Viveiros de Castro - La Mirada Del Jaguar

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Eduardo Viveiros de Castro

La mirada del jaguar


Introducción al
perspectivismo amerindio
Entrevistas
Viveiros de Castro, Eduardo
La mirada del jaguar : introducción al
perspectivismo amerindio . - 1a ed. - Buenos Aires :
Tinta Limón, 2013.
288 p. ; 17x11 cm.
ISBN 978-987-27390-8-9
1. Antropología. I. Título
CDD 306

Título original: Eduardo Viveiros de Castro, Encontros,


Azougue Editorial, Río de Janeiro, 2008.
Traducción: Lucía Tennina (Entrevistas 2, 3, 5 y 6),
Andrés Bracony (Advertencia y entrevistas 1, 4, 7, 8 y 9
y corrección) y Santiago Sburlatti (Epílogo).
Diseño de cubierta: Diego Posadas

Obra publicada con el apoyo del Ministerio de Cultura


de Brasil / Fundación Biblioteca Nacional

Obra publicada com o apoio do Ministério da Cultura


do Brasil / Fundação Biblioteca Nacional

© 2013, de la edición, Tinta Limón


© 2013, de los textos, Eduardo Viveiros de Castro
www.tintalimon.com.ar
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723
“El cascabel del chamán
es un acelerador de partículas” 1

¿Cuál era tu idea de la antropología cuando empezaste a


estudiar las sociedades indígenas?

Yo quería hacer una etnografía “clásica” de un grupo


indígena. Mi problema era entender estas sociedades
en sus propios términos, o sea, en relación a sus pro-
pias relaciones, lo que obviamente incluye sus relacio-
nes con la alteridad social, étnica, cosmológica...
Pienso que existen dos grandes paradigmas que
orientan la etnología brasileña. Por un lado, la ima-
gen antropológica de la “Sociedad Primitiva”; por el
otro, la tradición derivada de una “Teoría del Brasil”,
del que la obra de Darcy Ribeiro es quizás el mejor
ejemplo. El título de un libro de Roberto Cardoso de
Oliveira, La sociología del Brasil indígena, es expre-
sivo de esta segunda orientación: el foco es Brasil,
los indios son interesantes en relación a Brasil, en la
medida en que son parte de Brasil. Nada que obje-
tar, tal sociología del Brasil indígena es una empresa

1 Por Renato Sztutman, Silvana Nascimento y Stelio Marras.


Publicado originalmente en la revista Sexta-feira.

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altamente respetable que resultó en trabajos extre-
madamente importantes. Pero este no era mi fuer-
te. Mi fuerte, o campo, o bosque, era la mal llamada
“sociedad primitiva”, mi foco eran las sociedades in-
dígenas, no “Brasil”: lo que me interesaba eran las
sociologías indígenas. Mi fuerte eran las antropolo-
gías de Lévi-Strauss, de Pierre Clastres, y también las
antropologías de Malinowski, de Evans-Pritchard...

¿Dónde estaban parados los estudios sobre el Amazonas indí-


gena en la época de tus primeras investigaciones etnológicas?

Es conveniente recordar que buena parte del Amazonas


que fue estudiada en los años 1970 no existía desde el
punto de vista geopolítico, incorporada a la sociedad
nacional a partir del boom desarrollista iniciado en esa
década. No era el Amazonas, sino el Brasil Central el
que estaba entonces a la orden del día gracias a los tra-
bajos de Curt Nimuendaju de la década de 1930 y 40,
que habían sido recibidos con gran interés por Robert
Lowie y Claude Lévi-Strauss. Este último (en las déca-
das de 1960 y 1970 estábamos en el apogeo del estruc-
turalismo) colocó al Brasil Central en la agenda teóri-
ca de la antropología. El grupo que estudió al Brasil
Central, ligado a David Maybury-Lewis, fue el que tuvo
el mayor número de personas trabajando coordinada-
mente en una misma área cultural en América del Sur;
un área, además, situada entera en territorio brasileño.
Cuando yo era estudiante, en la década de 1970, la im-
presión que se tenía era que la única cosa interesante
que quedaba en la etnología indígena era el Brasil Cen-
tral. Yo no tenía mucha claridad de que el Amazonas

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existiera como posibilidad de trabajo. En parte porque
estaba leyendo exclusivamente tesis y libros de mis
profesores y gente vinculada a ellos, que eran todos
sobre los grupos Jê, Bororo y demás. Todo mi traba-
jo posterior estuvo muy marcado por un “escribir en
contra” de la etnografía centro-brasileña; “en contra”
no en el sentido polémico o crítico, sino contra como
un “a partir de”, como figura que se dibuja contra, es
decir, sobre un fondo: contra el paisaje donde tuvo lu-
gar mi formación.

¿Qué fue lo que más te impresionó en el trabajo de campo


con los Yawalaptí del Alto Xingu, por entonces tu primera
experiencia de investigación en una sociedad indígena?

