1 Mozart, El Gran Mago - Christian Jacq
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Christian Jacq
ePub r1.0
ebookofilo 26.09.13
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Título original: Mozart. Le Grand Magicien
Christian Jacq, 2006
Traducción: Manuel Serrat Crespo
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Al Batelero
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Todos los esfuerzos que hacemos para conseguir
expresar lo profundo de las cosas se hicieron
vanos tras la aparición de Mozart.
GOETHE
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PREFACIO
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los rituales en los que se encaman, se transmitió de modo oral y, a la vez,
por textos cifrados[1].
Hijo de Thot, maestro de las ciencias sagradas, el hermetismo alimentó
las logias de constructores. Cuando terminó la era de las catedrales, los
descendientes de los iniciados egipcios formaron círculos de alquimistas
que dieron origen a una de las ramas de la francmasonería. Se celebraron
allí los antiguos misterios en forma de tres grados: Aprendiz, Compañero
y Maestro. El primero revela los elementos creadores de la creación, el
segundo la geometría sagrada, el tercero hace revivir el mito de Osiris,
rebautizándolo como Hiram.
Cuando nace Mozart, en 1756, los distintos movimientos masónicos
están en crisis. Algunos aspectos fundamentales de la tradición iniciática
han sido desfigurados, abandonados, se han perdido incluso. Y trabajando
en un proyecto titulado Thamos, rey de Egipto, el músico, con quien los
masones se habían relacionado muy pronto, entra en contacto con el
universo iniciático que, desde entonces, será esencial en su vida. Su
maestro, el Venerable Ignaz von Born, considera a los sacerdotes egipcios
como sus verdaderos antepasados, y emprende investigaciones con las que
beneficiará a su discípulo.
Tras haber abrazado la Luz de la iniciación en diciembre de 1784,
Mozart se fija un objetivo: transmitir lo que ha recibido. En realidad, irá
mucho más allá convirtiéndose en el batelero entre Egipto y la
francmasonería simbólica. La flauta mágica, con la que alcanza el punto
culminante de su carrera, abre camino para el arte real, el matrimonio del
Fuego y el Agua, del Hombre y de la Mujer. Esta ópera ritual ilumina los
misterios de Isis y de Osiris, clave de la tradición iniciática. Y la obra de
Mozart resiste el paso del tiempo, como un templo «construido con
hermosas piedras de eternidad».
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Mercurio, donde, desde su infancia, vivía en compañía de otros once
hermanos, ancianos ya.
Dio tres golpes a la pesada puerta de madera y vio aparecer al
guardián del umbral en lo alto de la muralla. A la luz de una antorcha,
éste identificó al recién llegado.
—¡Por fin! ¿Qué ha ocurrido?
—He escapado de una pandilla de agresores.
El guardián del umbral abandonó su puesto de observación para
entreabrir la puerta del monasterio, y llevó a Thamos hasta el abad
Hermes, que estaba leyendo un papiro repleto de jeroglíficos.
El anciano tenía casi cien años y pocas veces salía ya de su celda,
transformada en biblioteca. En los anaqueles, descansaban textos que
databan de la época en que los faraones gobernaban un Egipto próspero y
radiante.
En aquellos tiempos de desolación, el Imperio otomano reinaba
tiránicamente. Aniquilada Bizancio, había conquistado Oriente Próximo y
amenazaba Europa. Verdad absoluta y definitiva, ¿no debía el islam
imponerse al mundo entero? El poder militar turco sabría hacerlo
triunfar.
Egipto agonizaba, abrumado por los impuestos, martirizado. El pachá
dejaba que actuaran los beys de El Cairo, explotadores a la cabeza de
milicias armadas que se pasaban el tiempo matándose entre sí. Ahora
predominaba la de los mamelucos, implacable y bien equipada. Miseria,
hambre y epidemias estrangulaban las Dos Tierras, el Alto y el Bajo
Egipto, y la gloriosa Alejandría ya sólo contaba con ocho mil habitantes.
Desde la invasión árabe del siglo séptimo, el monasterio de San
Mercurio parecía olvidado por unos bárbaros que habían destruido gran
cantidad de antiguos templos, habían cubierto con velos los rostros de las
mujeres, consideradas ahora como criaturas inferiores, y habían arrasado
las viñas.
