El Trono de Ambar. Exiliados - Paula Rossello Frau PDF
El Trono de Ambar. Exiliados - Paula Rossello Frau PDF
El Trono de Ambar. Exiliados - Paula Rossello Frau PDF
Exiliados
Paula Rosselló Frau
Primera edición en ebook: abril 2019
Título Original: El Trono de Ámbar. Exiliados.
©Paula Rosselló Frau, 2019
©Editorial Romantic Ediciones, 2019
www.romantic-ediciones.com
Corrección: Francisca María Esteva Figuerola
Diseño de portada: Isla Books
ISBN: 978-84-17474-42-3
Depósito Legal PM 261-2019
Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, en cualquier medio
o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.
A mi padre: Guiem Rosselló Borrás, sempre amb mí.
A mi padrino. Miquel Frau Miralles, sempre t'estimaré.
PRÓLOGO
El Palacio de Ammolita permanecía en absoluto silencio. Era una noche
cerrada, propia de los cortos y suaves inviernos de Annorthean. Pasaba la
media noche, pero lejos quedaba todavía el amanecer.
Una figura, cubierta totalmente por una larga capa negra, avanzaba con
cautela por los largos y ahora desiertos pasillos que constituían el acceso al
salón del trono. Avanzó sin hacer el menor ruido por la brillante superficie de
mármol pulido y cuando llegó junto a las puertas de cristal tallado empuñó el
picaporte con cautela. Se detuvo tensa cuando, al abrirse, la puerta emitió un
débil chirrido en la quietud calma del palacio.
Tras asegurarse de que el sonido no había alertado a la guardia que
vigilaba en el exterior de esos muros, la oscura silueta traspasó el umbral y
volvió a cerrar con sigilo tras ella.
El pasillo quedó, otra vez, desierto.
La silenciosa criatura atravesó lentamente el salón del trono hasta
detenerse en el centro de la amplia y rectangular estancia. Quieta, como en
suspenso, contempló en todo su esplendor el Trono de Ámbar al otro extremo
de la sala.
Sobre un enorme pedestal había un sitial doble, moldeado como si fuera
un árbol. Las raíces sostenían el asiento y el tronco del árbol conformaba el
respaldo. Frondosas ramas, hermosa y delicadamente trabajadas, y pulidas en
forma de hojas, flores y frutos se extendían sobre él, otorgándole cobijo.
El brillo ambarino del trono era tan luminoso que parecía emitir una
peculiar iridiscencia, aunque no había ninguna vela encendida y la luz exterior
que se filtraba por los altos ventanales proveniente de las estrellas era
insuficiente para otorgar tamaña brillantez.
Se oyó un suspiro en el silencio del salón y una corriente de pesar
recorrió la estancia, casi como si alguien hubiera abierto una puerta y el frío
aire nocturno de la noche se hubiera colado en el interior.
La figura se aproximó con reverencia al pedestal y una mano de largos y
elegantes dedos tocó con delicadeza el reposabrazos del Trono.
Con el movimiento, la capucha se desplazó y cayó hacia atrás. Una
cabellera rubia, tan clara que casi parecía estar formada por destellos de un
sol naciente, brilló al descubierto y un bello rostro viril, de altos pómulos y
elegantes facciones, que aún a pesar de su juventud reflejaba determinación y
entereza, quedó iluminado por el resplandor ambarino del Trono.
Era un semblante joven. El de un macho casi a punto de alcanzar la edad
adulta, pero todavía en esos momentos en los que la infancia y la pubertad se
enfrentan para ver quién saldrá vencedora de la lid.
Era un dragón dorado, en su forma homínida, con los ojos de un profundo
color ocre que se aclararía con el paso de los siglos y se volvería de un tono
casi cristalino en los momentos en los que sintiera mayor tensión o excitación.
El joven se enderezó y una expresión resuelta se pintó en su faz. Sus dos
corazones latían a la par y galopaban llenos de vigor y energía en el pecho.
Tenía toda la vida por delante y, sin embargo, sentía que se le escapaba de
entre los dedos.
La existencia del joven Orthan no había sido sencilla, a pesar de su
linaje. Debido a un desafortunado incidente, su eclosión no fue todo lo feliz
que debería haber sido y su derecho de nacimiento quedó truncado.
Sin embargo, los ojos pardos reflejaban una resolución que pocos
podrían emular en el transcurso de sus longevas existencias.
Desplazado a un segundo plano por unos padres que habían acogido en su
seno al retoño desamparado de unos parientes fallecidos, Orthan se vio
relegado al papel de hermano menor. Lo aceptó sin quejarse, sin lamentarse. Y
su actitud, lejos de granjearle simpatías, lo convirtió en objeto de burlas por
parte del primogénito y lo alejó aún más del cariño de sus progenitores.
