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MATERIAL DE CÁTEDRA

Finocchiaro, Alejandro
Ideas, poder y contexto : historia del pensamiento político en Occidente hasta la
modernidad / Alejandro Finocchiaro. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires :
Eudeba, 2023.
Libro digital, EPUB - (Material de cátedra / Facultad de Derecho)
Archivo Digital: descarga
ISBN 978-950-23-3370-0
1. Edad Media. 2. Política. 3. Democracia. I. Título.
CDD 306.2

Eudeba
Universidad de Buenos Aires

Primera edición: mayo de 2023


© 2023
Editorial Universitaria de Buenos Aires
Sociedad de Economía Mixta
Av. Rivadavia 1571/73 (1033) Ciudad de Buenos Aires
Tel.: 4383-8025
www.eudeba.com.ar
Diseño de tapa: Silvina Simondet
Corrección y composición general: Eudeba
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las
sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio
o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.
Inscripción ley 11.723 en trámite
ISBN edición digital (ePub): 978-950-23-3370-0
A Giordano Bruno,
por no haberse retractado.
Índice de contenidos

Agradecimientos
Prólogo
Introducción
Libro primero. Los orígenes
Preludio
Capítulo I. El camino hacia la humanidad
1. La revolución cognitiva
2. Desarrollo del Homo sapiens
3. Jefatura y poder en las primeras formas de organización humana. De
la fuerza a la magia
Capítulo II. El camino hacia la civilización
1. Revolución agrícola: primeras sociedades humanas. Surgimiento de
los proto-Estados y primeras nociones de gobierno. Organización
política y social
2. Aparición de lo divino como explicación del universo. La nueva
legitimación del poder
3. Sociedades matriarcales, inicio y decadencia
Libro segundo. Lo divino como manifestación de poder
Preludio
Capítulo III. La legitimidad divina del gobernante
1. El soberano es dios o su descendiente
2. El soberano como elegido de Dios
3. El soberano como delegado o intermediario de Dios
Capítulo IV. La delegación normativa divina
Libro tercero. Los griegos o la invención de la política
Preludio
Capítulo V. Los mitos
1. Un concepto confuso
2. Transmisión y lectura en contexto
3. Funciones del mito
Capítulo VI. Los primeros educadores
1. Homero
2. Hesíodo
Capítulo VII. El camino hacia la democracia
1. Polis, filosofía y moneda
2. Reformas y tiranos
3. Píndaro y la reacción aristocrática
Capítulo VIII. Dos modelos políticos: Esparta y Atenas
1. Esparta
2. Atenas
Capítulo IX. Los sofistas
1. Los sofistas y su época
2. La obra
3. El discurso democrático
Capítulo X. Platón
1. Platón y su época (428-347 a. e. c.)
2. El método
3. Contrasofistas
4. La dimensión utópica
5. República
6. El Político
7. Las leyes
Capítulo XI. Aristóteles
1. Aristóteles y su época (384-322 a. e. c.)
2. Crítica a Platón
3. Naturaleza humana, política y moral. Surgimiento del Estado
4. Ciudadano y Estado
5. Clasificación de las formas de gobierno y la mejor constitución
6. Teoría de las revoluciones
7. El concepto de justicia
8. La economía
Libro cuarto. Roma o la república
Preludio
Capítulo XII. Polibio
1. Polibio y su época (201-120 a. e. c.)
2. La Constitución romana en tiempos de la república
Capítulo XIII. Marco Tulio Cicerón
1. Cicerón y su época (106-43 e. c.)
2. Apología del régimen republicano
3. La virtud cívica
4. El derecho natural
Libro quinto. El cristianismo o una nueva moral política
Preludio
1. Raíces remotas de pueblos antiguos
2. La sociedad judía en la época de Jesús
3. La cuestión del Jesús histórico
Capítulo XIV. Del judeonazarenismo al cristianismo
1. Los primeros tiempos sin Jesús
2. El Concilio de Jerusalén del 50 y sus consecuencias inmediatas
3. El surgimiento del cristianismo
Capitulo XV. La Iglesia de los romanos y las herejías
Capítulo XVI. El triunfo de Roma y la iglesia universal
1. Constantino y Teodosio. De la tolerancia al poder
2. Valores y disvalores
Capítulo XVII. Agustín de Hipona
1. Agustín y su época (354-430 e. c.)
2. La cristianización de Platón
3. La filosofía de la historia agustiniana. La ciudad de Dios y la ciudad
terrenal
4. La sociedad total del cristianismo
5. Las primeras manifestaciones del agustinismo político
Libro sexto. La Edad Media o el reino de Dios en la Tierra
Preludio
1. Cronología. Continuidades y rupturas
2. La transición de un mundo a otro
3. Cultura y saber
Capítulo XVIII. El pensamiento en penumbras
1. Boecio (ca. 480-524)
2. Isidoro de Sevilla (ca. 560-636)
Interludio
Capítulo XIX. Hierocracia, feudalismo y poliarquía
1. Hierocracia
2. El feudalismo
3. Poliarquía
Posludio
Capítulo XX. Las cartas
Capítulo XXI. Tomás de Aquino
1. Tomás y su época (1225-1274 e. c.)
2. El regreso de Aristóteles
3. La fe y la razón
4. Origen y fin del Estado
5. Origen del poder y formas de gobierno
6. Las formas de gobierno
Capítulo XXII. Después de Tomás
1. Juan de París (1225-1306)
2. Dante (1265-1321)
3. Marsilio de Padua (1275-1342)
4. Guillermo de Occam (1270-1347)
Libro séptimo. El Renacimiento o un puente humano hacia la modernidad
Preludio
Capítulo XXIII. Nicolás Maquiavelo
1. Maquiavelo y su época (1469-1527)
2. Realismo político
3. El príncipe y los Discursos
4. El príncipe
5. El Estado y su razón
6. El patriotismo en Maquiavelo
Capítulo XXIV. Tomás Moro y Utopía
1. Tomás Moro y su época (1478-1535)
2. El nacimiento de las utopías
3. Utopía
Bibliografía
Agradecimientos

A Cecilia, el sol infinito que ilumina mis días. A Alejandro y Sophia, el


alfa y el omega que justifican mi paso por esta vida. A mi familia, por estar
siempre.
Al profesor Edgardo Costa, amigo entrañable que me dio la oportunidad
de iniciarme en la docencia y quien a pesar de su anunciado retiro siempre
seguirá enseñando.
Al Doctor Horacio Sanguinetti, ejemplo de maestro para muchos de
nosotros.
A Miguel De Luca por su lectura atenta y su prólogo.
A todos los profesores con quienes comparto o he compartido cátedra
por su esfuerzo y dedicación para enseñar en tiempos difíciles.
A la Universidad de Buenos Aires, la Universidad Nacional de la
Matanza, la Universidad de Ciencias Sociales y Empresariales y la
Universidad del CEMA por permitirme enseñar en sus claustros.
A todos y cada uno de mis alumnos en todos estos años, por lo aprendido
de ellos.
A Matías Morales y Alejandro Perandones por las charlas que ayudaron
a desentrañar o dar nuevos enfoques a temas complejos.
A Agustín Dovichi, dispensador del tiempo.
A Andrea Miranda y Romina Rosales por su desinteresada colaboración.
A Walter Cerrudo, amigo, colaborador y profesor, compañero de miles
de horas de clases dictadas. Su entusiasmo y colaboración están presentes
en cada página de esta obra.
Finalmente, a Eudeba, que sigue siendo un auténtico orgullo como
editorial universitaria para todos los que amamos la UBA. Cada persona
que allí trabaja es un ejemplo de dedicación y profesionalismo. Siempre les
estaré enormemente agradecido.
Prólogo
Miguel De Luca

Revisar la evolución del pensamiento político occidental es un ejercicio


arduo y complejo. Presentarlo en formato de libro de un único autor y para
un público amplio, no experto pero interesado, es un emprendimiento
propio de unos pocos audaces y persistentes. Porque esta solitaria tarea
requiere apuntar simultáneamente hacia varios y dispares objetivos de
organización y de contenido.
Primero, lograr una exposición panorámica y didáctica que destaque
aportes, autores y períodos, que conserve el equilibrio y evite las
reiteraciones, que proporcione una guía introductoria en la que, a la vez,
pueda reconocerse el aporte original de los pensadores.
Segundo, velar por la unidad argumental, por un hilo conductor
resistente a las tentaciones de la ingente cantidad de material bibliográfico
que la tecnología de hoy pone a disposición de especialistas y curiosos.
Tercero, traspasar las fronteras de la filosofía política y de la teoría
política para adentrarse, cuanto menos, en el territorio de la ciencia política,
el derecho, la historia, la antropología y la economía. Es que para
comprender el contexto del desarrollo del pensamiento político y entender
sus obras más relevantes resulta imprescindible recurrir a otras varias
fuentes del conocimiento.
Cuarto, afrontar la selección de los “grandes libros”, de los clásicos que
serán sometidos a revisión. Arriesgarse más allá de Política de Aristóteles,
de El príncipe de Maquiavelo, de Utopía de Moro. Sí, los clásicos. Sobre
los que Italo Calvino propone algunas magníficas definiciones tales como
“esos libros de los cuales se suele oír decir: ‘Estoy releyendo...’ y nunca
‘Estoy leyendo...’”. Esos libros “que cuanto más cree uno conocerlos de
oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de
verdad”. Esa obra “que nunca termina de decir lo que tiene que decir”, que
“suscita un incesante polvillo de discursos críticos, pero que… se sacude
continuamente de encima”.
Quinto, fijar un léxico político básico que facilite el despliegue de los
hilos argumentales. Por caso, Orden, Estado, Soberanía, Utopía, Paz,
Legitimidad, Poder, Gobierno, Libertad, Igualdad, Justicia. Un conjunto de
conceptos que no tienen un significado único sino que, a partir de una
acepción originaria –usualmente ligada al griego o al latín– han
evolucionado según el transcurso histórico, el contexto cultural, las
creencias religiosas y los marcos ideológicos predominantes. Estos
términos, la consideración de su relevancia, la precisión en su definición y
la noción de su fluidez, permiten no solamente mantener la atención del
lector, sino también explicar tanto el auge y la decadencia de ciertas
prácticas políticas como la radicación o el reemplazo de éstas en unas
comunidades y no en otras. Basta contrastar, por ejemplo, la democracia de
los griegos con la democracia contemporánea, la república en Roma con las
repúblicas actuales.
Sexto, tratar a los clásicos con sensibilidad histórica, pero con el cuidado
de no ahogar la voz de sus autores. Las grandes obras del pensamiento
político están atravesadas por grandes acontecimientos históricos, pero más
de una vez, algunas de esas obras han contribuido a la preparación o el
desencadenamiento de esos grandes acontecimientos. Esa sensibilidad, sin
embargo, no puede encerrar a la obra en su contexto inmediato puesto que
esterilizaría toda su proyección hacia el futuro, toda interpretación en otro
presente. Por ejemplo, El Príncipe. ¿Cómo comprenderlo sin considerar el
Renacimiento, la política en Florencia, Girolamo Savonarola, los Médici,
los Borgia? Y al mismo tiempo, ¿cómo no tener en cuenta la lectura de
Maquiavelo por Antonio Gramsci?
Séptimo, mantener plena conciencia de la diferencia entre un estudio
sobre el pensamiento político en Occidente y un estudio sobre la política en
esta parte del mundo. Y también el entendimiento de que la mejor
preparación para emprender el primero es estar entrenado en la práctica de
los segundos.
Octavo, garantizar una perspectiva crítica. Puesto que enseñar sobre los
grandes maestros del pensamiento político sin enseñar a la par cómo
criticarlos es una pobrísima versión de esos pensadores. Porque entre sus
obras existen aquellas imperfectas, desiguales, sesgadas. Entonces,
justamente, una lectura crítica contribuye a comprender por qué son grandes
maestros.
A Alejandro Finocchiaro, congratulaciones por Ideas, poder y contexto.
Al público con esta obra entre sus manos, ¡a disfrutar de la lectura!
Introducción

Esta obra contiene la historia del pensamiento político en occidente


desde los primeros tiempos de la humanidad hasta el inicio del renacimiento
en este volumen y desde la modernidad hasta nuestros días en el siguiente.
Cada una de las instituciones políticas, jurídicas y estructuras sociales
que moldean nuestro estilo de vida, nuestros valores, nuestra idiosincrasia,
constituyen el resultado de milenios de ideas en conflicto y sus
superaciones, sus avances y retrocesos y justamente de ello trata este libro:
de los pensadores que dieron origen a esas ideas, de los contextos en los que
las desarrollaron y de los procesos que originaron.
Toda manifestación de poder, a lo largo de la historia, ha necesitado ser
legitimada por una serie de ideas que, desarrolladas en palabras, símbolos y
costumbres dieron origen discursos que permitieron su aceptación social.
En otras palabras, las ideas instituyen a través de ciertos medios discursos
legitimadores de aquello que es “pensable” en un momento y lugar
determinados. Cuando se trasciende esa “finitud de lo pensable” se está en
presencia de aquello que llamamos revolución.
Por supuesto que no todos los pensadores que veremos en esta obra han
sido revolucionarios en el sentido grandilocuente del término. Maquiavelo
es el ejemplo por excelencia en esa categoría. Otros han producido
incisiones más o menos profundas en la línea del pensamiento político
occidental y han generado avances significativos para configurar nuestro
mundo, algunos por el contrario han inducido retrocesos notables pero que
finalmente han provocado reacciones que permitieron a la humanidad
continuar en la conquista de las libertades políticas de las que hoy gozamos.
También hemos incluido, en algunos casos, pensadores que se han limitado
a describir y explicar determinadas realidades, sirviendo entonces como
propaganda y consolidación de una matriz de pensamiento. Lo dicho, sirve
para explicar a quién lea estas páginas el criterio usado para la elección de
los pensadores estudiados, aunque por supuesto concordamos con Harold
Bloom (2001), en que a la postre, todo canon posee una cuota de
arbitrariedad a la que no podemos sustraernos.
En este libro, hemos otorgado una importancia singular a los contextos
históricos en los que los pensadores desarrollaron su obra, por ello, en
general al comienzo de cada libro el lector encontrará una descripción
detallada del momento en que se estaban generando las ideas de que se trate
y luego, al comenzar cada autor, una breve biografía del mismo y su época.
Claramente, para entender a Marx, es necesario conocer el tremendo
impacto que la revolución industrial generó en el siglo XIX en las
estructuras políticas, económicas y sociales y todo ello en la vida cotidiana
de los individuos; en resumen, de haber nacido un siglo antes Marx no
hubiese conocido un paisaje con fábricas y proletarios y jamás hubiese
escrito El Capital. Otro tanto podemos decir de Lutero, sin el advenimiento
del cambio de mentalidad colectiva que supuso el humanismo y su
consecuencia el renacimiento, posiblemente, el monje agustino hubiese
terminado en la hoguera como muchos de sus ilustres predecesores.
A tenor de lo dicho es claro que pensadores y contextos se influyen
recíprocamente. Cada uno de los autores que veremos ha sido influido por
el clima de época que le tocó vivir y que de una u otra manera lo
condicionó favorable o desfavorablemente. Ciertos acontecimientos
históricos, analizados en sus profundas complejidades, crean condiciones de
posibilidad para desarrollar determinadas ideas que, quizás, en otro
momento y lugar no hubiesen sido siquiera imaginables. Hizo falta un
extenso proceso de siglos para que, luego de las guerras médicas en Atenas,
surgiera el breve pero decisivo experimento democrático. Las crueles
guerras civiles inglesas dieron el marco para que Hobbes en el siglo XVII
desacralizase el poder en la justificación de la monarquía absoluta; sólo cien
años antes habría sido ejecutado por mucho menos que eso. Pero también
los pensadores modifican su entorno y lo condicionan; así y siguiendo con
la Inglaterra del siglo XVII, la teoría del contrato con la cual Hobbes quitó a
dios del medio sirvió para que una generación después John Locke
construyese las bases del liberalismo político y la monarquía parlamentaria.
Pensadores y contexto se influyen recíprocamente aunque por supuesto sus
efectos muchas veces se manifiesten en forma mediata.
Es verdad que en el mundo de hoy la aceleración histórica hace que en
un mundo, en donde a través de un pequeño dispositivo podamos enviar un
mensaje en cualquier formato, los procesos adquieran una aceleración
muchas veces difícil de asimilar para el ser humano. También es verdad que
esos mismos procesos históricos son muchos más prolongados mientras
más pretérita sea la época estudiada, pero lo que no puede negarse es que
las ideas desencadenan hoy tanto como ayer consecuencias que influyen en
el devenir de la humanidad. En esta obra, por ejemplo, el cristianismo es
estudiado desde su dimensión política y social sin incursionar en el terreno
teológico. Sin embargo y a través de un prolongado proceso de marchas y
contramarchas, casi cuatro siglos después de su aparición, Agustín de
Hipona, mediante su obra intelectual coloca los cimientos de casi mil años
de dominación política cristiana en occidente.
Todos los pensadores trabajan sobre condiciones ideales, sobre un molde
perfecto podríamos decir, en donde sus teorías encajan a la perfección. Por
ello muchas veces solemos advertir la enorme tensión generada cuando
algunas ideas pretenden ser llevadas a la práctica concreta y colisionan allí
con las condiciones de posibilidad reales. De hecho podríamos decir que en
algunos casos como el de Tomás de Aquino, nuestros autores no previeron
que sus ideas pudieran posteriormente ser reinterpretadas o reelaboradas y
en otros contextos justificar exactamente lo contrario a aquello para lo cual
fueron pergeñadas. Finalmente en otras situaciones hemos tenido que
equilibrar la tensión entre el intelectual y el hombre de acción, como ha
sido el caso de Maquiavelo, Tocqueville o Max Weber.
Es necesario realizar algunas consideraciones para una mejor
comprensión de esta obra. En primer lugar, toda información histórica debe
ser entendida en contexto a los fines de no caer en el anacronismo histórico,
mal que aqueja a esta época. En tiempos pretéritos, y diría inclusive hasta
fines del siglo XIX y en algunas dimensiones casi hasta nuestros días, la
humanidad no poseía la misma escala axiológica que sostenemos hoy; lo
que a nosotros nos parece aberrante era a los ojos de los antiguos por lo
menos políticamente aceptable. La justificación que un humanista como
Aristóteles hace de la esclavitud nos puede dar una medida de lo que
intentamos decir. Por otro lado, también es importante resaltar que todo tipo
de medida o proporción proveniente de escritos de la antigüedad poseen un
valor metafórico o simbólico, muy lejos de la exactitud y rigurosidad del
siglo XXI; el pueblo de dios no pasó cuarenta años vagando por el desierto
sino mucho tiempo. Por otra parte, las dataciones de épocas remotas
siempre son aproximaciones.
Hemos tomado conceptos amplios de términos como cultura y
civilización a los efectos de ser más abarcativos en esta obra y no menos.
También hemos jugado hasta una época en donde hemos considerado
conveniente no hacerlo, con la confusión entre los conceptos de mitología,
religión e inclusive en algunos momentos primigenios también con el de
magia.
Cuando citamos de fuentes primarias, las citas cortan el párrafo. Cuando
trabajamos con fuentes secundarias las citas se encuentran inmersas en el
párrafo.
Finalmente, esta obra, que resume más de treinta años de estudios, está
dirigida no sólo a estudiantes universitarios sino también a todas aquellas
personas que sientan un genuino interés en comprender cómo la humanidad
ha evolucionado en su pensamiento, siempre en busca de lograr la
ampliación de sus libertades políticas y sus derechos. Ese y no otro es el
principio rector del pensamiento humano; la búsqueda incesante de la
libertad.
Libro primero
Los orígenes
Preludio

Hace cerca de 4500 millones de años surgió nuestro planeta y durante los
siguientes mil millones de años comenzarían a aparecer los primeros
organismos vivos en manifestaciones sumamente primitivas. Ca de dos
millones de años atrás puede situarse la aparición del Homo habilis, una
evolución del género Homo, así llamado porque podría haber
confeccionado instrumentos líticos y hacer uso de ellos. Si bien existen
indicios de la capacidad de iniciar fuego hace medio millón de años, su uso
cotidiano se generalizó hace 300.000 años. Un poco antes de esas
imprecisas fechas, el Homo había evolucionado hacia la especie neandertal
en Europa y el Cercano Oriente y posteriormente y también por evolución
aparece el Homo sapiens en África, que se expandió luego a otros
continentes hasta que, entre los años 35000 a 30000 a. e. c., quedaron como
únicos representantes de su género, ante la desaparición de los neandertales.
El Homo sapiens –es decir, nosotros, los seres humanos– se encuentra
viviendo en el período Cuaternario, que “ocupa tan solo el 0,046 por ciento
de la historia de la Tierra” (Benito, 2017: 40) y se divide en dos épocas: por
un lado, el Pleistoceno, que se inició con el Cuaternario y culminó hace
10.000 años y, por otro, el Holoceno, que comenzó entonces y es la época
en la que vivimos en la actualidad. Durante el Pleistoceno, se sucedieron
varias glaciaciones, es decir, episodios de fuertes enfriamientos en los
cuales la Tierra quedó a merced de enormes capas de hielo, la última de las
cuales, llamada glaciación Würm, comenzó hace más de 100.000 años y
que dio lugar al Holoceno.
Las distintas glaciaciones –que comenzaron alrededor del 600000 a. e.
c.– captaron agua de los océanos, que llegaron a descender casi cien metros
y se trasladaron a tierra firme, con lo cual aumentó el nivel de hielo y el
consecuente frío. El Homo tuvo entonces, a la fuerza, que adquirir nuevas
costumbres y hábitos. Por ejemplo, ya no podían, como sus antepasados,
pasar la noche arriba de los árboles, sino que debieron ingeniárselas para
construir viviendas con palos, piedras y pieles o, más seguramente, buscar
el abrigo y refugio de las cuevas. Así se fue generando la percepción del
hombre prehistórico como el hombre de las cavernas, con todo lo que ello
implicó desde todo punto de vista: biológico, su vida de relación, su visión
y comprensión del entorno que y, a medida que lentamente evolucionó, sus
primeras manifestaciones de índole cultural, social y espiritual.
El dominio del fuego, ya que no su descubrimiento, constituyó
posiblemente el avance más significativo del Homo en la prehistoria
remota, pues este recurso no solo le proveyó luz y calor, sino también la
posibilidad de cocer sus alimentos, lo cual, en algunos casos, como el de la
carne, los hacía más tiernos, y en otros, como los del trigo o el arroz, a
partir de entonces se volvieron ingeribles y digeribles, además de significar
la eliminación de bacterias y parásitos (Asimov, 2013).
Hasta ahora hemos hablado del género Homo como un ascendiente del
ser humano actual, el cual apareció en el planeta 2.500.000 años atrás, y
también hemos mencionado algunas de sus especies, sobre las que
volveremos más adelante. Sin embargo, estimamos que hacen falta algunas
precisiones antes de abocarnos al tema objeto de esta obra, que no es sino
cómo se fueron construyendo los distintos sistemas de poder político en la
historia humana y las ideas que los sustentaron. La primera de ellas tiene
que ver con los criterios usados por los paleontólogos para distinguir un
Homo de un antropoide y saber así que estábamos en presencia de uno de
nuestros antepasados. Con respecto a ello, Eiroa manifiesta que “La
respuesta se encuentra en los caracteres óseos que ponen de manifiesto
determinados detalles acerca de la estructura general del individuo: la
erección de la figura y los cambios que con ella se relacionan, la
construcción de la columna vertebral, de la pelvis y de los huesos largos de
las extremidades, las manos, los pies, que se adaptan a una determinada
forma para caminar erguidos o para aprehender con precisión” (2014: 150).
La segunda precisión imprescindible es que la evolución del género
Homo no se gestó en una línea de descendencia directa, es decir que no
hubo una evolución lineal en la cual una especie desaparecía para dar lugar
a la siguiente, sino que coexistieron en la Tierra varias especies humanas
(Harari, 2016) como, por ejemplo, los neandertales y los sapiens, de los que
tratará el primer capítulo de este libro.
Capítulo I
El camino hacia la humanidad

1. La revolución cognitiva

El concepto que lleva como título esta sección ha sido utilizado en


términos históricos por el israelí Yuval Harari (2016) para marcar la primera
de las grandes revoluciones de las que ha sido protagonista el Homo sapiens
en su devenir.
Para este autor, dicha revolución se desarrolló entre los años 70000 a
30000 a. e. c. y consistió en nuevas maneras de pensar y comunicarse. En
mayor o menor medida, todos los animales poseen un lenguaje y la
capacidad de transmitir información entre los miembros de la misma
especie. La gran diferencia que incorporó el sapiens fue la capacidad de
transmitir información compleja, o acerca de cosas que no existen. En
resumen, “solo los sapiens pueden hablar de tipos enteros de entidades que
nunca han visto, ni tocado, ni olido” (Harari, 2016: 37).
Ello permitió al ser humano una comprensión más acabada de su
entorno, gracias a la información que podía recoger y transmitir, además de
planificar y llevar adelante acciones complejas, como, por ejemplo,
organizar una cacería. Por otro lado, comenzó a tener la capacidad de lograr
una mayor cohesión de los grupos gracias a la posibilidad de establecer
relaciones sociales duraderas y estables.
También ha sido fundamental en su desarrollo crear y transmitir
conceptos que no tienen existencia en la realidad, como, por ejemplo,
religiones, naciones y otros tipos de “realidades imaginadas”. Se abrió así la
posibilidad, mediante creencias comunes, no solo de amalgamar grupos de
personas, sino de que se incorporara en ellas el sentido de pertenencia. De
todo ello surgió, por otra parte, la posibilidad cierta de transmitir esas
creencias y valores, que pudieron ampliarse a un número cada vez mayor de
individuos que cooperaban entre sí para el logro de objetivos comunes.
Por otro lado, otra consecuencia no menos importante de la revolución
cognitiva ha sido el avance de la técnica, que, basada en una adecuada
información de las posibilidades que otorgaba cada entorno y contexto, le
permitieron al sapiens la resolución de muchas cuestiones, no solo de su
vida cotidiana sino también de su supervivencia.
Información del entorno que puede ser transmitida a otros individuos,
avances en las técnicas, cohesión grupal, planificación, cooperación y
objetivos comunes pusieron al sapiens en un nivel de superioridad con
respecto al neandertal. Se supone que estos últimos desaparecieron de la
Tierra alrededor del año 30000 a. e. c., aunque los estudios históricos
todavía no se ponen de acuerdo respecto de las causas que pudieron
haberlos llevado a la extinción. Lo cierto es que, a partir de ese momento, el
sapiens quedó solo en el planeta como el último grado de evolución del
género Homo.

2. Desarrollo del Homo sapiens

El momento en que el sapiens se convierte en el ser humano actual


frente a la extinción del neandertal coincide en alguna medida con el
período llamado Paleolítico superior debido al descubrimiento de una nueva
técnica lítica localizada básicamente en territorios de la actual Europa, (1)
aunque también se han realizado hallazgos que atestiguan su distribución en
zonas de África, Asia oriental y el Próximo Oriente. Toda esta etapa se
desarrolló durante la última de las glaciaciones, en este caso, exactamente
con la denominada Glaciación Würm, que se extendió hasta el 10000 a. e. c.
De allí que el hombre haya debido sobrevivir en la antesala de la
civilización en un clima extremadamente riguroso en un paisaje muchas
veces muy similar al desierto polar con escasos recursos bióticos.
Solamente en el sur de dicha región existieron algunos pequeños bosques.
Este panorama comienza a variar a partir del 18000 a. e. c., cuando las
temperaturas lentamente toman una curva ascendente. También vale aclarar
que aún en los períodos más fríos existieron algunos intervalos de mejora
en el clima.
En esta época se acelera el ritmo histórico, crece la población en zonas
del oeste y sur de Europa y comienzan a aparecer innovaciones
tecnológicas, en su diversidad y uso en las industrias óseas, líticas y
laminares. También surgen distintos tipos de habilidades y nuevas
estrategias, gracias a la información recogida en el entorno para procurarse
caza y alimentos. Por otra parte, se verifica una más amplia variedad y
regionalización cultural, así como un marcado desarrollo de las
manifestaciones artísticas. Finalmente, y no menor, es la manifestación
tanto de una mayor precisión cronológica como de una mayor conciencia
del mundo funerario (Eiroa, 2016).
Todos los grupos humanos de este período se encontraban mejor
equipados para desenvolverse en su medio que las especies anteriores. Ello,
no solo por su capacidad en la elaboración de utensilios y herramientas con
las que poder confeccionarlos, sino también debido a la invención de
artefactos mecánicos sencillos que potenciaban la fuerza muscular, como el
arco y el lanzador de venablos (Gordon Childe, 1992).
El ser humano vivía en cuevas y abrigos de cualquier especie, naturales
o creadas por él y, a medida que el clima se fue templando, también al aire
libre. Sus grupos estaban mejor estructurados, posiblemente con alguna
forma imprecisa de organización social que excedía al término moderno de
familia, aunque desconocemos sus características exactas. En término
medio, estos agrupamientos no excedían las cincuenta personas, aunque, a
medida que la revolución cognitiva avanzaba, se creaban lazos que
permitían la ampliación de este número para ir dando paso a las primeras
comunidades humanas. El promedio de vida no superaba los treinta y cinco
años aproximadamente, y era muy elevada la mortalidad infantil; las
principales causas de muerte eran las infecciones y los traumatismos.
El conocimiento de los hábitos y costumbres de los animales que
constituían su dieta, la ruta de las manadas, así como la capacidad de
planificar y nuevas técnicas de caza orientaron su búsqueda básicamente a
animales como renos, ciervos, cabras y otros que permitían obtener su
sustento con riesgos menores. Se han encontrado en cuevas y otros
yacimientos arqueológicos restos de perros datados hace alrededor de
14.000 años, lo cual supone su domesticación posiblemente a partir del
lobo. De allí el ser humano seguramente comprendió la posibilidad de
domesticar otro tipo de animales y estos cazadores-recolectores, ya con el
clima más templado, también se convirtieron, en algunas zonas de Europa y
Oriente próximo, en pastores, aunque las fechas al respecto son inciertas.
Lo mismo sucedió con la recolección de frutos cuando se ahondó en la
comprensión de los ciclos estacionarios. De hecho, y ya cerca del fin del
Pleistoceno y la última glaciación, el hombre posiblemente invirtiera muy
poco tiempo diario en la procura de su dieta.
A medida que el hombre pudo desarrollar cada vez más actividades al
aire libre, aunque aún le costase pensar su vida fuera de las cuevas, fueron
apareciendo nuevas industrias de lo cotidiano; por ejemplo, surgieron
artesanos que comenzaron a aplicar técnicas específicas y refinadas, lo cual
supuso una cierta distinción social (Eiroa, 2014). Así, por ejemplo, la
industria textil, que le permitió llevar ropas más adecuadas, y la
construcción de viviendas que, aunque al principio eran usadas cuando las
condiciones climáticas así lo exigían, cada vez fueron habitadas en forma
más permanente.
Un importante rasgo de la evolución humana lo constituyen las primeras
manifestaciones artísticas de los cazadores-recolectores. Han llegado hasta
nosotros representaciones de animales o seres humanos talladas en piedra u
otros elementos como madera y aún marfil, pinturas y bajorrelieves en
paredes y techos de sus cuevas. Contornos más gruesos y burdos en las
primeras esculturas, trazos borrosos dibujados con los dedos que sugieren
más antigüedad que los más delicados dibujos de las cuevas de Altamira
nos legaron detalles y momentos, no solo de las vidas de los artistas y sus
comunidades, sino también de las creencias que tenían.
En este tipo de arte del Paleolítico superior –ya sea el rupestre dentro de
las cuevas o sobre otros soportes, como piedra, marfil o barro cocido–, hay
un predominio de la pintura, el bajorrelieve y el grabado. Con respecto a sus
motivos, en general se trata de escenas de caza o de la vida diaria de la
comunidad, así como figuras humanas de vientre redondeado, posiblemente
femeninas, indicativo de un fuerte culto a la fecundidad. En los casos de
escenas, vale decir que estas, muchas veces, son razonablemente
interpretables. Las explicaciones acerca de la naturaleza de estas
manifestaciones artísticas son muchas y muy variadas, desde el “arte por el
arte”, hasta otras de índole mágica para propiciar determinados eventos en
los cuales y por medio de determinados rituales podía no solo esperarse una
buena caza, por ejemplo, sino la multiplicación de la especie cazada que
constituía el sustento humano. En otros casos, también se han intentado
explicaciones cuasirreligiosas, de acuerdo con las cuales, las cuevas eran
entendidas como lugares sagrados para la celebración de ceremonias e
incluso como espacios de tránsito para rituales chamánicos, cuestión que
será tratada más adelante.
En cuanto a su sistema de creencias espirituales, existe una posición
prácticamente unánime en el sentido de atribuirles a estos grupos humanos
concepciones animistas. El animismo consiste en adjudicarle, a todo lo
existente en el cosmos, conciencia y vasos comunicantes con el ser humano.
También se piensa en aquellas cosas que no tienen materia como los
espíritus. Según Harari, “Los animistas creen que no hay barreras entre los
humanos y otros seres. Todos puede comunicarse directamente mediante
palabras, canciones, bailes y ceremonias” (2016: 71). De hecho, era común
entender que, para estas comunidades de cazadores, la muerte del animal se
asemejaba a un rito en el cual el o los espíritus animales velaban para que se
matara en la medida en que al hombre le era necesario el alimento (Eliade,
2010). Es posible, de acuerdo a los restos de antiguas representaciones y
sitios funerarios, que se tuviese un profundo respeto por los muertos y, en
algunos casos, que se practicase el culto a los antepasados y que, aún sin
comprender la real trascendencia, se intuyese la idea de la reencarnación del
ser humano muerto en forma de animal (Benito, 2017). También se
encontraba sumamente extendido el culto a la fertilidad, simbolizado en la
figura de la mujer; así “El misterio del cuerpo femenino es el misterio del
nacimiento, que es también el misterio de lo no manifiesto en la totalidad de
la naturaleza” (Baring y Cashford, 2005: 27). Viene al caso resaltar que no
estamos hablando de una religión propiamente dicha, sino de diferentes
creencias, rituales y cultos. Tampoco sabemos demasiado en qué consistían
sus celebraciones, ni a que espíritus veneraban con exactitud, sino que
constituyen supuestos muy vagos.
Todo este sistema de creencias del hombre paleolítico terminaría
derivando en distintas formas y concepciones de rituales y fórmulas
mediante las cuales aquel pretendía dominar las fuerzas de la naturaleza que
podríamos llamar magia y que en especial y en los primeros tiempos,
seguramente fue utilizada para procurar alimentación, fecundidad y
protección tanto frente a eventuales enemigos como a las misteriosas
fuerzas del cosmos mismo. James Frazer, en su icónica obra La rama
dorada (1992), se refiere a este tipo de actividad como magia simpatética,
la cual básicamente se divide en dos principios básicos: por un lado, que lo
semejante produce lo semejante, y a este principio lo llamó “ley de
semejanza”; por otro, que las cosas que una vez estuvieron en contacto
siguen influyéndose mutuamente a la distancia, aún después de haber
perdido todo contacto físico, y a este segundo principio lo denominó “ley de
contagio”. Con respecto a la ley de semejanza, el mago o chamán –es decir,
aquel que domina la magia– entiende que puede producir el efecto deseado
imitándolo; un ejemplo típico de ello es, en vísperas de una batalla, la
confección de muñecos de barro o cera del enemigo, para luego destruirlos
de la misma manera que se esperaba fueran destruidos aquellos de carne y
hueso en la contienda real. En términos de la ley de contagio, quien propicia
los efectos mágicos entiende que lo que se haga con un objeto material que
estuvo en contacto con una persona la afectará de igual manera haya o no
este objeto formado parte de su propio cuerpo; una forma simple de
entender este principio es la creencia de que la suerte de una persona
depende del tratamiento que tenga su cordón umbilical una vez separado del
cuerpo. Finalmente, cabe agregar que la ley de semejanza producirá lo que
llamaremos “magia homeopática”, y la ley de contagio, “magia
contaminante”.
Más allá de la efectividad que la actividad mágica pudo haber tenido en
la vida del ser humano en el Paleolítico, lo cierto es que la idea de un
hombre que pudiese poseer el arte de dominar tanto las fuerzas naturales
como las humanas se extendería hasta la época histórica y se constituiría en
una lógica organizadora y justificadora de determinadas formas de poder.

3. Jefatura y poder en las primeras formas de organización


humana. De la fuerza a la magia

Contamos con nociones bastante imprecisas acerca de las primeras


formas de organización humana. Es cierto que cuando hablamos de la
revolución cognitiva dejamos establecido que, a través de conceptos
compartidos, sumados a una forma amplia de comunicación, los grupos
humanos lograron aumentar su número, a diferencia de los animales
gregarios, que rara vez sobrepasan la centena. Sin embargo, épocas,
magnitudes, lugares y formas apenas pueden establecerse con alguna
precisión y, en general, son fruto de inferencias. El panorama general de su
vida es harto difícil de reconstruir, y los hechos concretos, prácticamente
irrecuperables. De su estructura social y política, así como su ordenamiento
en temas como la propiedad privada, o la monogamia, o el incesto, apenas
conocemos algo.
Ahora bien, partiendo de todo aquello de lo cual no tenemos precisiones
o ignoramos, sí inferimos, como ya se ha dicho, que el sapiens, devenido
único representante humano, pudo haber tenido alguna forma de
organización más allá de lo que entendemos por familia en el Occidente
actual. Pensemos en seres humanos que, aun siendo cazadores y
recolectores, permanecían por generaciones viviendo dentro de cuevas y
solo salían a enfrentar un mundo hostil para lograr su sustento. También
que, sobre el fin del Paleolítico, incluso cuando ya la vida al aire libre se
hizo más frecuente y luego casi permanente, el hombre debía enfrentarse
permanentemente tanto a fuerzas de origen natural como animal, incluidos
posiblemente otros grupos humanos con los que disputaban alimento o
territorio. Es posible entonces que la más primitiva forma de asociación
humana haya sido la horda (Sánchez Viamonte, 1962), es decir, una especie
de comunidad rudimentaria y precaria en cuanto a las vinculaciones que
unían a sus integrantes.
La horda tal vez tuviese como objetivo la mera supervivencia del grupo,
la consecución de alimentos, protección y reproducción. Aquí todavía no
hay una comunidad con vínculos estables de ningún tipo, pero sí tuvo que
haber aparecido la lógica de la jefatura y quizá el primer discurso
legitimador del poder en la historia humana: el de la fuerza. En estas
primeras agrupaciones que aparecen en la humanidad y en un mundo
sumamente adverso conjeturamos que los primeros hombres deben haber
valorado a aquellos de entre sus pares cuyo vigor y presencia de ánimo, así
como su fortaleza y resistencia física le conferían autoridad frente a los
demás en la consecución de sus fines. Seguramente ello vino acompañado
de obvias comparaciones con determinadas especies de animales que
también poseían atributos similares, y esta precaria simbología derivó en
una especie de culto al jefe. Tampoco estaríamos errados al afirmar que esta
forma de manifestación y justificación del poder debió producir liderazgos
inestables a partir de las muy probables disputas que habrían tenido lugar, o
bien por la sucesión de un jefe muerto o bien en ocasión de surgir
eventuales competidores al líder en un momento determinado. Aunque lo
dicho anteriormente puede darnos una idea de suma fragilidad en este tipo
de autoridad, lo cierto es que ella perduró durante un larguísimo proceso
hasta que el hombre evolucionó hacia formas más complejas a la hora de
justificar sus estructuras sociopolíticas. Por otra parte –y ello se verá a lo
largo de esta obra–, el concepto de fuerza a la hora de legitimar diferentes
regímenes políticos –aunque, por supuesto, con argumentos más sutiles y
refinados que la mera fortaleza física– lo volveremos a encontrar con
frecuencia en la historia de la humanidad, incluso hasta nuestros días.
Si bien algunos autores clásicos, como Jellinek (1943), consideran
dudoso que la primaria organización humana haya sido la horda, tampoco
aventuran otras teorías demasiado diferentes, por las imposibilidades ya
estudiadas. Posiblemente hacia el fin del Paleolítico, el fruto de esta
evolución haya sido el clan y posteriormente la tribu. Es de destacar que ya
aquí las estructuras relacionales son más estables y existe una idea más
acabada de la autoridad. Una de las consecuencias de ello es que en estas
comunidades más organizadas se necesitaba un discurso más elaborado y de
menor precariedad que la mera fuerza. La humanidad encontró entonces en
la práctica de la magia –que, como se ha narrado en el apartado anterior,
comenzó a ser frecuente en los últimos milenios del Paleolítico– una
manera intelectualmente más sofisticada de explicar sus estructuras sociales
y justificar el poder.
Ya hemos hablado de la figura del mago, chamán o hechicero como
aquella persona que dominaba las artes mágicas practicadas en favor o en
contra de sus semejantes. Esto podía circunscribirse simplemente al ámbito
privado, aunque, sin embargo, también existía una práctica a la que
“podemos denominar magia pública, esto es, la hechicería practicada en
beneficio de la sociedad en conjunto. Siempre que las ceremonias de esta
clase se observen para el bien común, es claro que el hechicero deja de ser
meramente un practicón privado y en cierto modo se convierte en
funcionario público” (Frazer, 1992: 71). De hecho, la posición de estos
funcionarios irá evolucionando desde la popularidad y preeminencia hasta,
en muchos casos, adquirir las facultades y autoridad de la jefatura, y aún la
figura del rey.
Para una mejor comprensión de este fenómeno, simplemente
reflexionemos que estos grupos humanos dependían, para su alimentación,
salud y protección, de las características del contexto en que vivían. Frente
a una sequía que agostaba la vegetación y mataba de sed a los animales,
estos hombres no tenían a su alcance tiendas de comestibles para poder
adquirir lo básico para su sustento; igualmente, frente a un accidente o
enfermedad, no cabía la posibilidad de ingresar a un centro de salud para
ser tratado. Simplemente, morían. Entendamos entonces la lógica posición
de superioridad que alcanzaban los magos o chamanes que, con sus
prácticas o ritos, podían provocar la lluvia salvadora o que, mediante alguna
mezcla o infusión pudiesen aliviar un dolor o curar alguna patología. Eran
simplemente vistos como personas que podían dominar nada menos que a la
naturaleza, gente a quien obedecían las fuerzas en apariencia inexorables
del cosmos. Frente a tamaña demostración de poder, en un contexto en el
que eran más las preguntas que las respuestas, ¿cómo no obedecer a aquel
que puede someter a su voluntad al mundo mismo?
Ahora bien, ¿quiénes eran estos hombres? ¿Qué tipo de poderes o
habilidades poseían en realidad? En esencia, podríamos convenir en que la
magia posee una lógica similar a nuestra moderna ciencia, es decir,
idénticas causas producirán los mismos efectos. Según Frazer, “En ambas,
la sucesión de acaecimientos se supone que es perfectamente regular y
cierta, estando determinadas por leyes inmutables, cuya actuación puede ser
prevista y calculada con precisión” (1992: 75). Por supuesto, dicho esto,
también sabemos que, en un caso, existe una metodología que permite
realizar afirmaciones científicas y que, sin extendernos en el particular, los
efectos logrados son el resultado de la corroboración de leyes inalterables,
como, por ejemplo, la ley de gravedad. En el caso de la magia de la que
hablamos aquí, las prácticas, procedimientos y rituales dependían de
infinidad de cuestiones azarosas, las cuales hacían que no siempre se
verificase en la realidad el efecto buscado. De hecho, aún en los casos en
que ciertos efectos podían alcanzar una cierta regularidad, ello se debía más
a observaciones y comprensión de determinados fenómenos que a la magia
misma.
Con respecto a quienes lograban este tipo de posición de prestigio y
poder en estas primigenias comunidades, podemos conjeturar que lo han
sido hombres no solo ambiciosos sino, y por sobre todo, aquellos de ingenio
más agudo, los más perspicaces y observadores. Personas que lograban una
mayor comprensión del entorno sin comunicar a los demás sus secretos, ya
que allí radicaba la fuente de su poder. El hecho de lograr una clara
inteligencia sobre los fenómenos meteorológicos, señales tales como el
sentido del viento, el color de las nubes, el vuelo o la emigración de
determinadas especies animales, las propiedades de algunas plantas o los
ciclos estacionarios, sumados al brillo de ceremonias, ritos y conjuros,
colocaban al hechicero, mago o chamán, claramente por encima en la escala
social de sus crédulos compañeros. La magia se transformó en una forma
abreviada de hacerse con el poder (Gordon Childe, 1992).
De esta forma, se fue construyendo un nuevo discurso que justificó el
poder, la capacidad de mando y las estructuras sociales alrededor de estos
funcionarios, que alcanzaban muchas veces gran influencia e incluso la
potestad del jefe, del rey o similar. Así como anteriormente la fuerza había
otorgado una autoridad que permitía a estos cazadores-recolectores
protegerse de las influencias ajenas a él, así la magia avanzaría
demostrando que, además, el hombre puede dominar a la naturaleza y aún a
otros hombres; comenzó a mandar sobre su entorno, sobre el cielo y la
tierra, sobre las aguas, las cosechas, el mundo animal, las enfermedades e
incluso la muerte. De hecho, los rituales de ascensión y vuelo a partir de
trances y éxtasis fueron comunes en esta época, auspiciadas por el chamán,
lo cual le permitió al hombre sobrepasar su mera condición humana
(Armstrong, 2005).
El poder se organizó entonces a través del eje discursivo que la magia
proporcionaba. Argumentos poderosos sostenían esta nueva legitimación: el
hombre, a través de sus jefes, podía domeñar las fuerzas del cosmos,
muchas veces ajenas, casi siempre desconocidas. Seguir a aquellos que
ostentaban tremendo imperio era también participar en la idea del dominio
del entorno y de la propia vida. Es cierto que toda esa legitimidad se basaba
en la impostura y el engaño, aun cuando en algunos casos, como el de las
plantas medicinales, existiera un principio de veracidad en la causa y el
efecto, pero que siempre eran atribuidos al mago. La cuestión se suscitaba
cuando la magia no surtía el efecto deseado. Sin embargo, todo discurso
ordenador de una sociedad lleva en sí mismo, incorporado, el antídoto o la
explicación de su ineficacia. La culpa entonces de la falencia mágica recaía
generalmente en algún o algunos miembros de la comunidad, ya fuera en su
carácter subjetivo o en acciones o actos que pudiesen haber tornado
ineficaces los ritos mágicos; un claro ejemplo podría ser el caso de los
guerreros que no se purificaban antes de un combate o que mantuvieron
relaciones carnales con sus mujeres cuando ello estaba vedado antes de la
batalla. En circunstancias extremas recaía en el propio hechicero, a quien se
acusaba de haber perdido sus dotes, o cuando la tribu entendía que otro
mago más poderoso anulaba sus conjuros. Es del caso observar que en las
circunstancias descriptas no se dejaba de creer en el discurso mágico, que
permanecía intocado, sino en el propio chamán, o se atribuía la culpabilidad
a miembros del grupo.
En algunos casos, el arte mágico hacía invocación de espíritus que, como
se ha visto, constituía un sistema de creencias de índole animista. A medida
que la humanidad fue evolucionando, comenzó a comprender determinados
procesos abstractos, como por ejemplo, el fenómeno de las fases de la luna,
entendiendo que en la fase de la luna nueva esta no dejaba de existir sino
que había una transformación que puede haber asociado posiblemente a un
proceso de regeneración entre vida y muerte. Este lento desarrollo de la
comprensión de aquello que materialmente no existía en lo concreto iría
dando paso a la conciencia religiosa o divina. La magia del Paleolítico
superior es antecedente de la religión. Sin embargo, como estudiaremos a
continuación, un discurso no sustituirá violenta y abruptamente a otro, sino
que ambos convivirán durante un largo período hasta que sea la lógica
divina la que se termine por imponer.

1. El Paleolítico es el primer período de la Edad de Piedra o de la piedra tallada y se extendió


aproximadamente entre los 2500000 años a. e. c. hasta el 12000/10000 a. e. c. En él se distinguen
cronológicamente tres fases: inferior, medio y superior. El Paleolítico superior comenzó alrededor del
40000 a. e. c.
Capítulo II
El camino hacia la civilización

1. Revolución agrícola: primeras sociedades humanas.


Surgimiento de los proto-Estados y primeras nociones de
gobierno. Organización política y social

El fin de la época glacial marca también el final del Paleolítico. Este


hecho, producido aproximadamente entre el 10000 y el 8000 a. e. c., estuvo
marcado por una alteración del clima que modificó sustancialmente el
paisaje: el bosque sustituyó a la estepa y la fauna se retiró gradualmente
hacia el sur de Europa. Por supuesto que este proceso no se verificó de la
misma forma y al mismo tiempo en todas partes, y las teorías acerca de las
causas que originaron el Neolítico o Edad de la Piedra nueva son muchas y
diversas y no son objeto de esta obra. De hecho y según Eiroa, los
historiadores deben tomar todas estas causas y “conciliarlas” aunque, como
no hablamos de un corte abrupto sino de un proceso, el orden de prelación
en el que mismo se dio sería el siguiente: “(1) El proceso ocurrió en
diversas partes del mundo en forma independiente; (2) pero para que
pudiera producirse se requerían unas condiciones previas de cierto nivel de
desarrollo cultural y tecnológico y un medio ambiente adecuado; (3) sin
embargo, el proceso fue lento, diacrónico y desigual y requirió una larga
etapa de experimentación en todos los sentidos; (4) pero, una vez
producido, ya no hubo regresiones y los logros obtenidos se expandieron
por todas partes” (2014: 280).
Las transformaciones a que dará lugar esta nueva relación del hombre
con su entorno, dentro de los límites geográficos que nos hemos propuesto
estudiar, se iniciaron en la fértil Media Luna alrededor del 8000 a. e. c., y en
la actual región de Europa balcánica alrededor de un milenio después. Hasta
ese momento y al igual que desde la aparición de los primitivos homínidos,
más de dos millones de años antes, la humanidad había subsistido
recogiendo aquello que la tierra proveía naturalmente y cazando en las
oportunidades en que podía hacerlo. La domesticación de animales y el
descubrimiento de los ciclos que permitieron desarrollar la agricultura
supusieron un cambio fundamental en la relación humana con su medio; el
hombre comenzó a dominar la materia y consecuentemente fue
descubriendo y adoptando nuevas tecnologías. Posiblemente podamos ya
comenzar a hablar de una economía elemental pero revolucionaria, pues el
ser humano, a partir de un proceso de continua experimentación, comenzó a
tener control sobre el abastecimiento de sus alimentos.
Esta transformación de la naturaleza por el hombre es probable que haya
comenzado por la relación con el mundo animal; sabemos que hace 12.000
años, las cabras fueron domesticadas en lo que hoy conocemos como el
Próximo Oriente, (1) a ellas les siguieron otras especies a lo largo del
tiempo, como la oveja, el cerdo y el buey. Por supuesto que esto no hizo a
los humanos sedentarios, sino que siguieron recolectando y cazando, pero
también necesitaban desplazarse en busca de lugares de pastoreo. Sin
embargo, a partir de este proceso pudieron acceder a la leche y a algunos de
sus derivados y, con una palabra que comenzaremos a ver con más
frecuencia, también al consumo de carne. Esa palabra es planificación.
También las primeras siembras y recolección de cereales van a darse
entre el 9000 y el 8000 a. e. c. quizás en los territorios que modernamente
ocupan Siria, Israel, Líbano, Jordania e Irak. La cebada y el trigo
posiblemente fueron los primeros cereales susceptibles de ser apropiados
con este proceso y, más allá de la ingesta del grano tostado, el hombre
descubrió que podía triturarlos y convertirlos en harina, lo cual dio lugar
entonces a otros derivados, como ya vimos que pudo hacerse a partir de la
ganadería.
Ya dijimos que aún antes de que el hombre se hiciese agricultor existían
algunos conglomerados que podían denominarse aldeas, pero que no
necesariamente tenían una vida permanente. La humanidad comenzó a
asentarse en forma estable cuando, descubiertos los ciclos naturales de la
agricultura, entendió que podía autosustentarse en materia alimentaria. La
curva poblacional se disparó y la humanidad creció desmesuradamente; al
respecto y solo en referencia al cultivo de trigo, Harari manifiesta que este
cereal “proporcionaba mucha más comida por unidad de territorio, y por
ello permitió a Homo Sapiens multiplicarse exponencialmente” (2016: 101).
Pero, si bien es verdad que esta nueva situación proporcionaba al género
humano una más que razonable seguridad en cuanto a su subsistencia, no es
menos cierto que, a partir de la consolidación de este proceso, el hombre
debió comenzar a utilizar el tiempo de otra manera: la siembra, el cuidado y
la cosecha requerían trabajo, el cual también se extendía a otros
procedimientos, como la construcción de lugares de almacenaje y su
posterior guarda; la distribución posterior, la construcción de mecanismos
de defensa y muchos otros quehaceres constituyeron el precio a pagar por
las nuevas certezas adquiridas. Anteriormente ya habíamos expresado que,
en esta nueva situación, el antiguo cazador-recolector debió dedicar mucho
más tiempo a su sustento y posiblemente con una dieta mucho menos
variada que antes.
Por otra parte, esta nueva vida en comunidad contribuyó a crear hábitos,
costumbres, idiosincrasias, ritos funerarios, ornamentos, armas,
herramientas propias de cada uno de estos agrupamientos, y a agudizar el
ingenio creando nuevas técnicas para mejorar la vida común; las diferentes
manifestaciones de la cerámica en cuanto recipientes de almacenamiento y
otros usos o la fabricación de tejidos son un buen ejemplo de ello. Esto dio
lugar a la aparición de entidades culturales diferentes y asincrónicas que
posteriormente se diseminarían y esparcirían en contacto con otras.
La sedentarización que trajo aparejada la revolución agrícola produjo
enormes cambios sociales. Más allá de que seguramente las primeras tierras
de labranza pudieron ser comunes, con el paso del tiempo, la estabilidad
lograda daría paso a las primeras formas tanto de propiedad privada como
de espacios compartidos por todos quienes habitaban una aldea. También
aparecen tanto las primeras manifestaciones rígidas de la división del
trabajo como jerarquías y las primeras nociones acerca del gobierno, ya no
solo en manos de un jefe, rey o hechicero, sino de una organización algo
más compleja, que pudiese coordinar los esfuerzos comunes: la tarea
agrícola ganadera en sí misma, todos los elementos y procedimientos
auxiliares a ella, una cierta distribución de las construcciones y de los
sistemas de defensa, pues la intensificación de la producción va a dar lugar
a excedentes que no solamente podían almacenarse para épocas de carestía
sino también comenzar a ofrecerlos a otras agrupaciones humanas. En
definitiva, vuelve a aparecer nuevamente la palabra planificación, porque ya
no se trata de sobrevivir, sino de vivir y de pensar hacia el mañana. En la
revolución agrícola aparece entonces la idea de futuro, que no existía en las
hordas del Paleolítico que vivían el día ya que, al depender absolutamente
de las variaciones naturales, no podían prever ni programar hacia el futuro
adelante.
La vida de estas primitivas comunidades tuvo que ser organizada pues,
aunque fuera en forma mínima en tareas de producción, defensa de aquellos
grupos todavía nómadas a quienes tentaban la posibilidad de alimento
seguro, coordinación de actividades comunes, rituales mágico-espirituales y
en la confección de primigenias reglas básicas de convivencia que
seguramente fueron surgiendo a través de la práctica y la costumbre. A esta
altura, es importante destacar que todavía estamos haciendo referencia a
pequeñas aldeas, asentamientos posiblemente de unas cuantas familias
numerosas y todas ellas con fuertes lazos parentales (Liverani, 2012). Las
estructuras sociales se basaban generalmente en los cabezas de familia y, si
bien las jerarquías no eran tajantes en cuanto a rangos, las jefaturas estaban
dadas por la lógica patriarcal, aunque seguían teniendo gran importancia los
magos y/o sacerdotes. Es menester aclarar que en estas primeras
organizaciones aldeanas, donde primaba lo local, aún la clase dirigente tenía
poco peso en la política y el culto. A medida que la población aumentaba y
la tecnología evolucionaba, estas agrupaciones irían dando paso al
fenómeno de urbanización al crear las primeras ciudades de la historia con
una mayor complejidad en sus estructuras políticas, económicas y sociales.

2. Aparición de lo divino como explicación del universo. La


nueva legitimación del poder

Una de las mayores paradojas de esta época radica, dentro del proceso de
lento pero enorme desarrollo que experimentaba el hombre al conseguir
dominar a la naturaleza y asegurarse así no solo su sustento, sino la
capacidad de orientar sus acciones hacia el futuro, en la pérdida la
confianza en sí mismo para mantener y acrecentar ese dominio.
Una nueva forma de explicar el mundo y de legitimar el poder más allá
del hombre se iría dando paso, conviviendo primero con, y suplantaría
después a la magia como explicación ordenadora del cosmos.
Efectivamente, entre la magia y la religión no existió una cesura abrupta,
sino un gradual y lento cambio de paradigma, teniendo en cuenta que
todavía en esta obra, y salvo precisas aclaraciones, el paso del tiempo se
estima en siglos o quizás en milenios, con lo cual la datación de un suceso
resulta en ocasiones sumamente vaga.
Por un lado, y a medida que la humanidad comenzaba a conocer
determinados procesos, como los ciclos de las cosechas y la periodicidad de
las lluvias o las propiedades que determinadas raíces y plantas podían tener
sobre algunas patologías, el área de influencia del mago o chamán se fue
estrechando al ser develado el velo que teñía de sobrenaturales sus
acciones. También la ineficacia reiterada de muchos de sus conjuros y
rituales convencieron a las comunidades de que ya no debía serles otorgada
la preeminencia que se le había dado en el pasado. Por supuesto, ello
mermó considerablemente los poderes políticos de los hechiceros, aunque
durante muchos siglos continuaron poseyendo algunos privilegios y
ascendiente en sus sociedades junto con los sacerdotes en la confusión que
entremezcló magia y religión durante un largo período. La magia es anterior
a la religión, pero, aunque sus lógicas son sumamente diferentes, la una es
antecedente de la otra. No debemos olvidar que una de las funciones de los
chamanes consistía en la invocación de determinados espíritus de la
naturaleza.
El hombre, que había logrado notables avances desde el punto de vista
material e incluso cultural, comenzó a sentirse solo y pequeño ante la
enormidad de la creación. Frente a aquellas fuerzas del universo que no
comprendía y mucho menos podía controlar, la magia ya no ofrecía
soluciones; ello implicó claramente “El reconocimiento de la impotencia
humana para influir en gran escala sobre el curso de la naturaleza” (Frazer
2003: 85).
Ahora bien, si a pesar de que ni magos ni hechiceros poseían los poderes
que otrora se les atribuían, pero determinados fenómenos –tanto
afortunados como aciagos– seguían sucediendo, ellos debían ser producidos
y controlados por otro tipo de seres sobrenaturales y poderosos, mucho más
poderosos que el hombre y a los que entonces habría que propiciar.
La construcción humana de lo divino, de lo sobrenatural, de aquello que
no puede percibirse sensorialmente pero que, sin embargo, tiene poder
sobre el universo entero puede explicarse por varios factores, además de la
caída en desgracia del discurso mágico. Por un lado, como ya se ha dicho,
entre las creencias animistas del ser humano del Paleolítico superior se
encontraban aquellas relativas a espíritus asociados a los animales, a las
plantas, las rocas y básicamente todo lo existente. Sin embargo, esos eran
espíritus a los que el hombre consideraba en un pie de igualdad consigo
mismo; los respetaba, pero, mediante determinados ritos o fórmulas, se
creía capaz de derrotarlos o de adquirir poder sobre ellos. La revolución
agrícola supuso además, para la humanidad, la absorción de muchísimos
fenómenos y un cambio de contexto y condiciones tan diferentes de la
época paleolítica que despertaron una gran espiritualidad, que “aportó a las
personas, un concepto completamente diferente de sí mismas y de su
mundo” (Armstrong, 2005: 47).
Otro factor también heredado del Paleolítico y no menos importante –de
hecho, podríamos decir esencial en la creación del concepto divino– es la
facultad de pensar en modo abstracto. Baring y Cashford (2005) entienden
que es posible que el hombre desarrollase la habilidad para hacerlo a partir
de la comprensión de las cuatro fases lunares, es decir cuando descubrió
que a las tres visibles debía agregarse una más, la luna nueva que, aunque
no visible, existía, posiblemente asociada a un fenómeno de regeneración.
También Childe (1992), al hablar de las pinturas en cuevas, manifiesta que
el ser humano podía entender la idea de un ciervo en forma abstracta y
simbolizarlo al dibujarlo de una forma más general sin tener presente al
animal. Lo trascendental de este paso dado por la humanidad, consistente en
el pensamiento abstracto, es la facultad de concebir la idea de aquello que
no es visible y que, en algunos casos, no ha visto nunca.
Un punto de vista menos sutil en su teoría de los “ordenes imaginados”
que permiten cohesionar a las sociedades es el de Harari, quien dice que
“Cuando la revolución agrícola abrió oportunidades para la creación de
ciudades atestadas e imperios poderosos, la gente inventó relatos acerca de
grandes dioses, patrias (…) para proporcionar los vínculos sociales
necesarios” (2016: 122).
La aparición del fenómeno divino no puede datarse en forma precisa,
salvo que tuvo lugar durante la revolución agrícola en el Neolítico. De
hecho, continúa siendo difícil explicar la similitud en las estructuras de sus
elementos y relatos primigenios, como, por ejemplo, aquellos que aluden a
la creación, a la fertilidad, al inframundo o a sus rituales en contextos
geográficos y culturas diferentes. A la teoría psicológica que
tempranamente expuso Frazer (2003), consistente en que ello se debe a que
en circunstancias similares los hombres tienden a pensar y actuar en
idéntica o parecida forma, Campbell contrapone una tesis consistente en
que “en determinados momentos y determinados lugares, históricamente
determinables, se habrían producido importantes transformaciones
culturales cuyos efectos se habrían difundido por todos los confines de la
tierra; y que junto con ellos se habrían transferido constelaciones de
motivos y sistemas mitológicos asociados” (2012: 97). (2)
En resumen, la humanidad, que protagonizaba en ese momento una de
las grandes revoluciones de su historia, elaboró un discurso para explicar el
universo circundante a partir de la existencia de seres sobrenaturales y
superiores a él mismo. Desde ese momento, el hombre comenzó a depender
absolutamente de lo divino y de sus manifestaciones concretas: los dioses a
quienes había que propiciar o apaciguar mediante diferentes ceremonias,
oraciones, rituales, sacrificios o acciones. A diferencia del discurso de la
fuerza o aún el de la magia, en los cuales la humanidad dominaba a las
fuerzas cósmicas, aquí resigna su destino a la noción de lo sobrehumano.
En la opinión de Frazer, “su antiguo comportamiento libre se transforma en
la más abyecta postración ante los misteriosos poderes invisibles y su más
apreciable virtud es someter a ellos su voluntad” (2003: 85).
Si una cosmovisión tiende a explicar todos los fenómenos y sucesos
universales, también lo hará con las formas de organización humana y
centralmente con el poder. Podríamos decir de esta manera que, al surgir la
noción de lo divino como cosmovisión, también habrá surgido el discurso
que, al desarrollarse en variadas manifestaciones a lo largo del tiempo,
legitimará el poder durante casi toda la historia humana.

3. Sociedades matriarcales, inicio y decadencia

Previamente al paso que nos llevará a estudiar la manera en que la


explicación divina y sobrenatural del mundo justificará y legitimará de
diferentes formas el poder y las relaciones sociales a partir de desarrollos
cada vez más elaborados y sutiles, es interesante observar una experiencia
que, limitada en principio a un área geográfica determinada, tuvo
consecuencias en el tiempo más allá de su posterior declinación, y aún en el
espacio, al expandirse más allá de su primigenia zona de influencia. Nos
referimos a las sociedades matriarcales o, quizá más correctamente, no
patriarcales, que se desarrollaron en lo que Marija Gimbutas (2014)
denominó “La vieja Europa” entre el 7000 y el 3500 a. e. c.
aproximadamente.
Si bien es cierto que ya desde el Paleolítico superior la imagen de “lo
femenino” estaba asociada a la fertilidad, la vida y los ciclos de
regeneración, no es menos cierto que a partir del descubrimiento de la
agricultura, con su promesa de sustento periódico, las tareas de la tierra
cobran un aspecto casi sacramental y la inferencia entre el vientre dador de
vida humana y la madre tierra de la cual nacían las espigas fue obvia desde
el principio. De hecho, y según Baring y Cashford, “Las mujeres y la
sacralidad femenina se elevan a primera categoría. Desde el momento en
que las mujeres toman parte decisiva en el cultivo de las plantas, se
convierten en las dueñas de los campos cultivados, lo cual eleva su posición
social y crea instituciones características, como, por ejemplo, la
matrilocación, por la que el marido quedaba obligado a vivir en la casa de
su mujer” (2005: 71-72).
En un área ubicada desde el Egeo hasta el Adriático incluidas las islas y
que por el norte llegaba hasta las actuales República Checa, sur de Polonia
y oeste de Ucrania, incluida la franja costera turca, los antiguos y pequeños
poblados a los que hicimos alusión en el apartado anterior comenzaron a
desarrollarse hasta convertirse en pequeños centros urbanos. En ellos
podían vivir algunos miles de habitantes, que generaron una cultura
razonablemente autónoma, cuyo centro era la figura de una diosa que
encarnaba el principio y centro de todo como dadora de vida y fertilidad.
De hecho, aquellos viejos héroes masculinos del Paleolítico que protegían a
su comunidad, se vuelven ineptos y comienzan a retirarse frente a la fuerza
arrolladora de esta diosa que periódicamente vence a la muerte regenerando
la vida obteniendo el sustento para los suyos y restaurando la armonía y el
equilibrio (Armstrong, 2005).
Esta gran diosa tenía, por supuesto, variadas asociaciones y sus
consecuentes representaciones. Las más obvias son las relacionadas con la
vegetación y la agricultura, quien velaba por la siembra y a quien se le
ofrecían las “primicias” es decir, los primeros frutos de la cosecha. Pero
también se la representaba como una luna, que compartía con la tierra la
maravilla de la regeneración o resurrección periódicas; se instaló así la
concepción de un tiempo circular en el que todo lo muerto volvía a nacer y
al contrario. Otras representaciones de esta diosa estaban dadas por las
figuras de distintos animales, como la cierva, la osa o la serpiente, siempre
en relación con toda la simbología que hacía sagrada la vida. La sexualidad,
por supuesto, tenía una importancia muy grande, y a pesar de que la
posición de lo masculino ya no era dominante, por supuesto que sus
atributos no eran ignorados. Si el elemento femenino simbolizaba la tierra,
la lluvia hacía las veces del elemento masculino que producía la unión que
aseguraba la renovación de la existencia. Incluso, tanto llegó a representar
en estas culturas la imagen de la diosa, que en ella se hallaban subsumidas
ambos principios, masculino y femenino, en una especie de hierogamia o
matrimonio sagrado.
Las representaciones y restos arqueológicos que poseemos de estos
pueblos sugieren la existencia de una vida sencilla, pacífica y hasta podría
afirmarse que próspera. Sus deidades no portaban armas de ningún tipo, así
como tampoco las sepulturas de sus jefes, las cuales, por la ausencia de
lujos, sugieren una relación poco jerárquica y estratificada en la que el
vínculo con lo divino no sugería obediencia alguna basada en el temor. De
hecho, un análisis de sus necrópolis sugiere una gran igualdad entre
hombres y mujeres, tanto en el aspecto de su última morada como en las
posesiones halladas en ellas, lo que indica claramente una sociedad de tipo
no patriarcal (Baring y Cashford, 2005).
Por otra parte, constituían sociedades de carácter matrilineal, es decir, en
las que tanto la herencia como la descendencia se transmitían a través de la
madre. (3) Además, las mujeres ocupaban un lugar central en todo tipo de
ceremonias de carácter religioso, en especial en lo relativo a los ritos y en la
confección y elaboración de los objetos de culto y ornamentales que tanta
importancia tenían en estos menesteres.
Estas culturas prosperaron sin sobresaltos entre el 6500 y el 4500 a. e. c.,
hasta que en sucesivas oleadas, comenzaron a ser invadidos por unos
pueblos posiblemente provenientes de las estepas de los ríos Dniéper y
Volga. Eran gentes de armas, nómadas y pastores en general, que habían
domesticado el caballo, lo cual les permitía desplazarse a gran velocidad, y
que no pudieron resistir la tentación que les llegaba de estas florecientes
poblaciones. Algunos autores denominan a estas tribus como kurganes, y
penetraron en la zona geográfica que ya hemos delimitado como la vieja
Europa en tres oleadas de invasiones entre el 4500 y el 3000 a. e. c.
aproximadamente. Adoraban a los dioses guerreros del cielo, y guardaban
costumbres sumamente jerárquicas y patriarcales. Lo cierto es que, en el
curso de algunos siglos, se establecieron en estas áreas e impusieron su
cultura; así desplazaron a la anterior civilización, y en algunos casos,
prácticamente la eliminaron. Los pueblos que durante milenios habían
rendido culto a la diosa, de índole agrícola, sedentaria y pacífica, no
pudieron hacer frente a estos invasores, que hacían de la guerra un culto y
que luego continuaron su expansión hacia el sur abriendo rutas para
posteriores invasiones.
Toda la cultura lunar referente a la diosa, con el paso del tiempo, fue
reemplazada por el panteón masculino y solar de los kurganes. Sin
embargo, en algunos casos se lograron algunas mixturas complejas que
fueron transmitidas a culturas posteriores, y también es verdad que la diosa
y sus atributos culturales sobrevivieron bajo diferentes formas en las
mismas u otras áreas geográficas, como Isis, en Egipto; Asherat, en Siria;
Inanna en la Mesopotamia; o Hera, Deméter o Afrodita entre los griegos.

1. Con Próximo Oriente nos referimos a las tierras septentrionales de Europa que bordean el
Mediterráneo oriental, el mar Caspio y el golfo Pérsico.
2. Vale resaltar que, en la obra citada, Campbell cita como ejemplo de esta teoría de la difusión el
caso de Mesopotamia a mediados del siglo IV a. e. c., es decir, en una época bastante posterior a la
que trata este capítulo.
3. Esta costumbre, muy lógica en la Antigüedad, seguramente tenía su razón de ser en que, en
sociedades donde la promiscuidad sexual era habitual, siempre existía la certeza acerca de la
identidad de la madre respecto de una persona, aunque no así del padre. En el caso de las jefaturas o
sucesión de reyes, esta recaía en el yerno del rey, es decir, en aquel sujeto que desposaba a su hija, y
no en su hijo varón, quien debía concertar un matrimonio de estas características para ocupar ese
rango. Esta costumbre subsistió en el tiempo aún después de la decadencia de estas sociedades
“matriarcales”. En la mitología griega posterior, por ejemplo, Menelao se convierte en rey de Esparta
al desposar a Helena, hija terrenal de Tindareo, su anterior rey. Por otra parte, algunos reyes de Roma
también accedieron a esa dignidad por esta vía.
Libro segundo
Lo divino como manifestación de poder
Preludio

Anteriormente hemos narrado cómo la aparición de la agricultura inició


un lento proceso de sedentarización humana, con la consecuente aparición
de los primeros poblados. Estos, aunque pequeños, requerían de una
organización del trabajo que aún no existía y de mínimas jerarquías.
Además, la acumulación de excedente propició que el hombre pudiese tener
noción de futuro y planificarlo. También hablamos de otro proceso de vital
importancia, como fue la aparición del concepto divino, tanto en la
explicación de los fenómenos del universo como en la cohesión de los
grupos humanos y la legitimación del orden social y el poder.
A partir del 6000 a. e. c. aproximadamente, algunas de esas pequeñas
comunidades campesinas protagonizaron aquello que Gordon Childe (1992)
llamó la “revolución urbana”, y se convirtieron en ciudades densamente
pobladas, con industrias y comercios que se tornarían, con el paso del
tiempo, en ciudades Estado. Todo ello se habría dado sobre el final del
Neolítico y la Edad del Bronce. (1)
Es comúnmente aceptado que, en Occidente, el primer atisbo
civilizatorio –es decir, aquel Estado en el que una sociedad ha avanzado
hasta el punto de construir ciudades y el género de vida que allí se
desarrolla– se inició en lo que se denomina la “fértil Media Luna” o el
“creciente fértil”. Sus límites estaban señalados por la desembocadura de
los ríos Tigris y Éufrates, en la actual República de Irak, subiendo hacia el
norte hasta las tierras de Armenia e Irán, curvándose hacia el sur de Turquía
en Anatolia y luego descendiendo por la costa del Mediterráneo hacia el sur
por lo que es hoy es el territorio que ocupan Siria, Líbano, Israel y Jordania.
Justamente entre el Tigris y el Éufrates surgieron las primeras ciudades a las
que podemos darles el nombre de tales. Durante muchos siglos, los
agricultores que allí vivían dependieron de las lluvias y las bondades del
clima para poder obtener agua suficiente para sus sembradíos. Cuando
comenzaron a establecerse cerca de las corrientes fluviales, este problema
se solucionó en parte; tiempo después, el ingenio humano le daría una
solución más permanente, al construir canales de riego y acequias que le
permitieron aprovisionarse de agua y almacenarla. En principio, en la
Mesopotamia, (2) las construcciones eran de barro, lo cual las hacía poco
durables, y no era infrecuente que una inundación sepultase por completo
un poblado y que luego se volviese a construir sobre los restos del pueblo
anterior. El dominio de las aguas merced a los canales, las acequias, los
pozos y terraplenes disminuyó notablemente ese riesgo y brindó una mayor
estabilidad y consecuentemente, el crecimiento que permitió el gran paso
hacia las ciudades.
La historia de estos centros urbanos que llegaron a contar ya en el cuarto
milenio a. e. c. con entre 4000 a 10.000 habitantes, comenzó en la
desembocadura de los ríos Tigris y Éufrates y se fue expandiendo hacia el
norte. Entre las ciudades más tempranas aparece Eridu, y luego Uruk, Ur,
Lagash. En esta región, entre el 4000 y el 3300 a. e. c., se establecieron
pueblos nómadas que conquistaron estas urbes, lo que dio comienzo a la
civilización sumeria, lo que dio comienzo a la civilización sumeria, en el
valle de Summer (Pirenne, 1967).
Las nuevas ciudades necesitaban un nuevo sistema sociopolítico. El
viejo sistema tribal de jefatura patriarcal ya no podía ordenar a una sociedad
que, al crecer, había difuminado los vínculos parentales; surgió entonces la
necesidad, no solo de la figura de un líder, sino también la de una
organización más especializada y compleja. En un desarrollo diacrónico
fueron apareciendo las figuras de los reyes, cuyos orígenes, en algunos
casos, se remontaban a héroes míticos. En algunos casos, elegidos, y en
otros, por sucesión dinástica. Lo cierto es que apareció en la historia la
figura de la ciudad-Estado, es decir, la ciudad como unidad política.
Si bien no existe una idea clara de la procedencia de estas tribus, ellas
pudieron haber emigrado desde los montes Zagros en Irán o desde las
orillas del mar Pérsico; lo cierto es que encontraron ya una civilización
establecida, y a partir del momento en que comprendieron las costumbres y
modo de vida de las ciudades a las que habían invadido, comenzaron un
largo camino de progreso.
Los sumerios poseían ya la noción de la divinidad y propiciaban a los
dioses. De hecho, con el paso del tiempo y las relaciones pacíficas o no con
pueblos de distintas etnias, dieron inicio al desarrollo de una mitología de
caracteres complejos de donde surgieron muchos de los mitos que luego
pasarían a formar parte de la narrativa divina de otros panteones, como el
griego. La importancia de la relación con los dioses se veía reflejada en que,
en cada una de estas ciudades, el templo era el centro sobre el cual giraba la
urbe, y en el surgimiento de un clero o casta de sacerdotes de carácter
profesional que refinarían los rituales del culto del dios del que se tratase en
cada ciudad. El templo también reflejaba su importancia en cuanto a la
centralización del poder económico y político. Muchos reyes cumplían
también funciones religiosas y, como se verá en el capítulo siguiente, los
dioses, el templo y los sacerdotes serían de vital importancia en la
legitimación del poder gobernante. Generalmente, en estos santuarios se
almacenaban los excedentes de las cosechas y, en algunos casos, se
transformaron en entidades dadoras de crédito, es decir, en una especie de
“bancos” de la Antigüedad. Otra mirada sobre la estima en que los sumerios
tenían a sus templos es que, a medida que progresaron en la arquitectura y
desarrollaron de algún modo una especie de ingeniería civil, estos se
volvieron más grandes e imponentes; el relato bíblico de la Torre de Babel
es un buen ejemplo de esta percepción.
Poco a poco, la región mesopotámica fue convirtiéndose en una tierra de
ciudades ordenadas, con una jerarquía social establecida por una elite
capacitada, que producía excedentes de riqueza y podía movilizar grandes
contingentes humanos. Ello llevaba de suyo no solo una amplia capacidad
organizativa sino también de una redistribución de riqueza que, según
Foster y Foster (2011), no pudo ser llevada a cabo por medio de la coerción,
sino debido a una base ideológica que descansaba en la religión como
medio no económico para la regulación de la producción y distribución.
Entre la época del ingreso de los primeros pueblos nómadas que
establecieron el país de Sumer hasta su decadencia y posterior desaparición
de la historia, un poco después del 2000 a. e. c., (3) los sumerios
desarrollaron la primera civilización que puede atribuírsele a Occidente.
Fueron dominadores y establecieron grandes centros urbanos, comenzando
por Eridu hasta la magnífica Uruk y otras ciudades que, como Ur, Nippur,
Lagash, Umma, tuvieron a lo largo de distintas dinastías, su momento de
apogeo. Fueron también dominados por otros pueblos, como los acadios, de
lengua semítica, y los Guti, que en gran parte asimilaron la cultura sumeria;
y luego de una breve resurrección, su devenir histórico culmina con la
aparición de otros pueblos de lengua semítica llamados amorreos.
Durante el transcurso de casi dos milenios, los sumerios fueron la
primera luz civilizatoria occidental, los primeros que incorporaron el
concepto de ciudad y, en palabras de Kriwaczek, “el Estado centralizado, la
jerarquía de las clases sociales, la división del trabajo, las religiones
organizadas, la construcción de monumentos, la ingeniería civil, la
escritura, la literatura, la escultura, el arte, la música, la educación, las
matemáticas, la ley (…) los vehículos con ruedas y los barcos de vela (…)
la metalurgia” (2010: 33). Más allá del evidente entusiasmo del historiador
austríaco, que quizá atribuye a esta cultura cuestiones tan discutibles como
la invención de la escultura, lo cierto es que su aporte sería decisivo para el
avance y progreso de Occidente. De todas ellas, hay dos que serían
centrales en el posterior desarrollo del pensamiento político: la religión, en
forma más estructurada que aquellas manifestaciones que vimos en la
primera etapa del Neolítico, y la escritura.
Ya hemos hablado de la pasión que los sumerios sentían por sus templos
y santuarios, así como de la formación de una clase sacerdotal profesional,
lo cual nos habla de una religión ya organizada. Para ellos, el templo era el
palacio del dios y representaba la imago mundo. (4) Sin embargo, sus ideas
religiosas se mantuvieron siempre en permanente evolución, ya fuera por
causas internas como la aparición de un héroe rey o algún suceso digno de
memoria, o por el contacto y consecuente influencia de otros pueblos,
esencialmente el acadio, de lengua semítica. De hecho, podríamos decir que
las creencias religiosas constituyeron una especie de fusión o simbiosis
sumero-acadia, aunque sus aportes deben estudiarse por separado debido a
su significación creadora (Eliade, 2010).
No es materia de esta obra adentrarse en los vericuetos de la mitología
de estos pueblos, sino aclarar brevemente algunas cuestiones relacionadas
con la explicación del mundo que ella proporcionaba, así como la
justificación que daba a determinada forma de organización social. En el
capítulo siguiente se discurrirá sobre su relación con aquellos discursos que
justificaban el poder. Su religión estaba estructurada en base a los mismos
mitos que luego organizarían otras narrativas mitológicas: una primera
tríada representativa del cielo, la atmósfera y la tierra, la cuestión de las
aguas primordiales como fuente de vida, el hieros gamos o matrimonio
sagrado, la noción de paraíso y el drama de caída, el descenso al
inframundo, la creación de la humanidad y otros relatos que ofrecían al
hombre explicaciones acerca de su universo. De hecho, y más allá de las
similitudes con otras mitologías, hay algunos episodios, como el del diluvio
universal magníficamente relatado en la Epopeya de Gilgamesh, que a
partir del siglo V a. e. c. formaría parte de la Torá judía, que claramente fue
transmitido por contacto entre pueblos y tendía a explicar un fenómeno
natural. Lo mismo podría decirse del relato de la supervivencia del rey
acadio Sargón, arrojado a las aguas y luego rescatado, en alusión al mito de
Moisés o de Rómulo y Remo, como explicación mítica de una estirpe de
poder.
La escritura reconoce como antecedente las primeras marcas dejadas en
la arcilla aún blanda posiblemente como firma de autenticidad y garantía.
Esas marcas evolucionaron hasta convertirse en un sello cilíndrico en Uruk
que podía reproducir signos o escenas que, luego de cocer la arcilla sobre
las que se trabajaba, se convertían en tablillas de mayor durabilidad.
Cuando se pasó de las imágenes a signos que podían reproducir ideas, los
sumerios comenzaron a grabar esos signos con un instrumento filoso que
producía una marca triangular, en forma de cuña y por eso la primera
escritura humana se llamó cuneiforme. Ello ocurrió cerca del año 3000 a. e.
c. y se consideró tan importante, que se convirtió en el hito que separó la
prehistoria dentro de la cual nos habíamos desenvuelto hasta ese momento,
de la historia, que comenzó a partir de esa instancia. Si bien es verdad que
aún no se contaba con un alfabeto que simplificara la tarea de escribir, (5)
desde entonces se pudieron llevar registros contables y de almacenamiento,
redactar contratos para facilitar el comercio, establecer tratados entre
diferentes pueblos, y los reyes pudieron comenzar a dejar registros de sus
conquistas, nunca de sus derrotas. Pero también pudieron redactarse leyes y
códigos por escrito, y el orden religioso o mítico que regía las relaciones,
tanto naturales como humanas, adquirió la formalidad y sacralidad de la
palabra escrita conocida fundamentalmente por los sacerdotes, que en
general eran de los pocos que poseían el secreto de este arte.
Aproximadamente en la misma época en que en Uruk se inventaba la
escritura, en Egipto, el país del Nilo, un rey llamado Menes, oriundo de
This, logró unificar el sur y el norte del país, el alto y el bajo Egipto, y
transformarse así en el primer faraón. Así dio comienzo la época histórica
de Egipto cuando se fundó la primera dinastía.
El país unificado por Menes había sido poblado por diferentes grupos
humanos pastores y nómadas que encontraron en las fértiles riberas del Nilo
un manantial de abundancia. Si bien no existen demasiadas referencias con
respecto a los pobladores del período predinástico, los historiadores
entienden que el norte tenía características plenamente mediterráneas,
mientras que el sur las tenía africanas. La población era una mixtura de
pueblos netamente africanos, como los camitas, semitas procedentes del
este y otros grupos humanos llegados del Mediterráneo (Walker, 1998). Las
poblaciones que se formaron tendían a la autonomía y autosuficiencia y
recibían, a través de migraciones, los adelantos y el progreso provenientes
de Mesopotamia, así como las técnicas agrícolas y el urbanismo. La
división política fundamental era el nomo, que incluía una ciudad con su
centro comercial, los templos religiosos y la casa del jefe del nomo o
nomarca.
Al igual que en la cultura sumeria, poseían un panteón de dioses en
general de características locales, aunque algunos de ellos, como Horus y
Seth, tenían ya entonces una importancia superior.
Dominaban el arte de la escritura en un período bastante anterior a las
dinastías históricas (Daumas, 2000) y, aunque en principio fuese bastante
rudimentaria, el sistema jeroglífico egipcio no fue pensado en términos
administrativos, como el cuneiforme, sino como una “escritura sagrada y
grabada, o bien como un grabado de lo sagrado” (Jacq, 1999: 23). De
hecho, sus escritos fueron básicamente registros históricos que nos
permitieron comprender el tránsito hacia la unificación del país.
Antes de Menes, los nomos habían establecido una serie de alianzas que
terminaron por conformar dos grandes unidades que luchaban por el
predominio, una al norte, que poseía un notable desarrollo cultural, y una al
sur, en donde predominaban una dirección política y una gran disciplina.
Esas eran las diferencias, sin embargo, existían muchísimos elementos
comunes, tales como la lengua, la religión, la economía y una idiosincrasia
que permitió que esta unificación no importase cambios significativos en
ninguno de estos aspectos, salvo en el político. Egipto comenzó su período
dinástico y su camino hacia el imperio que, alternando grandes épocas de
esplendor con otras oscuras, sobreviviría hasta que en el 30 a. e. c., se
convirtió en una provincia romana.

1. En este caso, entre el 6000 y el segundo milenio a.e.c.


2. Así llamada la tierra que se encontraba entre ríos, a partir de una voz griega.
3. En este caso, no se trató de un exterminio o migraciones que originaron despoblamiento del país;
simplemente, desaparecido el sentido de pertenencia o nacionalidad, terminaron confundidos entre
los diversos pueblos que con el tiempo se instalarían en la región, de los que asimilaron sus
estructuras sociales, su idioma, costumbres y religión.
4. Literalmente del latín: “imagen del mundo”.
5. Los sumerios poseían más de dos mil ideogramas.
Capítulo III
La legitimidad divina del gobernante

Hemos llegado al punto en que comienza la historia. El hito que la


historiografía ha marcado para distinguir esta etapa de las anteriores es,
como decíamos en el capítulo anterior, la invención de la escritura. Hemos
visto en el preludio como se desarrollaron las primeras civilizaciones que
conocería Occidente a partir de la Media Luna fértil y cómo las sociedades
allí radicadas complejizaron su cultura, costumbres, religión, artes y
técnica. También, por supuesto la organización social y política, que
además adoptó estructuras cada vez más jerarquizadas.
Al discurso de la fuerza o fortaleza como organizador social y
legitimador del poder le había sucedido el de la magia. Posteriormente, al
aparecer la idea de lo divino o sobrenatural, esta incipiente idea de lo
religioso convivió durante milenios con la hechicería, en medio de una gran
confusión con respecto a la demarcación del ámbito en disputa.
Con la aparición de las primeras civilizaciones urbanas, la concepción de
lo religioso se afincó y moró en las ciudades. Cada comunidad comenzó a
profesar la creencia en dioses que los protegían y de hecho, como ya se ha
visto, las urbes comenzaron a desarrollar su vida alrededor de los templos
que los propiciaban; todo ello celosamente custodiado por una casta
sacerdotal en aumento.
La idea de lo sobrenatural, de lo divino, de aquel universo y aquellos
seres que estaban por encima de lo humano fue profundizándose entonces
por medio de relatos y narrativas mitológicas que otorgaron al hombre una
explicación y una visión del mundo que lo rodeada. Esas cosmogonías que
irían sucediéndose en la historia y que, más modernamente y con otros
elementos, llamamos cosmovisión, darían a la humanidad una percepción
sobre su propio origen y el de todo lo creado; también de los distintos
fenómenos de la existencia y la forma de protegerse de sus inmensas
incertidumbres. No es de extrañar que la mayoría de los relatos míticos
aludan a una etapa primigenia de caos y su explicación acerca del
ordenamiento posterior del universo, edades doradas, héroes y otros tipos
de cuestiones acerca de las cuales el hombre necesitaba certezas. Estos
mitos religiosos, con el tiempo, se irán refinando, y además, en su momento
de apogeo con los griegos, serían usados cada vez con mayores finalidades,
explícitas algunas, implícitas otras.
Lo cierto es que, además de otorgar una comprensión acerca del orden
universal, dentro de esa cosmogonía creada por el mito religioso se
encontraban la sociedad, las reglas que la hacían funcionar y, además, la
cuestión esencial a todo orden social referida a las relaciones de poder y la
legitimidad para acceder a él y ejercerlo.
Por supuesto que con el transcurso del tiempo, los discursos de origen
divino que ejercerán como legitimadores del poder se tornarían más
profundos y sutiles hasta llegar, en la Edad Media, a tremendas disputas que
modificarían no solo la realidad y el contexto de su época, sino también el
posterior devenir de la historia.
Regresando a los albores históricos podemos decir que, en principio, los
argumentos con los cuales los antiguos justificaron el poder fueron
elaboraciones razonablemente básicas que, sin embargo, constituyeron el
basamento de aquellos constructos más elaborados que iría construyendo la
experiencia política a lo largo de los siglos. Ellos podrían clasificarse en:
(1) el soberano es un dios o desciende de uno de ellos; (2) el soberano es
elegido por dios; (3) el soberano es delegado o intermediario de dios. En
esta sencilla clasificación, el sujeto que habría de ser legitimado es una
persona o una institución. Existió también una forma original de justificar el
poder de acuerdo con la cual lo que adquiría legitimidad era un plexo
normativo que debía guiar la conducta social; es decir, la legitimidad la
obtenía el gobernante al cumplir y hacer cumplir la ley sagrada, como
veremos en el capítulo siguiente.
Es fácil observar que algunas de estas narraciones discursivas eran, en
aquel contexto, más fáciles de explicar que otras que requerían una mayor
faena intelectual. Así, y de acuerdo con las creencias de la época, ser Dios o
su hijo podía ser comprendido más sencillamente que la legitimidad en
carácter de su labor de intermediación con la divinidad. Es por ello que,
como se verá, algunas formas aparecen más frecuentemente que otras. Por
otra parte, la extensión del fenómeno egipcio no solo está dada por lo
explicado antes en este párrafo, sino también porque ellos escribieron sobre
materiales de alta perdurabilidad, como el granito, frente a las frágiles
tablillas de arcilla usadas por sumerios, acadios, caldeos, hititas y otros
pueblos de la fértil Media Luna. Con respecto a estos últimos, mucha de la
información nos ha llegado incompleta, rota, fragmentada, razón por la cual
todavía subsisten muchos vacíos que llenar.

1. El soberano es dios o su descendiente

En el 2370 a. e. c., Sargón de Agade derrotó a los sumerios y fundó el


Imperio acadio, que fue el primero de la historia. (1) A partir de ese
momento, se introdujo una nueva concepción religiosa, posiblemente en
imitación de los faraones egipcios: la divinización real. Ello tuvo como
consecuencia la aparición de una religión real como religión del Estado.
Bajo el gobierno de su nieto Naram-Sin, “El culto del rey reemplazó, pues,
como culto oficial del imperio, al antiguo propiamente sumerio de Enlil.
Naram-Sin no fue ya, como sus predecesores, el vicario de dios, sino el
propio ‘dios de Agade’” (Pirenne, 1967: 42-43). La fundación de un
imperio por parte de un pueblo de origen semita como los acadios no hizo
desaparecer a los sumerios originales con quienes convivieron, e incluso los
antiguos dioses sumerios como Enlil, Anu y Ea siguieron manteniendo, en
principio, un rango superior al de los nuevos dioses acadios incorporados al
panteón Sin, Shamash e Ishtar. De hecho, los acadios terminaron
confundiéndose con los sumerios y adoptando gran parte de su cultura y
costumbres. Posiblemente por ello el nuevo rey tomó por nombre Sargón,
que significa “rey legítimo”, ya que, en realidad, había usurpado el trono al
legítimo rey de Kish y, una vez unificada Mesopotamia bajo su égida,
necesitó una fuente de legitimidad más elevada que el mero derecho de
conquista. Como hemos dicho, sus sucesores ampliaron y magnificaron más
esta concepción, aunque a ciencia cierta no poseemos una descripción
detallada acerca del significado claro que tenía para ellos esta idea. Lo
cierto es que la figura del monarca necesitaba un poderoso discurso
legitimante y, aquí, la necesidad no tuvo cara de hereje, sino al contrario.
Otro ejemplo mesopotámico de parecidas características podemos
hallarlo en el establecimiento de una monarquía de origen divino en la
ciudad de Lagash durante el reinado de Gudea (alrededor del 2150 a. e. c.).
Este rey se consideraba descendiente de la diosa de Lagash y del dios
sumerio del cielo Anu, además de sacerdote. Tras su muerte, fue adorado
como un dios.
Hasta ahora, hemos enumerado algunos ejemplos provenientes de la
región mesopotámica, de los cuales, como ya se ha indicado, poseemos
noticia de sus hechos pero no tanto de las ideas que los sustentaban. Si
realmente había una construcción narrativa más compleja y profunda que lo
que ya hemos visto, no ha llegado hasta nosotros.
A diferencia de la civilización que floreció en Mesopotamia, el antiguo
Egipto sí nos ha legado a través de la palabra escrita una serie de
documentos como los textos de las pirámides, (2) los textos de los
sarcófagos, (3) el libro de los muertos (4) y muchas otras inscripciones que,
al perdurar en el tiempo, han permitido estructurar en forma más acabada
sus ideas y creencias religiosas.
Aun antes de ser un solo país a partir de Menes, como hemos visto, los
egipcios creían en una gran multitud de dioses locales y poseían una intensa
espiritualidad sobre cuestiones que al hombre siempre le han sido
esenciales, tales como la vida y la muerte. La unificación obró entonces
como una gran fuerza ordenadora no solo sobre su narrativa mitológica, los
ritos y ceremonias, sino también haciendo de la religión y lo espiritual una
cuestión de Estado cuyo fin era regular la vida social y legitimar las
relaciones de poder.
Para los egipcios, más allá de su rico panteón de dioses, era fundamental
la noción de armonía, representada por la diosa Maat. Cuando Maat
reinaba, el país se hallaba en paz, las cosechas eran abundantes y había
concordia y justicia entre los hombres. Por el contrario, cuando se rompía
esa armonía, se ingresaba en eras de inestabilidad, guerra civil o externa,
hambrunas y cualquier otro padecimiento. La función primordial del faraón
era asegurar el reinado de Maat sobre la Tierra. Por ello escribe el
egiptólogo francés Christian Jacq en su obra Los textos de las pirámides
“No es exagerado afirmar que la civilización faraónica nació de la
conciencia de Maat y descansó sobre ella como un pedestal de estatua”
(1999: 11).
Los dioses dieron vida a la institución faraónica para que se transformase
en el principio creador en la Tierra, es decir, no solo hacían vivir a Maat,
sino que sus palabras poseían el Hu, el verbo creador por el cual lo que el
faraón decía se transformaba en realidad. Para dar más vigor a esta idea, los
textos de las pirámides manifiestan que el faraón ha sido concebido y traído
al mundo por el principio creador, incluso antes de que nacieran las cosas
creadas: el cielo, la tierra y hasta los mismos dioses.
En la pirámide del rey Unas (hacia 2375- 2345 a. e. c.) puede leerse “El
faraón es dios, hijo de dios, el faraón es el compañero y el hijo de dios, el
faraón es la existencia de dios, el hijo de dios, el mensajero de dios” (Jacq,
1999: 79). Claramente y aún a fuerza de ser exageradamente reiterativo,
este texto no deja lugar a ninguna duda sobre la naturaleza divina del
gobernante. La autoridad del rey del Alto y del Bajo Egipto, asociado
primero a Horus, luego a Ra y posiblemente, con el tiempo, a otros dioses,
derivaba de unos pergaminos divinos indiscutibles.
Según Daumas, la asociación con Ra, dios cósmico del Sol, tuvo que ver
con que una figura de tamaña potencia no podía permanecer como
encarnación de un dios dinástico del antiguo valle sino que debía situarse en
la propia escala del mundo, así “¿Qué mejor medio para ello que descubrir
que era teológicamente hijo, y por consiguiente heredero jurídico, del sol,
Ra, creador del mundo desde su origen y dispensador de sus beneficios a
todo el cosmos?” (2000: 103-104). De hecho, para este autor, el sistema
gobernante en Egipto constituyó una teocracia.
El faraón entonces es un igual ante los dioses, es el alma y el corazón de
su tierra. Según Walker, quien cita una plegaria de Ramsés III incluida en el
papiro Harris, allí se definen claramente la figura y funciones del
gobernante: “Soy vuestro hijo creado por vuestros dos brazos. Me habéis
designado como soberano de la Vida, la Salud y la Fuerza de todas las
tierras. Habéis creado para mí la perfección sobre la tierra. He desempeñado
mi cargo completamente en paz. No he permitido que mi corazón reposara,
pues he buscado lo útil y eficaz para vuestros santuarios” (1998: 330).
El poder que este discurso otorgaba al faraón era inmenso, de hecho, este
reunía en su persona un amplio dominio sobre los asuntos religiosos, civiles
y militares, y todo lo bueno o malo que pasara durante su gobierno le era
atribuido. Por supuesto que al tratarse de un ser humano, más allá de la
divinidad otorgada por el relato religioso, hubo faraones mejores y peores
en la historia de Egipto, así como épocas prósperas y otras calamitosas. Sin
embargo, así como el discurso mágico poseía remedios y explicaciones para
su ineficacia, lo mismo sucedía y sucedería con el tiempo con el discurso
basado en lo divino. Ceremonias, rituales, fiestas de regeneración del poder
faraónico eran habituales cuando el devenir de los acontecimientos no eran
los esperados. Con altibajos, el concepto de la autoridad real se mantuvo
prácticamente hasta el final. El faraón, en tanto ser a la vez divino y
humano, representó a lo largo de los siglos la encarnación misma de Egipto,
y podríamos decir que pocas cosas eran más terribles y dramáticas en la
cosmogonía egipcia que su muerte, aun cuando esta significase apenas un
vuelo a la morada de los dioses; el mundo quedaba en suspenso y la
sociedad misma peligraba. Por el contrario, la coronación de un nuevo
faraón restauraba el reinado de Maat, y la armonía, el equilibrio y la
felicidad volvían a la tierra del Nilo (Jacq, 2001).
Por supuesto que toda esta estructura discursiva era sostenida por una
fuerte casta sacerdotal que tenía un inmenso poder, riquezas e influencia. El
gobernante divino se apoyaba en ella, y en algunos casos llegaba a asociarla
al poder. (5) El más poderoso de los cultos, más allá de que cada dios local
contaran con su templo y su clero, fue el de Amón Ra, que a principios del
Imperio Nuevo se transformó en la deidad más poderosa del país. El
impresionante templo de Amón en Karnak no solo era el más importante
ámbito religioso, sino también un centro que irradiaba una gran influencia
económica, política y aun militar. Para dar una somera idea de su influjo,
baste decir que sus sacerdotes oficiaban de intérpretes entre el faraón y el
dios comunicándole a este los deseos divinos. Otro ejemplo concreto de su
desmedido poder lo constituyó el haber frustrado la reforma religiosa de
Amenofis IV, que intentó instalar en el país una especie de monoteísmo
consagrándose al dios solar Atón, erigiendo una nueva capital en lugar de
Tebas y cambiando su propio nombre a Akhenatón. (6) La influencia e
intrigas de la clase sacerdotal no solo hizo zozobrar el cambio, sino que
dejó bien claro cuáles eran los límites de un gobernante de origen divino.