En aquel apartado paraje, san Mercurio protegía a la pequeña
comunidad. Persuadidos de que sus dos espadas, bajando del cielo, podían
cortarles el gaznate, los saqueadores no se atrevían a atacar.
Conteniendo sus palabras, Thamos relató su desventura al abad.
—Se acerca la hora —decidió el anciano—. San Mercurio no nos
salvará por mucho tiempo ya.
—¿Tendremos que partir, padre?
—Tú, hijo mío, tú partirás. Nosotros nos quedaremos.
—¡Os defenderé hasta que sólo me quede una gota de sangre!
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—No, cumplirás una misión mucho más importante. Acompáñame al
laboratorio.
Desde la matanza de la última comunidad de sacerdotes y sacerdotisas
egipcios, en Filae, la isla de Isis, no se había grabado texto jeroglífico
alguno. Los secretos de la lengua mágica de los faraones parecían
perdidos para siempre. Sin embargo, se habían transmitido de boca de
maestro a oído de discípulo, y el abad Hermes era el último eslabón de la
cadena.
—Nos matarán e incendiarán el monasterio —predijo—. Antes,
enterraremos nuestros tesoros en las arenas. Y voy a revelarte las últimas
fases de la Gran Obra para que la tradición no quede interrumpida.
El laboratorio era una pequeña estancia que parecía la cámara de
resurrección de las pirámides del Imperio Antiguo. En los muros,
fórmulas jeroglíficas que recordaban el modo como Isis había enseñado la
alquimia a Horus, devolviendo la vida a Osiris asesinado. Osiris, unidad
primordial reconstituida tras su dispersión en la materia, triunfo de la luz
sobre las tinieblas, sol que renace en el corazón de la noche.
—La cebada puede transformarse en oro —indicó el abad—, la piedra
filosofal es Osiris. Los jeroglíficos te dan un conocimiento intuitivo, capaz
de abarcar la totalidad de lo real, visible e invisible. Contempla la obra de
Isis.
Thamos asistió a la consumación de la vía breve, deslumbramiento de
un instante de eternidad, y de la vía larga, matrimonio del espíritu y la
materia al cabo de un largo proceso ritual.
El joven monje grabó en su corazón las palabras de poder.
—Tras mil quinientos años de espera —declaró el abad Hermes—,
Osiris permite al Gran Mago renacer y encarnarse en el cuerpo de un
humano, pero no aquí. Su espíritu ha elegido las frías tierras del Norte.
Donde aparezca, estará privado de la indispensable energía de nuestra
Gran Madre. Por eso tendrás que transmitirle la sabiduría de Isis y el
Libro de Thot. Ayudarás al Gran Mago a construirse hasta que sea capaz
de transmitir, a su vez, el secreto de la iniciación e iluminar las tinieblas.
Thamos palideció.
—Padre, yo…
—No tienes elección, hijo mío. O tienes éxito, o los dioses se alejarán
para siempre de esta tierra y Osiris ya no resucitará. Gracias a la
alquimia, sabrás viajar, satisfacer tus necesidades, cuidarte y hablar
distintas lenguas.
—¡Me gustaría tanto permanecer aquí, con vosotros!
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—Oraremos juntos, por última vez, y partirás. Encuentra al Gran
Mago, Thamos, protégelo y permítele crear la obra que será la esperanza.
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primado de Germania y representante del papa en la Dieta del Santo
Imperio romano germánico. Hostil al protestantismo en una ciudad
profundamente marcada por los benedictinos, el poderoso personaje
apreciaba la música agradable y de buen gusto. Toda la vida salzburguesa
se centraba en su corte, brillante y cultivada, venerada por la pequeña
nobleza, los burgueses acomodados, los funcionarios y el bajo clero.
Aquella armoniosa sociedad se adaptaba perfectamente a Leopold, que
estaba encantado de gozar de los favores de tan buen príncipe.
No obstante, esa situación privilegiada no disipaba su principal
angustia: ¿daría a luz su querida esposa a un niño sano y se restablecería?
Nacida el día de Navidad de 1720, Anna-Maria era una excelente ama de
casa. Vivir sin ella sería una dura prueba.