Pero no se arredró.
Era ambicioso y estaba dispuesto a luchar por conseguir lo que sus
corazones anhelaban, sin desfallecer. Aprendió desde muy pequeño a obtener
lo que quería por sus propios medios y a no esperar ayuda de los demás.
Se dio la vuelta para marcharse de esa estancia en la que había penetrado
sin permiso y se petrificó en el sitio, turbado.
Rayana, la indómita hija del rey se hallaba de pie tras él.
—Alteza Rayana —susurró, sobrecogido. No la había oído entrar, ni
siquiera la había presentido en el éter, pero estaba tan cerca que podía oler el
aroma de su cabello plateado y distinguir perfectamente las motitas verdes en
esos increíbles ojos grises que no había podido olvidar desde que tuvo el
privilegio de contemplarlos por primera vez.
Cuando, esa misma mañana, Orthan se encaminaba a la próxima clase en
el recinto de la universidad, vecina al Palacio de Ammolita, y recibió el
comunicado de su inminente traslado a las Provincias de Arena por decreto de
su padre, no podía imaginar que el objeto de sus anhelos estaría tan cerca de
él horas después de la nefasta noticia que lo alejaba de ella irremisiblemente.
Orlon, su padre, había decidido enviarlo lejos para que la tensa relación
que existía entre los dos hermanos no enturbiara las ambiciones de Ornamus,
el hijo mayor, de un próximo compromiso con la heredera al trono.
Orthan, a pesar de no tenerle ningún cariño a un hermano, que había
aprovechado cualquier ocasión para humillarlo y desprestigiarlo frente a sus
padres, comprendía perfectamente porqué había puesto los ojos en la hija del
rey.
Rayana era una precoz y dulce dragona plateada, portadora de la línea de
sangre más poderosa desde que se engendró la primera estirpe de los
dragones.
Ornamus era muy ambicioso y Orthan lo sabía. Lo había sufrido en sus
carnes durante toda la infancia, y un agudo temor ante lo que era capaz su
hermano para hacerse con ella invadía sus corazones.
Las ambiciones de Ornamus habían germinado hacía unos años, cuando
ambos visitaron la capital —para celebrar la mayoría de edad del primogénito
—, y conocieron a la que iba a ser la futura reina de Annorthean, su planeta
natal, de la misma edad que ellos.
Orthan quedó prendado al instante de la naturaleza sencilla y cercana de
Rayana. La princesa se mezclaba entre las gentes de la ciudad y se preocupaba
con profundo interés por el bienestar común. Atendía personalmente sus
propias recepciones, a pesar de su juventud, y siempre era amable con todos.
En cambio, su hermano Ornamus solo vio en ella la perfecta ocasión para
convertirse en el líder de los dragones y alzarse por encima de todos a través
de una unión entre sus familias.
Pero existía un problema.
El emparejamiento.
Orthan sabía perfectamente que por mucho que él anhelara que Rayana se
fijara en él —y contra toda esperanza llegara a sentir el mismo enamoramiento
que él le profesaba—, era harto improbable que se pudiera llegar a realizar el
Ritual de Emparejamiento ya que este se decidía de forma arbitraria y no por
propia voluntad.
Aun así, el temor a que Ornamus consiguiera sus propósitos le helaba la
ardiente sangre que circulaba por sus venas. Conocía la extrema crueldad de
su hermano y sus ardides manipuladores. Sabía que era muy capaz de
convencer al más cauto de los ratones para que entrara voluntariamente en una
trampa, así que no le extrañaría lo más mínimo que consiguiera engañar a
Rayana y a sus padres. Aunque sabía que la inteligencia y el temperamento de
ella eran de una fuerza y pureza inquebrantables, el innegable poder que su
hermano ejercía sobre todos los que lo rodeaban le había granjeado con gran
facilidad el amor de unos padres que no le habían engendrado.
Orthan tenía las manos atadas. No podía alertar de las mezquinas
intenciones de su hermano sin más pruebas que las que le dictaba el instinto y
años de abusos, y tampoco podía permitir que la oscura ambición que anegaba
los corazones de Ornamus destrozara la vida de la hembra que amaba y la suya
propia.
Orthan sabía que Ornamus tenía que esperar a enseñar sus cartas. Rayana
estaba todavía en edad infantil. No se convertiría en adulta hasta dentro de
unos siglos y su primer celo podía tardar aún varios años en sobrevenirle. Por
eso su traslado a las Provincias no le preocupaba en exceso, ya que tendría
tiempo de regresar por sus propios medios antes de que le diera tiempo a
Ornamus a planear la estrategia a seguir para conquistar a Rayana.
Pero al tener que partir al día siguiente hacia su destino quiso contemplar
el Trono de Ámbar, el símbolo que representaba a su especie, de cerca, y por
eso se internó en el palacio a hurtadillas, aunque no esperaba encontrarse con
ella; con nadie en realidad.