2. El soberano como elegido de Dios

Esta forma de legitimación divina del poder se presenta más difusa y


menos clara que la anterior, por lo menos si nos atenemos al caso egipcio
con la profusión y claridad de argumentos que hacían del faraón un dios.
Más allá de las explicaciones acerca del principio creador y de toda la
espiritualidad circundante, en el Egipto antiguo, ser un dios o el hijo de uno
de ellos era una definición de una potencia tal que no necesitaba, por lo
menos en principio, demasiadas aclaraciones. Se era por el hecho creador,
se era porque se era. La noción de convertirse en un elegido, el hecho
mismo de la elección conlleva en sí mismo cuestiones más complejas en su
propia elaboración. ¿Quién elige? ¿A quién elige? ¿Por qué? ¿Cuándo? Sin
embargo, a pesar de estas dificultades, existieron en esta primera
Antigüedad monarcas elegidos por los dioses. Más adelante en la historia
veremos que el cristianismo refinó concienzudamente estos argumentos por
medio de la doctrina de las dos espadas o aquella que se sustentaba en el
derecho divino de los reyes. La misma reforma protestante posteriormente a
través de Lutero también justificaría la autoridad de los príncipes a través
de la elección divina.
Retornando a Mesopotamia y según un documento que la historia ha
llamado Lista de Reyes Sumerios, la dignidad real, la realeza misma
consistió en un regalo, un don que los dioses concedieron a la ciudad de
Kish por primera vez. De hecho, y según una narración mitológica
proveniente de otras fuentes, el primer rey, Etana de Kish, pretendía legar la
corona a un hijo suyo pero los dioses no estaban de acuerdo porque
posiblemente pretendían legar la realeza a quienes ellos efectivamente
designaran (Foster y Foster, 2011).
Muchos de los reyes mencionados en esa lista no tienen origen histórico
sino mitológico, razón por la cual, y más allá del registro para la posteridad
que pudo pretenderse dejar, es posible que su confección haya obedecido
básicamente a la intención de legitimar el poder de los reyes de ese
entonces apoyándose en un pretérito mítico y remoto, ya que la pieza se
presupone confeccionada alrededor del 1800 a. e. c.
Otro ejemplo de características parecidas podemos encontrarlo en el
pueblo hitita. Nómades, conocedores de la técnica guerrera del carro tirado
por caballos y llegados a Mesopotamia desde el norte, se establecieron en la
actual Anatolia y hacia el 1700 a. e. c. fundaron un imperio. A diferencia de
la mayoría de los pueblos que habitaban la región en ese momento que
hablaban lenguas semíticas, la lengua hitita poseía la estructura gramatical
de las lenguas indoeuropeas.
Los hititas denominaban a su soberano Gran Rey, Tabarna o Labarna,
(7) lo cual hace suponer que existían reyes o dignidades menores. Lo cierto
es que este imperio, en especial durante su período antiguo, padeció
continuamente una gran inestabilidad política. Hacia el siglo XVI a. e. c. y
para afirmar la autoridad del Gran Rey, comenzó a añadírsele a este el
atributo de héroe, como pasaba en algunas ciudades mesopotámicas para
demostrar que su señor era más que un humano. Sin embargo, y para
terminar con las tentativas de deponer o derrocar al monarca, había que
reafirmar aún más su autoridad a partir de una naturaleza superior: “Así
comenzamos a descubrir la tentativa de querer presentar al soberano como
elegido por los dioses” (Scott, 1998: 73). Es menester aclarar además que el
destino del gobernante se hallaba ligado al de algún dios o alguna diosa que
lo protegía y custodiaba.

3. El soberano como delegado o intermediario de Dios

Quizá sea esta la más funcional y terrenal de todas las maneras en que
hemos decidido clasificar las diferentes vías según las cuales el concepto de
lo divino legitimaba las relaciones de poder en las sociedades de la
Antigüedad temprana, aunque nos queda todavía por ver el excepcional
caso del pueblo judío.
Aquí ya no se trata de que gobierne dios, su descendiente o alguien
escogido por él, lo cual le otorga en todos los casos un estatus diferente y
por encima del hombre común. En este particular, la causa legitimante del
poder es la especial relación del gobernante con los dioses. En el caso del
intermediario como aquel que propicia a los dioses, en el caso del delegado
como aquel cuya función es hacer que se cumpla en la tierra la voluntad
divina. Es del caso hacer notar que muchas veces, quizás siempre, la
separación de estos roles eran bien difusos y constantemente se confundían,
incluso también con la lógica de la legitimación por elección que ya hemos
analizado.
En la Mesopotamia arcaica, cada una de las ciudades-Estado tenía su
propia organización política, administrativa y también con respecto a su
culto, el dios que representaba a la urbe y sus rituales y ceremonias. Sus
reyes, como ya se ha visto, tenían como funciones básicas el ordenamiento
de la economía local, sostener la infraestructura productiva, el sistema
redistributivo y la defensa exterior. Ya se han narrado los casos singulares
de las ciudades de Kish bajo la férula acadia, o el de Lagash con el rey
Gudea, aunque siempre hay que tener en cuenta que no solo existían
distintas ciudades, sino que estas fueron pasando por dominaciones de
diferentes pueblos.
Sin embargo, en líneas generales, y más allá de que a nosotros nos ha
llegado de forma imprecisa y quizá poco elaborada, ideológicamente, la
realeza mesopotámica fue legitimada de forma divina. El gobernante tenía
una condición de subordinación respecto de los dioses y todas sus acciones
eran manifestaciones de la voluntad divina. En realidad, y en el caso que
nos ocupa, la regla general de estas sociedades parece haber sido, como lo
describe Liverani, “El dios es el dueño de la propiedad y de sus habitantes,
y el rey su ‘administrador delegado’. Dicho en términos menos ideológicos,
el rey es el amo, siempre que respete las convenciones sociales y religiosas
que hacen que la población lo reconozca como legítimo” (2012: 157-158).
Parece ser, entonces, que este carácter de delegado o intermediario ante
los dioses era la pauta general en las ciudades de la civilización
mesopotámica, con las excepciones que se han observado. También es
verdad, a fuerza de repetirlo, que la información fragmentada, quizá poco
elaborada y confusa con la que contamos no permite adjudicarles a estos
gobernantes características tan marcadas que sí les hemos atribuido a la
civilización del Nilo. Podría darse el caso de que la percepción de la gente
común de aquella época fuese que el monarca poseía atributos divinos, que
fuera el elegido de los dioses, un delegado suyo que hacía cumplir su
voluntad o un intermediario que podría propiciarle bienaventuranza social.
podía propiciarlos para la bienaventuranza social.

1. Alrededor del 3000 a. e. c. comenzaron a ingresar a Mesopotamia tribus nómadas de acadios, de


lengua semítica, que lentamente penetraron de diversas formas en las ciudades sumerias, la más
importante de las cuales fue Kish. Hacia el 2370, un líder llamado Sargón en los textos bíblicos
derrota a Lugalzagesi, el rey sumerio de Uruk.
2. Representan un conjunto de ritos, fórmulas y conjuros del Imperio Antiguo (Entre el 2650 y el
2150 a. e. c. aproximadamente) que seguramente existieron alguna vez en papiros pero que a
nosotros nos llegan a través de inscripciones en pirámides y antecámaras mortuorias de diversos
faraones, entre ellos Unas, Teti, Pepy I, Merenra, Pepy II, de las reinas Neit, Udjebten, Apuit y el rey
Aba. Los primeros textos fueron descubiertos en 1881 en la pirámide escalonada de Saqqara, y desde
entonces han constituido un valioso material que nos ha permitido reconstruir la espiritualidad y
religión del Egipto antiguo (Jacq, 1999).
3. Son inscripciones que, muchas de ellas derivadas de los textos de las pirámides, se hallaban en los
sarcófagos de los nobles y consistían también en fórmulas, ritos y conjuros que ayudaban al muerto
en el viaje a la eternidad. Comenzaron a aparecer en el primer período intermedio (desde la
finalización del Imperio Antiguo hasta el 2050 a. e. c. aproximadamente).
4. En realidad, los egipcios lo llamaban el libro de salir al día que continuó la tradición de los textos
precedentemente citados, aunque en este caso estaba dirigido también a aquellos que no eran nobles.
Su fragmento más famoso es aquel que refiere al juicio de Osiris. Apareció durante el Imperio Nuevo
(Entre 1550 y 1050 a. e. c. aproximadamente).
5. Algunos sacerdotes, como Ai en el fin de la dinastía XVIII, o Pinodjem (Circa 1050 a. e. c.),
llegaron a convertirse en faraones, aunque en circunstancias sumamente excepcionales.
6. El que place a Atón.
7. Labarna o Tabarna posiblemente en homenaje a quien consideraban fundador del Imperio Antiguo
Labarna. Anteponían este nombre al suyo propio como más tarde los romanos lo harían con César.
Capítulo IV
La delegación normativa divina

Hasta ahora, las distintas maneras en que puede manifestarse la


justificación divina del poder han tomado como sujeto al propio gobernante,
quien, merced a esa legitimidad, ordenaba las relaciones sociales. El pueblo
de Israel creó una singular forma de legitimar el poder hacia su pueblo, que
consistió básicamente en una delegación normativa de su dios hacia la
sociedad israelita, posteriormente judía. En ella, entonces, para ejercer el
poder, quien lo desempeñaba, más allá de su título formal, debía respetar la
ley sagrada, so pena de perder toda legitimidad ante los suyos. Lo singular
aquí no es solo que la legitimidad no se la adjudica una persona en tanto
Dios o por atributos otorgados por la divinidad, sino que la base del poder
es la ley que la deidad otorgó a los hombres y las relaciones sociales y de
poder que esas mismas normas originaron. Era una idea esencialmente
nueva y desconocida hasta ese momento, así como la gestación del proceso
que llevaría a consolidar la concepción de un solo dios y además, con el
tiempo, un dios universal.
Creemos que aquí importa fundamentalmente el proceso que originó
nociones que, si bien en ese contexto tendían a configurar una sociedad de
características teocráticas, dejaron sembrada para el futuro la concepción
del respeto a la ley que no podía ser modificada por la mera voluntad de
quien ejerciera coyunturalmente el poder.
La historia primigenia de quienes, a la postre, se convertirían en los
pueblos de lengua semítica según el antiguo testamento bíblico o la Torá
judía (1) se inicia cuando las condiciones de pobreza y guerra con el vecino
pueblo de Elam llevaron al patriarca Teraj a emigrar rumbo a la tierra de
Canaán (2) con su hijo Abraham y su familia. (3) Siguiendo el relato
bíblico, el historiador Martín Gilbert, en su Atlas de la Historia Judía, nos
muestra la extensa ruta tomada por los emigrantes, alrededor del 2000 a. e.
c., que primero se dirigieron al norte, luego al oeste y finalmente bajaron
hacia el sur para establecerse allí (1978). Por supuesto que esta travesía
ocurrió durante un largo tiempo, en el transcurso del cual falleció Teraj, y
así quedó Abraham como jefe tribal. Allí se estableció quien luego sería el
patriarca de tres religiones pero, al no haber podido tener un hijo varón, y al
ser ancianos tanto él como su esposa, apelaron a una antigua costumbre
mesopotámica y Sarah, su esposa, convino en que Abraham yaciera con su
esclava Agar, de origen egipcio. De esa unión nació Ismael, que sería el
tronco del cual se desprenderían las futuras tribus árabes (Flavio Josefo,
2002). Posteriormente, y por voluntad divina, la misma Sarah engendró un
varón al que llamaron Isaac, de cuyo hijo, Jacob, descienden a través de sus
vástagos las doce tribus originarias de Israel. (4) También cabe mencionar
que Abraham y su divinidad, Yahveh, sellaron una alianza por la cual sus
descendientes podrían considerarse el pueblo elegido, al cual se le asignaría
por hogar una tierra mucho más extensa que aquella en la que moraban. (5)
Siempre según los relatos bíblicos, uno de los hijos de Jacob se trasladó
a Egipto, donde ocupó un prominente cargo de Estado; después, llevó a sus
hermanos a la tierra del Nilo, donde estos se multiplicaron. De allí surgió
también la narrativa de la posterior esclavitud y liberación del yugo bajo un
jefe surgido de la tribu de Leví llamado Moisés, que condujo a las tribus
israelitas fuera de Egipto, hasta la tierra de sus antepasados: “la tierra
prometida”.
En una parte del largo viaje de cuarenta años por el desierto, Yahveh
dios, en el monte Sinaí, hizo entrega a Moisés de las leyes que tendría que
observar de allí en más el pueblo de Israel, en dos tablas escritas de ambos
lados. Sin embargo, la normativa entregada por la divinidad no se reducía
solamente a lo que conocemos como los “diez mandamientos” o “el
decálogo”, sino que además establecía regulaciones sobre los esclavos,
sobre delitos capitales, heridas y daños a la propiedad ajena, así como
distintas leyes sociales y religiosas, el calendario de festividades y
cuestiones atinentes a ritos y ceremonias, entre otras cosas.
Lo que nos dice el párrafo anterior es que, en realidad, en el Sinaí no les
fueron dados a los israelitas una serie de preceptos indicativos como guías
morales, sino un plexo normativo de organización religiosa, política y social
a partir de los cuales organizar su sociedad y su vida como nación. Para el
historiador judío del siglo I Flavio Josefo, Moisés fue el primer legislador
de la historia, y mucho más recientemente, para el historiador inglés Paul
Johnson, “Moisés es la figura esencial de la historia judía, la bisagra
alrededor de la cual gira todo” (1991: 37).
Ahora bien, no existe ningún testimonio que hable del éxodo o de la
existencia de Moisés (6) que no sean los bíblicos. El término apiru hallado
en los textos egipcios podría significar “hebreos” según algunos
orientalistas, pero se refiere a tribus nómadas de origen semita que
continuamente se infiltraban en Egipto y volvían a salir de allí,
especialmente en tiempos de escasez. Por otra parte, el Antiguo Testamento
y la Torá –además de libros sagrados para sus respectivas religiones–
también pueden ser leídos como libros de historia si sabemos interpretar el
contexto y la forma en que fueron escritos. De hecho, comparados con otros
textos históricos, podemos deducir que Babel es Babilonia o que el Nemrod
bíblico posiblemente haya sido el rey asirio Tukulti Ninurta; a la vez que
conocer la trayectoria de pueblos como los hurritas, los hititas, los caldeos y
otros. Sin embargo, ningún documento comparativo, ninguna mención
existe sobre esta cuestión narrada de manera tan precisa como poética; la
arqueología bíblica nada ha encontrado o, en palabras de Schama, “Para
decepción de todos, y a pesar de la búsqueda continua que se llevó a cabo
durante un siglo y medio, no saldría nunca a la luz el menor rastro de que
los israelitas salieran de Egipto y erraran por el desierto del Sinaí cuarenta
días, y mucho menos cuarenta años antes de conquistar Canaán desde el
este” (2015: 103-104).
Sin embargo, otros libros bíblicos poseen todas las características de una
narración razonablemente histórica y puede cotejarse con otros elementos
históricos (Johnson, 1991). Allí se narran el ingreso, la posterior conquista
y el asentamiento en la tierra cananea; (7) las luchas intestinas entre las
tribus y con otras agrupaciones humanas y pueblos de la región; el período
de los jueces; (8) la monarquía; la unificación de las tribus bajo el reinado
de David; la partición en los reinos de Israel al norte y Judá al sur a la
muerte del rey Salomón; (9) los avatares de ambos reinos, su destrucción; el
exilio babilónico, la posterior vuelta y reconstrucción y sus consecuencias,
así como otras vicisitudes del pueblo elegido. Por supuesto que, como se
mencionó anteriormente, hay que saber leer esto en contexto, entendiendo
la forma de mensaje que se pretendía transmitir en ese momento e
intentando separar aquellas cuestiones que efectivamente cuentan con una
razonable verosimilitud histórica de aquellas que no.
Ahora bien, posiblemente aquella parte de la Torá de la cual no
poseemos ninguna inferencia histórica sea, por lo menos para nosotros, la
más importante. Sabemos por los mismos textos bíblicos que las tribus, en
época posterior al supuesto regreso de Egipto, no solo reverenciaban
versiones distintas de Yahveh en diferentes santuarios, sino que también
continuaban adorando a dioses cananeos como Baal, y que en el templo de
Jerusalem, en fecha tan tardía como el siglo VII a. e. c., todavía se ejercía la
prostitución sagrada en honor de la diosa Astarté, como lo confirma este
versículo del Libro de los Reyes 2: “Derribó la casa dedicada a la
prostitución sagrada que estaba junto al templo del Señor, donde las
mujeres tejían vestidos para Asera” (23: 7).
Con respecto a la existencia o no del legislador Moisés y a la entrega por
parte de Yahveh dios de las tablas de la ley, no se plantea aquí la discusión
en términos teológicos ni religiosos, en tanto y en cuanto no contamos con
la competencia ni la intención para hacerlo. Sí interesa a esta obra la
cuestión en términos de la narrativa o discurso, absolutamente novedoso,
que legitimó por primera vez en la historia el poder a través de la ley, una
ley que no podía ser variada por la voluntad del gobernante. (10) La
importancia de la aparición en el texto sagrado, para el pueblo de Israel, del
otorgamiento de estas normas, así como la descripción detallada de ellas y
el sistema sociopolítico que proponían otorgaban no solo una sacralidad
formidable, sino también perdurabilidad en el tiempo y continua
propaganda acerca de su significado.
La respuesta a la cuestión planteada en el párrafo anterior debe buscarse
en los reformadores religiosos que ocuparon el trono de Judá en el siglo VII
a. e. c., en especial Josías (648-609 a. e. c.). Este rey continuó la obra de
otro monarca llamado Ezequías (729-686 a. e. c.), que había reforzado sus
vínculos con el yahvismo y sus sacerdotes. En época de Josías, el Imperio
asirio estaba en franco declive, y Judá aprovechó la ocasión para volver a
tomar el antiguo territorio del reino de Israel, que justamente había sido
destruido por dicho imperio. El yahvismo comenzó a encarnarse en un
fuerte nacionalismo y Josías emprendió entonces una serie de reformas
religiosas para situarlo en la posición de dios único y nacional. De hecho,
mientras se restauraba el templo que a partir de entonces solamente estaría
consagrado al culto yahvídico, sus sacerdotes, “oportunamente” en medio
de la reforma, encontraron un viejo ejemplar del Libro de la ley. Este texto
estatuía a Yahveh y a su culto como la única expresión religiosa permitida y
fue fechado por los mismos sacerdotes seis siglos atrás, exactamente en la
época en que debió haber vivido Moisés.
Esta solución, en realidad, no escapaba a la lógica de otras narraciones
para explicar el poder en su origen divino, hacían remontar sus antecedentes
a un pretérito distante que lo legitimaba aún más. En palabras de Liverani,
“Los reformadores religiosos del siglo VI, y luego los del IV, situaron el
origen de sus sistemas religiosos y cultuales en la época de formación de la
comunidad étnica y política de Israel, y lo condensaron en el personaje de
Moisés que habría recibido directamente de Yahvé las ‘tablas de la ley’”
(2012: 532).
Otro punto de vista que nos permite arribar a una conclusión parecida –
es decir, la utilización del texto sagrado como instrumento legitimador del
poder y ordenador social– podemos encontrarlo en los diferentes autores de
la Torá y en la época en que fue escrita cada una de sus partes, más allá de
la versión mítica que atribuye esa escritura a Moisés. Según numerosos
estudios que resume el crítico literario Harold Bloom, existieron
posiblemente cinco autores o momentos de escritura, reescritura,
mutilaciones, censuras, cambios, agregados y reordenamientos en la Torá
que tuvieron que ver con los distintos contextos políticos, sociales, bélicos y
vicisitudes tales como el exilio que vivió este pueblo. El primero de esos
autores es “J”, (11) o el yahvista, quien posiblemente escribió en el siglo X
a. e. c. y es el más descarnado de todos los autores, (12) a él le siguió “E”, o
el elohísta, quizá un par de generaciones después, quien posiblemente
revisara o censurara a “J” e intentó transformar el texto en un libro más
normativo. Alrededor de doscientos años después aparecieron los
deuteronomistas, o “D”, en el reinado de Josías y su reforma, la cual ya
hemos analizado desde todos los puntos de vista. Continuaron los Autores
Sacerdotales, o “P”, una generación más tarde de la caída de Jerusalem, en
el 587 a. e. c., que abarcaron todo lo que hoy llamamos Levítico, parte del
Génesis, Éxodo y Números; y finalmente, luego, al regreso del exilio
babilónico, en plena restauración del Estado en las narraciones de Esdrás y
Nehemías, el último autor, “R”, o el Redactor, es quien dio forma final a la
Torá prácticamente como hoy la conocemos (1995).
Lo que pretendemos demostrar con esta brevísima disquisición histórica
y literaria, es que la legitimación divina del poder por el pueblo judío no
escapa a la lógica de los anteriores casos: Dios otorga el poder. La
originalidad aquí consiste, por un lado, en el concepto de ley que no puede
ser alterada por quien gobierna, y por otro lado, en la noción de un dios
único, (13) nacional a partir de la época de Josías, universal a la vuelta del
exilio babilónico. Por otra parte, no puede ignorarse la majestuosa potencia
que la belleza de los textos de la Torá han otorgado a la ley mosaica, tan
grande que aún hoy se sigue observando.

1. Cabe aclarar que la Torá se refiere a lo que los cristianos llaman el Pentateuco, es decir, los
primeros cinco libros de la Biblia. Los judíos llaman a sus escrituras sagradas Tanakh, que se dividen
en tres partes: la Torah (la ley, los cinco libros de Moisés o el Pentateuco), Nevi´im (los profetas) y
Kethuvim (los escritos).
2. Nos referimos con esta denominación a la parte occidental de la fértil Media Luna y, aunque hoy
no podemos designarla con el nombre de un país moderno determinado, ocupaba partes de los
modernos Estados de Siria, Jordania, el Líbano e Israel.
3. Todas las referencias bíblicas serán tomadas de la edición que figura en la bibliografía, salvo
indicación expresa de otra obra. Así a los efectos de no interrumpir en forma continua la narración
con la debida referencia.
4. Las doce tribus de Israel descienden de los hijos que Jacob tuvo con Lía, Raquel, Bala y Zelfa, y
son las siguientes: Rubén, Simeón, Leví, Judá, Isacar, Zabulón, Dan, Neftalí, Gad, Aser, José y
Benjamín.
5. Así surge de Génesis 15: 18: “Aquel día hizo el Señor una alianza con Abraham en estos términos:
a tu descendencia le daré esta tierra, desde el torrente de Egipto hasta el gran río, el Éufrates”.
6. Incluso la leyenda que rodea su nacimiento en el sentido de haber sido salvado por las aguas por
una princesa egipcia es un motivo muy común en las mitologías anteriores, como Sargón de Agade, o
de niños abandonados y salvados de forma providencial, como Rómulo y Remo, Perseo, etcétera.
7. En una inscripción realizada en el quinto año de su reinado (1207 a. e. c.), el faraón Merneptah
menciona por primera vez el término “Israel” fuera de la Biblia, en ocasión de una campaña egipcia
realizada en Canaán (Cline, 2015).
8. Una vez establecidos en la tierra de Canaán, el anticuado sistema de gobierno de las tribus
comenzó a transformarse, y surgió un nuevo tipo de dirigente para que mandase en determinadas
circunstancias, que fue investido del favor de Dios y con particulares habilidades militares y
políticas, al que se denominó “juez”.
9. A la muerte de Salomón, el reino se dividió en Israel, al norte, con diez de las doce tribus
gobernadas por Jeroboam, con Siquem como capital; y el reino de Judá, al sur, con Jerusalem como
capital. Israel existió hasta el 722 a. e. c., cuando fue destruido por Sargón II, y el reino de Judá,
hasta el 587 a. e. c., en que fue vencido por los babilonios.
10. Aun cuando los reyes a partir de Saúl fueron “ungidos” con óleo por voluntad de Dios, la suya
propia estuvo siempre limitada por la ley divina. Ello marcaba una clara diferencia respecto de
aquellos gobernantes cuya legitimación de poder venía dada por el hecho de ser elegidos, delegados o
intermediarios divinos, cuya voluntad en la Tierra no conocía más limitaciones que aquellas dadas
por el contexto y las circunstancias.
11. El autor “J” o el yahvista, llamado así en referencia a la forma de escribir Yahvé en alemán:
Jahweh.
12. Bloom llega a insinuar que pudo haber sido un miembro de la corte del rey Salomón en una época
de gran tolerancia religiosa. También, y siempre desde el punto de vista literario, aventura que podría
haber sido una mujer (1995).
13. Aunque dicha originalidad bien pudo haberse inspirado en el conocimiento que seguramente los
israelitas tenían de la reforma en Egipto de Akhenatón y su culto exclusivo al dios solar Atón, que ya
hemos examinado anteriormente en esta obra.
Libro tercero
Los griegos o la invención de la política
Preludio

A partir de una fecha que podría situarse en el año 2000 a. e. c., tribus
indoeuropeas procedentes del norte de Europa comenzaron una serie de
oleadas invasoras que se extenderían por algunos siglos sobre el territorio
que hoy conocemos como Grecia continental y sus islas, incluida Creta
(Finley, 1994). Algunos autores conjeturan que las primeras avanzadas
fueron más o menos pacíficas en comparación con las que llegarían más
adelante, y que estos primeros grupos se mezclaron con quienes habitaban
anteriormente y fusionaron una aristocracia militar y patriarcal con las
creencias matriarcales ya afincadas (Graves, 1996). Posteriormente llegaron
quienes desarrollarían la civilización que llamamos micénica, hombres de
rubios cabellos, guerreros, que dominaban perfectamente la técnica del
bronce y que tenían características patriarcales; a ellos los denominamos
aqueos, (1) y serían quienes, además, reemplazarían con el tiempo a la
civilización minoica cretense.
A su llegada, quienes más tarde terminarían por conformar el mundo
griego se encontraron con una cultura ya establecida en las islas del Egeo,
en las Cícladas y, en un grado más avanzado, en la isla de Creta, aquella que
supuso la primera civilización marítima de Occidente, a la que
denominamos minoica (Walker, 1999). Los cretenses habían alcanzado un
alto grado de progreso, aunque su desarrollo había comenzado más tarde
que el de los pueblos mesopotámicos. En líneas generales, los conocemos
por el refinamiento y la magnificencia de sus construcciones, cerámicas,
frescos, juegos y fiestas de su época palacial, (2) y por la referencia al
mítico rey Minos y la leyenda que conjuga al laberinto, el minotauro,
Ariadna y Teseo. Más allá de las características comunes que todos los
autores señalan, es necesario destacar dos de ellas que revisten particular
importancia para nosotros; por un lado, una total ausencia de racional
guerrero e instrumentos bélicos y aún defensivos, por el otro, un
significativo rol de la mujer y las deidades femeninas (Souviron, 2017). Tal
como acaba de ser descripta, esta civilización terminó hacia mediados del
siglo XV a. e. c., posiblemente a causa de algunos desastres naturales que
habían comenzado a erosionarla, y luego, definitivamente, con la llegada de
los invasores aqueos. (3)
Podríamos afirmar que el centro del poder en este área del Mediterráneo
se trasladó de Creta a Micenas, ciudad aquea que daría su nombre a este
período civilizatorio. Lo cierto es que, como ya se ha adelantado, la fusión
de los aqueos –que de ninguna manera eran racistas– con los primitivos
pelasgos conformó el pueblo griego. Haya sido esta unión más pacífica o
más violenta, no solo se mezclaron carnalmente sino que también
fusionaron sus creencias, costumbres e idiosincrasia; a modo de ejemplo,
podemos decir que aunque los aqueos tenían un panteón de dioses
masculinos, la antigua diosa de la civilización mediterránea sobrevivió con
distintos nombres y facetas en la mitología griega, y que muchos años
después de la llegada de los invasores del norte, en muchas ciudades
griegas, la herencia y el trono seguían la línea matrilineal. En cuanto a la
lengua, el griego pertenece a la familia de las lenguas indoeuropeas de la
misma forma que más tarde el latín, el céltico o el germánico, ya que
“fueron llevadas por migraciones desde algún lugar de Europa central hacia
el sudeste, hacia Persia y la India (…) hacia el sur, a las penínsulas
balcánica e itálica, y hacia el oeste hasta Irlanda” (Kitto, 1966: 16).
La geografía griega, montañosa y escarpada, sigue siendo aún hoy, en
algunos lugares, más fácil de transitar por agua que por tierra. Ello hizo
florecer un pueblo para el cual el mar era una vía natural tanto para el
comercio como para el desplazamiento. Por otra parte, ni durante la
civilización micénica ni más tarde, cuando se hubiesen establecido los
dorios, que completarían el mapa poblacional de la península, lograron
formar un Estado unificado. Durante toda su historia, los griegos
conformaron un conjunto de ciudades cuyas poblaciones estaban unidas por
similares y, en algunos casos, idénticas concepciones religiosas, sociales,
políticas, lingüísticas, étnicas, y por supuesto, un fuerte sentido de
pertenencia a un colectivo común, pero nunca hubo una Grecia, sino más
bien griegos, y así nos referiremos a ellos. De hecho, y durante más de mil
años, hubo ciudades que ostentaron la primacía alternadamente, que
lucharon entre ellas o que se unieron en federaciones o empresas ad hoc,
como la guerra de Troya o las guerras médicas, pero todas ellas de efímera
duración.
La vida en todos sus aspectos, política, económica, religiosa, militar y
social en estas ciudades se desarrollaba en torno del palacio. Según Vernant,
“el rey concentra y reúne en su persona todos los elementos del poder, todos
los aspectos de la soberanía” (2004: 36). El rey, denominado ánax, ejerce
autoridad sobre todos los aspectos de la existencia social ya enumerados,
pero además, sobre la vida religiosa. En esto, los griegos primigenios no se
apartaron de la lógica que legitimaba el poder a través de lo divino, la
imagen del ánax estaba asociada al mundo religioso, tenía funciones de esa
índole, dispensaba el tiempo y también la fertilidad, y todo lo concerniente
a los rituales y obligaciones del pueblo. Más tarde en el tiempo, como
pronto veremos, llevarían la legitimación divina del poder a un refinamiento
inusual en la Antigüedad.
Estos fueron los griegos de la guerra de Troya que cantó Homero,
aunque algún tiempo después llegaría a la Hélade la última oleada invasora,
los dorios dominadores del hierro, que se establecieron principalmente en la
región de Laconia, en el Peloponeso. Con ello, y tal como dijimos, no solo
terminaría por completarse el pueblo griego, sino que finalizaría el período
micénico (4) impeliendo a los aqueos, a quienes en adelante comenzaremos
a llamar jonios, a desplazarse hacia el sur y el Egeo, y más tarde, allende
este mar.
La diferencia fundamental respecto de las invasiones aqueas es que los
dorios eran un pueblo extremadamente racista, que hacía un culto de su
pureza racial, y por ello no se mezclaron con las poblaciones existentes allí
donde se establecieron y prácticamente los sojuzgaron. De allí que sus
ciudades mantuviesen siempre aspecto y condiciones de campamento
militar. A su debido tiempo veremos las particularidades de las dos grandes
ciudades paradigmáticas de dorios y jonios: Esparta y Atenas.
Los cuatro siglos que siguieron a estos hechos constituyen aquello que
los historiadores han denominado la “Edad Oscura”, con pobres
denominadores no solo en la calidad de vida de sus habitantes, sino también
en su cultura, economía e instituciones (Finley, 1987).

1. Existen referencias de época a ellos en tablillas hititas fechadas en el siglo XIV a.ec., donde se los
designaba como ahhiyawa, y en documentos egipcios del siglo XIII a. e. c. con el nombre de ekwesh,
de allí akhaiwoi, akhaioi, del que derivaría el término aqueos (Abulafia, 2013; Chamoux, 2000;
Durant, 1952).
2. Fue el inglés Arthur Evans quien descubrió al mundo la existencia de esta civilización a comienzos
del siglo XX, a partir de sus excavaciones del palacio del rey Minos.
3. Según Walker (1999) y otros autores, las lagunas existentes no permiten reconstruir fielmente la
historia, pero bien pudieron haberse conjugado desastres naturales (de índole similar a los acaecidos
en las islas de Tera y Santorín), nuevas invasiones desde el continente y/o una rebelión de la
población local contra sus invasores continentales. Lo cierto es que Cnosos, su capital, fue devastada,
y también sus principales ciudades.
4. Este hecho puede datarse en el siglo XII a. e. c. También es verdad que por la misma época,
además de la invasión doria ocurrieron en toda la cuenca mediterránea una serie de catástrofes de las
que no estuvo exenta la Grecia continental. Incendios en la ciudad de Pilos que destruyeron su área
palacial, Micenas tuvo dos grandes destrucciones entre 1250 y 1190 a. e. c., y posiblemente a pocos
kilómetros de ella, la ciudad de Tirinto habría sido destruida por un terremoto.
Capítulo V
Los mitos

1. Un concepto confuso

Hasta ahora hemos hablado tanto de aquello que podríamos denominar


mito como de aquello otro que llamaríamos religión casi en forma
indistinta. También hemos visto cómo el fenómeno llamado magia
convivió, muchas veces confundido, con el concepto de lo divino. Más allá
de las conceptualizaciones a las que podamos llegar en las próximas líneas
acerca del mito, lo cierto es que el fenómeno atinente a los dioses, a la
sacralidad de los actos, a los ritos sagrados, al poder y a la concepción del
universo poseen una primera infancia común. De hecho, nosotros
analizamos estas concepciones míticas, como más adelante lo haremos con
la filosofía, solo en lo que sirve a las relaciones políticas, de poder en una
sociedad y en un tiempo determinado, ya que esta no es una obra teológica
ni de filosofía general. Por estas razones, es posible que sigamos
refiriéndonos a estos fenómenos de forma indistinta. Desde el punto de
vista pedagógico, sería preferible utilizar, ciertamente con más propiedad, el
término religión para referirnos más adelante a aquellas surgidas del seno
abrahámico y sus derivaciones. (1)
Una primera cuestión problemática en el momento de definir lo que
entendemos como mito es, como refiere Kirk (1992), su naturaleza confusa
y la gran cantidad de categorías y temas que encierra, así como la dificultad
de realizar generalizaciones que posiblemente contengan contradicciones
entre ellas, en la pretensión de lograr una definición de una esencia común a
todos los ámbitos y épocas. Esta cuestión la trataremos algo más adelante.
Lo cierto es que, para la mayoría de los autores, en los términos en que
nos referimos aquí, la palabra mito y todo lo que a ella se refiere se
relaciona con lo sagrado, con lo divino y sobrenatural, su culto, sus ritos y
sus misterios; básicamente, con una forma de concebir el mundo. Mircea
Eliade ofrece una definición que, aunque pueda presentar algunas
imprecisiones debido a su amplitud, nos parece la que mejor resume la idea
con la cual trabajamos: “el mito cuenta una historia sagrada; relata un
acontecimiento que ha tenido lugar en el tiempo primordial, el tiempo
fabuloso de los ‘comienzos’ (…) el mito cuenta como, gracias a las hazañas
de los Seres Sobrenaturales, una realidad ha venido a la existencia, sea ésta
la realidad total, el Cosmos, o solamente un fragmento, una isla, una
especie vegetal, un comportamiento humano, una institución (…) En suma,
los mitos describen las diversas, y a veces dramáticas, irrupciones de lo
sagrado (o de lo ‘sobrenatural’) en el Mundo. Es esta irrupción de lo
sagrado la que fundamenta realmente el Mundo y la que le hace tal como es
hoy día” (1992: 12-13). El mito, entonces, es parte de la religión, aunque
existan mitos –los menos– que no tengan ese trasfondo religioso.
El mito consiste en una narración sagrada que tiene el valor de lo
verdadero, de aquello que se refiere a sucesos u objetos verificables tales
como la vida y la muerte, la salida del sol y todo aquello creado como lo
prueba su misma existencia. Además, tiene un carácter ejemplar, habida
cuenta de que todo aquello a lo que se refieren ha sido realizado por seres
sobrenaturales en tiempos; relatos transmitidos de generación en generación
que, de hecho, perviven en el inconsciente colectivo de una comunidad y no
una mera ficción del momento.
Uno de los aspectos más importantes para destacar de ellos es su valor
de paradigma, de explicación del universo y de la vida social mediante la
narración de cómo se produjeron por primera vez determinados hechos que
son relevantes para el hombre: “El mito explica e ilustra el mundo mediante
la narración de sucesos maravillosos y ejemplares” (García Gual, 2005: 18).
En el caso que nos ocupa en este capítulo, podemos decir que, para los
griegos, los mitos constituyen una de sus formas expresivas fundamentales.
Cuando nos referimos a la mitología griega, de lo que en realidad hablamos
es del pensamiento religioso de este pueblo (Vernant, 2002). Como
estudiaremos a continuación, ello, en todos sus ámbitos y dimensiones.

2. Transmisión y lectura en contexto

El pensamiento mítico formó la mentalidad del hombre de la Antigüedad


y le brindó una visión del mundo que podía comprender y hacerla suya
desde una concepción que él juzgaba veraz. Esos relatos acaecidos en el
alba de los tiempos adquirieron carácter de sagrado, no solo por su remota
ascendencia, sino también por el carácter divino o semidivino de sus
protagonistas: dioses, semidioses y héroes.
Por supuesto, ese tiempo remoto fue siempre inaccesible al
entendimiento humano, tiempo de creación de todo lo tangible e intangible,
eras doradas en las que el hombre fraternizaba con los dioses;
acontecimientos maravillosos que definían las costumbres, la idiosincrasia y
hasta las instituciones de una sociedad. Los mitos, entonces, se transforman
en creencias colectivas que definen un carácter y unas tradiciones sociales
anteriores al surgimiento del pensamiento racional, con el que confrontarán.
Hemos visto que los grandes relatos míticos surgieron en el Neolítico y
se transmitieron de generación en generación de forma oral hasta que –en
algunos casos parcialmente, como aquellos llegados de Mesopotamia, o en
forma mucho más acabada, como en Grecia– se transformaron en letra
escrita. De hecho, solemos asociar casi inmediatamente la mitología con el
pueblo griego habida cuenta no solo de la gran cantidad de textos que nos
ha legado, sino también el refinamiento al que llegaron los habitantes de la
Hélade en su constitución. Es decir que, originariamente, el mito es un
relato transmitido oralmente de padres a hijos por los tiempos de los
tiempos.
Este tipo de narraciones dependían, por supuesto, de la memoria, tanto
colectiva como individual. Ellas pervivían, es cierto, en el seno de la gente
común, pero eran celosamente guardadas por los aedos y rapsodas, que le
daban su matiz poético y se ganaban la vida con ello. La oralidad en la
transmisión mantenía a estos relatos en una evolución constante, lo cual
hacía que, muchas veces, las versiones variasen a lo largo del tiempo y del
espacio, pero, además, se mantenía viva la tradición, tanto en sus agregados
como en las supresiones que sufrieron. Cada ciudad griega tenía su propia
divinidad bajo cuya protección se colocaba; incluso, una misma deidad
podía ser la divinidad tutelar de varias polis, como es el caso de Atenea en
Esparta, Tegea y Atenas (Bruit Zaidman y Schmitt Pantel, 2002). Las
variaciones podían darse tanto en el espacio, es decir, en distintos lugares a
un mismo tiempo, así como en distintas épocas; a modo de ejemplo,
podríamos citar el caso del rey Agamenón, jefe del ejército aqueo, que
combatió en Troya, que a veces es designado como basileus de Micenas, y
otras como Argos en la misma Ilíada; o de la diosa Afrodita, que en algunas
versiones aparece como hija de Zeus y Dione, y en otras, surgida a partir de
la castración de Urano (Grimal, 2006).
El mito no solo guarda variados significados por la gran cantidad de
dimensiones que abarca, sino que “Siempre hay variantes, múltiples
versiones que el narrador tiene a su disposición y elige en función de las
circunstancias, el público o sus propias preferencias, y donde puede
cercenar, añadir o modificar si así se le antoja. Mientras una tradición
legendaria oral permanece viva, es decir, influye en la manera de pensar de
un grupo y en sus costumbres, esa tradición cambia: el relato permanece
parcialmente abierto a la innovación” (Vernant, 2000: 12). Por otra parte,
además de las intenciones del aedo o poeta, no debemos olvidar las distintas
vicisitudes que viven los pueblos: guerras, calamidades, pestes o conflictos
fratricidas, que pueden llevar a una comunidad a estabecer variaciones en
sus concepciones tanto del mundo como de las relaciones humanas.
Cuando la tradición oral se fue convirtiendo en palabra escrita, la
humanidad se aseguró de que toda esta rica tradición no se perdiese, como
había sucedido con otras mitologías. Así, por ejemplo, cuando el tirano
ateniense Pisístrato mandó poner por escrito la obra homérica, (2)
claramente la preservó para la posteridad, pero aquella se cristalizó allí, y
ya ese gran ejercicio de memorización de miles de versos (3) perdió su
razón de ser o, como explica Bauza “La transcripción de tales
composiciones desvirtuó su naturaleza oral, pues la declamación efectuada
por el rapsoda no era un recitado fijo e invariable, sino dúctil y abierto”
(2005: 42).
Finalmente, y entendiendo que hasta el advenimiento del pensamiento
racional, con la filosofía, muchos siglos después, los griegos modelaron
toda su estructura institucional, social, moral e ideológica en base a estas
narraciones; es importante entender que ellas no pueden ser consideradas
sino como parte de una totalidad. Cada relato mítico es parte de un todo, de
una visión holística; no puede pensarse en los fenómenos climáticos de un
modo racional y científico y a la vez creer que quien nos gobierna es un
dios que puede provocar la lluvia o la salida del sol. Por otra parte, además,
todo mito debe ser situado en el contexto en el que fue producido para
poder entender qué nos quiere decir, las diversas capas culturales de
significados que alberga o los intereses a los que responde. Conocer, como
ya fue explicado, la religión matriarcal que profesaban los antiguos
pelasgos y su mixtura con el panteón patriarcal de los invasores aqueos nos
ayuda a comprender la importancia que las deidades femeninas tenían en la
mitología griega en el seno de una sociedad donde la mujer quedaba
relegada al gineceo dentro del hogar.

3. Funciones del mito

Hasta ahora, hemos intentado construir una definición de un concepto


tan poco unívoco como el de mito. Lo hemos hecho, en relación esta obra,
en su dimensión religiosa, constructora de una cosmogonía de la cual surgía
una explicación del cosmos y de las relaciones humanas. También hemos
hablado sobre la ductilidad y apertura de su transmisión oral y de la
importancia de situar los mitos en el marco de creencias, tradiciones y
circunstancias en que se produjeron, lo cual nos permite comprender,
interpretar, o cuanto menos sospechar, determinados aspectos de la historia
de un pueblo y de su organización político-social.
Por supuesto que en cuanto a las funciones de los mitos –es decir, el
debate acerca del objetivo de su creación y permanencia–, continúa
suscitando hoy grandes controversias. Ahora bien, siguiendo nuestra
metodología –consistente en estudiar aquellas facetas o dimensiones que
nos son útiles en cuanto a conocer el pensamiento político occidental–,
podemos abocarnos a aquellas funciones que, entendemos, no generan
controversias en líneas generales. Coincidimos con Duch en su obra Mitos,
interpretación y cultura cuando señala que las funciones esenciales de los
mitos son las que remiten a la esfera mágico-religiosa, a aquella que se
refiere al establecimiento de normas éticas y jurídicas, a la ideológica, y
finalmente, a una dimensión literaria (1998).
La elaboración de un mito, entonces, se halla profundamente asociada al
intento, no solo de buscar una explicación y un sentido al universo y a la
vida, sino también a la construcción de los lazos políticos, jurídicos y
morales que permitan el desarrollo de una comunidad.
Ya hemos visto en el libro anterior que las civilizaciones mesopotámicas
y los egipcios establecieron fuertes conexiones entre la lógica divina y el
carácter subjetivo del ejercicio del poder terrenal. Los griegos refinaron
mucho más estas narraciones e hicieron que en ellas se conjugasen todas las
dimensiones de la vida social y política. En la mitología griega existe un
quiebre profundo en el episodio que narra la lucha entre dos generaciones
de dioses: los olímpicos, cuyo jefe era Zeus, y los titanes, bajo el liderazgo
de Cronos, padre de Zeus. La batalla entre ellos fue enconada y feroz, y
finalmente triunfaron los olímpicos, y proclamaron a Zeus como el más
poderoso de los dioses. En este crucial acontecimiento mitológico se
enfrentaron poderes y fuerzas sobrenaturales en pos de la soberanía, es
decir, el triunfo de uno de los oponentes implicaría el derecho del vencedor
a imponer su ley; dice Vernant al respecto que “A partir de esta imposición,
el orden del mundo deviene constante. Se puede llamar a este tipo de
racionalidad una racionalidad del Kratos para hablar griego, o de la
dynamis, es decir, del poder real” (2002: 83).
A partir de la lucha entre olímpicos y titanes, los griegos establecieron
las bases ideológicas sobre la que se asentarían las relaciones de poder hasta
el siglo V a. e. c. El orden patriarcal se afirmó, (4) y el poder devendría
divino, no en la idea de la deificación del monarca, anax o basileus, sino
por la lógica de la ascendencia divina: gobernarían aquellos que
descendiesen de los dioses que terminaron con el caos en el mundo. Es muy
importante el doble significado de la palabra arche entre los griegos y con
respecto a lo que tratamos aquí. Dicho término, por un lado, tendía a la idea
del principio, origen o basamento, en este caso, del ordenamiento universal;
pero también significaba mando en el sentido de autoridad o imperio, es
decir, gobierno. A partir de la ruptura producida por este mito, y a imagen
de Zeus, quienes tuvieran la arche podrían distribuir, jerarquizar y ordenar a
partir de establecer el nomos, es decir, aquellas reglas que ordenaban la vida
social y que, por supuesto, no debían escapar de las dimensiones morales de
aquel contexto. En este marco, la garantía de antigüedad, veracidad y
sacralidad del mito cada vez se tornaría más importante, ya sea en la
justificación del poder terrenal o de una regla moral o social (Bermejo
Barrera, 1994).
En el caso griego, la legitimación divina del poder que en la primigenia
civilización micénica no difería mucho de los casos ya analizados, adquirió
aristas más complejas y sofisticadas. Posteriormente a los hechos de Troya
y a las invasiones dóricas, los aqueos, devenidos en civilización jónica,
incorporarían un nuevo componente, un requisito que aquellos aptos para
gobernar deberían transmitir a su progenie más allá de la mera sangre. Los
aqueos refinaron el argumento al incorporar el concepto de areté como
aquel atributo del más alto ideal educativo que se transmitía de generación
en generación dentro de cada estirpe divina.
La palabra areté ha sido traducida generalmente como virtud, aunque la
mayoría de los historiadores estén contestes con Jaeger (2000) en que esa
definición es demasiado estrecha. Una aproximación más cercana a su
significado contextual podría estar dada por la palabra “excelencia”, la cual
denotará seguramente una concepción más aproximada a la que tenían los
antiguos griegos sobre ella. Nosotros hemos preferido utilizar la definición
de arete como el “ejercicio óptimo de una función”, ya sea por parte de
seres humanos como así también de animales y objetos inanimados. Nada
hay superior a lo “óptimo”.
En la cuestión específica objeto de este trabajo, la areté será “el atributo
propio de la nobleza” (Jaeger, 2000: 21), es decir que, a partir de ello, la
nobleza aquea no poseerá el arche solamente por descender de los dioses,
sino que justamente por descender de ellos se poseería el más alto ideal
educativo al que se podía aspirar, y ello legitimaba claramente su poder
frente al resto de los ciudadanos. Este concepto iría evolucionando durante
el desarrollo histórico de las ideas entre los griegos y acompañaría la
transformación que llevaría a este pueblo a una nueva forma de pensar la
vida en sociedad y las relaciones políticas. El acontecer de estos cambios lo
iremos estudiando a partir del capítulo siguiente, cuando discurramos sobre
los primeros educadores de la Hélade.
Hasta aquí hemos analizado las funciones que la mayoría de los
especialistas en mitología asignan a los mitos, en este caso resumidas por
Lluís Duch (1998). Sin embargo, y teniendo en cuenta que nuestro estudio
se centra en los discursos que a lo largo de la historia de la humanidad
justificaron y legitimaron las relaciones de poder, entendemos que debe
agregarse todavía una función o cometido más a los mitos de carácter
religioso como los que analizamos en esta obra. En todas las épocas –en la
actualidad también–, estos discursos tienden a generar, en algunos casos,
explicaciones políticamente aceptables acerca de cuestiones que no lo
serían tanto o que contravendrían la moral y/o lo políticamente correcto en
el contexto en el que se desarrollaron. Como creación humana, los mitos no
escaparon a esta lógica.
Un ejemplo claro que nos permitirá comprender lo enunciado en el
párrafo anterior nos lo proporciona el episodio mítico de la guerra de Troya
que nos ha llegado a través de las composiciones homéricas, de las
tragedias de diversos autores y otras fuentes. Según ellas, Paris, hijo de
Príamo, rey de Troya, traiciona la hospitalidad de Menelao, el rey
espartano, y secuestra a su esposa, Helena, y la lleva a vivir con él a su
ciudad. Más allá de que las narraciones nos inducen claramente a sospechar
que en realidad Helena huyó de buen grado con el apuesto Paris, Menelao
invoca un antiguo juramento por el cual aquel que fuera elegido como
esposo de la bella hija de Tindareo gozaría siempre de la protección de
todos aquellos que la pretendían, que en definitiva no eran sino los basileus
de cada una de las ciudades griegas. Así, Agamenón, el más poderoso de
los reyes y hermano de Menelao, forma una gran coalición griega, que parte
rauda a vengar la afrenta recibida por uno de ellos. Conocemos el final de la
historia, que termina con la destrucción de Troya y de su pueblo, que en
definitiva eran primos hermanos de los griegos tanto en raza como en
lengua, religión y costumbres.
Sin embargo, esta épica explicación que deja bien situados a los griegos
ante la posteridad no tiene bases históricas. (5) Troya era una rica ciudad
que se encontraba ubicada estratégicamente en la entrada del Helesponto,
(6) sobre un estrecho paso de mar que controlaba el acceso a las fértiles
tierras que rodeaban al mar Negro y a la actividad comercial que allí se
originaba procedente de Oriente. Al dominar el estrecho, Troya cobraba
peaje a los barcos que por allí pasaban, posiblemente en la forma de caros
suministros y en la imposición de “prácticos” o, dicho más sencillamente,
marinos que conocían perfectamente cómo atravesar las turbulentas aguas
circundantes. Es decir que la guerra básicamente tuvo que ver con el control
de una encrucijada comercial y la necesidad de los griegos, que eran un
pueblo de marinos y comerciantes, de deshacerse de un poderoso obstáculo
a sus propósitos expansionistas.
Si, como se verá en el capítulo siguiente, la poesía mitológica sirvió
durante muchos siglos como la principal fuente educadora de los griegos,
podemos entender claramente que, mientras la narrativa mítica proporcionó
valores y héroes sobre los que se construyó la legitimidad de origen de un
pueblo y justificó una visión de relaciones sociales y de poder, la otra
versión, aquella que hablaba de una cruenta guerra por apoderarse de
riquezas y acceso al comercio, debía quedar relegada a la bruma oscura de
la historia.

1. Nos referimos a las religiones judía, cristiana e islámica.


2. La versión de los poemas homéricos con las que contamos en la actualidad no son exactamente la
versión que Pisístrato ordenó copiar. Con el paso del tiempo, esas copias fueron perdiéndose, en parte
por obra de diferentes calamidades, amén de transcripciones y traducciones imprecisas. Según refiere
Bauza, fue la obra dedicada de los filólogos alejandrinos, en especial Aristarco y Aristófanes de
Bizancio, quienes lograron recuperarlas, las dividieron en 24 cantos, habida cuenta que el alfabeto
griego contaba con 24 letras, y reservaron las mayúsculas para la Ilíada y las minúsculas para la
Odisea (2005).
3. En La Ilíada y La Odisea se cuentan alrededor de 15.000 y 12.000 versos, respectivamente.
4. Aunque seguirán subsistiendo usos y costumbres del antiguo orden matriarcal, como la idea de la
sucesión matrilineal, en muchas ciudades griegas. A modo de ejemplo, puede citarse a Menelao,
quien no es hijo de Tindareo en Esparta, sino que adquiere la dignidad real al desposar a Helena, que
sí es hija del rey espartano.
5. Siempre se supuso que, de todas las capas superpuestas de ciudades halladas en Troya, aquella que
correspondía a la obra homérica era Troya VIIA, ya que todo indica que esta fue destruida en un
contexto de guerra (Pruebas de asedio, incendio, armas de guerra, restos humanos producto de
heridas mortales). Sin embargo, en la actualidad existen discusiones acerca de su datación, y además,
sobre si eventualmente esta destrucción fue provocada por los griegos o por otros grupos humanos,
como los llamados “pueblos del mar” (Cline, 2015).
6. En la actualidad es el estrecho de los Dardanelos.
Capítulo VI
Los primeros educadores

Como ya se ha sugerido, poco después de la época de la guerra de Troya,


Grecia fue nuevamente presa de oleadas invasoras desde el norte, de los
llamados dorios, que se establecerían principalmente en la Lacedemonia y
terminarían de constituir lo que denominamos los griegos de la Antigüedad.
Primos hermanos de los anteriores aqueos, dominaban perfectamente la
técnica del hierro y profesaban un profundo racismo, que les impidió
mezclarse con las poblaciones sojuzgadas. De allí es que, a partir de ahora y
dentro del mismo pueblo griego, se irán formando dos idiosincrasias bien
diferenciadas entre los lacedemonios y los herederos de los aqueos, a
quienes pasaremos a denominar jonios.
Además, aproximadamente en esta misma época, se sucedieron una serie
de desastres, terremotos, invasiones posiblemente de los llamados pueblos
del mar, incendios y otras cuestiones que produjeron devastaciones en las
ciudades micénicas y el colapso de su civilización. Ello dio paso a la
denominada Edad Oscura, que se extendió aproximadamente entre el 1200
y el 800 a. e. c., de la cual pocas noticias tenemos, salvo y congruentemente
con ello, que no se registraron avances civilizatorios. Su fin daría lugar a la
época Arcaica y a la aparición de los primeros educadores en un mundo
que, luego de esa oscura transición, comenzaría su derrotero hacia una
nueva forma de comprender el cosmos en todas sus dimensiones.

1. Homero

Hasta ahora hemos usado indistintamente los términos aedo, rapsoda y


poeta, sin embargo, a fuerza de ser precisos, es menester aclarar que
Homero era un aedo, término que proviene del griego aoidos y que
significaba cantor; los poemas homéricos estaban compuestos para ser
cantados acompañados de un instrumento de cuerdas llamado forminge
(Vidal-Naquet, 2007).
Continuando con la lógica de las “aproximaciones”, en cuanto a aquellos
datos de la Antigüedad que no podemos establecer de manera fehaciente,
hemos de admitir que poco sabemos de la vida de Homero, más allá de lo
que ya hemos expuesto. De hecho, es comúnmente aceptado que la Ilíada y
la Odisea fueron compuestas a partir de historias míticas transmitidas en
forma oral hacia fines del siglo IX o en el siglo VIII a. e. c. (Nestle, 2010).
Mucho se ha discutido con respecto a la posibilidad de que entre ambas
composiciones medien varias décadas, lo cual establece como hipótesis la
posibilidad de dos Homeros. Sin embargo, nosotros soslayaremos la
polémica, ya que en nada cambia el análisis de nuestra cuestión con
respecto a la evolución política de los helenos.
Pocas veces un autor, un poeta en este caso, ha tenido tanta importancia
y significación en la creación del espíritu de su pueblo como Homero. No
solo porque desde el punto de vista estético su épica heroica es
incomparable, sino porque es quien representa los valores de la cultura
griega primitiva y es fuente de gran parte de nuestro conocimiento histórico
de la época (Jaeger, 2000).
De la épica derivan todas las formas de educación entre los griegos,
tragedias, comedias, himnos, todos nacen de la épica y de su alto ideal
como modelo de virtudes constituyendo un ejemplo a imitar para cada
generación, aun cuando la sociedad hubiera evolucionado y ya no fuese la
misma en que vivió Homero. La Ilíada y la Odisea fueron, durante siglos,
la guía y el patrón de conducta de la clase aristocrática griega, y los valores
morales allí expuestos constituyeron un “saber” en el sentido de poder ser
enseñado y aprendido. Los niños griegos aprendían a leer con estas obras.
Una de las cuestiones más importantes en orden al estudio político de
estas obras es comprender que, si bien leídas en términos literarios, estas no
presentan solución de continuidad; es decir, la Ilíada trata acerca del último
año de la guerra de Troya, y la Odisea, el inmediato regreso de uno de los
reyes guerreros que combatieron allí. Desde el punto de vista del análisis
político, su clave de lectura es diferente. Si bien ambas fueron compuestas
alrededor de cuatrocientos años después de los sucesos narrados, en la
primera, Homero describe las características de la sociedad y la nobleza
aquea que fue a combatir a Troya, por el contrario, en el segundo poema,
esa misma descripción atañe a la sociedad jonia de su época, es decir,
alrededor del siglo VIII a. e. c. En la Ilíada, el aedo pone todos sus recursos
en el tema recurrente del ideal heroico; en la Odisea se trata de mostrar
cómo los jonios habían evolucionado para constituir una sociedad
impregnada de la cultura y los valores aristocráticos. La una es el poema
que exalta la guerra, la otra es la evolución hacia una sociedad más
ordenada y relativamente pacífica que ha comprendido los beneficios de la
política.
Adentrándonos entonces en su análisis en términos politológicos, la
Ilíada comienza con una asamblea originada en un conflicto. En su periplo
hacia Troya, los helenos han atacado la ciudad de Tebas de Crisa y, como
parte del botín obtenido, Agamenón, primus inter pares (1) de la
expedición, ha tomado como esclava a Criseida, hija de Crises, sacerdote de
Apolo, quien se presenta ante el campamento griego solicitando pagar un
rescate a cambio de su libertad. La mayoría de los griegos siente compasión
por el anciano, pero Agamenón lo rechaza con palabras destempladas. Ante
la ofensa, el mismo dios Apolo envía sobre el campamento griego una gran
peste que azota a estos durante nueve días; al décimo, Aquiles, rey de los
mirmidones, convoca a una asamblea para tratar la cuestión. La reunión
tomó aristas tumultuosas debido a que la mayoría de quienes allí discutían
entendían que la posición de Agamenón era difícil de sostener, y mucho
más aún cuando el adivino Calcante había predicho desgracias para los
helenos si la esclava no era devuelta. Homero personifica en Aquiles la
férrea oposición al rey de Micenas y ambos cruzan fuertes insultos, hasta
que finalmente, se acuerda que Agamenón devolverá a Criseida, pero, a
cambio, Aquiles debería cederle su esclava favorita. Esta solución
transaccional de la asamblea permitió a Agamenón conservar su autoridad,
pero generó en Aquiles una furia de tal proporción que resolvió retirarse de
la batalla, lo que constituirá a partir de esa instancia uno de los grandes
temas de la obra, que justifica los versos con que comienza la Ilíada:

Canta, diosa, la cólera aciaga de Aquiles Pelida, (2)/ que a los hombres
de Acaya (3) causó innumerables desgracias/ y dio al Hades (4) las
almas de muchos intrépidos héroes/ cuyos cuerpos sirvieron de presa a
los perros y pájaros/ de los cielos; que así los designios de Zeus se
cumplieron/ desde que separáronse un día, tras una disputa,/ El Atrida,
(5) señor de los hombres y Aquiles divino (Homero, 1995).
De acuerdo con lo narrado y más allá de la carga emocional de los versos
homéricos de este conflicto con el que se inicia el poema, podemos deducir
no solo ya ciertas características de estos griegos, sino el germen de su
futura evolución. Ya habíamos dicho que cada ciudad griega era autónoma
y era gobernaba por un rey con el título de basileus que, a su vez, cumplía
funciones sacerdotales. Claramente vemos, por la respuesta dada a Crises,
que esas funciones religiosas que se adjudicaba el monarca lo situaban por
encima de los sacerdotes, pero además, que estos helenos no tenían un
temor reverencial por sus dioses, como hemos visto en otras sociedades. Es
necesario que Apolo envíe la peste para que los hombres reaccionen.
Por otra parte, observamos que la disputa se resuelve en una asamblea.
Homero no trata esta convocatoria como algo extraordinario o novedoso.
De ello podemos colegir que los basileus en sus respectivos reinos tenían la
costumbre de tratar los temas importantes en reuniones de este tipo: de
ancianos, de jefes de familia o, como en este caso, en una asamblea.
Siguiendo a Souvirón, podemos afirmar que es muy difícil saber cuáles son
los ciudadanos que en esa época tenían derecho a participar en reuniones de
este tipo, pero casi con seguridad se trataba de asambleas donde
participaban ciudadanos armados (2017), es decir, aquellos que podían
costear su propio equipo, los notables a quienes más tarde denominaremos
nobleza o aristocracia. Conceptualmente, podemos ya establecer que, aun
descendientes de dioses que legitimaban su autoridad, estos basileus no
eran reyes absolutos, debían consultar a los suyos y también, llegado el
caso, transigir como Agamenón para sostener su autoridad. Cierto es que en
estas asambleas no participaban todos quienes fueron a luchar, pero también
es verdad que la noción del poder real distaba mucho de la del Egipto
faraónico. Además, aun en ese ámbito restringido, ya era de suma
importancia la habilidad oratoria y argumental, como lo prueba el temor que
inspiraba la aguda lengua de Tersites o el ingenio persuasivo de Odiseo. Por
otra parte, el concilio fue convocado por Aquiles, quien, aunque basileus,
era un inferior a Agamenón en rango. Si reunimos todos los elementos,
entonces, podríamos decir que en los comienzos de la Ilíada se hallaría el
embrión de una rudimentaria democracia, aunque debemos enfatizar que
todavía este concepto demandaría una larga evolución y que era
absolutamente ajeno al pensamiento de quienes combatían en Troya.
También es singular y sería propia del igualitarismo ateniense
(Sanguinetti, 1986; Vidal-Naquet, 2006) la costumbre de echar a suertes
para tomar decisiones. En el caso de Atenas, cuando en el siglo V a. e. c.,
las tensiones se resolvieron a favor de constituir un régimen democrático,
existió un sistema de sorteo para la elección de magistrados o funcionarios,
aunque este debía realizarse entre quienes tuvieran la voluntad de someterse
a él; los candidatos, además, debían aprobar un examen que demostrara sus
calidades y antecedentes llamado dokimasia (Sanchez Viamonte, 1962).
Otra característica muy particular de la Ilíada es que, si bien las batallas
entre los ejércitos de ambos bandos son narradas, no constituyen momentos
de alto dramatismo poético. El personaje de la épica homérica en esta obra
es el héroe, quien pone en juego sus atributos en cada combate; la masa de
combatientes aporta simplemente la escena en la que se desenvuelve la
acción que verdaderamente importa. Como bien expresa Finley, “Hay
decenas de millares de soldados a la vista y, no obstante, el poeta fija su
mirada únicamente en Ayax, en Aquiles, en Héctor o en Eneas” (2014: 98).
Todo el poema se encuentra impregnado de la cultura de una sociedad de
guerreros y de su ética: quien lea superficialmente la Ilíada quizá no
advierta que cada guerrero es, en realidad, un rey, porque prima el atributo
de la valentía y el objetivo del honor en la lucha. A raíz de ello, la
relevancia estará dada por el combate singular o aristeia, allí donde un gran
campeón de un bando enfrentaba a otro poderoso guerrero enemigo. La
noción de aristeia, narración de este combate individual, está íntimamente
ligada a la lucha entre los mejores de cada lado, y mientras más reputada
fama tenga el desafiante más incentivo generará para que su reto sea
aceptado. A modo de ejemplo, podemos citar el canto VII del poema, donde
Héctor, el héroe troyano, desafía a pelear a los helenos y, luego de la arenga
del viejo Néstor, nueve guerreros griegos deben echar suertes para decidir
quién aceptará tamaño desafío.
A esta altura del análisis que realizamos, es momento para introducir un
concepto de vital importancia en la materia objeto de estudio y que, según
Jaeger, constituye “el tema esencial de la historia de la educación griega”
(2000), es decir, la noción de areté.
Esta noción, vinculada en forma estrecha al honor y a las más nobles
calidades, era aquello que se ponía en juego entre quienes combatían
singularmente. Por ello, mientras más grande la areté del adversario, mayor
el deseo de aceptar el convite: en caso de victoria, la areté era apropiada por
el vencedor, y en caso de derrota, nada más honorable que morir a manos de
quien se sabía superior. Ahora bien, ya hemos definido el concepto o noción
de areté, pero su significado intrínseco, su contenido, irá evolucionando a lo
largo de la historia helena, y esa evolución tendrá consecuencias en la
historia del pensamiento político griego. La areté constituía “el atributo
propio de la nobleza” (Jaeger, 2.000: 21), es decir que el hombre ordinario
no la poseía. Luego de la guerra de Troya –y ello se verá claramente cuando
estudiemos la sociedad jonia de la época en que vivió Homero–, la
legitimidad divina del poder incorporaría el concepto de areté como aquel
atributo del más alto ideal educativo que se transmitía de generación en
generación dentro de los límites de las estirpes divinas. La cuestión podría
resumirse en que, a partir del regreso de Troya, la nobleza jonia no tendrá el
mando o arké solamente por descender de los dioses, sino que justamente
por descender de ellos se poseía las más altas capacidades educativas a las
que se podía aspirar, y así se legitimaba su derecho al poder frente al resto
de los ciudadanos. A partir de la elaboración de este discurso más refinado
de la legitimación divina para gobernar –que ya no solo incluía al rey, sino a
todos los nobles que pelearon en Troya–, la construcción de genealogías
divinas fue considerada entonces un factor de poder, ya que “la fortuna de
un hombre o su ciudadanía podía depender de algún detalle de esa
genealogía” (Glover, 1993: 28). Para acceder al arké, entonces, era
necesario descender de los héroes de Troya, cuyos antepasados eran los
dioses, y así portar en la sangre la areté que hacía capaces a los hombres
para ejercer el gobierno.
En la Ilíada, es decir, para la nobleza aquea del siglo XII a. e. c., la areté
consistía en el valor y el heroísmo guerrero unidos a la conducta
caballeresca y cortesana. Ello resulta sumamente coherente con la
exaltación de la cultura de la guerra que corta horizontalmente toda la obra
y que en este sentido llega a su momento culminante en la aristeia entre
Aquiles y Héctor que comenzará a definir el destino de la contienda.
Ya hemos puesto de manifiesto anteriormente que, si bien la Odisea es el
relato del regreso o nostos de Odiseo a su patria Itaca luego de la caída de
Troya –es decir, literariamente una continuación del poema anterior–, la
descripción de la situación y las relaciones sociales y políticas corresponden
al mundo jónico del siglo VIII a. e. c. y no al del siglo XII, en que
transcurre la Ilíada. Política y culturalmente son dos sociedades con
grandes diferencias . Homero en la Odisea nos habla de su tiempo, no del
de Agamenón.
La trama principal de este poema relata el lento regreso a Itaca de
Odiseo, quien, luego de haber ofendido a Poseidón, tardará diez años en
volver, tantos como consumió en la batalla, mientras su esposa, Penélope, y
su hijo, Telémaco, intentan defender su trono y su hacienda de los nobles
que exigen a la reina que vuelva a tomar marido ya que suponen al héroe
muerto.
El contenido de la areté sigue centrándose en el valor guerrero, aunque
en menor medida que en la Ilíada, pero “se añade ahora la alta estimación
de las virtudes espirituales y sociales” (Jaeger, 2000: 36). Es decir, en una
sociedad que a lo largo de los siglos ha cambiado, a las virtudes guerreras
se le incorporan las políticas, aquellas que se adaptan a la nueva forma de
vida de la cultura jónica. Por otra parte, nos encontramos con una nobleza
que ya es consciente de su derecho a gobernar, que siente correr por sus
venas el privilegio de portar la areté, privilegio común a todos aquellos que
descienden de los guerreros de Troya y, consecuentemente, de los dioses.
La sociedad que nos describe la Odisea es la de una refinada cultura
aristocrática, con arraigo al suelo, mucho más sedentaria y menos
aventurera, y ya inscripta en sus propias tradiciones, que se transmiten de
padres a hijos. La educación es una prerrogativa de la nobleza, y sus
vástagos tienen plena conciencia del lugar que deberán ocupar en términos
sociales y políticos, y para ese fin son formados en base a los modelos que
sus propias genealogías guardan. Con respecto a aquellos que no
pertenecían a la aristocracia, la separación era muy marcada: había hombres
libres y esclavos, y tanto la economía basada en la posesión de la tierra
como el matrimonio, que se limitaba a los miembros de la misma clase,
hacían prácticamente imposible el ascenso social.
En el tiempo en que estamos situados casi no quedaban reyes en la
Hélade; la nobleza terrateniente había ido asumiendo cada vez más
funciones de gobierno, en principio como auxiliares del basileus y
finalmente, con la desaparición de estos por derecho propio. También
comenzaron a crearse instituciones que se adaptaban a los nuevos tiempos o
se les otorgó mayor preeminencia a aquellas que ya existían.
Era una sociedad que comenzaba a descubrir a la política como forma de
regular la convivencia humana; de hecho, aparecen varias asambleas y
puede apreciarse que sus resoluciones no eran meras formalidades y mucho
más en este caso, en ausencia del rey. Sin embargo, y aunque aún el
basileus tenía el derecho de decidir solo, tanto la costumbre como las
relaciones de poder establecidas con los nobles, que tenían el privilegio de
realizar proposiciones, y aún la aprobación o la desaprobación de los
ciudadanos pesaban en la conducta del monarca. Según Finley, comenzaba
a manifestarse aquí la fuerza del demos (2014), aunque nosotros
entendemos que en forma muy incipiente.
Luego de este análisis, seguramente podemos comprender con mayor
certeza la razón por la cual Homero fue considerado el gran educador de la
Hélade y los motivos por los cuales la Ilíada y la Odisea se transformaron
en las grandes obras educativas del pueblo griego, ya que condensando su
espíritu pudieron servir de modelo para el surgimiento del alto ideal
civilizatorio que habría de venir.

2. Hesíodo

A diferencia de Homero, sí tenemos algunos pocos datos acerca de


Hesíodo: sabemos que fue natural de Beocia, nacido posiblemente entre la
segunda mitad del siglo VIII y el 700 a. e. c., es decir, en forma posterior al
compositor de la Ilíada. Hijo de un comerciante marítimo arruinado que
terminó convertido en pastor y agricultor, idéntico oficio al que en su
juventud se dedicó el poeta. Más tarde, y a raíz de la herencia paterna, tuvo
una agria disputa judicial con su hermano que terminaría inspirando uno de
sus poemas.
Con respecto a su obra, hoy podemos decir que comprende la Teogonía,
los Trabajos y días y los primeros 54 o 56 versos del Escudo de Heracles.
Hesíodo buscará no tanto ser una fuente de diversión para su auditorio
como enseñar, ya que, como veremos, intentará crear un modelo de
educación para el hombre sencillo.
La Teogonía es una obra sistemática acerca de los dioses y su linaje, lo
que convierte al beocio en el primer teólogo entre los griegos. Hay en esta
obra tanto una teogonía como una cosmogonía, es decir, el origen y las
relaciones entre los dioses, así como una explicación sobre el nacimiento y
la evolución del universo.
Los dioses que presenta Hesíodo representan una escala ética y moral y
se nos antojan bastante diferentes de aquellas divinidades de rasgos tan
antropomórficos que en la obra de Homero desatan sus pasiones con ardor y
celo humanos. Por el contrario, aquí, “El poeta pone además mucho mayor
confianza en el gobierno divino del mundo, y ante todo en la justicia de
Zeus” (Nestle, 2010: 39). Ello nos habla de una lógica de acuerdo con la
cual los valores morales de los dioses sean replicados en la Tierra entre los
hombres, aunque también es verdad que ello sucede más en los Trabajos y
días que en la Teogonía.
Es entonces en Trabajos y días donde puede encontrarse la intención del
autor de tratar cuestiones sociales en forma crítica (Giner, 1994). Lo
primero que advertimos es que hay una gran y notable diferencia entre el
mundo campesino que describe Hesíodo y aquel universo de la cultura
noble y aristocrática que hemos estudiado en Homero.
Hesíodo canta a la vida simple y sencilla del campesino que con su
esfuerzo cotidiano logra arrancar de la tierra su sustento; es allí donde ve el
heroísmo en su forma más pura en un mundo que se ha venido
degenerando. En efecto, en Trabajos y días se encuentra el mito de las cinco
edades del mundo, desde la primigenia Edad de Oro, cuando juntos
nacieron los dioses y los hombres, sin trabajo, ni enfermedades, ni vejez y
ambas estirpes retozaban en festines, pasando a una visión degenerativa de
la historia, por las edades de Plata, de Bronce, Heroica y la Edad de Hierro
(Hesíodo, 1990). En esta última de las edades, en la cual vive el poeta, los
hombres son corruptos y viven en la miseria, los bienes se entrecruzan con
los males y pareciera que no hay consuelo ni esperanza para ellos. No hay,
en esta quinta edad, moral, derecho ni felicidad.
Sin embargo, y pese a lo dicho más arriba, todavía el campo no ha sido
conquistado por la ciudad: “La cultura feudal campesina no es todavía
sinónimo de retraso espiritual ni es estimada mediante módulos ciudadanos.
‘Campesino no significa todavía inculto’” (Jaeger 2000: 69). De hecho,
podría decirse que la visión heroica homérica permitía a estos campesinos
elevar sus miras, desde su dura perspectiva diaria, a posiciones de más
elevado pensamiento.
Hesíodo se recuesta en las tradiciones campesinas que describe en este
poema, a las que ve como puras en comparación con la lógica de los “reyes
devoradores de tributos”, y desde allí aspira a construir un tipo de
educación más sencilla y llana, aunque repleta de nobles ideales: la idea de
la justicia, personificada en diké, hija de Zeus y Temis. Aquí, y a raíz de una
amarga disputa judicial con su hermano, el autor beocio manifiesta una fe
inconmensurable en el derecho.
Es la idea de justicia, de leyes permanentes y divinas que rigen el
universo la que permitirá construir una sociedad mejor. Entonces, tal como
los nobles poseen un ideal educativo, también existirá una educación para el
hombre llano, una concepción de areté fundada en la justicia y el trabajo y
no en el ocio, que conduce a la vía del vicio y la perdición (Jaeger, 2000;
Nestle, 2010).
Lo importante para nosotros en esta idea de Hesíodo es que, aun
partiendo de una cosmovisión mítica y religiosa del mundo, un campesino,
un hombre ordinario, podía poseer areté, aunque ella no fuera transmitida
por la sangre de genealogías divinas. Por vez primera, aparecía la idea de
que la areté podía ser objeto de enseñanza y, aunque en la época de la obra
hesíodica pasaría inadvertida, retornaría con vigor algunos siglos después.

1. La mayoría de los guerreros que aparecen con nombre propio en la Ilíada eran en realidad basileus
(reyes) de sus respectivas ciudades: Agamenón lo era de Micenas, la ciudad más poderosa de la
época entre los griegos, y por ello fue designado jefe de la expedición. Además, era hermano del
agraviado Menelao y descendiente de Zeus.
2. Aquiles era hijo de Peleo y la nereida Tetis, por eso el apelativo “divino” en el último verso.
3. Uno de los nombres que da Homero a Grecia, actualmente una división del territorio griego cuya
capital es Patras.
4. El inframundo, concepto que guarda relación con el infierno cristiano. Era el dominio del dios del
mismo nombre, hermano de Zeus.
5. Se refiere a Agamenón, hijo de Atreo.
Capítulo VII
El camino hacia la democracia

Hacia el siglo VIII a. e. c., en la mayoría de las ciudades griegas existía


una aristocracia terrateniente rural que había convertido su predominio en
régimen político a expensas de los otrora poderosos reyes. Por otra parte, el
surgimiento de las polis supuso una importante mengua en los poderes y
prerrogativas reales y una cada vez marcada injerencia de la nobleza en el
manejo de los asuntos públicos, tal como lo explica Walker: “Las
concentraciones ciudadanas supusieron el debilitamiento de la monarquía.
Resultaba, por una parte, más fácil y cómodo, debido a la proximidad,
fiscalizar la labor de los reyes, al mismo tiempo que la lógica facilidad de
comunicación y de influencia mutua propiciaba las agitaciones, y, por otra
los ‘aristócratas’ (o ‘los mejores en el poder’), que eran los jefes de los
linajes, se trasladaron a las ciudades no tanto con el propósito de participar
cada vez más en el gobierno, sino con el de aliviar al monarca de alguna de
sus funciones, circunstancia que así incrementó el poder de esta minoría –
que acabó suplantando al rey, colocándose en su lugar–, dando origen a la
‘oligarquía’ (o ‘gobierno de unos pocos’)” (1999: 98-99).
Con el paso del tiempo, en la mayoría de las ciudades de Grecia la
nobleza tomaría nominalmente el poder y haría desaparecer a los reyes,
como en el caso de Atenas, o los conservaría como símbolos sin poderes
concretos y efectivos como en el caso de Esparta.
Una de las consecuencias que trajo aparejada la sustitución de los reyes
por la aristocracia fue el comienzo del faccionalismo en la sociedad griega,
es decir, mientras los reyes –buenos o malos– representaban al todo social,
la aristocracia, solo a una parte, por lo cual quienes no se sentían contenidos
comenzaron a agruparse en diferentes partidos.
Sin embargo, y más allá de que lo hasta aquí explicado no supone más
que un paulatino cambio de régimen por otro, es en esta época cuando
comienzan a aparecer distintos fenómenos que, al ser unos condición de
posibilidad de los otros y profundamente imbricados entre sí, conducirían a
los griegos a una nueva forma de pensar el mundo y la legitimación del
poder.

1. Polis, filosofía y moneda

a) La polis

El nacimiento de la polis como tal puede situarse entre los siglos VIII a
VII a. e. c. Es necesario aclarar que no utilizaremos esta palabra en su
traducción corriente de “ciudad- Estado”, ya que, como se ha explicado con
respecto al término areté, dicha traducción no solo resulta mezquina, sino
que además ni siquiera acerca al lector a la comprensión de la verdadera
magnitud de lo que ella significó para los antiguos griegos. Solo
adelantaremos que dicho concepto no implicaba solamente una noción
institucional, urbanística o paisajística, sino una original, elaborada y
refinada construcción intelectual.
La polis fue una consecuencia del avance intelectual de los griegos y
sería condición necesaria para el desarrollo de las máximas potencialidades
de su civilización; era concebida como “un Estado territorial donde tiene
lugar toda la gran variedad de las actividades humanas –la agricultura, la
política, el comercio– que son las condiciones necesarias para la existencia
de cualquier cultura superior” (Giner, 1994: 5).
En efecto, el término polis no designaba un mero trazado de calles,
viviendas, familias, murallas e instituciones de gobierno, sino un complejo
entramado social, político, económico, religioso y artístico, donde se
conjugaban en perfecta armonía todas y cada una de las dimensiones
humanas en su plenitud. Es cierto que física o geográficamente, ellas
surgieron sobre las anteriores aglomeraciones o, para decirlo de otro modo,
“la ciudad se instaura a partir de la antigua organización social: la destruye,
pero al mismo tiempo conserva su esquema; trasplanta la organización
tribal a una forma que implica un pensamiento más positivo y más
abstracto” (Vernant, 2001: 355). Finalmente, y siguiendo al politólogo
italiano Giovanni Sartori, si tuviésemos que definir la polis con un
sinónimo de una sola palabra, sería más adecuado hacerlo con el término
“comunidad” que con el de “Estado” (2003).
Se tornaba absolutamente necesario realizar esta conceptualización, ya
que fue en este ámbito llamado polis donde adquirió preeminencia la
palabra sobre todos los demás factores de poder (Vernant, 2004). Este sería
ulteriormente uno de los condicionamientos más importantes para el
surgimiento de la mentalidad democrática, ya que la palabra sería asociada
en este caso a la libertad de expresión y no a fórmulas rituales; así, se la
vinculó al debate contradictorio y a la crítica.
Este nuevo sentido dado a la palabra posibilitó claramente que se forjara
el ideal de ciudadano y el nacimiento de la política en el sentido en que la
define Finley, citado por Da Silveira, como “el arte de arribar a decisiones
mediante la discusión pública y de obedecer después a tales decisiones
como necesaria condición para la existencia social de hombres civilizados”
(2000: 27).
Siguiendo esta línea de razonamiento y para poder desarrollar una
convivencia pacífica y ordenada que considerase el ámbito de la política
como forma de resolución de las cuestiones que a todos pertenecían, era
necesario también establecer un instrumento que permitiera que dos
ciudadanos se reconociesen como pares a la hora de la discusión. Esa
herramienta, que para los antiguos griegos constituyó una mera solución
instrumental y para los modernos constituye la base de nuestros Estados de
derecho, se llamó isonomía, es decir, igualdad ante la ley. Es interesante
destacar que, para ellos, este concepto fue una creación absolutamente
artificial que les permitió desarrollar la idea de política y posteriormente de
democracia, ya que para un griego de ese momento no era obvio que los
hombres nacían y permanecían iguales ante la ley por el solo hecho de ser
hombres. La humanidad debería trasuntar muchos siglos aún para arribar a
esa conclusión (Da Silveira, 2000).
La palabra permitió entonces que se ampliase notablemente el espacio de
discusión respecto de procedimientos y decisiones que otrora habían
permanecido bajo el dominio de unos pocos, que esas mismas decisiones se
divulgasen, y todo ello como condición necesaria para la existencia misma
de la polis o, como lo define Vernant: “Hasta se puede decir que la polis
existe únicamente en la medida en que se ha separado un dominio público
en los dos sentidos, diferentes pero solidarios del término: un sector de
interés común en contraposición a los asuntos privados; prácticas abiertas,
establecidas a plena luz del día, en contraposición a los procedimientos
secretos” (Vernant, 2004: 63).
b) El surgimiento de la filosofía

A principios del siglo VI a. e. c., apareció en Mileto una nueva forma de


especulación reflexiva acerca de la naturaleza y posteriormente del hombre
que más tarde fue llamada filosofía. Los principales referentes de los
“físicos jonios”, como se los llamó, fueron los milesios Tales, Anaximandro
y Anaxímenes, que señalaron “la declinación del pensamiento mítico y los
comienzos de un saber de tipo racional” (Vernant, 2004: 115). Sin pretender
arribar a una definición acerca de la filosofía, Cordero se pregunta cuál era
la actividad que practicaban estos hombres a los que luego la historia pasó a
denominar como “filósofos”, y responde que “Comenzaron a observar la
realidad a partir de una perspectiva inédita, con el objeto de obtener ciertas
certezas capaces de apoyar un cierto tipo de vida” (2008: 20).
La cosmogonía mítica del mundo y sus explicaciones ya no satisfacían a
estos griegos que a partir de la creación de las polis comenzaron a
cuestionar los antiguos argumentos existentes o, en palabras de Finley, “La
religión griega carecía de dogmas y de una teología sistemática; sus ritos
podían estimular las emociones, pero sus explicaciones no pasaban nunca
de las intelectualmente poco satisfactorias que proporcionaban los mitos.
Esta futilidad de la religión (y la correspondiente ausencia de una iglesia
institucionalizada) dieron a la especulación filosófica inusitada libertad de
movimientos: en el aspecto positivo, porque había un vacío por llenar; en el
negativo porque ni el alma del hombre ni sus afanes terrenos se sentían
amenazados por las ideas, fuese cual fuere la violencia de estas” (1994:
130). En definitiva, el logos comenzaba a liberarse del mito, cuestión que
no se daría de un día para otro ya que “debemos considerar la historia de la
filosofía griega como el proceso de progresiva racionalización de la
concepción religiosa del mundo implícita en los mitos” (Jaeger, 2000: 151).
El pensamiento racional surgió entonces en las polis, allí donde la
palabra se había liberado y donde había asumido, entre otras dimensiones,
su función crítica. El logos, se ha señalado, en cuanto palabra razonada,
comenzaba paulatinamente a desprenderse del mito; ello no constituyó una
ruptura abrupta, sino una discontinuidad. De hecho, seguirían conviviendo
durante un largo tiempo ambas formas de concebir el universo. La
racionalidad y la irracionalidad continuarían asociadas y cada una le
proveería carencias a la otra .
Ahora bien, más allá de esa solidaridad asociativa que les permitió
convivir, lo cierto es que las diferencias entre ambas concepciones, con el
tiempo, se ensancharían. Mientras el pensamiento mítico no necesitaba
demostración ni coherencia, el pensamiento racional se basa en la lógica de
la no contradicción interna del discurso. Este último debe probar aquello
que asevera, está continuamente expuesto a la crítica y a la réplica, que
debe ser tan razonada como la argumentación a la que cuestiona.
A partir del siglo VI a. e. c., entonces, el hombre dejó de contentarse con
las explicaciones sobrenaturales y comenzó a buscar explicaciones
racionales que lo conformasen y que pudiese entender. La filosofía y el
nuevo pensamiento racional posibilitarían, como el advenimiento de la
polis, que lo secreto saliese a la luz, que las viejas fórmulas rituales de los
sacerdotes y magos fuesen expuestas a la crítica pública. Según Vernant,
“El nacimiento de la filosofía aparece pues, solidario de dos grandes
transformaciones mentales: un pensamiento positivo, que excluye toda
forma de sobrenatural y que rechaza la asimilación implícita establecida por
el mito entre fenómenos físicos y agentes divinos; un pensamiento
abstracto, que despoja a la realidad de este poder de mutación que le
prestaba el mito, y que rehúsa la vieja imagen de la unión de los contrarios
en provecho de una formulación categórica del principio de identidad”
(Vernant, 2001: 345).
Finalmente cabe destacar que, si bien estos primeros filósofos se
dedicaron a intentar racionalizar las cuestiones físicas y naturales del
universo, abrieron la puerta a posteriores reflexiones que comenzarían a
incluir a los dioses, al hombre, a la sociedad y su cultura. Un claro ejemplo
de ello lo constituye Jenófanes de Colofón, quien contrariando la tradición
homérica, entendió que la filosofía debía dar batalla contra el mito, que, por
otra parte, no era sino una creación del propio hombre: los dioses han sido
una invención humana y por ello tienen su aspecto. Al respecto, cabe decir
que así como anteriormente señalamos el gran avance intelectual que
supuso que la humanidad creara el concepto divino por su lógica abstracta y
sobrenatural, igual de extraordinario fue el comienzo del pensamiento
racional que vino a contradecir a este; la brecha introducida por la razón no
se cerraría jamás. Nombres como Heráclito, Parménides, Pitágoras o
Empédocles entre ellos, y más allá de la mayor o menor influencia que
pudieron tener en filósofos posteriores, claramente abrieron la amplia senda
del conocimiento humano.
c) Moneda y auge económico

La tradición suele adjudicar a los lidios la invención de la moneda


acuñada por el Estado, producto de una aleación de oro y plata llamada
electrum. En territorio griego, fue el rey de Argos Fidón quien en el siglo
VII a. e. c. acuñó las primeras monedas de plata e introdujo un sistema de
pesos y medidas. Sin embargo, fue recién a partir del siglo VI a. e. c.
cuando Atenas descubrió los beneficios de la moneda y comenzó su
despertar económico.
Antes de ingresar en las consecuencias materiales que produjo la
moneda en la vida social, económica y política de los helenos, en especial
de los atenienses, debemos detenernos en lo que ella implicó en términos de
la lógica del pensamiento racional. El trueque a través de objetos materiales
implicaba, en todo caso, algunas equivalencias, a saber: cuántos caballos
son necesarios para cambiarlos por un trípode o una joya; la controversia
versaba sobre objetos tangibles que en todo caso admitían infinidad de
discusiones sobre su valor intrínseco real y además, las circunstancias en
cada caso. La moneda, con su valor de cambio abstracto, da comienzo a la
institución del pensamiento económico. En efecto, la moneda puede
conservarse, transitar fácilmente y constituye en sí misma una medida de
valor autónoma del objeto que la representa, un mero artificio humano. Por
otra parte, su misma facilidad de circulación y atesoramiento otorgará un
impulso decisivo a la economía mediterránea a una velocidad nunca vista
anteriormente.
Finalmente, la aparición de la moneda por sí misma supuso un claro
avance hacia nuevas formas de democratización, ya que “Señala la
confiscación en provecho de la comunidad del privilegio aristocrático de la
emisión de lingotes sellados, la retención por parte del Estado de las fuentes
de metal precioso, la sustitución de los blasones nobiliarios por el cuño de
la ciudad” (Vernant, 2004: 107).
El redescubrimiento de las minas de plata del Laurión y su sistemática
explotación a partir del siglo VI a. e. c., a pesar de estar “concesionadas” a
la aristocracia, posibilitaron la aparición de una nueva clase social entre los
mismos ciudadanos no aristócratas. Este suceso fue condición de
posibilidad para el surgimiento de un artesanado industrial y de las
poderosas industrias o actividades conexas tales como la navegación, que
de por sí agrupa en su seno una gran cantidad de gremios. Todo ello se dio,
además, y tal como lo explica Kitto en un momento histórico excepcional
por sus condiciones de posibilidad: “En Asia el Imperio Hitita había
sucumbido; el reino de Lidia no se mostraba agresivo, y el poderío persa
que eventualmente venció a Lidia, era aún embrionario en los lugares
apartados del continente; Egipto se hallaba en decadencia; Macedonia,
destinada a poner en quiebra el sistema de la polis, permanecía en la
penumbra y siguió por mucho tiempo debatiéndose en un estado de
semibarbarie inoperante; la hora de Roma todavía no había llegado ni se
conocía ningún otro poder en Italia. Existían, por cierto, los fenicios y su
colonia occidental, Cartago, pero estos eran ante todo mercaderes” (1966:
94-95).
Estas nuevas condiciones económicas condujeron al surgimiento de una
nueva clase social que comenzaría a ser poderosa en tanto y en cuanto
poseería la fuerza de sus nuevas riquezas en contraposición a la antigua
nobleza terrateniente que aún poseía la areté transmitida por la sangre, que
le otorgaba el arke o capacidad de mando. Fue entonces apenas cuestión de
tiempo que esta situación diese lugar a fuertes presiones que condujeron a
una irremediable lucha por el poder. Este nuevo tipo de ciudadanos se
enfrentó al desafío, no solo de obtener el poder, sino también de elaborar un
nuevo discurso que lo legitimase. Las tensiones existentes entre las distintas
facciones dieron lugar a diversas reformas y crisis que, al sucederse en el
tiempo, fueron incorporando diferentes hitos hacia el régimen democrático
del siglo V a. e. c. en Atenas, ciudad precursora de esta nueva forma de
pensar las relaciones políticas entre los ciudadanos.

2. Reformas y tiranos

Todas las transformaciones y circunstancias narradas comenzaron a


suponer un cambio en las relaciones de poder en el mundo ático-jonio. En
efecto, el universo espiritual e intelectual devenido en polis, la palabra
como instrumento de debate que indefectiblemente llevaría al
establecimiento del derecho escrito y discutido, la filosofía, la moneda y el
advenimiento de nuevos ricos confluyeron en la formación de dos
corrientes de pensamiento diferente que batallarían hasta el siglo V a. e. c.
Aunque quizá sería más correcto decir que esta pugna dura hasta nuestros
días repitiéndose en forma cíclica.
El núcleo ideológico de estas corrientes radicaba en la aristocracia, que,
al comenzar a comprender los cambios y las demandas sociales que esas
transformaciones originaron, erróneamente atribuyeron la causa de todos
los males a la desigualdad económica generada. Así, esta corriente entendió
que no debía cambiarse la legitimación del poder, que debían seguir
gobernando aquellos que, descendientes de las divinidades, llevaban la
areté en la sangre, y que solamente bastaba con que ellos, que se
consideraban “los mejores”, redistribuyeran mejor la riqueza.
La otra corriente que –utilizando un evidente anacronismo– podríamos
denominar “democrática” entendió que la causa de todos los males era
justamente esa legitimación del poder que hacía que por nacimiento unos
detentaran la arke sobre otros. Ellos abogarían, entonces, por el
establecimiento de la isonomía plena, es decir, la igualdad ante la ley en
todos sus aspectos. Solo la misma condición de ciudadanos para unos y para
otros, incluida la arke, establecería la condición necesaria para el
nacimiento de la política en los términos en que, como ya se ha visto, la
define Finley.
Esta tensión existente en el seno de la sociedad ático-jónica llevaría a
que, en el transcurso del siglo VI a. e. c., se diesen en Atenas dos grandes
reformas y un interregno breve llamado de “los tiranos”. La primera
reforma, protagonizada por Solón, tuvo lugar al comienzo de ese siglo, y la
segunda, realizada por Clístenes sobre el final de este, luego de la tiranía.
Sin embargo, nada obsta a que sean tratadas en conjunto, habida cuenta de
que ambas procuraron cambiar las bases de participación política e,
indefectiblemente, la reforma de Clístenes sería una consecuencia directa
tanto de la reforma de Solón como del fin de la tiranía.
Solón fue elegido arconte (1) en el 594, con amplios poderes
excepcionales para legislar, producto de una gran crisis social, económica y
política. Por un lado, este hombre –que mereció la distinción de ser uno de
los siete sabios de Grecia– abolió la esclavitud por deudas y devaluó el
dracma, con lo cual permitió que los deudores pudieran liberarse
rápidamente de sus cargas. Por el otro, y comprendiendo la causa real de las
turbulencias, si bien mantuvo la división entre las cuatro tribus jonias
clásicas (2) y la división entre cuatro clases censatarias de acuerdo con la
renta anual, estableció la participación en los cargos públicos sobre la base
de la fortuna (Chamoux, 2000; Kitto 1966), lo cual posibilitó el acceso a
ellos a todo aquel que obtuviese determinado grado de riqueza.
Seguramente es muy difícil para una persona del siglo XXI comprender la
base democrática de esta decisión, sin embargo, y aunque no se legisló para
todos los cargos, el solo hecho de quitar la prerrogativa de nacimiento
implicó en sí mismo una evolución. En ese momento, la misma no produjo
efectos prácticos, habida cuenta de que en una economía todavía basada en
la posesión de la tierra, la aristocracia que portaba la areté divina coincidía
con las grandes fortunas terratenientes.
Sobre fines del siglo VI a. e. c. y luego de la tiranía, Clístenes, previendo
la reacción aristocrática, profundizó las reformas de Solón, y dividió el total
de los ciudadanos en demos, o divisiones geográficas encargadas de
confeccionar las listas de los ciudadanos con base en su residencia, que a su
vez se subdividieron en diez tribus de carácter territorial que ya no tenían
carácter sanguíneo como las tradicionales cuatro tribus jónicas. De esta
manera fueron debilitándose la arcaica organización familiar y la
preponderancia de la aristocracia (Sánchez Viamonte, 1962; Walker, 1999).
Posteriormente, las reformas de Arístides, Efialtes y Pericles ampliaron la
base de participación, lo que permitió que individuos de las clases sociales
con menor participación en la renta pudiesen ser elegidos para ejercer
diferentes cargos públicos.
En el lapso comprendido entre las reformas de Solón y de Clístenes,
Atenas vivió su período tiránico. Es necesario resaltar que, en la antigua
Grecia, la palabra tirano no poseía las connotaciones negativas que posee
para el mundo actual, que la identifican siempre con el ejercicio abusivo y
totalitario del poder. En efecto, y según la definición de Gómez Espelosín,
tirano era una “Palabra griega, probablemente de origen lidio, que hacía
referencia a la detentación de un poder personal, bien fuera ejercido dentro
del cuadro de una monarquía hereditaria, por la confianza otorgada por el
pueblo, o conseguido por el uso de la fuerza” (2005: 249).
Puede decirse que en la sociedad ático-jonia los tiranos representaron
una especie de transición entre la primacía del discurso de poder basado en
lo divino y el discurso de poder basado en la razón. Luego de la reforma de
Solón, las luchas entre las dos corrientes –aristocrática y democrática– se
encendieron con nueva violencia (Jaeger, 2000) y un noble llamado
Pisístrato, apoyado en los ciudadanos ordinarios, logró hacerse del gobierno
luego de varios intentos, y desplazó del poder a la estirpe de los
alcmeónidas y a otras pertenecientes a la nobleza más rancia.
Este movimiento producido en Atenas fue un fenómeno común a casi
todas las ciudades griegas a partir del siglo VI a. e. c. Los profundos
cambios económicos y sociales que se gestarían en esta época produjeron,
por un lado, un conjunto de ciudadanos que, a partir de haberse enriquecido,
anhelaban el poder político, y por el otro, una masa de personas que, al no
haberse podido adaptar a los cambios, se habían empobrecido; a todos ellos
representaron los tiranos.
La mayoría de este tipo de gobiernos instauraron en principio una amplia
política educativa y fueron gobernantes razonables, aunque para algunos
autores, como Sánchez Viamonte, en referencia a Pisístrato y a sus hijos,
dijese que “se contentaron con ocupar los principales cargos y guardarse la
vigésima parte de las rentas públicas” (1962: 125). Justamente en el caso
del tirano ateniense Pisístrato, quien desarrolló una importante labor
educacional, decretó que se pusiesen por escrito las obras de Homero y creó
los festivales llamados “fiestas dionisíacas”, y que sustrajo tanto la poesía
como el teatro de las fincas de la aristocracia. Según Jaeger, los tiranos
fueron “una poderosa palanca en la elevación de la cultura general de su
tiempo” (2000: 218).
Por otro lado, y frente al exilio de gran parte de los nobles, Pisístrato
distribuyó sus tierras entre los más pobres de sus simpatizantes. Bajo su
gobierno también se descubrieron las minas de plata de Laurión, se crearon
fuentes de trabajo basado en la obra pública y se incrementó la actividad
naval y mercantil (Walker, 1999); de este modo se sentaron las bases para el
futuro poderío marítimo ateniense.
Sin embargo, Pisístrato no profundizó las reformas políticas de Solón, y
a su muerte, sus hijos perdieron el poder rápidamente. La realidad es que la
gran fortaleza de Pisístrato fue la fuerza. No pudo –ni él ni muchos otros
tiranos–, a pesar de su clara política cultural, elaborar un discurso que
legitimase su poder, abstracción hecha de la mera fuerza; su poder se
transformó en un poder sin fundamento y sin respaldo ideológico de ningún
tipo. La reacción aristocrática a esta usurpación del poder realizada por los
tiranos no se vería detenida, ni siquiera por las reformas de Clístenes.

3. Píndaro y la reacción aristocrática


El poeta tebano Píndaro, nacido en el 518 a. e. c. en Cinóscefalos, habría
de convertirse en la voz de la reacción aristocrática de comienzos del siglo
V a. e. c., al intentar dar nueva legitimidad al discurso de poder basado en la
ascendencia divina y en la transmisión de la areté por la sangre.
En la antigua Grecia existían una serie de juegos llamados Ítsmicos,
Nemeos, Olímpicos y Píticos, cuyas denominaciones se debían en general
al lugar geográfico en que se realizaban, legitimados siempre por alguna
explicación o leyenda de características míticas. En ellos, los nobles
probaban los alcances de la educación recibida sobre sus cuerpos y sus
almas. Es cierto que en ellos también podían participar quienes no fuesen
miembros de la aristocracia, pero como bien expresa Jaeger, los aristócratas
“Tenían la ventaja que da la posesión de tiempo y medios para consagrarse
a un largo entrenamiento” (2000: 199).
Píndaro pertenecía él mismo a la antigua familia aristocrática de los
égidas (Kitto, 1966) y compuso una serie de odas en las que cantaba la
gloria de la estirpe de los nobles vencedores en los juegos remontándose a
sus divinas ascendencias. Por otra parte, “La noble percepción de la areta se
halla, para Píndaro, en íntima conexión con los hechos de los antepasados
famosos (...) Solo es divina la areta porque un Dios o un héroe ha sido el
antepasado de la familia que la posee. Su fuerza procede de él y se renueva
constantemente en los individuos que constituyen la serie de las
generaciones. No es posible considerarla, por tanto, desde un punto de vista
puramente individual, pues la sangre divina es la que realiza todo lo
grande” (Jaeger, 2000: 205).
La aristocracia, como ya hemos visto, había comenzado a comprender
que su legitimidad se resquebrajaba, y el movimiento de tiranos fue
posiblemente la prueba más acabada de ello. Píndaro trató de recordarle a la
Hélade quiénes eran los que mandaban y por qué debían hacerlo, y que
estos eran quienes tenían el derecho de ejercer la arké sustentado en el
hecho de descender de héroes y dioses; “los mejores” tenían el derecho a
gobernar pues lo eran porque poseían la areté, esa virtud ejemplar
transmitida por la gracia de la sangre. Este discurso remozado “Más bien
trataba de consolidar y si era necesario volver a crear la nobleza y la
vitalidad de un pasado heroico” (Kirk, 1994: 85).
La ideología subyacente en sus odas es clara, y su objetivo era
devolverle prestigio y legitimidad a la nobleza, tal cual es expuesto en la
introducción a su obra por Antonio Alegre “Como todo aristócrata (o
ideólogo de aristócratas), Píndaro poseía una concepción de la vida, que
puede resumirse así: la naturaleza excelente de los aristócratas es innata y
se hereda. Los aristócratas son héroes que compiten con limpieza y
generosidad en los juegos; la excelencia les viene de los dioses; el poeta es
el eslabón intermedio, es decir, aquel que recuerda a los héroes los valores
que los dioses les concedieron, y quien entrega, por medio de la escritura,
que se memoriza, las hazañas que permanecerán para siempre y
engrandecerán a una clase social” (1998: 7).
Frente a un mundo que ya reunía las condiciones necesarias para un
cambio, aunque breve en el tiempo, de los paradigmas del poder, el discurso
de Píndaro intentó detener la historia pero, como ha de verse, por lo menos
en lo inmediato no tuvo demasiado éxito. Existía ya una clase de hombres,
intelectuales y políticos que comenzarían a desarrollar desde el plano de las
ideas una nueva forma de legitimar un nuevo poder.