¿Pero por qué ceder al pesimismo? El embarazo había transcurrido sin
el menor incidente, y el médico de la familia se mostraba tranquilizador.
¿Acaso la vigorosa salud de Anna-Maria y su fuerte apetito no
garantizaban un feliz acontecimiento?
Perdido en sus pensamientos, Leopold Mozart se topó con un
hombrecillo vestido de gris.
—Perdonadme, me siento un poco turbado.
—Nada grave, espero.
—No, no… Mi esposa no tardará ya en dar a luz.
—Enhorabuena. Os deseo mucha felicidad, señor… ¿Señor?
—Mozart, músico de la corte del príncipe-arzobispo.
—Encantado de conoceros. Que el destino os sea favorable.
Leopold se alejó a grandes zancadas. Luchando contra el helado viento,
no había pensado en preguntar el nombre del viandante. ¿Pero qué
importaba eso en esa difícil jomada?
El hombrecillo de gris era un joven policía a las órdenes de la corona de
Austria. Joseph Anton, conde de Pergen, padecía una obsesión: la
creciente influencia de las sociedades secretas. Perfectamente de acuerdo
con la emperatriz María Teresa, que detestaba a los francmasones, Anton
quería convertirse en el especialista en esas inquietantes fuerzas. ¿Acaso
su inconfesable fin no consistía en derribar el trono y conquistar el poder,
destruyendo la religión, la moral y la sociedad?
Muy pocos ministros y dignatarios eran conscientes del peligro.
Algunos incluso consideraban a Anton como a un maníaco, pero al policía
no le preocupaban esas críticas. Día tras día, tramaba expedientes y tejía
una red de informadores capaces de proporcionarle datos valiosísimos. Por
desgracia, sus superiores le ponían palos en las ruedas. Ellos no creían en
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una conspiración, y consideraban a los francmasones y a sus semejantes
como simples soñadores. ¿Acaso no ocultaban, tras los ritos y los símbolos,
un temible deseo de poder? Si nadie les cerraba el camino, acabarían
triunfando. Joseph Anton consagraría su existencia a combatirlos e
impedirles hacer daño. Pero sería necesario trepar en la jerarquía
administrativa y disponer de más medios. Paciente y metódico, lo lograría.
Hombre de despacho y de acción al mismo tiempo, realizaba
personalmente las investigaciones delicadas. Por eso se encontraba en
Salzburgo, donde, según un jesuita por lo general bien informado, unos
conspiradores pertenecientes al movimiento ocultista de la Rosacruz, más
o menos vinculados a la francmasonería, organizaban una reunión
excepcional. Pretendiéndose católicos, los rosacruces eran sospechosos de
practicar turbias ciencias, como la alquimia. Obedeciendo a unos
superiores desconocidos, ocultos bajo nombres de guerra, sin duda no se
limitaban a confusas experiencias en laboratorios de pacotilla.
Descubrirlos planteaba serios problemas, pues Anton no había avisado
de su gestión al príncipe-arzobispo. Salzburgo, principado independiente,
no era territorio austríaco. Y su señor no habría apreciado en absoluto que
un policía vienés osara prescindir de sus prerrogativas. De modo que
Anton actuaba solo.
Una situación incómoda que podría traducirse en un fracaso. Pero el
conde preveía un camino largo y sembrado de celadas. Sólo una
obstinación infalible le permitiría demostrar a las autoridades lo bien
fundado de su teoría. A pesar de la ausencia de pruebas formales, Anton
estaba convencido de que aquellos rosacruces utilizaban a los
francmasones, de los que tanto desconfiaba la emperatriz. Si esas diversas
facciones conseguían reunirse bajo la férula de un verdadero jefe, su
capacidad para hacer daño sería terrorífica.
El policía contempló largo rato la casa sospechosa, un edificio austero e
imponente. Ninguna ventana iluminada. Durante más de una hora, nadie
entró ni salió. Pese al frío y la nieve, Anton montó guardia.
Intrigado, se acercó.
Tras haber vacilado, empujó la puerta.
El interior estaba en obras, inhabitable. Allí no podía celebrarse
ninguna reunión.
Entonces, Joseph Anton dudó.
Dudó de su informador, de la existencia de los rosacruces, del deseo de
los francmasones de perjudicar al imperio, de sus propias convicciones.
