se arrancó mechones enteros mientras
buscaba, fútil, algún argumento que pudiera refutar esas afirmaciones. En sus
corazones sabía que no podía luchar contra ese destino que se les había
revelado tan de repente, pero su espíritu clamaba desesperado. Irguió la testa
y miró a Orlon con la súplica desbordando los iris azulados—:¿Estás seguro?
Tal vez te has equivocado… tal vez…
Orlon negó con la cabeza y la compasión en sus ojos enfureció a
Kronnan. Entonces se levantó y lo increpó, con rabia.
—¡Maldito! —siseó con violencia—. ¡Maldito seáis tú y todos los tuyos!
—¡Kronnan! —advirtió Orthan.
Kronnan también se revolvió contra él.
—¿Qué? —aulló.
—¡Cálmate, por favor!—pidió el caudillo con la voz llena de piedad.
Kronnan gruñó y apartó la vista, mientras meneaba la cabeza. Orthan suspiró y
continuó—: Ahora la que importa es Inheray.
Kronnan tragó saliva y cerró los ojos. La furia contra su destino lo
corroía por dentro y la desesperación que le producía no poder rebelarse
contra él lo estaba matando.
Sin mirar ni a Orthan ni a su padre, se trasladó a su habitación y encontró
a Inheray en la misma posición en la que la había dejado. Se acercó a la cama
con un nudo en la garganta al tiempo que ideaba mil fugas y pensaba que tal
vez ella se negara a ser la reina, que tal vez prefiriera unirse a él…
A pesar de todo.
Entonces escuchó un débil quejido proveniente del lecho, frunció el ceño
y saltó sobre la cama, junto a ella, preocupado.
—¿Inheray?
Ella permanecía tumbada, en apariencia tranquila, pero la tocó y el helor
de su piel lo quemó como si fuera hielo glaciar. El terror lo traspasó. La cogió
en brazos y en ese instante percibió los estremecimientos que sacudían el
frágil cuerpo femenino. Recorrió el pálido rostro con los ojos ávidos y
descubrió que tenía los labios muy pálidos. También advirtió que la
respiración era irregular y dificultosa, y que gemía débil.
—¿Inheray? Cariño, por favor —suplicó, asustado. La abrazó contra sí,
impotente.
¿Qué le ocurría? ¿Estaría enferma?
Entonces recordó las palabras de Orlon. Estaba a punto de alcanzar la
mayoría de edad. Se estremeció agónico.
—Kronnan.
Oyó la llamada mental de Orthan y sus corazones se sacudieron en
agonía. Echó la cabeza hacia atrás sin dejar de sujetar con ternura a Inheray
contra sí y lanzó un alarido de profundo dolor. Inheray se estremeció en sus
brazos como si su dolor le afectara y Kronnan la miró, con los ojos llenos de
lágrimas.
—¿Inheray? Despierta, nayanda cwrol. Despierta, por favor. Dime que
todo esto es una pesadilla. Dime que no te irás de mi lado. Dime que me amas
—suplicaba con fervor, con los labios contra la mejilla femenina.
Inheray gimió, pero no abrió los ojos. Su piel estaba muy blanca, casi
azulada y sus temblores eran más continuados.
Kronnan se limpió las lágrimas de un manotazo. Inheray estaba sufriendo
y él no le estaba poniendo remedio. ¿En qué diantres estaba pensando? En sí
mismo y en su dolor, claro está. Sacudió la cabeza, lleno de ira hacia sí
mismo. Cogió en brazos a Inheray y la acunó contra el pecho. La miró con
inmensa ternura y depositó un sentido beso en sus labios. Se demoró un largo
instante en el contacto, grabando en su mente el contorno y el sabor. Temía que
pudiera ser el último que le diera. Una última lágrima resbaló por su mejilla y
cayó sobre los exangües labios de ella. Se incorporó y se trasladó abajo,
donde lo aguardaban Orthan y su padre.
Orlon se apresuró a acudir a su lado al ver el estado de Inheray y le tocó
la frente mientras cerraba los ojos y murmuraba en voz baja.
Kronnan lo miraba, receloso, y apretaba el cuerpo tembloroso de Inheray
contra sí, con delicadeza.
Orthan palideció cuando la vio tan exangüe y débil. Su primer impulso
fue arrancarla de los brazos de Kronnan y acunarla en los propios, pero se
contuvo a tiempo y comprendió con un escalofrío que jamás podría volver a
tocar a Inheray. Ya estaba fuera de su alcance, mucho más que cuando renunció
a ella a favor de su amigo.
Ahora era la heredera, la que se convertiría en reina de Annorthean si
conseguían volver, en el hipotético caso de que el Consejo Draconiano
aceptara que se alzaran en armas para recuperar lo que era suyo por derecho:
sus hogares y el derecho de sucesión de Inheray.
Los corazones de Orthan gritaron en agonía al unísono con los de
Kronnan mientras observaba, desde la distancia, a la hembra amada en brazos
de su amigo. No sabía qué signo era el que los había maldecido, pero estaban
malditos los dos. Cerró los puños y apretó con fuerza.
¡Tenía que poder soportarlo! ¡Tenía que resistir!
Se acercó lento hacia ellos y contempló a Inheray más de cerca. El rostro
ceniciento lo conmovió hasta el tuétano. No iría a morir ¿verdad? Su espíritu
zozobró de angustia y sus ojos tropezaron con los de Kronnan, llenos de la
misma ansiedad y dolor.
Entonces Orlon abrió los ojos. Su expresión era decidida y tomó el
control de la situación de inmediato.
Orthan lo observó, atónito. Su padre nunca fue un dragón de acción, más
bien dejaba que los demás debatieran mientras él callaba y luego se decantaba
del lado que más le convenía.
—Hay que llevarla a tu fortaleza, Orthan. Debajo de esta hay unas grutas
subterráneas donde podremos llevar a cabo el Ritual y también es el mejor
lugar para ella. Allí estará más segura una vez que se transforme.
Orthan asintió, miró a Kronnan, pero no dijo nada. Kronnan le devolvió
la mirada y comprendió la muda petición, al final se situó de espaldas a él,
Orlon se posicionó tras ellos y cada uno entrelazó los brazos en torno al
cuerpo del otro.
Y el dragón dorado que había llegado para trastocar sus vidas, de una
forma tan brutal, dirigió el traslado a la fortaleza de Orthan.
CAPÍTULO 18
Aparecieron en una de las cavernas más profundas y más grandes del subsuelo
que recorría la cordillera donde se asentaba la fortaleza de Orthan. Tenía
forma ovalada y el techo alcanzaba una altura de unos cincuenta nobos. Las
paredes eran de roca viva y la única salida era una pequeña abertura en el
lado norte. Un pequeño lago en el centro recogía el agua que goteaba aquí y
allá al resbalar por las paredes. El ambiente era húmedo, oscuro y cerrado.
No había formaciones ni estalactitas, el agua se filtraba por las paredes y
desde el techo, ya que este era totalmente cóncavo y las filtraciones nunca se
detenían una vez que entraban en la cueva. La roca viva era pulida sin
descanso.
La fortaleza del caudillo estaba construida sobre unas grutas naturales
que se extendían ténobos bajo la superficie, tanto en profundidad como en
longitud.
Orthan se preguntó cómo era que su padre conocía tan a la perfección sus
dominios y, lo más preocupante, cómo era que nunca había detectado su
presencia en el planeta y, menos, en la fortaleza o bajo ella.
Kronnan seguía en estado casi comatoso. Era incapaz de reaccionar y
sostenía a Inheray contra sí por temor a que desapareciera si la soltaba. Orthan
lo guio hacia el centro mientras su padre se dirigía hacia el extremo más
septentrional de la enorme cavidad.
Orlon trasteó cerca del suelo, pronto encontró aquello que buscaba y
regresó junto a ellos con un cofre de plata.
Orthan y Kronnan permanecían juntos y ambos observaban a Inheray, que
apenas se había movido. Aunque había dejado de temblar y de gemir, su
respiración seguía siendo irregular.
El padre de Orthan hizo aparecer una superficie rectangular de piedra en
el suelo y luego la hizo crecer hasta que consideró que tenía la altura deseada
e indicó con un gesto a Kronnan que podía depositar a Inheray sobre ella.
Kronnan avanzó y la posó sobre la piedra con tierna delicadeza. Por
último, le acunó la cabeza entre las grandes manos y la apoyó sobre la dura
superficie de forma cuidadosa.
Orlon asintió y alargó la mano hacia ella, pero un puño de acero se
enroscó en torno a su muñeca y apretó con fuerza. Giró el rostro hacia el
dragón carmesí.
—Ella no resultará dañada —aseveró Kronnan, más como una amenaza
que como una afirmación.
Orlon miró directamente a las profundidades escarlatas de esos ojos que
lo miraban implorantes, y asintió.
—No temáis, drakul Kronnan. Ella está por completo a salvo.
Kronnan cabeceó y se retiró hacia un extremo. Erguido, con las piernas
separadas, invocó una camisola, pantalones y unas botas altas sobre su cuerpo,
ya que había sido trasladado a ese lugar con la bata que se puso en su alcoba,
momentos antes de recibir a sus intempestivos visitantes.
Se quedó quieto, permaneció todo el tiempo con la vista clavada en
Inheray y no volvió a dar muestras de ninguna emoción en el rostro marmóreo.
Los ojos habían vuelto a cobrar esa extraña intensidad azul, casi como si
tuviera un zafiro en cada cuenca ocular, y los labios, antes sonrosados y
perfectos, ahora estaban pálidos y dibujaban una delgada y dura línea que no
hacía sino revelar la tortura que padecía en su interior.
Orthan lo observó a hurtadillas, a veces, durante el proceso y tuvo que
reconocer que su amigo estaba hecho de una pasta especial. Él mismo tenía los
corazones en un puño, mientras ayudada a realizar el Ritual junto a su padre.
Orlon creó un campo mágico en torno al cuerpo de Inheray y el altar y
dispuso el contenido del cofre de plata sobre la superficie de roca. Diversos
utensilios afilados, algunas botellitas llenas de un líquido plateado y unas
hierbas que solo crecían en la falda del volcán más activo de su planeta
Annorthean, en torno a ella
Orthan lo observó todo con curiosidad y meneó la cabeza. Sí, su padre
tenía razón; tenía mucho que explicarle y, por una vez, estaba dispuesto a
escucharlo.
Se situó al otro lado del altar y se preparó para seguir las indicaciones de
Orlon.
Este cerró los ojos durante unos segundos que empezaron a resultar
eternos tanto para Orthan como para Kronnan, pero al cabo de unos minutos
empezó a murmurar cánticos y conjuros muy antiguos, algunos tan antiguos que
ni el mismo Orthan reconoció.
Al cabo de un tiempo desnudó el torso femenino y dejó al descubierto el
pecho, en el que se advertía ahora, perfectamente, una cicatriz que lo cruzaba
justo debajo del costillar.
Kronnan y Orthan fruncieron el ceño a la vez, confusos. Antes no había
ninguna cicatriz que cruzara la piel sin mácula.
Orlon escanció un pequeño chorro del líquido plateado, de una de las
redomas, en un cuenco de plata e impregnó sus dedos en él mientras volvía a
cerrar los ojos y entonaba una letanía armónica. Desplazó la mano y tocó la
cicatriz en la piel femenina con los dedos. La pócima plateada se adhirió casi
por voluntad propia a la epidermis, sin derramarse ni verterse, y la carne
empezó a desgajarse hasta abrirse para revelar un corazón pulsante.
En ese momento la voz de Orlon aumentó varios graves en una especie de
espiral ascendente. Desnudó su propio pecho y dejó al descubierto una cicatriz
que también tocó con el mismo líquido plateado. Al instante la carne se abrió
y el corazón que mantenía unido a su carne y a su savia vital apareció a la
vista.
Orthan pudo notar que el corazón huésped latía con regularidad, pero en
ese momento pareció ralentizar su latido, hasta casi detenerse y los conductos
que lo unían al pecho de su padre sufrieron una pequeña sacudida para
empezar a separarse hasta acabar pendiendo, inertes, pero vivos, del corazón.
Las manos de Orlon, recubiertas de ese plateado elemento, se cerraron en
torno a él y, al instante, una luz refulgente envolvió al órgano como un escudo
protector.
Orlon lo separó de sí mismo y lo sostuvo en alto sobre el cuerpo de
Inheray.
En ese instante empezó a destellar con intensidad el campo mágico en
torno a ellos, como si la función protectora hubiera aumentado sus
propiedades al estar Inheray más vulnerable.
Orlon depositó el corazón en la cavidad femenina, recientemente abierta,
y los conductos que se habían separado de él y pendían inactivos, ahora se
adhirieron a ella, reconstruyeron la unión con el otro corazón y con el interior
de Inheray, como si nunca se hubieran separado.
Orlon retiró las manos y permaneció quieto, aunque seguía entonando el
extraño cántico. En ese momento su voz moduló y la espiral volvió atrás para
descender en la escala de graves hasta alcanzar un débil murmullo
confortador, casi como una canción de cuna.
El cuerpo femenino sufrió una convulsión y se elevó, arqueado, sobre la
piedra. Al instante, Kronnan se adelantó impetuoso hacia ella, pero no pudo
traspasar el campo. Sin embargo, apoyó las manos en él y un extraño
chisporroteo inundó el aire al tiempo que las palmas de las manos masculinas
empezaban a enrojecerse y a oscurecerse.
—¡Kronnan! —exclamó Orthan, con un nudo en el estómago y la frente
perlada de sudor por la preocupación que también sentía por Inheray, al ver
que su amigo era indiferente a su propio dolor y al hecho de que sus palmas se
estaban quemando. Ordenó, perentorio—: ¡Apártate!
Kronnan giró los ojos hacia él y pareció reaccionar. Se miró las manos y
se alejó, pero no hizo ningún intento por curarse. Toda su atención estaba
centrada en Inheray.
El cuerpo de Inheray sufrió otra convulsión y una vez que sus corazones
estuvieron, de nuevo, unidos en la cavidad torácica la carne volvió a cerrarse
por sí sola y lo mismo ocurrió en el pecho de Orlon. Una extraña fluctuación
plateada recorrió la piel femenina, las manos se abrieron y se cerraron varias
veces. Exhaló un grito, ronco y profundo, y el cuerpo cayó inerte, rebotando
contra la piedra.
En ese momento Orlon, con el rostro ceniciento, indicó a Orthan que se
retirara y él hizo lo propio. Traspasaron el campo y lo dejaron intacto en torno
al cuerpo, tanto para protegerla como para inmovilizarla dentro. Las fuerzas
que se estaban desatando en su interior eran demasiado poderosas y ella no
poseía la capacidad de controlarlas.
Todavía.
En ese momento Inheray abrió los ojos y una luz, tan brillante como las
estrellas, salió disparada de sus cuencas e iluminó con un haz potentísimo el
techo de la caverna.
Kronnan, agónico, había vuelto a apoyar las manos contra el campo y
empujaba con todas sus fuerzas.
Orthan comprendió que era inútil intentar razonar con él. Kronnan estaba
intentando llegar hasta ella para protegerla, para librarla de todo mal.
Pretender hacerle entender que no podía protegerla de sí misma ahora mismo
era imposible. Se aproximó a él, se situó detrás y le tocó una sien para dejarlo
inconsciente. El cuerpo de Kronnan cayó sin sentido y se deslizó hacia el
suelo. El líder de los dragones lo acogió entre sus brazos y lo depositó en el
suelo cerca del fondo de la caverna, lejos del altar y del escudo de energía,
con cuidado fraternal.
El dragón dorado contempló el pálido rostro de su amigo y su propio
espíritu se estremeció. Lo que estaba por acontecer iba a trastocar sus vidas
de una forma que no alcanzaban ni a imaginar. En cuanto el Consejo
Draconiano fuera informado de todos los acontecimientos, lo más probable
sería que separaran de inmediato a la futura reina del dragón carmesí. Orthan
sabía, por experiencia propia, que aquello iba a romper los corazones de los
amantes, y conocer ese aciago destino le vaticinaba a él mismo un dolor
todavía peor, ya que no podría hacer nada para impedirlo ni para remediarlo.
Cerró los ojos y rechinó los dientes. Un destino demasiado nefasto se
había abatido sobre ellos. Comprendía la aflicción que embargaba a su amigo,
pues era la misma que le corroía las entrañas a él desde que se había revelado
la verdadera identidad de la hembra que ambos amaban.
Orlon se encaminó hacia la pared de la cueva. También estaba pálido y
respiraba con profundos jadeos. El consumo de energía había sido brutal,
mucho más que cuando realizó el ritual de separación dentro del huevo
heredero.
Después de echarle un último vistazo a Kronnan y comprobar que el
campo seguía intacto en torno al cuerpo de Inheray, Orthan se acercó a su
padre con el ceño fruncido.
—¿Qué ocurre? ¿Estás bien?
Orlon esbozó una media sonrisa y lo miró con una ceja levantada.
—¿Eso es preocupación filial, Orthan?
Orthan endureció el gesto, se irguió cuan alto era y un brillo peligroso
recorrió su iris.
—No, padre. No lo es. Pero si a ti te ocurre algo, Inheray estará en
peligro ya que yo no sé en qué consiste el ritual que estás realizando. Y eso: sí
me preocupa —advirtió acerado.
La expresión de Orlon se transformó en una de sorpresa, miró por sobre
el hombro de su hijo hacia el campo de protección, que en esos momentos era
de un intenso tono plateado y no dejaba traslucir nada del interior, y luego
volvió a posar la vista sobre su hijo. Cabeceó cuando comprendió que no era
solo Kronnan el que estaba enamorado de Inheray.
—¿Tú también? —preguntó con un deje de asombro.