1. Los arcontes, en número de nueve, eran los más altos magistrados de Atenas. Sus funciones serán
estudiadas en el capítulo siguiente.
2. Gedeontes, argadeos, aigikoreos y hoplitas.
Capítulo VIII
Dos modelos políticos: Esparta y Atenas

Antes de continuar con los avances y retrocesos que desembocarían en


un experimento llamado democracia, que a pesar de su corta existencia en
algunas ciudades griegas dejaría una marca indeleble en la historia política
occidental, se hace necesario realizar un pequeño paréntesis para estudiar
las dos ciudades paradigmáticas de este pueblo: Esparta y Atenas. Ello,
debido a que una y otra representaron cabalmente el espíritu, pensamiento e
idiosincrasia de las dos grandes ramas en que se dividían aquellos helenos:
los lacedemonios, herederos de los dorios, última oleada de conquistadores,
y los jonios, descendientes de aquellos aqueos que fueron llegando a la
península a partir del 2000 a. e. c.
Herederos de una misma estirpe que compartía lengua, religión e incluso
no pocas costumbres, y aun sabiéndose parte de un mismo colectivo, los
jonios y los lacedemonios constituyeron, sin embargo, dos visiones
opuestas y diferentes, no solo de la política como forma de decidir y
gestionar los asuntos públicos, sino de la vida misma. Atenas y Esparta,
además de otras ciudades con menor renombre en la historia, que replicaban
en mayor o menor medida a una u otra, fueron símbolos acabados de
sociedades muy diferentes. Ejemplo claro de una sociedad abierta lo llegó a
ser Atenas, mientras Esparta fue siempre el modelo de una sociedad
cerrada, tal la definición de Popper (1992).
La importancia de esta comparación radica en que, por un lado, la misma
idea de democracia, por la novedad de los argumentos que la sostenían, fue
revolucionaria frente a todas las demás formas de conjugar política y
gobierno que hemos visto, las cuales, finalmente y sin recurrir a demasiados
tecnicismos, eran variantes del despotismo o aquello que anacrónicamente
podríamos llamar en nuestros días “autocracias”. Por otro lado, es a partir
de estas dos visiones opuestas y antagónicas de concebir al hombre en
sociedad que, con sus diferentes variantes y desarrollos, se marcaría la
historia del pensamiento político hasta nuestros días.
1. Esparta

a) Breve arqueología

Ya hemos narrado cómo, poco tiempo después de la guerra de Troya,


aparece la última oleada de invasiones sobre la península griega por parte
de los dorios, conocedores del hierro. También, que obligaron a los aqueos
a establecerse en el Ática, es decir, al este, y en el Asia Menor mientras
ellos se asentaban básicamente en la Lacedemonia al sur del Peloponeso, es
decir, al oeste. Allí establecieron la que sería su ciudad más importante:
Esparta. La conquista no supuso para estos invasores una tarea fácil, razón
por la cual, aunque nunca erigió murallas, Esparta siempre tuvo un aspecto
de cuartel militar permanente. Recordemos que los dorios eran racistas y, a
diferencia de los aqueos, jamás se mezclaron con los vencidos, los mesenios
entre otros, quienes no solo no se entregaron dócilmente sino que, al verse
reducidos a un Estado prácticamente servil, siempre alentaron el deseo de la
sublevación. Esa inestabilidad producto de las ansias de libertad de los
derrotados es, según la mayoría de los historiadores, una de las causas más
importantes que forjaron el carácter de Esparta.
La severa legislación espartana se supone obra de un mítico legislador
llamado Licurgo, quien podría haber vivido entre el 900 y el 700 a. e. c.
Según refiere Heródoto, recibió del oráculo de Delfos (1) las normas que
habrían de regir la vida de Esparta y que, a pesar de su rigurosidad, ellas
fueron la causa de un gran progreso, tanto es así que veneraron a Licurgo
consagrándole un templo (2004). Una de las disposiciones se supone que
consistía en no escribir las leyes dadas.
Esta legislación por la que fueron famosos los espartanos e ingresaron en
la historia no solo consistía en lo que podríamos denominar el derecho
público, sino también el derecho privado. Licurgo legisló sobre las
instituciones y disposiciones que hacían a la vida política y también
respecto de aquellas que pertenecían a la esfera privada e íntima de las
personas, aunque, como hemos de ver, en un Estado de características
totalitarias como el implantado en Esparta, esos límites entre ambas esferas
se difuminan casi hasta ser indistinguibles.
También se legislaba en el ámbito de lo económico y social. Para evitar
la pobreza se dividió la tierra de la ciudad en nueve mil lotes, que fueron
entregados uno a cada ciudadano, y treinta mil lotes más en la periferia para
aquellos que, sin ser ciudadanos, tampoco eran esclavos; con esta medida se
pretendió abolir la desigualdad. Por otra parte, se decretó que las monedas
no debían ser de oro o plata sino de hierro, metal de escasísimo valor, y se
instituyeron toda una serie de preceptos que procuraron eliminar los lujos
en la ciudad.

b) La sociedad espartana y su areté

La sociedad espartana se dividía en tres estamentos, que serían aquello


que hoy llamamos clases o, para ser más correctos, clases sociales:

Los espartiatas: eran los descendientes de los dorios invasores y


poseían aquellos derechos que en dicha polis se consideraban los
propios de la ciudadanía: hacer la guerra y definir la organización
política del Estado. Se llamaban “los iguales” y eran propietarios de
un kleros o parcela de tierra dentro de la ciudad, que era trabajada por
esclavos, para que ellos pudiesen cumplir plenamente su rol de
ciudadanos.
Los periecos: constituían una clase intermedia entre los ciudadanos y
los esclavos. Eran personas libres que en general se dedicaban a los
oficios “liberales” y podían ser propietarios de un kleros fuera de la
ciudad, de ahí su nombre, que deriva del griego perioikis, que
significa periferia. Tenían derechos civiles, podían comprar, vender e
incluso llevar a juicio a un espartíata, pero no poseían ningún derecho
político.
Los ilotas: eran esclavos pero propiedad del Estado espartano, no de
los particulares. Eran asignados a los ciudadanos para trabajar en sus
kleros, pero estos no podían disponer de él; es decir, les estaba
vedado tanto venderlos como otorgarles la libertad, ni tampoco
maltratarlos o recompensarlos. El ilota podía tener casa y familia, y,
además, como la vida del espartiata era sumamente austera, y
además, solo debía entregarle al espartiata –individuos de vida
sumamente austera– la cantidad de alimentos anualmente estipulada
en cebada, trigo, aceite y otros productos, y aprovechar lo demás para
sí.. También disfrutaba de cualquier mejora que pudiera tener lugar.
Sin embargo, y teniendo en cuenta su número –que era muchas veces
superior al de los ciudadanos a quienes servían–, se los trataba muy
severamente, y en ocasiones, cuando se temía una rebelión o
situación similar, se recurría a las kripteias, que, en los hechos,
significaba matar tantos de ellos como fuera necesario. (2)

Los espartanos, que no se habían mezclado con los anteriores habitantes


del Peloponeso, hacían un culto de la raza y de la guerra. “Procrear hombres
fuertes y sanos para la guerra” podría haber sido su lema. Aplicaban entre
los espartiatas una implacable eugenesia que, como veremos, comenzaba
aun antes de la concepción de la criatura y e incluso antes de la unión de sus
padres. En efecto, cuando un hombre había llegado a la edad en que debía
tomar esposa, ya que el celibato era asimilable a un delito, ella no podía
padecer enfermedades, tener defectos físicos o cualquier otra cuestión que
hiciese presumir que el fruto de esa unión no fuese un saludable niño
espartano. (3) Al nacer, si la criatura era de constitución enfermiza, débil,
defectuosa o de escaso peso, era arrojado desde la cima del monte Taigeto
como comida para los buitres. Incluso, el espartano no debía sentir celos si
su esposa engendraba hijos con hombres más fuertes o mejor dotados, ya
que los niños eran, según Licurgo, patrimonio del Estado, y por ello era
necesario que los ciudadanos fueran hijos, no de cualquiera sino de los
mejores (Plutarco, 2017).
A la edad de siete años, los niños eran arrancados de su hogar y
comenzaban a ser educados por el Estado espartano. Aprendían los
rudimentos de la lectura y la escritura, pero su educación era básicamente
militar. Esparta era un ejército permanentemente en armas; necesitaba
soldados y no poetas o filósofos; de hecho, las únicas canciones que
aprendían eran aquellas apropiadas para una marcha militar cantadas en
coro, nunca individualmente. Se sometía a los párvulos y jóvenes a una
disciplina severísima: dormían al raso en invierno, combatían desnudos y se
fomentaban las peleas entre ellos a fin de descubrir a los más osados y
valientes. Los castigos eran sumamente crueles, (4) a la vez que se les
enseñaba a sufrir las penas y el dolor en silencio. Se promovían poco los
baños, los aceites y ungüentos, por considerar que ellos no eran útiles para
templar el cuerpo de un guerrero.
Los espartanos vivían en barracas comunes hasta la edad de treinta años,
cuando podían escoger esposa. Hasta los sesenta, debían comer en la mesa
común, (5) donde el plato típico consistía en una sopa negra de sangre de
cerdo, vino o vinagre y posiblemente vísceras, lo cual, según la leyenda,
hizo decir a un habitante de Sibaris (6) al probarla que había por fin
comprendido la razón por la cual los espartanos no temían a la muerte. En
realidad, los espartiatas llevaban una vida absolutamente austera, ascética, y
podemos decir que vivían en una especie de comunismo de clase
aristocrático.
En resumen, podemos decir que el espartano vivía para la guerra y que el
Estado, para él, lo era todo; lo colectivo siempre estaba por encima de lo
individual, noción esta última que prácticamente no existía en Esparta.
Desde la decisión primera acerca de quien tenía derecho a la vida, hasta la
intromisión en cuestiones como el matrimonio y la familia, la vida sexual,
la educación de los hijos, la posesión de bienes materiales y hasta el
alimento, la higiene corporal y el descanso, todo en Esparta estaba regulado
por el Estado de tal manera que el individuo quedaba reducido a su mínima
expresión. En definitiva, la rigurosidad del Estado en su dimensión
pedagógica tendía a superar el individualismo, que para los dorios
constituía un disvalor.
El significado de la areté en Esparta podemos inferirlo a través de las
elegías del poeta Tirteo, quien las escribió durante las guerras en las cuales
los mesenios se sublevaron contra sus conquistadores dorios y a punto
estuvieron de vencerlos. En estos cantos guerreros, surge la idea de una
comunidad que todo lo transciende y que es más importante que el hombre
mismo, por la que vale la pena luchar hasta las últimas consecuencias y,
llegado el caso, morir por ella. Según Jaeger, “el ideal homérico de la areté
heroica es transformado en el heroísmo del amor a la patria” (2000: 95). Es
decir que aquella areté que estudiamos en Homero con respecto al guerrero
individual solo cobraba sentido en Esparta si estaba al servicio de la idea de
conjunto; solo es un héroe quien lucha y cae por la patria y no por mera
apetencia de gloria singular.

c) Las instituciones de gobierno

Tras haber conocido ya la estructura social de Esparta, no puede


asombrarnos que el héroe de la guerra del Peloponeso Brasidas definiese la
constitución de su polis como aquella donde el menor número –es decir, los
espartiatas– gobierna a la mayoría de la población, y ello debido a su
superioridad militar (Tucídides, 1998).
El régimen de gobierno espartano observaba una gran semejanza con la
organización de tipo militar, que concentra el poder en pocas personas y
está marcado por su fuerte orden jerárquico.
Como en todas las ciudades griegas, la primigenia organización política
espartana era de tipo monárquica, aunque con una particularidad notable,
pues se trataba de una monarquía bicéfala. De acuerdo con su origen mítico,
los monarcas agidas y europóntidas descendían del héroe Heracles. Algunos
historiadores pretendieron ver en esta característica la desconfianza propia
que los griegos sentían hacia el poder, e insinuaron que el hecho de
compartir el poder establecía una especie de control mutuo entre ellos. Sin
embargo, aunque ingresando en el terreno de la especulación, lo más
posible es que ello haya sido producto del compromiso de dos clanes rivales
enfrentados que, luego de llegar a un juego de suma cero en el cual ninguno
pudo imponerse sobre el otro, no tuvieron más alternativa que arribar a esta
solución. Lo cierto es que, más allá de su origen, corrieron una suerte
bastante similar a las demás monarquías de la Hélade, es decir, con el paso
del tiempo, se transformaron en meramente testimoniales, aunque no
desaparecieron como las demás. Sin embargo, conservaron durante mucho
tiempo autoridad militar en tiempos de guerra, ya que uno de ellos mandaba
al ejército, aunque esa autoridad solo era plenamente efectiva fuera de los
límites de la región en la que se asentaba la polis.
El poder ejecutivo que fueron delegando los reyes recayó paulatinamente
en cinco funcionarios llamados éforos que, en principio, eran elegidos por
los monarcas y luego fueron objeto de elección popular. Estos funcionarios
actuaban según su entendimiento y no estaban supeditados a las leyes;
podían convocar a la Apella, remitirle proyectos para su aprobación,
escuchar a los embajadores extranjeros y, en tiempos de guerra, asumían los
principales poderes ya que, pese a lo dicho con respecto a los reyes, tenían
facultad de control sobre ellos. (7)
El consejo de ancianos o Gerusia estaba compuesto por veintiocho
espartiatas que hubiesen llegado a la edad de sesenta años. Se los elegía por
simple aclamación de la asamblea reunida y tenían, junto con los reyes y
más tarde los éforos, la potestad de la iniciativa legislativa. Sus reuniones
eran presididas por uno de los reyes y en su ámbito, los proyectos podían
ser discutidos. La Gerusia intervenía en asuntos de política exterior e
interior y se constituía en tribunal en los casos de homicidio, y también
juzgaba sobre aquellos procesos que eran de interés de la polis.
Finalmente, la asamblea del pueblo o Apella, formada por todos los
ciudadanos que hubiesen llegado a la edad de treinta años. Se reunía una
vez por mes el día de la luna nueva. Trataban los proyectos enviados por la
Gerusia o por los éforos, ya que no tenían iniciativa propia. Dichos
proyectos eran tratados sin discusión y sin la posibilidad de proponer
modificaciones. Debían votar simplemente por la afirmativa o la negativa.
Para decirlo de otro modo, contaban con lo que modernamente llamaríamos
poder de veto.

2. Atenas

a) Breve arqueología

En tiempos homéricos, la ciudad de Atenas, si bien es mencionada en la


Ilíada, carecía de importancia, y el Ática, la región este de la península
griega, era una región pobre y pedregosa a la que apenas se le asignaba
importancia. El trabajo constante del hombre otorgó a estas tierras valor
agregado a partir de la plantación de viñas, olivares y cereales, y
posteriormente, al descubrirse las minas de plata de Laurión, la magnitud
económica de esos lares fue de una trascendencia enorme.
Atenas ya existía en la época micénica, y luego de la invasión doria, los
aqueos iniciaron su repliegue hasta ocupar toda esta región. Si bien ya
hemos estudiado parte de su historia a partir de Solón, el período tiránico y
las reformas de Clístenes, y para mejor comprender su espíritu y evolución,
indagaremos en hechos sucedidos antes y después de los mencionados.
Poco sabe la historia sobre la Atenas anterior a Solón, salvo que, como
las demás polis griegas, era gobernada por un rey con el título de basileus.
Seguramente el primero de ellos habría sido un jefe de clan que logró
unificar a las diversas tribus para fundar la ciudad. Plutarco en su vida de
Teseo, le atribuye a este mítico personaje el sinecismo, es decir, la unión de
los habitantes del Ática en una sola ciudad, a la que llamó Atenas, en
conmemoración de la cual instauró los Juegos Panateneas (2017). Por
supuesto, la fecha de esta mítica fundación es incierta, aunque sí sabemos
que esta polis estuvo gobernada por reyes hereditarios de dinastías como los
teseidas, melántidas y meróntidas hasta que, en 683 a. e. c., la monarquía
fue abolida y sus funciones se distribuyeron entre nueve magistrados,
llamados arcontes. Igualmente, y aun antes de ser suprimida la monarquía,
sus funciones devinieron con el tiempo más en ceremoniales que en la
efectiva función de gobierno, que había pasado a manos de la aristocracia.
Una vez transcurrido el período tiránico y entre la tensión que sobrevino
a raíz de la reacción aristocrática, y la reforma de tendencias democráticas
de Clístenes, los partidarios de un régimen abierto comenzaron a ganar
espacios a partir de sucesivos cambios en la estructura política y legal de la
polis.
La más importante de estas reformas es la realizada por Efialtes en el
año 460 a. e. c., inmediatamente después de las guerras contra los persas,
cuyo desarrollo había cimentado aún más el espíritu de igualdad entre
quienes habían defendido su estilo de vida y sus libertades sin importar sus
diferencias sociales. Con Efialtes, la asamblea o Ecclesia cobró mayor
protagonismo y poder a expensas del Areópago, institución que refugiaba
las tendencias aristocráticas y renovadoras. También permitió que los
zeugitas pudiesen ser elegidos para el arcontado y comenzó a retribuirse
con dinero a los ciudadanos que cumplieran deberes públicos, lo cual
permitió a aquellos carentes de fortuna poder participar en cargos de
gobierno y, de esa manera, seguir en la vía de democratizar la actividad
política y la vida ateniense. Según Rodríguez Adrados, esta reforma “fue en
la práctica una explosión revolucionaria dentro de Atenas, dirigida por un
homo novus, un hombre del pueblo, por más que la afirmara con su peso en
la Asamblea” (2011: 110). (8)
En esta época comienzan a aparecer los sofistas, quienes darían sustento
intelectual al discurso democratizante del nuevo hombre ateniense surgido
tras las guerras médicas. El ciclo de reformas lo cerrará Pericles, quien
permitirá el acceso a todos los ciudadanos a todos los cargos públicos.

b) La sociedad ateniense y su areté

La sociedad ateniense también se dividía en tres estamentos, que serían


aquello que hoy llamamos clases o, para ser más correctos, clases sociales:
Los eupátridas: eran los ciudadanos, aquellos que gozaban de todos
los derechos, tanto los políticos como los civiles. De origen jonio,
debían ser hijos de padre y madre atenienses. A partir de la reforma
de Clístenes, cada ciudadano era miembro de una fratria, (9) un demo
y una tribu.
Los metecos: podría decirse que ocupaban una posición muy parecida
a los periecos espartanos. En este caso, contaban con derechos
civiles, pero no políticos. En general, eran extranjeros que se habían
instalado en Atenas. También se dedicaban a las actividades liberales,
al comercio y a la industria, y debían tributar anualmente. No tenían
derecho a la posesión de tierras y eventualmente podían ser llamados
a filas para servir en calidad de infantes o en la marina y participaban
en las liturgias. (10) Algunas veces, en recompensa por sus servicios,
podían ser asimilados a los ciudadanos como isosteles, aunque ello
no implicaba la ciudadanía plena, sino ciertos beneficios impositivos.
Existía la posibilidad de convertirse en ciudadanos, lo cual se tornaba
muy difícil ya que se necesitaba para ello el voto favorable de dos
reuniones de la ecclesia con más de seis mil ciudadanos concurrentes,
y aun así el asunto podía diferirse sine die. Algunos de ellos eran
riquísimos, de hecho, los dos grandes banqueros atenienses, Pasión y
Formión, pertenecían a esta clase.
Los esclavos: a diferencia de lo que sucedía en Esparta, aquí los
esclavos lo eran de los particulares. Se los utilizaba para todo tipo de
trabajos, pero las condiciones eran mucho más benignas que en la
ciudad de los dorios. Sin embargo, se consideraba que no tenían
personalidad propia, razón por la cual sus uniones no eran
consideradas matrimonios, y aun cuando se les permitía trabajar y
ganar dinero, tampoco tenían derecho a un patrimonio propio. En
realidad, constituían una extensión de su amo. Sin embargo, y a
diferencia de los ilotas, aquí su dueño sí podía otorgarles la libertad;
de este modo se transformaban en metecos.

La concepción de la vida de los jonios que habitaban Atenas era muy


distinta de aquella que hemos observado al hablar de Esparta. Aquí, la vida
se concebía en todas sus dimensiones como un arte, sensualidad y disfrute.
La ciudad se hallaba plagada de actividades culturales y deportivas. La
educación de los niños, guiada por pedagogos o instituciones privadas,
consistía no solo en aprender a leer y escribir, sino también a cantar y tocar
instrumentos, recitar la épica homérica y, como todo habitante, a disfrutar
con el arte dramático. Por supuesto, no descuidaban su aspecto físico, ya
que debían formar su cuerpo en la palestra, donde se formaba en disciplinas
como natación, lucha, carrera y lanzamientos de disco y jabalina; y si así lo
deseaban, en especial aquellos que pertenecían a la nobleza, podían
participar de los juegos que se celebraban regularmente en la Hélade. Al
dejar atrás la adolescencia, podían también estudiar con profesores
particulares historia, filosofía, retórica o ciencias. Era su obligación realizar
el servicio militar y jurar lealtad a su ciudad. Todo ello se prolongaba casi
hasta los veintiún años, en que cada hombre adquiría la mayoría de edad,
podía formar una familia y además pasaba a formar parte de la asamblea o
ecclesia.
En el caso de las mujeres, la cuestión era bien distinta, La educación que
recibían se limitaba básicamente a la economía doméstica, ya que ellas
desde el gineceo llevaban adelante el hogar. Sí podían poseer patrimonio, y
la dote que llevaban al casamiento debía serles restituida en caso de
divorcio.
En el espíritu ateniense, a medida que se iban desarrollando las reformas
a las que ya nos hemos referido, aparecieron cada vez más favorecidas la
iniciativa personal de sus ciudadanos, el espíritu de crítica libre e
independiente, y fundamentalmente, la idea de la justicia como basamento
de las relaciones sociales. De hecho, también esta noción fue impulsada por
poetas y filósofos tales como Arquíloco, Anaximandro, Heráclito y otros.
Ello significa, no solo que las ideas que finalmente terminarían sustentando
el discurso democrático convergieron desde diferentes vertientes, sino que
su elaboración fue el desarrollo paciente e ininterrumpido de una forma de
pensamiento que desafiaba la cosmovisión religiosa para poner en el centro
al hombre.
La aparición del derecho escrito resignificó esta idea y la aproximó a la
noción de igualdad. El derecho, la diké, se encuentra escrito, y ya no puede
ser usado venalmente por la nobleza para su propio beneficio según el caso.
El hecho de que en la sociedad cada ciudadano recibiera aquello que le era
debido dentro de los límites justos originó un concepto más abstracto, el
término justicia, dikaiosyne, que “surgió de la progresiva intensificación del
sentimiento de derecho y de su representación en un determinado tipo de
hombre” (2000: 108).
Siguiendo el razonamiento del párrafo precedente, para los jonios y
particularmente en Atenas, esta dikaiosyne se constituyó en la areté de sus
ciudadanos. Se sublimó el concepto de justicia para hacer de él y de su
enorme fuerza educadora, la areté del nuevo hombre isonómico. No se
suprimió la antigua concepción del valor heroico proveniente de la épica
homérica, sino que se transformó en un deber más del ciudadano hacia su
polis en el marco riguroso de la ley escrita. En definitiva, para un ateniense,
la areté era la concepción del ciudadano educado en el ideal de justicia que
cumplía acabadamente con el derecho de su polis.
En Esparta hemos definido básicamente su régimen totalitario a través
de su organización social y sus instituciones políticas. En Atenas, en
cambio, para conocer su verdadera esencia, hay que definirla por el espíritu
que forjó su carácter. Para ello, quizás nada sea más elocuente que el
discurso que Tucídides (11) pone en boca de Pericles al presidir las
exequias de los primeros muertos en la guerra del Peloponeso: (12)

… pues tenemos una república que no sigue las leyes de las otras
ciudades vecinas y comarcanas, sino que da leyes y ejemplo a los otros,
y nuestro gobierno se llama Democracia, porque la administración de la
república no pertenece ni está en pocos sino en muchos. Por lo cual cada
uno de nosotros, de cualquier estado o condición que sea, si tiene algún
conocimiento de virtud, tan obligado está a procurar el bien y honra de la
ciudad como los otros y no será nombrado para ningún cargo ni honrado,
ni acatado por su linaje o solar, sino tan solo por su virtud y bondad. Que
por pobre o de bajo suelo que sea, con tal que pueda hacer bien y
provecho a la república. No será excluido de los cargos y dignidades
públicas (…) en lo que toca a la república y al bien común no
infringimos cosa alguna, no tanto por temor al juez, cuanto por obedecer
las leyes, sobre todo las hechas en favor de quienes son injuriados (…)
por la grandeza y nobleza de nuestra ciudad, traen a ella de todas las
tierras y regiones, mercaderías y cosas de todas clases (…) todos cuidan
de igual modo las cosas de la república que tocan al bien común, como
de las suyas propias; y ocupados en sus negocios particulares, procuran
estar enterados de los del común (…) En suma nuestra ciudad es
totalmente una escuela de doctrina, una regla para toda la Grecia, y un
cuerpo bastante y suficiente para administrar y dirigir bien a muchas
gentes en cualquier género de cosas (1998: 83-84-85).
c) Las instituciones de gobierno

A diferencia de Esparta, los atenienses a lo largo de su evolución política


y de acuerdo con su muy diferente temperamento y carácter con respecto a
los dorios, desarrollaron una muy compleja y vasta red de instituciones
políticas y burocráticas. En mérito del objetivo perseguido en esta obra,
hemos decidido estudiar solamente aquellas que, por su importancia
decisoria o por su función representativa del espíritu ateniense, mejor
definían el carácter de esta polis.
La más importante de estas instituciones, allí donde residía lo que hoy
llamaríamos la soberanía popular, era la asamblea o ecclesia, formada por
todos los ciudadanos varones que hubieran llegado a la edad de veinte años.
Era un claro ejemplo de democracia directa; allí, las cuestiones se dirimían
con el voto de todos los asistentes. De estas reuniones se estimaba la
participación de, aproximadamente, entre tres mil a seis mil personas. En
sus principios, funcionó en la plaza pública o ágora, aunque luego se
construyó un sitio especial denominado pnyx. Sus sesiones comenzaban con
un sacrificio, una plegaria y la lectura del orden del día, es decir, de los
asuntos que allí se iban a tratar. Se leía también cada asunto que se sometía
a la consideración de la asamblea y los ciudadanos, disciplinadamente,
podían hacer uso de la palabra y manifestar sus opiniones. Las votaciones
se realizaban a mano alzada y, terminada la jornada, cada decisión
ingresaba en una especie de archivo, aunque a veces estas solían esculpirse
en mármol o bronce. Hacia fines del siglo V a. e. c., se decidió compensar a
los ciudadanos que participaban en la asamblea en términos dinerarios para
incentivar la participación popular. Resulta importante destacar que la gran
mayoría de los ciudadanos que allí se congregaban lo hacían escuchando
atentamente los discursos tanto a favor o en contra de terminado proyecto
para así poder tomar su decisión electiva: no puede resultarnos extraña
entonces la gran importancia que los atenienses otorgaban a la oratoria y a
los recursos retóricos: había que convencer al resto de “los iguales” para
ganar una votación.
Sin embargo, y tal como sucede hoy con el trabajo en nuestros
parlamentos, existía toda una preparación anterior de los temas que serían
discutidos finalmente en la ecclesia, así como cuerpos que dentro de ella se
dedicaban a estas funciones. El organismo que manejaba estos menesteres
era el senado o bulé, cuyos quinientos miembros fueron elegidos, a partir
del siglo V a. e. c., por sorteo a razón de cincuenta por cada una de las diez
tribus existentes en el Ática luego de la reforma de Clístenes. Para ser
miembro se requería tener treinta años, sacar de una urna un haba blanca y
pasar una especie de examen previo llamado dokimasea, referente a los
antecedentes del ciudadano y su vida pública y privada. Una vez constituido
el cuerpo, este se dividía en diez secciones de cincuenta ciudadanos, es
decir, todos los miembros de cada tribu, y se sorteaba el orden en que cada
una de ellas ejercería durante la décima parte del año la presidencia del
senado y de la ecclesia; a estas divisiones se las llamaba pritanías, y cuando
se encontraban a cargo, entre otras funciones, despachaban asuntos de mero
trámite. El senado se reunía convocado por los pritanos, que básicamente se
dedicaban a preparar y estudiar los temas que serían puestos más tarde a
consideración de la asamblea. Ciertamente, podemos afirmar que era el
organismo con mayor dedicación y trabajo en la polis.
El Areópago era una institución que en algún momento gozó de un
altísimo prestigio en Atenas, y funcionaban como un reducto de la más alta
aristocracia. Si bien no tenemos demasiadas fuentes que nos informen de
sus atribuciones y funciones, parece haber sido una especie de tribunal
constitucional de las normas no escritas que se consideraban fundamentales
por tradición para la conservación de la sociedad ateniense, incluso cuando
estas contradecían el derecho positivo escrito. Por lo visto, era un
organismo de características conservadoras que basaba su accionar en su
autoridad moral. Con el tiempo, fue adquiriendo un carácter cada vez más
reaccionario frente a las reformas democráticas, hasta que Efialtes logró
quitarle atribuciones políticas y económicas, dejando que siguieran
entendiendo en determinadas causas penales como homicidio, sacrilegio o
traición.
El arcontado o cuerpo de arcontes constituía un cuerpo de nueve
magistrados elegidos por sorteo, entre los cuales algunos, como el arconte
epónimo, (13) el basileus (14) o el polemarca, (15) cumplían funciones
específicas, y el resto, denominados tesmotetes, intervenían en todas
aquellas cuestiones que no se hallaban asignadas a los tres primeros. Su
mandato duraba un año y solo podían desempeñarlo una vez en la vida.
Por último, en esta breve selección de cuerpos de gobierno atenienses
nos encontramos con los estrategas. Este cuerpo de diez funcionarios
prácticamente reemplazó todas las funciones del arconte polemarca. Eran
elegidos por la ecclesia, generalmente de entre las familias antiguas y
aristocráticas y su mandato duraba un año, aunque podían ser reelegidos en
forma indefinida. (16) Tenían potestad para comandar en soledad alguna
acción militar o compartir esa dignidad con otros estrategas. Sus funciones
no se limitaban solamente a los tiempos de guerra, sino que en épocas de
paz debían velar por el correcto mantenimiento de las fuerzas tanto de tierra
como de mar, así como del armamento y las naves.

1. Según otra mirada, el oráculo de Delfos habría dado sanción a las leyes que Licurgo llevó para ser
consultadas. También que las fue a buscar a Creta. Con respecto a la observancia de legislación tan
severa, Plutarco refiere que Licurgo, al disponerse a partir hacia Delfos, hizo prometer a los
espartanos que observarían sus leyes hasta su vuelta; obtenida esa promesa, se encerró en el oráculo
hasta perecer de hambre para que su pueblo siempre tuviese que respetar la legislación que él les
había otorgado (2017).
2. Refiere Tucídides (1998) en su Historia de la Guerra del Peloponeso que en un momento crucial
de la guerra que enfrentó a Esparta con Atenas en el siglo V a. e. c., los dorios, temiendo una
insurrección de los ilotas, convocaron a todos aquellos de estos que se considerasen merecedores de
la libertad se presentasen para reclamar su recompensa. De esta forma se logró que se presentasen
todos aquellos ilotas que más ansiaban la libertad y que eventualmente pudiesen ser líderes de una
rebelión. De todos los que acudieron, fueron elegidos dos mil, a quienes se coronó de flores junto a
los templos para agradecer a los dioses. Concluye el historiador que nunca más volvió a vérseles.
3. De hecho, el hombre tenía derecho a ver a su futura esposa desnuda para comprobar estos
extremos. En caso de que la mujer no pasase este examen, el espartiata podía igualmente celebrar
nupcias, aunque debía pagar una multa por ello.
4. En su relato sobre la vida en Licurgo, Plutarco cuenta que un niño espartano había robado una
zorra y, a punto de ser descubierto, dejó que el animal le royera el vientre y así murió, antes de tener
que soportar el castigo por ese delito.
5. Esta fue otra de las medidas de Licurgo para combatir el lujo; así organizó los llamados Sissítia,
para que todos los ciudadanos comieran en refectorios comunes donde se repartían raciones iguales,
en lugar de hacerlo en sus casas recostados en literas, en mesas lujosas, situación que echaba a perder
su temple y engordaba el cuerpo. De hecho, si algún ciudadano no comía por haberlo hecho ya en su
casa, era vigilado y denunciado (Plutarco, 2017).
6. Sibaris era una apoikia griega en el sur de Italia. Se hallaba ubicada sobre el mar Jónico, en el
golfo de Tarento. Sus habitantes eran famosos por su estilo de vida lujoso y refinado.
7. De hecho, los éforos no tenían la obligación de levantarse en presencia de los reyes y podían
convocarlos a su presencia, y ambos monarcas debían acudir al llamado.
8. Cuando Solón realizó su reforma censitaria, dividió a los ciudadanos de Atenas en cuatro clases
según su nivel de riquezas; la clase más elevada y que en la época de este legislador coincidía con la
aristocracia terrateniente la constituían los pentacosiomedimnos, la clase que le seguía en fortuna era
la de los caballeros, luego los zeugitas y la última, la de los thetes. Ya en el año 479 a. e. c., Arístides
había hecho elegibles para el arcontado a los caballeros.
9. Como ya se ha estudiado, en Atenas había cuatro tribus a las que se atribuía el carácter de
fundadoras, cada una de las cuales se hallaba dividida en tres fratrias. El demo era la división
administrativa instaurada por Clístenes con la que este logró romper el antiguo espíritu corporativo
tribal para que los ciudadanos comenzasen a identificarse con el territorio en que vivían.
10. Ellas consistían en el mantenimiento de alguna carga pública; a modo de ejemplo podemos citar
sostener económicamente alguna representación dramática o costear un barco de guerra. Aquel
meteco a quien se le hubiese impuesto esta carga podía desligarse de ella señalando a otro que
tuviese una mayor fortuna, y si este no aceptaba, debía cambiar su patrimonio por el suyo.
11. Tucídides había sido exilado por parte del régimen democrático ateniense, por lo tanto, no se
encontraba presente en el momento en que Pericles pronunció este discurso. De hecho, el mismo
historiador lo aclara al decir que los discursos insertos en su obra están redactados del modo en que
cada orador los hubiese dicho, manteniéndose lo más fiel posible al espíritu de cada cual. Nos parece,
al contrario de otros autores, que esta aclaración ni le resta mérito a la obra ni hace presuponer
falsedad alguna. Se trata de piezas que reproducen un espíritu de época y así deben ser entendidas,
más allá de las palabras exactas pronunciadas por los oradores.
12. Esta guerra fue la que enfrentó a Atenas y sus ciudades aliadas nucleadas en la Liga de Delos y
Esparta y sus aliadas de la Liga del Peloponeso. Transcurrió en forma intermitente entre el 432 y el
404 a. e. c. y culminó con la victoria espartana y la instauración en Atenas del breve régimen de los
treinta tiranos apoyado por las familias aristocráticas que veían en la democracia el origen de todos
los males, incluida la derrota militar. Este régimen no por breve resultó menos cruel y sangriento, de
tal forma que un año después fue restaurada la democracia, aunque notablemente herida.
13. Daba su nombre al año y entendía básicamente en cuestiones de lo que en la actualidad llamamos
derecho civil.
14. Entendía en asuntos religiosos.
15. Entendía en asuntos de la guerra. Era el jefe de las fuerzas militares y navales y siguió
conservando importancia de tipo militar aun con la posterior creación del cargo de estratega.
16. Es el caso de Pericles.
Capítulo IX
Los sofistas

1. Los sofistas y su época

En un contexto donde dos concepciones acerca del poder pugnaban por


prevalecer, donde nuevas ideas todavía se hallaban en las entrañas de la
historia intentando nacer y las viejas se resistían ferozmente a morir y
donde “La adquisición del poder político dio lugar a una lucha entre la
antigua clase de propietarios aristocráticos y la nueva clase de
comerciantes, influidos por ideas extranjeras, y con el espíritu predispuestos
a la innovación” (Gettell, 1967: 89), irrumpió en la Atenas del siglo V a. e.
c. un grupo de hombres, extranjeros e intelectuales a quienes los
historiadores han dado el nombre de sofistas.
Estos hombres, ilustrados y generalmente embajadores de sus ciudades
de origen, llegaban a otra que de alguna manera se hallaba inmersa en un
importante proceso de cambio, aunque aún ese cambio no solo no hubiese
hallado una elite que dirigiese su evolución ni un discurso que lo sustentase,
sino que ni siquiera tenía nombre que lo designase.
La Atenas de comienzos del siglo V a. e. c. había evolucionado hacia
una importante concepción del derecho, tanto es así que, como se ha
estudiado, para un ateniense de esa época, la areté no era otra cosa que el
estudio y el respeto de las normas de su polis. Por otra parte, a su vez, el
ateniense también había hecho suya la comprensión de que, para poder
desarrollar una convivencia pacífica y ordenada, para poder situarse en el
ámbito de la política como forma de resolución de las cuestiones que a
todos pertenecían, era necesario establecer una manera que permitiera que
dos ciudadanos se reconociesen como pares a la hora de la discusión. Esta
concepción, que para los antiguos griegos constituyó una mera solución
instrumental y para los modernos constituye la base de nuestros Estados de
derecho, era la igualdad ante la ley, es decir, la isonomía, como ya hemos
señalado. Es interesante volver a destacar que, para ellos, este concepto fue
una creación absolutamente artificial que les permitió desarrollar la idea de
política y posteriormente de democracia, ya que, para un ateniense de ese
momento, no era obvio que los hombres nacían y permanecían iguales ante
la ley por el solo hecho de ser hombres, la humanidad debería trasuntar
muchos siglos aún para arribar a esa conclusión.
Por otra parte, todo ese tipo de ideas que Atenas iba forjando a lo largo
de su evolución político-intelectual serían grabadas a fuego en el espíritu
ático a partir de las guerras médicas. En este conflicto que en el primer
cuarto del siglo V a. e. c. enfrentó al conjunto de las ciudades griegas con el
poderoso Imperio persa, los atenienses tuvieron el papel más destacado, y
en muchos casos, de hecho, asumieron la conducción de la alianza. Aquí,
como narra luminosamente Herodoto (2004), los griegos no fueron a la
batalla, como sus enemigos, por el mero afán de conquistar tierras o
dominar a otros, sino que lo hicieron para defender su modo de vida y las
pequeñas o grandes libertades obtenidas en el transcurso de los siglos. (1)
De hecho y corroborando esta afirmación, Jaeger dice que “Raras son en la
historia las batallas que han sido sostenidas con tanta pureza, por causa de
una idea, como las de Maratón y Salamina” (2000: 224). Además –y ello
fue de vital importancia–, estas guerras necesitaron de todos los brazos
griegos, ya no se trataba solo de que fuese a luchar aquel que pudiendo
pagarse su equipo tuviese un determinado rango social: allí lucharon codo
con codo todos los ciudadanos, los pobres y los ricos, los aristócratas y los
ciudadanos que no lo eran. A partir de entonces, fue mucho más difícil
sostener que el gobierno de esa sociedad que había sido defendida por todos
debía permanecer en manos de pocos.
En este contexto histórico, entonces, aparecieron hombres tales como
Protágoras de Abdera, Gorgias de Leontinos, Pródico de Ceos e Hipias de
Elis, por citar a aquellos que más trascendieron, en lo que se conoce como
la “primera sofística”. Sin embargo, y pese a esta denominación, es
importante resaltar que los sofistas nunca llegaron a constituir una
“escuela” como la Academia platónica o el Liceo de Aristóteles, sino quizás
meramente lo que hoy podría denominarse una “corriente de pensamiento”.
Para Melero Bellido, no fue un movimiento unitario, sino que se “se trató
de un talante intelectual y de un movimiento de renovación pedagógica”
(1996: 7).
Actualmente, el término sofista contiene una carga emocional negativa y
es usado en forma despectiva para referirse básicamente a personas que
relativizan las verdades y ocultan sus verdaderas intenciones a través de la
excelencia en el arte de la retórica, idea esta que comienza con los ataques
que contra ellos dirigiese Platón, su adversario más enconado. Sin embargo,
quienes así piensan realizan una lectura de ellos a partir de la teoría
filosófica del conocimiento, lo cual conduce inevitablemente a conclusiones
erradas al pretender evaluar a los sofistas con los parámetros de un campo
disciplinar en el que nunca incursionaron (Da Silveira, 2000; Jaeger, 2000;
De Romilly, 2010); los sofistas eran educadores y políticos y su lectura
debe hacerse desde ese punto de vista y no en clave filosófica, ya que “estos
sofistas no fueron en ningún sentido filósofos; jamás pretendieron ser nada
semejante y nunca se valieron de la filosofía tal como entonces se la
entendía, es decir como especulación naturalista y cosmogológica”
(Armstrong, 1993: 47-48).
En resumen, puede decirse que los sofistas nunca intentaron buscar la
verdad ni la razón última de las cosas, sino que, en todo caso, pretendieron
educar a los ciudadanos para la vida política. De hecho, un autor como
Cordero, que los considera filósofos, los trata como “generalistas del saber”
(2008), es decir, como hombres versados en diferentes disciplinas que
ofrecían sus conocimientos a otros. Y en todo caso, sigue aún hoy
existiendo una clara diferencia entre un filósofo y un sabio o entre un
filósofo y un maestro. (2)
Sí puede afirmarse –y al respecto no existen controversias– que en los
sofistas puede rastrearse el origen de la educación occidental dirigida al
conjunto social. Hasta ese momento, los pedagogos eran patrimonio
exclusivo de las familias de rango aristocrático, que de esa forma educaban
a sus vástagos, para que finalmente ocupasen el lugar al que la areté que
portaban en su sangre los había predestinado. Los sofistas vinieron a llenar
el vacío que existía en cuanto a la necesidad del ciudadano llano de una
educación que respondiese a la nueva concepción urbana, ciudadana e
isonómica de la Atenas del siglo V a. e. c. Es cierto que estos maestros
cobraban por sus lecciones, y allí radica parte de las razones de su leyenda
negra. Sin embargo, como se ha visto en el caso de la reforma censitaria de
Solón, lo que hoy podría parecer reaccionario y elitista fue parte de una
gran revolución democrática, ya que nuevamente debían ceder las
prerrogativas de nacimiento ante un hecho objetivo, y lógicamente los
beneficios de la educación se expandieron rápidamente hacia el conjunto
social. Por otra parte, el salario que pedían por sus lecciones era variable y
generalmente se correspondía con la situación social del individuo que
anhelaba educarse.
Si bien es verdad que se han mencionado aquí los nombres de varios de
estos sofistas que actuaron básicamente en la primera mitad del siglo V a. e.
c., y que todavía restaría una “segunda sofística” (3) que actuó en el último
cuarto de ese siglo, sin dudas fue Protágoras aquel de ellos que más
influencia tuvo en términos intelectuales referidos a la construcción del
nuevo discurso que rompiese con el ancestral prejuicio de la preeminencia
de la sangre como rectora de los destinos políticos de la sociedad. Los
fragmentos de escritos hallados de su autoría, analizados desde la
perspectiva eminentemente política, contribuyeron decisivamente a la
fundamentación del nuevo orden democrático y sentaron las primeras bases
de nuestros actuales Estados de derecho. Por supuesto que también, y
dentro de ese talante intelectual al que se hizo referencia es necesario
analizar el pensamiento de los otros hombres de esta primera sofística, ya
que es indudable que en ese pequeño pero importante universo que fue la
Atenas del siglo V a. e. c. existieron influencias recíprocas que
retroalimentaron y contribuyeron a cimentar estas nuevas ideas y su
revolucionaria cosmogonía.
Protágoras, de Abdera, ciudad que se encontraba situada en la
Macedonia oriental y Tracia, nació alrededor del 490 a. e. c. y murió cerca
del fin de ese siglo en un viaje marítimo. Según Filóstrato (1996), que tomó
la noticia de Las Pérsicas de Dinos, en su niñez habría tenido contacto con
los magos persas que acompañaron a Jerjes en su guerra contra los griegos,
lo cual de alguna manera podría haber influido en su visión religiosa. Sin
embargo, este, como muchos otros datos referidos a los sofistas, son vagos
e imprecisos. También, y con las mismas reservas del caso anterior,
Protágoras podría haber sido discípulo de Demócrito, aunque por una u otra
razón, tanto las cronologías de Apolodoro como la de Diodoro no son
confiables; en todo caso, podría hablarse de una influencia intelectual del
filósofo hacia el sofista. Sin embargo, y como datos biográficos ciertos,
puede afirmarse que residió largamente en Atenas, donde ejerció su
profesión de pedagogo, y que se ganó la confianza de Pericles, quien le
encargó la redacción de la Constitución de Turios. En el 411 a. e. c. fue
acusado de impiedad (4) en un largo proceso y, aunque pudo salvar su vida,
sus libros fueron arrojados a la hoguera. Según Platón (2007), fue el
primero en recibir una paga por sus lecciones y en llamarse sofista.
Gorgias, proveniente de la siciliana polis de Leontino, nació
probablemente en el 485 a. e. c. y, según la tradición, vivió hasta los 109
años. Posible discípulo de Empédocles, en el 427 a. e. c. fue enviado como
embajador a Atenas para gestionar su apoyo en la guerra que su ciudad
natal libraba contra Siracusa. Dueño de un gran estilo retórico y convencido
del poder de la palabra, ejerció gran influencia sobre hombres tales como
Isócrates, Eumolpo, Critias, Alcibíades y Tucídides, entre otros.
Pródico vino al mundo en la isla de Ceos, en las Cícladas, seguramente
antes del 460 a. e. c. y todavía vivía en el año 399 a. e. c., cuando Sócrates
fue condenado a beber la cicuta. Al igual que Gorgias, fue enviado
frecuentemente como embajador a Atenas, donde habló ante la Ecclesia.
Allí y en otras ciudades griegas ejerció como pedagogo.
Finalmente, sobre Hipias de Elide no existen datos ni siquiera
aproximados sobre su nacimiento y su muerte. Se lo supone contemporáneo
de Pródico de Ceos. Se distinguió por su saber de carácter enciclopédico, ya
que dictaba cursos sobre las más variadas temáticas y dominaba todas las
ciencias y artes de su tiempo. También se lo recuerda por sus estudios
matemáticos y por sus listas o catálogos. Existe información acerca de una
compilación de carácter enciclopédico de parte del saber de su época, lo que
lo convertiría en el primer doxógrafo de la historia.

2. La obra

Así como sus datos biográficos resultan escasos y en ocasiones plagados


de legítimas dudas, con sus obras sucede algo similar. Poco es lo que se ha
conservado, y casi toda ella viene referenciada por autores que la han
comentado o discutido. De hecho, en algunos casos –de los cuales
seguramente Platón es el mejor ejemplo–, lo han hecho intentando
desacreditar sus ideas, razón por la cual esas fuentes no siempre gozan de la
mayor confianza. Ello ciertamente no obedece a una sola causa. En primer
lugar, no debe olvidarse que los sofistas eran maestros, usualmente de
retórica, y no filósofos o poetas que necesariamente buscasen dejar
asentados sus versos y especulaciones para la posteridad. Pero también, y
no menos importante, los sofistas dieron soporte intelectual a una
revolución en el plano de las ideas que inmediatamente tuvo consecuencias
concretas en la política de su tiempo. Ellos se animaron a trascender la
finitud de lo pensable, a superar la concepción aristocrática de la sangre
como requisito para acceder al poder, y elaboraron un discurso que
posibilitó que nuevos actores tuviesen la oportunidad de influir en los
asuntos públicos. Sin embargo, cuando sobre finales del siglo V a. e. c.
comenzó a eclipsarse el experimento democrático ateniense, los defensores
del antiguo orden ciertamente no tuvieron piedad para con ellos e intentaron
relegarlos al olvido ridiculizando sus posiciones.
En líneas generales, se intentó desacreditar a los sofistas, o bien
juzgándolos como meros mercaderes de saberes o bien intentando
juzgarlos, como ya se ha dicho, con los parámetros de la teoría filosófica
del conocimiento en la que nunca incursionaron. De hecho, al leer los textos
platónicos sobre estos pensadores, el lector inmediatamente tiende a
preguntarse las razones de su trascendencia, habida cuenta de la facilidad
con que el autor de La República deshace sus argumentos. Por supuesto,
debe considerarse, como se verá en el capítulo siguiente, que Platón –gran
admirador de la autocracia espartana– no se distinguió justamente por sus
simpatías hacia la democracia.
De Protágoras, entonces, el más trascendente de los sofistas, existe una
extensa lista confeccionada por Diógenes Laercio, en la que, sin embargo,
faltan sus dos obras principales: Sobre la verdad y Sobre los dioses. Sin
embargo, a nuestra época han llegado, además de algunos pocos fragmentos
de estos dos últimos trabajos, partes de una obra llamada Antilogías que sí
es citada por Diógenes. La realidad es que la confusión impide saber si el
historiador nacido en el siglo III a. e. c. incluyó una compilación exacta de
obras o si, por el contrario, algunas de ellas no eran en realidad sino meras
partes o capítulos dentro de otras.
Lo cierto es que, a pesar de poseer apenas fragmentos de la obra de
Protágoras, a través de ellos pueden reconstruirse algunas de sus
proposiciones más importantes. En Sobre los dioses, se planteaba
claramente un punto de vista agnóstico al decir que “Acerca de los dioses
no puedo saber si existen o no existen, ni cuál es su aspecto, porque hay
muchos impedimentos para saberlo: tanto la oscuridad de la cuestión como
la brevedad de la vida humana”. Por otra parte, en Antilogías o Discursos
enfrentados sostenía que “acerca de cualquier asunto hay dos discursos que
se oponen entre sí” y que debía hacerse “más fuerte el discurso más débil”.
Finalmente, en su obra Sobre la verdad, aparecía su célebre tesis de la
homomensura: “El hombre es la medida de todas las cosas, de las que son
en tanto que son y de las que no son en tanto que no son”.
Con respecto a Pródico de Ceos, prácticamente nada se ha conservado,
aunque ha llegado a saberse que gozó de gran fama en la Antigüedad por un
escrito llamado Las estaciones. Se dedicó fundamentalmente al estudio del
lenguaje, en especial con respecto al significado de las palabras. También
elaboró una tesis acerca del origen de los dioses en el sentido de que ellos
no eran sino producto de la veneración del hombre con respecto a aquellas
cosas o acontecimientos que influían en su vida, lo cual se inscribía
claramente en el espíritu de la época, que intentaba darle a lo divino
explicaciones de carácter racional.
De Gorgias han llegado dos discursos enteros, Defensa de Palamedes y
Elogio de Helena, que en su época constituyeron obras maestras de retórica
y argumentación. De hecho, en este último discurso, el referido a Helena,
existe una encendida defensa del poder de la palabra, del logos como
persuasión y convencimiento del otro, todas condiciones necesarias para la
dialéctica democrática.
Finalmente, Hipias, además de suponer que debió haber escrito acerca de
la formación de los gobernantes en un texto titulado Diálogo troyano, da
nombre a dos de los diálogos platónicos: Hipias mayor e Hipias menor, y es
uno de los actores del dialogo Protágoras.

3. El discurso democrático

En la Atenas a la que llegaron los sofistas, la puja por el poder político


entre la antigua aristocracia y el nuevo ciudadano surgido a partir de la
creación de las polis se hacía cada día más enconada. Sin embargo, y como
se ha estudiado en este trabajo, al discurso de poder basado en la
transmisión de la areté por la sangre esgrimido por la nobleza no se le
oponía ningún discurso contrario que pudiese legitimar una nueva forma de
poder. La educación era un privilegio reservado a los aristócratas y, en
palabras de Jaeger, “La nueva sociedad urbana y ciudadana tenía una gran
desventaja frente a la aristocracia, puesto que, aunque poseía un ideal del
hombre y del ciudadano y lo creía en principio muy superior al de la
nobleza, no tenía un sistema consciente de educación para llegar a la
consecución de aquel fin (...) pronto se hizo sentir la necesidad de una
nueva educación que satisficiera los ideales del hombre de la polis” (2000:
263-264).
La tensión existente en la sociedad ateniense se verificaba básicamente
por el hecho de que a esta masa de ciudadanos que pugnaban por el poder
político se le vedaban los cauces de participación que les permitiesen
influenciar decisivamente en los asuntos públicos de su polis. También debe
recordarse cómo había fracasado la experiencia de los tiranos, no solo
porque ellos carecieron de legitimidad tanto legal como discursiva, sino que
estos, en todo caso, fueron aristócratas que gozaron, generalmente, de las
simpatías populares. Es decir, se estaba en presencia de una sociedad que
había logrado establecer la igualdad ante la ley de sus ciudadanos en casi
todo, excepto, nada menos, que en cuanto a la posibilidad de obtener la
capacidad de mando o arke. Ello constituía a las claras un tremendo
sinsentido, una contradicción irresoluble, salvo que se hallase el medio de
integrar a este colectivo emergente de ciudadanos y así evitar nuevos y
peligrosos estallidos. Había que lograr aquello que años más tarde definiría
Aristóteles (2007) como la unidad del Estado basada en la completa
reciprocidad entre pares.
Para lograrlo, era necesario integrar a esa masa de ciudadanos a la
educación, que hasta ese momento había sido un privilegio aristocrático. Si
bien es cierto que Pisístrato había logrado ampliar a un mayor número de
personas los beneficios de la cultura, ahora debía establecerse una nueva
forma de educación basada fundamentalmente en la política, que tuviese
como finalidad superar “los privilegios de la antigua educación para la cual
la areté solo era accesible a los que poseían sangre divina” (Jaeger, 2000:
264). Por supuesto que ello implicaba contrariar el orden míticamente
establecido desde la guerra de Troya, razón por la cual los sofistas
representaron “la tendencia disgregadora de la época y aspiraban a
proporcionar la instrucción necesaria para que los jóvenes pudieran seguir
con éxito la carrera política” (Gettell, 1967: 90).
Educar a los ciudadanos para la política constituía para los griegos el
más alto ideal educador, y esto debe entenderse dentro de su particular
visión cosmogónica, que imponía una unidad entre los miembros de la polis
y esta como conjunto. Quien era educado para la política recibía entonces
una formación altamente integral y vasta. Sin embargo, los sofistas
introdujeron dos importantes añadidos a la antigua concepción educativa.
En primer lugar, si los ciudadanos iban a ser realmente pares con iguales
derechos en todos los aspectos, las artes persuasivas, la oratoria y la retórica
debían tener un lugar privilegiado, como lo expresa Chatelet: “Para
conseguirlo, basta, por una parte, con que aprendan a hablar y, por otra, con
que asimilen cierto número de conocimientos generales que les hagan aptos
para discutir cualquier tema. En el régimen democrático es perfectamente
legítimo el deseo de recibir esta educación, que capacita para aspirar a los
más altos cargos y a ser jefe” (1992: 40).
En segundo término, aparece lo que fue el presupuesto esencial de la
lógica educativa sofística: todos los ciudadanos debían tener derecho a
participar de la educación que les permitiese acceder al gobierno de su
polis, sin ningún tipo de restricción subjetiva. Platón refiere que Sócrates, al
presentarle a Protágoras a un joven llamado Hipócrates para que lo educase,
le decía al sofista “tú no solo eres un buen ciudadano, sino que también eres
capaz de hacer de otros buenos ciudadanos” (2007: 5). En el mismo
diálogo, Protágoras afirma que “Mi enseñanza es la buena administración
de los bienes familiares, de modo que pueda él dirigir óptimamente su casa,
y acerca de los asuntos políticos, para que pueda ser él el más capaz de la
ciudad, tanto en el obrar como en el decir” (2007: 521). Más adelante y
como corolario, el sofista admite a Sócrates que su programa es enseñar a
los hombres la ciencia política con el fin de que puedan opinar tanto el
alfarero como el carpintero, un curtidor o un mercader, nociones estas que
repugnaban a Platón.
Por supuesto que no era Protágoras el único que defendía estos
conceptos, así también, en su Apología, Platón refiere dichos de su maestro
Sócrates en este sentido: “Eso sí que me parece a mí hermoso, tener
capacidad para educar a los hombres, como hacen Gorgias de Leontinos,
Prodico de Ceos e Hipias de Elide” (2007: 92).
El ideal sofista que aspiraba a educar a los individuos con el objetivo de
ampliar las bases de participación política debía estructurarse en dos
dimensiones o planos: el individuo y la comunidad o polis, lo particular y lo
general, pero sin perder de vista la imbricación e influencia de estos
términos entre sí, y las consecuencias que los cambios producidos sobre
uno de ellos implicaban en el otro.
Ahora bien, todo lo anterior, como se ha dicho, llevaba en sí mismo la
esencia de la confrontación con el antiguo orden de cosas. No solo había
que elaborar nuevas concepciones, sino también derribar las viejas. No
podía concebirse la idea de educar a los ciudadanos para que cualquiera
tuviese la posibilidad de gobernar, cuando ancestralmente solo podían
hacerlo aquellos que llevasen la areté en la sangre merced a su ascendencia
divina. Así, entonces, comienza a cobrar sentido la proposición de
Protágoras con respecto a su ignorancia sobre la existencia de los dioses. Si
los dioses no existen o por lo menos los hombres no podían conocer su
existencia, entonces, lo que se ponía claramente en duda era la legitimidad
de dicha ascendencia; descender de Zeus o de cualquier otra divinidad no
hacía a un ciudadano mejor que otro para ocupar cargos o dignidades, pues
había dejado de existir o se había puesto en duda el principio legitimador.
Según Platón en su dialogo Teeteto, Protágoras expone brutalmente no solo
su posición, sino el propósito que lo guiaba, así decía: “Nobles jóvenes y
ancianos, en publica sesión tomáis la palabra, poniendo en el centro de
vuestras intervenciones a los dioses, a los que yo, con mis discursos y
escritos sobre ellos, sobre si existen o no existen, trato de quitar de en
medio” (2007: 39).
También es verdad que al “quitar de en medio” a los dioses, Protágoras y
la sofística comenzaban a dejar al hombre las decisiones sobre su propio
destino. Con esta nueva forma de pensar, al enfrentar un conflicto, un
desastre natural o cualquier otro avatar, el ser humano ya no podría confiar
en soluciones externas a él mismo o supraterrenales; ahora debía comenzar
a hacerse cargo de sus propios asuntos. Esta visión –que no es más que un
corolario de la actitud de la filosofía hacia el mundo, que intenta explicar el
cosmos de manera racional– será hasta el día de hoy uno de los
presupuestos básicos de los gobiernos democráticos.
Sin embargo, si la areté ya no era el atributo que la aristocracia llevaba
en la sangre por su ascendencia divina, pero aún seguía siendo condición
necesaria que permitía a unos hombres distinguirse por sobre los otros para
acceder a determinadas posiciones, se planteaba el interrogante acerca de
cómo ella podría ser adquirida. El griego, aun el no aristócrata, no
abominaba de la idea de areté, que en otro lugar de este trabajo fue definida
como excelencia o ejercicio óptimo de una función, sino del principio que
la hacía legítima y del cual los aristócratas se beneficiaban. Una vez
desacreditada la idea divina a su respecto, había que encontrar otra forma de
acceder a ella, en la que todos los ciudadanos tuviesen por lo menos la
posibilidad de obtenerla.
Si los sofistas sostenían que era esencial que los ciudadanos aprendiesen
las artes de la política como el más alto ideal educador de la comunidad y
justamente esa educación le permitiría no solo acceder a las dignidades del
Estado, sino también hacerlo en beneficio de la comunidad, ello nos
conduce a realizar dos inferencias que son también un corolario de sus ideas
con respecto a la cuestión de la areté. En primer lugar, la areté del ateniense
del siglo V a. e. c. estaría dada por el dominio de la política y de la ley
como fuerza educadora del Estado (Jaeger, 2000); y en segundo término y
como consecuencia directa de lo anterior, si la areté podía ser enseñada,
también podía ser aprendida, y entonces estaría al alcance de cualquier
ciudadano que realizase los méritos necesarios para ello. Esta simple
definición, que fundaba la areté ciudadana en el saber, bastó para cambiar
abruptamente los fundamentos del poder ateniense y, aunque el cambio en
sus estructuras políticas fue breve, sus ecos llegarían hasta nuestros días.
Todo ello implicaba entonces que la política no podía ser considerada
episteme, es decir, conocimiento especializado, sino doxa, lo cual en griego
hace referencia a la mera opinión, que cualquiera podía tener (Da Silveira,
2000). Es decir, los sofistas constituyeron la bisagra por la cual se pasó de
una aristocracia con derecho a gobernar porque llevaba en la sangre su
divina areté y que consideraba a la política una especie de arte místico para
los escogidos a la asamblea de alfareros y curtidores de la que hablaba
Protágoras.
Reafirma esta noción acerca de la posibilidad universal de participación
ciudadana la forma en que, según Platón, es narrado el mito de Prometeo
por Protágoras. Allí, Epimeteo y Prometeo son encargados por los dioses de
repartir los dones a todos los seres vivos. El primero de ellos lo hace,
olvidando a los seres humanos, lo cual originaría que Prometeo robase a
Atenea la sabiduría técnica o techne y el fuego al dios Hefestos para
entregárselos a la desvalida raza humana. Sin embargo, para que el hombre
pudiese vivir armoniosamente Zeus les otorgó el pudor o aidos. Este último
don, otorgado cuidadosamente a todos los individuos por igual, les
permitiría conservar límites además de la justicia, y así regular su vida en
común. Sin embargo, existía aún un grado más alto de evolución del Estado
y la comunidad, que estaba dado por la educación política que enseñaban
los sofistas, que era “el vínculo espiritual que mantiene unidad la
comunidad y la civilización humana” (Jaeger, 2000: 274).
Es esta última idea la que pone de manifiesto que los sofistas no
consideraban al hombre en abstracto sino como miembro de una
comunidad. Las nuevas concepciones educativas no debían servir solamente
para la formación de grandes retóricos que merced a sus talentos y argucias
pudieran destacarse individualmente, como parecía creer Platón. Concebir
que los ciudadanos podían adquirir su areté gracias a la educación –lo cual
dejaba a todos en un pie de absoluta igualdad para aspirar a las
magistraturas de gobierno– inevitablemente debía impactar en las
relaciones de poder existentes y en la forma en que se dirimían los
conflictos políticos.
Si bien en la ecclesia o asamblea soberana de Atenas todos los
ciudadanos podían votar, esta nueva realidad implicó la llegada de un
aluvión de hombres que se sumaban a la lucha por el poder, que debían
argumentar sus pretensiones y convencer a otros. Se había terminado, por lo
menos momentáneamente, la época en la que muchos simplemente
convalidaban con su voto las decisiones de otros. En ese sentido es que la
actividad retórica enseñada por los sofistas cobró una importancia decisiva.
La areté política entendida por los sofistas era considerada, ante todo,
como aptitud intelectual y oratoria. Esa aptitud era la que le permitía al
individuo triunfar en un sistema político donde la discusión es la antesala de
cualquier decisión; de hecho, para Chatelet (1992), no solo era el arte
supremo de la época, sino que era “el medio por el cual se realiza la virtud
política”.
En una asamblea de pares, donde se debía convencer y persuadir al otro
para articular mayorías y consensos, la palabra y las artes que la dominan
adquirían un valor superlativo. Gorgias, gran estudioso del lenguaje y
eximio orador, decía en su Encomio de Helena que “La palabra es un
poderoso soberano que, con un cuerpo pequeñísimo y completamente
invisible, lleva a cabo obras sumamente divinas” (2007: 137-138), y
agregaba más adelante en el mismo texto: “Pues la palabra que persuade al
alma obliga, precisamente a este alma a la que persuade, a dejarse
convencer por lo que se dice y a aprobar lo que se hace” (2007: 140).
Ahora bien, si la palabra a través de la retórica había cobrado tanta
importancia como arma persuasiva hasta transformarse en un elemento
clave de la areté política, ¿a qué se debía esto? Seguramente, ello no habría
sucedido si en la ecclesia o en cualquier otro ámbito de discusión política el
principio general hubiese sido la uniformidad de opiniones y criterios.
Tampoco debido al silencio impuesto por un gobierno totalitario ya que,
según se ha visto, no era el caso. Se discutía porque la discusión es esencial
a la política y a la democracia. En una asamblea de pares, es natural que
sobre cualquier asunto existan posiciones encontradas entre sí, tal cual
sostenía Protágoras. Es justamente desde este punto de vista, político y no
filosófico, que la teoría del sofista adquiere toda su lógica. El voto, en todo
caso, es una herramienta de la democracia, condición necesaria pero no
suficiente para su vigencia. La democracia consiste en tener la posibilidad
de elegir y ello implica, claramente, opciones.
Por otra parte, una democracia es más rica cuantas más opciones
presente a sus ciudadanos para que ellos puedan escoger, aun cuando en un
principio no todas ellas tengan la misma fuerza o atractivo. En este sentido
también puede explicarse la proposición protagórica de “hacer más fuerte el
discurso más débil”. En realidad, lo que el sofista sostenía apuntaba a la
conveniencia de escuchar todas las voces, ya que seguramente todas ellas
tenían algo que aportar al debate, y era posible que aquella opinión que no
era tenida en cuenta pudiese transformarse luego en la opción principal. De
hecho –y aún a riesgo de incurrir en un forzado anacronismo– puede verse,
en la afirmación de Protágoras, un antecedente lejano de la representación
de las minorías en los actuales sistemas democráticos occidentales.
Continuando con esta línea de razonamiento, también cobra sentido la
tesis de la homomensura, aquello de que “el hombre es la medida de todas
las cosas”. Lo que para Platón, desde la óptica de la especulación filosófica,
constituía un absurdo relativismo fácilmente desacreditable, desde una
visión política situada en el contexto de la época, fundamentaba
sólidamente la lógica democrática. Protágoras entendía que en la arena
política, allí donde se discutían los asuntos públicos, allí donde se
procuraban las mejores soluciones para los intereses de la comunidad, solo
podían adquirir relevancia aquellas cuestiones que los hombres juzgaban
que debían ser tratadas (Da Silveira, 2000). En otras palabras, solo podían
existir como asuntos públicos, de interés general, aquellos que los
ciudadanos percibieran como tales, y además, las soluciones a las que se
arribase a partir del debate e intercambio de opiniones debían poder
aplicarse dentro del ámbito de la racionalidad humana, excluyendo
cualquier tipo de especulación ajena al hombre mismo. Ello se
complementaba con la posición agnóstica de la sofística, que, como se ha
visto, procuraba darle al hombre la responsabilidad por el manejo de su
propio destino.
De esta manera, la sofística fundaba el discurso que legitimaría el
experimento democrático griego del siglo V a. e. c. Si bien es cierto que
este fue breve y comenzó a languidecer luego de la interrupción de los
treinta tiranos a fines de ese siglo, también es verdad que aparecían, por
primera vez en la historia de la humanidad, los fundamentos de una
sociedad abierta, (5) de la cual el sofista Protágoras fue su principal teórico
(Popper, 1992). Tampoco es desdeñable el gran impulso a la libertad de
pensamiento que, en conjunto, todas sus enseñanzas sostenían (Bayet,
1967) y de las que el hombre, a pesar de todas las vicisitudes que
sobrevendrían en los siglos venideros, siempre conservó en espíritu.
Es posible que no exista en la historia de las ideas políticas occidentales
un pensador o un grupo de ellos que, habiendo influido tan decisivamente
en la modificación de su propio contexto histórico y con una proyección tan
clara hacia la construcción de nuestros modernos sistemas políticos, hayan
sido tan denostados u olvidados como los sofistas y Protágoras.
Los sofistas encarnaron una verdadera revolución, dado que pensaron y
obraron como no estaba permitido hacerlo en esas sociedades; derribaron
un sistema de pensamiento que basaba su poder en lo divino y ampliaron
los márgenes de lo pensable con un giro tan copernicano que originó fuertes
y violentas reacciones contrarias, lo que hizo surgir su leyenda negra. De
hecho, es posible que la Grecia del siglo V a. e. c. no estuviese preparada
para asimilar la profundidad de muchos de los conceptos que sentaron las
bases del nuevo discurso democrático.
Los sofistas construyeron un sistema de ideas que permitieron la primera
gran integración de las masas a la sociedad política con plenos derechos.
Claramente comprendieron que, para lograr armonía social, la isonomía no
podía seguir siendo imperfecta: si no podía lograrse que todos fueran pares
ante la ley, esa igualdad era meramente una ilusión que ya no podía seguir
conteniendo los reclamos de participación ciudadana.
Al establecer que la areté podía ser enseñada y consecuentemente
aprendida por cualquier ciudadano, eliminaron el requisito subjetivo de la
sangre en el acceso al poder. A partir de esa instancia, el ciudadano debía
realizar en todo caso los méritos suficientes para obtener el consenso de sus
pares y así poder acceder a los cargos y dignidades de la polis. Pero además,
y más allá de ampliar los márgenes de la faceta agonal de la política, esta
pasó a ser una ciencia sobre la cual todos los ciudadanos podían opinar y
contribuir legítimamente al debate: ya no haría falta entonces la autoridad
del conocimiento especializado.
A partir de la sofística, el hombre comenzó a comprender que no solo se
habían ensanchado sus márgenes de libertad, sino también sus
responsabilidades; ya no se podía culpar a los dioses por las calamidades, ni
esperar de ellos soluciones divinas. La política comenzó a vislumbrarse
como un terreno humano donde los hombres forjaban su propio destino,
discutían los asuntos que les incumbían como comunidad y ellos mismos
tomaban las decisiones que suponían más convenientes.
En un contexto donde absolutamente todos los pueblos justificaban su
poder en forma irracional, la sofística enseñó que la democracia implica
resolver los conflictos de intereses planteados en una comunidad con
soluciones humanas y racionales a través del consenso, y para ello era
fundamental argumentar y convencer, ya que en la esencia de este nuevo
esquema de pensamiento se hallaba implícito que siempre y sobre cualquier
asunto existirían puntos de vista contrapuestos, lo cual además fortalecía al
sistema en lugar de debilitarlo. Más voces, más opiniones, más soluciones,
aun cuando proviniesen del “discurso más débil”.
Los sofistas construyeron entonces un nuevo discurso de poder basado
en la razón y en la creencia en el hombre para tomar sus propias decisiones,
que intentó abarcar a la totalidad de quienes eran ciudadanos, así, aunque
sea brevemente, lograron romper en la historia la concepción divina del
poder. Era indudable, como ya se dijo, que las condiciones estaban dadas a
partir del lento proceso que comienza con la creación de las polis como
proceso intelectual, las reformas predemocráticas, el auge económico y la
creación de la moneda. Sin embargo, fueron estos hombres los que, a partir
de esas condiciones, lograron articular un sistema de valores y plasmarlos
en un discurso que legitimaba el poder por medio de la razón.

1. En su tragedia Los Persas, Esquilo resume acabadamente este espíritu al narrar que los atenienses
alentaban a sus combatientes en la batalla naval de Salamina gritando “Id, hijos de los helenos,
libertad a la patria, libertad a los hijos, a las mujeres, a los santuarios de los dioses patrios y a las
tumbas de los antepasados; la lucha ahora es en defensa de todo esto”.
2. Según Eugenio Luján, “El nombre sofista quiere decir ‘profesional de la sabiduría’. Como se ve,
hay una diferencia fundamental respecto del término ‘filósofo’. Con este comparte la relación con la
sabiduría, pero lo que en este es afición o afecto es en aquel profesión u oficio” (2007: IX).
3. Esta “segunda sofística” tuvo una visión más pesimista respecto del hombre y de sus posibilidades
de desarrollarse. No deben olvidarse, en relación con esto, los diferentes contextos históricos en que
se desarrollaron ambos movimientos. La primera mitad del siglo V a. e. c. corresponde al optimismo
de una sociedad cuya victoria ante los persas había reafirmado los ideales defendidos en la contienda
y había solidificado la convicción en el derecho. La sociedad ateniense de fines de ese siglo es una
sociedad derrotada y extenuada por la guerra del Peloponeso, expuesta constantemente a la tentación
autoritaria, como la revuelta del 411 a. e. c. En definitiva, la Atenas de fines del siglo V a. e. c. había
perdido gran parte de la fe en sus propios valores.
4. Debe recordarse que los griegos no tenían una Iglesia ni un libro sagrado que pudiesen de alguna
manera marcar la ortodoxia religiosa, por ello, la noción de impiedad para este pueblo distaba mucho
de los conceptos establecidos por las grandes religiones dogmáticas abrahámicas, y sus procesos no
pueden compararse, por ejemplo, con los tribunales de la Inquisición establecidos por la Iglesia
cristiana en la Edad Media. Según los catedráticos de historia griega Bruit Zaidman y Schmitt Pantel,
“La impiedad, o asebeia, es la ausencia de respeto por las creencias y los rituales comunes de los
habitantes de una ciudad” (2002: 11). Protágoras compartió esta distinción con otros griegos
eminentes como Anaxágoras y Sócrates.
5. Según Popper, una sociedad abierta es “aquella en la que los individuos deben adoptar decisiones
personales en contraposición a la sociedad cerrada, a la que define como “mágica, tribal o
colectivista” (1992).
Capítulo X
Platón

1. Platón y su época (428-347 a. e. c.)

Arístocles, más conocido como Platón debido a su gran espalda y


notable corpulencia, era el vástago de una familia de la más rancia nobleza
ateniense que remontaba sus orígenes por vía materna hasta el legislador
Solón, y por el paterno, hasta el mismísimo Poseidón, hermano de Zeus.
En su juventud, marcada fuertemente por la guerra del Peloponeso entre
Atenas y Esparta más sus ciudades aliadas, aprendió y practicó de la mano
de pedagogos privados, con relativo éxito, la música, las matemáticas, la
retórica, la poesía y el drama; compuso algunos poemas y una tetralogía
trágica.
Acabada su adolescencia, conoció a Sócrates y comenzó a frecuentarlo
como discípulo, a partir de lo cual abandonó las demás artes y pasó a
convertirse en un intelectual en el aprendizaje de la filosofía. Para Platón,
su maestro fue el más grande hombre de su tiempo. La capacidad de ver la
realidad desde distintas aristas, y de extraer el conocimiento desde las
entrañas de cada una, además de la crítica irónica y mordaz, fascinaron al
joven aristócrata, y ya veremos en qué medida lo afectó su muerte, a partir
de la cual afirmó aún más sus convicciones poco proclives al talante
democrático. Paradójicamente, Sócrates, quién jamás escribió una línea,
sería reconocido en la historia del pensamiento humano básicamente a
través de la obra platónica.
En el 404 a. e. c. y tras la derrota definitiva de Atenas en la guerra,
sobrevino la revolución oligárquica que instaló en el poder el gobierno de
los Treinta Tiranos, del que formaban parte el tío de Platón, Carmides, y su
tío abuelo, Critias, con un discurso que achacaba a la democracia todos los
males padecidos. En un breve lapso de tiempo ejercieron el poder de
manera brutal, confiscaron la propiedad privada, saquearon los templos,
asesinaron a los opositores y a otros ciudadanos que, sin serlo, tampoco
eran sus partidarios, suprimieron todo tipo de reunión y de enseñanza y
hasta intentaron comprometer a Sócrates en este desenfreno criminal. Tan
tremendo fue este régimen que muy pronto, apenas un año después de
instaurado, la gente perdonó los pecados de la democracia y la restauró,
previa derrota de Critias en el Pireo, en el 403 a. e. c. (Durant, 1952).
Sin embargo, la restauración democrática trajo para Platón un pesar
profundo: la ejecución de su maestro, Sócrates. Y aquí convendría
detenerse un momento a examinar este caso que tanto influiría en el
pensamiento platónico para quien la democracia había condenado a muerte
al mejor de los hombres. La realidad es que, más allá de las incontables
páginas que se han escrito sobre el particular y aun de parte de aquellos
autores que más han querido contextualizarlo, las acusaciones en su contra
son vagas e imprecisas aun en la época y, si es verdad, que tal hecho se
produjo durante el gobierno democrático ateniense. Sócrates claramente era
un rebelde, un disidente de todas las disidencias, así como no había
apoyado a los tiranos, también criticaba a la democracia; aguijoneaba como
un tábano, según decía, citado por Platón. La cuestión profunda que se
plantearía a partir de aquí en las sociedades abiertas y democráticas es el
trato a aquel que se permite disentir; según Wilson, “El juicio de Sócrates es
el primer caso que registra la historia de un gobierno democrático que,
mediante un proceso legal, condenó a muerte a una persona por sus ideas.
Atenas, una de las primeras democracias del mundo, crio a Sócrates, le
educó y finalmente lo condenó a muerte, tras considerarlo culpable de
heterodoxia religiosa y de corromper a la juventud” (2007: 11).
La acusación contra Sócrates, en realidad, fueron tres; impiedad hacia
los dioses, introducir nuevas divinidades y corromper a la juventud, y
fueron presentadas por un ciudadano llamado Anito, que tenía querellas
privadas tanto contra aquel filósofo como contra otros dos, Meleto y Licón.
En verdad, ninguna de estas acusaciones –ni por separado ni en conjunto–
se sostenían, y mucho menos para llegar a una sentencia de tal magnitud.
Posiblemente existiese una conjunción de factores que, reunidos en un
momento determinado, lograron que Sócrates fuese objeto de la ira que
tantas frustraciones había acumulado en el ánimo de los atenienses. No
debemos olvidar que el político Alcibíades, al que el pueblo recordaba
como poco afecto a la lealtad, y el tirano Critias habían sido discípulos
suyos, además del permanente cuestionamiento del filósofo a la política
ateniense en general.
Platón describió admirablemente este proceso en tres de sus diálogos. El
primero, Apología de Sócrates (2015), narra la defensa en el juicio a que
fue sometido el filósofo ante el dikasterion o tribunal popular, integrado por
quinientos ciudadanos. Más allá de que su defensa fue, según Platón, digna
del hombre que la pronunciaba, su actitud altanera le valió ser declarado
culpable. En este tipo de procesos, una vez declarada la culpabilidad del
sujeto y propuesta la pena por la parte acusadora –en este caso, la pena de
muerte–, se permitía al acusado retomar la palabra para contraproponer una
sanción más leve, a la que generalmente los jueces accedían, ya que, como
se ha estudiado, Atenas no era una polis que apreciara el derramamiento de
sangre. Lo que sucedió a continuación ejemplifica a las claras la irritación
que, por los motivos antes dichos y posiblemente por otros que no han sido
analizados, producía la persona de Sócrates en la sociedad de la época: 281
jueces votaron por la culpabilidad, mientras que 220 jueces lo absolvieron;
a la hora de votar por la pena luego de las nuevas palabras del filósofo, la
sanción capital obtuvo 360 sufragios, es decir que 79 de los jueces que
antes lo habían absuelto luego votaron por quitarle la vida.
En el Critón (2015), este personaje visita a Sócrates en la prisión y le
anuncia que el barco cuyo arribo marcará la hora de su muerte se encuentra
próximo a llegar. Critón le ofrece al condenado poner a su disposición su
fortuna y la de otros amigos para ayudarle a escapar; entonces se produce
un diálogo acerca del criterio de lo justo, y respecto de si obedece a justicia
que Sócrates escape. La conclusión a la que se llega es que la huida solo
devolvería injusticia por injusticia, y que así él, que fue condenado
injustamente, al huir, violaría todas las leyes de la polis, ya que no habían
sido las leyes las que lo condenaron injustamente, sino los hombres.
Por último, en el Fedón (2015), este quien ha estado presente cuando
Sócrates bebe la cicuta el día de su muerte cuenta lo dicho allí ese día entre
el maestro y sus discípulos a Equécrates. Sigue a ello un pormenorizado
detalle acerca de la discusión básicamente sobre la inmortalidad del alma y
sus objeciones por parte de algunos de los presentes. Sin embargo, el punto
culminante llegará a la hora de beber el veneno que irá entumeciendo los
miembros de Sócrates mientras él con resignada calma esperará la llegada
de muerte. El final del diálogo apela a un intenso dramatismo emocional:

“Y nosotros al escucharlo nos avergonzamos y contuvimos el llanto. El


paseó, y cuando dijo que le pesaban las piernas, se tendió boca arriba,
pues así se lo había aconsejado el individuo. Y al mismo tiempo el que le
había dado el veneno lo examinaba cogiéndole de rato en rato los pies y
las piernas, y luego, apretándole con fuerza el pie, le preguntó si lo
sentía, y él dijo que no. Y después de esto hizo lo mismo con sus
pantorrillas, y ascendiendo de este modo nos dijo que se iba quedando
frío y rígido. Mientras lo tanteaba nos dijo que, cuando eso le llegara al
corazón, entonces se extinguiría (…) Este fue el fin, Equécrates, que
tuvo nuestro amigo, el mejor hombre, podemos decir nosotros, de los
que entonces conocimos, y, en modo muy destacado, el más inteligente y
más justo” (140-141).

La transcripción de la parte postrera de este extenso diálogo nos ofrece


una idea absolutamente certera del profundo impacto que la muerte de su
maestro tuvo en el joven Platón y de la influencia que este suceso tuvo en
su obra. En primer lugar, y como ya se había adelantado, profundizó su
arraigada antipatía a los regímenes democráticos que ya portaba desde su
ambiente familiar y su formación de talante oligárquico. En segundo lugar,
comenzó a escribir textos filosóficos en los cuales el protagonista principal
de ellos era Sócrates, quien filosofaba como si aún viviera (Cordero, 2008),
aunque en algún punto nos sea poco distinguible cuáles de esas ideas eran
del maestro, cuáles fueron puntos de partida para premisas propias y cuáles
de las ideas platónicas son estrictamente suyas aunque puestas en boca de
su maestro.
A partir de ese momento, Platón realizó diversos viajes, que alternó con
su estadía en Atenas. A diferencia de su mentor, fue un hombre que vivió
intensamente la vida política y social de su tiempo, e incluso intentó llevar a
la práctica sus ideas en la ciudad de Siracusa, en Sicilia, aconsejando al
tirano Dionisio, a quien, si hemos de juzgar por los resultados no parecieron
agradarle mucho, ya que, según la tradición, lo vendió como esclavo. A su
vuelta a Atenas fundó la Academia, institución educativa que sobreviviría
hasta el siglo VI de nuestra era y donde Platón impartía sus clases. Tiempo
después, muerto ya Dionisio y a instancias de su cuñado, Dión, volvió a
Siracusa con el objetivo de educar a Dionisio el joven, el nuevo tirano.
Nuevamente, el maestro fracasó al intentar convertir al nuevo gobernante en
aquel filósofo rey que debería construir la polis ideal. Desilusionado en su
fe con respecto a las posibilidades de perfección humana, siguió enseñando
en su polis y posiblemente estos episodios siracusanos, parte de los cuales
se encuentran narrados en su admirable Carta VII (2015), lo indujesen a
escribir en su madurez su obra Las leyes.
Hasta la actualidad, como obra escrita de Platón han llegado 35 diálogos
y 13 cartas, aunque en algunos casos –en especial de algunas cartas– sean
dudosamente atribuibles al filósofo. Nosotros nos detendremos,
básicamente, en el estudio de los tres diálogos que se relacionan con nuestro
objeto de estudio, que no es otro que el pensamiento político; así veremos
en profundidad La república, El político y Las leyes, aunque para
contextualizar puedan ser utilizados algunos otros.

2. El método

Sócrates utilizaba un método llamado mayéutica, por el cual, el maestro,


fingiendo ignorancia –la llamada “ironía socrática”– interrogaba hábilmente
a su interlocutor con el objetivo de extraer verdades y valores de su interior.
Como su madre era comadrona, él mismo decía que su oficio era ayudar a
parir ideas. Solamente aquellos que previamente han admitido su ignorancia
pueden desear saber.
Platón partirá de esa base en cuanto a lo dialógico, pero pondrá esos
diálogos por escrito. La dialéctica platónica, según Giner, “consiste en que
la construcción de conceptos, así como la estructuración y conexión de los
mismos entre sí en forma lógica, se alcanza mediante la contraposición de
ideas expresadas empleando la conversación razonada, la pregunta y la
respuesta, la afirmación, la negación y la salvedad” (1994: 25-26).
El diálogo platónico pareció hecho a medida de los griegos que tan
afectos eran a las discusiones en el ágora y comprendían acabadamente esa
forma de relacionarse para dirimir cuestiones que eran de incumbencia de
todos. De hecho, les debe haber parecido sumamente natural esa manera de
presentar las cuestiones filosóficas y, además, con un alto valor estético
literario, ya que muchos de ellos contienen una prosa de notable belleza.
El diálogo filosófico es una invención del mismo Platón. Es verdad que
ya había materiales literarios en diálogo, como la tragedia, pero estos se
desarrollaban en verso, y también podemos citar como antecedentes ciertos
diálogos costumbristas de algunos autores sicilianos, ninguno en prosa,
ninguno filosófico. Por otra parte y de importancia vital para la historia del
pensamiento –tanto que desde otras ópticas sería tomado por autores de la
modernidad–, la cuestión dialéctica de oposición continua de proposiciones
contrarias constituyó un avance dentro del razonamiento especulativo.

3. Contrasofistas

Como hemos visto en el capítulo anterior, Platón fue un actor


fundamental a la hora de desacreditar a los sofistas y generar la leyenda
negra que todavía los persigue. Sin embargo, el ataque del filósofo no
estuvo fundado en ningún tipo de veleidad intelectual, sino en una profunda
diferencia de concepción, tanto política como social. Realmente, platónicos
y sofistas representan aún hoy concepciones de sociedad fundamentalmente
opuestas, cerradas los unos, abiertas los otros. Es del caso aclarar que
Platón no fue el único en criticarlos; también lo hicieron el cómico
Aristófanes y el dramaturgo Eurípides, e incluso Isócrates, un discípulo
sofista que llegó a publicar un Contra los sofistas; aunque ninguno tan
vehementemente como el autor de La república.
Es muy posible que la opinión pública ateniense no distinguiese
acabadamente las diferencias de forma y de fondo entre los sofistas y los
filósofos, de hecho, Aristófanes en su comedia Las nubes acusa nada menos
que a Sócrates de ser sofista. Es posible entonces que Platón usase a su
maestro no solo para desacreditarlos a través de sus diálogos, sino para que
el público pudiese distinguir entre su mentor y aquellos a quienes
despreciaba cabalmente (De Romilly, 2010).
Más allá de que la lectura de la obra platónica explica per se las
profundas diferencias conceptuales que lo separaban de la sofística,
realizaremos un breve recorrido por algunos de sus diálogos que
constituyen un ataque más directo y revelan claramente la intención
descalificadora hacia los hacedores del primer discurso democrático en la
historia humana.
El Protágoras se encuentra entre los diálogos mayores, si nos atenemos
a la fecha en que fue compuesto por un Platón joven antes de su primer
viaje a Sicilia y de la posterior decepción sufrida allí a manos del tirano
Dionisios. La obra consiste en el recuerdo de Sócrates de una reunión en
casa de un rico personaje llamado Calias en la que conoció a Protágoras y,
aunque existen otros personajes, la tensión del diálogo transcurre entre
Sócrates y el sofista. La discusión principal se centra en la cuestión central
de la política del siglo V a. e. c. que dividía aguas entre los atenienses, es
decir si la areté se podía enseñar y si eran los sofistas los más adecuados
para hacerlo. No olvidemos que justamente la sofística había introducido la
noción de que la areté, en este caso, virtud política por excelencia, se podía
enseñar, en contraposición a la concepción aristocrática de que ella se
transmitía solamente por la sangre, y que esto le daba a dicha clase el
derecho al gobierno.
Protágoras afirma ser un acabado maestro en el arte de enseñar la téchne
politike, la ciencia de la política, que no necesita conocimientos
especializados, sino tan solo vocación para interesarse por los asuntos
comunes y los aprendizajes que cualquier ciudadano podía adquirir en el
ámbito de la polis, que, como se ha visto, constituía un gran espacio
educativo en ese sentido, a través de sus leyes y sus reglas civilizatorias. Es
decir, la areté se podía enseñar y aprender porque la política era doxa o
mera opinión. De hecho, el sofista pronuncia un largo discurso en el cual
introduce el mito de Prometeo con el fin de demostrar que hay
determinados conocimientos técnicos que sí necesitan saberes
especializados, mas no esta téchne politike que surge de la vida común en la
polis y que, gracias a las enseñanzas de los sofistas, puede ser mejorada.
Hasta aquí, Protágoras se ciñe a aquellas ideas que, como vimos, componen
el núcleo del discurso democrático: la política y su arte están abiertos a
todos los ciudadanos por el solo hecho de serlo, y todas las opiniones valen;
no es necesario ser un experto para que estas tengan validez.
Sócrates también pronuncia un largo discurso, matizado con sus
habituales ironías, fundamentando la virtud en el conocimiento y por lo
tanto elevándola al rango de ciencia, aunque admite que se pueda enseñar.
Al final del diálogo, que pareciera no haber terminado, quedan subyacentes
dos sensaciones: por un lado, que ha habido una extraña conciliación de
posturas acerca de la enseñanza de la virtud política, aunque por el otro,
aparece una sensación de derrota de Protágoras. Ello es debido a que, si
bien ya no se discute con respecto a la areté la dicotomía sangre/enseñanza,
una lectura más profunda que superficial nos lleva a concluir que
finalmente estamos hablando de una epistéme, es decir, de un conocimiento
especializado que deberá ser enseñado solamente por los filósofos, aquellos
que han conocido la verdad. En suma, es la teoría que Platón desarrollará
más adelante en La República.
El Gorgias es uno de los diálogos más largos de Platón, posiblemente
escrito al regreso de su primer viaje a Sicilia, absolutamente convencido de
que la filosofía es el único camino por el cual pueden realizarse plenamente
tanto el individuo como la ciudad. Es una obra apasionada casi en extremo
para su estilo, que no es el tradicional, de Sócrates conversando con un
interlocutor, (1) sino que lo hace sucesivamente con varios: Gorgias, Polo y
Calicles. La arremetida contra los sofistas es más dura aún que en el
Protágoras, ya que se discute acerca de la retórica y la moral. Como bien
sabemos ya, la sofística era una escuela básicamente de retórica, teniendo
en cuenta que esta constituía el arte de la política entre los griegos, casi con
seguridad un gran orador podía influir sobre las decisiones populares e
inclinar el voto hacia sus posturas. Ahora bien, ¿cualquier postura se
justifica a través de la persuasión retórica? Podemos adelantar desde ya que
La República es una obra que se halla cortada transversalmente por la idea
de la justicia.
Sócrates expone, contrariando a Gorgias y a los sofistas, (2) que el fin
del político es aquello que es justo, y que el arte de la oratoria desconoce la
diferencia entre lo justo y lo injusto. De hecho, pronuncia muy duras
palabras contra los políticos de la época, a quienes acusa de haberse
beneficiado con el poder en lugar de buscar lo mejor para la polis y sus
ciudadanos. De esta manera, Gorgias debe retirarse de la conversación.
Muy interesante también es cómo rebate la posición de Calicles,
personaje que, parece, frecuentaba a los sofistas, pero no era uno de ellos, y
quien sostiene la posición del derecho del más fuerte con su distinción entre
naturaleza y ley; según la naturaleza, es peor sufrir la injusticia; según la
ley, cometerla. Por ende, la ley fue establecida por aquellos más débiles
para atemorizar y contener a los fuertes, por lo cual los poderosos no deben
respetarlas. Sócrates responde a ello que la moderación en el hombre lleva a
la justicia y en consecuencia a la felicidad, y que es peor cometer injusticias
que sufrirlas.
En conclusión, Platón critica en este diálogo que los sofistas
desconozcan la dimensión moral del poder, ya que la retórica no siempre
apunta a la justicia sino a obtener aquello que el político desea para su
propio beneficio personal.
Finalmente, el diálogo llamado Sofista pertenece a una tetralogía junto
con el Teeteto, el Parménides y el Político. Los protagonistas son Sócrates,
el extranjero de Elea, Teodoro y Teeteto. Es generalmente aceptado que la
obra se divide en dos partes: una referida al sofista, y la otra, al ser y al no
ser. Nosotros nos concentraremos en la primera de ellas, donde se intentará
arribar a una definición (3) acerca del sofista. Si bien es este uno de los
diálogos más enigmáticos de Platón, al punto de que muchos estudiosos le
han negado unidad e incluso coherencia, sí aporta a nuestra materia de
estudio en el sentido en que veremos que era aquello que el mismo Platón
pensaba abiertamente de los sofistas puesto por supuesto en boca de los
personajes referidos. En este caso, nos parece sumamente ilustrativo
transcribir algunas de las opiniones vertidas allí:

La sofística pertenece a la técnica apropiativa, adquisitiva, y viene a ser


una especie de caza que se ocupa de seres vivos, que caminan, terrestres,
domésticos, humanos, en forma privada, por un salario, con intercambio
de dinero, con apariencia de enseñanza, (4) y que se ejerce sobre
jóvenes adinerados y distinguidos (2015: 340).
… un mercader de los conocimientos del alma (2015: 360)
… comerciante de los conocimientos que el mismo elabora (2015: 360).
… purificador de las opiniones que impedían que el alma pudiera
conocer (2015: 361).
El sofista, entonces, se nos revela como alguien que posee una ciencia
aparente sobre todas las cosas, pero no la verdad (2015: 364).

Una lectura superficial de algunas de las definiciones surgidas de este


diálogo nos permite observar, por un lado, que aquí Platón no realiza una
elaboración intelectual demasiado refinada para descalificar a quienes
percibe como adversarios de sus opiniones; y por el otro, cómo comienza a
surgir toda una mitología oscura acerca de la sofística como mercaderes de
conocimientos aparentes. Sin embargo, es la última definición aquella que
desnuda el núcleo de la cuestión; como veremos a continuación, Platón
basó su teoría política en la lógica de verdades absolutas que constituían
dogmas y, por lo tanto, no podían ser discutidos.
Podríamos haber incluido en este apartado otros diálogos, como el
Teeteto pero entendemos que los que hemos analizado nos ofrecen una idea
razonablemente certera acerca del clima intelectual y político de la época.
La verdadera discusión que allí comenzó continuará hasta nuestros días, y
como hemos apuntado a través de diversas manifestaciones históricas,
consistirá en la construcción y justificación de sociedades abiertas o
cerradas.

4. La dimensión utópica

La palabra utopía, que, en el terreno de las ideas políticas, se tornaría


corriente a partir de Tomás Moro, remite a una palabra de origen griego
outopía, en donde la partícula ou significa “no”, y topos, “lugar”; es decir,
hablamos del no lugar, de aquel lugar que nos es imposible alcanzar. Por
supuesto que no hace alusión meramente a un sitio geográfico, sino más
bien a un estado o meta que jamás alcanzaremos.
La República de Platón constituye, en esos términos, la primera utopía
de la historia, en la cual el filósofo nos da a conocer de manera acabada su
metafísica y sus ideales políticos en una ciudad imaginada en este extenso
diálogo.
En la obra, su autor propone el plan para diseñar una sociedad feliz,
perfecta, en donde cada individuo tenga la posibilidad de adquirir la más
grande sabiduría. Ello, mediante una serie de medidas abstractas que en lo
material son imposibles de alcanzar, tal como él mismo lo descubriera en su
aventura siciliana, cuando intentó convencer de las bondades de su filosofía
al tirano de Siracusa Dionisios.
Sin embargo, ninguna construcción de tipo utópico puede estar
absolutamente de aquello que constituye la realidad, ya que esta, en
términos políticos, no constituye una obra meramente de ficción. En La
República aparecen instituciones revolucionarias como la división del
trabajo o la primera idea de una educación pública brindada por el Estado,
aunque más adelante, cuando las analicemos en profundidad,
encontraremos que no coinciden exactamente ni mucho menos con lo que
concebimos al respecto en la actualidad.
Por otra parte, como instrumento político, la utopía reviste un carácter
neutro, dependiendo su valoración como positiva o negativa de la escala
axiológica que constituya su contenido. Cuando ella, merced a la valoración
social, es considerada virtuosa, recorrer parte del camino hacia su
realización seguramente nos llevará en el rumbo de la construcción de una
mejor sociedad, aunque el objetivo final sea inalcanzable. Por el contrario,
cuando la meta de la utopía atenta contra los valores elementales del género
humano, ningún recorrido posible será juzgado acertado por la historia. En
otras palabras, imaginar una sociedad en donde no exista ninguna
dimensión de la pobreza seguramente es una utopía, sin embargo, trabajar
desde todas las variables que el Estado permite con nuevos enfoques
interdisciplinarios seguramente hará que sus tasas bajen significativamente
y pueda vivirse en una comunidad mejor. Por el contrario, y a modo de
ejemplo, la utopía del nazismo de una sociedad racialmente pura y
genéticamente poderosa que dominaría el mundo solo causó dolor y muerte
a la humanidad, y se constituyó en la tragedia más vergonzosa del siglo XX.
Los pilares en los que se asienta la utopía platónica hunden su raíz en la
concepción humana del filósofo y en su idea de la justicia. En muchos
aspectos, veremos que esta sociedad surgida en La República se asemeja a
la Esparta de ese tiempo, lo que no debe extrañarnos, habida cuenta de las
escasas simpatías que Platón mostraba hacia la democracia del siglo V a. e.
c.
Queda por preguntarnos si realmente Platón poseía una mentalidad
utópica, si creía que los postulados de este diálogo realmente podrían ser
llevados a la práctica por los seres humanos para arribar a esta polis ideal y
perfecta. Nada podemos afirmar al respecto, sí, posiblemente conjeturar que
al final de sus aventuras sicilianas se convenció de que jamás existiría un
hombre con la sabiduría suficiente requerida en la República y por ello
escribió en su vejez el extensísimo diálogo Las leyes, en el cual asumió una
perspectiva más realista.