Helado, el hombrecillo gris abandonó el lugar y tomó de nuevo el camino
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de Viena.
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Salzburgo, 1761
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—Dispongo de un local discreto —dijo el de más edad, un aristócrata
arruinado.
—¿Qué solución debemos adoptar? —preguntó un hermano que
trabajaba en los establos imperiales.
—Hagamos hincapié en la generosidad. Frente al oscurantismo,
sepamos dar lo mejor de nosotros mismos.
La aprobación fue unánime. Y el cenáculo formuló gran cantidad de
entusiasmantes proyectos.
De pronto, la taberna les pareció extrañamente silenciosa.
Salvo ellos, no quedaba ningún cliente ya. Absortos en su discusión, no
habían advertido la progresiva marcha de los bebedores.
Un hombrecillo de gris cruzó la sala, mal iluminada, y se plantó ante
ellos.
—Pertenecéis todos a la francmasonería, ¿no es cierto?
—¿Quién sois?
—Un policía encargado de velar por el mantenimiento del orden
público.
—¡Nosotros no lo amenazamos!
—Pues yo estoy convencido de lo contrario —afirmó Joseph Anton.
—¿En qué pruebas se basa tan grave acusación?
—Muchos indicios concuerdan. ¿Debo recordaros que su majestad la
emperatriz no aprecia en absoluto vuestras posturas?
—Somos fieles súbditos de su majestad, respetuosos con las leyes de
nuestro país, y dispuestos a defenderlo contra cualquier agresor.
Joseph Anton sonrió.
—Celebro oíroslo decir. Tales palabras deberían tranquilizarme.
—¿Por qué… «deberían»?
—Porque un francmasón es, de entrada, un francmasón, y debe
primero lealtad a su orden.
—¿Nos tratáis de mentirosos?
—Vuestra retórica no me engaña, señores. Hace mucho tiempo que las
más encendidas declaraciones no me impresionan ya. Sólo mis
expedientes son dignos de fe.
Los cinco hermanos se levantaron a la vez.
—Somos hombres libres y saldremos libremente de esta taberna.
—No os lo impediré.
—No tenéis, pues, nada que reprocharnos.
—Todavía no, pero no intentéis fundar una nueva logia sin la explícita
autorización de las autoridades —recomendó con sequedad Joseph Anton
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—. Todos estáis fichados, sois sospechosos. Al menor paso en falso, la
justicia se encargará de vosotros. Sed razonables y olvidad la
francmasonería. En nuestro país, no tiene porvenir alguno.
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barrio de los alquimistas, joya de la vieja Praga. Allí, la policía imperial no
disponía de chivato alguno. Si el hombre era un simulador, nadie acudiría
en su ayuda.
Entraron en una hermosa casa de piedra cuya puerta se cerraba sin
hacer ruido.
Un guardián cerró el paso a los recién llegados.
—He aquí el hermano Thamos —declaró el herborista.
—¿Ha sido recibido regularmente en la orden?
—He vivido los grados[5] de la Rosacruz de Oro —declaró Thamos.
—¿Dónde vive el mago supremo?
—En lo visible y lo invisible.
—¿Cuál es su número?
—El siete.
—Si realmente has viajado en espíritu, muéstrame la piedra que
posees en su forma aceitosa.
—Cuando un hermano se desplaza, la piedra filosofal debe ser
reducida a polvo[6].
—¿Puedes cambiarla por el tesoro de nuestra logia?
—Puedo dártela, ni venderla ni cambiarla.
Todas las respuestas del egipcio eran correctas.
—¿Dónde fuiste iniciado?
—Tres hermanos de Escocia fundaron, en 1196, la Orden de los
Arquitectos de Oriente, y sus descendientes se instalaron en Egipto,
donde los sabios conservaron el secreto de las palabras de poder. Allí
recibí yo la enseñanza.
El guardián desapareció y se abrió la puerta de un templo bañado en
una luz tamizada.
—Tras tan largo viaje, hermano mío, abrévate en la fuente —
recomendó una voz dulce.