La primera cosa que me llamó la atención en el Xingu,


fue que ese sistema social era muy diferente a los
regímenes del Brasil Central. Una preocupación que
me acompaña desde entonces es cómo describir una
forma social que no tenga por esqueleto institucio-
nal un dispositivo dualista, considerándose que mi
imagen básica de sociedad indígena era la de una so-
ciedad con mitades... etcétera. Era una época en que
las llamadas oposiciones binarias eran vistas como la
gran clave de interpretación de cualquier sistema de
pensamiento y acción indígenas. Para mí quedó claro
que lo que sucedía en el Xingu no podía ser reducido
a la oposición, tan durkheimiana (o para decirlo de
una vez, tan metafísica), entre lo físico y lo moral, lo
natural y lo cultural, lo biológico y lo sociológico. Al
contrario, había una especie de extraña interacción,
algo como una “entre-indeterminación” entre esas

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dimensiones, mucho más compleja que lo que soña-
ban nuestros dualismos.
Me llamó singularmente la atención lo complejo de
la reclusión puberal en el Alto Xingu, donde los jóvenes
tienen el cuerpo literalmente fabricado, imaginado por
medio de remedios, de infusiones y de ciertas técnicas
todavía más “invasivas” como la escarificación. Resu-
miendo, todo aquello me parecía un signo de que no ha-
bía distinción entre lo corporal y lo social: lo corporal era
social y lo social era corporal. Por lo tanto, se trataba de
algo muy diferente de las oposiciones tan familiares en-
tre cultura y naturaleza, centro y periferia, interior y exte-
rior, ego y enemigo. Mi investigación con los Yawalapíti
fue una suerte de indagación sobre estas cuestiones,
pero se trató más de un precalentamiento etnológico
que de una investigación tal como tiene que ser.

¿Cómo surgió el tema del cuerpo como cuestión teórica


fundamental en sus estudios iniciales?

Cuando llegué al Xingu, yo estaba parado con los dos


pies plantados en la tradición de pensamiento que nos
es común a todos nosotros (reforzada por mi educa-
ción jesuita), que enseñaba que el cuerpo era/es una
cosa insignificante, en todos los sentidos de la palabra.
En el Xingu, por el contrario, la mayoría de las cosas
que consideramos como mentales, abstractas, se en-
contraban escritas, concretamente, en el cuerpo. El
antropólogo que efectivamente tematizó por primera
vez la cuestión de la corporalidad en América del sur,
fue Lévi-Strauss en las Mitológicas, una obra funda-
mental sobre la “lógica de las cualidades sensibles”,

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cualidades del mundo aprendidas en el cuerpo y/o por
el cuerpo: olores, gustos, colores, texturas, propieda-
des sensoriales y sensibles. Demostraba cómo a un
pensamiento le era posible articular proposiciones
complejas sobre la realidad a partir de categorías de la
experiencia concreta.

En 1981 conociste a los Araweté de Pará, con los cuales


realizaste tu trabajo de campo más largo. ¿Qué fue lo
que más te atrajo de iniciar una investigación con ese gru-
po Tupi-Guaraní contemporáneo, pariente (lejano) de los
Tupinambá, famosos por las prácticas antropofágicas?

Cuando empecé a estudiar antropología, los Tupi eran


vistos medio como si fueran pueblos del pasado, ex-
tintos o “aculturados”. Era como si ya no hubiera nada
más que hacer con ellos en términos de investigación
etnográfica, nada más que la reconstrucción histórica
o sociológica de la “transfiguración étnica”. Pero ocu-
rrió que en la década de 1970, con la apertura de la [ca-
rretera] Transamazónica, algunos grupos tupi-guaraní
“aislados” en estado de Pará fueron “contactados”:
Asuriní, Araweté, Parakanã... Obviamente, lo que lla-
maba la atención en los materiales tupi-guaraní clá-
sicos era el famoso canibalismo guerrero tupinambá.
Pero yo no tenía la menor idea de que fuera a encon-
trar algo así entre los Araweté. Estaba yendo a ellos
porque quería trabajar junto a un grupo pequeño y no
estudiado. De casualidad era un grupo tupí.
La investigación entre los Araweté fue complica-
da, porque hacía cinco años que estaban “en contac-
to”. Y cinco años es muy poco. El grupo todavía está

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desorientado, todavía está administrando la revolu-
ción social, cosmológica, y sobre todo la catástrofe
demográfica desencadenada por ese “contacto”. Eran
salvajes en serio: gente dramática y enigmática, al
mismo tiempo gentil y brusca, sutil y exuberante; eran
muy diferentes a los pueblos del Alto Xingu que me ha-
bían impresionado por las maneras, el refinamiento, la
compostura casi solemne.

Y entonces ¿cómo fue tu primera experiencia en contacto


con los Araweté?

Ellos estaban elaborando su experiencia con nosotros.


Probaban todas las formas posibles. No sabían toda-
vía muy bien qué iban a hacer con esos tipos, los blan-
cos. Yo fui uno de sus primeros conejillos de india.
Intentaron conmigo varios métodos, por decir así, de
administración de la alteridad. Fue, entonces, una in-
vestigación psicológicamente compleja, pero me llevé
muy bien con ellos.

¿No intentaron ahogarte, como hacían los Tupinambá


con los portugueses en el siglo XVI?

No, no me ahogaron, por lo menos no de la forma en que


están pensando, porque me parece que ustedes se están
refiriendo a otra cosa, a la anécdota de Lévi-Strauss so-
bre los españoles y los indios de las Antillas. Aún cuando
para ellos siempre fui una especie de enigma (impresión,
además, recíproca). Toda mi investigación fue contrapun-
teada por la investigación indígena de mi “naturaleza”.
Claro que ellos ya conocían al blanco desde hace muchos

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años antes del contacto oficial. Los Araweté son una de
esas sociedades que deben haber tenido varios encuen-
tros más o menos esporádicos con los blancos en los
últimos siglos, si es que no son remanentes de grupos
tupi que estuvieron en contacto directo con misiones
cristianas o algo por el estilo. Olvidaron muchas cosas,
pero no todo. Uno percibe que saben mucho más sobre
uno que lo que aparentan (o fingen) saber.
A ellos les interesaba mi investigación porque yo no
tenía una gran pregunta teórica que me guiara desde
el inicio. Seguí los intereses dialógicos de los Araweté,
tuve que ir acompañando lo que les interesaba a ellos y
lo que yo conseguía entender, es decir, fluctué al ritmo
de la corriente de nuestra interacción.