Pero Orthan apartó el rostro para que Orlon no pudiera ver el dolor en
sus pupilas.
—No importa —negó, sin permitir que sus emociones quedaran al
descubierto, frente a su padre, y demandó—: Dime en qué consiste el ritual.
¿Qué ocurrirá ahora? ¿Ella está bien?
Orlon asintió, con aspecto cansado. Se apoyó contra la pared, se dejó
resbalar y quedó sentado en el suelo. Orthan se acuclilló a su lado.
—Ella está perfectamente —afirmó el dragón dorado con una mueca de
cansancio—. Ahora su cuerpo está acogiendo el nuevo corazón y procesando
toda la información genética que este contiene. Es como una larva, una larva
en proceso de metamorfosis. Cuando Inheray despierte lo hará convertida en
dragón. Una hermosa dragona plateada, si no me equivoco.
—¿Y su mente? ¿Podrá absorberlo todo? ¿No será demasiado? Ella… —
Orthan se interrumpió, inquieto. Ladeó el rostro hacia el campo protector y su
expresión reveló la profunda preocupación que lo embargaba. A los pocos
segundos volvió a girarse y endureció la faz ante la mirada inquisitiva de su
padre. Continuó—: No la hemos podido preparar en ningún momento para el
cambio. Cuando Kronnan la trajo de su habitación ya estaba inconsciente —
declaró. La angustia en su voz era audible con claridad, aunque él se esforzaba
por ocultarla, infructuoso.
—Su mente es fuerte, Orthan. Podrá asimilarlo todo a la perfección. Ella
ya estaba inconsciente porque el proceso comenzó en cuanto su cuerpo
percibió la cercanía del segundo corazón. Me habría gustado hacerlo de otra
manera, pero con tu animadversión hacia mí y con el tiempo en nuestra contra,
no tenía opción.
Orlon suspiró y reclinó la cabeza contra la dura roca. Cerró los ojos y
Orthan pudo percibir los círculos violáceos bajo los párpados. Apretó los
dientes hasta que se le marcó un músculo en la mejilla. Odiaba estar en una
situación de la que no conocía todos los detalles, y menos en una en la que la
hembra que amaba corría peligro. Volvió la vista hacia el campo de protección
y descubrió una iridiscencia que lo rodeaba, como si lo hubieran dotado de
algún tipo de electricidad estática.
Kronnan permanecía en la misma posición en la que lo había dejado,
pero en su rostro se adivinaba que seguía sufriendo a pesar de estar
inconsciente.
El caudillo se levantó para aproximarse al campo mágico y valorar lo
que estaba ocurriendo dentro, pero en ese instante hubo una tremenda
explosión en la cueva. La onda expansiva lo arrojó por el aire y lo desplazó
varios nobos. Impactó con la espalda contra la dura roca de la pared, el aire
abandonó sus pulmones y boqueó aturdido.
El campo protector que protegía a la heredera de Annorthean había
explotado y la detonación los había despedido, a todos, lejos del área del
estallido.
Kronnan había rodado boca abajo contra la pared y Orthan, todavía
inmovilizado contra la misma, no podía ver si aún respiraba. Y a su padre no
lo veía por ningún lado.
El lugar donde había estado el altar y el cuerpo de Inheray, rodeado por
el campo protector, estaba hundido y en su cráter una deslumbrante luz
plateada envolvía lo que parecía ser el cuerpo de un dragón.
El aire volvió a los pulmones de Orthan e inhaló con fuerza un oxígeno
metalizado que parecía electrocutado. Intentó moverse, pero le fue imposible;
una fuerza que no reconoció lo mantenía atrapado contra la roca fría a varios
nobos del suelo. Inhaló con dificultad al tiempo que intentaba con todas sus
fuerzas recuperar la movilidad.
La luz en el centro del cráter empezó a menguar y Orthan pudo enfocar la
vista. La perfecta forma de una dragona plateada se reveló a sus ojos y el
asombro lo dejó conmocionado.
Una magnífica y hermosa testa femenina, coronada por afiladas aristas de
plata, estaba justo frente a él y los ojos verdes de Inheray lo miraban
fijamente, con dureza, desde las cuencas draconianas.
Intentó hablar, pero también tenía las cuerdas vocales enmudecidas. En su
interior gruñó con toda la potencia, odiaba sentirse indefenso. Había trabajado
y luchado muy duro en las Provincias de Arena, cuando su propio padre lo
desterró allí, para que los más avezados en esas duras condiciones no lo
hicieran trizas y le arrebataran lo poco que poseía; y ahora se encontraba
indefenso frente a un ser renacido que apenas comprendía lo que le había
pasado y mucho menos podía controlar el poder que en la actualidad poseía.
Inheray se adelantó, con un movimiento armonioso, y se acercó a él.
Orthan se hallaba suspendido a veinte nobos del suelo, por lo que los ojos de
ella quedaron a su altura cuando se detuvo a su lado.
Los iris femeninos destilaban severidad y confusión a partes iguales, lo
miró con curiosidad durante unos segundos y luego paseó la mirada por la
cueva con extrañeza, como si no supiera muy bien cómo había llegado hasta
ahí. Volvió a fijar su atención en Orthan, levantó una garra afilada y le señaló
el pecho.
—¿Quién eres? —preguntó con una voz cavernosa y profunda.
Orthan cerró los ojos, dolorido, cuando sus tímpanos estuvieron a punto
de reventar. El timbre era tan grave y ella estaba tan cerca que, si volvía a
hablar, estaba seguro de que le estallarían. Hizo un nuevo esfuerzo por
moverse o para hablar, pero le resultó imposible. Al parecer ella lo estaba
controlando, inconsciente.
—¡Inheray, escúchame! —imploró al hablarle de forma telepática. Ella
no respondió y siguió intentándolo—. Por favor, tienes que liberarme. Estás
confundida, pero puedo explicártelo todo.
Inheray ladeó la cabeza y de repente, a una velocidad pasmosa, se
desplazó hacia un lado mientras se volteaba. El suelo tembló cuando sus
poderosas garras impactaron contra el suelo y lo resquebrajaron.
En el momento en que Inheray se movió, el campo visual de Orthan se
amplió y descubrió a Kronnan, transmutado a dragón, frente a ella.
Inheray gruñó con fiereza y se preparó para atacar a ese ser que le hacía
frente, pero Kronnan la esquivó y se apareció tras ella, trasladándose por el
éter. Inheray, sorprendida, intentó darse la vuelta, pero él fue más rápido y se
le subió a la grupa. La inmovilizó con las garras y empezó a hablarle al oído.
Inheray rugía y las paredes reverberaban con sus alaridos. Se removía
con furia y Kronnan se las ingenió para retenerla contra el suelo, a pesar de
que la fuerza de ella era impresionante. Siguió hablándole al oído y con su
poder la inmovilizó, aunque le costó gran cantidad de energía, ya que la fuerza
de Inheray provenía de la línea de sangre más pura de su raza y aunque era
más joven que él, con menos experiencia y aprendizaje en su haber, estuvo a
punto de sacudírselo de encima. Pero Kronnan no se dio por vencido y, poco a
poco, ella dejó de luchar. Él descendió, entonces, y se colocó ante ella. Le
acunó suave la cabeza entre las garras delanteras y apoyó la frente en la
femenina.
Inheray cerró los ojos, su cuerpo comenzó a fluctuar, una luz plateada la
envolvió y al poco tiempo, transmutó a homínida. Kronnan se transformó a la
vez, recogió el cuerpo desvanecido de Inheray antes de que tocara el suelo y la
abrazó contra sí, con inmensa ternura.
Al mismo tiempo, Orthan se vio libre de su inmovilidad y saltó al suelo.
Descubrió el cuerpo de Orlon cerca del cráter y se aproximó con presteza para
ver cómo se encontraba, a pesar de que su máximo anhelo era acercarse a
Kronnan y comprobar que Inheray estuviera bien.
Orlon se removió cuando se acercó y Orthan lanzó un suspiro de alivio.
Se inclinó a su lado y lo ayudó a incorporarse.
—¡Diantres! ¡Creí que iba a aplastarme contra el suelo la fuerza de la
deflagración! —gruñó Orlon, con una mueca de dolor, mientras se frotaba la
nuca con una mano.
—¿Estás bien? —preguntó Orthan, pero con la atención puesta sobre la
pareja a escasos nobos de él.
Orlon sonrió, intentó incorporarse y, al instante, lanzó un ahogado gemido
de dolor.
—Me estoy haciendo viejo para esto —bromeó, y respondió—: Sí, estoy
bien. Ve. Ve a comprobar cómo está —alentó con un movimiento de cabeza.
Entonces Orthan se giró a mirar a su padre con el ceño fruncido. Ese
hombre había sido el artífice de que su infancia y adolescencia fueran un
infierno, gracias a que prestaba oídos a todas cuantas maldades fraguaba su
hermano en su contra y luego, cuando por fin parecía que podría distanciarse
de su perniciosa familia, lo envió a las Provincias de Arena para alejarlo del
Palacio de Ammolita y de Rayana.
Nunca entendió su conducta anterior y la actual lo desconcertaba aún
más. Orlon debería estar llorando la muerte de su adorado hijo adoptivo y no
aquí realizando un ritual, que casi superaba sus dotes mágicas, para salvar la
vida de la heredera al trono.
Meneó la cabeza, desazonado. Entrecerró los ojos y sondeó la mente de
su padre, pero al instante los ojos de Orlon se abrieron alerta y cerró su
consciencia al avance telepático.
—No, hijo mío. Las respuestas tendrás que obtenerlas de la forma
tradicional. El acceso a mi mente está vedado. Hay cosas ahí que es mejor que
no sepas —afirmó con cansancio y volvió a recostarse con la espalda contra
la piedra, con los ojos cerrados.
Orthan comprimió los labios en una fina línea de determinación.
Obtendría las respuestas, tarde o temprano. Tenía una conversación pendiente
con su progenitor, pero estaba de acuerdo con él. Ahora no era el momento. Se
incorporó con rapidez, cruzó a grandes zancadas el suelo irregular de la cueva
y se acercó a la figura arrodillada de su amigo.
Kronnan sostenía a Inheray contra sí con incuestionable devoción y
protección. El miedo padecido mientras ella permanecía sobre el pedestal
había sido tan brutal que casi estuvo a punto de sucumbir. El amor que sentía
por ella era tan inmenso que no podía pensar siquiera en la posibilidad de
pasar la eternidad sin poder estar a su lado. El terror le atenazaba las entrañas
de tal forma que apenas podía respirar y apretaba su cuerpo contra sí como si
al hacerlo pudiera detener al tiempo o al destino.
—Inheray —pronunciaba su nombre en susurros apasionados, mientras la
contemplaba con ansia.
Ella se removió al cabo de varios minutos y abrió los ojos despacio,
levantó la mirada hacia él y sonrió con alegría, al reconocerlo.
—¡Kronnan! —exclamó con una regocijada expresión de sorpresa—. Te
oí: me estabas llamando. ¿Qué ha ocurrido?
Kronnan sintió las lágrimas inundar sus ojos y sonrió cuando la notó
removerse, llena de vida, contra él.
—Tranquila, estás a salvo. Estás conmigo —manifestó, como si eso lo
aclarara todo.
Inheray se incorporó entre los protectores brazos de Kronnan y su mirada
recorrió la cueva con el pequeño lago en el centro, y ese cráter a un lado,
extrañada.
—¿Dónde estamos? ¿Qué es este lugar? —inquirió con perplejidad. Pero
entonces se notó rara, y un dolor que no era dolor le recorrió el pecho. Se lo
tocó confusa y el asombro tiñó su semblante, para ser sustituido al instante por
el más absoluto terror al notar algo que no debería estar ahí, ni ser posible.
Sus ojos se agrandaron hasta casi salirse de las órbitas y gritó, apabullada—:
¿Qué es esto? —Intentó levantarse y huir de esa desazón, de la impresión de
tener en el pecho un océano embravecido al tiempo que sentía una nueva
fuerza recorrerle las venas, como si un ciclón hubiera levantado olas
gigantescas y estas recorrieran sus conductos con una potencia inmensa y
desconocida.
Pero Kronnan la sujetó contra sí, sin dejarla escapar.
—No, tranquila, Inheray. Tranquila.
—Kronnan, pero… ¿Qué es esto? Me siento tan, tan extraña. —Inheray se
agarró con fuerza a su torso cuando comprendió que no podía huir de aquello,
que lo tenía dentro y que la estaba poseyendo. Hundió el rostro en el pecho de
Kronnan y cerró los ojos, intentando escapar del terror que le producía lo que
sentía dentro de ella. Esa fuerza que parecía querer barrerla de la faz de la
tierra y lanzarla al espacio, a la infinidad. Sentía el latido del segundo corazón
bombear dentro de su pecho al tiempo que extrañas y a la vez familiares
imágenes inundaban su mente y sus recuerdos. —Kronnan, por favor, dime qué
me está pasando —suplicó en un sollozo ahogado.
El espíritu de Kronnan se sacudió atribulado y la abrazó con más fuerza.
—Inheray, mi amor. Mi vida, no te preocupes, estoy aquí. No dejaré que
te ocurra nada, no te pasa nada malo, es solo que… —Kronnan se interrumpió.
No tenía la más mínima idea de cómo explicar lo que había ocurrido en las
últimas horas. Ahuecó el rostro de Inheray entre las palmas y la miró a los
ojos. —Nayanda cwrol no temas, no hay porqué.
Las lágrimas desbordaron los claros ojos verdes de Inheray, que ahora
contenían chispas plateadas, que rodaban por sus mejillas.
—No puedo… no quiero sentir esto… Es aterrador. Llévatelo Kronnan,
llévatelo por favor —sollozó con los ojos fijos en los de él, llenos de súplica.
Agarró la camisola de Kronnan con fuerza y la retorció angustiada. Su voz
adquirió tintes cada vez más agudos mientras negaba con la cabeza—. Es
demasiado… Demasiado fuerte, va a partirme en dos. No puedo respirar,
Kronnan… no puedo... —La piel le empezó a resplandecer con un tono
plateado y agrandó los ojos, llenos de terror. La pupila se le dilató y el verde
fue sustituido por un llameante plateado.
—Inheray, mi vida…
Kronnan intentaba retenerla contra sí, ahora ella poseía un poder
incontrolable y era muchísimo más fuerte que él, pero se negó a ceder. Apoyó
la frente en la de ella y continuó hablándole al tiempo que no dejaba de
mirarla con intensidad.
—Cariño, estoy aquí, no te dejaré. No te va a dañar, no es peligroso.
Solo deja que te envuelva. Acéptalo dentro, forma parte de ti, solo tienes que
acogerlo —aconsejaba con ternura, en un tono de voz tierno y cálido—.
Inheray, escúchame. Escucha mi voz, estoy aquí. No me moveré, estás
conmigo, a salvo.
Poco a poco, el ataque de angustia remitió y ella dejó de luchar contra lo
que sentía. Volvió a acurrucarse en su pecho y se abrazó a él, abrumada y
torturada por imágenes, sentimientos y algo mucho más inquietante, algo
primigenio y que sentía con todos los poros de su piel, muy poderoso, algo
capaz de hacer explotar una montaña estaba en su interior y le conmovía el
espíritu.
—¿Qué es, Kronnan? —preguntó en un susurro, con el rostro enterrado en
su cuello.
—Es el Poder mágico que poseen todos los dragones, nayanda cwrol.
Inheray levantó el rostro demudado.
—¿Qué? —exclamó, estupefacta—. ¿Poder mágico? ¿Dentro de mí? —
inquirió conmocionada.
Kronnan esbozó un amago de sonrisa y explicó:
—Sí. Dentro de ti anida ahora el mismo poder que habita en mí. No es
peligroso para ti, no te dañará. —Con calma, mientras le acariciaba la mejilla
con el pulgar. Sonreía, pero la sonrisa no alcanzaba los ojos y la tristeza
cubría su semblante cuando continuó—: Siempre estuvo dentro de ti, solo que
hibernado. Siempre fuiste más de lo que nuestros ojos veían. Mis corazones lo
notaron nada más tenerte cerca, pero nunca supe el verdadero alcance de la
diferencia. Mi vida, mi amor, ahora eres una dragona. Posees dos corazones en
tu interior que te dotarán de una vida tan longeva que la eternidad te parecerá
un suspiro y el poder recorrerá tus venas con tanta fuerza que podrás volar.
Podrás desplazarte a cualquier lugar, ver lo que quieras, hacer lo que
quieras…
Inheray lo miraba aturdida, apenas atinaba a entender lo que él le
explicaba, pero, al mismo tiempo, lo sentía en su interior. En su cuerpo, en su
ser. Meneó la cabeza y cerró los ojos con fuerza. Quería impedirlo, no quería
experimentar lo que le estaba ocurriendo. Se clavó las uñas en las palmas,
pero eso no hizo sino incrementar el huracán de su cuerpo. Apenas notó el
dolor y en seguida comprobó que se le estaba curando la pequeña incisión que
se había hecho. Levantó la palma y la miró, incrédula. Entonces reparó en su
mano, en su piel. Era diferente. Más lisa, más flexible. Sus uñas eran más
largas y uniformes, más duras. Se tocó el dorso de la mano y reconoció el
tacto. Era el mismo que cuando acarició la escama carmesí de Kronnan, en
aquel primer vuelo. La misma dureza, la misma resistencia. Asombrada,
resiguió el contorno de su mano, subió por el brazo y, al final, llegó hasta el
rostro. Maravillada comprobó que su cara también había cambiado y la tersura
de que antes hacía gala ahora era sustituida por una firmeza digna del sólido
diamante.
