4 - Mozart, El Amado de Isis PDF

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En

un momento histórico en el que la Revolución francesa amenaza con


transformar Europa y en el que el emperador de Austria empieza a
sospechar de las logias masónicas, Mozart lucha contra sus
preocupaciones materiales y sus etapas más sombrías.
Fiel a su ideal, Mozart encuentra la energía necesaria para culminar su
gran obra, La flauta mágica, con el fin de transmitir la sabiduría de los
misterios de Isis y Osiris, y abrir así una nueva vía a la iniciación egipcia
en Occidente. Finalmente, tras numerosas dificultades, su porvenir
parece definirse. Pero los enemigos de Mozart, desde el poder político
hasta los envidiosos, no cesarán en su empeño de destruirlo. Y se
acerca la prueba suprema…
Christian Jacq

Mozart. El Amado de Isis


Mozart - IV

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Rusli 14.10.13
Título original: Mozart. L’aimé d’Isis
Christian Jacq, 2006
Traducción: Manuel Serrat Crespo

Editor digital: Rusli


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Al Batelero
Si la Virtud y la Justicia derraman la gloria en el camino de
los Grandes, entonces la tierra es un reino celestial y los
mortales son semejantes a los dioses.

La flauta mágica, acto I, escena 19

Gracias al poder de la música, caminaremos gozosos por entre


la sombría noche de la muerte.

La flauta mágica, acto II, escena 28


1

Viena, 2 de enero de 1789

I ndiferente al vivísimo frío que reinaba en Viena, Geytrand


acechaba personalmente. Sin embargo, la mano derecha de Joseph
Anton, conde de Pergen, jefe del servicio secreto encargado de espiar a
los francmasones, podría haber permanecido al abrigo y confiar a uno
de sus esbirros aquella ingrata tarea. Con el rostro fofo, alto, más bien
feo y de ojos glaucos, Geytrand había abandonado la francmasonería
porque se negaban a ponerlo a la cabeza de su logia. Así, consumido
por el rencor, perseguía a sus antiguos hermanos y soñaba con
destruir la iniciación. De este modo, servía con fidelidad absoluta a su
patrón, convencido de que la sociedad secreta amenazaba el régimen
instituido. Pese a una reorganización autoritaria que redujo las logias
a dos y a menos de cuatrocientos el número de hermanos, los
francmasones resistían la adversidad y algunos seguían siendo muy
activos, como el compositor Wolfgang Mozart, cuyo traslado vigilaba
Geytrand.
Ahora Mozart regresaba al centro de la ciudad, tras haber vivido
en las afueras, y en adelante residiría en el inmueble de «la Madre de
Dios», en la Judenplatz[1]. Maestro influyente, Venerable oculto
incluso, se aproximaba así a su logia.
Dado el escaso éxito de Las bodas de Fígaro, el fracaso de Don
Giovanni, algunos problemas financieros y unas campañas de
calumnias sabiamente propagadas, Mozart vivía un período difícil.
Sin embargo, transmitía el pensamiento iniciático por medio de sus
obras y se convertía así en un peligroso agitador.
Apareció la familia.
Mozart no era un hombre en absoluto impresionante. De talla
mediana, casi enclenque, con el pelo claro y fino, la nariz larga y
grande, los ojos saltones, habría pasado prácticamente desapercibido
si la intensidad y la luz de su mirada no hubieran revelado una
poderosa personalidad.
En cambio, su esposa Constance era una mujer muy hermosa.
Morena, de rostro fino, boca menuda y nariz puntiaguda, con los ojos
vivarachos y el talle delgado, se vestía con elegancia y atraía las
miradas de los hombres. Llevaba de la mano a un muchachito nacido
el 21 de septiembre de 1784, Karl Thomas, bajo la protección del perro
Gaukerl. Tres hijos más, una niña y dos niños, no habían sobrevivido.
A pesar del rumor de que tenía costumbres disolutas, que Geytrand
pensaba seguir alimentando, sabía que Mozart, atribuyendo el mayor
valor a la palabra dada, era un marido fiel y enamorado. Constance y
él formaban una sólida pareja que había superado ya muchas pruebas
sin desfallecer.
Los Mozart exploraron sus nuevos dominios, modestos en
comparación con la lujosa y vasta mansión donde habían vivido
cuando Wolfgang, al componer Las bodas de Fígaro, daba numerosos
conciertos y ganaba mucho dinero. Hoy, la guerra contra los turcos,
conducida por un José II viejo y enfermo, relegaba a un segundo plano
la vida cultural. Y, además, Mozart ya no estaba de moda. Podía estar
contento de ocupar un cargo oficial en la corte, correctamente
remunerado, que lo obligaba a escribir música de danza para los
grandes bailes organizados en las dos salas del Reducto, en el palacio
imperial.
Según Joseph Anton, Mozart participaba en Tenidas secretas y
preparaba una nueva ópera iniciática, capaz de despertar vocaciones y
fortalecer así la francmasonería, hostil a los regímenes autoritarios y
que abogaba por la libertad de pensamiento.
Muchos francmasones eran sólo seguidores, más o menos
manipulables. Mozart, en cambio, creaba, y a pesar de los ataques y
las heridas, parecía indestructible.
Perplejo, Geytrand se alejó. ¡Aquella familia parecía tan normal y
tan tranquila! Tal vez Mozart renunciara a un combate perdido de
antemano y se resignara a convertirse en un músico ordinario.
Pero el sicario del conde de Pergen no se dio cuenta de que él era, a
su vez, observado por un extraño personaje, que iba vestido como un
cochero y se ocultaba tras unos caballos.
Desde hacía mucho tiempo, Thamos el egipcio sospechaba de la
existencia de un servicio secreto encargado de espiar a los
francmasones. Tras interceptar a un mediocre ejecutor, había
obtenido la descripción de su jefe, que se adecuaba perfectamente a
ese tipo alto y blandengue que asistía al traslado de los Mozart.
Probablemente no fuese el gran patrón, pero tal vez sí su mano
derecha, encargado de ejecutar las órdenes y llevar a cabo el trabajo
sucio.
Thamos, rico y respetado conde de Tebas, era el discípulo de un
sabio egipcio, el abad Hermes. Antes de que unos musulmanes
fanáticos destruyeran su monasterio, había recibido la pesada misión
de dirigirse a Occidente y descubrir allí al Gran Mago, el único capaz
de lograr que la iniciación reviviera y transmitirla a las generaciones
futuras.
Una vez identificado Mozart, era preciso prepararlo para el
descubrimiento de los misterios, desvelándole, poco a poco, los
elementos del Libro de Thot. ¿Pero qué cofradía sería digna de
acogerlo? Recorriendo Europa, explorando los distintos sistemas
masónicos que lo consideraban como un «Superior desconocido»,
Thamos se había vinculado finalmente a los tres grados
fundamentales de la francmasonería simbólica, Aprendiz, Compañero
y Maestro, herederos del esoterismo egipcio.
Con la ayuda del Venerable Ignaz von Born, había profundizado y
modificado los rituales. Al vivirlos, Mozart había sido consciente de
las inmensas responsabilidades de un Maestro masón.
No importaban el éxito o el fracaso. En Las bodas de Fígaro, el
compositor seguía la andadura del Aprendizaje y el Compañerismo, la
lucha entre los dos grados y el papel primordial de la Sabiduría, uno
de los Tres Grandes Pilares de la logia. En Don Giovanni, describía la
traición del Compañero, el asesinato del Maestro de Obras, la muerte
iniciática y la prueba del fuego secreto que llevaba, tal vez, a la
Maestría.
Pero el camino no concluía ahí. ¿Cómo conseguiría Mozart evocar
los misterios de la Cámara del Medio y del homo alquímico, cómo
formularía la iniciación de mañana, más allá de sí mismo y de su
época?
Thamos el egipcio estaba dispuesto a entregar su vida para
proteger al Gran Mago y permitirle llevar a cabo su obra, cuya
importancia real percibían muy pocos, incluidos los masones.
Como si las pruebas habituales de la existencia no bastaran,
intervenían la política y el poder. Apenas tolerada, ¿lograría
sobrevivir la francmasonería vienesa? Además, los grandes
acontecimientos que comenzaban a sacudir el trono del rey de
Francia, Luis XVI, anunciaban devastadores seísmos en los que la
libertad y la iniciación corrían el riesgo de quedar enterrados.
Thamos siguió al hombre del rostro blando, con la esperanza de
identificarlo.
Acostumbrado a la clandestinidad, el egipcio permanecía
permanentemente al acecho. Su vigilancia lo salvó, pues dos policías
protegían a su patrón y comprobaban que nadie lo siguiera.
De modo que Thamos, como un paseante ordinario, cambió de
dirección.
2

Viena, 10 de enero de 1789

A causa de un decreto imperial, en Viena sólo subsistían dos logias


masónicas, La Verdad y La Esperanza Coronada[2], a la que
pertenecía Mozart.
En 1785, un millar de francmasones se distribuían por varios
talleres, pero la expansión de la orden inquietaba a las autoridades.
Olvidando su liberalismo y tomando en serio las advertencias del
conde de Pergen, José II había intervenido de modo autoritario, lo que
provocó el exilio de numerosos hermanos, sobre todo el del maestro
espiritual de la orden, el mineralogista y alquimista Ignaz von Born,
incapaz de actuar ahora. Éste había pedido a su discípulo, Mozart,
que no abandonara su logia e implantara en ella un auténtico espíritu
iniciático.
Gracias a la hospitalidad de su hermana en masonería, la condesa
Thun, cuyo marido pertenecía a su logia, Ignaz von Born, Mozart,
Anton Stadler, clarinetista y amigo de la infancia de Wolfgang,
Thamos y algunos maestros más celebraban Tenidas secretas durante
las que proseguían sus investigaciones sobre los ritos y los símbolos
procedentes de la tradición egipcia.
Además, puesto que la condesa no se satisfacía con la iniciación
rebajada que la francmasonería concedía a las mujeres, Mozart,
Thamos y Von Born trabajaban en la elaboración de un ritual que
correspondiera al genio femenino. Desde su adolescencia, el
compositor se sentía habitado por el tema de Thamos, rey de Egipto,
un drama del hermano Tobías von Gebler, consagrado a los sacerdotes
y las sacerdotisas del sol. Thamos, el nombre de su iniciador, del
enviado de Oriente que velaba por él desde su infancia.
Hastiado y fatigado, Von Gebler había dimitido de su puesto de
Venerable y había abandonado la francmasonería antes de morir.
—Tu nuevo domicilio está vigilado —le dijo Thamos a Wolfgang—.
El servicio secreto antimasónico va detrás de ti. Tendrás que tomar
todas las precauciones posibles.
—¿Y Von Born?
—Desde que abandonó sus funciones masónicas, lo dejan en paz.

Viena, 27 de enero de 1789

Ningún proyecto de ópera, ningún concierto, sólo la edición en casa de


su hermano Artaria de seis contradanzas[3] y su salario anual de
ochocientos florines[4] pagado en cuatro plazos. Ni como pianista ni
como autor, Wolfgang interesaba en Viena. Nostálgico a veces,
pensaba en las veladas triunfales donde le aplaudía un numeroso
público. ¡Irrisoria vanidad! Su destino adoptaba otros caminos. Aquel
desabrido invierno, marcado por la guerra de incierto final contra los
turcos, apenas componía[5], trabajaba para su logia oficial y para su
logia secreta, y leía mucho: Fedón o la inmortalidad del alma, de
Moses Mendelssohn, los antiguos libros de Heliodoro y de Apuleyo que
trataban de la iniciación, obras de alquimia y numerología, los textos
rosacruces y las enseñanzas esotéricas egipcias.
Así se forjaba armas, así alimentaba su futura música.
El pequeño Karl Thomas entró en su despacho.
—¿Sabes qué día es hoy, papá?
—Lo he olvidado.
Veintisiete de enero, ¡tu aniversario!
Sonriente, el muchacho trepó a las rodillas de su padre.
—¿Qué edad tienes?
—Treinta y tres años.
—¡Qué viejo!
—No tanto.
—De todos modos, ¡vivirás siempre!
Constance no había olvidado la fecha y la comida estuvo a la altura
del acontecimiento. En el menú, trucha ahumada de los Alpes, un
capón, pasteles y un excelente champán.
Wolfgang adoraba a su esposa. Nunca se quejaba, llevaba
admirablemente la casa y afrontaba las dificultades con un
inquebrantable valor. Se sabía de memoria las óperas de su marido,
apoyaba su esfuerzo creador y le permitía trabajar a su antojo. Con
respecto a su compromiso masónico, ninguna crítica, ningún reproche.
Gracias a ella, el músico gozaba de un indispensable equilibrio
cotidiano, lejos de las pasiones y de la exaltación que impedían
cualquier creación verdadera sometiendo el individuo a sus pulsiones.

Viena, 10 de febrero de 1789

Cuando una ley fiscal sobre la igualdad que reformaba el antiguo


sistema feudal acababa de ser promulgada, prueba de la benevolente
inteligencia del poder, Wolfgang compuso una sonata para piano en
tres movimientos[6], evocación de una Tenida armoniosa.
El alegro inicial, majestuoso y sereno, describía la apertura del
templo al que regresaban los hermanos, felices por vivir de nuevo un
ritual. El adagio celebraba su mutuo reconocimiento gracias a los
signos y los números que les eran conocidos. Finalmente, el breve
alegreto cantaba la alegría del banquete, celebración de los alimentos
espirituales y materiales.
Severamente regulada, sin embargo, la logia La Esperanza
Coronada seguía celebrando sus ritos. En ella se guardaban mucho de
formular cualquier crítica contra el poder y se alababa la necesidad de
la Virtud, esa cualidad masónica que iba mucho más allá de la moral
y exigía al iniciado una especie de rectitud aplicada a todos los
aspectos de su vida; ideal casi inaccesible, es cierto, pero sin el que la
francmasonería hubiera sido sólo una mascarada.

Viena,28 de febrero de 1789

Por iniciativa del abate Lorenzo Da Ponte, libretista oficial de Las


bodas de Fígaro y de Don Giovanni, cuya dimensión iniciática se le
escapaba por completo, se tocaban en Viena algunos popurríes en los
que figuraban ciertas melodías de Mozart.
En la sala pequeña del Reducto, en el palacio imperial, centenares
de juerguistas comían, bebían, se disfrazaban y revoloteaban
escuchando con displicente oído las seis últimas Danzas alemanas[7]
de Mozart.
Cuidando mucho la orquestación y el color instrumental, Wolfgang
no trataba a la ligera aquellas obritas que, al fin y al cabo, le daban de
comer. Privado de conciertos, en busca de una gran idea para una
ópera, demostraba cuánto era capaz de hacer.
Algunos de sus amigos íntimos, como Anton Stadler, abrumado por
una familia numerosa y siempre endeudado, lamentaban que Mozart
se viera reducido a tan poco. ¿Pero cómo luchar contra la mediocridad
ambiental, que beneficiaba al insípido Salieri y a sus émulos?
Constance apoyó tiernamente la cabeza en el hombro de su
marido.
—Tengo una excelente noticia, querido.
—¿Estás… estás segura?
—Sin duda, Karl Thomas tendrá un hermanito o una hermanita.
Tras haberles arrebatado a tres hijos de corta edad, ¿les sería
favorable el cielo?
3

Viena, 6 de marzo de 1789

M ozart, calurosamente recibido por su hermano en masonería, el


conde Johann Nepomuk Esterházy, dirigió con alegría El
Mesías de Haendel, que él había instrumentado de nuevo[8] a petición
del barón Gottfried Van Swieten. Sin limitarse a un trabajo
superficial, Wolfgang se había apoderado de aquella obra monumental
y tónica introduciendo algunos vientos, añadiendo recitativos y
abreviando melodías. Aunque le pagaban de forma mediocre, olvidaba
dicho inconveniente para hacer vibrar aquella música admirable,
parecida a la de Juan Sebastián Bach.
El barón Van Swieten, que había nacido en los Países Bajos y era
hijo del médico personal de la difunta emperatriz María Teresa, había
hecho una brillante carrera diplomática antes de ser nombrado
prefecto de la Biblioteca Imperial y Real, presidente de la Comisión de
Estudios para la Educación y la Cultura y jefe de la censura,
encargado de vigilar las publicaciones.
Nadie podía probar que hubiera sido iniciado en la francmasonería
durante su estancia en Berlín, de 1770 a 1777, y el propio emperador
ignoraba que protegiera a los francmasones y evitara que cometiesen
algunos errores. En presencia de algunos dignatarios dispuestos a
espigar la menor confidencia, el barón procuraba declarar su
hostilidad a las ideas masónicas y su gran desconfianza con respecto a
esa sociedad, demasiado secreta aún.
Mozart le agradecería eternamente que le hubiera hecho descubrir
al más genial de todos los músicos, Juan Sebastián Bach,
completamente olvidado. No sin esfuerzo, Wolfgang había logrado
asimilar el mensaje del Maestro y alimentar con él sus propias obras.
—Las noticias de Francia son muy inquietantes —le reveló a
Mozart el barón—. La animosidad contra Luis XVI y su esposa María
Antonieta no deja de aumentar, y el gobierno tiene muchísimas
dificultades para contener el incendio. Por eso José II piensa reformar
su policía y endurecer su actitud ante las ideas subversivas y los
movimientos contestatarios.
—¿Se incluirá la francmasonería en esa categoría?
—Mucho me temo que sí, a pesar de su comportamiento respetuoso
con el poder. Sed extremadamente prudente, Mozart.

Viena, 10 de marzo de 1789

Presidente del gobierno de la Baja Austria y notable administrador,


Joseph Anton, conde de Pergen, se consagraba desde hacía varios
años a otra tarea que consideraba esencial: dirigir el servicio secreto
encargado de vigilar la francmasonería.
Varias veces, Anton había temido que el emperador pusiera fin a
su misión y desmantelara su organización, tan pacientemente
construida. Pero José II, reconociendo los esfuerzos llevados a cabo y
temiendo la expansión de una francmasonería incontrolable y
contestataria, dejaba las manos casi libres al conde de Pergen,
siempre que no provocara escándalo alguno. Así pues, desde la
decadencia del mineralogista Ignaz von Born, antaño jefe espiritual
de la orden, era imposible espiarle. El ex francmasón se limitaba
ahora a sus investigaciones universitarias y el soberano se negaba a
perseguirle.
Según Anton, Von Born seguía haciendo daño al organizar Tenidas
secretas en las que participaba su discípulo preferido, Wolfgang
Mozart. Von Born en el exterior, Mozart en el interior: los dos
hermanos actuaban en perfecta armonía. Al tener las manos libres, el
mineralogista desarrollaba una temible organización, útil al
compositor.
Joseph Anton, un excelente conocedor de los ritos masónicos
revelados por traidores bien pagados, veía claramente cuál era el
juego del músico. Ahora, él era el cabecilla oculto de la
francmasonería vienesa.
Un cabecilla al que, tal vez, habría que meter en cintura, y cuya
influencia se hacía en exceso peligrosa. Así, gracias a su poder
administrativo, el conde de Pergen había puesto en marcha un
proceso financiero contra Mozart que le causaba graves
preocupaciones y, probablemente, lo llevaría a la ruina. El músico no
podía sospechar que el demandante, cuya identidad ignoraba todavía,
era uno de sus hermanos en masonería.
Geytrand, que blandía un grueso informe, parecía bastante
satisfecho de sí mismo.
—Por fin avanzamos en el delicado terreno praguense —declaró
con voz ronca—. Dos hermanos conseguían bloquear nuestras
investigaciones: el conde Canal, con innumerables relaciones, y el
padre Unger, seguro del apoyo de las autoridades eclesiásticas. Ahora
están bajo vigilancia, y he preparado expedientes acusatorios para
demostrar al emperador su capacidad de hacer daño. Pero Praga es
una ciudad compleja, donde nuestros agentes se mueven con
dificultad y encuentran muchos obstáculos. La precipitación nos
llevaría al fracaso, por eso os pido tiempo.
—De acuerdo, amigo mío.
—El hermano Leopold Aloys Hoffmann nos informa de las
palabras que se dicen en la logia de Mozart. En apariencia, nada
alarmante: indefectible apoyo al emperador, respeto por los valores
morales y practica de la beneficencia. Todo muy inofensivo.
—¡Ese tal Hoffmann es un imbécil! —rugió Joseph Anton—. Basta
con echarle un puñado de polvo a los ojos para que se vuelva ciego. Y
pensar que pertenecía a la sociedad secreta de los iluminados antes de
denunciarlos… ¡Es como para preguntarse si ha percibido nunca la
menor luz! Intenta despabilarlo y enséñale a mantener los ojos y los
oídos bien abiertos.

Viena, 25 de marzo de 1789

Mientras su hermano Artaria se disponía a publicar algunas danzas


alemanas y algunos minuetos, Mozart sufrió un nuevo ataque
administrativo y financiero. Gracias a la serenidad de Constance, que
empleaba del mejor modo su salario, a la familia no le faltaba de
nada. Sin embargo, Wolfgang tenía que solicitar un nuevo préstamo.
Para ello pensó en primer lugar en Franz Hofdemel, de treinta y
cuatro años, candidato a la logia La Esperanza Coronada. Jurista,
funcionario de la cancillería en el tribunal de Viena, apasionado por la
música, Hofdemel tenía un hermoso piano y tres excelentes violines.
Presumiendo de elegancia, daba incluso conciertos en su soberbio
apartamento de la Grünangergasse, y su joven esposa de veintitrés
años, María Magdalena, con dotes para el piano, acababa de
convertirse en alumna de Mozart.
Asegurándole por carta que muy pronto podría llamar a Franz
Hofdemel «con un nombre más hermoso» —es decir, el de hermano—,
Wolfgang le solicitó un préstamo de cien florines.
El futuro francmasón aceptó y, el 2 de abril, Mozart redactó una
letra de cambio a su nombre: «Me comprometo a pagar, dentro de
cuatro meses, esta suma al señor Von Hofdemel, en mano o a su
orden; he recibido el contravalor en dinero; me comprometo a
devolverlo antes de que expire el plazo y me someto al Tribunal
Imperial y Real de Comercio y Cambio de la Baja Austria.»
Al día siguiente, el documento se entregó a Joseph Anton, que
quedó encantado al descubrir la nueva deuda. En vez de dicha
cantidad, considerable ya, el rumor hablaría de mil florines, y se haría
hincapié en el comportamiento irresponsable del francmasón Mozart,
incapaz de administrar su presupuesto.
4

Viena, 3 de abril de 1789

E n casa de los Mozart, tras una velada generosamente regada,


Wolfgang compuso un cuarteto vocal[9] para Constance, Gottfried
von Jacquin, Anton Stadler y él mismo, que acompañó al piano. El
texto, no apto para todos los oídos, no despertaba en absoluto la
melancolía: «¡Querido, empuja y traga, embiste y devora, abraza y
zampa!» Los alegres comensales, que estaban tomando rapé, soltaron
la carcajada al cantar esa despierta melodía.
Constance, encantada con su nuevo embarazo, se divertía sin
contenerse.
Tras la marcha de los invitados, Wolfgang la besó con ternura.
—Debo ir a Praga —le reveló—, y pasaré por varias ciudades
alemanas por si puedo obtener algunos encargos. Necesitaremos más
de los ochocientos florines de mi salario anual.
—Los francmasones praguenses te reclaman, ¿no es cierto?
—Eso es, y debo respetar mi juramento. En Berlín pienso obtener
un importante contrato que asegure nuestro porvenir.
—Pareces inquieto…
—A causa de la guerra, la alta sociedad ya no se interesa por la
música, y menos aún por la mía. Puesto que Viena me hace ascos,
debo buscar la fortuna en otra parte. Esta vez, desgraciadamente, me
resulta imposible llevarte conmigo. Por eso te he escrito un poema.
Con timidez, Wolfgang ofreció el texto a Constance:
Antes del viaje proyectado, puesto que parto hacia Berlín, espero de
él, es cierto, honor y gloria, pero aunque yo no presto atención a las
alabanzas, tú permaneces, oh, esposa mía, muda ante los halagos.
Cuando volvamos a vemos, nos cubriremos de besos y nos abrazaremos
degustando un sublime goce. Antes, correrán lágrimas de tristeza que
nos romperán el corazón.

Viena, 8 de abril de 1789

En opinión de Ignaz von Born y de Thamos, Mozart tenía que ver a


sus hermanos praguenses y contribuir al desarrollo de la
investigación iniciática reforzando los vínculos con las logias vienesas.
Durante ese turbio período, semejante misión adquiría una
importancia capital, y la fama del compositor, venerado por
numerosos francmasones de la ciudad donde habían sido aclamados
Las bodas de Fígaro y Don Giovanni, le facilitaría la tarea.
En tiempos del Noviciado, del Aprendizaje y del Compañerismo,
escuchaba a los Maestros y seguía sus directrices. Ahora, sólo él debía
asumir unas responsabilidades repletas de consecuencias.
Viajar sin Constance y sin Gaukerl, apenado por no participar en
la expedición, era una dura prueba. Wolfgang se sentía perdido,
obligado a enfrentarse a mil y una obligaciones.
—¿Os gusta mi coche? —le preguntó el príncipe Karl von
Lichnowsky, con su rostro de vividor y seguro de sí mismo.
—No puedo imaginar nada más cómodo.
—¡En marcha, pues!
La condesa Thun, hermana que acogía en su casa las Tenidas
secretas, había recomendado a Wolfgang viajar con ese hermano,
alumno del compositor, que pese a sus mediocres aptitudes musicales,
disponía de numerosos contactos.
Constance y el pequeño Karl Thomas, de cuatro años y medio de
edad, se alojarían en casa del hermano Michael Puchberg, protector
financiero de la familia.
—El clima de Viena es un asco —afirmó Lichnowsky—. Esa guerra
interminable, la vida cultural que se esfuma, la omnipresencia de esa
rata de Salieri y la desconfianza con respecto a nuestra querida
francmasonería. Hacéis bien en marcharos, Wolfgang. Berlín os
reservará gozosas sorpresas.
—Aunque no desdeñable, la perspectiva de los buenos negocios es
sólo un pretexto.
—¿Acaso la logia os ha confiado una misión?
—Reanudar los vínculos, la querida cadena que nos unía.
Lichnowsky pareció extrañado.
—Se rumorea que vos, el discípulo preferido de Ignaz von Born,
sois el Venerable oculto de los francmasones vieneses… ¿Es eso cierto,
pues?
—Los títulos y los honores no cuentan, hermano. Sólo importa la
acción efectiva. Dadas las amenazas que gravitan sobre nuestra
orden, ¿no es conveniente, acaso, devolver una mayor coherencia al
edificio?
—¡Así pues, sois embajador de la iniciación! Corréis muchos
riesgos.
—¿Acaso alguna vez son suficientes para llevar a cabo el propio
ideal?
A cierta distancia, el coche de Thamos seguía al del príncipe Von
Lichnowsky. El egipcio escoltaría al músico durante todo el viaje.

Budwitz, 8 de abril de 1789

Ya en la primera parada, Wolfgang sintió una profunda melancolía y


advirtió hasta qué punto echaba en falta a Constance. «Mujercita
querida —le escribió, mientras que Lichnowsky discutía sobre los
caballos—, ¿piensas en mí tanto como yo en ti? Contemplo tu retrato a
cada instante y lloro, de alegría y de tristeza al mismo tiempo. No te
preocupes por mí, pues no he sufrido contrariedad alguna, salvo tu
ausencia. Te escribiré algo más legible desde Praga, donde tendré
menos prisa.»
El sicario de Geytrand no tenía prisa. Fingiendo pertenecer a la
posta, había interrogado al cochero del príncipe y conocía el destino de
Mozart. Redactaría un informe para su jefe y pasaría el testigo a un
agente local. El músico francmasón no quedaría sin vigilancia en
ningún momento.
El falso empleado de la posta había seguido ya anteriormente a
algunas personalidades, cuyos hechos y gestos durante sus
desplazamientos deseaban conocer las autoridades.
Hambriento, fue a almorzar.
—¿Puedo sentarme a vuestra mesa? —le preguntó un cochero
bastante corpulento.
—Si lo deseáis.
—Acabo de cobrar una prima, así que os invito a vino.
—Eso no se rechaza. ¿Adónde vais?
—A Praga. Llevo a un músico.
—¿No será Mozart?
El cochero reflexionó.
—Sí, algo así se llama. Es un tipo bastante extraño.
—¿Por qué lo decís?
—Porque ha escondido un baúl en el granero, justo al lado del
albergue. Curioso, ¿no? Claro que eso no es cosa mía.
Antes de terminar la comida, el falso empleado de la posta alegó
un apremiante deseo de abandonar la mesa.
Apenas hubo entrado en el granero cuando el potente puño de
Thamos, perfecto cochero, cayó sobre su cabeza.
De este modo quedaba cortado el hilo con los empleadores del
policía, y Mozart podía proseguir apaciblemente su viaje.
5

Praga, 10 de abril de 1789

M ozart llegó a la una y media del mediodía y se instaló en el hotel


del Unicornio, en el centro de la ciudad. Tras pedir que lo
afeitaran, peinaran y vistieran, tomó un coche para dirigirse a casa de
su hermano, el conde Canal.
Frente a la casa estaba Thamos.
—La mansión está vigilada —le dijo a Wolfgang—. Ve a casa de
tus amigos los Duschek y vuelve cuando caiga la noche. Entonces
sabré algo más.
Los Duschek no estaban. Josepha trabajaba en Dresde, y su
marido estaba almorzando en el establecimiento de Leliborn.
Ambos amigos se sintieron felices al volver a verse y compartir una
buena comida; tras ello, el compositor regresó a casa del conde Canal.
Apenas el coche se hubo detenido cuando Thamos subió y le dio al
cochero la orden de alejarse.
—Los principales dignatarios de la logia La Verdad y la Unión
están vigilados —señaló el egipcio—. Puesto que nos quedaremos en
Praga muy poco tiempo, no tengo la posibilidad de organizar una
Tenida totalmente segura. Cuando pasemos de nuevo, será distinto.
En el hotel, Lichnowsky parecía impaciente.
—¿Dónde os habíais metido, Mozart?
—He visto a unos amigos.
—¿Hermanos?
—No, a los Duschek, unos músicos que me recibieron
magníficamente en mi anterior estancia en Praga.
—Os reclaman. Y os aviso que no pienso demorarme aquí, pues
tengo asuntos urgentes aguardándome. Partiremos mañana, pues.
Mozart se entrevistó con Domenico Guardasori, el activo director
del Teatro Nacional de Praga, que, próximo ya a los sesenta, seguía
pensando en grandes proyectos.
—Me gustaría que leyerais un libreto del poeta Metastasio, La
clemencia de Tito. Trata sobre la grandeza de un emperador que
concede el perdón a sus enemigos, ¿no es un hermoso tema?
No se adecuaba en absoluto a la tercera ópera iniciática con la que
Mozart soñaba.
—Os ofrezco doscientos cincuenta ducados por la obra y cincuenta
para gastos de viaje. Puesto que debo ir a Viena, no tengo tiempo de
establecer debidamente un contrato. Considerad, sin embargo, que se
trata de un encargo en firme.
—De acuerdo, trabajaré en ello —accedió Wolfgang.
La suma prometida merecía atención. Pese a la imposibilidad de
ver a sus hermanos praguenses, el viaje no comenzaba del todo mal.

Dresde, 12 de abril de 1789

Por culpa de los malos caminos, Lichnowsky y Mozart llegaron a


Dresde el domingo, a las seis de la tarde. El músico dejó al príncipe en
el hotel de Polonia y se dirigió a casa de su amigo Neumann, maestro
de capilla y hermano de la logia La Manzana de Oro, con el pretexto
de entregar una carta a su inquilina, Josephs Duschek.
A la cantante le alegró mucho ver de nuevo a Mozart. Él le entregó
la misiva que su marido le había confiado y, luego, se reunió con el
hermano y con Thamos.
—¿La policía vigila vuestra logia? —quiso saber el egipcio.
—Sí —respondió Neumann—. Debemos declarar nuestros nombres
y concretar el contenido de nuestros trabajos para que nos dejen
relativamente en paz. El poder teme la influencia subterránea de los
iluminados, aunque hayan desaparecido oficialmente de escena.
Algunos hermanos creen todavía en el porvenir de la Estricta
Observancia, aunque su número disminuye día tras día.
—¿Podremos organizar una Tenida secreta y comunicaros los
resultados de nuestras investigaciones? —preguntó Thamos.
—Lamentablemente, eso es imposible. Dresde es una ciudad
pequeña y cerrada. Ese tipo de iniciativa sería denunciada y todos
tendríamos serios problemas. Intentaré obtener una audiencia en la
corte, aunque no os garantizo nada. Aquí, la música no cuenta
demasiado y no se quiere a los extranjeros. En cambio, varios salones,
entre ellos el del embajador de Rusia, estarán encantados de escuchar
a Mozart.

Dresde, 13 de abril de 1789

Tras haber escrito, a las siete, una carta a Constance donde


proclamaba su ardiente amor y los deseos que sentía por ella,
Wolfgang se dirigió a la capilla de la corte. Allí habló con el «director
de los placeres» que, con gran sorpresa por su parte, le anunció que lo
escucharían en concierto al día siguiente, a las cinco y media.
El músico festejó la buena noticia almorzando en el hotel de
Polonia con su hermano Lichnowsky, Josepha Duschek y Neumann.
De regreso en la capilla, Mozart tocó el órgano y participó en la
ejecución de un trío compuesto por Puchberg. Por lo que a Josepha se
refiere, cantó algunas arias de Las bodas de Fígaro y de Don
Giovanni.
Terminado ese momento de relajación, Thamos llevó a Mozart
flanqueada por edificios burgueses. Cruzaron un porche
discretamente presidido por una escuadra grabada en la piedra y
llamaron ritualmente a la puerta del apartamento del primer piso.
Allí sólo había cinco francmasones. El más joven tenía veintiocho
años; el de más edad, cincuenta.
—Bienvenidos, hermanos. ¿Qué ocurre en Viena?
Mozart explicó las peripecias que habían acarreado la dimisión de
Ignaz von Born y describió el triste estado de la francmasonería.
—No es razón para desesperarse —añadió—. Los hermanos que
han resistido esa tempestad están mucho más decididos que antaño.
Aun mostrando nuestra total sumisión al emperador, celebramos
nuestros rituales y proseguimos nuestras investigaciones,
descubriendo la tradición iniciática del Antiguo Egipto.
—¿No teméis la intervención de la Iglesia?
—El arzobispo de Viena detesta la francmasonería y ha
introducido espías en las logias. No atacamos de frente al
cristianismo, como los iluminados, que lo pagaron muy caro. Sólo nos
interesan los Grandes Misterios, no la crítica de la religión y de las
instituciones actuales.
—¿Qué esperáis de nosotros, hermano?
—La formación de una logia de investigación a partir de los
materiales y los rituales que estamos dispuestos a transmitir.
El decano bajó la cabeza.
—Sería una responsabilidad excesiva. Como podéis comprobar,
sólo somos un puñado de hermanos deseosos de recuperar las raíces
de la iniciación, y Dresde no es el entorno ideal. Tal vez quede una
última posibilidad…
—¿Cuál?
—Visitad a nuestro hermano Christian-Gottlieb Körner, consejero
en el tribunal de apelación. Si él decide intentar la aventura, lo
seguiremos.
6

Dresde, 15 de abril de 1789

T ras su concierto de la víspera, dado en la corte, donde había


tocado su Concierto en re en una atmósfera más bien gélida,
Mozart recibió una petaca que contenía cuatrocientos cincuenta
florines. Puesto que la entrevista con Körner se había fijado para el
día 17, el músico acudió a casa del embajador ruso, Beloselsky, donde
interpretó varias obras, para mayor goce de la concurrencia.
—¿Conocéis a nuestra gloria local, Hässler, alumno de un alumno
de Juan Sebastián Bach, demasiado olvidado en nuestros días? —
preguntó el embajador.
—He oído hablar vagamente de él.
—Yo lo conozco bastante bien —intervino Lichnowsky.
—Le gustaría desafiar a Mozart con el órgano —reveló el
diplomático—. Según él, un vienés es incapaz de dominar ese
instrumento.
—En su lugar —opinó el príncipe—, yo desconfiaría. Se arriesga a
cometer un grave error. Pero si insiste…
A las cuatro de la tarde, Mozart se sentó ante el órgano y lo hizo
cantar.
Cuando hubo terminado, Hässler estaba pálido.
—Os toca a vos —dijo Lichnowsky, palmeándole la espalda.
—No creo…
—¡Ah, no, amigo, no os escapéis! Vos exigíais este duelo.
Hässler, que simplemente había aprendido de memoria las
armonías y las modulaciones de Juan Sebastián Bach, fue incapaz de
desarrollar correctamente una fuga, como Mozart había hecho de
modo deslumbrante.
—Segunda oportunidad —decidió el príncipe Von Lichnowsky,
riéndose—. Volvamos a casa del embajador y, esta vez, nuestros dos
campeones se medirán al pianoforte.
Al ser evidente la superioridad de Mozart, Hässler arrió
definitivamente la bandera y se esfumó.
—Estoy pensando en organizar una gran gira por Polonia y Rusia,
de la que vos seríais el héroe —le anunció el embajador al músico—.
Os aclamarán y ganaréis mucho dinero.
—En la actualidad, me es imposible, pero ¿por qué no?
—En cuanto deseéis realizar el proyecto, poneos en contacto
conmigo.
Lichnowsky y Mozart pasaron la velada en la Ópera, realmente
miserable, donde el compositor saludó a algunas cantantes mediocres,
especialmente la intérprete, en 1775, del papel de Sandrina de su
Finta giardiniera.
Fatigado e inquieto, Wolfgang se disponía a pasar una turbulenta
noche cuando le ofrecieron un maravilloso regalo: ¡una carta de
Constance! Se encerró en su habitación y la besó un incalculable
número de veces antes de abrirla; luego la devoró.
A las once y media, le escribió:

Querida y pequeña esposa, tengo un montón de ruegos que hacerte.


1. Te ruego que no estés triste.
2. Ten cuidado con tu salud y no te fíes del aire primaveral.
3. No salgas sola a pie o, mejor aún, no salgas a pie en absoluto.
4. Ten la entera seguridad de mi amor. Nunca te he escrito sin
tener ante mí tu querido retrato.
5. Presta atención a tu honor y al mío, no sólo en tu conducta, sino
también en las apariencias. Que esta petición no te enoje. Precisamente
debes amarme más aún por mi apego al honor.
6. Y finalmente, te ruego que me des más detalles en tus cartas.
Debes saber que todas las noches, antes de acostarme, hablo más de
media hora con tu retrato y lo mismo hago al despertar. En adelante,
escribe siempre a Berlín, al apartado de correos.
Te beso y te abrazo 1.095.060.437.082 veces. ¡Puedes intentar
pronunciarlo!

Dresde, 17 de abril de 1789

En 1786, Schiller había escrito para el francmasón Christian-Gottlieb


Körner una Oda a la alegría[10], que algunas logias alemanas
utilizaban.
—Oficialmente —le dijo a Mozart el consejero en el tribunal de
apelación—, habéis venido para servir de modelo a mi cuñada Doris
Stock, que trabaja con mina de plomo[11]. Cuando ella haya terminado
vuestro retrato, vos improvisaréis al piano y hablaremos.
Dejar correr el pensamiento y las manos por las teclas, hacer nacer
una melodía que variaba hasta el infinito, ¡qué felicidad! Pero fue
necesario interrumpirlo.
—Mis hermanos me han comunicado vuestra proposición —
reconoció Körner—. La implantación de una logia secreta en Dresde
me parece imposible. En primer lugar, porque no lo sería durante
mucho tiempo a causa de los espías y los delatores. Y luego, porque
aquí no hay suficientes masones capaces de llevar a cabo una
verdadera investigación iniciática. Olvidad Dresde, hermano Mozart.

Viena, 18 de abril de 1789

Furioso, Joseph Anton dio un puñetazo en su mesa.


—¿Cómo que desaparecido? ¡Explícate, Geytrand!
—El término me parece excesivo, señor conde. Momentáneamente
hemos perdido el rastro de Mozart, lo reconozco, pero lo
encontraremos muy pronto.
—¡Sería preferible para la continuidad de tu carrera! ¿Y los
hechos?
—Disfrazado de empleado de la posta, uno de nuestros agentes
creyó que Mozart ocultaba una caja en un granero. En cuanto entró, lo
dejaron sin sentido.
—¿Y el agresor?
—Nuestro agente no lo vio. Cuando despertó, hacía ya mucho que
el coche de Mozart se había marchado.
—¿Se lo ha visto en Praga?
—Desgraciadamente, no.
—Si se oculta allí, nos costará mucho echarle mano.
—Forzosamente reaparecerá en alguna parte, señor conde.
Además de su misión masónica, Mozart también debe pensar en
ganar dinero, por tanto, en dar conciertos y firmar contratos. Mis
informadores me indicarán su presencia en una corte principesca u
otra, no me cabe duda.
—¿Ya es posible peinar Praga?
—Todavía no, pero nuestro dispositivo nos permite vigilar a las
personalidades masónicas especialmente activas, como el conde Canal
y el padre Unger.
—¿Has sobornado a algún hermano de la logia La Verdad y la
Unión?
—Sólo a un hermano sirviente que no tiene acceso a las Tenidas de
la Maestría y no participa en las decisiones. Hasta ahora, sus
informaciones carecen de interés. El carácter hermético de esa logia
me parece muy significativo. Por una parte, los hermanos se
muestran desconfiados, y por otra, forzosamente llevan a cabo
trabajos secretos, dado su carácter subversivo.
—Al menos, somos conscientes del peligro —estimó Joseph Anton
—. Tal vez el emperador me ofrezca algún día los medios para
erradicarlo.
—Este lamentable incidente demuestra que Mozart está protegido
—añadió Geytrand—. Dada la importancia de este viaje, un ángel
custodio vela por él. Descubrió a mi agente y se libró de él.
—Si no me engaño, Ignaz von Born ya gozó de ese tipo de
privilegio.
—En efecto, señor conde.
—Tendremos que identificar a ese protector, Geytrand, e impedir
que nos perjudique.
—El individuo es tan discreto como hábil. No hay ni la menor pista
de él.
—Todo el mundo comete errores. Sobre todo, encuéntrame a
Mozart.
7

Leipzig, 20 de abril de 1789

M ozart habría tenido que proseguir su camino para alcanzar


cuanto antes el objetivo visible de su viaje, la corte de Potsdam,
donde esperaba llamar la atención de Federico Guillermo II. Pero era
imposible no detenerse en Leipzig, la patria musical del genio
supremo, Juan Sebastián Bach.
El príncipe Karl von Lichnowsky habría prescindido de buena
gana de aquel alto en el camino, pero la determinación de Mozart
prevaleció. La misma noche de su llegada, tocó en casa de Platner, el
consejero del consistorio, y, a la mañana siguiente, devoró las
partituras de Bach. Thamos advirtió muy pronto en ellas sutiles
aplicaciones numerológicas, inspiradas en la Cábala, heredera de
Egipto. Aun siendo luterano y creyente, Bach había sido iniciado en
algunas ciencias paralelas, que explotaba en su arte de la
composición. Y Wolfgang, deslumbrado, se zambulló gozoso en ellas.
El día 22, Mozart improvisó en el órgano de Santo Tomás, cuyas
notas hicieron sonar el maestro de capilla Doles, alumno de Bach, y
Görner, titular del instrumento. Conmovido al poner los dedos en
aquellas teclas que había hecho resonar su dios musical, Wolfgang
dejó que su alma hablase y tuvo la sensación de comunicarse con su
padre espiritual.
Se produjo entonces una especie de milagro.
Al final de la improvisación, el maestro de capilla Doles murmuró,
emocionado: «¡Es Juan Sebastián Bach resucitado!» Y cantaron un
motete para dos coros del Maestro de Leipzig, del que Mozart apreció
hasta la menor nota.
—Todavía puede aprenderse alguna cosa —les aseguró a sus
anfitriones.

Potsdam, 26 de abril de 1789

Mozart hizo que le anunciaran al rey Federico Guillermo II, que había
subido al trono el 17 de agosto de 1786, sucediendo a su ilustre tío, el
francmasón Federico II. Federico Guillermo se interesaba por las
sociedades secretas y había estado muy vinculado a los dirigentes de
la Rosacruz de Oro del antiguo sistema, antes de la desaparición de la
orden.
De modo que Mozart no se dirigiría a un profano, y esperaba que
Thamos, tanto en Potsdam como en Berlín, estableciera serios
contactos con algunas logias que buscaran la iniciación.
Salió a su encuentro el francés Jean-Pierre Duport, violoncelista,
profesor de su majestad y superintendente de música de la Cámara
Real. Duport, desmedrado y con el rostro lleno de arrugas, daba miedo
a los niños.
—Me han dicho que deseáis ver al rey.
—En efecto, señor superintendente —respondió Wolfgang en
francés.
—Ah… ¡Habláis mi lengua materna!
—Un poco. En mi juventud residí en París.
El tono de Duport se suavizó.
—¿Qué deseáis exactamente?
—Ofrecer mis servicios a su majestad.
—El rey está muy ocupado y…
—Tal vez podría ofrecerle una breve improvisación a partir de uno
de vuestros minuetos…
El francés vaciló.
—Excelente idea. Pongamos… ¿el 29, al anochecer?

Potsdam, 29 de abril de 1789

Como estaba previsto, el soberano escuchó a Mozart improvisando


seis variaciones sobre un minueto de Duport[12].
Visiblemente satisfecho, Federico Guillermo II felicitó a aquel
excelente pianista, de estilo tan elegante y música tan refinada.
—Sería un gran honor componer para vuestra corte, majestad.
—Pensaré en ello, Mozart, y volveremos a vemos muy pronto.
Puesto que Duport no manifestó hostilidad alguna, aquel primer
contacto estaba colmado de esperanza.
—Ya no te siguen —le comunicó Thamos a Wolfgang—. De
momento te han perdido la pista. Pero esta aparición pública
permitirá a la policía vienesa encontrar de nuevo tu rastro.
Hablaremos, antes, con todos los hermanos que podamos.

Potsdam, 2 de mayo de 1789

El príncipe Karl von Lichnowsky estaba de mal humor. ¿Por qué


Mozart no participaba más en sus actividades?
—¿Fue agradable la última velada? —preguntó, gruñón.
—Imponerse aquí no será fácil —respondió el músico.
—¿Acaso no somos hermanos?
—¡Es cierto!
—¿Por qué, entonces, me ocultáis tantas cosas?
—La fraternidad no es cháchara ni simple relación amistosa.
Implica, sobre todo, deberes iniciáticos que procuro cumplir del mejor
modo.
¡Por tanto, Mozart no hablaría! Convencido de que frecuentaba
logias locales, Lichnowsky no sabría nada más.
—Vuestra falta de confianza me hiere —declaró, colérico.
—Desengañaos, hermano, no desconfío en absoluto de vos.
Simplemente cumplo mi misión. Si actuara de otro modo, ¿qué crédito
me concederíais?
—Potsdam no me interesa —lo interrumpió el príncipe—. Debo ir
a Berlín y, luego, a Leipzig para algunos negocios. Os reuniréis allí
conmigo.
—No tenía intención de volver.
—Organizaré un gran concierto del que vos seréis el florón. Os
reportará dinero y prestigio. De modo que os esperaré en Leipzig.

Potsdam, 3 de mayo de 1789

—El terreno no es seguro —le indicó Thamos a Mozart—; me parece


que Potsdam está poblado por criaturas del emperador. Hablar con
hermanos disponiendo de cierta libertad implica un desplazamiento a
Berlín.
—Aguardo esta tarde una decisión del rey. Y Lichnowsky quiere
organizar un concierto en Leipzig.
—La actitud del príncipe no me gusta en absoluto.
—Tiene su carácter, pero es un amigo de nuestra hermana Thun, y
se casará muy pronto con una de sus hijas.
—Desconfía de Lichnowsky. Ni su título de príncipe ni su calidad
francmasón garantizan su honestidad.

Trastornado aún por esa inesperada advertencia, Mozart acudió al


palacio real donde fue recibido por Federico Guillermo I.
—Aprecio vuestro doble talento de compositor y de intérprete.
Vuestra reputación de hombre de honor habla en vuestro favor. Por
eso os encargo seis sonatas y seis cuartetos, con un adelanto de
setecientos florines. Y, si residís en Berlín, trabajaréis para la corte.
—Me siento muy honrado, majestad, y os prometo pensarlo.
Duport aguardaba a Mozart a la salida de la audiencia.
—Vuestro salario podría llegar a los 3.700 florines —murmuró.
¡Una pequeña fortuna en perspectiva! Pero todo el dinero del
mundo no lo alejaría de su logia de Viena.
8

Leipzig, 8 de mayo de 1789

E n cuanto llegó, Mozart se encontró con el príncipe Von


Lichnowsky, que no ocultó su satisfacción.
—¡Por fin estáis aquí!
—Quería respetar mi palabra, pero debo marcharme de nuevo a
Berlín.
—Ni hablar, os espera un gran concierto el día 12.
—Lo siento, pero no participaré en él.
—¿Por qué queréis marcharos de Leipzig? Aquí vuestra reputación
parece bastante buena. Si reaccionarais de un modo no adecuado, la
destruiríais. Sed razonable.
—No sabía que estuvierais tan apegado a esta ciudad…
—Sólo pienso en vuestro renombre, hermano mío.

Leipzig, 12 de mayo de 1789

¿Por qué Lichnowsky deseaba retener a Mozart en Leipzig?, se


preguntaba Thamos. Evidentemente, trataba de retrasar su marcha
hacia Berlín, como si intentase evitar los contactos entre el compositor
y las logias de dicha ciudad. Aquel príncipe, más bien abúlico, colérico
y envidioso de la posición masónica de su hermano, le disgustaba cada
vez más.
Wolfgang, irritado por aquel contratiempo, daría un gran concierto
en Leipzig. Descontento con la interpretación de los músicos durante
los ensayos, rompió una hebilla de su zapato en un pataleo, pero
consiguió sacar a aquellos perezosos de su inercia.
Y el 12 de mayo, en el Gewendhaus de Leipzig, tocaron dos
sinfonías[13] y dos conciertos[14], a los que se añadieron dos arias
cantadas por Josepha Duschek y unas improvisaciones de Mozart.
Desgraciadamente, la sala estaba medio vacía y la recaudación fue
mediocre.

Leipzig, 14 de mayo de 1789

—Creo que hablasteis de un gran éxito —le dijo Wolfgang al príncipe


Karl von Lichnowsky.
—¿Acaso no estáis contento?
—Me habéis hecho perder el tiempo para nada. Salvo por el placer
de interpretar, la velada fue decepcionante.
—Olvidemos todo eso y regresemos a Viena.
—Vos regresáis a Viena. Yo me voy a Berlín.
—Allí sólo encontraréis sinsabores, creedme.
—Ya veremos.
—Yo tengo el coche —recordó el príncipe Karl von Lichnowsky—.
Naturalmente, me lo quedo, y entonces ya no podréis viajar
gratuitamente.
—Me las arreglaré.
—No seáis tozudo y venid conmigo.
—Lo siento, nuestros caminos se separan aquí.
—En ese caso, dadme cien florines.
—¿Acaso os falta dinero?
Se trata de una especie de indemnización, muy legítima, por los
servicios que os he prestado. Además, no os negaréis a conceder esa
pequeña suma a un hermano en dificultades… Mis negocios han
funcionado mal, el viaje ha sido desastroso y necesito urgentemente
esos florines.
Desamparado, Mozart accedió. Al menos, así se libraría de
Lichnowsky.

Leipzig 16 de mayo de 1789

Gracias a las gestiones de Thamos, algunos hermanos Maestros


celebraban una Tenida en casa del organista Karl Emmanuel Engel,
para recibirá Mozart. En su logia, Engel hizo que se cantara el Himno
a la alegría de Schiller, y estuvo encantado de conocer al autor de
tantas obras en las que reinaba un espíritu masónico.
Al finalizar los trabajos, el organista rogó a Mozart que escribiera
algunas palabras en su libro de oro. En treinta y ocho compases,
Wolfgang plasmó una extraña y pequeña fuga[15], homenaje a Juan
Sebastián Bach y, a la vez, búsqueda de sorprendentes armonías, con
tantas novedades que Engel enmudeció.
—Nos hemos librado ya de Lichnowsky —le anunció Wolfgang a
Thamos, que había alquilado un nuevo coche, tras haberse asegurado
de que ningún policía los seguía.
—¿Deseaba conocer los motivos de tu estancia en Berlín?
—No, quería regresar a Viena y obligarme a seguirlo.
—Afortunadamente, Lichnowsky no sabe nada de las Tenidas
secretas. No le hagas confidencia alguna.
Antes de abandonar Leipzig, Wolfgang escribió a Constance para
tranquilizarla y pedirle que le enviara una última respuesta a Praga,
a casa de los Duschek. Así, tal vez evitara la censura. Obligado a
pasar, por lo menos, ocho días en Berlín, regresaría a Viena a
comienzos de junio, y le rogaba que lo amara como él la amaba a ella.

Viena, 18 de mayo de 1789


—He encontrado el rastro de Mozart —le dijo Geytrand a Joseph
Anton.
—¡Ya era hora! ¿Dónde está?
—En Potsdam, Federico Guillermo II le ha encargado varias obras.
Luego, el 12, dio un concierto en Leipzig, sin demasiado éxito, antes
de partir hacia un destino desconocido… que creo conocer.
—¡Habla, entonces!
—Según uno de nuestros confidentes en la corte de Potsdam,
Mozart va a iniciar una nueva carrera en Berlín con el apoyo del rey,
que aprecia mucho su producción y no le reprocha su compromiso
masónico.
—¡Ese monarca trata con alquimistas, ocultistas y miembros de
diversas sociedades secretas! Yo esperaba que le hincara el diente a la
francmasonería, culpable de haber abierto las puertas a los
iluminados.
—El comportamiento del rey de Prusia es variable e imprevisible
—recordó Geytrand—. El jefe de los iluminados ha sido reducido al
silencio y su movimiento aniquilado. Por lo que se refiere a los
masones, proclaman su hostilidad a las ideas que él vehiculaba. De
modo que Federico Guillermo II debe sentirse tranquilizado.
—Mozart en Berlín… Claro, ya no se siente seguro en Viena; aquí
ya no dispone de una total libertad de acción y quiere crear nuevas
logias con toda impunidad.
—En ese caso, se equivoca gravemente, pues el rey de Prusia nada
tiene de liberal.
—Avisa a nuestra organización en Berlín; que intente descubrir a
Mozart.
—Ya lo he hecho, señor conde.
9

Berlín, 19 de mayo de 1789

M ozart recibió la hospitalidad de un amigo de confianza, el


trompetista Moser, que vivía cerca del Teatro Nacional.
Thamos, por su parte, comenzó a buscar hermanos deseosos de
participar, protegidos por el secreto, en una o varias Tenidas de
investigación. Quería también descubrir a los policías encargados de
vigilar al compositor. Berlín no era más segura que Viena.
—¿Sabéis qué ópera se representa esta noche? —preguntó Moser a
Mozart—. Ni hecho a propósito: ¡El rapto del serrallo!
Wolfgang fue de incógnito al teatro. No se trataba de su obra
favorita, pero era preferible a las de Paisiello o Salieri.
Lamentablemente, la cantante que interpretaba el papel de Rubia, la
inglesa apasionada por la libertad, desafinó de un modo terrible.
Enojado, el compositor se levantó y exclamó: «¡Tened la bondad de dar
un re!»
En el entreacto, la diva Baranius tuvo un ataque de nervios y se
negó a cantar. Fue necesaria la intervención de Mozart y la dulzura
de sus palabras para que aceptara terminar su actuación.
Antes de acostarse, Wolfgang redactó una misiva para Constance
en la que evocaba el delicado problema de las cartas destruidas por la
censura: «No puedo escribir mucho esta vez, pues debo hacer algunas
visitas.» Así, su esposa comprendería que se entrevistaba en secreto
con los hermanos berlineses. Muy pronto, Wolfgang la tomaría en sus
brazos. «En primer lugar —prometió—, voy a tirarte del moño: ¿cómo
puedes creer, o siquiera suponer, que te he olvidado? ¿Cómo podría
hacer yo algo así? Sólo por este pensamiento recibirás, la primera
noche, una buena zurra en tu encantador culito, destinado a recibir
miles de besos.»

Berlín, 21 de mayo de 1789

Las logias berlinesas, tan poderosas antaño, vacilaban ahora. Una vez
expulsados de la ciudad iluminados y rosacruces, y con la Estricta
Observancia agonizante, ¿qué camino debían seguir?
Tras haber descubierto un importante dispositivo policial, Thamos
organizó Tenidas secretas que sólo reunían un pequeño número de
hermanos, en el domicilio de uno u otro, con toda seguridad.
Sin ocultar las dificultades vividas por los francmasones vieneses,
Mozart expuso los resultados de las investigaciones llevadas a cabo
desde hacía varios años, gracias a Thamos y a Von Born. Los tres
grados de Aprendiz, Compañero y Maestro formaban una verdadera
senda hacia el conocimiento y la Luz, siempre que sus rituales
estuvieran correctamente compuestos y celebrados. Era conveniente
quitarles el polvo, purificarlos y restituir las etapas principales de la
tradición egipcia, madre de la iniciación. Por lo que a Thamos se
refiere, deploró las lamentables desviaciones de los altos grados, una
serie de huidas hacia adelante que buscaban la vanagloria, los títulos
rimbombantes y las ceremonias vacías de sentido.
Varios hermanos quedaron tocados, convencidos incluso, ¿pero
cómo abrir una nueva logia, con auténticos rituales, sin sufrir los
ataques de la administración masónica y de las autoridades? Actuar
clandestinamente exigía demasiado valor y decisión.

Berlín, 26 de mayo de 1789


Mozart debería haber abandonado ya un Berlín muy decepcionante
tan poco libre como Viena, de no haber recibido una invitación de la
corte para el día 26. Su nostalgia se disipó tras la recepción de dos
cartas de Constance, fechadas el 9 y el 13. Estableció una lista precisa
de la correspondencia que había enviado y la que ella le había
dirigido. Durante diecisiete interminables días, ¡no había recibido ni
la menor noticia!
Mientras almorzaba solo en una posada cercana al jardín
zoológico, se sentía desolado por llevarle tan poco dinero tras tan largo
desplazamiento. Le escribió que la deseaba con ardor y le pidió que
preparara bien su pequeño y querido nido para su bribonzuelo, que,
durante aquella ausencia en exceso prolongada, se había portado muy
bien.
Tras un obligado paso por Praga, cuya necesidad Constance
comprendería, Wolfgang esperaba estar de regreso en Viena el 4 de
junio. ¡Pero era preciso cruzar la aduana! Dados sus problemas
financieros, en ella podían denegar la entrada al compositor,
encarcelarlo incluso. Pidió, pues, a su esposa que llevara a una
persona de confianza capaz de avalarlo, en caso necesario.

Viena, 25 de mayo de 1789

La situación de Francia preocupaba a Joseph Anton. En Versalles se


habían reunido unos Estados Generales encargados de resolver la
crisis financiera que abrumaba a un país rico, poblado por veinticinco
millones de habitantes. La aristocracia se negaba a escuchar las
reivindicaciones igualitarias, el alto clero se envolvía en la rigidez
despectiva de su doctrina, los burgueses agobiados por los impuestos
protestaban vigorosamente, y el importante campesinado, a pesar de
las buenas cosechas del año anterior, seguía sus pasos.
De ese modo, una gran fiebre se apoderaba de toda la sociedad. Y
el rey, que cargaba con una detestada esposa austríaca, no encontraba
el remedio apropiado. De esos Estados Generales no saldría nada
bueno.
Según los agentes del conde de Pergen instalados en Francia, los
iluminados desempeñaban un papel nada desdeñable al dirigir, poco a
poco, la opinión pública contra la Iglesia y la monarquía. Infiltrados
en las logias, y guardándose mucho de hacer referencia alguna a su
fundador, Weishaupt, seguían con su trabajo de zapa utilizando a sus
adeptos más escuchados, como Mirabeau. Ese poder oculto, casi
inaprensible, quería hacer que las instituciones se tambalearan,
derribar la monarquía y moldear una sociedad nueva.
Los francmasones vieneses participaban en aquel movimiento
subversivo del que Mozart estaba convirtiéndose en uno de los
principales animadores. Y le correspondía a Joseph Anton, conde de
Pergen, reducirlo a la impotencia.
—Mozart reside, efectivamente, en Berlín —le comunicó Geytrand
—. Federico Guillermo II lo recibirá de nuevo. Se rumorea que piensa
ofrecerle un cargo bien remunerado.
—No sería una mala solución. Por fin Viena se vería libre de ese
maldito francmasón y el rey de Prusia se encargaría de eliminarlo si
hiciera demasiado ruido.