—Tú eres el hermano de Ornamus, ¿verdad? —preguntó Rayana con un
tono suave, dulce y musical.
Orthan se tensó. El nombre de su hermano pronunciado por esos bellos
labios le produjo una rabia irracional que a punto estuvo de dejar entrever,
pero se contuvo a tiempo y logró encontrar la voz para responder.
—Sí, él es… mi hermano —afirmó, a su pesar.
—¿Sabes que no deberías estar aquí? —preguntó la heredera. Ladeó la
cabeza para contemplarlo, curiosa, con un brillo tan puro en la mirada que
hizo que los corazones de Orthan latieran más rápido.
—Sí, lo sé, pero no he… —Quiso excusarse, pero cambió de opinión. No
iba a mostrarse servil, irguió la cabeza, orgulloso, y explicó con honestidad
—: Quería ver el Trono. Mi padre me envía a las Provincias de Arena y no
estaré aquí para el solsticio.
El solsticio era el momento en el que se abrían las puertas del Palacio y
todos cuantos quisieran se podían pasear por sus estancias.
Los impresionantes ojos de Rayana se abrieron asombrados al
escucharlo.
—¿Las Provincias de Arena? —inquirió en voz baja, sobrecogida—.
¿Por qué? Creí que allí solo iban los… —Se interrumpió, azorada, y un
intenso rubor cubrió sus mejillas al advertir que estaba a punto de insultarlo.
Las Provincias de Arena eran un territorio árido, desolado y brutal.
Estaba rodeado por un cinturón magnético que menguaba las capacidades
mágicas de los que permanecían dentro de sus fronteras. Allí malvivían los
dragones que eran desterrados por haber cometido alguna falta, los despojados
y deshonrados.
A Orthan no le habría extrañado que la perplejidad de Rayana se debiera
a que, probablemente, casi lo había llamado miserable en su cara. Todo el
mundo sabía quiénes eran los que acababan en las Provincias de Arena y
cabeceó comprensivo pues la misma incertidumbre anidaba en sus corazones
desde que conoció el terrible decreto que lo obligaba a abandonar sus
estudios, y todo cuanto conocía, para marchar. Sabía que su padre no lo tenía
en estima, pero no le suponía capaz de semejante traición a su propia sangre.
Hasta esa mañana.
—Al parecer, mi progenitor opina que he llevado una vida demasiado
acomodada y que debo aprender lo que es tener que ganarme el sustento —
declaró con amargura.
Rayana lo contempló con curiosidad y extrañeza durante un largo instante.
Al final, pareció llegar a algún tipo de conclusión y avanzó un paso hacia él.
Levantó una mano y acarició el terso rostro viril con las yemas de los finos
dedos.
Orthan inspiró con fuerza al tenerla tan cerca y sus corazones se agitaron
desbocados. Ella era de estatura un poco más baja que él, tenía que inclinar la
cabeza hacia atrás para levantar la mirada y Orthan podía sentir su aliento en
la cara de una forma tan cálida que su espíritu se derritió de anhelo.
—No entiendo cómo un padre puede enviar a su propio hijo a semejante
lugar. Si algún día soy reina prohibiré los destierros a las Provincias. No sé si
has cometido falta alguna, pero tu expresión es franca y directa. Me infundes
confianza, hermano de Ornamus, me gustaría volver a verte algún día —
aseguró ella con esa voz tan dulce como las notas de un violín.
Lo miraba con los ojos llenos de inocente afabilidad y la incipiente
virilidad de Orthan se sacudió. Ella estaba muy cerca y podía sentirla con
todos los poros de la piel. El deseo de besarla se hizo acuciante en su interior.
Sabía que si lo cogían tratando de tomarse libertades con ella le esperaría
algo mucho peor que el exilio y a pesar del terror que sentía a que los
descubrieran, se inclinó sobre el rostro de ella. Lentamente se acercó a sus
labios y ella no se apartó. Ambos se encontraron y poco a poco se saborearon.
Los alientos se entremezclaron y los cuatro corazones parecieron latir al
unísono.
Los labios de ella eran muy suaves, tanto que Orthan jamás había
probado algo tan maravilloso. Subyugado, cerró los ojos y ahondó un poco
más, tembloroso de anhelo. El deseo de apropiarse de ella de una manera
mucho más intensa le sacudió las entrañas y se obligó a separarse. No tenía
derecho. La contempló con maravillado asombro. Cubierta con un camisón de
tul, su joven cuerpo se recortaba a contraluz y dejaba entrever la belleza de
una hembra sin par. Era preciosa y de una dulzura que invitaba a degustarla
largo y tendido.