—Sí, ahora eres diferente. Mucho más fuerte, por dentro y por fuera —
confirmó Kronnan la maravillada nueva perspectiva que descubría sobre sí
misma. Él cerró los ojos un instante, antes de que ella atisbara la agonía que
estaba padeciendo en las profundidades de sus ojos, y continuó—: Ahora no
hay nada que pueda dañarte y aprenderás a controlar ese poder, lo manejarás a
voluntad y podrás hacer lo que quieras con él, siempre que te dejes guiar por
tus corazones.
CAPÍTULO 19
Orthan se aproximó en ese momento a ellos y se detuvo a escasos nobos. No
quería invadir su intimidad, pero había percibido el poder de Inheray y su
inestabilidad para controlarlo. Deberían enseñarla a dominarlo pronto o en un
arranque de furia, fuera de control, podría arrasar poblados enteros.
Kronnan se giró hacia él y Orthan se asustó. El semblante de su amigo
estaba pálido como el de un muerto y la zozobra era patente en su rostro;
aunque él permanecía estoico y Orthan adivinó que era por ella, para que no se
percatara de su sufrimiento.
Cabeceó y quiso retroceder para dejarles espacio, pero Kronnan negó
con la cabeza y ayudó a Inheray a incorporarse.
—Nayanda cwrol, ¿te acuerdas de Orthan? —preguntó, con dulzura.
Inheray lo miró y entrecerró los ojos, con suspicacia. Orthan contuvo el
aliento y temió que ella hubiera desbloqueado los recuerdos que él mismo
había encerrado en su mente, pero la expresión no cambió ni demostró
sorpresa alguna y su respuesta sencilla lo hizo exhalar el aire retenido,
aliviado.
—Sí. Es tu amigo, aquel que vino al castillo una vez. El caudillo de los
dragones ¿no? —preguntó hacia Kronnan, luego se sonrojó cuando una
repentina idea cruzó por su mente y volvió a mirar a Orthan—. Creo que ahora
yo también le debo lealtad, ¿no es así?
Orthan creyó que iba a explosionar allí mismo. El sonrojado rostro de
ella y la tierna expresión lo habían subyugado de nuevo. Miró a Kronnan y
supo que había percibido su reacción al reparar en la dura mirada de
advertencia. Apretó los labios y se ignoró a sí mismo.
—No, Inheray. No me debes lealtad, todavía hay mucho que debemos
contarte —replicó con solemnidad—. Soy… Somos nosotros los que os
debemos lealtad. Sois la heredera al trono de nuestro planeta. Sois la princesa
de nuestro pueblo.
Ella abrió más los ojos, llenos de un nuevo temor, se giró hacia Kronnan
y buscó el amparo de su abrazo. El dragón carmesí la envolvió prieta y miró a
Orthan con el ceño fruncido.
—Seguro que toda esa información puede esperar. ¿Podemos salir de
aquí y llevarla a un sitio menos insalubre, para que descanse y recupere
fuerzas? Han sido muchas emociones en muy poco tiempo —propuso, con
firmeza.
Orthan lo miró torvo. No tenían tiempo que perder. Inheray debía ser
presentada al Consejo Draconiano y ella tenía que empezar a aprender sus
costumbres, sus tradiciones y la historia de su pueblo. Pero lo más importante
sería su entrenamiento físico y mental, para que pudiera dominar a la
perfección el Poder Mágico y su nuevo cuerpo de dragón.
Estaba claro que, cuando salió del campo protector, ella se había movido
por instinto. Su mente tomó el control y controló el entorno por
autosupervivencia. Y podía ocurrir que si volvía a perder la consciencia o le
daba otro ataque de ansiedad se autoprotegiera de la forma más simple:
atacando.
Kronnan se interpuso entre Inheray y él y la fiereza de su rostro cobró
más intensidad.
—Hablo en serio, Orthan. Hasta que… —Kronnan se interrumpió y
desvió la vista hacia el otro lado de la cueva. No pudo completar la frase ni
decir en voz alta lo que sus corazones daban por sentado, aunque eso fuera lo
que lo haría morir en vida: «Hasta que la separéis de mí». Inspiró con fuerza y
volvió los ojos de nuevo hacia Orthan, con la mirada muy brillante—. Ella
está bajo mi protección y no dejaré que sufra. Sé… —Levantó la mano para
atajar la airada protesta de Orthan—. Sé que no le harías daño adrede, ella
está tan a salvo contigo como conmigo, pero… El cambio ha sido tremendo y
necesita asimilarlo, necesita comprender. No podemos exigirle que arramble
con todo, sin siquiera ofrecerle nuestro más completo aliento y ánimo —
terminó la última frase con la vista fija en los ojos femeninos, los cuales lo
miraban con desconcierto.
Orthan posó la mirada en ella y asintió. Sabía tan bien como Kronnan que
no iba a ser nada fácil. Un ser tan poderoso como era ahora ella habría tenido
que nacer de la forma tradicional. Sus dos corazones separados habían
desgajado su espíritu y al unirse de nuevo podrían desestabilizar su equilibrio
interior.
Y la necesitaban.
En la mente de Orthan siempre existió la férrea determinación de volver
algún día a su planeta natal y reclamar lo que les pertenecía. Aniquilar a los
usurpadores y, sobre todo, cobrarse venganza por la muerte de Rayana. De
forma inevitable siempre pensó que el huevo heredero había sido destruido,
pero ahora que tenía a la heredera delante sabía que poseían una baza que los
usurpadores no se esperarían jamás, y la línea de sangre de Inheray era muy
poderosa, mucho.
Se volvió hacia Orlon y lo vio de pie, observándolos con una expresión
de orgullo, incomprensible para él. Meneó la cabeza y se pasó la mano por el
cabello hacia atrás, con cansancio. Largos mechones se desparramaron entre
sus dedos, a él también lo estaban superando las emociones.
—Vamos, entonces. Podemos trasladarnos a la sala de asambleas, en este
momento no habrá nadie y…
—No —negó, rotundo, Kronnan—. Quiero una habitación para nosotros.
Solos.
Orthan lo miró incrédulo.
—Kronnan, no puedes… —Se interrumpió y encogió los hombros. Se
negó a discutir por algo que él también deseaba hacer: acunar a Inheray contra
sí y ofrecerle todo su amor—. ¡Qué importa!
Movió la mano y los trasladó a ambos a una de las habitaciones para
invitados de su fortaleza, vacía en ese momento. Ese tipo de traslado no era
una práctica que muchos dragones dominaran. Capturar y trasladar dos
esencias corporales sin contacto físico era muy peligroso y requería un gran
dominio del Poder.
Orthan suspiró cuando Inheray desapareció de su vista. Con la
transformación, su cuerpo había adquirido la sensualidad innata de los
dragones y era aún más apetecible. Tenerla cerca era un suplicio, sí cabía, aún
mayor que antes. Su padre se acercó a él con el cofre de plata en las manos.
Lo cogió del brazo, se concentró y se trasladó con él a su gabinete.
Se aparecieron en sus dependencias, casi al anochecer del día siguiente
en el que Orthan había descubierto allí, con sorpresa y estupor, a su
progenitor. En cuanto aparecieron, lo soltó, se desentendió de él y se sentó tras
el gran escritorio de madera. Cerró los ojos y reclinó la cabeza en el respaldo.
No quería ni pensar en lo que estaría pasando en la habitación donde
había trasladado a Kronnan y a Inheray, pero su mente escapaba hacia el éter
en su afán por saber. Gruñó fieramente, se incorporó con la rapidez de un
felino y hundió los puños con brutalidad en la recia madera de la mesa.
Gruesas astillas volaron en todas direcciones y Orlon las esquivó con
agilidad. Se había sentado en uno de los bancos que había entorno a la
estancia y que servían de asiento a los que acudían a visitar al caudillo, para
esperar su turno y ser atendidos.
—Nunca imaginé que pudiera ocurrir esto, Orthan. Lo lamento —explicó
Orlon pesaroso—. Lo lamento, de veras.
Orthan irguió la regia cabeza y sus ojos, en ese momento de un dorado
cristalino, taladraron a su padre con toda la rabia y frustración que sentía en
ese momento.
—¿Tienes la más remota idea de lo mucho que te has equivocado, padre?
—escupió la palabra como si le quemara pronunciarla, siquiera. Orthan rodeó
la mesa, avanzó y empezó a andar por la estancia con largas y fuertes
zancadas, mientras abría y cerraba los puños frente a él, una y otra vez—. Ella
era una humana que Kronnan tomó como Ofrenda. Él no ha tenido una vida
muy fácil, debido a que su familia lo repudió al ser acusado de traición. Una
acusación carente de todo fundamento, pero que la línea de sangre de Kronnan
se tomó muy a pecho, y renegaron de él. Algo que me es muy familiar —
apostilló con sarcasmo al mirar de reojo a Orlon—. Hace un año, sin saber
por qué, inició el emparejamiento con ella. Ahora comprendo que era porque
la fisiología de Kronnan había advertido la dualidad de Inheray, aunque en
aquel momento me pilló por completo desprevenido y llegué a pensar que tal
vez estábamos en peligro si, de repente, los dragones principiaban el
emparejamiento con los humanos y morían por no poder finalizarlo.
Orthan se giró hacia Orlon, mientras seguía explicando la relación que
existía entre su amigo y la hembra que él mismo amaba. Orlon lo escuchaba
con el semblante alarmado por esas noticias, aunque el caudillo de los
dragones advirtió que presentaba mejor aspecto. Ya no tenía círculos
violáceos bajos los ojos y la mirada no era tan turbia.
—Recordé el procedimiento Gélido y pensé que tal vez pudiera funcionar
para detener el proceso y disponer de algo más de tiempo para salvar la vida
de Kronnan, pero ahora… ¿Te das cuenta de que has condenado a una muerte
segura a mi amigo? —acusó a su padre, resentido—. En cuanto Kronnan… en
cuanto… —Incapaz de pronunciar en voz alta lo que su mente imaginaba,
prosiguió—: El procedimiento Gélido puede dejar de tener poder sobre sus
corazones y lo que es peor, ahora Inheray puede corresponderlo. Podrían estar
iniciando el Rito en este mismo momento…
—¡Debemos impedirlo! ¡No podemos dejar que se unan! —Orlon se
incorporó, cuando comprendió que Orthan tenía razón.
—Un poco tarde para alarmarse, ¿no crees? —ironizó Orthan, con desdén
—. Añadí un conjuro de mi cosecha, así que haría falta algo más que una sola
cópula para que eso suceda. Pero si te hubieras propuesto condenarnos al
sufrimiento eterno no hubieras podido hacerlo mejor. Ya me amargaste la vida
en mi infancia, como para que ahora me la destroces del todo. No tienes la
más mínima idea de cuánto te odio ahora mismo… padre —declaró con una
calma tan letal que Orlon tragó saliva mientras un escalofrío recorría su
columna. Orthan continuó hablando, más para sí mismo que para su padre, en
un intento de refrenar las escenas que se reproducían en su imaginación entre
Kronnan e Inheray—. Me enamoré de ella nada más verla, la deseé en el
mismo instante en que la sentí frente a mí, con esa calidez y esa dulzura. No
pude sustraerme a su embrujo hasta que… —Orthan se interrumpió y miró al
dragón que tenía enfrente. Endureció la expresión y se negó a seguir
compartiendo con alguien como él sus sentimientos más profundos. Cambió de
tema y exhaló parte de la frustración que sentía sobre él—. ¿Y bien? ¿Cuáles
eran todas esas explicaciones que tenías que ofrecerme? ¿Cómo piensas
redimirte a mis ojos ahora que acabas de cercenar de un solo y profundo tajo
toda posibilidad de que tu hijo sea feliz?
Orlon estudió el rostro de Orthan e intentó dilucidar si algún día su hijo
podría perdonarle sus numerosas y continuas equivocaciones. Nunca supo por
qué Ornamus se le metió tan adentro que creó una inmediata dependencia
emocional con esa criatura, al igual que le sucedió a su pareja. Ambos cayeron
rendidos a sus pies y, ahora que lo pensaba con perspectiva, comprendía que
Ornamus siempre jugó para su propio y egoísta interés, y cuando Orthan
eclosionó y corrió a los brazos de sus padres, Ornamus jugó su carta más
importante: hacerles renegar de su propia sangre. Y lo consiguió.
Orlon no se lo perdonaría jamás.
Ornamus llegó a ellos a través de la muerte repentina de sus progenitores,
durante un traslado espacial demasiado cerca de la explosión de una
supernova, y se aseguró de convertirse en lo más importante para ellos, hasta
el punto de relegar a un ignominioso y degradante segundo lugar a su
primogénito.
—Orthan, sé que jamás podré compensarte, pero te juro que pasaré el
resto de mi vida intentándolo. —Orlon se acercó a Orthan, pero este
retrocedió ante él como si fuera algo repulsivo, con una expresión de
desprecio tal que su padre supo que toda una eternidad no bastaría para
resarcirlo. Suspiró y aceptó la condena. Sabía que la merecía; su dulce nuera
Rayana había sido asesinada y su propia nieta tendría que pasar un calvario de
dolor y sufrimiento ya que no podría permanecer cerca del dragón al que
amaba.
Inclinó la cabeza, sentía el peso de la culpa recaer con contundencia
sobre los hombros, pero no podía abandonarse a la autocompasión. Debía
permanecer firme y ayudar a su hijo y a la futura reina en los duros días que
estaban por venir.
Orthan se alejó de él y regresó tras su mesa. Su rostro no mostraba ningún
signo de lo que sentía en su interior: una profunda y oscura rabia hacia su
padre por no haber sido lo que un hijo espera de su progenitor, e ira
desmesurada contra el destino que le había tocado en suerte.
A pesar de los años transcurridos, el dolor seguía demasiado vivo en sus
corazones y ahora le había sido concedida otra puñalada al descubrir en la
pareja de Kronnan, su amigo y protegido, a la futura reina de Annorthean,
además del profundo rencor y odio que sentía contra los usurpadores.
En ese momento levantó la vista de los papeles que sostenía en su afán de
aislarse del entorno y estudió el semblante de su padre. Se preguntó cuánto
sabría en realidad de la verdadera identidad de los dragones negros.
Orlon permanecía cabizbajo sin saber cómo derribar las gruesas e
infranqueables murallas que su hijo había construido a su alrededor, y este
meneó la cabeza. En realidad, no tenía importancia la cantidad de información
que poseyera su padre.
—Avisaré al Consejo Draconiano. Hay que informarles y serás tú el que
lo haga —sentenció el caudillo con una mirada severa, mientras establecía
contacto mental con los miembros del Consejo.
Orlon asintió y enderezó los hombros. Era hora de empezar a demostrar
que había cambiado y que ahora era un dragón en el que se podía confiar.
Orthan cerró los ojos un instante y permaneció inmóvil. Al abrirlos de
nuevo, los iris le brillaban dorados, pero, al instante, volvieron a recobrar la
tonalidad parda.
—Ya están informados, también he avisado a un paje para que te instale
en una de las habitaciones. En cuanto el Consejo se reúna mañana te lo
comunicaré. Puedes esperar al paje aquí. Buenas noches. —Se despidió. Sin
esperar respuesta, desapareció y se trasladó de inmediato a su propia
habitación.
En el silencio de la estancia se oyó un suspiro lleno de pesar y congoja, y
luego todo quedó en quietud.

Kronnan apareció en la habitación a la que Orthan acababa de


trasladarlos, depositó a Inheray en la cama con suavidad y se sentó a su lado.
Ella se recostó sobre las almohadas con un suspiro, de repente muy cansada.
—¿Estás bien? ¿Necesitas algo: comida, bebida? —preguntó, solícito.
Inclinado sobre ella le pasó los dedos por la mejilla con ternura y sonrió feliz
de tenerla tan cerca mientras se negaba rotundo a pensar que quizá fuera la
última vez—. Te he echado de menos, nayanda cwrol.
Inheray correspondió a su sonrisa y enroscó el dedo meñique con el suyo.
—No, no necesito nada, gracias —contestó y añadió en un tono más
sensual— Y, si me has echado de menos, ¿qué haces tan lejos de mí? —
inquirió, con un guiño pícaro.
Kronnan se tumbó a su lado y la envolvió entre los brazos. Aspiró con
fruición el aroma del cabello y le besó la coronilla. Ella se acurrucó contra él
y apoyó la mejilla en su pecho. Escuchó el acompasado latir de los dos
corazones y eso le recordó que dentro de su cavidad torácica había un nuevo
corazón que la dotaba de magia y de la fuerza propia de los dragones.
Suspiro insegura, aún no sabía cómo afrontar el hecho de que se había
convertido en una dragona. En un instante estaba entre los brazos de Kronnan a
punto de dormirse y al siguiente era un ser mágico y poderoso. Pero no se
sentía poderosa. Estaba asustada y perpleja.
¿Qué iba a ocurrir a partir de ahora? ¿Tendría que rendir pleitesía a
Orthan, ese dragón dorado que le hacía vibrar la piel y la estremecía con su
cercanía?
No sabía nada sobre la vida de los dragones, ni de dónde provenían ni
cuál era su historia. Kronnan le había contado la huida del planeta y el
asesinato de los monarcas, pero aparte de eso no sabía nada más o, al menos,
no recordaba nada más.
Su vida nunca había sido lo que la gente consideraba normal, pero los
últimos acontecimientos que habían sacudido su vida rayaban en lo
extraordinario.
¡Una dragona!
Dispuesta a saber más interrogó a Kronnan sobre ello, pero él le contestó
con evasivas, tenso, y no insistió al percibir el profundo desasosiego que lo
traspasaba. Cansada y somnolienta, se abrazó con fuerza a él. Al menos
Kronnan permanecía inmutable a los cambios y su calor y su ternura la
envolvían como si se tratara del más resistente de los escudos. Un instante
antes de sumergirse en un sueño profundo, pensó que ahora ya no tendría que
preocuparse por el futuro.