5. República

Este diálogo es considerado como aquel en donde Platón expone más


cabalmente su pensamiento. Su título original es Politeia, (5) y en esta obra
el filósofo expone su metafísica de las ideas, además de su pensamiento
acerca de las formas de gobierno, su constitución ideal, la educación, la
moral y nociones referidas a la ciencia que hoy denominamos sociología.
Como ya se ha reseñado, La república desarrolla el ideal y la forma de
constitución de una polis perfecta cuyo soporte y fundamento son dos
conceptos centrales: la justicia tal como allí es definida y el mundo de las
ideas verdaderas, en contraposición con nuestro mundo de realidades
aparentes.

a) El concepto de justicia

Posiblemente esta introducción a la obra haya formado parte del


proyecto de un diálogo de menor envergadura sobre la justicia integrado
luego a La república. La conversación entre Sócrates y sus amigos se
desarrolla en el marco del regreso de una festividad en el Pireo, en un
ambiente agradable y pacífico. Planteada la cuestión, el primero en
responder con vehemencia es el sofista Trasímaco, quien afirma: “la justicia
no es otra cosa que lo que conviene al más fuerte” (136).
Aquí se identifica la justicia con la fuerza, es decir, quien tiene el poder
dicta aquello que es justo y aquello que no lo es; de hecho, Trasímaco
agregará: “en todas las ciudades, la justicia no es sino la conveniencia del
gobierno establecido. Y este, de una u otra manera, es el que tiene el poder”
(137).
Más allá de la brutal sinceridad del expositor y de la reacción que esta
nos provoque, no podemos ignorar que esta concepción, con mayor o menor
sutileza, no ha sido extraña en la historia de la humanidad. Sin embargo, el
punto nodal de la cuestión que subyace a estas afirmaciones es que la
justicia del poderoso es aquella que solo lo beneficia a él y a los suyos y
puede imponerla por medio de la mera fuerza. Sócrates, a través del
diálogo, ahondará acerca de los dichos de Trasímaco y demostrará que: “Si
la justicia es sabiduría y virtud como acabamos de afirmarlo, fácil será
demostrar que es más fuerte que la injusticia, pues esta última implica
ignorancia” (160).
Argumenta a continuación que, además, la injusticia también promueve
disensiones y odios entre los poderosos que impiden toda empresa común;
que la justicia es una virtud del alma, y la injusticia, un vicio; el justo vivirá
bien mientras el injusto lo hará mal, en consecuencia, solo el justo es feliz y
“nunca la injusticia es más ventajosa que la justicia” (167).
Como corolario de ello se sigue que aquel que identifica la fuerza con la
justicia no solo será infeliz, sino que además causará infelicidad a sus
semejantes, sin excluir la posibilidad siempre cierta de que alguien más
fuerte a su vez lo domine y le imponga su propio sentido de la justicia.
A continuación, Glaucón, otro de los conversantes, manifiesta su propia
opinión acerca de la justicia, respecto de la cual aventura una concepción
más elaborada intelectualmente, sobre la que algunos milenios después la
humanidad debatirá con intensidad:

Los hombres fueron mutuamente injustos y padecieron la injusticia, y al


cabo de conocer la una y la otra, considerándose impotentes para evitar
la segunda alternativa y no pudiendo tampoco, impunemente hacer
víctimas de injusticias a los demás, convinieron en que era preferible no
cometer ni padecer injusticias. Esta decisión dio origen a las leyes y a las
convenciones, y se calificó de legítimo y de justo lo que estaba ordenado
por la ley. Tal es el origen y la esencia de la justicia (172).

Glaucón entonces concibe a la justicia como convención, pacto,


contrato, lo cual equivale a decir que la justicia es aquello que los hombres
han acordado que sea. Supone en el diálogo un avance intelectual con
respecto a la proposición de Trasímaco, pero también esta definición será
finalmente refutada.
Para ello, Sócrates comienza por examinar la naturaleza de la justicia en
las ciudades, ya que en estas, por su magnitud, seguramente sería más fácil
de hallar y luego compararla con la de cada individuo, tratando de descubrir
la semejanza entre lo grande y lo pequeño, pues “el hombre justo en cuanto
lo sea, en nada se diferenciará de la ciudad justa y le será semejante” (309).
Con una compleja elaboración argumental, Sócrates concluye, en cuanto
a la ciudad, que ella será justa cuando aquellas partes que la componen
lleven a cabo las funciones que les son propias. Aplicando entonces este
principio por analogía a la justicia en los seres humanos dirá que:

No se limita a las acciones externas del hombre sino que se aplica


también a la acción interior del hombre sobre sí mismo y los principios
que hay en él, sin permitir que ninguna de las tres partes de su alma haga
cosa alguna que le sea extraña ni se inmiscuya en sus funciones
recíprocas estableciendo, por lo contrario, un orden verdadero en su
interior, induciéndolo a gobernarse, a disciplinarse y a ser amigo de sí
mismo (…) ha de tener siempre por buena y por justa la acción que
mantenga y contribuya a realizar ese estado de su alma” (324-325).

Para una mejor comprensión de lo dicho, adelantaremos conceptos que


serán estudiados más adelante en esta obra. Platón entendía que a cada una
de las tres clases en que se dividía su polis ideal le correspondían una
función y una virtud: sabiduría, valor y templanza, y que la justicia
resultaba de la perfecta armonía de cada una de ellas. Llevándolo entonces
al plano del individuo, en su alma también se conjugaban tres componentes:
inteligencia, carácter y deseos, que debían coordinarse en su
funcionamiento, y según cuál de ellos deviniese dominante obtenía el
hombre su lugar en la escala social. Para que primase el orden, “La razón
debe dirigir, el valor defender y los apetitos mostrarse obedientes y bien
enfocados a una producción básica” (García Gual, 2014: 126-127). De esta
forma se lograba que primase el ideal de justicia.
En resumen, si bien metodológicamente Sócrates parte del estudio de la
justicia en la polis para arribar a aquella que se manifiesta a través del
individuo, su conclusión es que la justicia surge del interior del hombre, es
inmanente a su condición de tal y se proyecta al todo social. Por ello, no
puede ser mera convención o pacto, ya que los mismos se hallan en el
exterior del individuo. La justicia en la sociedad es la que surge del espíritu
humano, ya que no es sino una cualidad de la vida moral de la persona, y
aparece cuando existe una armonía entre las diferentes partes de su alma.

b) El mundo de las ideas. Lo real y lo aparente

Esa sociedad donde conviven armónicamente cada una de sus partes y


cada una de ellas cumple con su función específica, que para el autor de La
república constituye su idea palmaria de justicia, es uno de los pilares de la
polis ideal. El otro pilar sobre el que se ordenarán las relaciones sociales,
económicas, culturales y políticas es su metafísica de las ideas o su teoría
del mundo de las ideas. (6)
Platón separa en forma tajante aquello que es eterno e inmutable y que,
por lo tanto, es la realidad última de todo lo que existe, de aquello que fluye
permanentemente. Lo eterno es lo verdaderamente real, solo puede
percibirse a través del puro intelecto y constituye el mundo de las ideas o de
las formas, en contraposición a lo que percibimos a través de los sentidos,
pues esto es apariencia de lo verdadero o, en otras palabras, no es más que
una mera copia del original de ese mundo perfecto del cual proviene.
Estas ideas o formas son “realidades que existen ‘en sí y por sí’, con
independencia de la mente que las conoce o de las cosas que ‘participan’ de
ella (...) aunque son causadas por una realidad suprema en la cual se hallan
contenidas” (Armstrong, 1993: 70). Las ideas platónicas son la única fuente
del verdadero conocimiento; podríamos decir que constituyen la definición
universal de algo, el molde inalterable del cual emanan todas aquellas cosas
que podemos percibir sensorialmente pero que, en definitiva, no son más
que materia que terminará siendo corroída por el inexorable devenir del
tiempo. Es decir, todo aquello que vemos, tocamos, oímos, olemos no es
permanente sino apariencia de lo real, que es la idea absoluta de la cual
surgió. Todo aquello que conocemos sobre nuestro mundo es conocimiento
imperfecto e impreciso de existencia perecedera. Por el contrario, mediante
nuestro intelecto podemos llegar al único conocimiento verdadero, que es el
de las ideas en su estado puro, en su propio mundo. Aquel que logra ese
conocimiento adquiere entonces la verdadera sabiduría y no solo sobre las
cosas que en este mundo nos parecen concretas y tangibles, como una
piedra o un pájaro, sino sobre aquellas que son las que verdaderamente
importan en su real esencia: el amor, la justicia, la moral, que son las bases
sobre las que se debe construir una sociedad perfecta.
Platón ilustra su teoría en el libro VII de La República con lo que hemos
dado en llamar alegoría de la caverna. Ella expone una situación en donde
un grupo de personas ha vivido toda su vida en una cueva, atadas y sentadas
mirando hacia un muro y de espaldas a la salida de la caverna. Entre los
hombres y la boca de la cueva hay un fuego que permite reflejar en la pared
las sombras de todo aquello que sucede en el mundo exterior y ello es todo
lo que quienes habitan dentro han conocido en su vida, por lo tanto,
entienden que esas sombras son la existencia misma: lo real. Un día, uno de
ellos logra romper las ligaduras y consigue salir de la gruta; lo primero que
le sucede es que la luz del sol lo ciega, pero a medida que adapta sus ojos a
la nueva realidad, descubre un universo pleno de belleza, de formas y
colores que apenas se asemejan a aquello que toda su vida había juzgado
como verdadero. Así, el árbol es el árbol y no su sombra, y lo mismo
sucede con el perro y las personas. Ahora bien, este hombre, que podría
haber seguido su camino sin más, decide volver para contarles a sus otrora
compañeros de oscuridad aquello que ha visto y explicarles la naturaleza de
lo real. Sin embargo, aquellos, lejos de creerle y posiblemente asustados
ante tamaña revelación, lo asesinan. (7)
En primer lugar, podemos observar dos fuertes imágenes simbólicas: por
un lado, el enceguecimiento que produce en el ser humano el primer atisbo
de la verdad, aquello que resulta lo verdadero y absoluto en contraposición
con el simple universo de lo aparente; y en segundo lugar, la obvia alusión a
Sócrates, quien quiso mostrarle a la sociedad el camino de las ideas en su
estado puro y terminó condenado a muerte. Es muy difícil que el hombre
acceda a la sabiduría y mucho más aún que pueda aceptarla. Esta
composición señala claramente el contraste entre el mundo de sombras y
apariencias en las que vive el ser humano, simbolizado en el interior de la
caverna y la luminosidad de las ideas verdaderas en su más puro estado,
representadas por el mundo exterior a la cueva.
Ese universo de formas absolutas, eternas e inmutables constituye no
solo el molde sobre el cual se fraguan todos los objetos del mundo sensible
y perecedero, sino también “el original y el origen del objeto; es su
fundamento, la razón de su existencia, el principio estable y sustentador en
‘virtud’ del cual existe es la virtud de la cosa, su ideal, su perfección”
(Popper, 1992: 40).
Platón entendía que esas ideas o formas no habían sido creadas, que no
podían alterarse de ninguna manera ni ser destruidas y que solo podían ser
percibidas por medio del intelecto. Por otra parte, solo hay una forma para
cada cosa o clase de objetos, ya que las formas son absolutas.
De todo lo hasta aquí dicho se infiere que aquel que mediante el
pensamiento puro pudiese conocer las formas ideales accedería al mundo
del conocimiento verdadero, aquel que no puede ser discutido ni refutado
pues es absoluto y no admite opinión en contrario. De hecho, justamente, el
mundo inferior de los sentidos admite opiniones, pues estas sí pueden ser
puestas a discusión, dado que no representan el verdadero saber. De allí se
sigue la diferencia entre doxa o simple opinión, y episteme o conocimiento
especializado, que será esencial a la hora de plantear la sociedad platónica
perfecta y que, como hemos estudiado, fue el gran contrapunto con la
sofística. Quienes hayan accedido al sentido y esencia última de las cosas,
entonces, se hallarán en condiciones de construir y gobernar la polis ideal,
que detendrá la continua decadencia que se verifica en la historia humana al
acercar el mundo terrenal de lo sensible a la idea o forma de la sociedad
perfecta.

c) La sociedad perfecta

Ya hemos adelantado que los dos pilares básicos del modelo de sociedad
ideal platónica esbozado en La república son su noción de justicia y la
concepción del universo de las formas o ideas en estado puro.
Uno de los aspectos más revolucionarios de este diálogo es que en él
aparece por primera vez el concepto de división del trabajo, y lo hace de
forma tal que a través de él se sustenta la idea de sociedad en la cual, y para
hacer realidad el concepto de justicia, cada una de las partes debe cumplir el
cometido que le corresponde. Platón argumenta que las sociedades surgen
porque el hombre en soledad no es capaz de autoabastecer todas sus
necesidades, motivo por el cual en ellas las tareas se dividen en forma
complementaria. El Estado platónico es funcional y

... es por ello por lo que nuestra ciudad es la única en que el zapatero sea
exclusivamente zapatero, y no piloto al mismo tiempo que zapatero, y el
labrador, labrador, y no juez al mismo tiempo que labrador… (243).

Es decir, cada uno debe ocupar en la sociedad el lugar que, por sus
aptitudes, le corresponde, y ellas además serán el rasero que ubicará a cada
ciudadano en las diversas clases de este nuevo Estado. Pareciera entonces
que Platón imagina una polis en la cual cada uno, de acuerdo con sus
capacidades y méritos, pudiese situarse en la escala social más allá de la
fortuna de su nacimiento o linaje, cuestión que, como hemos estudiado, no
aparecía en ninguna ciudad griega.
Platón –y algo ya se ha adelantado– imagina el Estado perfecto en
analogía con el cuerpo humano; así como un hombre posee cabeza, pecho y
vientre, a quienes siguiendo el orden físico a su vez le corresponden
distintas habilidades del alma: razón, voluntad y deseo, a cada una de las
cuales le concernirá una virtud: sabiduría, valor y moderación. El ser
humano, entonces, se basta en lo que a necesidades físicas, protección y
gobierno de su cuerpo atañe; igual que al Estado, cuya cabeza/sabiduría
serán los gobernantes, cuyo pecho/valor estará en manos de los guerreros y
cuyas necesidades de subsistencia serán cubiertas por los productores,
quienes deberán mantener la debida moderación. Podríamos inferir
entonces que, de acuerdo con sus aptitudes y especialidades, los ciudadanos
se dividen en tres clases: gobernantes (o en singular, si hay uno solo, el
filósofo rey), guerreros y artesanos o productores; aunque en realidad, el
filósofo coloca a las dos primeras clases en el elevado rango de los
“guardianes”, es decir, aquellos más aptos para llevar adelante los asuntos
de la ciudad. De hecho, es claro que existe una tajante división entre los
guardianes y los productores, ya que unos tienen la capacidad de mandar y
los segundos deben obedecer; prosiguiendo con la analogía entre alma y
Estado, Platón lo define con claridad meridiana:

¿Y no corresponde a la parte racional (8) mandar, por el hecho de ser


prudente y tener la misión de vigilar el alma entera y a la parte irascible,
(9) en cambio, no le corresponde obedecer y secundar a aquella? (321).

Finalmente, a cada clase social le corresponde un metal; así será oro para
los gobernantes, plata para los guerreros, hierro y bronce para los
productores. Recordemos que esta gradación metálica ya la habíamos
estudiado en Hesíodo, en su mito de las edades del mundo, que era muy
común entre los griegos. Platón recomienda no mezclar los metales, en
especial el bronce y el hierro con el oro y la plata, y lo hace con tanto
énfasis que prescribe que, si algún hijo de entre los guardianes tuviese
mezcla de hierro o bronce, debería sin piedad ser relegado a la condición de
artesano, aunque, por el contrario, si entre los productores surgiese un
vástago con mezcla de oro o de plata, debería ser elevado a la condición que
ese metal asigna. En otras palabras, la ciudad debe ser regida por hombres
de la raza del oro o de la plata, sin admitir degradación alguna.
Ahora bien, si la división del trabajo y el consecuente establecimiento de
clases que ella acarrea no se correspondía, como en la Grecia de entonces,
con el nacimiento ni alguna otra veleidad del destino, el interrogante que
pareciera surgir entonces se relaciona con la causa o circunstancia por la
cual una persona puede convertirse en guardián o en productor. La
educación es la respuesta a tal pregunta; ella desarrollará las potenciales
capacidades de cada persona para ocupar su lugar en la escala social.
También aquí el filósofo trasciende aquello que era pensable en su lugar y
época, pues imagina un sistema educativo bajo control estatal en donde los
niños fueran educados desde su más temprana edad en forma obligatoria.
Aquí volvemos nuevamente a las bases sobre las que se edifica la sociedad
platónica, si el sentido de lo justo hace que cada uno deba ocupar el lugar
que en la escala social le corresponda debido a sus aptitudes y ese orden
jerárquico se obtiene a través del conocimiento de las ideas perfectas
mediante el intelecto, entonces la educación es tan esencial al Estado como
su propia supervivencia. Por supuesto que este sistema educativo nada tiene
que ver nuestros valores en cuanto a pluralismo y libertad de cátedra, ya
que el Estado enseñaba solamente aquellas cosas que decidía como
necesarias para sus fines y descartaba todo otro conocimiento. (10) El
programa educativo de Platón comprendía dos fases. La primera parte o
elemental preparaba a las personas desde su niñez hasta llegados los veinte
años o el momento en que debían realizar el servicio militar. Un aspecto
muy importante en este sentido es que el plan de estudios comprendía a las
mujeres, ya que para el filósofo ellas tenían en potencia las mismas
capacidades que los hombres y por lo tanto podían dedicarse a las mismas
tareas; esto se relaciona también con la idea de familia y procreación, que
veremos un poco más adelante. Luego vendría el plan educativo superior,
que duraba hasta los treinta y cinco años, pero solamente para aquellas
personas selectas de ambos sexos que pudiesen finalmente formar parte de
la clase superior de los guardianes. Hasta aquí hemos explicado de forma
muy sucinta el modelo educativo elaborado en La república, sin embargo,
quedan algunas cuestiones por dilucidar: ¿comprendía la educación
platónica a los hijos de todas las clases sociales o solamente a la clase de los
guardianes? ¿Podía el hijo de un campesino llegar a ser filósofo rey gracias
a sus aptitudes? ¿Como se conjugaba la idea anterior si las razas no debían
mezclarse? Y si todas las respuestas anteriores fuesen restrictivas, ¿en qué
se basarían el Estado meritocrático, la división del trabajo y la movilidad
social ascendente si la oportunidad de educarse no alcanzaba a todos? La
realidad es que, en cuanto a estos interrogantes, las opiniones son disímiles.
Para Giner, “es una educación que alcanza a todos los ciudadanos por igual,
de modo que no se tiene en cuenta el origen social de ninguno de ellos. Los
futuros hombres maduros están en absoluta igualdad de condiciones y solo
la excelencia de su inteligencia y disposiciones decidirá su porvenir” (1994:
32). Muy por el contrario, García Gual parece sugerir que los hijos de los
productores estaban excluidos por lo menos de los estudios superiores: “de
ellos unos serán educados para filósofos gobernantes y otros para guerreros.
La distinción de estos dos estamentos dentro de la clase de los guardianes
los opone, en un mismo bloque, a los trabajadores encargados de procurar la
subsistencia. (La capacidad para el conocimiento superior distingue a los
filósofos, cuyo aprendizaje será especialmente largo y arduo.) Como ya
dijimos, Platón se preocupa solo de la educación de las clases superiores”
(2014: 129). Ambas opiniones representan a una multiplicidad de otras que
en orden a la brevedad no reproduciremos, sin embargo, es muy interesante
la opinión de Sabine, quien, refiriéndose al sistema social y a la posibilidad
de progreso –que, como vimos, debería estar signado por la educación de
los individuos–, dice: “No se explica cómo puede ser congruente esto (11)
con el ascenso de los rangos inferiores a los superiores. Pero la verdad es
que Platón no se toma la molestia de desarrollar su plan con mucho detalle”
(1992: 53). En este sentido, y si bien las dos primeras posiciones tienen su
fundamento en la lectura de La república, concordamos con Sabine en que
la cuestión de lo que hoy llamamos movilidad social ascendente queda
especialmente confusa en el diálogo.
Por otro lado, y para completar el esquema de su polis ideal, Platón
proponía para los guardianes una especie de comunismo de clase
aristocrática, de acuerdo con el cual no existía para ellos ninguna forma de
propiedad privada; todo era en comunidad, incluidos los lugares de vivienda
y alimentación en mesas comunes. Ello se basaba en la virtud concebida a
través del conocimiento, por la cual no necesitaban ningún tipo de
propiedad material para la plenitud de su vida en este mundo de
apariencias; así se prescribía que:

En primer lugar, ninguno tendrá nada que le pertenezca, excepto los


objetos de primera necesidad; en segundo, ninguno tendrá casa o
despensa donde no pueda entrar todo el que quiera. En cuanto a los
alimentos, recibirán de los demás ciudadanos aquellos que puedan
necesitar guerreros atletas, sobrios y valerosos, como recompensa de la
defensa que les prestan, y en cantidad suficiente para un año, sin que
nada les sobre ni falte. Harán vida en común y sus comidas serán
colectivas, como soldados en campaña. Se les dirá que han tenido
siempre en sus almas el oro y la plata divinos, que para nada necesitan
del oro y la plata de los humanos y que es impío manchar la posesión del
oro divino con la del oro terrestre, que tantos crímenes ha provocado en
forma de moneda común, mientras que el oro de sus almas es puro (276-
277).

Congruentemente con ello, Platón abolirá el matrimonio y la familia. Por


un lado, la idea de que la educación abarcase también a las mujeres, ya que
ellas poseían las mismas capacidades que los hombres para poder alcanzar
el conocimiento pleno, no era compatible con el rol de esposa y madre
permanentemente asentada en el gineceo. Por otro lado, el tipo de afectos
que suponía este tipo de relaciones podían llegar a competir con la lealtad
hacia el mismo Estado y ello resultaba inadmisible. Finalmente, el filósofo
creía que era mucho mejor una especie de procreación regulada y
controlada por la misma ciudad a los efectos de lograr la mejor
descendencia posible en beneficio de la preservación de la raza de los
guardianes, ya que pensaba que la ciudad caería cuando fuese gobernada
por el hierro y el bronce. Así diría:

... es necesario que las mujeres y los hombres mejores tengan relaciones
asiduas y que, por lo contrario, estas relaciones sean poco frecuentes
entre los individuos inferiores de uno y otro sexo; es necesario, además,
criar a los hijos de los primeros y no de los segundos, si queremos que
nuestros ciudadanos sean de la mejor calidad posible… (350).

Es decir, no solo la propiedad y la familia constituían una carga para la


clase de los guardianes, sino que, como ya se habrá advertido, la polis ideal
para Platón no solo guardaba grandes semejanzas con Esparta en cuanto a
su organización y estilo de vida, sino también en su explícita teoría racial;
en ese aspecto, su gran preocupación consistía en que la raza de los
guardianes se conservase pura.
Esta sociedad ideal solo sería posible si el individuo consentía en
subordinarse al todo, ya que:

... no hemos fundado la ciudad con el objetivo de que una clase de


ciudadanos sea particularmente dichosa, sino con miras a que la toda
ciudad sea lo más feliz posible (280).

Ahora bien, para que fuese posible construir y sostener este modelo –
reflejo del molde de la polis perfecta yacente en el mundo de las ideas–,
debía poseer un sistema de gobierno que fuese congruente con los patrones
así establecidos, pues de otro modo comenzaría una degeneración sucesiva
de las formas de gobierno que tan solo reflejarían la degradación de la
misma ciudad.

d) Los filósofos reyes y la tipología descendente de las formas de


gobierno

En este Estado tan particular que Platón imagina en La república, hemos


visto que la virtud suprema estaba representada por el conocimiento de las
formas o ideas en su estado puro. Agreguemos ahora que: “la idea del bien
es el objeto más sublime de los conocimientos, y que la justicia y las demás
virtudes obtienen de ella toda su utilidad y sus ventajas” (425).
Al ser, para Platón, la política y el arte de gobernar episteme, es decir,
conocimiento especializado, el poder en su Estado debía quedar en manos
de aquellos que hubiesen accedido a ese conocimiento pleno, en especial la
cognición del bien, ya que estarán siempre alejados de las pasiones que el
mismo poder entraña y, al conocer las formas más elevadas del espíritu,
obrarían en todos los casos rectamente y con justicia, en procura del
bienestar y la felicidad del conjunto. De hecho, los gobernantes no debían
estar limitados por el derecho o la opinión popular, ya que si aceptamos la
hipótesis de que quienes gobiernan han accedido a la más alta forma de
sabiduría, cualquier limitante externo restringiría su capacidad de obrar en
la construcción y desarrollo de la polis ideal. No puede escapar a nuestro
entendimiento que esta última premisa, la omisión del derecho por la
confianza ciega en los dones de quien gobierna, ha constituido desde
entonces la justificación de todos los gobiernos autocráticos. Por supuesto
que ello sucedía mucho antes de la escritura de La república y lo hemos
analizado suficientemente al estudiar la justificación divina del poder; la
novedad aquí reside en que es la primera vez que aparece este tipo de
justificación en términos racionales. Expresado de otro modo, la ley
siempre resulta una convención entre las personas que no puede estar por
encima del verdadero conocimiento científico.
Por otra parte, Platón estimaba que los filósofos, aquellos que hubiesen
alcanzado la verdad, no tendrían apetito de poder, entonces:
... lo natural es que el que tiene necesidad de ser gobernado vaya en
busca del que puede gobernarle, y no que aquellos cuyo gobierno puede
ser útil a los demás supliquen a estos que se pongan en sus manos (398).

Podría decirse, al examinar el párrafo anterior, que era deber de las


clases subalternas buscar al filósofo rey para someterse a su voluntad, que
no sería otra que la de gobernar bien a sus súbditos; por otra parte, ello
engendraba también un deber recíproco de los filósofos, quienes

... cuando les llegue el turno, aunque consagrando la mayor parte de su


tiempo a la filosofía, tendrán que cargar con el peso de la autoridad
política y gobernar sucesivamente por el bien de la ciudad, con la
convicción de que su tarea es, más que un honor, un deber ineludible
(484).

Platón entonces establecía de esta manera una forma de gobierno


llamado sofocracia, es decir, el gobierno de los sabios, el cual podía
constituirse como monarquía, si gobierna uno solo, o como aristocracia, si
gobiernan varios. En este régimen político, el único que el autor de La
república considera ajustado a su ideal de perfección, los gobernados
debían someterse, más allá de la esfera de su libertad y autonomía
individual, gustosamente a aquellos hombres sabios semejantes a los dioses
(Popper, 1992) para ser conducidos sin ninguna limitación externa. Y, por
otro lado, podríamos decir siguiendo las directrices planteadas en el
diálogo, que tampoco los filósofos podían hacer uso de su
autodeterminación, ya que el gobierno constituía para ellos un deber que no
podía ser eludido. Todo ello es coherente con el modelo de sociedad
estudiado; para asegurar la sucesión en este régimen perfecto, las razas no
podían mezclarse y su sistema educativo debía seguir produciendo
filósofos, ya que de otra forma se tornaría imposible la transmisión del
poder.
Pasando entonces a analizar las formas de gobierno, podemos decir que
Platón esboza una caracterización de ellas siguiendo una escala
descendente. De la sofocracia (monarquía o aristocracia, según el caso),
única forma de gobierno considerada perfecta, se pasan a enumerar las
constituciones o formas de gobierno reales, las conocidas en la práctica en
ese momento, y Platón las clasificará decrecientemente de acuerdo con
cuanto se aleje cada una de ellas del tipo ideal, ya que todas ellas, en mayor
o menor medida, son malas. La sofocracia se degrada en timocracia, la cual
hace lo propio cuando degenera en oligarquía, luego en democracia y
finalmente en tiranía. La clasificación platónica es recta y descendente, y
marca una especie de determinismo histórico, ya que no existe ningún
indicio que permita conjeturar que de la tiranía pudiese volverse a la forma
perfecta de gobierno imaginada en la obra.
Este tema lo desarrolla Platón centralmente en el libro VIII de La
república. Allí caracteriza a cada forma de gobierno de acuerdo con los
vicios y las virtudes que poseen aquellos que constituyen su clase dirigente.
En base a la pregunta “¿quién gobierna?”, se define que en la aristocracia
gobierna el hombre aristocrático, en la timocracia, el hombre timocrático, y
así respectivamente (Bobbio 2007). La degradación de cada régimen se
provoca por la disensión de la clase gobernante, por el contrario, si reina la
armonía, la forma de gobierno se mantiene. La analogía que mejor ilustra la
caída podemos encontrarla en ese motivo tan griego del alzamiento del hijo
contra su padre, de una generación contra la que la precedió, con todos los
cambios y consecuencias que ello acarrea.
La timocracia (12) puede situarse como un término medio entre la
aristocracia (como una de las maneras en que se manifiesta la sofocracia) y
la oligarquía. Podría decirse que es el gobierno de los guerreros, de aquellos
que pretenden elevarse a través de sus hazañas bélicas y están sedientos de
honores y dignidades. Sin embargo, con el paso del tiempo, los hombres
cambian su apetito de honores por la codicia y comienzan a otorgarle más
valor a la riqueza que a la virtud; desdeñan a los pobres, y allí comienza el
proceso que derivará en la oligarquía.
La oligarquía es la forma de gobierno basada en el censo, en la que
gobiernan los ricos y los pobres no tienen ninguna participación en el poder.
Esta forma de gobierno presenta, por lo menos, dos grandes defectos: por
un lado, la posesión de riquezas no garantiza que los mejores ejerzan el
poder; y por el otro, convierte a la polis en dos ciudades que continuamente
conspiran y batallan entre sí, la de los ricos y la de los pobres. También
frente a un conflicto externo, la oligarquía se verá en la disyuntiva de tener
que armar a la plebe o aportar de su peculio más gastos para la guerra, y
ello teniendo en cuenta la naturaleza avara del hombre oligárquico. Los
ricos serán cada vez menos y más ricos porque comprarán a las clases
subalternas sus propiedades. Los pobres privados así de sus medios de
subsistencia gastarán su dinero y caerán en la indigencia y dejarán de
pertenecer a cualquier clase. La opulencia y el lujo de quienes gobiernan
hacen huir a la templanza necesaria para el gobierno hasta que,
posiblemente y sin ningún motivo aparente, estalla la lucha entre ambas
facciones. Cuando los pobres matan a los ricos, o cuando los destierran y
toman el poder, nace la democracia.
La democracia es el gobierno en el que el hombre es libre tanto en
acción como en expresión y cada cual tiene licencia para hacer aquello que
desee. Los cargos públicos son repartidos entre aquellos que quedan luego
de la caída de la oligarquía, generalmente por sorteo. Además, es el sistema
de gobierno en el que conviven hombres de todas las clases. Por supuesto,
en forma irónica, Platón describe a la democracia como una forma hermosa,
anárquica y pintoresca que establece igualdad tanto entre aquellos que son
iguales como entre aquellos que son desiguales, es decir, iguala a todos
tanto en lo objetivo como en lo subjetivo. Su declinación provendrá del
deseo inmoderado de libertad, que conducirá a la anarquía ya que
prácticamente no habrá diferencias entre gobernantes y gobernados. El
exceso de libertad conducirá inevitablemente al exceso contrario.
Aparecerá entonces la última de las formas de gobierno de esta
clasificación descendente, la tiranía. Este régimen es descrito como el
perfecto opuesto al filósofo rey, el gobierno de uno solo sin sabiduría, que
transforma al poder en despótico y brutal (Prelot, 1971). Platón lo asocia
con la figura de un caudillo o jefe popular que no tiene prurito en derramar
sangre, ejecutar o desterrar gente mediante acusaciones injustas y hacer
promesas demagógicas que no cumplirá. Con el paso del tiempo, deberá
rodearse de guardias armados, ya que los ciudadanos decentes le odian y
rehúyen. Platón lamenta la suerte del tirano, que se ha convertido en
esclavo de sus propias pasiones y espera constantemente la traición.
En resumen, podríamos aseverar que cada cambio en la forma de
gobierno se debe a una stásis, o sea, una sedición triunfante. Ello tiene lugar
tanto por la discordia entre la clase gobernante que rompe la unidad de la
polis como en la corrupción del principio moral que la sostiene. No
debemos olvidar que, para la ética del “justo medio” griega, la corrupción
de un principio radica en su exceso (Bobbio, 2007); así, por ejemplo, hemos
visto que el principio del honor que rige la democracia se corrompe cuando
se transforma en mera ambición y deseos de riquezas o en la democracia
cuando la libertad se convierte en libertinaje.
El planteo de la tipología descendente de las formas de gobierno que
Platón describe en La república es claramente pesimista ya que, fuera del
modelo sofocrático por el pergeñado todas las demás constituciones,
aquellas que realmente existían en su tiempo le parecen malas y en
constante degradación. Sin embargo, algunos autores, como Prelot (1971),
opinan con respecto a ello que la tiranía no constituye necesariamente el
final, y sostienen que Platón, en su utopismo, creía que el tirano podía
convertirse en filósofo o el filósofo podría volver a hacerse con el poder.

6. El Político

Este es un diálogo escrito algunos años después de La república, luego


del segundo viaje a Sicilia que hiciese el filósofo. De alguna manera podría
pensárselo, desde nuestros días y en clave democrática, como una evolución
con respecto a algunas ideas de La república. En realidad, ello es cierto en
parte aunque, como veremos, Platón, en el fondo, siguió aferrándose –por lo
menos en sus ideales– a sus antiguas convicciones.
Según Bobbio (2007), La república constituye la búsqueda de la polis
ideal, en tanto que en el Político se intenta hallar al buen gobernante. Sin
embargo, Platón tampoco en esta obra se esfuerza en definir a un político
real para su lugar y época, sino que se afana por construir la imagen de una
figura ideal para el gobierno, cierto que menos utópica, si se quiere, que la
del filósofo rey.
El político posee la episteme, la ciencia y el arte de la política, por eso
debe gobernar, porque solo él sabe lo que es pertinente en los asuntos de
Estado. De hecho, Platón continúa insistiendo en que el conocimiento es
superior a las leyes y a cualquier otro condicionamiento, y así lo explica:

Por necesidad, entonces, de entre los regímenes políticos, al parecer, es


recto por excelencia y el único régimen político que puede serlo aquel en
el cual sea posible descubrir que quienes gobiernan son en verdad
dueños de una ciencia y no solo pasan por serlo; sea que gobiernen
conforme a leyes o sin leyes, con el consentimiento de los gobernados o
por imposición forzada, sean pobres o ricos, nada de esto ha de tenerse
en cuenta para determinar ningún tipo de rectitud (2015: 569).
Como puede observarse, la lógica sigue siendo la misma que en La
república, aunque en este diálogo ya no se habla de las ideas o formas
perfectas. La ciencia que posee el político le permitirá gobernar no solo sin
leyes, sino incluso por la imposición o la fuerza. Como ya dijimos, este es
el argumento con el que desde entonces se intenta dar soporte racional a
todo discurso que legitime los gobiernos autocráticos: la gente siempre debe
obedecer a quien gobierna porque solo el gobernante sabe lo que es bueno y
justo.
Sin embargo, la evolución se produce a partir del momento en que, si
bien Platón siguió aseverando hasta el final de su vida que el conocimiento
se encuentra por encima de cualquier otra dimensión a la hora de justificar
el poder, admite que, si este ideal fuese imposible, debería aceptarse la ley
como el remedio menos malo a la situación. De alguna manera, esto lo aleja
un poco del idealismo riguroso y lo encuentra más comprometido con el
mundo real al expresar:

Que ningún ciudadano se atreva a actuar en contra de las leyes y que


quién así lo haga sea castigado con la muerte o las más duras penas. Y
esto es lo más recto y bello en segundo término, una vez excluido aquel
principio (13) del que poco antes hablamos (576-577).

Platón, entonces, no solo acepta que el respeto a la ley pueda sustituir a


la episteme, sino que realiza una nueva clasificación de las formas de
gobierno, diferente a aquella realizada en La república basándose en este
nuevo elemento. Para ello recurre a dos tipos de criterios, por una parte, el
cuantitativo, (14) es decir cuántos son aquellos que gobiernan; por otro
lado, el cualitativo, y así entonces, serán buenas aquellas formas de
gobierno que respeten la ley, y malas aquellas que no lo hagan.
De acuerdo con esta lógica, las formas de gobierno serán puras si
respetan la ley, y entonces cuando gobierne uno, se llamará monarquía,
aristocracia cuando lo hagan varios y democracia cuando sea el gobierno
del gran número. Los términos antinómicos de estas formas puras, cuando
no se respete la ley, serán la tiranía, la oligarquía y la democracia, que en
este caso no cambia el nombre ya que:

... a la democracia, por su parte, es seguro que si la muchedumbre


gobierna a quienes poseen fortuna, imponiéndose por la fuerza o con la
aceptación voluntaria de los súbditos, sea que respete celosamente las
leyes, sea que no lo haga, de todos modos nadie suele cambiarle el
nombre (565-566).

Para Platón –y siempre teniendo en cuenta que no era justamente un


simpatizante de la idea democrática–, poco importaba que ella siguiera o no
las leyes; conservaba el mismo nombre, en una especie de juego dialéctico
en el cual la democracia revestía el carácter de la peor de las formas puras,
aunque la mejor de las impuras. Podemos decir entonces que hay dos
especies de democracia: la moderada/pura y la extrema/impura. Para
graficar lo dicho:

CRITERIO CUALITATIVO CRITERIO CUANTITATIVO

Forma pura: respeta la Forma impura: no respeta la ley ¿Cuántos gobiernan?


ley

Monarquía Tiranía Uno

Aristocracia Oligarquía Varios

Democracia moderada Democracia extrema Muchos

Siguiendo a Bobbio (2007), podría decirse que en realidad, ello


constituye un continuum que debería expresarse de la siguiente manera
siguiendo un orden decreciente y conservando ambos criterios: monarquía,
aristocracia, democracia moderada, democracia extrema, (15) oligarquía y
tiranía.
Si bien esta tipología parece menos original que la desarrollada en La
república, a la postre es aquella que devendría clásica y siendo usada por
Aristóteles, Polibio y pensadores aún muy posteriores con cambios y
aditamentos pero conservando sus rasgos esenciales.

7. Las leyes

Las leyes es la última, más extensa y más compleja obra de Platón; de


hecho, se supone que al momento de su muerte, llevaba casi diez años
escribiéndola y se hallaba en pleno proceso de revisión. Está compuesta por
doce libros y trata aún con un estilo farragoso e intrincado en algunas de sus
partes, un sinnúmero de temas que hacen a la organización jurídico-política
de una sociedad. Sin el extremo utopismo de La república y con una visión
más realista, el pensador retoma la mayoría de los temas políticos que
constituyeron su desvelo, aunque desde una óptica que algunos consideran
un giro radical en su pensamiento. (16)
En este diálogo ya no aparece Sócrates y la conversación que tiene lugar
en la isla de Creta es sostenida por un ateniense, un espartano y un cretense.
La obra consta de una parte organizativa concreta en cuanto a la creación
de una colonia llamada Magnesia. Allí el autor describe acabadamente todo
su andamiaje legal e institucional, su período de organización temporal
liderado por un tirano y luego aquello que podríamos llamar un Estado de
derecho, con una sociedad dividida en cuatro clases de forma censitaria (17)
y cuerpos colegiados ajustados a la ley que irán evolucionando a lo largo
del tiempo. Sin embargo, esta no es la parte sustancial del diálogo, salvo en
aquello que refleja acerca de los cambios presuntamente operados en la
filosofía política platónica.
El tema principal del diálogo es la ley en términos de su sentido y
significado, cuál es su utilidad y función, en definitiva, ¿para qué existen las
leyes? Para el cretense y el espartano, las leyes se deben a la guerra, a la
situación permanente de guerra en que viven los hombres, no solo entre
ellos sino consigo mismos, así sería buena una ciudad donde los justos se
impusieran a los injustos y cada uno se venciera a sí mismo. El ateniense no
lleva la contraria a sus interlocutores, sino que exagera sus términos hasta
convertirlos casi en grotescos. La función de las leyes para él consiste en la
organización de cada parte de la polis ordenando la confusión de las
relaciones entre ellas hasta llegar a imponer aquello que es justo. Por otra
parte, el hombre debe tender hacia el autodominio sobre su propio ser.
En Las leyes Platón pareciera tener la intención de plantear a la ley como
sustituto del conocimiento y la razón. Será la ley, y no la sabiduría, la
directriz ordenadora de la sociedad y la garantía de su estabilidad. La
inteligencia humana claramente no es suficiente para llevar adelante el buen
gobierno; así lo manifiesta claramente en el libro IX:

... los hombres deben promulgarse leyes y vivir de acuerdo con ellas o
no se diferenciarán en nada de las fieras más salvajes. La causa de ello es
que no nace ninguna naturaleza humana capaz de conocer lo conveniente
para hombres en lo que atañe al orden político y, conociéndolo, no solo
poder sino también querer hacer lo óptimo (237).

Además de ello y en el mismo libro IX, también pareciera cambiar su


postura con respecto al poder ilimitado que le había concedido al filósofo
rey en La república, pues aun sabiendo que el arte político debe ocuparse de
lo común por sobre lo particular o privado, no estaría exento de obrar en los
términos que siguen:

En segundo lugar aunque uno comprendiera suficientemente en su arte el


conocer que esto es así por naturaleza, si después llega a asumir el
gobierno ilimitado y absoluto de una ciudad, nunca podría permanecer
fiel a esta doctrina y vivir alimentando lo común en la ciudad como
elemento guía y lo particular siguiendo a lo común, sino que la
naturaleza mortal lo empujará siempre al exceso y a la actuación en
interés personal, puesto que busca de manera irracional evitar el dolor y
perseguir el placer, y colocará siempre a estos dos por delante de lo más
justo y mejor y, al producir en sí misma la oscuridad, se llenará a sí
misma y a toda la ciudad de todos los males hasta el final (237).

Con lo expuesto hasta este momento podría pensarse que Platón, luego
de adquirir experiencia de su trato con los tiranos de Siracusa y con una
experiencia más afinada en los asuntos de los hombres en cuanto al
gobierno, escribe –decepcionado si se quiere– Las leyes con una percepción
realista de la política. Sin embargo, creemos que en el caso de este diálogo
existen por lo menos dos lecturas: una es, como dijimos, la que se relaciona
con la comprensión del filósofo acerca de la inviabilidad de su modelo de
La república y la sustitución de la sabiduría por el derecho; y otra, más
atenta, que puede colegirse a partir de algunos párrafos de la obra que nos
indicarían que, en realidad, Platón nunca abandonó sus ideales autocráticos.
En un pasaje del libro V se realiza una prelación entre los sistemas políticos
y Platón pone de manifiesto allí que el sistema propuesto en Las leyes en
realidad es el segundo mejor entre todos, pues el superior es el esbozado en
La república. De hecho, y regresando al libro IX, el filósofo será todavía
más explícito todavía; luego de aseverar que deben promulgarse leyes
puesto que no existe naturaleza humana capaz de anteponer lo común a lo
particular y que el poder de quien gobierna debe estar limitado por el
derecho, desliza una clara excepción en consonancia con la República:

Pero tened por seguro que, si alguna vez un hombre engendrado con esa
capacidad natural por un destino divino pudiera asumir el poder no
necesitaría en absoluto leyes que lo gobernaran (237-238).

Finalmente, es verdad también que muchas instituciones de La república


o bien desaparecen o bien han cambiado. En Las leyes, Platón acepta la
propiedad privada, aunque con regulaciones a la espartana, y también la
organización familiar a partir del matrimonio monógamo, y la educación ya
no será instituida solo para los guardianes sino para toda la ciudadanía.
Podría pensarse entonces que, más allá de sus convicciones más profundas,
en esta última obra, Platón intentó una reconciliación con la realidad de su
tiempo.

1. Solo similar al primer libro de La República.


2. Es del caso volver a resaltar que, en cuanto a la construcción del discurso democrático, siempre
nos referimos a la primera sofística; Protágoras, Gorgias, Hipias, a la segunda generación,
conformada por individuos mucho más sofistas.
3. Aquí se busca la definición de la esencia como es clásico en los diálogos, es decir, aquello que en
griego se llama ousía.
4. El resaltado es del autor.
5. El vocablo griego politeia hace referencia al concepto de régimen político o similar.
6. La metafísica platónica de las ideas constituye un campo de estudio mucho más vasto que el
tratamiento que le será dado en estas páginas; ello porque aquí solo se utilizará en relación con su
dimensión política y social.
7. Estas líneas constituyen un muy breve resumen de la idea general que la alegoría nos presenta en
el libro VII de La República. Sin embargo, ilustra acabadamente el fin para el cual fue usada por el
filósofo.
8. Se refiere a los guardianes, es decir, gobernantes y guerreros.
9. Se refiere a los productores.
10. A modo de ejemplo Platón excluye a los poetas como educadores por razones de índole moral.
Para comprender la verdadera magnitud de esta disposición con respecto al modelo educativo
platónico, basta remitirnos a este fragmento de La república: “¿Bastará vigilar a los poetas y
obligarlos a que nos presenten en sus poemas modelos de buenas cualidades y, de lo contrario, a que
renuncien a la poesía entre nosotros, o deberemos vigilar también a los demás artistas para impedirles
que imiten el vicio, la intemperancia, la vileza o la indecencia en la imagen que nos dan de los seres
vivos en la arquitectura, o en cualquier otra clase de arte? Y en caso de que no sean capaces de
adaptarse a lo que les pedimos, ¿no deberemos prohibirles que trabajen entre nosotros?” (249-250).
11. En el párrafo en cuestión, Sabine hace referencia a la diferencia con respecto a la posesión de la
propiedad entre los guardianes y los productores.
12. Platón consideraba a Esparta una timocracia.
13. Se refiere al principio que establece que debe mandar aquel que posea la episteme, tema
desarrollado ya en extenso.
14. Alrededor del 430 a. e. c., Herodoto, en Los nueve libros de la historia (Libro III Talía LXXX-
LXXXII), nos presenta una discusión entre los persas Otanes, Megabizo y Darío acerca de la mejor
forma de gobierno que debería instalarse allí tras la muerte del tirano Cambises. Si bien la discusión
es imaginaria y se supone transcurrida en el siglo VI a. e. c., nos demuestra cómo bastante antes que
los filósofos crearan tipologías de las formas de gobierno este ya era un asunto discutido entre los
griegos. El criterio cuantitativo aparece claramente expresado en la boca de cada personaje: Otanes
defiende el gobierno de muchos o isonomía, Megabizo, el de pocos u oligarquía (aunque en realidad,
se refiere a los hombres de mayor mérito y reputación, por lo cual podemos inferir que se trata de la
aristocracia griega), y finalmente Darío, la monarquía o gobierno de uno solo (2004).
15. Bobbio llama a estas formas de democracia positiva en el caso de la forma pura y negativa en su
manifestación impura.
16. A partir del siglo XIX y el trabajo de F. Ast, comenzó una polémica que dura hasta la actualidad
con respecto a la autoría de la obra, pues algunas teorías consideran que bien pudo haber sido escrita
por un discípulo de Platón. Nosotros la consideramos inscripta en el Corpus Platonicum.
17. Ya no existe el comunismo de La república, no porque no siga considerando a ese el mejor
sistema, sino porque supone demasiado imperfectos a los hombres para llevarlo a cabo. Esa lógica se
repetirá en todo el diálogo, y dará fundamento a aquellos que hablan de esta como la obra en que
Platón reconoce con amargura que sus ideales anteriores son imposibles de llevar a cabo.
Capítulo XI
Aristóteles

1. Aristóteles y su época (384-322 a. e. c.)

Aristóteles nació en el 384 a. e. c., quince años después de la muerte de


Sócrates, en Estagira, una pequeña urbe de la costa de Tracia perteneciente
al reino de Macedonia. (1) Aunque jonio de nacimiento, su historia estuvo
íntimamente ligada a los avatares de la casa real de ese reino, ya que su
padre era el médico personal del rey Amintas III y él mismo fue preceptor
de Alejandro el Grande, nieto de aquel.
Muy posiblemente la profesión de su padre lo haya introducido en lo que
hoy llamamos el método científico experimental que rigió toda su obra, el
estudio sistemático y lógico de cada área del conocimiento en que
incursionó, la generalización de fenómenos concretos, su comprobación a
través de los sentidos y el uso de la razón frente a otras formas de
percepción de la realidad. De hecho, incursionó en campos tan variados
como la metafísica, la física, la zoología, la botánica, la filosofía política, la
ética, la matemática, la poesía y la tragedia, siempre en forma ordenada y
sistemática.
A los diecisiete años, se trasladó a Atenas y allí ingresó en la academia
platónica, donde permaneció durante veinte años. La influencia de Platón
sobre Aristóteles ha sido importantísima, y hasta podría decirse dominante
en toda su vasta obra, donde se ve continuamente reflejado, aunque como
veremos, el estagirita fue severamente crítico de su maestro, y eligió
disentir con él cada vez que lo consideró necesario. Sin embargo, y a pesar
de que las desavenencias de Aristóteles con Platón muchas veces son muy
profundas.
Años después de la muerte de Platón, en el 335 a. e. c., Aristóteles fundó
su propia escuela, el Liceo, que rivalizaría durante siglos con la Academia.
Allí, por las mañanas, se dictaban clases sobre temas complejos a auditorios
menores, y por las tardes, a una mayor concurrencia, cuestiones más llanas
y de más fácil comprensión. Allí reunió una gran cantidad de manuscritos al
punto que podría decirse que el Liceo se transformó posiblemente en la
biblioteca más importante de la Grecia de su tiempo, además de una gran
cantidad de mapas y un gabinete de historia natural; por otra parte, se
trabajaba arduamente en actividades de índole científica.
De la gran obra que se le atribuye, solo una parte ha llegado hasta
nosotros . En interés de nuestro estudio, nosotros consideraremos
detenidamente aquellas que se refieren a su pensamiento político,
básicamente la Política y la Ética Nicomaquea, aunque también en menor
medida, otras como la Constitución de Atenas.
Aristóteles sistematizó no solo los estudios sobre el hombre, sino
específicamente sobre las personas en sociedad ya que para él, como más
adelante se verá, hombre y polis eran inescindibles. Al realizar estudios
netamente empíricos sobre la sociedad de su época, sus instituciones y la
conducta de los hombres, podríamos decir que de alguna manera presagió la
futura ciencia sociológica.
El estagirita será el último gran pensador griego de la Antigüedad. En
verdad, además, le tocó vivir en una compleja época de cambios. Por un
lado, la decadencia de Atenas y Esparta, que durante mucho tiempo habían
marcado la política griega; por el otro lado, el brutal ascenso de Macedonia,
que, bajo el reinado de Filipo II, se había modernizado y logró en pocos
años adueñarse de toda la península griega, con la batalla de Queronea, en
el 338 a. e. c. como punto culminante, en la cual derrotó a las fuerzas que
aún resistían comandadas por Atenas. Sin embargo, el hecho histórico más
significativo acaecido durante su vida, aunque seguramente no tuvo la
perspectiva suficiente para apreciar sus efectos, fueron las impresionantes
campañas del hijo de Filipo II, Alejandro, quien derrotó al Imperio persa y
logró llegar hasta la India. De este modo se produjo el primer gran choque
de civilizaciones entre Oriente y Occidente con todo lo que ello conlleva no
solo en términos militares sino culturales, políticos, económicos y en todas
las dimensiones humanas. Todo el peso civilizatorio de Occidente viajó con
las huestes del conquistador y se diseminó allí adonde llegase, pero en
paralelo, también volvió a casa con el bagaje de la antiquísima cultura
oriental.
Luego de la muerte de Alejandro, Aristóteles decide exiliarse y partir de
Atenas, donde nunca había sido más que un meteco, para evitar los
disturbios antimacedonios que se estaban produciendo, y murió en la isla de
Eubea en el 322 a. e. c.

2. Crítica a Platón

En términos esquemáticos, podría decirse que Aristóteles contrapone el


realismo a la utopía platónica, o que mientras que Platón se dedicó más a la
especulación filosófica, el estagirita puso el acento en la actividad
científica. Sin embargo, como dijimos, esto no pasa de ser un simple
reduccionismo.
Ya hemos visto cuánto debe la filosofía aristotélica a su maestro, sin
embargo, y a trazo grueso, podríamos decir que al supremo abstraccionismo
platónico su discípulo va a oponer una posición científica basada en aquello
que puede percibirse en forma sensorial. Aristóteles no acepta la teoría de
las formas en la que Platón basa su concepción universal, y este es el punto
nodal de sus diferencias, del cual partirán todas las demás. Recordemos que
para el autor de La república existía un universo de formas eternas,
inmutables y absolutas que correspondían a las definiciones universales de
todo lo que existe y de las cuales todo aquello que conocemos por medio de
los sentidos no es más que un pálido reflejo; así existe no solo la idea pura
de un árbol o un perro, sino también la idea pura del amor, la libertad o la
igualdad. Esas formas constituían para Platón el único conocimiento
verdadero, aunque jamás explica de modo suficientemente claro cómo se
realiza la unión entre ambos mundos, (2) es decir, aquel del intelecto con
este de las cosas tangibles, materiales y particulares. Aristóteles, por el
contrario, centra su interés en el mundo de los objetos concretos
particulares, que pueden ser comprendidos por medio de los sentidos y que
constituyen nuestras realidades primigenias y por ende, es aquí, en este
mundo en donde debemos hallar el conocimiento verdadero. El estagirita no
negaba la existencia de universos, por el contrario creía que ellos “existen
objetivamente, pero solo como características de las cosas individuales y
no, como había pensado Platón, en un mundo trascendente de seres
sustanciales separados” (Armstrong 1993: 126).
En forma muy simplificada, podría decirse que lo que hemos descrito
constituye la diferencia más profunda entre ambos pensadores en el ámbito
de la metafísica, que, por supuesto, será trasladada a otras dimensiones del
pensamiento. Se ha perdido gran parte de la obra de Aristóteles,
presumiblemente aquella que poseía un estilo literario más refinado, y hasta
nosotros han llegado otros escritos que, a diferencia de los exquisitos
diálogos platónicos, tienen características más técnicas y un estilo más
severo y menos ornamental. El estagirita es casi siempre sistemático y
tiende a ir radicalmente al fondo de las cuestiones que plantea con
definiciones y terminología precisas.
En cuanto a su pensamiento político, y partiendo de la clara diferencia
metafísica ya explicada, mientras Platón busca el mejor sistema político en
una utopía abstracta, Aristóteles realiza una extensa compilación y
comparación entre los diferentes sistemas políticos reales de su época,
reflexiona sobre las instituciones que los componen y la conducta del
hombre en sociedad e intenta explicar cuáles son, de acuerdo con los
contextos y circunstancias, los mejores en cada caso tomando como marco
de referencia la ética.
Podemos terminar este acápite con un claro ejemplo del contraste entre
ambos pensamientos en términos concretos en la oposición de Aristóteles al
comunismo platónico planteado en el libro II de la Política:

Resulta evidente, por lo tanto, que es mejor que las propiedades sean
privadas y que se hagan comunes por el uso; es tarea propia del
legislador encontrar de qué manera tales asuntos puedan llegar a ser de
ese modo (2015: 170).

3. Naturaleza humana, política y moral. Surgimiento del


Estado

Para un intelectual sistemático como Aristóteles, así como para muchos


de los filósofos y pensadores que estudiaremos aquí, todo análisis y
proyección política y social debe nacer de la definición de la naturaleza
humana. De la concepción del hombre de la que se parta dependerán las
estructuras y el devenir de cada una de las dimensiones que lo involucren.
Para Aristóteles, no podía imaginarse al ser humano en aislamiento; para
el estagirita, el hombre es, por naturaleza, un animal político; es decir,
realiza su fin gracias a la vida en comunidad. Tan importante es para él esta
definición, que profundiza diciendo que aquel que no vive en una
comunidad política debido a su naturaleza, o bien es inferior o bien superior
a un ser humano; en otras palabras, alguna especie de animal solitario, o un
dios, o un semidios.
Sin embargo, esa definición del hombre como zoon politikon (3) no hace
referencia solamente a la capacidad de organizarse y vivir en comunidad, ya
que también es una característica de muchos animales gregarios. Aquello
que define al hombre de esa manera se encuentra explicitado en la Política
(2015) y radica en que: “entre los animales solo el ser humano cuenta con la
palabra (...) para manifestar lo conveniente y lo perjudicial, y de este modo
también lo justo y lo injusto” (123).
Dicho de otra manera, para el autor de la Política, el hombre, al poseer el
lenguaje, puede hacer explícita su percepción acerca del bien y del mal, de
aquello que es justo e injusto y de todas las dimensiones de lo humano, lo
cual le permite establecer las condiciones adecuadas para la vida en
sociedad. No solo organizarse, sino organizarse para llegar al bien al que
aspira: la felicidad o eudaimonia. Aristóteles concibe la plena realización
humana en el ámbito de la polis, el hombre fuera de la polis no es completo,
y nada que sea incompleto puede ser feliz, según refiere en la Ética a
Nicómaco (2002). Ser humano y polis son los perfectos complementarios,
ya que ninguno puede existir sin el otro, y ese será un tema recurrente en
toda la obra política de Aristóteles.
Es entonces esa capacidad humana otorgada por el lenguaje la que
permite establecer el marco de relaciones, condiciones y normas que
permiten a los hombres vivir juntos y realizar la vida buena. La Política fue
escrita con posterioridad a la Ética a Nicómaco y es conveniente realizar
esta aclaración por el grado de imbricación que ambas sostienen. La política
es un saber práctico, no teórico, es el factor ordenador en la sociedad para
que pueda llevarse a la realidad la aplicación de los principios morales que
deben regirla. De hecho, según refiere la Ética, con respecto a los políticos:
“Es opinión común que el verdadero político (…) quiere hacer buenos a los
ciudadanos y obedientes de las leyes” (71).
Para conjugar moral y política es necesario comprender que, si bien la
una se refiere al conocimiento de la conducta humana individual, solo cobra
sentido y relevancia en relación con los demás, es decir, en la vida en
sociedad, pero a su vez la política debe coadyuvar a establecer un Estado
que garantice un elevado sistema moral y así formar ciudadanos para la
virtud. El hombre solo puede alcanzar la perfección moral, la virtud,
desarrollando sus potencias en el ámbito de la polis, la cual debe basarse en
leyes justas que propicien el buen desarrollo de la condición humana. En
resumen, la finalidad de la política es propender a la virtud colectiva
prolongando la moral del individuo hacia el plano de la vida social.
Ahora bien, si Aristóteles sostiene que el hombre es un ser político que
logra su plenitud en el ámbito de la polis, donde el Estado establece a través
de la política un alto sistema moral que tiene como finalidad formar
ciudadanos en la virtud, es propio entonces que estudiemos cómo se forma
el Estado y cuáles son las relaciones que lo sustentan según este pensador.
El estagirita entiende que la polis, aquello que vulgarmente traducimos
como ciudad- Estado, (4) surge naturalmente el desarrollo de la historia
humana, así dice en la Política que:

La comunidad perfecta conformada a partir de varias aldeas es la ciudad-


Estado, de la cual puede decirse que alcanza ya el límite de la
autosuficiencia completa, en la medida en que surgió para la vida pero
existe para la vida buena. Por eso toda ciudad-Estado existe por
naturaleza, si también por naturaleza existen las primeras comunidades:
puesto que la ciudad-Estado es el fin de aquellas, y la naturaleza es fin.
En efecto, decimos que la naturaleza de una cosa coincide con lo que
ella es una vez concluida su generación (ya se trate de un ser humano, de
un caballo o de una casa). Además, aquello para lo cual existe, su fin, es
el mayor bien: y la autosuficiencia es el fin y el bien supremo (122).

El hombre entonces, al no haber sido creado para vivir en soledad,


comienza agrupándose en aldeas o pequeñas comunidades hasta que la
unión de algunas o muchas de ellas dan lugar a la polis, a la que adjetiva
como perfecta. La perfección de la ciudad-Estado se encuentra en su
capacidad de autosuficiencia, que claramente no poseía el ser humano en
soledad ni completamente en estas aldeas o primigenias comunidades. La
polis bastará absolutamente todas las necesidades del hombre, tanto en lo
que se refiere a sus meras necesidades materiales como casa, comida o
vestido, pero también a la dimensión ética, que colmará sus necesidades
morales formándose como un virtuoso ciudadano para la vida buena. El
Estado surge de las necesidades humanas y debe ser “autárquico”, es decir,
bastarse a sí mismo y constituir una sociedad completa.
Es tan importante para el estagirita esta concepción acerca del
surgimiento del Estado que considera en su Política que: “Asimismo la
ciudad-Estado es por naturaleza anterior a la casa y a cada uno de nosotros.
Pues el todo es necesariamente anterior a la parte” (124).
Claramente esto no significa que Aristóteles considerara que pudiese
haber existido jamás un Estado antes del surgimiento de la raza humana.
Esta afirmación debemos entenderla en el sentido de que, al ser el hombre
un animal que tiende a la asociación, sin la cual no puede existir en ninguna
de sus dimensiones, contemporáneamente, en cuanto existieron hombres,
existió Estado. Sin embargo, el sistemático filósofo, para explicarnos la
gran importancia que le atribuye a la polis como ámbito de desarrollo
humano integral, aplica la metodología de otras ciencias, en las que
necesariamente el todo es anterior a las partes en la relación que se sigue,
por ejemplo, entre un pastel y las porciones en que puede dividirse.
Esta polis, autosuficiente y completa, se compone de casas en las cuales
existen ciertos tipos de relaciones que atañen a la administración doméstica;
por un lado, la relación amo y esclavo, aquella que une al hombre con la
mujer y a los padres con sus hijos. (5) Ellas componen la comunidad
despótica, la comunidad conyugal y la relativa a la crianza, en ese orden. En
cuanto a las dos últimas, estas tienen que ver con cuestiones tales como la
procreación, la vida del hogar, los afectos, la educación y crianza de los
vástagos. Aristóteles habla incluso del poder que el hombre ejerce sobre su
esposa y lo califica como un poder político; y al que el padre ejerce sobre
los hijos lo asimila al poder regio. Sin embargo, entiende que no puede
compararse la administración de una casa con una polis, y allí concluye la
analogía fundada en que el macho tiene más aptitud para el mando que la
hembra, y el viejo, más que el joven. Ahora bien, la importancia que
Aristóteles les otorga a estos dos tipos de relaciones es, sin lugar a dudas,
absolutamente política:

Puesto que toda casa es una parte de la ciudad-estado y las relaciones


mencionadas son parte de la casa, y que para observar la virtud de la
parte hay que observar la virtud del todo, es necesario educar a los niños
y a las mujeres mirando al régimen político, si es que a los efectos de
hacer virtuosa a una ciudad-Estado tiene alguna importancia que los
niños sean virtuosos y que sean también virtuosas las mujeres (2015:
157).

Con respecto a la relación que vincula al amo con el esclavo –que el


estagirita califica como despótica–, además de constituir un factor
doméstico, tiene implicancias en lo económico y en la vida política e
intelectual, ya que le otorga al ciudadano el necesario tiempo de ocio para
dedicarse a esas actividades centrales en la polis. Para Aristóteles, el
esclavo es un instrumento, una especie de propiedad animada, y la razón
principal de ello reside en que considera que el esclavo lo es por naturaleza,
así en la Política:

A partir de lo dicho resulta claro cuál es la naturaleza del esclavo y cuál


es su función: en efecto, quien aún siendo humano no pertenece por
naturaleza a sí mismo sino a otro, ese es un esclavo por naturaleza, y
hombre de otro es quien, siendo esclavo, es objeto de propiedad, y una
propiedad que consiste en un instrumento separado en razón de la
función (128).

Para el filósofo, ya desde el mismo momento del nacimiento, algunos


hombres se diferencian de otros en que unos nacieron para dominar, y otros,
para ser dominados. Los individuos que ostentan el dominio sobre otros
hombres tienen el deber moral de ser magnánimos con ellos, mientras que
aquellos que por su naturaleza inferior son esclavos tienen el deber de
obedecer. La realidad es que Aristóteles, siempre tan metódico, en este
caso, no puede escapar a ciertas premisas lógicas e ineludibles: un rey
capturado en una batalla y sometido a esclavitud, ¿qué tipo de naturaleza
tiene? Por el contrario, ¿cuál es la naturaleza de un esclavo convertido en
liberto? Claramente, los fundamentos son poco satisfactorios en el caso de
un pensador tan meticuloso que generalmente se afana en intentar agotar la
casuística. En este caso en particular, entendemos la posición de Aristóteles
–casi un vanguardista en muchos aspectos– como la posición de un hijo de
su tiempo en un contexto en el que no era concebible trascender
determinadas concepciones económicas, políticas y hasta morales.

4. Ciudadano y Estado
Cada Estado es distinto y tiene sus particularidades propias, entre ellas,
su régimen político, que es una determinada organización de los habitantes
de la polis. De hecho, cada régimen político tiene también una definición
distinta de ciudadano, así, por ejemplo, un trabajador manual es
prácticamente imposible que sea ciudadano en una oligarquía, aunque sí lo
es en una democracia. El estagirita entiende que, para definir correctamente
el Estado, debe partirse de un concepto anterior, cual es el de ciudadano.
Partiendo de esa premisa, Aristóteles en el libro III de la Política, ensaya
una serie de primeras definiciones comunes para demostrar luego que no
son las adecuadas, por lo menos de acuerdo con la concepción que él
mismo había trazado. Así por ejemplo, no puede considerarse a una persona
ciudadana por el hecho de habitar en un determinado lugar, ya que no lo son
los esclavos o los metecos. Tampoco la legitimación para participar en
procesos judiciales, ya que los metecos podían hacerlo e incluso llevar a los
estrados a ciudadanos no siéndolo ellos mismos. Incluso también la
acepción tan común que refiere al ciudadano como hijo de padre y madre
ciudadanos tiene sus inconvenientes, ya que un hombre podía perder sus
derechos cívicos merced a la atimia (6) o, por el contrario, un cambio de
régimen político hacer ciudadanos a aquellos que no lo eran. (7)
Finalmente, el estagirita se decanta por una definición funcional que
puede aplicarse a todo tipo de régimen político, la diferencia básica entre
uno y otro es que en algunos de ellos los ciudadanos serán mayor en
número, y en otros, su cantidad será menor. Entonces, será ciudadano, para
Aristóteles, aquel que participe en la actividad deliberativa y en la
administración judicial o, dicho de otro modo, aquel que tenga el derecho
de hacer las leyes y aplicarlas. En palabras del propio filósofo en la
Política:

A partir de lo dicho resulta claro, entonces, quién es el ciudadano: pues


hablando en términos estrictos, decimos ya sin dilación que quien tiene
el derecho de participar de la magistratura deliberativa y judicial es
ciudadano de la ciudad-Estado (221).

Ahora bien, al existir muchos tipos de regímenes políticos, es necesario


que la virtud del ciudadano se halle en consonancia con aquel régimen al
que pertenece. De hecho, un ciudadano debe conocer perfectamente su
régimen político, ya que el gobernante, es decir, quien ejerce el arkhé
politiké o gobierno político, debió aprender habiendo sido gobernado antes,
de resultas que, siempre según la Política:

no es posible que gobierne bien quien no estuvo antes bajo el gobierno


de otro. Y mientras que la virtud del gobernante y la del gobernado es
distinta, el buen ciudadano debe saber y ser capaz de dejarse gobernar
tanto como de ejercer el gobierno, y esta misma es la virtud del
ciudadano, a saber, conocer el gobierno de los hombres libres bajo sus
dos modalidades (229).

Luego de haber definido entonces detalladamente al ciudadano y a la


virtud que como tal le corresponde, Aristóteles entiende que el Estado es el
conjunto de ciudadanos que tiende a satisfacer la vida buena y la felicidad o
eudaimonia de manera autosuficiente. En la Política, al comenzar a
discurrir acerca de los regímenes políticos, el filósofo manifiesta que, antes
de ello, debe establecerse cuál es el fin para el que se halla constituido la
ciudad-Estado. Para ello vuelve a recordar el carácter de animal cívico
político del hombre y continúa:

Así aún cuando no necesiten de la ayuda mutua, no por eso los seres
humanos desean menos vivir juntos, sino que la utilidad común los
reúne, y cada uno participa de la vida buena en la medida en que le
corresponde. Así pues, la vida buena es principalmente el fin tanto en
común como separadamente (235).

Es interesante destacar de la definición citada, por un lado, el carácter


utilitario que Aristóteles insiste en otorgar al Estado y su fin inmanente, la
felicidad del hombre, pero por el otro, también la introducción de la idea de
justicia, ya que cada ciudadano participará en ella en la medida que le
corresponde.

5. Clasificación de las formas de gobierno y la mejor


constitución
Aristóteles deja plasmada para la eternidad la clasificación clásica de las
formas de gobierno, que en realidad ya había aparecido en el Político (8) de
Platón y un esbozo de ella anteriormente en Heródoto, cuestiones todas
ellas ya estudiadas aquí. El estagirita va a trabajar, sistemático como era,
estudiando ciento cincuenta y ocho constituciones, de las cuales la única no
griega fue la de Cartago. Es decir, a diferencia de su maestro, Platón, que
imaginó una ciudad y un modelo de gobierno utópico, Aristóteles trabajó
sobre formas de gobierno reales, la mayoría de las cuales existían en la
realidad de su tiempo.
En la Política pueden hallarse varias definiciones de constitución, o
forma de gobierno; entendemos que la más adecuada para nuestra obra es la
siguiente:

... es el ordenamiento de la ciudad-Estado en relación con las


magistraturas, y principalmente con la magistratura suprema sobre todos
los asuntos. Pues en todas partes el poder supremo lo tiene el cuerpo
cívico gobernante de la ciudad-Estado, y el régimen político es el cuerpo
cívico gobernante (234).

Partiendo de una muy extrema simplificación, podríamos decir que


Aristóteles replica el criterio cuantitativo de Platón, según gobiernen uno,
varios o muchos, y mudando su criterio cualitativo llamando puras a
aquellas que gobiernen para el interés general o bien común y hallándolas
corruptas o impuras cuando quienes gobiernan lo hacen para su propio
interés particular. Así dice en el libro tercero de la Política:

Necesariamente el mando supremo debe residir en uno, o en pocos o en


la mayoría, y cuando uno, pocos o la mayoría gobiernen para el interés
común, necesariamente estos serán los regímenes políticos correctos,
mientras que serán desviaciones cuando gobiernen en función de la
utilidad privada de cada uno (237).

Es decir, si como vimos, el Estado es un alto sistema moral que conduce


a la vida buena, su constitución o régimen de gobierno no puede beneficiar
meros intereses personales sino a la comunidad de hombres libres en su
conjunto. Gráficamente ,podríamos mostrarlo de la siguiente manera:
CRITERIO CUALITATIVO CRITERIO
CUANTITATIVO

Forma pura: gobierna para el Forma impura: gobierna para el ¿Cuántos gobiernan?
bien común interés particular

Monarquía Tiranía UNO

Aristocracia Oligarquía VARIOS

Politéia “Democracia” MUCHOS

En este caso, la palabra politéia (9) corresponde a aquello que en la


actualidad denominamos democracia, y la palabra “democracia” como
forma impura, aquello llamado demagogia o, más modernamente,
populismo.
En el caso de Aristóteles, esta clasificación es meramente esquemática y
exigua, ya que el filósofo desgrana cada una de las formas de gobierno en
particular de acuerdo con su evolución histórica, los contextos que la han
producido, la clase de personas a las que corresponde cada una de ellas e
incluso la manera en que pueden combinarse entre sí o sucederse. Así por
ejemplo, la monarquía tiene como subespecies a la monarquía absoluta, en
la cual todo el poder se encuentra concentrado en el rey; aquellas que están
a cargo de un general vitalicio sean electivas o hereditarias, las que se
refieren a los tiempos heroicos que fueron voluntarias, hereditarias y
conformes a la ley y otras más que sería ocioso seguir enumerando. Lo
mismo sucede con los demás regímenes analizados en la Política.
Aristóteles entiende que cada ciudad posee características particulares
que la hacen distinta de las demás, pues cada polis se compone de múltiples
partes. Así, en cada población existen pobres, ricos y algunos que se hallan
en un punto medio entre ambos. Además, los ricos se encuentran entre
aquellos que pueden portar armas, mientras no así los pobres, y en el sector
del pueblo, algunos son campesinos, otros, comerciantes y también hay
trabajadores manuales. A ello debemos agregar que estas partes de las que
hablamos sin enumerarlas exhaustivamentese hallan en cada polis en
proporciones diferentes. En algunas aldeas rurales, por ejemplo,
predominarán los campesinos; en otras y merced a su fortuna y armamento,
lo harán los ricos; en otras será muy numerosa la clase media, (10) y ello
claramente determinará qué tipo de constitución será la más conveniente
para la ciudad:

... por naturaleza existe cierta población apta para el dominio despótico,
otra apta para la realeza y otra apta para el gobierno de los ciudadanos; y
esto es tanto justo como conveniente. Pero no existe ninguna población
naturalmente apta para la tiranía, ni tampoco para aquellos regímenes
políticos que constituyen desviaciones pues surgen contra la naturaleza
(Política, 2015: 273).

Sin embargo, y a pesar de lo dicho, Aristóteles, al igual que Platón,


también intentó encontrar la mejor forma de gobierno, aunque en el caso del
estagirita, su búsqueda se centró en lo real y posible dentro del marco de su
época. Hemos visto en el párrafo precedente que el filósofo no consideraba
que hubiese poblaciones aptas para las formas de gobierno impuras o
desviaciones por naturaleza, como las denomina. La paradoja es que, para
él, la mejor constitución, aquella en la cual todas las partes de la ciudad se
hallan en un armónico equilibrio, es la politéia, que finalmente viene a ser
una especie de mezcla entre la oligarquía y la “democracia”, o sea, dos
formas corruptas. Podemos comprender mejor esta cuestión siguiendo a
Bobbio (2007), quien entiende que el criterio que Aristóteles utiliza en este
caso para distinguir a la oligarquía de la “democracia” no es el numérico
sino la condición social. Es verdad que en general existen más ricos que
pobres en una sociedad, pero el elemento distintivo entre estas dos formas
impuras está dado en que, en una, dominan los ricos teniendo mayor o
menor número y en la otra dominan los pobres. Para Aristóteles la mixtura
entre estas dos clases sociales alivia las tensiones: ya no buscarán los ricos
explotar a los pobres ni los pobres confiscar a los ricos y, mediante una
serie de disposiciones institucionales, (11) se buscará arribar al punto
intermedio que conduzca al fin deseado. Así en la Política:

En todas las ciudades hay sin duda tres partes propias de la ciudad-
Estado, los muy ricos, los muy pobres y en tercer lugar los intermedios
entre ambos. Entonces puesto que se acordó que lo moderado y lo
intermedio es lo mejor, es evidente que la posesión mesurada de los
bienes que dependen de la buena fortuna es la mejor de todas, pues está
bien dispuesta a someterse a la razón (309).
Será entonces la politéia, forma pura nacida de la confluencia de dos
formas corruptas, aquella que Aristóteles considerará la mejor forma de
gobierno, una constitución mixta que, en conclusión, tenderá a formar una
vigorosa clase media que se aleje de los peligrosos extremos de la
oligarquía y la “democracia”. Así lo expresa con claridad meridiana en el
libro IV de la Política:

En consecuencia, la ciudad-Estado que se gobierna del mejor modo es


aquella integrada por los elementos que decimos que son por naturaleza
propios de la composición de una ciudad-Estado. Entre los ciudadanos
son los de clase media quienes principalmente preservan las ciudades.
Efectivamente, ni desean los bienes ajenos (como los pobres) ni otros
desean los suyos (tal como los pobres ambicionan el dinero de los ricos)
(...) En consecuencia, resulta claro que la comunidad política se vuelve
mejor por causa del sector medio y es posible que estén bien gobernadas
ciudades que tengan una clase media numerosa y más fuerte que las
otras dos clases juntas, o al menos más numerosa y fuerte que alguna de
ambas; pues al sumarse a una o a otra produce un equilibrio e impide
que surjan extremos opuestos (310-311).

Se observa en estas palabras la importancia que para Aristóteles tenían el


sentido de armonía social y la estabilidad política. En la politéia, ningún
elemento de la sociedad prevalece sobre otro, y aun cuando eso pudiese
llegar a suceder, la misma constitución cuenta con los contrapesos
necesarios como para volver al cauce natural. Como ya había hecho en la
Ética a Nicómaco, el estagirita buscó el punto medio, aquel que pudiese
equilibrar los extremos en la convicción de que la mesura constituía un
ideal ético en sí mismo y conducía a la realización de la eudaimonia, que,
como vimos, no es otro que el fin del Estado.

6. Teoría de las revoluciones

Armonía, equilibrio, estabilidad, eran todos factores imprescindibles


para que el Estado asegurase la vida buena a sus ciudadanos. Todo aquello
que perturbara el orden natural de la polis constituía para Aristóteles –como
así también para los hombres de su tiempo– un motivo de grave
preocupación. De hecho, sabemos los costos que cualquier conflicto en
términos de cambio de régimen político acarrea a las sociedades cuando
ellos son violentos. De hecho y aun cuando ellos sean razonablemente
pacíficos, producen cambios que las sociedades, en muchos casos, tardan
largo tiempo en asimilar. Por ello y habida cuenta que desde siempre ha
existido una relación dinámica en las sociedades con respecto a sus formas
de gobierno, Aristóteles dedica el libro V de la Política a establecer la
primera teoría de las revoluciones (12) en la historia. Reacio a los cambios,
el estagirita intenta indagar cuáles son las causas que motivan las
revoluciones y también cuál es la forma de impedirlas preservando el
régimen gobernante. Como bien explica Giner (1994), una lectura
apresurada de esta parte de la obra pudiera aventurar que Aristóteles era un
conservador reaccionario al intentar preservar un régimen despótico,
aunque ello entraría en contradicción cuando, por el contrario, la
constitución a resguardar es una politéia. En realidad, se trata de la
preservación de las constituciones vigentes en aras de garantizar la
estabilidad social, o por lo menos así lo entendía el filósofo.
Las revoluciones ocurren cuando se vulnera el principio de justicia, pues
es más fácil ponerse de acuerdo con respecto a lo que ella significa en
términos de igualdad proporcional que llevarla posteriormente a la práctica.
Es decir, entonces, que las revoluciones se producen cuando se vulnera el
principio de igualdad, sea esta numérica, es decir, idéntica en cantidad o
tamaño, o aquella basada en el mérito que se relaciona con la proporción.
En palabras de Aristóteles:

Así, aunque están de acuerdo en que la justicia en sentido absoluto


radica en la igualdad basada en el mérito, surgen desacuerdos, tal como
se dijo anteriormente, porque unos, si son iguales en cierto aspecto, se
consideran totalmente iguales, mientras que los otros, si son desiguales
en algún sentido, se consideran a sí mismos dignos de una desigualdad
en todos los sentidos (338).

En otras palabras, podríamos decir que aquellos que se rebelan lo hacen


porque se consideran iguales a otros que poseen más que ellos o, en otro
caso, se consideran superiores a sus iguales y pretenden ser más. En
síntesis, quienes son inferiores se sublevan para ser iguales, y los iguales,
para ser superiores. Como podemos apreciar, no hay una discusión de fondo
sobre el concepto de justicia, sino que la disputa surge en razón de la
percepción que cada individuo tiene sobre sí mismo en relación con el resto.
Ello origina que las personas sientan que sobre ellas pende una gran
injusticia que solo puede remediarse o bien cambiando el régimen político o
bien cambiando a quienes gobiernan dentro del mismo régimen.
Las causas por las cuales se originan las revoluciones, además de la
desigualdad económica y el afán de lucro también, están íntimamente
ligadas, y no en pocos casos, con aquello que el estagirita llama “honores
cívicos”: distribución de cargos, autoridad, distinciones tan importantes en
la vida de la polis. Así en la Política:

Resulta claro también, en lo concerniente al honor, en qué influye y de


qué modo es causa de la sedición. Pues se sublevan cuando se los
deshonra y ven que otros reciben honores. Y esto se produce de modo
injusto cuando los individuos son honrados o deshonrados
independientemente del mérito, mientras que es justo toda vez que se dé
conforme al mérito (341).

Dicho entonces en otras palabras, las revoluciones estallan cuando se


desiguala a los iguales en aquello que son iguales o cuando se iguala a los
desiguales en aquello que son desiguales.
Muchas veces pareciera que la sedición comienza debido a causas
banales y superfluas como un mero asunto de alcoba o una riña callejera,
sin embargo, el estagirita sostiene que, cuando los hombres se rebelan, hay
que buscar el origen de esta rebelión en motivos profundos, de los cuales el
suceso trivial no es más que el detonante. Por supuesto que a las causas que
ya nombramos, y que podríamos decir que constituyen el punto nodal de la
cuestión, generalmente se añaden otro tipo de cuestiones que aceleran y
potencian estos procesos: la soberbia de quienes gobiernan, el
exhibicionismo impúdico de sus privilegios, el excesivo temor que provoca
en el ciudadano quien manda y muchos otros asuntos de similar naturaleza.
Aquí también, como en el libro IV, referido a la clasificación de las
formas de gobierno, Aristóteles aborda cada régimen en particular en lo
atinente a las causas que pueden llevar a su cambio y a las formas de
salvaguardarlas. En términos generales sostendrá que, para permanecer, un
régimen debe tener más adeptos que sus opositores, y que sus gobernantes
deben tender a la moderación. Ahora bien, ingresando al análisis de cada
forma de gobierno, por ejemplo, dirá que la principal causa de caída de una
“democracia” será la insolencia de los demagogos que intentan apoderarse
del patrimonio de los ricos incitando a la multitud en su contra y
provocando la unión de estos. En el caso de la oligarquía, que posiblemente
haya sucedido a la derrumbada “democracia”, su caída puede ser provocada
debido a los gobernantes que cometen injusticias contra la multitud
generando así líderes entre ellos, o porque surgen desavenencias en el seno
de la misma oligarquía, ya que son muy pocos quienes participan en el
poder, o porque los oligarcas compiten entre ellos en el arte de la
demagogia, o bien dilapidan en excesos desenfrenados sus bienes. En
cuanto a las constituciones puras, ellas también son pasibles de ser
cambiadas; así la aristocracia y la politéia pueden caer por una distorsión
del principio de justicia, y ser posiblemente reemplazadas por sus opuestas,
oligarquía y “democracia”.
En cuanto a la preservación de las constituciones, para el estagirita es
fundamental controlar que los ciudadanos no transgredan las leyes, que
quienes gobiernen traten con justicia a aquellos que no poseen derechos
políticos; en caso de que el cuerpo cívico sea extenso, es conveniente que
los cargos de magistrados duren un corto período de tiempo, así más
ciudadanos tienen posibilidad de acceso a ellos; vigilar con atención los
conflictos y rivalidades entre facciones; fomentar el miedo a las amenazas
externas; que la prosperidad no llegue solo a una parte de la sociedad y que
nadie llegue a ser muy superior en poder, influencias y bienes sobre el resto.
Por supuesto que aquí hemos realizado apenas un breve resumen tanto
de las causas que provocan la caída de los regímenes como de los recaudos
que deben tomarse para conservarlos. De hecho, aun un filósofo tan
metódico como Aristóteles trabajó sobre modelos conocidos y los aplicó
como ejemplos de cada una de las situaciones descritas, lo cual revela
claramente su tiempo, contexto y circunstancias. Sin embargo, ello no quita
que, a pesar de sus falencias, su teoría de las revoluciones haya sido la
primera en la historia del pensamiento político de Occidente y abierto un
inconmensurable camino que otros pensadores seguirían en la historia.

7. El concepto de justicia
Como ya hemos estudiado en el capítulo tercero de este libro, la justicia
lo es por naturaleza; en efecto, si la ciudad-Estado existe por naturaleza,
entonces la justicia también, ya que es una parte componente de ella. Así en
la Política: “Y la justicia (dikaiosúne) es algo propio de la ciudad-Estado:
en efecto, el derecho (díke) es el orden de la comunidad política y el
discernimiento de lo justo” (125).
Ahora bien, el derecho que actúa como factor ordenador de la polis es,
para el estagirita, la razón sin el deseo. De hecho, si bien es verdad que el
elemento cualitativo que define y separa a las formas de gobierno puras de
las impuras es su dedicación o no al bien común: las puras se hallan bajo el
imperio de la ley y las impuras son aquellas donde uno, pocos o muchos se
han dejado llevar por sus deseos y pasiones personales.
Por supuesto que la justicia es una afección connatural al ser humano
con relación a otros seres humanos. Las acciones justas entonces serán
aquellas que provean de felicidad a la comunidad política y, por ende, en su
Ética a Nicómaco, Aristóteles escribe al respecto:

Vemos que todos suelen referirse a la justicia como la disposición por la


cual los hombres son capaces de realizar acciones justas y por la que
suelen obrar rectamente y lo desean. De la misma manera también con la
injusticia: es la disposición por la que realizan obras injustas y lo desean
(2002: 152).

Aristóteles distingue entre dos tipos de justicia: por un lado, la justicia


distributiva, y por el otro, la justicia conmutativa. La primera de ellas se
refiere a la distribución de honores, bienes y de cuanto es divisible en una
comunidad de hombres, y merced a ella se le otorgará a cada uno lo que le
corresponde de acuerdo con sus méritos, esfuerzos, competencias y
facultades. En cuanto a la justicia conmutativa, es aquella que pone orden
en las transacciones, las cuales pueden ser voluntarias en cuanto a su punto
de partida (compra, venta, préstamo) o involuntarias de acuerdo con el
mismo criterio (hurto, envenenamiento, secuestro). En cuanto a las
transacciones, la justicia cumplirá también una función correctiva, por
ejemplo, obligando a pagar a quien debe o enviando a la cárcel a aquel que
hurta.
Es claro que para Aristóteles existía una clara relación entre la justicia y
la virtud que permitía prosperar a las ciudades-Estado y llevar a sus
ciudadanos a alcanzar la eudaimonía o vida buena.

8. La economía

Al analizar la formación del Estado hemos visto que este se origina en la


necesidad del hombre de vivir en comunidad para lograr cubrir todas las
necesidades de la vida. La polis es autosuficiente, y así como de esta
realidad se derivan las relaciones políticas, también lo hacen las
económicas. Esta dimensión económica también se estructura sobre las
relaciones básicas que dan sustento a la polis: hombre y mujer, padre e
hijos, amo y esclavo, (13) y aquellas que ligan al dueño de la casa con otras
personas para lograr la satisfacción de las necesidades materiales de la vida.
Aristóteles concibe la actividad económica como una mera prolongación de
la doméstica. Por supuesto, no escapa a su pensamiento que una cuestiones
aquella actividad de esta índole que colma las necesidades cotidianas de la
vida y otra muy distinta aquella que tiene por objeto la acaparación de
riquezas en sí misma, a la que llama actividad crematística. Considera
correcta a la primera pues tiende a satisfacer las necesidades humanas; pero
no así a la segunda, cuyo objeto consiste en que la vida del hombre esté
dedicada continuamente a la acumulación de bienes materiales. De hecho,
Aristóteles condena al dinero, ya que su aparición posibilitó el
atesoramiento indefinido e incorruptible de riquezas y, por supuesto, el
préstamo a interés, es decir, dinero que produce dinero. De esta manera
define ambas clases de economía en la Política:

Así pues, existe una sola especie de técnica adquisitiva de propiedad que
es por naturaleza parte de la técnica de la administración doméstica, la
que se debe practicar o proveer a que se la practique para que sea posible
la acumulación de aquellos bienes necesarios para la vida y útiles para la
comunidad de la ciudad- Estado o de la casa (141).

Y por otro lado:

Existe también otro género de técnica de adquisición de propiedad que


generalmente denominan “crematísitica” –y es justo denominarla así–,
para la cual parece no haber límite alguno a la riqueza ni a la propiedad
(142).

En realidad, Aristóteles sentó las bases de una distinción clave en la


economía política futura, aquella que diferencia entre el uso que es propio
de la cosa con respecto a aquel que no lo es; hoy diríamos la del valor en
uso, es decir, la obtención de bienes para consumirlos, y la del valor en
cambio o, en otras palabras, la producción u obtención de bienes, ya no para
satisfacer las necesidades de la vida, sino para la obtención de lucro.
Mientras más grande sea la escala del comercio y más grandes los
beneficios acumulados, más reprochable será moralmente.
La paradoja es que, sin ser un economista ni siendo la economía parte
principal de su obra, Aristóteles sentó las bases sobre algunas cuestiones
como el lucro y el préstamo a interés que siglos más tarde serían retomadas
con todas sus consecuencias por pensadores de la Iglesia de la talla de
Tomás de Aquino.
Si bien fue el siglo V a. e. c. el más luminoso de la historia griega
antigua, el siglo IV haría que la Hélade arribase al cenit con el pensamiento
aristotélico y las campañas de Alejandro de Macedonia, quien llevaría las
influencias griegas al Asia y traería las orientales a Europa. A partir de esa
instancia, durante el período helénico, Grecia ingresaría en un lento declive
para dejar paso a Roma. El ocaso del genio griego coincidirá con el declive
de la polis como concepto, como ideal. Sin embargo, la potencia de sus
ideas atravesaría la historia hasta formar parte del ideario occidental libre y
democrático.

1. Aunque de sangre griega, los macedonios situados al norte de la península eran considerados una
especie de semibárbaros por los demás griegos. Como en otros casos, esa caracterización se apoyaba
básicamente en un criterio cultural, ya que no solo jamás de ese pueblo había salido un poeta, un
escritor, un filósofo o un científico, sino que seguían manteniendo una vida considerada a esas alturas
históricas como primitiva de cazadores, pastores y guerreros. De hecho, su sistema de gobierno
consistía en una monarquía aristocrática en la cual el rey se mantenía en el trono en tanto y en cuanto
pudiese defenderlo y siguiera contando con el apoyo de los nobles. Filipo II advirtió esas carencias y
comenzó a llevar a cabo un proceso de modernización e ingreso a la cultura griega que supuso atraer
a hombres de la cultura y la ciencia a su país.
2. En la última fase del pensamiento platónico aparece el alma como intermediaria entre el universo
de las formas y nuestro propio universo (Armstrong 1993).
3. Mucho se ha discutido sobre la traducción correcta de este término que vulgarmente definimos
como “animal político”. Para algunos autores como García Gual, al adjetivo “político” debe
añadírsele también el término “cívico”, de resultas de lo cual hablaríamos de un “animal cívico y
político” (2014). Cordero sostiene que esta expresión hace alusión al hombre en tanto ser vivo (zoon)
que vive en el ámbito de una ciudad (politikón) (2008).
4. Para comprender esta aseveración debemos remitirnos al capítulo sobre los sofistas en su parte
pertinente.
5. Aristóteles también habla de otro tipo de relación, que es la vinculada a la actividad económica, la
que será tratada más adelante en este capítulo.
6. Degradación cívica de un ciudadano por haber cometido una falta grave. Acompañada
generalmente de la confiscación de sus bienes, era la manera de excluir a un individuo de la
comunidad cívica retirándole sus derechos políticos y sus privilegios religiosos y judiciales. Esta
sanción podía tener un carácter parcial o total, y aplicarse de manera temporal o a perpetuidad
(Gómez Espelosín, 2005: 37).
7. En el sentido de conceder la ciudadanía a quienes antes no la tenían merced a un cambio de
régimen político. Aristóteles cita como ejemplo las reformas llevadas a cabo por Clístenes luego de la
expulsión de los hijos del tirano Pisístrato en Atenas, ya que inscribió en las tribus a extranjeros,
metecos y esclavos (Política, 2015).
8. Como veremos, Aristóteles cambia el criterio cualitativo.
9. En algunas traducciones de la Política puede hallarse también como república.
10. Entendemos que el concepto de clases sociales resulta un anacronismo, pues no surgiría en la
historia hasta mucho tiempo después, sin embargo, lo usaremos a los fines didácticos de esta obra por
su fácil comprensión y su uso cotidiano.
11. Para ello, Aristóteles propone una combinación de ambas constituciones. A modo de ejemplo, si
en la “democracia” es común que los magistrados se designen por sorteo, y en la oligarquía, que sean
electivos entre quienes cuenten con una determinada renta, la confluencia entre ambos regímenes se
daría eligiendo a los magistrados por elección pero sin el requisito de poseer determinado peculio
(Política, 2015).
12. Para Salvador Giner: “La Política abunda más en el tema de la sedición (stásis) que en el de la
revolución propiamente dicha (metabolé) la revolución suele ser una sedición triunfante y, en su
estudio, debe incluirse el resultado de esa victoria” (1994: 47).
13. Los fundamentos de esta relación ya han sido expuestos en el capítulo tercero de este libro.
Libro cuarto
Roma o la república
Preludio

A la muerte de Alejandro el Grande, sus lugartenientes, los diadocos, se


disputaron mediante una serie de conflictos armados que duraron décadas,
una parte de la enorme extensión del territorio que había sido conquistado
bajo su mando. Allí la historia fija el hito del comienzo de la época
helenística, que se caracterizó por la gran extensión de tierras que ocupaban
los griegos y sus descendientes (1) y por “el desplazamiento del centro de
gravedad del helenismo; en adelante, Grecia pasaría a desempeñar un papel
secundario en relación con el protagonismo de los grandes reinos
orientales” (2) (Leveque, 2006: 21). La realidad es que la constitución de
grandes reinos bajo los descendientes de los generales alejandrinos nunca
implicó ni remotamente una unidad política, sino que más bien hasta la
llegada de Roma, se hicieron la guerra unos a otros en forma continua. Sin
embargo, las guerras –en este caso, la conquista de Alejandro y luego las
civiles de sus antiguos camaradas– no solo constituían hechos de armas. En
tanto y en cuanto los soldados caminaran, acamparan, establecieran breves
estancias o asedios prolongados, también portaban y esparcían su lengua, su
cultura, sus costumbres, y a su vez eran influidos por esos mismos factores
por parte de los habitantes de aquellos lugares por donde pasaban o
luchaban. A su regreso entonces, no solo habían regado las semillas de su
idiosincrasia en lugares remotos, sino que también volvían con influencias
nuevas y desconocidas a sus patrias. Cambios o apariciones de nuevas ideas
filosóficas, religiosas, artísticas o culturales de cualquier tipo, la ampliación
del comercio y la economía con el descubrimiento de nuevas rutas, técnicas
y productos y muchas otras dimensiones más viajaban con los ejércitos. De
esta forma, la cultura helénica, que como vimos, había alcanzado su cumbre
entre los siglos V y IV a. e. c., pudo sobrevivir y expandirse aun a reinos
“bárbaros”, a pesar del declive de las polis griegas otrora deslumbrantes en
su cultura y poderosas en su ideal. De hecho, e incluso en su decadencia, el
mundo griego produjo escuelas de pensamiento como el epicureísmo y el
estoicismo, que no serán tratadas en esta obra en forma directa, aunque sí
podremos ver parte de su influencia en algunos pensadores como Cicerón.
El mundo helenístico llegaría a su fin en tiempos dispares a medida que
avanzaba la conquista romana.
A mediados del siglo VIII a. e. c., cuando en Grecia el mítico Homero
componía sus grandes poemas y, hacia el final del mismo siglo, Hesíodo su
Teogonía, fue fundada en Italia, (3) alrededor del 753 a. e. c., una ciudad
llamada Roma, que ejercería una perpetua fascinación sobre el género
humano a lo largo de la historia.
Durante muchos siglos, la sola mención de Roma estaría asociada al
concepto de mundo. (4) El desarrollo extraordinario de la pequeña urbe que
luego expandiría sus fronteras físicas y culturales tuvo, como era común en
la Antigüedad, orígenes míticos e históricos que fácilmente pueden ser
conciliados, aunque hasta determinado punto. En cuanto a la procedencia
legendaria, si bien es cierto que se materializó decididamente en la Eneida
de Virgilio, escrita en el siglo I de nuestra era por encargo de Augusto, (5)
sus orígenes griegos no pueden ser escindidos de la influencia helenística,
ya que Roma en su ascenso, y Grecia en su caída no existieron como
entidades separadas, puesto que la presencia y la cultura helénica influyeron
notablemente a la península itálica. Según la leyenda, los antecedentes
romanos deben buscarse en el héroe troyano Eneas, hijo de la diosa Venus y
el mortal Anquises, quien “por orden del preciso hado salió huyendo de la
antigua Troya y fue el primero que arribó en Italia y tomó tierra en la
Lavinia costa” (Virgilio, 1995: 3). Este personaje, luego de sufrir en su viaje
vicisitudes con reminiscencias homéricas, arribó al Lacio, donde se desposó
con la hija del rey Latino, llamada Lavinia. Posteriormente, Ascanio, hijo
de Eneas, fundaría la ciudad de Alba Longa, y varias generaciones más
tarde, el dios Marte, (6) en uno de esos raptos amorosos que solían sufrir los
dioses, se prendó de una descendiente suya, Rea Silvia, a la sazón virgen
Vestal, (7) y de esa unión nacieron los mellizos Remo y Rómulo. Ese
nacimiento provocó la cólera del tío de Silvia, Amulio, que justamente era
rey por haber echado del trono al padre de la doncella y matado a todos sus
hermanos. Colocó a los recién nacidos en una cesta y los arrojó al Tíber
para que se ahogasen. Sin embargo, quiso el destino que encallaran muy
cerca y fuesen rescatados por una loba que los amamantó y crio. (8) Ya
hombres, Rómulo y Remo repusieron en el trono de Alba Longa a Numitor
y decidieron fundar su propia ciudad, suceso que terminó con un hecho de
sangre cuando Rómulo mató a Remo por una disputa en torno a la
ubicación de la urbe.
En términos históricos, para la época a la cual nos referimos, la
península italiana era dominada por dos pueblos, al sur, las ciudades
fundadas por los griegos que formaron la Magna Grecia y los etruscos, que
habitaban entre los ríos Arno y Tíber, aproximadamente en lo que hoy
conocemos como la región toscana. Más allá de las leyendas y las
excavaciones científicas, solo podemos saber casi a ciencia cierta que la
actual Roma se originó como un asentamiento en la colina del Palatino,
aunque más complejo es saber quiénes fueron sus fundadores. Algunos
historiadores aventuran que pudo haberse tratado de una confederación de
pastores, pero es muy difícil, más allá de la mezcla de lo folclórico
autóctono y lo mítico griego, escapar a la idea de la sangre etrusca (Hus,
1996; Le Glay, 2001) o autóctona con influencia etrusca en su fundación.
De hecho, durante el periodo monárquico hubo un tiempo de dominación
etrusca.
La historia romana estaría marcada, a grandes rasgos, por tres formas de
gobierno: la monarquía, la república y el imperio. La monarquía romana
comprende desde su fundación con su primer rey, el legendario Rómulo,
hasta el año 509 a. e. c., en que cae su último monarca, Tarquino el
Soberbio, hecho que dio paso paulatinamente a la república. De este primer
período solo valga decir que la realidad y la fantasía mítica se entrecruzan
continuamente, y que la lista de sus reyes (9) posiblemente es más
legendaria que real.
Si bien se considera a la revolución de Bruto en el citado año 509 a. e. c.
el final de la monarquía y el comienzo de la república, algunos historiadores
(Bertolini, 1999) sitúan entre un régimen y otro una especie de dictadura
que llevaría el poder de los antiguos reyes finalmente a los cónsules. Sin
embargo, antes de adentrarnos en nuestro real objeto de estudio, constituido
por las instituciones republicanas y su desarrollo, es fundamental entender,
aunque sea someramente, la composición social del pueblo romano. En
forma muy esquemática, podríamos decir que en primer lugar aparecen los
patricios. Según Tito Livio, Rómulo habría elegido a cien jefes de clanes y
“estableció cien senadores, bien porque le pareciese suficiente el número,
bien porque no encontrase más que mereciesen aquel honor. Lo cierto es
que se les llamó Padres y este nombre se convirtió en título y honor; sus
descendientes se llamaron Patricios” (1955: 29). Otras versiones, poco
probables, hablan de conquistadores extranjeros quienes, llegados al Lacio,
impusieron su dominación sobre el pueblo allí establecido y, en tanto se
consideraban superiores, relegaron a aquel a la condición de plebe o
“populacho” (Durant, 1955). Lo cierto es que ellos, al repartirse tierras y
honores en esta etapa primigenia, se transformaron en la clase dirigente, y
por algunos siglos, en prácticamente hegemónica. Dieron a la república
eminentes políticos, generales y dirigentes religiosos y con su espíritu
contribuyeron, por lo menos en principio y mientras conservaron sus
antiguos valores, a la expansión y grandeza de Roma. Las grandes familias,
como los Claudios, Brutos, Escipiones, Valerios, Emilios, Sergios y otros,
se remontan a aquella época. La plebe estaba formada por todos los
hombres libres que no eran patricios, artesanos, comerciantes, campesinos,
libertos. Algunos hombres de negocios que habían amasado una
considerable fortuna eran llamados equites y en algunas ocasiones eran
admitidos en el Senado, aunque siempre eran considerados de inferior rango
a los patricios. Finalmente, en lo más bajo de la escala social se encontraban
los esclavos. La historia del desarrollo de la república romana tuvo mucho
que ver con las tensiones entre los patricios y la plebe, que en algunos
momentos llegó a picos dramáticos.
Al culminar el período monárquico aparecen los cónsules, que en
número de dos reemplazaron a los reyes, ejercían el poder durante el
término de un año y eran designados de entre los patricios. Eran elegidos
por la Asamblea Centuriata, (10) y aunque ambos eran iguales en cuanto a
sus prerrogativas, se repartían las funciones de acuerdo con sus
competencias, aptitudes y habilidades. En algunos casos, uno de ellos se
ocupaba de las cuestiones administrativas, y el otro, de las militares.
Ejercían el Imperium, y en época de guerra y fuera de la ciudad, su poder
era prácticamente ilimitado. Por supuesto, la duración del mandato
respondía a la lógica de evitar la tentación monárquica, aunque también
sufrían otro tipo de límites a manos del Senado, del Tribunado de la Plebe y
de otras instituciones. Un ejemplo de ello lo podemos encontrar en la
provocatio ad populum, que consistía en una apelación a la Asamblea
Centuriata cuando el asunto consistía en aplicar la pena de muerte a un
ciudadano. En el siglo IV a. e. c., luego de un largo y tenso proceso, las
leyes Licinias permitieron que uno de los dos cónsules fuese plebeyo,
además de otras reformas que beneficiaban a la plebe (Mommsen, 1876).
En cuanto al Senado, esta institución, como vimos, ya existía en la época
de los reyes y cumplía funciones parecidas a las de un consejo asesor del
monarca (Calderon Bouchet, 1984). Durante la república, se convirtió en su
institución más representativa y en el órgano esencial de su gobierno. Allí
se gestaban las leyes y también todo lo concerniente a la regulación de la
vida administrativa de Roma; de hecho, controlaba la ciudad y administraba
sus finanzas, con todo lo que ello implica. Durante algunos siglos, sus
integrantes fueron exclusivamente patricios, aunque luego se admitió la
incorporación de hombres surgidos de la plebe. Podríamos decir, como
refiere el historiador romano Tito Livio, tanto en la caída de Roma en el
390 a. e. c. a manos del godo Breno como en las negociaciones mantenidas
con los enviados del general epirota Pirro, el Senado romano irradiaba la
majestad republicana en todo su esplendor.
Finalmente, en cuanto a las instituciones que describiremos aquí,
debemos referirnos al Tribunado de la plebe. En número de dos, como los
cónsules, eran elegidos por la Asamblea Centuriata y más tarde por la
asamblea de las tribus. Entre sus facultades, los tribunos podían ejercer el
poder de veto de las resoluciones tanto del Senado como de los cónsules,
aunque su jurisdicción estaba reservada intramuros. Igualmente, su poder
era enorme, ya que podían, llegado el caso, detener la actividad
gubernamental. A partir del 267 a. e. c., tuvieron el derecho de sentarse con
los senadores. Una cuestión importante a tener en cuenta es que, en Roma,
el eje de las tensiones patricio/plebeyo se desplazó cada vez más al eje
rico/pobre, y que muchas veces estos tribunos sintieron y ejercieron la
tentación demagógica en una sociedad en donde los pobres aventajaban
ampliamente en número a los ricos. Es posible que, así planteada, esta
magistratura llevara en su interior el germen monárquico que terminó con la
república y dio ascenso al imperio.
Es posible que nada resuma mejor el espíritu y la moral republicana de la
época que la historia del patricio Lucio Quincio Cincinnato, que Tito Livio
narra en su tercer libro de su Historia romana. Este era un noble romano
que, ofendido por ciertas acusaciones proferidas contra su hijo, había
decidido retirarse de la vida política. En el 458 a. e. c., Roma se encontraba
librando una guerra contra los equos y los volscos en la que la suerte de las
armas le era esquiva. Necesitados de un liderazgo firme, Cincinnato fue
nombrado dictador (11) por unanimidad. Cincinnato, ajeno a estas
novedades, se hallaba labrando su campo al otro lado del río Tíber, y
cuando le fue comunicada la noticia, se lavó, se acomodó su túnica nueva,
aceptó el cargo, derrotó a los enemigos y al decimosexto día abdicó del
honor conferido y volvió a sus quehaceres agrícolas.
Con el paso del tiempo, la gran urbe se fue transformando en una
república de características imperiales y cuando, al finalizar las guerras
púnicas, (12) hacia la mitad del siglo II a. e. c., logró obtener el control del
mar Mediterráneo, ya dominaba una gran extensión del mundo conocido.
(13) Sin embargo, las tensiones inacabables entre una plebe que intentaba
ganar cada vez mayores espacios de poder y una clase patricia que
férreamente se oponía o dilataba hacer concesiones, ello sumado a un
relajamiento de las costumbres de la clase dirigente a raíz de la nueva
opulencia, tan lejana al arado de Cincinnato, comenzaron a resquebrajar
lentamente los cimientos de la república. Episodios como las reformas de
los hermanos Graco, (14) en especial la agraria, las guerras civiles que
posteriormente involucraron a personajes como Sila y Mario (15) o el
levantamiento de esclavos liderados por Espartaco, (16) no son otra cosa
que los símbolos más evidentes de esa decadencia que terminaría con la
república luego de la batalla de Accio, cuando Octavio, recordado como
Augusto, comenzó el proceso que finalmente terminaría con las
instituciones de la república tal como han sido descritas.
En definitiva, Roma ha dejado notables legados en cuanto a cultura,
derecho, tradiciones, idiosincrasia y organización social durante los muchos
siglos en que su nombre se confundía con el nombre del mundo. Ahora
bien, en lo que a nosotros se refiere en la presente obra, es necesario
analizar el régimen republicano en cuanto a sus dimensiones institucionales,
políticas y morales, ya que la idea de república tal como ellos la
concibieron constituyó posiblemente su aporte más novedoso a la historia
de las ideas políticas.