Rayana se ruborizó ante el intenso escrutinio y bajó la vista, pero al poco
tiempo la levantó y lo miró de frente, otra vez.
—Tengo que volver. Si mi aya descubre que no estoy en mi habitación
atronará el palacio con sus gritos. Debo volver —afirmó, con una expresión
culpable.
Orthan asintió, pero se adelantó y le cogió una mano. Se inclinó y la besó
en el dorso, sin dejar de mirarla a los ojos.
—Volveremos a vernos, alteza —aseguró con convencimiento.
Rayana bajó las largas pestañas, cohibida, y sus mejillas se ruborizaron
al sentir los labios de Orthan en la piel; cabeceó ante la afirmación masculina
y retrocedió. Pero cuando llegó junto a las puertas de cristal se volvió de
nuevo y le sonrió de forma encantadora.
Esa tierna sonrisa acompañó a Orthan durante milenios, en el destierro y
siglos después, en el exilio que los Leales sufrieron a raíz de su derrota en la
defensa del Palacio de Ammolita.
CAPÍTULO 1
Kronnan
Un gran dragón carmesí sobrevolaba el enorme valle, en plena estación de la
siembra, y surcaba el cielo con una elegancia y ligereza que parecía
inadecuada a la inmensa envergadura propia de la especie.
Era un dragón joven si se medía con los cómputos de tiempo de los
dragones. Llamado Kronnan, era uno de los últimos huevos que eclosionó en
el planeta natal, años antes de la Gran Desgracia.
Antes de la Gran Huida hacía miles de años.
Volaba bajo sobre sus nuevos dominios, una provincia situada al oeste de
la península de Valdynsk en el continente de Arana, llena de bosques y
escarpadas pendientes. Con su aguda vista recorría cada arbusto y cada roca.
Lo inspeccionaba todo con meticulosidad, no quería ninguna sorpresa
desagradable. Controlar esa zona era su responsabilidad y los humanos que
vivían en ella podían estar tranquilos bajo su vigilancia.
Desde tiempos inmemoriales los khatridanos sufrían constantes ataques
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de los goblins , los ártaros y los hyancas . Subespecies que pululaban sin
orden por todo el planeta. Provocaban el caos y diezmaban cosechas y
rebaños. Eran dañinos por naturaleza, salvajes, carentes de la suficiente
inteligencia y dotados de un insaciable apetito.
La zona del dragón carmesí era una escasamente poblada, ya que apenas
se podía cultivar debido a la difícil geología y el ganado no prosperaba en un
terreno en el que escaseaba el pasto. Kronnan sospechaba que debido a esa
circunstancia había sido asignada a él por el Consejo Draconiano, por
considerarla una franja empobrecida indigna de un dragón más encumbrado.
Pero estaba muy contento.
Por fin el Consejo le había adjudicado una responsabilidad, un área que
proteger, a pesar de las brutales restricciones a las que lo sometía su línea de
sangre por considerarlo inferior, por juzgarlo culpable de traición.
Mientras sobrevolaba el valle lo asaltó el desagradable recuerdo sobre
la acusación que pendía sobre él y gruñó con ferocidad. El eco repitió su
frustración a lo largo de la cadena montañosa que circundaba la zona en la
vertiente oeste como un ominoso rugido que reverberó durante largo tiempo
entre amplios bosques y verdes valles.
Kronnan sacudió la cabeza. ¡Era inocente! ¿Cuántas veces debería
defenderse ante esa falsa imputación?
Entonces abatió la testa, con resignación. Debía reconocer lo innegable.
Siempre tendría que gritar su inocencia. Durante el resto de su vida.
Y jamás lo creerían por mucho que clamara a los vientos.
Completó la ronda y se giró con una pirueta tan rauda que asustó a un
grupo de ovejas que pastaban, desperdigadas, en el prado que sobrevolaba en
ese momento. El último rayo del sol poniente dio de lleno en sus escamas y la
reluciente superficie se encendió como si una tea ardiera en el cielo.
Dio por finalizada la vigilancia ese día, pero antes de regresar a su
fortaleza, para pasar otra noche en soledad, se dirigió a su lugar favorito.
Aleteó las grandes alas en descenso, se posó con suavidad en la cima de una
pequeña colina recubierta de espesa hierba verde y se sentó sobre los cuartos
traseros. Hundió las garras delanteras en la tierra y volvió a gruñir, frustrado,
sin poder olvidar su pesar, pero esta vez fue demasiado parecido a un sollozo
que repercutió en su caja torácica. Ni siquiera el que le dieran una provincia
que proteger conseguía aliviarle el dolor, el inmenso aislamiento al que era
sometido.