Ahora podrían estar juntos.
Para siempre.
El cuerpo de Inheray se abandonó al sueño y Kronnan la contempló con
adoración un instante más hasta que sintió encenderse su anatomía, entonces la
recostó de nuevo sobre los almohadones. La cubrió con el cobertor, se alejó
de su adorable contacto y se sentó a los pies de la cama mientras la observaba
dormir.
La deseaba de nuevo con un ansia arrolladora, pero esta vez hizo acopio
de toda la fuerza de su voluntad y se negó a sucumbir. Lo contrario podría
suponer la muerte de Inheray en un futuro y prefería pasar la eternidad lejos de
ella, sabiéndola viva y a salvo, que verla apagarse poco a poco, llena de
sufrimiento, y morir.
Recorrió su cara con la mirada una y otra vez mientras se la grababa en la
memoria. El contorno del cuerpo, la elegancia de las manos y la sedosa
suavidad del cabello. Ella se había convertido en algo tan vital para él que la
necesitaba como el mismo aire que respiraba.
Pero…
Se temía lo peor.
En cuanto el Consejo Draconiano fuera informado de que el huevo
heredero había sido rescatado y puesto a salvo, y que ahora dormía en una de
las habitaciones de la fortaleza de Orthan, sabía que harían lo imposible por
protegerla.
Se formularían preguntas y Orthan se vería obligado a responder con
sinceridad. No podía ocultar el hecho de que ella había sido la Ofrenda de
Kronnan, ya que ella misma no querría ocultarlo.
Suspiró en el silencio de la alcoba. Se pasó la mano por la densa
cabellera carmesí y se incorporó. No podía permanecer más tiempo sentado.
Estiró las largas piernas y anduvo por la habitación durante horas. Su mente
ideaba locas fantasías en las que podía permanecer cerca de Inheray sin que
corriera peligro. Vivían una vida feliz y tenían varias crías con los mismos
rasgos hermosos de ella.
Pero…
La realidad se imponía al fin, lo golpeaba con contundencia y en ese
momento sus corazones se retorcían en agonía.
Había llegado a un punto en que el sufrimiento era tan lacerante que ya no
podía sentir nada más. Necesitaba ignorarlo, sacudírselo de encima. Ahora lo
importante era ella y los peligrosos acontecimientos que estaban por llegar.
No podía distraerse ni dejarse llevar por las emociones.
Estaba seguro de que ahora que la heredera había aparecido, los
patriarcas y el Consejo querrían volver a Annorthean y reclamar el trono que
pertenecía por derecho a la línea de sangre de Rayana y Ornamus.
Y eso supondría que ella estaría en primera línea de fuego. Para los
usurpadores sería un objetivo primordial eliminarla y librarse de esa amenaza.
Kronnan cerró los puños mientras la contemplaba, ella dormía con una
sonrisa de tranquilidad en el rostro arrebolado, y gruñó. No iba a permitir que
nada ni nadie la dañara. Ella no debía sufrir.
Detuvo el enloquecido deambular y se sentó en el suelo, al otro lado de
la habitación. Apoyó los codos en las rodillas levantadas, cruzó las manos
bajo la barbilla mientras sellaba la habitación para que nadie pudiera entrar y
esperó la llamada, que sabía que se produciría, de Orthan.
CAPÍTULO 20
A la mañana siguiente.
La sala de asambleas se hallaba en uno de los pisos superiores en la fortaleza
del caudillo de los dragones. En ese momento el Consejo Draconiano al
completo estaba sentado alrededor de la larga mesa ovalada mientras
escuchaban a Orlon, de pie en la tarima del extremo sur, exponerles con todo
detalle lo acontecido durante y después de la huida de los Leales.
Al principio, la sorpresa les había hecho lanzar exclamaciones de
asombro en mayor o menor volumen, pero a medida que el padre del caudillo
les relataba los acontecimientos, en los cuales él mismo fue artífice casi
absoluto, la estupefacción los hizo enmudecer y ahora escuchaban en
abrumado silencio mientras turbadas emociones fluctuaban en su interior.
Orthan permanecía en un rincón, envuelto en sombras, en el extremo
opuesto a su padre y sondeaba las mentes de los patriarcas y de los miembros
del Consejo.
La familia de Kronnan conformaba la facción más poderosa del Consejo,
encabezados por el padre: Krantam y por el hermano mayor Krettus, y
escuchaban con creciente indignación las nuevas que traía el padre de Orthan.
Cuando Orlon calló, con evidentes muestras de cansancio en el rostro, se
hizo un denso silencio. Pero Krantam no iba a dejar pasar la oportunidad de
destacar y ser el primero en hablar, así que se levantó y alzó la voz en un
clamor de protestas airadas, acusaciones y quejas victimistas que pronto
corearon o rebatieron otros según el bando que mejor les convenía.
Orthan los dejó hablar sin intervenir. Conocía lo suficiente el carácter
draconiano como para saber que debía dejar que dieran rienda suelta a sus
exabruptos si luego quería que lo escucharan con atención.
Se aisló de la creciente cacofonía en la sala y su mente voló por el éter.
Casi sin darse cuenta se encontró delante de la puerta de la habitación de
Kronnan e Inheray, pero no pudo penetrar en su interior al darse de bruces con
los poderosos sellos magnéticos con los que su amigo había protegido la
estancia. Suspiró con pesar. Sabía que no debía estar ahí, sabía que no debía
acercarse a ella. Pero lo atraía irresistible, como la llama a la polilla. Hubiera
sido tan fácil deslizarse otra vez en la mente de ella y compartir un sublime
instante de intimidad con el único ser que lo hacía sentir vivo.
Volvió a retraerse y ocupó de nuevo su mente física. Las voces se habían
ido acallando, los consejeros y consejeras parecía que estaban llegando a un
consenso, aunque aún se dejaba oír la voz del padre de Kronnan, Krantam, por
encima de la de los demás, llamando esta vez al orden y a la cordura.
Orthan sonrió sin alegría. Era curioso que un dragón que había repudiado
a su propio hijo, llevado de unas simples acusaciones no contrastadas, hablara
de cordura.
—Amigos míos, debemos ser muy cautos ahora. Durante milenios hemos
esperado una señal que nos permitiera regresar a nuestro planeta y derrocar a
los usurpadores que asesinaron a nuestros monarcas y nos exiliaron. La
bienaventuranza del huevo heredero es una excelente noticia. Eso nos otorga
una importantísima baza a la hora de regresar y reclamar nuestro hogar.
Debemos ser muy prudentes, sí, pero ahora es nuestro momento. Es nuestra
oportunidad de volver a nuestro planeta —aseguraba Krantam con solemnidad.
Orthan supo que había llegado el momento de intervenir. Cuando Krantam
hablaba parecía que todos se dejaban seducir por su retórica apasionada y
eran incapaces de pensar por sí mismos. Se irguió un poco y descruzó los
brazos, preparado para imponerse.
Krantam era un dragón azul, de coronadas puntas aceradas e intrincado
diseño tribal en las mismas y su presencia homínida era igual de
impresionante. Su sola aparición imponía silencio en una estancia. Soberbio y
pagado de sí mismo, había heredado la prepotencia paterna y no consentía que
nada ni nadie lo cuestionara.
Pero Orthan nunca se dejó amilanar por sus aires teatrales ni su ego
inflado. Tenía mucha más edad que él y había librado innumerables batallas
con seres mucho más peligrosos y bastante más arrogantes.
Krantam paseó la mirada, complaciente, por el mar de caras que lo
contemplaban y cabeceaban serviles. Levantó la vista y de pronto se encontró
con la dureza color pardo de la mirada de Orthan. Su nuez subió y bajó por el
cuello con rápido nerviosismo. Cambió la expresión y levantó las manos.
—Claro está que antes de nada me gustaría escuchar la opinión de
nuestro caudillo —apostilló, adulador.
Orthan avanzó y salió del círculo de oscuridad que lo envolvía en el
rincón. El Consejo en pleno se volvió hacia él, casi con sorpresa. Al parecer
se habían olvidado de su presencia. Él ignoró a Krantam y avanzó con esa
elegancia viril que lo caracterizaba hasta situarse al lado de su padre.
Todas las miradas convergían en él y suspiró imperceptible. Sabía que lo
que estaba por ocurrir no iba a ser fácil y, como siempre, el peso de la
responsabilidad recaería sobre sus hombros. Aunque esta vez iba a ser peor,
mucho peor, ya que debería ser el responsable de acatar las decisiones del
Consejo y una de ellas sería separar a Kronnan de Inheray.
Mucho se temía que eso casi podría acabar con los tres. Tanto él como
Kronnan conocían las nefastas consecuencias de una unión entre ambos clanes,
pero Inheray no y él sabía que ella se negaría en redondo a separarse del
dragón al que amaba.
Orthan conocía el alcance del amor que ella sentía por Kronnan, puede
que incluso más que el propio dragón carmesí, y estaba al corriente de la
soledad del espíritu de la heredera al trono. Apartar a Kronnan de su lado
sería como si quisieran arrancarle de nuevo el corazón. Casi se detuvo en su
avance hacia la tarima cuando ese pensamiento le royó el ser, aunque reanudó
en seguida sus pasos y llegó junto a Orlon. Este le escudriñaba el semblante
con extrañeza, pero se apartó y descendió de la tarima para dejarle el
protagonismo.
Orthan se giró hacia la concurrencia, se enfrentó al mar de rostros
expectantes que lo miraban y esperaban sus palabras.
En el caso de que Inheray consiguiera aceptar el hecho de que ahora era
una dragona, la heredera al trono de un planeta lejano, de que su vida iba a
cambiar de forma radical, de que ahora era responsable de un pueblo entero y
de que todas las decisiones dependían al final de ella, él se vería relegado a
un segundo plano o quizá sería desterrado ya que en cuanto la apartara a
Kronnan, ella lo culparía y odiaría con fervor.
Inspiró hondo y empezó a hablar con voz pausada y profunda.
—Muchos cambios hemos sufrido. El asesinato de los monarcas nos
exilió y nos privó de nuestros legítimos derechos. Tuvisteis que abandonar a
vuestros retoños, tuvisteis que abandonar vuestros hogares y a vuestros
amigos… —Orthan se interrumpió, miró a todos a los ojos y en ellos vio el
mismo dolor que anidaba en el suyo propio por la añoranza del hogar. —
Ahora se nos abre un nuevo e inesperado camino. Uno maravilloso al haber
recuperado a la heredera. Creímos que el huevo real había sido destruido, yo
mismo lo creía al no encontrarlo en su hornacina, pero mi… padre… —La voz
de Orthan sufrió una ligera interrupción al pronunciar esa palabra, pero
continuó al instante—, lo rescató y ahora nos ha sido devuelto. Es una gran
noticia. Eso nos crea nuevas expectativas, nuevas esperanzas, pero… —se
interrumpió y su rostro se revistió de solemnidad—. Debemos tener en cuenta
que la heredera ha vivido como una humana más de este planeta. El
descubrimiento de su verdadera identidad no ha sido aceptado todavía y, para
que ese suceso se cumpla con toda la naturalidad necesaria, será menester que
seamos precavidos. Sé que todos vosotros ansiáis trasladaros de inmediato
hacia nuestro mundo y plantar cara a los usurpadores, pero estimados
20
drakels , eso no será posible por ahora.
En la sala se alzó un murmullo de protesta, los consejeros se miraron
entre sí confusos y alarmados.
Orthan levantó las manos con las palmas abiertas y pidió silencio.
—La heredera debe ser adiestrada, debe ser educada en nuestras
costumbres. Es imposible que podamos partir y que ella tome el control de la
situación sin antes haber sido debidamente instruida en lucha, en protocolo, en
el aprendizaje de nuestro idioma. Antes de que aprenda nuestras costumbres y
acepte sus responsabilidades, drakels, antes de hacer el equipaje debemos
velar por su seguridad y por su salud.
Algunos consejeros empezaron a cabecear y a asentir. Otros seguían
alarmados, algunas permanecían en silencio, tranquilas, y unos cuantos
miraban con interés a Krantam para ver cuál sería su reacción, y esta no se
hizo esperar. Se levantó y esbozó una sonrisa cordial hacia Orthan.
Orthan se preparó para la diatriba de ese petulante, afianzó las piernas un
poco separadas y adelantó el mentón.
—Muy sabias palabras, caudillo. Por supuesto que debemos velar por
ella, pero, y supongo que es el deseo del Consejo —intercaló Krantam
mientras miraba a su alrededor esperando la aprobación general, que le fue
concedida de inmediato—, querríamos conocerla, verla, saber quién es. No
querríamos basar nuestras esperanzas de regreso en un ser que no estuviera,
digamos, a la altura de nuestras expectativas. Tienes que tener en cuenta que
llevamos muchos ciclos esperando una señal que nos permita volver a nuestro
amado planeta.
Murmullos de aprobación sonaron entre los asistentes, incluso entre los
más indecisos.
Orthan asintió, pero no dijo nada lo que pareció sorprender a Krantam,
que carraspeó y prosiguió, algo inseguro:
—Nos gustaría saber más de ella, dónde ha vivido, con quién. Orlon ha
compartido todas sus vivencias, la elaboración del ritual y la separación de
sus corazones, pero de ella apenas ha hablado y…
—¿Quieres saber si es una merecedora hija de su madre, la reina
Rayana? —atajó Orthan, de improviso, con dureza. Un relámpago de dolor
cruzó su iris cuando mencionó a Rayana tan rápido que nadie, excepto Orlon,
se percató de ello.
Krantam, al que no le gustaba que lo interrumpieran cuando se encontraba
en plena disertación de una de sus parrafadas protagonistas, parpadeó
contrariado y asintió.
Orthan cabeceó y bajó de la tarima.
—La heredera es una digna hija de la reina y me atrevería a asegurar que
será una sucesora como pocas se han conocido en la historia de nuestro
planeta —afirmó con contundencia—. Ella no ha tenido una vida muy fácil.
Desgraciadamente, mi padre no se aseguró de ello y su vida ha estado marcada
por la soledad, el sufrimiento y la falta absoluta de cariño. Por ello es una
mujer muy fuerte e independiente, aunque es sociable y muy inteligente. Sin
saber yo quién era ella en realidad, vivió en esta misma fortaleza durante un
año y quizá muchos de vosotros ya la conozcáis.
Se acercó con tranquilidad hacia la mesa y se colocó, de pie, en su
extremo sur mientras la profunda mirada de color pardo se posaba en cada uno
de ellos. Lo que sentía por Inheray se coló en sus palabras y estas fueron
cobrando intensidad a medida que hablaba. No pudo evitar que la encendida
pasión y el amor que profesaba lo traspasaran y se reflejaran en su ardiente
alegato.
—Durante el tiempo que vivió en mi fortaleza pude conocerla en
profundidad. Es una fémina de profundas convicciones éticas y nunca cede
ante la injusticia. La pureza de su espíritu es tan grande que, cuando entra en
una habitación, todos sienten su presencia. No os equivoquéis cuando la veáis.
Aparenta ser una chiquilla humana, dulce y frágil. Lo es, pero también posee
una fuerza inquebrantable que ni ella misma sabe que alberga en su interior.
Esa fuerza le nace de la natural bondad de sus corazones. Vela siempre por el
más desamparado y se enfrenta con serenidad al más fiero de los monstruos.
Nunca flaqueará ante el infortunio y conducirá a nuestro pueblo hasta el final
del universo si es necesario. —Sus palabras cobraron intensidad al recordar
sucesos acaecidos en su fortaleza en los que Inheray se vio envuelta y cómo se
enfrentó a dragones desconocidos sin más armas que su determinación para
defender a una criada que había derramado sin querer una jarra de Julen, una
bebida que costaba muchísimo elaborar ya que los ingredientes no se
encontraban en el planeta y los dragones eran muy aficionados a su ingesta,
frente a un dragón que se enfureció tanto por el descuido que se transformó.
Pero Inheray, lejos de arredrase, se le plantó delante y le hizo frente para
evitar que se acercara a la doncella, que lloraba aterrada. La solemnidad y la
pasión de las palabras de Orthan calaron hondo entre los asistentes. Jamás
habían visto a su caudillo hablar con tanta vehemencia de alguien e incluso
Krantam se vio influenciado para bien hacia la heredera. Orthan continuó con
un suspiro de pesar al pensar en lo que sus próximas palabras provocarían.
Sabía que era necesario decirlo y cuanto antes mejor, para dejar sin armas que
empuñar a la facción de Krantam. —No tengo dudas al depositar mi lealtad en
ella, así como espero que todos y cada uno de vosotros hagáis. Ella necesitará
toda nuestra ayuda y se la ofreceremos. Debido a un destino caprichoso se
cruzó en el camino de uno de nuestros congéneres y fue adjudicada como su
Ofrenda.
Estalló una algarabía asombrada en la sala cuando Orthan comunicó la
noticia.
El rostro de Krantam fue un cúmulo de emociones: petrificado asombro,
calculado interés y esperanzado provecho para utilizar el dato en su beneficio.
Orthan se enderezó y cruzó los brazos sobre el pecho. Giró ligeramente la
cabeza y miró a Orlon por encima del hombro. Este lo contemplaba con una
expresión de asombro y culpa que lo desconcertó en un principio, pero se negó
a perder el tiempo pensando en alguien que nunca tuvo el más mínimo interés
en saber de él ni de sus sentimientos. Volvió la cabeza y poco a poco las voces
se acallaron.
Volvió a hablar en cuanto se hizo el silencio.