Berlín, 26 de mayo de 1789

Ante la princesa Federica, atenta oyente, Mozart tocó uno de sus


conciertos para piano [16]. Aquella invitación y la calidad de la
concurrencia demostraban que la corte apreciaba su talento y le
rendía un evidente homenaje.
Al terminar el concierto, Duport acompañó al héroe de la jornada
al despacho del rey.
—Soberbia actuación, Mozart. Confirmo mi encargo y deseo
contrataros como compositor permanente con un salario anual de
3.500 florines.
En Viena, Wolfgang ganaba ochocientos. Semejante suma le
permitiría acabar con sus deudas y poner fin al proceso que le corroía
la sangre. Pero no tenía derecho a abandonar su logia de Viena y
traicionar la confianza de Ignaz von Born.
—Me siento muy halagado, majestad, y no sé cómo agradeceros
semejante honor.
—¿Aceptáis, pues?
—¿Perdonaréis a un enamorado de Viena que se tome algún
tiempo para reflexionar?
—Aprecio la respuesta de un hombre maduro y responsable. Hasta
pronto, espero.
10

Berlín, 28 de mayo de 1789

A l salir de Berlín, Wolfgang había tomado una decisión definitiva


fortalecida por las revelaciones de Thamos.
—Prusia se está convirtiendo en un Estado militar y policíaco que
no dejará de endurecerse y de controlar los movimientos de ideas. Sólo
el ejército dictará su actitud al poder. Aquí, el ideal iniciático no se
desarrollará.
Tras una parada en Dresde, llegaron a Praga, donde los recibieron
algunos francmasones de la logia La Verdad y la Unión. Sabiéndose
espiados, el conde Canal y el padre Unger llamaban la atención de la
policía para dejar el campo libre a otros hermanos.
En un apartamento de la ciudad vieja se celebró una larga Tenida,
bajo la protección de un Cubridor exterior que avisaría a los iniciados
en caso de peligro. Estudiaron la peregrinación de los Maestros en
busca de la tumba de Hiram, asesinado por los tres malos
compañeros. Una acacia, que había brotado milagrosamente en el
lugar, señalaba el emplazamiento. Thamos relató los ritos osiríacos e
insistió en la intervención de la Viuda, Isis, la única capaz de poner en
marcha el proceso de resurrección.
Una vez más, Wolfgang deploró la ausencia de rituales iniciáticos
femeninos dignos de ese nombre, y defendió la necesidad de devolverá
las mujeres su verdadero papel espiritual. Muy pronto reanudaría sus
investigaciones en compañía de su hermana, la condesa Thun, que
estaba convencida de que conducirían a una profunda modificación de
la actitud de los francmasones.
No podía impedirse pensar en su tercera ópera iniciática, que iba a
consagrar al paso del Compañerismo a la Maestría. Ciertamente no
sería La clemencia de Tito, cuyo encargo le permitiría sin embargo
regresar a Praga de un modo oficial. ¿Pero cómo evocar el secreto de la
transmutación? El asesinato ritual del maestro de obras y el justo
castigo del compañero criminal se describían en Don Giovanni. Ahora
necesitaba mostrar la acción y el poder del fuego secreto en el que
desaparecía el compañero «acabado» para reaparecer como Maestro.
¿En qué libreto iba a apoyarse?

Praga, 31 de mayo de 1789

En cuanto inició la composición del primer cuarteto destinado a


Federico Guillermo II, Wolfgang escribió a Constance que llegaría el
jueves 4 de junio entre las once y las doce, a la última, o la primera,
parada de la posta. Allí volvería a ver por fin a su esposa, a su
muchachito y a Gaukerl. Su familia le ofrecía el equilibrio, y aquella
larga ausencia se hacía insoportable. ¿No habrían conocido allí, en
Praga, una felicidad más perfecta aún?
Su logia de Viena y el proceso le impedían exiliarse. Demostraría
su buena fe, su rectitud y su inocencia. Llevar el nombre de Mozart
era un honor que nada podía mancillar.
Una última Tenida secreta del grado de Maestro coronó aquella
breve estancia praguense, consagrada casi por entero a la iniciación.
Wolfgang pensó en la maravillosa vida de los sacerdotes y las
sacerdotisas del sol, acompasada por los ritos cotidianos. Los veía, con
sus largas túnicas de ceremonia, sentía su presencia y su
pensamiento, caminaba a su lado.
Viena, 4 de junio de 1789

Tras salir de Praga el día 2, Mozart divisó la aduana de Viena el 4,


poco antes de mediodía. Thamos lo seguía a distancia.
«¿Habrá seguido Constance mis instrucciones?», se angustió
Mozart.
El compositor bajó antes del puesto de control y vio a un trío
formado por su esposa, el pequeño Karl Thomas y un hombre de
confianza. Mientras Wolfgang se reunía con su mujer y su hijo, como
si fuera un curioso, su sustituto se presentó a los aduaneros
afirmando que procedía de Praga. Señaló el coche utilizado por
Mozart y respondió a las preguntas de los cancerberos, que,
satisfechos, dejaron pasar el vehículo.
—No nos demoremos por estos parajes —recomendó Constance.
Una vez cruzada la aduana, Gaukerl se arrojó a los brazos de su
dueño y Karl Thomas contó sus últimas hazañas.
—¿Cómo te encuentras, querida?
—He tenido que acudir al médico. Las tarifas de las consultas y de
los medicamentos han aumentado más aún. La guerra provoca una
inflación que empobrece a todo el mundo.
—El rey de Prusia me ha encargado seis cuartetos y una sonata.
Pondré manos a la obra de inmediato.
[17]
El 15 de junio, Wolfgang terminó el primer cuarteto de la serie[ ].
Había cuidado especialmente la parte del violoncelo, instrumento que
Federico Guillermo II tocaba bastante bien. Utilizando antiguos
esbozos, Mozart escribió una obra dulce y poética, desprovista de
tensión dramática. El trabajo no le gustó demasiado, pues no
correspondía a una aspiración profunda. ¡Y tenía que producir aún
cinco cuartetos más!
A su hermano Anton Stadler no le disgustó la obra, pero recordó
que la fabricación de un clarinete bajo exigía nuevas inversiones y que
sería bienvenido un pequeño préstamo para alimentar a su numerosa
familia. ¿Cómo podía negarse Wolfgang?
Viena, 25 de junio de 1789

La corte deploraba el acontecimiento que había tenido lugar en


Francia diez días antes: dada la intransigencia de la nobleza y el
clero, el Tercer Estado se había transformado en Asamblea Nacional.
En adelante, cualquier impuesto percibido sin su consentimiento sería
ilegal.
La amenaza de profundos disturbios aumentaba. ¿Cómo
reaccionaría el rey ante semejante rebelión? Si Luis XVI no
manifestaba una extrema firmeza, la situación podía degenerar. Pero
si se mostraba demasiado brutal, ¿no se levantaría el pueblo?
Sumido en la guerra contra los turcos, ¿prestaba el emperador
José II atención suficiente al lodazal francés? Los francmasones
estaban divididos. Unos defendían la monarquía, la nobleza y el clero;
otros abogaban por la fraternidad universal y la igualdad entre los
hombres. La huella de los iluminados seguía siendo visible, y escasos
eran quienes, como el conde de Pergen, eran plenamente conscientes
del peligro y de los inmensos daños que provocaría un cambio en los
valores. Austria quedaría forzosamente afectada. ¿Cómo levantar
unos diques infranqueables?
El funcionario encargado de la seguridad del inmueble del servicio
secreto se presentó ante Joseph Anton.
—Tenéis una visita importante, señor conde. ¿Debo dejarlo entrar?
—¿De quién se trata?
—Del secretario particular del emperador.
¡Aquel dignatario no tenía nada que hacer allí! Salvo si era
portador de una muy mala noticia. En plena tormenta, José II decidía
disolver el equipo oculto del conde de Pergen. Lamentable error de
inquietantes consecuencias.
Joseph Anton dirigió una postrera ojeada al conjunto de sus
expedientes, pacientemente acumulados, y que iban a ordenarle
destruir. Aquel enorme trabajo, tan beneficioso para su país, iba a ser
reducido a la nada sin que él pudiera evitarlo.
—Señor conde —declaró el secretario particular—, he aquí un
decreto del emperador.
—Soy su fiel y obediente servidor.
—Su majestad está tan convencido de ello que os nombra ministro
de la Policía.
11

Viena, 6 de julio de 1789

E l día 2, Hofdemel había cedido su letra de cambio a Matthias


Anzenberger, propietario de la tienda de artículos de moda La
Sirena, en el Kohlmarkt. Mozart tendría que pagar, pues, cien florines
a aquel comerciante el 2 de agosto. Gracias a los encargos de unos
arreglos de obras de Haendel, mezquinamente pagados por el barón
Van Swieten, el músico ganaba de nuevo algo de dinero y miraba el
porvenir con mayor optimismo.
De modo que compuso para la cantante Ferrarese una melodía
ligera, «Al desio di chi t’adora»[18], donde los vientos y las voces se
entrelazaban, y la primera[19] de una serie de seis sonatas «fáciles»
para piano, destinadas a la princesa Federica de Prusia, una obrita de
lento movimiento teñido de melancolía.
Pero, de pronto, los ataques financieros empezaron de nuevo, y
amenazaron a Mozart con la ruina y la decadencia. Se añadió a ello la
enfermedad de Constance, a quien su pie hacía sufrir mucho. ¿Cómo
curar la úlcera y el absceso? Sólo había una solución: curas en Badén,
muy cerca de Viena; el tratamiento era costoso, ciertamente, pero era
preciso encontrar los recursos necesarios para salvar a su adorada
esposa, cuya actitud estoica y valerosa maravilló a Wolfgang. Ni una
queja, y una tranquila aceptación de su destino. El compositor
convertía aquel desprendimiento en uno de los pilares de su
pensamiento.
Viena, 14 de julio de 1789

Tras haber vacilado mucho, pues esa gestión lo humillaba, Wolfgang


decidió mandar a Puchberg la carta escrita el día 12.

Queridísimo, excelente amigo y muy honorable hermano:


Dios mío, estoy en una situación que no deseo ni al peor de mis
enemigos; y si vos, mi mejor amigo y hermano, me abandonáis, estoy
perdido, ay, y sin poder remediarlo, al igual que mi pobre mujer y mi
hijo. Ya en mi última visita quería abriros mi corazón, pero no tuve
valor para ello y sigo sin tenerlo (sólo temblando me atrevo a hacerlo
por escrito), pero sé que me conocéis, que estáis al corriente de mi
posición y del todo convencido de mi inocencia por lo que se refiere a
mi infeliz y tristísima situación.
El destino, desgraciadamente, me es tan nefasto, aunque sólo en
Viena, que no puedo ganar nada incluso queriéndolo. He hecho
circular una lista durante catorce días y en ella sólo hay el nombre de
Van Swieten.
Vos conocéis mi situación, pero también estáis al corriente de mis
esperanzas. Dentro de unos meses, mi suerte quedará marcada por el
asunto que ya sabéis y no corréis, pues, riesgo alguno conmigo al
prestarme quinientos florines, si queréis y podéis. Os devolveré diez
florines al mes hasta que mi asunto quede concluido. Luego, os
devolveré íntegramente la suma, con los intereses que deseéis y
declarándome, además, vuestro deudor durante toda mi vida. Sin
vuestra ayuda, el honor, la paz y, tal vez, la vida de vuestro hermano
quedarán aniquilados.

Orgulloso, Wolfgang no hablaría del infierno que estaba viviendo


ni a Thamos, ni a Von Born, ni a Stadler.
¿Respondería Puchberg favorablemente?

París, 14 de julio de 1789


Cuando vio a una ruidosa jauría lanzándose al asalto de la Bastilla,
Angelo Solimán, ex francmasón que había traicionado a sus hermanos
vieneses, profirió un grito de odio y de satisfacción. Enemigo jurado
del Venerable Ignaz von Born y de su discípulo preferido, Mozart,
recitó la profecía de Camille Desmoulins: «La escarapela tricolor dará
la vuelta al mundo.»
Debido al elevado coste de la vida y al precio insoportable de los
productos de primera necesidad, el pueblo se levantaba contra los
opresores y los enemigos de la nación. El día 9, la Asamblea Nacional
se había transformado en Constituyente, donde figuraban numerosos
francmasones que exigían una declaración de los derechos del hombre
y la aplicación de la divisa «Libertad, igualdad, fraternidad».
Como sostenían Solimán y sus amigos infiltrados en las logias,
junto a los iluminados alentados por Bode desde el exterior, los
discursos no bastaban: era preciso tomar las armas, acabar con el
absolutismo real, eliminar a sus partidarios, proclamar la soberanía
del pueblo y convertir París en el centro de la Revolución.
La Bastilla cedió. El gobernador Launay y sus soldados fueron
masacrados; los escasos prisioneros, liberados. Solimán no lo dudaba:
esa primera victoria iría seguida de muchas otras, y nada detendría
ya esa oleada.

Viena, 17 de julio de 1789

¿Por qué no respondía Puchberg a la apremiante carta que Mozart,


pisoteando su dignidad, le había enviado? ¿Acaso dudaba de su
sinceridad y su honestidad?
Wolfgang volvió a escribirle, esperando mostrarse más claro esta
vez:

Sin duda estáis enojado conmigo, puesto que no me dais respuesta.


Si pongo unos junto a otras vuestros testimonios de amistad y mis
actuales peticiones, reconozco que tenéis toda la razón. Pero si comparo
mis desgracias (de las que no soy responsable) con vuestra amistad
para conmigo, estimo también que merezco excusa. Como os escribí en
mi última carta, con gran franqueza, todo lo que tenía en mi corazón,
sólo podría repetirme, pero debo añadir: 1. Que no necesitaría
semejante suma si no tuviera que hacer grandes gastos debidos a la
cura de mi mujer, sobre todo si debe ir a Badén; 2. Como estoy seguro
de que dentro de poco mejorará mi situación, no me importa en
absoluto la suma que deba devolveros, pero, de momento, me parece
preferible y más seguro que sea importante; 3. Debo imploraros que, si
os es del todo imposible prestarme esta vez semejante suma, tengáis la
bondad y el amor fraterno de ayudarme de inmediato con aquello de lo
que podáis prescindir, pues todo depende de ello. Sin duda no podéis
dudar de mi lealtad, me conocéis demasiado bien. No podéis dudar de
mis palabras, de mi actitud y mi conducta, pues conocéis mi modo de
vivir y mis actos.
De nuevo, ayer, mi esposa se encontraba en un estado miserable.
Hoy, tras la aplicación de sanguijuelas, se encuentra mejor. Vivo
constantemente entre la angustia y la esperanza.

Los argumentos del compositor convencieron a Puchberg, que ese


mismo día mandó ciento cincuenta florines a su hermano Mozart.

Viena, 20 de julio de 1789

—Luis XVI parece haberse reconciliado con su pueblo, que aún siente
gran afecto por él —le dijo Geytrand al conde de Pergen, nuevo jefe de
la Policía, dotado de plenos poderes para mantener el orden en los
territorios del emperador.
—Pronto se esfumará la ilusión —afirmó Joseph Anton—. Los
campesinos incendian los castillos, la violencia y los desórdenes no se
interrumpirán. Se trata, en efecto, de una revolución, y pronto se
transformará en un baño de sangre. Textos y testimonios demuestran
que quiere exportarse, especialmente por medio de los francmasones.
Ahora, mi querido Geytrand, ya no estamos obligados a actuar con
sordina y disponemos de todos los medios legales. La toma de la
Bastilla enfurece al poder, y todos se inquietan por la funesta suerte
que podría estarle reservada a María Antonieta. Debo arrancar de
raíz cualquier movimiento revolucionario en Austria, y me entregaré
a ello sin desfallecer.
—Mozart zozobra —dijo Geytrand con una sonrisa satisfecha—. El
proceso en curso le está destrozando, y su esposa está enferma. En
adelante, no volveremos a oír hablar de él.
12

Lyon, 22 de julio de 1789

C onfirmando su fe en Jesucristo, el supremo iniciado, algunos


Grandes Profesos rogaban a su Superior, Jean-Baptiste
Willermoz, que tomara posición con respecto a la nueva situación
engendrada por la toma de la Bastilla. ¿No se trataba de una
revolución que arruinaría el orden social y afectaría a las logias
masónicas, profundamente divididas?
A sus cincuenta y nueve años, Willermoz no abandonaría su
estatuto de jefe espiritual. Él, y sólo él, dictaría la conducta que se
debería seguir. Considerándose un burgués revolucionario, aprobó las
iniciativas de los patriotas y presidió uno de sus comités.
De ese modo, su corriente mística no sería sospechosa de aprobar a
los opresores del pueblo. Al contrario, participaría en su gran impulso
de emancipación.

Viena, 22 de julio de 1789

¡Queridísimo amigo y hermano! —escribió Wolfgang a Puchberg—.


Desde que me disteis tan gran testimonio de vuestra amistad, he vivido
en plena desesperación hasta el punto de no salir y no poder escribir:
Mi esposa está ahora más calmada, y si sus abscesos no hubieran
vuelto a abrirse, podría dormir. Se teme que el hueso esté afectado.
Ella acepta su suerte con sorprendente paciencia, y aguarda la
curación o la muerte con una tranquilidad auténticamente filosófica.
Escribo esto con lágrimas en los ojos. Si os es posible, excelente amigo,
visitadnos. Ayudadme con vuestros consejos en el asunto que ya sabéis.

¿Quién estaba en el origen de ese «asunto», el proceso financiero


que abrumaba a Mozart?
Por fortuna, estaban las Tenidas masónicas. Ciertamente, durante
la parte oficial era preciso limitarse a elogiar al emperador y predicar
la beneficencia. Luego, algunos hermanos, tras haber fingido que se
dispersaban, se reunían en casa de uno u otro, lejos de los ojos y los
oídos de la policía. Si un traidor se introducía en aquel pequeño
círculo que animaba el Venerable Ignaz von Born, sufriría los ataques
de las autoridades. De modo que los clandestinos demostraban una
extremada prudencia antes de aceptar a un nuevo miembro.
—A causa de los acontecimientos que están trastornando Francia
—precisó Von Born durante el banquete—, el nuevo ministro de la
Policía, Joseph Anton, ha recibido plenos poderes. Aplastará a todos
los contestatarios. Al practicar la iniciación, liberadora del
pensamiento y fermento de la lucidez, nos revelamos como
sospechosos. Aumentemos la prudencia y mantengamos silencio sobre
nuestros trabajos.
Una vez terminado el ritual, Thamos comunicó dos noticias a
Wolfgang. Reduciendo al máximo los gastos considerados inútiles
para sostener el esfuerzo de guerra, el emperador ordenaba el cierre
de la Ópera italiana, deficitaria. Pero aceptaba que se repusieran Las
bodas de Fígaro, a pesar de la hostilidad del intendente de
espectáculos y de Salieri. Sólo ponía una condición: que el propio
Mozart se encargara de los ensayos.
—Mi esposa está enferma y debe viajar a Badén para la cura —
reveló—. Sin embargo, acepto.
—Últimamente pareces muy preocupado.
—Ver sufrir a Constance me destroza. Y esa revolución en
Francia…
—Muy pronto quedará desnaturalizada por unas atrocidades
alimentadas por el peor programa político: el igualitarismo. Y quienes
defienden la doctrina consistente en nivelarlo todo serán los primeros
en arrogarse los privilegios arrancados a sus adversarios. Tal vez la
luz llegue de un nuevo mundo, los Estados Unidos de América, donde
nuestro hermano George Washington fue elegido presidente el 30 de
abril.
—Detesto la violencia ciega —declaró Wolfgang—. De ella nunca
sale nada bueno.
—Nuestro ex hermano Angelo Solimán alimenta la cólera del
pueblo —indicó Thamos—. Manipula a los francmasones y los lanza
unos contra otros. Como todo renegado, sólo piensa en destruir lo que
antaño veneró.

Viena, 2 de agosto de 1789

Goldhann, el comerciante de hierros, tenía muy mal humor, pero era


rico y prestaba de buena gana dinero a tasas exorbitantes. Puesto que
Puchberg sólo le facilitaba pequeñas sumas, Mozart recurrió a los
servicios de aquel poco claro personaje. Así cubriría los gastos de la
estancia de Constance en Badén, mantendría el nivel de vida familiar
y frenaría el proceso que contra él había entablado una jurisdicción
del gobierno de la Baja Sajonia.
Si el emperador ganaba la guerra contra los turcos, si la vida
cultural vienesa recuperaba su vivacidad, si se reiniciaban los
conciertos, si regresaba el éxito, el compositor pagaría sus deudas y
volvería a empezar con buen pie.
Compuso una arieta para la cantante Ferrarese[20] y una aria[21]
para su hermana, Louise Villeneuve, inserta en una ópera de
Cimarosa. Mantenía así el contacto con el canto, esperando entrever
el tema de su tercera ópera iniciática. Le pesaba la ausencia de
Constance. Badén estaba sólo a veinticinco kilómetros de Viena, pero
Wolfgang debía dirigir todos los ensayos de Las bodas y comprobar
cada detalle, para ofrecer unas representaciones tan perfectas como
fuera posible. Mandó a su esposa una decocción y unos polvos
medicinales, y le recomendó que se cuidara mucho adoptando una
actitud reservada y distante con los seductores que no dejarían de
cortejarla. Celoso, Wolfgang afirmó: «Una mujer debe velar por ser
respetada, de lo contrario se convierte en tema de conversación de
personas malintencionadas.» Y anunció su próxima llegada a Badén,
donde por fin besaría a su amada esposa.

Viena, 15 de septiembre de 1789

Joseph Anton echaba sapos y culebras por la reposición de Las bodas


de Fígaro, representada el 31 de agosto, el 2 y el 11 de septiembre, y
programada para el 19. Se trataba de un éxito marginal, ciertamente,
pues la ópera difícilmente alcanzaría las veinte representaciones, cifra
irrisoria comparada con los triunfos de Sarti, de Martín y Soler y, más
aún, de Salieri y Paisiello, cuyas producciones superaban las ciento
cincuenta representaciones. Ese modesto regreso a la escena le
proporcionaría muy poca cosa a Mozart, sumergido en sus problemas
jurídicos y financieros.
Las noticias procedentes del cuartel general del emperador eran
inquietantes. Los meses pasados luchando contra el enemigo habían
agotado las fuerzas de José II, y su salud se deterioraba rápidamente.
Los médicos intentaban curarle, sin demasiadas esperanzas. Obligado
a regresar a Viena, las tropas echarían en falta al monarca.
¿Bastarían para vencer la determinación y la competencia de sus
generales?
¡Y Francia se hundía! Desde la toma de la Bastilla, la inseguridad
se apoderaba de las campiñas, donde, a pesar de la abolición de los
privilegios con fecha de 4 de agosto, los revolucionarios no vacilaban
en asesinar a los nobles del modo más bárbaro en nombre de los
«derechos del hombre y del ciudadano» proclamados por la Asamblea
Nacional el 26 de agosto.
Semejantes conclusiones desembocarían fatalmente en un cambio
de régimen, ¿pero a costa de qué matanzas? Y Luis XVI no parecía
tener la estatura necesaria para hacer pasar por el aro a los
amotinados.
En Viena, la francmasonería se guardaba mucho de saludar a la
Revolución francesa y de aprobar a sus cabecillas, entre quienes se
encontraban, sin embargo, algunos hermanos e iluminados.
Simple actitud estratégica que no engañaba al ministro de la
Policía.
13

Viena, 17 de septiembre de 1789

T ras haber compuesto «Schon lacht der holde Frühling», una


aria[22] intercalada en una ópera de Paisiello que iba a cantar su
cuñada Josepha Hofer[23], Wolfgang acudió a la logia donde, durante
la entrada de los oficiales[24], se tocó su Adagio para como inglés,
acompañado por dos trompas y un fagot[25]. Aquel anochecer, los
hermanos de La Esperanza Coronada olvidaron la prohibición de
tocar música, porque hacía demasiado atractiva la Tenida, y se
consagraron al estudio de uno de los símbolos principales de la
francmasonería, el Gran Arquitecto del Universo.
Según Thamos, este dios constructor, procedente del Antiguo
Egipto, modelaba los tiempos y los espacios asociando el espíritu y la
materia. Altura, profundidad, longitud y anchura al mismo tiempo, el
Gran Arquitecto trazaba al compás el ciclo del universo y permitía a
los iniciados discernir el plano en pleno corazón de las tinieblas.

Viena, 20 de septiembre de 1789

El paseo favorito de Wolfgang y de Gaukerl pasaba por la


Raubensteingasse, la Stubentor y la Explanada, una tierra de nadie
en el exterior de las fortificaciones donde crecían numerosos árboles.
Mientras charlaba con su perro, el músico encontró por fin la idea
para su tercera ópera iniciática, consagrada a uno de los aspectos más
secretos del grado de Maestro. Così fan tutte[26], «Así hacen todas»,
canturreó recordando una de las frases de sus Bodas de Fígaro y
pensando en las logias dignas de ese nombre.
—Es conveniente evitar dos formas de existencia —recordó
Thamos que, de pronto, apareció al lado de Mozart—: Una, la de los
placeres, pues es baja y vana; la otra, la de las mortificaciones, pues
es inútil y vana. Mostrarás así cómo el Compañero don Juan sale del
Fuego secreto y se metamorfosea para cruzar la puerta de la
Maestría.
—Describiré[27] lo que sucede en el interior del atanor, el horno
alquímico cuyo fuego abrasa al profano y resucita al fénix. ¡Y he
pensado en las enseñanzas del cabalista que vos me permitisteis
conocer! Durante la Creación, la luz brilló por el lado masculino, a la
izquierda; pero derecha e izquierda deben sustituirse una a otra.
—La ofrenda del fuego consiste en vincular lo masculino y lo
femenino, en efecto[28] —confirmó Thamos.
—¿Acaso la Maestría no nos enseña a conciliar los contrarios
observando la regla de la Divina Proporción[29]? Pero la Cébala nos
muestra que todos los matrimonios son difíciles de conseguir. Sólo los
justos saben efectuar la unión para acrecentar la paz de este mundo
Por ello pondré en escena dos parejas que se disociarán antes de
volverse a formar, de modo que tiendan hacia una unidad consciente.
—Necesitarás una tercera pareja, la de los alquimistas capaces de
dirigir esa operación. ¿No será demasiado abstracta para el público?
—Tranquilizaos, sabré encarnar esta inversión de las luces en
personajes que vivan un verdadero drama, no desprovisto de humor
—prometió Wolfgang—. Y Lorenzo da Ponte añadirá los disfraces
necesarios.

Viena, 22 de septiembre de 1789


Antonio Salieri, maestro de capilla de la corte y presidente de la
Sociedad de Músicos, contempló a Mozart con aire condescendiente.
—¿Habéis sido convocado por el emperador?
—Así es.
—Su majestad está enfermo. No podrá recibiros.
El secretario particular de José II se acercó a Mozart.
—Lo siento, el emperador no puede hablar con vos, pero me ha
encargado que os transmita su decisión: os concede doscientos
ducados por componer una nueva ópera. En estas penosas horas, los
vieneses necesitan distracciones. Intentad ofrecemos una obra menos
trágica que Don Giovanni. Manos a la obra, señor Mozart. Wolfgang
quedó pasmado. ¡Un encargo oficial cuando acababa de encontrar el
tema! La magia de la iniciación no era una palabra vana.

Viena, 29 de septiembre de 1789

Antes de empezar la escritura de Così fan tutte, Wolfgang terminó un


quinteto para clarinete y cuarteto de cuerda[30] cuya belleza casi
sobrenatural conmovió a Thamos y a Anton Stadler hasta arrancarles
lágrimas. Finalmente, el Gran Mago sacaba a plena luz aquel
instrumento de inimitables colores. En el alegro solemne y apacible, y
sobre todo en el largueto desnudo y profundo, Mozart rozaba lo
sublime, en pleno centro del círculo trazado por el Gran Arquitecto del
Universo.
Fueran cuales fuesen las pruebas, su poder creador las superaba.
Algunos hermanos maestros tocaron la obra durante una Tenida
secreta, y Stadler intentó interpretar del mejor modo aquella música
celestial en la que se expresaba el misterio del pensamiento iniciático.
Las palabras del ritual transmitían, también, una música
inmortal, preñada del alma de los dioses. Y esa noche, «todo fue justo
y perfecto».
Anton Stadler no se limitó a ese milagro.
—Debemos mejorar este clarinete —afirmó—. Imagina lo que
conseguiría con un instrumento más hechizador aún.

Viena, 30 septiembre de 1789

José II, muy debilitado, se sentía feliz de regresar a Viena, aunque no


hubiera conseguido acabar con los turcos. Sin embargo, contenía su
amenaza, y la moral de sus tropas no disminuía, al contrario. Sólidos
generales mantenían la cohesión del ejército y preparaban algunas
ofensivas.
Pero se abría otro frente en los Países Bajos, cuya población quería
liberarse del yugo austríaco. Únicamente había una respuesta posible:
la represión. Los soldados del emperador chocaban con una
resistencia demasiado fuerte, y no cabía duda de cómo finalizaría el
conflicto. Los Países Bajos no tardarían en recuperar su
independencia.
Las hermosas esperanzas liberales de José II se derrumbaban. Y
la Revolución francesa lo dejaba consternado. Sin duda alguna,
intentaría extenderse por toda Europa, y Austria debía formar una
barrera infranqueable.
El emperador pensó en Mozart, aquel extraño genio que se había
atrevido a componer Las bodas de Fígaro desafiando a la aristocracia
y un Don Giovanni muy poco apreciado por los vieneses. Le daba una
última oportunidad, esperando que el libretista Lorenzo da Ponte
proporcionara al músico un tema entretenido.
14

Viena, 6 de octubre de 1789

Così fan tutte, «Así hacen todas», evocará aparentemente el


comportamiento de las mujeres —explicó Wolfgang a Thamos—, y
a Da Ponte le divertirá.
—Y nosotros pensaremos en las logias. Todas actúan de modo
ritual si desean vivir la tradición iniciática.
—La mayoría de los francmasones ignoran la enseñanza de los
Antiguos, se niegan a comprender que la iniciación es masculina y
femenina. Ahora bien, desde su primer paso en el camino del
conocimiento, el Aprendiz se dirige a su matrimonio con la Sabiduría.
Y si el hermano no se une a la hermana, el templo no podría
construirse. De esta unión ritual depende el fulgor de una verdadera
espiritualidad.
—Tendremos, pues, un Venerable y una Venerable encargados de
organizar el ritual —sugirió el egipcio—. El primero será un viejo
filósofo, don Alfonso[31], que conoce los secretos; la segunda adoptará
la apariencia de una sirvienta, Despina[32]. En realidad, orienta a las
dos hermanas, Fiordiligi, «la flor de lis», encarnación de la pureza, y
Dorabella «la hermosa dorada», evocación de la diosa Hator. Juntas
forman el oro puro que será puesto a prueba con el fuego del
matrimonio alquímico.
—Al otro lado —prosiguió Wolfgang—, dos hermanos, el metálico
Ferrando y el pedregoso Guglielmo[33], que simbolizarán los
materiales necesarios para la realización de la Gran Obra. En
apariencia seis personajes; en realidad, siete, uno de los Números de
la Maestría, pues la orquesta desempeñará un papel muy importante.
Y el clarinete, voz suprema de la logia, intervendrá a menudo.

Viena, 13 de octubre de 1789

Entregado a la alegría de edificar una nueva ópera iniciática,


Wolfgang compuso dos arias para Louise Villeneuve[34].
De pronto, a Viena llegó una excelente noticia: en Belgrado, por fin
liberada, el imperio acababa de obtener una resonante victoria sobre
los turcos.
Durante toda la noche, los vieneses cantaron y bailaron por las
calles, e incluso Constance, embarazada de ocho meses, participó en
los festejos. Aclamaron al vencedor, el barón Gideon von Laudon. Con
la ayuda del vino y la cerveza, una dama de alta cuna se envolvió los
brazos y la cabeza con las enaguas, mientras la multitud desnudaba a
una joven burguesa.
La victoria, la paz, el fin de la inflación, el regreso de una vida
agradable y risueña… Viena esperaba de nuevo, y se cantó un tedeum
en la catedral de San Esteban, con la seguridad de aplastar a los
turcos.
Los francmasones no fueron los últimos en celebrar el triunfo del
emperador, y esta vez sin segundas intenciones.

Viena, Così fan tutte, primer acto, escena de la uno a la diez

—El Venerable don Alfonso convoca a Ferrando, el hombre metálico, y


a Guglielmo, el hombre mineral —dijo Thamos—. Ferrando está
enamorado de Dorabella, la hermosa dorada, y Guglielmo de
Fiordiligi, la flor de lis. A sus inflamadas declaraciones, el Venerable
responde que se expresa ex cáthedra, es decir, desde la suprema sede
donde está ritualmente instalado.
—Guglielmo y Ferrando desenvainan la espada contra el viejo
Alfonso porque éste duda de la fidelidad de sus prometidas. Es la
misma situación que en Don Giovanni, pero esta vez no hay combate
ni asesinato, pues nos encontramos en otro grado. «Soy un hombre de
paz», declara don Alfonso, «y nunca me bato en duelo salvo en la
mesa». El banquete ritual coronará la ópera, como en toda Tenida.
—El Venerable dirige el juego. Puesto que ambos hombres
presentan a sus prometidas como el fénix, el pájaro que renace de sus
cenizas y simboliza al Maestro masón regenerado, es preciso verificar
la afirmación. Al ser imprescindible la duda constructora para la
práctica de la iniciación, don Alfonso hace una apuesta solemne y
exige secreto. Ambos hermanos prestan juramento y respetarán sus
directrices. Y se anuncia el término del ritual: «¡Qué numerosos
brindis queremos hacer por el dios del amor[35]!»
—En un jardín a orillas del mar, Dorabella y Fiordiligi, sintiendo
cierto ardor, se preparan para el matrimonio. Y he aquí a don Alfonso,
que trae angustiosas noticias.
—¿Habrán muerto sus prometidos?
—No, pero apenas es algo mejor. De hecho, una «orden real» (la de
la francmasonería) los llama al combate. Temiendo un fatal desenlace,
las dos mujeres quieren morir. «Al final, la alegría», recuerda Alfonso,
y no el aniquilamiento.
—El Deber llama a los hermanos —precisó Wolfgang—. Antes de
una posible unión de los componentes alquímicos, se impone la
separación. Ferrando y Guglielmo suben a la barca de la comunidad y
se alejan. Juntos, el Venerable y ambas hermanas celebran la
plenitud de la obra futura: «Que suave sea el viento, que tranquilas
sean las olas y que cada elemento responda favorablemente a
nuestros deseos[36].»
—La materia prima es purificada —observó Thamos—. «Todo va
bien», concluye don Alfonso, burlándose de las ilusiones humanas:
¡labrar en el mar y sembrar en la arena!
—Entonces aparece la «sirvienta» Despina —intervino Wolfgang—.
No sin razón, se queja de la pesadez de su tarea y tranquiliza a las dos
hermanas, especialmente a Dorabella, presa de la desesperación.
¿Qué sus prometidos se han marchado al campo de batalla? ¡No es tan
trágico! ¿Acaso, si son hombres de valor, no regresarán cubiertos de
laureles? El uno vale tanto como el otro, porque ninguno vale nada. ¡Y
si realmente están vivos, regresarán vivos!
—No es posible describir mejor los elementos de la Gran Obra —
advirtió Thamos—. Don Alfonso se encuentra con Despina, su
homólogo femenino, y comparte el secreto mostrándole una moneda de
oro, «el jarabe que la suaviza». Ellos, los dos alquimistas, preparan la
inversión de las luces y el cambio de polaridades que nuestro buen Da
Ponte tratará como un simple cruce de parejas.
15

Viena, 1 de noviembre de 1789

E l regreso del emperador y la victoria de Belgrado devolvían a los


vieneses cierta alegría de vivir. Aprovechando el clima menos
tenso, Joseph Anton, el conde de Pergen, aprendía a dominar todos los
engranajes de la policía de la que se había convertido en el gran
patrón. Utilizaba al máximo a su sicario, Geytrand, para establecer
algunos expedientes confidenciales sobre los jefes de servicio y
recopilar los chismes utilizados.
Los informes procedentes de Francia eran muy alarmantes. Esta
vez, la Revolución atacaba a la propia persona del rey. Obligado a
residir en París con su familia, Luis XVI estaba prisionero de
implacables doctrinarios que, antes o después, suprimirían al hombre
y su función. Sólo los ingenuos creían aún en el establecimiento de
una monarquía constitucional deseada por algunos miembros de la
Asamblea Constituyente.
Algunos aristócratas abandonaban Francia para huir de la
inevitable oleada de violencia. Cuando estallara el furor
revolucionario, no respetaría a nadie, ni siquiera a sus más ardientes
partidarios. Por mucho que fueran igualitaristas y anticlericales, los
francmasones no escaparían. ¿Y cómo sería tratada la reina de
Francia, María Antonieta, la detestada austríaca? Varios consejeros
de José II tachaban a Joseph Anton de ser excesivamente pesimista.
A su entender, la tormenta remitiría. Prudente y ponderado, Luis XVI
favorecería una solución de compromiso y los revolucionarios
comprenderían que no debían superarse ciertos límites.
—Mozart compone una nueva ópera encargada por el emperador
—reveló Geytrand—. Da Ponte escribe el libreto. Se trata de una
comedia banal que divertirá a los vieneses.
—¡Viniendo de un Maestro masón de su envergadura, me
extrañaría! —masculló Anton—. Por tercera vez, utiliza a Da Ponte
para ocultar mejor sus verdaderas intenciones. Nos revelará el
destino iniciático del Compañero don Juan y abordará el mundo de la
Maestría como nadie lo ha hecho antes. Además, Mozart resiste
nuestros ataques jurídicos y financieros. ¿Habrá comprendido que se
originan en uno de sus hermanos?
—No lo creo, señor conde. Según nuestro mejor confidente,
Hoffmann, la francmasonería vienesa levanta de nuevo la cabeza.
Incluso estaría pensando en despertar algunas logias.
—Probablemente es idea de Mozart y de su facción. Si supera los
límites, acabaré con él.

Viena, Così fan tutte, primer acto, escenas de la once a la dieciséis

—Don Alfonso y Despina presentan a ambas muchachas a sus


prometidos, tan bien disfrazados de albaneses que no los reconocen[37]
—explicó Wolfgang—. Como los mejores amigos del viejo filósofo,
declaran de inmediato su amor a las dos hermanas, profundamente
sorprendidas.
—Fiordiligi permanece inquebrantable como una roca —indicó
Thamos—. Puesto que posee la pureza de la llama alquímica, resiste
vientos y tempestades. Sólo la muerte podría modificar su corazón.
—La situación parece encallada, pero el Venerable don Alfonso y
su paredro Despina no lo entienden así. El ritual debe celebrarse, más
allá del mundo de los sentimientos. Ambas hermanas perciben, por lo
demás, la importancia de las pruebas que van a sufrir.
—Guglielmo y Ferrando están dispuestos a sacrificarse si las
muchachas los rechazan —dijo Thamos—. Beben, pues, veneno y se
derrumban. Don Alfonso llama a un médico capaz de hablar en todas
las lenguas, que es Despina disfrazada. Utilizando la famosa piedra
del hermano Mesmer, que contribuyó a su despertar iniciático, los
libera de la muerte.
—Muy pronto —anunció Wolfgang—, el fuego de la cólera que
alimentaba el corazón de ambas hermanas se transformará en amor.
¿Acaso no descubrirán a dos seres semejantes y distintos a la vez, en
el interior del crisol alquímico que es la logia de los Maestros?

Viena, 16 de noviembre de 1789

Wolfgang confió en uno de sus ilustres hermanos, el doctor Johann


Hunczowsky, cirujano y profesor de ginecología en el hospital de
Viena, para el parto de Constance. Una preciosa niña, Anna-Maria,
vio la luz.
Pero el músico no fue autorizado a besarla.
—¿Qué ocurre? —preguntó, angustiado, a la comadrona.
—No os preocupéis, el doctor Hunczowsky es el mejor especialista
de Viena.
—Decidme al menos…
—Sed paciente.
Una hora después del nacimiento, el facultativo salió de la
habitación con gesto contrariado.
—Lo siento, hermano Mozart. Vuestra hija ha muerto.
—¿Qué ha muerto?…
—La fatalidad.
—¿La fatalidad? ¿Cómo os atrevéis, vos, un especialista, a
pronunciar esa palabra? ¿No habréis cometido un grave error?
—¡No os permito que…!
—Esfumaos.
—Hermano, yo…
—Ya no sois mi hermano. Mi hija ha muerto por vuestra
incompetencia.
Furioso, Hunczowsky salió del apartamento dando un portazo.
Wolfgang corrió a consolar a su esposa, anegada en llanto. Destrozado
por aquel abominable error médico, el compositor tuvo sin embargo
que confortar al pequeño Karl Thomas e incluso al perro Gaukerl, que
estaba tan triste como sus dueños.
Una deliciosa niña que sólo había vivido una hora, un solo hijo
había sobrevivido de cinco… El destino no respetaba a la pareja, más
unida aún tras cada prueba.
Anna-Maria fue enterrada al día siguiente.
Ni Wolfgang ni Constance albergaron un sentimiento de rebeldía.
¿Para qué? La voluntad del más allá se cumplía, era preciso aceptarla
y comprenderla.
16

Viena, Così fan tutte, segundo acto, escenas de la uno a la trece

G racias a una cadena de unión de especial intensidad, Wolfgang


encontró fuerzas para trabajar; incluso sonrió ante las bromas
que el abate Lorenzo da Ponte sembraba en un libreto que a él le
parecía picante.
—A comienzos del segundo acto —dijo Thamos—, la directora del
juego, Despina, recuerda a ambas hermanas que están en la tierra, no
en el cielo, y que deben conceder su atención a los enamorados que
han tenido el valor de morir por ellas. ¿Cómo disipar su inquietud?
Afirmando que los dos hombres cortejan a Despina, como una reina en
su trono.
—Las hermanas aceptan recibirlos. Por medio de la gravedad de la
música, haré que se perciba el carácter temible del momento en el que
las parejas van a cruzarse. Guglielmo, el hombre de la piedra, seduce
a Dorabella, la hermosa dorada, e introduce un corazón en el
medallón de la joven, en vez del retrato de su prometido. Se forma así
el lado pequeño de la Divina Proporción. El grado mayor lo
compondrán el hombre de metal, Ferrando, y Fiordiligi, la flor de lis,
que acepta su amor a costa del remordimiento y el arrepentimiento,
implorando a su verdadero prometido que le perdone esa traición.
Mortificados, los dos tentadores lo aceptan: don Alfonso ha ganado su
apuesta. La fidelidad no existe, los sentimientos no duran, los seres
son intercambiables.
—¡No concluyáis demasiado pronto! —intervino Thamos—. La paz
de antaño podrá reconquistarse si Guglielmo y Ferrando respetan su
juramento y siguen obedeciéndolo.
—Fiordiligi decide reunirse con su verdadero prometido e intenta
convencer a su hermana de que haga lo mismo. Ordena a Despina que
le entregue dos sombreros y dos espadas, equipamiento ritual del
Maestro masón. Fiordiligi y Dorabella adoptarán el vestido de sus
respectivos prometidos y, convertidos en hombres y oficiales,
combatirán a su lado.
—Imitarán así a Isis, capaz de transformarse en varón para
resucitar a Osiris, pero su proyecto no se realiza, pues no ha llegado
aún el momento de abordar ese Gran Misterio. Invocando la ayuda de
los dioses, la flor de lis, pureza de la obra alquímica, concede a
Ferrando la posibilidad de hacer con ella lo que desee, tras haberla
obligado a elegir entre su amor y su muerte.
—¡Ferrando y Guglielmo están furiosos! ¿Fiordiligi? ¡Una flor del
diablo! Don Alfonso les ofrece una solución para castigar a los infieles:
¡casarse con ellos! Y los enamorados exclaman que preferirían unirse
a la barca de Caronte, el batelero de los muertos, a la gruta de
Vulcano y a la puerta del infierno.
—Etapas obligadas de la iniciación, en efecto. De lo contrario,
afirma don Alfonso, Guglielmo y Ferrando permanecerán
eternamente solteros y no accederán al misterio supremo.
—¿Por qué los dos enamorados no pueden buscar en otra parte? —
preguntó Wolfgang—. Porque, como se declaran seres rituales, se
sienten indisolublemente vinculados a las dos muchachas que, juntas,
forman la pureza del oro.
—En todo es preciso el amor a la Sabiduría, el pilar de los
Maestros, indica el Venerable. Ella arreglará la situación. Eso hacen
todas las logias verdaderas, ¿no es cierto?
—Pensemos en una boda entre las dos nuevas parejas, que des
canse sobre la seducción, la ilusión y la inversión. ¿Desembocará esta
unión en el descubrimiento del oro alquímico y de la piedra filosofal?
Viena, 25 de noviembre de 1789

Durante las Tenidas secretas que se celebraban en casa de la condesa


Thun, ésta aportó su contribución al ritual de Così fan tutte. Fiordiligi
y Dorabella no eran unas profanas, sino hermanas cuyo papel en la
elaboración de la Gran Obra alquímica se ponía al fin de manifiesto.
La construcción de un ritual de iniciación que correspondiera al
Número principal de la mujer, el Siete, proseguía a partir de los
documentos proporcionados por Thamos e Ignaz von Born. Uno y otro
sabían que habría un futuro para Così fan tutte y que Mozart tenía la
capacidad de llevar a cabo una verdadera revolución masónica por
medio de su música y un libreto apropiado.
—El príncipe Karl von Lichnowsky y mi hija Christine van a
casarse —le anunció la condesa a Wolfgang—. ¿No deberíamos
admitirlo entre nosotros?
—Thamos desconfía de él, y a mí no me gustó su comportamiento
durante nuestro viaje por Alemania. Para seros del todo sincero,
hermana, no creo en su compromiso iniciático. Espero, sin embargo,
que vuestra hija sea feliz a su lado.
Wolfgang no se hizo eco de los rumores referentes a la agitada
existencia de Karl von Lichnowsky, cuya fidelidad no parecía su
principal virtud.
La condesa, decepcionada y turbada, no insistió.

Aviñón, 3 de diciembre de 1789

A pesar de los peligros de semejante desplazamiento y de las


advertencias de sus hermanos vieneses, Thamos había respondido a la
llamada de dom Pernety acudiendo al Thabor, el dominio donde
trabajaba, con algunos discípulos, en la realización de la Gran Obra.
Obedeciendo la Santa Palabra que le había ordenado abandonar
Berlín para ir a Aviñón, el erudito reinaba sobre una pequeña
cofradía de iluminados, procedentes de Alemania, Inglaterra y
Polonia. Con setenta y tres años de edad, el autor de las Fábulas
egipcias y del Diccionario mito-hermético parecía desalentado.
—Gracias por haber venido —le dijo al egipcio, a quien
consideraba un Superior desconocido—, pero es demasiado tarde.
Deseaba proseguir mis investigaciones al abrigo del mundo profano y
me he equivocado gravemente. ¿Por qué la Santa Palabra no me
advirtió que la Revolución nacida en París lo barrería todo? Hace dos
años, éramos un centenar y celebrábamos los ritos del recto camino y
del verdadero masón, consagrándonos a la alquimia. Luego llegaron el
miedo, el cisma, los enfrentamientos… Esperaba preservar, por lo
menos, un pequeño núcleo. ¡Pero las autoridades prohíben cualquier
reunión!
—Puesto que no militáis en favor de la Revolución —estimó
Thamos—, la combatís.
—¡Me importan un bledo la política y el poder!
—Pero ellos se interesan por vos y quieren ciudadanos uniformes,
esclavos de una doctrina intangible.
—¿Qué será de este mundo si esta locura triunfa?
—En Viena, un Gran Mago llamado Mozart construye un templo
que sobrevivirá al horror y a las matanzas. El ideal iniciático no
morirá.
—Os confío el resultado de mis investigaciones alquímicas. Yo soy
demasiado viejo para luchar y partir de nuevo a la aventura. Tal vez
la Santa Palabra me guíe de nuevo.
Mientras el anciano, abandonado por sus fieles, se retiraba a su
capilla[38], el egipcio se puso en camino hacia Viena, llevando consigo
un grueso manuscrito que haría leer a Mozart.
17

Viena, 10 de diciembre de 1789

T ras haber compuesto doce minuetos[39] y doce danzas alemanas[40]


destinadas a los bailes del Reducto, Wolfgang escribió una
entusiasta contradanza para orquesta, en el alegre tono de do mayor,
para celebrar las victorias del feld-maréchal del imperio, el duque de
Sajonia-Coburgo[41]. Gracias a sus vigorosas intervenciones, la
amenaza turca se alejaba. Los otomanos comenzaban a comprender
que se habían topado con alguien demasiado fuerte y tal vez no
conseguirían conquistar Europa.
—El emperador aprecia mucho vuestra última obra —reveló el
barón Van Swieten a Mozart.
—¡Sólo soy un modesto guerrero!
—Vuestro apoyo público a la acción de José II se derrama sobre la
francmasonería vienesa. Ahora tengo la convicción de que el nuevo
ministro de la Policía, el conde de Pergen, era el patrón del servicio
secreto que tanto mal ha hecho a las logias, cuya desaparición desea.
Dada vuestra actitud, el emperador le recomienda moderación. ¿Acaso
la francmasonería no es una indefectible aliada de José II?
Gottfried Van Swieten, jefe de la censura, evitaba muchos
problemas a sus hermanos.

Viena, Così fan tutte, segundo acto, escenas de la catorce a la última


—Lorenzo da Ponte está encantado —le dijo Wolfgang a Thamos—.
Esta historia de parejas manipuladas, de albaneses disfrazados y de
inversiones amorosas le divierte sobremanera. A su entender, al
público vienés le complacerá mucho.
—Volvamos a nuestro ritual: he aquí la logia preparada para el
matrimonio alquímico. La Venerable Despina ordena que se
enciendan las luces y se inicien los trabajos. Compuesto por hermanas
y hermanos, el coro se instala en su justo lugar. La abundancia reina
en la mesa del banquete.
—Aparecen nuestras dos «nuevas» parejas, decididas a celebrar la
obra de la querida Despina, el cruce de los matrimonios.
—Henos aquí llegados al punto crucial de la ópera y de la
inversión de las luces —precisó Thamos—. Lo humano va a degustar
lo divino, lo divino a iluminar provisionalmente lo humano.
Simbolizando el período transitorio en el que las energías se
intercambian sin confundirse, ¿las dos falsas parejas comulgarán
realmente durante el banquete?
—Aquí se sitúa el brindis —decidió Wolfgang—, la invocación de
Fiordiligi, la pureza de la Obra: «Y en tu copa, en la mía, que se
ahogue cualquier pensamiento, y que en nuestros corazones no
subsista recuerdo alguno del pasado». Siguen a su voz las de
Dorabella y Ferrando. Guglielmo, en cambio, espera un brebaje
mortal o, más exactamente, transmutador, como la copa de amargura
que bebe el postulante durante la iniciación.
—Disfrazado de notario, tras haberlo estado de médico, Despina
aporta el contrato nupcial. ¿Lo transitorio y el mundo invertido se
convertirán en definitivos?
—No, pues el Venerable guarda el documento. Y entonces se oye el
redoble de un tambor que anuncia el regreso de los verdaderos
prometidos. Las hermanas, aterradas, suplican a sus futuros esposos
albaneses que desaparezcan. No los aman a ellos, sino a los dos héroes
que regresan de la guerra. «¿Quién va a salvamos del peligro?», se
preguntan, desamparadas.
—«Confiad en mí», recomienda don Alfonso, «todo irá bien».
—Librándose de sus ropas orientales, Guglielmo y Ferrando
entran orgullosamente en la sala del banquete y fingen descubrir los
preparativos de la boda, especialmente el contrato firmado por las
infieles. Sólo un castigo es posible: ¡la muerte!
—Fiordiligi y Dorabella la aceptan y desean, incluso, que la espada
ritual les atraviese de inmediato el corazón.
—¡Todo se desvela entonces! Ferrando y Guglielmo reconocen que
se han disfrazado para seducir a las dos muchachas, asediando el uno
a la prometida del otro y recíprocamente. Despina revela su papel y
don Alfonso proporciona la clave de un drama próximo a la tragedia:
el engaño ha desengañado a vuestros amantes. En adelante, serán
más prudentes y cumplirán mi voluntad.
—Todos juntos —añadió Thamos— cierran los trabajos de la logia,
proclamando: «Feliz aquel que se lo toma todo por el lado bueno, y en
los reveses de la fortuna y las desventuras se deja guiar por la razón.
Lo que suele hacer llorar a otro es, para él, ocasión de risa. Entre los
tormentos encontrará la serenidad.»
—Ese «lado bueno» es el de la Divina Proporción. La Maestría sólo
se obtiene a condición de invertir las luces, de descubrir la claridad en
el corazón de las tinieblas y orientarse hacia el matrimonio alquímico.
Yendo a mirar del otro lado, los cuatro miembros que forman las dos
parejas han tomado conciencia de su realidad oculta. Antes de esta
prueba de terrible rigor, se limitaban a una simple pasión y a una
felicidad ordinaria. Tras haber rozado el desastre y atravesado la
muerte alquímica dirigidos por el Venerable Alfonso y su homólogo
Despina, ambas parejas alcanzan la verdad del auténtico amor, dicho
de otro modo, la Gran Obra[42].
—Los metales de Ferrando y los minerales de Guglielmo se han
ofrecido al oro puro, unión de Fiordiligi y Dorabella. Describirás así,
sin revelarlo, uno de los misterios de la Cámara del Medio. Ojalá
nuestros hermanos y hermanas perciban el horizonte que tú les abres.

El 22 de diciembre, cuando Mozart daba el último toque a Così fan


tutte, su hermano Anton Stadler estrenaba el Quinteto para
clarinete[43] en un concierto de la Sociedad de Músicos al que asistía
Thamos. Indisociable de la luz de la ópera, esta obra demostraba el
grado de elevación iniciática al que había llegado el Gran Mago. Con
su trilogía ritual formada por Las bodas de Fígaro, Don Giovanni y
Così fan tutte, Mozart ilustraba de un modo extraordinario el camino
que lleva del Aprendizaje a la Maestría, pasando por el
Compañerismo.
Pero su capacidad de formulación no se detenía ahí, pues su
pensamiento superaba el marco de la francmasonería vienesa. Ahora
podía lanzarse hacia otra concepción de la iniciación, hacia la cofradía
de los sacerdotes y las sacerdotisas del sol.
18

Viena, 22 de diciembre de 1789

S eguro de recibir, cuando se estrenara Così fan tutte, la cantidad


prometida por el emperador y de ser pagado por el rey de Prusia
cuando entregara cuartetos y sonatas, Wolfgang pidió a su hermano
Puchberg que le prestara cuatrocientos florines que le serian
devueltos casi de inmediato. El músico tenía que pagar a
farmacéuticos y médicos, incluso al ginecólogo y francmasón
Hunczowsky, ¡aquel lamentable especialista!
Invitado, en compañía de Joseph Haydn y Thamos, al primer
ensayo de la nueva ópera en casa de Mozart, Puchberg le llevó
trescientos florines. Aunque prefiriese una música más ligera, el
comerciante apreció la belleza de las arias.
—Hermano —le dijo Haydn a su joven colega—, alcanzáis una
perfección que no puede describir palabra alguna.
—Desgraciadamente —deploró Wolfgang—. Salieri no deja de
intrigar para impedir la representación de Così.
—Fracasará —aseguró el egipcio—, pues no puede enfrentarse a la
voluntad del emperador. De modo que se limita a perfidias y chismes.
—No lo subestiméis —le aconsejé Haydn—. Dispone de poderes
reales, y su maldad parece no tener límites.
—No desdeño la capacidad que Salieri tiene de hacer daño, pero
gracias a Da Ponte y a algunos hermanos influyentes, Così fan tutte se
estrenará, efectivamente, en Viena.
Viena, 15 de enero de 1790

El conde Rosenberg, intendente de los espectáculos, tenía su aspecto


de los días malos, muy parecido al de los buenos.
—¿Y ahora qué queréis, Da Ponte?
—Fijar la fecha definitiva para la representación de Così fan tutte.
Se ha repuesto Las bodas de Fígaro, y la nueva ópera de Mozart
divertirá mucho a los vieneses.
—¿Esta vez no hay crítica a la nobleza?
—¡Claro que no! Es una historia divertida, con parejas que se
intercambian y…
—¿Se respeta la moral?
—Del todo, y la amable farsa concluye a mayor gloria del
matrimonio y las buenas costumbres.
—Mejor así, mejor así… Lamentablemente, el emperador desea
suprimir la Ópera italiana en Viena.
—Mis amigos compositores convencerán a su majestad de que eso
sena un lamentable error.
—¿Os encargaréis vos de esta gestión, sin implicarme a mí en
modo alguno?
—Yo me encargo, señor conde.

Viena, 21 de enero de 1790

Tras haber esbozado el sombrío inicio de un cuarteto en sol menor[44].


Wolfgang recibió cien florines de su hermano Puchberg, al que había
invitado al teatro en compañía de Joseph Haydn para asistir al
primer ensayo instrumental de Così.
Los colores de la orquesta mozartiana encantaron a ambos
oyentes, y Haydn quedó pasmado ante aquella ciencia y aquella
maestría expresadas con tanta facilidad que hacían olvidar la
complejidad de la arquitectura.
—Sólo fui Aprendiz francmasón en una sola Tenida —recordó—,
pero puedo ver perfectamente que esa absurda historia, repleta de
cosas inverosímiles que casi no se advierten gracias a la pureza de la
música, oculta una andadura iniciática. Habéis escrito la ópera de los
Números sagrados, ¿no es cierto?
Wolfgang se limitó a sonreír.

Viena, 26 de enero de 1790

Al día siguiente, Mozart cumpliría treinta y cuatro años. Y esa noche,


en el Burgtheater de Viena, se estrenaba el Così fan tutte, ossia: la
scuola degli amanti. «Así hacen todas, o: la escuela de los
amantes[45]», una ópera bufa que le valió novecientos florines, suma
especialmente bienvenida en esos tiempos difíciles. El compositor
tenía la seguridad de que la ópera volvería a representarse, por lo
menos, el 28 y el 30 de enero.
Descontento con la mayoría de los intérpretes, a quienes
consideraba mediocres y muy alejados de la verdad profunda de los
papeles, Wolfgang pasó una velada difícil. Exigente y perfeccionista,
le costó soportar los errores de unos músicos que cojeaban.
El público no se divirtió tanto como Da Ponte esperaba. Thamos,
en cambio, se vio transportado a un universo tan bello que lo dejó sin
aliento. Tras la violencia de Don Giovanni, Così fan tutte era
traslúcida y etérea, y mezclaba lo sublime con el humor, con lo trágico
incluso, con una incomparable elegancia del alma. Si los
francmasones comprendían la necesidad de aquel ritual para
descubrir la Gran Obra, entonces sus logias se mostrarían menos
indignas que las del Antiguo Egipto.
—Mozart ha sido dotado por la naturaleza de un ingenio musical
superior, tal vez, a todos los compositores del mundo pasado, presente
y futuro —murmuró Lorenzo da Ponte al oído de Thamos—. Gracias a
mí, ha florecido realmente en Viena.
El egipcio no respondió, dejando que cobrara vida en él la luz de
aquella música de otro mundo, el del crisol alquímico donde las
fuerzas de creación se intercambiaban para convertirse, plenamente,
en ellas mismas.