Seis adeptos de la Rosacruz de Oro entregaron a su huésped una hoja
de palma, como signo de paz, y cada uno lo besó tres veces. Thamos juró
guardar un silencio absoluto antes de ser revestido con el «hábito
pontificio» y de arrodillarse ante el Imperator, el maestro de la cofradía
cuyo nombre era desconocido.
Un ritualista cortó siete mechones de los cabellos del egipcio y los puso
en siete sobres sellados, ofrendas destinadas al fogón alquímico.
Juntos, los iniciados celebraron las alabanzas del Creador antes de
beber el vino en la misma copa y compartir el pan.
—Hermano de la Rosa —preguntó el Imperator, un sexagenario de
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negros ojos—, ¿eres acaso uno de los Superiores desconocidos, enviado por
el abad Hermes?
—Me confió la misión de buscar al Gran Mago.
—¿Ha… resucitado?
—Sí, pero ignoro dónde y con qué nombre. He venido, pues, a solicitar
vuestra ayuda. ¿Habéis oído hablar de hazañas sorprendentes llevadas a
cabo por un individuo excepcional?
El Imperator reflexionó largo rato.
—Los miembros de la Rosacruz de Oro no son individuos ordinarios,
pero ninguno de ellos ha llevado a cabo hazañas. Nos limitamos a
practicar la alquimia en el mayor secreto y a celebrar nuestros ritos.
—Entonces, el Gran Mago no se encuentra entre vosotros.
—Me temo que no.
—Exploraré las logias masónicas, pues, comenzando por las de Viena.
—No te lo aconsejo, Thamos.
—¿Por qué razón?
—La emperatriz María Teresa se muestra muy hostil a la
francmasonería, cuyos elementos más relevantes se han adherido o se
adherirán a nuestra orden. No tienes posibilidad alguna de descubrir ahí
al Gran Mago.
—¡Aunque sólo hubiera una, lo intentaría!
Por la mirada del Imperator, Thamos sintió que no creía en su éxito.
—Los tiempos son oscuros —consideró el Maestro de la Rosacruz de
Oro—. Aunque el Gran Mago haya nacido, será reducido. Y si las fuerzas
de destrucción identifican a un Superior desconocido, te aniquilarán.
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Leopold tomó con ternura las manos de Anna-Maria.
—Confía en mí, a la familia Mozart le aguarda un destino glorioso.
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días, en verdaderas estrellas que todos se disputaban. Y fue en casa del
vicecanciller Colloredo, padre de un hombre de Iglesia al que se prometía
una brillante carrera, donde se anunció la tan esperada noticia: invitaban
a los Mozart a Schónbrunn, el 13 de octubre a las tres de la tarde.
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Conmovido, Leopold no manifestó sus sentimientos. Sin embargo, en
ese instante tomó una de las decisiones fundamentales de su existencia:
consagrarse por entero a la carrera de un genio, su propio hijo. Y dicha
abnegación implicaba renunciar a sus ambiciones de compositor.
Ciertamente, compondría aún, por encargo, melodías de circunstancias,
pero no sobrepasaría ni igualaría el brillo oculto en las notas de la
primera obra de aquel niño.
Cuando Wolfgang estuvo restablecido, Leopold volvió a ponerse en
contacto con la nobleza de Viena para planificar una nueva serie de
conciertos. Pero, con gran sorpresa por su parte, sólo encontró una
aco¬gida reservada, indiferencia incluso.
Pasada la decepción, Viena buscaba otras diversiones al acercarse las
fiestas de fin de año.
Para evitar gastos de estancia suplementarios, Leopold se limitó a
unas pocas prestaciones sin eco alguno y decidió regresar a Salzburgo.
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—Salgamos de aquí, hermano, y caminemos un poco. Ningún oído
indiscreto podrá oímos.
Tras haberse despedido de su anfitrión, los dos hombres tomaron una
calleja tranquila donde les sería fácil descubrir a un eventual perseguidor.
—¿De dónde venís? —preguntó Gebler.
—De una logia de San Juan[12].
—Bienvenido, hermano. Todas las logias os están abiertas, pero
debe¬mos mostramos muy prudentes. En Viena, María Teresa desconfía
de la francmasonería. Aquí, en Munich, se avecinan grandes agitaciones.
Muy pronto nos libraremos de la influencia inglesa para profundizar
nuestros rituales y desarrollar nuestro talento. ¿Qué ocurre en Oriente?