¿De qué modo la experiencia con los Araweté inspiró la


elaboración de la noción de “perspectivismo amerindio”?

Mi libro sobre los Araweté está lleno de referencias a un


perspectivismo –a ese proceso de ponerse (o de encon-
trarse puesto) en el lugar del otro– que apareció inicial-
mente en el contexto de la visión que los humanos tie-
nen de los Maï (los espíritus celestes) y, recíprocamente,
estos de los humanos. Propuse, a partir de esto, que el
canibalismo tupi-guaraní podrían ser interpretados en
general como un proceso por el cual se asume la posi-
ción del enemigo. Pero este era un perspectivismo que
todavía era mío, era un concepto mío y no de los indios.
Está ahí, pero soy yo quien lo formula: el canibalismo
tiene que ver con el cambio de perspectivas, etcétera.
Unos diez años más tarde, Tânia Stolze Lima, mi
(entonces) dirigida y (siempre) amiga, comenzaba a

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escribir su tesis sobre los Juruna (hoy más conocidos
como Yudjá), la cual desembocaba en una extensa dis-
cusión sobre el relativismo yudjá. Fue el diálogo con
Tânia lo que me hizo volver a pensar en la idea del
perspectivismo (o a pensar en mis ideas en términos
de un concepto de perspectivismo). La tesis de Tânia
terminó siendo un trabajo espléndido, una de las etno-
grafías más originales del pensamiento indígena hasta
ahora producidas en nuestra disciplina.
En fin, allá por los años 1994-95, Tânia y yo pasa-
mos a conversar sistemáticamente sobre el material
que ella estaba analizando. Fue entonces cuando co-
menzamos a definir el complejo conceptual del pers-
pectivismo, la concepción indígena según la cual el
mundo está poblado de otros sujetos, agentes o per-
sonas, más allá de los seres humanos, y que perciben
la realidad de manera diferente a los seres humanos.

¿Cómo fue posible pasar de las manifestaciones particula-


res registradas por las etnografías recientes a la construcción
de un modelo genérico del “perspectivismo amerindio”?

Esa generalización es de mi exclusiva irresponsabili-


dad: Tânia no tiene la culpa de nada en esto. Mi inte-
rés era identificar en diferentes culturas indígenas ele-
mentos que me permitiesen construir un “modelo”,
ideal en cierto sentido, en el cual el contraste con el
naturalismo característico de la modernidad europea
quedase muy en evidencia. Obviamente, este modelo
se aleja en mayor o menor medida de todas las reali-
dades etnográficas que lo inspiraron. Por ejemplo, los
Araweté no formulan la idea, hasta donde yo sé, de que

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ciertas especies de animales perciben el mundo de un
modo diferente al nuestro. Sea como sea, el fenómeno
que Tânia encontró entre los yudjá (sería más correc-
to decir: la fenomenología de los yudjá que Tânia supo
captar) era muy común en el Amazonas, aun cuando
la inmensa mayoría de los etnógrafos no hubiesen sa-
cado grandes consecuencias de este hecho.
Yo tenía la impresión de que se podía divisar un
vasto paisaje, no sólo amazónico, sino panamericano,
donde se asociaban el chamanismo y el perspectivimo.
Era posible, además, percibir que el tema mítico de la
separación entre humanos y no humanos, esto es, entre
“cultura” y “naturaleza”, para usar la jerga consagrada,
no significaba, en el caso indígena, lo mismo que en
nuestra mitología evolucionista. La proposición presen-
te en los mitos indígenas es: los animales eran huma-
nos y dejaron de serlo, la humanidad es el fondo común
de la humanidad y de la animalidad. En nuestra mito-
logía es lo contrario: los humanos éramos animales y
“dejamos” de serlo, con la emergencia de la cultura, etc.
Para nosotros, la condición genérica es la animalidad:
“todo el mundo” es animal, sólo que algunos (seres,
especies) son más animales que otros: nosotros los hu-
manos somos evidentemente los menos animales de
todos. Y “ese es el punto”, como se dice en inglés. En
las mitologías indígenas, muy por el contrario, todo el
mundo es humano, sólo que algunos de esos huma-
nos son menos humanos que los otros. Varios anima-
les están muy lejos de los humanos, pero son todos o
casi todos, en el origen, humanos o humanoides, an-
tropomórficos o, sobre todo, “antropológicos”, es decir,
se comunican con (y como) los humanos. Todo esto

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converge con la actitud que se acostumbra llamar “ani-
mismo”, la presuposición o intuición pre conceptual
(el plano de inmanencia, diría Deleuze) de que el fondo
universal de la realidad es el espíritu.

¿Podrías darnos un ejemplo de cómo opera el pensamiento


perspectivista en la vida cotidiana de los grupos indígenas?