Viena, 30 de enero de 1790

—Curiosa gestión por parte del barón Gottfried Van Swieten —le dijo
Joseph Anton a Geytrand—. Solicita al emperador que conceda a
Mozart un cargo mejor en la corte, o vicemaestro de capilla o profesor
de música de la familia imperial. Es un comportamiento sospechoso,
por parte del jefe de la censura, que no debería ignorar la pertenencia
masónica de Mozart.
—Van Swieten no pertenece a ninguna logia vienesa —repuso
Geytrand.
—Al apoyar de este modo a Mozart, demuestra su simpatía por la
francmasonería.
—¡Y sin embargo no deja de criticarla!
—Un traidor taimado, ¡tal vez eso es lo que es el barón Van
Swieten! Pero hay que probarlo. Mientras, he recomendado prudencia
al emperador, que no tiene intención de conceder a Mozart un
ascenso. Su Così fan tutte ha recibido una acogida mediocre y pronto
desaparecerá del cartel. En opinión general, tendría que limitarse a
hacer música de danza y renunciar a la ópera.
—¿Acaso no es la vuestra, señor conde?
—Così fan tutte es una obra sublime, la más abstracta de Mozart y
la más cercana a lo invisible. Sus personajes no son humanos, sino
símbolos al servicio del misterio que revelan don Alfonso y Despina, el
de la conciliación de los contrarios. Ningún maestro masón había ido
tan lejos en el proceso de creación. Y no se detendrá aquí.

Viena, 4 de febrero de 1790


—Debo regresar a Esterháza —dijo Joseph Haydn a Mozart—, pues la
temporada de ópera comenzará muy pronto, en presencia del príncipe
Nicolaus Esterházy.
—¿Sabéis quién es el Maestro de ceremonias de mi logia?
Haydn suspiró.
—He vuelto definitivamente la página de la francmasonería.
Siempre seréis mi hermano, Mozart, pero no tengo la posibilidad de
hacer constantemente el trayecto entre Esterháza y Viena, y no siento
deseos de recorrer el camino de la iniciación.
—Me hubiera gustado volver a veros en las columnas —reconoció
Wolfgang—, pero respeto vuestra decisión. Mi admiración y mi
amistad por vos siguen siendo las mismas.
—Esas palabras me conmueven profundamente. A veces me
pregunto si la francmasonería no será un marco demasiado estrecho
para vos.
—¡Me da tantas cosas!
—¡Muchas más le dais vos! Tengo la impresión de que hay
personas muy mediocres entre los francmasones.
—Los iniciados son a menudo decepcionantes —admitió Wolfgang
—. La iniciación nunca lo es.
Ambos músicos se dieron el abrazo fraterno.
19

Viena, 5 de febrero de 1790

E l conde Johann Esterházy, chambelán imperial y real, presidía


los trabajos de la logia La Esperanza Coronada, que celebraba la
iniciación de un intelectual de veintinueve años, Karl Ludwig
Giesecke. Nacido en Augsburgo, había estudiado derecho en Gotinga
antes de que su camino se cruzara con el de Emmanuel Schikaneder,
para quien escribía adaptaciones teatrales. Apasionado de la
mineralogía, soñaba con escribir un libreto de ópera e, incluso, con
subir al escenario.
Había doscientos hermanos inscritos, pero sólo treinta presentes.
El Venerable se hallaba en el Oriente.
Tras él, un cuadro en el que figuraban un sol, el sello de Salomón y
un arco iris que iluminaba el mar.
El local, de techo muy alto, estaba iluminado por una gran araña,
candelabros y velas.
Entre las figuras decorativas, el dios Hermes, heredero de Thot,
maestro de las ciencias secretas.
Mozart miraba fijamente las dos grandes piedras dispuestas a uno
y otro lado de los tres peldaños que llevaban al Oriente. La primera,
en bruto, encarnaba las potencias del iniciado y la materia prima de
la Gran Obra alquímica; la segunda, de forma cúbica, simbolizaba el
universo en armonía y contenía las justas proporciones que presidían
el nacimiento de toda vida.
Participar en una iniciación era siempre un momento de
extraordinaria intensidad. Un individuo mortal y limitado se
convertía en un hermano y se integraba en la cadena de oro de los
iniciados, modelada desde el nacimiento de la Luz.
Al salir del ritual, Mozart y Giesecke simpatizaron.
—Schikaneder me recomendó que entrara en la francmasonería —
reconoció el nuevo Aprendiz.
—¿Por qué no está entre nosotros?
—Al parecer, en mayo del año pasado fue excluido de su logia de
Ratisbona[46]1) a causa de su mala conducta. No sé nada más, ¿pero
cómo reprochárselo a ese hombre maravilloso, a veces demasiado
truculento y expansivo? ¡Por mi parte, estoy encantado de conoceros!
El conde Canal, recién llegado de Praga, llevó aparte a Mozart.
—El Venerable Ignaz von Born organiza, el día 14, una Tenida de
urgencia. En ella debatiremos nuestro porvenir y los futuros rituales.
Vuestra presencia es indispensable.

Viena, 11 de febrero de 1790

Mientras dos nuevas representaciones de Così fan tutte, el día 7 y esa


misma noche, no habían suscitado el entusiasmo de los vieneses,
Wolfgang se disponía a partir hacia Praga. Thamos le hizo una visita.
—Será mejor anular el viaje —recomendó el egipcio—. Van
Swieten ha oído hablar de una vasta operación policial, aunque
desconoce los detalles.
—Tal vez no afecte a los francmasones praguenses.
—No debes correr ningún riesgo. El ministro de la Policía, el conde
de Pergen, no tiene fama de bromista. Y el emperador le ha dado
plenos poderes. Hoy, todo pensamiento debe ser controlado. De modo
que los secretos de los francmasones les parecen intolerables a las
autoridades políticas y religiosas. Yo iré a Praga y evaluaré la
magnitud del peligro.
Praga, 14 de febrero de 1790

Unos policías vestidos de civil montaban guardia ante el local de la


logia La Verdad y la Unión. Thamos observaba sus idas y venidas a
considerable distancia.
Cuando vio aparecer a un hombre alto, más bien feo, de rostro fofo
y ojos glaucos, pensó en la descripción que de su patrón había hecho
uno de los sayones encargados de seguir a Ignaz von Born.
El egipcio fue a casa del conde Canal: ¡el domicilio estaba vigilado!
Sólo podía dirigirse al punto de contacto previsto para casos de
urgencia, un pequeño edificio de la ciudad vieja ocupado antaño por
unos alquimistas.
El conde Canal lo aguardaba allí.
—Es un desastre —advirtió—. A las órdenes de un tal Geytrand,
sicario del jefe de la Policía, una brigada especial la ha emprendido
con nosotros.
El egipcio describió al hombre al que acababa de divisar en la
entrada de la logia.
—Sí, ése es Geytrand, nuestro verdugo.
—Pergen y él son las dos criaturas de las sombras que atacan a la
francmasonería desde hace años —dijo Thamos.
—Ha puesto bajo vigilancia a varios hermanos y, en nombre de la
seguridad del Estado, ha registrado la logia y sus anexos.
—¿Podía encontrar algo comprometedor?
—En principio, nada. Lamentablemente, uno de nuestros
hermanos ha cometido una grave falta olvidando documentos que no
deberían haber estado en nuestros locales. Me refiero a listas de
masones, entre ellas, la de los adeptos de nuestra logia secreta.
El egipcio no creía lo que estaba oyendo.
—Un estúpido reflejo administrativo —lamentó el conde—, pero el
mal ya está hecho.
—¿Todos los nombres figuran en la lista?
—Los de los hermanos visitantes, como Ignaz von Born, Mozart y
vos mismo, no; están en otra lista que el imprudente, aterrorizado,
acaba de entregarme.
Thamos la leyó y la hizo mil pedazos, que arrojó al suelo.
—Intentaré interceptar a Geytrand. Si entrega esos documentos al
jefe de la Policía y el emperador tiene conocimiento de ellos, las
consecuencias serán desastrosas.
A la primera ojeada, Thamos había percibido lo nocivo que era
Geytrand. Aquel depredador era insaciable y temible.
Ante el local de la logia La Verdad y la Unión no había ni un solo
policía de civil. El egipcio preguntó al hermano sirviente, encargado
de la limpieza.
—¿Cuánto hace que se han marchado?
—Más de una hora.
—¿Cuántos eran?
—Una decena.
Geytrand no corría riesgo alguno. Aunque lo alcanzara en el
camino de Viena, Thamos no podría con semejante escolta.
20

Viena, 17 de febrero de 1790

A pasionante —reconoció Joseph Anton al descubrir la lista que le


proporcionaba Geytrand—. De modo que existe, por lo menos,
una logia secreta en Praga. Forman parte de ella notorios iluminados,
el conde Canal, varios altos funcionarios y una buena cantidad de
íntimos y amigos de Mozart. Lamentablemente, faltan Mozart y Von
Born.
De pronto, el rostro de Anton se crispó.
—El número 14 lo ocupa un nombre sorprendente: ¡el del jefe de la
censura, el barón Gottfried Van Swieten!

Viena, 18 de febrero de 1790

Pese a su extremada debilidad, el emperador José II recibió al barón


Van Swieten.
—Lo sé todo.
—Majestad…
—No me interrumpáis. Tan cerca de reunirme con el Creador, debo
medir bien las cosas. A pesar de vuestra pertenencia masónica,
cuidadosamente mantenida en secreto, me habéis servido fielmente, y
estoy satisfecho de vuestra eficacia. Sin duda no todo es malo en la
francmasonería, que seguirá siendo para mí un enigma.
Naturalmente, dejaréis de encargaros de la censura. Seguid
embelleciendo la Biblioteca Imperial, una de las joyas de nuestra
hermosa ciudad. Estáis, en primer lugar, al servicio del imperio,
barón Van Swieten. No lo olvidéis nunca.

Viena, 18 de febrero de 1790

La fría cólera de Joseph Anton asustó a Geytrand. En ese momento, lo


sintió capaz de matar.
—¡Van Swieten ha salvado su cabeza! Niega, habla de documento
falso y de acusación mentirosa destinada a acabar con su carrera. ¡Y
el emperador lo cree!
—La enfermedad le turba el espíritu, señor conde. Sin embargo, os
ha confiado la censura. El barón está ahora atado de pies y manos.
Puesto que es ineluctablemente un fatal desenlace, ¿quién sucederá a
José II?
—Su hermano Leopoldo.
—¿Es acaso favorable a la francmasonería?
—Como gran duque de la Toscana, suprimió la Inquisición y temo
de él cierto liberalismo. Pero detesta la Revolución francesa y a sus
ideólogos. Le proporcionaré los expedientes que demuestran que la
francmasonería vienesa constituye un peligro real.

Viena, 19 de febrero de 1790

Considerando seguro el lugar, Thamos invitó a Van Swieten a entrar


en la posada donde lo aguardaba Mozart. Los tres hermanos pidieron
cerveza fuerte.
—Ya no seré de utilidad a la francmasonería —deploró el barón—.
El ministro de la Policía hará que me vigilen permanentemente y no
me permitirá dar ningún paso en falso. Haber salvado la cabeza es
una especie de milagro.
—Seguid haciendo encargos musicales a Mozart —aconsejó
Thamos—. Una ruptura brusca de vuestras relaciones profesionales y
amistosas demostraría que os sentís culpable.
—De acuerdo —accedió Van Swieten—. Pero es imposible hacer
nada más.

Viena, 20 de febrero de 1790

Wolfgang llevó una jarra de cerveza a su hermano Puchberg y le pidió


prestados veinticinco florines para asumir algunos gastos urgentes.
Justo antes de cenar, Thamos le dio la noticia:
—José II ha muerto esta mañana, a las cinco y media. El luto
oficial impone que los teatros se cierren hasta el 12 de abril.
—Così fan tutte está así condenada al fracaso —deploró el
compositor.
—Da Ponte propondrá una reposición.
—¡Sus posibilidades son ínfimas!
—José II no comprendió la importancia del pensamiento iniciático
que podría haber salvado Europa del desastre. Y su sucesor, Leopoldo
II, no me inspira demasiada confianza.
—¿Acaso es hostil a la francmasonería?
—Eso me temo.

Viena, 13 de marzo de 1790

Leopoldo II, hermano de María Antonieta, llegó a Viena con las ideas
muy claras. Consideraba catastrófico el balance de su predecesor José
II, incapaz de obtener una victoria decisiva sobre los turcos y culpable
de haber iniciado aquella guerra interminable y ruinosa.
Sólo una hábil negociación pondría fin a ella, e importaban muy
poco los sentimientos guerreros de algunos generales ávidos de
batallas.
Otro problema grave era la voluntad de independencia de los
países Bajos austríacos. También ahí, la intervención militar se había
revelado desastrosa. La única solución era renunciar al uso de la
fuerza.
Ahora se le añadía el caso de Hungría, agitada por ideas
revolucionarias que Prusia alentaba para debilitar a Austria.
Leopoldo II no intervendría de modo brutal y preferiría la diplomacia.
Quedaba lo peor, la Revolución francesa, que amenazaba todos los
tronos europeos. Ahí no era posible negociación alguna. El imperio
debía aguantar, gracias al ejército y a la policía.
De modo que Joseph Anton, conde de Pergen, fue uno de los
primeros interlocutores del nuevo emperador.
—El orden reina, majestad, y trabajaré día y noche para
mantenerlo.
—No me ocultéis nada sobre los peligros interiores.
—Sólo hay uno: la francmasonería, actualmente bajo control. Por
poco que se desborde, intervendré.
—¿Acaso las logias vienesas apoyan a los fanáticos franceses?
—No se arriesgarían a eso, majestad, pero algunos hermanos
defienden, más o menos secretamente, ideas subversivas, como el
músico Mozart.
—¿Ocupa un puesto en la corte?
—Muy menor, puesto que se encarga de componer danzas para los
bailes del Reducto.
—Los francmasones deben mantenerse tranquilos —ordenó
Leopoldo II—, de lo contrario, arrancad las malas hierbas.
21

Viena, 15 de marzo de 1790

D urante una Tenida de la logia La Esperanza Coronada, un


francmasón italiano comunicó a sus hermanos algunas
informaciones que los dejaron consternados. Detenido por la
Inquisición en Roma, donde intentaba implantar su rito egipcio,
Cagliostro había sido acusado de magia, de necromancia y de
pertenencia a la francmasonería. Frente a los jueces del tribunal del
Santo Oficio, se había lanzado a hacer una serie de rimbombantes
confesiones.
Según él, los francmasones de la Estricta Observancia templaría y
sus aliados querían derribar todos los tronos y, en primer lugar, el del
rey de Francia. Luego la emprenderían con Italia e, incluso, con el
papa. Beneficiándose de las cotizaciones de 1.800.000 hermanos, la
francmasonería, riquísima, tenía medios para dominar Europa.
—Estas fábulas provocarán una represión muy dura —profetizó
Thamos—. En adelante, los regímenes instituidos desconfiarán de las
logias, y algunos las perseguirán. Al ceder a la grandilocuencia,
Cagliostro nos ha hecho un daño terrible.
—Hagamos saber a Leopoldo II que no aprobamos en absoluto la
Revolución francesa —dijo Mozart—, y que somos sus fieles súbditos.
El traidor Hoffmann comunicaría esas palabras a Geytrand.
Decepcionado, éste habría preferido escuchar un ardiente discurso
contra el emperador que hubiese acarreado la condena del músico.
Viena, 29 de marzo de 1790

La situación mejoraba.
Puchberg, al que Mozart había enviado una biografía de Haendel
para que tomase conciencia de la importancia del genio, le prestaba
ciento cincuenta florines. ¡De nuevo, deudas y más deudas!
Wolfgang se sentía, otra vez, en el umbral del equilibrio, con una
nueva esperanza: según Gottfried Van Swieten, absuelto de cualquier
sospecha, Leopoldo II tal vez le ofreciera una mejor situación en la
corte, a saber, un puesto de segundo maestro de capilla.

Viena, 2 de abril de 1790

Joseph Anton estaba atónito.


Según las informaciones proporcionadas por el hermano Hoffmann
y los espías del arzobispo de Viena, la francmasonería vienesa renacía
de sus cenizas.
La logia San José, donde militaba Joseph Lange, el cuñado de
Mozart, «volvía a encender las luces». Se formaba también la logia
Amor y Verdad, que proclamaba su vinculación a Leopoldo II,
invocaba su alta protección y prometía luchar contra los perversos
sistemas que, bajo la máscara de la francmasonería, alimentaban la
impiedad, la crítica de la religión, el relajo de las costumbres y el
enfrentamiento con la autoridad.
—¡Soberbio discurso! —atronó Joseph Anton—. Esas reverencias
intentan convencer al emperador de que la nave capitana, La
Esperanza Coronada, es inofensiva. No nos dejemos engañar y
concentremos el tiro en ella.
—¿Os escuchará su majestad? —preguntó Geytrand.
—Debo convencerlo.
—Nos faltan pruebas concretas y documentos. El Venerable, el
conde Esterházy, se presenta como un fiel servidor del poder.
—¡Una marioneta! En la sombra, los verdaderos dirigentes son
Ignaz von Born y Mozart. Acabarán cometiendo un error fatal.

Viena, 9 de abril de 1790

A pesar de un ataque de reumatismo y una fuerte jaqueca, Mozart


participó en el concierto que se celebraba en casa del conde Hadik
donde Stadler fue el clarinetista del sublime Quinteto en la[47].
Puchberg, que había prestado veinticinco florines a su hermano, se
felicitaba por haber sido invitado.
—El emperador Leopoldo II está reorganizando la gestión de la
música en la corte —le dijo Thamos a Wolfgang.
—¿Piensa en mi ascenso?
—Desgraciadamente, no.
—Y sin embargo, Van Swieten…
—Ha salvado su cabeza, pero ya no está en olor de santidad.
La decepción fue muy dura.
—¿Van a despedirme?
—No lo creo. Lorenzo da Ponte, en cambio, parece muy
amenazado. Aunque ha escrito una carta en exceso florida al nuevo
emperador, hace correr panfletos contra él. El jefe de la Policía no
tardará en descubrirlo, y tendrás que encontrar otro libretista.

Lyon, 13 de abril de 1790

El Agente desconocido, que ya no lo era, mantuvo una tormentosa


entrevista con el Gran Profeso, Jean-Baptiste Willermoz, guía
espiritual de la francmasonería mística.
—¿Cómo os atrevéis a formular opiniones pro revolucionarias? —
se indignó madame de la Valliére.
—¡La Historia se ha puesto en marcha, querida!
—Cobarde e hipócrita, sólo pensáis en preservar vuestra fortuna.
—¡Señora!
—A veces duele escuchar la verdad, ¿no es cierto? Antaño, seguíais
mis directrices atribuyéndolas al propio Dios, para asentar vuestro
poder sobre vuestros hermanos. Hoy, la Revolución os inquieta y
olvidáis a Cristo y su Ciudad Santa.
—¡Eso no es cierto!
—Os arrebato el cuidado de los archivos de la logia Elegida y
Querida —decidió madame de la Valliére, el Agente desconocido— y lo
entrego a un noble que tenga el valor de defender sus opiniones.
—¡Pensadlo, os lo ruego!
—Adiós para siempre.
Willermoz no se tomó a la tremenda esa ruptura. Explicaría a sus
discípulos que la aristócrata se había vuelto loca.

Viena, 1 de mayo de 1790

Mozart, siempre tan implicado en sus actividades masónicas,


trabajaba un poco en La clemencia de Tito, la ópera destinada a Praga
cuyo tema no le apasionaba, y en un cuarteto dedicado al rey de
Prusia. Unos tenaces dolores de cabeza y de muelas le arrebataban a
menudo cualquier inspiración, y pensaba, a pesar de su aversión por
la enseñanza, aceptar nuevos alumnos. El verano próximo, si su salud
se lo permitía, intentaría dar conciertos de abono. Pero ¿aún se
interesaba por él el público vienés?
Escribir tranquilamente, olvidando las deudas y el proceso, exigía
por lo menos seiscientos florines. Y he aquí que Constance, enferma,
tenía que regresar a Badén. Además, ahora, un comerciante de
artículos de moda reclamaba con vehemencia que le devolvieran una
suma de cien florines.
Su tienda se encontraba en el Stock-im-Eisen, una encrucijada
entre la plaza de la Catedral y el Graben, llamada así porque en ella
había el tronco de un árbol incrustado en una hornacina y provisto de
un aro de hierro ¡forjado por el diablo! Antes de abandonar Viena para
hacer su gira por Europa, de logia en logia, los compañeros artesanos
hincaban en él un clavo para inmovilizar al Maligno y ganarse los
favores divinos.
Puchberg, comprensivo, envió cien florines más a su hermano
Wolfgang, que pagó al mercader.
22

Viena, 15 de mayo de 1790

E l día 1, el 7 y el 9, se había repuesto Las bodas de Fígaro. Así


pues, Mozart no había sido olvidado por completo. Casi estéril
desde Così fan tutte, terminaba a trancas y barrancas el segundo
cuarteto dedicado al rey de Prusia[48], una obra árida cuyo alegro final
era la única nota agradable.
Wolfgang escribió al archiduque Franz y le rogó que intercediera
ante su padre, Leopoldo II:

La ambición de gloria; el amor por la acción y la conciencia de mis


conocimientos me impulsan a solicitar la obtención de un cargo de
segundo maestro de capilla, tanto más cuanto el habilísimo maestro de
capilla Salieri nunca se ha consagrado al estilo de iglesia, mientras
desde mi juventud yo he sido maestro en ese género. Los pocos honores
que el mundo ha rendido a mi modo de tocar el pianoforte me alientan
también a rogar a su gracia que confíe la familia real a mi enseñanza
musical.

El compositor no recibió respuesta alguna.

Viena, 16 de mayo de 1790


El expediente de Joseph Anton contra los iluminados, infiltrados en
las logias, era abrumador. Ciertamente, su último jefe, Bode, seguro
en Weimar, había publicado un folleto que refutaba la teoría según la
cual preparaban una revolución universal. Pero sus amigos, como Von
Knigge, retirado en Bremen, afirmaban lo contrario. A lo largo de tres
obras, hacía apología de la Revolución francesa. El Diario político de
Hamburgo no vacilaba en acusar a los iluminados y a ciertos
francmasones de haber engendrado el jacobinismo francés y de actuar,
con gran secreto, con vistas a destruir el Imperio germánico y todas
las monarquías. La Wiener Zeitschrift del ex iluminado y renegado
Leopold Aloys Hoffmann no dejaba de propagar esos rumores que
repetía el Magazin der Kunst und Literatur, en manos de ex jesuitas.
Y el arzobispo de Viena confirmaba el peligro.
Día tras día, apoyándose en documentos y artículos de periódico, el
conde de Pergen se iba formando una opinión respecto a Leopoldo II.
En aquellos turbios tiempos, ¿no representaba un peligro intolerable
una sociedad secreta tan poderosa?

Viena, 17 de mayo de 1790

El proceso se reactivaba. Obligado a pedir dinero prestado a algunos


usureros, a Wolfgang le costaba terminar su tercer cuarteto para el
rey de Prusia y sólo tenía, aún, dos alumnos, cuando necesitaba por lo
menos ocho. Gracias a un nuevo préstamo de Puchberg, ciento
cincuenta florines, el compositor mantenía la cabeza fuera del agua.
Trabajar en semejantes condiciones era casi superior a sus fuerzas y,
sin el consuelo de las Tenidas masónicas y la ayuda de Constance, tal
vez hubiera tirado la toalla.
Al salir de la logia, un hermano jurista le habló a media voz:
—¿No os crea problemas el gobierno de la Baja Austria?
—Más o menos —asintió Mozart.
—Os entablan un proceso y os reclaman una gran suma,
amenazándoos con requisar vuestro salario, ¿no es cierto?
—¡Una terrible injusticia!
—¿Sabéis quién está detrás de todo esto?
—Lo ignoro.
—Nuestro hermano el príncipe Karl von Lichnowsky.
Naturalmente, yo no os he dicho nada.

Viena, 22 de mayo de 1790

Mozart dio en su casa un concierto de música de cámara[49] al que


asistieron Puchberg y su esposa.
¿Cómo olvidar la increíble traición de Lichnowsky? ¡Un hermano
que se comportaba así! ¿Por qué deseaba destruirlo? ¿Acaso su
ignominia le llevaba a aliarse con los enemigos de las logias
masónicas?
A Wolfgang le resultaba imposible hablar de ello con su hermana,
la condesa Thun, con una de cuyas hijas se había casado Lichnowsky.
Inútil alarmar a Puchberg. Y con Ignaz von Born, de frágil salud, el
compositor trataba de lo simbólico y no de asuntos de dinero.
Quedaba Thamos… ¡Qué vergüenza describirle semejante
situación! No, debía salir solo de aquello. Dada la iniquidad de la
acusación, su inocencia quedaría probada antes o después.

Viena, 2 de junio de 1790

Constance había vuelto a Badén para la cura. Como aún tenía muchas
dificultades para componer, Wolfgang esbozó unas obras para
piano[50] donde consiguió, a trancas y barrancas, dominar cierta forma
de desesperación. Y la emprendió con el tercer cuarteto dedicado al
rey de Prusia, obra dolorosa y feroz, casi brutal, surcada por las
protestas contra la injusticia. Esa meditación sobre una suerte
contraria le permitió afrontarla mejor y recuperar energía tras el
combate.
Wolfgang tendría que haber compuesto tres cuartetos más,
destinados a su ilustre comanditario, pero éste sería el último, pues
aquel camino se alejaba en exceso de su proyecto esencial: una cuarta
ópera iniciática, que formulara su visión de los Grandes Misterios y de
la iniciación futura.

Badén, 6 de junio de 1790

Wolfgang y Constance se besaron largo rato.


—Te he echado mucho en falta —reconoció él—. Y quería
anunciarte una buena noticia: esta noche reponen Così. Mi ópera está
programada también para el 12 y el 22.
—Uno de tus admiradores, el curtidor Rinbum, me ha regalado
una bañera de cuero hervido para mi pie. Facilita el tratamiento, que
sería más eficaz aún si te quedaras a mi lado.
—Ésa es mi intención, querida. Sólo las Tenidas y la
representación del 12 me llaman a Viena. ¿Cuántos baños te ha
prescrito el médico?
—Unos sesenta, y una nueva cura en otoño. Los gastos…
—No te preocupes. Tu salud es lo primero.
Vivir con Constance era una felicidad incomparable. Sin su
equilibrio y su firmeza de ánimo, Wolfgang no habría conseguido
proseguir su obra.

Viena, 12 de junio de 1790

Antes de dirigir Così fan tutte, Mozart escribió a Puchberg, que le


envió de inmediato veinticinco florines. Confesó a su hermano que
debía vender sus tres cuartetos dedicados al rey de Prusia, penosísimo
trabajo, a un precio irrisorio. Aquel escaso dinero le era tan necesario
que no discutiría. Para mejorar su situación, pretendía componer
algunas sonatas para piano y se felicitaba de que, al día siguiente, se
tocara en Badén una de sus misas[51].

Viena, 24 de junio de 1790

Desafiando la prohibición del difunto José II, Mozart compuso tres


fragmentos[52] para la fiesta del San Juan de verano que celebraba su
logia, La Esperanza Coronada.
Primero, el coro de la Obertura ritual, Dejad hoy vuestra
herramienta, que llamaba a los hermanos a dejar su habitual trabajo
para celebrar alegremente la luz triunfante; luego, un breve Canto en
nombre de los pobres, que recordaba la vocación caritativa de los
francmasones y justificaba su existencia ante las autoridades;
finalmente, el Canto de la cadena de unión, sobre un texto del
hermano Aloys Blumauer. Acompañado por Anton Stadler, los
Jacquin, Puchberg y Thamos, Wolfgang vivió momentos maravillosos
en los que el sol de la fraternidad brillaba con todo su fulgor.
23

Viena, 17 de julio de 1790

A unque Così fan tutte sólo obtuvo un éxito mediocre, el


Burgtheater acogió dos representaciones más, el 6 y el 16, sin
provocar grandes entusiasmos. El barón Gottfried Van Swieten
escuchó el consejo de Thamos y encargó a Mozart dos arreglos sobre
obras de Haendel[53].
Esos modestos trabajos, que le supondrían algo de dinero,
ocupaban el espíritu del compositor, que, en la última Tenida de su
logia, había vuelto a ver a su perseguidor, el príncipe Karl von
Lichnowsky. Muy cómodo, presumiendo como si fuera un gallo, se
había permitido incluso preguntar a su hermano Mozart por su salud.
Por toda respuesta, sólo obtuvo mutismo y una mirada negra.
Relajado, el hipócrita bromeó con algunos aristócratas.
Wolfgang no admitía que un hermano se comportara de ese modo.
Sin embargo, la ignominia de un francmasón no debía llevar a dudar
de la iniciación, camino de la luz trazado más allá de la naturaleza
humana.
Anton Stadler vació una nueva jarra de cerveza.
—Nuestro hacedor de clarinetes progresa de un modo
espectacular, pero sus investigaciones son caras.
—¿Cuánto quiere?
—Por lo menos quinientos florines.
—¡Eso es muchísimo!
—El envite lo vale, créeme.
—De acuerdo, me las arreglaré.
Wolfgang sabía que una parte de la suma pasaría a la familia de
Stadler, padre de siete hijos que siempre buscaba hasta el menor
florín, y otra a la fabricación del excepcional instrumento con el que
soñaba. ¿Podía ser de otro modo?

Viena, 25 de julio de 1790

Joseph Anton leyó el detallado informe de uno de sus agentes


implantados en Francia. El 14 de julio se había celebrado en París, en
el Campo de Marte, la fiesta de la Federación nacional en presencia
de la familia real. La Revolución parecía adoptar, pues, un aspecto
apacible y dirigirse hacia la monarquía constitucional que deseaba,
entre otros monarcas, Leopoldo II.
La realidad, sin embargo, era menos risueña. Al haber sido
reprimidos de modo sangriento varios levantamientos
contrarrevolucionarios, la Asamblea Constituyente había votado, el 12
de julio, la Constitución Civil del Clero, lo que suponía poner en venta
los bienes de la Iglesia y destruir uno de los pilares de la sociedad
francesa.
—Los revolucionarios quieren obligar a Luis XVI a doblegarse —
dijo el jefe de la Policía a Geytrand.
—¡Eso sería el final de la monarquía!
—¡Ése es el objetivo último de los agitadores! Y los francmasones
los apoyan, como demuestra esta canción que se entonaba durante la
fiesta de la Federación: «La logia de La Libertad se levanta con
actividad. Muchos tiranos están desolados. Pueblos diversos, las
mismas lecciones os harán hermanos y masones. Es nuestro
consuelo.»
—Eso interesará a Leopoldo II —estimó Geytrand.
Lyon, 26 de julio de 1790

Jean-Baptiste Willermoz, conciencia indiscutible de la francmasonería


mística, tenía que comentar ante sus fieles la decisión de la Asamblea
Constituyente. Abogado de la tradición cristiana, ¿no defendería al
clero con uñas y dientes?
—La Revolución tal vez no esté equivocada —dijo—. ¿No está
condenada la Iglesia por haber olvidado el mensaje esotérico de
Cristo? Si se pone en práctica un culto oficial, ¿por qué no voy a ser yo
el sumo sacerdote y vosotros, hermanos Profesos, mis adjuntos?
Ocuparíais así los puestos de los sacerdotes despedidos y propagaríais
nuestra doctrina en la nueva Francia.
Esta vez, la labia de Willermoz no tuvo el efecto esperado, pues la
mayor parte de los grandes Profesos eran hostiles al
desmantelamiento del clero tradicional. Después de la Iglesia, ¿no
atacarían los revolucionarios a la propia monarquía y a las logias que
reivindicasen la fe cristiana?
Desconcertado, Willermoz renunció a convertirse en el sumo
sacerdote de la Revolución. Mejor sería permanecer en Lyon
observando la sucesión de acontecimientos y adaptándose a las
circunstancias.

Viena, 29 de julio de 1790

El secretario de la logia La Esperanza Coronada leyó una


sorprendente carta dirigida a los hermanos de Viena por los de
Burdeos[54]:

Aunque nuestra gran sociedad pocas veces toma parte en los


acontecimientos políticos, no puede sin embargo permanecer insensible
a los que tienden a fortalecerla. Así son los principios de la nueva
Constitución que se lleva a cabo en el Imperio francés. Tienen una
relación tan perfecta con las bases masónicas, la libertad, la igualdad,
la justicia, la tolerancia, la filosofía, la beneficencia y el buen orden
que prometen los más saludables efectos para el bien y la propagación
del Arte real.
En efecto, todo buen ciudadano francés será ahora digno de ser
masón porque será libre y virtuoso.
Esta halagadora perspectiva derramó en el corazón de todos
nuestros comensales, en la última fiesta de San Juan, una alegría
pura, acompañada por un entusiasmo cívico que les hizo brindar
primero por la nación, la ley y el rey; el tintorreo[55] fue muy vivaz y, a
continuación, se fijó una logia de disciplina para determinar que, en el
futuro, ese mismo brindis sería el primero.
La materia se discutió largo rato, y se consideró que la costumbre
observada hasta entonces en las logias francesas, con referencia al
primer brindis, en nombre del rey y de su augusta familia, era un
tributo de agradecimiento por la tácita protección que el soberano
concedía a nuestros trabajos y una consecuencia de la sabiduría de
nuestras leyes que, muy republicanas, se prestan sin embargo a las
leyes políticas de las monarquías, hasta el punto de que no puede
producirse entre ellas, en ningún caso, un choque perjudicial.
Pero la actual forma de gobierno bajo el que existimos ha
conducido naturalmente a considerar que todas las logias de Francia
son sólo secciones de la Gran Logia universal que se extiende de un
extremo al otro del globo; que en todas las establecidas en países libres
donde la masonería está más en vigor y es más respetada nunca se
hace un brindis a la salud de los reyes; que la costumbre practicada
hasta hoy en las logias de nuestro imperio no podía ya coincidir con la
nueva Constitución y que, por consiguiente, la sabiduría que nos guía
en toda circunstancia nos hacía rendir los primeros homenajes a las
dulces influencias de la naciente libertad.

La mayoría de los hermanos, entre ellos Mozart, quedaron


indignados. Semejantes actitudes implicaban, a corto plazo, la
desaparición de la monarquía en beneficio del régimen dictatorial
cuya única ley sería la locura doctrinaria de sus dirigentes.
La Esperanza Coronada decidió no responder a dicha carta. El
traidor Hoffmann le comunicó su existencia de inmediato a Geytrand
para cargar más aún el expediente de la francmasonería.

Viena, 14 de agosto de 1790

El 7 de agosto tuvo lugar la última representación de Così fan tutte,


menos apreciada aún que Don Giovanni. La carrera como autor de
ópera de Mozart había terminado, el Burgtheater no acogería ya
ninguna obra de aquel compositor poco apreciado por el público.
Incapaz de trabajar, debilitado, Wolfgang sólo sobrevivía dando
lecciones. Tuvo que recurrir, de nuevo, a Puchberg:

Queridísimo amigo y hermano —le escribió—, si mi estado era ayer


soportable, hoy estoy muy mal. No he podido pegar ojo en toda la
noche a causa del dolor. Sin duda ayer me calenté en exceso en mis
gestiones y, sin darme cuenta, me enfrié. ¿No podríais ayudarme con
una nadería?

Los diez florines recibidos ese mismo día fueron bienvenidos, y una
excelente cena, en compañía de Thamos, tuvo efectos beneficiosos.
—No pareces sentirte muy bien —observó el egipcio.
—Sólo es una fatiga pasajera.
—¿Te corroen el alma graves preocupaciones?
—Nada serio, salvo el porvenir de la iniciación.
—Mañana visitaremos a nuestros hermanos iniciados de Asia. Su
fundador, Ecker-und-Eckhoffen, acaba de morir, y parecen
desamparados.
24

Viena, 15 de agosto de 1790

M ozart y Thamos el egipcio asistieron a la última Tenida de los


sacerdotes reales y verdaderos rosacruces, el grado superior de
los hermanos iniciados de Asia, cuyo número se había reducido
considerablemente. La muerte de su fundador asestaba un golpe fatal
a esos investigadores que asociaban la tradición esotérica de san Juan
Evangelista con la Cábala hebraica. Rechazando la interpretación
literal del Talmud y de la Biblia, aquellos hermanos abrían la puerta
de sus logias a judíos eruditos que les revelaban las riquezas del
Zohar, El libro del esplendor.
Los adeptos, que trabajaban por la reconciliación de judíos y
cristianos y buscaban la piedra filosofal, se habían ganado numerosas
enemistades. Cediendo a las amenazas del jefe de la Policía, los
dignatarios consideraban preferible poner fin a sus actividades y
disolver la orden.
Antes de cerrar su última Tenida, confiaron a sus visitantes
algunos valiosísimos textos.

Viena, 3 de septiembre de 1790

Mientras se reponían de nuevo Las bodas de Fígaro, la única ópera de


Mozart que estaba todavía en cartel en Viena, Leopoldo II podía
alardear de sus primeros grandes éxitos. Para empezar, pactaba el
armisticio con la Puerta, la corte otomana de Constantinopla,
poniendo así término a la guerra contra los turcos; luego, negociaba el
porvenir de gran parte de Europa con Federico Guillermo II, rey de
Prusia.
Sólo la evolución de la situación francesa ensombrecía ese brillante
cuadro; pero tal vez Luis XVI conseguiría calmar a los más
excitados…
Nada impedía a Leopoldo II pensar en un viaje a Frankfurt para
hacerse coronar allí, el 9 de octubre próximo. La corte invitó a algunas
personalidades ilustres, entre otros, especialmente, a Antonio Salieri
y dieciséis músicos más para que se desplazaran hasta allí.
—Mi nombre no figura en la lista —advirtió Mozart, despechado.
—¡Me hubiera extrañado lo contrario! —replicó Thamos—. Salieri
y sus amigos te detestan, y tu compromiso masónico no habla en tu
favor.
—Debo ir a Frankfurt.
—¿A tu cargo?
—Todo músico que esté ausente de la coronación será excluido de
la corte. Además, allí habrá tantos personajes ilustres que será
preciso destacar entre los demás para obtener encargos, incluso
conseguir un buen puesto.
El razonamiento no era absurdo.
—Me obsesionan otros pensamientos —confesó Wolfgang.
—¿La próxima ópera ritual?
—¡Me conocéis mejor que yo mismo!
—Pronto estarás listo para escribir la Gran Obra, hermano. A
pesar de las dificultades, se te impondrá.

Viena, 11 de septiembre de 1790

Emmanuel Schikaneder dio un vigoroso abrazo al hermano Mozart.


—¿Podríais escribirme una melodía para mi nuevo espectáculo, La
piedra filosofal? Necesitaría algo divertido y arrebatador, un dúo
cómico para soprano y bajo que se titule «Nun, Liebes weibchen»[56].
—La piedra filosofal… ¿Puede un espectáculo tratar un tema tan
grave?
—En el teatro de los arrabales donde yo actúo, propiedad de uno
de nuestros hermanos, al público popular le gusta que lo maravillen.
¿Por qué no tratar nuestros temas favoritos? Puesto que sé adaptar
los textos de los grandes autores, me resulta fácil mezclar lo serio con
lo cómico. Nuestro amigo Benedikt Schack escribirá la música. Mi
texto contará la historia de un mago egipcio, acompañado por un
compañero muy chusco, y dispuesto a sufrir las pruebas de los
elementos para descubrir la piedra filosofal.
—Perdonad la pregunta, pero debo saberlo: ¿habéis abandonado la
francmasonería?
—¿Yo? ¡En absoluto!
—Corre el rumor de que fuisteis excluido de vuestra logia de
Ratisbona.
—¡Chismes! Aún estoy inscrito en ella, creedme.
—¿Por qué no venís a visitarnos a La Esperanza Coronada?
Schikaneder pareció molesto.
—¡El teatro es toda mi vida! Se me ha hecho saber, discretamente,
que si quería permanecer en Viena y trabajar con toda tranquilidad,
no debía realizar actividad masónica alguna. Y vuestra logia está muy
mal vista por la policía.
—Os escribiré esa melodía —prometió Wolfgang.
—¡A falta de algo mejor, espero!

Viena, 23 de septiembre de 1790

Gaukerl puso sus ojos más tristes, como un perro abandonado.


—Esta vez no puedo llevarte conmigo —lamentó Wolfgang—.
Guardarás la casa y velarás por Constance y Karl Thomas.
El 15, Mozart había sufrido una nueva humillación por parte de
Leopoldo II. El rey y la reina de Nápoles, Femando y María Carolina,
cuñado y hermana del emperador, estaban en Viena para festejar los
esponsales de sus hijas con los archiduques Franz y Femando, hijos de
Leopoldo II. Varios músicos, entre ellos Haydn y Salieri, habían sido
invitados a los conciertos de la corte.
Pero no el francmasón Mozart.
Y el día 20, para su primera aparición pública en el teatro,
Leopoldo II había elegido una ópera de Salieri, titular del principal
puesto de músico.
Mozart, por su parte, permanecía confinado en su mediocre y
subalterna función.
La única solución era acudir a las ceremonias de la coronación,
mostrar su talento y corregir las injusticias. Esta vez era imposible
apelar a Puchberg, a quien la empresa le habría parecido una locura.
Constance, por su parte, deseaba que su marido recuperara el
placer de vivir y componer.
Wolfgang vendió su cubertería de plata y sus muebles, pidió
prestados mil florines a pagar en dos años al usurero Heinrich
Lackenbacher y obtuvo de uno de sus editores, el hermano
Hoffmeister, una garantía de dos mil florines a cambio de unas lujosas
sábanas y de obras futuras.
Gracias a este montaje financiero, el compositor asumiría los
gastos del viaje y se movería en su propio coche, muy confortable,
evitando así gran parte de la fatiga.
Lo acompañaban su cuñado violinista, Franz Hofer, y su criado
Joseph.
—El viaje no será en vano —le prometió a Constance.
—Distráete y regresa a mí lleno de entusiasmo y de proyectos.
—Nuestro nuevo traslado…
—Yo me encargaré de todo.
—¡Querida y excelente mujer! Sin ti, yo no sería nada.
25

Frankfurt del Main, 28 de septiembre de 1790

U n coche maravilloso, al que Mozart tenía ganas de besar, y un


agradable viaje de seis días salpicados de largas paradas
gastronómicas, especialmente en Ratisbona, donde los comensales
habían almorzado suntuosamente, disfrutando de una música de
mesa divina, de un servicio angelical y de un excelente vino del
Mosela.
¿Nuremberg? ¡Una ciudad horrible! ¿Würzburg? ¡Soberbia!
En cuanto llegó a Frankfurt, Wolfgang escribió a Constance para
contarle esas peripecias y asegurarle que llevaría con firmeza sus
asuntos. ¡Qué hermosa sería muy pronto su vida! «Trabajaré,
trabajaré —prometió—, para no caer de nuevo en una situación tan
fatal, ni siquiera a causa de circunstancias tan inesperadas.» Gracias
a las últimas disposiciones financieras tomadas antes de su partida,
todas sus deudas serían pagadas, y el compositor pondría de nuevo
manos a la obra.
Como habían convenido, Thamos y Mozart se encontraron fuera de
la posada.
—Nadie te sigue —advirtió el egipcio—. Dado el número de
policías que se encargan de la seguridad del emperador y de sus
invitados, muy pronto se sabrá que estás aquí. Me pondré en contacto
con todos los hermanos que pueda para saber si una o varias logias
funcionan correctamente.
Frankfurt del Main, 30 de septiembre de 1790

Wolfgang y sus compañeros de viaje se instalaron en casa del actor y


director de teatro Johann Heinrich Boehm por un alquiler moderado:
treinta florines al mes.
En Lanassa, la obra «hindú» que acababa de montar, Boehm no
vacilaba en utilizar algunos pasajes de Thamos, rey de Egipto.
—Esta historia de los sacerdotes del sol me parece apasionante,
Mozart. ¿No pensáis en desarrollarla?
—¡Oh, sí, y desde hace muchos años!
—No dudéis más, será un éxito.
Wolfgang volvió a escribirle a Constance, le habló de nuevo de las
dificultades financieras que le obsesionaban y confirmó su deseo de
trabajar duro. Lejos de ella, se sentía triste y perdido. «Me alegro
como un niño al volver a verte —confesó—. Si la gente pudiera mirar
en mi corazón, tendría casi que avergonzarme. Todo me parece frío,
helado. Si estuvieras a mi lado, tal vez encontraría mayor placer en la
actitud de la gente para conmigo. Pero así, todo está tan vacío.»

Viena, 30 de septiembre de 1790

Constance, Karl Thomas y Gaukerl se instalaron en el 970 de


Rauhensteingasse, en el primer piso de la «casita imperial», muy
cerca del centro. El apartamento, de 145 m2 de superficie y cuatro
estancias, era bastante oscuro, a excepción del agradable despacho de
trabajo soleado y bien ventilado por dos ventanas de esquina que la
joven reservaba a su marido. Una puerta cristalera lo separaba de la
sala de billar, la distracción preferida de la pareja.
Provisto de una gran chimenea y un conducto destinado a la estufa
del salón, el vestíbulo servía de cocina. Allí se instalaron dos mesas,
dos camas, un armario y un biombo, para que durmieran los dos
criados. En la primera habitación, dos cómodas, un sofá, seis sillas y
una mesilla de noche. En la segunda, tres mesas, dos divanes, seis
sillas, dos armarios lacados, un espejo y una araña. En la tercera, el
billar con cinco bolas y doce tacos, una mesa, una linterna, cuatro
candelabros, una estufa, el lecho conyugal y una cama de niño. En la
cuarta, el despacho de trabajo, un pianoforte de pedales, una viola,
una mesa, un sofá, seis sillas, una mesa de despacho, un reloj, dos
bibliotecas, un escritorio, sesenta piezas de porcelana, cinco
candelabros, dos de ellos de vidrio, dos molinillos para café y una
tetera de hojalata.
Quedaban por guardar cinco hermosos manteles, dieciséis
servilletas de mesa, dieciséis toallas y diez sábanas. Constance
esperaba que ese nuevo marco de vida gustara a Wolfgang y que
recuperara en él la inspiración.

Frankfurt del Main, 2 de octubre de 1790

—¿En qué estás trabajando? —preguntó Thamos a Wolfgang.


—En un adagio[57] para órgano mecánico compuesto de tubos
pequeños de sonido agudo. Este encargo me reportará una suma
adecuada, ¡pero la labor me aburre! Trabajo a diario en él y debo
interrumpirme constantemente.
—¿No tendrás graves problemas financieros?
—Me las arreglo.
—¿Aceptarías hablar con Franz Schweitzer, el más rico
comerciante de la ciudad? Provisto de una recomendación de la
condesa Hatzfeld, le he pedido que te aconseje.
Hatzfeld, el nombre de aquel hermano muerto tan joven y al que
tanto apreciaba Wolfgang. Por él, aceptó.
El almuerzo fue cordial. Franco y directo, el hombre de negocios se
ganó la confianza de Mozart, que le expuso su último montaje
financiero y habló de su reconocimiento de deuda con Heinrich
Lackenbacher, con la garantía de la totalidad de su mobiliario.
—No me gusta en absoluto ese personaje, señor Mozart, y os
recomiendo que paguéis esa deuda en seguida.
—Lamentablemente, no tengo medios para hacerlo.
—Algunos de vuestros amigos los tienen, y aquí están esos mil
florines.
—¡No puedo aceptarlo!
—No seáis estúpido. Según vuestras confidencias, que me
comprometo a no difundir, vuestro combate está muy lejos de haber
terminado. Este dinero, desgraciadamente, sólo colmará parte del
abismo que se abre ante vuestros pies.
—¿Quién me ayuda de este modo?
—Algunos amigos. No os preocupéis más de Lackenbacher, yo me
encargo de él[58].
—Agradecédselo vivamente a la condesa Hatzfeld, os lo ruego. Su
hijo estará para siempre presente en mi corazón.
El hombre de negocios se esfumó.

Frankfurt del Main, 3 de octubre de 1790

Vivo todavía muy retirado aquí, hasta hoy —escribió Wolfgang a


Constance—, y no salgo en toda la mañana, sino que me quedo en el
agujero que es mi habitación, y compongo. Mi única distracción es él
teatro, donde me encuentro con muchos amigos de Viena, de Munich,
de Mannheim e incluso de Salzburgo. Temo que empiece una vida muy
movida —ya me reclaman por todas partes— y aunque me repugne
dejar que me miren por todos lados, reconozco sin embargo la
necesidad de ello y, válgame de Dios, debo aceptarlo. Supongo que mi
concierto no irá del todo mal y quisiera que hubiese pasado ya, sólo
para estar más cerca del momento en que besaré de nuevo a mi amor.

Frankfurt del Main, 8 de octubre de 1790


El día 4, Leopoldo II había hecho una tonante entrada en la ciudad de
su coronación con un séquito de 1.493 carrozas, cada una de ellas
tirada por cuatro o seis caballos. Y Salieri se pavoneaba entre los
invitados.
Contrariamente a las previsiones, el director de una compañía
llegada de Maguncia no repuso Don Giovanni, sino una ópera de
Ditters von Dittersdorff, El amor en el asilo. Puesto que detestaba a
los francmasones, no quería contribuir en absoluto al brillo de Mozart.
Preocupado siempre por su porvenir financiero, Wolfgang suplicó a
Constance que concluyera el asunto iniciado con su hermano
Hoffmeister y que pidiera ayuda a Anton Stadler si era necesario. Así
entraría rápidamente una buena suma de dinero.
Gracias a la ayuda de Schweitzer y de la condesa Hatzfeld, no
tardaría en dar un concierto del que no esperaba una fortuna, pues los
habitantes de Frankfurt eran más roñosos aún que los vieneses.
En cuanto regresara, ofrecería pequeñas melodías de cuarteto por
abono y aceptaría nuevos alumnos. «Sólo con que pudieras mirar en
mi corazón —le confió—, se desarrolla en él un combate entre las
ganas, el deseo de volver a verte y besarte, y la intención de llevar
mucho dinero a casa. Te amo demasiado para poder permanecer
mucho tiempo separado de ti. Y lo que se hace en las ciudades del
imperio es sólo ostentación.»
Wolfgang advirtió hasta qué punto había cambiado. Los viajes, la
gloria, los aplausos, los contactos superficiales, todo aquello ya no le
interesaba.
Otro destino lo llamaba.
26

Frankfurt del Main, 15 de octubre de 1790

E l día 9, misa solemne de Righini en la catedral, bajo la dirección


de Salieri, para la coronación de Leopoldo II. El 12, la compañía
de Boehm se había divertido montando El rapto del serrallo y, el 15 a
las once de la mañana, Mozart había conseguido por fin dar el tan
esperado concierto en el teatro municipal. Hasta las dos de la tarde,
vistiendo una hermosa casaca de satén, tocó dos conciertos, dirigió
una sinfonía y terminó con algunas improvisaciones.
Escaso público, fracaso financiero, pues el soberano ofrecía aquel
día un gran almuerzo y las tropas de Hesse comenzaban sus
maniobras. Con la cabeza en otra parte, Frankfurt deseó sin embargo
una nueva academia. Wolfgang, despechado y pensando sólo en
regresar a Viena, aceptó.
El 16, abandonó con alegría la ciudad de la coronación y se detuvo
en casa de un célebre editor de música, Johann André[59].
—Vuestras obras se han hecho demasiado difíciles, Mozart. Sólo
hay una solución: aproximaos a los gustos del público.
—Prefiero morir de hambre antes que trabajar contra mi propia
visión de la música.

Mannheim, 22 de octubre de 1790


Tras haber tocado en el castillo de Maguncia ante el príncipe-elector y
recibido 165 florines, Mozart permaneció en Mannheim. El 24 se
representarían allí por primera vez Las bodas de Fígaro.
Ante la puerta de la sala donde ensayaban montaba guardia el
joven actor Backhaus. Lo que el compositor oyó no le gustó en
absoluto.
—¿Puedo entrar?
—No —respondió secamente Backhaus—. Regresad el 24 y pagad
vuestra entrada.
—¿No permitiréis a Mozart escuchar su propia ópera?
El actor tembló de los pies a la cabeza.
—¿No seréis vos…?
—Creo que sí.
La puerta se abrió. Intérpretes y músicos suplicaron al autor que
les aconsejara, y él asistió al estreno antes de reanudar su camino.

Munich, 4 de noviembre de 1790

El día 29, Mozart se había instalado en casa de su antiguo amigo


Albert, «el sabio mesonero» del Águila Negra, y, aquella misma noche,
había visitado a sus hermanos Cannabich y Marchand, en compañía
de Thamos.
Nadie los seguía.
Wolfgang pensaba quedarse sólo un día, pero los francmasones
organizaron una Tenida excepcional y le permitieron participar en
una academia en honor del rey Fernando IV de Nápoles y de su
esposa, en la sala de los emperadores de la Residencia.
Una actuación apreciada, excelente para su reputación. Fue sobre
todo una Tenida cálida y musical, en compañía de excelentes
instrumentistas, que fortaleció la desfalleciente moral del compositor.
De modo que describió brevemente a Constance aquellos felices
momentos y le propuso repetir con ella aquel viaje, el próximo verano,
para intentar otra cura. ¿No le resultaría beneficioso el cambio de
aires?

Viena, 10 de noviembre de 1790

El pequeño Karl Thomas, que tenía seis años, besó a su padre.


Gaukerl, celoso, exigió largas caricias. Cumplidos los primeros
deberes, Wolfgang pudo por fin abrazar a Constance.
—¿Qué te parece nuestro nuevo apartamento?
—¡Soberbio!
—Ven a ver tu gabinete de trabajo.
El compositor apreció de entrada la estancia más luminosa de la
casa, donde pensaba ennegrecer mucho papel pautado.
—Gracias por haber administrado tan bien nuestros asuntos,
querida, y encargarte al mismo tiempo del traslado. Gracias a la
inesperada ayuda recibida en Frankfurt y a las pequeñas sumas que
traigo, podemos firmar de inmediato un préstamo de mil florines
hipotecando nuestro mobiliario[60].
Constance aprobó aquella decisión. Poco a poco, los Mozart iban
saliendo de la tormenta financiera.
—Aquí hay una carta de Inglaterra.
Wolfgang la abrió y leyó un sorprendente texto:

Al señor Mozart, célebre compositor de música en Viena:


Por una persona vinculada a su alteza real el príncipe de Gales, he
sabido que pensáis hacer un viaje a Inglaterra, y como deseo conocer
personalmente a la gente de talento y, en la actualidad, estoy en
condiciones de contribuir a su bienestar; os ofrezco, señor, un puesto de
compositor. Si podéis hallaros en Londres a finales del mes de
diciembre próximo para quedaros hasta finales de junio de 1791, y
componer al menos dos óperas serias o cómicas, según decida la
Dirección, os ofrezco trescientas libras esterlinas con la ventaja de
escribir para el concierto de la profesión o cualquier otra sala de
conciertos, excluidos sólo los demás teatros. Si esta proposición os
satisface y si estáis en condiciones de aceptarla, hacedme el favor de
dar una respuesta a vuelta de correo, y esta carta os servirá de
contrato.
Consideradme, señor, vuestro más humilde servidor.

ROBERT BRAY O’REILLY, director de


la Ópera italiana de Londres

Inglaterra, el país de la libertad, una nueva gloria, dos óperas,


dinero… Pero era preciso aceptar las condiciones de la Dirección y
abandonar Viena durante largos meses, en los que Wolfgang pensaba
trabajar en su próxima ópera ritual en compañía de Thamos y de
Ignaz von Born.
En Londres estaría a salvo, lejos de la policía, de la envidia de
Salieri y de las mezquindades de sus aliados. Pero ¿tenía derecho a
abandonar su logia y huir como un cobarde?
Aquella proposición llegaba demasiado tarde, o demasiado pronto.
Antes de ser iniciado, Mozart habría respondido favorablemente.
Y si la persecución de la francmasonería se hacía intolerable,
sabría dónde refugiarse.

Viena, 5 de diciembre de 1790

Con la conformidad de Prusia, el ejército austríaco ocupaba de nuevo


Bruselas. Hungría se apaciguaba, los turcos aceptaban la paz.
Leopoldo II, triunfante, olvidaba un poco la política exterior y se
consagraba a restablecer el orden en los sectores de la administración,
la agricultura y los asuntos eclesiásticos.
Todos sentían los efectos de la mano de hierro del soberano, que
decidía y actuaba en función de los informes de su ministro de la
Policía, el conde de Pergen, dueño ahora de su ejército de funcionarios
e informadores.
Gracias a dos nuevos alumnos elegidos, Mozart se ganaba mejor la
vida. Al doctor Frank le había pedido: «Tocadme algo.» Y el pianista
aficionado lo había hecho lo mejor posible.
—¡No está mal! Escuchad esto.
Con sus dedos ágiles y carnosos, Wolfgang desarrolló de un modo
pasmoso el tema que Frank había balbuceado.
—¡Qué milagro! —se extrañó el doctor—. ¡En vuestras manos el
piano se transforma en varios instrumentos!
Wolfgang no sabía enseñar de otro modo. Las lecciones le aburrían
hasta el punto de que pasaba la mayor parte del tiempo improvisando,
preparando sus obras futuras. Y aquel maldito adagio y alegro para
órgano mecánico no le daba precisamente ganas de crear. Sin
embargo, era preciso terminar aquel encargo de un curioso personaje,
el conde Joseph Deym, alias Müller, obligado antaño a abandonar
Viena por una oscura historia de duelo. Al regresar a la capital, había
fundado una especie de museo donde exponía figuras de cera que
representaban a personalidades recientemente fallecidas, en especial,
el famoso mariscal Laudon, muerto el 14 de julio. Y durante la
exposición al público de su estatua de cera, el órgano mecánico de
Deym, también bautizado como «reloj musical», tocaría la música de
Mozart con vocación fúnebre.
—A veces me pregunto si acabaré alguna vez —le confesó a
Constance.
—Líbrate pronto de ese fardo.
—Vuelvo a ello.
Constance disimulaba su inquietud. ¿Cuándo se expresaría de
nuevo el genio de Mozart?
27

Viena, 7 de diciembre de 1790

U n colega bien intencionado había hecho llegar a Wolfgang el


artículo de la publicación seria Musikalisches Wochenblatt, de
Berlín: «No existe entendido alguno que considere a Mozart un artista
serio y sencillamente correcto. Y el crítico avisado lo considerará,
menos aún, un autor sutil.»
—Olvida a ese imbécil y a sus semejantes —le recomendó Thamos.
—Pero ¿acaso no soy objeto del desprecio general?
—Tus óperas son representadas ya en varios países por compañías
itinerantes a las que proporcionan un dinero del que,
desgraciadamente, tú no te beneficias. Tus creaciones superarán con
creces los límites de tu existencia.
—¡Precisamente, ya no estoy creando! Este año ha sido casi estéril.
—Nuestro hermano Johann Tost, húngaro y violinista aficionado,
aprecia tu música de cámara. A cambio de una importante suma,
desea una partitura amplia.
—Un quinteto para cuerda… Hace tres años que no los escribo.
Wolfgang cogió de inmediato la pluma.
Al verlo absorbido ya, Thamos se esfumó.
—¿Cómo lo encontráis? —le preguntó Constance, inquieta.
—Está componiendo.
La sonrisa de la joven expresó un profundo alivio.
¡Su marido salía por fin de las tinieblas!
Viena, 10 de diciembre de 1790

—¡Buenas noticias! —clamó Anton Stadler levantando su jarra de


cerveza.
—¿Tu nuevo hijo? —preguntó Wolfgang.
—¡El parto ha ido bien! Me refería a la grave enfermedad del viejo
Leopold Hofmann, el maestro de capilla de la catedral de San
Esteban. Es el momento de solicitar su puesto. Dada tu carrera, el
consejo municipal te lo concederá sin dificultades. Puesto que te gusta
tocar el órgano, la tarea debería complacerte mucho más que la
enseñanza.
—No digo lo contrario, pero…
—He preparado una petición en términos administrativos, sólo
tienes que firmarla. Al menos, te pondrás a la cola.

Viena, 14 de diciembre de 1790

Antes de cenar con un empresario llegado de Londres, Mozart, Joseph


Haydn y tres hermanos más tocaron el Quinteto en re mayor[61] que
suponía el regreso de Wolfgang a la composición tras un largo silencio.
El primer movimiento era tormentoso, grave y batallador. Todos
advirtieron la maestría del creador, que conseguía organizar aquel
verdadero torbellino y se entregaba en el adagio a una meditación tan
desgarradora que podría haberle destruido. El minueto desplegaba
una serenidad lúcida, el alegro final daba testimonio de un formidable
dinamismo. La juventud había desaparecido, es cierto, pero la
potencia permanecía intacta. Jupiterino, el empresario Johann Peter
Salomon hizo honor a la copiosa comida ofrecida por Mozart.
—Me satisface contratar al ilustre Joseph Haydn —reveló—.
¡Varios conciertos y una buena cantidad en perspectiva! Tras la
muerte del príncipe Nicolaus Esterházy, su sucesor, el príncipe Anton,
le concede una renta anual de dos mil florines y, sobre todo, la
libertad.
Ver partir a Haydn desesperaba a Mozart.
—Querido papá, no estáis hecho para recorrer el mundo y habláis
muy pocas lenguas.
—La lengua que yo hablo la comprende el mundo entero.
—¡Haydn tiene razón! —aprobó Salomon—. Y vos también
deberías venir a Londres, Mozart. Allí os aguardan gloria y fortuna.
—Imperiosas obligaciones me retienen en Viena.
—¡Lograré convenceros, ya lo veréis!
Llegó el momento de las despedidas.
—¿Acaso tenéis graves preocupaciones? —se inquietó Haydn.
—Tengo la impresión de que ésta es la última vez que nos vemos.
—¡No digáis tonterías! No soy ya muy joven y detesto viajar, pero
regresaré y os transmitiré mi experiencia londinense. Vos mismo
encantaréis, muy pronto, a los ingleses.