1. A modo de ejemplo, Cleopatra, reina de Egipto y quizás una de las mujeres más famosas de la
historia antigua, pertenecía la dinastía ptolemaica, es decir, la constituida por aquellos descendientes
de Ptolomeo, uno de los diadocos.
2. Tras décadas de cruentas y sangrientas batallas, la situación derivó en la constitución de tres
grandes reinos gobernados por los descendientes de los generales de Alejandro: Egipto para los
Ptolomeos, Asia para los descendientes de Seleuco y Macedonia para los descendientes de Antígono.
3. En la época de la fundación de Roma, Italia denominaba a una parte de la península que era
ocupada por un pueblo llamado brucios y que constituye aproximadamente lo que hoy denominamos
Calabria.
4. Es menester recordar que siempre nos referimos a Occidente.
5. Octavio, llamado Augusto, es considerado el primer emperador romano. Gobernó entre el 27 a. e.
c. y el 14 e. c.
6. El Ares griego.
7. Doncellas castas que se entregaban al culto de la diosa Vesta, aquella que los griegos llamaban
Hestia.
8. Como se puede ver, esta cuestión es recurrente en la mitología universal; Moisés constituye uno de
los tantos ejemplos. En este caso particular, la leyenda de la loba bien podría asociarse a la figura de
una prostituta, habida cuenta de que la palabra para designar a la loba en latín es lupa, término que
coloquialmente era usado para designar a las mujeres que ejercían ese comercio; de hecho, lupanare
era el término con el que se designaba a un burdel en la antigua Roma (Beard, 2016). Según la
versión del historiador romano Tito Livio (59 a. e. c./ 17 e. c.), si bien la loba existió, fue un pastor
llamado Fáustulo quien finalmente los recogió y lo llevó a su casa para ser criados por su esposa,
llamada Laurencia, una prostituta conocida a quien los demás pastores apodaban “La Loba” (1955).
9. La lista de los siete reyes de Roma es la siguiente: Rómulo, Numa Pompilio, Anco Marcio, Tulio
Ostilio, Tarquino I, Servio Tulio y Tarquino II. De estos reyes, los cuatro primeros pueden
considerarse como parte de los fundadores y primeros habitantes de Roma, y los últimos tres,
netamente etruscos.
10. Formada por todos los ciudadanos en condiciones de portar las armas. Se reunía en el campo de
Marte bajo la dirección de un cónsul, y si bien poseía grandes prerrogativas, que incluían la elección
de los grandes magistrados, decidir sobre la paz y la guerra y otras de similar importancia, sus
decisiones debían ser refrendadas por el Senado.
11. En la Roma republicana era esta una magistratura de carácter excepcional y por tiempo limitado
que se le confería a un ciudadano ante un grave peligro. Durante su ejercicio, cesaban todos los
demás poderes y desaparecida la causa que le había dado origen, tocaba a su fin.
12. Estas guerras enfrentaron durante algo más de cien años a Roma con Cartago, ciudad situada en
el norte de África (en el actual Túnez). La más importante de las tres guerras fue la segunda, cuando
el general cartaginés Aníbal Barca llevó la contienda a Italia, donde obtuvo resonantes triunfos y se
encontró muy cerca de tomar la misma Roma. Finalmente, traicionado por su gobierno, Aníbal fue
derrotado por el general romano Escipión en la batalla de Zama.
13. Roma alcanzó su máxima extensión durante el gobierno del emperador Trajano, en el siglo II e. c.
Trazando una diagonal, sus dominios se extendían desde las actuales Siria hasta Gran Bretaña, Medio
Oriente, norte de África y prácticamente toda Europa.
14. Según Ronald Syme, “Con los Gracos todas las consecuencias del Imperio –sociales, económicas
y políticas– rompieron amarras en el Estado romano, inaugurando un siglo de revolución (2010: 29).
Situamos a estas reformas entre el 133 y el 123 a. e. c.
15. En la época a la cual nos referimos Roma se encontraba dividida entre el partido de los populares
y el partido de los optimates que representaban básicamente a la aristocracia romana. En la primera
mitad del siglo I a. e. c. se suceden, en especial a partir del 88 a. e. c. una serie de guerras civiles que
terminan con la dictadura de Sila, su abdicación, un período de anarquía y luego los triunviratos, todo
ello producto de un proceso que terminaría liquidando la República (Piganiol, 1981).
16. Espartaco era un esclavo y gladiador proveniente de Tracia (aproximadamente la actual Bulgaria)
que durante los años 73 a 70 a. e. c. lideró una rebelión armada contra la República derrotando
legiones romanas y tomando ciudades y poblados. Finalmente Craso lo derrota y crucifica a seis mil
rebeldes en la carretera que unía Roma con Capua (Barry Strauss, 2010).
Capítulo XII
Polibio

1. Polibio y su época (201-120 a. e. c.)

Polibio nació en Megalópolis, Grecia, alrededor del 200 a. e. c., y le


cupo en suerte vivir durante el proceso que llevaría a Roma a conquistar
definitivamente el mundo que había sido griego. De allí que si bien, como
ya se ha observado, el ascenso romano y la pendiente griega son procesos
que no pueden ser escindidos en la historia, sí podemos decir que, a partir
de entonces, la helenización de la élite romana fue total. De hecho, como
señala Javier Arce, no deja de ser curioso que haya sido un historiador y
quizás filósofo griego quien nos brindase la primera exposición
sistematizada de la Constitución de la república romana y también la
hipótesis de que fueron esas instituciones las que llevarían a una pequeña
ciudad a la grandeza universal (2014).
Desde pequeño, Polibio vivió en un ambiente eminentemente político, ya
que su padre, Lycortas, fue el jefe de la Liga Aquea, que intentó resistir el
avance romano. En su educación militar y política comprendió muy pronto
que el devenir histórico siempre se hallaba enmarcado en la lucha por el
poder. Como historiador eligió ser Tucídides (Romero, 2009) y narró todos
aquellos hechos comprobables y precisos y no Heródoto en el cual muchas
veces la historia se entremezcla con viejas leyendas transmitidas oralmente.
Luego de la debacle militar, Polibio junto con muchos otros griegos fue
enviado a Roma en calidad de rehén. Sin embargo, por una relación previa
pasó a formar parte del círculo de allegados a la familia Escipión, la cual,
en base a intereses intelectuales comunes, le permitió moverse con amplia
libertad, estudiar y componer su Historia universal. Además, luego de
liberado, acompañó a estos en viajes y campañas e incluso fue testigo
directo de la caída de Cartago.
Puede decirse que Polibio inicia una línea de lo que más tarde se
llamaría filosofía de la historia o, para ser más rigurosos, según Giner,
“Polibio es ante todo un filósofo de la sociedad para quien el método más
adecuado para llegar a conocer el universo de las cosas humanas es el
histórico” (1994: 92).
En el minucioso análisis que realiza, entonces, un griego versado en su
propia filosofía de la constitución romana de la república, entendemos que
los aportes más originales al respecto consisten en la teoría del régimen
mixto y la teoría de los ciclos o anaciclosis.

2. La Constitución romana en tiempos de la república

a) El régimen mixto

Como se ha dicho, Polibio realizó en el libro VI de su Historia universal


(1965), un concienzudo estudio de la Constitución romana de la época
republicana. El sesgo original de su obra radica en que un griego,
conocedor de la filosofía clásica de Platón y Aristóteles y de sus tipologías
de las formas de gobierno, analice desde esa perspectiva las instituciones
que regían la vida política de Roma. Para el filósofo de Megalópolis, el
desarrollo exitoso de un pueblo o su ruina era causada por su tipo de
Constitución.

Polibio parte de la distinción tradicional que ha estudiado en su Grecia


natal:

Los más que escriben con método de política asignan tres especies de
gobierno: real, aristocrático y democrático (...) no toda monarquía es
reino sino aquella que se compone de vasallos voluntarios y que es
gobernada más por razón que por miedo y violencia; ni toda oligarquía
merece el nombre de aristocracia, sino aquella donde se escogen los más
justos y prudentes para que la manden. Igualmente no es democracia
aquella en que el populacho es árbitro de hacer cuanto quiera y se le
antoje, sino en la que prevalecen las patrias costumbres de venerar a los
dioses, respetar a los padres, reverenciar a los ancianos y obedecer a las
leyes: entre semejantes sociedades solo se debe llamar democracia donde
el sentimiento que prevalece es el de mayor número (343-344).
Puede observarse que Polibio sistematiza las formas de gobierno de la
misma manera que lo habían hecho los filósofos griegos ya estudiados; a
tres formas puras les corresponden tres formas impuras en cuanto al criterio
cuantitativo, estableciendo una doble distinción en razón del criterio
cualitativo: por un lado, distingue entre el gobierno basado en la fuerza
contra aquel que tiene su causa en la razón y el consentimiento; por otro
lado, separa a las formas de gobierno que respetan las leyes de aquellas que
no lo hacen. De esta manera:

Tabla 1.

CRITERIO CUALITATIVO CRITERIO


CUANTITATIVO

Forma pura: gobierna basado en el consenso Forma impura: ¿Cuántos


y el respeto a las leyes gobierna gobiernan?
por la fuerza y sin
respetar las leyes

Monarquía Tiranía Uno

Aristocracia Oligarquía Varios

Democracia Oclocracia Muchos

Podemos observar aquí que, por un lado, aquello que para Aristóteles
constituía la politéia para el hombre de Megalópolis es democracia;
también, la inclusión del término oclocracia como gobierno del populacho
o muchedumbre.
Hasta aquí pareciera no haberse aportado nada o, si se quiere, muy poco
con respecto a Platón o Aristóteles. Sin embargo, aquello que Polibio
observa en la Constitución romana (1) que le ha permitido a este pueblo en
un período de medio siglo hacerse con el dominio del mundo conocido es
que en su Constitución se encuentran representadas las tres formas puras de
gobierno que, al contrapesarse entre sí, dan participación a todas las clases
sin que ninguna tenga primacía sobre las otras, lo cual asegura la estabilidad
política y el buen gobierno. Así, el elemento monárquico estará
representado por el Consulado; el aristocrático, por el Senado; y el popular,
por el Tribunado de la Plebe. Podemos ver que esta teoría que llamamos
régimen mixto no solo parte de una construcción institucional sino, y aún a
riesgo de caer en un evidente anacronismo, sociológica. Los tres elementos
se necesitan para gobernar y ninguno puede prescindir del otro. Así:

Hemos dicho que el gobierno de la república romana estaba refundido en


tres cuerpos, y en todos tres tan balanceados y bien distribuidos los
derechos, que ninguno, aunque sea romano, podrá decir con certeza si el
gobierno es aristocrático, democrático o monárquico. Y con razón; pues
si atendemos a la potestad de los cónsules, se dirá que es absolutamente
monárquico y real; si a la autoridad del Senado, parecerá aristocrático, y
si al poder del pueblo, se juzgará que es Estado popular (349).

Polibio, entonces, agrega una séptima forma de gobierno a las seis


tradicionales: aquella que surge de la conjunción de las tres formas puras
ejemplificada en La república. Así, la establece como la mejor Constitución
de todas, habida cuenta de que además de permitir el mejor gobierno,
asegura la estabilidad política, ya que todas las formas de gobierno tienden
a degenerar. Comparte de esta manera con Platón la teoría de la
degeneración de las constituciones y con Aristóteles la preocupación por
evitarlo. Ello nos conduce a su segundo gran aporte.

b) Anaciclosis

Hemos estudiado la preocupación existente en la Antigüedad por la


decadencia de las formas de gobierno que las suelen llevar a su inevitable
ruina y cambio de régimen, con la inestabilidad política y social que ello
comporta. Posiblemente nadie lo haya representado mejor que Aristóteles
en su teoría de las revoluciones. De hecho, Platón en el libro VIII de La
república nos muestra cómo ellas van degenerando en forma descendente,
empezando por la sofocracia como el mejor sistema y acabando en la
tiranía, en un lento proceso del cual el filósofo ateniense no nos indicó si
existía algún retorno. Para Platón, cada forma de gobierno que sucedía a
otra era inevitablemente peor.
En su teoría de los ciclos, Polibio realiza una construcción intelectual
que bien podría decirse que constituye una cierta filosofía de la historia, ya
que expone un orden sucesivo y ya determinado de las distintas formas de
gobierno. Sin embargo, y a diferencia de Platón, aquí el devenir histórico no
es linealmente descendente y degenerativo, sino más bien un ciclo que
alterna formas puras de gobierno con formas impuras, aunque en última
instancia tienda a declinar. De hecho, “el ciclo polibiano se desenvuelve
mediante una alternancia de constituciones buenas y malas, en la cual, por
lo demás, la Constitución buena que sigue es menos buena que la buena
anterior y la mala siguiente es más mala que la mala precedente” (Bobbio,
2007: 47). Es decir, cuando el ciclo se estaciona en la aristocracia como
forma pura, ella es menos buena que la monarquía que la precedió como
Constitución buena y, asimismo, la oclocracia es peor que la oligarquía.
Gráficamente, podríamos esbozarlo del siguiente modo:

Figura 1. Ciclo polibiano

Otras diferencias consisten en que, mientras que para Platón el final de la


degeneración es la tiranía, para Polibio lo es la oclocracia, y así como en el
ateniense la declinación pareciera inevitable y final, o por lo menos no se
encuentra dilucidado este interrogante, en la anaciclosis siempre se vuelve
al mismo punto para recomenzar indefinidamente sus fases, es decir,
siempre se vuelve al punto de partida.
Aquí entonces podemos observar cómo cobra sentido, en aras de la
estabilidad política de una sociedad, la teoría del régimen mixto y el elogio
de la república romana como una séptima forma de gobierno que, al
combinar entre sí las formas buenas de gobierno, asegure la permanencia
constitucional en un sistema en donde todos los estamentos sociales se
hallen en equilibrio y adecuadamente representados.

1. En este mismo libro VI de su Historia universal Polibio remite a la Constitución espartana de


Licurgo como basamento histórico de la mixtura de las formas de gobierno.
Capítulo XIII
Marco Tulio Cicerón

1. Cicerón y su época (106-43 e. c.)

La vida de Cicerón transcurre en las postrimerías de la república romana.


Estudioso erudito y a la vez hombre de acción, en él se ve reflejada
cabalmente la tensión entre el intelectual y el político de una manera que,
salvo excepciones, nos será ajena en esta obra. Aunque es un lugar común
decir que sus ideas no son originales sino más bien obra de sus fuentes –
hecho que el mismo autor reconoce–, es continuamente citado cuando de
las teorías políticas e instituciones romanas se discurre. De hecho, Plutarco
(2017) refiere que fue discípulo de Filón y que tras huir de Sila, estudió en
Atenas, razón por la cual también puede observarse en su obra una fuerte
matriz griega.
En la tumultuosa vida política de la época, Cicerón será edil, pretor
urbano, cuestor, cónsul (1) y procónsul en Cilicia. Podríamos aseverar que
en estas cuestiones siempre fue un moderado, muy parecido a aquello que
hoy llamaríamos un político republicano de centro. Pertenecía a la orden
ecuestre (2) y, por lo tanto, si bien no era miembro de la plebe, tampoco era
un patricio. Firme opositor a Julio César, luego de la muerte de este
intentará aliarse con Octavio, el futuro Augusto, mas la reconciliación de
este último con Antonio, lugarteniente de César, sellará la suerte de
Cicerón, que será condenado a muerte.
Notable abogado y orador, sus obras literarias abarcan el terreno de la
filosofía y la política; de estas últimas, Sobre la república y Las leyes son
aquellas que constituirán el núcleo de nuestro análisis.
En cuanto a su estilo y método se nota fuertemente el influjo platónico,
ya que Cicerón compondrá su obra en forma de diálogo, tan es así, en las
obras que analizaremos, que no casualmente tienen similares títulos a obras
del filósofo ateniense.
Sobre la república se halla fuertemente impregnada de la teoría del
régimen mixto de Polibio, a tal punto que existe una fuerte corriente que
sostiene que hay muy poco aporte de Cicerón al respecto. También
podríamos decir que, en lo referente a la virtud cívica y al derecho natural
que Cicerón incorpora al pensamiento romano, se perciben fuertes ecos de
influencia estoica. (3)

2. Apología del régimen republicano

Ya hemos dicho que tanto Sobre la república como Las leyes constituyen
sendos diálogos al mejor estilo platónico. En el primero de ellos, la acción
transcurre durante las Fiestas Latinas del 129 a. e. c. en la casa de Escipión
el Africano, quien departe con ocho amigos, mientras que en Las leyes, al
igual que en la obra homónima de Platón, son tres los personajes que
intervienen, en este caso Atico, Quinto y el mismo Cicerón.
Como toda la filosofía política en general, la cuestión que intenta
dilucidar Cicerón es cuál de todas es la mejor forma de gobernar un Estado
(Strauss y Cropsey, 2004). En ese sentido, en el libro I de Sobre la
república, al comenzar a tratarse la cuestión atinente a la teoría política,
Escipión define la república como sigue:

Así pues, la cosa pública (república) es lo que pertenece al pueblo; pero


pueblo no es todo conjunto de hombres reunido de cualquier manera,
sino el conjunto de una multitud asociada por un mismo derecho, que
sirve a todos por igual (2009: 47).

En la definición precedente puede apreciarse la influencia estoica en


Cicerón, de tal modo que no solo la ciudad debe procurar la eudaimonia
aristotélica, sino que cada ciudadano encuentre su beneficio en el bien
común en condiciones de igualdad con los demás. Luego, el africano
realizará un pormenorizado análisis de las constituciones: monarquía,
aristocracia y democracia y, al igual que Polibio, concluye que la mejor
forma de gobierno no es sino aquella que aúne a las tres. En el libro II y
saliendo del plano de la abstracción, realiza el africano una historia de la
constitución de Roma para terminar coligiendo que es justamente su patria
aquella que practica esa forma mixta y buena de gobierno; allí donde los
cónsules representaban el elemento monárquico, el Senado el aristocrático y
finalmente los tribunos, al pueblo llano. Cuida mucho en su discurso
recalcar que no se refiere a ningún Estado ideal, sino más bien a uno
concreto:

Y, si me he valido del ejemplo de nuestra ciudad, no ha sido para


proponer la mejor forma –pues eso podía hacerse sin poner ejemplo–,
sino para que en la realidad de la ciudad principal pudiera verse lo que el
discurso racional describía (92).

Es decir que la república romana prueba a las claras la teoría polibiana


del régimen mixto, y agrega Cicerón todavía en el libro III de la misma obra
que la justicia es la única fuente de legitimidad y autoridad de un Estado, a
tal punto que se llega a decir que aquel Estado que es justo también es
eterno.
Sin embargo, viene al caso aclarar que, si bien Cicerón considera que la
constitución mixta es la preferible, puesto a discernir sobre las tres formas
de gobierno puras se inclina por la monarquía o aun en la república por un
liderazgo de un hombre fuerte, opinión que postreramente hará que muchos
le endilguen el haber preparado intelectualmente el camino para el
advenimiento del princeps en la figura de Augusto, quien gradualmente
personificó el paso de la república al imperio. (4)

3. La virtud cívica

Cicerón también aborda la cuestión existente entre la vida contemplativa


del filósofo y la del estadista, político y hombre de acción en tanto y en
cuanto cuál de ellas es más provechosa para la república. No debe pasarse
por alto que una de las escuelas filosóficas de moda en aquel momento en
Roma era la de los epicúreos, que abogaba por la búsqueda del placer
sensual o ataraxia, y para quienes la política y los negocios constituían una
desviación de ese objetivo. Sin embargo, Cicerón se mostrará partidario de
la defensa del hombre inmiscuido en los asuntos de la vida pública, en la
política y así dirá, en referencia a dicha virtud:
Y no basta tener esta fortaleza en teoría, si no se practica. Así como
puede ciertamente tenerse la teoría de una ciencia aunque no se
practique, la virtud de la fortaleza consiste enteramente en la práctica, y
la práctica principal de la misma es el gobierno de la ciudad (2009: 27).

Para Cicerón, dedicarse a la política constituye un deber moral; y la más


excelsa de las virtudes, la más bella y noble, es aquella que se relaciona con
el gobierno del Estado. De hecho, aquel que se dedica a los asuntos
públicos aventaja en sabiduría a aquellos que no lo hacen. También refuta
por medio de ejemplos tomados de la vida de ilustres personajes históricos
e incluso de sí mismo los argumentos de aquellos que previenen sobre los
muchos trabajos, riesgos e ingratitud que supone la vida política, ya que
finalmente todos esos afanes redundan en el bien común. Como ya se ha
dicho, es muy interesante en este aspecto la visión de Cicerón, que abrazó
tanto la vida política como la filosófica. Por ello, quizás, valga por caso
aclarar que, si bien Cicerón entiende lo antedicho en relación con la ventaja
de la vida activa sobre la meramente especulativa, también es cierto que en
otro pasaje de Sobre la república sugiere la importancia de mixturar el
ejercicio práctico de los grandes asuntos de Estado con el estudio de otras
disciplinas.
Siguiendo esa misma línea de pensamiento en lo concerniente a la virtud
cívica, en lo que nos ha llegado, aunque muy incompletos, de los libros IV
y V de Sobre la república, Cicerón retoma el hilo argumentativo en cuanto
al individuo y al hombre de Estado. En el libro IV se pone de relieve la
entidad que la educación y las leyes debían revestir para el ciudadano y su
importancia a la hora de establecer el marco institucional de Roma:

Considerad ahora que prudentemente está dispuesto lo demás en favor


de la comunidad de vida feliz y honrada de los ciudadanos, pues esta es
la causa principal de la sociedad y lo que la república debe procurar a los
hombres, en parte con la educación, y en parte con las leyes (112).

La cita precedente no es inocua, ya que en el siguiente libro, el V, el


filósofo romano se dedica a establecer una serie de características y
requisitos que debe tener el gobernante de acuerdo con el contexto de su
época. Luego de citar un verso del poeta Ennio acerca de cómo en tiempos
pretéritos la república romana se basaba en el carácter moral de sus
hombres, (5) realiza un breve discurso para demostrar que el menoscabo de
esa antigua moralidad ha producido la pérdida de la república aun cuando
se siga hablando de ella.
Propone para el gobernante un cursus honorum, es decir, aquellas
virtudes que debe cultivar y aquellos conocimientos que debe tener. De la
misma manera que un buen mayoral debe saber acerca de raíces y semillas,
el buen hombre de Estado debe aprender a conocer el derecho y las leyes
profundizando su estudio, pero:

... sin enredarse en dar respuestas, leer y escribir todo el día, para poder
administrar la república y, en cierto modo llevarla como un mayoral.
Que sea muy docto en el derecho fundamental, sin el cual nadie puede
llegar a ser justo, y no ignore el derecho civil, pero del mismo modo que
el timonel conoce los astros, y el médico la física: uno y otro usan de
esas ciencias para su profesión, pero sin impedimento para cumplir su
trabajo (119).

Vale decir que el gobernante debe tener todos los conocimientos de su


arte en forma profunda, porque ellos son los que le permitirán realizar un
buen gobierno y así debe usarlos y no a la manera del diletante
contemplativo.
Tan importante llega a ser para Cicerón la dedicación del ciudadano a los
asuntos públicos que en la última parte de Sobre la república, en aquello
que se ha dado en llamar “el sueño de Escipión”, manifiesta que: “... para
todos los que hayan conservado la patria, la hayan asistido y aumentado,
hay un cierto lugar determinado en el cielo, donde los bienaventurados
gozan de la eternidad” (124).

4. El derecho natural

La cuestión de la existencia de un derecho natural propuesto en Roma en


el siglo I a. e. c. bastaría posiblemente por sí misma para justificar que
Cicerón integre el canon de los grandes pensadores de las ideas políticas de
Occidente. Por supuesto que esta noción expuesta tanto en Sobre la
república como en Las leyes será luego retomada por Agustín de Hipona,
Tomás de Aquino y otros filósofos que la complejizaron y adaptaron a
distintos contextos hasta llegar a ser en la actualidad una de las corrientes
dominantes en la filosofía del derecho.
En el diálogo Las leyes, Cicerón plantea el andamiaje legal e
institucional concreto (6) para la mejor forma de gobierno descrita en Sobre
la república. A raíz de ello, Las leyes comienza con una investigación cuyo
planteo no es inocente en razón de aquello que se pretende averiguar:

... pero en esta disertación nosotros hemos de abarcar por completo el


origen de todo el derecho y de las leyes, de manera que este que
llamamos derecho civil quede reducido a una parte pequeña y
restringida. En efecto, hemos de explicar la naturaleza del derecho y esta
hay que buscarla en la esencia del hombre, y se han de tener en cuenta
las leyes por la cual han de regirse las ciudades; luego han de tratarse los
derechos y las normas de los pueblos, las cuales fueron fijadas y
copiadas, en las que ni siquiera quedaran olvidados los que se llaman
“derechos civiles” de nuestro pueblo (2009: 176).

Es el mismo Cicerón quien en el diálogo deja asentada la presencia de un


derecho natural anterior a toda idea estadual y, en consecuencia, superior a
las leyes civiles, un derecho que le pertenece al hombre en cuanto tal y no
en función de haber sido dictado por el Estado. El derecho procede de la
moral y de la razón. Claramente influenciado nuevamente por la escuela
estoica, Cicerón plantea, en la obra en la que justamente se propone
construir la legalidad de un régimen de gobierno, la existencia de un
derecho que es superior y de índole universal. Es un derecho que surge de la
propia racionalidad humana y le permite distinguir aquello que es justo de
aquello que no lo es.
Una idea de similares características, aunque quizás manifestada con
más vehemencia, surge en el libro III de Sobre la república en boca del
anciano y conservador Lelio, quien dice que:

La verdadera ley es una recta razón, congruente con la naturaleza,


general para todos, constante, perdurable, que impulsa con sus preceptos
a cumplir el deber, y aparta del mal con sus prohibiciones; pero que,
aunque no inútilmente ordena o prohíbe algo a los buenos, no conmueve
a los malos con sus preceptos y prohibiciones. Tal ley, no es lícito
suprimirla, ni derogarla parcialmente, ni abrogarla por entero, ni
podemos quedar exentos de ella por voluntad del senado o del pueblo
(...), ni puede ser distinta en Roma y en Atenas, hoy y mañana, sino que
habrá siempre una misma ley para todos los pueblos y momentos,
perdurable e inmutable; y habrá un único dios como maestro y jefe
común de todos, autor de tal ley, juez y legislador, al que, si alguien
desobedece huirá de sí mismo y sufrirá las máximas penas por el hecho
mismo de haber despreciado la naturaleza humana… (105).

Cicerón pone en palabras de Lelio entonces una definición mucho más


nítida y contundente que la que él mismo pronuncia en Las leyes. Aquel que
desobedece estas normas va en contra de su propia naturaleza, cosa que no
puede hacer impunemente, ya que la naturaleza humana por medio de la
razón imparte al hombre tales preceptos. Además, las leyes humanas no
pueden anularlas, restringirlas o modificarlas de ninguna manera.
Finalmente, dichas leyes son eternas, inmutables y universales. Como ya se
ha dicho, esta noción de derecho natural tendrá un notable desarrollo a lo
largo de la historia.
Cicerón puede haber sido un filósofo poco original en gran parte de su
obra, sin embargo, agregó a la dimensión institucional de un griego como
Polibio, la dimensión moral de un romano que vivía los últimos días de la
república.

1. En las elecciones del año 63 a. e. c. derrotó a Catilina. Más tarde, cuando este intentó dar un golpe
de Estado, Cicerón lo denunció en el Senado, donde el 8 de noviembre del 63 a. e. c. pronunció el
más célebre y recordado de sus discursos: En contra de Lucio Catilina, más conocido como
Catilinarias. El comienzo de tan magistral alocución que marcó quizá el momento cumbre de su vida
política es el siguiente: �¿Hasta cuándo ya, Catilina, seguirás abusando de nuestra paciencia? ¿Por
cuánto tiempo aún estará burlándosenos esa locura tuya?” (2007: 293).
2. Era aquello que en Roma se denominaba un Homo Novus.
3. Escuela filosófica fundada por Zenón de Citio alrededor del 301 a. e. c., debe su nombre a la stoa
pintada o columnata en Atenas, lugar en que dictaba sus enseñanzas este filósofo. Predicaba el
control de las pasiones y la consecución de la felicidad y la sabiduría con prescindencia de los bienes
materiales.
4. Desde una perspectiva literaria y refiriéndose a Sobre la república, Ernst Bickel en su obra
Historia de la literatura romana, considera que �Cicerón llega a poseer una conciencia tan clara del
fenómeno político de su época que el problema realmente consiste en saber si en esta obra hay una
especie de anticipo o augurio del principado augústeo” (2009: 223).
Desde una mirada eminentemente histórica y luego de la conmoción que había suscitado la presunta
intención de César de hacerse coronar rey, Octavio –llamado luego Augusto– se presentó como un
defensor a ultranza de las instituciones republicanas y de una vuelta a los valores del pasado. Sin
embargo, bajo la apariencia del respeto a la antigua constitución, fue construyendo una autocracia
que más tarde denominaríamos Imperio. Por delegación, fue asumiendo las funciones que otrora
correspondían a diversos magistrados, incluido el consulado con carácter vitalicio y finalmente, para
asegurar su sucesión, adoptó a Tiberio, a quien recordamos como el segundo emperador romano.
5. El verso en cuestión tomado de los Anales de Ennio dice: �La república romana se funda en la
moral tradicional de sus hombres”.
6. A diferencia de Platón en La república, donde se plantea una idea utópica de una ciudad ideal,
Cicerón discurre acerca del mejor modelo legal e institucional para el régimen mixto.
Libro quinto
El cristianismo o una nueva moral política
Preludio (1)

1. Raíces remotas de pueblos antiguos

Aquello que hoy llamamos cristianismo, en cualquiera de sus vertientes,


dividió de tal manera la historia del hombre en Occidente en cada una de las
dimensiones que lo atraviesan, que solemos hablar de un antes y un después
de Cristo para datar la historia. (2)
En el momento de su irrupción, hace aproximadamente dos mil años, el
mundo occidental se hallaba en una enorme proporción dominado por el
Imperio romano, que se extendía por casi toda Europa, el norte de África,
Medio Oriente y algunas otras zonas de Asia próximas al Mediterráneo.
Hasta 1492, con el descubrimiento de América, el mundo occidental fue
concebido con eje en el mar Mediterráneo; luego de esa fecha, sus
coordenadas se desplazarían hacia el océano Atlántico.
El cristianismo surgirá de la conjunción de dos grandes pueblos, el
semita, por un lado, ya que Jesús era un rabino judío, y el indoeuropeo, al
arribar la nueva religión a Europa. De la mixtura de valores, tradiciones e
idiosincrasia de estos grupos humanos nacerá una vigorosa corriente
religiosa, moral, filosófica y política que modificará la historia y la
cosmovisión de Occidente hasta nuestros días.
Con respecto al pueblo semita, podemos decir que las tres grandes
religiones de Occidente, el judaísmo, el cristianismo y el islam proceden de
su tronco. El cristianismo, como sucedáneo del judaísmo, y el islam
posteriormente, en el siglo VII e. c. Según los escritos sagrados, Sem era
uno de los hijos de Noé y ascendiente del patriarca Abraham por vía
primogénita masculina. Este patriarca, nacido en la Ur mesopotámica,
emigró hacia las tierras de Canaan (3) con la tribu de la cual era el jefe y,
luego de algunas peripecias que incluyen una estadía en Egipto, logran
establecerse en esa tierra. Considerándose estéril su esposa Sara, ofrece a
una esclava suya, (4) Agar, para que Abraham tuviera descendencia con
ella; de esa unión nació Ismael. Sin embargo, luego y por intercesión de
Yahveh dios, Sara pudo concebir en su vejez un hijo legítimo de Abraham,
al que dieron por nombre Isaac. Ello provocó que Agar debiera huir al
desierto con su hijo debido a la animadversión de Sara hacia el ilegítimo
primogénito. De Ismael descienden entonces los pueblos ismalecitas,
antecedentes de los actuales árabes, y de Isaac, a través de su hijo Jacob, las
doce tribus de Israel (Graves y Patai, 2000), que son los principales pueblos
semitas en la actualidad.
Según Gaarder (1996), las principales características del pueblo semita
son el monoteísmo, su visión lineal de la historia y su prohibición de erigir
imágenes de lo sagrado.
En cuanto al monoteísmo, es decir, la creencia en un único dios, es
válido realizar algunas aclaraciones. Por un lado, el pueblo de Israel no fue
el primero en concebir la idea de una divinidad única; a modo de ejemplo,
recordamos al faraón Akenatón que, apartado de la religión egipcia
tradicional, intentó introducir durante su reinado (1364 a 1347 a. e. c.) el
culto al dios solar Atón; aunque dicha creencia apenas sobrevivió a su
muerte, produjo una conmoción importante en la tierra de los faraones. Si
efectivamente el pueblo hebreo (5) estuvo cautivo allí y dado que el éxodo
se sitúa en el siglo siguiente, es posible que las ideas del gobernante hereje
hayan influido en los israelitas. Por otro lado, viene al caso aclarar que el
pueblo de Israel no siempre fue monoteísta; de hecho, el reinado de David
alrededor del año 1000 a. e. c. y fundamentalmente el de su sucesor, su hijo
Salomón, no solo fueron “tolerantes” en materia religiosa, sino que en el
caso de este último podría decirse que abiertamente politeísta. Salomón
construyó santuarios para los dioses de sus esposas paganas, adoró a
deidades de pueblos colindantes como Astarté e incluso en el templo que
mandó a construir para depositar el Arca de la Alianza con Yahveh depositó
imágenes de otras divinidades (Armstrong, 2005; Idinópulos, 1995). De
hecho, en el mismo texto bíblico, Ezequiel (6) advierte contra los cultos
idolátricos en el templo y en los libros Segundo de los Reyes y Oseas (7) se
habla de la prostitución sagrada que, en honor de diosas de la fertilidad
cananeas, se ejercía en el mismo santuario. Finalmente y luego de muchas
vicisitudes y reformas religiosas, los yahvistas lograron, alrededor del siglo
VII a. e. c., establecer su primacía y su creencia en un dios único que, a la
vuelta del exilio babilónico, (8) se convertiría además en un dios de
características universales, es decir, no ya solo del pueblo judío sino de la
humanidad en tanto y en cuanto los demás dioses constituían falsas
divinidades.
Con respecto a su visión lineal de la historia, esta comienza con el acto
creador de Yahveh, tal cual lo atestigua el Génesis, y acabará el día del
juicio final, cuando el mismo Yahveh juzgue a todos los hombres que
existan o hayan existido y el mal sea finalmente desterrado. En esta
concepción, la historia es el instrumento en el que Dios realiza su obra y
voluntad. Sobre el final de este libro veremos que esta concepción será de
vital importancia en la filosofía de la historia agustiniana.
También ha distinguido a los pueblos semitas la proscripción de todo
tipo de imágenes sacras, esculturas, pinturas o la reproducción de cualquier
imagen asociada a lo divino. (9) Todavía hoy al ingresar en una sinagoga o
en una mezquita en cualquier lugar del mundo las mismas se encuentran
desprovistas de ellas.
Por otra parte, el segundo grupo de pueblos que convergerá para
terminar moldeando el cristianismo cuando los seguidores de Jesús salgan
de Judea y arriben a Europa es el de los indoeuropeos. En las ciencias
sociales, este concepto se define a partir del lenguaje; así, serán culturas
indoeuropeas todas aquellas que hablen lenguas de la región, desde Europa
hasta la India. En el caso del continente europeo, las únicas lenguas que no
corresponden a este tronco lingüístico son el lapón, el vasco, el estoniano, el
finés y el húngaro.
Estos pueblos habitaban alrededor del 4000 a. e. c. en la región que hoy
llamamos Asia Central (10) y durante cientos o miles de años de lentas
migraciones fueron estableciéndose en Irán y la India, en las tres penínsulas
del sur de Europa, en Europa central y Rusia; hacia el oeste en los actuales
territorios de Alemania, Francia, el norte del continente y, cruzando el
Canal de la Mancha, en las Islas Británicas. Por supuesto que el concepto de
migración en aquellos tiempos era bastante diferente al que las personas
tenemos de él en el siglo XXI. Grupos humanos decidían emigrar y en su
camino, que muchas veces duraba largos años y hasta posiblemente
generaciones enteras, enfrentaban diversas vicisitudes: accidentes
geográficos que debían vadear, lo cual los alejaba a veces definitivamente
de su inicial destino; pueblos con los cuales había que combatir para
asentarse o continuar su camino; desprendimientos del contingente original
y aún mixturas con otros grupos humanos hallados en estas azarosas
migraciones. A través de estos avatares, los indoeuropeos fueron
transmitiendo su lengua, cultura, religión, costumbres e idiosincrasia por
aquellos sitios donde pasaron o se establecieron y por supuesto, también
recibieron el influjo de otros pueblos con los que tomaron contacto. Sin
embargo, los indoeuropeos lograron mantener en el fondo gran parte de su
cultura proveniente del tronco común, y por ello tomamos el término
civilización indoeuropea. A modo de ejemplo, podríamos citar la enorme
similitud que existe entre el panteón de dioses griegos con el liderazgo de
Zeus y Odín y sus dioses en la mitología nórdica o determinadas palabras
en hindi que poseen la misma raíz que palabras con el mismo significado en
latín o en alemán.
Nuevamente citando a Gaarder (1996), podemos aseverar que las
principales características de estos pueblos son el politeísmo, su concepción
cíclica de la historia y su tendencia a reproducir lo sagrado en imágenes.
Con respecto al politeísmo, esto supone la creencia en más de un dios y
ello ha sido ya ampliamente tratado en esta obra y allí nos remitimos.
En cuanto a su visión cíclica, ello no implica que los mismos
acontecimientos se sucederán eternamente en un continuo volver a empezar,
sino que la misma se manifiesta en ciclos como las estaciones del año y que
ella no tiene principio ni final. Algo similar estudiamos en el capítulo
anterior al analizar la teoría de la anaciclosis polibiana.
Finalmente, con relación al culto de las imágenes, los indoeuropeos
fueron profusos en la representación de lo sagrado en forma de estatuas,
grabados, pinturas y otras manifestaciones artísticas. Aún hoy pueden
observarse en museos y en calles de Europa, África y Asia, tallas y figuras
de Zeus, Júpiter, Venus, Diana, Marte y otras divinidades de la Antigüedad.
En algún momento del cristianismo primitivo, este abandonó la lógica
semítica de no reproducción de imágenes sagradas para adoptar esta
característica indoeuropea, y comenzó por el símbolo de la cruz, tan cara a
los seguidores de Jesús. No debe buscarse en ello una cuestión doctrinal
religiosa sino de índole práctica, como muchas otras características que el
cristianismo terminó adoptando al asentarse en el viejo continente. Muy
posiblemente los fundadores del nuevo movimiento advirtieran que al
común de la gente, en general de los estratos más humildes de la sociedad
que eran receptivos al nuevo mensaje, les era muy dificultosa no solo la
lectura sino la comprensión de determinados conceptos que las imágenes
podían explicar en forma más sencilla y elocuente. De hecho, los primeros
santuarios y catacumbas se encuentran poblados de pinturas y grabados con
referencia no solo a la historia santa sino también a la vida de las primeras
comunidades cristianas.
El politeísmo también dejó sus huellas en la nueva religión. En sus
orígenes, el nacimiento de Cristo se celebraba en el mes de enero, sin
embargo, y desde tiempos inmemoriales, las distintas culturas politeístas
celebraban sobre fines del mes de diciembre una gran fiesta para
conmemorar el solsticio de invierno, entendido como el renacimiento del
dios Sol. (11) Por supuesto que esto suponía una gran contrariedad y
confusión, así que en el siglo IV e. c. la Iglesia definió la fecha del
nacimiento de Jesús el día 25 de diciembre y consagró a Dios el domingo,
que era el día del Sol (Baring y Cashford, 2005). El mismo árbol de
Navidad remite también a las viejas creencias paganas relacionadas con los
árboles sagrados, en este caso, el árbol de la vida, que simbolizaba la
regeneración de la vegetación y marcaba el eje que unía el cielo, la tierra y
el mundo subterráneo o axis mundi. De hecho, aunque en este caso
haciendo referencia al ciclo lunar, Jesús permanece en la muerte tres días, el
mismo lapso de tiempo en que la luna “muere” y “renace” en su fase de
luna nueva. Finalmente, y realizando una mixtura entre el politeísmo y el
culto a las imágenes, podemos observar en el cristianismo una inmensa
legión de santos y “deidades menores” que en mucho hacen acordar a los
panteones de las mitologías clásicas.

2. La sociedad judía en la época de Jesús

En la época del nacimiento de Jesús de Nazareth, hace aproximadamente


dos mil años, Judea se hallaba bajo la égida del Imperio romano. (12) Es
menester aclarar que, como sucede en todo imperio, la lógica romana
consistía en la conquista y adquisición de territorios; sin embargo, Roma
fue, por lo menos hasta fines del siglo II e. c., un imperio de características
muy particulares. En efecto, más allá de la mayor o menor violencia con
que se haya realizado la invasión y sometimiento de una tierra, los romanos
poseían una idiosincrasia imperial de características razonablemente
liberales. En general, una vez asentados en un lugar, solían llegar a
determinados acuerdos con algún sector de la población y en muchos casos
permitían que siguiese, por lo menos en apariencia, ejerciendo el gobierno
algún personaje nativo, por supuesto, bajo la férula de magistrados
designados por el emperador que se encargaban de aquello que realmente
sustentaba al imperio: los impuestos y la seguridad de las fronteras. Por lo
demás, en la mayoría de los casos se respetaban las costumbres, religión,
cultura e incluso las mismas leyes del pueblo sometido, salvo por supuesto,
que alguna de ellas fuese contraria al derecho romano. De hecho, tampoco
era inusual que, en la capital, la aristocracia romana ante una nueva
conquista comenzase a venerar a un determinado dios o se impusiesen
modas relativas a vestimentas, gastronomía o cualquier otra dimensión
importada de la nueva conquista. En el caso que nos ocupa, los romanos
habían impuesto como rey a Herodes, que provenía del pueblo idumeo, con
lazos de parentesco con el pueblo judío. (13) Este monarca nunca resultó
popular para sus gobernados, que lo veían como a un extranjero en el trono
de Israel, a pesar de los esfuerzos de Herodes para lograr congraciarse, lo
cual incluyó una ampliación y remodelamiento del templo, que adquirió
características suntuosas, pagadas de su propia fortuna personal.
Como toda sociedad, la judía de aquella época se encontraba dividida en
distintas facciones o “partidos”. (14) A continuación haremos una breve
reseña de aquellos más importantes a los efectos de nuestro estudio:

a) Saduceos: se consideraban descendientes del sumo sacerdote Sadoq, de


la época del rey Salomón. Si bien su número no era muy elevado, su
importancia radicaba en la implícita alianza con los romanos y
fundamentalmente en que manejaban el Sanedrín o parlamento político
religioso del pueblo judío. No creían en la resurrección de los muertos.
b) Fariseos: formaban el partido más popular dentro de la sociedad judía.
Casi todos los judíos lo eran. Sus primeras menciones se remontan al
siglo I a. e. c. y surgen en oposición a los saduceos, como un
movimiento de educación popular y enseñanza de la torah en escuelas,
llamadas luego sinagogas, a través de un maestro o rabino. Si bien se
oponían a la dominación romana, su posición no pasaba de lo
testimonial, sin llegar a las vías de hecho. Creían en la resurrección de
los muertos, lo cual reviste importancia, habida cuenta de que los
seguidores de Jesús pertenecían a este grupo, siendo él mismo su
rabino.
c) Esenios: eran un grupo ascético y apocalíptico que habitaba en soledad
en las cuevas del Qumran viviendo de aquello que proveía el desierto.
Su vida era puramente espiritual, desentendida de los asuntos del
mundo. Habida cuenta de la similitud (15) entre ciertas ideas,
costumbres y simbologías esenias con las enseñanzas de Jesús, algunos
historiadores aventuran que este convivió con ellos en un período que
abarca desde su aparición en el templo y discusión con los doctores de
la ley a los doce años, hasta los treinta años, en que comenzó su
prédica. (16) Juan el Bautista, primo de Jesús, era esenio.
d) Zelotes: era este un grupo ultranacionalista que promovía la guerra de
guerrillas contra la ocupación romana. Fue perfectamente descripto por
el historiador judío romanizado Flavio Josefo (1891), quien nos habla
de su fanatismo y mucha crueldad. Su aparición es casi contemporánea
al nacimiento de Jesús. Serían los cabecillas del enfrentamiento contra
Roma en el período 66-73 e. c. que culminaría con la destrucción de
Jerusalén.

Así estaba conformada entonces la sociedad judía al momento del


nacimiento de Jesús de Nazareth. Solo resta agregar, para que la
composición de contexto sea completa, que el pueblo judío albergaba una
fuerte creencia mesiánica, aunque esta no estaba conceptualmente definida
(Sabán 1994), es por ello que, variando las épocas y las circunstancias, las
características del mesías podían mudar, y aún en el mismo momento
histórico algunos aspiraban a un liberador guerrero mientras otros sostenían
anhelos más espirituales.

3. La cuestión del Jesús histórico

Es esta una de las problemáticas que más ha inquietado a los


historiadores de todas las épocas: la cuestión de la historicidad del rabino
galileo. Jesús, al igual que Sócrates, no dejó su palabra y sus enseñanzas
por escrito, sino que conocemos su vida y prédica por aquellos que han
escrito sobre ellas, exactamente igual que sucede con el filósofo griego. Sin
embargo, Sócrates vivió en la centralidad del mundo de su tiempo, a
diferencia de Jesús, cuyos días transcurrieron en la periferia del imperio
romano. Por otra parte, y por esa misma centralidad, sabemos que tanto
Platón como Jenofonte fueron discípulos directos de su maestro y
escribieron sus obras muy poco tiempo después de la muerte de este. Como
veremos, en el caso del nazareno existe cierta oscuridad con respecto a
algunos de los autores de los evangelios canónicos y la fecha de su
composición.
Aquello que conocemos como Nuevo Testamento está constituido por
todos aquellos libros que la Iglesia católica considera verdaderos reunidos
en un canon. De ellos hay cuatro, los evangelios canónicos que narran la
vida y obra de Jesús: Mateo, Marcos, Lucas y Juan. El Nuevo Testamento
se completa con los Hechos de los apóstoles, diversas cartas pastorales y el
libro del Apocalipsis. En total, lo conforman 27 libros que fueron aprobados
como verdaderos en el Concilio de Cartago en el 397 e. c., todos ellos
escritos en griego.
En cuanto a aquellos que nos informan concretamente sobre Jesús, es
decir, los Evangelios, estos son atribuidos a los autores antes mencionados,
siendo un lugar común el tomarlos como apóstoles. Mateo, Marcos y Lucas,
son bastante parecidos en cuanto a la cronología y los hechos consignados y
por ello se los llama sinópticos, ya que presentan la cuestión claramente y
en sus líneas esenciales. Por el contrario, el Evangelio de Juan no solo
difiere en su cronología respecto de los tres primeros, sino que presenta
otros hechos y es de características más filosóficas y espirituales desde sus
primeras líneas. En resumen, podría decirse que los primeros narran una
historia mientras que el último es más críptico y de naturaleza doctrinaria.
Ahora bien, en este punto comienzan las controversias acerca de los
evangelios canónicos, discusión harto importante pues no es lo mismo que
sus autores efectivamente hayan conocido a Jesús o que la historia les haya
llegado por vías orales, como también es relevante la fecha de su
composición, habida cuenta de que dichas tradiciones orales se deforman a
medida que pasa el tiempo. Sabemos a ciencia cierta que Marcos y Lucas
no conocieron a Jesús, pues el primero era intérprete de Pedro en Roma, y
el segundo, colaborador de Pablo de Tarso, que tampoco lo conoció. Sin
embargo, aquí acaban las certezas. Según fuentes de la época, como
Eusebio de Cesarea en su Historia eclesiástica (2010), compuesta durante
el primer cuarto del siglo IV e. c., Irineo de Lyon, quien en el siglo II
compiló el canon evangélico, había establecido el siguiente orden: Mateo,
Marcos, Lucas y más tardíamente Juan. Sin embargo y siempre en la misma
fuente, Clemente de Alejandría, en el siglo III, estableció cierta confusión
cuando, luego de narrar que Mateo que siempre había predicado de palabra,
puso su versión por escrito al marcharse, agrega “Marcos y Lucas habían ya
publicado sus respectivos evangelios” (121), aunque él también coincide en
que el último de ellos es el de Juan. En la actualidad, sabemos que el primer
evangelio escrito fue el de Marcos, que seguramente escribió acerca de lo
que Pedro contaba en Roma, luego Mateo, Lucas y Juan (Johnson 1989); de
hecho, pareciera que Mateo y Lucas consideraron insuficiente el manuscrito
de Marcos, del que seguramente partieron, y trabajaron con otras
tradiciones orales. Según Caratini (2005), entonces, las fechas probables
pueden haber sido: Marcos, escrito en lengua griega en Roma entre el 57 y
el 60 e. c.; Mateo, escrito en arameo (17) en Jerusalén hacia el 80-90 e. c.;
Lucas, escrito en griego alrededor del 100 o 110 e. c.; y Juan, escrito en
Griego en Efeso cerca del 100 e. c. Si consideramos como posible tanto la
actual datación como el hecho de que dos de los evangelistas ciertamente
no conocieron a Jesús, ello abre ciertos interrogantes. ¿Es posible que
Mateo, habiendo sido discípulo de Jesús, escribiese tan tardíamente y
partiendo del escrito de alguien que le era ajeno? En el caso de Mateo, y si
se estima la muerte de Jesús alrededor del 28 e. c. ¿Viviría todavía? (18) Lo
mismo sucede con Lucas y Juan, añadiendo en el caso de este último que,
según distintas tradiciones, un sosías que también vivió y murió en Efeso
podía haber sido el autor del Apocalipsis y aún del Evangelio. Por otra
parte, encontramos posiciones que podría sintetizar acabadamente el
historiador de las religiones Bartr Ehrman (2004), que sostiene que quienes
acabarían transformándose en la ortodoxia cristiana (19) necesitaban remitir
su autoridad a los apóstoles. De hecho, los textos habrían sido anónimos,
estarían narrados en tercera persona y habrían sido escritos posiblemente en
el siglo II e. c. por cristianos educados; la posterior atribución a los
apóstoles o colaboradores más o menos directos tuvo el efecto de consagrar
su propia legitimidad. Finalmente, y desde otro punto de vista, el crítico
literario Harold Bloom (2006) sostuvo que los evangelios sinópticos se
redactaron aproximadamente una generación después de la muerte de Jesús
y el Evangelio de Juan, quizá un siglo después de la muerte de su maestro.
Podemos observar entonces que la cuestión es controversial, aún entre las
fuentes que la misma Iglesia considera verdaderas.
En cuanto a los evangelios gnósticos, aquellos que la Iglesia llama
apócrifos –es decir, falsos– constituyen una segunda fuente histórica sobre
Jesús. Son evangelios, epístolas y otros géneros de escritos que suponen una
enseñanza secreta, oculta y esotérica en las palabras del nazareno a las que
se podía acceder mediante el conocimiento. La mayoría de ellos fueron
encontrados en 1945 en Nag Hammadi, Egipto, y entre los más conocidos
se hallan el Evangelio de Tomás, el Evangelio de Felipe y el Evangelio de
María Magdalena. Fueron escritos por comunidades cristianas primitivas
seguramente fundadas por Pablo de Tarso luego de la muerte de este. Es
muy difícil su datación, ya que aún aquellos de los que se tienen noticias
contemporáneas pudieron ser copias de copias. A medida que la Iglesia de
Roma fue afirmando su autoridad y estableciendo jerarquías, consideró
heréticos a estos manuscritos pues contrariaban los textos oficiales al
sugerir que existían enseñanzas ocultas que Jesús había transmitido no solo
a “algunos” apóstoles sino también a otras personas. Por supuesto, ello
cuestionaba toda la arquitectura teológica oficial. A esto se debe su
temprana destrucción por parte de la Iglesia romana, y así explica Pagels
que “Los esfuerzos que hizo la mayoría por destruir todo vestigio de
‘blasfemia’ herética tuvieron tanto éxito que, hasta los descubrimientos de
Naj Hammadi, casi toda nuestra información sobre formas alternativas de
cristianismo procedía de los tremendos ataques que contra ellas lanzaban
los ortodoxos” (2004: 23). Puede decirse entonces que existieron formas de
cristianismo alternativas y que contamos con fuentes diferentes a las
canónicas, aunque en la actualidad se los siga estudiando. Finalmente,
también podría decirse que el Evangelio canónico de Juan se halla en las
fronteras probables del gnosticismo, razón por la cual todavía existe una
discusión en cuanto a las razones que indujeron a su aceptación en el canon.
En cuanto a las fuentes judías, solo encontramos al historiador judío
romanizado Flavio Josefo que en sus Antigüedades judías, en su Libro
XVIII dice:

Por estas fechas vivió Jesús, un hombre sabio, si es que procede llamarlo
hombre. Pues fue autor de hechos extraordinarios y maestro de gentes
que gustaban de alcanzar la verdad. Y fueron numerosos los judíos e
igualmente numerosos los griegos que ganó para su causa. Este era el
Cristo. Y aunque Pilato lo condenó a morir en la cruz por denuncia
presentada por las autoridades de nuestro pueblo, las gentes que lo
habían amado anteriormente tampoco dejaron de hacerlo después, pues
se les apareció vivo de nuevo al tercer día, milagro este, así como otros
más en número infinito, que los divinos profetas habían predicho de él.
Y hasta el día de hoy todavía no ha desaparecido la raza de los
cristianos, así llamados en honor de él (2002: 1089).
Sobre este texto de Flavio Josefo existen discusiones en torno a su
autenticidad, aunque hoy se está conteste en que lo más posible es que sea
una interpolación tardía y no demasiado ingeniosa (Johnson, 1989).
Finalmente, en cuanto a las fuentes paganas, ellas tampoco aportan
demasiado. Plinio el Joven, cuando gobernaba Bitinia, escribió una carta en
el 112 e. c. dirigida a Trajano, la carta X, donde comentaba a su emperador
acerca de unas personas que molestaban al resto ya que se reunían muy
temprano a la mañana para entonar cánticos a Cristo como a un dios. La
cuestión del gobernante se advierte no muy favorable a los cristianos, pero
más por razones de orden público que religiosas. Por otra parte, hacia el 115
e. c., Tácito en sus Anales, refiere que Nerón, luego del incendio de Roma,
dio por culpables a aquellos que el vulgo aborrece y llama cristianos siendo
el origen de tal nombre un ajusticiado en tiempos de Tiberio llamado Cristo
(1910). Por último, Suetonio, historiador y archivista del emperador
Adriano, nos cuenta al narrar la vida del emperador Claudio, que expulsó de
Roma a unos judíos que provocaban disturbios instigados por un tal Cresto
(1963).
Sabemos entonces, a partir de este detallado análisis de las primeras
fuentes del Jesús histórico y el grupo nazareno, las dificultades que aún
subsisten en términos de dilucidar los primeros tiempos de aquello que
luego se convertiría en el cristianismo.

1. Mucho deben este Preludio y el Capítulo I de este libro a las teorías de Mario Saban que hemos
tomado en gran parte, más allá de la oportuna inclusión de sus obras en la bibliografía y la indicación
de citas tomadas en forma literal.
2. Ya habrá colegido el lector que en esta obra hemos preferido usar la más abarcadora y moderna
forma de datación referida como era común.
3. Región de la Antigüedad que se corresponde aproximadamente con los actuales territorios de
Israel, la Autoridad Nacional Palestina, el oeste de Jordania y partes del Líbano y Siria.
4. Sara apela a una antigua costumbre de la tierra de Canaán a los efectos de que su esposo pudiese
engendrar un sucesor para su tribu y hacienda.
5. Todo aquello que rodea a la esclavitud del pueblo hebreo en Egipto así como el posterior éxodo se
encuentra discutido en términos históricos. Existen registros acerca de un grupo humano llamado
apiru o habiru (cubierto de arena) de características seminómadas que en la época solía discurrir
entre Mesopotamia y Egipto y que bien podrían referirse a los hebreos. Por otra parte, Moisés no
aparece en ningún registro histórico salvo la Biblia o la Torá. Con respecto al éxodo, de haber
ocurrido, debería datarse alrededor de 1250, que es cuando está fechada la toma de Jericó por parte
de Josué, sucesor de Moisés.
6. Profeta bíblico del siglo VI a. e. c.
7. Profeta bíblico del siglo VIII a. e. c.
8. En el año 587 a. e. c., el rey de Babilonia, Nabucodonosor, tomó Jerusalén, la saqueó, destruyó su
templo y llevó cautiva a la élite judía. En el siglo siguiente, los descendientes de muchos de estos
“exiliados” volvieron a la ciudad y, a partir del liderazgo de Esdras, comenzó un renacimiento
religioso.
9. Algunos sectores extremistas amplían la prohibición a todo tipo de imágenes.
10. Los países que actualmente ocupan el territorio de esa región del mundo son Kazajistán,
Kirguistán, Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán.
11. En Mesopotamia se hacía referencia a Tamuz y Dumuzi; en Egipto, a Osiris y Horus; en Grecia, a
Dionisio, Helio y Orfeo; en Roma, a Mitra (Baring y Cashford, 2005).
12. En el año 64 a. e. c., mientras el pueblo judío se encontraba envuelto en luchas dinásticas, el
general romano Pompeyo, que se hallaba en el este tras haber derrotado a la última expresión de los
Seléucidas, tomo Jerusalén y anexionó la región al Imperio bajo el nombre de provincia romana de
Siria.
13. Los idumeos, según los textos bíblicos, tienen su origen en Esaú o Edom, hermano mellizo de
Jacob, del cual descienden las doce tribus de Israel. Edom significa “rojo”, y tiene que ver con el
color del cabello de Esaú, a quien su hermano robó la primogenitura; de allí la presunta rivalidad
entre estos pueblos.
14. En el sentido de preferencia o toma de posición (en la Antigüedad, muchas veces se trataba de
una cuestión familiar, que de algún modo “se transmitía” al momento del nacimiento de una persona)
o pertenencia a un grupo determinado y no en cuanto partido político con el significado adquirido en
la modernidad.
15. Según Edouard Schure (1985), algunos puntos comunes entre la doctrina esenia y la posterior
doctrina cristiana estarían dados por el deber de amor al prójimo, la prohibición de jurar, el odio a la
mentira, la humildad y la institución del ritual de la cena similar a los ágapes esenios, aunque con el
nuevo sentido sacrificial.
16. El evangelio de Lucas es el único de los cuatro canónicos que refiere sobre la infancia de Jesús.
Al leerlo podemos observar que en 2, 41-52 se relata su primera Pascua en el templo a la edad de
doce años y su discusión con los doctos del templo, e inmediatamente después aparece Jesús adulto, a
sus treinta años.
17. Lengua de origen semita en la que se expresaban los sectores populares y comerciales en la época
de Jesús. Jesús hablaba arameo.
18. Según el texto de Mateo, Jesús nació cuando el rey de Judea era Herodes, que falleció
presumiblemente de cáncer en el año 4 a. e. c., lo mismo que Lucas. Por otra parte, este último
menciona el censo ordenado por Augusto que en la región llevó adelante Quirino, gobernador de
Siria, el cual según Flavio Josefo sucedió en el 6 o 7 a. e. c. Es decir que Jesús debió de nacer
aproximadamente entre el 4 y el 6 a. e. c. Si tomamos como cierta su muerte, a los 33 años, podemos
colegir que esta sucedió aproximadamente en el 28 e. c.
19. La Iglesia de Roma.
Capítulo XIV
Del judeonazarenismo al cristianismo

1. Los primeros tiempos sin Jesús

Habida cuenta de los pocos testimonios directos con los que contamos
acerca de esta primera época, los interrogantes que surgen desde el punto de
vista de las ciencias sociales y de nuestra obra son: ¿fue Jesús el creador del
cristianismo? ¿Cuándo surgió el cristianismo como una religión separada de
su religión madre, el judaísmo? ¿Hay un momento exacto en el que
podamos datar esa separación o fue el continuum de un proceso?
En los Hechos de los apóstoles, libro canónico escrito por Lucas,
discípulo de Pablo, (1) se narra que luego de la última aparición del
maestro, los discípulos siguieron unidos, viviendo en comunidad, donde
comartían sus bienes y pregonaban que entre ellos había vivido el mesías.
De hecho, el grupo crecía con aquellas personas que aceptaban el mensaje
de la salvación. Sin embargo, continuaban siendo judíos fariseos y
cumpliendo sus deberes rituales y religiosos como judíos; en verdad
acudían diariamente al templo (2, 46) y predicaban sobre la resurrección de
su rabí, aunque ello irritase a los saduceos. Para mejor comprender los
primeros pasos del grupo nazareno y la dimensión ética del futuro
cristianismo, es decir, cuando se transforme en una religión separada y
diferente del judaísmo, es necesario saber que “Jesús nació, vivió y murió
como judío. Jesús fue un judío observante, no conoció el domingo, sino el
descanso sabático. Practicó durante toda su vida las festividades del
judaísmo. Fue un rabino en el mayor sentido de la palabra, un gran
maestro” y “Que no existe ninguna enseñanza del rabino Jesús que no se
encuentre dentro de las enseñanzas bíblicas o en la tradición de otros
rabinos del judaísmo” (Sabán, 2012: 19). Vale decir entonces que, luego de
su muerte, el grupo que se había congregado a su alrededor no era más que
una comunidad de judíos mesiánicos que decían haber tenido como maestro
al mesías que había muerto y resucitado conforme a las creencias judeo-
fariseas.
Posteriormente comenzaron a sumarse a esta comunidad judíos
helenistas, es decir, personas que habían nacido fuera de Judea y dentro de
la esfera de influencia de la cultura griega. (2) Ello será capital para la
futura expansión del mensaje de Jesús, ya que estos judíos que conocían la
filosofía griega poseían una amplitud de miras y una capacidad de entender
la enorme potencialidad que el mensaje del nazareno podía tener en un
mundo de dioses viejos y anquilosados. Entre ellos se destacará Pablo o
Saulo (3) de Tarso, (4) judío y ciudadano romano que, según narra la
tradición, luego de perseguir a los nazarenos se convierte e ingresa al
mismo a raíz de un suceso milagroso. Pablo comprenderá perfectamente la
situación de aquellos judíos que vivían fuera de los límites de Judea, pero
también, al llevar su prédica al mundo romanizado, cuán hondo calaba en
muchos gentiles (5) un mensaje que hablaba de una vida nueva, de vida
después de la muerte y de resurrección, además de toda la ética que,
heredera del judaísmo, Jesús había transformado en asequible con un
discurso profundamente carismático. Todo ello en un mundo en donde la
inmensa mayoría de la gente solo practicaba una vida de supervivencia, sin
esperanzas de movilidad social y con religiones que no daban ningún tipo
de respuestas ni esperanzas.
Pablo comenzó a viajar por la cuenca mediterránea predicando el
mensaje nazareno en las comunidades judías de cada ciudad que visitaba y
mientras que algunos miembros de esas comunidades adherían a su
postulado otros muchos se mostraban reticentes a hacerlo. Lo que sí
descubrió es que esa nueva ética religiosa era vista con sumo agrado por un
gran número de gentiles. De hecho, en su prédica, Pablo no solo anunciaba
la llegada del mesías sino que este mesías era hijo de Dios, concepto
desarrollado por él mismo (Saban, 1994). No solo Dios había enviado a su
hijo único para salvar a la humanidad, sino que la divinidad que después
será plasmada en los evangelios es de características mucho más
espirituales y magnánimas que el Dios del Antiguo Testamento, mucho más
carnal y vengativo, que en su furia llegó a arrasar ciudades enteras.
Como consecuencia del trabajo de Pablo, comenzaron a integrarse al
grupo nazareno tanto judíos como gentiles y es allí donde principia el
meollo que derivará, luego de muchas circunstancias, en el nacimiento del
cristianismo. Los judíos, para ingresar al nazarenismo, no tenían más que
creer en aquellas cosas que Pablo o cualquiera de los apóstoles o miembros
predicaba, es decir, lo que llamamos profesión de fe. Distinto era el caso de
los gentiles, ya que como los nazarenos eran un grupo judío mesiánico,
primero debían convertirse al judaísmo como requisito indispensable para
su ingreso. En el caso de las mujeres, ello no suponía un problema, pero en
cuanto a los hombres se imponía como un problema la cuestión de la
circuncisión, lo cual afectaba directamente la posibilidad de crecimiento
nazareno. En el año 49 e. c., esta problemática suscitó una discusión en la
comunidad de Antioquía sobre la forma de salvación: para algunos de sus
miembros ello incluía la totalidad de la ley mosaica incluido el rito de la
circuncisión, mientras que otros judíos manifestaban que los gentiles podían
también ser salvos si cumplían con las leyes del patriarca Noé aun cuando
se mantuvieran gentiles. Estas distintas posiciones originaron una disputa
que condujo a una reunión en Jerusalén el año siguiente y que la historia ha
denominado como el primer concilio de la Iglesia. Allí, Pablo, con una
visión más aperturista, enfrentaría a aquellos que defendían una postura más
cerrada respecto de la admisión de nuevos prosélitos.

2. El Concilio de Jerusalén del 50 y sus consecuencias


inmediatas

En Jerusalén se hallaba no solo la comunidad principal nazarena sino


una especie de consejo de ancianos representado básicamente por la figura
de los viejos apóstoles, cuya autoridad residía en haber conocido a Jesús y a
su palabra en forma directa.
Como ya hemos dicho, la tradición judía contemplaba la salvación de
aquellos que no pertenecieran al “pueblo elegido” por la vía del
cumplimiento de determinadas normas atribuidas al patriarca Noé, aquel
que salvó al género humano del diluvio universal.
El desarrollo de esta reunión se encuentra narrado en el capítulo XV de
los Hechos de los apóstoles, escrito presumiblemente por Lucas, en una
versión que pareciera casi acordada por las partes. La visión amplia de
Pablo fue apoyada por Pedro y Santiago el menor, el hermano de Jesús, los
dos principales líderes de la comunidad jerosolimitana. A ella se opusieron
algunos fariseos (6) que habían ingresado posteriormente. A los efectos de
esta obra, debemos analizar esta discusión no en clave religiosa –lo cual nos
es ajeno–, sino en clave política. La discusión verdadera podríamos decir
que se centró en si el nazarenismo debía convertirse en lo que hoy
llamaríamos un movimiento de masas, lo cual por definición implica
apertura y cierta flexibilidad doctrinaria; o si debía seguir siendo un grupo
de elite solo asequible a determinadas personas con criterios restringidos de
admisión. Pablo, un hombre que conocía el mundo y que había palpado en
sus prédicas durante una década el inmenso futuro de la doctrina que
predicaba, entendía que si se apoyaban en la misma tradición judía, la
expansión del nazarenismo podría convertirse en universal.
Como resultado del concilio, y siempre según los Hechos, se habría
llegado a una posición unánime que dejó a todos conformes, lo cual
provocó una gran alegría en la comunidad de Antioquía, donde se había
suscitado la diferencia, cuando les fue comunicada (Johnson, 1989). No
queda en claro en el texto bíblico si esta resolución de la controversia que
en realidad pareciera una solución intermedia entre ambas posiciones fue
una decisión definitiva o una especie de tregua para continuar discutiendo.
De cualquier manera, y como veremos, en la práctica, el desarrollo de los
hechos posteriores se sucedió de tal manera que la cuestión, por lo menos
en términos históricos, devino abstracta.
Según la decisión del concilio entonces, aquellos gentiles que no
quisiesen realizar el rito de la circuncisión podían ingresar al grupo
nazareno cumpliendo solamente las leyes de Noé, que consistían en: no
blasfemar, no matar, no incurrir en idolatrías, (7) no tener relaciones
sexuales prohibidas, no comer carne de un animal vivo, instituir tribunales
de justicia y no robar (Saban, 2003). De ello se sigue que los judíos seguían
ingresando mediante la profesión de fe y que aquellos gentiles que quisieran
circuncidarse y así también convertirse al judaísmo podían hacerlo. Es
decir, se establece una forma de ingreso nueva a través de las leyes
noájidas, pero de ninguna manera se abole la circuncisión. Esto nos permite
decir entonces que se establecieron dos vías de ingreso al grupo nazareno:
una era la ya existente dentro del judaísmo y otra para aquellos que se
comprometían a cumplir las leyes de Noé y que podemos denominar
noeidas (Saban, 1994).
Lo cierto es que, con esta especie de dispensa, Pablo (8) siguió
predicando en distintas ciudades y formando comunidades, que cada vez se
hacían más importantes y mayores en número. En general, la prédica se
efectuaba en las sinagogas, las cuales componían un mosaico muy
particular adonde asistían judíos que componían el corazón de la
comunidad y también aquellos que, denominados “temerosos de Dios”,
compartían el monoteísmo judío, pero eran gentiles. La mayor parte de ellos
eran mujeres que, como ya se ha dicho, no debían pasar por el ritual de la
circuncisión. Con el decreto apostólico (Saban, 1994) del Concilio de
Jerusalén, Pablo logró que en las comunidades de la diáspora cada vez
hubiese más gentiles noeidas, es decir, aquellos que solo se comprometían a
respetar las leyes de Noé. Sin embargo, aún el nazarenismo seguía
enmarcado estrictamente dentro de los parámetros de la ley judía, tanto en
el rito y la doctrina como así también en el mesianismo de Jesús aunque,
con el paso del tiempo, los gentiles noeidas terminarían sobrepasando en
número a los judíos.
En el año 57 e. c., esas comunidades fundadas por Pablo en el mundo
mediterráneo le otorgaban un poder cada vez más creciente. Posiblemente
el “apóstol de los gentiles” (9) observase, en su lógica proselitista, que
algunas disposiciones de las leyes noájidas menoscaban la posibilidad de
sumar más fieles. Pablo ejercía sobre cada una de las congregaciones, no
solo una jefatura espiritual, sino también un liderazgo de carácter político.
De hecho, sus epístolas actuaban como un elemento ordenador ante litigios,
discusiones o dudas de cualquier tipo, y por supuesto, a medida que ellas
circulaban copiadas por manos anónimas, enriquecían la doctrina nazarena.
En ese año 57 e. c. y suponemos sintiendo su liderazgo lo bastante sólido
frente al grupo de los ancianos jerosolimitanos, escribió una carta dirigida a
la comunidad de Corinto donde modificó parcialmente las conclusiones del
Concilio del 50 e. c. El documento, que se denomina Primera carta a los
corintios, consiente en que aquellos que tenían plena conciencia de
monoteísmo, es decir, los judíos y aquellos gentiles convertidos hacía
tiempo, podían comer carne ofrecida a los ídolos, ya que lo importante no
es la carne en sí, sino la intención (Saban, 1994). Para quienes creían en un
solo dios y en su mesías, nada los afectaba la materialidad del alimento si la
conciencia se hallaba en estado de pureza y no cometían idolatría en su ser
interior. También recomendaba que no hicieran esto frente a quienes recién
se iniciaban, ya que podían confundir a personas cuya conciencia aún era
débil. Ahora bien, la pregunta que surge es ¿qué motivó a Pablo a realizar
semejante excepción? Entendemos que muchas veces los gentiles ofrecían
este tipo de alimentos a los nazarenos y además seguramente en ágapes o
reuniones donde mucha gente se hallaba congregada, como era de uso en la
Antigüedad. No solo el rechazo podría ser interpretado como acto hostil,
sino que además, inhibía a los nazarenos la posibilidad de predicar en
aquellos lugares y sumar así más fieles a sus comunidades; tal era el celo
paulino en su afán proselitista. Así se modifica el decreto apostólico surgido
del concilio, aunque no se lo deroga. De hecho, un año más tarde, en su
Carta a los romanos, reafirma con más vehemencia lo escrito a la
comunidad de Corinto. (10) Es así entonces que, a partir de esta
liberalización de los requisitos establecidos en Jerusalén, comenzaron a
surgir en las comunidades fundadas por Pablo y otros apóstoles distintas
corrientes: la de los judíos que habían ingresado por la profesión de fe, la de
quienes cumplían estrictamente con las leyes de Noé, es decir aquellos a
quienes llamamos noeidas y también aquellos que, a partir de la
flexibilización paulina en Corintios y Romanos, cumplían parcialmente
aquellas leyes, a quienes denominaremos seminoeidas.
Para finalizar este capítulo, creemos conveniente analizar cuáles eran las
intenciones paulinas al desarrollar una vasta red de congregaciones en toda
la cuenca mediterránea incorporando de manera masiva miles de personas
al movimiento nazareno. En definitiva, la pregunta que subyace es ¿tuvo
Pablo la intención de crear una religión diferente y separada del judaísmo?
Al analizar su prédica a través de las cartas, que pueden considerarse
verdaderas, la impresión que surge es que Pablo no solo no intentó crear
una religión aparte del judaísmo sino resignificar la Torá en los términos en
que lo había hecho Jesús y construir un judaísmo mesiánico universal
(Saban, 2003). De hecho, en la Carta a los romanos a la que ya hicimos
referencia, él mismo se pregunta si la Torá debe ser abolida por la fe y
enseguida responde que eso jamás sucederá, ya que han venido justamente
a establecerla. No debe olvidarse que la incorporación de los gentiles al
nazarenismo y la lógica de que ellos podían ser salvados ante Dios con el
cumplimiento de las leyes de Noé era una construcción judía, no paulina.
Sin embargo, finalmente el cristianismo terminará basando su teología muy
fuertemente en las concepciones de Pablo. Su muerte, así como la del grupo
apostólico original y una serie de hechos, sucesos y tensiones dentro y fuera
de las comunidades nazarenas, concluirán en el establecimiento del
cristianismo como una religión plenamente autónoma.
3. El surgimiento del cristianismo

A partir de la década del 60 del primer siglo de la era común y hasta fin
de esa centuria, una serie de hechos aceleraron la constitución del
cristianismo como una religión separada de su religión madre, el judaísmo.
En el siglo II e. c., esa separación se hará más nítida y definitiva.
Como ya hemos descrito, las comunidades nazarenas se reunían
observando la ley judía y muchos de sus rituales, más allá de las
flexibilizaciones impulsadas por Pablo. A modo de ejemplo, seguían
congregándose en sinagogas, observando el shabbat y la pascua el día 14
del mes de nisan, como marcaba el calendario lunar hebreo (Saban, 2016).
Sin embargo, esa tensión que había comenzado a existir entre los
diversos componentes de estas comunidades y de ellas con el judaísmo
tradicional terminará por decantarse a raíz de diversos sucesos que actuaron
como aceleradores históricos.
En el año 62 e. c., era asesinado Santiago el menor, apóstol de Jesús y
jefe de la comunidad nazarena de Jerusalén, y entre el 66 y el 73 e. c., la
rebelión judía contra Roma y su posterior derrota, toma y destrucción de
Jerusalén incluida, inciden fuertemente sobre la influencia que el núcleo de
los ancianos más conservadores del movimiento ejercían. De hecho, luego
de la muerte de Santiago, esta comunidad se establecerá durante diez años
en Pella, en la Transjordania, y perdería el contacto con las congregaciones
paulinas, aún después de su regreso, en el año 72. Es decir que la
comunidad jerosolimitana ya nunca volvió a ejercer su ascendiente y
autoridad como antes, aunque una vez nacido el cristianismo, quizás por su
profundo significado, fue una de las sedes obispales más importantes.
Presumiblemente en el año 67 e. c. murieron en Roma Pedro y Pablo, los
jefes más importantes del nazarenismo. Ambos constituyeron la jefatura
política del movimiento, y a través de su palabra, prédica y epístolas, habían
sentado las bases teológicas de las comunidades, en especial el hombre de
Tarso. Algunas de las congregaciones del Asia Menor continuaron
dirigidas, durante algún tiempo, desde Efeso por Timoteo, discípulo de
Pablo, y otras comenzarían a transitar su desarrollo en soledad.
Todos estos acaeceres llevaron a la pérdida de una conducción política y
teológica centralizada que tendrá consecuencias a futuro en cuanto a la
divergencia de aspectos teológicos, doctrinarios y rituales, entre ellos.
Por otra parte, a fin de este primer siglo, los noeidas y seminoeidas
terminaron superando en número a los judíos e impusieron sus propios
puntos de vista, flexibilizando, de hecho, aún más la aceptación de personas
que no eran parte de la estructura ideológica legal del judaísmo. Es decir, en
los casos dudosos, como podría ser el matrimonio entre judíos y paganos,
por ejemplo, se terminaba optando por el ingreso y la consecuente
ampliación de las comunidades. De hecho, en pocas generaciones, en
muchos casos, cada vez eran más lejanos los ascendientes judíos de los
miembros de estos grupos.
También tuvo una fuerte incidencia la relevancia cada vez mayor que la
vida y las enseñanzas de Jesús alcanzarían en estos grupos por sobre el
Antiguo Testamento, que de ninguna manera fue desechado, aunque la
centralidad religiosa comenzará a basarse fundamentalmente en la figura de
Cristo y rituales propios como la comunión, mientras paulatinamente se
irían reduciendo preceptos propios de la Torá por ser propios de la historia
nacional del pueblo judío. Por otra parte, el mismo Pablo había manifestado
una cierta ambigüedad sobre un tema teológico central: para los judíos,
Pablo hablaba de un mesías, lo cual encuadraba perfectamente en sus
tradiciones; sin embargo, para los gentiles se sugería a veces más
firmemente, y otras no tanto, el concepto de divinidad, lo cual también
encuadraba en la lógica de pensamiento de personas cuyos emperadores
adquirían ese carácter. Esa distinción acerca de la naturaleza de Jesús
ocupará al cristianismo en los siglos siguientes y será objeto de enconadas
disensiones.
Finalmente, desde la comunidad de Roma y su esfera de influencia, se
crearía el canon de escritos que más tarde se llamaría Nuevo Testamento y
que, junto con el Antiguo Testamento, (11) conforman hoy la Biblia
cristiana. Este paso será muy importante en términos de dirimir la ortodoxia
de la nueva religión, es decir, qué es aquello verdadero y qué no lo es.
Anteriormente observamos que, con la pérdida de una autoridad
centralizada, muchas de estas comunidades fundadas por Pablo continuaron
su desarrollo teológico, doctrinal y ritual sin una guía común, aunque con
un centro de creencias generales basadas en la figura de Jesús. Ellas
también produjeron escritos doctrinales, muchos de los cuales
permanecieron ocultos hasta mediados del siglo XX, aunque algunas
noticias teníamos de ellos por documentos de la Antigüedad. En cualquier
grupo dogmático y más aún en los de carácter religioso, poseer la verdad
implica tener el poder. Como será expuesto en el capítulo siguiente,
nosotros conocemos el cristianismo triunfante, una forma de cristianismo
que se impuso a las demás a partir de su centralidad romana y una posterior
alianza con Roma a partir del siglo IV. Lo cierto es que sí sabemos que en el
año 177, Ireneo de Lyon estableció los cuatro evangelios canónicos, aunque
no será hasta mucho después, en el Concilio de Cartago en el 395 e. c.,
cuando quede definitivamente concluido el Nuevo Testamento. Por supuesto
que dicha canonización evangélica no supuso su inmediata difusión y
conocimiento, y menos su aceptación por las demás iglesias. Por otra parte,
también es cierto que cuando comenzaron las profundas diferencias
doctrinales de los siglos siguientes, muchos teólogos intentarían justificar
en las primeras escrituras desarrollos teológicos muy posteriores. Por
último, y más allá de consideraciones relativas a la fe, extrañas a esta obra,
es razonable que se incluyesen los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas,
con la misma lógica que el cristianismo primitivo pintó y esculpió
imágenes; se trataba de narrar una historia a personas con nula o escasa
instrucción, por lo general analfabetos, y exactamente eso es lo que hacen
los evangelios sinópticos: cuentan la vida de Jesús y sus enseñanzas de un
modo didáctico y claro. Resulta menos comprensible la inclusión del
Evangelio de Juan por las razones sobre las que ya hemos discurrido.
En conclusión, entre la segunda mitad del siglo I y la primera mitad del
siglo II, determinadas circunstancias históricas, externas e internas al
nazarenismo, derivarían en el nacimiento del cristianismo como religión
independiente y separada del judaísmo. Por supuesto que ello aconteció en
forma paulatina, aunque si fuese menester clavar un hito para delimitarlo,
podríamos establecerlo con el cambio de la fecha de la celebración pascual,
que pasó a regirse por el calendario solar en lugar del lunar. (12) Según
Saban, “Unidad en el Canon, aceptación de grupos intermedios, y
Cristología, llevaran al judaísmo nazareno a evolucionar hacia el
cristianismo y crear así finalmente una religión independiente” (1994: 171).
Gradualmente, y a medida que esta separación fue definiendo límites más
precisos, fue insertándose la idea del deicidio perpetrado por el pueblo judío
sin reparar ni en las raíces judías de la nueva religión ni en la figura del rabí
Jesús y sus seguidores también judíos. Podemos afirmar entonces que, al
finalizar el siglo II, ya existía claramente una religión llamada cristianismo,
que a partir de entonces comenzaría a discutir dentro de sí misma su perfil
definitivo.
1. Como ya se ha explicado, ni Pablo de Tarso ni Lucas conocieron a Jesús.
2. Es común llamar a estos judíos como judíos de la diáspora, es decir, de la dispersión. La historia
del pueblo judío se encuentra atravesada por ataques, destrucción, conquistas de su territorio y las
posteriores gestas de este pueblo para recuperarse. En el transcurso de tales avatares, muchos de ellos
tuvieron que huir o emigrar y asentarse con su familia en el territorio del mundo entonces conocido.
Algunos volvieron a su patria, pero muchos otros formaron comunidades en lugares como Roma,
Atenas, Antioquía, Alejandría, y allí se desarrollaron en la mayoría de sus casos por generaciones sin
perder su identidad.
3. Pablo era un judío perteneciente al grupo saduceo que conocía no solo perfectamente la filosofía
griega sino también el pensamiento de Filón de Alejandría, un judío egipcio que había sintetizado la
tensión entre la filosofía y la religión, y más concretamente, el sistema de pensamiento aristotélico
con el judaísmo.
4. Ciudad que se encuentra ubicada en el territorio de la actual Turquía.
5. No judíos.
6. Una de las características del fariseísmo era su apego profundo a la ley mosaica y el ritualismo que
ella prescribe.
7. Ello incluía, por supuesto, no comer carne de animales sacrificados como ofrendas a los dioses
paganos o ídolos.
8. Para Johnson en su Historia del cristianismo, Pablo fue derrotado en este concilio habida cuenta de
que la comunidad de Jerusalén se acercó más a la idea nacionalista judía (1989).
9. Denominación común para referirse a Pablo de Tarso.
10. “Acepten al que todavía está poco formado en la fe, sin entrar en discusiones sobre modos de
pensar. Hay algunos que piensan que se puede comer de todo, mientras que el poco formado en la fe
solo come vegetales. El que come de todo, que no menosprecie al que no come algunos alimentos; y
el que no come ciertas cosas, que no critique al que come de todo, ya que también este ha sido
aceptado por Dios” (Carta a los Romanos, 14 1-4: 1997).
11. Viene al caso aclarar que el Antiguo Testamento no coincide exactamente con la Torá.
12. Según Eusebio en su Historia eclesiástica (2010), esto sucedió en tiempos del papa Víctor (189-
198 e. c.) y en los últimos años del emperador Cómodo. Es relevante decir que esta controversia
había comenzado a suscitarse bajo el papado de Aniceto (155-166).
Capitulo XV
La Iglesia de los romanos y las herejías

Según refiere Eusebio en su Historia eclesiástica (2010), Pablo de Tarso


predicó a las personas de origen gentil desde Jerusalén y por la cuenca
mediterránea, donde estableció los cimientos de las iglesias. Es decir, nos
habla de las comunidades formadas por fuera del núcleo jerosolimitano y
emplea para designarlas ya la palabra iglesia, que proviene, como hemos
visto en el libro III, del griego ecclesia, que significa “reunión” o
“congregación”. Hemos de tener en cuenta que Eusebio, el gran historiador
de los primeros tiempos del cristianismo y panegirista de Constantino,
escribe esto en el primer cuarto del siglo IV y lo hace como portavoz de la
visión del cristianismo romano, que ya se consolidaba como el gran
triunfador frente a otras formas de cristianismo que existieron en los
primeros tiempos de nuestra era. Si bien es cierto que estas primeras
comunidades poseían un cuerpo doctrinal común a través, básicamente, de
los escritos paulinos, también es cierto que no fueron organizadas en forma
rígida y con una conducción normada y centralista. De hecho, el mismo
culto no era igual en todos lados y no había todavía una distinción entre el
clero y los laicos (Johnson, 1989), e incluso podemos suponer que para
muchos dirigentes de este movimiento, que esperaban una rápida parousía,
(1) no tenía sentido una organización demasiado rígida, porque el final de
los tiempos llegaría prontamente. Esto significa que el cristianismo
primitivo se expandió a través de estas distintas comunidades de forma
poco homogénea mediante diferentes versiones, una de las cuales, la
romana, se impuso a las demás, se convirtió retrospectivamente en la
ortodoxia y otras fueron consideradas herejías, es decir, apartadas de la
recta doctrina. En estos tiempos iniciáticos, cada iglesia tenía su propia
historia de Jesús, sus propios escritos básicos plasmados casi con seguridad
en evangelios, fuertes tradiciones orales y la legitimidad de su ascendencia
a través de algún apóstol o discípulo de alguno de ellos.
Ahora bien, algunas de estas iglesias tenían más importancia que otras,
debido posiblemente a su ubicación geográfica, a sus comprobados
antecedentes apostólicos o a la calidad de las personas que se adherían a
ellas. Roma quizás constituya el más claro ejemplo de ello: desplazó a otras
comunidades importantes porque estaba ubicada en el momento exacto en
el centro de gravedad de la historia; de hecho, con el correr del tiempo, ya
no solo al cristianismo se convertía la plebe romana sino también muchas
personas provenientes de la aristocracia, con el añadido de influencias y
poder económico que ello connotaba.
La Iglesia de Roma y algunas otras comenzaron a darse a partir del siglo
II una estructura piramidal, en cada una de ellas eran elegidos uno o varios
presbíteros para que guiaran a la comunidad, además de lectores, acólitos,
diáconos y subdiáconos para su organización. A medida que las iglesias
crecían en número, se hizo necesario un sacerdote o laico (2) para que se
ocupase con el cargo de obispo de su coordinación. A su vez, cuando el
número de obispos comenzó a hacerse numeroso, también se necesitó la
figura de alguien por encima de ellos para organizarlos, y ya en el siglo IV
encontramos la figura de los arzobispos, que estaban a cargo de los obispos
y de las comunidades de toda una provincia en el mundo romano. Además
de ello y rivalizando con Roma, existían otras ciudades consideradas
importantes a medida que el cristianismo iba configurando su organización
definitiva: Jerusalén, Antioquía, Alejandría, y luego a partir del 330,
también Constantinopla, que poseían a sus patriarcas, que se consideraban
superiores a todos los grados eclesiásticos descritos. Estos patriarcas y más
tarde el emperador podían llamar a obispos y arzobispos a grandes
reuniones llamadas concilios, que podían ser provinciales o universales; en
este último caso, sus decisiones obligaban a todos los cristianos. No
obstante, ya a esta altura analizamos una estructura que recién adquiriría
este nivel de organización después de que el emperador Constantino tomase
partido por el cristianismo romano, recién a comienzos del siglo IV.
Sin embargo, podemos ver a través de la obra de Eusebio que ya sobre
fines del primer siglo, Clemente, (3) obispo de Roma, intervino mediante
una carta en una disputa que se había suscitado en la iglesia de Corinto a
raíz de la destitución de unos presbíteros. Ello nos da una cabal idea no solo
de la jerarquía dentro de la Iglesia (4) sino también entre las diferentes
congregaciones ya en fechas tan tempranas. También advierte Eusebio que,
para esa época, en que ya había desaparecido la generación de los primeros
apóstoles, comenzó a popularizarse la prédica de la falsamente denominada
gnosis. Ya hemos dicho que los antiguos conocieron otras formas de
cristianismo y muchos más escritos evangélicos que los que nosotros
conocemos en la actualidad. La palabra gnosis deriva del griego y significa
“conocimiento”; en este caso, el conocimiento espiritual de la divinidad o,
en palabras de Pagels, “El conocimiento de sí mismo como conocimiento
de dios” (2004: 170). Ahora bien, lo cierto es que aquellas comunidades
cristianas primitivas, con sus escritos y creencias, a las cuales Ireneo de
Lyon denunció en su obra Contra las herejías en la segunda mitad del siglo
II, eran muy dispares entre sí; no existía entre ellas ningún acuerdo
teológico y doctrinal, sino que más bien no aceptaban la autoridad de
aquella institución que se estaba conformando como la ortodoxia, su
jerarquía eclesiástica y el canon evangélico. De hecho, cuando la iglesia de
Roma triunfe, dos siglos más tarde, en el 367, Atanasio, obispo de
Alejandría, ordenaría quemar todos los libros falsos con tendencias
heréticas.
Las disputas en estos primeros tiempos tuvieron, a fuer de necesidad,
relación con muchas de las cuestiones que Pablo en su afán proselitista
había dejado en suspenso para no contrariar a las distintas facciones de sus
comunidades y, por otro lado, con todo un sistema de pensamiento que el
cristianismo romano encontró en suelo europeo. De hecho, resueltas de una
u otra manera algunas de estas controversias, de manera dialéctica, se
generaban otras, y así, la Iglesia no solo sufriría cismas en la Antigüedad,
sino también prácticamente hasta nuestros días. En el caso que nos ocupa,
en los albores cristianos, podemos decir que se disputaba acerca de si el
dios de las escrituras era el verdadero y máximo creador o existía un
demiurgo (5) del cual la divinidad del Génesis era un simple instrumento;
también acerca de si la sustancia de Jesús era igual o similar a la del Padre,
si Cristo poseía naturaleza humana, divina o ambas a la vez, la cuestión
trinitaria y así muchísimos otros tópicos diferenciaban a las comunidades
cristianas. Arrianismo, ebionismo, marcionismo, monofisismo y
maniqueísmo son algunas expresiones de estos cristianismos derrotados
(Piñero, 2008).
En resumen, la Iglesia primitiva no estuvo compuesta de una ortodoxia y
distintas herejías (6) a las cuales esta ortodoxia, en este caso la iglesia de
Roma, combatió y venció. La visión que nos permite reconstruir los
descubrimientos de viejos escritos de comunidades cristianas antiguas como
los evangelios gnósticos y otros da cuenta de una gran diversidad en estas
iglesias primigenias, y de que aquello que hoy conocemos como herejía, en
realidad, había sido la primitiva forma de cristianismo de alguna
congregación. De hecho, en muchas de las iglesias dispersas por el Imperio
romano convivían posiciones que luego fueron consideradas heréticas con
otras que se consideraron ortodoxas. Ateniéndonos al objeto base de nuestra
obra y analizando estos conflictos desde el punto de vista político podemos
decir que estas disputas, hasta que el favor de Constantino terminaría
inclinando las bazas a favor de la Iglesia romana, constituyeron verdaderas
luchas de poder en el seno del cristianismo. Una vez triunfante la Iglesia de
Roma proclamó su ortodoxia, proscribió a las comunidades rebeldes y
escribió o, en algunos casos, reescribió la historia. El establecimiento de un
canon, su estructura eclesiástica y su legitimidad originada en la sucesión
apostólica fueron factores de cohesión que, sumados a la centralidad de su
sede y al poderío económico que sus fieles más ricos aportaban, sostuvieron
al clero romano y sus iglesias adeptas hasta el comienzo de su triunfo, en el
siglo IV.

1. La nueva venida al mundo de Cristo, el fin de los tiempos y el juicio final.


2. En estos primeros tiempos del cristianismo todavía no existía una regulación de la carrera
sacerdotal, incluso no era obligatorio el celibato para aquellos sacerdotes ya casados, aunque estaba
prohibido el casamiento en forma posterior a la ordenación (Durant, 1956).
3. Clemente fue obispo de Roma entre el 88 y el 97 e. c., aproximadamente. Esta carta fue escrita
probablemente entre los años 95 y 96.
4. Según Laboa Gallego en su Historia de los Papas, en esa época, el gobierno de estas comunidades
protocristianas aún era colegiado y, como veremos luego en esta obra, no existía la concepción de
que el obispo de Roma era el jefe de la Iglesia universal ni su denominación como papa. Según el
historiador vasco, cuando “se constata en la Iglesia el valor del concepto de tradición apostólica y se
inicia la costumbre de elaborar listas ininterrumpidas de obispos de cada diócesis, al componer la
relación romana se optó para el primer siglo por elegir el nombre más representativo o conocido entre
los presbíteros del momento” (2011: 33).
5. Para los gnósticos, era el alma universal, principio activo del mundo.
6. Seguimos aquí en parte la tesis de Walter Bauer en su obra Ortodoxia y herejía en el cristianismo
primitivo, escrita en 1934 y citada por Ehrman (2004).
Capítulo XVI
El triunfo de Roma y la iglesia universal

1. Constantino y Teodosio. De la tolerancia al poder

A comienzos del siglo IV, la salud de Roma se hallaba en grave estado.