Hay un ejemplo que muestra bien la actualidad y la


pregnancia del motivo perspectivista. Allá por 1996
murió el hijo de Raoni, líder de los Kayapó Metuktire,
creo que en la aldea de los Kamayurá del Alto Xingu,
donde se encontraba en tratamiento chamanístico.
Había sido enviado por la familia para ser tratado por
los chamanes del lugar. El joven murió, según los mé-
dicos blancos, de un ataque epiléptico. Algún tiempo
antes, en una crisis, este joven había matado a dos
indios (no me acuerdo si en su propia aldea, donde
había ido a pasar un tiempo, entre las diferentes fases
de la cura chamánica, o en la misma aldea kamayurá).
No pasó mucho tiempo hasta que murió. La muerte
de este muchacho entre los Kamayurá fue noticia en
Folha de São Paulo, que publicó un reportaje sobre el
clima de tensión intergrupal suscitado por el hecho,
con los Kayapó acusando a los Kamayurá de hechice-
ría. Parece que se empezó a hablar hasta de guerra en-
tre los dos grupos, y esto inició una paranoia generali-
zada. Folha, teniendo conocimiento quién sabe cómo
de todo esto, mandó a un periodista a hacer una nota.
Pocas semanas después, Megaron Metuktire que
era entonces el Director del Parque del Xingu (y sobri-
no uterino de Raoni), resolvió escribir una carta a Folha

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diciendo que no era correcto lo que había escrito el pe-
riodista, y que los Kamayurá eran de verdad hechiceros.
Me parece fascinante esto de las acusaciones de
hechicería entre grupos indígenas del Xingu, ventila-
das en cartas a la redacción de Folha, diario fascina-
do con lo moderno. Pienso que este tipo de cambios,
de modernización, de posmodernización, de globali-
zación, no indican que los indios estén “volviéndose
blancos” o que no haya más discontinuidades entre
los mundos indígenas y el “mundo global” (que a lo
mejor por ahora sería mejor llamar “mundo de los
Estados Unidos”). Las diferencias no se terminaron,
lo que sucede ahora es que se volvieron mensurables,
porque cohabitan en un mismo espacio: la verdad
es que aumentaron su potencial diferenciante. En el
mismo diario puedes leer las perogrulladas de [José]
Sarney, la astucia de un megaempresario discurrien-
do sobre las propiedades milagrosas de la privatiza-
ción, un científico intentando explicar el Big Bang a las
masas... ¡Y a Megaron acusando a los Kamayurá de
hechiceros! Todo en el mismo plano, todo en la mis-
ma Folha. Bruno Latour, en su Nunca fuimos modernos,
insiste con mucha pertinencia sobre este fenómeno.
Entonces, Megaron argumentaba en su carta: “El
muchacho murió porque fue hechizado por los Kama-
yurá. Es verdad que él mató dos a personas antes de
morir, pero eso fue porque pensó que estaba matando
animales; los pajés kamayurá le dieron un cigarro y él
creyó que estaba matando animales. Cuando volvió en
sí, vio que eran humanos y se puso muy triste”. Esta
es una explicación que recurre al argumento perspec-
tivista, eso de ver una persona como animal. Puesto

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que si una persona comienza a ver a otros seres hu-
manos como no humanos, es porque en verdad ya no
es humana: esto significa que esta persona está muy
enferma, “volviéndose otra”, y necesita de tratamien-
to chamánico. Por su parte, Megaron dice: fueron los
chamanes kamayurá los que hechizaron al joven y lo
deshumanizaron, haciéndolo ver a los humanos como
animales, es decir, haciéndolo comportarse a él mis-
mo como a un animal feroz. Pues una de las “tesis”
del perspectivismo es que los animales no nos ven
como humanos y sí como animales. Y, por otro lado,
ellos no se ven como animales, sino como nosotros
nos vemos, es decir, como humanos.
Es así que puede verse que el perspectivismo no
sólo está bien vivo, sino que puede ser utilizado en
palpitantes argumentos políticos.

¿En qué medida este modelo perspectivista puede exten-


derse a todos los grupos amerindios, teniendo en cuenta las
profundas diferencias existentes entre ellos?¿Cómo hace-
mos para hablar de perspectivismo, por ejemplo, en pueblos
Jê que no tienen en el chamanismo una práctica corriente?

¡Acabamos de ver justamente a un miembro de un


grupo Jê, los Mentuktire, recurriendo a un argumento
de este tipo! De cualquier modo, aún cuando entre los
pueblos centro brasileños no se diga, en general, que
los animales actuales son humanos, o que cada ani-
mal ve las cosas de un cierto modo, etc. (la etnografía
jê es al respecto aparentemente menos rica que otras),
la mitología de esos pueblos, como la de todos los
amerindios, afirma que en el comienzo de los tiempos

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animales y humanos eran una sola cosa (mejor dicho,
una “sola cosa” múltiple: continua y heterogénea a un
mismo tiempo), y que los animales son ex humanos,
no que los humanos son ex animales. Esta humanidad
pretérita de los animales nunca es olvidada porque
nunca fue totalmente disipada, permanece ahí como
un inquietante potencial, así como nuestra animalidad
“pasada” permanece pulsando bajo las capas de bar-
niz civilizador. Más allá de esto, no es necesario tener
chamanes para vivir en una cosmología chamánica.
(Recuerden que los Mentuktire estaban usando los
chamanes de los Kamayurá).
La idea de que los animales son personas, común a
muchas cosmologías indígenas (quizás no a todas, por
lo menos si la idea es planteada en estos términos sim-
plistas), no significa que estos indios estén afirmando
que los animales son personas como nosotros. Todo el
mundo en su sano juicio, y el de los indios es tan o
más sano que el nuestro, “sabe” que el animal es ani-
mal y que la persona es persona. Como dice en algún
lugar Derrida, hasta los animales lo saben. Pero bajo
ciertos puntos de vista, en determinados contextos,
para los indios tiene todo el sentido decir que algunos
animales son persona. ¿Qué significa esto? Cuando
encuentras en una etnografía una afirmación del tipo
“Los Fulanos dicen que los jaguares son personas”, es
necesario tener claro que la proposición “los jaguares
son personas” no es idéntica a una proposición trivial
o analítica del tipo “las pirañas son peces” (esto es:
“piraña” es el nombre de un tipo de pez). Los jaguares
son personas pero también son jaguares, mientras las
pirañas no son peces y también pirañas... Los jaguares