Viena, 25 de diciembre de 1790

Navidad, la cena, la alegría de Karl Thomas al ver los regalos, la de


Gaukerl ante una comida de fiesta, el amor de Constance… Aquella
felicidad atenuaba la tristeza de Wolfgang.
—Me atreví a llamar a Haydn «papá», ¡a mi hermano de una sola
noche! Siempre me ha apoyado y nunca me ha traicionado. Esta
separación es una cruel prueba. Comprendo sus razones y las
apruebo; en Londres, conocerá por fin el éxito que merece, y Europa
entera aplaudirá su obra. ¡Qué sufrimiento no poder hablar ya con él
y tocar música juntos!
—¡Estoy de acuerdo! —dijo Constance—, pues Joseph Haydn te
ama como un padre. Tal vez yo pueda ayudarte a soportar su ausencia
Wolfgang estrechó con ternura las manos de su esposa.
—Estoy encinta —murmuró ella.
París, 26 de diciembre de 1790

—Rechazo la Constitución Civil del Clero —le dijo Luis XVI a María
Antonieta—. Al no ser ya nombrados por el papa, los sacerdotes
tendrían que prestar juramento a instancias profanas.
—¿No provocaréis así el furor de los extremistas?
—Su objetivo, cada vez menos velado, consiste en suprimir la
monarquía para imponer una tiranía militar y policial en nombre de
grandes ideales que sumirán Francia en la tormenta.
—¿Cómo evitarlo? —preguntó la reina.
—Esperaba encontrar un terreno de entendimiento con la
Asamblea Constituyente. ¡Pura ilusión! Hoy sé que nuestro deber
consiste en combatir esta revolución. Por consiguiente, debemos
abandonar París, esta prisión al aire libre, cruzar la frontera del este
y reunimos con nuestros aliados alemanes y austríacos. Desde el
exterior, iniciaremos una guerra de reconquista.
—Majestad, estoy de acuerdo.
28

Viena, 29 de diciembre de 1790

T e presento a nuestro hermano Franz-Heinrich Ziegenhagen —dijo


Thamos a Mozart—. Viene de Hamburgo e intenta reformar la
francmasonería.
—Ya no es posible continuar así —estimó Ziegenhagen—.
Nuestras logias están llenas de aristócratas estúpidos, burgueses
ávidos de relaciones e intelectuales henchidos de vanidad, por no
hablar de los curas y sus espías.
—¿Qué proponéis? —preguntó Wolfgang.
—Olvidemos a los vejestorios y preocupémonos de los jóvenes.
Ellos son los que debemos formar. En primer lugar, el espíritu:
excluyamos toda religión dogmática y desarrollemos una verdadera
libertad espiritual. Luego, la actividad cotidiana: dejemos de incensar
a los falsos pensadores que engendran desgracias y desórdenes,
restablezcamos la dignidad y la grandeza del trabajo manual.
Finalmente, el cuerpo: a causa de la Iglesia y de la moral burguesa, la
hipocresía ha tomado el poder. Practiquemos el naturismo, veámonos
tal como somos, sin vanidad ni falsos pudores. Desde mi punto de
vista, he aquí una apacible revolución.
—¿Qué te parece? —preguntó Thamos a Mozart cuando el de
Hamburgo se hubo marchado.
—¡Por fin algo nuevo! Pero nuestro hermano olvida lo esencial: el
Arte real y la comunión de los hermanos y las hermanas, tan
maltratados por la francmasonería. Privados de las sacerdotisas del
sol, los sacerdotes serían marionetas.
—Ignaz von Born nos aguarda. Tu gran proyecto se concreta, creo.
Mozart sonrió.
—¿No sois vos su verdadero autor?

Viena, 4 de enero de 1791

El día en que se reponía Las bodas de Fígaro, Joseph Anton, conde de


Pergen y ministro de la Policía, dio un golpe decisivo. Entregó al
emperador una memoria que acusaba a la francmasonería de
propagar ideas perniciosas que pretendían minar la reputación y el
poder de los monarcas. ¿Acaso no eran los francmasones quienes
empujaban a los revolucionarios franceses a los peores extremos?
—¿Tan grave es el peligro? —preguntó Leopoldo II.
—Majestad, he pasado la mayor parte de mi existencia
estudiándola, y mis conclusiones son del todo realistas.
—El rey Federico Guillermo II de Prusia y yo mismo solicitamos a
las autoridades francesas que instauren un sistema monárquico
compatible con el bienestar de su nación.
—Con todos los respetos, majestad, quedaréis decepcionado.
—Hasta hoy, conde de Pergen, he obtenido algunos éxitos al
preferir la negociación al enfrentamiento. Vuestro odio a la
francmasonería os ciega. Teniendo en cuenta vuestras advertencias,
os recuerdo que soy yo, y sólo yo, el que gobierna.

Viena, 5 de enero de 1791

Mozart terminó un sorprendente concierto para piano[62]. Ninguna


revuelta, ningún combate, sólo un desprendimiento casi total y una
luminosa fluidez. Esa desnudez era la de la gracia reservada a una
ínfima minoría de seres capaces de percibir lo invisible y de
transmitir su voz.
En apariencia, una música cercana a cualquier oyente. En
realidad, un lejano viaje que despertó el temor de Thamos: ¿regresaría
Wolfgang de ese maravilloso país y sentiría deseos de terminar su
Gran Obra?
Mozart era un extranjero en esta tierra. No vivía la vida de los
demás seres y, sin embargo, les ofrecía una inesperada luz. Ausente
de las contingencias, con el espíritu realmente en otra parte,
encarnaba sus percepciones para que la Sabiduría, alimentada de
fuerza y armonía, no quedara del todo oculta por la locura y la
estupidez de la raza humana.
Algunos creadores se elevaban a veces hasta el cielo; Mozart, en
cambio, procedía del más allá[63].
La misión que el abad Hermes había confiado a Thamos no se
había cumplido todavía: ¿se convertiría Mozart, el Gran Mago, en el
alquimista capaz de moldear el zócalo sobre el que edificar un nuevo
templo?

Viena, 14 de enero de 1791

A los veinticinco años de edad, Franz-Xaver Süssmayr, el nuevo


alumno de Mozart, era compositor, cantante, violinista y organista.
—No me gusta en absoluto —le confesó Wolfgang a Constance.
—Pues parece más bien agradable y cortés.
—Simple fachada. Ese muchacho es muy ambicioso.
—¿Y acaso eso es un defecto grave?
—No siempre, tal vez. Por lo que se refiere a la inteligencia,
Süssmayr tiene que hacer muchos progresos aún. En fin, ya veremos
si resiste mis lecciones.
Recuperada cierta alegría de vivir, Wolfgang compuso, en pleno
invierno, tres canciones[64] que celebraban la primavera, el despertar
a una vida nueva y la alegría de los chiquillos divirtiéndose con mil y
una cosas. Los primeros oyentes, Karl Thomas y Gaukerl, quedaron
encantados.
Y Constance soñó con dar a luz un niño tan robusto como su hijo.

Viena, 27 de enero de 1791

Wolfgang celebró alegremente su trigésimo quinto aniversario. En


tomo a un verdadero banquete regado con champán, Stadler, los
Jacquin, Constance y Thamos desearon toda la felicidad del mundo al
héroe del día.
—¡El 20 repusieron tus Bodas! —recordó Stadler—. ¡Salieri se
puso enfermo! ¿Has terminado tus nuevas danzas para los bailes del
Reducto?
—Seis minuetos[65] y preparo seis alegres alemanas[66].
—¡Y todos esos jaraneros que se agitan con Mozart! ¿Aprecian al
menos la calidad de tu música? A menudo me enfado pensando que
ese trabajo no es digno de ti.
—Me ayuda a ganarme la vida, y la de mi familia, y lo hago lo
mejor que puedo.
—Como todo Viena disfruta de esa música —añadió Gottfried von
Jacquin—, la fama de Mozart se ve reforzada ante el emperador. Y
con su fama, también la de la francmasonería.
—No estéis tan seguro —recomendó Thamos—. Ningún argumento
disuadirá al jefe de la Policía, que seguirá espiándonos e intentando
destruimos. Y nuestro hermano Wolfgang es el que está más expuesto
de todos nosotros.
29

Viena, 1 de febrero de 1791

I nquietos, miedosos o sintiéndose amenazados, numerosos


hermanos abandonaban La Esperanza Coronada, cuyos efectivos
se reducían mes tras mes. Último dimisionario notorio: el jurista
Franz Hofdemel. Su esposa, María Magdalena, seguía siendo sin
embargo alumna de Mozart.
—Varios indicios me incitan a pensar que hay un traidor entre
nosotros —le reveló Thamos a Mozart—. Conocemos al espía del
arzobispo de Viena, tan estúpido que no representa un grave peligro,
El verdadero chivato, en cambio, es el que nos causa el mayor daño.
Sin duda comunica a la policía nuestros rituales y los temas de
nuestros trabajos.
—¿Cómo puede actuar así un hermano? —se indignó Wolfgang.
—Recuerda el mito del Maestro masón: la traición forma parte
integrante de la vida iniciática. Olvidarlo ha llevado a muchas
cofradías al desastre.
—¿Tenéis alguna sospecha concreta?
—Desde hace varias semanas, algunos comportamientos me
intrigan. Antes o después, lo lograré.

Viena, 1 de marzo de 1791


Minuetos, danzas alemanas, contradanzas y Ländler[67] de Mozart
encantaban a los tres mil danzantes de la pequeña y de la gran sala
del Reducto, en el palacio imperial de Viena. Hasta las cinco de la
madrugada, bebían y comían, disfrazados. Se apreció especialmente el
trío de la «Carrera de trineos», en el que se incluían una trompa de
postillón y unos cascabeles, y «El triunfo de las damas».
Leopold Aloys Hoffmann abandonó la sala pequeña poco después
de la medianoche para acudir a una cita con Geytrand, a quien el
fresco nocturno no molestaba.
—¿Algo nuevo, Hoffmann?
—Nada importante. La logia ronronea.
—Vamos, querido amigo, no intentéis pasaros de listo. Tenemos un
expediente muy comprometedor sobre vos. ¿No erais acaso el hermano
Sulpicius, entre los iluminados?
Hoffmann reveló de inmediato los acontecimientos de la última
Tenida de La Esperanza Coronada. Satisfecho, Geytrand se alejó.
Hoffmann, helado, se arrebujó en su grueso manto.
—Buenas noches, falso hermano.
Thamos el egipcio le cerraba el paso.
—¿Hace… hace mucho rato que estáis aquí?
—Te he seguido.
—¡Es… es insensato!
—En absoluto, por fin he comprendido quién eras.
—¡Pues yo no comprendo nada!
—¡Qué el destino te reserve el peor de los castigos, crápula! No
vuelvas nunca más a la logia.
El traidor sintió que Thamos no hablaba a la ligera y que se moría
de ganas de retorcerle el pescuezo.
Jurándose evitar cualquier contacto con la francmasonería,
Hoffmann desapareció en la noche.

Viena, 2 de marzo de 1791


El conde Deym había hecho un nuevo encargo a Mozart para
alimentar el órgano mecánico de su museo de figuras de cera. Esta vez
sin aburrirse, Wolfgang compuso una fantasía[68] que no parecía una
pequeña pieza de género. Un alegro fugado precedía y seguía a un
andante bastante majestuoso. Influencia de Juan Sebastián Bach,
rigor, sentido de lo trágico… Al escuchar aquella breve obra,
Constance advirtió una nueva evolución en el estilo de Mozart[69].
—Excelente noticia, querida. Tres editores han vendido varias
partituras, cuartetos y música de danza tan apreciada por los
vieneses. Una entrada de seiscientos florines, ¡qué alivio! Ahora, el
porvenir está más despejado.
—¿Y tu gran ópera?
—Va invadiéndome poco a poco. Muy pronto dibujaré sus
contornos.

Viena, 3 de marzo de 1791

—Acabamos de perder a nuestro confidente —dijo Geytrand a Joseph


Anton—. Debido a problemas de conciencia, abandona la
francmasonería.
—¡Hoffmann tiene conciencia! ¿Le has ofrecido un aumento?
—Ni siquiera una fuerte prima le hará cambiar su decisión.
—Sólo hay una explicación posible: sus hermanos lo han
identificado y le han amenazado.
—El núcleo de La Esperanza Coronada será muy difícil de romper
—deploró Geytrand—. Los iniciados ya son muy pocos y sus vínculos
se han estrechado.
—¡A causa de Mozart, claro está! En el fondo, esta situación no
debe de disgustarle. Como director de orquesta, elimina los malos
elementos y se queda con los solistas. Dicho de otro modo, en
adelante, carecemos de ojos y oídos.
Intentaré comprar un nuevo informador —prometió Geytrand—
pero no estoy seguro de lograrlo.
Aunque hubiera obtenido muchos éxitos durante el período en que
actuaba a la sombra, el conde de Pergen desembocaba ahora en un
callejón sin salida. Aparentemente muy debilitada, la logia de Mozart
aguantaba, y la francmasonería vienesa amenazaba con renacer; por
lo que se refiere a Leopoldo II, hostil a las sociedades secretas, sin
embargo, exigía de su jefe de la Policía una deplorable moderación.
¿Simple contratiempo o signo del destino? Fuera como fuese,
Anton seguiría combatiendo.
La influencia de Mozart, el verdadero cabecilla, no dejaba de
extenderse. ¡Y qué increíble capacidad de resistencia a los múltiples
ataques! Aquel hermano parecía tan indestructible como el Hombre
de piedra de Don Giovanni. Al abrigo de la traición, ¿qué proyecto
estaba esbozando?

Viena, 4 de marzo de 1791

Sin entusiasmo, Mozart participó en un concierto cuya estrella era el


clarinetista Joseph Bähr, vinculado a la corte de Rusia, que deseaba
acoger una gran gira del compositor de Las bodas de Fígaro.
En casa del restaurador Ignaz Jahn, Wolfgang tocó uno de sus
conciertos para piano[70] y no prestó mucha atención a los aplausos.
No soñaba con aparecer en público ni con brillantes demostraciones de
virtuosismo, sino con la ópera iniciática que llevara al corazón del
Templo. Aunque aún tuviera que producir música de danza, como
«Les filles malicieuses»[71], su pensamiento se volvía cada vez más
hacia Egipto.
30

Viena, 5 de marzo de 1791

G racias por recibirme, majestad —dijo Lorenzo da Ponte con su


voz más untuosa, haciendo una gran reverencia ante Leopoldo II
—. Estoy por completo a vuestro servicio y os prometo escribir libretos
de ópera muy divertidos.
—Vuestra pluma no es siempre tan… divertida. No me gustan
vuestros panfletos ni vuestras críticas. Por consiguiente, ya no
formáis parte del personal de la corte.
—¡Intentan perjudicarme, majestad! Os aseguro mi fidelidad, yo…
—¡Salid!
Ante la fría cólera del emperador, Da Ponte no insistió. ¿Cómo iba
a recuperar su confianza?
En plena jaqueca, recibió la visita de Mozart.
—Una catástrofe —reveló el abate—. ¡Leopoldo II me ha
despedido! Salieri está detrás de todo esto y quiere eliminarme. Pero
lucharé. ¡Nadie tiene derecho a pisotear así a Lorenzo da Ponte!
Era inútil pensar en una nueva colaboración con el abate, pensó
Mozart, puesto que en adelante consagraría su tiempo a intentar
reconquistar su puesto. Como Thamos había predicho, tendría que
encontrar un nuevo libretista.

Viena, 6 de marzo de 1791


A pesar del sufrimiento y la fatiga que lo obligaban a no salir de su
habitación, al Venerable Ignaz von Born le satisfizo recibir a Mozart y
a Thamos. Les enseñó la carta de felicitación del francmasón
americano Benjamín Franklin, referente a su estudio Los misterios
egipcios.
—He decidido consagrar una ópera a los misterios de Isis y Osiris
—anunció Mozart.
—¡Qué extraordinario proyecto! ¿Eres consciente de sus riesgos?
Para las autoridades y la policía, te convertirás en un temible
propagandista. La Iglesia te acusará de paganismo, la francmasonería
de romper la regla del silencio. Algunos te envidiarán por haber
llegado tan lejos en la vía de la iniciación, otros te reprocharán que
concedas un lugar demasiado importante a la mujer.
—«Cuando se construye la Casa», me fue revelado, «cuando el
varón y la hembra están unidos, entonces la piedra es perfecta[72].» La
francmasonería ha olvidado la vital necesidad de la iniciación
femenina[73], y ha llegado el momento de restablecer la armonía.
—Realmente corres un gran peligro —insistió Von Born—. En el
clima actual, trastornar así las instituciones te supondrá las peores
enemistades.
—No importa, pues vamos a construir un templo donde se efectúen
los trabajos que revelarán el gran secreto y ofrecerán la verdadera luz
de Oriente[74].
—La Gran Obra, la unión del Rey y de la Reina, la iniciación de la
pareja real más allá de los tres grados —murmuró Von Born—. ¡Así
transmitirás el propio corazón de los Grandes Misterios!
—¿Aceptáis trabajar conmigo?
—Tanto como mis fuerzas me lo permitan. Así que no nos
demoremos.
Inspirándose en textos diversos[75], Wolfgang había puesto él
mismo las bases de un libreto[76].
—He elegido, como título, La flauta mágica[77]. Ese instrumento
extraordinario, hecho con la madera más profunda de una encina
milenaria durante una monstruosa tormenta que vio el
desencadenamiento del fuego celestial, será el símbolo de la Regla.
Tocarla permite apaciguar el salvajismo de los hombres y de los
animales, y dominar la violencia. Gracias a ella, el Hombre y la Mujer
vivirán juntos los Grandes Misterios.
—¿Has escogido un libretista?
—Es imposible recurrir a Da Ponte; he pensado en el hermano
Schikaneder por varias razones. En primer lugar, está apegado al
ideal masónico y sabrá comprender mis exigencias; luego, es un
excelente profesional y hará una puesta en escena de acuerdo con mis
deseos; finalmente, dispone de una compañía veterana y de un teatro
que pertenece a mi hermano y amigo Joseph von Bauemfeld.
Ciertamente, es una sala de los arrabales frecuentada por un público
popular. ¿Por qué despreciarlo? Tal vez se muestre más receptivo que
la aristocracia vienesa, ¡tan superficial! Gracias a Schikaneder, haré
realidad mi misión.
—Excelente elección —aprobó Ignaz Von Born—. Y nuestro her
mano Alberti publicará el libreto.
—A diferencia de las tres óperas consagradas al Aprendizaje, al
Compañerismo y a la Maestría —añadió Wolfgang—, este texto no se
redactará en italiano, sino en alemán. Y los recitativos serán
hablados, no cantados.
El Venerable bebió un trago de la poción que había preparado
Thamos. Aliviaba el dolor y prolongaba su existencia en algunas
semanas, algunos meses incluso. Alquimista experimentado, Von
Born sabía que su final estaba próximo y le alegraba participar en la
Gran Obra de su discípulo.
Por lo que a Thamos se refiere, vivía una emoción de una
intensidad comparable a la que había compartido con sus hermanos
en su monasterio del Alto Egipto, antes de que éste fuera destruido
por los fanáticos musulmanes. Desde la identificación del Gran Mago,
se había recorrido un largo camino, hasta el umbral de ese templo de
los sacerdotes y las sacerdotisas del sol que iba a levantarse, nota tras
nota.
31

Viena, 7 de marzo de 1791

Q ué duro oficio es el de director teatral! —exclamó Emmanuel


Schikaneder—. Me he visto obligado a redactar un reglamento
interno muy severo. En adelante, los indisciplinados y los que se
retrasen recibirán una multa que se ingresará en la caja de socorro
para actores errantes. ¿No es una hermosa aplicación del principio de
solidaridad que predica la francmasonería?
—Este rigor me gusta —reconoció Mozart—, y me dan ganas de
colaborar con vos.
Los ojos de Schikaneder se encendieron.
—¿Un proyecto… serio?
—Muy serio.
—¿Tenéis ya un libreto?
—Estoy elaborándolo, y vos me ayudaréis a darle forma si aceptáis
seguir mis indicaciones.
—¡Chocadla! —aprobó Schikaneder golpeando con su palma
derecha la de Mozart—. Os proporcionaré algunas ideas divertidas
que encantarán a nuestro público.

Viena, 8 de marzo de 1791

Wolfgang compuso una aria de bajo[78] destinada a Franz-Xaver


Gerl[79]. Luego verificó la próxima publicación por su hermano Arfaría
de doce danzas alemanas y doce minuetos, en reducción para piano,
antes de dirigirse a casa de Von Born.
Thamos se reunió con ellos.
—No hay policías vigilando —declaró, aliviado.
—¿Por qué Leopoldo II va a hacer que vigilen a un viejo sabio
enfermo y desprovisto de influencias?
—Porque el ministro de la Policía no os ve de ese modo, Venerable
Maestro. A su entender, seguís siendo la cabeza pensante de una
francmasonería secreta cuya mano ejecutora es Mozart. Su temible
competencia nos obliga a no bajar nunca la guardia.
Ignaz von Born asintió. Cuando Mozart abordaba una fabulosa
aventura, era preciso preservarlo de cualquier peligro.
—Tres personajes estarán en el núcleo del ritual —anunció
Wolfgang—. En el vértice del triángulo, el Venerable, al que propongo
dar el nombre de Sarastro.
—Una evocación de Zoroastro y, a la vez, del «príncipe del astro»,
el sol[80] —advirtió Thamos—. Disipará los prejuicios, los chismes y
las mentiras que abruman a las logias y preparará, contra la opinión
de algunos masones, la iniciación del Hombre y de la Mujer. Esa
pareja real le sucederá para hacer que reviva la tradición de los
Grandes Misterios.
—Debemos dar nombre a los dos héroes —dijo Von Born a
Thamos.
—Él se llamará Tamino, ella Pamina. En ambos casos se utiliza la
raíz min. En egipcio jeroglífico, significa «ser estable, duradero», y se
refiere a los monumentos sólidamente construidos. A esta pareja le
incumbirá edificar el nuevo templo tras la celebración de las bodas
sagradas. Min es también el nombre de Osiris resucitado, que se
incorpora y abandona el sueño de la muerte. Tamino, «El de Min», y
Pamina, «La de Min», deben superar juntos esta prueba. Por lo demás,
he invertido los artículos, siendo Ta femenino y Pa, masculino, pues
Così fan tutte nos enseña cómo proceder a la conciliación de los
contrarios y a la inversión de las luces. Sus nombres muestran que
Tamino y Pamina son indisociables. Menes, otro modo de escribir la
raíz min, fue a la vez el primer faraón, el unificador de las Dos Tierras
y el sabio monarca de Thamos, rey de Egipto. Tamino significa
también «mi rey», y Pamina «mi reina»[81]: se trata aquí del único
verdadero alto grado de la francmasonería iniciática, la consumación
del Arte real.
—Tamino encarna la vía larga de la alquimia, sembrada de
pruebas —añadió Von Born—, y Pamina la vía breve. Por ello recibirá
directamente la enseñanza de Sarastro, que impetrará las bendiciones
divinas sobre la pareja, a la que, terminada su iniciación, se le
concederán la felicidad y la consagración de Isis.
—El ritual consistirá en llevar a Tamino y a Pamina el uno hacia
el otro —decidió Mozart—. Vivirán pruebas y purificaciones para
llegar más allá de su propia existencia y conocer el amor creador del
que nace la iniciación.

Viena, 30 de marzo de 1791

Desde hacía una semana, los vieneses visitaban el mausoleo del conde
Deym consagrado a la memoria del mariscal Laudon, brillante
guerrero que había combatido valerosamente contra los turcos. A cada
hora, los envidiosos recibían la sorpresa de escuchar la música
fúnebre de Mozart[82], el hábil compositor de danzas y contradanzas.
Sobre un tema de Gerl[83], su futuro Sarastro, Wolfgang concluyó
ocho variaciones para piano, tituladas Ein Weib ist das Werrlichste
Ding[84], apacibles y recogidas.
—Mientras no se haya restaurado la iniciación femenina —le dijo
a Thamos—, este mundo irá del revés.
—Hay que recuperar el aliento de los antiguos misterios y anclar
la francmasonería en su tradición original, el pensamiento egipcio.
Éste es el envite de La flauta mágica.
32

Viena, 30 de marzo de 1791

H abéis servido al imperio de un modo magnífico, conde de Pergen,


y merecéis pues un largo reposo.
—Majestad, preferiría seguir con mi trabajo a la cabeza de la
policía. Estamos muy lejos de haber apartado todos los peligros,
especialmente la francmasonería.
—Esa obsesión os ciega.
—¡Mirad América, Francia y, muy pronto, otros países! Los
francmasones quieren derribar las monarquías, imponer sus ideas y
tomar el poder. Si no intervenimos de modo radical, Austria
zozobrará.
—Yo sabré evitar semejante desastre. A partir de hoy, ya no sois
ministro de la Policía.
Joseph Anton se inclinó y se retiró.
¡Mozart triunfaba, pues! Gracias a su red de influencias y
complicidades, había convencido a Leopoldo II de que no prohibiera la
francmasonería, sociedad de beneficencia que respetaba al emperador.
Pero la lucha no había terminado.
Al regresar a la clandestinidad, el conde no carecería de medios.
Enfermo Ignaz von Born, Mozart se convertía en el hombre al que
debía derribar. Y esta vez, era preciso pensar en su eliminación física
sin que una investigación, en el supuesto de que se produjese, llevara
hasta Joseph Anton.
Una precaución indispensable, no obstante: multiplicar las pistas y
los sospechosos. Por fortuna, a Mozart no le faltaban enemigos.

Viena, 1 de abril de 1791

—¡Me satisface recibiros, conde de Pergen! —dijo con su tono pausado


Anton Migazzi, el arzobispo de Viena—. Quedé desolado al conocer
vuestro despido.
—Hay un solo responsable: el francmasón Mozart.
—¡Otra vez él! ¿Tan poderoso es?
—Mucho más de lo que suponéis, eminencia. Es el jefe oculto de la
masonería vienesa y desempeña un papel determinante en Praga.
—No olvido que me desafió, el 12 de agosto de 1785, haciendo que
en su logia se tocara música ritual durante la iniciación de Karl von
König, un francmasón veneciano condenado por la Santa Inquisición.
—¡Ha recorrido mucho camino desde entonces! Seguro de su
fuerza, no tardara en combatir abiertamente a la Iglesia.
—¿Acaso no teme perder su alma?
—Mozart sólo cree en la iniciación y, más concretamente, en las
enseñanzas egipcias.
—¡Dios del cielo! ¿Acaso es pagano?
—La lectura de los Misterios egipcios de su maestro Ignaz von
Born os resultara muy edificante. Eminencia, la fe católica está en
peligro.
—¿Y qué proponéis?
El conde de Pergen reflexionó largo rato.
—Ruego al Señor Omnipotente que proteja a sus fieles y pienso en
el Antiguo Testamento. ¿No golpea la cólera divina a los impíos y los
idólatras?
—Nunca nos interesamos bastante por las Sagradas Escrituras,
señor conde, que Dios inspire las acciones de los hombres de buena
noluntad.
Viena, 10 de abril de 1791

Tras haber recibido treinta florines de su hermano Puchberg. Mozart


se había dirigido a casa del francmasón húngaro Jobean Tosl rico
negociante apasionado por la música de cámara, para tocar allí una
obra de encargo, un quinteto para cuerda[85] en el que predominaba la
serenidad de un creador dueño de su acto. En plena preparación de su
Gran Obra, Mozart expresaba optimismo y desprendimiento.
En él cantaba ya Sarastro, el Venerable encargado de dirigir d
ritual de iniciación de Tamino y Pamina, luchando contra la rama
oscurantista de la francmasonería que pretendía reducirla a un
asunto de varones y contra el aspecto oscuro del alma femenina,
simbolizado por la Reina de la Noche, que prefería la destrucción a la
iniciación. Poco a poco tomaba forma la comunidad de los sacerdotes y
las sacerdotisas del sol, entrevista ya en la composición de Thamos,
rey de Egipto.

Viena, 17 de abril de 1791

La víspera de aquella noche. Antonio Salieri dirigía una gran


orquesta de un centenar de ejecutantes en los conciertos de cuaresma,
muy apreciados por los vieneses.
—A este hipócrita no le falta cara dura —le dijo Da Ponte a Mozart
—. Aunque os deteste, elige una de vuestras sinfonías[86]. Seducir a la
aristocracia, ése es su único objetivo. Podrido de ambición, esa rata
muerde a quien se craza en su camino. Estoy seguro de que él es
quien convenció a Leopoldo II para que me expulsara de la corte, con
el fin de imponer a sus propios libretistas. Pero lucharé hasta el fin.
—¿Se muestran convincentes vuestros partidarios?
—Lo dudo —deploró el abate—, y debo pasar todos mis días
contrarrestando la perniciosa influencia de Salieri. Sobre todo,
Mozart, desconfiad de ese parásito. Como la mayoría de los mediocres,
puede volverse violento y peligroso.
—No le hago sombra alguna.
—¡Desengañaos! Tenéis talento, él tiene relaciones. Salieri sabe
que sus óperas de circunstancias no le sobrevivirán y que las vuestras,
a pesar de la crítica y de la falta de éxito, albergan tesoros que están
fuera de su alcance. Os lo repito, desconfiad.
33

Viena, 18 de abril de 1791

E n sus tres óperas iniciáticas anteriores, Las bodas de Fígaro, Don


Giovanni y Così fan tutte, Mozart había compuesto en último
lugar la obertura. Esta vez, lo discutió con Ignaz von Born y Thamos.
—Celebra el Número Tres y el pensamiento ternario, los
fundamentos de nuestra andadura hacia el conocimiento —preconizó
el Venerable.
—Según Egipto —precisó Thamos—. Tres son todas las fuerzas
divinas: el misterio, la luz y la formulación. Por medio del Tres, el
Uno, inaccesible al pensamiento humano, se hace transmisible.
—El Tres estará presente en La flauta[87] —aseguró Wolfgang—.
El ritual se iniciará con su sublimación, a saber, el Nueve, Número
secreto del grado de Maestro. Así, al comenzar la Obertura, habrá tres
acordes distintos y, en medio, tres veces tres acordes, que significarán
la celebración de los Grandes Misterios: el Venerable Sarastro quiere
transmitir el Arte real a la pareja formada por Pamina y Tamino.
—La flauta mágica —predijo Thamos— será una obra esotérica y
Popular al mismo tiempo, que hablará a todos los corazones.
—He tomado la decisión de fundar una nueva orden iniciática —
reveló Mozart—. Se llamará La Gruta y ofrecerá auténticos rituales
cuyas bases proporcionará La flauta mágica. Nuestra hermana Thun
y nuestro hermano Stadler aceptan participar en la aventura[88].
—La luz de Egipto iluminará esa orden —afirmó Von Born.
Viena, 21 de abril de 1791

A pesar de la preparación del libreto, Wolfgang encontró tiempo para


componer el coro final de una ópera de Sarti[89] y participar en un
concierto en casa de Von Greiner, abogado, importador de productos
alimenticios y francmasón iniciado en La Verdadera Concordia.
Invitado a esa excepcional velada, Puchberg, apasionado por ese
tipo de festejos, entregó a Mozart un violín y se sintió satisfecho al ser
recibido en aquel salón frecuentado por filósofos, poetas y músicos.
—¿Os ha pagado correctamente Greiner?
—Me lo ha prometido, pero he olvidado reclamar lo que me debe.
—Eso es cosa mía —decidió Puchberg—. ¿Qué es lo que os
preocupa, hasta el punto de olvidar lo esencial?
—Un proyecto. Un grandísimo proyecto.
—¡Excelente noticia!
La intervención de Puchberg fue muy oportuna, pues Anton
Stadler pidió a Mozart una considerable suma, necesaria para seguir
con la fabricación del clarinete bajo del que el compositor extraería
maravillas. Con el acuerdo de Constance, Wolfgang seguía
financiando aquel proyecto. También soñaba con un piano que diera a
sus partituras un fulgor superior al de los pianofortes, aun los más
perfeccionados. Pero en el porvenir se empeñaría en aumentar la
calidad del sonido favoreciendo el nacimiento de nuevos instrumentos.

La flauta mágica, acto primero, primera escena [90]

—La decoración desempeñará un papel muy importante —anunció


Mozart—, y la puesta en escena tendrá que respetar un dispositivo
ritual[91].
—¿Qué universo simbólico has concebido? —preguntó Ignaz von
Born.
—Un paisaje rocoso salpicado de árboles. A ambos lados del
escenario, montañas. Una de ellas simboliza la iniciación masculina,
la otra, la iniciación femenina. En el centro, un templo.
—Se reconstruye así el signo jeroglífico akhet —comentó Thamos
—, el sol del espíritu levantándose entre dos colinas, Oriente y
Occidente.
—Vistiendo una lujosa túnica de caza japonesa, Tamino baja de
una roca, perseguido por una serpiente a la que no puede matar. Su
única arma es un arco inútil, porque su carcaj está vacío. Dicho de
otro modo, aún no posee el dominio de las flechas, los rayos del sol.
—Esta alusión al Japón, el Extremo Oriente —advirtió Von Born
— significa que Tamino está bajo la protección de la Luz del más allá,
el Oriente eterno. Ignorando su predestinación, «caza» el
conocimiento, sin los medios apropiados. Y en el camino que lleva a su
verdadera patria se encuentra con el Enemigo.
—Creyéndose perdido, Tamino toma conciencia de que servirá de
ofrenda al monstruo contra el que ya no puede luchar. Toda tentativa
de fuga es inútil. Entonces, implora a los caritativos dioses y les
suplica que lo salven.
«¡Los dioses! Esta palabra provocará rayos y centellas en el
arzobispo», pensó Von Born.
—Formulada su petición de socorro, Tamino se derrumba,
inconsciente.
—Pierde así cualquier potencia humana para entrar en una
muerte iniciática —precisó Thamos—. Helo aquí, pues, a merced de la
serpiente destructora que bebe el agua del río celestial para desecarlo,
privar de vida al cosmos e impedir el renacimiento del sol.
—¡La puerta del templo se abre! Aparecen tres Damas veladas,
cada una de ellas provista de una jabalina de plata, el color de la luna,
signo del acto justo en el momento justo. Juntas, gracias a la fuerza
del Tres, matan la serpiente y salvan a Tamino. El templo en el que
residen es el de la Reina de la Noche —indicó Wolfgang—. Ha perdido
la paz y la serenidad desde que un desgarrón la separó del templo del
sol.
—Esta escena ritual —añadió Thamos— ilustra un episodio de los
misterios de Horus durante el que unos iniciados clavan al monstruo
en el suelo con sus arpones.
—La belleza de Tamino fascina a las tres Damas. Cada una de
ellas quisiera conquistarlo, pero el trío forma una entidad
indisociable. Vuelven, pues, al templo para informar a la Reina de la
Noche. ¿No traerá el maravilloso joven un radiante porvenir?
—Tamino sale del sueño iniciático —dijo Thamos—. Ve la
serpiente maléfica y sabe que no la ha vencido. ¿Qué potencia superior
ha escuchado su llamada? ¿Dónde se encuentra?
—A lo lejos se oye el sonido de una flauta. Un extraño personaje se
acerca. Tamino se oculta tras un árbol.
34

Viena, 25 de abril de 1791

C ontrariamente a lo previsto, el viejo Leopold Hofmann[92],


maestro de capilla de la catedral, agonizante sin embargo, se
había recuperado. Mozart se sintió obligado a escribir una carta oficial
a los consejeros municipales para precisar su posición. Hofmann, de
carácter imposible, ganaba dos mil florines anuales, sin contar la
madera para la calefacción y las velas. Wolfgang no le deseaba mal
alguno e intentaba hacerlo saber.
Tomó, así, su mejor pluma:

Muy honrados y sabios señores de la municipalidad de Viena.


Cuando el señor maestro de capilla Hofmann cayó enfermo, quise
tomarme la libertad de solicitar su plaza dado que mi talento musical,
mis obras y mi ciencia de la composición son conocidos en el
extranjero. Como en todas partes se concede cierta consideración a mi
nombre y tuve, hace ya varios años, la fortuna de ser contratado por la
muy honorable corte de este lugar como compositor, pensé no ser
indigno de ese puesto y merecer la benevolencia de tan sabia
municipalidad.
Pero el maestro de capilla ha recuperado la salud y, puesto que
deseo y espero de todo corazón que su vida se prolongue, he pensado
que tal vez sería ventajoso para el servicio de la catedral y para vos,
señores, que se me adjunte al señor maestro de capilla, sin retribución
al principio, y que tenga yo así la ocasión de ayudar a tan honesto
hombre en su servicio y adquirir la consideración de la sapientísima
municipalidad con un verdadero trabajo para el que mi profundo
conocimiento del estilo sacro me permite creerme más capaz que otro.

La flauta mágica, acto primero, escena segunda

—Tamino ve llegar a un hombre cubierto de plumas que baja de la


montaña y lleva a la espalda una gran jaula con pájaros diversos —
indicó Wolfgang—. Acompañándose con una flauta de Pan, canta su
deseo de encontrar una esposa, precisando al mismo tiempo que posee
el conocimiento de ese instrumento.
—Le llamaremos Papageno —decidió Von Born—. El nombre
procede de una palabra griega que significa «engendrar, generar»,
puesto que el personaje encarna la multiplicidad de los deseos frente a
la unidad espiritual de Tamino. Algunos verán en él una alusión a
Papegeai, el loro, designación de un grado elemental de la Orden de
los Iluminados.
—Tamino es la potencia creadora, lo fijo —intervino Thamos—.
Papageno, la manifestación de la creación, lo volátil. Gracias a su
encuentro, se abre el camino de Luz.
—Papageno quiere entrar en el templo —prosiguió Wolfgang—.
Tamino lo retiene por la mano. Declara que es hijo de rey y, por tanto,
príncipe y predestinado. Por lo que a Papageno se refiere, ignora
dónde ha nacido y quiénes son sus padres. Un anciano muy alegre lo
educó, y su madre fue sirvienta de la Reina de la Noche, capaz de
inflamar las estrellas. Para satisfacerla, atrapa toda clase de pájaros.
A cambio, ella le proporciona comida y bebida. «¿Puedo verla?»,
pregunta Tamino. «¿Qué mirada humana podría atravesar su velo
hecho de negrura?», responde Papageno, «¿qué mortal puede presumir
de haberla visto alguna vez?». Tamino recuerda que su padre, el rey,
le hablaba a menudo de esa Reina de la Noche cuyo secreto debe
descubrir. Entonces lo asalta una duda: ¿el tal Papageno, cubierto de
plumas, es realmente un hombre? Ciertamente, confirma el
interpelado, y su fuerza colosal le ha permitido estrangular a la
maléfica serpiente.
—Criado por un «alegre viejo», designación del alquimista —
añadió Thamos—, «el agente volátil» Papageno se encarga de reunir
los dos elementos de la pareja real, Tamino y Pamina.

Viena, 26 de abril de 1791

Joseph Anton se ocultaba en el vasto despacho de su mansión


particular. Con las cortinas corridas a causa de la luz, que detestaba,
el conde de Pergen releía sus expedientes. Sólo él conocía la
francmasonería, sólo él sabía combatirla.
—¿Y bien, Geytrand?
—He preservado parte de nuestra antigua organización
seleccionando a los mejores elementos. Lamentablemente, se han
vuelto avariciosos.
—Págales lo bastante para que no nos traicionen.
—Naturalmente, he mandado reanudar, de un modo muy discreto,
la vigilancia del domicilio de Ignaz von Born. Mozart acude allí con
frecuencia.
—Una nueva ópera iniciática, ¡eso es lo que están preparando! —
exclamó Joseph Anton—. Mozart creará una verdadera máquina de
guerra masónica cuyos planos le dicta Von Born. Ese maldito
Venerable sigue reinando.
—Su salud declina. Tal vez podríamos acelerar el proceso.
—¿De qué modo?
—Antaño, un francmasón llamado Gugomos amenazó con
envenenar a los hermanos que no le gustaban con acqua toffana, una
sustancia muy eficaz. Puede administrarse en pequeñas dosis,
indetectables. De acuerdo con vuestras instrucciones, he adquirido
una buena cantidad.
Anton pareció dudar.
—Ya no somos un servicio oficial, señor conde, y sólo vos decidís
sin dar explicaciones a nadie. Eliminar a Ignaz von Born me parece
prioritario. Mañana se pondrá de nuevo a la cabeza de la
francmasonería y le devolverá su pasado vigor.
—Hay que evitar la menor sospecha.
—Uno de nuestros agentes envenenará diariamente la comida de
Von Born. Una vez muerto él, nos habremos librado también de
Mozart ¿Cómo va a recuperarse de la muerte de su maestro?
Desamparado, roto, se limitará a componer danzas y contradanzas.
35

La flauta mágica, primer acto, escenas tres y cuatro

P apageno había alardeado de haber estrangulado a la serpiente —


recordó Wolfgang—, y las tres Damas restablecen la verdad. Con
los rostros siempre ocultos, ofrecen al presuntuoso, de parte de la
Reina de la Noche, agua pura en vez de vino y una piedra en vez de
pastel. La tercera Dama sustituye los dulces higos, símbolo de la
multiplicidad fecunda, por un candado de oro y cierra la boca a
Papageno. Apliquemos ese castigo a los charlatanes y a los
pretenciosos, y la existencia será más agradable.
—Ese candado se refiere al secreto de la Obra alquímica —precisó
Von Born—. Papageno, encarnación del agente que vincula los
elementos, no puede y no debe transmitirlo.
—Las tres Damas entregan a Tamino un medallón que le envía la
Reina de la Noche. En su interior está el retrato de su hija. Si esa
maravillosa muchacha no le es indiferente, conocerá la felicidad, el
honor y la gloria. Tamino siente de inmediato un amor que no es de
este inundo. No está contemplando una mujer, sino una imagen
divina, nunca ofrecida a las miradas de un mortal. Mágicamente
hechizado, desea consumar una eterna unión.
—Esta visión de Isis nos lleva más allá del grado de Maestro —
prosiguió Von Born—. Henos aquí en el umbral del Arte real,
precisamente cuando el hermano toma conciencia de la importancia
de la hermana, cuando el futuro rey se dirige hacia la futura reina
para formar de nuevo la unidad primordial.

Viena, 28 de abril de 1791

La víspera, Wolfgang había participado en un nuevo concierto en casa


del hermano Von Greiner, al que había sido invitado Puchberg, que
seguía sintiendo verdadera pasión por aquellas deliciosas veladas.
Cuando estaba escribiendo la continuación de La flauta, Constance
entró en su gabinete de trabajo con una carta en la mano.
—Viene de la municipalidad.
—El puesto en la catedral… ¿Nos sonreirá la suerte?
Wolfgang abrió la misiva.
La decepción dejó paso a la esperanza.
—La municipalidad ha rechazado mi petición.
—No te desanimes, querido. Tu proyecto de ópera te entusiasma
tanto que este incidente no debe desalentarte.
—Tranquilízate, llegaré hasta el final. ¡Y que se fastidie el órgano
de la catedral!

La flauta mágica, primer acto, escenas de la cinco a la ocho

Ignaz von Born quería olvidar su sufrimiento y seguir trabajando en


el libreto de La flauta. Sus días estaban ya contados, no escuchaba a
su médico ni a los suyos, que lo incitaban a descansar.
—Tras el despertar del amor iniciático, vinculado a la vigilancia —
dijo Mozart—, el príncipe Tamino recibe de las tres Damas la segunda
calidad fundamental, indispensable para el iniciado: la perseverancia.
Le comunican que la Reina de la Noche le confía el deber de salvar a
su hija Pamina, el modelo del retrato cuyo nombre descubre así.
Mientras meditaba en un bosque de cipreses, en vísperas de una
ceremonia de iniciación, fue raptada por un demonio. Pero nada, ni
siquiera la violencia, podría arrastrarla hacia el vicio.
—Puesto que Tamino se compromete a liberar a su amada —
intervino Thamos—, la Reina de la Noche aparece con el estruendo
del trueno.
—Las montañas se abren y dan paso a una sala suntuosa —indicó
Mozart—. Sentada en un trono adornado con estrellas transparentes,
la soberana convence a Tamino de que salve a su hija. Liberada, será
suya eternamente. Tamino, fascinado, implora a los dioses que le den
el valor necesario. Las tres Damas regresan y quitan el candado que
cerraba los labios de Papageno, indultado por la Reina de la Noche.
Promete no mentir nunca más y juntos formulan un voto: si se
colocara un candado semejante en la boca de todos los mentirosos, el
amor y los vínculos fraternos sustituirían al odio, la calumnia y la
hiel.
—Las sirvientas de la Reina de la Noche cumplen otra misión:
entregar a Tamino una flauta de oro. Le protegerá de la desgracia, le
permitirá actuar con omnipotencia y transformar las pasiones
humanas multiplicando la felicidad y la alegría.
—¡Esta flauta, más valiosa que el oro y las coronas! —añadió
Thamos—, es la regla de los iniciados.
—A Papageno, a quien ordena que se convierta en el servidor de
Tamino y vaya al castillo de Sarastro —prosiguió Mozart—, las tres
Damas le entregan otro objeto mágico: un carillón formado por
campanillas.
—La soberana de las tinieblas ofrece sus principales tesoros a
ambos hombres, porque cree haberlos convertido —dijo Thamos—.
¿No los utilizarán para eliminar al Venerable Sarastro y arrancar a
Pamina de la vía iniciática? Rechazada, excluida del templo, la Reina
de la Noche sólo tiene un objetivo: destruirlo.
¿Cómo encontrar el castillo?, preguntan Tamino y Papageno a las
tres Damas. Incapaces de guiarlos, confían a los dos viajeros a otra
temeridad, de naturaleza celestial y luminosa, formada por tres sabios
muchachos cuyos consejos tendrán que escuchar.
—¿La Reina de la Noche no desea su venganza? —preguntó Von
Born—. Muy pronto, la comunidad de los iniciados en los misterios de
Osiris y de Isis será decapitada.
36

Viena, 1 de mayo de 1791

L a economía de la familia Mozart mejoraba día tras día. A pesar de


sus deudas, seguían siendo elegantes, comían hasta saciarse y se
cuidaban tanto como podían.
El alquiler era pagado puntualmente y todos, incluido Gaukerl,
gozaban de la comodidad de un apartamento bastante amplio.
Oponiéndose a cualquier gasto irreflexivo, la dueña de la casa
comenzaba a pagar a algunos acreedores. Ciertamente, a Wolfgang no
le gustaba demasiado componer minuetos, danzas y contradanzas,
una música de gran consumo, pero cumplía con rigor esta función
oficial, que le proporcionaba un indispensable salario, al que se
añadían las rentas de las publicaciones y las lecciones.
Y aquella Flauta mágica, culminación de todos sus sueños de
músico y de francmasón, iba perfilándose. Finalmente, la visión de
Thamos, rey de Egipto se concretaba. Un director de escena iniciado,
un teatro, una compañía, un libreto ideal… quizá, esta vez, el éxito
acudiría a la cita.

La flauta mágica, acto primero, escenas de la nueve a la quince

Gracias al elixir de Thamos, Ignaz von Born soportaba mejor el


sufrimiento y no dejaba de pensar en el desarrollo ritual de La flauta
mágica.
—He aquí el dominio de Sarastro —anunció el compositor—.
Ignora que uno de sus servidores, el moro Monostatos, de alma y piel
negras, es un traidor y un perverso. En vez de velar por la preciosa
Pamina, porvenir de la iniciación femenina, la desea y quiere
someterla por la fuerza.
—Hemos conocido a algunos traidores —recordó el egipcio—.
¿Quién será tu modelo?
—Solimán el Africano. Abandonó Viena para reunirse con los
revolucionarios franceses y combatir a sus antiguos hermanos. En
italiano, solimena significa «el que se mantiene solo», dicho de otro
modo, Monostatos en griego.
—Pensemos en otro miserable, Leopold-Aloys Hoffmann. Ex
secretario de la logia La Beneficencia, se encargó muy mal de tu
candidatura antes de traicionar a iluminados y francmasones.
—¿Pamina no intenta escapar? —preguntó Von Born.
—Monostatos vuelve a alcanzarla, y sus esclavos la devuelven
encadenada. Entonces se desmaya frente a su torturador, que la
amenaza. ¡Y Papageno la salva topando con Monostatos! Asustándose
el uno al otro, ambos huyen. Pamina despierta de la muerte. El
primer ser que encuentra en su nueva vida es… Papageno, el enviado
de la Reina de la Noche, su querida madre a la que tanto querría
volver a ver. Examinando su retrato, que ha suscitado el amor de
Tamino, Papageno se asegura de que se trate, en efecto, de Pamina.
Entonces, le revela que aquel príncipe está enamorado de ella.
—El acontecimiento se produce poco antes de mediodía, la hora
simbólica de la Apertura de los trabajos de la logia —precisó Von Born
—. Así comienza la iniciación de Pamina a los Grandes Misterios.
—Papageno se lamenta de la ausencia de una Papagena, Pamina
espera ser muy pronto liberada por Tamino. Juntos, cantan un himno
al amor, que actúa constantemente en el círculo de la naturaleza.
¿Acaso una verdadera pareja no alcanza la divinidad?
—Todavía estamos lejos de ese ideal —observó Thamos—, pues
Tamino debe sufrir numerosas pruebas. Recomendándole que sea
perseverante, paciente y secreto, los tres muchachos celestiales lo
conducen ante tres puertas. Cuando intenta abrir las del templo de la
Razón y de la Naturaleza, una voz grita: «¡Atrás!» Sólo puede llamar a
la puerta del templo del centro, el de la Sabiduría. Aparece un
sacerdote de edad avanzada y le espeta la verdad: no son el amor y la
virtud los que guían a Tamino, sino la muerte y la venganza.
—El príncipe considera a Sarastro la encarnación del mal —
prosigue Mozart—. Por tanto, si gobierna el templo de la Sabiduría,
todo es falsedad e hipocresía. Afirmándole que una mujer charlatana
lo ha engañado con respecto a Sarastro, el sacerdote admite que este
último arrebató a Pamina de los brazos de su madre. Pero debe
respetar el silencio, y se niega a decirle nada más. Las tinieblas se
disiparán si la mano de la amistad lleva a Tamino hasta el santuario.
«¿Cuándo me iluminará la luz?», se angustia él.
—«¡Muy pronto o nunca!», responde el coro de los iniciados —indicó
Von Born—. Y les revela que Pamina está viva. Tocando su flauta,
Tamino hechiza a los animales salvajes, pero la mujer amada, en
cambio, no lo oye. ¿Lo llevará la música hasta Pamina?

Viena, 2 de mayo de 1791

Johann Hunczowsky, profesor de ginecología, cirujano y francmasón,


estaba muy satisfecho con su reciente ascenso. Había sido nombrado
cirujano personal de Leopoldo II, y se convertía así en una de las altas
personalidades de la capital.
Tenía atravesadas las violentas críticas del hermano Mozart, tras
la muerte accidental de su hija Anna-Maria que sólo había vivido una
hora. ¿Cómo se atrevía a acusarlo, a él, un especialista de renombre,
de haber cometido un imperdonable error?
—Felicidades —le dijo el arzobispo de Viena—. Profesor, merecéis
la confianza de nuestro soberano.
—Gracias por recibirme, eminencia. A pesar de mi pertenencia a
una sociedad secreta que vos no apreciáis demasiado, quiero
aseguraros mi fe cristiana y mi absoluto respeto. Gracias a vos, la
conciencia moral de Viena sigue siendo inquebrantable.
Desgraciadamente, no todos los francmasones comparten mis
sentimientos y algunos se atreven, incluso, a criticar a nuestra santa
Iglesia.
—Vuestras palabras me preocupan, hijo mío. ¿Lucháis vos contra
tan deplorable tendencia?
—Contad conmigo, eminencia, y no mostréis indulgencia alguna
con ciertos cabecillas cuyas ideas subversivas amenazan nuestra
sociedad.
—¿Pensáis en alguien en especial?
—Me ponéis en un aprieto.
—Dios os ordena hablar, hijo mío.
—Ignaz von Born llevaba a las logias por un mal camino. Hoy en
día está muy enfermo y privado de todo poder masónico. En cambio,
su principal discípulo, Mozart, sigue siendo un elemento activo y
desarrolla las ideas paganas de su maestro. Un individuo muy
peligroso, a mi entender.
Con rostro untuoso, el arzobispo lanzaba sapos y culebras. ¡Mozart,
siempre él! La cólera divina tendría que desencadenarse, y su papel
era ayudarla a golpear con acierto.
Ex ministro de la Policía y principal adversario de los
francmasones, ¿proseguía su cruzada el conde de Pergen? De ser así,
él sabría encontrar los medios apropiados.
37

La flauta mágica, primer acto, escenas de la dieciséis a la diecinueve

E l elixir alquímico de Thamos daba buenos resultados. Ignaz von


Born recuperaba el apetito y caminaba un poco. Pero su cuerpo
era demasiado viejo para que se produjera un milagro. Consciente de
su estado, el Venerable ponía toda su energía en la elaboración de
aquella ópera ritual, verdadero plan de obra de la masonería del
futuro.
—Tamino busca a Pamina —dijo Mozart—. Ella oye el sonido de la
flauta. Monostatos y sus esbirros la alcanzan y quieren atarla. Pero
Papageno utiliza su carillón mágico, y los vuelve inofensivos
obligándolos a cantar y a bailar.
—Trompetas y címbalos anuncian la llegada de Sarastro —
intervino Von Born.
—Aterrorizado, Papageno intenta ocultarse. ¿Qué decir? «La
verdad», responde Pamina.
—Sabio y Venerable al que todos se consagran, Sarastro desciende
de un carro tirado por seis leones —prosiguió Thamos—. Encarna la
vigilancia y el fulgor de la iniciación.
—¿Qué falta reconoce Pamina? Ciertamente, ha intentado huir y
abandonar el reino de la luz, pero sólo porque el infame Monostatos
quería abusar de ella.
—Sarastro apacigua a Pamina —añadió Von Born—. Sabe que
ama a un hombre al que, sin embargo, nunca ha visto. No obstante, no
le devuelve la libertad, pues iría a reunirse con su madre, la soberana
de las tinieblas, y se perdería para siempre.
—Monostatos lleva a Tamino ante el Venerable Sarastro —indicó
Thamos—. Creyendo que lo lleva a una muerte cierta, permite a
Tamino y a Pamina que se vean por primera vez. Ellos se reconocen
de inmediato, pues están prometidos el uno al otro desde toda la
eternidad. Se abrazan, preguntándose si no estarán celebrando su
muerte. Monostatos los separa y exige su castigo.
—De acuerdo con su deber, el Venerable concede al traidor un
salario justo —decidió Von Born—: ¡setenta y siete puntapiés!
—Una vez expulsado Monostatos —continuó Wolfgang—, el coro,
compuesto por hermanos y hermanas, venera la sabiduría de
Sarastro. Él ordena que lleven a Tamino y a Pamina hasta el templo
de las pruebas para que sean purificados. Les cubren la cabeza con un
saco, privándolos así de ver. En adelante, confiarán en la mano que
los guía.
—Y el coro concluye el primer acto —declaró Ignaz von Born—: «Si
la Virtud y la Justicia derraman la gloria en el camino de los Grandes,
la tierra es entonces un reino celestial, y los mortales se asemejan a
los dioses.»

Viena, 9 de mayo de 1791

Tras haber terminado, el 4 de mayo, un encargo de Deym destinado a


su museo de cera componiendo una breve pieza para órgano
mecánico[93], Wolfgang se sumió de nuevo en la escritura de La flauta.
Puesto que Constance lo liberaba de cualquier preocupación
terrenal, él se entregaba por completo a la Gran Obra, base de La
Gruta, futura sociedad iniciática que permitiría que se llevara a cabo
la iniciación femenina y los misterios egipcios recuperaran su
verdadero lugar.
—Una carta de la municipalidad —anunció Constance, mientras
Gaukerl saltaba al regazo de su dueño.
Constance leyó la misiva con asombro.
—Tras haber sido rechazada, tu petición es aceptada. Cuando
muera Leopold Hofmann te convertirás en maestro de capilla de la
catedral de San Esteban.
—Ese nuevo salario nos devolverá definitivamente a flote. Pero no
deseemos la muerte de Hofmann, aunque deteste a Joseph Haydn.
—Dios proveerá —recordó Constance, que esperaba una razonable
intervención del Señor.
Wolfgang creó un kyrie en re menor[94] donde la gravedad, casi
inquietante, se mezclaba con la serenidad.

La flauta mágica, acto segundo, escenas de la uno a la seis

—El escenario se ha convertido en un palmeral —indicó Mozart—.


Los troncos de los árboles son de plata, las palmas de oro. En el centro
hay una pirámide y las palmeras más grandes. En cada uno de los
dieciocho sitiales reservados a los hermanos, una pequeña pirámide y
un cuerno negro engastado en oro. Así se evocan la tradición egipcia,
la capacidad de los iniciados para tocar la música de las esferas y el
grado alquímico de rosacruz. Con solemnes pasos, llevando cada uno
una palma, los miembros de la logia llegan en procesión para celebrar
una excepcional Tenida.
—Sarastro dice a los iniciados, servidores de Isis y de Osiris, que
esta asamblea es una de las más importantes de nuestro tiempo —
intervino Von Born—. En primer lugar, la logia reconoce la capacidad
de Tamino para enfrentarse con las pruebas supremas, puesto que
tiene el sentido del secreto, posee la virtud y se muestra benevolente.
Sarastro asocia su iniciación a la de Pamina, que él mismo eleva
hasta el conocimiento para formar de nuevo una pareja cuya
irradiación será indispensable para las logias.
—¡Se topa con unos hermanos dubitativos, hostiles incluso!
—Sarastro debe mostrarse convincente y obtener la adhesión de la
cofradía. Y si Tamino sucumbiese, se reuniría con Isis y Osiris más
allá de la muerte. Sarastro pide a esos dos grandes dioses, que forman
la primera pareja en el origen de la iniciación, que concedan el
espíritu de sabiduría a Tamino y a Pamina y guíen sus pasos.
—La escena se convierte en el atrio de un templo sumido en las
tinieblas —prosiguió Mozart—. Dos iniciados quitan el saco que cubre
la cabeza de Tamino y de Papageno. Ahora van a sufrir las pruebas de
la noche, de la soledad y del silencio. Sin duda, nuestro hermano
Schikaneder mostrará el desamparo de Papageno. Sólo piensa en huir
de aquel angustioso lugar para beber, comer y encontrar una
Papagena. Tamino, en cambio, está dispuesto a luchar arriesgando su
vida para conquistar la fraternidad y el amor. ¿Su victoria? El
conocimiento de la Sabiduría. ¿Su recompensa? Pamina. Da, pues, la
mano a su iniciador, no al Comendador que da muerte a don Juan al
final de su camino de Compañero, sino a un ritualista que introduce al
futuro Venerable en el corazón del templo. La prueba suprema:
cuando Tamino vea de nuevo a Pamina, tendrá que guardar silencio
absoluto.
—Las fuerzas de las tinieblas intentan impedir esta iniciación —
indicó el egipcio—. Las tres Damas reaparecen y prometen a Tamino
y a Papageno muerte y perdición si perseveran por esa vía. Tamino
respeta su juramento y calla. Desde el interior del santuario, la voz de
los iniciados acude en su ayuda y precipita en el infierno a las tres
enemigas.
—El viaje prosigue —declaró Von Born—. Perseverante y viril, la
conducta de Tamino ha superado esa prueba. Pero queda por recorrer
un peligroso camino. Con un corazón puro y la ayuda de los dioses, tal
vez lo consiga.
38

Viena, 11 de mayo de 1791

E l arzobispo de Viena y Joseph Anton se encontraron, con gran


secreto, en un palacio perteneciente a la Iglesia.
—No os oculto mi profundo descontento, señor conde. ¿Sabéis que
la municipalidad, forzosamente influida por la francmasonería, ha
prometido a Mozart el puesto de maestro de capilla de la catedral?
—Lo sabía, eminencia.
—Ah… ¿Proseguiréis vuestras actividades en secreto?
—A vos, un hombre de Dios, puedo decíroslo.
—Contad con mi absoluta discreción. Ese tal Mozart… ¿Cuánto
tiempo seguirá desafiándonos aún?
—Acude con frecuencia a casa de Ignaz von Born —reveló Joseph
Anton—. A mi entender, Mozart prepara una obra que predique
abiertamente el ideal masónico. Temo lo peor, porque tiene genio.
—¿Genio?… ¿Qué queréis decir?
—Que sabe transmitir un pensamiento creador por medio de una
forma tan hermosa que no lo traiciona. Llega al corazón de las
personas y supera el dogma.
—¡Superar el dogma! ¡Ése es, en efecto, un crimen de francmasón!
Señor conde, hay que impedir que ese demonio haga daño.
—He sido revocado, eminencia.
—Dios os da plenos poderes y yo la absolución.
—¿Haga lo que haga?
—Hagáis lo que hagáis.