—Entiendo vuestro asombro, pero viviendo ella como humana y siendo
tan hermosa, lógico era que alguien acabara fijándose. No obstante, eso carece
de interés. Lo importante es ella. Tan solo ella. Va a tener que aceptar muchas
cosas, algunas muy desagradables y dolorosas, y nuestros propios sentimientos
no deben influirnos —advirtió Orthan, mirando a Krantam directo a los ojos.
Mantuvo la mirada unos segundos y luego continuó—: Ahora mismo ella está
descansando en una de las habitaciones de esta fortaleza, en compañía de su
drakul.
El Consejo Draconiano no salía de su asombro al recibir tantas noticias
de una vez: como la revelación de que el huevo heredero se había salvado y se
había preservado, luego la pasión de Orthan al declarar su lealtad
incondicional hacia la heredera y ahora la noticia de que ella estaba en
compañía de uno de ellos. La gran pregunta que todos se hacían en ese
instante, y nadie se atrevía a pronunciar, acabó por ser expresada por Krantam,
lo que no sorprendió al caudillo. Suspiró y se preparó para las iras de ese
dragón que nunca había sabido atemperar sus emociones.
—¿Y quién es ese afortunado que ha conocido a la heredera antes que
nadie? — preguntó con petulancia, el padre de Kronnan.
—El afortunado es, ni más ni menos, que tu hijo: Kronnan —contestó
Orthan, con un ligero regodeo satisfecho, pero que se enturbió con rapidez al
recordar lo que tendría que hacer para separar a su compañero de la fémina a
la había querido convertir en su esposa. Ya les había separado una vez. Ahora
debería volver a hacerlo. No pudo evitar que la bilis le subiera por la garganta
cuando pensó en el dolor y el sufrimiento que su acción causaría. En ella, en
Kronnan y en sí mismo.
La cara de Krantam se volvió encarnada, la furia que experimentó hizo
que sus ojos mutaran en un azul cobalto en un segundo y se llenaran de odio.
Krettus, su primogénito, se puso en pie y estampó el puño en la mesa con tanta
fuerza que casi saltaron astillas y la madera crujió peligrosa.
—¿Cómo es posible que sucediera eso? ¡Un dragón deshonrado! Un
dragón de diferente casta con la heredera. ¡Esto es un sacrilegio intolerable!
Exijo que sean separados de inmediato y que K… que ese dragón sea enviado
a las Canteras de Hielo, como mínimo —exhaló Krantam colérico, incapaz de
pronunciar el nombre de su hijo, en cuanto recuperó la suficiente serenidad
como para pronunciar las palabras sin farfullar de pura rabia. Su rostro seguía
de un color mucho más encendido de lo normal y se le habían marcado unas
motitas de color rubí en las mejillas.
Su hijo Krettus puso la mano en su hombro y Krantam lo miró airado,
pero algo en la expresión de su hijo o tal vez en su mente, intuyó Orthan, le
devolvió algo de cordura y Krantam se recompuso.
El Consejo Draconiano había enmudecido por la misma sorpresa que
había escaldado el corazón de Krantam, pero al contrario que a él, la rabia no
formaba parte de su relación con Kronnan, aunque las opiniones estaban
divididas con respecto a lo que al dragón carmesí concernían, ya que no todos
creían que fuera culpable de las acusaciones que su propia familia no dejaba
de sacar a relucir.
Las preguntas y la sincera preocupación de algunos, la mayoría para
agrado de Orthan, lo mantuvieron ocupado durante gran parte del día. Krantam
y su familia se quedaron, pero no volvieron a pronunciar palabra. Orthan se
temía que estuvieran confabulando mentalmente y estaba demasiado implicado
contestando a los demás como para poder concentrarse lo suficiente y espiar
esas conversaciones telepáticas.
Se formaron grupos y muchos patriarcas se congregaron en torno a
Orthan. En cambio Orlón se sentó en una de las butacas que había diseminadas
cerca de las paredes de la sala y cerró los ojos, con signos visibles de
cansancio.
Ventanas alargadas ocupaban gran parte de las paredes, llegaban casi
hasta el techo y dotaban a la gran estancia de la luz natural suficiente como
para no necesitar iluminación artificial.
Krantam y su hijo Krettus hablaban en susurros cerca de la tarima. Una
rabia furibunda seguía patente en el rostro del padre.
Las preguntas seguían sucediéndose, pero ya se perfilaba un plan de
acción entre los miembros más veteranos de los patriarcas y algunos más
dispuestos a mirar por el bien común que a decantarse por facciones políticas.
Cerca de la medianoche Orthan dio por finalizada la reunión y disolvió la
asamblea. Concertó una nueva cita para el día siguiente a mediodía, para que
los consejeros pudieran conocer a la heredera.
Krantam intentó obtener un aparte con el caudillo, pero Orthan le denegó
la posibilidad, sereno. Había tenido todo el tiempo del mundo en la sala de
asambleas para ello, pero sabía que el dragón azul no deseaba testigos de esa
conversación y Orthan se negaba a ceder ante sus maniobras manipuladoras.
Se despidió de forma cortés y salió al pasillo.
Estaba cansado, agotado y necesitaba, desesperado, un momento de
soledad y algo de paz en su atribulado espíritu, aunque sabía que esto último
era muy improbable que lo consiguiera.
Ya en sus aposentos, se desnudó nada más aparecerse al lado de la cama
y se encaminó al cuarto higiénico. Una vez bajo el agua helada de la bomba,
recibió una llamada que lo dejó petrificado, mucho más de lo que lo había
dejado la gélida temperatura del agua.
—Orthan.
Tan sorprendido y asombrado se hallaba que se olvidó de contestar y
escuchaba fascinado.
Y la llamada se repitió:
—¿Orthan?—La voz de Inheray algo confusa, esta vez, sonaba como
música en su cabeza.
—¿Sí? —Reaccionó al fin y contestó.
—Me gustaría hablar con vos, a solas, si es posible—pidió Inheray,
más segura. Parecía estar explorando sus nuevas habilidades, con gran acierto
para satisfacción de Orthan. No muchos conseguirían dominar el arte de la
telecomunicación en apenas un par de horas.
Sorprendido e intrigado por la extraña petición, salió del aseo sin
molestarse en vestirse y accedió al dormitorio. Iba pensando en una respuesta
cuando alzó la vista y volvió a petrificarse en el sitio.
Inheray lo aguardaba junto a la ventana, al otro lado de la cama, bañada
por la luz de la luna plateada y la cabellera le resplandecía como si fuera de
plata. Por un momento se quedó sin respiración y los corazones se le saltaron
varios latidos.
Nunca había encontrado el parecido con Rayana, hasta ese momento.
Entonces, Inheray se movió, el haz plateado dejó de enfocarla y la ilusión
desapareció. Orthan se dio cuenta de que su mente le había jugado una mala
pasada y tragó con dificultad el nudo que se le había formado en la garganta.
Ella lo miraba de hito en hito y un rubor encantador le cubrió las mejillas
cuando los ojos descendieron y recorrieron sin recato el magnífico cuerpo
desnudo.
CAPÍTULO 21
Inmóvil bajo el asombrado, y admirativo, escrutinio femenino Orthan no pudo
evitar que un estremecimiento de anhelo le recorriera el espinazo y un calor
pulsante se le instalara en el bajo vientre al verla en su habitación, tan
hermosa que quitaba el aliento, como tantas veces había deseado.
Inheray consiguió rehacerse y desvió la vista, decorosa. Se volvió a
medias y rompió el silencio mientras retorcía entre los dedos el cinturón de su
bata con nerviosismo.
—Por favor, disculpadme caudillo Orthan, no era mi intención violar
vuestra intimidad… No me paré a pensar… No debería haberme presentado
así, podríais haber estado acompañado… —Atribulada retrocedía hacia la
puerta mientras tartamudeaba excusas y su imaginación era asaltada por
situaciones embarazosas en las que podría haberse encontrado debido a su
espontaneidad. —Yo… os dejo descansar, buenas noches. Ya hablaremos en
otro momento, disculpadme —pidió de nuevo mientras ponía la mano en el
tirador de la puerta incapaz de mirarlo a la cara, por completo abochornada y
avergonzada.
Orthan reaccionó al fin, al ver que ella iba a marcharse, dejándolo otra
vez solo. Se movió con celeridad y le cortó el paso al interponerse entre la
puerta y ella.
Inheray levantó la vista alarmada por la velocidad con la que él se había
movido y tragó saliva, turbada por su imponente proximidad.
Hacía escasos minutos se había despertado de repente en la habitación,
después de un extraño sueño en la que un viento huracanado le azotaba el
rostro. Había descubierto extrañada a Kronnan, dormido, sentado en el suelo.
Lo observó unos segundos con embeleso. Pensó en despertarlo, pero recordó
la conversación que habían mantenido antes de dormirse y meneó la cabeza.
Su mente era un hervidero de ideas y pensamientos que apenas podía
controlar. Se sentía nerviosa, desamparada, desconocida de sí misma y no le
gustaba. Nunca había sido muy dada al control, pero tampoco al caos absoluto
y sentirse así la desconcertaba en demasía. Se concentró y, su mente, casi por
sí sola, penetró en el subconsciente de Kronnan y pudo atisbar, de forma un
tanto confusa, un sueño de persecuciones y miedos. Asustada, retrocedió y
abandonó su psique. Entontes pensó que podría intentar comunicarse con
alguien y, como al único al que conocía era a Orthan —su memoria bloqueada
no le permitió pensar en Prousse, Elgías o cualquiera de los que había
conocido durante su estancia en el castillo—, se concentró en él. Sintió su
mente desplazarse y al principio se notó un poco desgajada, como si la
estiraran y se asustó, pero no se dejó vencer. Inspiró hondo un par de veces y
volvió a intentarlo. La esencia de Orthan parecía estar en una habitación
húmeda. Desconcertada por ese pensamiento, proyectó su nombre en la mente
hacia lo que percibía de él. Cuando, al fin, le respondió y pudo captar su
esencia mucho más nítidamente en el éter sonrió, satisfecha de sí misma.
Entonces aumentó la concentración y, de súbito, se trasladó. Fue como dejarse
caer para seguir la estela de un arco iris y, de repente, se encontró en la
habitación del caudillo, contemplando su escultural cuerpo completamente
desnudo y brillante de gotas de agua que resbalaban con lentitud por la tersa
piel.
De pie, frente a él se preguntó, estupefacta, cómo era posible que se
hubiera metido en semejante berenjenal sin pensar siquiera en las
consecuencias. ¡Podría haber interrumpido al caudillo en su intimidad, de una
forma mucho más personal que encontrarlo maravillosamente desnudo!
¡Por todos los Héroes!
Ese dragón era… ¡Magnífico!
Al instante notó la ya familiar sensación de extraño reconocimiento,
temor y fascinación que de forma inexplicable sentía en presencia de Orthan.
Él exhibía un magnetismo que la hacía vibrar, su mirada la hipnotizaba y el
peligro que emanaba de su ser la turbaba, y presentía que él lo sabía.
Y ahora estaba en su habitación y Orthan le cortaba el paso hacia la
salida. ¡Ancestros lejanos! Debía salir de allí.
Demasiado tarde Orthan se dio cuenta de que él solo se había colocado
en una situación vulnerable ante ella. La inocente expresión del rostro
femenino, alzado hacia él, los labios entreabiertos en mudo asombro y los
increíbles ojos verdes fijos en los suyos hicieron que su cuerpo reaccionara
ante la cercanía. Pegó la espalda desnuda contra la puerta en un intento de
alejarse del embriagador aroma de la piel y el cabello de ella, de su aliento y
su tentador contacto.
—Por favor, no os disculpéis. Necesitáis decirme algo y… —Orthan se
interrumpió y se irguió un poco más. La proximidad era irresistible. Ella
estaba maravillosa, vestida con una larga bata de brocado plateado que le
enmarcaba la cintura y el pecho de una forma muy poco prudente para la
precaria estabilidad emocional en la que se encontraba. —Estoy a vuestro
servicio, alteza —añadió con la voz enronquecida. Carraspeó y extendió la
mano con la palma ladeada en una muda invitación para que ella se volviera
hacia la estancia.
Inheray tardó unos segundos en comprender el gesto y se giró despacio.
No sabía qué le ocurría, pero se sentía subyugada, atraída por fuerzas
desconocidas y tan potentes que perdía la noción de cuanto la rodeaba. Se
adentró en la habitación y se alejó de ese majestuoso cuerpo desnudo. Estaba
claro que los dragones desconocían lo que era la fealdad o lo común y
corriente. Kronnan era hermoso hasta conmoverla, pero Orthan le iba a la zaga
con el largo pelo de ese color rubio, tan claro que parecía casi blanco, mecido
en la espalda con cada movimiento de la regia cabeza o el cuerpo y ese torso
tan bien esculpido, donde cada músculo estaba elegantemente marcado y
definido.
Inheray sacudió la cabeza e intentó poner un poco de orden en su mente
para encontrar el sentido a lo que le estaba ocurriendo. No había venido a
contemplar maravillosos cuerpos viriles. Se giró hacia Orthan con resolución
y volvió a encontrarse con la intensa mirada de esos ojos, casi dorados, fijos
en ella con algo tan parecido al anhelo que no pudo evitar preguntarse qué
sentía ese dragón con respecto a ella. El tiempo pareció detenerse y suspiró
sin darse cuenta.
Orthan, atraído con la fuerza de mil ciclones, quería avanzar y cogerla
entre sus brazos, tomar posesión de ella y jamás dejarla marchar. Lo deseaba
con tanta desesperación que todos los músculos de los brazos le dolían en su
ansia por efectuar el movimiento, pero luchó contra sí mismo con denuedo y
bajó la vista. Rompió el contacto visual y la magia del momento con
determinación, mientras escurría el agua de su cuerpo y su cabello para
secarse con su poder e invocaba unos pantalones y una camisola holgada sobre
sí mismo. Descalzo avanzó con paso felino por la habitación y se aproximó a
unas butacas de cuero, desgastado por el uso continuado a través de los siglos,
frente a la chimenea y le ofreció asiento.
Inheray, desconcertada, como si hubiera perdido algo de repente, lo
siguió, se sentó muy erguida y miró hacia el fuego sin atreverse a mirar al
caudillo de nuevo.
Orthan se sentó frente a ella, casi en el borde del sillón, con las piernas
separadas y los codos apoyados en las rodillas.
—Disculpadme a mí, alteza. Estas no son maneras de recibiros, me
habéis sorprendido desprevenido. No esperaba que ya hubierais aprendido a
desplazaros en el éter. Ya me ha extrañado que hubierais conseguido
comunicaros conmigo de forma telepática, pero veros aquí ha sido… poco
menos que apabullante —aseguró Orthan con un ligero meneo de cabeza
mientras la miraba maravillado, pero en seguida su rostro adquirió un aura de
solemnidad y preocupación que la alarmaron—. ¿Os habéis trasladado?
Ella asintió, con un nudo en la garganta, sin comprender a qué era debida
la preocupación que expresaba la mirada color pardo.
—No deberíais haberlo hecho. Entiendo que estáis explorando vuestros
poderes y que estos son tan potentes en vuestro interior que casi os manejan
ellos a vos, pero no debéis, alteza. Es muy peligroso —advirtió—.
Trasladarse en el éter requiere de disciplina y de un alto conocimiento del
entorno al que uno se dirige. Antes de hacerlo es necesario explorar el lugar y
asegurarse de que no hay nadie en el mismo espacio que nosotros queremos
ocupar, que no hay un mueble o mucho menos una pared —explicó con
gravedad. Suspiró y se pasó la mano por los ojos con cansancio.
Inheray lo observó con curiosidad. Apenas sabía nada sobre él, pero
sentía una extraña afinidad que no conseguía comprender y que la atraía
misteriosa. Descubrió una sombra violácea bajo los ojos, la piel del rostro
estaba tirante y el cuerpo tenso, con los hombros algo caídos, como si
soportara un enorme peso sobre las espaldas. Estuvo a punto de arrodillarse
junto a él para ofrecerle su consuelo, llevada por un impulso repentino, pero
Orthan continuó y pudo refrenar su espontaneidad a tiempo.
—Prometedme que no volveréis a trasladaros sin la supervisión de
alguien experto. Por favor, prometédmelo —imploró él, con ardor.
—Yo… no lo sabía. Ha sido algo que ha ocurrido natural. No me paré a
pensar —contestó ella, atribulada. Se sentía culpable, torpe, y la vergüenza
por haberse puesto en evidencia ante él le hizo desear que se la tragase la
tierra. ¡Menuda heredera! ¡Qué bochorno! Logró recomponerse, asintió y
aseguró—: No lo haré más, os lo prometo.
Orthan la observó fijo durante unos segundos, al fin esbozó una media
sonrisa de complacencia y su rostro adquirió una expresión muy tierna que
conmovió profundo los corazones femeninos.
Nerviosa ante lo que esa expresión provocaba en ella, Inheray exhaló una
risita aturullada. De repente se sintió más cómoda con él, más relajada, y pudo
por fin encarar el motivo por el que había acudido a él.
—Caudillo Orthan, yo…
—Drakul, alteza —corrigió él, con calma al comprender que ella había
perdido todo el conocimiento que adquirió sobre los dragones mientras estuvo
en su fortaleza.
Inheray se interrumpió, confusa.
—¿Perdón?
—Drakul es el término correcto para referirse a mí o a cualquier dragón.
Se podría decir que es igual al término que se usa aquí como masen —aclaró
con una sonrisa —. Significa: Hijo de Dragón en el idioma ancestral de mi…
nuestro planeta, alteza.