A esa hora de la tarde el sol, ya muy bajo, alumbraba los tejados de paja
de las casas del pueblo, confiriéndole un aspecto hogareño y rústico que
encandilaba a Kronnan. Suspiró y alejó de sí la tristeza para contemplar el
paisaje, a lo lejos, y disfrutar de esos instantes de paz.
El poblado era el asentamiento de humanos que quedaba más cerca de su
fortaleza. Había algo en ese sitio que lo atraía siempre que sobrevolaba la
provincia y acabó por convertir en una rutina posarse allí, para contemplarlo,
cada vez que volvía de las rondas. Siempre de lejos para que los humanos no
lo descubrieran y no los espantara con su cercanía.
En ese momento una ramita crujió a su derecha, giró con rapidez la
impresionante testa y enfocó la vista en un grupo de árboles, a unos cien
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nobos . Con sorpresa descubrió a una joven humana bajo las ramas inferiores
de uno de los árboles, que lo contemplaba con fijeza, y agrandó los profundos
ojos color zafiro.
Ella vestía de forma un tanto desaliñada, las ropas habían conocido
tiempos mejores y el pelo, de indeterminado color, dudaba que hubiera visto
jamás un peine. Pero lo que le llamó la atención fue su manera de mirarlo. Con
osadía, con curiosidad, casi con maravilla. Algo del todo improbable, se dijo.
—¿Quién eres? —preguntó con una impresionante voz cavernosa.
Ella retrocedió, asustada, al oírlo.
Y él apretó los dientes, molesto. Siempre se olvidaba de bajar la
modulación de la voz para hablar con los humanos. Su escala de graves era
demasiado alta y acababa por ocasionarles dolor de cabeza.
—No te asustes —pidió, en un tono mucho más bajo—. Y contéstame —
ordenó.
La mujer, de unos veintipocos años según los cómputos humanos,
retrocedió otro paso y echó una mirada hacia atrás, como si quisiera buscar
una vía de escape. Él no se movió. Los humanos siempre lo temían, aun
cuando había jurado protegerlos.
Suspiró resignado, era lógico si se pensaba bien.
Los dragones aparecieron en los cielos del mundo de Khatrida unos miles
de años antes y la desconfianza generada por su súbita y aterradora llegada no
había desaparecido. Al principio los khatridanos se asustaron e intentaron
combatirlos con armas rudimentarias y de escasa efectividad. Pronto quedó en
evidencia la inmensa fuerza, la inteligencia y el gran poder mágico que
ostentaban, y que los humanos no podían contrarrestar. Depusieron las armas y
se rindieron. Esperaban una muerte rápida, y, por el contrario, acabaron por
descubrir que los dragones no eran una amenaza. No para ellos.
Solo eran una raza exiliada que buscaba refugio en su mundo.
Los dragones contemplaron diversos ataques de goblins, hyancas y
ártaros, y vieron una excelente oportunidad para congraciarse con los
humanos. Se ofrecieron a ser los protectores de Khatrida mientras durara su
destierro. Estos aceptaron, escépticos. Una gran mayoría de la población
nunca llegó a confiar del todo en ellos. La convivencia fue pacífica, aunque se
hizo necesario alejar las residencias draconianas de los focos de grandes
aglomeraciones humanas, pues muchos no toleraban con agrado su cercanía.
En cambio, una minoría acogía a los dragones con grandes muestras de
bienvenida y admiración ante una raza tan majestuosa y noble.
Los exiliados establecieron sus hogares en montañas y lugares
inaccesibles o difíciles para los khatridanos, así ambas razas se aceptaron y
cohabitaron el planeta en paz.
En la colina, frente al pueblo, la chica se volvió de nuevo hacia él,
decidida a no demostrar temor. Levantó la barbilla y lo miró, desafiante. Por
fin tenía a un auténtico dragón ante sí y a pesar de lo mucho que había
anhelado contemplar a uno de cerca, la inmensidad del cuerpo carmesí la
amedrentaba, aunque se negó a demostrarlo. Debía medir cerca de cuatro
nobos desde la testa a la cola y, las alas, cinco nobos al menos cada una. La
cabeza estaba coronada por una ristra de púas, como una corona, que luego
descendían por el cuello, recorrían todo el lomo y acababan en varias puntas
afiladas al final de la cola. Sobre la cresta facial destacaba un hermoso
símbolo de rayas y espirales en un color más oscuro. Representaba el linaje
del dragón, con características únicas en cada espécimen, y cada púa del lomo
ostentaba una variación que magnificaba la belleza de las marcas. Inheray
suspiró, entre amedrentada y fascinada.
Kronnan se congratuló con un ramalazo de admiración hacia la primera
humana que no huía, despavorida, al verlo.
—Me llamo Inheray—contestó ella, con una voz suave. Extendió un brazo
para señalar hacia el pueblo, pero sin desviar la vista de él—. Soy de allí.