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son efectivamente jaguares, pero tienen un lado ocul-
to que es humano. Por el contrario, cuando decís “las
pirañas son peces” no estás diciendo que tienen un
lado oculto que es ser pez. Cuando los indios dicen
que “los jaguares son personas”, esto nos dice algo
sobre el concepto de jaguar y también sobre el concep-
to de “persona”. Los jaguares son personas porque, al
mismo tiempo, la jaguaridad es una potencialidad de
las personas, y en particular de las personas humanas.
Y, además, no nos tiene que extrañar tanto una idea
como “los animales son personas”. Hay varios contex-
tos importantes en nuestra cultura en los cuales la pro-
posición inversa, “los seres humanos son animales”, es
tomada como perfectamente evidente. ¿No es esto lo
que decimos o suponemos cuando hablamos desde el
punto de vista de la medicina, de la biología, de la zoolo-
gía, etc.? Y al mismo tiempo, considerar que los huma-
nos son animales no nos lleva necesariamente a tratar a
nuestro vecino o colega como trataríamos a un buey, un
abadejo, un buitre, un yacaré. Del mismo modo, consi-
derar que los jaguares son personas no significa que si
un indio encuentra un jaguar en la selva va necesaria-
mente a tratarlo como se trata a un cuñado humano.
Todo depende de cómo lo trate el jaguar... y al cuñado.

¿Qué querés decir exactamente cuando afirmás que el


perspectivismo no es un relativismo?

Fue en un diálogo con Tânia que surgió esta cuestión


de que el perspectivismo amerindio tendría algo que
ver con el relativismo occidental, que sería una especie
de relativismo. A mí me parecía que no era relativismo

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y sí otra cosa diferente. El perspectivismo no es una
forma de relativismo. Sería un relativismo, por ejem-
plo, si lo indios dijeran (cosa que no hacen) que para
los cerdos todas las otras especies son en el fondo cer-
dos aún cuando parezcan humanos, jaguares, yacarés,
etcétera. No es esto lo que están diciendo lo indios.
Ellos dicen que los cerdos son en el fondo humanos;
los cerdos no consideran que en el fondo los humanos
son cerdos. Cuando digo que el punto de vista huma-
no es siempre el punto de vista de la referencia quiero
decir que todo animal, toda especie, todo sujeto que
esté ocupando el punto de vista de referencia se verá a
sí mismo como humano... incluso nosotros.

¿Qué pensás, como buen estructuralista, de los caminos


recorridos por la antropología post-Lévi-Strauss?

Mi impresión es que el estructuralismo fue el último


gran esfuerzo hecho por la antropología para encon-
trar, como ya habían probado varias otras corrientes
antes, una mediación entre lo universal y lo particular,
lo estructural y lo histórico. Hoy vemos una divergen-
cia cada vez más grande de estas dos perspectivas,
hasta parece que corren el riesgo de volverse inco-
municables. Es como si la herencia de la antropolo-
gía clásica hubiese sido partida al medio (pero, como
se sabe, nunca se divide nada exactamente al medio):
los universales fueron incorporados por la psicolo-
gía; los particulares, por la historia. Es como si hoy la
antropología no pudiese pretender ser más que una
suma contingente de psicología e historia, como si ya
no tuviese más un objeto propio. Así se pierde, a mi

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modo de ver, la dimensión propia de la realidad del
objeto antropológico: una realidad colectiva (es decir,
relacional) y que posee una propensión a la estabili-
dad transcontextual de la forma (o que manifiesta la
transformabilidad continua de las relaciones, que es
lo mismo pero dicho más enroscado).Y eso me parece
que es una cosa que es necesario recuperar. Creo que
la antropología debe escapar de la división para reivin-
dicar con vehemencia su derecho indiviso al “mundo
del medio”, el mundo de las relaciones sociales.

Teniendo en cuenta esta especificidad, ¿cómo pensás la


diferencia entre antropología y sociología?

La antropología es el estudio de las relaciones sociales


desde un punto de vista que no se encuentra delibe-
radamente dominado por la experiencia y la doctrina
occidental de las relaciones sociales. Intenta pensar la
vida social sin apoyarse exclusivamente en esa heren-
cia cultural. Si se quiere, la antropología se distingue
en que presta atención a lo que las otras sociedades
tienen para decir sobre las relaciones sociales, y no
parte (solamente) de lo que tiene nuestra sociedad
para decir, e intenta ver cómo es que eso que decimos
acá funciona allá. Se trata de intentar dialogar en serio.
Tratar a las otras culturas, no como objetos de nuestra
teoría de las relaciones sociales, sino como posibles
interlocutores de una teoría más general de las relacio-
nes sociales. Para mí, si hay alguna diferencia entre an-
tropología y sociología, es ésta: el objeto del discurso
antropológico tiende a estar en el mismo plano episte-
mológico que el sujeto de dicho discurso.