La flauta mágica, acto segundo, escenas de la siete a la doce

—Para hacerse digna de Tamino, ¿a qué peligros se enfrentará


Pamina?
—Al deseo brutal de Monostatos —respondió Mozart—. Pamina
duerme en un cenador cubierto de rosas, símbolo del secreto de la
iniciación. El traidor de negro rostro, abrasado por un maligno ardor
se acerca a ella.
—La Reina de la Noche brota de las tinieblas y rechaza a su aliado
Monostatos —intervino Von Born—. «¿Dónde está el joven Tamino?»,
pregunta, irritada. «Se ha consagrado a los iniciados», responde
Pamina. El plan de la reina ha fracasado, pues. Tamino se le escapa y,
con él, Pamina. Entonces, ella explica por qué, cuando murió su
marido, su poder se desvaneció. Considerándola indigna de recibirlo,
él transmitió a Sarastro el círculo solar con los siete rayos, símbolo de
la unión de la iniciación masculina y de la iniciación femenina.
—La Reina de la Noche quiere destruir el templo al que nunca
tendrá acceso —añadió Thamos—. Pamina protesta: ¿por qué no
puede tener ella derecho a amar a un iniciado, perteneciente a una
cofradía cuya sabiduría, inteligencia y bondad su padre loaba? ¿Acaso
el propio Sarastro no es el más virtuoso de esos seres excepcionales?
—Esta lucidez hace que la Reina de la Noche enloquezca de rabia
—dijo Mozart—. Así pues, Pamina ama a un iniciado, a un aliado de
Sarastro, ¡su enemigo mortal! Con el corazón rebosante de infernal
venganza, la soberana de las tinieblas jura abandonar a su hija si no
mata a Sarastro con el puñal que su madre le entrega. La muchacha,
desesperada, se siente incapaz de convertirse en una asesina.
—Monostatos lo ha oído todo —observó Thamos—. Ahora tiene en
sus manos la vida de Pamina y la de su madre, pues puede revelar la
conspiración a Sarastro. Sólo hay una salida: ¡qué la muchacha acepte
amarlo! Ante su negativa, y aunque ella le suplica que no lo haga,
Monostatos se dispone a apuñalarla.
—Sarastro la salva y expulsa al sombrío Monostatos —propuso
Ignaz Von Born—. El Venerable sabe que la Reina de la Noche ha
forjado el puñal y rumia su venganza vagando por las salas
subterráneas del templo. Ignorando ese sentimiento, los iniciados
practican una auténtica fraternidad. El único objetivo de Sarastro
consiste en recrear la pareja real, formada por Tamino y Pamina. Pero
el joven no ha vencido todavía las tinieblas.

Viena, 13 de mayo de 1791

En junio de 1787, la logia La Esperanza Coronada tenía más de cien


hermanos, en su mayoría no muy asiduos. Hoy, quedaban treinta y
nueve inscritos.
Los hermanos se sentaron en bancos cubiertos de paño y
contemplaron la llama del Oriente, con la esperanza de que éste
iluminase su camino.
Tras la Apertura de los trabajos que celebraba la recreación del
universo por la luz y el ordenamiento del mundo por los Tres Grandes
Pilares, Sabiduría, Fuerza y Belleza, el Venerable dio la palabra al
conde Canal, llegado de Praga para advertir a sus hermanos vieneses.
—Nuestra orden está en peligro —declaró—. Los efectivos de la
policía no dejan de aumentar, y las logias de Praga son objeto de una
vigilancia constante.
—No importa, puesto que no hacemos mal alguno —estimó el
conde Thun, cuyos impulsos místicos disipaban las realidades
molestas.
—Tenéis razón, hermano mío —asintió Thamos el egipcio—, pero
desgraciadamente el emperador no comparte vuestra opinión. Según
sus consejeros, sólo pensamos en predicar la libertad de pensamiento
acusando al poder y a la Iglesia de atontar al pueblo. De modo que
Leopoldo II execra a esa masonería culpable de atacar la moral
religión y la sociedad. Deshonramos el ideal de beneficencia que
tendría que haber sido nuestro único objetivo.
—Hay que desengañar al emperador —preconizó el conde Thun—
y convencerlo de que seguimos siendo buenos y leales súbditos.
—Nuestros hermanos bien situados lo intentan día tras día. Ardua
tarea, pues nuestros adversarios son poderosos y están decididos.
—¿Qué solución adoptar, en caso de peligro?
—Continuar —afirmó Mozart—. No hay nada más importante que
la iniciación. Si el mundo se viera privado de ella, sería sólo un campo
de batalla entregado a la codicia y a la violencia. Dada nuestra
tibieza, no estamos exentos de reproches. Fortalezcamos nuestra
cohesión, no cedamos a chantaje alguno y abramos las puertas de
nuestros templos a los hombres y mujeres que lo merezcan.
—Hermano mío —se extrañó un dignatario—, ¿no vais a
proponernos iniciar a las mujeres? ¡Las logias de adopción y algunas
ceremonias mundanas son bastante para ellas!
—La obra alquímica, todos lo sabemos, se consuma con la unión
simbólica del rey y de la reina.
Negándose a entrar en ese terreno, otros hermanos alegaron la
necesidad de defender su causa ante las autoridades para evitar un
desastre.
Sin la mirada fraterna de Thamos el egipcio, Mozart se habría
sentido muy solo.
39

La flauta mágica, acto segundo, escenas de la trece a la veinticinco

L a reacción de la mayoría de los hermanos no me sorprende —dijo


Ignaz Von Born—, pues no conviene turbar sus hábitos.
Excelente razón para construir un templo nuevo.
—Tamino y Papageno, impenitente charlatán, prosiguen su
camino —indicó Mozart—. Afirmando que tiene dieciocho años y dos
minutos, una anciana le revela que es su enamorado y desaparece
antes de dar su nombre. Los tres muchachos bajan del cielo en una
máquina voladora y entregan a ambos viajeros los objetos mágicos
que les habían sido arrebatados: la flauta y el juego de campanillas.
Les ofrecen una comida y prometen que, si se ven por tercera vez, la
alegría será el salario de su valor. Papageno come y bebe; Tamino toca
la flauta.
—Cuando practica la Regla —intervino Thamos—, aparece
Pamina. Al haber oído la afinada voz del instrumento mágico, ella
busca consuelo y socorro junto al ser amado. Pero Tamino debe
guardar silencio.
—Incluso Papageno, esta vez, se niega a hablar —añadió Wolfgang
—. «Tamino ya no me ama», concluye Pamina, «y esa ofensa es peor
que la muerte.» En vez de la esperada felicidad, sólo queda para ella
soledad y desesperación.
—Tamino, por su parte, prosigue por la vía de las pruebas —
continuó Von Born—. En la sala abovedada por una pirámide, los
iniciados forman un triángulo, símbolo del principio creador. Cada
uno de ellos lleva una pirámide transparente del tamaño de una
linterna. Venerando a Isis y Osiris, cantan su alegría por recibir muy
pronto a un hermano que se consagrará a la iniciación, gracias a la
envergadura de su espíritu y a la pureza de su corazón. Tamino, sin
embargo, debe recorrer dos peligrosos caminos. Sarastro acoge a
Pamina, a la que devuelve la vista quitándole, personalmente, el saco
que le cubría el rostro. Entonces, ella contempla a su amado.
—Prueba más cruel aún —advierte Thamos—, puesto que Tamino
se despide de ella antes de correr terroríficos peligros.
—Sin embargo —precisó Von Born—. Sarastro afirma que
volverán a verse y conocerán la alegría.
—Pamina está segura de que Tamino no escapará a la muerte —
subrayó Wolfgang.
—Se cumplirá la voluntad de los dioses. Aunque estén seguros de
su eterna fidelidad, Tamino y Pamina se separan. «Para siempre»,
piensa ella, desesperada.
—Papageno, por su parte, renuncia de buena gana a los goces
celestiales de los iniciados —advirtió Wolfgang—. Obtiene la tan
deseada copa de vino y, tocando su carillón, implora la llegada de una
hermosa mujer para gozar de la existencia en su compañía. ¡Y
entonces reaparece la vieja! Si la rechaza, será condenado a prisión, a
pan y agua. Así pues, promete fidelidad… ¡Hasta el día en que
encuentre a otra más bella! El falso juramento basta para
transformarla en una joven y encantadora Papagena, pero el
Hermano Orador prohíbe a Papageno que la toque, pues su
pretendiente aún no se muestra digno de ella. Y la tierra se la traga.
—Las dos parejas están separadas —advirtió Thamos—. Queda la
prueba más dura, la de la muerte.

Viena, 14 de mayo de 1791

A sus cuarenta y un años, el compositor Antonio Salieri estaba en la


cima de la fortuna y la gloria. Elegido por José II como músico oficial
de la corte de Viena, había conseguido convencer al rígido Leopoldo II
de que no le arrebatara ninguno de sus privilegios. Salieri seguiría
reinando sobre la música vienesa y distraería a la corte con sus
óperas, olvidadas nada más ser escritas.
—Soy uno de vuestros más fervientes admiradores —declaró
Joseph Anton—. Vuestro talento nos hace olvidar los negros
nubarrones que se amontonan sobre Europa.
—¿Tan pesimista sois?
—La firmeza del emperador nos evitará la tormenta que arrastra a
Francia hacia el abismo, pero hay que amordazar a los propagadores
de ideas perversas, como uno de vuestros competidores.
—¿Cuál? —se preocupó Salieri.
—Mozart.
—¿Mozart? ¡Viena ya lo ha olvidado!
—Está preparando una nueva ópera.
—Una ópera… —masculló Salieri—. Sin embargo, no ha tenido
muchos éxitos en ese terreno.
—Esos fracasos en nada menguan su talento.
—Mozart… Si vive mucho tiempo, nos eclipsará a todos.
—Si se actúa con eficacia, nos libraremos de ese espíritu
subversivo.
—No me atrevo a comprenderos, señor conde.
—Atreveos, querido Salieri, atreveos. De lo contrario, vuestra
estrella corre el riesgo de palidecer.
—Soy sólo un artista apasionado por la hermosa música y…
—Sois un cortesano decidido a defender sus intereses, y ya estáis
advertido del peligro. O tomáis las medidas necesarias o sufriréis las
consecuencias de vuestra inercia.
Joseph Anton abandonó a un desamparado Salieri y se reunió con
Geytrand, provisto con los informes de sus confidentes.
—¿Satisfecho de vuestra entrevista, señor conde?
—Salieri no es muy inteligente, pero no quiere perder su posición
privilegiada.
—¿Lo creéis capaz de pensar en la desaparición de Mozart?
—No es imposible. Ese tipo es pretencioso, egoísta y taimado. Si se
siente amenazado, reaccionará. En todo caso, he aquí un nuevo aliado
del que podemos esperar buenas iniciativas.
—Me sorprende la resistencia de Ignaz von Born —reconoció
Geytrand—. Sigue recibiendo a Mozart y trabajando con él durante
largas horas.
—La importancia del proyecto en curso les da la energía necesaria
—estimó Joseph Anton—. Juntos moldean una verdadera máquina de
guerra para devolver a la francmasonería el lugar perdido. Al poner
sus últimas fuerzas en esta batalla, Ignaz von Born transmite a su
discípulo una potencia espiritual que lo hará más temible aún.
40

La flauta mágica, acto segundo, escenas de la veintiséis al final

U na vez más, Thamos el egipcio había burlado la vigilancia de los


espías para acudir a casa de Ignaz von Born. Reanudando sus
pesquisas, la policía secreta demostraba que no había sido engañada y
seguía considerando al mineralogista la cabeza pensante de la
francmasonería. Mozart, su principal discípulo, encabezaba ahora la
lista de los iniciados subversivos y peligrosos.
Dado el estado de salud del Venerable, era imposible organizar en
otra parte las reuniones de trabajo. Y lo esencial era terminar el
ritual de La flauta mágica.
—Los tres seres de Luz descienden otra vez del cielo —anunció
Von Born—, pues la muerte merodea y amenaza con aniquilar las
esperanzas de Sarastro y de los iniciados. Pero el sol iluminará muy
pronto el camino de oro y, de nuevo, la serenidad de la sabiduría se
encarnará en el corazón de los seres. Entonces, la tierra se convertirá
en un reino celestial.
—Pamina, desesperada, amenaza con suicidarse con el puñal que
debería haber herido a Sarastro —dijo Wolfgang—. Así, ella se niega a
comportarse como un mal Compañero y a asesinar al Maestro. Puesto
que es imposible casarse con Tamino, ya que la pareja primordial no
va a reconstituirse, es mejor morir.
—Los tres muchachos la sacan de su error —indicó Thamos—.
Aunque esté obligado al silencio, Tamino la ama. Y ese amor le da
fuerzas para afrontar la muerte. Ningún enemigo puede separarlos,
los dioses los protegen. Aun guardando el secreto con respecto a la
última prueba, los tres muchachos llevan a Pamina hacia Tamino.
—La escena se transforma en dos grandes montañas —precisó
Mozart—. En una, agua hirviendo; en la otra, fuego. La potencia de
esos elementos se divisa a través de las verjas. Dos iniciados, que
llevan una coraza negra y tocados con un casco que sirve de soporte a
un fuego, leen a Tamino, con los pies desnudos y ligeramente vestido,
la inscripción grabada en la pirámide del centro del escenario: «Quien
recorra esta vía llena de penosas cargas será purificado por el Fuego
el Agua, el Aire y la Tierra. Si supera el espanto de la muerte, se
lanzará de la tierra al cielo. Iluminado, será capaz de consagrarse por
completo a los misterios de Isis.»
—La iniciación a los tres grados se ve resumida así —advirtió Von
Born—. Ahora es preciso ir más allá.
—La muerte no asusta en absoluto a Tamino —afirmó Mozart—.
Recorre alegremente el peligroso camino y ordena que se le abran las
puertas del espanto.
—Sin Pamina —observó Thamos—, el fracaso está asegurado.
Autorizada a caminar con él, ella se le une. Puesto que puede
hablarle, por fin, él sabe que nada, ni siquiera la muerte, los separará.
—Se dirigen hacia el templo —intervino Von Born—. Una mujer
que no teme la noche ni la muerte es venerable y será iniciada. La
reina estará al lado del rey en todas partes. Lo guiará, y el amor la
orientará por un sendero de rosas cubierto de espinas. Pamina toma a
Tamino de la mano y le pide que toque la flauta mágica que su padre
talló en lo más profundo de una encina milenaria, mientras rugen el
relámpago, el trueno y la tempestad. Gracias al poder de la música, la
pareja camina, alegre, por la noche oscura de la muerte. Atraviesa el
fuego y el agua antes de descubrir la entrada de un templo vivamente
iluminado y ver la perfección de la luz.
—Se les ofrece entonces la felicidad de Isis —comentó Thamos—.
La consagración de la gran diosa se concede a la noble pareja que ha
vencido el peligro.
—¡No olvidemos a Papageno! —recordó Wolfgang—. Puesto que no
puede reunirse con su Papagena, prefiere ahorcarse. Los tres
muchachos bajan de nuevo del cielo, impiden que se suicide y le
recomiendan que utilice su instrumento mágico, el carillón, pues ha
hecho muy mal desdeñándolo. Sus sonidos atraen a Papagena y la
pareja se forma, deseando tener muchos hijos.
—Queda por resolver el caso de la Reina de la Noche y de su clan
—añadió Ignaz von Born—. Manejando antorchas negras, las
potencias tenebrosas intentan violar el templo, atacar por sorpresa a
los iniciados y acabar con ellos. Una vez llevada a cabo su fechoría,
Pamina será ofrecida al traidor Monostatos. Pero entonces se
desencadenan el trueno, el rayo y la tormenta. Toda la escena se
transforma en un sol, los seres maléficos son arrojados a la nada. La
luz expulsa a la noche y destruye el mal adquirido poder de los
hipócritas. Expresando su agradecimiento, sacerdotes y sacerdotisas
reciben a la pareja de iniciados, que visten hábitos rituales. La Fuerza
triunfa y corona a la Bella y la Sabiduría con una corona eterna.
Sabiduría, Fuerza y Belleza, los Tres Grandes Pilares de la iniciación,
entronizan a la pareja real. Sarastro ha consumado la Gran Obra y se
abre una era nueva que se reanuda con la tradición primordial.
Un largo, larguísimo silencio se hizo tras la conclusión de La flauta
mágica que acababa de dictar el Venerable Ignaz von Born.
—Lo que más gozo me daría sería el éxito por el silencio —confesó
el compositor.
—No escribes para nuestra época —le respondió Von Born—, ni
siquiera para la masonería profanizada. El camino justo es fundar
una nueva orden iniciática.
Desde su primer encuentro, Thamos estaba convencido de que el
Gran Mago sacaría de nuevo a la luz la visión de los antiguos egipcios.
Quedaba por crear una música capaz de atravesar los siglos.
41

Viena, 23 de mayo de 1791

A sus seis años de edad, el pequeño Karl Thomas no comprendía


por qué su madre le prohibía cantar hasta desgañitarse.
—Normalmente, yo…
—Tu padre está trabajando.
—¡Siempre está trabajando!
—Está escribiendo una obra muy importante —explicó Constance
—, por eso evita el menor ruido. Camina de puntillas en su propio
despacho y, cuando pasea con Gaukerl, hace callar a los viandantes
demasiado ruidosos.
—¿De qué trata esa obra?
—Es una gran ópera, La flauta mágica. Ni tú ni yo debemos
molestarlo. Al contrario, ayudémoslo a concentrarse y a reunir
fuerzas.
Aunque reticente, Karl Thomas aceptó lo que le pedían.
Tras haber terminado un quinteto para armónica de cristal[95] —
instrumento inventado por el francmasón Benjamín Franklin—,
destinado a la virtuosa ciega Marie-Anne Kirchgassner, Wolfgang
supo que nacía por fin la ópera iniciática que llevaba en tu interior
desde hacía tanto tiempo.
Tras su aseo matutino, iba y venía moldeando melodías, la esencia
de la música. Con el espíritu siempre despierto, de excelente humor,
parecía contemplar el mundo exterior, pero ya no salía de su obra. En
la mesa, tomaba a menudo una punta de su servilleta, se la pasaba y
volvía a pasársela por la nariz, y permanecía sumido en sus
reflexiones mientras intercambiaba frases anodinas. Aunque se
desloase en la tarea, nunca se quejaba.
—Estás muy pálida —le dijo a su esposa.
—Sólo algo cansada.
—No me ocultes nada, querida.
—Tengo los pies y las piernas doloridos. El médico me ha
recomendado una cura en Badén.
—Debes hacerle caso, entonces.
—Nuestra economía…
—Tu salud es lo primero.
—¿Pero dónde puedo alojarme sin gastar demasiado?
—Escribiré una carta a mi amigo Anton Stoll, maestro y director
del coro de la iglesia parroquial de Badén. Él te encontrará un
apartamento confortable y a buen precio. Dado tu estado, será mejor
que sea en la planta baja. Aunque no es un hombre muy inteligente,
Stoll nos hará este favor. Pienso en la planta baja donde habitó
Goldhann, una especie de banquero que me presta algún dinero.

Viena, 5 de junio de 1791

Embarazada de siete meses, Constance se había ido a Badén con el


pequeño Karl Thomas, Gaukerl, una camarera y Süssmayr, el alumno
de Mozart, encargado de ayudar a su esposa a resolver los problemas
materiales.
Wolfgang despidió a su criada Leonore y fue a dormir a casa del
patán Leutgeb, trompa y comerciante de quesos. La señora Leutgeb le
llenaba el buche mucho peor que Constance. Le escribió en seguida,
temblando por ella al pensar en el baño de San Antonio, temiendo la
peligrosa escalera. Le dijo que, sobre todo, procurara no caerse. Y le
envió 2.999 besos y medio.
El día 6, Wolfgang almorzó en La Corona de Hungría, en compañía
de Süssmayr, de regreso de Badén, pasó la velada en la ópera y
regresó a su apartamento, desesperadamente vacío.

Viena, 7 de junio de 1791

Emmanuel Schikaneder bebió la primera jarra de cerveza para


aclarar sus ideas, luego degustó un buen pedazo de pastel de liebre.
—Mi teatro funciona cada vez mejor —le dijo a Mozart—. A los
burgueses y al bajo pueblo les gusta el espectáculo, si es divertido.
¿Dónde está nuestra futura ópera?
Wolfgang le contó con detalle su Flauta mágica.
—¡Formidable! —exclamó Schikaneder—. Voy a darle forma a eso,
con el máximo de escenas cómicas y efectos teatrales. ¡Me reservo el
papel de Papageno! El público aplaudirá hasta romperse las manos.
—Velaré por cada palabra de ese texto —precisó Wolfgang.
—¡De acuerdo, de acuerdo! Yo ya imagino al pajarero, la máquina
voladora de los tres muchachos, los animales salvajes encantados por
la flauta mágica, a la deliciosa Papagena y el esplendor del templo
egipcio. Pongamos manos a la obra, hermano.
—La salud de mi esposa me preocupa. Mañana me reuniré con ella
en Badén. Sin embargo, ya he comenzado la composición.
—¡Un triunfo… La flauta será un triunfo!

Viena, 11 de junio de 1791

Tras hacer una breve visita a Constance, Wolfgang había regresado a


Viena nervioso e inquieto. Aquel tratamiento diario con las aguas le
parecía excesivo. «¿No habría que interrumpirlo, un día al menos?», le
escribió a su mujer.
Wolfgang se levantó a las cuatro y media, consiguió abrir su reloj
pero no encontró la llave para darle cuerda. Despechado, se la dio
pues, al gran reloj de péndulo y, luchando contra la soledad, compuso
la melodía de La flauta mágica donde los dos sacerdotes hostiles a la
iniciación de las mujeres las critican acerbamente[96].
Hoy hablaría con el «banquero» Goldhann, comerciante de hierros
y usurero bastante sospechoso, cuyo préstamo permitiría al
compositor solucionar sus problemas económicos.
El almibarado tipo se presentó en el domicilio de Mozart a media
mañana. Sobrecargado de trabajo, le prometió regresar entre
mediodía y la una. El músico lo aguardó en vano hasta las tres,
perdiendo así un almuerzo con su hermano Puchberg. Comió un
bocado, a solas, en una sala vacía de La Corona de Hungría, antes de
regresar a su casa y esperar a Goldhann. Incapaz de trabajar
correctamente a causa de esos contratiempos, recibió a las seis y
media una nota de disculpa. Su «banquero» le aseguraba que
cumpliría su palabra.
Wolfgang regresó a La Corona de Hungría, cenó allí y, luego,
asistió en el Leopold Theater a la ópera alemana de Wenzel Müller
que tenía el singular título de Raspar el bajonista o la Cítara mágica.
«El fagot hace mucho ruido —advirtió—, pero la obra no transmite
nada en absoluto.»
Mañana sería un día mejor.
42

Viena, 12 de junio de 1791

S olo, abrumado por las preocupaciones materiales, privado de la


indispensable ayuda de Constance, Wolfgang sufría un verdadero
suplicio cuando habría necesitado todas sus fuerzas creadoras.
Se levantó a las cinco, se vistió en seguida y se dirigió a casa de
Goldhann.
Encontró la puerta cerrada y la angustia se apoderó de él. ¿El
banquero lo estaría evitando? Sin un préstamo, Wolfgang no podría
asumir los gastos de la cura de Constance en Badén. «¿Quién insistirá
en mi lugar? —le escribió—. Si no se lo acosa, se enfría.» Y besó dos
mil veces a su pequeña y querida esposa.
La Tenida del grado de Compañero le devolvió la energía. Stadler
le comunicó que la fabricación del clarinete bajo iba por buen camino.
Muy pronto, las inversiones realizadas se verían coronadas por el
éxito.
—Pareces preocupado —le dijo Thamos.
—Me preocupa la salud de Constance. ¿Le será provechosa esta
nueva cura? ¿Terminará bien su embarazo? ¡Hemos vivido ya tantas
desgracias! Pero tranquilizaos, no olvido ni un solo instante La flauta.

Baden, 13 de junio de 1791


Tras un nuevo almuerzo con Schikaneder que, según las precisas
directrices de Mozart, escribiría el libreto, Wolfgang llamó a la puerta
de Goldhann a las tres de la tarde.
—De buena gana os ayudaría, querido Mozart, ¿pero cuáles son
vuestras garantías?
—Mi salario de músico que se encarga de componer danzas para
los bailes del Reducto, la promesa de la municipalidad de concederme
un puesto en la catedral y una nueva ópera montada por Schikaneder.
Mi carrera, interrumpida momentáneamente, reanuda ahora su
curso. Y no menciono a mis alumnos ni mis futuros conciertos.
—Interesante… Veámoslo en detalle.
La entrevista duró hasta las nueve de la noche. Wolfgang,
satisfecho, escribió a Constance que «el banquero» pensaba visitarla
en Badén y que le rogaba que lo azuzara bien. Siempre tan celoso, le
pedía que no fuera al casino, que sobre todo no bailara dado el estado
de su pie, y que no tratara con nadie.

Badén, 17 de junio de 1791

Anton Stoll estaba encantado de volver a ver a Mozart, que le


prestaba su música religiosa y la de su amigo Michael Haydn.
—Gracias por haber hecho lo que Constance necesitaba.
—¡Era natural! Si me atreviera… Se acerca la fiesta del Corpus y
si pudierais componer un pequeño motete…
—¿Pensáis en algún texto preciso?
—El Ave verum corpus, un texto latino del siglo XIV. No es
litúrgico, pero puede gustaros.
Stoll conocía la veneración del joven Mozart por la Virgen.
El Maestro masón leyó las pocas líneas:

Salud, verdadero cuerpo nacido de la Virgen María, que realmente


sufristeis y fuisteis inmolado en la cruz por los hombres; vos, cuyo
costado atravesado derramó sangre y agua, sed nuestro viático en la
prueba de la muerte.

La prueba de la muerte… La que Tamino y Pamina superaban


para acceder a la iniciación.
Desde hacía mucho tiempo, el francmasón Mozart se había alejado
de la religión y la creencia. Sin embargo, aquel pequeño texto resonó
profundamente en su interior. Y luego, el carácter pagano del Corpus,
autorizado de nuevo tras la prohibición de José II, le interesaba. En
esta ocasión, la Iglesia y la diosa Tierra se unían. Promesa de buenas
cosechas, sus bodas se celebraban en una procesión que se detenía
cuatro veces y que correspondía a las direcciones del cosmos.

—Una lejana herencia de la fiesta de Min —dijo Thamos antes de


que Mozart, aquel soleado 18 de junio, estrenase su Ave verum
Corpus[97] para pequeña coral, cuerdas y órgano, en la modesta iglesia
de Badén.
—¿Algún problema? —se preocupó Wolfgang, sorprendido por la
presencia del egipcio.
—Presentía un gran acontecimiento y no quería perdérmelo por
nada del mundo. Dirige, te lo ruego.
El Ave verum abría para el alma las puertas del paraje de luz, más
allá de la muerte. La obra, breve, desnuda, conmovió a Thamos.
Indisociable de la futura iniciación, aquella música estaba marcada
por el sello del Oriente eterno.
Los dos hermanos se reunieron fuera.
—Tal vez exista una oportunidad de celebrar una verdadera fiesta
del San Juan de estío —dijo el egipcio—. ¿Aceptas componer una
breve cantata a la gloria del sol, alma del universo[98]?
—¡Por supuesto!
—Deseaba entregarte los últimos capítulos del Libro de Thot.
Alimentarán tu inspiración y te ayudarán a componer La flauta
mágica.
Viena, 25 de junio de 1791

La fiesta de San Juan de estío no se había celebrado, y la cantata de


Mozart permaneció inconclusa. La mayoría de los hermanos temían
despertar la cólera de la Iglesia al celebrar un rito muy preñado de
paganismo.
La composición de La flauta mágica daba a Mozart un formidable
impulso creador que nada podía trabar. Ese día se levantó antes de
las cinco y escribió a Constance a las cinco y media. Decidió gastarle
una buena broma al palurdo Leutgeb, convenciéndolo de que un
antiguo amigo de Roma lo buscaba por todas partes. El bobalicón se
puso su traje de domingo y se peinó magníficamente. Todos sus
íntimos soltaron la carcajada cuando se descubrió el engaño.
Wolfgang le pidió a su hermano Puchberg veinticinco florines[99],
necesarios para el bienestar de Constance en Badén. Sería su último
préstamo, pues muy pronto ganaría lo bastante. Además, agradeció a
su hermano que sirviera de intermediario en una venta de partituras
por un valor de 450 florines, de los que el compositor sólo exigía una
tercera parte.
Las dificultades desaparecían, y Mozart podía consagrarse así por
entero a los misterios de Isis y de Osiris.
43

Viena, 26 de junio de 1791

L a mujer de Mozart está tomando baños curativos en Badén —le


comunicó Geytrand a Joseph Anton—. Él acude de vez en
cuando, sigue frecuentando su logia, aunque no va tan a menudo a
casa de Von Born. O el estado de salud del Venerable se agrava o su
trabajo en común está a punto de terminar.
—¡Me temo lo peor, mi buen amigo! Por lo que se refiere a las
noticias procedentes de Francia, son catastróficas. Ante la expansión
de la locura revolucionaria, Luis XVI intentó abandonar su país.
Lamentablemente, lo detuvieron en Varennes-en-Argonne. Negándose
a utilizar la fuerza, se entregó atado de pies y manos a los fanáticos
que devolvieron a París el coche mortuorio de la monarquía. Una
multitud furiosa amenazó a la pareja real con las peores sevicias,
acusándola de pactar con los enemigos de la Revolución. Un desastre
se avecina, Geytrand. Antes o después, los doctrinarios exigirán la
ejecución del rey y la reina, sembrarán un sangriento terror y lo
extenderán a toda Europa. Y he aquí el insoportable desorden que
predican Mozart y sus amigos francmasones.
Geytrand tosió.
—Según nuestros informadores, señor conde, Mozart no siente
simpatía alguna por la Revolución francesa.
—Pues lo acusaremos de complicidad. Así el emperador lo
considerará un personaje peligroso.
Viena, 26 de junio de 1791

Ciertamente, Mozart no negociaba con los pianistas[100] a causa de un


regreso a las creencias, sino porque pensaba confiar a esa comunidad
religiosa, más bien estricta, la educación de Karl Thomas, cuya escasa
obediencia le preocupaba. Aquel pilluelo hacía lo que quería, y sólo
una estricta disciplina lo mantendría en el buen camino. El porvenir
de su hijo dependía de una enseñanza de calidad, fueran cuales fuesen
los gastos.
Wolfgang pidió a Constance que le enviara los dos trajes de verano,
el blanco y el pardo. Una recomendación: tomar baños sólo un día de
cada dos, y sólo una hora. La mejor solución consistía en no bañarse
del todo, a la espera de que él regresara a su lado.
Thamos llevó a Mozart a la casa de Von Born, que guardaba cama.
—La situación francesa se agrava día tras día —declaró el egipcio
—. La familia real está prisionera de los revolucionarios, se sospecha
que los francmasones apoyan a los jacobinos y preparan la revolución
en Alemania.
—Dicho de otro modo —estimó Von Born—, es el peor momento
para estrenar La flauta mágica. Al poner de manifiesto la iniciación,
nuestro hermano Mozart se arriesga a sufrir graves represalias.
—Venerable Maestro —afirmó Wolfgang—, eso me importa un
pimiento. Ha llegado el momento de formular lo que hemos percibido.
—Sé consciente del peligro —le recomendó Von Born— tú serás
acusado de defender la orden masónica.
Mozart sonrió.
—No merezco ese honor, pero intentaré mostrarme digno de él.

Viena, 2 de julio de 1791

Thamos presentó a varios francmasones ingleses a Mozart. Deseaban


conocer a un artista que, a pesar de las múltiples sospechas con
respecto a la orden y el fortalecimiento de la vigilancia policial, no
vacilaba en demostrar su pertenencia a ella.
—¿No deberíais venir a Londres? —sugirió uno de los visitantes—.
Allí os expresaríais con total libertad y tendríais un éxito brillante.
—No abandonaré a mis hermanos en plena tormenta.
Conseguiremos convencer al emperador de la utilidad de la masonería
y de la nobleza de su ideal.
—¿Acaso no sois demasiado… optimista?
—¿No bastan sólo algunos seres decididos para conseguir lo
imposible?
—No seáis imprudente, hermano Mozart. Londres os aguarda.
Gracias a los dos servicios de correo diarios entre Viena y Badén,
Wolfgang mantenía una fácil correspondencia con Constance.

Te ruego que le digas a Süssmayr, ese torpe, que me mande mi


partitura del primer acto para que pueda hacer la instrumentación.
Sería bueno que enviara el paquete hoy mismo, de modo que salga
mañana por la mañana en el primer coche; así lo tendré a mediodía.
Aunque todo vaya de través, sólo me preocupa una cosa: que tú estés
bien. Entonces, todo me está bien.

Viena, 3 de julio de 1791

—Mi querido hermano —le dijo Schikaneder a Wolfgang—, pongo a


vuestra disposición un pequeño chalet en el jardín cercano al teatro
donde se representará nuestra Flauta mágica. El lugar es encantador
y muy tranquilo. En su interior hay una mesa, una silla, papel
pautado y tinta a voluntad. Los miembros de la compañía os
alentarán y os llevarán comida y bebida.
Se sucedieron así Franz-Xaver Gerl, el futuro Sarastro, casado con
la intérprete de Papagena; Josepha Hofer, hermana de Constance y
Reina de la Noche; la señorita Gottlieb, una jovencísima Pamina, y
Schack, un altivo Tamino cuya esposa sería la tercera Dama.
Muy unidos, los cantantes descubrían con pasión aquella nueva
ópera. Durante una pausa, Wolfgang recomendó en una carta a
Constance que bebiera vino, sano y a buen precio, pues el agua era
realmente muy mala.
Puchberg le comunicó que acababa de vender unas partituras al
hermano Franz Deyerkauf, marchante de música en Graz, Estiria, y
gran admirador de la obra de Mozart, a cuya gloria pensaba erigir un
monumento en su jardín.
Al día siguiente, Wolfgang mandó tres florines a Constance, y
veinticinco dos días después. El trabajo avanzaba bien. Visitó al barón
Wetzlar, hombre de negocios que lo ayudaría a resolver sus últimas
dificultades financieras.

En cuanto todo esté arreglado —le confió a su esposa—, estaré


junto a ti. He decidido descansar en tus brazos, y lo necesitaré, pues
las preocupaciones, la ansiedad y las idas y venidas me fatigan
bastante.
44

Viena, 6 de julio de 1791

M ozart trabaja día y noche en un pequeño chalet, junto al teatro


de Schikaneder —reveló Geytrand a Joseph Anton—. A mi
entender, los de la compañía son un hatajo de francmasones.
—Necesitamos un confidente.
—Basta con los chismes, señor conde.
—¿Y cuál es el resultado?
—Mozart está componiendo una gran ópera. Él mismo escribe el
texto, tras unas sesiones de trabajo con Ignaz von Born, y
Schikaneder la adapta para el teatro. Se trata de una fantasía que
alterna pasajes hablados y cantados.
—¿Algún tema concreto?
—La historia de una flauta mágica y de una pareja de
enamorados. Schikaneder parece especialmente orgulloso de su papel,
un personaje vestido con plumas que divertirá mucho a su auditorio.
Sabiéndose excluido de las grandes salas a causa de sus fracasos,
Mozart sólo intenta distraer al público popular de un teatro de barrio.

Viena, 7 de julio de 1791

Todas las mañanas, a las siete, Wolfgang discutía con Goldhann para
poner a punto las modalidades de su préstamo sin verse penalizado en
exceso. Pidió excusas a Constance por enviarle sólo una carta al día,
pues tenía mucho trabajo.
Alejado de ella, el tiempo le parecía interminable, pero tenía que
avanzar a toda costa en la escritura de La flauta mágica.

No puedo explicarte mis sentimientos —le reveló—; es una especie


de vacío que me hace mucho daño, cierta aspiración nunca satisfecha.
Jamás cesa pues, y se acrecienta, incluso, día tras día. ¡Cuándo pienso
en nuestros momentos de felicidad infantil en Badén! Aquí, vivo horas
tristes y aburridas. Ni siquiera mi trabajo me complace ya, pues
estaba acostumbrado a detenerme de vez en cuando para intercambiar
algunas palabras contigo, y ese placer es ahora imposible. Si me siento
al piano y canto algo de mi ópera, debo detenerme en seguida, me
conmueve demasiado. ¡Basta! En cuanto todo haya terminado, me
marcho de inmediato.

Wolfgang no podía vivir feliz sin Constance, sobre todo en aquel


período de tanto trabajo, cuando le habría gustado hablarle de su
música, tan intensa que no podía soportar su impacto. El ritual de La
flauta mágica lo llevaba más allá de sí mismo, hasta el corazón del
misterio de la iniciación. Las notas y las melodías procedían de una
luz de lo alto que, gracias a un agotador esfuerzo, él conseguía
plasmar en el papel. Nunca una obra le había exigido tanto.

Badén, 9 de julio de 1791

En Baden, Constance recibió a un acreedor y lo tranquilizó


prometiéndole un próximo pago. Wolfgang se preocupó por las
consecuencias de aquella gestión y por las eventuales penalizaciones,
mientras los últimos detalles del contrato con Goldhann no estuvieran
todavía arreglados.
Desalentado a veces, sentía deseos de abandonarlo todo y
recuperar la calma junto a su esposa. Hubiera sido una huida infantil,
y Schikaneder le suplicaba que no perdieran ni un instante. Montar
La flauta mágica era su prioridad, tanto creía en el éxito de la ópera.
En Badén, Süssmayr servía de criado a Constance. Mozart le
llamaba de buena gana Sauermayr, «el ácido», más que Süss, «el
dulce», pues lo consideraba envidioso y poco inteligente. Aunque, al
menos, era útil.
Finalmente, el 9 de julio, el compositor corrió hacia Badén,
estrechó a Constance en sus brazos tras haber acariciado a Gaukerl, y
reprendió a Karl Thomas, que no paraba quieto.
—Estás agotado —advirtió ella.
—Y tú, ¿cómo te encuentras?
—La cura me resulta muy beneficiosa.
—¿Estás del todo recuperada?
—Todavía no, pero regreso contigo a Viena.
—Piensa primero en curarte, te lo ruego. Si sé que eres feliz y
estás contenta, soportaré cualquier prueba.
—Quiero estar junto a ti para que puedas trabajar en paz.

Viena, 12 de julio de 1791

Puesto que los pianistas solicitaban a Mozart que dirigiera una misa y
él persistía en confiarles la educación del travieso Karl Thomas, rogó
a su amigo Anton Stoll, maestro de coro en Badén, que le enviara la
partitura de una de sus composiciones religiosas que le había
confiado.
El regreso de Constance le ponía de excelente humor y comenzó su
carta con ardor: «¡Queridísimo Stoll, loco excelente! ¡Grandísimo
chusco, estás borracho! ¿No será que se te ha pegado el bemol?»
Enviada la misiva, Wolfgang recibió a Thamos en compañía de Franz-
Heinrich Ziegenhagen, francmasón, comerciante y pedagogo de
Hamburgo.
El egipcio buscaba apoyo para la futura sociedad iniciática, La
Gruta, y Ziegenhagen, encantado de volver a ver a Mozart, había
concebido un proyecto original con respecto a las logias
convencionales.
—Debemos permitir el florecimiento del espíritu y el corazón —
recordó el hamburgués—. Los adeptos serán liberados de cualquier
religión dogmática, aprenderán un oficio manual y pensarán
libremente. He escrito el himno de la nueva comunidad. ¿Aceptáis
ponerle música?
—¿Y su contenido? —preguntó Wolfgang.
—En primer lugar, un recitativo dedicado al Gran Arquitecto:
«Vosotros, que alabáis al creador del universo infinito, llámese Jehová
o Dios, Fu o Brahma, ¡escuchad! Escuchad en la voz del trombón las
palabras del Maestro del Universo. Su son eterno resuena a través de
los continentes, los planetas y los astros. Y también vosotros, seres
humanos, ¡escuchadlo!»
—Que el Gran Arquitecto os escuche —deseó el músico—. ¿Y
luego?
—Un movimiento lento recomienda amar el orden, la mesura y la
armonía. ¿Acaso la verdadera nobleza no es la claridad de espíritu?
Será entonces posible unir las manos de los seres lúcidos, librarse del
error y destruir la verdad que celebrará un alegro, expulsando las
falsas creencias. El hierro de las armas se transformará en reja de
arado y se harán saltar las rocas con la pólvora negra que, antaño,
servía para fabricar municiones y matar a los hombres. Un segundo
movimiento, lento, proclama que no hay que aceptar el reino del mal
como una fatalidad. La razón puede prevalecer y vencer la desgracia y
la ceguera. ¡Seamos sabios, seamos fuertes, seamos hermanos!
Nuestros lamentos se convertirán en cantos de alegría y los desiertos
se transformarán en jardines del Edén. Y el último alegro afirma: «Así
se alcanzará la verdadera felicidad de la vida.»
Vuestro texto y vuestras ideas me gustan —aprobó Wolfgang—.
Escribiré de inmediato una cantatav101]
La obra fue sencilla, desnuda, casi austera.
¡Mozart ya no estaba solo! Otro masón intentaba hacer que las
logias salieran del bache. Si su experiencia tenía éxito, hermanos y
hermanas de La Gruta encontrarían valiosos aliados[102]
45

Viena, 12 de julio de 1791

E legantemente vestido, sin ostentación, el abate Lorenzo da Ponte


fue recibido, en persona, por el emperador Leopoldo 11 a las once
de la mañana.
—Majestad, quiero proclamar mi total lealtad hacia vos y
agradeceros el insigne favor que me concedéis.
—Dejad las alambicadas cortesías, abate. Escribisteis e
inspirasteis panfletos contra mi persona.
—¡Se me ha calumniado mucho! Si cometí errores, imploro vuestro
perdón.
—¿A cambio de qué servicios?
—Mi talento de libretista alimenta numerosas óperas destinadas a
distraer a nuestros queridos vieneses, y podría proporcionaros muchas
informaciones sobre tal o cual personaje de vuestra corte cuyas
palabras y actos sean a veces dudosos.
—¿Ejemplos concretos?
Da Ponte soltó mil y un chismes, mezclando la verdad y la
mentira. Sobre todo, no lo hizo con sus competidores.
—Habéis trabajado a menudo con Mozart.
—Le escribí tres óperas que le han permitido hacerse célebre.
—¿Qué tenéis que decirme sobre él?
—¡No gran cosa! Ama apasionadamente su oficio y compone a una
velocidad extraordinaria.
—¿No conspira contra las autoridades?
—No, que yo sepa, majestad.
—Parecéis mal informado, abate.
—Majestad, yo…
—Dejémoslo así.
A las doce y media, Lorenzo da Ponte salió de palacio. No había
conseguido seducir al emperador y reconquistar sus favores.
Sólo le quedaba una solución: huir[103].

Viena, 14 de julio de 1791

Domenico Guardasoni, director del Teatro Nacional de Praga, llegó de


muy mal humor a la capital del imperio. Allí habló con Mazzola, poeta
oficial y bien visto en la corte, para preparar La clemencia de Tito,
una ópera seria que sería representada en Praga durante la
coronación de Leopoldo II como rey de Bohemia. Alabando la
generosidad y la tolerancia de un emperador romano, con el que se
identificaría al austríaco, la obra representaría un cortafuego para la
Revolución francesa, que acusaba a todos los soberanos de Europa de
ser unos tiranos. Al proclamar la amplitud de miras de Leopoldo II,
La clemencia sería una soberbia propaganda.
Ciertamente, en abril de 1789, Guardasoni se la había encargado a
Mozart, pero sin firmarle un contrato como es debido. Al palidecer la
buena estrella del músico, el director de teatro prefería confiar aquel
delicado trabajo al autor de moda, Antonio Salieri. Lamentablemente,
éste había rechazado la oferta cuatro veces.
De modo que Guardasoni quería verlo personalmente para
convencerlo de que aceptara. Salieri, imbuido de su grandeza y
considerando Praga como una ciudad provinciana desprovista de
atractivo, aceptó sin embargo recibir a aquel obstinado pedigüeño.
—Una ópera a la antigua… ¡Eso ya está pasado de moda!
—Las circunstancias, maestro, exigen ese estilo noble y serio. —No
tengo ganas de malgastar mi talento.
—¡Se trata de un encargo oficial!
—Estamos a 14 de julio, la coronación se celebrará el 6 de
septiembre. Ningún compositor, ¿me oís bien?, ¡ninguno!, se lanzaría
a semejante aventura arriesgándose a producir una obrita ridícula
que disgustaría mucho a su majestad.
—Me permito insistir y…
—Yo no os lo permito. Arregláoslas con vuestra Clemencia de Tito
y no me molestéis más.

Viena, 15 de julio de 1791

—¡Me complace volver a veros, mi querido Mozart! —exclamó


Guardasoni—. Praga os guarda toda su admiración. ¿Recordáis
nuestro contrato moral, referente a La clemencia de Tito?
—Lo había olvidado.
—El 6 de septiembre, ya lo sabéis, nuestro venerado emperador
será coronado rey de Bohemia.
—Ahora tengo tanto trabajo que no pensaba en ello.
—Yo sólo he pensado en vos para escribir esta ópera a la gloria de
nuestro soberano. Desgraciadamente, algunas dificultades
administrativas me han impedido ponerme antes en contacto con vos.
Estamos a mediados de julio, soy consciente de ello, y sólo vos podéis
realizar una hazaña casi sobrehumana.
—Estoy terminando una ópera que es lo que más me importa por
encima de todo y no puedo ocupar mi espíritu en nada más.
—¡Terminadla, Mozart, terminadla en seguida! Y luego escribid La
clemencia de Tito.
—El 6 de septiembre… Imposible.
—¡Pensad en el agradecimiento del emperador!
Creyendo en la palabra de Guardasoni, Mozart había compuesto
ya varios pasajes de la ópera destinada a Praga y los había olvidado
en el fondo de un cajón. Si trabajaba a destajo, tal vez consiguiera
entregar a tiempo una partitura conveniente. ¿No era ése el modo de
obtener un puesto en la corte, de regresar a un primer plano y
proteger mejor la francmasonería?
—Bien, acepto —dijo Mozart a un aliviado Guardasoni.

Viena, 16 de julio de 1791

Con un gesto descontrolado, Antonio Salieri derramó su vaso de vino.


—¿Mozart? ¡Mozart escribirá en mi lugar La clemencia de Tito!
—Está decidido —confirmó su secretario.
—¡No dispone del tiempo necesario! Ese pretencioso sufrirá un
doloroso fracaso, que el emperador no le perdonará. Esta vez, ese
maldito intrigante será pisoteado y ya no se levantará.
—Esperémoslo así, maestro.
—¡Sin duda! Ni siquiera trabajando día y noche podrá construir
una tragedia musical que se sostenga.
—¿Y si el insensato lo consiguiera? En ese caso, saldría de la
sombra a la que lo habían relegado sus fracasos.
Salieri recordó entonces su entrevista con el conde de Pergen y
comenzó a tomarse en serio sus sugerencias. ¿No resultaba ya
imperativo librarse de aquel molesto rival?
46

Viena, 23 de julio de 1791

J oseph Anton acababa de recibir dos malas noticias. La primera era


el encargo oficial, a Mozart, de la ópera prevista para la
coronación de Leopoldo II en Praga. ¿Por qué Salieri había rechazado
el contrato? Evidentemente, el plazo era demasiado corto. La opinión
general era que Mozart iba a fracasar. Pero el conde de Pergen
desconfiaba de aquel hombre endiablado. Pertenecía a esa rarísima
raza de constructores que, sobrecargados de trabajo, eran capaces de
hacer más aún, desafiando el tiempo y la fatiga. En caso de éxito, ¿no
recuperaría el francmasón los favores del emperador?
La segunda procedía de París.
El 17 de julio, en el Campo de Marte, la población había acudido a
firmar una petición en la que se exigía la deposición de Luis XVI. Tras
unos violentos choques, la Guardia Nacional había disparado contra
la multitud, y la responsabilidad de aquel desastre se había atribuido
al monarca, considerado por los revolucionarios como un traidor a la
patria. Muy pronto ya no vacilarían en suprimir a ese molesto
adversario, tras una parodia de proceso cuyo resultado sería conocido
de antemano.
Las logias masónicas, y especialmente la de Mozart, tomarían el
relevo de aquella oleada destructora.
Viena, 24 de julio de 1791

—El parto se acerca —le anunció Constance a su marido—. Por el


modo en como se mueve el niño, diría que es un varón.
—Que los dioses nos sean favorables —rogó Wolfgang—. Tras
tantos sufrimientos, merecemos un segundo hijo con una salud de
hierro.
—La flauta mágica le dará felicidad.
Thamos interrumpió a los esposos:
—Ignaz von Born desea hablarte.
El Venerable, modelo de Sarastro, agonizaba. Con sólo cuarenta y
ocho años, parecía un viejo desgastado por el dolor, pero daba pruebas
de una notable dignidad.
Von Born entregó a Mozart su delantal de Venerable y su sello, en
el que se veía una escuadra.
—Que este símbolo siga siendo tu guía, hermano. Norma de
cualquier construcción, encarna la precisión y la rectitud. Gracias a
ella, percibirás las leyes del universo y ordenarás la materia. Toda
logia nace de Dios y de la escuadra; sobre ella se fundará tu
comunidad iniciática en la que hermanos y hermanas vivirán los
Grandes Misterios.
Wolfgang ofreció un grueso manuscrito a Von Born.
—He aquí nuestra obra, Venerable Maestro. He terminado La
flauta mágica. Que mi música prolongue vuestro pensamiento.
—Lo superará, hermano, y se extenderá al universo entero.
Ignaz von Born cerró los ojos.
En su honor no se organizó ceremonia alguna, ningún periódico
mencionó su muerte.

Viena, 26 de julio de 1791

Impresionado aún por aquella desaparición, Wolfgang iba de un lado


a otro por su apartamento. Esta vez, no se trataba de un gran profesor
de medicina, sino de una comadrona experta.
Pensando sin cesar en Ignaz von Born, cuya ausencia le afectaba
ya pesadamente, Wolfgang admiraba el valor de Constance, que, a
pesar de sus cuatro crueles lutos, no había renunciado a parir.
Siguiendo su ejemplo, no debía renunciar, fueran cuales fuesen los
golpes del destino. La flauta mágica vería muy pronto la luz, nacería
la sociedad iniciática La Gruta y Mozart asumiría su dirección para
dar una verdadera esperanza a las futuras generaciones.
La comadrona salió de la habitación, sonriente.
—Es un varón, Franz-Xaver. Y éste no fallecerá a corta edad[104].
Vuestra esposa está cansada, pero se encuentra bien.
La conclusión de su gran ópera, la muerte de Ignaz von Born, el
nacimiento de un hijo… Atrapado en un torbellino, Wolfgang invitó a
sus hermanos Stadler y Jacquin a vaciar varias botellas para hacer
pie de nuevo.

Viena, 28 de julio de 1791

—¿Deseabais verme, Süssmayr? —se extrañó Antonio Salieri.


—Gracias por recibirme, maestro.
—Sois el alumno y el amigo de Mozart, que acaba de robarme La
clemencia de Tito.
—Su alumno, no su amigo. Si supierais cómo me trata… ¡Es tan
imprevisible! Yo necesito una existencia apacible.
—Sed más claro, Süssmayr.
—Me gustaría trabajar con vos, maestro.
Salieri reflexionó largo rato. Contratar a un íntimo de Mozart,
recolectar así mil y un detalles valiosos y utilizarlos con habilidad…
¡Era muy hermoso, demasiado!
—Marchaos, joven, y reuníos con vuestro profesor.
—¡Soy sincero, maestro! Con Mozart no hay porvenir. Con vos, por
el contrario…
—¡Dejad de tomarme por un imbécil! Él os envía, ¿no es cierto? ¡La
misión ha fracasado! Mozart no conseguirá engañarme ni ponerme en
ridículo, decídselo firmemente.
Süssmayr, despechado, se batió en retirada. Se sentía humillado al
servir como doméstico a Constance, e irritado por las observaciones de
Mozart; le habría gustado abandonarlo.
Pero tras semejante fracaso, era imposible. Roto, Süssmayr
regresó a su cotidianidad.
47

Viena, 30 de julio de 1791

S atisfecho por la buena marcha de los negocios, Puchberg no


lamentaba haber ayudado a Mozart, cuya situación financiera
mejoraba claramente. Si su nueva ópera era un éxito, como el
hermano Schikaneder prometía, Wolfgang pagaría muy pronto todas
sus deudas.
A sus veintiocho años, el conde Walsegg Stuppach, propietario del
inmueble donde vivía Puchberg, permanecía deprimido desde la
muerte de su joven y bella esposa Anna, fallecida el 14 de enero. Se
refugiaba a menudo en su castillo aislado, contemplando las sombrías
montañas de Semmering.
—Quisiera un réquiem por la memoria de mi mujer —le reveló a
Puchberg—. Siempre que yo mismo lo firmara, claro está.
—Conozco a un autor de talento: Wolfgang Mozart.
—¿Mozart? —se extrañó el conde—. ¡Nunca lo aceptaría! Es un
músico conocido e independiente que rechazará mis condiciones.
Pensando en la hermosa suma que percibía su hermano Mozart
por una obra religiosa convencional, que compondría rápidamente,
Puchberg insistió:
—Todo depende del modo de presentarlo, señor conde.
—¿En qué estáis pensando?
—En un emisario anónimo que le ofrezca una remuneración
adecuada.
—Muy bien, lo pensaré.

Viena, 10 de agosto de 1791

—Majestad —dijo Domenico Guardasoni a Leopoldo II—, me puse en


contacto varias veces con el ilustre Antonio Salieri para rogarle que
compusiera La clemencia de Tito, pero me dio una negativa definitiva.
Por eso elegí a Mozart, que se compromete a respetar los plazos.
El director del Teatro Nacional de Praga temía una brutal
intervención del emperador. El compromiso masónico del músico daba
mucho que hablar, y podía temerse que fuese apartado
irremediablemente.
—Salieri es enemigo de todos los demás compositores —estimó
Leopoldo II—. Por lo que se refiere a Mozart, me saldrá mucho más
barato. Le entregaréis doscientos ducados por la ópera y cincuenta
más por los gastos de viaje[105].

Viena, 12 de agosto de 1791

Constance se reponía muy bien de su parto, y el niño se encontraba


perfectamente, ante la atenta mirada de Karl Thomas, encantado de
tener un hermano. A los pies de la cuna, Gaukerl montaba guardia.
—He aceptado las condiciones de Guardasoni —le anunció
Wolfgang a su esposa—. Gracias a los préstamos y al éxito de La
flauta mágica, en el que tanto cree Schikaneder, saldremos por fin de
nuestras dificultades.
—¡Pero tienes tan poco tiempo…!
—Tendré que batir un récord de velocidad, pero ya he compuesto
varias melodías, y el querido Süssmayr se encargará de los
recitativos.
—¿Estás satisfecho con el libreto?
—No me disgusta. Valentini[106] trató ya este tema en una ópera,
estrenada en Cremona en diciembre de 1769, que he tenido la suerte
de escuchar. Sometiéndose a la Sabiduría (uno de los objetivos de la
iniciación masónica), el emperador Tito, no exento de reproches,
concede su perdón, sin estúpida compasión ni ciega benevolencia, a
quienes conspiraban contra él. Si los monarcas actuales fueran
ilustrados hasta ese punto y se mostraran más generosos y lúcidos
que autoritarios, conoceríamos la verdadera justicia.
—¿Quiénes son los enemigos de Tito? —preguntó Constance.
—Vitellia, enamorada del soberano, se niega a casarse con él
porque prefiere a otra. Furiosa, pide a su amigo Sesto que se ponga a
la cabeza de un clan de insurrectos. Su misión es incendiar el
Capitolio y asesinar a Tito; proyecto que fracasa, porque el joven no
quiere convertirse en un criminal. Pues bien, el emperador,
renunciando a conquistar a la mujer que deseaba porque está
enamorada de otro hombre, desea unirse con Vitellia. Y descubre la
conspiración: Sesto es detenido y condenado a muerte. Vitellia se
acusa de ser el alma de la sedición. Alcanzando la serenidad, aguarda
el justo castigo de sus faltas. ¿Quién ha puesto en marcha aquel
terrible proceso, sino el emperador en persona? Tito reconoce su
culpabilidad, los perdona a todos y se restablece la armonía. ¿Acaso no
somos únicos responsables de nuestros errores? En ningún caso
deberíamos acusar a otro de nuestras debilidades y nuestras
imperfecciones. Rigor de Sarastro y clemencia de Tito: he aquí las dos
principales cualidades de un verdadero rey.

Viena, 15 de agosto de 1791

—Te has equivocado, mi buen Geytrand —afirmó Joseph Anton—. La


muerte del Venerable Ignaz von Born no redujo a Mozart a la
impotencia, al contrario. Ha terminado La flauta mágica, ha
suplantado a Salieri y recupera los favores del poder mientras
prosigue con sus actividades masónicas. La desaparición de su
maestro lo hace más fuerte aún. En vez de derrumbarse, Mozart
multiplica su energía.
—Simple fuego de paja, señor conde. Intenta ahogar su tristeza
con el trabajo.
—En realidad, se pone a la cabeza de una francmasonería oculta
cuya organización le fue dictada por Von Born. Helo aquí en pleno
ascenso, provisto de una determinación a toda prueba.
—Puesto que he conseguido suprimir a Von Born sin despertar la
menor sospecha —recordó Geytrand con voz sorda—, ¿por qué no
aplicar el mismo método a Mozart? Administrada en pequeñas dosis,
el acqua toffana no deja rastro. Acción lenta, pero segura.
Joseph Anton reflexionó en voz alta.
—La Iglesia desea la desaparición de Mozart, Salieri también, y
algunos francmasones lo consideran un revolucionario. La
multiplicación de los sospechosos me parece excelente. Por una parte,
nadie debe poder llegar hasta nosotros; por la otra, tal vez uno de
nuestros aliados nos preceda.
Geytrand sonrió.
—Si hay un lugar donde Mozart no desconfíe, ése es la logia de
Praga a la que acudirá durante las fiestas de la coronación. Durante
un banquete, tomará su primera dosis de veneno.
—Dicho de otro modo, puedes comprar a un hermano sirviente y
manipularlo a tu antojo.
—En efecto, señor conde.
Luego, Joseph Anton vaciló. ¿Y si La flauta mágica era un fracaso?
¿Y si el compositor no terminaba a tiempo La clemencia de Tito? ¿Y si
el emperador se sentía ofendido hasta el punto de despedirlo de la
corte? ¿Y si los masones lo expulsaban de la logia a causa de sus
audacias? ¿Y si…? Más valía organizar el porvenir.
—Señor conde —murmuró Geytrand—, ¿me autorizáis a resolver
el problema Mozart?
—Iniciemos el proceso. Si los acontecimientos se decantan en
nuestro favor, siempre tendremos tiempo de interrumpirlo.
48

Viena, 19 de agosto de 1791

W olfgang nunca podría encontrar consuelo para la muerte de


Ignaz von Born. El Venerable dejaba un vacío que nadie
llenaría. Su pensamiento sobreviviría en La flauta mágica y
adquiriría su plena envergadura cuando Mozart, Stadler y la condesa
Thun abrieran a los hermanos y hermanas las puertas de La Gruta, la
comunicad iniciática del futuro.
Por la noche, Wolfgang asistió al concierto de la virtuosa ciega
Marianne Kirchgessner, que tocó varias obras a la armónica de
cristal, entre ellas el Adagio y rondó compuesto para ella[107].
Al salir de la sala, un hombre de edad avanzada y sobriamente
vestido se dirigió al músico.
—¿Puedo hablar con vos, señor Mozart?
—¿Quién sois?
—El emisario de un hombre rico y poderoso. Desea encargaros un
réquiem.
—La misa de difuntos…
El hombre asintió con la cabeza.
—¿Tiene prisa?
—Se aceptarán todas vuestras condiciones.
Réquiem… La palabra resonó como un trueno en la cabeza de
Mozart. De pronto, la Muerte, la mejor amiga del hombre, se volvía
amenazante.
—Necesito pensarlo.
—Como gustéis, señor Mozart. Volveremos a vemos.