—¿Sabes quién soy? —preguntó. Fijó más la mirada, penetrante, sobre
ella. Aquella chica tenía algo que lo intrigaba.
Inheray asintió con la cabeza y tragó saliva. Por supuesto que lo sabía.
Desde que oyó en la taberna que habían asignado un dragón a la provincia,
había anhelado verlo.
—Dilo —ordenó Kronnan en un arrebato de petulancia muy impropia de
él, pero que nació de su más absoluta soledad. Giró el cuerpo hacia ella,
aunque no avanzó.
Ella palideció al ver al poderoso e imponente dragón moverse y pensó si
quizá no hubiera sido mejor huir. Su inagotable curiosidad con todo lo que se
relacionaba con los dragones tal vez la metería en un buen lío un día de estos.
Sin embargo, lo que le esperaba en el pueblo no era mucho mejor, así que lo
miró a los ojos, de un increíble y cristalino tono azulado, y contestó.
—Eres el dragón carmesí que han adjudicado a esta comarca, pero no sé
tu nombre —aclaró con pesar. Por mucho que abrió los oídos en la taberna no
pudo averiguarlo—. A alguien como yo no se le da ese tipo de información —
declaró en tono resignado. Hacía mucho que había comprendido que era
persona non grata entre sus vecinos.
Él la observó con intensidad durante unos segundos, intrigado y
sorprendido. Esas palabras y la osadía femenina acicatearon su curiosidad.
—¿Por qué no? ¿Quién eres? —inquirió, extrañado.
Inheray, distraída, contemplaba admirada los reflejos del sol sobre las
brillantes escamas carmesí y entonces se dio cuenta de que estaba ya muy
bajo. Echó un rápido vistazo sobre el hombro y comprobó que, efectivamente,
el astro rey desaparecía tras la cordillera del oeste. ¡Recórcholis! ¡Tenía que
irse o llegaría horriblemente tarde!
—Yo… de… debo irme —balbuceó, nerviosa por un lado y furiosa por
el otro. Por una vez que podía contemplar a placer a uno de los seres que
siempre la habían fascinado desde que podía recordar, tenía que ir a
«cumplir» con sus obligaciones. Continuó, apresurada—: Hace rato que me
ausenté y deben extrañarme. —Empezó a alejarse, andando hacia atrás sin
dejar de mirarlo. —Por favor, debes dejarme ir…
—¡Vete! —resopló al instante Kronnan, ofendido—. Yo no te estoy
reteniendo.
¡Cómo si no tuviera cosas mejores que hacer! Molesto, la ignoró y se giró
de espaldas. Enseguida oyó como ella emprendía una veloz carrera al bajar la
colina. Se volvió a medias y la espió. Definitivamente esa chica era muy rara.
Alzó el vuelo y al cabo de unos segundos, su pesar, se volteó hacia ella, a la
vez que aleteaba las alas para permanecer quieto en el aire. La observó
mientras ella se alejaba. La agudeza visual propia de su especie le permitía
ver perfectamente el rostro femenino cuando la chica giraba la cabeza de vez
en cuando para ver si la seguía, y eso lo desconcertaba aún más. No parecía
tener miedo, la expresión de ella reflejaba intriga, mucha curiosidad y algo
que se parecía tanto a la fascinación que lo descartó de inmediato como una
fantasía propia de su ánimo desesperado.
—¡Humanas! —refunfuñó y meneó la cabeza, desconcertado.
Raudo, emprendió el regreso hacia la fortaleza. Cuando llegó, aterrizó en
la explanada que había frente a la puerta principal. Apenas tocó tierra se
transformó en homínido.
Los dragones, como seres metamórficos, podían cambiar a voluntad el
aspecto físico y su naturaleza albergaba dos estructuras genéticas. Además,
gracias a la magia, podían adoptar casi cualquier otra forma y transformarse
en un ser vivo con el que hubieran mantenido contacto.
Kronnan invocó sobre su magnífico cuerpo desnudo una bata de rico paño
de brocado azul larga hasta los pies y unos pantalones negros. Se calzó con
unas botas altas. El cabello, de un rojo refulgente, ondeó a su espalda y el sol
arrancó destellos carmesíes a los sedosos mechones que caían sobre los
hombros y espalda.
Contempló la fortaleza de piedra, en forma de la letra ele, de tres niveles,
y emitió un suspiro. De nuevo en el hogar, aunque tan solitario y vacío que
sintió un escalofrío. Encogió los hombros, mejor no pensar en ello. Se
encaminó con tranquilidad hacia el salón, encendió el fuego de la enorme
chimenea con su voluntad y se sirvió una copa de vino que hizo aparecer sobre
una mesita auxiliar. Acomodó el largo y atlético cuerpo en el único sillón de la
estancia, frente al fuego, y sin querer revivió el encuentro con la extraña
humana. Recordó los claros ojos del color de las hojas en primavera, la
mirada desafiante, y sonrió sin darse cuenta.