Inheray asintió, y se corrigió:
—¡Oh! Oh, bien. Gracias, no lo sabía. Lo tendré en cuenta en el futuro —
aseguró, ya más tranquila—. Drakul Orthan, yo… Estoy muy alterada con todo
lo que me está ocurriendo —confesó, franca—. Estuve hablando con Kronnan,
pero él no quiso darme detalles. Dice que todo me será revelado en su
momento, que debo estar tranquila, que él no permitirá que me suceda nada
malo, que estoy a salvo… Pero yo lo conozco, sé que está sufriendo, sé que
hay algo que no me cuenta y eso me hiela la sangre de terror en las venas. ¡Por
favor, decidme, si lo sabéis, qué atribula a mi prometido! —pidió, cada vez
más ansiosa. En su afán por saber se inclinó hacia él, implorante.
Orthan se echó hacia atrás, impactado. Intuía la razón por la que Kronnan
no quería desvelarle todavía la terrible verdad. Compartía su decisión y
comprendía sus motivos. Ella no estaba todavía en plena posesión de sus
facultades. El cambio había sido brutal y necesitaba tiempo. Revelarle que
Kronnan no podía ser su compañero, que no podían emparejarse ni pasar el
resto de sus vidas juntos, no haría sino desequilibrar aún más la situación.
Meneó la cabeza con pesar. Conmovido, se movió hacia delante, se arrodilló
frente a ella y le cogió las manos.
21
—Mi drakal , Kronnan tiene razón. Todo os será revelado en el futuro,
pero… —se interrumpió y la miró determinado— Debemos ir despacio.
Vuestra transformación es demasiado repentina y tenéis que adaptaros.
Nosotros os enseñaremos cómo controlar vuestro poder, os enseñaremos
nuestras costumbres y os revelaremos todo aquello que ansiáis saber, pero el
proceso será largo y, muchas veces, la impaciencia os superará —advirtió
Orthan con calma, mientras acunaba sus manos, finas y pequeñas, entre las
suyas grandes y fuertes. Los ojos quedaban casi a la misma altura y los
corazones masculinos se sacudieron angustiados cuando el dolor que traslucía
la mirada femenina lo traspasó.
—Pero… yo quiero saber, yo… No sé qué me está pasando. ¡Siento
tantas cosas! Es como una ola, una ola gigantesca que me invade y que cada
vez que toca la orilla trae nuevas e intensas emociones que desconozco y que,
a la vez, reconozco. ¡Es muy confuso! Y me siento desbordada… ¿Seguro que
no os habéis equivocado? ¿Reina? ¿Yo? Vamos, pero si soy una fregona, una
camarera de posada —exasperada, retiró las manos y se levantó con ímpetu.
Orthan se incorporó sereno, mientras ella se levantaba y se alejaba de él.
La observó dar vueltas por la habitación cada vez con mayor ansiedad. Temió
que pudiera perder el control y empezara a transformarse, y se interpuso en su
camino. Inheray con el impulso que llevaba, no lo vio a tiempo, y chocó contra
él. Desequilibrada, apoyó las manos en su pecho y elevó la vista.
Él la sujetó con suavidad de los hombros y la ayudó a equilibrarse.
—Sois la persona adecuada. Sois la heredera al trono de Annorthean, no
hay duda. Y lo que sentís es normal, no debéis luchar contra ello. Debéis dejar
que esa ola os engulla, no le temáis, y comprobaréis que forma parte de vos
misma. Esa ola es vuestra fuerza y vuestro poder —afirmó, sereno.
Los ojos de Inheray se llenaron de lágrimas y se estremeció. Agarró con
fuerza la camisola masculina entre los dedos, la retorció mientras se acercaba
y se agarraba a él.
—Pero yo… tengo miedo, tengo mucho miedo… —hipó, desamparada,
entre sollozos. Nunca había sido de lágrima fácil, desde muy pequeña asimiló
que los llantos conllevaban consecuencias en forma de golpes y tirones de
cabello u orejas, y aprendió a soterrar sus emociones. Pero ahora estaba tan
desbordada que no podía controlarse.
Orthan se quedó sin respiración cuando ella escondió el rostro en su
pecho y rompió a llorar, desconsolada. La envolvió entre los brazos y deseó
poder protegerla de todo dolor. De esa zozobra que ella padecía y que él
sentía como propia.
—Estoy aquí, Iona, estoy aquí. No temáis, todo saldrá bien. Yo me
encargaré de ello, todo saldrá bien —susurró con palabras dulces. Apoyó la
barbilla sobre la cabeza de ella y la meció, contra sí, con ternura. Los sollozos
fueron remitiendo y poco a poco dejó de estremecerse y se quedó quieta.
Orthan le acarició la espalda por encima de la sedosa cabellera y siguió
abrazándola, dichoso por disfrutar de esos segundos robados al destino.
—¡Qué vergüenza! Pensaréis que soy una pusilánime viniendo aquí,
interrumpiendo vuestro solaz y rompiendo a llorar —susurró al cabo de unos
segundos con la cara enterrada en la camisola.
Orthan sonrió. Nada más lejos de la verdad. No quería verla sufrir, ni
mucho menos llorar, pero tenerla entre sus brazos era tan maravilloso que todo
lo demás carecía de sentido.
Inheray se removió y él, pesaroso, tuvo que abrir los brazos para
permitirle movimiento. Ella se separó unos pasos, se limpió las lágrimas con
la manga de la bata, sorbió por la nariz y se negó a mirarlo a los ojos.
—Yo… Gracias por escucharme… —empezó, pero al instante agrandó
los ojos—. ¡Oh, vaya, pero si os he manchado! —exclamó al ver la roncha de
humedad que se dibujaba sobre la camisola masculina. Se mordió el labio,
abochornada—. ¡Qué desastre! Por favor, olvidad que este encuentro ha tenido
lugar, de lo contrario no podré miraros a la cara nunca más —aseguró con el
rostro como la grana.
Orthan salvó la distancia que ella había retrocedido al separarse, acunó
el rostro femenino entre las palmas y la miró a los ojos con ternura.
—Acudid a mí siempre que queráis, alteza. Cuando lo necesitéis, cuando
no. Cuando queráis hablar del tiempo o de lo que os hace temblar por las
noches. Cuando necesitéis un amigo aquí estaré. Siempre —aseguró con
dulzura.
Inheray tragó saliva, sumergida en las lagunas doradas que él tenía por
ojos, casi hipnotizada. Sin apenas ser consciente de lo que hacía, se levantó
sobre las puntas de los pies y juntó sus labios con los de él, con delicadeza.
Una sensación extraña y familiar se apoderó de ella y entreabrió la boca. El
labio inferior de él se le coló dentro y lo atrapó entre los suyos. Succionó
maravillada y el ronco y sensual gemido que surgió de la garganta de Orthan la
sorprendió tanto que la hizo retroceder y romper el contacto con los labios y
las manos masculinas, asombrada de su osadía.
—¡Oh, oh, oh! —exclamó ella, con los ojos como platos. Anduvo hacia
atrás, se tapó la boca con las manos, horrorizada de lo que había hecho y…
Desapareció.
Orthan agarró el aire cuando avanzó y quiso atraparla, demasiado tarde.
Gruñó con fuerza en la habitación vacía, cuando comprendió que ella se había
ido, dejándolo anhelante y desesperado por su aliento.
Ese beso, ese dulce y cautivador beso, lo había cogido desprevenido y lo
había desarmado hasta incapacitarle para reaccionar a tiempo antes de que
ella huyera.
¡Por todos los planetas habidos y por haber!
¡Necesitaba con urgencia la helada temperatura del agua sobre él!
Su cuerpo clamaba por ella con fuerza, tanta que a punto estuvo de caer
de rodillas al piso. Apretó los puños con fuerza y respiró hondo varias veces,
exhalando por la boca. Al final, echó la cabeza hacia atrás y gruñó con toda la
potencia de sus pulmones. El profundo cañón que había a los pies de la
fortaleza, en la parte sur de la habitación, recogió el sonido a través de la
ventana abierta, lo magnificó a lo largo de la cadena montañosa y lo repitió
una y otra vez hasta que se perdió en la distancia. Al instante, se encendieron
varias luces en toda la fortaleza y la alarma cundió en los pasillos.
Orthan se forzó a componerse, los ignoró y recorrió el éter en busca de la
esencia de Inheray, preocupado. Extrañado y más alarmado aún al no
encontrarla, volvió a recorrer las estancias de la fortaleza, con idéntico
resultado. Desazonado, pensó en la posibilidad de que pudiera haberse
extraviado y cerró los ojos para poder trasladarse a la habitación de Kronnan,
mientras rogaba porque ella estuviera sana y salva, allá donde fuera.
Un traslado sin experiencia llevado a cabo con éxito era una cosa, dos…
Sacudió la cabeza, no quería ni pensar en las desastrosas consecuencias
de un traslado fallido. Se transportó al pasillo frente a la habitación que había
asignado al dragón carmesí y llamó a la puerta. Las restricciones de Kronnan
todavía estaban activas y él no podía atravesarlas. Inheray, en cambio, sí, ya
que cuando su amigo las activó se excluyó a sí mismo y a ella para poder
atravesarlas con facilidad. Lástima que no hubiera pensado en la posibilidad
de que ella pudiera aprender a trasladarse tan rápido y hubiera restringido los
movimientos femeninos para su propia seguridad.
La puerta se abrió por sí sola y entró en tromba en la habitación, una
estancia muy común, cuadrada, sin apenas mobiliario. Con tapices en las
paredes que daban un poco de calidez a las paredes desnudas. Grandes
ventanas en la pared contraria a la puerta jalonaban la enorme cama con dosel.
Kronnan estaba de pie en el centro de la alcoba, a los pies de la cama y
abrazaba a Inheray contra su pecho, con fuerza. Una expresión de alarma y
temor contraía sus facciones.
Orthan suspiró aliviado cuando la vio de una pieza y a salvo entre los
brazos masculinos.
—¡Orthan! ¿Qué demonios ha ocurrido? —inquirió Kronnan al verlo, con
rudeza.
Inheray había aparecido en medio de la habitación, hacía escasos
segundos, cuando él la estaba buscando, desesperado. Se había despertado, de
pronto, con la sensación de que algo no marchaba bien. Enseguida reparó en la
cama deshecha y vacía. Pensó que ella podría estar en las dependencias
higiénicas, pero cuando comprobó que estaban desiertas, todas las alarmas
sonaron en su cabeza y la llamó física y mental. Y de improviso, ella apareció.
De un salto estuvo junto a su lado, pero antes de que pudiera preguntarle nada,
Inheray se le abrazó con desesperación y rompió a llorar desconsolada. No
pudo hacer otra cosa que abrazarla, desazonado.
Entonces sonaron unos golpes en la puerta y al sentir la presencia de
Orthan tras ella, la abrió con su poder.
Orthan se aproximó a ellos y cuando la vio llorar el impulso de
arrancarla de los brazos de Kronnan fue casi imposible de reprimir.
Necesitaba consolarla, tanto como necesitaba que ella dejara de sufrir. Nadie
merecía ese destino cruel y mucho menos alguien como ella.
Kronnan le seguía clavando la mirada, como si él pudiera responder a
todas las preguntas, pero no tenía las respuestas. ¡Ojalá las tuviera!
¡Ojalá hubiera sabido lo que le ocurriría a Rayana y hubiera podido
evitarlo!
¡Ojalá Inheray hubiera podido crecer en los amorosos brazos de su madre
y hubiera tenido la vida que le fue negada de forma tan brutal!
Suspiró, agotado. Sabía que esa noche no obtendría el descanso que tanto
necesitaba.
—Lo único que sé es que ha venido a verme, atribulada y confusa.
Necesita comprender lo que le está ocurriendo. Necesita saber lo que está
aconteciendo en su cuerpo y aceptar el hecho de que todo, absolutamente
todo, ha cambiado—explicó telepático a su amigo, sin dejar de observar a
Inheray.
Ella había dejado de sollozar, pero escondía el rostro en el pecho de
Kronnan y se negaba a mirar a ninguno de los dos. En esos momentos era como
una niña indefensa: sola por primera vez en un sitio desconocido y el mundo la
acechaba con peligros incógnitos a los que no sabía cómo enfrentarse.
Kronnan, al escuchar a Orthan en su mente, asintió y la abrazó con más
fuerza. Dio un par de pasos hacia atrás y se sentó en la cama, llevándola
consigo.
Orthan ladeó el rostro y entornó los ojos cuando un pensamiento
inquietante cruzó su cerebro cansado. Antes no había percibido la presencia
de ella en la fortaleza y ahora tampoco la percibía, aunque la estuviera viendo
con sus propios ojos. Tenía grabada a fuego en la memoria la esencia de
Inheray y ahora era incapaz de verla, de sentirla mentalmente…
¿Cómo era posible?
A no ser…
Una idea se fue abriendo camino en su mente. Una idea tan fantástica y
maravillosa que apenas podía acabar de creerlo. Se acercó con lentitud a los
dos y miró a Kronnan cuando adelantó una mano hacia ella. Kronnan estuvo a
punto de apartarla de él, pero, al final, encogió imperceptible los hombros y
asintió.
Orthan acarició, leve, la cabeza de Inheray y ella se estremeció entre los
brazos de Kronnan.
—Alteza —llamó, con suavidad.
Inheray se removió y atisbó a través de la cortina que formaba su cabello.
Orthan hincó una rodilla en el suelo, frente a ella.
—Alteza, no debéis temer nada en mi presencia. Estáis por completo a
salvo. Lo que ha ocurrido en mi habitación no es… —Se interrumpió. No
quería que ella pensara que no le daba importancia, que no le había robado el
espíritu con ese beso, porque sí lo había hecho, pero tampoco quería que se
sintiera culpable, avergonzada. Continuó—: Los corazones que ahora mismo
poseéis en vuestro interior son mucho más poderosos y las emociones que
sentiréis no tendrán nada que ver con las que conocéis. Vuestro corazón
homínido se ha transformado con la llegada de su par y, ahora, los dos laten a
un nivel mucho más profundo que el de los humanos. Vuestras emociones, las
que sentíais cuando eráis humana se han cuadruplicado y vuestra pasión,
vuestro cariño y amor son inconmensurables ahora mismo. No debéis sentir
vergüenza por lo ocurrido. Yo… Me siento honrado —terminó con un
levantamiento de cejas imperceptible. «Honrado» no era una palabra que
pudiera describir con justicia lo que sentía con respecto a ella, pero por
desgracia no podía confesarlo.
Kronnan observaba casi como un espectador ajeno a ellos y frunció el
ceño, intranquilo. ¿Qué habría ocurrido en esa habitación para que ahora ella
no quisiera despegarse de él y hubiera regresado tan alterada? Observó a
Orthan con atención: advirtió el agotamiento, la angustia que ribeteaba las
comisuras de los ojos pardos, el anhelo con el que se inclinaba hacia Inheray y
comprendió que lo que sea que hubiera ocurrido no había resultado algo que
Orthan pudiera considerar grato, al final, ya que solo había añadido más
zozobra a la nueva situación que ambos vivían con la heredera.
—Estabais inquieta, yo os ofrecí amistad y vos reaccionasteis a ese gesto
con una ternura que me halaga —sonrió, pero al ver que ella seguía sin
descubrir su rostro insistió—: Por favor, miradme, alteza —rogó, con dulzura.
Inheray giró un poco más la cabeza, pero sin despegarse de Kronnan.
Mechones dorados le velaban el rostro y sus mejillas estaban húmedas de
lágrimas. Además, tenía los ojos enrojecidos y el verde de los iris se había
aclarado.
—¿Veis? No tenéis que sentiros mal por lo ocurrido. En realidad, no
tenéis que sentiros mal. Lo que os ocurre os asusta, pero es maravilloso y
pronto comprenderéis que este cambio, esta metamorfosis os permitirá hacer
lo que queráis. Ser un dragón es algo magnífico, alteza, y vos sois la última
descendiente de la línea de sangre más pura de nuestra raza.
CAPÍTULO 22
Entonces Inheray se incorporó, se separó de Kronnan y se sentó erguida en la
cama. Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano, bajó la mirada y cruzó
las manos en el regazo.
—Yo… —empezó—. No sé lo que me está ocurriendo y no sé si lo
quiero, pero tampoco sé si tengo elección así que… Me fiaré de vos, drakul
Orthan, y dejaré que esta ola me engulla —afirmó sin despegar la mirada de
las manos. Estaba tan aturdida que necesitada hacer algo, decidir algo para
tener algo de control sobre lo que estaba ocurriendo o se hundiría en el caos.
Kronnan y Orthan intercambiaron una mirada. Esperaban que ella pudiera
salir de ese pozo de victimismo y autocompasión, y mirara hacia el futuro con
determinación, como siempre había hecho.
—No sé lo que se espera de mí, así que dependo de vosotros. Estoy en
vuestras manos, drakuls —manifestó y elevó la mirada, con un ligero temblor
de la barbilla y las mejillas coloreadas.
Orthan tragó saliva y asintió.
—No os defraudaré, os lo juro, alteza —declaró, solemne, al tiempo que
le pasaba un dedo suave bajo el mentón y le levantaba la barbilla para poder
mirarla, con intensidad, a los ojos—. Pero necesito comprobar una cosa. ¿Me
permitís sondearos la mente? No os leeré el pensamiento, no os preocupéis. Es
vuestro cerebro lo que me interesa explorar. Hay algo que me intriga y para
averiguarlo necesito contacto directo.
—¿Qué es? —preguntó Kronnan, con dureza.
Orthan lo miró y comprendió que tendría que dar algunas explicaciones.
Quería averiguar la verdad antes de decir nada para no dar esperanzas
infundadas, pero resultaba imposible con Kronnan como un titán protector
alzado frente ella.