Viena, 20 de agosto de 1791

Los intérpretes de La flauta mágica aprendían su papel con


entusiasmo. Debían cantar y hablar bien, al mismo tiempo, y
Schikaneder se mostraba intratable, tanto le importaba el éxito de
aquella sorprendente obra. Sus escasos conocimientos masónicos le
permitían, sin embargo, percibir que aquella ópera ritual abría las
puertas de un nuevo universo. Como profesional aguerrido, hacía
hincapié en el personaje de Papageno, cuya fuerza cómica encantaría
al público.
Mientras paseaba a Gaukerl, Wolfgang se encontró por segunda
vez con el hombre de edad avanzada y sobriamente vestido.
—¿Habéis tomado ya una decisión, señor Mozart?
—Sí, acepto.
—¿Os parece suficiente una suma de cien ducados?
—Desde luego.
—En ese caso, cuanto antes, mejor.
—Estoy desbordado de trabajo y…
—Cuento con vos, señor Mozart.
Ninguna de las preguntas que a Wolfgang le hubiera gustado
hacer cruzó la barrera de sus labios.
Las primeras notas del réquiem sonaban ya en su corazón.

Viena, 21 de agosto de 1791

Una vez cerrados los trabajos de la logia La Esperanza Coronada, el


príncipe Karl von Lichnowsky invitó a su casa a dos hermanos.
El primero, un burgués muy acomodado, gordo y bajo; el segundo,
un alto funcionario, rígido y de elevada talla.
—Circula un increíble rumor —dijo el príncipe—. Al parecer,
Mozart ha escrito una ópera que revela nuestros secretos y quiere
crear una orden donde las mujeres sean iniciadas a los Grandes
Misterios. ¿Podemos tolerar semejante escándalo?
—¡Por supuesto que no! —se enojó el burgués—. ¡Y algunos desean
que Mozart sea elegido Venerable de nuestra logia!
—Mis amigos y yo mismo impediremos que acceda a esa función —
afirmó el alto funcionario—. Lamentablemente, la muerte de Ignaz
von Born no reduce a su discípulo al silencio.
—Detesto al tal Mozart desde siempre —recordó el burgués—. Si
lo dejamos proseguir, dañará gravemente la francmasonería.
—¿Cómo debemos actuar? —preguntó el príncipe.
—En primer lugar, agilizando vuestro proceso, cuyo
empantanamiento es muy lamentable; luego, comunicando al
emperador que ese músico, gravemente endeudado, perjudica la
reputación de la corte y ya no merece figurar en ella. Acusémoslo de
inmoralidad y graves faltas a los deberes de un hombre de honor.
—¿Será suficiente? —se inquietó el burgués.
—Es imposible ir más lejos —dijo Lichnowsky—. ¡A fin de cuentas,
se trata de un hermano!
—Un hermano que se dispone a renegar de nosotros y constituye
una amenaza —objetó el alto funcionario.
—Escribió gratuitamente hermosa música para nuestras
ceremonias —recordó el burgués—, ¡iluminaba la logia entera!
—No cedamos al sentimentalismo —recomendó el alto funcionario
—. La francmasonería vienesa ya ha sufrido mucho y su porvenir
podría verse gravemente comprometido a causa de revolucionarios
como Mozart. En Francia, la situación se agrava, y la peste propagada
por los revoltosos amenaza con llegar a otros países, entre ellos, el
nuestro. ¿Y a quién se acusará en primer lugar? ¡A nosotros, los
francmasones!
—¡Qué injusticia! —protestó el burgués—. Somos fieles súbditos
del emperador y no tenemos, en absoluto, la intención de trastornar
nuestra sociedad.
—La policía piensa lo contrario —señaló el alto funcionario—. Von
Born y los Iluminados de Baviera han hecho un inmenso daño. Dejar
que Mozart tome el relevo sería un error fatal. Algunos informadores
dignos de fe me han comunicado que Antonio Salieri deseaba su
perdición. Y el ex ministro de la Policía, el conde de Pergen, no cejará
fácilmente. Si Mozart tuviese un golpe de suerte, designaría a uno u
otro de sus numerosos enemigos, pero sin duda no a nosotros, sus
hermanos. Actuemos, pues, en función de las necesidades y
librémonos de ese molesto personaje.
El príncipe Karl von Lichnowsky sabía lo que debía hacer.
49

Viena, 24 de agosto de 1791

A las ocho de la mañana, ya estaba todo listo. Constance, cuya


presencia Mozart consideraba indispensable, había buscado una
cuidadora para Karl Thomas y el pequeño Franz-Xaver, cuya salud
era excelente. Süssmayr se encargaba de que su patrón dispusiera de
suficiente tinta y papel pautado, y Stadler terminaba su noche en uno
de los cómodos coches que se dirigían a Praga.
—¡Un nuevo viaje, agotadoras horas en perspectiva[108]!
Durante el trayecto, Wolfgang escribiría las últimas páginas de La
clemencia de Tito, con la esperanza de satisfacer al emperador.
Temiendo que lo siguieran, Thamos protegería al compositor. El
egipcio, perpetuamente en guardia, estaba inquieto. En la última
Tenida de La Esperanza Coronada, algunos hermanos habían
parecido hostiles al músico. ¿Cómo acogerían los francmasones el
extraordinario mensaje de La flauta mágica? La mayoría se oponían a
la iniciación de las mujeres; en el mejor de los casos, debían limitarse
a imitar la de los hombres. Y muchas masonas, satisfechas con sus
ceremonias folclóricas y mundanas, los aprobaban.
Al igual que Ignaz von Born, su desaparecido Maestro, ¿no se
negaba Mozart a someterse al poder político y no favorecía el
florecimiento de una iniciación paralela, peligrosa pues?
Mozart corría enormes riesgos, más allá de lo razonable.
Cuando el compositor subía al coche, apareció el hombre de edad
avanzada y sobriamente vestido.
—¿Partís, señor Mozart?
—Un viaje de negocios.
—El viaje os obliga a interrumpir la composición del réquiem, ¿no
es cierto?
—Así es.
—Enojoso, muy enojoso.
—En cuanto regrese, me encargaré de eso.
El emisario se inclinó y se alejó a paso lento ante la inquieta
mirada de Constance.
—¡Detesto a ese extraño personaje! ¿Cómo se llama?
—No importa. Tenía ganas de componer un réquiem, y ese
comanditario me pone ante la muerte.
—¡No hables así! Me dan escalofríos…
—Perdóname, sólo debería pensar en nuestro triunfo de Praga.
Wolfgang recuperó su buen humor y recomendó a Süssmayr que no
dormitara y siguiera escribiendo, aunque de manera mediocre, el
resto de los recitativos.

Praga, 26 de agosto de 1791

La llegada de Antonio Salieri, con sus cinco coches y sus veinte


músicos de corte, no pasó desapercibida. Precediendo a Mozart, seguía
siendo el primer compositor del imperio. Él controlaría a los artistas
locales y el programa de los conciertos ofrecidos durante las fiestas de
la coronación.
Una coartada perfecta: hacer que se ejecutara, por lo menos, una
misa de Mozart, cuya desaparición deseaba ardientemente. En Praga,
Salieri no estaba en terreno conquistado, pues allí apreciaban Las
bodas de Fígaro y Don Giovanni.
Salieri sabía que sus obritas, maquinarias bien engrasadas, no
superarían la prueba del tiempo. Las creaciones de Mozart, en cambio
tenían un perfume de eternidad. Ciertamente, el brillante Antonio
gozaba de la estima de los críticos que alababan las excelencias de su
arte, pero él mismo dudaba de los juicios halagadores, de los
pretenciosos y de los imbéciles, esclavos de los aires del tiempo.
Salieri se atiborraba de aquel alimento y deseaba preservar su
notoriedad a toda costa.

Viena, 26 de agosto de 1791

—Huid —le aconsejó Geytrand a Joseph Anton—. Si respondéis a la


convocatoria del emperador, seréis detenido. Uno de nuestros agentes
debe de haberles revelado que no habíais abandonado vuestras
actividades.
El conde de Pergen hojeó el voluminoso expediente de Mozart.
—Siempre he sido un fiel servidor del Estado y no me comportaré
como un cobarde.
Joseph Anton, que vestía una suntuosa casaca de seda verde,
acudió al palacio imperial recordando las etapas principales de su
incansable lucha contra la masonería. Pese a las dificultades, nunca
había renunciado.
El emperador lo recibió en un saloncito.
—Ya no sois el jefe de la Policía, conde de Pergen, pero seguís
vigilando las logias con vuestra organización.
—Es cierto, majestad.
—¿Realmente la francmasonería amenaza la seguridad del
imperio?
—Sin ninguna duda.
—¿Las logias de Viena y de Praga se atreverían a importar las
aberrantes ideas de los revolucionarios franceses?
—Por desgracia, sí.
—Yo esperaba que esas locuras se limitaran a su país de origen.
—Desengañaos, majestad.
—Puesto que os sentís investido de una misión, conde de Pergen,
¡cumplidla!
—¿Qué debo entender?
—Mañana firmaré con el rey de Prusia una firme declaración con
respecto a los sediciosos franceses. Si superan los límites,
intervendremos militarmente. Vos, conde de Pergen, encargaos de los
francmasones. En caso de guerra, ninguna traición interior debe
alterar la cohesión del imperio. Partiremos juntos hacia Praga y vos
os encargaréis de mi protección.
50

Praga, 28 de agosto de 1791

L os campesinos regresaban de la siega, las viñas eran rojas y


doradas, el cielo de un azul brillante, y el valle del Danubio,
adornado con hermosas mansiones, desplegaba sus encantos.
Constance saboreaba cada momento de aquel apacible viaje, Wolfgang
no dejaba de componer. De vez en cuando, echaba una ojeada al
paisaje y, luego, regresaba al trabajo. Al acercarse a Praga, La
clemencia de Tito estaba casi terminada.
El coche del compositor se dirigió hacia la Bertramka, la villa de
los Duschek, cuya comodidad y calma Mozart apreciaba.
—¡Por fin de vuelta! —exclamó la cantante Josepha—. ¿Por qué
vienes tan poco? ¡Praga sólo piensa en aclamarte!
—Viena es una devoradora —se excusó Wolfgang.
—Al parecer, te han ascendido a músico oficial…
—No exageremos.
—Salieri se pavonea, pero el emperador te ha elegido a ti para
componer la ópera que marcará el punto álgido de las fiestas de la
coronación.
—Falta que esté terminada y que le guste.
—Tu gabinete de trabajo te aguarda, querido Wolfgang.
Mientras Josepha y Constance saciaban su sed a la sombra de una
encina, el músico, acompañado por Gaukerl, se aislaba en una
estancia luminosa y ventilada. Provisto de una gran energía, retomó
la pluma.
Thamos, por su parte, se ponía en contacto con los hermanos
praguenses, que estaban impacientes por recibir a Mozart en una
Tenida. Curiosamente, el cerco parecía aflojarse. Escéptico, el egipcio
multiplicó las precauciones.
De hecho, el domicilio de los principales dignatarios ya no estaba
vigilado.
¿Por qué tanta mansedumbre precisamente cuando llegaba el
emperador? Las medidas de seguridad, por el contrario, deberían
haberse reforzado.
Turbado, Thamos no relajó la guardia.

Praga, 31 de agosto de 1791

Llegado el día 29, Leopoldo II residía en el Hofburg, en una colina que


dominaba la ciudad. El 30, la emperatriz María Luisa se había
instalado en el castillo de Lieben con parte de la corte. Y aquel
miércoles, la procesión del Invalidenhaus, que se dirigía a la catedral
de San Guido, saludaba la presencia de la pareja imperial, que entró
en la iglesia al son de una música dirigida por Antonio Salieri.
Los guardias de corps de Leopoldo II eran numerosos y llamativos.
Una segunda brigada, muy discreta, había recibido la orden de
intervenir a la menor amenaza.
Como si el poder perdiera interés por la francmasonería local, los
informadores habituales ya no espiaban las logias. En realidad, el
equipo de Geytrand tomaba el relevo de los policías en exceso visibles.
¿No aprovecharía Wolfgang aquella estancia para contactar de
nuevo con sus hermanos y preparar el porvenir? Anton demostraría al
emperador que el músico era, en efecto, el jefe de una organización
oculta que se extendía más allá de Viena.
Praga, 2 de septiembre de 1791

La víspera, se habían tocado melodías del Don Giovanni con


instrumentos de viento durante una cena en la corte. Y aquella noche,
en el Teatro Nacional de la ciudad vieja, se representaba aquel mismo
Don Giovanni en presencia de una pareja imperial de la que todos los
praguenses sabían que no apreciaban en demasía la música de
Mozart.
Mil personas llenaban la sala y se había negado la entrada a un
considerable número de aficionados.
Entre los instrumentistas, encantados de tocar de nuevo aquella
sublime obra, Anton Stadler hizo sonar el clarinete bajo, puesto a
punto por fin tras años de esfuerzo. No explotó todos los recursos
sonoros del instrumento, pues los reservó para su hermano Wolfgang.
¿Acaso no compondría un concierto digno de aquel nuevo
instrumento?
—Todo está en orden, majestad —murmuró el conde de Pergen al
oído del emperador—. Podéis disfrutar sin inquietudes vuestra
estancia en Praga.
—¿Qué hace Mozart?
—Juega al billar con los amigos, bebe vino y trabaja.
—¿Terminará a tiempo La clemencia de Tito?
—Conociéndolo, estoy seguro de ello.
—A veces ese hombrecillo me parece extraordinario.
—Lo es, majestad. Y por tanto, mucho más peligroso.

Praga, 3 de septiembre de 1791

Tras una buena tirada que le dio la victoria, Wolfgang abandonó el


billar y entró en la trastienda del café, donde se encontró con Thamos,
el conde Canal y una decena de hermanos praguenses, conscientes de
la gravedad de la situación.
—La Revolución francesa inundará Europa —predijo el egipcio—,
e inspirará a gran cantidad de doctrinarios. En nombre de la
ideología, todos los crímenes estarán permitidos. Un Estado
centralizado impondrá su ley e impedirá cualquier libertad de
pensamiento. Antes de ser perseguidos, los francmasones jurarán
fidelidad al nuevo régimen. En Austria y en Bohemia, se los acusará
de propagar ideas subversivas. Y nuestro hermano Mozart será el
primero de la lista, como discípulo de Ignaz von Born y, a la vez, como
autor de La flauta mágica, una ópera ritual que desconcertará a
numerosos hermanos.
—No dramaticemos —recomendó el conde Canal—. Ciertamente,
nuestra orden vive un período difícil. A mi entender, la Revolución
francesa no superará el marco de sus fronteras. En caso de que se
desbordara, Austria y Prusia intervendrían, y sus ejércitos
aplastarían con facilidad a la pandilla de harapientos reunidos por el
adversario.
Encargado de vigilar en el exterior, el hermano Cubridor dio varios
golpes a la puerta de aquel improvisado templo.
—Se suspenden los trabajos —decretó Thamos.
De inmediato, los hermanos se dispersaron. Algunos utilizaron la
puerta de las cocinas, otros se instalaron en la sala principal, y
Mozart regresó al biliar.
—Un tipo extraño hace preguntas muy raras a los camareros —
indicó el Cubridor al egipcio—. Se lo ha visto ya cerca de la logia.
—El servicio secreto del conde de Pergen sigue acosándonos —
concluyó Thamos.
51

Praga, 4 de septiembre de 1791

A quel hermoso domingo de finales de estío se prestó el juramento


de fidelidad al emperador Leopoldo II en la catedral de San
Guido, tras la celebración de una misa dirigida por el omnipresente
Salieri.
A pesar de desagradables rumores, seguía siendo, en efecto, el
músico favorito de la corte, cuyas intrigas controlaba con mano de
hierro.
Quedaba el problema Mozart. Según un chivato, pasaba más
tiempo jugando al billar que componiendo La clemencia de Tito. Pero
Salieri no se alegraba, pues el comportamiento de aquel músico no se
parecía a ningún otro. Aun divirtiéndose o conversando, concebía las
líneas generales de una partitura y las plasmaba luego en el papel con
extraordinaria rapidez.
Salieri fabricaba música; Mozart, en cambio, estaba poseído por
ella.
—Magnífica interpretación —afirmó Joseph Anton—. El
emperador está muy satisfecho de vuestra actuación.
Salieri levantó la cabeza.
—¿Vos en Praga?
—Su majestad me ha ordenado que me encargue de su seguridad y
de reducir al silencio a eventuales contestatarios.
—¡Delicada misión, señor conde!
—La asumo. En cambio, vos me parecéis especialmente
benevolente con respecto a Mozart.
—Si no termina su ópera a tiempo, quedará desacreditado para
siempre. Parece que juega al billar en vez de trabajar.
—¡Puro espejismo, querido! Mozart llegará a tiempo, como de
costumbre, y os dejará en ridículo una vez más. Seguid tapándoos los
ojos y los oídos, y desapareceréis.
Salieri se sintió afectado.
—¿Y qué puedo hacer?
—¿Acaso no os lo sugerí?
—Soy sólo un músico y…
—Praga es una ciudad de alquimistas. Algunos utilizan sustancias
peligrosas y se libran de sus enemigos con total discreción.
—¡No me atrevo a comprenderos!
—No os hagáis el ingenuo, Salieri. He aquí la dirección de uno de
esos especialistas. Id, pues, a verlo y seguid sus consejos.

Praga, 5 de septiembre de 1791

La Tenida secreta había terminado hacia las dos de la madrugada,


con un banquete durante el cual el conde Canal reveló que la policía
seguía teniendo la influencia subterránea de los iluminados, decididos
a levantar Praga contra Leopoldo II, y que consideraba a Mozart como
uno de sus cabecillas.
Aquella confirmación de los insensatos rumores que coman
también por Viena no le quitó el apetito al compositor. Un hermano
sirviente, de innegables talentos culinarios, había preparado platos
excelentes.
Y se olvidaron los peligros y las amenazas para evocar los
misterios de Isis y Osiris, los únicos capaces de devolver a la iniciación
masónica su pleno significado.
Dando los últimos toques a La clemencia de Tito, cuyo primer sayo
se celebraría por la tarde, Wolfgang sintió un malestar. Muy pálido,
con los ojos hinchados y el vientre dolorido, se sentía casi incapaz de
componer.
—¿Quieres que llame a un médico? —preguntó Constance.
—No, ya me encuentro mejor. No he dormido lo bastante, pero la
ópera está terminada.
Anton Stadler disipó cualquier inquietud.
—La orquesta es excelente y el clarinete bajo está del todo a punto.
En cuanto regresemos a Viena, podrás ofrecerle una obra maestra.
—¡Encarguémonos primero de esta Clemencia!
—¿Cómo? ¿Has conseguido cumplir unos plazos tan cortos? —Sin
duda alguna, gracias a los dioses.

Praga, 5 de septiembre de 1791

El conde Rottenham, burggraf de Praga y principal autoridad de Ja


ciudad, era también uno de los confidentes de Leopoldo II. El
emperador escuchaba de buena gana las opiniones del imponente
personaje, muy imbuido de su función y fiel a la familia imperial.
Intratable defensor del orden establecido, no soportaba el menor
movimiento contestatario en Bohemia y apenas toleraba la existencia
de las logias masónicas, a pesar de sus protestas de fidelidad al poder
y a la Iglesia.
En vísperas de la coronación, Rottenham estaba sobrecargado de
trabajo. Sin embargo, aceptó recibir al conde de Pergen, ex ministro
de la Policía.
—Me encargo de la seguridad del emperador —dijo Joseph Anton
—, y temo la intervención de algunos francmasones embriagados por
teorías revolucionarias.
—¿Tenéis pruebas concretas?
—Un grueso expediente, alimentado por largas investigaciones. La
logia Amor y Verdad es particularmente sospechosa. A mi entender,
sigue siendo un foco de iluminados y conspira contra el imperio.
—He oído hablar muy mal de ella —reconoció el conde Rottenham
—, pero no dispongo de motivo legal alguno para prohibirla. Sus
miembros se guardan mucho de cometer una falta grave, temiendo
atraer el peso de la justicia.
—Por eso es más peligrosa —estimó Joseph Anton—. Y se atreve a
alardear de su impunidad recibiendo mañana a su jefe oculto,
mientras se corona al emperador.
—¿De quién estáis hablando?
—De Mozart, el autor de la ópera encargada por su majestad.
Rottenham no ocultó su contrariedad.
—El emperador aún duda de la culpabilidad de Mozart —añadió
Joseph Anton—. Ahora bien, sigo las huellas de ese músico desde hace
mucho tiempo. Se convirtió muy pronto en Maestro masón y no deja
de extender su influencia. Discípulo del alquimista Ignaz von Born,
Mozart dirige una organización secreta, encargada de revolucionar
nuestro modo de pensar.
El conde Rottenham hojeó las páginas del expediente,
deteniéndose en algunos párrafos y prometiéndose leer
detalladamente el documento.
—¿Qué esperáis de mí?
—Intervenid ante el emperador, demostradle que Mozart es un
temible conspirador y contribuiréis a la salvaguarda del imperio.
Viniendo de un hombre ponderado, esa advertencia adquirirá un gran
valor.
—Así lo haré, conde de Pergen.
52

Praga, 6 de septiembre de 1791

E stáis muy pálido, querido Mozart —observó Salieri.


Sólo un poco cansado.
—La clemencia de Tito terminada en un tiempo récord… ¡Qué
hazaña! Espero de todo corazón que vuestra ópera guste al
emperador. ¡Un gran día para él! Y me enorgullece dirigir el programa
de música religiosa que acompañará la ceremonia de la coronación.
Para probar a su majestad el excelente entendimiento que reina entre
los músicos de su corte, he seleccionado dos de vuestras obras, una
misa y un motete[109].
—Delicada atención, os lo agradezco.
¡Aquel motete era un arreglo del primer coro de Thamos, rey de
Egipto! Evidentemente, Salieri indicaba así que no ignoraba los
compromisos iniciáticos de su colega y que no los desaprobaba.

Praga, 6 de septiembre de 1791

El arzobispo de Praga desnudó el hombro izquierdo del emperador y lo


ungió con los santos óleos. Luego lo frotó con pan y sal, antes de
ofrecer a Leopoldo la corona de san Wenceslao, el cetro y la bola
dorada, símbolo del universo sobre el que debía reinar. Le ciñó a la
cintura la espada ritual.
Pronunciados los votos solemnes, el sonido de los timbales y las
trompetas llenó la catedral de San Guido. Fuera, los cañonazos
anunciaban la feliz coronación del nuevo rey de Bohemia.

Praga, 6 de septiembre de 1791

A las siete y media de la tarde, en el Teatro Nacional de Praga, la


corte asistió al estreno de La clemencia de Tito[110], ópera seria en dos
actos de Mozart.
Para los privilegiados que habían tenido la suerte de encontrar
una plaza, la entrada era gratuita.
Seria, severa incluso, la obra ponía de manifiesto la grandeza de
alma del emperador Tito. En vez de castigar cruelmente a sus
enemigos, les concedía su perdón.
María Luisa de España detestó aquel austero drama, al que
calificó de porcheria terdesca, «porquería alemana». Sólo le gustó la
brillantísima interpretación de Anton Stadler, con el cor de basset y el
clarinete.
Poco entusiasmado también, el emperador recibió en su palco al
conde Rottenham, visiblemente contrariado.
—He hecho una investigación sobre las logias masónicas de Praga,
majestad, y sospecho que Amor y Verdad es un refugio de iluminados.
Aunque su orden fue oficialmente disuelta, siguen difundiendo sus
perniciosas ideas por medio del canal de la francmasonería. Y Mozart
es su cabecilla oculto.
—¿Tenéis pruebas de ello?
—Mozart, discípulo de Ignaz von Born, iluminado y francmasón
disidente, sigue un camino idéntico. El 9 de septiembre, una logia le
rendirá honores masónicos como homenaje a su acción y su
pensamiento, que va a plasmar en su nueva ópera, La flauta mágica
No hay que subestimar a ese músico, majestad. Lo creo capaz de
conquistar, a la vez, Viena y Praga, y de utilizar su fama para seducir
a un vasto público. Con esta Clemencia de Tito, espera amansaros.
—Dicho de otro modo —concluyó el emperador—, he sido
engañado.
—En efecto, majestad. Me parece indispensable impedir que
Mozart siga haciendo daño.
—Vuestra opinión corrobora la de uno de mis consejeros, el conde
de Pergen, el mejor especialista en francmasonería. Actuaremos, pues,
en consecuencia.

Praga, 7 de septiembre de 1791

Desde la ventana de su habitación, Mozart contemplaba la campiña.


La villa de sus amigos Duschek parecía un pequeño paraíso donde
debería haber olvidado sus preocupaciones. Pero las de Wolfgang eran
demasiado graves.
—Fracaso total —le dijo a Constance.
—No seas exagerado. ¡Tu obra, representada ante la pareja
imperial, es un buen paso adelante!
—Desengáñate, querida. La emperatriz dijo palabras muy duras y
el emperador no formuló el menor cumplido. Por lo que al público de
Praga se refiere, está desconcertado ante una música demasiado
austera, vuelta hacia el antiguo estilo y tan alejada de Las bodas de
Fígaro.
—¿La apología del generoso Tito no sedujo a Leopoldo II?
—Al contrario, la ha considerado una provocación. ¿No habré
intentado yo, el francmasón sospechoso, lavar mis errores?

Praga, 9 de septiembre de 1791

—Unos admiradores desean verte —le dijo Thamos a Wolfgang.


El egipcio lo condujo al cementerio judío de Beth-Khayim, «la Casa
de Vida», donde lo aguardaban una decena de cabalistas.
Juntos, recorrieron ese lugar habitado por los pensamientos de
aquellos que, a lo largo de toda su existencia, habían buscado una de
las formas de la sabiduría.
Su decano tomó las manos de Mozart.
—La nada no hace ya presa en vos. Vuestra creación supera el
tiempo y el espacio. A los iniciados les corresponde prolongar la obra
del Creador y vos cumplís ese deber con toda vuestra alma.
Los cabalistas desaparecieron, Mozart se quedó solo en un extraño
silencio, a media distancia del cielo y de la tierra. En él brotaron las
melodías de un concierto para clarinete que ofrecería a las logias de
La Gruta.

Praga, 12 de septiembre de 1791

En cuanto Mozart cruzó el umbral de la logia La Verdad y la Unión, el


conde de Canal fue a su encuentro y lo saludó ritualmente.
Los hermanos entonaron la cantata de Mozart consagrada a la
alegría de la iniciación[111], compuesta en 1785 a la gloria de su
maestro, Ignaz von Born.
Esa noche, él era el homenajeado con su propia música.
Thamos acompañó al Gran Mago hasta el Oriente.
—Te corresponde, hermano Wolfgang, transmitir la Sabiduría,
objetivo y secreto de nuestra orden.
Sobreponiéndose a su emoción, el músico hizo el elogio de Von
Born, evocó luego el tema central de La flauta mágica, las bodas
alquímicas del rey y de la reina.
Thamos sintió el entusiasmo de unos y el escepticismo de otros.
Sin embargo, la iniciación renacía.
53

Praga, 12 de septiembre de 1791

E l mediocre Leopold Kozeluch, que odiaba a Mozart y lo


consideraba un «hombrecillo» y un «mínimo compositor», se
prosternó ante la emperatriz María Luisa.
—Todos sufrimos, majestad, soportando la abominable Clemencia
de Tito. ¡Qué paciencia tuvisteis escuchando hasta el final esa
mediocre ópera! Tened la seguridad de que procuraré arruinar la
injustificada reputación que Mozart tiene todavía en Praga.
—¿Os gustaría trabajar en Viena?
Kozeluch hizo una reverencia mayor aún.
—¡Sería un grandísimo honor, majestad!
—El cargo de Mozart podría quedar muy pronto vacante. Vos lo
reemplazaríais a las mil maravillas[112].
Alegre, satisfecho de poder derramar su veneno, Kozeluch contó la
entrevista a Salieri, que lo felicitó cálidamente.

Praga, 12 de septiembre de 1791

—Debo regresar a Viena para trabajar en La flauta mágica —reveló


Mozart a Thamos—. Faltan todavía algunos fragmentos, y quiero
completar la instrumentación.
—Nuestros hermanos de Praga desean verte de nuevo antes de tu
marcha.
—He compuesto una melodía para bajo, «Te dejo, querida,
adiós[113]». Comprenderán que se dirige a la logia.
Tras una Tenida clausurada por la ocultación de los Tres Grandes
Pilares y el borrado del cuadro de la logia en el que figuraban los
elementos que el Maestro de Obras utilizaba durante la creación del
templo, Wolfgang recibió el abrazo de los francmasones que apoyaban
su acción y aguardaban con impaciencia La flauta mágica.
Conmovido hasta las lágrimas, el compositor juró que nunca
dejaría de luchar en favor de la iniciación, a pesar de los obstáculos y
las dificultades.
—Tendríais que descansar un poco —sugirió el conde Canal—.
Parecéis agotado.
—Quiero perfeccionar mi ópera. Y, además, tengo enormes ganas
de hacer sonar ese maravilloso clarinete bajo. Luego, ya veremos.
«Luego —pensó el conde Canal—. Mozart seguirá creando, pues así
lo quieren los dioses.»
Wolfgang dudaba en partir, como si pensara que nunca regresaría
a aquel lugar, donde había gozado de un auténtico calor fraterno.
Instantes privilegiados, saboreados en su justo valor.
¿Volvería a vivir, en Praga, una cadena de unión de semejante
fervor?

Viena, 15 de septiembre de 1791

Con la tez pálida, la mirada apagada y triste, bromeando mucho


menos que de costumbre, Mozart se exprimía hasta el punto de
olvidar el mundo exterior. Deseaba recrear el ritual de Isis y Osiris,
sin dejar de componer un amplio concierto para clarinete, destinado a
su futura comunidad iniciática.
De pronto, caía sin fuerzas y su doméstico, ayudado por Constance,
tenía que llevarlo al lecho, ante la inquieta mirada de Gaukerl. Luego
abría los ojos, y la energía regresaba.
—Es extraño —le dijo a Constance—. Antes trabajaba mucho más
y me sentía mejor.
A Wolfgang no le faltaba el apetito y apreciaba, a la vez, la cerveza
y el vino que les proporcionaba un nuevo proveedor, menos caro.
—Olvidemos mi salud, querida y pequeña esposa, y
preocupémonos por la tuya. Este último parto te ha dejado agotada, y
la pierna te hace sufrir. ¿No habría que pensar en una nueva cura en
Badén?
—Más adelante, querido. Disfrutemos viendo crecer a nuestro
segundo hijo, ¡tan vigoroso y risueño!
—Es una lástima que Karl Thomas sea tan revoltoso. No somos lo
bastante estrictos.
—¡Sólo es un chiquillo!
—¡Precisamente! Si adquiere malos hábitos, parecerá un bastón
torcido. Perdóname… debo regresar a mi trabajo.

Viena, 15 de septiembre de 1791

La condesa Thun había invitado a Mozart a cenar a solas.


—¿Habéis presentado nuestro proyecto a vuestras hermanas?
—La mayoría se muestran asustadas o reticentes. Para ellas, la
iniciación es sólo un pasatiempo y no un compromiso de orden
espiritual. Aprecian las veladas mundanas durante las que seducen a
un hermano o se dejan conquistar. Otras sólo piensan en imitar a los
varones y en convertirse en Venerable Maestra, Vigilante o Experta,
sin comprender que masculinizándose perderán su alma. Sólo he
encontrado a siete que deseen vivir una auténtica iniciación.
—¡Eso es mucho! —estimó Wolfgang—. Tal vez los hermanos no
sean más numerosos.
—¿Hasta ese punto es trágica la situación?
—Sí y no. Según Thamos, el propio Egipto contaba sólo con un
pequeño círculo de iniciados, y se trata sin duda de una ley eterna.
¿Qué importa la cantidad si algunos seres son capaces de edificar el
templo?
El optimismo de Mozart tranquilizó a la condesa Thun.
—Uno de mis yernos, Razumovsky, os admira. Desea que os invite
a Rusia el príncipe Potemkin, que organizará una gira triunfal. Viena
se hace en exceso asfixiante, hermano. Esta ciudad y este gobierno no
os merecen. Cuando La Gruta haya sido fundada oficialmente, será
necesario superar el marco de las logias vienesas.
—Tenéis razón, hermana. Pero primero aguardemos las reacciones
tras La flauta mágica.
54

Viena, 20 de septiembre de 1791

B alance satisfactorio», consideró Joseph Anton.


La clemencia de Tito era un fracaso, las intervenciones de
Salieri habían sido eficaces, el renombre de Mozart se derrumbaba. El
emperador tomaba plena conciencia, por fin, del peligro que
encarnaba el compositor al difundir el pensamiento revolucionario y
amenazar la seguridad del imperio.
La eliminación de Mozart ya no era un tabú.
Naturalmente, las autoridades no serían consideradas
responsables de ello, y la muerte del músico aparecería como natural,
debida al cansancio y a las preocupaciones materiales.
—La salud de Mozart declina —declaró Geytrand, alegre—. Ha
sufrido ya varias indisposiciones y ningún médico detecta su causa.
«¿Por qué ese genio no se ha limitado a la música? —se preguntó
Joseph Anton, presa de un extraño remordimiento—. Podría haber
hecho una carrera normal, como Gluck, Salieri o el propio Haydn,
francmasón de una sola Tenida.»
—Parecéis inquieto —observó Geytrand—. Sin embargo, nuestro
plan se desarrolla a la perfección.
—Lamentablemente, la situación francesa sigue empeorando. El
14 de septiembre, el rey Luis XVI se vio obligado a prestar juramento
de fidelidad a las leyes constitucionales promulgadas por la Asamblea
Constituyente. Cree que, a cambio, él y los suyos salvarán la vida.
¡Qué ingenuidad!
—Tras las advertencias de Austria y Prusia —recordó Geytrand—
los revolucionarios no se atreverán a asesinar al rey.
—Nada los detendrá.
—Resulta urgente, pues, reducir a Mozart al silencio.
—En efecto, mi buen amigo. Y somos la última muralla contra las
tinieblas que amenazan con invadir Europa.

Viena, 28 de septiembre de 1791

Sintiéndose algo mejor, Wolfgang terminó la «Marcha de los


sacerdotes», el comienzo del segundo acto de La flauta mágica, luego
concluyó la obertura, que Thamos descubrió maravillado. De una
luminosa gravedad, era el preludio perfecto para la inmensa
ceremonia iniciática que llevaba a la consagración de la pareja real.
—Mañana —dijo Mozart—, haremos el ensayo general de La
flauta mágica. Nunca he estado más angustiado. Si fracaso, será un
desastre irremediable.
—Estás levantando el zócalo del nuevo templo y no fracasarás.
—¡De pronto, ya no creo en nada! Ni en mi música, ni en los
cantantes, ni en la orquesta, ni en la posibilidad de vencer al
monstruo que desea privamos de libertad e iniciación. Soy sólo un
hombrecillo, incapaz de soportar tan pesada carga.
—Eres el amado de Isis, toda tu vida se ha orientado hacia la Gran
Obra. La duda es un elemento esencial de la creación, siempre que sea
constructiva.

Viena, 29 de septiembre de 1791

Arrodillado en su reclinatorio, el arzobispo de Viena sintió un fuerte


dolor en la pantorrilla que lo obligó a interrumpir su diálogo con el
Padre eterno. Irritado, se levantó con dificultades y, cojeando, regresó
a su despacho, donde lo aguardaba su secretario.
—¿Hay noticias de Mozart?
—Esta tarde, eminencia, tendrá lugar el ensayo general de La
flauta mágica, una obra sulfurosa que, según dicen los rumores,
propaga lo más subversivo de las enseñanzas masónicas.
—¡La salud de Mozart es, pues, perfecta!
—A pesar de las indisposiciones y de una gran fatiga, tiene aún
suficiente energía para propagar su perversa doctrina.
—¿Aún no se ha hecho lo necesario?
—La resistencia de ese hombrecillo supera el entendimiento,
eminencia. Sin embargo, nuestra paciencia se verá recompensada. ¡A
fin de cuentas, Mozart no es una criatura sobrenatural!
El secretario se aclaró la garganta.
—Antonio Salieri desearía ser oído en confesión.
—Decidle que me encuentro mal y ocupaos vos de él.
—¿Debe Dios perdonarle sus pecados, eminencia?
—Dios perdona siempre a los verdaderos creyentes.

Viena, 29 de septiembre de 1791

El ensayo general no había tranquilizado a Mozart. Orquesta y


cantantes cumplían perfectamente su función, pero aquella gran
ópera, como la llamaba el catálogo personal del músico, le parecía de
pronto demasiado austera para seducir a un vasto público.
Quedaría, al menos, el libreto que se vendía a treinta pfennigs en
la taquilla del teatro, y cuyo frontispicio plasmaba muy bien sus
intenciones.
El editor Ignaz Alberti, hermano de logia de Wolfgang, había
cumplido su promesa publicando a tiempo el texto y haciendo que en
la cubierta figuraran varios símbolos egipcios y masónicos.
Refiriéndose a Thot, dios del conocimiento y de las ciencias sagradas,
unos jeroglíficos adornaban la base de una pirámide. Colgada de la
bóveda de un templo, la estrella de cinco puntas contenía el secreto de
los dos caminos alquímicos, la vía breve de la iluminación y la vía
larga de los ritos. Unas piedras dispersas, unas estatuas y unas
columnas rotas evocaban el santuario que debía reconstruirse tras su
destrucción por las fuerzas de las tinieblas. Una gran urna funeraria
recordaba la muerte del Maestro asesinado y resucitado durante la
iniciación en el tercer grado. Un reloj de arena, elemento del Gabinete
de Reflexión, indicaba el paso del tiempo profano al tiempo sacro, de
lo efímero a lo eterno. Algunos instrumentos, en especial un compás,
permitían a los hermanos construir encarnando su plan de obra.
—¿No resulta imprudente desvelarse así? —se preocupó
Schikaneder.
—¿Acaso no son honorables nuestras convicciones? —replicó
Mozart—. Hasta hoy, he procurado ocultar el camino iniciático bajo el
velo del libreto. La flauta mágica es mucho más explícita.
—Cuenta conmigo y con mi compañía, hermano Wolfgang. Será un
éxito.
55

Viena, 30 de septiembre de 1791

E l barrio popular donde estaba el teatro de Schikaneder albergaba


la iglesia de Santa Rosalía, algunos talleres, casas, seis grandes
patios, un boticario, un molino de harina y otro de aceite, un jardín de
recreo con las avenidas flanqueadas por arriates de flores y una
posada contigua a una fuente protegida por viejos árboles. Allí habían
festejado durante todo el verano los cantantes y las cantantes, entre
los ensayos.
El propio teatro era un edificio de madera, de treinta metros de
largo por quince de ancho, con la cubierta de tejas. Podía albergar a
mil espectadores, y se levantaba en el vasto patio de un inmueble
perteneciente a la familia de los príncipes de Stahrenberg. Por lo que
se refiere al escenario, gracias a sus doce metros de profundidad,
permitía suntuosos decorados y gran cantidad de sorprendentes
efectos.
Antes de dirigirse al estreno de La flauta mágica, que coincidía con
la última representación, en Praga, de Mozart trabajó en su concierto
para clarinete. Recogiéndose, se apartaba del mundo.
En el cartel, el nombre de Mozart ocupaba un lugar muy pequeño.
Proclamaba que los actores del teatro Auf der Wieden tenían el honor
de presentar La flauta mágica, una gran ópera en dos actos ¡de
Emmanuel Schikaneder!
«El señor Mozart, como deferencia hacia el benevolente y
honorable público, y por amistad hacia el autor de la obra —se
indicaba— dirigirá hoy personalmente la representación.»
Luego —si no se trataba de un fracaso—, Henneber, que tocaría el
carillón la noche del estreno, sería el director de orquesta. Por lo que a
Süssmayr se refiere, pasaría las páginas de la partitura.
Wolfgang abrazó a Constance.
—¡Nunca he tenido tanto miedo! Esta obra es la culminación de mi
vida de iniciado y de músico. Si es un fracaso, no me recuperaré.
Thamos fue a buscar a su hermano, cuya ansiedad era visible.
—¿Y si los cantantes se perdieran? La intérprete de Pamina, la
señorita Gottlieb, sólo tiene diecisiete años, y Gerl, el de Sarastro, me
parece muy joven. Winter, el Orador, no es más que Aprendiz,
todavía. Y además, a la Reina de la Noche, la señora Hofer, le falta a
veces acierto. De modo que…
—Asume todas las imperfecciones de un estreno y supéralas
manejando la coherencia del conjunto.
A las siete de la tarde, la sala estaba llena de un público popular y
bonachón, que había ido a distraerse gracias a las nuevas fantasías de
Schikaneder. Muy pocos, es cierto, se interesaban por la música de
Mozart ¡Primero, teatro y diversión!
Muy tenso, Wolfgang dirigió la grandiosa obertura de La flauta
mágica con una majestad digna de una Tenida consagrada a los
Grandes Misterios.
Apenas hubo terminado cuando un músico, Johann Schenk[114], se
deslizó hasta Mozart y, con los ojos empañados por lágrimas de
admiración, besó las manos del genio que acababa de ofrecerle un
inmenso gozo artístico.
Muy inquieto aún, Wolfgang dirigió desde el clavecín el primer
acto. Thamos tuvo la inmensa felicidad de ver cómo se concretaba el
ritual elaborado en compañía de Ignaz von Born y de Mozart durante
inolvidables veladas de trabajo.
La muerte de la serpiente maléfica, el despertar de Tamino a su
deber iniciático, la Búsqueda de Pamina, las bromas de Papageno,
encadenado a sus aspiraciones profanas, la cólera de la Reina de la
Noche, decidida a destruir el santuario de los iniciados, la traición del
negro Monostatos al intentar reconquistar a Pamina, la intervención
de los tres seres celestiales que conducían a Tamino hacia la verdad,
el primer encuentro de Pamina y Tamino en presencia del venerable
Sarastro, que los hacía acompañar al templo de las pruebas, el coro
final celebrando la doble vía de la iniciación capaz de transformar la
tierra en reino celestial… Thamos vivió con intensidad ese primer
acto, que desconcertó al público, acostumbrado a espectáculos menos
arduos.
Los aplausos fueron escasos.
Mozart, desesperado, se refugió entre bastidores. Su sueño se
derrumbaba, no había conseguido hacer perceptible la obra que
llevaba en su interior desde hacía tantos años. Un desastre poma fin a
su carrera de compositor de ópera.
Aquel fracaso era el de toda una vida.
—Nada se ha perdido aún —afirmó Schikaneder—. Tal vez el
segundo acto guste más.
—Es inútil —afirmó Wolfgang—. Que Henneber me sustituya.
—Persevera —recomendó Thamos—, y conduce ese ritual hasta su
término.
Saliendo de su abatimiento, Mozart regresó a su clavecín y dirigió
el segundo acto como un Venerable habría dirigido una Tenida.
Con la «Marcha de los sacerdotes», seguida por la deliberación
entre Sarastro y los iniciados sobre las pruebas que debían superar
Tamino y Pamina, la actitud del público cambió.
La magia de la música poseyó a los intérpretes, y se estableció un
profundo vínculo entre ellos y los oyentes. Mozart gustaba a todos,
pues los transportaba a través de temibles pruebas sufridas por
Tamino y Pamina.
La sala, vibrante de emociones, reaccionó a cada melodía. No se
trataba ya de un espectáculo, sino de una comunión entre seres muy
distintos elevados por el poder de la obra.
Tras la consagración de la pareja real y el triunfo de la iniciación
se produjo un estupefacto silencio, como si los privilegiados de aquel
30 de septiembre de 1791 apreciaran la magnitud del milagro al que
acababan de asistir.
Estallaron luego los aplausos, cada vez más nutridos, seguidos por
una interminable ovación. Se aclamaba a Mozart, se lo reclamaba.
El compositor había abandonado su clavecín, nadie sabía dónde se
encontraba. Buscando entre bastidores, Schikaneder lo descubrió
oculto en un rincón, negándose a subir al escenario. Fue necesaria la
ayuda de Süssmayr para arrastrar por la fuerza al hombrecillo hasta
ponerlo ante los entusiastas espectadores.
¡Wolfgang hubiera preferido, con mucho, un recogido silencio!
Molesto, sin saber qué actitud adoptar, pensaba en las primeras notas
de Thamos, rey de Egipto. ¡Qué largo camino, cuántas pruebas hasta
aquella Flauta mágica, su Gran Obra!
¡Desaparecía la fatiga, se olvidaban las preocupaciones materiales!
Cuando Thamos le dio el abrazo fraterno, ambos dedicaron aquel éxito
al Venerable Ignaz von Born. ¿Acaso, desde lo alto del Oriente eterno,
no había protegido aquel nacimiento?
56

Viena, 1 de octubre de 1791

E l hermano Karl Ludwig Giesecke, regidor de escena e intérprete,


a la vez, del primer esclavo de La flauta mágica, estaba
asombrado por la magnitud del éxito. Durante la segunda
representación, que Mozart había aceptado dirigir, de nuevo una sala
repleta y llena de entusiasmo.
—¡Lo sabía! —proclamó Schikaneder, que obtenía un éxito
personal interpretando el papel de Papageno con mucha mímica—. Ni
por un momento dudé del éxito. Buen trabajo, hermano Giesecke.
El regidor levantó la cabeza.
—En cambio —prosiguió Schikaneder—, estoy mucho menos
satisfecho de tus recientes declaraciones.
—No… no comprendo.
—¡Vamos, vamos, no te hagas el imbécil! Eres un intelectual
cultivado, apasionado por la mineralogía como Von Born, y no te vas a
quedar siempre en el medio teatral. Pero ésta no es razón para
afirmar que has escrito el libreto de La flauta mágica. Nuestro
hermano Mozart es el único autor, aunque me haya permitido
firmarlo. De modo que menos mentiras y mantente en tu lugar.
«Schikaneder tiene razón —pensó Giesecke—, no pasaré el resto
de mi vida en este medio[115].»
Viena, 2 de octubre de 1791

Antonio Salieri estaba abatido.


Ciertamente, el público del teatro Auf der Wieden no podía
compararse con el del Burgtheater, y ni la aristocracia ni la crítica
cubrirían de alabanzas a Mozart. Sin embargo, el éxito coronaba, en
efecto, La flauta mágica, hasta el punto de que iba a representarse
durante todo el mes de octubre. Y algunos aficionados la calificaban
de obra maestra.
Mozart… ¡Ese nombre se le hacía insoportable! Si la sustancia
indetectable no resultaba eficaz, el renombre de aquel maldito genio
no dejaría de aumentar y ridiculizaría a la totalidad de sus colegas,
incapaces de igualarlo.

Viena, 2 de octubre de 1791

—¿Un gran éxito, decís? —se asombró el arzobispo de Viena.


—Por desgracia, sí, eminencia —respondió su secretario—. La
flauta mágica despierta el fervor popular.
—El populacho… ¿Qué importancia tiene eso?
—Este triunfo le supondrá a Mozart una importante suma de
dinero y le asegurará una independencia total. Y algunos
francmasones comienzan a desconfiar de él.
—¿Por qué razón?
—¡La tesis de esa ópera es revolucionaria! Por una parte, es un
regreso al paganismo, con la apología de los misterios de Isis y Osiris,
por otra parte, se asiste a la iniciación de una mujer, que se convierte
en la igual del hombre.
—Mozart va muy lejos, en efecto —advirtió el arzobispo—.
Demasiado lejos…
—Y eso no es todo, eminencia. Según algunas indiscreciones, desea
crear una nueva orden, basada en las revelaciones de La flauta
mágica.
—¡Las mujeres serían admitidas, pues!
—Desempeñarían, incluso, un papel esencial. Los hermanos
seguirían el camino tradicional (Aprendiz, Compañero, Maestro), y las
hermanas avanzarían de acuerdo con rituales específicos, sacados de
Egipto y de la Edad Media. Luego, los iniciados se reunirían en lo alto
para celebrar el matrimonio alquímico.
—¡Es un desafío lanzado a la Iglesia! Defender la existencia de una
espiritualidad femenina puede llevar a los peores desórdenes, ya que
ninguna mujer puede ser ordenada y sustituir a un sacerdote. Todas
deben someterse al hombre. Quien se oponga a esta ley intangible
será severamente castigado.
—Son palabras del Evangelio, eminencia.
—Mozart merece el castigo supremo por injuriar al Altísimo.
Dejémonos de chácharas y haced algo.

Viena, 2 de octubre de 1791

—La flauta mágica es un éxito, señor conde —dijo Geytrand,


consternado—. La crítica desaprueba al público, pero el teatro está de
bote en bote todas las noches; las noticias que corren de boca en boca
van a toda prisa.
Joseph Anton se permitió tomar un vasito de licor de ciruelas.
—De modo que, con su ópera más abiertamente iniciática, Mozart
consigue conmover todos los corazones, y muchos verán en ello la
victoria del bien sobre el mal. ¿No es eso lo esencial, a fin de cuentas?
Hoy, Mozart se equivoca. El bien es la revolución, la violencia la
corrupción y la injusticia; el mal es la armonía, la rectitud y el respeto
por la vida. Ese músico procede de otro tiempo y otro planeta Nadie se
adherirá a su visión irreal.
—Mozart se convierte en un autor popular —añadió Geytrand—.
Si sigue gustando y seduciendo a un vasto público, sus ideas tomarán
una temible amplitud.
—Lo sé desde hace mucho tiempo —masculló Joseph Anton—,
desde que abrí un expediente con su nombre.
—¿Habrá que actuar de modo brutal, señor conde?
—De ningún modo, mi buen amigo. Aunque exija todavía algunas
semanas, nuestra estrategia de desgaste me parece excelente.
Además, nuestros diversos aliados no permanecen, sin duda, con los
brazos cruzados.
Geytrand recuperó la sonrisa.
—Realmente, Mozart no tiene ninguna posibilidad de sobrevivir.
57

Viena, 7 de octubre de 1791

T ras un estudio de contrapunto para bajo, viola y dos violines sobre


el «¡Ah, Dios! ¡Míranos desde lo alto del cielo!»[116], Wolfgang
había trabajado en la instrumentación del último movimiento de su
Concierto para clarinete[117], un rondó que enviaría muy pronto a
Stadler, que estaba en Praga acompañado por Thamos. Allí visitarían,
con gran secreto, a algunos hermanos interesados por la creación de
La Gruta.
—Estoy lista —le anunció Constance.
Coqueta, maquillada, vestida con gusto, estaba más seductora aún
que de ordinario.
Wolfgang la abrazó.
—Realmente no tengo ganas de estar solo, pero debo quedarme
aquí y trabajar duro. Y tú, acabarás de recuperar la salud gracias a
esta nueva cura en Badén. ¡Te voy a echar mucho en falta, querida!
¡Sobre todo, desconfía de los seductores!
—Me llevo a nuestro benjamín, no se separará de su mamá. Y
Gaukerl montará guardia a su alrededor.
—Cuídate mucho, querida.
—Intenta no fatigarte demasiado y disfruta, plenamente, el éxito
de La flauta mágica.
—En Badén no tengo comodidad alguna para trabajar y prefiero
evitar cualquier molestia. Ahora bien, nada es más agradable que
vivir con cierta tranquilidad y poder perfeccionar una obra.
—Te comprendo. Hasta muy pronto, amor mío.
Inmediatamente después de la partida de Constance, acompañada
por su hermana Sophie, Wolfgang disputó dos partidas de billar «con
el señor Mozart, el que escribió la ópera en casa de Schikaneder»,
como él mismo notificó a su esposa.
Sin demasiada pesadumbre, dada la fatiga que impedía los largos
paseos matinales, vendió su caballo por catorce ducados e hizo que le
sirviera un café su criado y restaurador titular, Joseph Primus,
apodado así para burlarse del emperador de Austria, Josephus
Primus, ¡José I! Lo bebió fumando una maravillosa pipa y tomó de
nuevo la pluma. Una carta de sus amigos Duschek le comunicó que,
en Praga, se conocía ya el éxito de La flauta mágica y que la última
representación de La clemencia de Tito, a pesar del fracaso financiero
del espectáculo, había sido aclamada.
Perseverancia… Una de las enseñanzas principales de la iniciación
masónica, tan difícil de practicar, adquiría hoy todo su sentido.
A las cinco de la tarde, Wolfgang salió de la ciudad vieja por la
Stubentor, dio su paseo favorito pasando por la explanada y acudió al
teatro. ¡También aquella tarde la sala estaba llena! Y se concedieron
varios bises ante los nutridos aplausos.
—Pero lo que más me complace —confirmó Wolfgang a Constance
en la carta que le escribió a las diez y media de la noche— es el éxito
que se afirma por el silencio.

Viena, 8 de octubre de 1791

A las cinco y media de la madrugada, Primus encendió fuego y


despertó luego a Wolfgang. A las seis en punto, el peluquero. Dadas
las fuertes lluvias, el músico recomendó a su esposa que se abrigara
bien para no resfriarse y preservar los beneficios de su cura.
Tras haber comido un delicioso pedazo de esturión, compuso hasta
la una y media. Detestaba comer solo, y corrió a almorzar a casa de su
cuñado Hofer. Allí se encontró con su suegra y prometió llevarla, la
noche siguiente, a escuchar su ópera. De regreso en su casa, trabajó
toda la tarde antes de atender la súplica del trombonista y mercader
de quesos Leutgeb, que deseaba ver La flauta mágica.
Para Wolfgang fue una terrible prueba. Aquel patán se rio de todo,
incluso de los pasajes más solemnes. El compositor intentó llamar, en
vano, su atención sobre ciertos diálogos. Pero Leutgeb, obtuso, no
comprendía nada.
—¡Eres sólo un Papageno! —se irritó Wolfgang, que se refugió en
otro palco para escuchar, en paz, el resto de la obra.
Cuando Papageno cantó acompañándose con su carillón, decidió
tender una trampa a Schikaneder, en exceso imbuido de su éxito. El
compositor se dirigió hacia la orquesta y se apoderó del glockenspiel.
Cuando Schikaneder-Papageno hizo una pausa, Wolfgang dejó ir
un arpegio. El cantante dio un respingo, miró hacia el foso y descubrió
a Mozart. Cuando se negó a continuar, sonó un nuevo acorde. Molesto,
Schikaneder golpeó su carillón y le dijo: «¡Cierra ya el pico!»,
provocando la risa del público. Muchos espectadores comprendieron
entonces que no era él el que tocaba.
Esa noche se confirmó el triunfo de La flauta mágica.
Antes de acostarse, Wolfgang escribió a Constance que le parecía
más agradable oír la música en un palco situado cerca de la orquesta.
En cuanto regresara, ella podría comprobarlo. Y puesto que ninguna
carta debía carecer de alguna buena broma, rogó a su esposa que
hiciera pellizcar por un cangrejo la nariz de Süssmayr, que le sacara
un ojo y lo sacudiera por la melena. Así, aquel bobalicón recordaría los
beneficios que se le concedían.

Viena, 9 de octubre de 1791

Wolfgang se levantó a las siete y degustó medio capón que Primus le


había servido. Ambos hombres buscaron en vano los calzones de
invierno amarillos, que hacían juego con las botas. Sin duda,
Constance los había enviado a lavar…
Mozart se vio obligado a acudir a la misa de diez en los pianistas e
intentó convencer al director de la escuela de que admitiera a Karl
Thomas. Indisciplinado, el muchacho necesitaba una educación
rigurosa.
Wolfgang almorzó allí y regresó luego a su domicilio.
Primus le comunicó dos noticias desagradables. Por una parte,
puesto que el coche postal había partido antes de las siete, sería
preciso aguardar al siguiente, al anochecer, para entregarle la carta
de la víspera. Constance sólo la recibiría, pues, el domingo por la
noche.
Por otra parte, el rumor afirmaba que en Badén muchas personas
caían enfermas. ¿Era eso cierto? ¡Su mujer debía desconfiar, sobre
todo, del tiempo! Dentro de una semana, Wolfgang se reuniría con
ella.
Al anochecer, llevó a su suegra a ver La flauta mágica. Aunque
María Cecilia Weber hubiera consultado el libreto, la conclusión de su
yerno fue definitiva: «Podríamos decir, perfectamente, que ha mirado
la ópera, pero no que la ha entendido.»
58

Praga, 10 de octubre de 1791

T hamos no estaba demasiado satisfecho con las primeras Tenidas


secretas que habían reunido a los escasos francmasones de Praga
deseosos de participar en la creación de La Gruta. La idea los seducía,
pero cada uno de ellos temía sanciones administrativas y, sobre todo,
un exceso de trabajo. ¡La capacidad de un Mozart no era la de todo el
mundo! Y, además, ¿una verdadera iniciación femenina no plantearía
delicados problemas? La mayoría de las hermanas se mostraban
hostiles a ella, pues no debía confundirse el sublime ideal de La flauta
mágica con la realidad de las logias.
El egipcio no renunció.
Tranquilo y paciente, explicó una y otra vez la necesidad de crear
un centro espiritual donde revivir la iniciación en su omnipotencia.
Anton Stadler apoyaba las declaraciones de Thamos y confirmaba
el compromiso de un pequeño número de hermanos y hermanas
vieneses, hastiados de la mediocridad de la francmasonería
profanizada.
¿Acaso las enseñanzas de Egipto no proporcionaban un tesoro
inagotable del que La flauta mágica era una brillante ilustración?
Según los fundadores de La Gruta, aquella ópera preludiaba otras
construcciones rituales, tanto para las hermanas como para los
hermanos.
Tras animados debates, Thamos y Stadler salieron del inmueble
que albergaba las reuniones secretas.
Una lluvia gélida caía sobre la vieja Praga.
El egipcio impidió que su hermano avanzara.
—Nos observan —susurró.
—¡Es imposible, nadie conoce esta dirección!
—Salvo los participantes en esta Tenida.
—¿Nos habrá delatado uno de los nuestros?
—Es probable.
—¡Juramos guardar silencio!
—¿Cuántos hombres son capaces de respetar su juramento? Los
peores traidores son los iniciados que no respetan la palabra dada. Y,
como nos enseña el ritual del grado de Maestro, de ésos no faltan.
Stadler se estremeció.
—Sal por el patio de atrás —le recomendó Thamos—. Tal vez la
calleja no esté vigilada. Si te interceptan, grita con fuerza «¡al ladrón!»
y yo intervendré.
—Pero vos…
—Me las arreglaré.
El egipcio esperó más de un cuarto de hora.
Ni el menor grito. Así pues, Stadler había conseguido alejarse.
Regular, implacable, la gélida lluvia seguía cayendo.
Thamos pensó en el soleado otoño del Alto Egipto, su estación
preferida. El calor se hacía suave, la puesta de sol cubría de oro las
lánguidas dunas. Pasado el fuego del estío, se respiraba mejor y las
noches, al refrescar, permitían un sueño reparador. Al caer la noche,
el abad Hermes lo llevaba de buena gana al desierto para hablar de
sus investigaciones. Y una sola frase, de pronto, lo aclaraba todo. Los
elementos dispersos se reunían, las tinieblas se disipaban.
El egipcio cerró el cuello de su grueso manto y avanzó con paso
apresurado. Así obligó a sus adversarios a moverse.
Eran por lo menos dos, decididos a atraparlo en una tenaza. ¿Lo
seguían o iban a arrestarlo?
Perfecto conocedor de la topografía de la ciudad vieja, que había
estudiado largo rato previniendo ese tipo de incidentes, Thamos
despistó a los que lo seguían, que toparon el uno con el otro y
estuvieron a punto de llegar a las manos.
Despechados, eligieron direcciones distintas.
Poco después, los sucedió un trío. Y otros esbirros no tardaron en
unirse a ellos.
Semejante despliegue de fuerzas suponía la voluntad de acabar
con las Tenidas secretas de los praguenses. Probablemente, el ex
ministro de la Policía, el conde de Pergen, había vuelto al servicio.
Escapar de aquella nasa no fue fácil. Por fortuna, esclavos de sus
consignas, los policías no tomaron iniciativa alguna. Descubierto su
dispositivo, el egipcio pasó entre las mallas de la red y regresó al hotel
donde Stadler ya dormía el sueño de los justos.