Orthan paseaba inquieto por la terraza privada que daba a sus aposentos.
Hacía ímprobos esfuerzos para controlarse, pero un acceso de furia, como
pocos había experimentado contra sí mismo, le roía las entrañas. El aroma a
lirios tan peculiar de Inheray parecía invadir todas las estancias de la fortaleza
y le saturaba las fosas nasales en el momento menos pensado. ¡Era
inconcebible que ni con todo su autocontrol consiguiera aplacar los enormes
deseos que tenía de verla, tocarla… besarla! ¿Cómo podía ser posible que no
pudiera arrancársela del pensamiento ni de otras partes de su anatomía?
Gruñó al aire con fuerza con la cabeza echada hacia atrás. Abría y
cerraba los puños en un intento de calmarse, pero no lo lograba. Había
quedado con Prousse por un malentendido con los pedidos, pero en ese estado
no podía presentarse ante ella.
Durante esos meses en los que Inheray se había instalado en la fortaleza
había conseguido esquivarla y evitarla a base de tesón y voluntad. Al final
había sucumbido a la evidencia: esa chiquilla humana se le había metido entre
las escamas a traición y se estaba adueñando de su ser.
Volvió a gruñir y se clavó las uñas en las palmas de las manos. Inhaló con
fuerza y se detuvo en medio de la terraza con la vista perdida en el horizonte.
No conseguiría nada estando a solas, debía mezclarse entre la gente. Solo
así podría controlarse al no querer exponer sus emociones en público. Se
concentró y en apenas un parpadeo se trasladó a la sala común de la fortaleza,
donde dragones y humanos confraternizaban en perfecta armonía. Con rapidez
se le acercaron congéneres, amigos y conocidos para conocer su opinión sobre
diversos temas, consultarle alguna cosa o agasajarlo como era costumbre entre
algunos humanos. Trastornado, frunció el ceño y recurrió a toda su fuerza de
voluntad para prestar atención a lo que le estaban diciendo. Al principio le
costó sangre y sudor casi, pero al fin logró apartar —que no olvidar—, el
tema de Inheray y proseguir con su labor y con su vida.
Horas después…
En ese espacio de irrealidad, aunque en el exterior apenas habían pasado
más de diez minutos, Orthan sondeó el cerebro femenino y con su poder fue
bloqueando todos los recuerdos de ese encuentro, incluso del tiempo que ella
pasó en su propia fortaleza, de los momentos vividos junto a él y del deseo
compartido.
La realidad lo había alcanzado, contundente como una sentencia, y supo
que no podía permitir que Inheray recordara nada de lo que había ocurrido en
ese espacio fuera del tiempo. No podía dejar que despertara y se sintiera
dividida entre el amor que sentía hacia Kronnan y el amor que le profesaba a
él.
Bloqueó, inmisericorde consigo mismo, cualquier rastro en la que su
propia presencia hubiera calado en la vida de Inheray para que nunca
interfiriera en su convivencia con Kronnan y lento, hizo que la consciencia de
ella tomara el control, saliera de ese estado comatoso y despertara.
CAPÍTULO 14
En el exterior, en el tiempo real, Kronnan sostenía el cuerpo de Inheray con
infinita ternura contra sí, mientras el terror recorría su espinazo. Sentía las
lágrimas pugnar por salir y desbordar sus ojos, pero se negaba a dejarlas
resbalar.
Inheray volvería con él.
Ella estaba bien, solo se había desmayado.
Observó intrigado a Orthan. Permanecía inmóvil al otro lado de Inheray
con los ojos cerrados y la mano apoyada sobre la frente de ella, y Kronnan se
preguntó qué estaría ocurriendo entre ellos. Quería sacudirlo, gritarle, pero no
se atrevía por temor a que interfiriera en su concentración y rompiese el
contacto que Orthan pudiera haber logrado con la mente de ella.
Siguió acunando a Inheray y llamándola quedo.
—Inheray. ¡Por favor, amor mío, vuelve conmigo!
[←1]
Goblins. Parecían cerdos erguidos en dos patas, con narices chatas y
enormes barrigas. Su piel era amarronada, cubierta por una clareada mata
de vello, áspera y dura. Eran los más inteligentes y los que solían ejercer
de líderes de las otras dos especies.
[←2]
Hyancas. Tenían los cuartos traseros de ave rapaz, el torso superior
de felino con alas en la espalda, los miembros superiores eran largos
brazos terminados en manos de tres dedos y el rostro era afilado con un
pico dentado y puntiagudas orejas.