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¿Cómo es posible para la antropología escapar del objeti-
vismo hegemónico en el pensamiento occidental, ese pen-
samiento domesticado?

Los modernos sabemos, los que leyeron a Kant saben


(y todos lo leímos), que el acto de conocer es consti-
tutivo del objeto de conocimiento. Pero nuestro ideal
de Ciencia se guía justamente por el valor de la obje-
tividad: debemos ser capaces de especificar la parte
subjetiva que entra en la visión del objeto y no con-
fundir eso con la cosa en sí. Conocer, para nosotros,
es des-subjetivar tanto como sea posible. Uno conoce
bien algo cuando es capaz de verlo desde fuera, como
un “objeto”. Esto incluye al “sujeto”: el psicoanálisis
es un caso límite de este ideal occidental de objetiva-
ción máxima, aplicado a la propia subjetividad. Según
nuestra vulgata epistémica, un día la Ciencia será ca-
paz de describir todo lo real en un lenguaje íntegra-
mente objetivo, sin restos. O sea, para nosotros la
buena interpretación de lo real es aquella en la cual
se es capaz de reducir la intencionalidad del objeto a
cero. Del objeto y del ambiente: el control de la “inten-
cionalidad ambiente” es crucial.
Sabemos que las ciencias sociales, en la ideología
oficial, son ciencias provisorias, precarias, de segun-
da clase. Toda ciencia debe mirarse en el espejo de la
física. Esto significa: guiarse por la presuposición de
que cuantas menos intencionalidades se le atribuyan
al objeto, más se lo conoce. Cuanto más se es capaz
de interpretar el comportamiento humano (o animal)
en términos, digamos, de estados energéticos de una
red neuronal, y no en términos de creencias, deseos,

25
intenciones, más se está conociendo el comportamien-
to. O sea, cuanto yo más desanimizo el mundo, más lo
conozco. Conocer es desanimizar, retirar subjetividad
del mundo e, idealmente, hasta de mí mismo. A decir
verdad, para el materialismo científico oficial, nosotros
todavía somos animistas porque creemos que los se-
res humanos tienen alma. Ya no somos tan animistas
como los indios, que creen que los animales, las plan-
tas, hasta incluso las piedras, también tienen alma.
Pero si continuamos progresando, seremos capaces
de acceder a un mundo donde “no vamos a necesi-
tar más de esta hipótesis”, ni siquiera para los seres
humanos. Todo podrá ser descrito en el lenguaje de
la física y ya no más de la intención. Ésta es la ideolo-
gía corriente, que está en la universidad, que está en
el CNPQ (Consejo Nacional de Desarrollo Científico
y Tecnológico), que está en la vieja distinción entre
ciencias humanas y ciencias naturales, que está en la
distribución diferenciada de presupuesto y de presti-
gio. No estoy diciendo que éste sea el único modelo
vigente en nuestra sociedad. Está claro que no lo es.
Pero es el modelo dominante.

En contrapartida al esquema occidental, ¿qué mueve a


las epistemologías indígenas?

Yo diría que lo que mueve el pensamiento de los cha-


manes, que son los científicos de los indios, es lo
contrario. Conocer bien alguna cosa es ser capaz de
atribuir el máximo de intencionalidad a lo que se está
conociendo. Cuanto más soy capaz de atribuir inten-
cionalidad a un objeto, más lo conozco. El “buen co-

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nocimiento” es aquel capaz de interpretar todos los
eventos del mundo como si fuesen acciones, como
si fuesen resultados de algún tipo de intencionalidad.
(Tomemos nota: si todo hecho es una acción de al-
guien, todo objeto es un artefacto de alguien.) Para
nosotros, explicar es reducir la intencionalidad de lo
conocido. Para ellos, explicar es profundizar la inten-
cionalidad del que estoy conociendo, es decir, deter-
minar el “objeto” de conocimiento como un “sujeto”.

Hasta en nuestro sentido común el modelo occidental que


describe es dominante.

Exactamente. “Seamos objetivos”. ¿Seamos objetivos?


¡No! Seamos subjetivos, diría un chamán, o no vamos
a entender nada. Bien, estos ideales epistemológicos
implican, respectivamente, ganancias y pérdidas de
cada lado. Hay algunas ventajas en subjetivar “todo”
lo que pasa frente nuestro, como también hay ciertas
pérdidas. Son elecciones culturales básicas.

¿Qué lugares quedarían en nuestra sociedad para un co-


nocimiento menos objetivo y más intencional?

Está claro que hay una serie de ideales alternativos, pero


son, evidentemente, casos dominados, subalternos, o
válidos sólo para dimensiones bien circunscritas, redu-
cidas, del real; que se ve ontológicamente dualizado:
nadie predica, o por lo menos nadie lo toma muy en se-
rio si alguna vez alguien lo predicó, que la Verstehen (la
comprensión intersubjetiva) debe incluir a las plantas,
a las piedras, a las moléculas y a los quarks... Esto no