Viena, 10 de octubre de 1791

En París, los revolucionarios se oponían radicalmente a los


monárquicos. Esta vez, ya no había concesiones posibles. Uno u otro
bando se impondría y dictaría su ley. Atado de pies y manos, ¿tendría
Luis XVI el valor y la posibilidad de entablar una batalla decisiva? El
país, presa de una permanente inseguridad, parecía un bajel que
zozobraba.
—Praga está bajo control —afirmó Geytrand.
—¿Y Mozart? —preguntó Joseph Anton.
—No ha salido de Viena y su esposa toma las aguas en Badén.
—¿Cómo se encuentra?
—Parece que está mejor, pero sólo es una mejoría pasajera. Hemos
tenido dificultades, en los últimos tiempos, para hacerle ingerir la
poción, a causa de unas desafortunadas intervenciones de su criado.
Volveremos muy pronto a la normalidad. Y pienso utilizar un
personaje interesante: el ex hermano Franz Hofdemel, que abandonó
su logia en febrero. María Magdalena, la mujer de ese rico jurista, es
alumna de Mozart. Está encinta, así que podemos acusar al músico de
ser el verdadero padre. Loco de furia, Hofdemel querrá acabar con su
rival sin que lo atrapen, utilizando pues el veneno que nosotros les
procuraremos. Un sospechoso más, señor conde.
—Brillante, mi buen Geytrand.
59

Viena, 10 de octubre de 1791

A l salir de su casa, Wolfgang se topó con el hombre de edad


avanzada y sobriamente vestido, cuya existencia casi había
olvidado.
—¿Ha avanzado el réquiem, señor Mozart?
—He tenido demasiado trabajo.
—Os ofrezco treinta ducados más.
—¿Cómo se llama el comanditario?
—No estoy autorizado a decíroslo.
—¿Es un hombre honorable?
—No lo dudéis, señor Mozart. Cuanto antes terminéis la obra, más
contento estará mi patrón.
—Pongamos… un mes. ¡No, más! ¡Decidme vuestro nombre, os lo
ruego!
—Soy sólo un intermediario sin importancia. Hasta pronto, señor
Mozart.
Wolfgang deseaba terminar aquel réquiem. En cuanto escribía las
primeras notas en la partitura, franqueaba las puertas de la muerte,
al modo de un Maestro masón que daba preferencia al conocimiento
sobre la creencia. Y el kyrie, de increíble potencia, era la alianza
perfecta de su arte y el de Juan Sebastián Bach. Mozart creaba su
propia liturgia, sometiendo el texto a la música, evocadora del temible
enfrentamiento de las fuerzas de la destrucción. Toda muerte era
desgarro y sufrimiento. Pero la luz del espíritu la volvía contra ella
misma para descubrir la faz oculta de la vida.
Mañana, Wolfgang volvería a ver La flauta mágica acompañado
por Stoll, el maestro de capilla de Badén, y Süssmayr, que le daría
noticias frescas de Constance, cuya ausencia se le hacía cada vez más
insoportable.
Por lo que a Thamos se refiere, cumplía una difícil misión en
Praga, y el músico ignoraba la fecha de su regreso.

Praga, 12 de octubre de 1791

—Dadas las circunstancias —le dijo el conde Canal a Thamos—, será


mejor retrasar la creación de La Gruta.
—Sería un grave error —consideró el egipcio—. He reunido a
algunos hermanos valerosos, decididos a intentar la aventura.
—Valerosos no, inconscientes. Esta vez, la policía del imperio no se
limita a vigilar a los francmasones de Praga, sino que los acosa. El
futuro me parece muy oscuro, hermano mío. Y sin duda no es el
momento de desafiar el poder. Cada cual debe pensar, primero, en su
propia salvaguarda. Restringiremos, pues, al máximo nuestras
actividades, teniendo cuidado de no asustar a las autoridades y
alabando su tolerancia. Creedme, no existe otra solución.
—Mozart, en cambio, no renunciará.
—¿No ha llegado ya demasiado lejos al escribir La flauta mágica?
Su celebridad no lo hace intocable.
—¿Disponéis de algunas informaciones? —se inquietó Thamos.
—Estoy, sencillamente, preocupado. Ojalá mi queridísimo
hermano Mozart abandone su proyecto.
Por unos instantes, el egipcio se preguntó si el conde Canal no
estaría colaborando con la policía para preservar su posición y sus
intereses.
—No estoy en condiciones de garantizar la seguridad de los
hermanos que participen en Tenidas secretas —declaró el conde—.
Por eso os ruego que interrumpáis cualquier actividad ilícita.
—Actividad ilícita… ¿Así calificáis a la iniciación?
Canal evitó la mirada del egipcio.
—Nos estáis pidiendo demasiado, hermano. Por sí sola, la
francmasonería no puede luchar contra todas las injusticias y las
imperfecciones.
—Ni Mozart ni yo mismo somos unos hipócritas, y nada ignoramos
del peligro. Al resistir, nos hacemos más fuertes. Si agachamos la
cabeza, seremos aplastados.
—A cada cual, su método, Thamos. El mío consiste en dejar que la
tempestad pase.
—Esa tempestad no pasará tan pronto. Si no levantamos un
robusto centro espiritual, sólo quedarán ruinas.
—¿Cuándo pensáis abandonar Praga?
—Después de que Stadler estrene el Concierto para clarinete de
Mozart. Eso debería marcar el nacimiento de La Gruta, aquí mismo,
en esta ciudad a la que tanto ha amado y que tanto le ha celebrado.
—Adiós, hermano. Sobre todo, no os entretengáis.
¿Eso era un consejo o una amenaza? En adelante, era preciso
olvidar Praga e interesarse por otras ciudades y otros países.

Al salir de la mansión particular del conde Canal, Thamos observó


los alrededores. Tal vez la policía del emperador lo aguardaba.
Un hombre con bigote se acercó a él.
—¿Tenéis hora?
El egipcio consultó su reloj de bolsillo.
—Pronto será mediodía.
—Gracias, hermano. Sois muy amable. Sobre todo, abandonad
Praga en seguida.
El viandante se alejó. Nadie se abalanzó sobre Thamos.
En apariencia, le dejaban libertad de movimientos.
60

Viena, 13 de octubre de 1791

W olfgang no creía lo que estaba viendo. ¡Salieri, Antonio Salieri


en persona, pedía dos localidades para asistir a La flauta
mágica! ¿Era el summum de la hipocresía o un intento de
reconciliación? Mandó que le dieran una respuesta afirmativa: esa
misma tarde, a las seis, lo llevaría al teatro.
El compositor acompañaría a otro privilegiado, su hijo Karl
Thomas, que se encontraba en el internado de Perchtoldsdorf.
—Tienes un aspecto magnífico —advirtió su padre.
—Esto me gusta. Por la mañana me divierto en el jardín, como
bien a mediodía y por la tarde juego.
—¿Y los estudios?
El muchacho puso mala cara.
—No me interesan demasiado.
Karl Thomas no mejoraba ni un ápice: malos modos, ni la menor
afición al trabajo… Aquel internado no enseñaba nada a los niños. Ya
era hora de confiar a aquel bribón a los pianistas, para que le dieran
una verdadera educación.
—¿Te quedas a almorzar, papá?
—Así es, y te tengo reservada una sorpresa.
Los ojos de Karl Thomas brillaron.
—¡Dímelo, pronto!
—Esta tarde, te invito a la ópera.
El muchacho dio un brinco de alegría.
—¡Ya quisiera estar allí!
A la hora fijada, Mozart pasó a buscar a Salieri y a su amante, la
cantante Cavalieri.
—¡Nos hacéis un gran favor, querido amigo, queridísimo amigo!
Sin vos, tendríamos que haber llegado a las cuatro, con la angustia de
estar mal situados. El éxito es tal que los espectadores son
innumerables.
—Os ofrezco mi propio palco, donde estaréis del todo tranquilos. La
pareja rivalizó en amabilidad. Atento, Salieri exclamaba bravo o bello
tras cada fragmento.
Al finalizar La flauta mágica, su amante y él se deshicieron en
cumplidos sobre aquella obra magnífica, digna de ser interpretada
durante las grandes festividades, en presencia de los más grandes
monarcas.
Al subir al coche que Mozart había reservado, Salieri seguía
proclamando su admiración, y prometió ver a menudo aquella
maravilla.
—Exageras mucho —observó su amante.
—¡Muy poco, dirás!
—Nunca te había visto tan entusiasta.
—¡Nunca había escuchado una obra tan genial!
—¿Hablas… hablas en serio?
—Completamente. Esa ópera no se parece a ninguna otra.
El remordimiento se apoderó brutalmente de Salieri. No debería
haber atacado innoblemente a un creador de semejante envergadura.
Pero nadie detendría la marcha del destino.

Viena, 13 de octubre de 1791

Dudando de la sinceridad de Salieri, Mozart se llevó a Karl Thomas a


cenar a casa de Hofer, donde el compositor había pasado sólo una
noche. Su cuñado se había levantado demasiado tarde para su gusto
turbando así el empleo de su tiempo y sus costumbres y poniéndole de
muy mal humor.
Así pues, padre e hijo regresaron a su domicilio.
Antes de disfrutar de un sueño reparador, Wolfgang pensó en
Thamos. ¿Conseguiría reunir a algunos hermanos y hermanas
praguenses para formar las primeras logias de La Gruta?

Viena, 14 de octubre de 1791

—He recibido un documento muy turbador —dijo Leopoldo II a Joseph


Anton, mostrándole una carta anónima que denunciaba una
conspiración masónica contra el imperio y anunciaba una inminente
revolución.
Como Francia, Austria sería víctima de fanáticos sanguinarios
para los que «un soberano que se limitaba a gozar de la vida no
merecía estar sentado en un trono».
Sorprendente revelación: el autor de aquella abominable
declaración era Von Schloissnigg, secretario de gabinete, a la cabeza
hoy de los últimos iluminados. ¿Y quién le había dado el puesto
oficial? ¡El barón Gottfried Van Swieten!
—Esas acusaciones son extremadamente graves —advirtió
Leopoldo II—. ¿Las consideráis creíbles?
—No, majestad. A mi entender, se trata de un arreglo de cuentas
que procede de un cortesano ambicioso. Por lo que se refiere al barón
Van Swieten, sospechoso a veces de sentir simpatía por la
francmasonería, su expediente está vacío. Sin embargo, llevaré a cabo
una investigación detallada. Aunque hay que tomarse muy en serio
las amenazas revolucionarias y la conspiración fomentada por los
iluminados, ocultos ahora bajo la máscara de los francmasones.
—¿Acaso en mi corte sólo hay hipócritas y sediciosos?
—No faltan, majestad, sobre todo Mozart, el verdadero jefe de los
conspiradores que desean derribar vuestro trono. Las logias
ordinarias ya no le bastan, proyecta crear una nueva orden. El
resonante éxito de La flauta mágica le ofrece una considerable
audiencia.
El rostro del emperador se puso tenso.
—Creía que ese problema estaba resuelto, conde de Pergen.
—Lo estará, majestad. Dadme algún tiempo. Dadas las
circunstancias, la desaparición de Mozart no debe provocar escándalo
alguno. De lo contrario, se levantarían múltiples voces exigiendo una
investigación, acusando incluso a la policía o, peor aún, tachándoos de
despotismo. Contrariamente a mis esperanzas, la desaparición de
Ignaz von Born, el maestro espiritual de Mozart, no le ha debilitado.
Al contrario, su alma parece haber pasado a la de su discípulo para
darle la máxima potencia.
—¿No estaréis cediendo al misticismo masónico?
—¡Dios me guarde! Pero no subestimo los poderes de los iniciados.
—¿Tan temible es esa Flauta mágica?
—Es la más formidable máquina de guerra que nunca haya
concebido un francmasón.
61

Viena, 16 de octubre de 1791

A compañado por su hijo Karl Thomas, Mozart partió finalmente a


reunirse con Constance en Badén. Pero un imprevisto hizo
penoso ese corto desplazamiento: ¡frío glacial y nieve! El invierno
comenzaba pronto, y los campesinos predecían que sería largo y
riguroso.
Ropa de abrigo, botas, coche confortable, Wolfgang no escatimó
precauciones. El cochero evitó las dificultades de una carretera que se
había hecho peligrosa, y con intenso alivio ambos esposos cayeron el
uno en brazos del otro.
El perro Gaukerl se abalanzó sobre su dueño, y todos se alegraron
ante la excelente salud del bebé. Franz-Xaver florecía a ojos vistas.
—¿Te ha resultado beneficiosa la cura, querida?
—Ni mi pierna ni mi pie me hacen ya sufrir.
—Visto el éxito de La flauta mágica, nuestros problemas
económicos estarán pronto resueltos. ¡Schikaneder tiene intención de
mantener la ópera en cartel durante varios meses! Todas las noches el
público se muestra entusiasta. Y algunos quieren volver varias veces
para saborear cada detalle.
—Me parece que estás muy pálido. ¿Has comido correctamente,
estos últimos días?
—A veces tengo mucha hambre, a veces me falta el apetito. Es tan
difícil luchar contra lo cotidiano cuando moldeas una obra. Ahora,
todo irá mejor.

Praga, 16 de octubre de 1791

Finalmente, Anton Stadler iba a estrenar el Concierto para clarinete


de Mozart[118], haciendo que sonara un instrumento nuevo que sólo él
dominaba.
Thamos no le hablaría del fracaso de su misión hasta después del
concierto. Los francmasones de Praga se negaban a unirse a la
edificación de la nueva orden iniciática concebida por Mozart, pero el
egipcio, a pesar de los interdictos, no desesperaba de convencer a
algunos hermanos para que participaran en la aventura.
Si el imperio resultaba demasiado inhóspito, se impondría el exilio.
E Inglaterra, patria de la libertad, al abrigo de los excesos de la
Revolución francesa, sería el mejor de los destinos.
Perfectamente cómodo, Anton Stadler ofreció un instante de gracia
a los oyentes del concierto, aquella música de otro mundo destinada a
La Gruta.
Serenidad, desprendimiento y aspiración a la Luz caracterizaban
aquella obra maestra. Thamos pensó en las palabras del abad
Hermes, que la ilustraban a las mil maravillas: «Piensa en estar por
todas partes al mismo tiempo, en el mar, y en la tierra, y en el cielo;
piensa que no has nacido nunca, que eres aún embrión, joven y viejo,
y estás más allá de la muerte.»

Viena, 17 de octubre de 1791

El jurista Franz Hofdemel arrugó la carta anónima y entró con


nerviosa zancada en la cervecería donde lo había citado su misterioso
corresponsal.
Un hombre de alta talla, de rostro blando, lo abordó.
—Vayamos a sentarnos al fondo de la sala. Tengo que haceros
importantes revelaciones.
Hofdemel lo siguió.
—¿Quién sois?
—Eso no tiene importancia —respondió Geytrand—. Estoy muy
apegado a los valores morales y no soporto veros humillado.
—Vuestra carta cuestiona la moralidad de mi esposa, María
Magdalena. ¡Os conmino a explicaros!
—¿Estáis dispuesto a escuchar la verdad?
—¡Lo exijo!
—Vos no sois el padre del niño que vuestra mujer va a traer al
mundo.
—¡Estáis loco, eso es innoble!
—El verdadero padre es su amante y profesor de piano, Wolfgang
Mozart.
Franz Hofdemel estuvo a punto de abofetear a su informador, pero
contuvo su gesto. ¿Y si decía la verdad?
—Un hombre de vuestra calidad no debe dejar que lo traten así —
sugirió Geytrand, meloso—. Sobre todo, no reaccionéis de un modo
violento, ya que corréis el riesgo de arruinar vuestra carrera. Según
creo, pertenecisteis a la francmasonería.
—¡Mozart era mi hermano! Su ignominia me parece, pues, más
despreciable aún.
—¿Acaso los Iluminados de Baviera no utilizaban el acqua toffana,
un compuesto de arsénico, antimonio y óxido de plomo, para suprimir
a los traidores? Consideraban ese veneno como el mejor modo de
purgar la tierra de los seres vivos. En forma de polvo o de líquido, se
mezcla fácilmente con el vino o la cerveza. Aquí tenéis un frasco,
utilizadlo adecuadamente.
Muy a su pesar, Hofdemel lo tomó.
—Impartid justicia —le recomendó Geytrand antes de esfumarse.

Viena, 17 de octubre de 1791


—¿Fuisteis vos, barón, quien hicisteis que Von Schloissnigg obtuviera
un puesto de secretario de gabinete? —preguntó Joseph Anton.
—En efecto —reconoció Gottfried Van Swieten, poniéndose de
inmediato en guardia—. Tenía la competencia requerida. Desde hace
algunos días, reconozco que me equivoqué gravemente.
—¿Por qué razón? —se extrañó el conde de Pergen.
—Según el informe de uno de mis subordinados, ese hipócrita
pertenecía a la difunta Orden de los Iluminados de Baviera y sigue
propagando su perniciosa doctrina, al tiempo que critica la política del
emperador.
—¿Habéis redactado ya un informe?
—Sí, y se lo he enviado a su majestad.
—Excelente trabajo —reconoció Anton—. Una vez más, barón,
habéis demostrado estar a la altura de vuestra reputación.
—Ya sabéis hasta qué punto desconfío de los iluminados y los
francmasones.
—¿Incluso de Mozart?
—Dado su talento, lo he invitado de nuevo a mi casa, en mis
conciertos del domingo, y me honra haberle hecho descubrir al
inmenso Juan Sebastián Bach.
—No os acerquéis más a Mozart —recomendó Joseph Anton con
sequedad.
62

Viena, 19 de octubre de 1791

N o os acerquéis más a Mozart», me ordenó el conde de Pergen —


reveló el barón Van Swieten a Thamos, que acababa de regresar
de Praga.
—Una vez más, han sospechado que estabais en colusión con la
francmasonería, y os han absuelto. El conde siente simpatía por vos
desde siempre.
—¿Y Mozart?
—El éxito de La flauta mágica y sus proyectos masónicos
despiertan la cólera del poder.
—Debería abandonar Viena y dirigirse a Londres —estimó Van
Swieten.
—Esa es también mi opinión, pero acaba de tener un segundo hijo
y la salud de su mujer es frágil. Su prioridad es fundar una nueva
orden iniciática.
—¿No se trata de una utopía?
—Las utopías no conducen a nada. La iniciación, en cambio, es un
camino hacia la Luz. ¿Por qué concierne a tan pocos seres humanos,
cuando abre los ojos a lo invisible y conduce a la serenidad? Sin duda
porque nuestra especie prefiere la guerra, el odio y la destrucción. Y,
además, ¡son tan confortables las religiones! El creyente posee la
verdad absoluta y la impone a los demás, matando sí es necesario.
¿Qué representa un Mozart en este océano de estupidez e
intolerancia? A mi entender, lo esencial: un soplo de libertad y de
esperanza.

Viena, 19 de octubre de 1791

A circunstancias excepcionales, Tenida excepcional. De regreso en su


casa, con su familia, el 17, Wolfgang consultó a Thamos antes de
dirigirse a la logia La Esperanza Coronada que, aquella noche, reunía
sólo a un pequeño número de hermanos con el grado de Maestro.
El egipcio no le ocultó nada al compositor. Por una parte, los
francmasones de Praga carecían del valor necesario para participar en
la creación de La Gruta; por otra parte, el mensaje iniciático de La
flauta mágica disgustaba a la Iglesia, al emperador, a la policía y la
propia francmasonería.
—No ve razón alguna para renunciar —concluyó Wolfgang.
—Sólo Anton Stadler acepta proseguir.
—¡No olvidemos a nuestra hermana Thun! Ella conoce a mujeres
deseosas de vivir la iniciación. Nos toca convencer a nuestros
vacilantes hermanos.
Thamos no intentó enfriar el entusiasmo de Mozart. ¿Acaso la fe
no movía montañas?
La Tenida se desarrolló en un clima tenso. Puesto que los
argumentos de Wolfgang no parecían convencer demasiado, el egipcio
intervino. Recordó los orígenes de la Tradición, la lucha permanente
que los iniciados debían librar contra las tinieblas y la necesidad de
sacar a la francmasonería vienesa de aquel bache, devolviéndole un
verdadero ideal.
Durante el banquete, se hicieron numerosas preguntas, y se acordó
volver sobre muchos temas durante una próxima Tenida y hacer más
preciso el proyecto.
Viena, 20 de octubre de 1791

—El arzobispo de Viena me ha pedido que hablara con vos —dijo el


francmasón de la logia La Esperanza Coronada al conde de Pergen—.
He aceptado, con la condición de que mi nombre no sea nunca
mencionado.
—No lo conozco —mintió Joseph Anton—, y no quiero saberlo.
¿Qué tenéis que revelarme?
El hermano infiltrado en la logia para informar a la Iglesia habló
de las inquietantes palabras de Mozart.
—Nuestra francmasonería no le basta. La flauta mágica es una
especie de programa iniciático que quiere llevar a la práctica.
—¿Dispone de apoyos serios?
—A decir verdad, sólo dos hermanos lo alientan. El primero es el
clarinetista Anton Stadler, un viejo amigo cuya capacidad de acción
me parece reducida. Es padre de ocho hijos y vive a costa de Mozart.
—¿Y el segundo?
—Un extraño personaje, el conde de Tebas. Sin estar inscrito
formalmente en una logia, las frecuenta todas y recorre Europa.
Según algunos espíritus débiles, como el conde de Thun, se trataría de
un Superior desconocido, con el encargo de orientar una élite hacia la
Luz suprema.
—¿Conocéis su dirección?
—Por desgracia, no. El conde de Tebas parece poseer una inmensa
fortuna obtenida gracias a sus trabajos alquímicos.
—En ese caso —observó Anton—, podría ayudar a Mozart a
concretar su sueño.
—Eso me temo.
—¿Hay más detalles sobre ese hermano?
—También le llaman Thamos, y los místicos afirman que protege
mágicamente a Mozart de la adversidad.
—Me habéis sido muy útil. Saludad de mi parte a su eminencia.
En cuanto el francmasón se hubo marchado, Geytrand apartó la
cortina tras la que se ocultaba.
—Apasionante entrevista —afirmó Joseph Anton.
—Comienzo a comprender algunos puntos oscuros, especialmente
las agresiones contra nuestros agentes encargados de vigilar a
Mozart. Hace ya mucho tiempo que sospechaba la intervención de un
misterioso protector, pero no había conseguido identificarlo. De modo
que sería el tal Thamos el egipcio, conde de Tebas.
—No corramos demasiado, mi buen amigo. Los chismes del espía
del arzobispo tal vez sean menos creíbles de lo que parecen.
—Estoy impaciente por verificarlo.
63

Viena, 20 de octubre de 1791

E l foehn soplaba con violencia y la temperatura subió, de pronto,


hasta los 18° C. Felices por salir de un duro período invernal, los
vieneses invadieron los jardines públicos.
Bajo un suave sol de otoño, Wolfgang y Constance pasearon por las
avenidas del Prater.
Con la tez pálida, apagada la mirada, el músico se vio obligado a
sentarse en un banco.
—La composición de ese réquiem te deja agotado —estimó su
esposa—. ¿No deberías descansar?
—Me relajo escribiendo una nueva cantata masónica a la que doy
gran importancia. Ese réquiem me arrebata todas las fuerzas, tienes
razón, y tengo muchas dificultades para avanzar.
—¡Eso no es propio de ti!
—Hay una explicación, pero dudo en dártela.
—Habla, te lo ruego.
—Estoy componiendo ese réquiem para mí mismo.
Constance apretó con mucha fuerza las manos de su marido.
—Aparta esas negras ideas, te destruyen.
—Sin duda me han envenenado —afirmó Wolfgang[119].
—¡Envenenado! ¿Quién, y con qué sustancia?
—Quién, lo ignoro. La sustancia creo conocerla: el acqua toffana
un filtro inventado hacia 1500 por una criminal, Teofania di Adamo.
Administrado durante un largo período, el tóxico actúa de modo
insidioso y lleva ineluctablemente a la muerte. Los Iluminados de
Baviera prometían eliminar a sus enemigos utilizando este veneno.
Según algunos, he ido demasiado lejos al escribir La flauta mágica.
—Bueno, pues voy a hacer dos cosas —decretó Constance—: en
primer lugar, quitarte la partitura del maldito réquiem; luego,
consultar a un médico.

Viena, 21 de octubre de 1791

Mozart, protegido por aquel misterioso conde de Tebas… ¡Eso lo


explicaba todo! Ex francmasón, Geytrand no negaba la existencia de
los Superiores desconocidos. No eran superhombres ni espectros, sino
iniciados a los Grandes Misterios. Iban de un país a otro y no
arraigaban en ninguna parte. Si el tal Thamos era realmente un
egipcio, procedía de la misma patria que el esoterismo y había influido
profundamente en Ignaz von Born y en Mozart, proporcionándoles la
sustancia para La flauta mágica.
Mientras el Superior desconocido permaneciese junto a Mozart, la
desgracia no alcanzaría al músico que conseguiría salir de las
situaciones más críticas. Disponía de un escudo invisible en el que se
clavaban las flechas del destino.
Una cosa era prioritaria: encontrar el rastro del egipcio, detenerlo,
envenenarlo y hacerlo desaparecer. Desprovisto de cualquier defensa,
el compositor se convertiría entonces en una presa fácil.
Thamos disponía forzosamente de una o varias residencias
vienesas, y de un laboratorio alquímico.
Geytrand acudió a casa de Von Born. La viuda del mineralogista y
sus hijas respondieron de buena gana a sus preguntas. Sí, durante las
semanas que precedieron su muerte, un personaje de imponente
corpulencia había acompañado a Mozart para trabajar en el libreto de
La flauta mágica. Se encerraban en el gabinete de trabajo de Von
Born que, a pesar de la enfermedad y el sufrimiento, los recibía con
júbilo.
¿Cómo se llamaba el enigmático visitante? Ellas lo ignoraban.
Decepcionado, Geytrand se dirigió a los distintos servicios
administrativos.
Ni rastro de ningún conde de Tebas.
El egipcio utilizaba seudónimos y pasaba así a través de las mallas
de la red. Sin duda tenía contactos en la corte. También allí debía de
haberse guardado de facilitar el menor detalle sobre su persona y sus
actividades.
Era un duro adversario, capaz de ser cochero por la mañana y
aristócrata por la noche. Como todo Superior desconocido, se mostraba
inaprensible porque no disponía de vínculos.
Pero existía uno, sin embargo, que tal vez provocaría su perdición:
Mozart.
¿No favorecía Thamos el egipcio, desde hacía varios años, el
crecimiento espiritual del músico, hasta permitirle escribir aquella
Flauta mágica? ¿No le había formado, mes tras mes, para convertirlo
en un Maestro capaz de dar un nuevo impulso a la francmasonería?
¡Por eso era tan peligroso Mozart! Lejos de ser un artista ordinario,
disponía ahora de una envergadura espiritual digna del fundador de
una orden.
Pero el nuevo templo no había sido edificado aún. Al suprimir a
Thamos el egipcio, tras haberle sacado sus secretos, Geytrand
impediría esa creación.
No obstante, había un importante problema: nunca un servicio de
policía había echado mano a un Superior desconocido. Ciertamente, la
Iglesia se había apoderado de Cagliostro, pero el mago, a pesar de
ciertos poderes, no pertenecía a esa categoría.
¿Quién proporcionaría un asomo de pista si no algunos
francmasones con los que Thamos había tratado durante las Tenidas?
Un candidato se imponía: el príncipe Karl von Lichnowsky,
desprovisto de cualquier moralidad y en busca, siempre, de dinero
fácil. Enemigo de Mozart, no resistiría el placer de hacerle daño una
vez más. Gracias al expediente del conde de Pergen, por fuerza el
príncipe se mostraría muy cooperativo.
64

Viena, 23 de octubre de 1791

T ras la calma, un nuevo ataque del invierno: vientos gélidos y


borrascas de nieve. Ateridos, Wolfgang y Thamos bebieron un
fuerte ponche que les devolvió los colores. En Viena sólo se hablaba de
bronquitis y se deploraban ya varias muertes.
—¿Ha tenido éxito vuestra investigación? —preguntó el músico,
angustiado.
—El misterio está aclarado. Nuestro hermano Puchberg ha
conocido a un excéntrico, el conde Walsegg Stuppach. Compra obras a
músicos y las firma con su nombre, fingiendo así ser un creador. Con
el fin de celebrar la memoria de su esposa, quería un réquiem. Si lo
deseas, seguirás componiéndolo a cambio de los ducados ya
entregados y de un contrato como es debido, firmado ante notario[120].
Tranquilízate, nadie te desposeerá de tu obra. Sólo hay una única
cláusula obligatoria: entregar tu manuscrito al comanditario.
—¿Tengo derecho a quedarme con una copia?
—En teoría, no; y el conde se propone llevar a cabo esta tarea de
su propia mano. Por precaución, pide a Süssmayr que lo haga.
—Süssmayr es bastante estúpido, pero es un buen técnico. Hará
una copia excelente. Ese réquiem me apasiona, Thamos, y el encargo
ha despertado el deseo de afrontar la peor de las formas de la muerte:
el aniquilamiento. Necesitaré al menos seis meses de trabajo. Por eso,
en la primera página del manuscrito he escrito 1792.
Viena, 24 de octubre de 1791

Dada la alta personalidad del príncipe Karl von Lichnowsky, sus


innumerables relaciones, sólo el conde de Pergen podía permitirse
interrogarle.
Oculto tras su cortina favorita, en la que había dos pequeños
agujeros, Geytrand asistió a la entrevista.
—He aceptado veros, pues, como vos, me siento muy apegado al
orden público —le dijo Lichnowsky a Anton.
—Ya no estamos para mundanidades, príncipe.
—Señor conde…
—No tengo nada contra vos, Lichnowsky. Podéis responderme sin
temor, esta entrevista no se ha celebrado nunca.
—¿Qué queréis saber?
—En La Esperanza Coronada y, tal vez, en otras logias, os habéis
encontrado con el conde de Tebas, Thamos el egipcio.
Lichnowsky se rascó la barbilla.
—Es cierto.
—Habladme de ese hombre.
—Es un ser extraño, de fuerte personalidad, que hechiza a la
mayoría de los hermanos.
—¿Una especie de brujo?
—Si lo queréis decir así…
—¿Es el conde de Tebas un amigo de Mozart?
—Su mejor apoyo, creo.
—¿Un hombre rico?
—Muy rico, según el rumor.
—¿Y sus actividades profesionales?
—No tengo ni la menor idea.
—¿Su dirección?
—Lo ignoro. Uno de los hermanos sirvientes, al que tuvimos que
despedir, tal vez la conozca.
Lichnowsky le dio el nombre y el domicilio del interesado.
—¿Cómo va mi proceso contra Mozart?
—Va por muy buen camino —respondió Anton—. He hecho lo
necesario.

Viena, 25 de octubre de 1791

El ex hermano sirviente de la logia La Esperanza Coronada era un


vividor, orgulloso de su bodega. Al no estar autorizado a participar en
las Tenidas, antaño se encargaba de la limpieza de la logia y de la
entrega del vino para los ágapes. Ahora, se consagraba a la jardinería
y a las chapuzas.
—Policía imperial —anunció Geytrand—. Tengo que haceros unas
preguntas.
El tipo se apoyó en su azada.
—¿Sobre qué?
—Cuando estuvisteis empleado en la logia La Esperanza
Coronada, conocisteis a un personaje de alta talla, ricamente vestido,
el conde de Tebas.
—El nombre me dice algo…
—¿Hablasteis con él?
—Sólo un saludo.
—¿Qué se decía de él?
—No soy un tipo que vaya aguzando el oído por ahí, ¿sabéis? Hacía
mi trabajo como mejor sabía y era feliz así.
—¿Conocéis la dirección del conde de Tebas?
—No.
—¡Cuidado, muchacho! Solíais proporcionar vino a los dignatarios
de la logia. Según un testimonio, uno de ellos regaló algunas buenas
botellas al conde de Tebas, y vos se las llevasteis. Si no cooperáis, os
aseguro que tendréis graves problemas.
—¡Ah, sí, ya lo recuerdo!
—¿Dónde vive el conde de Tebas?
—En una mansión particular, en la ciudad vieja, al fondo de un
callejón sin salida. El edificio no se encuentra en muy buen estado y
parece abandonado. ¿Queréis un plano?
—Dibujadlo en mi cuaderno.
El ex hermano sirviente lo hizo con mano febril. Estaba impaciente
por librarse de aquel policía de rostro blando y feo.
Geytrand estaba lleno de júbilo.
Aquella misma noche detendría a Thamos el egipcio y privaría, así,
a Mozart de toda protección.
65

Viena, 25 de octubre de 1791

D e nuevo, el frío y la nieve. Por fortuna, la familia Mozart


aguantaba y el médico no había encontrado ninguna enfermedad
grave en Wolfgang. De modo que Constance aceptó devolverle el
manuscrito del réquiem para que prosiguiera su obra.
—Lo concibo como una ópera dramática —le reveló a su esposa—.
Todo brota del misterio del más allá, del descanso eterno, superación
de la muerte a la que aspira el alma. Exige el terrible combate del
kyrie, una doble fuga donde se mezclan lo visible y lo invisible.
Desemboca en el día de cólera[121], que reduce el mundo a cenizas por
la mediocridad de los humanos. La trompeta celestial[122] llama a las
criaturas a comparecer ante el tribunal, pues nada quedará impune.
Un solo de trombón invitará a los justos a liberarse de sus cadenas,
sin temer al rey, cuya majestad hace temblar a los adeptos del
mal[123]. Gracias a ese juicio, la Omnipotencia divina brilla y concede
la esperanza[124]. Para los condenados, será el horror de las tinieblas,
la crueldad de las llamas y la nada[125]). Los resucitados, en cambio,
se desprenden del extremo dolor de la muerte solicitando la
serenidad, una fuerza apacible que permite salir del abismo y
ascender hada la Luz[126]. Al arcángel san Miguel le corresponde
conducir hacia ella las almas liberadas de los tormentos del
infierno[127]. ¿Pero lo logrará, y se cumplirá la promesa de esa
claridad sobrenatural? El alma debe entablar un nuevo combate[128]
para disipar cualquier inquietud y acceder a una auténtica
certidumbre[129]. Tras la bendición divina y la obtención de la paz
verdadera[130], se produce la comunión con la Luz eterna[131].
La gravedad de aquella andadura turbó a Constance.
—¡Renuncia, te lo ruego!
—Ya he recibido el dinero y compuesto un comienzo en el que he
trabajado mucho. ¿No sería una cobardía a esa cita con la muerte?
Cuando haya terminado este réquiem, La Gruta estará fundada y se
iniciará otra vida.

Viena, 25 de octubre de 1791

—¿Está todo listo? —preguntó Geytrand al policía de paisano que


dirigía la operación.
—Mis hombres están en su lugar.
—¿No hay posibilidad de huida?
—Ninguna.
—¿Estás realmente seguro?
—Del todo.
Uno de los centinelas fue a informar.
—¡En el primer piso, una luz!
—¡Así pues, el pájaro está en el nido! —exclamó Geytrand—.
Vamos allá.
Las botas se hundieron en la nieve fresca.
El jefe de la escuadra golpeó con violencia la puerta de la mansión
del conde de Tebas.
—¡Policía, abrid de inmediato!
Puesto que la puerta permanecía cerrada, tiraron varias veces
contra la cerradura y, luego, utilizaron un ariete.
Tras la irrupción de los policías, dos fuegos fatuos encendieron los
tapices y provocaron un incendio imposible de dominar.
Geytrand, furioso, observó el tejado del edificio, la única
posibilidad que el egipcio tenía para abandonar el lugar.
El cielo nivoso devoraba las llamas y el humo. Y Geytrand no
distinguió la menor silueta.
¿Acaso el conde de Tebas había muerto en el incendio que él mismo
había provocado?

Viena, 30 de octubre de 1791

—¿Puedo ver a Wolfgang? —preguntó Schikaneder a Constance.


—Trabajó hasta muy tarde anoche, lo dejo dormir.
—¡Despertadlo, vale la pena!
Dado el entusiasmo del hombre de teatro, Constance accedió.
Gaukerl saltó sobre el lecho de su dueño y le lamió vigorosamente las
mejillas.
Schikaneder iba de un lado a otro.
—¡Por fin, Wolfgang!
—¿Qué ocurre?
—¡El balance del mes, un balance fabuloso! Hemos superado las
veinte representaciones, y sólo es el principio. ¡Salas llenas, aplausos
atronadores! La recaudación: 8.443 florines.
La suma dejó pasmados a Wolfgang y a Constance.
—Evidentemente —añadió Schikaneder—, debo pagar muchos
gastos, pero nos quedará un buen beneficio. ¡Y se trata sólo de un mes
de explotación! ¡Imagina, pues, el resto! Ni siquiera me atrevo a
prever el número de representaciones en Viena antes de exportar La
flauta mágica. Será un éxito en varios países, sobre todo si aceptas
dirigir personalmente cada estreno. ¿No habría que dar continuación
a esta ópera? Mis cantantes sabrán defender tu música.

Viena, 1 de noviembre de 1791

—Hemos avanzado mucho, majestad —dijo Joseph Anton a Leopoldo


II—, y sabemos que un aristócrata egipcio, Thamos, conde de Tebas,
gangrena las logias de Viena. Considerado como un Superior
desconocido, va con frecuencia de un país a otro y propaga, por todas
partes, sus perniciosas ideas. Esperábamos detenerlo en su domicilio,
pero consiguió huir pegando fuego a su mansión. Según el informe de
la policía, habría perecido en el incendio. Pero, a mi entender, el conde
de Tebas nos tendió una trampa e intenta que admitamos su muerte
para, así, ocultarse mejor y proseguir su acción.
—¿Vos creéis en sus poderes ocultos?
—Más vale no subestimar a semejante personaje, majestad.
—¿Habéis encontrado algún cadáver?
—En efecto.
—¿Por qué dudáis, entonces?
—Porque su estado impedía cualquier identificación y no podemos
encontrar a uno de mis confidentes, encargado de vigilar la mansión.
Hay un hecho esencial: Thamos el egipcio es el hermano, el amigo y
protector de Mozart. Cuando el conde de Tebas haya sido encarcelado,
la situación evolucionará a nuestro favor. Desgraciadamente, la tarea
se anuncia ardua. Por eso, en el marco de este asunto, solicito plenos
poderes a vuestra majestad.
—Os los concedo, conde de Pergen.
—Thamos tiene relaciones en la corte, debo identificarlas. Además,
forzosamente fue avisado de nuestra intención de invadir su domicilio.
Dicho de otro modo, un policía de alto rango le informa. Mi
intervención puede topar con él.
—Tenéis plenos poderes.
66

Viena, 6 de noviembre de 1791

O lvidando un tiempo execrable, el teatro de Schikaneder ofrecía la


vigesimocuarta representación de La flauta mágica, con el
mismo éxito.
Tras dejar de lado el réquiem, Mozart se consagraba a la escritura
de su nueva cantata masónica. Transgrediendo la prohibición de
escribir música destinada a las logias, consideraba que aquélla era
indispensable para celebrar la inauguración de un nuevo templo
donde se reunieran hermanos deseosos de llevar a cabo una búsqueda
iniciática.
Sería una etapa decisiva antes de la fundación de La Gruta, para
la que la cantata sería el himno fundacional.
Esta vez, el gran proyecto de Mozart tomaba forma.
Pero no recuperaba la plena salud, y menos aún su dinamismo
habitual.
Respondiendo a una nota cifrada de Thamos, Wolfgang acudió a
una pequeña posada frecuentada por artesanos, se sentó a la mesa del
fondo y pidió cerveza.
Unos minutos más tarde, el egipcio se instaló ante él.
—No te han seguido —dijo.
—¿Por qué tantas precauciones?
—La situación se agrava. Según un insistente rumor, tus deudas
ascenderían a treinta mil florines.
—¡Eso es del todo falso! —se indignó el compositor—. El éxito de
La flauta resolverá mis últimas dificultades, y 1792 se presenta muy
bien.
—Por desgracia, el emperador da crédito a esa calumnia y no
admite que un músico de su corte gestione tan mal sus finanzas.
—¿Acaso mi puesto está en peligro?
—He encendido contrafuegos, pero mi posición se hace delicada.
—¿Alguien os amenaza?
—La policía del emperador me busca. Acabo de escapar por los
pelos.
—¡Debéis salir de Viena!
Muy pálido, el músico vaciló.
—¿Te encuentras mal, Wolfgang?
—Creo… creo que me han dado a beber acqua toffana.
—¡El veneno de los Iluminados de Baviera! ¿Has consultado con un
médico?
—Su diagnóstico tranquilizó a Constance.
—Pues es evidente que se equivocó.
—¿Quién puede odiarme hasta el punto de envenenarme?
—Yo lo descubriré. De momento, ocupémonos por tu salud. Si te
han administrado esa sustancia en pequeñas dosis desde hace
algunas semanas, puedo curarte. Gracias a las enseñanzas del abad
Hermes, fabricaré un antídoto eficaz, a base de oro líquido. Me pondré
en contacto contigo utilizando nuestro código de Maestría y pasado
mañana te haré llegar el primer frasco del elixir.

Viena, 7 de noviembre de 1791

El consejero privado de Leopoldo II, un rico aristócrata, había


desempeñado el mismo papel junto a su predecesor. Rechazando los
puestos ministeriales, le satisfacía su papel de eminencia gris.
Su momento preferido era el desayuno, que degustaba leyendo
algunos expedientes confidenciales. Luego, recibía a cortesanos
parlanchines. Al caer la tarde, transmitía al soberano las
informaciones dignas de interés.
Esa mañana recibió al ex ministro de la Policía, el conde de
Pergen, temible personaje encargado de misiones secretas.
—¿Deseáis beber o comer algo?
—Sigo la pista de un peligroso criminal, y vos podéis ayudarme.
—¿Yo? ¡Me asombráis!
—Y, sin embargo, conocéis bien al conde de Tebas.
—¿Sospecháis de él? ¡En ese caso, cometéis un grave error! No hay
hombre más honesto y respetuoso del orden público. Orfelinatos y
asilos gozan de sus generosas donaciones.
—Ese extranjero os ha engañado, señor consejero. Bajo sus ropas
de cortesano honorable se oculta un francmasón revolucionario de la
peor especie.
—¡Sin duda os equivocáis, señor conde!
—Tengo a vuestra disposición un expediente abrumador.
El estómago del consejero se contrajo.
—Decidme todo lo que sepáis sobre el conde de Tebas —exigió
Joseph Anton.
—¡Sé muy poco! Nunca habla de sí mismo.
—¿Qué esperaba de vos?
—Hablábamos de diversos temas, intercambiábamos impresiones
y confrontábamos ideas. Su inteligencia y su lucidez me parecen muy
valiosas.
—¿No se mostraba partidario incondicional de Mozart?
—Desmentía muchos chismes destinados a ensuciar a ese
excelente músico y a los que, a veces, incluso su majestad prestaba
atención. Yo podía, así, restablecer la verdad.
—Al contrario, señor consejero. Participabais involuntariamente
en una conspiración. ¿Sabéis dónde vive el conde de Tebas?
—Tiene una mansión en la ciudad vieja, creo.
—¿Y otras propiedades en Viena?
—No, que yo sepa.
—He informado al emperador de las verdaderas actividades de ese
egipcio —dijo Anton, amenazador—. Si, por extraño que parezca, se
pone de nuevo en contacto con vos, intentad retenerlo y avisad a la
policía.

Viena, 8 de noviembre de 1791

Geytrand interrogaba a los francmasones de las logias vienesas que


habían conocido a Thamos el egipcio con la esperanza de espigar
alguna información decisiva para localizarlo. Todos hablaban de su
poderosa personalidad, pero nadie proporcionaba detalles sobre su
fortuna o sus propiedades.
Un burgués acomodado, recientemente ascendido al grado de
Compañero, manifestó su rencor.
—Yo soy un buen cristiano y defenderé siempre a nuestra Santa
Iglesia. Ese extranjero no la amaba.
—¿Atacaba a la religión? —preguntó Geytrand.
—¡De modo insidioso y perverso! Hacía apología de Isis y de Osiris.
A su entender, la aparición del monoteísmo era una grave regresión, y
el catolicismo no poseía la verdad absoluta. Hombres como el tal
conde de Tebas desnaturalizan la francmasonería y, además, se lo
acusaba de entregarse a prácticas extrañas y prohibidas.
—¿De qué clase?
El burgués se persignó.
—¡La alquimia, esa ciencia demoníaca! Thamos tendría un
laboratorio que le habría legado Ignaz von Born.
Geytrand conocía el emplazamiento de ese refugio.
67

Viena, 9 de noviembre de 1791

D esde la víspera al anochecer, la casita de las afueras donde se


encontraba el laboratorio alquímico de Von Born estaba bajo
vigilancia. Numerosos policías de paisano habían recibido la orden de
capturar vivo al conde de Tebas.
Geytrand, por su parte, se encargaba del vecindario, compuesto
por gente humilde.
Nadie le dio informaciones.
Quedaba un panadero de pelo blanco, padre de seis hijos. Sus
manos y sus labios temblaban.
—¿Has visto a alguien entrando en la casa de las contraventanas
cerradas?
—¡Sí, sí! —respondió el artesano, que describió a Ignaz von Born.
—¿Y a nadie más?
—Creo que no.
Geytrand abrió mucho los ojos, con agresividad.
—¿No lo crees o no estás seguro?
—No lo sé a ciencia cierta, por culpa del cochero.
—¿Qué cochero?
—Conducía un hermoso carruaje, que estaba detenido entre mi.
Panadería y la casa. El tipo me compró pan y vino.
—¿Tienes derecho a venderlos?
—¡No, pero tenía tanta sed! Y su patrón le prohibía que hablara
con nadie.
—¿Vino a menudo?
—Yo sólo serví al cochero una vez, hace una semana.
—¿Te dijo su nombre?
—No, aunque…
—Piénsalo bien.
Geytrand sacó un ducado de su bolsillo.
—Piénsalo bien y serás recompensado.
El panadero se pasó la mano por el pelo.
—Al vaciar la botella, el cochero dijo: «¡A fe de Dentellada, está
muy bueno!»
Sin muchas esperanzas, Geytrand desplegó el dispositivo policial.
Por su parte, buscaría al cochero apodado «Dentellada».

Viena, 10 de noviembre de 1791

La investigación de Joseph Anton concluía. Gracias a sus gestiones y


a algunos testimonios concordantes, las gavillas de indicios se
convertían en pruebas. Convocó, pues, al jefe del distrito del que
dependía el local de La Esperanza Coronada.
Anton le había concedido un ascenso por haber denunciado las
Tenidas masónicas con notable celo.
—Os he echado mucho de menos, señor conde. Bajo vuestra
dirección, yo podía trabajar seriamente.
—¿Acaso ha cambiado la situación?
—Vuestro sucesor no es plenamente consciente del peligro. Vos
conocéis realmente la francmasonería.
—A veces he prestado poca atención. Ignoraba, pues, que vos
fueseis francmasón.
—¡Señor conde!
—Como Thamos el egipcio, no estáis inscrito en el registro de logia
alguna, sin embargo, sólo vos, según mis deducciones, habéis podido
advertir a vuestro hermano, el conde de Tebas, de la operación policial
que se llevaba a cabo contra él. Le informáis desde hace mucho
tiempo. Para preservar vuestra posición estratégica, procurabais
proporcionarme informaciones importantes, aunque, ciertamente, no
esenciales.
—Señor conde…
—Es inútil negarlo, exijo saber la verdad.
El jefe de distrito comprendió que no escaparía de las garras de
Joseph Anton.
—¿Qué suerte me reserváis?
—Arresto domiciliario en un burgo de provincias, terminaréis allí
vuestros días.
Dicho de otro modo, una muerte lenta… El castigo podría haber
sido peor.
—He actuado por convicción, señor conde, no por interés. La logia
que me ha acogido no conspira contra el Estado, sino que trabaja
sobre el simbolismo de los misterios de Isis y Osiris. Numerosos
francmasones rechazan esta orientación, demasiado esotérica, a su
modo de ver. Sin embargo, ofrece una auténtica vía espiritual que el
mundo actual necesita mucho.
—Basta de discursos inútiles. ¿Dónde reside el conde de Tebas? El
jefe de distrito indicó el emplazamiento de la mansión que había
ardido.
—¿Otros domicilios?
—Lo ignoro.
—¡No abuséis de mi indulgencia!
—¡No sé nada más, os lo juro!
Roto, el funcionario no mentía.
—En vez de pisotear la ley, deberíais haber hecho que ésta se
respetara denunciando a ese egipcio, culpable de múltiples delitos.
El policía agachó la cabeza.
—He aquí vuestra carta de dimisión, firmadla de inmediato.
Luego, desapareced.
68

Viena, 12 de noviembre de 1791

C ondenado, yo! —exclamó Mozart, leyendo el documento oficial que


le entregaba el ujier—. ¡Es imposible!
—Lo siento mucho, el tribunal de la Baja Austria ha dictado su
sentencia definitiva. Debéis pagar al príncipe Karl von Lichnowsky la
suma de 1.435 florines y 32 kreutzers, más 24 florines por las costas.
Si no podéis pagar de inmediato, vuestro salario de músico de cámara
será confiscado hasta la mitad de vuestras ganancias. Y si ponéis
trabas al curso de la justicia, también vuestros bienes serán
secuestrados[132]. Mis respetos, señor Mozart.
El músico se derrumbó en un sillón. Constance y Gaukerl
acudieron de inmediato a consolarlo.
—Estábamos saliendo de las dificultades —murmuró—, y ahora
llega esa increíble condena. ¿Por qué me persigue así ese hombre?
—Porque no le has halagado bastante —supuso Constance—.
Lichnowsky es un tipo brutal y pretencioso, y no soporta que le
contraríen. ¡Esta multa no nos condena a la miseria! El éxito de La
flauta mágica se confirma, compondrás nuevas danzas y pronto
tendrás un puesto en la catedral. El año que viene, nuestras deudas
habrán desaparecido. ¡Y hay en tu corazón tantas obras por nacer!
Sobre todo, no cedas a la desesperación. Al menos, ese asunto
interminable termina.
—¡No soporto la injusticia!
—¿Acaso ésta no es inherente a la especie humana?
Wolfgang pensó en Sarastro, capaz de arrojar la injusticia fuera de
los límites del templo. ¿Pero se haría realidad el ideal de La flauta
mágica?

Viena, 13 de noviembre de 1791

Thamos debía hablar lo antes posible con el policía que, desde su


llegada a Viena, le informaba de las intenciones de las autoridades.
Jefe de distrito, conocía los planes de Joseph Anton y avisaba al
egipcio. Gracias a aquel hermano, convencido de la necesidad de
practicar los misterios de Isis y de Osiris, el conde de Tebas pasaba
entre las mallas de la red.
A intervalos regulares, se encontraban ante el porche de la vieja
iglesia de San Miguel, frente al Burgtheater; luego se mezclaban con
los ociosos.
La nieve comenzaba a caer, un viento gélido obligaba a los
viandantes a apretar el paso. En caso de mal tiempo, para no llamar
la atención, el policía no permanecía inmóvil en el lugar habitual, sino
que entraba en la iglesia.
Ahora bien, el jefe de distrito estaba petrificado en el umbral de
San Miguel, y se lo veía desde lejos.
¿Por qué violaba así una estricta consigna de seguridad, salvo que
hubiera caído en manos de Joseph Anton?
Dicho de otro modo, servía de cebo.
Siguiendo su camino, el egipcio intentó descubrir a los
depredadores que habían montado aquella ratonera.
Tres bajo los porches, otros dos en las ventanas de una casa, y
otros, mejor ocultos.
Thamos se alejó.
Al verse privado de un indispensable aliado, ahora estaba sordo y
ciego.
Acosado, el egipcio debería haber abandonado Viena. Pero no podía
dejar a su hermano Mozart sin protección y sin cuidados. De modo que
acudió a su laboratorio para fabricar un nuevo frasco de elixir, el
único medio de luchar contra el veneno. Thamos se lo entregaría a un
lavandera que no llamaría la atención de la policía, aunque el
domicilio de Wolfgang estuviera vigilado.
No se trataba de ir a buscar refugio en otra parte antes de que el
músico sanara por completo.

Viena, 14 de noviembre de 1791

El fracaso de la ratonera de San Miguel no afectaba la decisión de


Geytrand, que estaba empecinado en seguir la pista del cochero
apodado «Dentellada». La profesión tenía un impresionante número
de representantes, muchos de ellos ocasionales. Y hasta entonces, a
pesar de un centenar de interrogatorios, no habían obtenido el menor
resultado.
Geytrand, incansable, no soltaba la presa.

Viena, 14 de noviembre de 1791

Las informaciones procedentes de París dejaron a Leopoldo II


desolado.
La ley revolucionaria sobre los emigrados estipulaba que debían
regresar a Francia antes del 1 de enero de 1792, so pena de que la
totalidad de sus bienes fueran confiscados por el nuevo poder, que se
arrogaba, poco a poco, todos los derechos con el fin de eliminar a sus
oponentes.
La Iglesia formaba un bastión sólido. ¿Cómo destruirlo? Obligando
a sacerdotes y monjes a prestar un juramento cívico a la República, a
renegar, pues, de Roma y del papa. De lo contrario, serían
considerados refractarios y malos ciudadanos que podían ser
gravemente sancionados.
El rey Luis XVI había opuesto un irrisorio veto a estas decisiones.
La Asamblea Legislativa lo obligaba a despedir a sus ministros, y la
decisión de los revolucionarios provocaría millones de muertos:
declarar la guerra a la Europa monárquica.
Si reunían sus fuerzas, tal vez Austria y Prusia lograran frenar
aquella locura. Pero Joseph Anton tenía el fanatismo de los
doctrinarios franceses, capaces de arrastrar a todo un pueblo al
combate. De aquellos sangrientos enfrentamientos sólo podían nacer
una nueva tiranía y monstruosos conflictos.
Pensó en la infeliz María Antonieta, presa en una tormenta cuya
magnitud nadie imaginaba. Al abandonar la corte de Viena, la
hermosa joven creía que iba a llevar una existencia fastuosa y
divertida en Versalles. Prisionera hoy, se encontraba en el umbral de
una muerte atroz. Pues el conde de Pergen no lo dudaba: los
revolucionarios no respetarían ni al rey ni a la reina, una austríaca
detestable, aliada de los enemigos del pueblo.
El pueblo soberano… ¡qué siniestra broma! Más crueles que la
mayoría de los reyes, los nuevos déspotas, ebrios de poder, no
vacilarían en martirizar a los contestatarios, incluyendo en ellos a la
pareja real. Por pura forma, le harían un proceso falseado, con un
veredicto conocido de antemano. La moral ciudadana asesinaría con
plena legalidad.

La sonrisa de Geytrand revelaba una profunda satisfacción.


—¿Lo has conseguido?
—No vendamos aún la piel del oso, señor conde. No he encontrado
al precioso Dentellada, sólo a un colega que lo conoce. Nuestro hombre
sena alguien que trabaja, ocasionalmente, para algunos ricos nobles.
—¿Una dirección por fin?
—Sólo el barrio donde vive. Una decena de policías están
interrogando a sus habitantes.
69

Viena, 15 de noviembre de 1791

D esde que había tomado el elixir, Wolfgang se encontraba mejor.


Feliz paseando a Gaukerl, no tardó en encontrarse con Thamos.
—El conde de Pergen persigue dos objetivos: detenerme y
eliminarte.
—Mi cuerpo vuelve a luchar —estimó el músico.
—El tratamiento será largo, pero te curarás. Aquí tienes otro
frasco. ¿Has terminado la cantata?
—¡Hoy mismo! Creo que se adecuará a la inauguración de nuestro
nuevo local, y tal vez sea la mejor de mis obras[133]. Comienza con un
coro, expresión de la cofradía. Los alegres acentos de los instrumentos
celebran la cadena de oro de la fraternidad que nos permite construir
el templo. Sede de la sabiduría, este santuario preserva el Gran
Misterio. ¿Acaso la primera de las virtudes no es la Beneficencia, el
acto de actuar bien? Y la omnipotencia de esta función divina no
descansa en el ruido ni en la ostentación, sino en el silencio. Alcanzar
la plenitud de la iniciación exige expulsar de nuestro corazón de
masones la envidia, la avaricia y la calumnia.
—Que los muros del templo sean eternamente testigos de nuestros
trabajos —deseó Thamos—. Recibiremos entonces con dignidad la
verdadera luz del Oriente.
—He compuesto un canto[134] muy sencillo para la cadena de unión
final de esta Tenida excepcional —añadió Wolfgang—. Marcará el
inicio de una nueva era.
—Por ti se expresa la voz de los dioses que te han permitido
recorrer el largo camino que lleva hasta esa cantata. Paso tras paso,
obra tras obra, has construido el templo construyéndote. Y, ahora, vas
a abrir las puertas de una nueva logia consagrada a la celebración de
los Grandes Misterios.

Viena, 15 de noviembre de 1791

Cochero de ricas personalidades unas veces, mercader de vinos finos


otras, Dentellada se las arreglaba bastante bien. Dicharachero,
seductor, no carecía de dinero ni de mujeres, y la frivolidad vienesa le
iba como anillo al dedo.
Aquel tiempo asqueroso le daba unas irresistibles ganas de
dormitar junto al fuego.
Cuando sus ojos se cerraban, la puerta de su apartamento se abrió
con estruendo.
Varios policías lo arrojaron al suelo.
—No me lo estropeéis —exigió Geytrand—. ¿Te apodan
Dentellada?
—Sí, sí.
—Si respondes correctamente a mis preguntas, proseguirás tus
actividades con toda tranquilidad. De lo contrario…
—¡De acuerdo, de acuerdo! ¡No tengo nada que ocultar!
—¿Conoces a Thamos el egipcio, conde de Tebas?
—He sido su cochero varias veces.
—Exijo la lista completa de los lugares adonde lo has llevado.
—¡Si me dejáis sacar mi cuaderno del bolsillo, os la comunico de
inmediato!
Dentellada anotaba los destinos y las cantidades cobradas.
Abreviándolo, el nombre de los clientes.
Geytrand consultó el documento.
Decepción, primero: la mansión incendiada, la casa de las afueras
perteneciente a Von Born, las logias, el palacio… y, luego, la
agradable sorpresa: tal vez la dirección tan esperada, en la salida
norte de Viena.
Una sola mención reciente.
¿El único error del egipcio?
70

Viena, 16 de noviembre de 1791

E l laboratorio alquímico de Thamos estaba instalado en una forja


abandonada, a la salida norte de Viena.
En su primera visita había utilizado los servicios de su cochero
preferido, Dentellada, un eventual que conocía bien los alrededores y
garantizaba su tranquilidad. Desde entonces, cambiaba cada vez de
coche y, cuando el tiempo se lo permitía, iba a pie.
Esa mañana, el cielo se aclaraba, pero las carreteras seguían en
mal estado. El egipcio tenía que preparar un nuevo frasco de antídoto,
indispensable para la curación de Mozart.
Pagó generosamente al cochero, inspeccionó con la mirada los
alrededores y, luego, se dirigió a la entrada.
La puerta se abrió por sí sola.
Apareció Geytrand, con una maliciosa sonrisa en los labios.
—Me habéis hecho correr mucho, conde de Tebas.
Dos policías armados con pistolas flanqueaban al hombre del
rostro blando.
—No intentéis huir, vuestro laboratorio está rodeado.
Thamos se volvió y descubrió a unos veinte sabuesos que blandían
fusiles.
Si lo querían vivo, no dispararían. De modo que echó a correr hacia
el bosquecillo próximo.
Geytrand había previsto esa reacción, y otros policías lo
aguardaban allí.
Atrapado en una nasa, el egipcio dio un cabezazo a su primer
agresor, apartó al segundo de un codazo en el rostro y, con ambos
puños reunidos, derribó al tercero. Pero eran muy numerosos y
dominaron a Thamos, atándolo en seguida.
Triunfante, Geytrand se aproximó.
—Habéis causado muchos perjuicios, conde de Tebas.