[←3]
Goblins, ártaros, hyancas. Se refugiaban en cuevas y bajo tierra y,
al carecer de líderes capaces, sus incursiones causaban más desorden que
daños y no pasaban de ahí. Cuando llegaron los dragones, su población
fue arrasada y se vieron obligados a replegarse, pero evolucionaron, se
volvieron más astutos y más peligrosos. Por ello los dragones patrullaban
sin descanso todas las provincias.
[←4]
Nobos. Medida de longitud equivalente a un metro.
[←5]
Masen. Señor.
[←6]
Cánobos. Medida de longitud equivalente a centímetros.
[←7]
Daman. Dama, señora.
[←8]
Lunas de Khatrida. Tres lunas surcan el cielo katridano. Una
dorada, la más alejada, surca los cielos durante medio mes, ya que es
eclipsada por la argentada, en su ciclo creciente y pleno, el resto de las
noches. Una argentada, la más cercana, recorre el firmamento cada noche
en sus diferentes ciclos. Y, por último, una luna roja y pequeña, sale unas
pocas horas antes de amanecer y desaparece en cuanto el sol despunta
sobre el horizonte.
[←9]
Emparejamiento entre clanes. Al principio, cuando la recién creada
especie andaba sus primeros pasos y aprendía sobre sí misma, sobre su
entorno y sobre su sociedad, los dos clanes empezaron a mezclarse y los
emparejamientos se llevaban a cabo de forma natural, sin contratiempo.
Pero poco a poco quedó en evidencia que el emparejamiento entre un
macho y una hembra de diferente clan estaba destinado al dolor y a la
destrucción. Poco después de poner su primer huevo, la hembra
enfermaba. Se iba debilitando, lenta e inexorable. Ningún conocimiento
médico o mágico era suficiente para salvarle la vida, y moría. Entonces
su pareja enloquecía de dolor y se convertía en un peligro para sí mismo
y para su entorno. Sus congéneres se veían obligados a confinarlo y los
gritos agónicos que profería perseguían a sus semejantes durante
generaciones. El huevo, resultado de esa unión nefasta, solía malograrse
y acababa por romperse, revelando en su interior un feto mal formado.
Una única cría sobrevivió a sus padres, pero resultó que su mente estaba
dañada. Al alcanzar la mayoría de edad enloqueció y causó el terror allí
por donde pasaba hasta que consiguieron reducirlo. Murió a causa de las
heridas que se causó a sí mismo mientras estaba recluido. Desde ese
fatídico desenlace se prohibieron dichas uniones y cuando los jóvenes
dragones estaban a punto de alcanzar la edad adulta, separaban a los
adolescentes de ambos clanes y estos vivían en un entorno en el que solo
convivían con especímenes de su mismo clan. En el cambio que se
operaba en ellos al alcanzar la mayoría de edad, era cuando eran más
vulnerables a posibles y desgraciados enamoramientos que podría
conducir a una malograda unión.
[←10]
Limeta. Frasco de cristal, muy pequeño, que contiene medicinas.
[←11]
Nayanda. Mi preciosa: traducción del idioma ancestral de los
dragones.
[←12]
Después, al cabo de dos años del primer celo, la hembra desovaba
uno o dos huevos, estos eran depositados en unas urnas de cristal que se
colocaban sobre la lava ardiente del núcleo de su planeta natal. Allí
permanecían hasta el momento de su eclosión, que podía durar años o
milenios. Nunca se sabía el momento del nacimiento de un retoño dragón.
Cuando llegaba el tiempo las crías rompían el cascarón y el cristal y se
sumergían en la lava ardiente. Así recibían el bautismo de clan y salían
de la lava vigorizados por la savia del planeta al crear con este una
simbiosis perfecta. Debido a ello los dragones no nacían en otros
planetas y el estar lejos del suyo era para ellos una auténtica tortura.
[←13]
Baile Cadencioso. Adaptación de nuestro Vals.
[←14]
Julen. Bebida muy apreciada por los dragones, de un color verde
pálido, muy vivificante y compuesta por unas hierbas especiales,
provenientes de un planeta herbario en un sistema solar vecino a
Annorthean, fermentadas a gran temperatura durante varios lustros.
[←15]
Iona. Joya.
[←16]
Nayanda crwol. Mi preciosa dulzura.
[←17]
Kava. Una planta natural utilizada para reducir la tensión y el
insomnio.
[←18]
Drakuls. Tratamiento protocolario, como un sinónimo de
“Masenes”. Significa Hijo de dragón.
[←19]
Año Annortheano. En Annorthean los años constan de 525 días de
nuestra Tierra, y los días en Annorthean constan de 30 horas.
[←20]
Drakels. Título o tratamiento neutro que incluye tanto a machos
como a hembras.
[←21]
Drakal. Hija de Dragón. Orthan usa el termino «mi» como si dijera
Mi señora.
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Notes