Hacía más de un siglo que sus límites habían comenzado a retroceder, el
ejército deponía y nombraba emperadores, la anarquía y los gobiernos
débiles eran una constante, y por supuesto, ya no quedaba nada en ella de
los antiguos valores republicanos sobre los cuales había sustentado su
ascenso. Sobre fines del siglo anterior, el ejército había elevado al trono
imperial a Diocleciano, originario de Dalmacia (1) e hijo de un liberto.
Diocleciano consideró que el imperio ya no podía defenderse con la
estructura organizacional que tenía y por ello decidió nombrar un
coemperador en la figura del general Maximiano para administrar
Occidente mientras él se reservaba el Oriente. Unos años más tarde, ambos
Augustos designaron respectivamente un César como ayudante y sucesor, y
se comprometieron a renunciar a la dignidad imperial al cabo de veinte años
(Durant, 1955). Maximiano escogió como César a Constancio, mientras que
Diocleciano hizo lo propio con Galerio. Si bien los gastos se incrementaron
debido a esta nueva organización, la legislación continuó siendo una sola,
aunque firmada por ambos emperadores, como así también la moneda. Sin
embargo, y luego de una primera sucesión exitosa, volvió a estallar la
guerra civil, lo que llevó a que, en la primera década del siglo IV, existieran
seis Augustos que se disputaban el trono. Una de las causas de ello, mas no
la única, tuvo que ver ciertamente con que el sistema pergeñado por
Diocleciano no contemplaba la sucesión de los hijos de Augustos y Césares.
Contemporáneamente, los cristianos sufrían su última gran persecución a
manos de Diocleciano, que anteriormente se había mostrado
condescendiente con los seguidores de Jesús. No era la primera vez que
sufrían estas actitudes hostiles de parte del Imperio; ya desde las primeras
épocas, cuando todavía se los tenía como una secta judía que había sido
liderada por un esclavo llamado Crestus, sufrieron persecuciones
intermitentes, ya fuera por parte del poder imperial, como el caso de Decio,
como así también por parte de autoridades locales. Las razones por las que
eran perseguidos nunca estuvieron del todo claras. Sí es verdad que, en su
singularidad, constituían un excelente chivo expiatorio para las épocas de
penuria o, dicho en otras palabras, “Forzar un mensaje de unidad y
exclusividad permitió a los cristianos hacerse satisfactoriamente
impopulares. Las persecuciones se convirtieron en marchamo de éxito”
(O’Donnell, 2010: 187).
Eusebio narra con sumo detalle los suplicios a los que se vieron
sometidos los cristianos en esta última persecución, y relata tanto el valor
de aquellos que “confesaban” su fe en el martirio como de los otros que
realizaban pública apostasía. Sin embargo, en el año 311, el emperador
Galerio, enfermo de muerte, promulgó un edicto de tolerancia hacia el
cristianismo en estos términos:

Más como la mayoría persistiera en la misma locura (2) y viéramos que


ni rendían a los dioses celestes el culto debido ni atendían al de los
cristianos, (3) fijándonos en nuestra benignidad y en nuestra constante
costumbre de otorgar perdón a todos los hombres, creímos que era
necesario extender también de la mejor gana al presente caso nuestra
indulgencia, para que de nuevo haya cristianos y reparen los edificios en
que se reunían, de tal manera que no practiquen nada contrario al orden
público. Por medio de otra carta mostraré a los jueces lo que deberán
observar.
En consecuencia, a cambio de esta indulgencia nuestra, deberán rogar a
su dios por nuestra salvación, por la del Estado y por la suya propia, con
el fin de que, por todos los medios el Estado se mantenga sano y puedan
ellos vivir tranquilos en sus propios hogares (Eusebio, 2010: 407).

Como se puede observar, el edicto de Galerio aparece como un mero


acto de gracia hacia un colectivo de personas dominadas por la locura al
que solo la indulgencia del emperador permitía ejercer su culto. De hecho,
las persecuciones continuaron a pesar de las directivas imperiales.
En el 312, apenas un año después del edicto de Galerio, Constantino
derrotó a Majencio en la batalla del puente Milvio y se convirtió en
emperador de Roma. (4) Hijo de Elena, una devota cristiana, los
historiadores no están de acuerdo respecto de que su conversión se haya
debido realmente al celo religioso ni a una revelación divina. Lo más
posible es que, luego de haber arribado al trono tras una larga guerra civil,
entendiendo que su imperio hacía más de un siglo que sufría
desmembraciones constantes y que ya le eran ajenos los valores sobre los
que se había edificado su grandeza, viese en el cristianismo un factor
ordenador.
A principios del siglo IV, el cristianismo, de una u otra manera,
prácticamente se hallaba presente en todo el Imperio romano. De hecho y
quizás gracias a las persecuciones y al afán de poner orden en sus asuntos
internos combatiendo las manifestaciones consideradas heréticas, el
cristianismo –y aquí hacemos referencia explícita al cristianismo romano y
sus iglesias vinculadas– había adoptado un esquema que reflejaba la
organización del mismo Imperio. Como Roma, era “ordenado,
internacional, multirracial y cada vez más legalista. Estaba gobernado por
una clase profesional de hombres cultos que, en ciertos aspectos,
funcionaban como burócratas y sus obispos, a semejanza de los
gobernadores, los legados o los prefectos imperiales, tenían poderes
amplios y discrecionales para interpretar la ley” (Johnson, 1989: 93). Pero
no solo este aspecto funcional debe haber considerado el nuevo emperador;
los cristianos poseían valores y una moral sólida por la que preferían morir
antes que renegar de ella. Su obediencia a las autoridades eclesiásticas e
incluso civiles era notable, no existía en ellos el germen de la rebelión
contra el Estado; al contrario de ello, consideraban que la felicidad se
encontraba más allá de este mundo, y sus autoridades instaban a obedecer
los poderes terrenales. Por otra parte, aceptaban mansamente las
desigualdades sociales y poseían el sentido de pureza y castidad frente a los
desenfrenos reinantes en su época. Seguramente además, Constantino, un
antiguo adorador de Mitra, (5) pudo también sentirse extasiado frente al
extraño ritual cristiano que incruentamente se alimentaba del cuerpo y la
sangre de su dios. Organizados, obedientes al poder y con una moral que
podía renovar los antiguos valores romanos, Constantino pudo ver en ellos
el aliado ideal para proyectar un renacimiento del esplendor romano.
En el año 313 y a partir de una serie de cartas remitidas desde Milán (6)
a los gobernadores de las provincias, Constantino y su coemperador,
Licinio, a quienes Eusebio llama los “supremos emperadores”,
establecieron una serie de normas conocidas como el “Edicto de Milán”,
entre las cuales se establecía no solo la tolerancia para la fe cristiana y en
general para cualquier tipo de culto, sino que se derogaba todo tipo de
normativa que atentase contra los seguidores de Cristo; se establecía la
devolución de propiedades confiscadas e incluso se preveían
indemnizaciones cuando estas estuviesen justificadas. Así rezaban los
párrafos más significativos de este edicto:

... para dar, tanto a crisitianos como a todos en general, libre elección en
seguir la religión que quisieran (...) y que ahora cada uno de los que
sostienen la misma resolución de observar la religión de los cristianos, la
observe libre y simplemente, sin traba alguna (...) que nosotros hemos
dado a los cristianos libre y absoluta facultad de cultivar su propia
religión (...) Pero además, en atención a las personas de los cristianos,
hemos decidido también lo siguiente: que los lugares suyos en que tenían
por costumbre anteriormente reunirse y acerca de los cuales ya en carta
anterior enviada a su santidad había otra regla, delimitada para el tiempo
anterior, si apareciese que alguien los tiene comprados, bien a nuestro
tesoro público, bien a cualquier otro, que los restituya a los mismos
cristianos, sin reclamar dinero ni compensación alguna (Eusebio, 2010:
464-466).

Este edicto marcó uno de los momentos más significativos en la historia


de la humanidad, ya que además de la autorización para ejercer su culto,
implicó en principio un reconocimiento legal como persona jurídica y, a
medida que Constantino se afianzaba en el trono, una asociación en el poder
junto al emperador. Sin embargo, Constantino era muy consciente de que la
alianza con el cristianismo de Roma solo alcanzaría sus objetivos de unidad
política y axiológica del Imperio con su compromiso personal, y en cierta
medida se comportó cada vez más como si fuese el jefe de la Iglesia, aún
sin estar bautizado. (7) De hecho, un año después de promulgado el edicto y
ante el abierto desafío de los obispos donatistas, (8) convocó a un concilio
en Arlés que terminó sentenciando a estos a seguir la línea trazada por la
Iglesia romana, además de quitarles sus bienes y derechos civiles. Eusebio
hace notar claramente que Constantino, en una carta al obispo de Siracusa
en la que explicaba el conflicto, hizo expresa mención de la necesidad de la
presencia del obispo de Roma.
Con el transcurso del tiempo, y en sentido contrario al edicto de Milán,
el emperador no solo fue mostrándose cada vez más partidario del
cristianismo mediante reconocimientos y favores, muchas veces de índole
económica, sino que comenzó a hostigar abiertamente a las congregaciones
heréticas e inició un proceso de desvinculación de las antiguas creencias
paganas: borró de las monedas las figuras de estos dioses, se produjeron
destrucciones de templos y se prohibió el culto de imágenes en muchas
ciudades. De hecho, hizo esto último al fundar Constantinopla, (9) su nueva
capital, ciudad que cobraría suprema importancia cuando, tras la caída de
Roma, permitió al Imperio, aunque helenizado, subsistir casi mil años más
en tierras de Oriente.
Podemos observar hasta qué punto para Constantino la unidad del
cristianismo se hallaba ligada a la unidad del Imperio en su reacción frente
al arrianismo. Arrio era un presbítero de Antioquía que sostenía que el Hijo,
y por ende el Espíritu Santo, había sido engendrado por el Padre en el
tiempo y por ello no participaba de la eternidad de su creador. Es decir,
antes de ser engendrado, el Hijo no existía, y debido a ello no era de la
misma naturaleza que Dios Padre. El Hijo también es Dios, pero de
sustancia semejante al Padre y no igual. Con ello caía la estructura de la
Santísima Trinidad en la cual, al ser consustanciales –en griego,
homoousía–, es decir, de la misma sustancia, las tres personas son un solo
dios, de esa forma se sostenía, con una compleja construcción, la idea
monoteísta. Arrio predicaba, por el contrario, la mera semejanza –en griego,
homoiousia–, y entonces se trataba de tres personas divinas diferentes,
doctrina que abría claramente las puertas al politeísmo. La doctrina arriana
había penetrado muy profundamente en amplios sectores del cristianismo y,
más allá de la solución que creyó encontrarse en el Concilio de Nicea, lo
cierto es que subsistió durante mucho tiempo, en especial entre las tribus
bárbaras cristianizadas.
Constantino no podía permitir que su Iglesia se dividiera, pues entendía
que ello afectaría la unidad política por la que tanto había bregado. Así,
convocó para el año 325 el primer concilio ecuménico de la Iglesia en la
ciudad de Nicea. (10) A la cita del emperador que presidió la reunión
acudieron más de trescientos obispos y allí, luego de complejas y agrias
discusiones, el archidiácono Atanasio hostigó a Arrio con la tesis de que si
Jesús y el Espíritu Santo no formaban una unidad en sustancia con el Padre
se rompía la lógica monoteísta. En consecuencia, apenas dos obispos se
mantuvieron fieles en su disidencia y, junto con Arrio, fueron anatemizados
y desterrados. Se prohibieron sus libros, se ordenó su quema y se estableció
la pena de muerte para aquellos que los poseyeran. Más allá de las medidas
punitivas, de este concilio surgió el credo que aún hoy, con algunas ligeras
variantes, se pronuncia en las iglesias católicas. Finalmente, el Concilio de
Nicea introdujo la certeza de que, para mantener la unidad en la Iglesia era
necesaria una gran rigidez dogmática.
Los sucesores de Constantino acentuaron esta política procristiana que,
instalada ya como religión dominante, se convirtió en la religión oficial del
Imperio a través del edicto de Tesalónica en el año 380. La única excepción
fue el emperador Juliano, llamado “el apóstata”, que intentó vanamente
introducir la idea de tolerancia, aunque en este caso, para los paganos. Su
reinado fue muy breve, y la oposición que encontró fue formidable. El
cristianismo surgido de Nicea había ganado la batalla.
Es paradójico que, una vez en el poder, el cristianismo triunfante se
comportó de la misma manera que quienes antaño los habían perseguido. El
término pagano proviene del latín pagus, que significa campo o campiña,
pues era allí donde los fieles de las antiguas deidades debían refugiarse para
honrar su culto. De allí en más, y a medida que se afianzaba su poder, el
cristianismo comenzó un sistemático trabajo encaminado a desvanecer la
Antigüedad clásica: templos paganos fueron incendiados, destruidos o
convertidos en iglesias, entre ellos el Serapeum en Alejandría, quizás uno
de los bellos de la época. Todo tipo de libros fueron examinados a la luz de
la nueva religión, y la gran mayoría, destruidos o quemados; así, parte de la
inmensa riqueza literaria, filosófica y religiosa de la antigüedad se perdió
para siempre, aunque posteriormente gran parte pudo ser rescatada. Disentir
o expresarse fuera de los cánones eclesiásticos comenzó a ser peligroso,
como lo demuestra el caso de la filósofa y matemática Hipatia de
Alejandría, “hija luminosa de la razón”, a quien los seguidores del obispo
Cirilo arrastraron por las calles hasta una iglesia y la desollaron (Nixey,
2019). Todos estos comportamientos sobre las postrimerías de la edad
antigua no hicieron más que presagiar el teocentrismo, que sería el sello
distintivo de la Edad Media.
En el año 390 e. c., el emperador romano Teodosio ordenó ejecutar una
fuerte represión contra ciudadanos cristianos que habían cometido
desmanes en Tesalónica. A raíz de ello, Ambrosio, el poderoso obispo de
Milán, excomulgó al gobernante y solo lo readmitió en el seno de la Iglesia
luego de pública penitencia. De ninguna manera pudo pasar desapercibido
el inmenso significado político del gesto de Teodosio; la sumisión del amo
del mundo ante el obispo situó las relaciones entre el poder terrenal y el
poder espiritual en un nuevo plano, que marcaría los mil años siguientes.
Podría afirmarse entonces que, a fines del siglo IV, el cristianismo se
hallaba situado en la cúspide del poder tanto humano como divino y,
aunque su teología iba perfeccionándose a medida que desaparecían las
llamadas herejías, todavía necesitaba un discurso que legitimase su poder
sobre la Tierra. Agustín de Hipona ya había nacido y sería el hombre
destinado a realizar tan compleja tarea.

2. Valores y disvalores

El momento en que Constantino decidió asociar al cristianismo romano


en su proyecto de reconstrucción imperial marcó uno de los hitos decisivos
en la historia del mundo. No solo porque finalmente en Occidente y más
tarde en el Medio Oriente terminarían imponiéndose religiones de corte
monoteísta, sino porque el cristianismo introdujo una escala axiológica que
arraigaría profundamente en el pensamiento de gran parte de la humanidad,
tan es así que todavía en muchos aspectos seguimos definiéndonos como
occidentales y cristianos aun cuando profesemos otro culto religioso o no
profesemos ninguno.
Por supuesto que, en el devenir histórico, estos valores han alternado
luces y sombras, valores y disvalores, tanto en lo que auténticamente el
cristianismo vino a agregar como también en todo aquello que es heredero
de la tradición judía.
Por un lado, en el complejo y difícil mundo de la antigüedad, la
revalorización de la persona como tal y de su dignidad. El hombre, creación
divina, tiene una libertad y una moral propias que de alguna manera
imponen límites a aquello que el Estado terrenal puede constreñirle a hacer.
Toda la épica construida alrededor del martirio de aquellos que admitían su
condición de cristianos es un buen ejemplo de ello: el Estado no debía
interferir en la libertad de conciencia, culto o expresión, aunque en algún
sentido aquí nos refiramos a sus primigenias manifestaciones. Tampoco es
menor en ese orden de ideas la posición cristiana frente a la esclavitud, es
decir, a la idea del hombre como propiedad de otro, en su sometimiento
físico y moral. El “hombre nuevo” de los Evangelios es su arquetipo. Según
Prelot, “la determinación de los límites de los derechos del Estado es cosa
esencial para el cristianismo” (1971: 163).
Como una derivación de la idea precedente, otro gran aporte de los
seguidores de Jesús consistirá en la idea de una humanidad de
características universales e inclusiva de cada ser humano. Esta concepción
se diferencia de las ideas clásicas, en las cuales el término humanidad
quedaba restringido a determinados colectivos y excluían a otros. Para el
cristianismo, no van a existir diferencias naturales entre las personas, ya que
todos han sido creados a imagen y semejanza de Dios y todos son sus hijos.
Por otra parte, esa naturaleza universal de la humanidad se debía ver
plasmada en la unidad cristiana a la que todos debían converger. Tan
importante ha sido el establecimiento y consolidación de este concepto de
humanidad que comenzó a usarse como sinónimo de las virtudes y caridad
que los cristianos predicaban.
Sin embargo, y como veremos a lo largo de su desarrollo, esta idea de
unidad y convergencia de la humanidad hacia los postulados de una religión
dogmática restringirá cada vez más los márgenes de libertad al momento de
disentir. La idea monárquica heredada de la tradición judía, el cristianismo
la llevará a exaltar la teocracia y consecuentemente a un sistema en donde
Dios sea el centro de la organización universal. El despotismo encontrará en
la religión cristiana uno de sus pilares más poderosos.

1. Provincia romana ubicada en la costa adriática oriental.


2. En un párrafo anterior del edicto se hace referencia a la ambición y locura que dominan a los
cristianos.
3. Debido a las persecuciones y al temor que ellas generaban.
4. Esta dignidad fue compartida con Licinio hasta el año 323, en que luego de varios años de
enfrentamientos, Constantino derrotó a su coemperador y el Imperio volvió a tener un solo
gobernante.
5. Dios solar de la mitología persa. En la época de Constantino, era adorado en todo el Imperio y se
lo relacionaba de manera particular con los monarcas (Elíade, 2015).
6. Capital imperial desde el 292 e. c.
7. Constantino pidió ser bautizado en su lecho de muerte.
8. Donato, obispo de Cartago, y sus seguidores creían que la Iglesia solamente debía estar compuesta
por aquellos puros que no hubiesen cometido pecados graves como la apostasía, y además, que todo
tipo de sacramento administrado por miembros impuros de la Iglesia carecía de valor.
9. Fundada en el 330 d.C. en el lugar donde se encontraba la antigua Bizancio, fue la capital del
Imperio romano de Oriente hasta su caída en 1453 a manos de los turcos otomanos. Se halla en la
actual Turquía, con el nombre de Estambul.
10. Es la actual ciudad de Iznik en Turquía.
Capítulo XVII
Agustín de Hipona (1)

1. Agustín y su época (354-430 e. c.)

Agustín nació en Tagaste (2) a mediados del siglo IV e. c. Vivió setenta


y seis años en una época en la cual el Imperio romano, más allá de fugaces
momentos de recobrado esplendor, hacía más de un siglo que había
comenzado su declinación definitiva como estructura política. Es verdad
que estos sucesos, la mayoría de las veces, son muy difíciles de percibir
para los contemporáneos, sin embargo, la gran agudeza intelectual de
Agustín le permitió comprender, no solo caída la de una unidad jurídico
política, sino el derrumbe de la Antigüedad y la angustia que sobrevendría
ante el final del mundo conocido.
Fue, quizás, el padre más grande de la Iglesia y la doctrina contenida en
la inmensa vastedad (3) de su obra, de la que no puede deslindarse la
filosofía de la teología, sirvió como soporte intelectual para los casi mil
años de dominación cristiana que supuso la Edad Media. Agustín entendió
que una era terminaba y que los tiempos por venir serían los de la Iglesia,
que para ello necesitaba un sólido fundamento discursivo que estableciese
su supremacía y legitimase su poder.
Su madre, Mónica, (4) una cristiana devota, intentó desde pequeño
inculcarle esa religión, mas Agustín que, de joven, como narra en sus
Confesiones, llevó una vida disipada, se graduó en retórica y se interesó
luego por la filosofía, en especial por el neoplatonismo de Plotino. (5)
También adhirió al maniqueísmo, doctrina creada por el extático
mesopotámico Mani (216-276 e. c.), que básicamente dividía el mundo
entre dos absolutos materiales representados por la luz y las tinieblas: el
bien y el mal en lucha permanente.
En el 383 e. c., se trasladó a Roma y luego a Milán, que en ese momento
ocupaba la dignidad de capital imperial, para ocupar una cátedra de retórica.
Allí, Agustín finalmente se convirtió al cristianismo en el 387 e. c. En el
libro VIII de las Confesiones, narra el fin de su largo proceso de dudas a
partir de una voz que le dijo “Toma y lee”. Al hacer aquello que la voz le
había indicado, leyó un pasaje de la epístola de Pablo a los romanos cuyo
efecto fue decisivo:

No quise leer más adelante, ni tampoco era menester, porque luego que
acabé de leer esta sentencia, como si se me hubiera infundido en el
corazón un rayo de luz clarísima, se disiparon enteramente todas las
tinieblas de mis dudas (1985: 208).

Más allá de las razones místicas narradas por Agustín en sus


Confesiones, es poco probable que este hombre provinciano no se haya
sentido subyugado por la forma y la majestad con que en Milán, cuyo
obispo era Ambrosio, la Iglesia –con amplio sentido universalista– codirigía
un imperio. También es posible que esa impresión de iglesia universal haya
comenzado a ahondar en él la idea de que esta podría ocupar el lugar del
agonizante Imperio romano.
En el 391 e. c. fue ordenado sacerdote, y cuatro años después fue
designado obispo de Hipona. Mantuvo allí fuertes disputas con donatistas
(6) y pelagianos, (7) desviaciones de la ortodoxia romana.
En su extensa obra, Agustín fue –como todos los padres de la Iglesia– un
apologista de la doctrina cristiana; sin embargo, y más allá de ello, también
planteó el modelo de sociedad cristiana que debía seguir el hombre. En su
obra La ciudad de Dios, escrita luego del saqueo de Roma por Alarico en el
410 e. c. y ante las acusaciones paganas con respecto a que el dios cristiano
había permitido tal desgracia, Agustín esboza una sólida defensa de su caso,
para demostrar que desgracias similares ya habían sucedido cuando el
Imperio se hallaba bajo la protección de los antiguos dioses. Por otra parte,
y más allá de la cuestión coyuntural, La ciudad de Dios constituye una
formidable filosofía de la historia que encierra una concepción de sociedad
que marcaría el destino de la humanidad prácticamente hasta las
postrimerías de la Edad Media y los inicios de la modernidad.
A la muerte de Agustín, su ciudad episcopal, Hipona, se encontraba bajo
asedio de los invasores vándalos. Quizás en ello, Agustín confirmaba que su
presagio sobre el desmoronamiento del mundo antiguo comenzaba a
consumarse.
2. La cristianización de Platón

Agustín es el primer filósofo cristiano que rescata a un pensador pagano


de la Antigüedad helénica como Platón y lo reconfigura dentro de la
doctrina cristiana.
Podemos recordar que Platón había establecido una distinción
terminante entre aquello que consideraba eterno e inmutable y, en
consecuencia, realidad última de todo lo que existe, de aquello que fluye
permanentemente. Para el pensador griego, lo eterno es lo único verdadero
y real, y solo puede discernirse a través del puro intelecto, y constituye
entonces el mundo de las ideas o formas, en contraposición a aquello que
solo puede percibirse de manera sensorial, que no es más que apariencia de
lo verdadero o apenas copia del mundo perfecto del cual provienen. Las
ideas o formas para Platón existen en sí y por sí con absoluta autonomía de
la mente que las conoce o de aquello que participa en ellas, y, de hecho, son
causadas por una realidad suprema y superior en la que se hallan
contenidas.
Fue decisivo el influjo que ejerció sobre Agustín el neoplatónico Plotino
y el nivel de correspondencia que encontró en su filosofía, en especial en
los términos referidos a la naturaleza puramente inmaterial y espiritual de
Dios.
Por supuesto que Agustín para “cristianizar” a Platón debió adaptar al
filósofo ateniense, en la convicción de que su filosofía era la que más se
había acercado a la verdad de la fe católica. Para el obispo de Hipona, estas
formas o ideas no existen fuera de la persona de Dios, sino que son eternas
e invariables en su propio ser increado y se transmiten a las almas humanas
por obra de la gracia divina y no mediante el recuerdo de una vida anterior,
como sostenía Platón. En otras palabras, Dios, que existe desde siempre, en
un acto creador único, da origen a todo el universo, tanto espiritual como
material, pero todo aquello que percibimos a través de los sentidos solo
existe en la medida en que es una copia imperfecta de las formas existentes
en la mente divina. Al referirse a cómo los platónicos desanduvieron una
parte del camino (8) entre su propia filosofía y el cristianismo posterior,
Agustín refiere en La ciudad de Dios:

Notaron (9) aún más, que toda forma existente en cualquier ente
mudable con la que recibe su primitivo ser, de cualquier modo o
naturaleza que sea no puede ser sino dependiente de aquel ente superior
que realmente tiene ser y es inmutable (2007: 460).

Al encontrarse estas ideas o formas en la mente de Dios y llegar a los


hombres a través de la gracia divina, Agustín infiere que toda verdad
proviene de la iluminación del alma humana por la inteligencia divina, y
por ello debe buscarse algún modo de contacto y unión con Dios, que es
quien permite formular juicios verdaderos. A diferencia de la teoría
platónica, según la cual el hombre, mediante su intelecto, puede llegar al
único conocimiento de la verdad, que es el de las ideas en estado puro, para
Agustín, la doctrina de la gracia divina como vía de acceso manifiesta con
claridad la dependencia humana con respecto a dios. De hecho, y aun así, el
hombre jamás podrá alcanzar ese sumo conocimiento verdadero, sino tan
solo aproximársele. En otras palabras, el hombre necesita a Dios para
filosofar y atisbar la sabiduría, por ello Agustín precisa interpretar a Platón
manifestando que, según su punto de vista, el filósofo ateniense:

... no duda, asegurar que filosofar rectamente es amar a Dios de corazón,


cuya naturaleza es incorpórea. De cuya doctrina se infiere,
efectivamente, que entonces será bienaventurado el estudioso y amigo de
la sabiduría (que esto quiere decir filósofo) cuando principiare a gozar de
Dios (2007: 465).

El texto anterior, de La ciudad de Dios, nos muestra hasta qué punto en


la construcción discursiva agustiniana era necesario el argumento filosofal
platónico. En La república de Platón, aquellos que merced a su intelecto
lograban el conocimiento de las ideas en su estado puro pasaban a constituir
la clase de los gobernantes o sofocracia, vale decir que sustentaban su
derecho a gobernar en su sabiduría. Agustín sigue esta lógica, que dará
sentido a mil años de teocentrismo cristiano, pero el hombre solo puede
acceder a esas ideas y formas a través de la gracia emanada del dios de la
única y verdadera religión; el cristianismo católico. Todo aquello que se
aparte de esa esfera no es verdadero y, por lo tanto, al carecer de sentido es
enemigo de la legítima fe.
3. La filosofía de la historia agustiniana. La ciudad de Dios y la
ciudad terrenal

En la inmensa tarea de construir un discurso que pudiese elevar y


legitimar el poder de la Iglesia en todas las dimensiones de lo humano en un
mundo que se desmoronaba con rapidez, Agustín construyó una formidable
filosofía de la historia. Al apartarse de la concepción griega del tiempo
como un ciclo enmarcado en un eterno retorno, el obispo de Hipona
concibió a la historia como un movimiento rectilíneo, irreversible e
irrepetible, con principio y final, durante el cual Dios realiza su obra. La
idea que subyace en toda su producción filosófica teológica es la de una
comunidad cristiana que al emerger de los confines de la historia y heredera
de otras concepciones, (10) llevará al hombre a la culminación de su
desarrollo espiritual. En esta lógica, Gilson, respecto de La ciudad de Dios,
dice que “es la gran obra, empezada con la creación, incesantemente
continuada después, y que da sentido a la historia universal. La inmensa
obra histórica de San Agustín (...) tiene precisamente por objeto trazar a
grandes rasgos esta teología de la historia, para la que todos los
acontecimientos culminantes de la historia universal son otros tantos
momentos en la realización del plan querido y previsto por Dios” (2014:
133-134).
La ciudad de Dios fue escrita a raíz de las acusaciones paganas con
respecto a que la decadencia de Roma y especialmente el saqueo sufrido
por la ciudad por parte de las huestes de Alárico en el 410 se debían a la
conversión del Imperio al cristianismo. Según quienes propagaban estas
versiones, Roma había sido grande mientras contaba con la protección de
los antiguos dioses, mientras que con el dios cristiano no cesaban sus
calamidades. Agustín rebate esta especie durante los primeros diez libros de
su obra, donde hace notar con una gran base histórica que la devastación de
Roma no había sido un castigo de los dioses debido al cristianismo, sino
que su degradación y catástrofes habían comenzado antes de Cristo e
incluso antes de la conversión al cristianismo. De hecho, ya en las primeras
páginas recuerda que los templos cristianos fueron perdonados por los
bárbaros y que incluso aquellos que aborrecían a los cristianos se refugiaron
en sus iglesias:
Por ventura, ¿No persiguen el nombre de Cristo los mismos romanos a
quienes por respeto y reverencia a este gran Dios, perdonaron la vida los
bárbaros? Testigos son de esta verdad las capillas de los mártires y las
basílicas de los apóstoles, que en la devastación de Roma acogieron
dentro de sí a los que precipitadamente y temerosos de perder sus vidas,
en la fuga ponían sus esperanzas, en cuyo número se comprendieron no
solo los gentiles sino también los cristianos (2007: 3-4).

Sin embargo, la parte más sustancial de esta obra, la que daría sustento al
agustinismo político, es aquella que refiere la lucha entre las dos ciudades:
la ciudad de Dios, simbolizada en la Jerusalén eterna, y la ciudad terrenal,
descendiente de la impía Babilonia. Un simple reduccionismo podría
llevarnos a colegir que la ciudad de Dios se identifica únicamente con la
Iglesia, y la ciudad de los hombres, con los Estados terrenales. Sin embargo,
la cuestión es bastante más compleja. Ambas ciudades se hallan
entrelazadas en la Tierra disputando entre ellas, pero aquello que las
distingue es su disposición hacia Dios. Los ciudadanos de la ciudad de Dios
viven peregrinos en la Tierra según los preceptos divinos y su fin es la paz
celestial. Por el contrario, los ciudadanos de la ciudad terrena viven según
el hombre, persiguen los apetitos de la carne, desprecian al Dios verdadero,
siguen los preceptos del demonio y su fin es el fuego eterno. Agustín
explica las estirpes de las cuales descienden ambas ciudades, que comienza
con la caída de los ángeles rebeldes, con Caín como padre de la ciudad de
los hombres y Abel, el de la urbe divina. En palabras del obispo de Hipona
respecto del linaje humano:

... al cual hemos distribuido en dos géneros: el uno de los que viven
según el hombre, y el otro, según Dios; y a esto llamamos también
místicamente dos ciudades, es decir, dos sociedades o congregaciones de
hombres, de las cuales la una está predestinada para reinar eternamente
con Dios, y la otra para padecer eterno tormento con el demonio (2007:
66).

La lucha entre ambas ciudades domina entonces el eje de la historia de la


humanidad y, si bien es cierto que ninguna de ellas puede identificarse con
las instituciones terrenas, la ciudad de los hombres se encuentra distribuida
en todos los Estados y sociedades terrenales en tanto los fines que
persiguen. Por el contrario, la ciudad de Dios no admite divisiones, y por
ello tampoco la religión que la sustenta puede tolerar disidencias. Esta
concepción sería clave en las relaciones de poder que a posteriori darían su
signo distintivo a la Edad Media.

4. La sociedad total del cristianismo

La filosofía de la historia estructurada por Agustín plantea una idea


totalizadora del Estado y la sociedad civil que, hasta Maquiavelo, seguirá
existiendo sin una clara línea que los demarque. La concepción agustiniana
conlleva el propósito de una sociedad en la cual el cristianismo regule y
codifique cada aspecto de la vida humana, tanto en lo individual como en lo
social. Además, aquí cobran sentido los esfuerzos por cristianizar a Platón,
en el sentido de legitimar el poder a través del conocimiento de las verdades
absolutas, que en este caso provenían de la mente de Dios, plasmadas en la
revelación de la religión cristiana, única y verdadera.
Cuando en La ciudad de Dios Agustín discurre sobre asuntos mundanos,
usa la palabra república en un sentido diferente al que usamos hoy en día; él
la utiliza tanto para referirse a un tipo de Estado como a una forma de
gobierno. De hecho y referenciándose en Cicerón entendía que: “es
República, esto es, bien útil al pueblo, cuando se gobierna bien y de
acuerdo, ya sea por un rey, ya sea por algunos patricios, ya por todo el
pueblo” (2007: 118).
De acuerdo con la definición precedente, podemos colegir que al obispo
de Hipona no le importa tanto que el Estado sea una monarquía, una
aristocracia o una democracia, sino más bien los fines que persigue. La
república, entonces, debe ser útil al pueblo, es decir, proveer a su bien. Al
citar el diálogo ciceroniano en que Escipión define a la república como
“cosa del pueblo”, Agustín coloca especialmente el acento en que el pueblo
es una congregación o junta de muchas personas unidas con el
consentimiento del derecho y la participación en la utilidad común (2007).
Cicerón vincula en boca de Escipión el consentimiento del derecho con la
idea de justicia, sin la cual no se puede gobernar ni administrar rectamente.
La noción de gobierno justo es central para el filósofo cristiano, y así dirá:
Además la justicia es una virtud que da a cada uno lo que es suyo. ¿Qué
justicia, pues, será la del hombre que al mismo hombre le quita a Dios
verdadero, y le sujeta a los impuros demonios? (2007: 487).

De todo lo dicho, Agustín infiere que la república, para poder llamarse


tal, debe ser justa, y ello equivale a que sea cristiana, es decir, que sirva a la
comunidad cristiana contribuyendo a la final bienaventuranza humana
manteniendo la pureza y ortodoxia de esta religión. Por supuesto, y aunque
no aparezca explícitamente, esta idea de sociedad cristiana total lleva
inmanente otra, la de lo compulsivo o coercitivo. En otras palabras, si la
sociedad cristiana conduce a la salvación del hombre, debe realizarse lo
necesario para incorporar a cuantos sea posible a esta noción redentora, ya
que es bueno para cada uno de ellos, aun cuando no puedan percibirlo por sí
mismos. Si el Estado utiliza la fuerza para fines subalternos, entonces
claramente debe utilizarlos para la salvación final de la humanidad
(Johnson, 1989). En su disputa con los donatistas Agustín utiliza el pasaje
del evangelio de Lucas, 14: 23 “Oblígalos a venir”. Toda esta lógica
agustiniana servirá, siglos más tarde, como basamento doctrinal de la
Inquisición.
Una sociedad en donde todos los aspectos de la vida se encuentren
enmarcados dentro de los parámetros de la religión católica, un Estado que,
a fuer de ser justo, debe ser cristiano y al que le está permitido usar la
fuerza en pro de la verdadera religión para lograr la salvación de la
humanidad y un poder que solo se deriva de Dios, compone una unidad
doctrinaria que dominará el pensamiento político medieval por lo menos
hasta Tomás de Aquino, y que algunos autores han denominado
agustinismo político. Según Prelot (1971), este concepto es una desviación
de la idea del obispo de Hipona realizada por sus discípulos. Sin embargo, y
más allá de lo atendible del argumento desviacionista de Prelot, Agustín
concibió la idea de una sociedad teocéntrica en la que todo lo que quedase
fuera de ella era extraño e impuro. Es cierto que reconoce un ámbito secular
y otro eclesiástico o, en otras palabras, Estado e Iglesia, e incluso
recomienda obediencia y oración para con los reyes y autoridades públicas,
pero no es menos cierto que en última instancia, en Agustín prima la
religión verdadera, aun cuando quien se encontrase fuera de ella ocupase la
más alta dignidad terrena.
Agustín formuló con gran lucidez, ante el derrumbe de casi seiscientos
años de estabilidad romana, una concepción de sociedad omnicomprensiva
en donde Dios era el centro del universo y la Iglesia podría establecer los
cánones alrededor de los cuales orbitaría el mundo secular. El agustinismo
político, más que una desviación de sus ideas, pareciera una aplicación de
estas a la práctica política concreta, con todas las variables y
modificaciones que conlleva pasar del plano de las ideas en abstracto a la
realidad. Por supuesto, es justo admitir que incluso alguien con la claridad
intelectual de Agustín jamás pudo prever cuestiones tales como la querella
de las investiduras en el siglo XI o los crueles tormentos de la Inquisición.

5. Las primeras manifestaciones del agustinismo político

a) La doctrina de las dos espadas

La idea de una sociedad total del cristianismo planteada por Agustín fue
pensada siempre como una unidad, en el sentido de que en un reino
cristiano las autoridades civiles y eclesiásticas que gobernaban en los
asuntos espirituales y terrenales no podían escindirse, es decir, constituían
una entidad indisoluble y no una dualidad complementaria entre los
monarcas y la jerarquía eclesiástica. Sin embargo, en esta temprana etapa,
los emperadores entendían que esta unidad era el Imperio romano
cristianizado, mientras que el papa consideraba esta misma entidad como la
Iglesia que abarcaba al todo social. En definitiva, comenzó a plantearse un
conflicto entre los poderes terrenales y los espirituales, aunque no una
pugna entre Iglesia y Estado, ya que las diferencias se encontraban dentro
de una unidad constituida por la sociedad cristiana y no entre entidades
autónomas y separadas entre sí. El punto nodal de la cuestión estribaba en
las jurisdicciones y materias en las que cada institución tenía supremacía
sobre la otra.
En el 380, mediante el decreto de Tesalónica, los emperadores Teodosio
I, Valentiniano II y Graciano proclamaron al cristianismo surgido del
Concilio de Nicea como religión oficial del Imperio. Años más tarde, a
mediados del siglo siguiente, frente a una disputa que el papa León I (440-
461) sostuvo con un obispo galo, el emperador Valentiniano III emitió un
decreto que confirmaba la supremacía del obispo de Roma sobre toda la
Iglesia cristiana. Esta decisión imperial fue razonablemente bien recibida en
Occidente, pero resistida por los patriarcas de Antioquía, Jerusalén,
Alejandría y Constantinopla. Más allá de la importante decisión imperial, lo
cierto es que la Iglesia romana hacía tiempo que trabajaba sobre la
fundamentación de su preeminencia. La idea central procedía del Evangelio
de Mateo, que proclamaba al apóstol Pedro como la piedra sobre la que
Jesús edificaría su Iglesia y el otorgamiento al mismo discípulo de las llaves
de su reino con el poder consistente en que todo aquello que Pedro atare en
la Tierra se ataría en los cielos y todo aquello que desatare en la Tierra sería
desatado en los cielos. Como ya hemos visto, según la historiografía
cristiana, Pedro murió mártir en Roma, lo cual sentaba un importante
precedente, aunque insuficiente para justificar la superioridad romana. Hizo
falta un documento apócrifo (11) fechado a fines del siglo II en la forma de
una carta del papa Clemente al apóstol Santiago para que los argumentos en
este sentido adquiriesen solidez. En esta misiva, Clemente narraba a
Santiago que, al morir, Pedro le había transmitido frente a la comunidad
cristiana de Roma aquel poder de atar y desatar tanto a él como a sus
sucesores. León I, basado en estas nociones, elaboró una tesis que no solo
establecía la supremacía de la sede episcopal romana, sino que otorgaba al
papado características monárquicas; cada papa, al asumir heredaba
directamente de Pedro, no de su antecesor, los poderes y funciones que
Jesús había confiado al apóstol. Tampoco podía ser depuesto, ya que se
ubicaba en la cima de la Iglesia y desde allí ejercía su soberanía, que en esta
época hacía referencia a personas y no a Estados, como se la concibe
modernamente. Con semejante fundamentación de su poder, era
irremediable que el papado no tardara en tener desavenencias con el
emperador y que más tarde, la Edad Media tuviese como uno de sus ejes
centrales la disputa entre los poderes terrenales y los espirituales.
Sobre fines del siglo V, el papa Gelasio I (492-496), a través de una carta
al emperador Anastasio en Constantinopla y otra serie de escritos, definió
las esferas que le correspondían a cada poder y sus ámbitos de autoridad.
Según su punto de vista y dentro de una única comunidad cristiana, las
autoridades terrenales debían servirse de las eclesiásticas en los asuntos
referentes a la salvación; y, por el contrario, los clérigos debían atenerse a
aquello que los príncipes definían para los asuntos temporales. Una vez
realizada esta división, ambos poderes debían tener especial cuidado en no
inmiscuirse en los asuntos del otro y guardar la debida moderación. Hasta
aquí pareciese una solución salomónica, aunque difícil de aplicar en la
práctica, debido a los continuos conflictos que se suscitaban cuando, por
ejemplo, un emperador intentaba inmiscuirse en asuntos doctrinales
teológicos o nombrar determinados cargos sacerdotales. Empero, Gelasio
agrega que la responsabilidad de los ministros de Dios era más pesada que
la de las autoridades terrenas, habida cuenta de que, al ser los príncipes
miembros de la Iglesia, el día del juicio serían los sacerdotes los
responsables de responder por sus almas. De ello puede inferirse que al
tratarse el emperador de un cristiano como cualquier otro, se encontrase
bajo la jurisdicción papal y, según manifiesta Gelasio explícitamente, su
deber consistía en aprender y no en enseñar. El papa nunca olvida que no
puede haber dualidad en la conducción de la única entidad cristiana, y por
ello sostiene que el emperador debía someter sus normas a las autoridades
eclesiásticas en tanto y en cuanto esas disposiciones pudiesen llegar a
afectar el orden, la conformación y la continuidad de la comunidad. Según
Ullman, “Estas definiciones de Gelasio I equivalían a definir la superioritas
del papa, su soberanía, en toda materia referida fundamentalmente al
carácter cristiano de la sociedad y, en consecuencia, la inferioridad del
emperador, su sujeción a las leyes papales en tales materias” (2013: 42). En
resumen –y según esta doctrina perfeccionada por Gelasio pero que ya
había ido formándose desde la oficialización del cristianismo en el
Imperio–, la soberanía, es decir, el concepto romano de auctoritas, referido
a las materias trascendentales que pudiesen afectar a la estructura de la
comunidad cristiana, quedaban bajo jurisdicción del papa, y el emperador
mantenía su regia potestas, es decir, la atribución de ejecutar aquellas
decisiones del papa y, por supuesto, plenamente aquellas referidas
exclusivamente al mundo terrenal o carnal. De más está decir que, en una
sociedad regulada y codificada en todos sus aspectos por el cristianismo,
pocas cuestiones quedaban fuera del arbitrio eclesial.
La doctrina de Gelasio tuvo amplias repercusiones y reacciones durante
la Edad Media, y posiblemente fuera el papa Gregorio VII (1073-1085)
quien la llevaría a su extremo. Por otra parte y si bien, como reza el título
de este apartado, esta doctrina es conocida popularmente como “de las dos
espadas”, presumiblemente ese nombre o la difusión de esa denominación
correspondió a Bernardo de Claraval en el siglo XII. (12) Según este santo
de la Iglesia católica, Dios otorgaba al papa dos espadas: una, la del poder
espiritual, que el papa retenía, y otra, la del poder temporal, que el obispo
de Roma otorgaba en el ámbito secular. El corolario de ello es que aquel
que concede también puede quitar. Pensemos que en una sociedad en la cual
la fundamentación del poder era otorgada por Dios, la mera excomunión de
un príncipe, es decir, su apartamiento de la comunidad cristiana, hacía caer
de forma inmediata toda la legitimidad en que basaba su autoridad.
La reacción inmediata que esta doctrina encontró en Constantinopla fue
el cesaropapismo, expresada fundamentalmente por el emperador Justiniano
(527-565). Para Justiniano, y consecuentemente para sus sucesores, el
emperador era la más alta autoridad existente en el Imperio que él mismo
dirigía de acuerdo con los preceptos cristianos. Sus potestades abarcaban no
solo la estructura sacerdotal, sino también cualquier cuestión teológica,
incluidas aquellas referentes a la ortodoxia de la fe y las herejías. Esta
concepción, que consideraba al papa de Roma un cargo casi honorífico,
obtuvo su confirmación en el Concilio de Constantinopla en el 536, durante
el cual se estipuló que la Iglesia no debía realizar actos que atentasen contra
las órdenes y voluntad del emperador.
De una u otra manera, ambas concepciones se encontrarían imbricadas
en múltiples conflictos que, con distintas variantes e intensidad, fueron uno
de los rasgos característicos del medioevo.

b) Gregorio y la organización

Agustín comprendió la fragilidad e incertidumbre en que se sumiría el


mundo ante el derrumbe de la antigüedad clásica. Así, vertebró un discurso
de poder que llevaba inmanente un modelo de sociedad e instituía para la
Iglesia casi diez siglos de dominio sobre ella. Sin embargo, luego del lento
pero inevitable derrumbe del Imperio en Occidente, el cristianismo, a pesar
de haber generado una estructura discursiva de semejante solidez, no
contaba con una organización que pudiese transformar la idea de una
comunidad cristiana total en una realidad concreta y tangible. El hombre
que comprendió esa limitación y sentó las bases de una organización
burocrática y universal que tuviese los medios para llegar y asentarse en
cada extremo de Occidente e instituir la visión agustiniana fue el papa
Gregorio I (590-604).
Gregorio, nacido alrededor del 540, fue posiblemente uno de los últimos
modelos de la educación aristocrática romana. Se desempeñó como
embajador de la Iglesia romana ante el emperador en Constantinopla y allí
pudo comprender con claridad la magnitud de la reacción cesaropapista
frente a los intentos de Gelasio y otros hombres de la Iglesia por sostener su
primacía frente al poder temporal. Antes de acceder al papado había sido
secretario de su predecesor, Pelagio II. Era un hombre austero, realista y
buen administrador y, aunque no aportó nuevas ideas a la controversia entre
ambos poderes, su aporte fue decisivo para su difusión, permanencia y
consolidación a lo largo de la Edad Media, así como también para la
creación de la noción de la Europa moderna.
En primer lugar, advirtió que el poder del emperador era demasiado
fuerte como para desafiarlo en aquella parte del mundo donde su dominio
era efectivo y ostensible. Por ello, dirigió su vista hacia el Occidente, hacia
la tierra de los francos, Inglaterra, España y algunas regiones de Germania.
Allí, y lejos de la tutela imperial, pudo desarrollar con fértil acogida la idea
de una sociedad de la comunidad cristiana en la cual la Iglesia romana
adquiría carácter universal. Por otra parte, esa comunidad se hallaría
formada por todos aquellos reinos y naciones que reconocieran por madre a
la Iglesia de Roma y por padre al papa (Ullman, 2013). El hecho de haber
posado la vista más allá de los Alpes para escapar a la influencia del
emperador, las relaciones con los reyes occidentales que adherían con
fervor a la doctrina papal y que con el paso del tiempo irían conformando
reinos con características bien definidas, el uso del latín (13) como lengua
religiosa en lugar del griego que se hablaba en Constantinopla, las misiones
que con particular celo enviaba Gregorio para convertir a quienes aún no
eran cristianos (14) y una eficaz administración eclesiástica forjaron poco a
poco la idea de Europa casi como hoy la conocemos y que,
consecuentemente, se distanciaba cada vez más del Oriente.
Sin embargo, esta inmensa obra que además de propagar la doctrina
papal, debía integrar sociedades, vincular las normas cristianas con los
códigos legales de todos estos pueblos –algunos de los cuales aún eran
paganos– y muchas otras arduas tareas requerían una administración
eficiente de los esfuerzos. En ese sentido, Gregorio dedicó su papado a
sentar las bases de la estructura que le permitiría a la Iglesia católica llevar
adelante la idea agustiniana de la sociedad total del cristianismo. Dedicó sus
energías a reconstruir el patrimonio papal, (15) ampliar los alcances de la
beneficencia en una sociedad que se hallaba en ruinas, creó una sólida
burocracia en donde todos los administradores papales debían ser clérigos,
extendió la organización del clero romano a las nuevas naciones de
Occidente, y de esa manera construyó las bases de una organización que
perdura hasta nuestros días.
Un párrafo especial merece el sistema monástico, que Gregorio no creó,
pero al que le dio un impulso decisivo. No podemos olvidar que los
monasterios no eran simples instituciones religiosas, sino además unidades
económicas, productivas, y que mantenían con las poblaciones locales
relaciones muy especiales en las cuales ellos se constituían, en muchos
casos, el centro de referencia de los habitantes. Gregorio impulsó, no solo
su organización y desarrollo, sino su crecimiento e instalación en toda
Europa, hasta que se constituyeron en un eficaz mecanismo de transmisión
de las ideas de la cristiandad en casi todo el continente. Por último, además,
se transformaron en los guardianes del saber europeo durante casi mil años.
En la Edad Media prácticamente nadie sabía leer y escribir, y quienes sí
poseían ese don eran en su casi totalidad clérigos tonsurados. La Iglesia
encerró en las bibliotecas monásticas las obras de los filósofos, artistas y
pensadores de la Antigüedad grecolatina, que fueron usadas muchas veces
para reescribir sobre ellas textos sagrados. Todo aquello que se podía saber
y no saber se mantuvo bajo su exclusivo arbitrio. Platón, Aristóteles,
Cicerón, Virgilio, Plinio y muchos otros dormirían un sueño milenario
mientras los monjes industriosos escribirían sin cesar aquellos textos que
ningún daño podría causar a los sencillos espíritus de la sociedad cristiana.

1. San Agustín para la Iglesia católica.


2. La actual Souk Ahras, en Argelia.
3. Según Kenny (2009), la obra literaria de Agustín sería equivalente en volumen a todo el corpus
sobreviviente de la literatura latina anterior.
4. Santa Mónica para la Iglesia católica.
5. Plotino nació en Egipto en el 205 y falleció en Roma en el 270 e. c. Según Armstrong (1993)
forma, junto con Platón y Aristóteles, la tríada de los maestros supremos del pensamiento helenístico
pagano.
6. Como ya señalamos en el capítulo anterior, los donatistas entendían que la Iglesia debía estar
conformada solo por aquellos puros que no hubiesen incurrido en pecados graves como la apostasía,
y que aquellos sacramentos que hubiesen sido administrados por miembros impuros de la Iglesia
carecían de valor alguno.
7. Para el pelagianismo, no existe la idea del pecado original desde la concepción.
8. Por supuesto que Agustín entiende que Platón es el filósofo pagano que más se acercó a la doctrina
cristiana y así toma del filósofo griego aquella parte de sus ideas que le parecen adecuadas en la
justificación de las suyas propias. Incluso en La ciudad de Dios, en el libro VIII, Capítulo XI,
Agustín fuerza los argumentos con respecto a cómo Platón pudo haber adquirido noticias del dios de
la fe cristiana.
9. Los platónicos.
10. Según Giner, “San Agustín consideraba que los sistemas sociales anteriores a la venida del
Mesías eran imperfectos porque en ellos no se conocía la Buena Nueva. Sin embargo, Dios mantuvo
su mensaje sobre la tierra encarnado en el pueblo de Israel y sus profetas. La historia de los reinos y
los imperios anteriores a Cristo está ordenado por la providencia divina” (1994: 130).
11. El más seguro sucesor de Pedro frente a la comunidad cristiana de Roma fue Lino y posiblemente
luego Anacleto. Clemente habría sido el tercero en sucederlo (Laboa Gallego, 2011).
12. Más allá de la formulación inicial de Gelasio, esta doctrina fue perfeccionándose a lo largo de los
siglos y encontró su momento de apogeo en el siglo IX, y luego, su cúspide, en la disputa por las
investiduras en el siglo XI. Entre los siglos VI y VII, Isidoro de Sevilla pergeñó una aplicación en la
práctica, al sostener que eran deber y función del rey usar su espada cuando la voz del clero no
obtuviese los resultados esperados; es decir, la espada temporal se convertía en auxiliar de la palabra
sacerdotal. En la Pascua del 823, al ser coronado Lotario I como emperador del Sacro Imperio
Romano Germánico, recibió un sable de las manos del papa como símbolo del poder que el soberano
secular recibía de Dios a través del obispo de Roma.
13. Sobre fines del siglo IV, Jerónimo de Estridón tradujo la Biblia al latín y la adaptó además a los
términos característicos del derecho romano. Ello supuso, no solo el deslinde con Constantinopla y el
idioma griego, sino la transmisión de conceptos y nociones romano-cristianas en un suelo que sentía
una fuerte atracción hacia la influencia de Roma.
14. Verbigracia, la misión enviada por Gregorio a Inglaterra que desembarcó en Kent en el 597.
15. No debe olvidarse que también fungía como gobernante secular en Roma y una parte importante
del sur de Italia, al punto que ostentaba el título de cónsul. Sus dedicaciones más allá de lo
estrictamente eclesiástico también se dirigieron a materias tales como la conservación y reparación
de los acueductos, la cría de animales, imponer impuestos a los campesinos sobre diversas materias y
otros menesteres.
Libro sexto
La Edad Media o el reino de Dios en la
Tierra
Preludio

1. Cronología. Continuidades y rupturas

Constituye un lugar común en términos históricos datar el comienzo de


la Edad Media en el año 476, cuando Odoacro conquistó la ciudad de Roma
y depuso al niño emperador Rómulo Augustúgulo. También es común
marcar su finalización aproximadamente mil años después, ya sea que se
clave el hito en 1453, cuando los turcos otomanos tomaron Constantinopla,
o en 1492 cuando Colón dio cuenta al mundo de la existencia del continente
que llamamos América. En cualquier caso, es dable aclarar que los
historiadores en general han construido los períodos en base a la idea de
ruptura. Sin embargo, ello lleva a grandes confusiones, ya que los grandes
procesos de la historia ni comienzan ni terminan en un día determinado;
son, por el contrario, un continuum de cortes, rupturas, cesuras y cambios
no necesariamente simultáneos que, al interactuar entre sí, afectan a todas
las dimensiones humanas hasta que, según el medievalista Le Goff,
constituyen un nuevo sistema de pensamiento o, “en todos los casos, un
nuevo paisaje, entonces sí podemos hablar de cambio de período” (2007:
42). Por otra parte, esas fechas precisas que marcan el traspaso de una era a
otra jamás son percibidas por los contemporáneos; el día después de la
caída de Roma, sus ciudadanos no tuvieron conciencia de haber
abandonado la Antigüedad e ingresado en una era histórica distinta, pues de
hecho no lo hicieron. La denominación Edad Media con un sentido muy
aproximado al que nosotros le otorgamos hoy aparece por primera en 1550
en las Vidas de los artistas de Giorgio Vasari quien al comparar la
Antigüedad clásica con el resurgimiento artístico que se vivía en toda Italia,
denominó de esa manera al período intermedio entre ambas épocas.
Aclarada esta cuestión de las rígidas fronteras temporales en los períodos
históricos, podría decirse que quienes pretenden ver un corte abrupto en la
historia suelen atribuir a las invasiones bárbaras un papel decisivo que ellas
no han tenido, pues ni fueron tan invasiones ni fueron tan bárbaras. Desde
comienzos del Imperio que abarcaba tierras en tres continentes, además de
sus fronteras naturales, existieron, quizá sin demasiada planificación,
puestos fortificados denominados limes. (1) A medida que el Imperio se
estancaba y perdía sus ansias de conquista, estas fortificaciones se fueron
transformando en burgos o pequeños poblados. De allí que a los períodos
bélicos sucediesen períodos de relativa paz en los cuales los soldados
romanos alternaban con las poblaciones establecidas al otro lado del limes,
desde la venta y el trueque de productos hasta hijos concebidos en la
soledad de los confines imperiales, fueron enlazándose cultura, tradiciones,
religión, valores y hasta el comienzo de dialectos diferentes producto de
esta mezcla. Dos aspectos resultaron decisivos en esta mixtura, por un lado,
desde Diocleciano (284-305) y Constantino (306-337), la carrera pública
civil y la militar comenzaron a separarse; los ciudadanos y nobles romanos
ya no tenían que granjearse una espléndida carrera castrense como vía de
acceso a los cargos públicos y los magistrados ya no necesariamente debían
estar al frente de las tropas en épocas de guerra. El otro factor lo constituyó
la decisión de Caracalla (211-217) de convertir en ciudadanos a todos los
habitantes del Imperio. Merced a ello, estas fortificaciones, que ya se
habían convertido en ciudadelas, comenzaron a dedicarse a la agricultura
como forma de subsistencia, y para los pueblos que llamamos bárbaros y
aquellos hombres nacidos de uniones mixtas comenzó a resultar muy
atractivo ingresar en el ejército romano, que poco a poco fue cambiando su
fisonomía e idiosincrasia. Hacia fines del siglo III, el sosegado ingreso de
pueblos allende los límites imperiales se masificó y cada vez más
comenzaron a surgir generales y grandes militares de sus filas. Ello nos
lleva a colegir que aquello que la historia llama “invasiones bárbaras” fue,
en realidad, un hecho intrínseco al propio Imperio entre legiones
comandadas por hombres que luchaban entre sí por la supremacía. Más que
una invasión, constituyó un fenómeno de su propio ejército liderado por
ciudadanos romanos de origen germánico. De hecho, Odoacro,
conquistador de la ciudad de Roma en el 476, era un ciudadano romano
nacido en Panonia (2) de origen hérulo (3) quien, tras deponer al emperador
de Occidente no pretendió él mismo ser consagrado tal, sino que envió los
estandartes e insignias imperiales a Zenón, el coemperador de Oriente, y
consintió en que la sede imperial se unificase en Constantinopla; solo pidió
ser designado patricio y la dignidad de dux (Gibbon, 2006). Posiblemente
este hecho haya sido percibido por los contemporáneos, no como una
“caída”, sino como la unificación del Imperio bajo la égida de
Constantinopla. (4) En rigor de verdad, el mismo Senado, aunque sea
nominalmente, subsistió todavía un siglo, aunque Odoacro y sus sucesores
gobernaban Italia como si fuesen reyes, lo cual traería obvios conflictos con
Constantinopla en el siglo siguiente.
Un estudio profundo de los fenómenos acaecidos desde el siglo II en
adelante nos revela en realidad una transición entre aquello que podemos
denominar Antigüedad tardía, momento en que determinadas rupturas van
presagiando su fin, y el lento desarrollo de las características que
terminarían definiendo a la Edad Media en toda su plenitud llegando al
siglo VIII. Como hemos de estudiar, ello se relaciona con un vigoroso
discurso tendiente a establecer el dominio de la Iglesia católica en todos los
aspectos de la vida y la consecuente reacción posterior de los poderes
temporales frente a esto. También la consolidación del sistema feudal, que,
si bien desde lo intelectual careció de un fundamento ideológico sólido
como el eclesiástico, en la práctica comenzó plasmar ideas e instituciones
que, con el devenir de los siglos, acabarían por moldear nuestros modernos
sistemas políticos. Finalmente, todos estos sistemas de pensamiento o
paradigmas, luego del fracaso de los sucesores de Carlomagno por restaurar
la idea de una Europa unida, convergerán a partir de fines del siglo IX en
aquello que denominamos poliarquía y que podríamos definir inicialmente
como el gobierno de muchos a la vez.
Aun a riesgo de contradecirnos, si tuviésemos que fijar un hito en el cual
la Antigüedad clásica comenzó a extinguirse para dar paso a la Edad Media,
teniendo en cuenta que esta obra trata de la historia del pensamiento
político, podríamos fijarlo en el 532. Ese año, Damascio, líder de la
Academia de Atenas –aquella que casi mil años antes había fundado
Platón–, partió de Roma hacia el Oriente persa llevando consigo obras
filosóficas. Tres años antes, Justiniano, emperador de Oriente, había
mandado cerrar la academia, (5) y toda discusión u obra que cuestionase
mínimamente el cristianismo niceno, así como la filosofía, se habían
tornado actividades riesgosas. Damascio y sus discípulos abandonaron
Europa rumbo a la corte del rey Cosroes I de Persia llevando consigo la luz
de la Antigüedad, que tardaría casi un milenio en volver a iluminar
Occidente. (6)

2. La transición de un mundo a otro


Si bien, como ya se ha visto, los episodios del 476 no marcaron
abruptamente el fin de la Antigüedad clásica, lo cierto es que hacía por lo
menos dos siglos que distintos procesos presagiaban su lento derrumbe. De
hecho, Odoacro no fue demasiado original en repetir una práctica que se
había hecho costumbre en un Imperio cuyos generales eran prácticamente
dueños de sus ejércitos y erigían y deponían emperadores en forma regular.
Para hallar los orígenes de la decadencia del imperio, es decir, del
mundo occidental, debemos remontarnos a más de doscientos años, con la
gran crisis económica y social del siglo III. Aun cuando todavía el ejército
no había sido étnicamente cooptado por hombres de origen bárbaro, los
emperadores comenzaron a suprimir los últimos vestigios del orden
republicano que subsistían, y Roma fue paulatinamente convirtiéndose en
una autocracia (Romero, 2010). El crecimiento del latifundio terrateniente a
manos de una aristocracia proclive al lujo y al placer produjo el abandono
de los campos por los colonos libres y su migración a las ciudades, lo cual
trajo aparejada una notable disminución de la producción y el consiguiente
aumento de los precios agrícolas, lo cual, como se puede suponer, impactó
en otras áreas como el artesanado, que vio drásticamente disminuidos sus
ingresos. Diocleciano (284-305) agregó al régimen autocrático un marcado
centralismo económico al disponer una severa política de control de la
producción y los precios, que, como ha sido demostrado en la larga historia
del mundo, son medidas propias del voluntarismo gobernante que jamás
han producido el efecto deseado. Ello originó más escasez, mercado negro y
mayor aumento de los precios. A partir de allí, y hasta la disgregación del
Imperio como unidad política, el Estado, salvo períodos de breves
recuperaciones económicas, apeló siempre al dirigismo en materia
económica, emitió moneda para acaparar grandes cantidades de granos que
comenzó a distribuir en forma gratuita, lo que llevó a un mayor deterioro
del sistema, al generar una creciente inflación. Por otro lado, su
intervención asimétrica en el mercado al regalar el grano desalentó la
producción y alentó aún más la concentración urbana de masas hambrientas
a las que también había que alimentar. Por otra parte, se dispuso que los
ciudadanos debían mantener sus ocupaciones, y de ese modo se ató al
colono a la tierra, lo que constituye un antecedente directo de la institución
feudal del “siervo de la gleba”. Huelga decir, por supuesto, que el impacto
fiscal de estas medidas fue tremendo para las arcas del Imperio, que
también así inició un proceso de decadencia infraestructural que ya no se
detendría. El impacto final que terminaría derrumbando cualquier esperanza
de recuperación de la prosperidad imperial en Occidente lo constituyó la
conquista en el 439 del corazón cerealístico de África por parte de los
vándalos al mando de Genserico (Wickham, 2013).
Ahora bien, una vez disuelto el Imperio romano como unidad jurídica y
política, en aquello que había sido su territorio comenzaron a formarse los
llamados reinos romanos germánicos, tributarios en gran parte de la cultura
y la ley romanas y del cristianismo, aunque con características identitarias
propias que se fueron acentuando a medida que estos nuevos reinos se
consolidaban. Por supuesto que no todos ellos sobrevivieron ni tuvieron la
misma entidad.
Los efectos que la disgregación del Imperio tuvo sobre el común de la
gente fueron enormes. Las tornas comenzaron a cambiar y, al no existir ya
la administración eficiente de las ciudades y ser los bárbaros proclives al
cultivo y al pastoreo, las grandes urbes (7) se despoblaron (8) y Europa
asistió nuevamente a un proceso de ruralización. Por supuesto, no estamos
hablando de la desaparición de las ciudades, que continuaron siendo un
mercado natural para los productos agrícolas, sino de su transformación; se
volvieron más pequeñas y en algunos casos, adrede, para poder
amurallarlas, lo cual implicaba un elevado coste. Este fenómeno se sintió
menos en las poblaciones costeras del Mediterráneo, donde hasta la
aparición del islam, este mar continuó siendo un gran canal de intercambio
entre Oriente y Occidente (Pirenne, 2011). Lo cierto es que la economía se
redujo, los intercambios se volvieron más locales, las manufacturas
perdieron experticia y los proyectos urbanísticos comenzaron a carecer de
las ambiciones de antaño; de hecho, muchas de las colosales construcciones
romanas fueron presa del desmoronamiento, el pasto, la cizaña y los
saqueadores, y hasta los acueductos que llevaban agua a poblaciones
amantes de la limpieza y la higiene corporal dejaron de funcionar por falta
de maestros constructores e ingenieros que pudiesen mantenerlos. Europa
se volvió mugrienta y desaseada.
También los sistemas administrativos y fiscales se simplificaron. La
escasez de la recaudación impositiva apenas bastaba para mantener los
servicios esenciales dentro de las ciudades. En la mayoría de los casos, la
infraestructura extramuros de la que antes se ocupaba el centralismo del
Estado romano decayó ostensiblemente. Con el decurso del tiempo, las
rutas y los caminos se volvieron intransitables, no solo por su deterioro,
sino también porque se infectaron de bandoleros y desaparecieron las postas
que permitían descansar y cambiar monturas. El mundo se retrajo en sí
mismo. Salvo excepciones, el normal de la gente ya no salía de su ciudad,
aldea o poblado por temor a los bandidos u otras vicisitudes. Los hombres
nacían, vivían y morían sin alejarse más que unos pocos kilómetros del
lugar en donde habían venido al mundo. Cualquiera que hubiese viajado
unos pocos centenares de kilómetros, al regresar se transformaba en la gran
atracción de su comunidad merced a los relatos verídicos o no de las
peripecias de su viaje. El mundo en donde un viajero podía desplazarse
desde Bretaña hasta Siria por los cuidados caminos romanos, vigilados por
sus legiones y repostando regularmente se había transformado en una
memoria cada vez más lejana.
Como ya se ha estudiado en el libro anterior, ante la disgregación del
Imperio romano de Occidente, la Iglesia fue ocupando su lugar no solo en
temas de índole religiosa, sino también en todas las dimensiones de la vida
humana. Así, sus edificios se transformaron en puntos de inevitable
referencia en cada ciudad, pueblo o campiña. La estructura eclesiástica no
solo atendía al alma del hombre sino también a sus necesidades profanas, la
beneficencia, la administración de sus propiedades eclesiásticas, y muchas
veces, de los asuntos comunitarios, refugio, ante el peligro humano o frente
a desastres naturales; de todo ello y más se ocupaba con la eficiencia de un
Estado secular. En una sociedad inestable y plena de incertidumbres, la
Iglesia proyectaba la seguridad que antaño habían brindado las viejas
instituciones. Sin embargo, cada una de estas acciones, no solo remitía a
una doctrina religiosa, en este caso el cristianismo niceno, sino a un muy
elaborado discurso de poder que, partiendo de la teoría agustiniana,
colocaba a Dios en el centro del universo y a la Iglesia como su
representante en la Tierra para conformar una sociedad cristiana absoluta.
La política, la cultura, la economía, pero, además, cada acto de la vida
pública y privada de los individuos debían estar acordes con el paradigma
teocéntrico. Así se regulaban los días de fiesta, los matrimonios, las
relaciones personales, el lugar que cada uno ocupaba en la sociedad, aquello
que podía ser escrito, leído o dicho para poder permanecer dentro de la
sociedad cristiana. De hecho, esto se lograba no solo mediante la
predicación y los buenos oficios religiosos, sino también mediante la
elaboración solapada de una compleja demonología que aterraba a los
espíritus sencillos y analfabetos de esta época. El cristianismo creó al diablo
(Verdon, 2009) y a toda una compleja cohorte de seres infernales con sus
apariciones y formas de encarnarse que mantenían a raya las tentaciones
mundanas. Cuando en el siglo XII sea oficializado el uso de la fuerza
mediante la Inquisición, muchas de las acusaciones que llevaron a hombres
y a mujeres a las cámaras de tortura y la hoguera se fundaban en tratos con
estos demonios.
En cuanto al poder político, el cristianismo, luego de refinar el
agustinismo político, llegará a la cima de su poder a partir del siglo VIII,
aunque nunca dejará de existir la tensión con los poderes seculares.
Finalmente, Occidente y su Iglesia se distanciaron cada vez más del
Imperio romano en Oriente. Los repetidos intentos de Constantinopla por
recuperar, primero territorio, y luego influencia en Occidente solo
amalgamaron más la nueva identidad de Europa, especialmente con el
establecimiento en el siglo IX del Sacro Imperio Romano Germánico. Sin
embargo, antes de ello, a partir del siglo VI, el Oriente ya había adoptado el
griego como lengua oficial y las disputas entre el papa de Roma y el
patriarca de Constantinopla por cuestiones teológicas como la cuestión
iconoclasta o el filioque (9) llevarían finalmente al cisma del año 1054, por
el cual la Iglesia se dividió definitivamente entre Oriente y Occidente.

3. Cultura y saber

Como ya hemos visto, el mundo que emergió de la disolución del


Imperio romano se fue transformando lentamente en un mundo incierto e
inestable, retraído sobre sí mismo y donde comenzaron a primar los
localismos fuertemente aislados sobre las concepciones universales. En esa
época ambigua y mudable, solo el cristianismo, cimentado en las
concepciones agustinianas con su estructura cada vez más formidable de
monasterios y conventos, que posiblemente llegaran a albergar al 10% de la
población europea, otorgaba a la humanidad las únicas certezas.
En esta primera etapa de transición y posiblemente hasta la desaparición
del orden carolingio, en términos culturales confluyeron las tradiciones
romana, judeo-cristiana y germánica, en un proceso que, partiendo de
choques entre diferentes concepciones, llegó en su final mixtura a
conformar una cultura sólida, aunque con particularismos regionales
(Romero, 2013).
Las sociedades dentro de esta comunidad regida por el paradigma
discursivo del cristianismo se hallaban fuertemente estratificadas y cada
persona tenía en ella el papel que Dios le había asignado en su plan:
campesinos, burgueses, caballeros o eclesiásticos. A su vez, también
tendían al estancamiento, ya que no existía el ideal de movilidad social
moderno y, si bien era lícito intentar mejorar un poco la situación dentro de
los confines del estrato en el que se había nacido, solo un golpe de suerte,
de Dios o del demonio, podía variar su posición y los deberes que el marco
de la religión había asignado a cada uno (Bühler, 2006).
En la primera etapa de migraciones y conflictos, el nivel cultural del
Occidente decayó notablemente, y prefiguró aquello que constituiría una
marcada característica de la Edad Media, cierto es que con algunas
excepciones. De hecho, hay una mudanza de formas y estilos, declinaron
las artes plásticas y comenzaron a ser reemplazadas por las ornamentales,
así como se advierte un claro predominio de lo rural sobre lo urbano. El
sistema educativo público había desaparecido, y ello “ofreció a la Iglesia la
perspectiva no solo de imponerse absolutamente en el campo de la
educación sino de recrear el proceso entero y el contenido y el propósito de
la educación en un marco cristiano” (Johnson, 1989: 180). Por otra parte, y
como ya hemos estudiado, el saber clásico se confinó a los monasterios
prácticamente para desaparecer durante un milenio. La Iglesia poseía la
vara rectora que estipulaba qué conocimientos podían impartirse, qué
autores leerse y qué libros podían circular. Muchos textos antiguos fueron
quemados, y su mera posesión implicaba un peligro para su dueño, que
podía ser acusado de herejía. La literatura y la ciencia se ajustaron a los
patrones cristianos y, si bien podría decirse que al esconder la sapiencia de
la Antigüedad se la preservó hacia el futuro, también es verdad que el
mundo vivió en penumbras hasta el comienzo de la modernidad, en que
sabios árabes y judíos comenzaron a traducir a los pensadores clásicos que
llegaban de contrabando a Europa. En los scriptorium de los monasterios,
los monjes copiaban los escritos sagrados en un idioma, el latín, cada vez
más inasequible a la gente, que había comenzado a hablar sus propios
dialectos. Lo antedicho conlleva que en la época acerca de la cual
escribimos el arte de la lectura y escritura estaba reservado generalmente a
los hombres de la Iglesia y tampoco ello constituía una regla general. A
medida que la Antigüedad se desvanecía, quedaban cada vez menos laicos
cultos. De hecho, en la Edad Media profunda, mucho más del 90% de la
población era analfabeta.
El común de las personas no solo no conocía ni siquiera los rudimentos
de la escritura, sino que, al vivir en un contexto de aislamiento, su
ignorancia y, por ende, sus temores marcaban el paso de sus días. Un
periódico impreso en papel del siglo XX poseía una cantidad de
información exponencialmente superior que aquella que una persona de la
Edad Media recibía en toda su vida; y ello por no hablar de nuestro mundo
digital, donde la información se multiplica a cada momento en forma
geométrica. Personajes como el rey, el duque, el obispo o el papa
constituían meras entelequias para un hombre de esa época, y el simple
hecho de observar el paso de los restos de un ejército derrotado lo hacía
entrar en pánico, ya que desconocía quiénes habían peleado, de qué lado
habían estado sus señores y, en cualquier caso, temía un pronto saqueo
sobre su villa o ciudad. Al igual que la producción literaria sagrada, la
misma misa se recitaba en latín, lo que la hacía prácticamente
incomprensible para quienes la oían. Y por supuesto, debemos añadir a sus
temores todo el complejo entramado referente a demonios y espíritus
maléficos sobre el que ya hemos discurrido.
Por otra parte, es verdad que, en estos tiempos de aislamiento e
ignorancia, las supersticiones y lo sobrenatural eran parte de la vida
humana, más allá de lo estrictamente religioso, aunque a veces ambos
planos se superponían, ya fuese en forma complementaria o contraria. La
creencia en remedios mágicos, fórmulas para la fertilidad, brujas, hadas y
seres maravillosos de toda índole y señales de los astros formaron un
exquisito folclore en la Europa medieval que fue muchas veces consentido
o tolerado por las autoridades eclesiásticas. Mención aparte merece la
cuestión ideológico-devocional que la Iglesia promovió y alentó alrededor
de las reliquias sagradas. Supuestas astillas y clavos de la cruz, así como
espinas de la corona de Cristo, huesos, cabellos y ropa de los santos y
mártires crearon no solo un enorme mercado –ya que por ellos se pagaban
grandes fortunas–, sino que el solo hecho de poseer alguno de estos objetos
brindaba a sus dueños, ricos particulares, ciudades, iglesias o
congregaciones, un inmenso estatus dentro de la sociedad que el
cristianismo había creado.
Finalmente, una de las más grandes revoluciones culturales que produjo
la fe cristiana en esta era consistió en la supresión del cuerpo humano y de
la mayoría de las actividades o espacios asociados a él o, en palabras de Le
Goff, “El gran vuelco de la vida cotidiana de los hombres que, en las
ciudades (en la Antigüedad, lugar de la vida social y cultural por
excelencia) suprime el teatro, el circo, el estadio y las termas, espacios de
sociabilidad y cultura que con diversos títulos exaltan o utilizan el cuerpo,
ese vuelco, pues, representa la derrota doctrinaria de lo corporal” (2008: 51-
52). El cristianismo consideraba al cuerpo como fuente de tentaciones casi
exclusivamente en su dimensión sexual y en sus aspectos vergonzosamente
fisiológicos. Esta abominación se potenciaba en relación con lo femenino.
Desde un punto de vista espiritual, lo negativo consistía en ser la prisión del
alma. De hecho, toda enfermedad repulsiva o deformidad física se
consideraban consecuencia y expresión del pecado. Por supuesto que ello
conllevaba la contradicción teológica de la salvación en cuerpo y alma. En
resumidas cuentas, todo lo relativo a la corporalidad se manifestaba como
vergonzoso, y así se cubrió el cuerpo humano durante toda la Edad Media.
Habría que esperar al Renacimiento para volver a descubrirlo en todo su
magnífico esplendor.

1. De esta denominación derivará nuestra palabra límite.


2. Provincia romana en Europa central.
3. Tribu germánica que penetró en el Imperio romano en el siglo III.
4. Así lo consideró el Senado, que mandó erigir una estatua del emperador Zenón en Roma.
5. En realidad, la había puesto bajo control estatal, lo que en la práctica significó su cierre.
6. Si bien luego de un tratado de paz entre Justiniano y Cosroes se les permitió a estos volver a
Grecia, el ambiente nunca volvió a ser propicio para la actividad filosófica. Una teoría bastante
razonable es que muchos textos griegos, entre ellos los de Aristóteles, llegan por esa vía, siglos más
tarde, de manos árabes, y son sus traducciones a través de sabios árabes y judíos las primeras en
retornar al continente europeo.
7. Según Filippo Carlá, este fenómeno debe ser visto más como un proceso de transformación que de
decadencia. Este historiador subraya la necesidad de una definición de ciudad que parta de la raíz del
concepto y que no esté meramente asociada a la matriz arquitectónica, sino a un profundo sentido
político y social. Para ello pone como ejemplo la desaparición de ciertas construcciones propias de la
Antigüedad, como los teatros, y la aparición de otros edificios adaptados a los tiempos que corrían,
como, por ejemplo, las sedes obispales y ciertas estructuras eclesiásticas. Según su punto de vista,
más allá de la despoblación y las transformaciones, estas se mantuvieron vivas durante el período
estudiado (2015).
8. Verbigracia, la ciudad de Roma había perdido más del 80% de su población en el siglo VI
(Wickham, 2013).
9. La doctrina del filioque hace proceder al Espíritu Santo tanto del Padre como del Hijo en la
trinidad cristiana. Sin embargo, en el Concilio de Nicea en el 325, esta fórmula no contemplaba al
Hijo, y Constantinopla se mantuvo en esa posición. Por el contrario, Occidente la incorporó a pedido
del emperador alemán Enrique II en 1014, aunque ya tenía antecedentes en la Iglesia latina a partir
del Concilio de Toledo, en el 589. Por supuesto que la ruptura tuvo tanto de componente religioso
como de disputa de poder entre Roma y Constantinopla.
Capítulo XVIII
El pensamiento en penumbras

1. Boecio (ca. 480-524)

A la par que el Imperio romano continuaba disolviéndose, en Italia,


Teodorico, otro general y patricio romano, de origen germano y educado en
la corte bizantina, asesinó a Odoacro y fundó el breve Reino Ostrogodo en
la península (493-536). Alternó su vida entre campañas militares que le
permitieron conquistar el sur de Italia y los Balcanes occidentales, con la
ficción de seguir siendo leal al emperador en Constantinopla.
En ese mundo de apariencias en donde todavía se elegían senadores y
cónsules como si nada hubiese sucedido, mientras se fundaban diversos
reinos en lo que había sido el territorio del Imperio, la cultura y el saber
clásicos todavía emitían sus últimos fulgores. Boecio, descendiente de la
antigua familia romana de los Anicios, fue educado en la añeja tradición de
las artes liberales, reservada para la élite, en el seno de la erudita familia de
los Símacos (Le Goff, 2013). Como todo hombre de su posición, realizó el
cursus honorum correspondiente, fue dos veces cónsul y luego magister
officiorum, una especie de primer ministro de Teodorico. Sin embargo, su
cuidada erudición no fue suficiente para que se pudiese conducir entre las
tensiones existentes en su época; el rey y la élite senatorial, la fidelidad
entre Rávena (1) y Constantinopla, la diferencia entre los godos arrianos y
la Italia católica entre las más importantes. Acusado ante Teodorico de una
conspiración que supuestamente planeaba el Senado, este lo mandó detener,
encarcelar, torturar y finalmente ejecutar en Pavía.
Ahora bien, en los términos de esta obra, Boecio representa un puente
entre la filosofía griega y la latinidad. Su conocimiento del griego le
permitió traducir algunos de los tratados filosóficos helenos, e incluso
intentó armonizar la obra de Platón con la de Aristóteles. Sin embargo, a
pesar de lo multifacética que fue su obra, en el campo en el que más destacó
fue en el de la lógica. Tradujo las Isagoge o Introducción a las categorías
de Aristóteles, del filósofo neoplatónico Porfirio, y realizó traducciones y
comentarios a las Categorías de Aristóteles y otros escritos sobre la misma
temática del estagirita, así como también a los Tópicos de Cicerón. De
hecho, y hasta que en el siglo XIII fue traducido al latín el Organon
completo de Aristóteles, la Edad Media se nutrió en este campo de la obra
boeciana. Por otro lado, también reunió las ciencias que componían la
“cuádruple vía hacia la sabiduría”: aritmética, geometría, astronomía y
música, en lo que denominó quadrivium y que sería la base de las artes
liberales hasta que tiempo más adelante se le agregaría el trivium, que
consistía en la enseñanza de gramáica, dialéctica y retórica.
Sin embargo, y a pesar de sus contribuciones con respecto a la lógica, la
obra de Boecio que ha trascendido los siglos es aquella que escribió en su
cautiverio llamada La consolación de la filosofía. En ella, la Filosofía se
presenta al prisionero y, a través de una fluida conversación guiada por la
esta señora, se van desgranando diversos tópicos, aunque el aspecto central
de este trabajo lo ocupa el tema de la libertad humana y la presciencia de
Dios. Es este un libro dividido en cinco partes, escrito en prosa al estilo de
los diálogos platónicos y también en verso, algunas de cuyas poesías son de
una gran belleza literaria.
Durante el coloquio, la Filosofía hace notar a Boecio que la causa de sus
males ha sido olvidar en qué consiste el verdadero fin del hombre (libro I);
que la verdadera felicidad no consiste en los bienes que otorga la fortuna
pues ellos son mudables y caducos (libro II); que la felicidad se encuentra
en Dios, que es la plenitud de todo bien (libro III); que Dios, que es
supremo, rige el mundo y discurre sobre la providencia y el destino (libro
IV). Empero, a pesar de la densidad e importancia de los temas tratados en
los primeros cuatro libros, es en el libro V donde aparece un tópico esencial
en la historia del pensamiento político, nada menos que la cuestión de la
libertad humana.
En este último libro de la Consolación, Boecio se pregunta sobre los
márgenes de libertad que tiene el hombre ante un Dios que, en su eterna
existencia, todo puede preverlo. En otras palabras, si Dios, en su presciencia
–es decir, la facultad de Dios de conocer todo aquello que los seres
humanos harán o dejarán de hacer–, puede saber cómo se desarrollarán
nuestras acciones, o bien significa que ellas están determinadas, o bien, en
caso contrario, que Dios puede equivocarse. Así lo expresa el filósofo:
Me parece –le dije– que no hay oposición ni contradicción tan grande
como la que existe entre la presciencia universal de Dios y el libre
albedrío. Si Dios prevé todas las cosas y no puede equivocarse, habrá de
suceder cuanto la Providencia ha previsto que suceda. Por tanto, si desde
toda la eternidad prevé no solo los actos sino también los pensamientos y
los deseos, no existe el libre albedrío. No sería posible acto o deseo
alguno más que los previstos por la presciencia infalible de Dios (178).

Para salir de este meollo, Boecio plantea en boca de la Filosofía la idea


de la intemporalidad divina, es decir, para Dios no existe la noción de
pasado ni futuro, sino que todo aquello que ve sucede simultáneamente, y
es así que los actos del hombre, no por ser conocidos por Dios, carecen de
libre albedrío. Así:

Todo acontecimiento futuro va precedido de la mirada de Dios, que lo


atrae y lo reclama a su siempre actual conocimiento. Su presciencia no
cambia la manera de conocer, como tú crees. Más bien prevé y abarca en
una sola mirada todos los cambios posibles, voluntarios o no, en un
mismo presente eterno (198).

Por supuesto que la relación entre la presciencia divina y la libertad


humana ha sido en la historia una de las cuestiones más difíciles de
desentrañar. Boecio, entonces, llega a la conclusión de que Dios prevé todos
los actos del hombre, pero los prevé tomando en cuenta su libertad y todas
las decisiones que pueda tomar. Al vivir Dios, a diferencia del hombre, en
un eterno presente, las acciones humanas no pueden modificar su
conocimiento. Es claro que el dilema resuelto de esta forma deja muchos
interrogantes por plantear. No obstante ello, la solución a la que arribó
Boecio en la Consolación habría de perdurar durante los siglos venideros.
Exactamente mil años después, Martín Lutero conmoverá a Occidente al
negar el libre albedrío.

2. Isidoro de Sevilla (ca. 560-636)


Isidoro fue posiblemente la mayor figura intelectual de la España
visigoda. Nació en una época de fuertes luchas intestinas entre los visigodos
que seguían el cristianismo arriano y los antiguos habitantes hispano-
romanos que profesaban el catolicismo. En el año 587, el rey visigodo
Recaredo terminó con esas querellas al adoptar el culto católico y unificar
así a la península en una sola fe. También fue ese un tiempo en el que
todavía se hacían sentir los ecos de las guerras góticas, aquellas con que el
Imperio bizantino, cada vez más alejado en mente y espíritu de Europa,
había intentado recuperar Italia y algunas otras partes del continente, con un
alto costo en vidas y una profunda devastación económica, social y
productiva de Italia y parte de los Balcanes. De hecho, Isidoro y su familia
debieron huir de la ciudad de Cartagena, ocupada por los bizantinos.
En su formación intelectual confluyeron la cultura clásica con la clerical,
y en su vasta obra se revela un gran conocimiento de ambas. Elegido obispo
de Sevilla en el 599, fue hasta su muerte un hombre de una poderosa
influencia en el reino y presidió el IV Concilio de Toledo, que además de
disposiciones de índole religiosa, consagró la monarquía electiva entre los
visigodos.
Su contribución a la sociedad absoluta del cristianismo pergeñada por
Agustín consistió, por un lado, en seguir componiendo la estructura
discursiva que desde lo político justificaba el teocentrismo en detrimento de
los poderes temporales; y por el otro, en resumir todo el saber de la época
en una obra escrita desde la más cabal visión católica. En su dimensión
política, el obispo de Sevilla, siguiendo el camino delineado por León I,
Gelasio I y otros, definió con meridiana claridad y con una lógica funcional
las atribuciones y deberes de ambos poderes, el religioso y el secular. Según
su teoría, los reyes eran meros auxiliares cuya tarea consistía en respaldar y
difundir con sus armas la doctrina cristiana y la voz del clero y aún más, en
usar la fuerza de su espada cuando la palabra no fuese suficiente. Empero,
la influencia en este sentido del obispo de Sevilla no acaba aquí, sino que se
prolonga en el siglo IX, en el reino de los francos a raíz de una de las tantas
falsificaciones (2) que el alto clero de la Iglesia producía para dotar de la
legitimidad que otorga la antigüedad a sus actos y resoluciones; el Seudo-
Isidoro. Esta obra, forjada posiblemente en la década del cuarenta del siglo
IX, al igual que otras falsificaciones, parte de la teoría del verdadero
Isidoro, siendo apócrifos los documentos papales, sinodales y cartas o
escritos de los primeros hombres de la Iglesia. (3) A partir de esta obra y de
los documentos asentados en ella, el papado pudo justificar muchas de sus
teorías y acciones. Así se insistía particularmente sobre la universalidad de
la jurisdicción papal, el carácter auxiliar del poder temporal, el orden
jerárquico de la sociedad, la inmunidad de los clérigos con respecto al poder
secular en las llamadas causas mayores, las que debían ser entendidas solo
por el papa, y la tajante definición de que ningún concilio podía dictar
resoluciones vinculantes si no era presidido o aprobado por el obispo de
Roma. Según Ullman, “Junto con la Biblia, el Seudo-Isidoro era el libro
más práctico con que jamás haya contado el papado” (2013: 83).
Por otro lado, su otra gran contribución a la construcción de la sociedad
teocéntrica fue, siguiendo el método de Casiodoro, (4) la compilación,
durante más de veinte años, de todo el saber de la época organizado
etimológicamente desde la perspectiva cristiana. Así abarca las artes
liberales: gramática, dialéctica, retórica, música, astronomía, geometría y
aritmética; luego las artes derivadas de aquellas: el derecho, la medicina, y
por último, la parte estrictamente teológica. Este inmenso trabajo dio lugar
a las Etimologías de Isidoro de Sevilla, publicadas en el 636 y luego
compiladas por el obispo Braulio de Zaragoza en veinte libros. El
gigantesco esfuerzo de Isidoro y sus ayudantes dio como resultado una obra
que, desde la óptica católica, se transformó en el material educativo de
todas las escuelas durante 800 años. Los monjes fueron los encargados de
difundirla, y baste solo decir que cuando sobre el crepúsculo de la Edad
Media surgieron las primeras universidades, allí todavía se estudiaba con
las Etimologías. En definitiva, Isidoro construyó una Summa del
conocimiento humano en la cual la cosmogonía de la Iglesia romana
ocupaba la centralidad. Durante siglos enteros, no fue posible elaborar
conocimiento por fuera de las Etimologías, sencillamente porque allí se
concentraba el universo. La idea agustiniana contenía en sí misma todas las
preguntas y todas las respuestas.

1. En el 402, el emperador Honorio la convirtió en la capital del Imperio romano de Occidente.


2. Una de las falsificaciones más famosas de la cristiandad romana consistió en el documento
llamado la “Donación de Constantino”, posiblemente realizado por la cancillería papal hacia la mitad
del siglo VIII. Según la Donación, Constantino había decidido otorgar a la Iglesia romana la primacía
eclesiástica en todo el Imperio, al cual le traspasó todas las insignias y la simbología imperiales,
además del palacio imperial, la ciudad de Roma, todas las provincias de Italia y en general el
Occidente. El documento se presume elaborado sobre una leyenda que habría comenzado en el siglo
V, cuando Constantinopla y Roma comenzaron a querellarse. Sin embargo, curiosamente, este
apareció de modo oportuno para sellar un acuerdo entre Pipino el Breve y el papado. Así, Pipino se
convirtió en el primer rey carolingio, ungido por el papa por la �gracia de Dios”, deponiendo al
último rey merovingio Childerico III. En pago de ello, el nuevo rey defendió al obispo de Roma de
los lombardos otorgándole poder sobre lo que básicamente había constituido el exarcado de Rávena
(Umbría, Lacio, Emilia-Romaña y Las Marcas). Como resultas de este acuerdo, por un lado, Pipino
se convirtió en el primer rey ungido con óleo por un papa, con todo lo que ello conllevaría
posteriormente en cuanto a la necesidad de consagración papal de los reyes en la discusión entre los
poderes temporal y espiritual; y por otra parte, nacieron los Estados Pontificios que perdurarían hasta
1870.
3. El primer papa en utilizarlo fue Nicolás I (858-867).
4. Casiodoro (ca. 490-583) fue un político romano que sirvió a Teodorico y ejerció como canciller
real durante cerca de treinta años. Retirado de la vida pública, fundó un monasterio en Sicilia y se
dedicó plenamente a las actividades intelectuales. Su extensa obra escrita discurrió entre lo profano y
lo religioso. En lo que aquí nos concierne, ha sido citado merced a su obra Institutiones divinarum
litterarum e Institutiones saecularium litterarum, cuyo primer volumen trata sobre la lectura sagrada,
y el segundo, sobre las artes liberales, con el argumento de que era imposible entender la literatura
sagrada si se desconocía la profana. Si bien su trabajo no tiene el carácter enciclopédico del de
Isidoro, tanto su sistematicidad como la concepción de relacionar la antigua herencia intelectual con
las ideas cristianas sirvieron de molde para las Etimologías.
Interludio

Dos acontecimientos vinieron a poner fin a la amodorrada transición de


la Antigüedad tardía para ingresar plenamente en la Edad Media, por un
lado, la irrupción del islam, y por el otro, la creación del Sacro Imperio
Romano Germánico.
En el año 622, el profeta Mahoma –descendiente de la antigua tribu
árabe de los Quraish– (1) escapó de la ciudad santa de la Meca (2) hacia
Yatrib, (3) en un hecho conocido como la hégira, el cual marcó el comienzo
del islam como religión y el desarrollo y consolidación de un nueva
concepción del mundo que en poco tiempo tendría enormes consecuencias
tanto en Oriente como en Occidente.
Mahoma había recibido la revelación de parte del arcángel Gabriel
mientras dormía en una cueva de la montaña durante el mes sagrado del
Ramadán en el año 610. Fruto de esa revelación surgió el Corán, (4) libro
sagrado para la religión naciente. A partir de entonces, Mahoma se presentó
cada vez más explícitamente como el profeta de Alá anunciando una
religión monoteísta. Luego de su huida de la Meca, escapando de sus
enemigos, se estableció en Medina y comenzó a organizar las bases de la
nueva fe. Mahoma además se convirtió en un experimentado y hábil
guerrero que dirigió varias campañas contra sus enemigos hasta que logró
tomar La Meca. Como puede observarse, desde sus inicios, el islam llevó en
su esencia la fe y la guerra.
A la muerte de Mahoma, sus sucesores, luego de disputarse agriamente
el poder, (5) comenzaron una serie de conquistas basadas en el concepto de
Jihad, es decir, guerra santa, con el objetivo de llevar la nueva fe a los
infieles del mundo. A partir de allí, iniciaron conquistas que primero
afectaron al Imperio bizantino y su zona de influencia, luego al
Mediterráneo y finalmente a Europa. Así, con una rapidez fulminante para
las anquilosadas estructuras políticas de la época, a las que tomó por
sorpresa, cayeron en manos de las huestes islámicas Bosra (634), Siria
(636), Jerusalén (638) y desde allí, Mesopotamia y Persia, y hacia el oeste,
los territorios bizantinos de África del Norte. Con el transcurrir de los años
y ya convertidos también en una potencia marítima, la expansión hacia el
Mediterráneo se consolidó y una a una fueron cayendo Chipre, el Asia
Menor, Rodas, Creta, Sicilia, (6) Túnez, Marruecos, hasta que en el 711, los
bereberes de Tariq cruzaron el estrecho de Gibraltar y llegaron hasta el
territorio continental español. Tampoco allí detuvieron su expansión y, tras
haber consolidado su posesión en España, hacia el 720, tomaron varias
ciudades del sur de Francia: Narbona y Carcasona, y saquearon Autun en el
725. El avance parecía incontenible, habida cuenta de que más allá de la
lejanía de sus bases originarias en Oriente, las fuerzas musulmanas, al
establecerse en cada territorio dominado, erigían instituciones
gubernamentales y administrativas estables que les permitían continuar con
su periplo de conquistas. En ese momento, sus posesiones llegaban desde
España hasta China, y desde el mar de Aral hasta la costa norteafricana. Sin
embargo, en el año 732, la batalla de Poitiers se constituyó en uno de los
hechos más trascendentes de la historia occidental. Allí, Carlos Martel, (7)
al mando de un ejército franco, derrotó a los árabes y frenó definitivamente
su expansión, aunque durante un tiempo siguieron acaeciendo ataques
aislados. La expansión musulmana había llegado a su fin en Europa. Al
calificar como trascendente esta batalla, lo hacemos contemplando que los
francos no se enfrentaron a un enemigo cuyos aspectos organizativos no
estuviesen cubiertos o a un ejército cansado luego de luchas interminables,
como había sucedido con los hombres de Alejandro al llegar a la India.
Como ya hemos visto, la andanada islámica ocupaba territorios y
consolidaba su posición hasta de lanzarse a nuevas conquistas, es decir, no
solo tenían asegurada la retaguardia sino el aprovisionamiento de efectivos,
vituallas y demás enseres necesarios para la guerra. La historia es la que fue
y toda especulación es siempre incomprobable, sin embargo, ello no oculta
el interrogante acerca del futuro de Europa sin la batalla de Poitiers.
¿Hubiesen los árabes dominado Francia y luego Europa toda? Derrotados
los francos, que constituían en ese momento el último bastión europeo, ¿qué
hubiese pasado con Italia y el papado? ¿Hubiese resistido el Imperio
bizantino hasta el siglo XV, amenazado desde el este y el oeste? ¿Qué
Occidente hubiese surgido de una Europa islámica? Especulaciones que
jamás tendrán contestación merced a la victoria de Carlos Martel que lo
impidió.
A partir de Poitiers (8) comenzó la reconquista europea hasta la
expulsión definitiva de los árabes en 1492, aunque otros podrían situar el
fin de la reconquista en el 1571, en la batalla de Lepanto. Más allá de ello,
lo cierto es que la influencia árabe de más de 700 años aún se deja sentir en
Occidente por varias razones. En primer lugar, es menester aclarar que, más
allá de su impronta guerrera, este primer islam fue sumamente tolerante con
los vencidos, (9) incluso los “infieles” podían seguir profesando su religión
y conservando sus lugares de culto a condición de llevar ropa color miel y
pagar un tributo anual; ello suponía un grado de tolerancia inusual para la
época. De hecho, muchos nativos de los territorios conquistados se
convertían al islam. Por otra parte, y como fruto de esa amplitud intelectual,
el islam protegió a muchos eruditos y sabios de cualquier confesión y
lograron notables progresos científicos y artísticos. Avances en medicina,
matemática, arquitectura, física, mecánica, química, astronomía, así como
en literatura y filosofía ingresaron al Occidente junto a las huestes
islámicas. (10) En todo el mundo árabe, además de escuelas, en las ciudades
más importantes, como Bagdad, el Cairo, Córdoba y Toledo, se fundaron
importantes universidades, provistas de laboratorios y bien abastecidas
bibliotecas (Le Bon, 1974). De hecho, el regreso de Aristóteles y gran parte
de los filósofos griegos al Occidente cuya religión los había anatemizado,
es obra de las traducciones de sabios musulmanes, estimulados por
príncipes omeyas (11) y abasíes. (12) Pensadores como Avicena (980-1037)
no solo realizaron importantes contribuciones en estas ciencias, sino que
este, además, intentó organizar las verdades islámicas desde la lógica
aristotélica y la metafísica griega (Hourani, 2003). Más tarde, en el siglo
XII, Averroes (1126-1198), natural de Córdoba, también abordó
profundamente la obra del estagirita y sostuvo frente a sus detractores que
la razón humana tenía el derecho a indagar en las cuestiones teológicas,
asunto que poco después retomaría Tomás de Aquino. En el mismo clima
intelectual, Maimónides (1138-1204), un pensador judío también originario
de la Córdoba musulmana, en su Guía de perplejos, se abocó a superar la
antinomia entre religión y filosofía al sostener que esta última disciplina era
imprescindible para comprender el significado de las escrituras.
La irrupción del islam entonces, y no las invasiones germanas como
hemos estudiado, supuso una ruptura con el mundo de la Antigüedad.
Separó en forma definitiva Oriente de Occidente al quebrar la unidad
mediterránea, y territorios como el norte de África y España, que siempre
habían orbitado dentro de los márgenes occidentales, se desplazaron hacia
el este en su religión, costumbres, idiosincrasia y régimen político (Pirenne,
2013).
La irrupción de una nueva unidad política cuyas bases no estarán
ancladas en el Mediterráneo comenzaría a dar forma a la idea que Gregorio
I tenía de Europa y haría ingresar a Occidente plenamente en la Edad
Media. Esa unidad jurídico-política se transformaría en la base del moderno
continente europeo y, con el nombre de Sacro Imperio Románico
Germánico, intentó rescatar la representación de las antiguas tradiciones
romanas unidas a las germanas bajo la égida del catolicismo.
Hacia el 740, la dinastía franca de los merovingios estaba tocando a su
fin, razón por la cual hacía tiempo que el poder efectivo lo ejercían los
mayordomos de palacio. Como ya hemos visto IX, Pipino, mayordomo del
rey merovingio Childerico III preguntó al papa Zacarías, quien necesitaba el
apoyo franco para contener a los lombardos que lo asediaban desde el norte
de Italia, si el rey debía ser aquel que ostentaba el título o quien en realidad
gobernaba. La respuesta papal legitimó el golpe de Estado, Childerico fue
depuesto y así comenzó la dinastía carolingia. En virtud de este acuerdo, el
papado no solo recibía los territorios que serían denominados Estados
Pontificios, sino que además añadía a su vigorosa doctrina y su magnífica
organización el brazo secular que le permitiese emanciparse cada vez más
del Imperio de Oriente.
En el día de la Navidad del año 800, Carlomagno fue formalmente
coronado emperador de los romanos y más allá de los fundamentos
discursivos y filosóficos que legitimaban esta acción, los cuales serán
estudiados en el capítulo siguiente, lo cierto es que este no solo no estaba
totalmente de acuerdo con ellos sino tampoco con la idea de ser un
gobernante universal. Ser emperador romano, según la lógica de la época,
era gobernar el mundo, y Carlomagno, que había logrado su trono luego de
pelear arduas guerras, no tenía intenciones de disputar con Bizancio por la
primacía del orbe, cuestión que sí interesaba al papado, que deseaba
independizarse de la tutela imperial. En todo caso, el carolingio anhelaba
ser el amo de Europa o lo que para él constituía un sinónimo, sobre la
cristiandad latina u Occidente. La relación que pensaba Carlomagno era la
de paridad con el Imperio romano oriental. Si bien ello no fue comprendido
por Constantinopla y tendría ulteriores consecuencias, lo cierto es que, tras
haberse establecido una unidad política cristiana católica en Europa, el
distanciamiento entre Roma y Constantinopla fue ensanchándose cada vez
más, el Imperio “griego” dejó de pertenecer a Occidente porque Occidente
era Europa y su Sacro Imperio Románico Germánico. (13)
Si bien en la historia el término Renacimiento ha quedado asociado con
el fin de la Edad Media y los comienzos de la modernidad, por su amplitud
y consecuencias, bajo la dirección de Carlomagno, el siglo IX experimentó
un breve renacer (14) de la cultura clásica, por supuesto, en un mundo
teocéntrico muy lejos de la Antigüedad Clásica. Carlomagno se negó a
residir en Roma e hizo construir un palacio en su dominio de Aquisgrán
(15) con materiales llevados de Roma y Rávena. Allí el emperador creó un
centro cultural en su corte basado “en lo que él creía que eran las líneas
maestras de la civilización romana y llegó a aprender latín y algo de griego,
haciendo acudir de todos los rincones del mundo conocido a los eruditos
para ponerlos a su servicio” (Johnson, 2005: 20). Se fundaron escuelas en
iglesias, catedrales y monasterios promoviendo la instrucción escolar, ya
que, como hemos estudiado, los hombres del clero eran prácticamente los
únicos que sabían leer y escribir. También se realizó un compendio de
algunos conocimientos clásicos agrupados en los llamados Libri Carolini y
se desarrolló en sus scriptorium la letra denominada minúscula carolingia,
además de rescatar a algunos autores como Terencio. Sin embargo, la
experiencia no prosperó más allá de Carlomagno, habida cuenta de que en
su época no solo no existían los recursos materiales para un programa de
tan vasta envergadura, sino que tampoco existían en el contexto las
condiciones de posibilidad para el resurgir de la antigua cultura pagana.
Los carolingios reorganizaron el caos que habían supuesto los últimos
reinados merovingios. Constituyeron para su imperio una política
descentralizada, aunque, paradójicamente, con un fuerte control central.
Existían dos niveles de administración, por un lado, el gobierno central,
cuyo líder –el emperador– identificaba su persona con el Estado y tenía
poderes ilimitados e inapelables. Por otra parte, se encontraban los
gobiernos locales, los condados, presididos por un conde designado por el
rey, que aunaba en su seno facultades políticas, militares, fiscales y
judiciales. Los asuntos religiosos competían al obispo tanto como
nominalmente en el orden superior correspondían al papa y no al
emperador. Finalmente, el gobierno central controlaba a los condados
mediante unos funcionarios llamados missi dominici o, vulgarmente, “ojos
y oídos del rey”. Su misión consistía en vigilar que los condes realizasen
una buena administración e impartiesen justicia de acuerdo con las leyes
vigentes. Su poder era enorme y hasta tenían facultades para destituir a los
condes.
La estructura formal y administrativa que estableció Carlomagno para su
imperio, con un poder central y poderes locales con atribuciones
delimitadas, claramente reconstruyó el desordenado tejido político que se
había instalado en Occidente hacia fines del siglo V y se acercó bastante al
concepto de una Europa cristiana, que había sido la meta de Gregorio I. Sin
embargo, y a pesar de que la concepción teocéntrica se hallaba en su
cúspide, la ruptura del Imperio carolingio por parte de los nietos de
Carlomagno comenzó, por un lado, a afirmar identidades que luego serían
naciones, y por el otro, a convertir a los condados y marquesados en cargos
hereditarios que configurarán el sistema feudal, contracara secular del poder
de la Iglesia.