Viena, 17 de noviembre de 1791

La víspera, el teatro de la Puerta de Carintia, cerrado desde febrero


de 1788 por la guerra contra los turcos, había abierto de nuevo sus
puertas. ¿Acogería, tal vez, de nuevo conciertos y óperas?
Al levantarse, Wolfgang comprobó que el tiempo estaba volviendo
a estropearse. Gaukerl dormía en la alfombra y nadie tema ganas de
salir. Pero esa noche se inauguraría el nuevo templo. El secretario
había enviado las invitaciones y muchos se alegraban ya porque iban
a escuchar la nueva cantata de Mozart.
Los espías del arzobispo, en cambio, subrayaban una vez más la
peligrosidad del músico.
Al vestirse, Wolfgang sufrió de pronto una violenta jaqueca y
fuertes dolores de estómago.
Gaukerl despertó sobresaltado y contempló a su dueño con ojos
inquietos.
—Soy incapaz de permanecer de pie —le dijo Wolfgang a
Constance.
Ella lo ayudó a tenderse. Permaneció postrado, con las manos en
su vientre, que ardía.
—Mandaré a buscar a un médico.
—Es inútil, aguardo un remedio.
Thamos preparaba el antídoto, ¿pero terminaría a tiempo para
aliviar al enfermo y permitirle acudir a la Tenida?
Las horas transcurrían, Wolfgang comenzó a redactar una carta de
excusas que casi le arrancó lágrimas. «Nadie pierde más que yo»,
reconoció, desesperado por ser incapaz de dirigir personalmente su
cantata.
Pero más tarde se produjo una especie de milagro: al caer la noche,
la jaqueca desapareció y los ardores de estómago se apaciguaron.
—Voy a mi Tenida —decidió.
—¡Estás tan pálido!
—Me siento mucho mejor.

Viena, 17 de noviembre de 1791

Anton Stadler recibió a Mozart.


—¡No te esperábamos ya!
—¿Ha llegado Thamos?
—Por desgracia, no. Apresurémonos, los hermanos se impacientan.
La profunda alegría de la cantata hizo olvidar a los participantes
el rigor del invierno y la epidemia de gripe.
Pensando en Thamos, cuya ausencia le pesaba, Mozart dirigió el
coro de los hermanos.
Luego formaron la cadena de unión que los vinculaba a los
iniciados de ayer, de hoy y de mañana, veneraron el principio creador
y vieron cómo la luz brotaba de los cuatro orientes.

Viena, 18 de noviembre de 1791

Geytrand golpeó de nuevo.


Su puño enguantado hizo estallar el pómulo de Thamos, brotó la
sangre.
José II había prohibido la práctica de la tortura, pero aquella
cárcel no tenía ninguna existencia legal.
La llegada de Joseph Anton interrumpió el interrogatorio.
—Limpia al prisionero y devuélvele un aspecto humano.
Despechado, Geytrand lo hizo.
—Soy el conde de Pergen, comisionado por el emperador, y os
recomiendo que respondáis a nuestras preguntas.
—¡Por fin salís de las tinieblas! Hace tanto tiempo ya que intentáis
destruir la francmasonería. ¿Qué demonio os habita?
—¿Por qué residís en Viena, conde de Tebas?
—Para beneficiar con mi fortuna a los asilos y las escuelas que
acogen a huérfanos y desheredados.
—¡Pura cortina de humo! Sois uno de los nueve Superiores
desconocidos de la francmasonería y fabricáis el oro alquímico, fuente
de vuestra fortuna. Ahora bien, nuestra llorada emperatriz María
Teresa prohibió este arte diabólico. Esa acusación os valdrá muchos
años de cárcel y justifica unos interrogatorios a fondo. Y no es ése
vuestro único crimen.
—¿De qué me acusáis?
—De conspiración contra el Estado. Superior desconocido,
iluminado de Baviera y francmasón, aprobáis la Revolución francesa y
proyectáis asesinar a nuestro emperador, Leopoldo II.
—Todo eso es mentira, lo sabéis muy bien.
—Ésas son mis convicciones, basadas en múltiples indicios. Ya sólo
falta vuestra confesión.
—No la obtendréis nunca.
—Siento utilizar unos métodos tan bárbaros, pero vos me obligáis
a ello. Sin embargo, mostraré cierta indulgencia si respondéis a una
pregunta concreta: ¿por qué protegéis a Mozart?
—¿Qué estáis imaginando?
Joseph Anton soltó un suspiro de descontento. El egipcio oponía
demasiada resistencia aún.
—Sigue ablandándolo —ordenó a Geytrand.
71

Viena, 19 de noviembre de 1791

A quel día, frío y desapacible[135], Mozart acudió a la cervecería La


Serpiente de Plata, donde oficiaba Joseph Deiner, alias Primus.
El compositor, agotado, se sentó pesadamente y apoyó la cabeza en
su brazo derecho doblado. ¿Por qué Thamos no le enviaba un nuevo
frasco de elixir? Como no tenía medio alguno de ponerse en contacto
con el egipcio, Wolfgang había pedido a Stadler, sin grandes
esperanzas, que fuera en su busca, preguntando a los hermanos que
pudieran proporcionarle alguna información.
Privado de antídoto, el autor de La flauta mágica no sobreviviría
mucho tiempo.
Salió entonces de su sopor y llamó a un camarero.
—Servidme vino, por favor.
—¿No cerveza, como de costumbre?
—Esta noche prefiero vino.
Wolfgang no lo tocó.
Pálido, mal peinado, divisó a Primus.
—¿Cómo va eso, Joseph?
—Soy yo quien debería preguntároslo más bien, señor maestro de
música, pues tenéis mal aspecto y parecéis enfermo.
—Soy presa de un extraño frío y siento que lo de componer se
habrá terminado muy pronto.
—¡Vamos, vamos! Esta mala gripe despierta negros pensamientos.
Regresad a casa, abrigaos bien y dejad que vuestra mujercita os
mime.
Y no olvidéis beber un ponche, sobre todo. No hay nada como eso
para luchar contra un resfriado.

Viena, 20 de noviembre de 1791

El interrogatorio, violento como siempre, se reanudó.


A Geytrand le complacía maltratar a aquel extranjero al que,
antes o después, le arrancaría sus secretos alquímicos y masónicos.
La resistencia de Thamos lo irritaba. A pesar de los golpes, seguía
afirmando que sólo pretendía practicar la beneficencia, de acuerdo con
el ideal oficial de la francmasonería.
—Quiero la lista completa de tus cómplices —exigió Geytrand.
—Sólo conozco hermanos.
—¡Llámalos como quieras! ¿Y qué?
—Encontraréis sus nombres en los registros de las logias de Viena,
de Praga, de…
—¡Ya basta! Si deseas sobrevivir, denuncia a los conspiradores.
—No existen. Y tú, ex francmasón, perjuro y cobarde, ciertamente
no tienes intención alguna de dejarme vivo.
Furioso, Geytrand golpeó una y otra vez.
Uno de sus ayudantes se vio obligado a interponerse.
—Si muere antes de hablar —recordó—, el conde de Pergen se
enfadará mucho.
Geytrand se calmó.
—Limpiadlo. Al patrón le horroriza la sangre y la suciedad.

Viena, 20 de noviembre de 1791

Sintiendo un fuerte dolor en los riñones, incapaz de tenerse en pie ni


de permanecer sentado siquiera, Mozart se acostó. Presa de fuerte
fiebre, vomitó en abundancia. Constance advirtió que sus pies y sus
manos se habían hinchado.
El veneno hacía estragos.
—¿No hemos recibido un frasco de elixir? —preguntó Wolfgang
entre dos arcadas.
—Por desgracia, no. El doctor acaba de llegar.
A sus treinta y siete años, facultativo experto, Thomas Franz
Closset pensó en una meningitis.
—Ventilad bien la habitación de Wolfgang, y que descanse.
Parecéis agotada, Constance.
—Mi madre y mi hermana Sophie me proporcionan una valiosa
ayuda. Mi marido se pondrá bien, ¿no es cierto?
—Haremos todo lo posible…
—Este envenenamiento…
—¡No os torturéis con esa absurda hipótesis! Volveré pronto.

Viena, 22 de noviembre de 1791

—Realmente no sois muy razonable, conde de Tebas —afirmó Joseph


Anton—, y vuestra obstinación no conduce a nada. Admiro vuestro
valor, pero ningún prisionero resiste unos interrogatorios vieneses.
Como podéis comprobar, mi amigo Geytrand es un concienzudo
especialista. Para probaros mi mansedumbre, os he hecho preparar
una comida correcta. Pescado ahumado, col, pan fresco y un vaso de
vino. ¿No añoráis la libertad y los grandes viajes? Hablad y os dejaré
salir de Viena.
Thamos comió lentamente. Tenía que recuperar fuerzas y
encontrar un medio de salir de su celda. Pensaba sin cesar en
Wolfgang, privado del indispensable antídoto. ¿Cuánto tiempo
resistiría, aún, su organismo?
—Siguiendo vuestros consejos —prosiguió Anton—. Mozart quería
fundar una nueva orden subversiva. ¿Cuáles eran sus objetivos?
—Restaurar la iniciación a los misterios de Isis y Osiris, y hacerla
accesible a los hermanos y hermanas deseosos de vivirla.
—He leído varias veces el libreto de La flauta mágica y vuestra
explicación no me basta. Reveladme la verdadera finalidad de esa
cofradía oculta.
—Os he dicho la verdad.
—¿Quién quería adherirse a ella?
—Puedo daros dos nombres: Mozart y yo mismo.
El conde de Pergen mantuvo la calma.
—Tengo todo el tiempo del mundo, Thamos. Pero, al parecer, no
sucede lo mismo con vuestro hermano Mozart.
72

Viena, 23 de noviembre de 1791

E l estado del enfermo no mejoraba, y el tratamiento del doctor


Closset no daba resultados. Puesto que Wolfgang no conseguía
darse la vuelta, dada la hinchazón, su cuñada Sophie había
confeccionado un camisón que se ponía por delante.
—Una cómoda bata acolchada para tu convalecencia —le anunció
ella—. Yo misma la he cosido.
La pobre sonrisa del compositor le desgarró el corazón.
—¿Aceptas recibir a Stadler? —preguntó Constance, con el rostro
demacrado.
—Por supuesto.
—Buenas noticias —dijo el clarinetista con aire risueño—. Nuestro
hermano Artaria va a publicar unos primeros extractos de La flauta
mágica. Y el éxito popular continúa.
—Todas las noches —reveló Wolfgang—, recuerdo la ópera desde
la primera hasta la última escena. Oigo a los cantantes, participo en
las pruebas y veo la luz del templo del sol.
—Recupérate pronto, ¡te necesitamos tanto!
—¿Y Thamos?
—¡Ha desaparecido! Algunos piensan que ha abandonado Viena.
—¿Sin avisamos? ¡Imposible! La realidad es mucho más siniestra.
Thamos ha sido detenido y encarcelado.
A pesar de su habitual optimismo, Stadler no podía descartar esa
hipótesis.
—Intenta averiguar algo más —pidió Wolfgang.
—¡Y tú sigue descansando! Con tantas mujeres entregadas a tu
causa, tu curación es segura.
Con ojos inquietos, Gaukerl no salía ya de la habitación de su
dueño.

Viena, 24 de noviembre de 1791

El arzobispo Migazzi había aceptado, por fin, escuchar en confesión a


Antonio Salieri, aliviado al recibir la absolución. Puesto que Dios le
perdonaba sus pecados, podía acabar con sus remordimientos, olvidar
a Mozart y consagrarse a su brillante carrera de cortesano y
compositor[136].
Mientras degustaba un plato de cierva con una salsa al vino, el
arzobispo recibió a su secretario particular, presa de una insólita
emoción.
—El Señor ha escuchado nuestras oraciones, eminencia, y su justa
cólera ha golpeado al impío.
—¿Mozart?
—Está muy enfermo y los tratamientos médicos no dan resultado.
Se habla de un fatal desenlace.
—Toma de inmediato las disposiciones necesarias: que ningún
sacerdote le dé la absolución. Ese francmasón debe quedar condenado,
de acuerdo con las exigencias del Altísimo.
—Su voluntad se cumplirá, eminencia.

Viena, 25 de noviembre de 1791

El jurista Franz Hofdemel no conseguía calmarse.


¿Por qué su mujer, María Magdalena, lo había humillado de aquel
modo? Dejándose preñar por Mozart, mancillaba el honor de un
marido abnegado. ¡Imaginaba, día y noche, las lecciones de piano! ¡Él,
Franz Hofdemel, cornudo y obligado a criar un hijo que no era el suyo!
Utilizar el veneno, el arma de los cobardes… A veces, se lo
reprochaba. Pero era imposible no reaccionar y dejar impune al
maldito músico. Además, su maniobra había tenido éxito, ¿bastaría la
cantidad?
El jurista rumiaba su venganza.

Viena, 26 de noviembre de 1791

Thamos conocía cada parcela de su celda, desde el suelo hasta el


techo. Lamentablemente, no había ni un solo punto débil. La piedra
sillar no ofrecía defecto alguno y, a pesar del rigor del clima, el lugar
ni siquiera estaba húmedo.
Todo intento de fuga parecía imposible. Sin embargo, debía salir
de allí y procurar a Mozart el indispensable remedio. Desde hacía dos
días no había interrogatorio. Lo alimentaban y le daban cierto respiro
para zurrarle mejor después. En el exterior, un policía armado
montaba guardia. El relevo se hacía cada seis horas.
Antes de que Geytrand penetrara en su celda, un carcelero
encadenaba al egipcio. Prohibido comunicarse con el prisionero. Le
daban las comidas por una pequeña abertura, que volvía a cerrarse en
seguida. Ni cuchillo, ni tenedor, ni cuchara.
Negándose a ceder a la desesperación, Thamos rogó al abad
Hermes que lo ayudara.

Viena, 28 de noviembre de 1791

—Os presento a mi ilustre colega, el doctor Sallaba, médico jefe del


Hospital General —le dijo Closset a Constance—. Ha aceptado
examinar a Wolfgang.
El facultativo pasó unos momentos a la cabecera del enfermo. Con
semblante serio, salió de la habitación cerrando cuidadosamente la
puerta.
—¿Y vuestro diagnóstico?
—Alejémonos, señora. Vuestro marido no debe oír nada.
Loca de inquietud, Constance se llevó al facultativo hasta el
vestíbulo.
—Seré preciso, debéis esperar lo peor.
—Queréis decir que…
—Sí, señora. Mozart está perdido.
—¿No existe ningún remedio, no podéis…?
—Mi excelente colega, el doctor Closset, os ayudará. Sed valiente.
73

Viena, 1 de diciembre de 1791

M ientras la autorizada publicación de Berlín Musikalische


Wochenblatt emitía un juicio definitivo sobre La flauta mágica,
«no es el éxito esperado, pues el tema y el texto son realmente malos»,
Thamos vio reaparecer a Geytrand.
—¿Aún no estás decidido a hablar?
—Lo he dicho todo ya.
—Me obligas a cambiar de método. Esta vez, cederás. Voy a
comenzar por los ojos.
Como si estuviera aterrado, Thamos se apoyó en la pared.
—¡Lo confieso, sé fabricar el oro alquímico!
Un maligno fulgor animó la mirada de Geytrand.
—¡Por fin un buen impulso! ¿Puedes demostrarlo?
—Llevadme a mi laboratorio.
—¡Ni hablar! Sin duda es una trampa.
—Traedme entonces el material necesario.
—¿Qué forma adoptará el oro?
—Una, líquida; la otra, sólida.
—¿En grandes cantidades?
—Todo depende de la calidad de la materia prima.
Si Thamos no alardeaba, Geytrand tenía una inesperada
oportunidad de hacerse rico. Al terminar el primer experimento
alquímico, tomaría el botín y omitiría mencionarlo a Joseph Anton.
Luego, y sólo luego, le advertiría.
—Voy a procurarte el material, egipcio. Indícame lo necesario.

Viena, 3 de diciembre de 1791

Como último remedio, el doctor Closset había practicado una sangría.


Mozart recuperó algo de energía e hizo que convocaran a su cuñado,
Hofer, y a sus hermanos Gerl, el Sarastro de La flauta, y Schack,
intérprete de Tamino, para cantar los fragmentos del Réquiem[137] ya
compuestos.
Entonces, todos recuperaron la esperanza.
La obra se interrumpió al comienzo del Lacrymosa, salida del
abismo de la muerte y ascenso del alma de los resucitados hacia la
Luz. Con ejemplar comportamiento, Gaukerl asistió a todo el ensayo.
Y los cantantes regresaron al teatro.
Wolfgang pensaba en Thamos. ¿Conseguiría escapar de manos de
la policía secreta?
Constance, algo más serena, le sirvió un caldo. El compositor miró
su reloj.
—¡La flauta mágica comienza! Muy pronto, la serpiente perseguirá
a Tamino y comenzarán las pruebas iniciáticas…
Durante toda la velada, siguió en su espíritu el desarrollo del
ritual hasta la consagración de la pareja real en el templo de los hijos
y las hijas de la Luz.

Viena, 4 de diciembre de 1791

—¿Te sirve esto, egipcio? —preguntó Geytrand mostrándole las


redomas, los recipientes y los botes de extrañas formas que contenían
sustancias coloreadas, designadas con indescifrables jeroglíficos.
Thamos examinó el material.
—Un espacio tan reducido me impide trabajar. Necesito una
estancia más amplia.
—¡Tu celda te bastará!
—Insisto, necesito mucho espacio. ¡Ya visteis mi laboratorio!
—Subiremos al primer piso, pero permanecerás encadenado.
El egipcio descubrió el gran salón de la mansión donde actuaba,
con toda impunidad, la policía secreta. Allí se conservaban los
expedientes acumulados, durante años y años, contra la
francmasonería.
Dos policías residían permanentemente allí. Geytrand les ordenó
que no apartaran los ojos del prisionero.
—Debo tener las manos libres —solicitó Thamos.
—Ni hablar.
—Si manipulo mal alguna sustancia, todo estallará. A buena
distancia, vos no corréis riesgo alguno. Pero yo moriré y os quedaréis
sin el oro.
Como atestiguaban los informes de la policía, esos accidentes se
producían.
—Tus pies seguirán encadenados —decretó Geytrand.
Thamos no protestó.
—¿Cuánto tiempo necesitarás?
—Veinticuatro horas, por lo menos, antes de obtener el primer oro
líquido. Proporcionadme una vela grande y otra encendida. Luego
apartaos.
El egipcio hizo brotar fuego de la primera gran vela pronunciando
unas fórmulas incomprensibles procedentes del ritual del despertar
divino en el corazón de los santuarios egipcios. Luego, tomó una pizca
de un polvo pardo, guardado en un recipiente que llevaba la
inscripción kemet[138], la «tierra negra», y lo inundó de luz. Al celebrar
las bodas de los elementos, recreaba la materia primigenia, soporte
indispensable de la Gran Obra.
En vista de las circunstancias, Thamos estaba obligado a seguir la
vía breve, especialmente peligrosa. A pesar de su experiencia, no
estaba seguro de conseguirlo. El menor error sería fatal.
Pero tenía que actuar de prisa, producir el antídoto, huir y cuidar
a Mozart.
74

Viena, 4 de diciembre de 1791

Q ué horrible dolor de cabeza —se quejó Wolfgang. Sophie Weber


posó su mano en la frente del enfermo: estaba ardiendo.
Avisó de inmediato a Constance.
—Mandaré a buscar al doctor Closset —decidió ésta, y acudió
luego a la cabecera de su marido, ante la mirada inquieta de Gaukerl.
—Tengo el sabor de la muerte en la boca —declaró el compositor—.
Debo partir justo cuando íbamos a vivir apaciblemente. Liberado de
las deudas y las modas musicales, podría haber escrito con toda
libertad, fundar La Gruta y hacer felices a mi esposa y a mis hijos.
—¡Te pondrás bien, amor mío!
Mozart miró su reloj.
—Papageno se dispone a cantar: «Soy el pajarero…»
El autor de La flauta mágica perdió el conocimiento.
Asustada, Constance apretó con fuerza las manos de Wolfgang.
—¡Quiero contraer tu enfermedad y morir contigo!
Sophie impidió a su hermana tenderse al lado del músico.
—¡No hagas locuras, te lo ruego! Tus hijos te necesitan.
Al salir del teatro, el doctor Closset examinó a su paciente.
—Ponedle toallas húmedas en la frente —le ordenó a Sophie.
La joven se rebeló.
—¿No le será perjudicial el frío? Mirad, sus brazos y sus piernas se
han hinchado más aún.
—Obedeced.
Las compresas provocaron una serie de estremecimientos, y el
enfermo vomitó.
—¡Un sacerdote, pronto! —exigió el médico.
Sophie se dirigió de inmediato a San Pedro.
—Un moribundo necesita la extremaunción —le dijo a un religioso
de sonrisa comprensiva.
—¿Cómo se llama?
—Wolfgang Mozart.
La sonrisa desapareció.
—Un hereje desafía al Señor hasta su último aliento; ningún
sacerdote puede concederle los últimos sacramentos. No insistáis, hija
mía. 1 Os lo negarán por todas partes.
Corriendo, Sophie regresó a casa de los Mozart El músico no había
recuperado el conocimiento.
—¿Y el sacerdote? —preguntó Closset, desamparado.
—La Iglesia le niega la extremaunción.
Constance intentaba apaciguar a Karl Thomas, consciente de la
tragedia.
De pronto, Gaukerl soltó un ladrido de desesperación.
Pasaban cincuenta y cinco minutos de la medianoche. Era el 5 de
diciembre de 1791.
Mozart acababa de morir.

Viena, 5 de diciembre de 1791

Geytrand no apartaba los ojos del alquimista, sin comprender un


ápice de sus manipulaciones. Asistía a la elaboración de la Gran Obra
y veía consumarse el misterio, permaneciendo del todo ajeno.
Temerosos de la brujería, sus dos acólitos temblaban. ¿No brotaría
el diablo de una retorta y se llevaría sus almas?
Una copela se puso al rojo vivo.
Presa del pánico, un policía salió del gran salón.
Pasaban cincuenta y cinco minutos de la medianoche.
—Ve a buscar a tu camarada —ordenó Geytrand al otro guardia—.
De lo contrario, seréis sancionados.

—El oro líquido está listo —dijo Thamos.


—¡Enséñamelo!
El alquimista le mostró un frasco de elixir.
—Es un potente remedio contra la mayoría de las enfermedades.
Regenera el organismo y lo hace resistente a las agresiones externas.
¿Quieres probarlo?
—¡Tú primero!
Thamos bebió un trago.
—Yo quiero el oro sólido.
—Me falta cierto tiempo aún.
—¡Pues bien, trabaja!
Los dos policías no regresaban. Aterrorizados, los muy imbéciles
debían de estar agazapados en la antecámara, rogando a todos los
santos que los protegieran.
Un intenso fulgor dorado cegó a Geytrand.
Thamos sacó del hornillo un pequeño lingote.
—¡Dámelo! —exigió el torturador, que ya se veía dueño de una
inmensa fortuna.
—¡Sobre todo, no lo toquéis!
Empujando al prisionero, Geytrand se apoderó del lingote.
De inmediato, sus manos ardieron pegadas al metal. Luego, un
fuego infernal devoró sus piernas, su vientre, su torso y, por fin, su
cabeza.
Aullando de dolor, el sicario del conde de Pergen se consumió
lentamente.
Los dos policías, obsesionados por las visiones que Thamos había
provocado, se habían matado mutuamente.
El egipcio pegó fuego a la mansión tras haberse liberado de sus
cadenas y se llevó tan sólo la materia prima y el elixir.
¿Podría aún salvar a Mozart?
75

Viena, 5 de diciembre de 1791

R ota, Constance escribió unas pocas líneas en el libro de oro de


Wolfgang: ¡Querido esposo! Mozart inmortal, para mí y para toda
Europa, descansas ahora, ¡por siempre! Demasiado pronto, y mucho,
abandonó este mundo bueno, es cierto, pero ingrato, en su
trigesimosexto año. ¡Oh, Dios! Ocho años nos unieron con un vínculo
tierno e imborrable. ¡Oh, que muy pronto pueda estar unida para
siempre a ti!

—El conde de Tebas pregunta por ti —le anunció su hermana


Sophie.
Constance rompió a sollozar.
—¡Wolfgang ha muerto, Thamos!
El egipcio contempló al Gran Mago, Hijo de la luz, Hermano del
fuego, Amado de Isis. Le cruzó las manos sobre el pecho, al modo de
Osiris, le puso su delantal de Maestro masón y un manto negro con
capucha.
—Voy a buscar al barón Van Swieten —decidió—. Vos y vuestros
hijos os refugiaréis en casa de nuestro hermano Joseph Bauemfeld.
—¡No quiero abandonar a Wolfgang!
—No os pongáis en peligro, Constance. Escuchadme, os lo ruego.
La viuda del músico cedió.
Viena, 5 de diciembre de 1791

Van Swieten se había vestido a toda prisa.


Ante el cadáver de Mozart, se inclinó.
—No podemos perder ni un segundo —le dijo Thamos—. Pronto,
Anton será informado de mi huida.
—Según mis confidentes, Leopoldo II está convencido de que la
francmasonería vienesa es un foco revolucionario favorable a los
jacobinos franceses. Hagamos desaparecer los documentos peligrosos.
Los dos hombres vaciaron la biblioteca. No quedaría rastro alguno
de los libros sospechosos, de los estatutos de La Gruta y los rituales
que estaban preparándose.
Los mozos de cuerda se llevaron todos los muebles y los objetos 1
de valor que pudieron. Así, la viuda no pagaría impuestos.
A petición de Thamos, el conde Joseph Deym hizo una máscara
mortuoria[139] justo antes de que lo metieran en el ataúd.
—Yo me encargaré del entierro —prometió Van Swieten.

Viena, 5 de diciembre de 1791

—La cólera divina ha herido a Mozart —anunció el secretario del


arzobispo.
—¿Se han seguido mis instrucciones?
—Al pie de la letra, eminencia. Ese francmasón subversivo no ha
recibido la extremaunción y no descansará en la paz del Señor.
—Está muerto, ¿estás seguro?
—¡Sin duda alguna!
—Es curioso… Tengo la impresión de que está presente aún.
—Vuestra eminencia ha sido el instrumento de la voluntad del
Altísimo y…
—Déjame solo.
Viena, 5 de diciembre de 1791

—¿Muerto, seguro? —se extrañó Salieri.


—Seguro —confirmó su criado—. Esta mañana lo han metido en el
ataúd.
—¿Cómo lo has sabido?
—Por mi amigo Joseph Deiner, el posadero, que ha hablado con
Sophie, una de las hermanas de Constance Mozart.
—¡De modo que ha muerto! Es una suerte. Si hubiera vivido, nos
habría dejado a todos en la ruina.

Viena, 5 de diciembre de 1791

En los humeantes restos de la mansión había tres cadáveres cubiertos


de cardenillo, entre ellos, el de Geytrand, con el cuerpo totalmente
calcinado, a excepción de sus ojos de pescado muerto. Sus manos
sujetaban un pedazo de plomo.
Mozart estaba muerto y Thamos el egipcio había huido. El éxito no
era total.
El conde de Pergen acudió a palacio para informar al emperador.
—He releído vuestros informes —le dijo el soberano—, y estoy
convencido de que la francmasonería es absolutamente nociva. Su
verdadero objetivo consiste en destruir las monarquías.
—Mozart, el principal agitador, acaba de desaparecer.
—Eso no basta, conde de Pergen. Ahora es preciso erradicar el
mal, y no se limita a los hermanos. Quiero una lista de simpatizantes
y los excluiré de cualquier función oficial. Invocando la razón de
Estado, clausuraré las logias vienesas.
Joseph Anton debería haber sentido una inmensa felicidad, puesto
que el éxito coronaba su larga cruzada.
Pero en su interior resonaban las melodías de Las bodas de fígaro,
de Don Giovanni, de Così fan tutte y de La flauta mágica, las cuatro
óperas rituales que trazaban el camino de la iniciación a los Grandes
Misterios.
¿Por qué él y sus aliados habían asesinado a Mozart? Porqué
amenazaba el poder, el orden establecido, la Iglesia, las creencias
tranquilizadoras y la propia francmasonería.
¿Y si el camino justo fuera el de Mozart? ¿Y si su música ofreciera
la solución a los angustiosos problemas de un mundo en crisis por la
ausencia de una auténtica espiritualidad?
Fiel servidor del Estado, el conde de Pergen concluiría su misión.
Dentro de poco, el imperio quedaría liberado de las sociedades
secretas.
Quedaba por resolver, sin embargo, el caso de Thamos el egipcio.
76

Viena, 6 de diciembre de 1791

E l tiempo había mejorado, volviéndose templado y brumoso. A las


tres de la tarde, ante la capilla del crucifijo de la catedral de San
Esteban, se organizaba el servicio fúnebre por Mozart.
El barón Gottfried Van Swieten asumía los gastos: 8 florines y 55
kreutzers por un entierro de tercera clase; 3 florines por un coche
fúnebre tirado por dos caballos. Había pagado también una tumba
individual y una estela con el nombre del compositor.
Constance, destrozada, permanecía encerrada en su habitación.
Estaban presentes Van Swieten, Anton Stadler, Süssmayr, Joseph
Deiner, llamado Primus, Hofer, el cuñado de Mozart, Sophie Weber y
algunos miembros de la compañía de Schikaneder.
Conmovidos, todos guardaban silencio. Nadie quería creer en la
desaparición de Mozart.
Joseph Anton se acercó a Gottfried Van Swieten.
—Cambio de planes, barón.
—¿Qué significa eso?
—La causa oficial de la muerte, inscrita en el registro de la
catedral, es «fiebre biliar[140] aguda». Puesto que se teme una
epidemia de cólera, debemos respetar el estricto reglamento de la
policía aplicable a este tipo de circunstancias. Por consiguiente, el
cuerpo será enterrado en una simple fosa común.
—He reservado una sepultura individual y…
—Vos no existís ya, barón. Una notificación oficial os cesa de todas
vuestras funciones. La sanción podría haber sido peor. El emperador
no manifestará indulgencia alguna con los participantes de la
conspiración masónica. Dada vuestra brillante carrera, el poder os
respeta. Ahora, mostraos discreto, muy discreto.
Van Swieten permaneció mudo.
—Mozart será enterrado en el cementerio de San Marcos, a cuatro
kilómetros de Viena —indicó Anton—. Dada la distancia, la ley
prohíbe que nadie acompañe al coche fúnebre. Los enterradores
pasarán a encargarse de sus restos al anochecer.

Viena, 6 de diciembre de 1791

En el primer piso del número 10 de la Grünangergasse se oyeron unos


aullidos de mujer. Sin duda, un marido que golpeaba a su esposa.
Prudente, el mensajero se batió en retirada.
Chocó con un vecino que subía la escalera.
Un grito atroz les desgarró los tímpanos.
—¿Qué ocurre en casa de los Hofdemel?
—Yo tengo prisa y no me mezclo en los asuntos ajenos.
El mensajero se largó, el visitante golpeó en vano la puerta.
Preocupado, llamó a un cerrajero.
Al abrir, descubrieron un horrible espectáculo: el jurista Hofdemel,
con una navaja en la mano, se había degollado tras haber agredido a
su esposa, María Magdalena, encinta de cinco meses. Con el rostro,
los hombros y los brazos llenos de cortes, ella yacía en un charco de
sangre.
Hofdemel, loco de celos, considerándose culpable de haber
envenenado a Mozart, el amante de su mujer y el padre del niño, se
había vengado de la infiel antes de suicidarse.
El plan de Geytrand había funcionado a las mil maravillas, no
tardaría en correr el rumor.
Viena, 6 de diciembre de 1791

Ni hermanos, ni parientes ni amigos se atrevieron a infringir el


reglamento de la policía. De modo que, al caer la noche, el coche
fúnebre que transportaba el cadáver de Mozart, que ningún médico
había tenido derecho a examinar, tomó la dirección del cementerio de
San Marcos.
Brotando de la penumbra, el perro Gaukerl siguió a su dueño. No
lo abandonaría ni en este mundo ni en el otro.
Una vez cubierta la fosa, los enterradores se retiraron del lugar.
Entonces, Thamos se acercó a la sepultura y pronunció las
fórmulas de transformación en luz. El espíritu de Mozart brillaría
entre las estrellas, y su obra transmitiría la iniciación a quienes
tenían oídos para escuchar.
Tras aquel modesto ritual, se oyó una voz.
—Sabía que vendríais, conde de Tebas —afirmó Joseph Anton.
Thamos se volvió lentamente.
El conde de Pergen parecía solo.
—¿Dónde se ocultan vuestros hombres?
—Quería rendir un último homenaje a un genio inmenso, muerto a
causa de su ideal. Fiel servidor del Estado, he obedecido órdenes. Sin
Mozart, vuestro poder de Superior desconocido queda reducido a la
nada. Por eso no considero necesario deteneros. Erraréis el resto de
vuestra existencia, pensando en este ser insustituible al que no habéis
podido salvar.
—Intentáis convenceros de una victoria en la que ni vos mismo
creéis. Nunca se extinguirá la Luz de Mozart.
Joseph Anton inclinó la cabeza de un modo extraño; luego
desapareció en la noche.
77

Viena, 7 de diciembre de 1791

E n calidad de testigo, el comerciante de hierros y usurero Joseph


Goldhann firmó la lista oficial que establecía los bienes de
Mozart. Se evaluó el piano en ochenta florines, el billar en sesenta, y
se tasaron del mejor modo los distintos objetos y las ropas, entre ellas,
ocho hermosos trajes completos.
Las deudas del músico ascendían a 914 florines[141]
—Mozart no me debía ni un solo kreutzer —afirmó el hermano
Puchberg, borrando el pasado—, y me satisface convertirme en el
tutor de sus dos hijos. Nada les faltará, ni a ellos ni a Constance.
Anton Stadler aportó un reconocimiento de deuda a Mozart de un
montante de quinientos florines, pero otros olvidaron la generosidad
del compositor[142]

Viena, 11 de diciembre de 1791

La víspera se había celebrado en la iglesia de San Miguel una misa de


réquiem en memoria de Mozart. Dos de sus hermanos, Bauemfeld y
Schikaneder, asumían los gastos.
—El emperador me ha concedido una última audiencia —le dijo
Van Swieten a Constance—. He defendido mi inocencia y, sobre todo,
la vuestra, afirmándole que Wolfgang nunca se había mezclado en
una conspiración contra su persona. Su majestad acepta recibir de vos
una súplica. Tal vez Leopoldo II os atribuya una pensión para
demostrar la grandeza de su alma.
Ayudada por Van Swieten, Constance redactó una carta al
emperador en la que solicitaba un «salario de caridad», aunque su
marido no hubiera cumplido diez años de servicios. ¿Acaso, en vez de
marcharse al extranjero, no se había quedado en Viena cumpliendo
estrictamente su función? La peticionaria confiaba en la gracia
suprema y la bondad paternal de Leopoldo II.
—Naturalmente —añadió el barón—, habrá que hacer desaparecer
toda la correspondencia masónica de Mozart. Si algunas cartas
comprometedoras cayeran en malas manos, tendríais graves
problemas.
Constance asintió.

Viena, a comienzos de enero de 1792

Praga, a partir del 14 de diciembre de 1791, había rendido homenaje a


Mozart celebrando una misa de réquiem con ciento veinte músicos.
Viena permaneció muda.
La logia La Esperanza Coronada se limitó a una oración fúnebre,
debida al hermano Karl Friedrich Hensler[143], tras una ceremonia de
recepción:

Plugo al eterno Arquitecto del mundo arrancar a nuestra cadena


fraternal uno de nuestros miembros más amados y más meritorios —
deploró Hensler—. ¿Quién no ha conocido, quién no ha estimado,
quién no ha amado a nuestro digno hermano Mozart? Hace sólo unas
semanas estaba entre nosotros y glorificaba, con su encantadora
música, la consagración de nuestro templo masónico. ¿Quién de
nosotros podría haber supuesto que su existencia estaba tan cerca del
fin? La muerte de Mozart supone una pérdida irremplazable para el
arte. Era un celoso adepto de nuestra orden. Los principales rasgos de
su carácter eran el amor a sus hermanos, un espíritu sociable, un
permanente compromiso por la buena causa y la beneficencia, un
sentimiento verdadero y profundo de satisfacción cuando podía ser
útil, con su talento, a uno de sus hermanos. Era buen esposo, buen
padre, amigo de sus amigos, hermano de sus hermanos. Sólo le
faltaban tesoros para hacer felices a centenares de sus semejantes,
como deseaba en su fuero interno.

Anton Stadler y los Jacquin solicitaron a la logia un generoso gesto


para con la familia del músico, y se decidió publicar en la prensa el
anuncio de una edición de lujo de la última cantata masónica de
Mozart[144], seguida por el breve canto que acompañó la cadena de
unión[145]) que clausuraba la Tenida. Se esperaban numerosas
suscripciones[146], y el producto de la venta se entregaría a Constance.

Viena, marzo de 1792

—¿Quién será el sucesor de Leopoldo II, cuya muerte no me entristece


en absoluto? —preguntó Stadler a Van Swieten.
—Francisco II, que tiene ahora veinticuatro años. ¡La
francmasonería está condenada a desaparecer! Él y sus consejeros
quieren transformar Austria en un Estado policial. Dentro de poco,
todas las logias serán obligadas a cerrar sus puertas[147].
EPÍLOGO
Cuando el mundo cede a tu alrededor, cuando las estructuras
de una civilización vacilan bueno es regresar a lo que, en la
historia, no cede, sino que, por el contrario, levanta el valor,
reúne a los separados, pacifica sin dañar. Bueno es recordar
que el genio de la creación actúa, también, en una historia
condenada a la destrucción.

ALBERT CAMUS, «Agradecimiento a Mozart», L’Express, febrero


de 1956[148]

Figeac, 28 de abril de 1793

J oseph Anton ignoraba un dato esencial: el ka de un ser regio como


Mozart no desaparecía; se transmitía a otro Gran Mago que
Thamos debía intentar descubrir para confiarle el Libro de Thot.
¿Pero cómo localizarlo?
Al salir del cementerio de San Marcos, el egipcio no iba solo.
Gaukerl acababa de adoptarlo.
Gaukerl… ¡Él sería su guía!
Deseoso de encontrar de nuevo a Mozart, buscaría al ser
depositario de su espíritu.
Tuvo lugar un largo viaje, salpicado de altos durante los que el
alquimista fabricaba el oro necesario para su subsistencia y el
bienestar de su compañero. Dejaba que el perro fuera a su ritmo, por
carreteras cada vez más peligrosas, dada la tormenta que devastaba
Europa.
Varias veces, alertado por Gaukerl, Thamos evitó las emboscadas.
Cuando su guía cruzó la frontera de Francia, presa del terror
revolucionario, el egipcio puso mala cara.
Pese a los riesgos, siguió a Gaukerl hasta Figeac, una pequeña
villa de Quercy. En el centro de la plaza Haute se levantaba la
guillotina.
De pronto, el perro apretó el paso.
Ante una modesta morada, ladró con insistencia.
Un hombre rechoncho, de edad madura, abrió lentamente la
puerta.
—¿Quién sois y qué queréis?
—Me llamo Thamos y necesito vuestra ayuda. Mi perro y yo
viajamos desde hace mucho tiempo.
—¿De dónde venís?
—Del Oriente.
—¡Tan lejos! ¿Y quién os ha dado mi dirección?
—Gaukerl me ha llevado hasta vos.
El hombre acarició al perro, cuyos grandes ojos expresaron un
profundo agradecimiento.
—Me llamo Jacquou y soy curandero. Entrad, voy a devolveros la
energía.
El terapeuta llenó dos tazas de licor de ciruela y ofreció sopa a
Gaukerl.
—¿Sufre vuestra ciudad mucho por la Revolución? —preguntó el
egipcio.
—Han ejecutado a algunos infelices, pero a la población no les
gustan los fanáticos. El 21 de enero, el rey Luis XVI fue guillotinado,
y mucha gente desaprueba esta barbarie. Sin duda los revolucionarios
no vacilarán en cortarle la cabeza a la reina[149]. Por cierto, ¿cuál es el
objetivo de vuestro viaje?
—Estoy buscando a un niño excepcional, que tenga unas dotes
únicas y al que me gustaría ofrecer un regalo inestimable.
—¡Qué cosas! —se extrañó Jacquou, el curandero—. ¡Pues habéis
venido al lugar adecuado!
Las orejas de Gaukerl se irguieron.
—Ayudé a parir a una madre de familia, el 23 de diciembre de
1790. Cuando el niño llegó al mundo, tuve la visión de un país
soleado, con magníficos templos, y exclamé: «¡Este muchacho será una
luz para los siglos venideros!»
—¿Cómo se llama?
—Jean-François Champollion. Su padre es librero y el chiquillo me
ha revelado que ya estaba aprendiendo, a hurtadillas, a leer y
escribir. Le espera un gran destino, estoy seguro de ello.
Thamos cerró los ojos y vio un navío que llegaba al puerto de
Alejandría.
A bordo, Champollion iba a llegar a su verdadera patria, el Egipto
de los faraones, cuya lengua sagrada había descifrado.
Gaukerl no se había equivocado. Mozart renacía en Champollion,
encargado de descifrar el Libro de Thot y de transmitir, así, íntegros,
los misterios de Isis y Osiris. La flauta mágica se prolongaba, la
tradición iniciática seguía viviendo.
—Mañana mismo hablaremos con Jean-François Champollion —
decidió Jacquou—, y vos le hablaréis del Oriente.
BIBLIOGRAFÍA

L as citas de las cartas de Mozart las hemos extraído de la edición


francesa de Geneviève Geffray en su libro de la editorial
Flammarion, con modificaciones hechas por nosotros a partir de la
edición alemana.

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dioses, Editorial Aguilar, Madrid, 1991).
ROBBINS LANDON, Howard Chandler, 1791 la dernière année de
Mozart, Fayard, Paris, 2005 (versión castellana de Gabriela
Bustelo y Beatriz del Castillo, 1791 el último año de Mozart,
Ediciones Siruela, Madrid, 2005).
—, Mozart, l’âge d’or de la musique à Vienne, 1781-1791, J.-C. Lattès,
París, 1989.
—, Mozart et les Franc-Maçons, Thames & Hudson, Londres y París,
1991.
ROSENBERG, Alfons, Die Zauberflöte, Prestel, Munich, 1964.
SADIE, Stanley, Mozart, Norton and Company, Londres, 1980 (versión
castellana de Pablo Sorozábal, Mozart, El Aleph Editores,
Barcelona, 1985).
STRICKER, Rémy, Mozart et ses opéras. Fictions et vérité, Gallimard,
Paris, 1980.
TERRASSON, René, Le Testament philosophique de Mozart, Dervy,
Paris, 2005.
TUBEUF, André, Mozart. Chemins et chants, Actes Sud, Paris, 2005.
WYZEWA, Théodore de, y Georges de SAINT-FOIX, W. A. Mozart. Sa vie
musicale et son oeuvre, Bouquins, Paris, 1986.
Por lo que se refiere a la francmasonería, puede consultarse la
colección «Les Symboles maçonniques» (Maison de Vie Éditeur), de la
que han aparecido los siguientes volúmenes:

1. Le grand Architecte de l’Univers


2. Le Pavé Mosaïque
3. Le Delta et la Pensée ternaire
4. La Règle des Francs-Maçons de la Pierre franche
5. Le Soleil et la Lune, les deux Luminaires de la Loge
6. L’Équerre et le chemin de rectitude
7. L’Étoile flamboyante
8. Les Trois Grands Piliers
9. La Pierre brute
10. La Pierre cubique
11. Les Trois Fenêtres du Tableau de Loge
12. Les Deux Colonnes et la Porte du Temple
13. L’Épée flamboyante
14. Loge maçonnique, Loge initiatique?
15. Comment naît une Loge maçonnique? L’ouverture des travaux
et la création du monde, tomo I.
16. La construction rituelle d’une Loge maçonnique. L’Ouverture
des travaux et la Création du monde, tomo II.
17. La Corde des Francs-Maçons. Nœuds, métamorphoses et lacs
d’amour.

Algunas de las traducciones de los textos utilizados por Mozart en


su música masónica se deben a Jacques Fournier.
Notas
[1] Innere Stadt, n.º 245. En la actualidad, Judenplatz, 4. <<
[2] Su nombre completo era La Esperanza de Nuevo Coronada (gracias a José II),

pero muy pronto se omitió la partícula «de Nuevo». La logia La Verdad


dormitaba. <<
[3] En reducción para piano, K. 462/3 y 534-535a. K. es la abreviatura de Köchel

(1800-l877), autor del primer catálogo de las obras de Mozart. <<


[4] Un florín = algo menos de dos euros. <<
[5] Este mes de enero, una sola melodía, K. 569, que se ha perdido. <<
[6] K. 570, en si bemol mayor. <<
[7] K. 571. <<
[8] K. 572. <<
[9] K. 571a. <<
[10] A la que Beethoven pondría música. <<
[11] Se trataría del último retrato de Mozart. «Los ojos son globulosos, advierte

Hocquard (La pensée de Mozart, p. 24), pero brillan sin embargo con un vivo
fuego interior.» Y advierte, con respecto a todos los retratos auténticos: «En
todas partes la misma mirada ausente, que atraviesa al espectador.» <<
[12] K. 573. Mozart las convertirá en una obra estructurada durante su estancia en

Berlín, y la edición Artaria de 1792 comprenderá 29 variaciones. <<


[13] K. 504 y 550. <<
[14] K. 456 y 503. <<
[15] K. 574. <<
[16] K. 537. <<
[17] K. 375, en re mayor <<
[18] K. 577, prevista para sustituir el n.º 27 de Las bodas de Fígaro (aria de

Susana). Afortunadamente, Mozart renunció a ello. <<


[19] K. 576. Se trata de la última sonata para piano de Mozart, encargo que el

compositor no sintió el deseo de terminar. <<


[20] «Un moto di gioia mi sento», K. 579. <<
[21] Alma grande, K. 578. <<
[22] K.580. <<
[23] La futura Reina de la Noche en La flauta mágica. <<
[24] En el sentido de quienes cumplen un oficio, una función. <<
[25] K. 580a, con un tema retomado en el Ave verum. <<
[26] Algunos musicólogos presintieron la verdadera naturaleza de la obra:
«Emana de Così una suavidad tan exquisitamente purificada que no es posible
dejar de buscar en ella el eco de no sé qué mensaje espiritual», indicaba Roland-
Manuel. «Così es una ópera iniciática al igual que La flauta», estima Roger
Lewinter (Avant-Scène Opéra, n.º 16-17, p. 145); «la más misteriosa y esotérica
de las óperas de Mozart», según los Massin (p. 1115); «tal vez no vea obra lírica
que se haya asignado, con semejante rigor, como designio hacer de la necesaria
acción la paradoja de una abstracción de la inteligencia» (R. Stricker, Mozart et
ses opéras, p. 292). «Bajo la máscara bufa —se pregunta Marie-Françoise
Vieuille, que califica Così fan tutte de “celebración del número puro”—, ¿no
abre la ópera el camino que tomarán los futuros iniciados, Tamino y Pamina?»
(L’Avant-Scène, p. 104 y ss.). <<
[27] Sobre el hecho de que Mozart eligiera el libreto, véase Stricker, op. cit., p.

25. <<
[28] Zohar, Génesis, tomo I, p. 355. <<
[29] El lado pequeño es al mayor lo que el lado mayor es al todo. <<
[30] K. 581, en la mayor <<
[31] Palabra procedente de alfanz, «bromista», según Autexier. En varias
tradiciones, el sabio hace «jugarretas» y pone en evidencia el aspecto irrisorio de
las pretensiones humanas para iluminar mejor el camino hacia el conocimiento.
«Don Alfonso —escribe Stricker— dirige a las parejas hacia la libertad, una
libertad no conquistada ya contra el poder del otro, sino basada en el
conocimiento de uno mismo.» <<
[32]
Del griego despoine, «la dueña de la casa». Dirigiendo la acción en
compañía de don Alfonso, Despina es la Sirvienta de la Sabiduría, como la
Susana de Las bodas de Fígaro. <<
[33] Guglia significa «torre de catedral, obelisco». <<
[34] «Chi sà, chi sà, qual sia», K. 582, y «Vado, ma dove? Oh, Dei!», «Me voy,

pero ¿adónde? ¡Oh, dioses!», K. 583.> Obras insertadas en una ópera de Martín
y Soler. <<
[35] Sobre estas palabras se esboza un tema musical utilizado en la última cantata

masónica de Mozart (K. 623). <<


[36] Acto I, escena 6, una de las cimas de la obra de Mozart. <<
[37] A diferencia de lo que ocurre en Las bodas de Fígaro y en Don Giovanni,

aquí los personajes no se identifican por sus voces. <<


[38] Dom Pernety murió en 1796. <<
[39] K. 585. <<
[40] K. 586. <<
[41] Der Sieg vom Helden Coburg, K. 587. <<
[42] «No hay ya razón alguna para pensar que, una vez rota la mascarada, las

parejas que han recuperado su orden natural seguirán sintiendo una culpable
nostalgia por el falaz mundo del amor pasional que han atravesado en la ficción.
Lo que seguirán sintiendo, por el contrario, es cierta beatitud paradisíaca, la del
Brindis, que supera en su esencia el objeto individual (y también el sujeto) del
amor, y que supera, pues, con mayor razón, la manifestación concreta de la
fidelidad. Mozart pudo aceptar, pues, sin reticencia alguna, el desenlace del
libreto: la disposición inicial de las parejas era la única realmente viable.»
(Hocquard, La pensée de Mozart, p. 493). <<
[43] K.581. <<
[44] K.587a. <<
[45] K. 588. <<
[46] Karl de los Tres Dados. <<
[47] K. 581. <<
[48] K. 589. <<
[49] En él se tocaron los cuartetos K. 575 y 589. <<
[50] Fragmentos K. 590a, b, c; Alegro en sol menor K. 312. <<
[51] K. 317. <<
[52] Estas tres obras se han perdido. <<
[53] Alexander’s feast, K. 591, y Ode auf St. Caecilia, K. 592. <<
[54] Véase P. Autexier, La lyre maçonne, p. 110. <<
[55] En el sentido de «beber tintorro». <<
[56] K. 625. <<
[57] K. 594. <<
[58] Cuando Mozart murió, el usurero no figuraba entre sus acreedores. <<
[59] Muerto Mozart, comprará algunos manuscritos a Constance. <<
[60] Se pagará en 1791. <<
[61] K. 593. <<
[62] K 597, el vigésimo séptimo y último concierto. <<
[63] Frase pronunciada por el director de orquesta Joseph Krips (véase
Hildesheimer, Mozart, p. 19, nota 9), Saint-Foix, II, p. 591: «Asistimos, cuando
interrogamos la obra de Mozart, llegado al final de su corta existencia, a una
ascensión que estamos obligados a considerar en un plano del todo espiritual o,
más bien, del todo sobrenatural, pues, aquí, los acontecimientos exteriores no
influyen ya en él.» <<
[64] «Sehnsucht nach dem Frühling», K 596, que retoma el tema del rondó final

del último concierto; «Im Frühlingsanfang», K. 597; «Das Kinderspiel», K. 598.


Alberti publicó esos tres Lieder en una antología para niños. <<
[65] K. 599. <<
[66] K. 600. <<
[67] K. 601 a 607. <<
[68] K. 608, en fa menor.<<
[69] Tal vez deba fecharse en esa época el Minueto en re para piano, K. 355. <<
[70] K. 595. Fue el último concierto de Mozart. <<
[71] Contradanza K. 610. <<
[72] Zohar, Cantar de los cantares, p. 65.<<
[73]
Articulo 3 de las Constituciones redactadas en 1723 por Anderson para
regular la francmasonería: «Sólo admite en su seno a hombres de buena
reputación, excluidos los esclavos, las mujeres y gente inmoral o deshonrada.»
<<
[74] Textos de la cantata masónica «Laut verkünde unsre Freude», K. 623. <<
[75] Por ejemplo, Lulu o la flauta mágica, cuento oriental traducido por Widand;

La piedra de los sabios, de Schack; el Sethos del abate Terrasson; el Oberon del
hermano Paul Wranisky; las Etiópicas de Heliodoro; El asno de oro de Apuleyo,
y varios textos alquímicos y cabalísticos. <<
[76] Sobre Mozart como verdadero autor del libreto de La flauta mágica, véanse

H. Abert, Introducción a la partitura de la flauta mágica, Londres-Zurich-


Nueva York, s. f.; J. y B. Massin, Mozart, pp. 1145 y 1138, n. 1; C. de Nys,
Mozart, París, 1985, P-158; J. Chailley, La Flûte enchantée, p. 25. <<
[77] Die Zauberflöte, «la flauta mágica, encantadora, que encanta». <<
[78] K. 612, con contrabajo obligado. <<
[79] Será el primer Sarastro de La flauta mágica.<<
[80] Véase Autexier, Mozart, p. 173. <<
[81] Para esas interpretaciones, véase Autexier, Mozart, p. 173 (con referencia a

Nettl) y Veyssière Lacrose, Lexikon Aegyptiaco-Latinum, publicado en Oxford


en 1775, que facilita las palabras coptas heredadas del antiguo egipcio. La obra
era conocida por los francmasones que trabajaban sobre las antiguas tradiciones.
<<
[82] K. 608. <<
[83] Según otros musicólogos, se trataría de un tema de Schack, un amigo de

Schikaneder. <<
[84] K. 613.<<
[85] K. 614, en mi bemol mayor, el último quinteto de Mozart <<
[86] K. 550. <<
[87]
Por ejemplo, las tres puertas del templo, las tres Damas, los tres niños
solares.<<
[88] Una carta de Constance a los editores de Leipzig Breitkopf y Hartel revela

las intenciones de Mozart: «Con respecto a la orden o a la sociedad llamada


Gruta, que él quería erigir —escribe—, no puedo daros más explicaciones. El
clarinetista de la corte, Stadler el Viejo, que redactó el resto de los estatutos,
podría hacerlo, pero debe reconocer que siente temor, pues sabe que las órdenes
o las sociedades secretas son odiadas.» Véase también Dictionnaire Mozart, p.
169. <<
[89] K. 615, Viviamo felici in dolce contento, obra que se ha perdido. <<
[90] Véase W. A. Mozart, La flûte enchantée, traducción de C. Jacq, Maison de

Vie Editeur, 2006. <<


[91] Ignorando las precisiones del libreto y el carácter iniciático de la ópera,

numerosas puestas en escena «modernas» de La flauta mágica desnaturalizan la


obra y traicionan el pensamiento de Mozart. <<
[92] Morirá en 1793, mucho después que Mozart. <<
[93] K. 616. <<
[94] K. 341. Para la datación seguimos a Monika Holl. <<
[95] K. 617, con flauta, oboe, viola y violoncelo. <<
[96] Dúo de los sacerdotes del segundo acto, n.º 11. <<
[97] K. 618, Mozart sólo utilizó esta parte del texto. <<
[98] Dir, Seele des Weltalls, K. 429 (468a). Se discuten la fecha y el autor. <<
[99] En total, desde 1788, recibió de Puchberg 1.415 florines, suma relativamente

modesta, puesto que percibía un salario anual de ochocientos florines y gozaba


de ganancias suplementarias.<<
[100] Congregación de clérigos regulares fundada en 1597. <<
[101] K. 619, Pequeña cantata alemana. <<
[102] Ziegenhagen intentó implantar una cofradía en Alsacia. Tras su fracaso se

suicidó. <<
[103] Tras una estancia en Londres, Da Ponte se marchó a Nueva York, donde

murió, a los ochenta y nueve años, tras haber asistido al estreno de Don
Giovanni. <<
[104] Franz Xaver Mozart vivió cincuenta y tres años. <<
[105] Es decir, 1.150 florines. Recordemos que Mozart percibía un salario anual

de ochocientos florines. <<


[106] 1704-1797. <<
[107] K. 617. <<
[108] Mozart pasó viajando aproximadamente un tercio de su corta existencia. <<
[109] K. 317 (Misa de la Coronación) y K. 345. <<
[110] K. 621. <<
[111] Die Maurerfreude, K. 471 <<
[112] Leopold Kozeluch logrará el puesto en junio de 1792, con un salario que

doblará el de Mozart. <<


[113] K. 621a. <<
[114] 1753-1836 <<
[115] En 1794, estudiaría mineralogía en Friburgo, viviría luego en Dinamarca, en

Suecia y en Groenlandia, antes de convertirse en profesor de mineralogía en


Dublín, donde murió en 1833. <<
[116] K. 620b, con fecha de 3 de octubre. <<
[117] K. 622. <<
[118] K. 622, en la mayor. <<
[119] Constance confirmó esta declaración a los Novello, una pareja de ingleses,

en 1829. <<
[120] Johann Nepomuk Sortschan. <<
[121] Dies irae.<<
[122] Tuba mirum. <<
[123] Rex tremendae. <<
[124] Recordare.<<
[125] Confutatis. <<
[126] Lacrymosa. <<
[127] Domine Jesu Christi. <<
[128] Quam olim Abrahae.<<
[129] Hostias et preces.<<
[130] Sanctus et benedictus, agnus Dei. <<
[131] Lux aeterna.<<
[132] Véase Correspondencia, tomo V, p. 349, nota 14. <<
[133] K. 623, Laut verkünde unsre Freude, la última obra acabada por Mozart y

anotada en su catálogo. El autor del texto es desconocido: ¿el propio Mozart?


«¿Por qué —se pregunta J.-V. Hocquard (La pensée de Mozart, pp. 644-646)—
nadie parece conceder a esta obra magistral el altísimo lugar que le corresponde?
Para nosotros, libra el último “estado’' del pensamiento de Mozart… La cantata
es una prolongación o, mejor, una conclusión de La flauta mágica.» <<
[134] K. 623a, Laßt uns mit geschlungen Händen, para coro de hombres y órgano,

cuya autenticidad se discute. Algunos musicólogos atribuyen esta breve obra al


hermano Paul Wranitzky. He aquí su texto: «Enlacemos nuestras manos,
hermanos, para concluir el trabajo entre el sonoro estallido de nuestra alegría.
Como nuestra cadena rodea este lugar sagrado, que abrace al globo terrenal por
completo. Con nuestros alegres cantos, demos plenamente gracias al Creador,
cuya Omnipotencia nos alegra. ¡Ved consumada la consagración! Que la obra a
la que están consagrados nuestros corazones se vea, también, consumada. Que la
humanidad venere la Virtud. Que aprender a amarse y a amar al otro sea, en
adelante, nuestro primer deber. Entonces, no sólo en el levante y el poniente,
sino también a mediodía y septentrión, chorreará la luz.» <<
[135] Lo que sigue procede de los Recuerdos de Joseph Deiner. <<
[136] Antonio Salieri murió en 1825, a los setenta y cinco años. En 1823,
hospitalizado, se acusó de haber asesinado a Mozart. Pero nadie tomó en serio
las delirantes declaraciones de un viejo senil. <<
[137] K. 626. <<
[138] Término que dio origen a la palabra «alquimia». <<
[139] Esta reliquia ha desaparecido. <<
[140] Esta fiebre se caracterizaba por una abundante transpiración y la aparición

de un sarpullido semejante a los granos de mijo <<


[141] 282 florines que se debían al maestro sastre Dümmer; 9 al doctor Igl; 139 al

boticario de la corte; 74 a la señora Hasel, otra boticaria; 208 al tapicero Reiz; 31


al maestro zapatero Anhammer; 171 a distintos proveedores. <<
[142] Franz Anton Gilowsky, sobrino de un cirujano de la corte de Salzburgo,

presentó un reconocimiento de deuda de trescientos florines. Mozart no sólo no


estaba en la más negra miseria, sino que, además, el 29 de marzo de I792
Constance había pagado todas sus deudas. <<
[143] Hensler, Maurerrede auf Mozarts Tod, impresa en 1793. Citamos algunos

extracto». <<
[144] K. 623. <<
[145] K. 623a. <<
[146] Desgraciadamente no fue así. Menos lujosa de lo previsto, la publicación

sólo tuvo lugar en noviembre de 1792. <<


[147] En enero de 1795, una ley prohibirá todas las sociedades secretas, acusadas

de alta traición. <<


[148] Debo esta cita a Anne Gallimard. <<
[149] María Antonieta será guillotinada el 16 de octubre. <<

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