27
sería científico. El ideal de subjetividad que pienso que
es constitutivo del chamanismo como epistemología
indígena, se encuentra, en nuestra civilización, encerra-
do en lo que Lévi-Strauss llamaba parte natural o reser-
va ecológica dentro de los dominios del pensamiento
domesticado: el arte. En Occidente es como si el pensa-
miento salvaje hubiese sido oficialmente confinado a la
prisión de lujo que es el mundo del arte. Fuera de ahí es
clandestino o “alternativo”. Para nosotros el arte es un
contexto de fantasía, en los múltiples (e incluso peyora-
tivos) sentidos que podría tener esta expresión: el artis-
ta, el inconsciente, el sueño, las emociones, la estética...
El arte es una “experiencia” sólo en el sentido metafóri-
co. Puede ser hasta emocionalmente superior, pero no
es epistemológicamente superior a nada, ni siquiera al
“sentido práctico” cotidiano. Epistemológicamente su-
perior es el conocimiento científico: es él quien manda.
El arte no es ciencia y está todo dicho. Es justamente
esta distinción la que parece no tener ningún sentido
en lo que estoy llamando epistemología chamánica, que
es una epistemología estética. O estético-política, en la
medida en que ella procede por atribución de subjetivi-
dad o “agencia” a las llamadas cosas. Quizás la metáfo-
ra material más evidente de este proceso de subjetiva-
ción del objeto sea una escultura. Lo que está haciendo
el chamán es más o menos eso: esculpiendo sujetos en
las piedras, esculpiendo conceptualmente una forma
humana, esto es, sustrayendo de la piedra todo aquello
que no deja ver la “forma” humana ahí contenida. Los
filósofos acostumbran usar la palabra “antropomorfis-
mo” como censura. Yo, por el contrario, encuentro al
antropomorfismo un gesto intelectual fascinante.

28
¿Cómo ves en la actualidad los estudios en antropología
urbana?

Categorías sub-disciplinarias del tipo “antropología


urbana” me parecen poco útiles. No tengo nada con-
tra estudiar en las ciudades. Sólo que no me gusta la
expresión antropología urbana, como no me gustaría
la antropología rural, silvestre, montañosa, costera,
submarina. Pero no creo que ustedes estén pensando
en antropología urbana en el sentido de los estudios
–no es necesario aclarar que perfectamente legítimos
y obviamente importantísimos– de los contextos so-
ciales de las grandes aglomeraciones humanas. Se
refieren, supongo, a la llamada “antropología de las
sociedades complejas”, de las llamadas sociedades
nacionales de tradición cultural europea (o euroasiá-
tica). Buena parte de lo que la antropología hizo al
aplicarse a las sociedades de tradición cultural occi-
dental y de organización política estatal centralizada,
se limitaba a proyectar los conceptos y el tipo mismo
de objeto característico de la antropología clásica al
contexto urbano. Eso no fue muy lejos, porque para
hacer una verdadera proyección tendría que haber
sido una proyección en el sentido geométrico de la
palabra: lo que se tiene que preservar son las rela-
ciones, no los términos. Entonces, el “equivalente”
del chamanismo amerindio no es el neochamanismo
californiano, o el candomblé bahiano. El equivalente
funcional del chamanismo indígena es la ciencia. Es
el científico, es el laboratorio de física de altas ener-
gías, es el acelerador de partículas. El cascabel del
chamán es un acelerador de partículas.

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Esto no quiere decir que no debamos estudiar el
candomblé o el neochamanismo, ya que está claro que
sí debemos hacerlo. Lo que estoy diciendo es, simple-
mente, que una verdadera traducción de la antropolo-
gía de las sociedades de tradición no occidental a una
antropología de las sociedades occidentales, debería
preservar ciertas relaciones funcionales internas, y no
sólo, o principalmente, ciertas continuidades temáti-
cas e históricas. No estoy diciendo, insisto, que no se
deba estudiar parentesco, candomblé, chamanismo
urbano, pequeños grupos, interacciones cara a cara...
Lo que estoy diciendo es que una antropología urbana
que “hiciera lo mismo” que hace la etnografía indígena
(suponiendo que esto fuese algo deseable, lo cual no
es obvio) estaría (o está) estudiando los laboratorios
de física, las multinacionales del sector farmacéutico,
las nuevas tecnologías reproductivas, las grandes co-
rrientes de pensamiento en las universidades, la pro-
ducción del discurso jurídico, político, etc.

Entonces ¿qué tipo de producción calificarías como digna


del título de “antropología de las sociedades complejas”?

Quedándonos sólo con los nombres extranjeros,


evocaría autores tan diferentes como Louis Dumont,
Michel Foucault, Bruno Latour o Marilyn Strathern. Yo
vería el trabajo de Foucault como más representativo
de una auténtica antropología de las sociedades com-
plejas que, por ejemplo, el estudio de Raymond Firth
sobre el parentesco en Londres. Sólo recientemen-
te la antropología descubrió todo una nueva área de
“antropologicidad” de las sociedades complejas que

30
hasta entonces era reserva cautiva de epistemólogos,
sociólogos, politólogos e historiadores de las ideas.
Nos contentábamos con lo marginal, con lo no oficial,
lo privado, lo familiar, lo doméstico, lo alternativo.
Se hacía antropología del candomblé, pero no había
una antropología seria del catolicismo. Está claro que
es más fácil –y fue absolutamente necesario–, en un
primer momento, transportar lo que aprendemos en
los estudios de religión africana a los estudios sobre
candomblé. Pero no estuvimos preservando las rela-
ciones, sólo los términos. El segundo momento, aho-
ra, es percatarse de que hay más cosas que hacer que
transportar términos. Puedes transportar relaciones, y
lo que vas a estar haciendo es crear conceptos, algo
que a la antropología de las sociedades complejas le
llevó algún tiempo hasta que estuvo en condiciones
de hacerlo. Hasta hace muy poco, la antropología es-
taba muy marcada por los conceptos producidos en
su contexto clásico: reciprocidad, hechicería, maná, in-
tercambio, tótem, tabú. Entonces los antropólogos de
las sociedades complejas buscaban el maná acá, el to-
temismo allá... Todo bien, pero me parece que da para
ir más lejos: de hecho estamos empezando a hacer
antropología simétrica, que es antropologizar el “cen-
tro” y no sólo la “periferia” de nuestra cultura. El cen-
tro de nuestra cultura es el estado constitucional, es la
ciencia, es el cristianismo. Ser capaz de estudiar estos
objetos es una conquista reciente de la antropología.
La antropología de las sociedades complejas tuvo el
inestimable mérito de mostrar que lo periférico y lo
marginal eran parte constitutiva de la realidad socio-
cultural del mundo urbano-moderno, desmontando