—Creo que… —Se interrumpió sin saber cómo explicarlo sin revelar
demasiado ante ella, y al fin prosiguió— cuando ha venido antes a mi
habitación y luego se ha trasladado, he intentado seguir su esencia, pero no he
podido. Creí que se había extraviado, pero cuando he entrado en tu habitación,
tampoco he sentido su presencia. ¿La sientes tú? —inquirió, levantando las
cejas, inquisitivo.
Kronnan se giró hacia ella y frunció el ceño cuando, a pesar de tenerla al
lado y rodearle la cintura con un brazo, era incapaz de percibirla en el éter.
Sus ojos se abrieron desmesurados cuando comprendió a lo que se refería
Orthan.
—Ella podría ser… —dijo, esperanzado.
—Sí, podría. Pero mejor asegurarse —atajó Orthan, interrumpiendo a
Kronnan antes de que revelara demasiado.
Era importante que ella no supiera de lo que estaban hablando, ya que
quizá intentaría ser aquello que ellos esperaban, y enmascarar sus poderes,
involuntaria, en su afán de no defraudar.
Inheray se irguió y se adelantó hacia él con determinación, aunque buscó
el apoyo de Kronnan al cogerle la mano que le abarcaba el torso. Kronnan se
la apretó con ternura para darle confianza.
Orthan inspiró con fuerza cuando el rostro de ella quedó a pocos cánobos
del suyo. Tenerla cerca era embriagador. Su dulzura y su calidez se abrían
camino hacia él a través de su aliento y su cercanía; era imposible sustraerse.
En un intento de mantener la cordura, colocó ambas manos en torno a la
cabeza femenina, cuidó de apoyar el pulgar en el pómulo y se aproximó a ella
hasta que sus frentes se tocaron.
Inheray se estremeció cuando sintió su piel tocarla y Orthan tuvo que
morderse el carrillo interior de la mejilla para concentrarse en lo que estaba
haciendo y no recrearse en su contacto. Cerró los ojos y abrió su mente para
conectar con la psique femenina. Al principio descubrió la nada más absoluta,
pero ya se había encontrado con anterioridad con un ser parecido a Inheray y
sabía dónde buscar en su cerebro: cerca del hipotálamo, una glándula diminuta
que se activaba y resplandecía de un color rojo cegador en cuanto alguien
intentaba acceder al cerebro. Quería corroborar su sospecha: que ella formaba
parte del colectivo de los Elegidos, aquellos que podían ocultar su esencia,
que podían cerrar su ser para que nunca pudiera ser encontrado ni rastreado. Y
de los que podían ocultar sus pensamientos, tanto a distancia como en un
contacto directo.
De pronto, su cerebro se llenó de un cegador color rojo llameante y el
corazón le saltó lleno de júbilo al ver confirmada su corazonada. Inheray era
una natred: un escudo psíquico. Retiró lento las manos, se separó y abrió los
ojos. En su rostro se apreciaba con claridad la satisfacción, y el orgullo
brillaba en sus pupilas, las cuales en ese momento eran de un dorado
encendido y delataban su estado emocional.
Inheray tragó saliva, arredrada, y se obligó a empujar hacia abajo el nudo
que se le había formado en la garganta. Recurrió al truco que utilizaba en la
taberna cuando algo la afectaba demasiado y se clavó las uñas en las palmas
para que no se le notara nada en el rostro sobre lo que acontecía en su interior.
Sin saber cómo, cuando Orthan estableció contacto con su mente, ella pudo
leerle el pensamiento. Como cuando se trasladó. Simplemente se dejó llevar y
de repente se encontró reviviendo otra vida, recuerdos y sentimientos que no
reconocía y se dio cuenta de que no eran suyos, de que estaba en la mente de
Orthan, y se asustó. Quiso retroceder, pero un recuerdo muy intenso llamó su
atención, no pudo evitar concentrarse en él y descubrió algo de su propio
pasado. Algo que Orthan había querido ocultar en su propia mente,
bloqueándolo. Y ese recuerdo tomó forma de nuevo, rompió las barreras que
él había impuesto en su subconsciente y los sentimientos, lo que ambos
vivieron en la fortaleza del caudillo, y después, salió a la superficie y se
instaló de nuevo en los corazones femeninos.
Revivió con nitidez, en la mente de él, como Orthan se trasladó frente a
ella en aquel espacio en blanco, la cogió entre sus brazos y aprisionó su
delicado torso contra sí mismo cuando ella, llevada por el dolor que le
causaba el rechazo masculino, le había mencionado a Lowda por despecho.

Los recuerdos tomaron forma en la memoria de Orthan. Inheray se vio de


nuevo allí, con él y pudo revivirlos, sus propias remembranzas unidas a las de
Orthan:
Se vio luchando contra él para rechazarlo cuando Orthan la cogió en
brazos, su mente abrazó los recuerdos y rememoró:
Extremadamente dolida, le pegó en los hombros y se sacudió con fuerza.
—¡No! ¡No, suéltame! ¡Suéltame! No tienes derecho a tocarme, suéltame
te digo. —Se retorcía entre los poderosos brazos masculinos, pero era como
luchar contra una roca, inamovible y ancestral.
Orthan convocó una cama en ese espacio irreal que él mismo había
creado en la mente femenina y se aproximó, mientras sujetaba a Inheray.
Ella, ahora asustada, sentía la determinación masculina y sabía que esta
vez él no iba a rechazarla. Intuía que había tocado una fibra que había roto la
contención de Orthan y le había hecho olvidar su honor. Luchó con denuedo y
le estampó una bofetada en la cara. Arañó sus hombros y empujó con las
palmas en el amplio pecho, fútil. Se desesperó.
—Por favor, por favor, Orthan —suplicó cuando la ropa que la cubría
desapareció y su cuerpo desnudo vibró contra el pecho masculino.
—Nunca dejé que nadie se acercara a mí lo suficiente como para
hacerme vulnerable —declaró, Orthan, inclemente a la lucha que ella
mantenía. Nadie podía separarlos en ese instante, ni aún ellos mismos—. No,
después de Rayana. Tú eres diferente, Inheray, ni siquiera me di cuenta y ya
estabas metida bajo mi piel. —La voz de Orthan la cautivó e involuntaria, dejó
de luchar y escuchó las palabras, cargadas de sentimiento. —Siempre antepuse
otras necesidades a mis deseos, a mis anhelos más profundos, y pasados los
años, lo hacía ya sin darme cuenta. Ignoraba mis sentimientos y los enterraba
antes siquiera de enterarme, pero llegaste tú y… Lo has trastocado todo, mi
dulce Inheray. Te deseo como jamás he deseado a nadie y voy a hacerte mía,
aquí y ahora. Esto es una ilusión y, como bien has dicho, estamos solos. Nadie
nos interrumpirá y el tiempo no existe.
Orthan inclinó el rostro y se sumergió en la trémula mirada de Inheray.
—Aquí y ahora, voy a amarte, Inheray, como jamás he amado a nadie —
manifestó, con la verdad de sus corazones. Sin dejar de mirarla, se aproximó a
sus labios y la besó, todavía no muy seguro de su reacción.
Pero Inheray había dejado de luchar. En cuanto sintió el cuerpo desnudo
de Orthan, caliente y duro, contra el suyo. Cuando el miembro endurecido e
inflamado se incrustó contra su abdomen, como si fuera de acero, el deseo la
estremeció por inesperado y repentino.
Entonces los labios de Orthan se apoderaron de los suyos y perdió la
noción de cuanto la rodeaba, excepto del fuerte brazo en torno a la cintura, de
la firmeza con la que la mano de Orthan le sostenía la nuca. De los labios,
calientes y exigentes sobre sí. Suaves e invasivos al tomar posesión de su
boca como si siempre hubiera sido el dueño absoluto. Gimió, estremecida, y
se agarró a sus hombros cuando las fuerzas abandonaron su cuerpo.
Orthan la estrechó con más fuerza al notar su abandono mientras exigía,
con ansia. Se apoderaba de sus labios, de su lengua, de su aliento, hambriento,
y con las manos recorría su cuerpo, febril, incansable.
Inheray sintió la urgencia de Orthan, el salvaje apremio que lo traspasaba
y su cuerpo respondió: se humedeció y su abdomen se llenó de locas
sacudidas.
Orthan descendió por su cuello e Inheray se arqueó en ofrenda, sensual,
al sentir la ardorosa lengua lamerla.
—Oh, Inheray. ¡Cuánto he deseado sentirte! Cuánto he deseado que te
entregaras a mí. He pasado noches interminables soñando tu piel. He
imaginado tus labios hasta casi poder rozarlos, pero nunca logré alcanzarte: te
desvanecías frente a mí cuando casi había conseguido rozarte. Pero ahora no
dejaré que huyas, no dejaré que te apartes de mí hasta haberme saciado de ti.
Orthan hablaba sin dejar de saborearle la piel al tiempo que recorría el
cuerpo femenino con auténtica reverencia. La acostó en la cama y se tumbó
sobre ella. La cubrió con su cuerpo y volvió a besarla con enloquecida pasión.
—Orthan —susurró Inheray, temblorosa, bajo el cuerpo masculino. El
feroz deseo se adueñaba de ella y la dejaba débil y anhelante—. Orthan…
—Inheray. ¡Por todos los soles! ¡No puedo contenerme! —exclamó
alterado, al notar las piernas femeninas envolverle las caderas para recibirlo.
Se incorporó, se apoyó con las palmas abiertas en la cama y los brazos
estirados, y empujó. La penetró con fuerza de un solo empellón.
Inheray se arqueó y estrujó las sábanas, cuando sintió su poder llenarla
de forma absoluta. Gimió y jadeó cuando todo su ser se vio envuelto por el
potente magnetismo de Orthan y su cuerpo se saturó cuando la esencia
masculina la invadió hasta colmarla.
Orthan gruñó de forma salvaje y su espíritu se conmovió inmenso al
comprender que había llegado a casa. Abrió los ojos y miró a Inheray. Ella
permanecía con los párpados cerrados, emitía murmullos entrecortados y se
mordía el labio inferior.
Se retiró despacio y empujó de nuevo con más potencia. Ambos se
estremecieron otra vez.
—¡Lava bendita! ¡Inheray! ¡Inheray! —Se inclinó sobre ella y la cogió de
la nuca, levantó su cabeza sin dejar de empujar con todas sus ansias e Inheray
abrió los ojos, con un jadeo. Orthan se sumergió en sus ojos, con la misma
intensidad con la que se sumergía en su interior. —Me haces arder, mi
preciosa Inheray. Voy a estallar…
Por toda respuesta las pupilas de Inheray lo miraron con pasión y le
clavó las uñas en los hombros.
La piel de Orthan empezó a brillar y se tornó de un dorado encarnado,
muy brillante. Entonces descendió sobre su rostro y se apoderó de los labios
entreabiertos, al tiempo que surgía un profundo gruñido de su interior.
—Sí… ¡Oh, sí! —susurró Inheray al tiempo que elevaba la pelvis para
recibir las feroces embestidas y se colmaba más y más de él. Entonces le
cogió el rostro con ambas manos, miró las profundidades oscuras que las
pupilas totalmente dilatadas de Orthan le dejaban ver de su ser y confesó,
rendida—: Te amo, Orthan. ¡Te amo!
El espíritu de Orthan se estremeció con violencia, al tiempo que los dos
corazones dejaban de latir durante una milésima de segundo y su cuerpo
alcanzaba una temperatura en exceso peligrosa.
El amor de Inheray le traspasó la médula y estalló en llamas. Abrazó el
cuerpo de ella y hundió el rostro en el cuello femenino mientras el fuego de su
pasión los envolvía a los dos y prendía sus espíritus, como si fueran uno solo.
Llamaradas de placer los traspasaron, los engulleron, los aniquilaron y
los revivieron. Al cabo de largos minutos, horas o días, ¿quién sabe? Orthan,
estremecido más allá de sí mismo, acunó el cuerpo de Inheray con toda su
inmensa ternura y sonrió feliz, por primera vez en su vida. Se meció, con ella
en brazos, y sin darse cuenta entonó el Cántico del Reencuentro.
Pero en ese momento la realidad lo alcanzó: contundente, aplastante,
abrumadora. Y comprendió que no podía dejar que Inheray recordara nada de
lo que había ocurrido en ese espacio irreal. No podía dejar que despertara y
se sintiera dividida entre el amor que sentía hacia Kronnan y el amor que le
profesaba a él.
Kronnan podría amarla y cuidarla como merecía.
Él no.
No porque no quisiera o pudiera, sino porque la tarea que tenía en mente
requería de una mente clara y no menos valor, y no podía arrastrar a Inheray en
su vendetta. La destruiría y lo que él más quería en ese momento era que fuera
feliz, aunque para lograrlo tuviera que renunciar a ella.
Se incorporó unos cánobos y acarició con toda la dulzura de sus
corazones el rostro de la mujer amada.
Inheray flotaba en una nube de deleite y dicha, con el cuerpo saturado de
placer, pero abrió los ojos al sentir la caricia y se quedó sin aliento,
conmovida, cuando vio el inmenso amor que desbordaba los ojos de Orthan.
—Orthan —pronunció su nombre, con devoción.
—Mi dulce y maravillosa Inheray, te amo. ¡Te amo, chiquilla, y siempre
te amaré! —declaró sobre su boca, apasionado. La besó mientras una lágrima
resbalaba por su mejilla y caía sobre los labios de Inheray».

Inheray cerró los ojos impresionada, alterada y conmocionada durante un


segundo mientras los reveladores recuerdos la asediaban. Al cabo de unos
instantes se obligó a abrirlos y a prestar atención a lo que Orthan estaba
diciendo. Se percató de que él no se había dado cuenta de la intrusión en su
mente.
De repente había recuperado un año de su vida que no sabía que había
perdido, pero además ahora era una dragona. Habían pasado demasiadas
cosas y necesitaba pensar en todo lo sucedido y decidió ocultar lo que ahora
recordaba. No entendía cómo había ocurrido y no sabía tampoco por qué. Y en
ese momento estaba demasiado confusa, asustada y cansada como para
ponerse a pensar sobre ello y llegar a alguna conclusión razonable. Además,
lo que había descubierto con respecto a Orthan era demasiado perturbador,
demasiado intenso y, como él mismo vaticinó, ahora se sentía dividida entre
Kronnan y el dragón dorado.
Puede que necesitara mucho, mucho tiempo para volver a sentirse
cómoda en su propia piel, con tan contradictorios sentimientos y sensaciones.
Kronnan apretó más contra sí el cuerpo femenino ignorante de la zozobra
que experimentaba ella y sonrió, igualmente satisfecho, cuando Orthan asintió
en su dirección con un ligero cabeceo.
El caudillo se incorporó y quedó de pie frente a ellos.
—Alteza, poseéis un raro don —desveló, con orgullo, ajeno a los
pensamientos femeninos, sin sospechar nada de lo que Inheray había
descubierto—. Sois una de las pocas de nuestra especie que forma parte de los
Elegidos. Aquellos que pueden ocultar su esencia y nunca ser detectados en el
éter —comunicó, con dicha mal reprimida.
Inheray se levantó y paseó la mirada, perpleja, entre ambos.
—¿Qué significa? —inquirió sin comprender la alegría que expresaban
los rostros masculinos.
—Significa que nadie puede detectaros, ni nosotros ni… —Orthan se
interrumpió a tiempo antes de revelar que ella estaba en peligro, al ser la
descendiente directa de Rayana, y que los usurpadores eran unos enemigos
encarnizados que no dudarían en hacerle lo mismo que le habían hecho a sus
padres—, nadie. Nadie os puede localizar, ni puede leeros el pensamiento.
—Pero, no lo entiendo… Yo creía que eso también lo podíais hacer
vosotros, que podíais elegir cuándo y quién os puede encontrar o… —
Confundida, arrugó el entrecejo. —¿No es así?
Orthan meneó la cabeza, negativo, e Inheray encogió los hombros.
—Creo que tengo mucho que aprender sobre los dragones… —afirmó
intranquila. Sacudió la cabeza y volvió a sentarse en la cama, al tiempo que se
pasaba la mano por la frente con cansancio, abatida y consternada. ¡Eran
demasiadas emociones! Solo quería cerrar los ojos y aislarse de todo.
Siempre le fascinaron los dragones, pero jamás pensó que pudiera llegar a
convertirse en uno de ellos.
—No os preocupéis, es algo muy bueno —continuó Orthan—. Lamento
que todo haya sucedido de esta forma; apenas hemos podido prepararos para
el cambio que estáis experimentando. Ahora vuestro ser clama por un poco de
tranquilidad y por dejar de estar tan confundida y atribulada. Creedme, os
comprendo a la perfección y reitero lo que os dije en mi habitación: Podéis
contar conmigo, siempre —repitió. Inheray asintió y esbozó un amago de
sonrisa que no le iluminó los ojos. Orthan intercambió una mirada preocupada
con Kronnan y prosiguió—: Estáis cansada, alteza. Os dejo descansar. Mañana
el Consejo Draconiano se reunirá de nuevo, quieren conoceros, pero si no os
sentís con ánimo puedo posponerlo unos días —añadió el caudillo cuando vio
la mirada horrorizada que ella le lanzaba al saber que el Consejo entero
quería conocerla.
Inheray asintió con énfasis y volvió a buscar el apoyo de Kronnan.
Orthan inclinó la cabeza hacia ella, ceremonioso, y se retiró hacia la
puerta.
—¿Puedo hablar contigo en el pasillo? —preguntó al dragón rojo, cuando
llegó junto a la misma.
Kronnan observó el semblante serio de Orthan y se giró hacia Inheray,
abrazada a su cintura. Le abarcó el rostro con las dos manos y se inclinó sobre
ella.