1. Si bien Mahoma no pertenecía a su rama más importante, los Quraish eran una familia de
comerciantes muy antigua cuyos orígenes se remontaban a Ismael, el hijo que el patriarca Abraham
concibió con su esclava Agar. Administraban y custodiaban el templo de la Kaaba y tenían influencia
y supervisión sobre el gobierno de la Meca.
2. Allí se encuentra el templo de la Kaaba, con su altar en la Piedra Negra. En tiempos anteriores al
islam, en la Kaaba se adoraban diversos dioses, entre ellos Alá, probablemente el dios venerado por
la familia Quraish. De hecho, su antigüedad nos viene dada por la mención realizada por Heródoto
acerca de una deidad llamada al Lat, que revestía suma importancia para los pueblos que habitaban
Arabia.
3. La actual Medina en Arabia Saudita.
4. El Corán no fue escrito en vida de Mahoma, quien dictaba las revelaciones del arcángel Gabriel a
sus seguidores quienes los escribieron en diferentes soportes. En el año 633 el Califa Abu Bekr
ordenó recopilar todos esos fragmentos y reunirlos en un solo libro que, al carecer de vocales, dio pie
a diversas interpretaciones imprimiéndose textos que diferían entre sí. Más tarde, el Califa Otman
encargó a varios eruditos la revisión del texto y de allí surgió la versión que se conserva hasta
nuestros días.
5. La sucesión de Mahoma no fue pacífica y suscitó una serie de enfrentamientos entre sus sucesores.
Antes de morir, el profeta no había designado sucesor, aunque pidió a Abu Bekr que dirigiera la
última plegaria, y ello fue tomado como un signo de jefatura. Alí, sobrino y yerno de Mahoma,
disintió y así comenzaron las luchas por la sucesión. En resumen, de este conflicto surgen las hoy
principales divisiones del islam, entre sunnitas, que son aquellos que siguieron la línea de los califas
desde Abu Bekr, y los chiitas, que son aquellos que dicen descender directamente de Alí, sangre del
profeta.
6. Si bien las tropas islámicas llegan hasta la isla, esta recién le será arrebatada al Imperio bizantino
en el año 878 tras una épica defensa.
7. Desde el 737, Carlos Martel se transformó, sin la mediación de ningún merovingio, de hecho, en el
gobernante efectivo de los francos y fundador de la dinastía Carolingia (Bendriss, 2007).
8. Tradicionalmente, los españoles añaden a Poitiers la batalla de Covadonga en el 722, la cual según
la tradición ibérica, marcó el comienzo de la reconquista.
9. En verdad, esa tolerancia también era llevada muchas veces al terreno militar. Al sitiar una ciudad,
era común que el parlamentario musulmán invitara a los sitiados a rendirse con una fórmula
obligatoria para la ley coránica que establecía que, si la ciudad se rendía, se respetarían las vidas, las
confesiones y los lugares de culto de los pobladores que no quisiesen convertirse a la fe de Mahoma.
Caso contrario, los sitiados se exponían a un saqueo y pillaje de tres días si eran derrotados (Crowley
2015).
10. Es muy posible que cuando los árabes conquistaron Siria y Persia encontrasen allí gran parte del
tesoro que Damascio, como hemos visto ya, llevó a la corte persa de Cosroes.
11. Dinastía que gobernó el califato de Damasco desde el 661 hasta el 750.
12. Dinastía que sucedió a los omeyas, trasladó su capital a Bagdad y gobernó hasta 1258.
13. Si bien aquí utilizamos desde el comienzo el término Sacro Imperio Romano Germánico, lo
cierto es que Carlomagno fue coronado como emperador de los romanos. Luego del tratado de
Verdún en el 843, por el cual los nietos de Carlomagno se dividieron el Imperio carolingio
conquistado por su abuelo, la idea de imperio permaneció en los príncipes alemanes. La
denominación “sacro” aparece recién en el siglo XII, y el adjetivo germánico, en fecha tan tardía
como el siglo XV.
14. También algunos autores han creído descubrir un renacimiento en el siglo XII (Haskins, 2013).
15. La actual ciudad alemana de Aachen, en el distrito gubernamental de Colonia.
Capítulo XIX
Hierocracia, feudalismo y poliarquía

1. Hierocracia

La concepción agustiniana de una sociedad total del cristianismo,


controlada, regulada y codificada por la Iglesia católica, fue
transformándose, durante la lenta transición de la Antigüedad a la Edad
Media, en el agustinismo político, que llegó a su expresión más acabada en
el siglo IX, con la idea de hierocracia, (1) por la cual el papa, como sucesor
de Pedro, tenía la primacía para dirigir a la comunidad de los creyentes.
Como ya vimos, las ideas de Agustín fueron refinadas y pulidas sus aristas,
que fueron adaptadas a las mudanzas temporales por hombres como León I
y Gelasio I, pero también por muchos otros hombres de la Iglesia, que
contaba con la ventaja de contar, dentro de su clero, con personas instruidas,
al contrario que el poder secular, en que ni siquiera los nobles y reyes
conocían los rudimentos de la lectura y la escritura. Ello otorgó a la Iglesia
católica una superioridad que le permitió establecer un sólido discurso que
justificó, durante siglos, su poder frente a una fuerte carencia de
fundamentos intelectuales y filosóficos por parte de las fuerzas seglares,
que poco tenían para oponer a ese discurso.
Carlomagno, el gran unificador de aquello que luego llamaríamos
Europa, no deseaba ser un gobernante universal y desconfiaba del clero en
tanto y en cuanto el acuerdo que su padre, Pipino, había establecido con
Roma le parecía meramente una alianza en términos de conveniencia
militar y política. Esta fue la razón por la cual se sintió profundamente
disgustado cuando en su coronación, en San Pedro en el año 800, el papa
ciñó la corona sobre su cabeza. Para un hombre de origen germano que
siempre había concebido que los reyes, o bien eran elegidos por el pueblo o
por asambleas de nobles, le pareció una grave ofensa que se considerase
que el papa le otorgaba el título de emperador de los romanos, que en todo
caso, él mismo se había ganado en los campos de batalla. Sin embargo, ya
hemos estudiado que los discursos que legitiman el poder se basan no solo
en palabras, sino en símbolos, costumbres y arquetipos que los configuran y
les dan sentido. Las fórmulas de coronación hacía tiempo que venían siendo
elaboradas por el clero, y el propio Pipino había permitido que el obispo de
Roma lo “ungiese” como rey de los francos.
Así se fue configurando, no solo la primacía del papado, sino la
concepción del rey como auxiliar secular de aquel; al ser ungido con el
óleo, ceremonia derivada directamente del Antiguo Testamento, (2) el
monarca se convertía en “rey por la gracia de Dios”, (3) es decir que su
poder venía de la divinidad, pero era otorgado en este mundo por el
pontífice romano, vicario de Cristo en la Tierra. De hecho, aun cuando el
monarca distribuía cargos y favores entre los suyos y su pueblo, debía
entenderse que todo ello fluía a través del gobernante, pero procedía de
Dios. También ello entrañaba que no podía desobedecerse a las autoridades
terrenales ungidas por Dios, salvo que perdieran explícitamente el favor
divino, por ejemplo, mediante la excomunión. En esta concepción
teocrática de gobierno, el pueblo liso y llano se asimilaba a un menor de
edad que debía ser cuidado y protegido (Ullmann, 2013). El rey, entonces,
se encontraba por encima del pueblo, pero sometido al papado.
Carlomagno, en quien la Iglesia había puesto todas sus esperanzas de
construir el reinado universal católico, entendía que la cuestión del mismo
por la gracia de Dios significaba algo muy distinto de aquello que entendía
la Iglesia; para el gobernante franco, Dios le había encomendado la misión
de conducir el reino que había conquistado. Una concepción
razonablemente parecida a aquella que en tiempos de Justiniano había
surgido en Constantinopla, conocida como cesaropapismo. Carlomagno se
sentía el gobernante de Europa, que para él significaba la latinidad cristiana.
Sin embargo, y a diferencia de Bizancio, el emperador franco reconocía la
primacía de la Iglesia en cuestiones espirituales, aunque se arrogaba el
derecho de decidir cuáles eran estas. Sin embargo, tal posición de
Carlomagno no suscitó conflictos en su época, habida cuenta de que, por un
lado, la Iglesia había comenzado a lograr su objetivo político de escapar de
la tutela bizantina, y por el otro, que a la muerte del emperador, sus
sucesores, o bien opinaron distinto o bien no tuvieron la firmeza de carácter
del viejo rey. Todo ello sin contar que en pocos años sus nietos disgregarían
la unidad política que Carlomagno había conseguido. Además,
paradójicamente, en las escuelas que el hijo de Pipino había fundado en
conventos y catedrales se educó una generación de clérigos que llevó a su
más refinada expresión la concepción hierocrática.
Luis I “El piadoso”, hijo de Carlomagno, fue ungido y coronado por el
papa en una cabal muestra de poder de Roma, y ya en el 823, al ser
coronado Lotario, fue este último quien se dirigió a Roma y no el papa al
reino franco. En esa misma ceremonia, el emperador recibió un sable, lo
cual reforzaba la idea del rey como auxiliar en la fuerza del mundo
eclesiástico. Aquello a lo que Carlomagno se había opuesto, sus sucesores
lo consagraban políticamente: solo el papa puede otorgar el Imperio
romano. La ideología papal se había convertido en un hecho
incontrovertible.
Sin embargo, lo plasmado en los hechos se fue desarrollando en doctrina
elaborada en gran parte por el alto clero franco, aliado del papado, y
definida en frecuentes sínodos en los que, como se ha observado, los
poderes terrenales nada podían oponer debido a sus grandes carencias de
orden intelectual. Así se internalizaron y capilarizaron hacia la sociedad las
ideas políticas, que conformaron un discurso por el cual la suprema
soberanía en la sociedad total del cristianismo residía en el papa, hacedor de
reyes y juez final de todas las controversias a quien nadie podía juzgar.
Como poseía tal poder e inmunidad, todos los cristianos eran sus súbditos, y
sus normas, obligatorias para todos: reyes, nobles y pueblo. De ello y con el
tiempo, derivaron no solo la prerrogativa del obispo de Roma de no ser
juzgado, sino también la inmunidad del clero ante los poderes seculares y la
total primacía de las leyes eclesiásticas sobre aquellas emitidas por los
poderes terrenales, que eran meramente subsidiarias. Como corolario de
ello, debía colegirse que en el papado residía la última definición de la idea
de justicia y, por ende, la regulación social, tanto en la esfera pública como
en la vida cotidiana de los individuos.
El discurso legitimador del poder de la Iglesia contemplaba entonces al
hombre en todas sus dimensiones como una simple unidad, y en esa unidad,
lo regulaba y constreñía en todas sus dimensiones. Se establecía así un
sistema de pensamiento totalitario que no admitía voces en contrario. De
hecho, de acuerdo con esta teoría, la voluntad papal era absoluta, y, tras
determinar León I la separación del hombre respecto de su cargo, lo que
implicaba que no importaba la habilidad moral del papa sino su dignidad
oficial, los obispos de Roma podían cambiar a voluntad, no solo sus propias
decisiones, sino también las de sus predecesores.
Otra característica de la hierocracia fue el estricto sistema de gradación
jerárquica implantado por Roma en la organización eclesiástica y el férreo
control que ella ejercía. De hecho, y como se verá más adelante, justamente
el nombramiento y control de los ocupantes de las sedes episcopales y la
obediencia que ellos debían al papa y las relaciones de poder con los
gobernantes seculares fueron los causantes de los conflictos más
importantes de la Edad Media.
En términos concretos, y a medida que la doctrina papal descendía a las
realidades palpables en cada contexto, los papas, en virtud de ella, se
adjudicaron el derecho de revocar leyes dictadas por las autoridades
seculares, revocar tratados, establecer sanciones en materia fiscal, ordenar a
los monarcas el envío de tropas a determinados territorios, bendecir
conquistas, obligar a entablar conversaciones de paz y hasta exigir a un
pueblo a negar obediencia a su rey bajo el mero expediente de imponer
sobre su región la prohibición de dictar misas, así como también a
confirmar la propiedad privada, la cual se consideraba una gracia divina.
Por supuesto, la desobediencia a los preceptos y directrices que
conformaban el discurso teocéntrico en la Edad Media no quedaba libre de
sanciones. Hasta ahora hemos visto simplemente cómo en el juego de poder
establecido entre los poderes espirituales y temporales los papas podían
desde deponer a un rey, habida cuenta de que también lo habían “creado”,
hasta excomulgar a los gobernantes seculares, lo cual los apartaba de la
comunidad de creyentes. Sin embargo, la creación de la Inquisición en sus
diversas facetas a partir del siglo XII supuso mucho más que una partida de
poder entre elites. Allí, la supremacía de la doctrina hierática se volvió
carnal. Dos aspectos son destacables de mencionar en aras del pensamiento
político. En primer lugar, la herejía, más allá del pecado, suponía una
acción criminal de traición, tanto al monarca como a las autoridades
eclesiásticas, a partir de una degeneración de la fe. Por otro lado,
nuevamente como brazo auxiliar del papado, era deber del rey el exterminio
total de herejía y de los herejes.
Podemos decir entonces que, en términos de pensamiento político, fue
en este contexto derivado de las ideas agustinianas –de una sociedad total e
indivisible, fuera de la cual no era posible la salvación– donde hallaron una
concepción más sustantiva los conceptos de soberanía, de la ley y su
obediencia, de súbdito, inmunidades y prerrogativas, todas las cuales
tendrían un posterior desarrollo, incluso hasta la actualidad, aunque algunos
de estos términos no signifiquen hoy lo que significaban entonces.
Por supuesto que esta concepción del mundo en algún momento fue
enfrentada por el poder secular. Si bien los laicos no poseían todavía el
bagaje intelectual para oponer serios fundamentos a toda una construcción
teórica que, partiendo en Agustín y refinada por otros intelectuales
eclesiásticos, terminaría logrando legitimidad mediante una serie de
falsificaciones como la donación de Constantino o el Pseudo Isidoro de
Sevilla, hubo intentos particulares y litigios importantes que no pudieron
simplemente dirimirse con doctrina. La formación del breve Imperio
carolingio había demorado el desarrollo de un fenómeno que luego de la
partición de la unidad jurídico-política creada por Carlomagno en el 843
con el Tratado de Verdún cobró nuevo impulso. El feudalismo, que hundía
sus raíces en los antiguos pueblos germánicos, vendría a corromper –desde
lo estrictamente político– el orden perfecto que la doctrina papal había
creado.

2. El feudalismo

La carencia de hombres formados intelectualmente para plantear una


cosmovisión alternativa a la visión teocéntrica que la hierocracia conllevaba
no fue el único problema que tuvo el poder secular a la hora de intentar
escapar de la tutela papal. Aun después de la terrible querella de las
investiduras (4) en el siglo XI, entre el emperador Enrique IV y el papa
Gregorio VII debido a la central cuestión de la autoridad para realizar los
nombramientos eclesiásticos, los laicos seguían planteando la cuestión
dentro del paradigma elaborado paciente y concienzudamente por la Iglesia,
y en virtud de ello, sus argumentos resultaban harto débiles. Aun
remontándose a la teoría cesaropapista de Justiniano, ella no solo también
partía de una base teocrática, sino que se encontraba ya muy lejana, no solo
en el tiempo sino en el espacio; el Imperio bizantino se había convertido
para Europa en una idea cada vez más extraña, y el clero, desde el siglo VI,
cuando las diferencias entre el papa y el emperador se habían hecho
patentes, había seguido consolidando su discurso.
Cuando, tras la disolución del Imperio romano de Occidente, los reinos
germánicos en su evolución entre los siglos VI y VIII, comenzaron a dejar
atrás la legitimidad proveniente de sus asambleas y costumbres ancestrales
para ingresar en la lógica teocrática y consagrar reyes por la gracia divina,
cambió en su discurso de poder la legitimidad del pueblo por aquella que
otorgaba Dios. El rey, entonces, comenzó a situarse por encima de los
suyos; no les debía nada. En consecuencia, la soberanía se hallaba solo en
su persona, y el monarca se hallaba por encima del pueblo y aún por encima
de la ley que se erigía a partir de su voluntad, sin ninguna participación
popular, no era responsable ante nadie y ningún organismo podía
controlarlo. Los súbditos le debían lealtad mediante un juramento y todo les
era dado o quitado por la gracia real. Como podemos observar, aquello que
Ullmann denomina “rey teocrático” (2013) participaba de la misma
concepción ideológica que el papa a quien el rey debía obediencia, ya que,
al ungirlo, lo había “creado”. De esta manera podemos entender las
dificultades que el poder temporal encontraba a la hora de pretender
emanciparse de la tutela papal, pues los reyes obtenían su legitimidad de la
construcción ideológica de la Iglesia de Roma. Debemos recordar entonces,
de acuerdo a lo ya estudiado, que, según la teoría eclesiástica basada en
Agustín, la Iglesia fundada por Cristo representaba el todo, y el reino era
apenas una parte de ella. Si bien existieron algunos intentos laicos de
consolidar un argumento en el sentido de que Jesucristo había establecido
un poder dual entre reyes y clérigos y que el papa entonces usurpaba (5)
funciones que no le correspondían, dicha lógica rompía la unidad de la
sociedad cristiana total de la que ambos poderes eran parte, ya que resultaba
imposible en la práctica delimitar ambas esferas. Los esfuerzos del poder
temporal para construir una base ideológica sólida sobre la que asentar su
poder fracasaron, pues enfrentaban una doctrina consistente, elaborada
durante siglos por una casta de hombres instruidos que no habían tenido
oposición y por ello no podían escapar a la trampa de tener que argumentar
dentro de los límites intelectuales delimitados por Roma. En realidad,
aquella construcción histórica y política que el seglarismo necesitaba para
enfrentar la concepción eclesiástica era la de Estado, concebido este como
un ente jurídico y político autónomo y autosuficiente; concepto que las
pobres capacidades seculares no estaban en condiciones de elaborar en ese
momento.
Ahora bien, más allá de que una de las partes en pugna ostentaba una
sólida doctrina a favor de sus pretensiones y la otra carecía de ella, lo cierto
es que el conflicto estaba presente con fuerza latente y aquello que el poder
secular no podía respaldar con la fuerza de la argumentación intelectual
comenzó a surgir de hecho a través de una serie de prácticas y costumbres
que venían desarrollándose en los reinos germanos desde el siglo VI y que
adquirieron carácter institucional luego del desmembramiento del Imperio
carolingio. Ello daría lugar a un sistema llamado feudalismo, que en la
práctica dio origen a relaciones de poder alternativas a aquellas que se
habían establecido al amparo papal. Por supuesto que el feudalismo y los
centros de poder nacidos en su seno no cuestionaban las premisas teológicas
de la Iglesia católica, sino las prácticas concretas derivadas de la acción de
gobierno al establecer jurisdicciones diferenciadas en la realidad.
El origen de las instituciones feudales y de vasallaje se remontan a dos
situaciones nacidas durante la monarquía franca de los merovingios: (6) por
un lado, la inestabilidad originada por el reparto del territorio entre los hijos
del rey muerto y sus consecuentes conflictos; y por el otro, la costumbre de
pagar a sus guerreros con concesiones de tierras que luego la misma
debilidad de los reyes convirtieron en feudos hereditarios con un alto grado
de autonomía. A partir de esta instancia clientelas armadas por señores más
poderosos que ofrecían su protección a personas de menor rango o de
menor poderío (Ganshof, 1985). Como consecuencia de lo anterior se
desarrolló un complejo sistema ceremonial de acuerdo con el cual el
juramento de vasallaje implicaba un contrato con derechos y obligaciones
para ambas partes y un sistema piramidal que partía de la base de señores
menores hasta alcanzar al mismo rey en la cúspide. La dependencia se
tornaba personal, se era “hombre de otro hombre” y, si bien las
características podían variar en las diversas geografías, el acto central lo
constituía el “homenaje”, que constituía en un acto de sumisión de una
persona a otra, en el cual quien solicitaba servir juntaba las manos y las
colocaba en las manos de quien sería su señor en adelante, luego
pronunciaba unas breves palabras por las cuales reconocía su subordinación
y, a posteriori, ambos se besaban en la boca. El ritual en sí mismo se
encontraba muy alejado de las prácticas cristianas debido a su procedencia
germánica (Bloch, 2016).
Ciertamente, el sistema feudal contaba con un gran número de riquezas y
complejidades que nosotros no habremos de explorar en esta obra, ya que
su estudio no es esencial* al pensamiento político. Sí baste decir que,
aunque no hubiera una construcción teórica que lo sustentase, cuando el
feudalismo se consolidó, a partir de fines del siglo IX, se convirtió en la
antítesis del modelo teocrático, por lo menos desde los hechos. La lógica de
poder establecida por la Iglesia era una lógica descendente: el poder venía
desde Dios hacia el papa, quien lo distribuía hacia abajo de forma tal que,
debido a su procedencia divina, no tenía ninguna posibilidad de ser
discutido. Por el contrario, el feudalismo estableció una lógica ascendente,
que comenzaba por la base de la pirámide de señores menores que,
mediante un vínculo personal pero contractual, se obligaban hacia arriba
hasta llegar a la cima, constituida por el mismo monarca. Si bien los reyes
eran tanto “ungidos por la gracia de dios” como señores feudales, en
determinado momento, comenzaron a entender que, al comportarse como
estos últimos, sus funciones se acrecían y paulatinamente se liberaban del
yugo eclesiástico. También es verdad que, en tanto señores feudales, ya no
se encontraban por encima de la comunidad, sino que formaban parte de
ella y que muchas de sus decisiones debían pasar por el tamiz de sus
vasallos en virtud del vínculo contractual que los unía. La función del rey
feudal era opuesta y antagónica a la función del rey en su aspecto
teocrático, y aunque muchas veces los monarcas aprovechaban esa
confusión, en otras los colocaba ante difíciles disyuntivas. El caso de la ley
es sumamente ilustrativo en ese aspecto. En tanto rey por la gracia de Dios,
la ley era su voluntad, aunque no por encima de la voluntad papal, lo cual
no resulta de menor cuantía en este análisis. Por el contrario, como rey
feudal, necesitaba el consentimiento de los señores feudales en virtud del
contrato de vasallaje, y era ese consentimiento el que daba fuerza a la ley.
Más allá de la conveniencia del monarca en cada caso particular y de los
contextos en que podían desenvolverse, lo cierto es que por primera vez
aparece en la sociedad total agustiniana la idea de consentimiento en cuanto
a la regulación legal de la vida en comunidad.

3. Poliarquía

Como resultado de la convivencia –a veces pacífica, a veces no– entre la


ya intelectualmente refinada doctrina hierocrática de poder descendente y la
nueva concepción feudal de poder ascendente que se abría paso a fuerza de
costumbres y prácticas inveteradas, producto de la necesidad secular por
obtener mayor autonomía de la Iglesia, ello dio paso a una forma de
establecer relaciones de poder característica de la Edad Media
poscarolingia, llamada poliarquía. Este último término, como muchos otros
utilizados en la ciencia política, es un concepto equívoco, vale decir que
guarda muchos significados. Por ello, al aclarar que nos referimos a este
período concreto, nos centramos en la definición de Heller que, siguiendo a
Hegel, dice que en esta etapa de la historia, “Casi todas las funciones que el
Estado moderno reclama para sí hallábanse entonces repartidas entre los
más diversos depositarios: la Iglesia, el noble propietario de tierras, los
caballeros, las ciudades y otros privilegiados” (2017: 166).
Es dable aclarar que esta multiplicidad de centros de poder en la práctica
política concreta seguía ocurriendo dentro de esa única comunidad cristiana
ideada por Agustín, que por lo menos desde el punto de vista discursivo
religioso, no era cuestionada. Ello fue así por lo menos hasta la Reforma
protestante a comienzos del siglo XVI, que rompió esa unidad y configuró
un nuevo mapa de Europa junto con el surgimiento de los Estados
nacionales. Sin embargo, en la época a la cual nos encontramos abocados,
podemos afirmar que el mayor o menor poder de reyes, señores y clérigos
muchas veces dependía más del contexto y de la habilidad de los personajes
en cuestión que de cualquier otra vicisitud. De hecho, podría decirse que la
regla era la debilidad y no la fortaleza, al encontrarse el poder repartido en
tantas unidades políticas diferentes, ya sea desde una mirada vertical como
desde una mirada horizontal. En cuanto al mundo seglar, este se dividía
entre aquellos que eran nobles y quienes no lo eran. La nobleza, a medida
que se afianzó el sistema feudal, venía dada por el nacimiento y así, existían
los grandes señores que ostentaban la dignidad de duques, condes o
marqueses; los grandes propietarios de tierras con el título de barones;
luego los simples caballeros cuyos feudos eran de menor cuantía; y
finalmente los nobles de menor valía, pequeños propietarios que solían
servir como escuderos de los demás. En el pináculo se situaba el rey. Por
otro lado, en el mundo eclesiástico, ya hemos visto que se había
desarrollado una jerarquía rígida y sumamente ordenada a cuya cabeza
estaba el papa, a quien le seguían los cardenales, obispos y demás cargos de
mayor o menor importancia, la que además estaba dada no solo por el título,
sino también por la propiedad eclesiástica que regían, en cuanto su
ubicación geográfica o las rentas que producían.
Ambos órdenes, el secular y el eclesiástico, no solo muchas veces
litigaban entre sí por la mera razón de que el límite de sus jurisdicciones no
estaba claro, y así, no era inusual que un duque y un obispo disputaran
acerca de la imposición de una gabella a sus vasallos o fieles según el caso,
sino que también dentro de cada uno de estos mundos, las disputas eran
frecuentes y entonces los señores feudales podían oponerse a una alianza
matrimonial del rey o su familia, o dentro de la Iglesia, un obispo y el prior
o abad de un monasterio reñir acerca de las rentas producidas por el mismo.
A todo ello debemos agregar que la confusión reinante, en general, no
alcanzaba a las gentes sencillas, que poco entendían acerca de las
cuestiones políticas debatidas, sino las más de las veces a personajes con
importantes cuotas de poder y decisión. Pensemos, por ejemplo, en un
conflicto entre un rey o señor poderoso de las islas británicas y su obispo
por alguna cuestión material o incluso teológica. Seguramente el prelado,
más allá de conocer concienzudamente su deber de obediencia al obispo de
Roma, también sopesaba en su resolución el hecho de que mientras debía
convivir con su señor en forma permanente, del que además posiblemente
fuese feudatario, el papa se encontraba a más de un año de respuesta de
cualquier misiva. Por supuesto, muchas de estas consideraciones cedían si
el asunto presentaba aristas de gravísimas consecuencias.
En efecto, muchas veces los mismos reinos carecían del atributo de la
permanencia o de la noción de fronteras estables. Los casamientos llevaban
como dote las tierras de las que se era señor y así, dos coronas, por ejemplo,
podían unificarse por vía matrimonial, o un reino o territorio dividirse al
estallar una guerra dinástica entre los hijos de algún señor. Según Heller
(2017), estos reinos y territorios eran unidades de poder político
intermitentes, y excepcional el caso en que esto no ocurría. De hecho,
muchos centros de poder como algunas ciudades comenzaron en esta época
un derrotero de autonomía que cada vez más se sustraía a las decisiones de
los poderes centrales. El mismo Sacro Imperio fue un ejemplo de ello, en
términos de la cada vez mayor autonomía de sus príncipes con respecto al
emperador. Es decir que cada actor político o eclesiástico encontraba sus
límites tanto internos como externos en las demás unidades de poder. En lo
interno, claramente, por cada centro de poder feudal que cuando podía
desarrollaba la mayor autonomía, y en lo externo, por el papa y el
emperador, de quienes todos se decían subordinados, aunque, como hemos
visto, no era así en la práctica concreta.
A medida que muchos de estos centros de poder feudal fueron
adquiriendo más o menos autonomía, el concepto de poliarquía se afianzó.
Cada vez más se repartieron aquellos atributos y funciones que debían
corresponderles a los reyes o, para una comprensión más moderna, a
aquello que hoy llamamos Estado, en manos privadas. En este caso, la idea
de lo privado se sustenta en que cada unidad de poder, condes, obispos,
abades, barones, príncipes o reyes eran los dueños de su hacienda, y en el
caso secular, mucho más con la tendencia cada vez mayor al régimen
hereditario. Por otra parte, las mismas ciudades, al comenzar a resurgir el
comercio y su consecuente desarrollo económico, se volvieron cada vez
más independientes. El sistema de justicia, por ejemplo, podía estar
formado por tribunales de las cortes, del clero, reales, municipales, de los
señores territoriales y otros que dictaban sus sentencias sin discusión de
jurisdicción, sin ninguna concertación entre ellos y de acuerdo con sus
propias ideas sobre la justicia y el derecho. Lo mismo pasaba en muchas
ocasiones con la imposición y recaudación impositiva, el reclutamiento de
ejércitos, las guerras entre señores y otros menesteres de gobierno que eran
ejercidos de la misma manera.
El aspecto más negativo de esta variedad de fuentes de poder
conviviendo o disputando entre sí fue claramente la ausencia de derecho; no
de leyes, sino de derecho en términos de justicia real, en el caso concreto y
la consecuente indefensión de los más débiles frente a los más poderosos.
Por otro lado, en su faz positiva, la poliarquía comenzó a engendrar la idea
de las autonomías y prerrogativas de las ciudades frente a los príncipes, lo
que con el paso de los siglos terminaría dando lugar a aquello que
modernamente llamamos federalismo y que adquirió un marcado carácter
especialmente en los Estados alemanes (7) y en la península ibérica. Por
otro lado, la idea, todavía subyacente, de los poderes laicos en orden a
obtener mayores libertades, no solo frente al papado, sino también en
relación con los reyes, se plasmaría más adelante en documentos que
constituyeron las primeras cartas constitucionales del mundo occidental, ya
no otorgadas graciosamente de forma descendente sino, por el contrario,
impulsadas por los vasallos del mismo monarca.
La poliarquía definió entonces las relaciones de poder a partir de fines
del siglo IX hasta el fin de la Edad Media, y fue el resultante de la
conjunción entre la hierocracia papal y el feudalismo como reacción secular
a ella.

1. Sobre el concepto de hierocracia en particular, recomendamos al lector las obras de Walter Ullman
Escritos sobre teoría política medieval e Historia del pensamiento político en la Edad Media, textos
citados en la presente obra.
2. El ungimiento sobre los reyes es un tema recurrente en el Antiguo Testamento y la Torá. A modo
de ejemplo, transcribimos la unción de Saúl, primero de los reyes de Israel, en Samuel 15: 1 “Samuel
dijo a Saúl: El Señor me envió para ungirte como rey de su pueblo Israel, escucha pues las palabras
del Señor”.
3. Fundamentado en la primera carta de Pablo a los Corintios: “Pero por la gracia de Dios soy lo que
soy” (15:10). y en Romanos 13:10 “Todos deben someterse a las autoridades constituidas. No hay
autoridad que no venga de Dios, y las que hay por Él han sido establecidas”.
4. Este conflicto suscitado entre el emperador y el papado fue el primer litigio a gran escala que puso
de manifiesto la profunda cuestión acerca del gobierno en Europa. Luego de los avatares suscitados
por la partición del Imperio carolingio y la formación de otras entidades, aquello que conoceríamos
como el Sacro Imperio Romano Germánico reconoce en la historia su acta fundacional con el
advenimiento de Otón I al trono a través de la dinastía sajona. En la década de 1070, el papa
Gregorio VII negó el derecho al emperador Enrique IV a consagrar obispos y las rentas que de ello se
obtenía, y así comenzó una confrontación que incluyó la excomunión de Enrique, la promoción de un
papa alternativo o antipapa por el emperador, el apoyo papal a los enemigos internos del emperador,
la guerra entre los partidarios de ambos, la humillación del emperador en la residencia papal de
Canosa y, en realidad, una lucha entre ambas concepciones de poder que, aunque pareció zanjada con
la firma del Concordato de Worms, en 1122 (varios papas habían sucedido ya a Gregorio VII), la
lucha entre ambos poderes prosiguió mucho tiempo aún. De hecho, y como consecuencia de este
conflicto, surgieron los bandos antagónicos de los güelfos, partidarios del papado, y los gibelinos,
quienes apoyaban al emperador, que mucha sangre le costaría a Europa.
Finalmente, y para mejor comprender los orígenes de este conflicto, más allá de la mera disputa de
poder entre el mundo secular y su contrapartida eclesiástica, es menester saber que los germanos
tenían una institución muy antigua llamada “Iglesia perteneciente”, en virtud de la cual, el señor de
un territorio podía construir allí una iglesia, la cual, al ser de su propiedad, le otorgaba el derecho a
designar al clérigo que debía ocuparla. Más tarde, en estas sociedades eminentemente agrarias, este
sistema se trasladó a las diócesis y archidiócesis, es decir que los germanos entendían la actitud del
papa como una intromisión en una costumbre en extremo arraigada. Por supuesto que de estas
primeras pequeñas iglesias a la consagración de obispos existía una diferencia notable en términos de
las rentas que los prelados percibían y las complicadas relaciones de vasallaje establecidas en el
sistema feudal objeto de este acápite.
5. Otro de los argumentos que el Imperio intentó consolidar se basaba en la antigua lex regia romana,
según la cual el pueblo poseía el poder y lo había traspasado al emperador. En lugar de ello,
finalmente la teoría que se impuso trocó al pueblo por los príncipes alemanes, quienes a partir de esta
construcción comenzaron a elegir o “dar su consentimiento” según las relaciones de poder existentes
en cada contexto, ya que la dignidad no se transmitía por herencia, a aquel que debía ocupar el trono
imperial. A partir de 1338, se aprobó la ley imperial mediante la cual la simple elección del rey
germano lo convertía en emperador, sin que fuese necesaria ningún tipo de aceptación por parte de la
Iglesia. Esta doctrina se consumó finalmente recién el 25 de diciembre de 1356 en la llamada Bula de
Oro, durante la Dieta de Metz. Los siete electores eran los arzobispos de Colonia, Tréveris y
Mayence, el rey de Bohemia, el conde palatino del Rin y los duques de Sajonia y de Brandenburgo.
6. En principio, entre los territorios situados entre el Loira y el Rhin.
7. Tan arraigada se hallaba en Alemania la cuestión de las autonomías locales que entre las primeras
medidas que tomó Hitler al asumir el poder fue abolir las dietas y gobiernos de los Estados alemanes,
y sus gobernadores comenzaron a ser designados por él mismo. Idéntica suerte sufrieron los
gobiernos locales que, merced a una serie de medidas tomadas entre 1933 y 1935, fueron privados de
su autonomía y sometidos a jurisdicción del Ministerio del Interior (Shirer, 2010).
Posludio

En el año milésimo de la era cristiana no ocurrió nada particularmente


significativo. Más allá de alguna crónica desvelada, (1) escrita mucho
tiempo después, que describe el año mil de la encarnación de Cristo como
un tiempo trágico plagado de sucesos extraordinarios, no contamos con
ningún documento que acredite tal cosa e incluso ninguno que refiera ese
año algún suceso digno de importancia, trágico o no (Duby, 2006). Sin
embargo, el mundo teocéntrico de la Iglesia fundamentado en Agustín y su
contrapartida fáctica, el feudalismo, es decir, el orden de cosas que definió
la esencia de la Edad Media, comenzaría un lento proceso de cambios que
derivaría en la modernidad cinco siglos más tarde. De la misma manera en
que fuera tratado el paso entre la Antigüedad y la Edad Media como una
transición en la cual distintos fenómenos se fueron sucediendo y
concatenando hasta que definitivamente una era desapareció y se
transformó en otra, así abordaremos el camino que recorrió la Edad Media
hasta mudar en la modernidad. Por supuesto, y a fuerza de no
contradecirnos, no tomaremos el año mil como un hito, sino simplemente
como el acceso al siglo XI, cuando imperceptiblemente comenzaron a
producirse determinados procesos cuyas consecuencias iniciarían
desarrollos que harían sentir sus ecos en los siglos siguientes.
Como hemos visto, sobre fines de este siglo, la pugna entre el poder
laico y el religioso se desnudó en toda su magnitud en la querella de las
investiduras que enfrentó al papado con el emperador, sin embargo, no sería
este el último conflicto de vastas proporciones que convulsionaría a Europa
buscando resolver el antagonismo entre estas dos concepciones antagónicas.
En 1296, el papa Bonifacio VIII publicó la bula Clericis Laicos, en la cual,
y luego de poner de manifiesto la actitud hostil de los laicos frente al clero,
consignaba una serie de privilegios de los hombres de la Iglesia que debían
ser atendidos por los gobernantes seculares, en general referidos a
cuestiones fiscales. Cuatro años después, el mismo papa dio a conocer la
bula Unam Sanctam, que constituyó un abierto reto al poder laico; en ella se
plasmaba en forma escrita por primera vez en el documento papal de mayor
jerarquía, la doctrina de las dos espadas, que dejaba explícitamente clara la
sujeción de los reyes a la Iglesia, cuya autoridad dimanaba divina, y que era
absolutamente necesario, para lograr la salvación, que toda persona
estuviese sujeta a la voluntad del papa, sin exclusión alguna. Los dos
monarcas más poderosos de entonces, Eduardo I de Inglaterra y
principalmente Felipe IV de Francia, reaccionaron a ambas bulas con
medidas materiales y concretas: retiraron la inmunidad tribunalicia a los
clérigos, retuvieron las rentas eclesiásticas, prohibieron la exportación de
moneda y, al final de una escalada que incluyó hasta amenazas de
excomunión por parte del papa, el rey francés arrestó a Bonifacio VIII,
quien, aunque luego fue liberado, falleció al poco tiempo. Como podemos
observar, esta inacabable disputa marcaba el eje de las relaciones políticas
en la Edad Media y se trasladaba a todas las dimensiones de la vida
humana; un verdadero clima de época que duró siglos.
Entre los siglos XII y XIII, comenzaron a aparecer las primeras
universidades en Europa. (2) En principio, se trataba de enmarcar al
studium generale en instituciones de educación superior fundadas o
reconocidas en esa categoría por alguna autoridad con potestad para
hacerlo, como el papa o el Emperador. Con el tiempo, estas concederían a
sus estudiantes y profesores determinados privilegios universales en su
estatus, rango y protección, así como a la validez de los títulos otorgados
(Rüegg, 1994). Por supuesto que el concepto institucional de universidad
que tenemos en la actualidad no existía hace mil años, y debido a ello es
muy difícil consignar un orden de antigüedad. Escuelas de Derecho o
Medicina y escuelas monásticas y catedralicias que dictaban sus clases en el
mismo lugar donde luego se desarrolló una universidad reclaman ese
antecedente a la hora de fijar la fecha de su creación. Sí podemos decir que
entre las instituciones más antiguas se encuentran Bolonia, París,
Salamanca, Padua, Montpellier y Oxford, entre otras. La universidad fue
una creación genuinamente medieval y, de hecho, su esquema organizativo,
el basamento de nuestras instituciones actuales, así como su esencia en
cuanto crítica del saber recibido. Si bien en principio se enseñaban el
trivium y el quadrivium (3) más algunas cuestiones atinentes a la nueva
lógica, y todo ello bajo la supervisión estricta de la Iglesia en la mayoría de
los casos, lo cierto es que ni siquiera la Inquisición pudo impedir que el
anhelo de saber de los estudiantes desbordara el cauce de la censura
eclesiástica. Así fueron ingresando a los claustros aquellos autores de la
Antigüedad clásica que se encontraban prohibidos o se hizo frecuente,
aunque su castigo pudiese ser la hoguera, la apropiación de cadáveres para
ser minuciosamente diseccionados en arduas jornadas de secretos estudios
anatómicos. La práctica universitaria consistía en conferencias y
comentarios de textos clásicos, además de discusiones y debates. La
universidad no solo rompió el esquema aquel en que el alumno seguía al
maestro allí donde este impartiese sus lecciones, sino que, al agrupar
estudiantes de diferentes procedencias y nacionalidades en claustros
permanentes, que convivían en posadas y albergues, esos debates y
discusiones –ya sea en el ámbito de la propia universidad o fuera de ella–
cimentaron e hicieron avanzar rápidamente las críticas al saber recibido y el
desarrollo de una vasta cultura y conocimientos imposibles de ser
reprimidos por la censura eclesiástica y la Inquisición, aunque trabajasen a
destajo para ello. Por supuesto que hubo profesores que pagaron cara la
osadía de la contradicción y universidades que fueron intervenidas por los
poderes de la época, seglares o religiosos. Sin embargo, la fértil semilla de
la libertad de pensamiento y expresión que caracteriza a las universidades
ya no podía ser arrancada, y fue el preludio del acceso a la modernidad.
Prueba de ello son los grandes debates o “disputas” en la Universidad de
París en el siglo XIII (Le Goff, 1996), en las que se ponían en cuestión
diversos tópicos bajo la supervisión del maestro, pero que por supuesto,
continuaban luego más allá de los muros universitarios y del control de las
autoridades. Algunos de ellos generaban fogosas discusiones dentro de la
misma ciudad y por fuera de estudiantes y maestros. La llama de la libertad
de cátedra, la discusión abierta y la dimensión universal de las
universidades ya no podrían apagarse, a pesar de momentos difíciles y
oscuros que la historia depararía en los siguientes mil años.
En el siglo XII, todavía el idioma universal en Europa era el latín, era el
lenguaje de la Iglesia tanto en sus documentos como celebraciones y vida
cotidiana, en el derecho, la administración, los registros comerciales, así
como también para los estudios; se aprendía a hablar en latín porque los
textos se hallaban en ese idioma y, por lo tanto, era la lengua de la clase
culta y educada, aunque su predominio no tardaría en eclipsarse. De hecho,
las lenguas vernáculas estaban en proceso de gestación y no tardarían en
manifestarse, por lo menos en los ámbitos literarios. A modo de ejemplo,
podemos citar que los sonetos escritos en italiano por Petrarca han pasado a
la posteridad mucho más que su épica Africa, compuesta en latín, por la que
el gran escritor pretendió ser recordado (Haskins, 2013) o que la Divina
Comedia de Dante Alighieri fue escrita en toscano, matriz del italiano
moderno.
También en estos siglos de transición a la modernidad aparecieron
determinados fenómenos que desafiaban a la cultura imperante y que, pese
al acoso de la Iglesia, fluyeron por canales subterráneos a veces, y otros
fueron bastante más visibles. Entre los siglos XI y XII nace –a través de los
trovadores y con la protección de personas como Guillermo IX, duque de
Aquitania, y llegando a su máxima expresión en la corte de su nieta
Leonor– (4) el llamado “amor cortés”. Una poesía lírica que, por sobre
todas las cosas, realzaba el amor y a la mujer en un lenguaje profano,
aunque no vil. En realidad, cuando se hablaba de amor, en estos tiempos en
que los matrimonios políticos rara vez lo contenían, la referencia explícita
era hacia el amor extraconyugal; el pobre caballero que suspiraba por su
dama sabiendo que la concreción de sus anhelos jamás sería posible. Sin
embargo, con el tiempo, el aspecto erótico del amor cortés se ve sublimado
por la templanza de quien ama sabiendo que no será correspondido por lo
menos carnalmente, aunque sí lo fuera espiritualmente. Este fue un
movimiento surgido en Provenza, en el sur francés, en lengua occitana, y
siempre circuló dentro del ambiente de la nobleza. Por el contrario, la
poesía goliarda y el movimiento de los goliardos se desarrolló durante los
siglos XII y XIII. Los discípulos de Golias, clérigos vagabundos y de vida
irregular, estudiantes pobres de distintas universidades, en realidad se
hacían llamar Orden de los Goliardos, aunque efectivamente jamás existió
tal cosa, sino tan solo un movimiento, que parodiaba y se burlaba de la
Iglesia y sus órdenes regulares. Solían tomar música y versos de la liturgia y
los cambiaban para orientarlos a sus temas preferidos: el vino, las mujeres y
la vida relajada. Todo ello no debe hacernos creer que se trató de un arte
menor, su lírica libre encontró grandes poetas en el Primado y el
Archipoeta, (5) y en composiciones del tenor de Carmina Burana que han
llegado hasta nuestros días. Ahora bien, más allá de su valor estético, en el
campo de las ideas, los goliardos representaron las críticas más violentas y
abundantes que la Edad Media produjo contra las altas dignidades
eclesiásticas, en un mundo que aún era regido por el paradigma teocéntrico.
Con el término Inquisición, utilizado ya varias veces en esta obra, nos
referimos a una serie de tribunales creados por la Iglesia con el fin de
acabar con las herejías y los herejes. Su basamento intelectual puede
encontrarse en Agustín y su solución del uso de la fuerza cuando los otros
medios no resultaren suficientes para incluir a todos en la comunidad
cristiana. Surgida con más fuerza a partir de la herejía cátara, (6) al
principio no existía una regulación formal ni instituciones para canalizarla.
Entre 1180 y 1230 aproximadamente, se codificó toda la normativa contra
la herejía y se creó un tribunal permanente formado por frailes dominicos
durante el pontificado de Gregorio IX. A partir de entonces y en el
transcurso de los siglos siguientes, la Santa Inquisición adquirió
ramificaciones en todo el continente. La sola mención de su nombre
provocaba escalofríos en toda clase de personas; nadie estaba a salvo de ser
denunciado, no solo los más desamparados como los judíos o judíos
conversos, sino también cualquiera que fuese acusado de ejercer artes
mágicas, brujerías, tener tratos con demonios o cualquier otro motivo,
verosímil o no, fuese laico e incluso clérigo. Los procesos se iniciaban con
cualquier tipo de denuncias, eran secretos y, salvo inmediata admisión de la
culpabilidad, se torturaba a los reos hasta obtener su confesión. Los delitos
más graves acababan en la hoguera. Podemos afirmar entonces que, en
nombre de la “verdadera fe”, se escribieron parte de las páginas más negras
de la historia humana. De hecho, y partiendo de la base de que el paradigma
teocéntrico y la idea de una comunidad cristiana total seguía siendo algo
incuestionable por más que en la arena política religiosos y laicos se
disputaran el poder, que en este caso Iglesia y monarcas coincidieron en
utilizar esta valiosa herramienta, no solo para deshacerse de los herejes,
sino en general de cualquier foco de disenso.
En el año 1095, durante el Concilio de Clermont, el papa Urbano II,
durante su sermón, realizó una pormenorizada descripción de los
sufrimientos de los cristianos en Oriente y llamó a los hombres a unirse
bajo la cruz para recuperar tierra santa de los infieles (Hindley, 2010). De
este modo se inauguró un periodo de doscientos años de guerra a través de
una serie de expediciones denominadas cruzadas. Muchas son las teorías
que se esgrimen acerca de las causas reales que llevaron a la cristiandad
europea a combatir en tierras del Levante. Entendemos que por lo menos
hay tres de ellas que, tomadas en su conjunto, reúnen condiciones de
verosimilitud como tales. La primera es el avance sobre el Cercano Oriente
de los turcos seljucidas, que en el 1070 habían arrebatado Jerusalem a los
fatimíes y no solo hostigaban a las comunidades cristianas residentes allí,
sino que cometían todo tipo de vejaciones sobre los peregrinos, a quienes
les negaban además el acceso a los lugares santos. (7) Por otra parte, el
Imperio bizantino no solo había visto reducidos sus dominios por el avance
islámico, sino que en ese momento se hallaba en una situación de extrema
debilidad y, en caso de que Constantinopla cayese en poder de los turcos,
estos obtendrían paso franco hacia Europa oriental. Por último, las potentes
ciudades-Estado marítimas italianas, como Génova, Venecia y Amalfi, a
cuyos puertos llegaban productos de toda Europa, pretendían extender su
poder comercial mediante la apertura de mercados en el Cercano Oriente, y
para ello necesitaban acabar con el dominio islámico en el este del
Mediterráneo. Más allá de los resultados militares, que salvo en la primera
cruzada, fueron magros para las armas cristianas, lo cierto es que se produjo
una inmensa colisión entre dos mundos y sus diferentes concepciones. Ya
hemos visto, en otra parte de esta obra, que las guerras no solo deben ser
vistas desde los intercambios meramente militares, sino también culturales,
económicos, sociales, comerciales y, en general, desde todas las
dimensiones humanas. Si bien en tierra firme los cristianos no lograron
conquistar la Tierra Santa, lo cierto es que las flotas comerciales de las
ciudades italianas sí lo hicieron con el Mediterráneo, con adecuados
“arreglos” con el ejército turco. Los comerciantes de ambos bandos
comenzaron a beneficiarse e influirse con el intercambio mutuo. Europa
descubrió su gusto por la seda, las especias, satenes, perfumes, terciopelos y
muchos otros productos que comenzaron a llegar a Occidente. En muchos
casos, como el del cristal veneciano, también se importó la técnica para
fabricarlo. El último tramo de la Edad Media conocería una gran expansión
económica, y con ella, notables inventos que surgieron para poder absorber
esa crisis de crecimiento. La reactivación del comercio abrió los caminos
europeos, las ciudades y las ferias se desarrollaron hasta alcanzar grandes
dimensiones. Surgieron entonces las instituciones bancarias, que
permitieron establecer patrones y credibilidad a la enorme cantidad de
divisas que existían en ese momento, además de brindar créditos a las
incipientes industrias y la posibilidad, mediante documentos, de no trasladar
dinero en efectivo, lo cual agilizó las transacciones. También se tornó
necesario crear un sistema de seguros para cubrir los grandes riesgos a que
se exponían muchas empresas y las sociedades por las cuales se podían
repartir pérdidas y ganancias sin necesidad de arriesgar todo su capital en
una sola operación. Las nuevas industrias, entre las cuales la construcción
naviera no fue la menor, además de la mano de obra necesaria para
reconstruir una infraestructura que hacía siglos había dejado de existir,
potenciaron aún más la economía y acrecentó el número de miembros de
los gremios de todas las especialidades. Todos estos inventos y nuevas
técnicas necesarias para desarrollar la oleada comercial desatada a través de
la brecha que las cruzadas habían abierto entre Oriente y Occidente trajeron
aparejado que el comercio de Europa, tanto interno como externo, llegara a
duplicarse con cada generación. Ello inició el surgimiento de una burguesía
comercial que rápidamente comenzó a enriquecerse a un ritmo que la
nobleza terrateniente no podía seguir. Esta enorme transformación del
régimen económico europeo y el crecimiento de la industria y el comercio
sería condición necesaria para que, a través de los actores que la llevaron
adelante, se produjese el florecimiento cultural del Renacimiento que daría
inicio a la noción de modernidad.

1. La crónica pertenece a Sigeberto de Gemloux, y en ella se describen temblores de tierra, cometas,


serpientes y otros fenómenos fantásticos. Sin embargo, esta fue escrita a principios del siglo XII, es
decir, no parte de la propia experiencia del autor ni se menciona en ella fuente alguna. Es verdad que
luego sirvió para dar basamento a la leyenda, y publicaciones muy posteriores como los Annales de
Hirsau la reproducen con más ornatos todavía. Sin entrar en demasiados detalles, que escapan al
sentido de esta obra, diremos que la cuestión del año mil se basa en el capítulo XX del Apocalipsis,
que establece un plazo de mil para que Satanás fuese liberado del encierro al que había sido sometido
y saliese con el fin para salir de extraviar a las naciones y prepararse para la batalla definitiva.
Incluso la discusión posterior no logró ponerse de acuerdo en términos de si el plazo debía
computarse desde la concepción de Jesús o desde su muerte.
2. En principio, los estudiantes se hallaban congregados en un gremio y pagaban a los profesores por
sus lecciones; de hecho, ellos mismos supervisaban a sus docentes, ya que pretendían recibir una
educación de calidad a cambio de su dinero. Los maestros también estaban agrupados en un gremio
en el que, a raíz de las pretensiones de los alumnos, se hacía cada vez más estricto el ingreso, ya que
la antigua licencia para enseñar cada vez era más parecida a una titulación formal. De la unión de
estos gremios surgieron las universidades que se constituyeron a partir del studium generale
(Haskins, 2013).
3. El trivium consistía en la enseñanza de gramática, dialéctica y retórica, y el quadrivium versaba
sobre aritmética, geometría, música y astronomía, y juntos formaban las siete artes liberales.
4. Leonor de Aquitania (1122-1204) fue una extraordinaria mujer, posiblemente una adelantada a su
tiempo. Fue reina consorte de Francia al desposarse con Luis VII de Francia y luego, tras la
anulación papal de este matrimonio, reina de Inglaterra al contraer nupcias con Enrique II de
Inglaterra. Fue además madre de dos reyes: Ricardo Corazón de León y Juan Sin Tierra. Rebelde y
obstinada, defendió siempre sus convicciones, incluso apoyó la rebeldía de sus hijos contra su propio
esposo, lo cual le costó un largo arresto hasta la muerte de Enrique.
5. Son apodos de perfiles que finalmente la historia pudo individualizar, habida cuenta de que la
mayoría de las composiciones que nos llegan de esa época son generalmente anónimas y en muchos
corpus se sobreponen trabajos que ya habían circulado años antes como si fuesen originales.
6. Movimiento cristiano gnóstico que apareció en sur de Francia durante el siglo XI y que fue
duramente reprimido tanto por la Iglesia como por el poder secular. Defendían un dualismo extremo
en pares de opuestos como el Bien y el Mal, Luz y Oscuridad, Espíritu y Materia, entre otras
posiciones contrarias a la doctrina católica.
7. Un antecedente que había causado indignación se había producido en el 1009, cuando el califa de
Egipto al- Hakim bi Amr Allah ordenó a sus seguidores que destruyeran el Santo Sepulcro. Este
califa dio inicio, además, a una política de intolerancia hacia judíos y cristianos, a partir de la cual se
destruyeron otros templos e ilegalizaron las ceremonias cristianas, entre otras medidas (Rubenstein,
2011). Si bien es cierto que este califa era fatimí y no seljucida, a los ojos de la cristiandad en Europa
no existían diferencias, ya que todos ellos eran “infieles”. Lo mismo sucedió durante las cruzadas
cuando los musulmanes denominaron �francos� a todos los cristianos.
Capítulo XX
Las cartas

Como ya hemos visto, en este perpetuo enfrentamiento entre la doctrina


papal y el poder seglar, el principal inconveniente de este último era su
desventaja en cuanto a la imposibilidad de elaborar argumentos discursivos
con sólida base intelectual. Sin embargo, en el caso del poder feudal, sus
ideas comenzaron a plasmarse por escrito en una serie de documentos que
bien podemos llamar “Cartas” y que constituyen el antecedente más directo
de nuestras modernas constituciones. Paradójicamente, la teoría hierocrática
que dominaba desde la esfera intelectual el pensamiento político hallaba en
sí misma su propia incapacidad de desarrollarse de acuerdo con la
evolución de los tiempos. En efecto, si toda ley proviene de Dios y en todo
caso se expresa por boca papal o regia, si ella es infalible, inalterable y no
puede discutirse justamente debido a su procedencia divina, encuentra sus
límites en su nula adaptación a los cambios sociales, políticos y
económicos. Frente a determinadas demandas, permanentes o no, de los
súbditos, cambios en las relaciones de poder o avatares de cualquier tipo, la
hierocracia se manifestaba estéril a la hora de parir soluciones que lograran
restaurar los equilibrios sociales. El papa y el monarca eran soberanos en
cuanto a su voluntad, y nada ni nadie podía objetarla.
Pese a lo dicho en el párrafo anterior, no podemos olvidar que el rey
“ungido por la gracia de Dios” era también un señor feudal que, según su
conveniencia, alternaba entre ambas capacidades y funciones. Fue entonces
a partir del escasamente intelectualizado feudalismo desde donde
comenzaron a surgir demandas que terminarían plasmándose en
documentos que contendrían el germen de las ideas madre de nuestras
modernas libertades. Ya hemos dicho que la lógica feudal estribaba en una
especie de figura contractual de sujeción voluntaria. Eso llevaba implícita la
idea fundamental del consentimiento del vasallo a su señor y deberes del
señor hacia su vasallo. Más allá de las Cartas y su precoz
constitucionalismo, en términos del rey feudal no era extraña la costumbre
de obtener el acuerdo de los señores a la hora de establecer determinadas
normativas. Cuando esa costumbre se fue extendiendo cada vez más a
expensas de las potestades teocráticas del monarca, podemos decir que se
había llegado a un punto en que la teoría del poder podía comenzar a
expresarse desde abajo hacia arriba cambiando el racional que había
primado hasta entonces.
En 1215 en Inglaterra, el rey Juan era un monarca débil y poco popular.
Durante largos años de guerra contra el rey francés Felipe Augusto, había
perdido todas sus posesiones en Francia y el Imperio angevino (1) era solo
un recuerdo, también había mantenido una larga querella con el papado e
incluso había sido excomulgado hasta que se avino a someterse a los
designios de Inocencio III. Su última derrota ante Felipe, en Bouvines en el
1214, terminó por sepultar cualquier intento por recuperar territorios y
autoridad. Los barones hacía tiempo que debían pagar más impuestos para
compensar las pérdidas francesas y todo disenso con el monarca era
reprimido brutalmente, se los despojaba de sus posesiones y hasta se llegó a
tomar a sus hijos como rehenes de la corona. En ese estado de cosas, los
barones, apoyados por el arzobispo de Canterbury Esteban Langton, se
rebelaron y pidieron al rey que firmase un documento que reafirmaba o
establecía determinados derechos, por supuesto atinentes a la propia
nobleza feudal. Si bien el rey en principio se negó, luego y ante la
inminencia de un conflicto armado, firmó aquello que se conoce como la
Carta Magna de 1215, que obtuvo su redacción definitiva en 1225.
Podemos afirmar que gran parte la Carta Magna recoge costumbres y
principios feudales que hacía siglos venían aplicándose, aunque en este caso
no bastó la mera usanza, sino que se obligó al monarca a plasmarlos por
escrito, lo cual además obligó a precisar reglas que en muchos casos
contenían importantes dosis de ambigüedad y arbitrariedad en cuanto a sus
significados. Así se declaraba a la Iglesia de Inglaterra libre, (2) y que cada
una de las libertades proclamadas en el documento eran concedidas a todos
los hombres libres del reino. También se salvaguardaban el derecho de
propiedad y los derechos de herederos y viudas, se morigeraba la capacidad
de la corona de realizar embargos en los bienes de los súbditos en tanto
ellos pudiesen responder de alguna manera por sus deudas; se garantizaban
los subsidios a la ciudad de Londres y demás ciudades, burgos y villas, así
como el goce de sus libertades tanto por tierra como por agua; se
establecían garantías en cuanto a los procesos penales y las multas, y
además, en el caso de los condes y barones, las multas solo podían ser
aplicadas por sus pares; se atenuaban notablemente los poderes de los
sheriffs, además de disponerse que en lo futuro, para ser designado en ese
cargo, comisario o alguacil, los mismos debían ser idóneos en el
conocimiento de las leyes del reino tanto en su conocimiento como en su
disposición a cumplirlas; y también se tomaron disposiciones tendientes a
cerrar las heridas suscitadas por los recientes conflictos en cuanto a
procesos, penas, multas y otros menesteres.
Si bien todas y cada una de las libertades y garantías brevemente
consignadas en el párrafo anterior terminaron desarrollándose como madre
de los derechos que definen a nuestros modernos Estados democráticos, hay
dos aspectos que entendemos deben ser tratados con mayor profundidad. En
su cláusula XLVI, la Carta Magna reza: “Ningún hombre libre será tomado
o aprisionado, desposeído de sus bienes, proscrito o desterrado, o de alguna
manera destruido; ni Nos dispondremos sobre él, ni lo pondremos en
prisión, sino por el juicio legal de sus pares, o por la ley del país” (Sánchez
Viamonte, 1962: 379). El concepto “ley del país” convierte a esta cláusula
en altamente significativa, según Ullmann (2013), ya que hacía referencia
no a una norma dictada por el rey, sino hecha en el país a partir del
consenso y aprobación del rey y de los barones basada en el contrato feudal.
De hecho, posteriormente y a partir de este concepto se desarrollaría el
derecho común inglés, incluso con normas no escritas derivadas de las
costumbres feudales. En otras palabras, lo que antes constituía la sola voz
del monarca ungido por Dios, ahora debía acordarse, y consecuentemente,
no era la ley de un rey sino de un reino.
El segundo aspecto en el que debemos ahondar se encuentra establecido
en la cláusula LXX, a saber: “que los barones elijan veinticinco barones del
reino que ellos crean conveniente, quienes cuidaran con todo su poder de
poseer y observar, y hacer que se observen la paz y libertades que les hemos
concedido, y que confirmamos por nuestra presente carta” (Sánchez
Viamonte, 1962: 383). A la idea de la ley del país que debía ser realizada
por el rey en acuerdo con los barones del reino, se añade aquí la noción de
representatividad: los señores debían elegir entre ellos un número de
veinticinco para que, además de tratar con el rey, fuesen los garantes de las
libertades establecidas en la Carta Magna. En este caso, se habla de los
barones mayores o grandes del reino, en contraposición a la nobleza menor.
Quizá esta constituya la cláusula más audaz de este regio documento, ya
que esta especie de consejo tenía como función básicamente vigilar,
controlar y en algún caso castigar al monarca; dicho en otras palabras, casi
la idea de una soberanía compartida entre el rey y los barones. Si bien
existían en Inglaterra algunos cuerpos que también podrían considerarse
como antecedentes, lo cierto es que el desarrollo del parlamentarismo en la
isla recibiría aquí un vigoroso impulso que culminaría en la revolución
gloriosa de 1688, como se verá más adelante al estudiar a los
contractualistas.
La Carta Magna es posiblemente el antecedente más conocido entre los
precursores del constitucionalismo, aunque no fue el primero ni el único de
una serie de documentos que en mayor o menor medida comenzaron a
reconocer derechos y libertades. En 1068, Las Usatges de Barcelona,
promulgadas por Ramón Berenguer I (1035-1076), consagraron por escrito
los derechos del señorío y sustituyeron al antiguo derecho godo en todo lo
que aquel no contenía previsiones específicas (Bisson, 2010). Este
documento, redactado por un consejo de nobles y jueces, fijaba por escrito
la normativa feudal y los derechos y obligaciones de los vasallos, en la
mayoría de los casos a través de la recopilación de antiguas normas y usos,
y se convirtió en la base de las constituciones catalanas luego de algunos
conflictos que se extendieron durante casi un siglo por toda Cataluña. Las
Usatges no solo codifican por escrito el derecho disperso, los usos y las
costumbres, sino que, como lo haría posteriormente la Carta Magna inglesa,
se establecen cuáles son las potestades y límites del príncipe, además de las
atribuciones jurisdiccionales y legislativas. Cabe aclarar que, al igual que
todos los documentos de este tenor que se sucederían sobre el fin de la Edad
Media se referían a los hombres libres, o sea, a la nobleza tanto mayor
como menor, aunque luego surgieron Cartas de Población, que también
establecían determinados derechos para los habitantes de las urbes.
Otro antecedente de importancia lo constituyeron los Fueros de León,
dados también en el territorio de la actual España en 1188 y otorgados ante
sus cortes convocadas con ese propósito por el Rey Alfonso IX. Los Fueros
de León contienen un ordenamiento jurídico mucho más preciso que la
Carta Magna, tanto en lo jurídico como en lo político y administrativo y en
la definición de los derechos concedidos. Más allá de los derechos y
garantías reconocidos en cuanto al respeto a las libertades fundamentales, a
la vida, posesiones, administración de justicia y otras similares a cuanto ya
hemos visto, fundamentalmente el rey admite que todas las leyes que dicta
tienen su origen en un pacto o acuerdo o contrato político civil entre el
monarca y su reino, y que las más drásticas decisiones de gobierno solo
podrán tomarse con el concurso de las cortes.
A medida que los reinos iban desarrollando sus propias características,
en Europa comenzaron a multiplicarse Cartas, Fueros y documentos de toda
índole en atención a lo que hemos estudiado. En algunos casos, y tomando
en cuenta los contextos en que se producían, estas podían ser más o menos
abarcadoras de libertades y restricciones al poder. Sin embargo, e incluso
teniendo en cuenta que estos esbozos constitucionales abarcaban en general
a pequeñas porciones de la población –ya que fueron creadas para la
protección básicamente de la nobleza–, sentarían el precedente del límite al
poder, y en ello consiste su carácter netamente distintivo, el cual no siempre
es valorado adecuadamente. Por otra parte, la idea de que las reglas de
convivencia en una sociedad surgen de un contrato constituye la que da
sustento a nuestros regímenes democráticos. Si bien es verdad que en el
caso en análisis los contratantes no representaban al todo social, casi
quinientos años después y Thomas Hobbes mediante, John Locke sentaría
sobre este presupuesto las bases de la monarquía parlamentaria y el
liberalismo político.

1. Este término, ciertamente discutido en cuanto al sustantivo “imperial”, se formó bajo la conjunción
de varias herencias en la figura del rey Enrique II (1133-1189) de la dinastía Plantagenet, que
gobernó Inglaterra desde 1154 hasta 1485. Comprendía Inglaterra y la región del norte francés
llamada Normandía, que había surgido de la conquista del normando Guillermo el Conquistador en
1066. A través de su padre, Godofredo V conde Anjou, de donde deriva el nombre angevino, le fue
legado el condado homónimo, Maine y Touraine, y en último lugar por su matrimonio con Leonor de
Aquitania, este ducado más Gascuña. También era señor de Irlanda, aunque fuese nominalmente
(Townson, 2012). Debemos recordar que los normandos invasores y sus descendientes tardaron algún
tiempo en mixturarse con los sajones y otros pueblos vencidos en Hastings; de hecho, los primeros
Plantagenet hablaban francés; el mismo Ricardo Corazón de León, hermano del rey Juan, solo
dominaba esa lengua y apenas pasó tiempo en Inglaterra durante su reinado. Durante mucho tiempo,
la derrotada nobleza sajona fue considerada una nobleza de segunda categoría, y consecuentemente
tratada. Por otra parte, y por sus dominios en Francia, los reyes ingleses –por lo menos en las
formas– eran considerados súbditos del rey de Francia y ocupaban su lugar entre los pares de ese
reino. El antecedente angevino serviría de excusa para la posterior Guerra de los Cien Años entre
ambos reinos.
2. Claramente, producto del enfrentamiento entre el papa Inocencio III y el rey Juan, en el que este
último había resultado perdidoso.
Capítulo XXI
Tomás de Aquino (1)

1. Tomás y su época (1225- (2)1274 e. c.)

Tomás vino al mundo en el castillo de Roccasecca, próximo a Aquino,


en el seno de una familia perteneciente a la nobleza del sur de Italia. Hizo
sus primeras letras con los monjes benedictinos de Monte Cassino y luego
cursó estudios en Artes Liberales en la Universidad de Nápoles. A los
veinte años decidió vestir los hábitos dominicos ante la fuerte oposición de
su familia, que llegó incluso a raptarlo y confinarlo en el castillo para
hacerlo desistir de su propósito, aunque la obstinación de Tomás terminó
venciendo y, al quedar libre, se dirigió a París a continuar sus estudios.
En París, estudió Teología bajo la dirección de Alberto Magno, (3) y
luego de acompañar a su maestro en algunos viajes, obtuvo la licenciatura
en dicha disciplina y enseñó hasta acceder al rango de maestro. Tomás es
considerado en la actualidad el más grande de los pensadores cristianos,
autor de una vastísima obra, entre la que se destaca su monumental Summa
Theologica. Tiene, además, la singularidad de haber sido uno de los
primeros filósofos surgidos del seno de la universidad. A partir de la labor y
debates que comenzaron a provocar estos maestros pensadores, las casas de
altos estudios iniciaron el camino que les llevaría a obtener una cada vez
marcada autonomía de la férrea tutela eclesiástica. Fue en las universidades
donde, no sin dificultad, comenzaron a redescubrirse y estudiarse los
autores clásicos.
Tomás es el pensador que “cristianiza” a Aristóteles sobre fines de la
Edad Media, y ello cobra singular valor teniendo en cuenta que la misma
Universidad de París lo había censurado unos años antes. Debemos recordar
que la Iglesia sentía una gran desconfianza respecto de toda una serie de
pensadores clásicos que ingresaban a Europa de la mano de traductores
árabes y judíos que incluso habían formado escuelas en ese oficio. Sin
embargo, y a pesar de que la obra aristotélica era bien conocida por los
árabes en general, La política del estagirita llegó a Europa revelada por
Guillaume de Moerbeke, penitenciario del papa y luego obispo de Corinto.
Si bien es cierto que Alberto Magno había comenzado a estudiar a
Aristóteles, Tomás realizó, posiblemente, el estudio más detallado jamás
hecho del filósofo griego y logró, no sin esfuerzo e incluso acusaciones
heréticas, no solo que fuese rehabilitado, sino algo mucho más importante
en la historia de las ideas: adaptarlo a la cosmología cristiana y construir, a
partir de su lógica filosófica, un sistema holístico que permitía aunar la
filosofía con la fe cristiana, que, además, resguardaba sus respectivos
campos a la vez que daba una explicación acabada del universo.
En lo que respecta a su inmensa obra, ella es fundamentalmente
teológica y filosófica. Tomás no elaboró una teoría política integral, aunque
sus conceptos en esta materia, más allá de hallarse dispersos en distintos
escritos, son de un vigor y una solidez tales que serían el puente a través del
cual, paradójicamente por venir de un hombre de la Iglesia, el paradigma
teocéntrico de la Edad Media iría convirtiéndose en el Humanismo que
arribaría a la modernidad.

2. El regreso de Aristóteles

Aristóteles no era un completo extraño en los cerrados círculos


intelectuales de la Edad Media que las universidades comenzarían a
ampliar. De hecho, Boecio había educado a generaciones en la lógica del
estagirita, y durante el siglo XII, paulatinamente su obra llegaría a Europa,
aunque en forma fragmentada. Podríamos decir que luego de 1250,
prácticamente la totalidad de sus escritos sobrevivientes se hallaban
traducidos y eran conocidos en Occidente.
El gradual arribo del corpus aristotélico se vio enraizado en un clima de
época en el cual la lógica había desplazado a la literatura y comenzaban a
sentirse las ansias de recuperar el saber filosófico. El surgimiento de la
escolástica –que aunaba, como corriente de pensamiento, a la teología con
la filosofía– comenzó a desandar el camino que Tomás llevaría a su cenit al
conjugar fe y razón, aunque en última instancia, siempre la última quedaría
subordinada a la primera.
Según Ullmann (2013), Aristóteles, en su renacimiento, fue primero
hostilizado, luego adaptado a las estructuras de pensamiento cristianas y
más tarde logró su completa autonomía al despojarse de esos elementos
cristianos. Al principio, la lógica aristotélica no despertó mayores
controversias, ya que una gran parte provenía de los comentarios de Boecio
y de los griegos considerados ortodoxos. Sin embargo, cuando llegó su
Metafísica, que presagiaba su visión humana, y luego la Ética y la Política
mediada por árabes y judíos, la animadversión se hizo explícita y concreta.
En 1210, fue prohibido en un consejo provincial en París; en 1225, el
anatema se repitió y se consignó específicamente a la Metafísica; y en
1231, el papa Gregorio IX –el mismo que había dado formal partida de
nacimiento a la Inquisición dominica– prohibió que se estudiaran sus obras
hasta que una comisión creada al efecto lo “exorcisase”.
Sin embargo, Tomás fundamentalmente, pero también otros pensadores,
paulatinamente lograron aclarar las cuestiones controversiales, suavizaron
las aristas más difíciles de digerir para la Iglesia y expurgaron ciertos
sentidos que las traducciones árabes habían introducido. Como
consecuencia de tan ardua tarea intelectual, finalmente Aristóteles fue
aceptado y su filosofía comenzó a conjugarse con la teología cristiana. De
hecho, en 1255, este renacido Aristóteles fue incluido en París en los
estudios de Artes (Haskins, 2013).
En lo que respecta a la temática desarrollada en esta obra, cabe decir que
Tomás de Aquino no será un mero reflejo del estagirita, sino que, partiendo
de sus presupuestos, los desarrollará e incluso llegará a modificarlos en aras
de su integración a la cosmovisión que, a partir de su tarea, conoceremos
como aristotélico tomista. Dichos presupuestos, sobre los que el aquinita
basará su pensamiento político, se fundan en la consideración del hombre
como un animal político y la concepción del Estado como una comunidad
de ciudadanos producto de las leyes de la naturaleza. Debemos recordar que
para Aristóteles era natural que los hombres se unieran para satisfacer las
necesidades propias de la vida y de esa forma dieran nacimiento al Estado.
También que el Estado se hallaba formado por comunidades menores y
dentro de él se realizaba la evolución del mero hombre hacia el ciudadano.
En definitiva, el Estado, como hemos visto en el libro III, era autosuficiente
y autónomo, y constituía para el hombre la suma de todas las demás
uniones a las que la naturaleza lo impelía, hombre-mujer, amo-esclavo y
todo otro tipo de asociación que le permitiese llegar a la vida buena.
3. La fe y la razón

El hecho de haber cristianizado a Aristóteles, y con ello haber


prácticamente instalado la filosofía en el ocaso de la Edad Media, permitió
a Tomás realizar una maravillosa alquimia al incluir a la razón en el
paradigma teocéntrico, aunque sin contradecirlo. Tomás realizó una síntesis
que le permitió concebir al conocimiento humano como una unidad que
todo lo comprendía y al que se podía acceder por diversos caminos.
Estableció entonces una gradación jerárquica que tomaba, en primer lugar,
cada una de las ciencias en forma particular, y por encima de ellas colocó a
la filosofía, que busca los principios comunes y universales de cada
disciplina; para coronar la pirámide del saber humano colocó a la teología,
culminación del conocimiento todo en el entendimiento de su procedencia
divina.
En un mundo regido desde hacía siglos únicamente por la fe, el aquinita
introdujo la razón y, consecuentemente, la perspectiva que ella daba a la
hora de comprender los fenómenos universales. Según Gilson, “Una doble
condición domina el desarrollo de la filosofía tomista: la distinción entre la
razón y la fe, y la necesidad de su concordancia” (2014: 508).
En primer lugar, entonces, fue menester para Tomás delimitar claramente
los ámbitos de influencia tanto de la filosofía como de la teología. En
cuanto a la primera, ella proviene de la razón que los humanos poseemos
por el mero hecho de ser tales, se manifiesta a través de la naturaleza y sus
postulados deben demostrarse por sí mismos como verdaderos. Con
respecto a la teología, por el contrario, esta se basa en la revelación que
Dios ha hecho a los hombres, aceptamos sus proposiciones, que pertenecen
al orden de lo suprahumano pues nos son inaccesibles mediante la razón y
las tenemos como verdaderas, aunque no podamos comprenderlas,
mediante la fe. Es decir, aquello que escapa al humano a través del
entendimiento racional debe ser aceptado mediante la fe, ya que parte de la
revelación divina.
Ahora bien, en cuanto a su congruencia y siempre partiendo de la
premisa de que la teología como saber de Dios es superior a la filosofía,
Tomás entiende que, a muchas verdades teológicas, como la existencia de
Dios, el hombre puede llegar utilizando la razón, mientras que a otras, como
la bondad divina se puede acceder por ambos caminos (Kenny, 2005). Sin
embargo, hay postulados a los cuales la razón de la ciencia y la filosofía no
accede por sí sola, puede recorrer parte del camino, pero necesariamente
necesitará el auxilio de la fe para arribar a la verdad final. Ello, según el
aquinita, no menoscaba ni anula a la razón ya que, usada rectamente, no
contradice jamás a la revelación divina. En caso de discordancia, deberá
buscarse el error en la razón del hombre y no de Dios, que representa la
perfección.
Delimitadas claramente sus esferas de influencia sobre la realidad y
complementadas de esa manera, la teología no solo no contradice a la
razón, sino que representa una continuidad en el conocimiento humano al
que complementa y completa. En definitiva, la gracia de Dios perfecciona
el pensamiento filosófico.

4. Origen y fin del Estado

Tomás retoma el concepto aristotélico acerca de que la sociabilidad


innata en el hombre y la conformación de la sociedad constituyen un
fenómeno propio de la naturaleza, en tanto y en cuanto el hombre por sí
mismo no puede subvenir a sus necesidades, y así lo expresa en su obra La
monarquía:

Corresponde a la naturaleza del hombre ser un animal sociable y político


que vive en sociedad, más aún que el resto de los animales, cosa que nos
revela su misma necesidad natural. Pues la naturaleza preparó a los
demás animales la comida, su vestido, su defensa, por ejemplo, los
dientes, garras o, al menos, velocidad para la fuga. El hombre por el
contrario, fue creado sin ninguno de estos recursos naturales, pero en su
lugar se le dio la razón para que a través de esta pudiera abastecerse con
el esfuerzo de sus manos de todas esas cosas, aunque un solo hombre no
se baste para conseguirlas todas. Porque un solo hombre por sí mismo no
puede bastarse en su existencia. Luego el hombre tiene como natural el
vivir en una sociedad de muchos miembros (1995: 6).

Sin embargo y aun cuando utiliza la terminología del estagirita, al


hombre político o zoon politikon, Tomás agrega la dimensión social, que
complementa y mejora la anterior definición. El carácter social del ser
humano lo lleva a participar de muchos tipos de sociedades, como la familia
y otras de diversa índole. También se ha visto en el Libro III de esta obra,
que los animales gregarios tienden a agruparse en aras de su supervivencia.
Empero, en los términos de la construcción del Estado, (4) el instinto
natural de agrupación no le alcanza para su adecuada organización, y es allí,
en conjunción con lo social, donde cobra relevancia lo político mucho más
que en los pretéritos tiempos aristotélicos. Al definir al hombre como
sociable y político, el aquinita otorgó relevancia a este último concepto y
podría decirse, siguiendo a Ullmann (2013), que es a partir de ese momento
en que pensar de forma política adquiere categoría intelectual en la historia
humana.
También en cuanto a la conformación social, Tomás hace confluir la
teología con la filosofía. Si bien es verdad que es natural que los hombres se
agrupen, no es menos cierto que es la intervención de la razón la que los
hace converger para vivir en sociedad y agruparse con otros seres de su
misma especie. También lo es que el hombre ha sido creado por Dios con
esa facultad que le permite ir más allá de su naturaleza meramente animal,
ergo, Dios ha querido que los seres humanos vivan en sociedades, de las
cuales la más excelsa es la sociedad civil, que presagia aquello que
llamamos Estado, en definitiva, la sociedad política. Es, como en
Aristóteles, en ella donde encuentra el hombre la satisfacción del bien
último al que tiende sobre esta tierra.
Una de las grandes construcciones intelectuales debidas a Tomás es la
distinción entre el hombre, hombre natural en cuanto tal y el cristiano. De
allí se sigue la definición de ciudadano, que para nuestro filósofo era más
amplia que la del mero cristiano; o, dicho en otras palabras, se podía ser
ciudadano sin ser cristiano. El hombre, como miembro de la sociedad
humana, más allá de sus creencias religiosas, remitía a otra noción
fundamental en la historia del pensamiento: la de humanitas, que
consideraba al ser humano en su esencia. Es verdad que el concepto de
humanitas no es original de Tomás, pero sí lo es el sentido que él mismo le
dio. En el modelo de sociedad tomista, el equivalente de hombre es
ciudadano, y avanzando aún más, ciudadano que no guardaba
correspondencia exacta con súbdito, por lo menos en términos de
obediencia y sumisión. En la sociedad política pergeñada por Tomás, los
ciudadanos permanecían libres dentro de ella cumpliendo las funciones que
en el organismo llamado comunidad les había tocado en gracia.
En cuanto a la sociedad civil, si bien esta no constituye ni la perfección
ni el fin último del hombre, podemos decir que presenta características tales
que permiten al hombre recorrer el camino hacia aquel, ya que permite a
quienes la integran satisfacerse en el bien común. Para ello y teniendo en
cuenta que la sociedad civil se nutre de diversas asociaciones, es necesario
un ordenamiento que conduzca a la formación de un todo armónico,
planificado y jerarquizado. Claramente, como en el pensamiento
aristotélico, el Estado debe ser moral y perseguir la vida buena de cada uno
de sus ciudadanos, es decir, tender hacia el bien evitando el mal, teniendo
en cuenta además que Tomás agrega una dimensión religiosa que no existía
en el pensador heleno: para él la política es parte inescindible de la moral.
Por supuesto que a los fines de la recta consecución de estos el Estado debe
tener una autoridad que lo dirija, aunque su origen y características serán
estudiadas en el siguiente apartado.
Como ya hemos discurrido, el aquinita estableció una gradación
jerárquica ordenadora del universo. La sociedad civil no escapa a esa
lógica, sino que, al contrario, la reproduce con fidelidad. Para que el Estado
y sus gobernantes puedan lograr sus fines morales, era preciso que su
accionar estuviese enmarcado dentro de un orden jerárquico de leyes que
establecieran en un todo congruente las más altas aspiraciones humanas y la
vía para su consecución.
En el orden de prelación de su acabado sistema de leyes, Tomás coloca
en primer término a la ley eterna. Concebida por la razón divina, consiste en
el plan de Dios que organiza toda la creación. Todo se arregla conforme con
ella y es inaccesible al entendimiento humano, aunque de ninguna manera
contraría a la razón del hombre.
En segundo lugar, la ley natural, que consiste en la manifestación de la
ley divina en todo aquello que ha sido creado. Merced a ella los seres
humanos propendemos a la búsqueda del bien y al rechazo del mal. La
inclinación hacia la sociabilización, la procreación, la búsqueda del
entendimiento y aún la conservación de la vida obedecen a su lógica.
Accedemos a ella mediante la razón.
En cuanto a la ley divina, ella consiste en la revelación que Dios ha
hecho a los hombres mediante las escrituras sagradas. Consiste en una dote
o una gracia con que la divinidad ha obsequiado al hombre. En este caso y
mediante la razón, podemos comprender una gran parte de la revelación o,
dicho de otra manera, la revelación amplia lo que la razón conoce más no la
contradice.
En cuanto a la última de las leyes en esta escala, Tomás la denominó ley
humana y, como su denominación lo indica, regula las relaciones de nuestra
especie. Aplica para su elaboración los principios de las leyes precedentes y
apunta claramente en el ordenamiento social al bien común o, en términos
del aquinita en su Summa: “Ordenación de la razón al bien común,
promulgada por quién tiene a su cuidado la comunidad” (1993: 708).
Constituye lo que hoy denominamos como derecho positivo de un
Estado, es decir, todo el conjunto normativo que, dentro de límites
territoriales establecidos regula la vida en común de sus habitantes. La ley
humana deriva claramente de la ley natural, y Tomás consideraba su
promulgación –es decir, la posibilidad de su conocimiento por parte de
todos los integrantes de la sociedad– un requisito sustancial de aquella.

5. Origen del poder y formas de gobierno

Hasta ahora hemos visto, en el complejo aunque ordenado sistema


tomista, el surgimiento de la sociedad civil y aquello que podríamos
denominar Estado. También los fines hacia los que debe dirigirse. Es
tiempo entonces de incursionar en el estudio acerca del origen de la
autoridad y el poder sobre el que ella se legitima.
Hemos visto que los hombres y las diversas sociedades que ellos forman
confluyen en la sociedad civil a los fines, no solo de subsistir, sino de lograr
aquello que Aristóteles denominaba “la vida buena”. También, que la
tendencia a agruparse proviene de la razón, que es una facultad otorgada
por Dios a los humanos. Ahora bien, convergen entonces tantos intereses
como personas y asociaciones existan, razón por la cual se necesita ordenar
a la sociedad en una unidad que permita velar por el bien común, y para ello
resulta imprescindible que exista una autoridad pública que la dirija hacia
ese objetivo. Es decir que, así como cada uno vela por su propio bien, es
necesario que alguien por encima de todos vele por el bien de los muchos.
Es menester aclarar que Tomás no define el significado de “bien común”,
entendiendo quizá que su sentido se comprende en forma tautológica y que
en sí mismo resulta evidente.
Para el aquinita entonces, la autoridad política encuentra su origen en
Dios, quien ha creado la naturaleza y ha querido que exista la sociedad civil
para que el hombre pueda desarrollarse en ella, y por ello, el poder político
es una necesidad ordenadora y planificadora que unifica la consecución de
los más altos fines a los que puede aspirar el género humano. Dicho en
términos más cercanos a Tomás: la sociedad es una exigencia de la
naturaleza humana, y así, para vivir en sociedad, se torna necesario el poder
político que ordene a cada persona hacia el bien común, ergo, la autoridad
política es finalmente una exigencia de la naturaleza que deriva de Dios que
la ha creado y por lo tanto procede de Dios.
Ahora bien, la autoridad para poder cumplir sus elevados fines morales
debe estar siempre ajustada y alineada con la ley. En efecto, hemos visto
que en la ley humana es primordial su promulgación para que, al ser
conocida por todos, se constituya en una doble garantía: por un lado, los
ciudadanos no podrán alegar ignorancia para no cumplirla, pero por otro
lado, tampoco el gobernante podrá contradecirla al hallarse escrita y
promulgada. Aparece entonces aquí la noción de gobierno político, en
oposición al gobierno de corte teocrático que caracterizó a la Edad Media.
Si bien, como se ha dicho, la autoridad deriva de Dios, su transmisión es un
asunto humano. Tomás considera a la sociedad como el sujeto donde reside
el poder, y así puede transmitirlo a una persona o a varias, por tiempo
definido o ilimitado. Más tarde, otros pensadores cristianos formularían con
esta noción el concepto de “soberanía inicial” (Prelot, 1971). También
podríamos decir que en esta concepción de una comunidad que transmite el
poder de unos hombres a otros se encuentra el germen de lo que luego sería
la teoría de la representación política.
Una de las consecuencias más importantes de la conjunción entre el
origen divino del poder político y su transmisión humana fue que, en
términos prácticos, aunque claramente no en la teoría tomista, el Estado
comenzó a poseer una dinámica propia de los asuntos terrenales y las leyes
que garantizaban su humano funcionamiento. Ello trajo aparejado que
principiara a abrirse, seguramente como efecto no deseado por Tomás, una
separación conceptual profunda entre el Estado como una comunión natural
de hombres con respecto a la Iglesia, comunidad supranatural por
excelencia de los creyentes. El Estado, entonces, cada vez más fue
adquiriendo las características de un organismo político con una finalidad
moral cuyo funcionamiento y consecución de sus fines competía a los
ciudadanos, en tanto que la Iglesia era un cuerpo místico cuyas singularidad
y funcionamiento eran diametralmente opuestos; mientras que en la
sociedad política, el poder derivado de Dios era transmitido desde abajo
hacia arriba por los hombres, en la Iglesia el poder se originaba divinamente
en su cúspide y así descendía. Tomás, sin quererlo, había concebido la idea
que llevaría a la humanidad a apartar a Dios de la elección de sus
gobernantes y que siglos más tarde se plasmaría en la idea de la soberanía
popular.

6. Las formas de gobierno

Ya hemos analizado la relación que Tomás establece entre la fe y la


razón, el origen del Estado y las leyes que lo regulan, la procedencia del
poder en esa misma comunidad y su noción de autoridad política. También
hemos estudiado algunas definiciones conceptuales que elaboró,
complementó o resignificó, tales como la dimensión de “lo político”, que a
partir de su pensamiento comenzaría a desandar su camino como categoría
de análisis; el hombre como ciudadano más allá del cristiano y aun del
súbdito, y consecuentemente con ello, la idea plena de humanitas, la
promulgación de la ley como garantía y la transmisión humana del poder
como simiente lejana de aquello que más tarde llevaría a la construcción
intelectual de ideas como las de soberanía popular y de representación
política. Pero además también vimos cómo, aun sin quererlo, el filósofo de
Aquino estableció parámetros que permitieron concebir al Estado cada vez
más con una lógica y una dinámica distintas de la eclesiástica, y así sembró
las bases del Estado en la modernidad. Es menester, finalmente, que nos
aboquemos al pensamiento de Tomás en lo referente a las formas de
gobierno y a sus preferencias, aunque no pueda decirse que ello aparezca en
sus escritos con claridad meridiana.
En primer lugar, es de rigor decir que, si bien toma la clasificación de las
formas de gobierno aristotélicas en cuanto al criterio cuantitativo, también
lo hace en alusión a su criterio cualitativo. Es decir, a las formas puras,
según gobiernen uno, pocos o muchos –lo cual las convierte en monarquía,
aristocracia y democracia (politéia) ordenadas al bien común–, les opondrá
su deformación, tiranía, oligarquía y demagogia cuando lo hagan buscando
el bien particular. Sin embargo, Tomás exacerba la esencia moral de la
distinción en orden al obrar recto o no recto del gobierno en la búsqueda del
bien común, ya que, para él, esa es la cuestión medular, y no el número de
los gobernantes. También entiende que la monarquía y la aristocracia se
fundamentan en la virtud, así como la democracia lo hace en la libertad.
Debemos tener en cuenta que cuando en el párrafo anterior observamos
que al aquinita le era más importante el fin del gobierno que el número de
sus integrantes, ello no constituía un absoluto. Aquí hay que hacer una
distinción entre el teólogo y el crítico estudioso aristotélico. Como teólogo,
adhiere a la idea de la monarquía porque es un reflejo del gobierno de Dios
en el universo; su principal argumento al respecto es que uno puede lograr
la unidad y el ordenamiento de la sociedad más fácilmente que varios o
muchos. Sin embargo, ello tiene claras limitaciones. Tomás discriminó entre
el “gobierno político”, es decir, el régimen cuya finalidad moral impelía al
gobernante a estar limitado por la ley, y el “gobierno regalista”, es decir, el
teocrático puro, en el cual el gobernante no tenía ningún tipo de
limitaciones y en el que la ley estaba constituida por su voluntad. Por
supuesto, Tomás se inclinaba por el primero de ellos, e incluso, sin aceptar
la teoría del tiranicidio esbozada por Juan de Salisbury (5) en su
Policraticus en el siglo anterior, aceptaba el derecho a la resistencia de los
ciudadanos ante el accionar tiránico. Dicha resistencia tenía, sin embargo,
una condición moral: con ella no se podía causar un mal mayor que aquel
que se intentaba remediar.
Ahora bien, desde la filosofía, y a tenor del siguiente párrafo de la
Summa, parecería tener alguna preferencia por el régimen mixto, del cual ya
hemos hablado en esta obra, en especial al tratar sobre Polibio:

La mejor constitución de una ciudad o reino es aquella en la cual uno


solo tiene la presidencia de todos y es el depositario del poder; pero de
tal modo que otros participen de tal poder, y que todos sean los dueños
de tal poder, tanto porque puedan elegidos cualesquiera del pueblo,
como porque deban ser elegidos por todos. Tal es la mejor política: la
que está presidida por uno, pero con un régimen mixto (1993: 864).

Sin embargo, y a diferencia de Polibio, que destacaba en la Roma de la


república la presencia de todos los regímenes puros en uno, Tomás se
refiere a la mixtura de los valores y del espíritu de las formas puras en el
gobierno político. Claramente, habla del gobierno de uno, que representa a
los demás y puede ser elegido por ellos o de entre su seno, pero en ningún
momento aparece en el aquinita nada parecido a una preferencia por la
democracia, ya que en el fondo entendía que la democracia (politéia) no
tendía a la unidad sino al disenso y a la disgregación. Es verdad que, al ser
Tomás el pensador más importante que precede a la modernidad, muchos
historiadores han pretendido ver en él un precursor de la democracia
constitucional (Prelot, 1971), aunque, como en relación con otros aspectos,
esto jamás haya estado en sus intenciones.

1. Santo Tomás de Aquino para la Iglesia católica.


2. Algunos autores fechan su nacimiento un año antes, en 1224.
3. San Alberto Magno para la Iglesia católica.
4. Tomás fue posiblemente el autor que más se acercó a la definición de Estado, que a partir de
Maquiavelo comenzaría el derrotero que la llevaría a su definición actual. Ello entendido en un
contexto en el cual el aquinita vive el cenit del feudalismo.
5. Si bien hemos sostenido en este capítulo que es a partir de Tomás que “lo político” comienza a
transformarse en una categoría pensable de las relaciones humanas, mucho se le debe en este aspecto
a Juan de Salisbury (ca. 1110- 1180), obispo de Chartres, y a su obra Policraticus, realizada en 1159.
Escrito antes de la masiva irrupción de Aristóteles en el siglo siguiente, el elemento político aparece
en una manera más definida y clara en lugar de encontrarse repartida en diferentes partes de obras
que trataban sobre teología, aspectos sociales, morales y otros. Para Juan de Salisbury, el elemento
central que amalgama a las sociedades es el acuerdo acerca del significado del derecho, y es la ley
aquello que establece una vinculación indestructible en las relaciones entre los hombres, incluso entre
quienes gobiernan y quienes son gobernados, ya que ambos deben respetarla. Esta última cuestión,
que como hemos estudiado, se encontraba bastante alejada del espíritu de la época, es eminentemente
política y contraria al gobierno teocrático puro o “regalista”. Ahora bien, la obra del obispo de
Chartres es recordada básicamente por adherir a la teoría del tiranicidio, es decir, para el autor del
Policraticus, cuando un rey viola la ley, pierde su aptitud moral, se convierte en tirano, y sus súbditos
tienen el derecho de deponerlo y “hacerlo morir por la espada”. Tomás compartió la concepción
universal del derecho con Juan de Salisbury, mas no completamente su teoría del tiranicidio.
Capítulo XXII
Después de Tomás

Luego de la enorme conmoción que significó el renacimiento aristotélico


y la mayúscula síntesis que Tomás realizara entre la razón y la fe, el poder
secular, que durante siglos había carecido de un soporte intelectual que le
permitiese formular un discurso que legitimase su poder, halló una serie de
filósofos y teólogos que comenzaron, enmarcados en las luchas entre el
papado y el Imperio, a producir toda una serie de argumentos que
presagiaron el fin del teocentrismo y la llegada de un nuevo paradigma en la
modernidad que se estaba forjando. Luego de siglos de haber resistido el
inmenso bagaje intelectual con que la casta eclesiástica había dado
fundamento a la sociedad total del cristianismo y la consecuente
hierocracia, mediante prácticas concretas como el feudalismo o las más
elaboradas Cartas de derechos, por fin el poder seglar encontró,
paradójicamente a partir de la construcción aristotélico-tomista, pensadores
que pudieron comenzar a articular un discurso que paulatinamente correría
a Dios del centro del poder hasta llegar a justificarlo a partir de argumentos
meramente humanos.

1. Juan de París (1225-1306)

Si bien la obra de Juan de París no conformó un esquema sistemático en


la dimensión de la filosofía política, su libro De potestate regia et papali (1)
(1302-1303) planteaba un esquema revolucionario para el momento y una
reacción del poder secular frente al eclesiástico de enormes magnitudes.
Posiblemente, en un siglo ya abrumado por el redescubrimiento aristotélico
y la gran obra del hombre de Aquino, lo descarnado de su análisis no fuese
del todo comprendido, aunque finalmente fue acusado de hereje, y la
muerte lo sorprendió camino a escuchar su sentencia.
Juan, más filósofo que teólogo, también pertenecía a la Universidad de
París y escribió en el convulsionado clima producido por la terrible disputa
entre el papa Bonifacio VIII y el rey francés Felipe IV de la que ya hemos
tratado en el posludio. Al analizar la fase política de la obra del aquinita,
hemos observado que muchas veces él mismo no avanzó, no clarificó o
simplemente no previó que determinadas ideas o proposiciones suyas
terminarían por adquirir un sentido posiblemente contrario, o en todo caso,
diferente a la lógica del teólogo que Tomás era. Juan, partiendo de la obra
de Tomás y utilizando sus argumentaciones y supuestos, va a fundamentar a
favor del gobierno secular y de la distinción jurisdiccional entre Iglesia y
reino. (2)
Para el obispo de Chartres, la Iglesia era un cuerpo de características
místicas de orden supranatural, y sus miembros dirigentes se atribuían
funciones limitadas a los aspectos sacramentales y ceremoniales, sin poder
interferir en la vida del reino que la naturaleza había impelido a formar a los
hombres. Este último constituía el cuerpo político de una sociedad formada
por los seres humanos como animales políticos y sociales y fundamentado
en la ley natural, de la que, por otra parte, derivaba la facultad de
gobernarlo. Juan de París empezó a plasmar por escrito aquella dinámica
propia que el Estado comenzaría a tener a partir de los escritos de Tomás y
su incipiente separación conceptual de la Iglesia.
El rey o gobernante debía velar por la consecución de los fines que le
son propios al Estado según su naturaleza, que, aunque viene de Dios, no
tenía aspectos en común con la Iglesia en tanto y en cuanto la jerarquía
eclesiástica y el mismo sacerdocio eran posteriores en el tiempo al poder
secular. De hecho, el papado no tenía la capacidad de poner ni deponer
gobernantes y el acto de excomunión sobre un rey o similar en nada
afectaba sus funciones civiles materiales, sino meramente aquello
concerniente a su conciencia.
Para Juan, los reinos eran autónomos porque, al surgir surgiendo de un
impulso natural, los hombres presentan una vasta diversidad en cuanto a
intereses, inclinaciones, preferencias por instituciones políticas y modos de
vida, de resultas que, al formarse un Estado autosuficiente, no es necesario
que cuente con una cabeza que los guíe a todos, a diferencia de la Iglesia,
cuya propensión es al absoluto. Este relativismo en la obra de Juan de París,
prácticamente desapercibido en su tiempo, se encuentra con claridad
fundado en la concepción tomista que separa al ciudadano del cristiano y
será un rasgo fundamental de las futuras y todavía lejanas sociedades
democráticas.
Según Ullmann (2013), es fundamental en la obra de este autor la
separación entre lo natural y lo supranatural, ya que a partir de allí Iglesia y
Estado transitan dimensiones diferentes: en la natural comunidad política de
los hombres, las normas eclesiásticas no surten ningún efecto. De hecho, y
llevando más lejos la cuestión, sostiene que, aunque el poder del rey
derivaba de Dios, se convertía en monarca por elección del pueblo, es decir,
por la propia voluntad y consentimiento de los gobernados, noción que
presagia ya muy claramente la soberanía popular. Por supuesto, ello
implicaba también que la destitución del gobernante también pertenece al
pueblo. Como podemos observar, Juan es muy preciso en cuanto a la teoría
del poder terrenal.
En cuanto a la propiedad eclesiástica, tema no menor, como ya se ha
visto en la contienda entre el poder secular y la Iglesia, el obispo de
Chartres opina que es lícito que el clero tenga propiedad a los efectos de
desarrollar sus labores propias, pero que el control jurisdiccional sobre ella
recae en la autoridad secular.
Juan no realiza un análisis acerca de la organización del Estado secular,
aunque su preferencia pareciera inclinarse por el tipo de monarquía
constitucional que se estaba gestando hacia el final del medioevo; y así
como Tomás de Aquino recurre a Aristóteles, reconoce en esa forma de
gobierno una mezcla de aristocracia y democracia aunque más no sea en
espíritu.
Este pensador, junto con otros que veremos en este capítulo, encarnó la
defensa del Imperio frente al papado en su sempiterna lucha, aunque con
algunas características locales; Juan era un francés que defendía al Sacro
Imperio como ideal frente a las pretensiones eclesiásticas, pero reafirmaba
la independencia de Francia.