31
así la auto-imagen de Occidente como imperio de la
razón y del estado, del derecho y del mercado. Pero
el paso siguiente es analizar esas realidades más o
menos imaginarias que, en un inicio, sólo nos pro-
pusimos deslegitimar. Ya no me parece tan necesario
(puedo estar muy equivocado en esto) deslegitimar, o
sólo deslegitimar esas máquinas de pesadillas; aho-
ra lo que es necesario es estudiar minuciosamente su
funcionamiento. Algo que quizás sólo se haya vuelto
posible en nuestra posmodernidad tardía cuando Ra-
zón, estado, derecho y mercado comienzan, justamen-
te, a dejar de funcionar tan bien, o por lo menos a no
convencer tan bien a tanta gente de que son objetos
universales eternos.

¿Creés que tu obra puede contribuir a una antropología


de la sociedad brasileña?

No estoy demasiado familiarizado con la antropo-


logía de la sociedad brasileña. Fui a hacer etnología
para huir de la sociedad brasileña, ese objeto supues-
tamente obligatorio de todo cientista social de Brasil.
Como ciudadano, soy brasileño y no tengo objeciones.
O mejor dicho, para decir la verdad, frecuentemente
me encuentro sintiendo una gran vergüenza de ser-
lo: no faltan motivos tanto pasados como presentes,
históricos como cotidianos para sentirlo. Pero siem-
pre recuerdo que si fuese natural de cualquier otro
país, tendría motivos tan buenos o todavía mejores
para sentir vergüenza, y es eso lo que me lleva a no
tener realmente objeciones al hecho de ser brasileño.
Porque en última instancia, qué importa. Ser humano

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ante los demás seres vivientes ya es bastante compli-
cado. Lo que no quiere decir que la conciencia de ser
brasileño no me movilice éticamente, no me interpele
políticamente, ni me haga experimentar la mixtura am-
bivalente de sentimientos y de disposiciones asociada
a cualquier pertenencia objetiva.
Me quedo pensando que a lo mejor es en eso que
consiste el sentimiento de pertenecer a una nación:
tener todos motivos propios para avergonzarse, tan
propios (o todavía más) que los siempre recordados
motivos de enorgullecerse. Eso cuando los referidos
“motivos” no son, como sospecho que casi siempre
son, los mismos motivos. Todo orgullo confiesa una
vergüenza. Y toda vergüenza reclama su pago. Y toda
vergüenza clama por ser (a)pagada.
Después de todo, soy brasileño y todo eso. Son raras
las veces en que pienso en esto; y cuando lo hago, al-
gunas veces lo encuentro hasta bueno. Como bien dijo
Tom Jobim, de regreso a Río después de años viviendo
en los Estados Unidos: “allá afuera está bueno, pero
es una mierda; acá es una mierda pero está bueno...”.
Gran verdad. De cualquier modo, como investigador
no creo estar obligado a tener como objeto la llamada
“realidad brasileña”, esa curiosa e intraducible noción.
No se exige eso a los matemáticos o a los físicos. Los
físicos brasileños no están estudiando la “realidad bra-
sileña”. Están estudiando, a no ser que me equivoque
(yo o ellos), sólo la realidad. ¿Por qué un cientista so-
cial brasileño no puede hacer lo mismo? Brasil es una
circunstancia para mí, no es un objeto. Entiendo que,
sobre todo para los pueblos que estudio, Brasil es una
circunstancia y no su condición fundante.

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¿Y el compromiso en relación a las sociedades indígenas
que estudiás?

Eso es otra historia. Creo que “Brasil” (entiéndase el


estado y las clases dominantes) siempre se comportó
de manera innoble frente a los pueblos indígenas. Ele-
gí estudiar a los indios. Pero mi “compromiso” con
estos pueblos que estudio no es un “compromiso po-
lítico” sino un hecho biográfico, una consecuencia de
mi vocación y carrera profesionales. No hago de mi
“compromiso” con los indios ni la causa, ni el objeto,
ni la justificación de mi investigación; no es ningu-
na de esas cosas: es la condición de mi trabajo, que
acepto y que nunca me pesó. Tengo una gran descon-
fianza en las justificaciones políticas de las investiga-
ciones. No me parece una cosa muy noble justificarse
apelando, en general ostentosamente, a la importan-
cia política de lo que se está haciendo. Los peligros de
la auto complacencia son enormes (de nuevo: todo
orgullo es una vergüenza). He visto tantas veces eso
del “compromiso político” usado como una especie
de tranquilizante epistemológico... No siento la me-
nor simpatía por eso. Los encuentro muy buenos a los
tranquilizantes; pero cuando se trata del pensamien-
to, prefiero los inquietantes.

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