—Voy a estar en el pasillo, no me alejaré, pero solo tienes que
pronunciar mi nombre si me necesitas, ¿recuerdas? —alegó, con una mirada
tierna—. Yo te oiré esté donde esté y vendré en seguida —confirmó a la
interrogante de ella. La besó con delicadeza en la frente y la ayudó a tumbarse
en la cama. La arropó y le besó el dorso de la mano. Inheray cerró los ojos
apenas apoyó la cabeza sobre la almohada. Kronnan la observó durante unos
segundos y luego retrocedió hacia la puerta.
Orthan lo precedió al pasillo, ambos se retiraron al otro lado, después de
cerrar la puerta y sellar la habitación para que ni siquiera Inheray pudiera salir
en caso de que quisiera trasladarse de nuevo.
—¿Qué demonios ha ocurrido en tu habitación? —susurró, feroz,
Kronnan en cuanto tuvo a Orthan frente a él, seguro ya de que el pasillo estaba
desierto a esas horas de la noche.
Estaban en la parte norte de la fortaleza, donde mayoritariamente había
habitaciones para invitados, alejado del normal ajetreo que abundaba en la
residencia del caudillo. El pasillo, construido con grandes losas de arenisca,
tenía el techo abovedado y grandes arcos ojivales abrían uno de sus lados al
patio interior, un pequeño jardín sembrado con varios jazmines que inundaban
la noche con el embriagador aroma, iluminado en ese momento por la intensa
luz de la luna plateada.
Orthan se enfrentó con tranquilidad a su amigo.
—No ha ocurrido nada, Kronnan, tranquilízate —exhortó, cansado—.
Inheray está sintiendo muchísimas cosas y, a pesar de que verla en mi alcoba
ha sido impactante y casi he perdido la cabeza al tenerla tan cerca, sabía que
ella estaba sufriendo y eso me partía el ser —declaró con tristeza. Sacudió la
cabeza, el día había sido agotador y el agotamiento le empezaba a pasar
montante—. Escúchame, ella nos necesitará mucho en estos días y no estoy
seguro de cuánto tiempo te permitirán permanecer cerca. Krantam casi
explosionó de pura rabia cuando les dije que tú eras el dragón que estaba con
la heredera.
Kronnan entrecerró los ojos, acongojado, se apartó de él y retrocedió
cuando las palabras del caudillo confirmaron sus propios pensamientos.
Anduvo unos pasos y miró sin ver hacia el exterior el pequeño jardín interior a
través de los pórticos que jalonaban el pasaje. El peso que soportaba se hizo
un poco más notorio y hundió los hombros. Se acercó al muro y apoyó el puño
en una de las columnatas de la arcada, por encima de su cabeza.
—¿No hay… —empezó, pero se interrumpió cuando el nudo que sentía
en la garganta apenas lo dejó hablar y tuvo que tragar con un esfuerzo. Al fin
continuó—: ninguna posibilidad de que pueda permanecer junto a ella? —
preguntó mientras una apasionada e infundada esperanza latía con fuerza en sus
corazones.
Orthan se limitó a mirarlo con compasión, sin decir en voz alta lo que su
amigo ya sabía. Kronnan abatió la cabeza.
—No puedo, Orthan. No puedo ni respirar cuando pienso que tengo que
alejarme de Inheray. Cuando pienso que me será negada para siempre. Que
nunca podré volver a tocarla, a besarla. Que tendré que ver cómo se empareja
con otro. —Kronnan susurró las últimas palabras con la voz rota.
Orthan se acercó a su amigo, le puso la mano en el hombro y apretó
confortador. Kronnan quiso apartarse, hacerse el duro, pero no tuvo fuerzas ni
para evitar que el dolor lo doblara por la mitad. Orthan lo sujetó y lo abrazó
contra sí cuando las piernas dejaron de sostenerlo.
—Créeme, sé por lo que estás pasando —afirmó Orthan, casi para sí
mismo, mientras un relámpago de dolor cruzaba los iris pardos y continuó—:
Y ambos sabemos que es inevitable. De lo contrario, ella podría morir y
aunque por un milagro pudieras quedarte con ella sabes que el Consejo
Draconiano, con Krantam a la cabeza, se opondrían con todas sus fuerzas y os
harían la vida imposible —aseguró convencido.
Kronnan asintió mientras se separaba del abrazo fraternal de su amigo y
volvía a afianzarse sobre las propias piernas.
—No te garantizo mantenerme sereno cuando… cuando ocurra —advirtió
con un brillo de insondable tristeza en la mirada color zafiro.
Orthan asintió.
—Retrasaré todo lo posible la presentación de la heredera ante el
Consejo, pero no puedo saber por cuánto tiempo —aclaró, impotente. Sabía
que era muy pronto, que ella necesitaba tiempo, pero ya no dependía de él—.
Llevan mucho esperando una señal que les permita volver a sus hogares y ver
a sus seres queridos. Ahora, para ellos, ella es solo una excusa, algo para
utilizar a su antojo y poder manipular —afirmó, con pesar. Por desgracia había
pasado mucho tiempo y la añoranza era un peso en todos los drakels—. Tú
sabes tan bien como yo que tu padre será alguien a quien vigilar de cerca; verá
en esto una oportunidad para hacerse un renombre y tener mayor poder cuando
lleguemos a Annorthean. Nunca me ha gustado su afán de protagonismo, pero
ahora por Inheray me temo que perderé mi diplomacia frente a sus
presuntuosas exigencias.
Kronnan asintió. Sabía que el afán de su padre por destacar era
imparable y que no se detendría ante nada con tal de satisfacer sus ambiciones,
y su hermano Krettus no le iba a la zaga. Sabía que ahora mismo debían de
estar echando pestes y llamaradas por la boca en su imposibilidad de echarlo
de la fortaleza y de la vida de Inheray.
Se giró, apoyó la espalda contra la columnata, echó la cabeza hacia atrás
y cerró los ojos.
—El emparejamiento no se ha reanudado desde que volvimos a estar
juntos y tampoco he estado con ella desde que… desde que cambió —explicó
sin abrir los ojos. No se estaba justificando ni lo pretendía, pero necesitaba
saber si el procedimiento «Gélido» seguiría funcionando ahora que ella estaba
completa.
—No lo sé, Kronnan —contestó el caudillo a la pregunta no pronunciada
—. No puedo garantizarte nada.
Kronnan asintió y el silencio se instaló entre ellos.
—¿Qué ha ocurrido en tu habitación? —volvió a preguntar transcurridos
unos minutos, esta vez ya sin celos. Quería saber qué había impulsado a su
amada a salir de la habitación e ir en busca de un dragón que apenas
reconocía, debido al bloqueo de sus recuerdos, y a dejarlo solo en la
habitación, sin despertarlo.
Orthan sonrió apenas, después de observarlo en silencio y comprender
los motivos de su interés.
—Vino porque sabe que le estás ocultando cosas. Intuye que sufres y que
no quieres decirle porqué. También me preguntó si estábamos seguros de que
ella es quién pensamos, ya que no se siente para nada digna de ello —contestó
al tiempo que adoptaba idéntica posición al lado de su amigo contra otra de
las columnas—. Ella es vulnerable a sus propias emociones. Las intensas
pasiones draconianas que está experimentando trastocan su espíritu y la propia
percepción que tiene del entorno. Los poderes campan libres en su ser y toman
el control sin que ella apenas pueda dominarlos. Es una hembra fuerte, ambos
lo sabemos —afirmó, admirado, el orgullo le llenaba las arterias—. Lo que
tuvo que vivir durante su infancia y su adolescencia «humana» la dotaron de un
temple que pocos entre nuestro pueblo poseen, pero hasta que Inheray no se dé
cuenta de ello, estará a merced de sí misma —suspiró, con zozobra, al
rememorar lo ocurrido. Cerró los ojos y continuó—: Ella sufría y yo le ofrecí
mi amistad y mi ayuda. No pude evitar que lo que siento se trasluciera en mi
mirar un breve segundo y debió advertirlo en mis ojos —confesó, estremecido
—. Antes de que supiera lo que iba a ocurrir ella me estaba besando. Un beso
dulce, tan dulce que todavía lo siento en mis labios y me temo que lo voy a
sentir durante mucho tiempo. Un beso embriagador que me desarmó y hechizó
durante un instante exquisito y para cuando reaccioné, ella ya había huido
antes de que pudiera retenerla a mi lado.
Kronnan lo miró, estupefacto, y se volvió hacia él.
—¿Vas a reclamarla? —preguntó muy serio, con el semblante
atormentado.
Orthan abrió los ojos, dirigió la mirada al frente y evitó mirar a Kronnan.
Sus pensamientos volaron hacia ella, dormida en la habitación, y volvió a
sorprenderse al no poder localizarla. Suspiró al límite de sus fuerzas. No tenía
las respuestas, pero sabía que «su vuelta a casa» no representaría para él lo
mismo que para los demás.
—No, Kronnan, no la reclamaré —contestó por fin al dirigir la mirada de
color pardo, oscurecida por la tristeza, hacia su amigo—. Ella no me recuerda,
no sabe que residió en mi fortaleza, ni lo que siento por ella, ni… —Se
interrumpió antes de revelar el verdadero alcance de lo que ocurrió en la
mente de ella ante su amigo, cuando ambos fueron a buscarla a la caseta. Se
enderezó y todo rastro de emoción desapareció de su rostro. Erguido cuan alto
era miró a Kronnan, revestido de frialdad. —No debes preocuparte por
Inheray, yo me encargaré de su adiestramiento y me aseguraré de que tu familia
no se acerque a ella, al menos en demasía.
Echó a andar, decidido, y empezó a alejarse, pero Kronnan le puso la
mano en el hombro cuando pasaba por su lado y lo retuvo. Orthan quiso
evitarlo y desasirse de su agarre, pero le clavó los dedos con fuerza. El
caudillo se giró, gruñó y miró al dragón carmesí colérico, pero este no se
inmutó y no lo dejó hablar.
—Puedes fingir ante los demás, incluso ante ti mismo, pero sé que lo que
sientes por ella no deja de crecer día a día y sé que jamás podrás enterrarlo ni
olvidarla. Lo sé tan bien como sé que yo tampoco yo podré hacerlo —afirmó,
sin resentimiento—. Si tú la reclamaras al menos yo podría estar seguro de
que ella sería feliz. De que podría amar y ser amada.
Orthan inspiró con fuerza y las pupilas se le dilataron con admirada
sorpresa, al comprender que su amigo le estaba dando vía libre para seguir a
sus corazones y lo liberaba de su lealtad. Inclinó la cabeza con un nuevo
sentimiento de respeto hacia el dragón a su lado; no sabía si, de estar en la
situación de Kronnan, podría ser tan generoso a pesar de saber que tenía
razón: Inheray, con él, sería feliz. Apretó fraternal los dedos de su amigo en el
hombro y se alejó sin pronunciar palabra.
Kronnan lo observó con pesar. No le envidiaba su vida futura. Él sería
alejado de Inheray, tal vez por la fuerza ya que no se creía capaz de hacerlo
por sí mismo, ni siquiera por el bien de los dos. Acababa de vivir un año
entero sin ella y sabía el dolor que representaba. Era incapaz de dar un paso
en la dirección contraria y soportar otra vez la soledad. Pero intuía que la vida
de Orthan sería incluso peor. La tendría cerca, podría verla e incluso rozarla y,
aun así, estaría más aislado y más solo que él mismo.
Meneó la cabeza sin poder resignarse a lo que estaba por venir y se
trasladó al interior de la habitación. Inheray permanecía en la misma postura,
acurrucada en posición fetal con la mano debajo de la mejilla. Rodeó el lecho,
se subió por el otro lado de la cama; con cuidado procuró no despertarla, y se
colocó tras ella. Se acopló al cuerpo menudo, envolvió el torso con un brazo y
enterró la cara en su cabellera mientras dejaba que el dolor lo traspasara y lo
rompiera en mil pedazos.
AGRADECIMIENTOS
A los lectores que siempre me dais una oportunidad.
A Romantic Ediciones, nunca me cansaré de daros las gracias.
A mi marido, por la paciencia, el apoyo constante y por aguantar esos:
«Ahora no, cari». A mi hermana por sus lecturas y sus ánimos.
A mis chiquis, mis «malas pulgas», por estar siempre ahí.
A Silvia Barbeito, mi correctora, mi amiga, no hagáis caso cuando diga
que es «el Mal». Eres un encanto.
GLOSARIO
Notes

[←1]
Goblins. Parecían cerdos erguidos en dos patas, con narices chatas y
enormes barrigas. Su piel era amarronada, cubierta por una clareada mata
de vello, áspera y dura. Eran los más inteligentes y los que solían ejercer
de líderes de las otras dos especies.
[←2]
Hyancas. Tenían los cuartos traseros de ave rapaz, el torso superior
de felino con alas en la espalda, los miembros superiores eran largos
brazos terminados en manos de tres dedos y el rostro era afilado con un
pico dentado y puntiagudas orejas.
[←3]
Goblins, ártaros, hyancas. Se refugiaban en cuevas y bajo tierra y,
al carecer de líderes capaces, sus incursiones causaban más desorden que
daños y no pasaban de ahí. Cuando llegaron los dragones, su población
fue arrasada y se vieron obligados a replegarse, pero evolucionaron, se
volvieron más astutos y más peligrosos. Por ello los dragones patrullaban
sin descanso todas las provincias.
[←4]
Nobos. Medida de longitud equivalente a un metro.
[←5]
Masen. Señor.
[←6]
Cánobos. Medida de longitud equivalente a centímetros.
[←7]
Daman. Dama, señora.
[←8]
Lunas de Khatrida. Tres lunas surcan el cielo katridano. Una
dorada, la más alejada, surca los cielos durante medio mes, ya que es
eclipsada por la argentada, en su ciclo creciente y pleno, el resto de las
noches. Una argentada, la más cercana, recorre el firmamento cada noche
en sus diferentes ciclos. Y, por último, una luna roja y pequeña, sale unas
pocas horas antes de amanecer y desaparece en cuanto el sol despunta
sobre el horizonte.
[←9]
Emparejamiento entre clanes. Al principio, cuando la recién creada
especie andaba sus primeros pasos y aprendía sobre sí misma, sobre su
entorno y sobre su sociedad, los dos clanes empezaron a mezclarse y los
emparejamientos se llevaban a cabo de forma natural, sin contratiempo.
Pero poco a poco quedó en evidencia que el emparejamiento entre un
macho y una hembra de diferente clan estaba destinado al dolor y a la
destrucción. Poco después de poner su primer huevo, la hembra
enfermaba. Se iba debilitando, lenta e inexorable. Ningún conocimiento
médico o mágico era suficiente para salvarle la vida, y moría. Entonces
su pareja enloquecía de dolor y se convertía en un peligro para sí mismo
y para su entorno. Sus congéneres se veían obligados a confinarlo y los
gritos agónicos que profería perseguían a sus semejantes durante
generaciones. El huevo, resultado de esa unión nefasta, solía malograrse
y acababa por romperse, revelando en su interior un feto mal formado.
Una única cría sobrevivió a sus padres, pero resultó que su mente estaba
dañada. Al alcanzar la mayoría de edad enloqueció y causó el terror allí
por donde pasaba hasta que consiguieron reducirlo. Murió a causa de las
heridas que se causó a sí mismo mientras estaba recluido. Desde ese
fatídico desenlace se prohibieron dichas uniones y cuando los jóvenes
dragones estaban a punto de alcanzar la edad adulta, separaban a los
adolescentes de ambos clanes y estos vivían en un entorno en el que solo
convivían con especímenes de su mismo clan. En el cambio que se
operaba en ellos al alcanzar la mayoría de edad, era cuando eran más
vulnerables a posibles y desgraciados enamoramientos que podría
conducir a una malograda unión.
[←10]
Limeta. Frasco de cristal, muy pequeño, que contiene medicinas.
[←11]
Nayanda. Mi preciosa: traducción del idioma ancestral de los
dragones.
[←12]
Después, al cabo de dos años del primer celo, la hembra desovaba
uno o dos huevos, estos eran depositados en unas urnas de cristal que se
colocaban sobre la lava ardiente del núcleo de su planeta natal. Allí
permanecían hasta el momento de su eclosión, que podía durar años o
milenios. Nunca se sabía el momento del nacimiento de un retoño dragón.
Cuando llegaba el tiempo las crías rompían el cascarón y el cristal y se
sumergían en la lava ardiente. Así recibían el bautismo de clan y salían
de la lava vigorizados por la savia del planeta al crear con este una
simbiosis perfecta. Debido a ello los dragones no nacían en otros
planetas y el estar lejos del suyo era para ellos una auténtica tortura.
[←13]
Baile Cadencioso. Adaptación de nuestro Vals.
[←14]
Julen. Bebida muy apreciada por los dragones, de un color verde
pálido, muy vivificante y compuesta por unas hierbas especiales,
provenientes de un planeta herbario en un sistema solar vecino a
Annorthean, fermentadas a gran temperatura durante varios lustros.
[←15]
Iona. Joya.
[←16]
Nayanda crwol. Mi preciosa dulzura.
[←17]
Kava. Una planta natural utilizada para reducir la tensión y el
insomnio.
[←18]
Drakuls. Tratamiento protocolario, como un sinónimo de
“Masenes”. Significa Hijo de dragón.
[←19]
Año Annortheano. En Annorthean los años constan de 525 días de
nuestra Tierra, y los días en Annorthean constan de 30 horas.
[←20]
Drakels. Título o tratamiento neutro que incluye tanto a machos
como a hembras.
[←21]
Drakal. Hija de Dragón. Orthan usa el termino «mi» como si dijera
Mi señora.
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Notes

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