—El islam reina y quiere extender su imperio por todo el mundo.
—Soy uno de los pocos que piensan que la guerra con los turcos es
inevitable, ¡pero nadie me escucha! ¿Necesitáis un alojamiento?
—No, os lo agradezco. Tengo una misión que cumplir: encontrar a un
ser excepcional que podría transmitir a la humanidad la luz de Oriente.
Tobias von Gebler se detuvo.
—¿Es algo serio?
—Muy serio.
—Entonces… ¿Pertenecéis a la Orden de los Arquitectos de Oriente
que todos creían desaparecida?
—Sus números me son conocidos.
—Es… ¡Es una noticia extraordinaria! Pero no creo que el ser que
es¬táis buscando se encuentre en nuestras logias. Intentamos a duras
penas reconstruir un edificio, modesto aún, y ningún arquitecto genial ha
venido a inspiramos.
—Y, sin embargo, existe. Llevará a cabo hazañas que desvelarán su
verdadera naturaleza.
—Hablando de hazañas, estos últimos tiempos no oigo otra cosa que el
concierto que dio en Schönbrunn un chiquillo de seis años, ¡y en presencia
de la emperatriz! Viena habló de él durante dos meses.
—¿Cómo se llama?
—Mozart. Su padre es músico en Salzburgo, al servicio del príncipe-
arzobispo.
—Y decís que es una hazaña…
—¡Sin duda! Según afirman los conocedores, el virtuosismo del
chiquillo es excepcional. Habría compuesto, incluso, unas obrillas dignas
de estima. Sin embargo, se sospecha que el padre es el verdadero autor.
Pobre niño… ¡Su progenitor lo utiliza como un mono sabio! Y llegará el día
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en que sea demasiado mayor, ya, para seducir a los curiosos. El pequeño
Mozart me parece condenado a un destino muy cruel y, ciertamente, no es
el Gran Mago.
Probablemente, Gebler tenía razón. ¿El abad Hermes habría dejado de
precisar que el Gran Mago era un niño? ¿Al evocar la necesidad de
construir al ser que iba a transmitir la Luz, se refería a su corta edad?
—Dadme vuestra dirección —solicitó Von Gebler—, y os avisaré de la
fecha de nuestra próxima Sesión. Mis hermanos tendrán muchas pre-
guntas que haceros.
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La buena nueva corrió muy pronto por toda Europa: ¡la guerra de los Siete
Años había terminado! Se acabaron las rivalidades coloniales entre
Francia e Inglaterra, entre Austria y Prusia. Al entregar Silesia a Prusia,
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María Teresa restablecía la paz.
¡Por fin podían viajar sin temor de que los mataran! Para Leopold, el
porvenir se abría ante ellos.
—Vamos a conquistar Europa —declaró.
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momentos de felicidad que acababa de ofrecerle.
Pero Goethe se puso nervioso y fue incapaz de formular el menor
cumplido, temiendo pronunciar unas palabras ridiculas que no
correspondieran al genio de aquel músico excepcional.
Goethe prefirió alejarse, ignorando si el milagro sería duradero y si el
niño Mozart sobreviviría al efecto del tiempo.
Cuando iba a subir al coche y reanudar el camino, Wolfgang decidió
evadirse en su Rücken, el «reino de atrás», un país imaginario que le
permitía olvidar la monotonía y las fatigas del viaje. Sebastian Winter, el
criado de la familia, había dibujado un mapa de aquel territorio cuyo
monarca era Wolfgang. Los habitantes de sus ciudades sabían hacer a los
niños buenos y amables.
Lamentablemente, el criado acababa de perder aquel precioso mapa.
Viendo al muchachito a punto de llorar, su padre y su madre comenzaron
a buscar el valioso documento.
Thamos se acercó al chiquillo, sentado en el coche, cuya puerta
permanecía abierta.
—¿Es éste el mapa que quiere?
El niño tomó el tesoro.
—¿Dónde lo has encontrado?
—En el suelo, cerca de un caballo.
—¿Quién eres tú?
—Un habitante de Rücken.
—¿Existe… realmente?
—Realmente.
—¿Vas a acompañarme?