2. Dante (1265-1321)

El gran poeta de la Divina Comedia también escribió un tratado, llamado


De la monarquía, (3) en el cual el artista toscano discurre sobre las dos
amplias temáticas que hacía tiempo desandaban el quehacer filosófico de la
Edad Media; uno de estos temas es el viejo anhelo de unidad política de
Europa que ya había soñado Gregorio el Grande, y el otro, las relaciones
entre los poderes secular y eclesiástico.
Dante se va a erigir en un defensor del Imperio, en la lógica de que una
Europa unida bajo su égida significaba paz universal, (4) mientras el
papado, por una u otra razón, siempre es fuente de disensiones. El autor
florentino idealizaba el imperio en términos de un liderazgo que abarcara a
todo el género humano en términos terrenos, aunque bajo el amparo de la fe
cristiana.
De la monarquía se divide en tres libros que plantean tres interrogantes:

“Nos preguntamos, primero, si dicho régimen es necesario para el bien


del mundo. Segundo, si el pueblo romano se atribuye legítimamente su
ejercicio. Tercero, si la autoridad de la Monarquía depende
inmediatamente de Dios, o de algún ministro o vicario de Dios” (2005:
41).

En cuanto a las dos primeras cuestiones, que abarcan sendos libros en la


obra, Dante responde en forma afirmativa. Incluso en la pregunta que atañe
a la legitimidad del pueblo romano en tanto Imperio, no solo establece una
continuidad entre Roma y el Sacro Imperio, sino que usa la condena a
muerte de Cristo alegando que, si no hubiese sido pronunciada por
autoridad legítima, su castigo no habría redimido al mundo, así que, por
fuerza, tanto la autoridad de Pilatos como la de Tiberio debieron haber sido
justas y perfectas.
Ahora bien, con respecto a la tercera y más espinosa de las cuestiones,
Dante se decanta por una posición bastante similar a la de Juan de París, por
el expediente de entender que la autoridad secular proviene de Dios en
forma directa sin ningún intermediario e independientemente de la
autoridad eclesiástica, aunque también ella procede de la divinidad. Es
decir, por un lado, niega al papa jurisdicción emanada de Dios sobre los
asuntos terrenales, y por el otro lado, esboza por primera vez en la historia
del pensamiento político la doctrina del derecho divino de los reyes (Figgis,
1982).
Dante no solo rebate las construcciones intelectuales que justificaban el
poder omnímodo del papado, tales como la donación de Constantino, la
potestad de Pedro apóstol y sus sucesores de atar y desatar tanto en la Tierra
como en el cielo o antecedentes como la deposición del último rey
merovingio por el papa Zacarías, quien además coronó a Pipino el Breve,
sino que luego sostuvo que en los asuntos terrenales, el poder secular no
debe ninguna obediencia al pontífice, salvo en lo atinente a la salvación de
su alma para la vida eterna, como cualquier cristiano:

“Digo, pues, que el reino temporal no recibe su ser del espiritual, ni sus
facultades, que son su autoridad, ni tampoco pura y simplemente su
operación; pero que sí recibe, para obrar mejor y más eficazmente, la luz
de la gracia, que en el cielo y en la tierra le infunde la bendición del
Sumo Pontífice” (2005: 120).

Como podemos observar, Dante, en su búsqueda de la paz universal,


intenta siempre mantener la unidad; aquí no hay dualismo, sino diferentes
esferas de influencia: mientras el papado buscará guiar a la humanidad
hacia la vida eterna, el emperador procurará su bienestar en la Tierra. Sin
embargo, y ya sobre el final de su obra, el escritor florentino busca dejar
prístinamente clara su posición al referirse al fundamento de la autoridad
imperial: “demuestro que dicha autoridad depende inmediatamente de la
cumbre de todos los seres, que es Dios” (2005: 139).
Dante no quiso dejar dudas con respecto a su apoyo al Imperio ni sobre
su respeto a las potestades papales en una línea que él consideraba de fácil
demarcación. Sin embargo, y si bien considera que el poder del monarca es,
por supuesto, superior al de los súbditos, no lo es con respecto al de toda la
sociedad, ya que su autoridad deriva no solo de Dios, sino también del
pueblo. El rey debe permanecer sometido al derecho como cualquiera.

3. Marsilio de Padua (1275-1342)

Posiblemente haya sido este filósofo y teólogo italiano, rector por breve
tiempo de la Universidad de París, quien haya aprovechado, llevándolo al
extremo, el renacimiento aristotélico y la síntesis que Tomás de Aquino
realizó entre fe y razón. Marsilio se transformó, a través de sus obras el
Defensor minor y el Defensor pacis, en un recalcitrante enemigo de la
hierocracia y la supremacía de la Iglesia. De hecho, y a diferencia de otros
pensadores que a partir de Tomás habían comenzado a construir un discurso
legitimador de poder para el mundo secular, Marsilio no pretende justificar
dos jurisdicciones en las que cada una de las partes tenga competencia o
sitios donde alguna de ellas tenga más incumbencia que la otra, sino
directamente otorgarle a la autoridad secular la plenitud del poder en la
Tierra. Lo que dimos en llamar sociedad total del cristianismo o, más
correctamente, hierocracia, pero a la inversa. Podríamos decir, en una
indagación superficial y descontextualizada, que Marsilio pergeñó la
simiente del Estado autoritario, aunque no llegaremos a tanto.
Para el paduano, era fundamental eliminar cualquier tipo de autoridad o
control del poder eclesiástico sobre el poder secular, y para ello la Iglesia
debía quedar bajo la jurisdicción del Estado. De hecho, en su Defensor
pacis, luego de introducir a Aristóteles y siguiendo la lógica del estagirita,
Marsilio concibe al Estado como un organismo compuesto de diversas
partes, todas las cuales deben permanecer en armonía para lograr el estado
de paz. Sin embargo, la Iglesia y su corporación eclesiástica, con su
pretensión de gobierno tanto en el cielo como en la Tierra, altera ese orden
aristotélico, ya que su finalidad celestial no puede ser comprendida por la
razón. Ello es de suma importancia, ya que Marsilio en toda su obra jamás
abandona la lógica racional a la hora de pensar la sociedad humana, el
Estado y su gobierno. Por ello y a los efectos de preservar el buen orden, la
Iglesia y el clero deben ser considerados apenas una parte más de la
sociedad, donde el Estado vela por la armonía del conjunto. La corporación
eclesiástica no debe tener ningún poder de coacción sobre el cuerpo de
ciudadanos, ya que apenas son los encargados de suministrar los servicios
religiosos; por ello deben atenerse a la regulación, normas y tribunales
como cualquier estamento seglar. Tampoco deben poseer propiedades, ya
que estas han consistido en una especie de subsidio público a los efectos de
que se pudiese practicar el culto y ellas, así como los cargos ocupados por
el clero, deben ser dispensados por la autoridad civil.
Sin embargo, y a pesar de todo lo dicho en el párrafo anterior, Marsilio
reconoce que la Iglesia debe poseer algún tipo de organización diferente de
la sociedad civil, aunque solamente para la satisfacción de fines
espirituales. Acérrimo opositor de la plenitudo potestatis o plenitud de
poderes papales y de que el papa tuviese algún tipo de autoridad basada en
la sucesión apostólica de Pedro, también tenía en baja estima a los
sacerdotes y sus funciones, respecto de lo cual aducía que en la mayoría de
los aspectos sacramentales lo importante es el poder de Dios y el
arrepentimiento; afirmación esta que de alguna manera presagia la Reforma
protestante. Siguiendo este desarrollo en cuanto a la infalibilidad del papa y
la estima de los eclesiásticos, para Marsilio, la institución que podía hablar
con autoridad en nombre de la Iglesia y erigirse en juez de disputas era el
concilio general, es decir, un organismo representativo cuyos representantes
sacerdotes, así como laicos versados en la ley divina, fuesen elegidos dentro
de las divisiones territoriales de la Iglesia. Este concilio debería resolver
todo tipo de cuestiones en materia de fe y de práctica sacramental, y sus
decisiones debían ser obligatorias. A ello se lo llamó conciliarismo, y
Guillermo de Occam lo llevaría a un mayor refinamiento, aunque a
diferencia del paduano, entendió que en cuestiones espirituales mucha gente
reunida no tenía por qué ser más infalible que una sola persona.
Finalmente, según este filósofo, la ley que rige a los hombres –diferente
de la ley de Dios, que es concebida como un mandato divino– es producto
de la deliberación de un pueblo, de la totalidad de sus ciudadanos o de la
parte de más valor de él, realizada por voluntad propia y a la que todos
deben obediencia. Por supuesto que, al referirse al pueblo, Marsilio alude a
la ficción que había creado el medioevo feudal y de las Cartas, en términos
de que toda autoridad debe considerarse como un acto del pueblo, aunque
en realidad estemos hablando de unos ciudadanos –los principales, según el
decir de la época– reunidos en parlamentos o cortes. También deja asentada
claramente su preferencia por la monarquía electiva frente a la hereditaria.

4. Guillermo de Occam (1270-1347)

Este pensador inglés y monje franciscano se inscribió en una senda


similar a la de Marsilio, aunque con menos virulencia, y su preocupación
estuvo más cerca de la reorganización interna de la Iglesia que de las
vicisitudes del poder temporal, aunque en aquella época lo uno
necesariamente se vinculaba con lo otro. Miembro del grupo de los
“espirituales”, franciscanos que declamaban la pobreza del clero, fue
excomulgado junto con todos ellos por el papa Juan XXII. En su obra, este
teólogo ataca igual que Marsilio la plenitudo potestatis papal, a la que
consideraba una herejía causante de discordias inacabables con el poder
seglar, y reivindica, a través de los “espirituales”, su libertad de conciencia,
la limitación de la soberanía papal en materia espiritual y el derecho a no
sufrir coacción por parte del papado. Según Sabine (1992), su propósito
consistía en afirmar la independencia del cuerpo de los creyentes cristianos
frente a la posición herética del papado.
Guillermo quebró la síntesis tomista entre razón y fe al separar
definitivamente sus campos de actuación. El saber teológico se dirigía hacia
lo sobrenatural e incognoscible, mientras que la filosofía actuaba dentro de
la natural esfera de la razón y, por lo tanto, el hombre puede conocer,
aprender y dominar sus fenómenos. Esta teoría, que se hallaba en el
delicado margen entre ortodoxia y herejía, legitimaba aquello de “dar al
César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”; por ello, para el
pensador inglés, el poder también deriva directamente de Dios al
gobernante, y así Dios gobierna en la Tierra. En el caso del Sacro Imperio,
sin olvidar que todas estas discusiones se dan en el marco del conflicto
imperio-papado, una vez pronunciados los electores, el elegido emperador
se convierte legítimamente en soberano. (5) De hecho, para Occam, esos
electores representaban al pueblo, y el emperador tenía incluso potestades
para intervenir en la Iglesia, aunque debían ser usadas en forma
excepcional. El poder se justificaba por el bien común, concepción que,
como hemos visto, arraigó profundamente aun entre quienes, como Occam
o Marsilio, plantearon más fuertes disidencias con el aquinita.
Por último, Guillermo se muestra un firme partidario del conciliarismo
ya que, si bien no creía en infalibilidades humanas de ningún tipo, sí creía
que un conjunto de personas (6) ilustradas podía poner un coto más eficaz a
la desmedida autoridad papal. De hecho, esta institución, el concilio
general, cobró relevancia entre 1378 y 1417 durante el proceso conocido
como el “gran cisma de Occidente” durante el cual dos y hasta tres papas en
distintas sedes se disputaron la máxima jerarquía de la Iglesia. Occam
consideraba necesario institucionalizar el concilio en la creencia de que la
fe demostraría su validez aun bajo el más exhaustivo escrutinio de la razón.
Dicho de otra manera, la razón demostraría las verdades religiosas.
Imaginaba el concilio general de forma muy parecida a la descrita al
estudiar a Marsilio, a través de elecciones indirectas a la usanza de las
corporaciones de entonces. Por supuesto, el conciliarismo jamás pasó de
mera teoría. La dinámica misma de la Iglesia, incompatible con un gobierno
de características asamblearias, las agitaciones populares a las que esta
misma teoría conciliar llevó, tales como las de Wycliffe (ca. 1320-1384) en
Inglaterra y Juan Hus (ca. 1373-1415) en Bohemia y la resolución del “gran
cisma” en 1417 a través del concilio de Constanza, aletargaron el
movimiento, y las reformas que la Iglesia requería se fueron postergando en
un marasmo de discusiones en el que tanto en este concilio como en el de
Basilea que lo continuó, sus miembros creyeron que todo estaba sujeto a
discusión y revisión, tanto desde la óptica temporal como desde la
espiritual. Sin embargo, el conciliarismo tuvo una gran importancia sobre
fines de la Edad Media, no tanto por sus logros concretos, sino por las
dimensiones a las que cuestionó.

1. Sobre el poder real y el poder papal.


2. Aquí tomamos reino como unidad política administrativa de acuerdo con los parámetros de la
época. El Sacro Imperio también era una unidad de esas características, o una provincia o región con
la adecuada autonomía. A los efectos de una mejor comprensión, y aunque no responda a la
rigurosidad deseada, podría hablarse de Estado.
3. Hoy podría traducirse como “Del imperio”.
4. Dante vivió las turbulencias políticas no solo de su tiempo, sino además de una Italia que no
lograría unificarse hasta la última mitad del siglo XIX. Si bien podemos considerar a De la
monarquía como un escrito gibelino, el florentino pertenecía a una facción llamada los güelfos
blancos que, a diferencia de los güelfos negros, firmes partidarios del papa Bonifacio VIII,
pretendían mantener una posición equidistante en el conflicto entre papado e Imperio. Estando Dante
ausente de Florencia, la facción negra se apodera del gobierno con la venia papal y destierra al autor
de la Divina Comedia al exilio y la pobreza. Quizá también a partir de estos sucesos podamos
explicar algunas tendencias de la obra en análisis.
5. La institución de los electores en el Sacro Imperio deriva de una antigua costumbre germánica por
la cual los reyes alemanes debían ser elegidos por los jefes de las tribus más importantes. Con el
transcurso del tiempo, la calidad de los electores fue variando, y ello constituyó motivo de querellas e
incluso dobles elecciones. A todo esto se sumaba la discusión acerca de si bastaba con la mera
elección o era requisito indispensable la coronación papal. En 1338, en la declaración de Rense, se
convalidó esta práctica electoral, pero se dejó manifiestamente claro que no hacía falta la
legitimación papal para que el electo lo fuese de pleno derecho. Años más tarde, en 1356, bajo el
reinado de Carlos IV de Luxemburgo, durante la Dieta de Metz fue dictada la “Bula de oro”, en la
cual se establecía en treinta artículos la normativa eleccionaria; además, se instituía que los electores
fijos e inamovibles a partir de ese momento serían siete: los arzobispos de Tréveris, Colonia y
Maguncia, el rey de Bohemia, el conde palatino del Rin y los duques de Sajonia y Brandenburgo.
Con respecto a la coronación por parte del papa, la ceremonia se siguió realizando, aunque no como
un requisito de legitimidad; su reconocimiento por parte del papa de Roma se asimilaba más a
aquello que hoy sucede con el reconocimiento entre Estados.
6. Occam creía que en el concilio general no solo debían participar laicos sino también mujeres, lo
que constituía un avance extraordinario para la época.
Libro séptimo
El Renacimiento o un puente humano hacia
la modernidad
Preludio

A partir del siglo XI, o del año 1000 si nos cautivan los hitos históricos,
el mundo se tornó cada vez más confuso. Prácticamente todas las
dimensiones de la vida humana estuvieron entrecruzadas alrededor del
conflicto que, con mayor o menor intensidad, según la época y
circunstancias, mantenían encarnizadamente la Iglesia y las autoridades
civiles, con sus luces y sus sombras en un universo de opuestos reactivos.
Así, mientras por un lado nacían las primeras universidades, generalmente
bajo la égida eclesial, sus muros no podían contener los nuevos debates y
disputas, que comenzaban a cuestionar los cánones del saber recibidos, por
lo cual estas divergencias se trasladaban hacia lugares menos formales pero
también menos académicos, como las fondas frecuentadas por los
estudiantes, quienes, por otra parte, comenzaban a gestar una cultura
subterránea muy particular, alejada de la rancia obediencia a Roma.
También, mientras nacía la Inquisición con toda la soberanía de su cruel
iniquidad para desterrar de la Tierra a los enemigos de la verdadera fe
católica, surgían en la Provenza francesa los versos del audaz amor cortés y
comenzaban a aparecer las lenguas vernáculas que terminarían condenando
al latín y harían más fácil la transmisión de las manifestaciones culturales
profanas. Finalmente, en esta breve y no exhaustiva síntesis de los
claroscuros de esta época, las cruzadas pronto perdieron su importancia
militar y religiosa para transformarse en la causa más o menos mediata de la
expansión económica europea a partir del renacido comercio con Oriente, la
apertura de sus caminos, ciudades y ferias, la aparición de la banca y los
seguros, de los gremios y la burguesía y todos los múltiples fenómenos que
se sucedieron alrededor de estas dimensiones y de muchas otras que
produjeron un cambio de mentalidad colectiva como no se veía en la
humanidad desde la revolución agrícola, más de diez mil años antes. De
hecho, ese cambio de mentalidad fue el puente que el hombre construyó
entre la Edad Media y la modernidad.
Como ya se ha explicado, estos cambios que aparecen
convencionalmente tipificados en los estudios históricos básicos con hitos
como la caída de Roma o el descubrimiento de América, en realidad forman
parte de un largo proceso de transformaciones que podemos comenzar a
datar, en el caso del Renacimiento, en el siglo XI, aunque con mucho más
consenso a partir del siglo XII (Jutglar y Florit, 1999). A fuer de verdad, el
término Renacimiento en realidad fue acuñado sobre mediados del siglo
XIX por el historiador francés Jules Michelet, aunque se popularizó a partir
de la obra casi contemporánea (1) del suizo Jakob Burckhardt La cultura
del Renacimiento en Italia, que describía como características de este
período el individualismo y la modernidad (Burke, 1999).
Este tránsito al que nos referimos tomó un fuerte impulso a partir de las
voces que comenzaron a abrir una separación cada vez más pronunciada
entre la fe y la razón. Pero también, es necesario hacer notar la irrupción de
algunos inventos o descubrimientos que, a diferencia de aquellos otros de
los que hablamos en el primer párrafo, no fueron ni tan graduales ni tan
cotidianos y produjeron un impacto brutalmente veloz en la configuración
de un nuevo mundo y la nueva forma en que comenzó a pensárselo. A
modo de ejemplo, la brújula, que permitió navegar más allá de la vista de
costa y desterrar el pánico hacia lo desconocido, que permitió, ni más ni
menos, que descubrir un nuevo continente; la pólvora, que otorgó
supremacía a Europa sobre los nuevos mundos descubiertos; y la imprenta,
(2) que permitió al hombre difundir sus ideas y pensamientos burlando en
los más de los casos, aunque fuese clandestinamente, las censuras
inquisitoriales. Sobre la imprenta puede decirse que significó en el contexto
del siglo XV algo muy similar a lo que Internet representa actualmente para
la humanidad.
Los nuevos descubrimientos, tanto los más sencillos como aquellos más
revolucionarios, y los efectos que producían en términos de
acrecentamiento de riquezas y capacidades, produjeron en el hombre una
nueva e inmensa fe en sí mismo, que en la Edad Media se veía reducida a la
insignificancia en su concepción teocentrista. De hecho, esta nueva creencia
en las capacidades humanas conducirá, hacia mediados del Renacimiento, a
la aparición del método científico y la consiguiente revolución del
conocimiento, que en los últimos 500 años modificó el mundo como nunca
antes había pasado. Por primera vez, el hombre admitió su ignorancia
(Harari, 2016) y dejó de pensar en conservar simplemente la herencia del
pasado para proyectarse hacia el futuro; se creó así la noción de progreso.
Por supuesto que no fue fácil abandonar el dogmatismo que había regido al
mundo durante casi mil años para pasar a un paradigma de observación
sensorial, donde todo puede ser criticado, objetado y rebatido, lo cual dio
lugar a un sistema científico ágil y dinámico que pudiese adaptarse cada vez
más a los cambios que ese mismo sistema produce. Sin embargo, el hombre
adquirió cada vez más poder sobre su entorno, y ello lo llevó a sobrepasar
límites que jamás pensó que podían cuestionarse, en todas y cada una de las
dimensiones de la vida humana. El intelecto había triunfado sobre la fuerza,
y el paradigma había mutado al antropocentrismo, es decir, al hombre como
centro del universo.
Pero la enorme cantidad de riqueza generada a partir del siglo XII no
solo se vio reflejada en los avances científicos que permitieron generar aún
más riquezas y un incipiente primer capitalismo, sino en la creciente
burguesía, emprendedores de toda clase de empresas, que, aprovechando los
aires innovadores de los nuevos tiempos, revitalizaron la vida urbana
desaparecida en la Edad Media y produjeron un fenómeno social y cultural
sin precedentes. Por supuesto, debieron tener necesariamente una
mentalidad vanguardista, ya que la ciudad medieval consistía generalmente
en urbes pequeñas, laicas o eclesiásticas que meramente administraban las
tierras que la rodeaban, de lo cual dependía toda su vida. De ahí que el
fenómeno de la burguesía comenzara generalmente fuera de los muros o
foris burgos. Es allí donde aparecen los burgueses, que no son nobles, ni
eclesiásticos, ni siervos, con sus almacenes, tiendas, talleres y luego,
cuando lo extramuros se confunde y se incorpora a la ciudad, también se
suman los bancos, los mercados, las compañías navieras y todo aquello que
constituyó el regreso de la civilización urbana.
Esta serie de acontecimientos y cambios que hemos descripto fueron
moldeando un nuevo ideal de hombre, individualista y urbano, que en su
desarrollo generó una ideología que suponía volver a creer que el ser
humano era dueño de su destino, que podía alcanzar la más alta excelencia
y virtud en su vida terrena pero que, fundamentalmente, volvía a instalar en
el centro el inmenso valor del ser humano en la relación con su entorno.
Esta ideología que nos lleva desde Tomás de Aquino a Maquiavelo es
conocida como humanismo, y consistió básicamente en un
redescubrimiento de la Antigüedad clásica y así “El tema de estudio propio
de la humanidad fue entonces el hombre, en toda la fuerza y belleza
potenciales de su cuerpo, en todo el gozo y dolor de sus sentidos y
sentimientos, en toda la frágil majestad de su razón; y en la más abundante
y perfecta revelación de todo ello, que se hallaba en la literatura y el arte de
la Grecia y la Roma antiguas” (Durant, 1958: 120). A diferencia de la Edad
Media, se exaltaba la gloria terrenal, la gloria humana. Mientras que, en
tiempos apenas pretéritos, catedrales, pinturas y poemas realzaban la gloria
de Dios, aquí se magnificaban las inmensas posibilidades humanas, que
parecían no tener límites. Casi como una paradoja, podría decirse que la
basílica de San Pedro, el templo más importante de la cristiandad católica,
cuya construcción abarcó más de dos siglos (3) y entre cuyos jefes de obra
podemos citar a Bramante, Rafael, Miguel Ángel y Bernini, fue construida,
más que para mayor gloria de Dios, para mayor gloria del hombre, que así
parecía demostrar haber traspasado los límites de su propia y mortal
humanidad.
Un hecho destacable es que el humanismo se desarrolló por fuera de las
universidades, como si estas no hubiesen podido contener el caudaloso
desborde de esta inmensa bacanal del intelecto humano. Por supuesto, ello
no quiere decir ni que algunas de las causas que originaron el humanismo
no hubiesen tenido su germen en las universidades, que sí lo tuvieron, ni
que estas no tuviesen participación en el proceso. Lo cierto es que se
originó una enorme marea humana financiada por las nuevas riquezas que
comenzaron a buscar y a encontrar profesores de griego, a realizar
traducciones de esa lengua a un latín más depurado, a buscar manuscritos y
libros de las antiguas Grecia y Roma, en lugares remotos y valuados a
precio de oro. Todo gran hombre (4) poseía su círculo de profesores,
gramáticos, eruditos e investigadores de la Antigüedad clásica. Muchos de
ellos, además, mandaban recorrer el mundo en nombre de sus señores para
buscar valiosas joyas literarias o documentales. (5) El rescate, investigación
y análisis de la Antigüedad clásica fundamentaba el nuevo discurso
antropocéntrico, no solo por el redescubrimiento de las posibilidades
humanas que la nueva ideología humanista propugnaba casi ilimitadas, sino
también porque el análisis de determinadas obras aportaba otros puntos de
vista con respecto a los sostenidos por la Iglesia, resultantes de traducciones
poco fidedignas o de falsificaciones, como el caso de la Donación de
Constantino realizada por eruditos como Lorenzo Valla o Nicolás de Cusa
(Burke, 2016). Todo ello comenzaba a erosionar por primera vez desde el
campo intelectual el discurso de poder que la Iglesia romana había
sostenido durante siglos; de hecho, sobre la Donación se había edificado
toda la doctrina de la plenitudo potestatis papal. Una característica esencial
de los humanistas fue su gran capacidad de transformarse en personas de
gran valía en los círculos cortesanos de los gobernantes o familias
poderosas de la época, a veces en forma estable, en otras de manera
itinerante, pero formaron una especie de fraternidad que se dedicaba a
propagar sus ideas allí donde lograba establecerse.
Ahora bien, si entendemos el Renacimiento como un puente entre la
Edad Media y la modernidad que implicó un cambio radical de mentalidad
colectiva, debemos asociarlo, más que a un período determinado de tiempo,
a un modo de vida y a un sistema de pensamiento que nació en el norte de
Italia y se expandió hacia Europa. En ese modo de vida, como ya se ha
dicho, el dinero fue un factor fundamental. Las nuevas fortunas de
mercaderes, aventureros o banqueros, como los Medici en Florencia, los
Visconti y Sforza en Milán o los de Este en Ferrara, comenzaron a
establecer relaciones de mecenazgo a partir de las cuales apadrinaban a los
grandes artistas de la época. Más allá del sincero interés artístico que
muchos de ellos pudieran tener, lo cierto es que la nueva riqueza competía
por el poder con las antiguas familias que, como los Orsini o Colonna
romanos, remontaban sus orígenes al viejo Imperio. El lujo, el ornato y la
posibilidad de contratar el arte de un Miguel Ángel, Rafael, Leonardo o
Botticelli agregaba refinamiento allí donde faltaba prosapia. Así, entre la
vieja y rancia aristocracia y las familias poseedoras de una nueva e inmensa
riqueza se establecieron duras pugnas por el gobierno de las ciudades
italianas y el papado como elementos de poder tangibles con los que poder
sostener sus pretensiones.
Más allá de los eruditos humanistas y su ideología, que sustentó
discursivamente este tránsito hacia la modernidad, y de los grandes literatos
como Petrarca, Bocaccio, Poliziano y muchos otros que con su pluma
iluminaron el advenimiento de los nuevos tiempos y desafiaron el orden
establecido, el Renacimiento se caracteriza por el inmenso brillo de las artes
visuales. La pintura, la escultura, la orfebrería y la arquitectura lograron
cotas que aún hoy en algunos aspectos parecen inalcanzables; el hombre se
elevó hasta el esplendor de la suprema excelencia para demostrar cuán
justificado estaba el cambio de paradigma que lo convertía en el centro del
universo. Las ricas familias de las grandes ciudades ya no se conformaron
con encargar determinados trabajos a un gremio específico, ya se tratase de
orfebrería, escultura o pintura; comenzaron a firmar contratos (6)
individuales con artistas determinados, pese a la férrea oposición de los
gremios, es decir, con aquellos hombres a los que consideraban maestros
entre sus pares. Estos contratos no solo aseguraban a quien encargaba el
trabajo cuestiones referidas al objeto de la tarea solicitada, así como plazos
y materiales, entre otros aspectos, sino que también –y mucho más– servía
al artista que, al comenzar a firmar sus obras y salir del anonimato
corporativo, añadía poderosos incentivos al estrictamente monetario: fama y
gloria perdurables en la Tierra. De hecho, la perspectiva, el retrato, el
redescubrimiento del maravilloso cuerpo humano desnudo y las soberbias
construcciones arquitectónicas son los grandes aportes que el Renacimiento
hará a las artes visuales. Artistas de la talla de Duccio di Buoninsegna,
Cimabue, Giotto, Brunelleschi, Ghiberti; Massaccio, Paolo, Uccello, Piero
della Francesca, Fra Angélico, Verrocchio, Botticelli, Leonardo, Miguel
Ángel, Rafael, Giorgione, Tiziano, apenas componen un mínimo mosaico
de lo que significó el Renacimiento para la humanidad en toda la imponente
gloria de su belleza terrenal.
Según Johnson (2005), el Renacimiento se dio en un marco de relajación
de la Iglesia, hecho con el que colaboró que varios papas desde Pío II
(1458-1464) hasta Clemente VII (1523-1534) o bien fueron humanistas o
bien sintieron una profunda simpatía hacia ellos. (7) De hecho, tanto papas
como hombres de la Iglesia en general actuaron como mecenas que
encargaron obras que glorificaban la antigüedad clásica y pagana. Por
supuesto que hubo reacciones a ello, decididamente fuertes en algunos
casos, como el del monje Savonarola, pero el espíritu de la época se veía
impregnado de una lánguida sensualidad de la que posiblemente Alejandro
VI, el segundo papa Borgia, sea el ejemplo más acabado. Sin embargo, la
Reforma protestante, que será estudiada más adelante, dividió a la Iglesia y
provocó un cimbronazo superior a los cismas anteriores, ya que este era
absolutamente europeo. La reacción católica o Contrarreforma juzgó que,
de alguna manera, ese relajamiento de la Iglesia y el espíritu crítico
propiciado por los humanistas habían facilitado el triunfo de la herejía, que
había sido combatida con éxito a sangre y fuego desde tiempos
inmemoriales. Por supuesto que la apertura en todos los aspectos que
significó el Renacimiento y el camino que nos condujo hacia él facilitaron
las condiciones de posibilidad para que la Reforma triunfase allí donde
tantos habían fracasado, pero también es verdad, como veremos, que gran
parte del éxito reformista se debió a sus propias virtudes intrínsecas y a su
interpretación epocal. El Concilio de Trento, que duró más de dos décadas
(1545-1563), le otorgó carácter institucional a la Contrarreforma, y con sus
medidas tendientes a restaurar el orden católico en Europa principió el final
del Renacimiento y los movimientos que lo habían impulsado. En términos
artísticos, algunos años después nacería el barroco con su gusto desmedido
por la prodigalidad en el ornato.
En definitiva, en el siglo que transcurre entre 1450 y 1571, el mundo,
que en los últimos mil años se había acostumbrado a las lentas
transformaciones de los paisajes políticos, económicos y sociales, cambiará
radicalmente. La invención de la imprenta, la caída de Constantinopla, el
descubrimiento de América, la expulsión del islam de Europa y la
consolidación de los Estados nacionales, la Reforma protestante y su
Contrarreforma, y finalmente, el triunfo de las huestes cristianas en
Lepanto, que alejó el peligro de los fieles de Alá del continente,
transformaron el mundo y la percepción que la humanidad tenía de él. La
palabra férreamente controlada y escondida comenzó a diseminarse, y con
ella, todo tipo de doctrinas; finalizó la prolongación del Imperio romano en
Oriente, y con él, su posición de escudo de la cristiandad. El mundo, que
desde siempre había sido llanamente mediterráneo, se convirtió en
Atlántico y global; España, Francia, Inglaterra y otras realidades nacionales
comenzaron a consolidarse como Estados, más allá de las familias que los
gobernaban, la Iglesia católica perdió la supremacía europea que había
ostentado durante más de mil años y reaccionó con dureza, y finalmente, la
Europa cristiana logró derrotar las aspiraciones islámicas de controlar el
Mediterráneo. Maquiavelo, Tomás Moro, Lutero, Calvino son hijos de ese
siglo portentoso y quienes forjaron las primeras ideas políticas de la
modernidad.

1. Michelet utilizó el término por primera vez en 1858; la obra de Burckhardt fue publicada en 1860.
2. Según Johnson (2005), la imprenta de tipos móviles fue el acontecimiento tecnológico más
importante de este período. Según los datos consignados en su obra, antes de esta invención, las
bibliotecas mejor provistas de Europa contaban a lo sumo con seiscientos ejemplares y el número
total en el continente se estimaba en unos cien mil volúmenes. Cuarenta y cinco años después de la
impresión del primer libro, ca. el año 1500, su cantidad en Europa podía estimarse en alrededor de
nueve millones.
3. La primera construcción comenzó en 1452, durante el papado de Nicolás V, con Bernardo
Rossellino como jefe de obra. Sus trabajos se dieron por terminados en 1667, encabezados por
Bernini, quien además diseñó la plaza y la magnífica columnata.
4. Un ejemplo claro de hombre renacentista en el sentido que le damos aquí fue Cosme de Medici, a
quien los florentinos denominaron Pater Patriae. No solo dedicó gran parte de su fortuna a la
adquisición y copiado de libros (aproximadamente 11.000 de ellos están alojados aún en la Biblioteca
Laurenciana Medicea de la Basílica de San Lorenzo, en Florencia, que fuera construida por el propio
Cosme), a la contratación de artistas y a la construcción de edificios, sino que fundó la Academia
Platónica florentina, un círculo donde se reunían eruditos y artistas que comulgaban con los Médicis
y cuyo ejemplo comenzó a ser imitado en muchas ciudades italianas, hasta constituir estos
importantes cenáculos de discusión intelectual. De hecho, el mismo Cosme se transformó en un gran
erudito versado en una gran cantidad de temas, quien solía además tener un trato muy llano y familiar
con la pléyade de sabios con quienes se relacionaba (Müntz, 1947).
5. De hecho, personajes de la talla de Boccaccio encontraron en Monte Casino gran cantidad de
manuscritos perdidos que se usaban para reescribirlos encima, o Poggio en el monasterio de Sankt
Gallen, en Suiza, halló las Instituciones de Quintiliano. Este último, además, rescató textos de
Lucrecio, Vitruvio, Plauto, Tertuliano, Petronio, Cicerón y otros grandes de la Antigüedad.
6. Un ejemplo de este tipo de contratos que ha llegado hasta nuestros días lo constituye el suscripto
entre Nicola Pisano y la ciudad de Siena el 29 de septiembre de 1265 con respecto al encargo de la
obra del púlpito de su catedral (Johnson, 2005).
7. Pocas cosas quizás grafiquen más lo aseverado que el pontificado del papa Julio II (1503-1513)
quien, entre otros encargos, contrató a Miguel Ángel para pintar el techo de la Capilla Sixtina, en
donde el esplendor del Renacimiento posiblemente haya llegado a su cenit; allí, además, la exaltación
del cuerpo humano aparece como una señal indubitable del nuevo paradigma antropocéntrico.
Capítulo XXIII
Nicolás Maquiavelo

1. Maquiavelo y su época (1469-1527)

Nicolás Maquiavelo nació el 3 de mayo de 1469 en Florencia,


seguramente la ciudad más icónica del Renacimiento italiano. Para entender
el clima de su época podríamos decir que era diecisiete años menor que
Leonardo o seis años mayor que César Borgia y Miguel Ángel. También
que durante su vida los reyes católicos expulsaron a los últimos moros en
España (1492) y así consolidaron su enorme poder, que Enrique VIII
ascendió al trono en Inglaterra (1509) para luego romper con el papado y
crear una Iglesia nacional o que Carlos V de Alemania unificó las coronas
del Sacro Imperio Romano Germánico con la de España (1519) y así creó,
desde América hasta las Filipinas, el Imperio donde jamás se ponía el sol.
En tanto, en Italia el mapa político se encontraba compuesto por ciudades-
Estados gobernadas, o bien por las familias más influyentes en forma
directa, como la Florencia de los Médicis, o bien por una cantidad mayor de
las familias más influyentes bajo algún encuadramiento institucional, como
la Serenísima República de Venecia. A ello debían sumarse los Estados
Pontificios, que desde Pipino el Breve pertenecían al papa, quien los
gobernaba en forma secular.
Hijo de una familia de ingresos medios, heredera de antiguas rentas,
recibió una buena educación, que le permitió leer los clásicos latinos en su
propia lengua y ser un típico hombre de su época, amante de la belleza y el
refinamiento en todas sus dimensiones. Es probable que su gusto por la
lectura histórica clásica le haya permitido apreciar en la primera parte de su
vida el manejo del poder que la familia Médicis practicaba con maestría
singular en Florencia. Sin embargo, en 1494, tras la invasión de Carlos VIII
de Francia a Italia y a raíz de una revuelta, termina la época medicea y se
instaura una república de características teocráticas dominada por el fraile
dominico Girolamo Savonarola, quien durante cuatro años, como un
presagio del protestantismo, no solo se enfrentó al papa Borgia, sino que
encarnó una brutal persecución contra los ideales renacentistas y quienes
los encarnaban. Así se asistió a verdaderas “orgías de pureza” en las que se
quemaron y destruyeron irrecuperables obras maestras de los más grandes
artistas de ese tiempo, además de reprimir con extremada dureza toda
norma de conducta que quienes gobernaban no consideraban apropiada.
Cuatro años duró este régimen de terror, hasta que, tras su excomunión,
ordenada por Alejandro VI, Savonarola fue quemado en la hoguera en plena
Piazza della Signoria.
Luego de esta experiencia anunciática del protestantismo, Florencia se
transformó en una república en la cual Maquiavelo sirvió como secretario
de la Segunda Cancillería, que se ocupaba de una mixtura de asuntos, entre
ellos, todo lo concerniente a los asuntos internos y la guerra. Sin embargo,
Maquiavelo –muy pronto también, y ante alguna indefinición entre sus
funciones y las de la Primera Cancillería– comenzó a encargarse de
misiones diplomáticas (Vivanti, 2013). Hay una tendencia a creer que este
era un cargo menor dentro de la estructura de gobierno en la ciudad y
aunque, si bien no se encontraba en la primera línea –ya sea por la citada
indefinición funcional o por las características de su ocupante–, lo cierto es
que Maquiavelo pudo intervenir u observar asuntos de gran importancia en
la política europea e italiana, conocer el funcionamiento de cortes como la
francesa, asistir a la elección de un papa (1) –con las intrigas y
negociaciones que aún hoy envuelven dicho acontecimiento– o acompañar
al obispo de Volterra a parlamentar con Cesar Borgia, hijo del entonces
papa Alejandro VI. Al observar esta breve descripción de las actividades
del secretario, puede deducirse que, por un lado, tuvo la oportunidad de ser
un espectador notablemente ubicado en los acontecimientos políticos más
importantes de su tiempo, pero, además, en muchos de ellos fue un
protagonista destacado. En el caso de la negociación a la que acompañó al
obispo de Volterra, Maquiavelo queda tan impresionado con la destreza
política y la racionalidad, muchas veces cruel, de César Borgia, que será
para él, de allí en adelante, una referencia ineludible a la hora de realizar
evaluaciones políticas, tal como veremos en su obra El príncipe. Podemos
inferir entonces la tensión existente entre el observador estudioso formado
en la cultura clásica y el hombre de acción que habitaban en él. Esa tensión
jamás lo abandonó y se encuentra latente en todas sus obras, aun en
aquellas que no son estrictamente de índole política.
En 1510, Francia y el papado se enfrascaron en un duro conflicto que,
con el tiempo, terminó favoreciendo a los partidarios de los Médicis ante el
intento de neutralidad de la ciudad toscana, y es así que en 1512 esta familia
vuelve al poder, y así se puso fin a la república a la que servía Maquiavelo.
El antiguo secretario acabó en la cárcel, pero la mediación de algunos
amigos logró sacarlo de tan innoble situación y, aunque parezca
inverosímil, Maquiavelo intentó congraciarse con los Médicis y ofrecerles
sus servicios a los nuevos gobernantes. De hecho, hay una anécdota nunca
comprobada que señala que Maquiavelo, que culmina de escribir El
príncipe en 1513, tras dedicárselo a Lorenzo de Médicis, concurre a
entregárselo en persona esperando ser admitido de nuevo en alguna función
de gobierno y quizá, con el tiempo, integrar su círculo más íntimo. Allí fue
bien acogido por el gobernante, quien se habría limitado por toda
retribución a obsequiarlo con vino. Según otra versión, tras agradecerle el
libro, se quedó mirando con embeleso unos perros de caza que otro súbdito
le había regalado.
Lo cierto es que, a partir de su caída en desgracia, Maquiavelo durante
los años que le quedarían de vida, en el autoexilio de su propiedad, escribió
sus obras más importantes, El príncipe, por la cual adquirió fama
imperecedera, los Discursos sobre la primera década de Tito Livio y su
Historia de Florencia, entre otras. Si bien es verdad que en algún momento
fue requerido para algunos encargos en funciones de gobierno, el hombre
que posiblemente mejor haya comprendido el funcionamiento de la política
en su aspecto más profundo, puro y descarnado falleció en 1527 con una
angustiosa sensación de fracaso sobre su conciencia.
Finalmente puede decirse que, así como William Shakespeare dividió en
dos la historia de la literatura al crear al hombre psicológicamente complejo
(Bloom, 2001), Maquiavelo produjo la ruptura más importante y radical en
la historia del pensamiento político occidental, a partir de la introducción
del realismo en el análisis político, y también como consecuencia de él, los
modernos conceptos del príncipe político y el Estado y su razón de ser.
Realismo, político-gobernante y Estado serán los ejes sobre los que
analizaremos la obra de Maquiavelo.

2. Realismo político
De pocos autores, quizá más exactamente de ninguno, se ha hecho tanta
polémica sobre sus intenciones y sus fines como sobre Nicolás Maquiavelo.
De hecho, el adjetivo maquiavélico lleva intrínseca una carga emocional
negativa asociada a malas artes o prácticas de la política inmorales cuyo
andamiaje intelectual correspondería al pensador florentino.
Podemos afirmar que la gran divisoria de aguas que constituye la obra de
Maquiavelo en el pensamiento político occidental se encuentra vinculada a
una manera de pensar la actividad política tal cual es en la realidad,
despojada de cualquier tipo de idealismo, sea este del carácter que fuese.
Hasta ahora, nosotros hemos estudiado pensadores del “deber ser”: Platón,
Aristóteles, Agustín o Tomás, que, a modo de ejemplo, vinculaban y en
algunos casos subordinaban el ejercicio y la práctica de la política a la
consecución del bien común, a su apego a la ley o a determinados preceptos
y normativas religiosas, entre otras dimensiones. Maquiavelo, por primera
vez en la historia, hablará del “ser”, es decir, expondrá el accionar político
en toda su cruda materialidad, para mostrar aquello que es y no lo que
debiera ser. Todo su análisis se halla liberado de cualquier dogmatismo.
Maquiavelo propone una forma de pensar la política real para conseguir
resultados en el mundo real que él ha podido observar como protagonista,
además de sus amplios estudios sobre la antigüedad. En definitiva, el
realismo político, que inaugurará una escuela de innumerables
ramificaciones hasta nuestros días, fue la gran revolución maquiaveliana.
En verdad, es difícil imaginar que Maquiavelo no supiese o entendiese que
su pensamiento contrariaba toda la tradición precedente o, como lo define
Da Silveira, “A ojos de sus lectores, era algo así como una declaración de
guerra a la tradición clásica (...) estaba rechazando el supuesto de que los
propósitos deseables y los medios moralmente correctos conduzcan siempre
a buenos resultados. Y rechazar este supuesto implicaba admitir que las
enseñanzas de los antiguos se habían vuelto insuficientes para el manejo de
los asuntos políticos” (2000: 141-142).
Sin embargo, esa nueva forma de entender la política –diferente y
opuesta a todo lo que hasta entonces se había pensado– obedecía a un
modelo y poseía pretensiones científicas. Maquiavelo estudió el acto
político en su forma más pura y aséptica, desvinculado de cualquier
conexidad con otras disciplinas o dimensiones de la vida humana como el
derecho, la moral o la religión. Aisló la política y, al hacerlo, estudió las
leyes internas de su propia dinámica, sin ningún tipo de contaminación
interdisciplinar (Giner, 1994). Al pensador florentino le interesaba por sobre
todo conocer las diversas maneras en que se conquista, se mantiene o se
pierde el poder, al que considera el núcleo del acto político, y por ello
investiga el real y crudo impacto de cada decisión en orden a estas
vicisitudes, más allá de toda consideración ajena al mismo acto. De hecho,
el criterio con que será juzgada cada acción política tendrá que ver con el
éxito en la conservación o consecución del poder político; no hay ni puede
haber otro patrón, ya que, como dijimos, el poder constituye la esencia
fundamental de la política. Puede afirmarse entonces que en la concepción
inicial maquiaveliana no puede hablarse de inmoralidad sino, en todo caso,
de amoralidad, es decir, indiferencia al orden moral al tomar una decisión o
una vía de acción política. Tampoco de herejía o ateísmo en sus
consideraciones religiosas, ya que para esta nueva concepción, al contrario
de todo lo estudiado hasta ahora, todas las dimensiones se subordinan al
principal interés, que es el político. Maquiavelo trata a la política como una
ciencia, y “La esencia de su enseñanza era la promoción de un arte de
gobernar más científico” (Butterfield, 1965: 18). Por otra parte, y en cuanto
a las pretensiones de cientificidad en la obra maquiavélica, podríamos decir
que es verdad que está basada en un concienzudo estudio de la historia y
una profunda observación de la conducta humana, aunque también es cierto
que muchas veces los ejemplos históricos son “adaptados” a las necesidades
del autor. (2) Por supuesto, nada de ello obsta a que podamos considerar a
Maquiavelo y a la metodología de su obra como iniciadores de la tradición
que nos llevaría a nuestra moderna ciencia política, habida cuenta del
revolucionario enfoque con que el florentino estudió las complejidades
inherentes a la política tal cual es en la realidad. La autonomía de la política
como objeto de estudio, y de las leyes que componen su esencia y
dinamismo, nace a partir de este momento y por ello este pensador parte en
dos su historia; para la política existe un antes y un después de Nicolás
Maquiavelo.
En cuanto al tópico de la naturaleza humana, cuestión sobre la que
fundarán sus teorías todos los pensadores analizados en esta obra,
Maquiavelo no tiene una visión optimista. Entiende que el hombre está
dominado por su egoísmo en sustancia, y que tanto la maldad como la
propensión al bien se encuentran repartidas en forma desigual entre los
seres humanos, ya que los hay más virtuosos y otros más viciosos. También,
que esta naturaleza que lo define no se altera con el paso de la historia, ni
empeora ni mejora, sino que permanece inmutable en su esencia. Por
supuesto, al leer al florentino percibimos, sin ahondar demasiado, que este
se ocupa más de los vicios que de las virtudes, y esto fundamentalmente
porque Maquiavelo cree que toda institucionalización política se debe más a
los primeros que a las segundas, habida cuenta de que la organización
política actúa como contención de los vicios y permite desarrollar al
hombre la vida en sociedad o dentro de los límites del Estado, concepto
que, como veremos también, le debemos en su forma actual al autor de El
príncipe. Así, en los Discursos: “quien organiza una república debe dar por
sentado que todos los hombres son malos y pondrán en práctica sus malas
artes siempre que tengan ocasión” (2016: 79).
De hecho, en Inglaterra, en el siglo siguiente Thomas Hobbes utilizará
un argumento bastante parecido para justificar la existencia del Estado
Absolutista.

3. El príncipe y los Discursos

Nuestro estudio sobre Maquiavelo se centrará, fundamentalmente, en el


análisis de sus dos obras políticas más importantes; El príncipe y los
Discursos sobre la primera década de Tito Livio.
Suele establecerse como un lugar común decir que mientras en los
Discursos puede verse al pensador profundamente republicano, en El
príncipe y simplemente para agradar a los Médicis, Maquiavelo exacerbó su
adhesión a la forma de gobierno monárquica y a sus peores prácticas. Es
decir, para simplificar la cuestión, la una sería la obra del republicanismo y
del bien, y la otra, la de la tiranía y el mal. En efecto, hasta podría apuntalar
esta teoría la clasificación bipartita realizada al comienzo de El príncipe:
“Todas las formas de gobierno y todos los territorios en los que han sido
dominados los hombres han ejercido su autoridad por medio de una
república o un principado” (1983: 29).
Sin embargo, un análisis exhaustivo, tanto de ambos libros como de los
tiempos y circunstancias en que fueron escritos, nos permitirá arribar a una
conclusión bien diferente. La composición de las obras es razonablemente
contemporánea, aunque por las características propias de cada una,
acarrearon esfuerzos y tiempos disímiles. En noviembre de 1512,
Maquiavelo fue cesanteado de su cargo de secretario, además, se le vedó el
ingreso al Palazzo della signoria, y luego, en febrero de 1513, pasó
alrededor de un mes en la cárcel acusado de participar en una conspiración
contra los Médicis. Rescatado de tanta humillación por amistades
influyentes, fue confinado a un exilio en su tierra, en Sant’andrea in
Percussina, un pueblo próximo a Florencia. Allí compuso durante muchos
años gran parte de su obra.
Maquiavelo es conocido universalmente por el opúsculo El príncipe,
donde efectivamente se trata acerca del poder en las monarquías o
gobiernos similares. Es necesario destacar, aunque ya haya sido dicho, que
esta obra llevaba implícita y casi explícitamente entre sus propósitos
congraciarse con Lorenzo de Medicis, un claro gobernante absoluto de la
Italia de su época. Por otra parte, no menor es aclarar que ese tipo de
gobernante al que Maquiavelo llama “príncipe” encontraba amplias
correlaciones en el mundo en que le tocó vivir. Por un lado, en Europa
comenzaban a surgir los Estados nacionales con monarcas fuertes del estilo
de Fernando de Aragón o Enrique VIII en Inglaterra, el primero de los
cuales era profundamente admirado por Nicolás. Y, aunque es verdad que
en Italia, su patria, la reunificación tardaría siglos todavía, lo cierto es que
los gobiernos de índole republicana que habían logrado instalarse en
muchas ciudades terminaron fracasando en la mayoría de ellas a raíz de las
continuas revueltas propias de la inestabilidad política e institucional de la
Italia del quattrocento. Esa inestabilidad condujo a un tipo de gobernante de
características fuertemente autocráticas, apoyado en una familia poderosa y
en los lazos de parentesco y afinidades generados por ella. De hecho,
Maquiavelo vivió en carne propia el derrumbe de la república a la que tan
fielmente había servido. Es decir, y más allá de la intención que pueda
haber tenido su autor en cuanto a mejorar su precaria situación personal, El
príncipe refleja el tipo de gobernante existente en la época y en el lugar en
que Maquiavelo observaba la política y escribía sobre ella. Por otro lado, y
si bien esta obra se realizó con premura, la sustancia y los principios allí
esbozados –como la amoralidad de la que ya hemos hablado y otros
tópicos– también aparecen en los Discursos, aunque vistos desde otro
ángulo y analizados desde otra dimensión.
La diferencia fundamental, a nuestro entender, entre El príncipe y los
Discursos sobre la primera década de Tito Livio radica en que es esta
última obra aquella en donde Maquiavelo expone en forma más extensa,
compleja y profunda su pensamiento político. Es cierto que allí se trata
acerca de la creación, organización, expansión y virtudes de la república
romana, pero Maquiavelo ha estudiado a los “antiguos” para contraponerlos
con los modernos, no en relación con las bondades y defectos de los
regímenes políticos, la posibilidad de mixturarlos y aun los ciclos que
determinan el opuesto evolución y declinación de estos, cuestiones que ya
habían sido estudiadas suficientemente antes que él por autores como
Polibio, cuya influencia se advierte notablemente y sobre las cuales
Maquiavelo, cuyo objetivo es la realidad de su época y no una discusión
filosófica sobre el pasado, nada aporta. (3) Aquello sobre lo que
verdaderamente tratan los Discursos con una profundidad conceptual
superior a sus otras obras políticas es todo lo atinente a la consecución y
pérdida del poder en relación con el auge y caída de los Estados dentro del
nuevo marco teórico del realismo. Si quienes leen El Príncipe pueden
colegir, y con razón, que Maquiavelo es partidario de la monarquía más
férrea, al leer los Discursos podrían arribar a la conclusión contraria, y ello
básicamente porque ambos regímenes políticos o los que puedan
considerarse intermedios no constituyen el eje central del análisis
maquiavélico.

El punto nodal en ambas obras, con las diferencias ya comentadas, es la


concepción y el uso del poder que lleva adelante el gobernante. No
importa si se trata de un cónsul electo por sus pares o de un tirano
sanguinario, sino las acciones que despliega en relación con la conquista,
mantención y pérdida del poder. Estas obras, entonces, más que
contradictorias u opuestas, son complementarias, ya que alumbran una
nueva forma de dimensionar la actividad política y a quien así la practica
lo convierte, más allá de la figura del príncipe, en el político moderno
que aspira a gobernar, que gobierna o que gobernó.

4. El príncipe

El realismo es el marco conceptual, el continente dentro del cual


Maquiavelo introducirá en el mundo de las ideas políticas dos conceptos
que, a partir de sus obras, comenzarían un desarrollo evolutivo tal que hoy
sería imposible pensar en esa esfera sin ellos; por un lado, el político
moderno y, por el otro, la noción de Estado como un ente con características
propias, aunque con contornos todavía indefinidos en la obra del florentino.
Si el acto político responde a su propia lógica y solo a ella en términos
de acciones y consecuencias y el Estado se irá tornando cada vez más
autónomo y seglar, de lo que nos habla Maquiavelo finalmente es de un
nuevo gobernante para una concepción diferente de organización político-
institucional. Un siglo más tarde, Thomas Hobbes insufló un tiempo más de
vida a las monarquías absolutas, pero para hacerlo tuvo que quitar a Dios
del medio y recurrir a la teoría del contrato o pacto entre los hombres, que
creaban así un Estado. Medio siglo más tarde, John Locke, apoyándose
intelectualmente en Hobbes y en su lógica contractual, justificó la
monarquía parlamentaria, y así dio inicio al derrotero del liberalismo
político. Nada de ello hubiese sido posible sin que Maquiavelo construyese
la figura del político gobernante de la modernidad, que toma decisiones
estrictamente basadas en un análisis político racional, en el cual sopesa las
demás dimensiones de la vida humana en lo externo, pero sin sentirse
interiormente constreñido por ellas. Correlativamente, ese nuevo político
intentará obtener o conservar un Estado que tiene dinámica y lógicas
propias, más allá de las relaciones que pueda mantener con entes tales como
la Iglesia u otros Estados.
Más allá de lo explicado hasta ahora, bástenos decir que Maquiavelo no
inventa de la nada o siquiera de sus vastas lecturas este modelo de político,
sino que lo desarrolla a partir de la aparición, en el siglo en que nace, de
una nueva clase de príncipes que llegan al poder y se mantienen por sus
propias cualidades y virtudes. De hecho, si bien, como tendremos
oportunidad de observar más adelante, Maquiavelo hablará de los
principados hereditarios y de las ventajas que ello acarrea para quien
gobierne, dejará muy clara su aversión hacia quienes heredan el gobierno,
así en los Discursos:

Pero cuando las monarquías dejaron de ser electivas y se volvieron


hereditarias, los sucesores dejaron de estar a la altura de sus antepasados
y, olvidando las acciones virtuosas, decidieron que lo único que tenían
que hacer los príncipes era superar a los demás en suntuosidad, lascivia y
cualquier otra licencia (2016: 75).
Por otra parte, este nuevo político en el gobierno será juzgado por sus
resultados, aunque mientras tanto transite un delicado un delicado dilema
moral. Según Da Silveira, al gobernante siempre se le exige eficacia en un
complejo mundo de naturalezas humanas corruptas, y ello hace que muchas
veces deba tomar o ejecutar decisiones reñidas con el orden moral; por ello,
el dilema consiste en que “mientras el comportamiento del ciudadano
privado solo debe ser juzgado en función de criterios morales, al gobernante
no solo lo juzgará la moral sino también la historia. En consecuencia, el
dirigente político debe estar dispuesto a violar la ley moral para asegurar
mejores resultados, pero debe saber que también será juzgado desde el
punto de vista de los principios morales que eventualmente haya violado”
(2000: 144).
El político maquiaveliano se encuentra solo frente al ejercicio de una
nueva y vasta forma de entender la política y las relaciones de poder. Son
sus virtudes o sus defectos la diferencia entre el éxito y el fracaso de una
forma de gobernar diferente a las antiguas concepciones. Este príncipe,
amoral, calculador y realista, debe afrontar los avatares de su destino
navegando entre dos conceptos que, por un lado, lo condicionan, pero, por
el otro, le permiten encauzar sus acciones: la fortuna y la virtú en
permanente dicotomía.
Maquiavelo no define a la virtú en ninguna parte de su obra, aunque, por
supuesto, no hace referencia a las cualidades cristianas de este concepto.
Podríamos decir que con ella hace referencia a una característica o cualidad
del político nato, mezcla de un sagaz instinto presciente y una permanente
tensión ante los conflictos propios en que el poder se desarrolla. Coexisten
en la virtú, entonces, un elemento racional, consistente en analizar
constantemente el contexto político mientras evalúa formas de intervenirlo,
y un elemento irracional, dado por una lúcida intuición que le permite
aprovechar las oportunidades que da ese mismo contexto.
En cuanto a la fortuna, es aquello que de alguna manera condiciona a la
virtú. Relacionada con el azar, es el evento inesperado que el político no
puede racionalmente prever y por ello mismo conjuga con la virtú en
términos de su aptitud para lidiar con los avatares de lo imprevisto o, dicho
de otro modo, ¿puede el príncipe defenderse o aminorar los efectos de la
fortuna mediante la virtú? Por supuesto que el resultado de la interacción
entre ambas es inversamente proporcional: mientras más virtuoso el político
y menos grande el golpe de la fortuna. más fácil será sobrellevar sus efectos
o vencerlos, y al contrario. Así leemos en El príncipe: “Sucede lo mismo en
cuanto a la fortuna, la cual demuestra su dominio cuando no encuentra una
virtud que se le resista” (1983: 144).
Más no por lo antes dicho debemos creer que la fortuna es siempre
maligna con el príncipe; también puede, en un giro repentino, hacerle
alcanzar sus objetivos. De hecho, la fortuna constituye una de las formas en
las que el político puede llegar al poder o preservarlo; la historia nos
muestra gran cantidad de ejemplos en ese sentido. Por supuesto que aquí la
fortuna no es el mero azar; en este caso, es un golpe de suerte que le llega a
aquel que la está buscando; es decir no es la suerte de aquel que halle un
tesoro a la vera de un camino, sino la de aquel que transitaba por ese
camino esperando hallar, quizá, un tesoro. Sin embargo: “el príncipe que se
apoya por entero en la fortuna cae según que ella varía” (Maquiavelo, 1983:
145).
Vale decir entonces que la fortuna por sí misma no alcanza ni dura
eternamente. De hecho, es menester que, frente a la buena o la mala fortuna,
el político sepa leer los tiempos, los contextos y sus variaciones, ya que
aquello que una vez lo benefició en determinadas circunstancias podría
perjudicarlo al variar estas. Y aquí nuevamente vemos cómo la fortuna
sigue entrelazada a la virtú, ya que es esta última la que permite hacer una
interpretación cabal de los signos de los tiempos; quien sepa leerlos
correctamente dejará menos margen a las vueltas azarosas del destino. Tan
importante es comprender que estos dos conceptos constituyen distintas
caras de la moneda del poder que Maquiavelo, en el capítulo IX de El
príncipe (1983), cuando habla de los principados civiles, dice que a ellos se
accede por una especie de astuzia fortunata, o “acertada astucia”.
Dentro del marco de estas dimensiones, la virtú y la fortuna, a las que
podríamos agregar los umori diversi, (4) es decir, algo relativamente similar
a lo que hoy denominamos clases sociales, el príncipe deberá desarrollar su
obra tendiente a la consecución y posterior mantenimiento del poder. Por
eso, cuando se habla de los consejos que Maquiavelo da al príncipe, hay
que entenderlos siempre sujetos a su juego y relación con estos conceptos.
Ellos, los consejos, casi nunca deben entenderse como algo preceptivo e
inmodificable; por el contrario, y según el mérito y la oportunidad, a veces
será conveniente usar la fuerza, otras la astucia y en otros casos, una mezcla
de ambas. En ocasiones, al político le convendrá respetar su palabra,
aunque no debe hacerlo cuando esa fidelidad redunde en su perjuicio o
cuando las razones por las cuales se obligó ya no existen. Se debe evitar ser
despreciado y odiado; incluso, cuando se deba elegir entre ser temido o
amado, se deberá procurar ser temido, ya que el amor depende siempre de
los demás, en tanto que el miedo puede engendrarlo el príncipe por sí
mismo, aunque Maquiavelo jamás dice que un príncipe no deba intentar
ganar el amor de su gente. Otro tanto sucede con la liberalidad y la avaricia:
analiza hasta dónde podemos llevar cada una de ellas y cuándo conviene
trocar la una por la otra; o la crueldad, pues con ella es posible reparar
males, establecer la paz y conducir a la futura clemencia. Lo mismo sucede
cuando esos consejos suelen ser más amplios, como hacer el bien de a poco
y el mal todo junto y de tal manera que no pueda temerse su venganza; en
este caso, establece un principio general, ya que un político avezado deberá
calibrar, por ejemplo, cuánta cantidad de mal pueden soportar sus súbditos
antes de rebelarse. Finalmente, sí es verdad que el pensador florentino
considera que el príncipe, bajo ninguna circunstancia, debe acometer
determinados actos, como entrometerse con el patrimonio y la mujer de sus
gobernados.
Todas las dimensiones, elementos y formas de acción que hemos visto
configuran al político de la modernidad en la persona del príncipe pueden
verse desarrolladas en la obra a partir de la adquisición o gobierno de los
distintos tipos de principados que Maquiavelo describe a partir de su vasta
experiencia política. En una carta a su amigo Vettori, Nicolás le manifiesta
que se había propuesto investigar acerca de la esencia de los principados,
sus distintas clases y las formas en que se adquieren, se mantienen y se
pierden (Chevallier, 1979). Curiosamente, el autor comienza El príncipe a
partir de ellos y luego construirá la imagen de quien debe gobernarlos,
aunque cada una de sus líneas presagia al ideal de político maquiaveliano
en todas sus capacidades.
Los principados pueden ser hereditarios, nuevos o mixtos. En el caso de
los hereditarios, Maquiavelo considera que la tarea allí es relativamente
fácil, ya que todo es cuestión de no pretender innovar mucho en lo que
hicieron sus antepasados e ir contemporizando con los sucesos que se
desarrollen. En resumen, para gobernar un principado hereditario se
requiere una capacidad media, salvo que se produzca una oposición
extraordinaria que se lo arrebate, aunque aun así, es tan fuerte la ligazón
con la sangre del príncipe, que a este le será sencillo recuperarlo. (5)
En cuanto a los principados nuevos, o son enteramente nuevos o son
mixtos. En este segundo caso, un Estado hereditario adquiere, por la forma
que sea, un nuevo Estado al que anexa, como lo fue el reino de Nápoles a
España. Maquiavelo no discurre prácticamente sobre los primeros, sino más
bien sobre los Estados mixtos y, de hecho, a lo largo de sus páginas
desarrolla una compleja y casi completa teoría acerca de la anexión de un
Estado por otro, ya que los contextos, las circunstancias, formas de
gobierno, leyes, religión, idiosincrasia y muchas otras características del
nuevo Estado necesariamente condicionan, no solo su adquisición, sino
cómo se debe gobernar para mantenerlo.
La teoría general del florentino es que los Estados no hereditarios
pueden adquirirse, o bien por la virtú –y a esto Maquiavelo lo llama por las
propias armas– o bien por fortuna, es decir, por las armas de otro. Por
supuesto, es más difícil conquistar con las armas propias, pero una vez
consumada la conquista, es más fácil mantenerse en el poder. Ahora bien,
aquellos que llegan por las armas de otros, por el contrario, llegan con
mucha facilidad, pero luego les será tremendamente dificultoso mantenerse,
pues siempre dependerá de la voluntad de los demás, salvo que una vez en
el poder el príncipe se muestre en exceso virtuoso.
Restan todavía dos formas de ascender al principado, una es por medio
de maldades o perfidia, y la otra, con el consenso de los ciudadanos. En
cuanto a la perfidia, es bien interesante que Maquiavelo aquí exponga su
teoría de las crueldades bien o mal practicadas, casi como una teoría moral
de la maldad. Las maldades bien practicadas, como ya se ha dicho, son
aquellas que permiten al político afianzarse en el poder, sean de la magnitud
que sean, y preferentemente todas juntas para nunca más tener que
realizarse en esa proporción y así permitirle asentar sus reales en el
principado. Por el contrario, aquel príncipe que continuamente practica la
crueldad genera en los ciudadanos temor y angustia permanente, razón por
la cual siempre deberá estar en guardia, atento a los actos desesperados de
aquellos a quienes gobierna. Maquiavelo desdeña a estos últimos príncipes;
para él, pertenecen a la categoría de delincuentes, ya que no existe ninguna
virtud en asesinar a sus súbditos, traicionar a sus amigos, carecer de toda
humanidad y de todo tipo de principios; este tipo de conducta y de medios
pueden, según el florentino, otorgar el imperio, pero no la gloria.
En cuanto al principado civil, aquel que se obtiene con el consenso de
sus conciudadanos, ya hemos explicado que se obtiene con una mezcla de
fortuna y virtù o astuzia fortunata. En este caso, el príncipe puede ascender
con el favor de los principales o notables o por el favor del pueblo; en el
caso del pueblo, este no desea ser oprimido o dominado, en cambio, los
grandes quieren oprimir y dominar al pueblo. Maquiavelo colige que es
mejor llegar aupado por el pueblo, pues este elige al príncipe para resistir a
los notables y, aunque al principio puede encontrarse solo, el pueblo
siempre estará dispuesto a obedecerlo en tanto y en cuanto no se sienta
oprimido, lo cual es fácil de satisfacer. Por el contrario, cuando se llega con
el favor de los poderosos, el príncipe se encuentra rodeado por aquellos que
se tienen como mínimo por sus iguales, y por ello siempre le costará
mandarlos y que le obedezcan. En este último caso, el príncipe solo podrá
tener éxito si gana la simpatía del pueblo, lo cual atemorizará a los notables.
En definitiva, para Maquiavelo, en los principados civiles, siempre deberá
granjearse el príncipe el favor del pueblo, que simplemente pide no ser
oprimido.
Con respecto a los principados eclesiásticos, todas las dificultades se
encuentran antes de su adquisición, y ello puede lograrse por fortuna o por
virtù, pero una vez establecido, el príncipe se sostendrá en él por medio de
las antiguas instituciones religiosas, tal es su fuerza.
En cuanto a la forma de gobernarse que estos principados tenían antes de
ser conquistados, ellos podían ser despóticos, aristocráticos o repúblicas. En
aquellos de naturaleza despótica, todos los servidores lo son por gracia del
príncipe y los súbditos esclavos que, al no conocer la libertad, tienden a
estrecharse en torno al príncipe y defenderlo, pero una vez conquistados son
fáciles de mantener, pues quienes allí viven están acostumbrados a obedecer
y no a elegir a quién los gobierne; solo bastará con extinguir a toda la
familia del anterior gobernante. Maquiavelo, en este caso, pone como
ejemplo el reino del Turco. (6)
Con respecto a los principados aristocráticos, allí el gobernante se
encuentra rodeado de señores de antiguas familias que, si bien otorgan
primacía al príncipe, se sienten sus pares, tal el reino de Francia. Según
Maquiavelo, estos principados se conquistan con más facilidad, pues
siempre hay alguno de estos señores descontentos dispuestos a ayudar al
invasor; sin embargo, son muy difíciles de mantener por la misma causa por
la que se adquirió. Aquí no basta con exterminar a la familia del antiguo
príncipe, habida cuenta de que cada uno de estos señores o barones siente,
debido a su prosapia, que está en condiciones de acceder al trono.
Finalmente, en aquellos Estados que antes de ser adquiridos fueron
repúblicas, es decir, donde sus ciudadanos vivían en libertad regidos por sus
propias leyes, solamente pueden ser conservados, o bien arruinándolos, o
bien trasladándose personalmente a ellos para gobernarlos, o bien dejar que
sus ciudadanos sigan viviendo como antes pagando un tributo anual bajo
estrecha vigilancia. Sin embargo, según el pensador florentino, como en las
repúblicas existe mayor valentía y deseo de venganza y no se pierde la
memoria de la libertad conculcada, si un príncipe desea conservarlas debe,
o bien destruirlas, o habitar dentro de ellas.

5. El Estado y su razón

En el primer párrafo de El príncipe, Maquiavelo introduce rápidamente


el término Estado. Es verdad que el Estado de Maquiavelo en ese momento
aún no tenía las características que le asignamos hoy, pero, a pesar de ello,
podemos aseverar que constituyó, con el correr del tiempo e innumerables
vicisitudes, el germen del Estado moderno. Por supuesto que, en términos
de nuestra época, sus límites –tal como son esbozados allí– nos aparecen
difusos y poco precisos, aunque será la primera vez en la historia que el
Estado se nos presente como un ente separado de la sociedad que lo
compone, con vida propia y una incipiente estructura burocrática, aunque
este último término, en este caso, lo utilicemos anacrónicamente.
Es importante comprender hasta qué punto es significativo que el
florentino entienda que el Estado es una entidad diferente de los individuos
que lo habitan y, de hecho, concebido como una comunidad política
superior al hombre. Es dable pensar que Maquiavelo, todavía, producto de
su época, identifica muchas veces al Estado con la persona del príncipe,
pero también es verdad que su concepción estatal es absolutamente nueva y
diferente de todo cuanto hayamos estudiado hasta ahora. Como simples
ejemplos de ello podemos traer a colación el concepto de polis en la antigua
Grecia y recordar que, para el griego, su ciudad era un todo y representaba
cada una de las dimensiones de su vida; o la Edad Media, cuando cualquier
construcción de un aparato político estatal se enmarcaba dentro del fuerte
marco de referencia de una comunidad cristiana universal o ciudad de Dios.
En el Estado de Maquiavelo nada hay superior a él: religión y derecho le
están subordinados, así como cada variable humana; de hecho, las personas
podemos ser juzgadas por los jueces ante el incumplimiento de nuestras
obligaciones, no así el Estado, pues no hay nada superior a él.
Es fundamental elaborar la comprensión acerca de la inmensa
importancia que implicó para el devenir de la política un concepto que
Maquiavelo nunca nombró aunque fue su creador intelectual: la razón de
Estado. (7) Al tener vida propia, el Estado persigue sus propios intereses
para subvenir a sus necesidades, por lo tanto, toma sus decisiones teniendo
en cuenta solamente esos intereses y necesidades. De hecho, aquello que los
franceses denominaron raison d Êtat implica que todo puede hacerse para
que el Estado cumpla sus cometidos, y mucho más si se encuentra en
peligro, ya que allí cualquier medida será justificada, sin excepción alguna.
Así en los Discursos:

... pues no se ha de guardar ninguna consideración a lo justo o lo injusto,


piadoso o cruel, laudable o vergonzoso en las deliberaciones en las que
está en juego la salvación de la patria. Se ha de discurrir por el camino
que salve su vida y conserve su libertad sin respetar nada (2016: 412).

Es decir que, ante la integridad y bienestar del Estado, toda otra


consideración cede, y justifica solamente por ello cualesquiera medios a ser
utilizados. Según Kissinger, que analiza la razón de Estado ya más
consolidada a nivel doctrinal, “el interés nacional suplantó el concepto
medieval de moral universal” (1995: 53). Un clásico ejemplo de esta
doctrina podría darse cuando un Estado necesita una salida al mar con la
que no cuenta; en principio, seguramente, intentará negociar con algún
Estado vecino una servidumbre de paso, la compra o locación de
determinados terrenos o cualquier otra variante pacífica. Al no conseguirla,
y siempre evaluando que esa salida al mar es vital para su interés nacional,
iniciará un conflicto con su vecino que no estará basado en ninguna premisa
moral o autodefensa, sino en su simple necesidad o necessitá. Siguiendo
con este ejemplo, el Estado realizará en principio una conscripción
voluntaria para formar su ejército, si no se presentasen suficientes hombres,
la hará obligatoria y/o comprará tropas mercenarias.
El concepto de razón de Estado tendría, a partir de Maquiavelo, un
desarrollo sumamente prolífico y complejo hasta nuestros días; podríamos
también citar muchos ejemplos de Estados y políticos que lo han utilizado
con mayor o menor habilidad y justificaciones. Posiblemente uno de los
más notables políticos en utilizar esta doctrina ligada al interés nacional fue
Jean Armand Du Plessis, quien fuese cardenal de Richelieu y primer
ministro de Francia entre 1624 y la fecha de su muerte, en 1642. Bajo
Richelieu, “la raison de’état reemplazó al concepto medieval de valores
universales como principio rector de la política francesa” (Kissinger, 1995:
54). En la Europa de comienzos del siglo XVII, los Habsburgos habían
logrado imponer su autoridad en el Sacro Imperio, que dominaba los
actuales (8) territorios de Alemania, Austria, Hungría, Eslovaquia,
República Checa, el norte de Italia, el este de Francia, Bélgica y Holanda;
además, gobernaban España y consecuentemente la América española y las
Filipinas que pertenecieron al Virreinato de la Nueva España con sede en
México hasta 1821, con todo su potencial en riquezas varias y metales
preciosos; su poder era enorme, solo ensombrecido por los príncipes que
habían adherido a la Reforma protestante, que constituían un problema cada
vez más grave al católico emperador que intentaba combatirlos aupado en la
Contrarreforma. En el suelo continental, Francia observaba la situación con
una mezcla de recelo y preocupación, y lo mismo hacía Gran Bretaña
allende el Canal de La Mancha, en la periferia europea. En 1618, y como
consecuencia de las diferencias religiosas existentes, en el Sacro Imperio
estalló un conflicto conocido como la guerra de los Treinta Años que, según
la historiadora española Borreguero Beltrán, fue uno de los más duros,
crueles y extensos que hayan asolado al viejo continente –tanto en el tiempo
como en su alcance internacional– y lo llevaron al borde del abismo (2018).
Ese concepto medieval de valores universales del que hablamos hubiese
implicado, casi como un acto de fe que, en caso de intervenir, la Francia
católica lo hubiera hecho hiciese apoyando al emperador contra los rebeldes
protestantes. Poco importó al cardenal ese tipo de consideraciones; el hábil
político que era comprendía que no solo su país se encontraba rodeado por
todos los puntos cardinales por los Habsburgos, sino y primordialmente que
una Alemania grande era incompatible con una Francia grande, y que el
principal interés nacional francés debía centrarse en debilitar al Sacro
Imperio y la familia gobernante en él. Dicho en otras palabras, entre su fe y
el interés nacional de Francia, en Richelieu primó la razón de Estado, y
apoyó decididamente a los príncipes protestantes y a todos los enemigos
externos del Sacro Imperio Romano Germánico que intervinieron en el
conflicto. (9) Más subrepticiamente al principio y ya desde 1635 en el
campo de batalla al lado de los protestantes, la religión y la moral se
subordinaron a las necesidades políticas, y ese fue el principio rector y guía
de las acciones francesas. Richelieu falleció en 1642 y no pudo apreciar el
final de su obra. En 1648, el conflicto finalizó con la paz de Westfalia y el
Sacro Imperio quedó dividido entre más de trescientos minúsculos Estados,
lo cual aseguró el predominio francés por casi un siglo y medio. Podríamos
enumerar muchos otros casos, algunos incluso muy cercanos a nuestro
tiempo, sin embargo, creemos que el ejemplo del cardenal Richelieu ilustra
acabadamente aquello que Maquiavelo esbozó y que luego se
institucionalizaría como razón de Estado.

6. El patriotismo en Maquiavelo

Ya hemos estudiado los aportes que consideramos centrales y


revolucionarios de Maquiavelo en la historia de las ideas políticas: el
realismo, la concepción de político moderno y el primer esbozo del Estado
como lo conocemos hoy. Sin embargo, y posiblemente por el sesgo
negativo que su mero nombre ha adquirido a lo largo de la historia,
generalmente se pasa por alto un aspecto muy importante en su
pensamiento, como lo es su patriotismo y su anhelo de ver a Italia unida.
El último capítulo de El príncipe se titula “Exhortación para apoderarse
de Italia y liberarla de los bárbaros”. En la época de Maquiavelo, la
península italiana, como ya la hemos descripto, constituía el campo de
batalla donde dirimían sus ambiciones tanto Francia como España, y sus
distintas ciudades-Estados trataban de sobrevivir, ora aliándose con unos,
ora con otros, y utilizando todos los medios a su alcance para mantener su
independencia o, aunque sea, una apariencia de ella. La realidad es que
Italia tendría un Estado unificado recién en 1861.
Cuando el florentino piensa en un Estado de estas características, que
agrupe a los italianos, más allá de los límites que pensara para este, está
pensando en otra noción surgida de la modernidad, cual es el Estado
nacional; aquello que ya habían logrado los reyes católicos en España a
partir de la consolidación de su poder luego de la toma de Granada, (10) o
los Tudor en Inglaterra finalizada la guerra de las Dos Rosas. (11)
Incluso esta cuestión puede llevarnos a plantear el tema moral en
Maquiavelo. Aquí se nos rebela como un patriota y, de hecho, muestra
algunos límites, como son su aversión a las tropas mercenarias y a la
nobleza. A las primeras porque su única fidelidad es el dinero y
eventualmente, y a raíz de este, pueden cambiar de bando a voluntad; y a la
segunda porque no solo no debe su posición a la virtú, sino al hecho
biológico del nacimiento, y además constituyen un sistema internacional en
el cual la lealtad a una familia o eventuales matrimonios pueden desfigurar
la idea de patria o Estado nacional. De hecho, en este último capítulo,
Maquiavelo establece la vara del futuro liberador y unificador italiano en
las figuras virtuosas de Moisés, Ciro o Teseo.

1. Maquiavelo asistió en 1503 a la elección como papa del cardenal della Rovere con el nombre de
Julio II.
2. Dice al respecto el catedrático Manuel M. de Artaza Montero en el estudio preliminar de los
Discursos sobre la primera década de Tito Livio aquí citada: “Finalmente, en correspondencia con su
propósito aleccionador y apologético, Maquiavelo no se preocupa demasiado por la fidelidad de los
hechos o por la precisión de las citas, incluidas las del propio Livio, ni tampoco cuestiona en ningún
momento la historicidad de los sucesos narrados por el historiador romano ni por los otros autores
clásicos que utiliza. Su objetivo es apoyar tesis políticas fruto de la comparación de su experiencia
personal con las enseñanzas del pasado y si hay que alterar algún dato lo hace” (2016: 39).
3. Un ejemplo de ello puede observarse en el segundo capítulo del primer libro de los Discursos, que
lleva por título De las clases de repúblicas y a cuál pertenecía la República romana. Allí, incluso,
más que inspiración o influencia podría decirse, siguiendo a Bobbio (2007), que existe una
traducción casi literal del libro VI de las Historias de Polibio.
4. Veremos que cuando Maquiavelo trata efectivamente de cada clase de principado, siempre está
atento a si en unos conviene ganarse a los nobles, al pueblo llano, o a cualquier otra clase de
personas. Su atención se centra no solo en el número, sino también en su posición relativa de poder
de acuerdo con el contexto y las características del principado.
5. Es indudable que, habiendo escrito Maquiavelo esta obra para congraciarse con los Médicis,
Maquiavelo pasase a considerar a Florencia un principado hereditario, y de allí la ligazón de la
familia medicea a través de la sangre con el principado. Por supuesto, a tenor de dos grandes
contradicciones: la primera, que él mismo había sido, durante más de una década, funcionario de la
República Florentina, que abominaba de los Médicis; la segunda, que Maquiavelo aborrecía en
materia política todo lo hereditario casi tanto como en materia militar aborrecía a los mercenarios.
6. Forma vulgar de designar al Imperio turco otomano.
7. Maquiavelo hablaba del arte dello Stato aunque, como veremos, definió perfectamente el
fenómeno de la razón de Estado. Recién en 1589 Giovanni Botero escribirá Della ragion di Stato,
donde le da al concepto sustancia y corpus doctrinario.
8. En algunos casos puede haber leves diferencias.
9. A modo de ejemplo, subsidió al rey protestante de Suecia Gustavo Adolfo e incluso realizó
alianzas con el Imperio otomano.
10. El 2 de enero de 1492 Boabdil, el último sultán nazarí, entregó Granada a los reyes católicos, lo
que marcó el fin de la reconquista cristiana de la península ibérica y la marcha de los musulmanes
que habían ingresado a ella en el siglo VIII.
11. La Guerra de las dos Rosas fue un conflicto que enfrentó entre 1455 y 1487 a las casas de
Lancaster y la casa de York y sus aliados. Como resultante de un conflicto extenso y cruel emergió la
casa de los Tudor, una rama colateral de los Lancaster. Enrique VII y luego su hijo, Enrique VIII
pudieron, frente a la casi extinción de la antigua nobleza, instaurar una monarquía fuerte y
centralizada.
Capítulo XXIV
Tomás Moro y Utopía

1. Tomás Moro y su época (1478-1535)

Tomàs Moro nació durante el desarrollo de la contienda dinástica entre


las casas de Lancaster y York conocida como la guerra de las dos rosas por
los emblemas de ambas casas; la rosa blanca de York y la rosa roja de
Lancaster. Este conflicto cruel y descarnado por la sucesión al trono, que se
extendió entre 1455 y 1487, finalizó con prácticamente el aniquilamiento de
la antigua nobleza heredera de los plantagenet (1) y gracias a ello la
consolidación de una monarquía fuerte y centralizada en la persona de
Enrique VII Tudor, una rama colateral de los Lancaster. Esa fortaleza inicial
se consolidó y amplió enérgicamente cuando en 1509 su hijo asumió la
corona con el nombre de Enrique VIII.
Tomàs era el primer hijo varón del juez John More quien a su vez
también era hijo de un jurista por lo cual pareció casi natural que él mismo
siguiera esa senda; primero estudió humanidades en Oxford y luego leyes
en el New Inn en Londres. Más allá de ejercer el derecho, en 1504 es
elegido parlamentario y en un fuerte discurso se opuso a la política
impositiva de Enrique VII lo cuál le acarrearía hasta la muerte del monarca
su enconado enojo. En cuanto a su carrera política Moro continuó en el
parlamento, fue elegido speaker, miembro del consejo real, ingresó en la
nobleza y muchos años más tarde, en 1529, logró ocupar el más alto cargo
del estado al ser designado Lord Canciller de Inglaterra.
Personalmente, Tomás Moro sostenía una elevada vara moral, era
religioso y aunque podemos inscribirlo en la modernidad debido a muchas
de sus ideas, arrastraba también fuertes reminiscencias medievales, al igual
que su gran amigo Erasmo. Suhamy en su biografía de Enrique VIII lo
considera “el representante más prestigioso del humanismo cristiano de
Inglaterra”. En realidad, podemos decir que no escapó a las lógicas
contradicciones de alguien que vive cabalgando en un cambio de época; al
dogma indiscutible de su amada religión católica le opuso haber conseguido
una amplia libertad de expresión en el parlamento, por lo menos en
términos de su tiempo.
Sin embargo, lejos de pensar que acabada la guerra de las dos rosas
Inglaterra viviría una era de pacífica estabilidad bajo Enrique VIII, su
consolidación como estado nacional estuvo marcada por fuertes conflictos y
turbulencias; el siglo XVI no traería la calma deseada en el final de la
centuria anterior. Enrique VIII había tomado por esposa a Catalina de
Aragón, hija de los reyes católicos de España y tía del emperador Carlos V,
el más poderoso monarca de la época. De esa unión nació María (2) aunque
el rey vivía pendiente de la llegada de un hijo varón que se transformase en
su sucesor, frustrándose a cada año que pasaba. Allí aparece entonces el
episodio de Ana Bolena, una joven noble que habría entusiasmado al
monarca y para casarse con la cual solicitó la anulación de su casamiento
con Catalina. Por supuesto ello fue resistido no solo por la propia Catalina
sino por su sobrino el católico emperador español con quien el papa no
deseaba tener rencillas de ningún tipo. (3) Todo ello además al compás del
movimiento luterano de la reforma que sacudía violentamente los cimientos
de la fe y consecuentemente los pilares jurídicos y políticos del poder
europeo. De hecho, la familia de Ana Bolena y ella misma simpatizaban
con las ideas del monje de Turingia.
A la hora de examinar seriamente los acontecimientos que siguieron es
difícil pensar con seriedad que la pasión por la Bolena y el deseo de tener
por fin un heredero varón pudieran haber originado consecuencias políticas
de tamaño alcance. Por supuesto que dicha cuestión poseía un peso que no
puede negarse pero Enrique en realidad estaba posicionando a Inglaterra,
que era un reino de segundo orden detrás de España y Francia, fuertemente
en el escenario mundial de su época. La reforma que emprendió Enrique
tuvo características mucho más políticas y fiscales que religiosas ya que,
aún habiendo roto con el papado romano, la esencia doctrinal no cambió y
aunque el monarca coqueteaba sutilmente con los protestantes, en los
hechos negaba el eje de la doctrina luterana es decir la justificación por la fe
(4). Habiendo aclarado el punto con respecto a las verdaderas motivaciones
del rey, podemos decir que se aceleraron los tiempos al proceder por medio
de un tribunal especial y sin anuencia de Roma a decretar la nulidad de su
matrimonio con Catalina y luego su casamiento con Ana Bolena. Ahora
bien, en los términos de lo que verdaderamente interesa a esta obra, a partir
de ese momento comenzaron a dictarse normas que restringían el poder de
la iglesia de Roma, se detuvieron los envíos de dinero a la sede papal y
como culminación en 1534 fue dictada la ley de supremacía, por la cual
básicamente se reconocía al monarca como jefe de la iglesia inglesa o
iglesia anglicana (5) y la ley de traición que castigaba a todo aquel que
negara dicha supremacía real. Este cisma, que, como ya hemos expresado
tuvo mucho más de político que de religioso, sin embargo, marcaría en lo
restante del siglo XVI y también en gran parte del siguiente terribles
conflictos en los que la religión, ahora sí, ocuparía un lugar preponderante.
El cisma anglicano tuvo consecuencias funestas para Tomás Moro;
simpatizante del bando de la reina Catalina. Eligió apartarse de sus
responsabilidades y permanecer en silencio sin oponerse en forma explícita
al divorcio. Sin embargo, era tan grande su autoridad moral e intelectual
que el rey solicitó de su parte un juramento de lealtad que Moro no
concedió. De hecho, una vez encarcelado y enjuiciado manifestó luego de
un extenso proceso que no conocía ningún fundamento que justificase que
un laico pudiese gobernar una institución religiosa (Suhamy, 2015).
Finalmente fue ejecutado el 6 de julio de 1535.
Utopía, su obra más famosa fue escrita casi contemporáneamente con El
Príncipe, (6) aunque podría decirse que en muchos aspectos constituye su
más acabada antítesis. Casi como una paradoja, este libro que analizaremos
a continuación, descripción de una sociedad imaginaria con toda su inmensa
cuota de crítica hacia la realidad de su época y su sistema de poder, fue el
que terminó por acercarlo al afecto de Enrique VIII y también a su trágico
final veinte años más tarde.

2. El nacimiento de las utopías

Al estudiar al filósofo griego Platón, explicamos el sentido de la palabra


utopía como el “no lugar”, es decir, aquel sitio o estadio al que jamás
lograríamos llegar, y definimos a la obra La república, de este autor, como
la primera de ellas en la historia humana. Por supuesto, ello se contradice de
plano con el título de este acápite, básicamente porque, más allá de que
claramente La república constituye algo inalcanzable para el hombre, es
muy posible que Platón creyese lo contrario en muchas de sus dimensiones.
La utopía que nace durante el humanismo es, valga la vulgar
redundancia, claramente utópica. A la inmensa carga de optimismo que
implicó el humanismo renacentista, etapa en la cual el ser humano logró
ubicarse en el centro de la escena y se sintió pleno y capaz de lograr los más
grandes cometidos: la cúpula de Brunelleschi en el Duomo de Florencia, el
David de Miguel Ángel, el descubrimiento de América, la invención de la
imprenta, la Basílica de San Pedro y todo aquello que podía exaltarlo casi a
alturas divinas, le siguió un período de luchas sangrientas de índole política
y religiosa entre fines del siglo XV y mediados del siglo XVI, (7) que
menguaron esa predisposición de ánimo. A ello debemos agregarle el
espíritu maquiaveliano y su extremo realismo, que explicaba el mundo y su
funcionamiento tal como es. El utopismo será entonces la respuesta
humanista a ese estado de ánimo y conciencia que provocaron estos
acontecimientos, y de alguna manera, a los límites que fue encontrando el
espíritu inicial del Renacimiento. La utopía pensaba el mundo como debería
ser o cómo el ser humano debería desear que fuese. Por supuesto que no
todas las utopías se plantearon de la misma manera; algunas realmente
plantearon el outopos, otras se usaron como críticas mordaces e irónicas a
aquello que sucedía en determinada época y lugar, aunque en todas ellas se
vislumbraba el deseo humano de una sociedad ideal.
A partir de entonces, la utopía se desarrollará como un género político,
(8) social y económico que encarnaba el ideal de una sociedad justa y feliz.
Obvia decir que el mero hecho del pensamiento utópico excluye todo tipo
de concepción dogmática del universo, ya que se debe poseer la amplitud
para imaginar todo tipo de alternativas posibles.
El género utópico ha transitado los siglos y llegó con vigor hasta
nuestros días. De hecho, el siglo XX ha sido testigo del nacimiento de las
antiutopías o distopías, es decir que la sociedad representada en el futuro
tiene características negativas que conducen a la alienación humana. Un
mundo feliz, de Aldous Huxley (1932) o 1984, de George Orwell (1949),
son ejemplos de distopías.

3. Utopía
Esta obra de Moro se publicó en latín en 1516 en Lovaina, y su título
original es de optimo rei publicae statu, que hace alusión al mejor grado de
desarrollo posible de un Estado. Un antecedente curioso es que el segundo
libro, es decir Utopía en realidad, se escribió antes que el primero.
Utopía es un libro de un poco más de cien páginas con un estilo directo y
carente de florituras, aunque pleno de ironías, empezando por los nombres
de todo aquello que existe en este lugar imaginario. La isla donde se
desarrolla la narración remite a algún punto cercano a Sudamérica, aunque
todos entendemos que Moro habla alegóricamente de su propia patria,
sirviéndose del gran impacto que en las mentes europeas había causado el
reciente descubrimiento de América y toda el aura mágica, mitológica y
legendaria que ya poseía.
El primero de los libros versa sobre el consejo a los príncipes, la
situación social de Inglaterra y, sobre el final, se realiza un exordio sobre
Utopía que conduce al segundo libro, donde se describe a la isla en sus
dimensiones políticas, sociales, económicas, culturales y en todo cuanto
hace a la persona humana. El primer libro constituye un diálogo entre el
autor, una persona llamada Peter Gilles y un personaje llamado Rafael
Hitlodeo, (9) quien, según él, había participado de la expedición de
Américo Vespucio, de quien luego se había separado junto con dos docenas
de hombres en una isla (10) para arribar posteriormente a Utopía. Hitlodeo
cautiva a sus interlocutores no solo con sus aventuras, sino también con sus
profundos conocimientos y cultura. En el segundo libro, esta singular figura
cuenta al público sobre Utopía.
En la isla prima una especie de comunismo ligero, a diferencia de los
propuestos por Platón en La república. En sus doscientas millas de
extensión se emplazan cincuenta y cuatro amplias ciudades, en cada una de
las cuales habitan seis mil familias; su capital es Amaurota, (11) y en cada
una de las ciudades, los terrenos agrícolas son trabajados por quienes viven
allí, quienes son enviados en forma rotativa a pasar dos años en el campo.
En la ciudad propiamente dicha, las casas se intercambian por sorteo cada
diez años y no existe propiedad privada, por cierto, todos visten una prenda
común donde solo se distingue el sexo y al celibato del matrimonio. No
existe la moneda y los metales preciosos carecen de todo valor. Además,
cada ciudadano, más allá de su trabajo rotativo en el campo, debe aprender
un oficio y trabajar en jornadas de seis horas; no hay lugar para la molicie,
aunque tampoco para el trabajo servil o, en palabras de Hitlodeo:
El principal cometido, y casi el único, de los sifograntes (12) estriba en
procurar y vigilar para que nadie esté ocioso, sino que todos se apliquen
a su oficio asiduamente, pero también para que no esté agobiado como
las bestias de carga… (2019: 130).

En la misma línea de pensamiento, en la primera parte de la obra, se


critican el afán de lucro de la época, la masificación de la economía, la
especulación de las tácticas mercantiles y la explotación humana. La pereza
y haraganería son fuertemente criticadas más allá de la condición social del
individuo, no importa si se trata de una persona rica o pobre. A todo ello,
como hemos visto, la solución utópica consiste en esa clase de comunismo
ingrávido del libro segundo.
La sociedad descripta por Hitlodeo encuentra su fundamento en la
familia, para formar la cual las mujeres, al casarse, deben trasladarse a la
casa de sus maridos, mientras los hombres deben permanecer en su hogar
regidos por el miembro más anciano de la familia. El matrimonio es
obligatorio y, aunque estén penadas las relaciones prematrimoniales, así
como el adulterio, los futuros cónyuges tienen el derecho de poder
contemplarse desnudos antes de la boda y la potestad de elegirse o no. (13)
Viene al caso aclarar que cada familia tiene topes máximos y mínimos de
individuos, los cuales, si exceden la cuota deben trasladarse a otra casa que
aún no haya superado el tope. Por cierto, todos están sometidos a la mirada
del otro, razón por la cual las reglas han de cumplirse estrictamente.
Como ya se ha dicho, la jornada laboral constaba de seis horas y la
distribución de los bienes se realizaba en forma igualitaria; todos podían
tener lo necesario para satisfacer sus necesidades. El racional en este caso
es que, si todos trabajan un poco, ello alcanzará para subvenir con
sobriedad a las exigencias de la vida. Esto también nos remite al
comunismo de clase aristocrática de La república platónica.
Una singularidad evidente para la época es el sentido de tolerancia
religiosa y libertad de opinión, sumamente explícitas para la época. En
verdad, si bien en aquel momento esta cuestión remitía generalmente a la
cuestión religiosa, pues de ella se derivaban las demás dimensiones del
hombre, la posibilidad de expresarse libremente fue otorgada por Utopos, el
primer rey y fundador de esta sociedad: “Así, pues, declaró pendiente toda
esta cuestión y dejó libre a cada cual de creer lo que le pareciera” (2019:
185).
Es cierto que, a tenor de lo ya analizado, esta presunta libertad de
expresión y conciencia se ve limitada por aspectos muy concretos sobre la
forma de vida, en tanto y en cuanto no puede existir verdaderamente
libertad en ningún sentido si no puedo decidir qué tipo de ropaje debo usar
o con quién he de vivir.
Otra cuestión razonablemente extraña para su tiempo es el sistema de
gobierno que regía en la isla. Cada treinta familias se elegía un magistrado
llamado sifogrante o filarca; (14) al frente de diez filarcas y sus familias se
encontraba el protofilarca; y finalmente, los doscientos eligen por voto
secreto a un príncipe de entre cuatro nominados por el pueblo. El cargo de
príncipe es perpetuo, salvo que dicho funcionario pretenda la tiranía. En
definitiva, si bien no lo podemos asimilar a lo que hoy llamaríamos un
gobierno democrático, sí podemos decir que la democracia impregna la
base del régimen gubernamental de Utopía.
En conclusión, Utopía es una obra con variadas singularidades y muchas
contradicciones ¿Pretendió ser una crítica a la Inglaterra de los Tudor? No
podríamos dar una respuesta definitiva. ¿Su finalidad entonces estuvo
asociada con una exquisita ironía sobre la sociedad europea que Moro
conocía? También es difícil contestar con certeza. En realidad, a la libertad
de expresión se le contrapone una estricta vigilancia sobre la esfera pública
y privada de cada individuo, y a la prédica de la tolerancia religiosa, la
conducta de su autor, que eligió morir para que el papa de Roma tuviese la
última e indiscutible palabra en todo aspecto doctrinal. Por otra parte, al
adelanto que supuso la idea de elegir libremente a sus representantes se le
opuso un férreo colectivismo de acuerdo con el cual el ser individual
desaparece en la noción de colectividad. Sin embargo, y a fuer de justicia, la
noción de individualidad que traería el Iluminismo estaba muy lejos de
poder ser, siquiera, imaginada por Moro y, más allá de las contradicciones
propias de una época de cambios, la mera ilusión de una sociedad en la cual
las personas tuvieran la mínima capacidad de expresarse, elegir y ser
toleradas constituyó un paso hacia adelante en la consecución de libertades
que siglos después se transformaron en realidades concretas y tangibles.

1. En 1509, año de la asunción de Enrique VIII solo la mitad de las familias de la alta nobleza inglesa
conservaban su título (Townson, 2012).
2. María Tudor reinó desde 1553 hasta su muerte en 1558. Durante su reinado intentó restablecer la
religión católica en Inglaterra al costo de crueles persecuciones y medidas represivas que le valieron
el mote de Bloody Mary o María la sangrienta.
3. En 1527 Carlos V tomó Roma e hizo prisionero al papa Medici Clemente VII en el Castillo de
Sant’Angelo durante varios meses. Ello como parte de un conflicto internacional mucho más amplio
en su geografía y extenso en el tiempo.
4. Debemos también admitir que el clima de época que en Europa se había gestado con la reforma
protestante añadido a ciertas señales sutiles del rey confundieron a una parte de la población que
entendió que los Tudor habían comenzado la reforma en Inglaterra, siendo luego severamente
reprimidos.
5. La Ley de Supremacía como se ha dicho constituyó el cenit de la construcción jurídica y política
de la iglesia anglicana y su ruptura con Roma. Antes, su camino había sido pavimentado con normas
tales como la ley de anatas que suprimió las remesas de dinero enviadas al papado, la ley de
apelaciones que limitaba las mismas a Roma en caso de divergencias canónicas o la ley de dispensas
que prohibía solicitarlas al Papa entre otras.
6. Utopía fue escrita entre 1515 y 1516.
7. Las guerras franco-españolas en Italia, iniciadas a fines del siglo XV, y luego la Reforma
protestante, la Contrarreforma y la sangrienta guerra de los Treinta Años.
8. A modo de ejemplo, el marxismo tuvo que distinguir entre socialismo utópico y científico.
9. Su nombre podría traducirse como aquel que reparte salud o que concede aquello que no tiene
sentido.
10. Esto es estrictamente real.
11. Significa oscuro o neblinoso, posiblemente una alusión a Londres.
12. Magistrado elegido anualmente cada treinta familias.
13. Recordemos una antigua costumbre espartana de características similares.
14. Según se trate de la antigua lengua o de la moderna.
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