—Claro. Ahora debes descansar.
El habitante de Rücken desapareció. Wolfgang llamó a sus padres y les
enseñó el mapa, sin indicar que uno de sus súbditos se lo había entregado.
Sería su secreto.
Al ver partir el coche que se llevaba a la familia Mozart hacia su
próxima etapa, Thamos no dudaba ya. Por su mirada, por la luz de su
alma, por el fulgor de su personalidad, afirmada ya, el egipcio acababa de
identificar al Gran Mago.
No obstante, dicho descubrimiento iba acompañado por mil y una
preguntas, pues unas fuerzas oscuras merodeaban en tomo al niño.
¿Conseguiría vencerlas?, ¿no se convertiría en un simple virtuoso imbuido
de sus éxitos?, ¿sería capaz de vivir una iniciación real?, ¿no sucumbiría a
las sirenas del mundo exterior?, ¿no retrocedería ante la inmensidad de la
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tarea que Thamos iba a confiarle?
La misión del egipcio, que consistía también en transmitir la Tradición
a las logias masónicas presas de la duda, se anunciaba casi imposible.
Thamos oró a su maestro, el abad Hermes, para que le diera la fuerza
necesaria.
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E l tiempo era execrable, las calles sucias, la gente poco acogedora. Pero
los Mozart llegaban por fin a París, el objetivo de su viaje.
—Cómo añoro Salzburgo —murmuró Anna-Maria—. ¿Tendremos un
alojamiento decente y comida adecuada?
—No te preocupes —respondió Leopold—. Lo he previsto todo.
Nannerl dormitaba, Wolfgang viajaba en su Rücken, donde recordaba
sin cesar a su benevolente súbdito que le había devuelto el mapa del reino.
¿No le demostraba eso que cualquier pensamiento, sinceramente vivido, se
convertía en realidad? El mundo del espíritu, como el de la música, no era
imaginario. Bastaba con desearlo con mucha fuerza para hacerlo aparecer.
A diferencia de un soñador, Leopold no se lanzaba a la aventura sin
puntos de orientación. El conde de Arco, gran chambelán en la corte de
Salzburgo, le había dado una carta de recomendación para su yerno, el
conde Von Eyck. Éste recibió a los Mozart en su mansión de Beauvais y
les deseó una feliz estancia.
Agotadas las fórmulas de cortesía, Leopold planteó el problema
principal.
—¿Podéis ayudamos a organizar conciertos? Mis hijos son verdaderos
niños prodigio. Han seducido ya a la nobleza alemana y austríaca. Aquí
obtendrán un enorme éxito.
El conde pareció molesto.
—Los parisinos son difíciles y caprichosos. Además, la música no está
en la primera fila de sus preocupaciones. Conseguiré introduciros, sin
embargo, en dos o tres salones de renombre.
—¿Y… Versalles?
—¡No cuente con eso! La corte sólo recibe a celebridades.
—Mis hijos han sido aplaudidos en Viena, Munich, Frankfurt…
—Pero no en París.
El optimismo de Leopold quedó maltrecho. Si aquella estancia se
limitaba a unos pocos éxitos de salón, sería un desastre.
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—¿De dónde venís? —pregunto a Thamos el Venerable Maestro de la
logia.
—De Oriente, donde fui a buscar lo que se ha perdido y debe ser
encontrado.
Conociendo el secreto de la Maestría, el dignatario extranjero fue
encerrado en una torre de cartón, de siete pies de alto, liberado luego y
admitido en una estancia donde el Venerable, asimilado al rey Ciro, lo
armó Caballero de Oriente golpeándole los hombros con la hoja de una
espada, antes de darle el abrazo.
Aquel mediocre ritual reveló a Thamos el lamentable estado de la
francmasonería francesa. Diletante, versátil, soñaba con el igualitarismo y
murmuraba sordas críticas contra la monarquía y la Iglesia. Las logias
admitían de buena gana a los curiosos, deseosos de establecer relaciones
bien situadas y de divertirse durante cenas bien regadas.
En la comida, el egipcio intentó obtener las informaciones que había
ido a buscar.
—¿Cómo puede tener éxito en París un joven artista extranjero?
—Necesita la aprobación del medio de intelectuales autorizados que lo
deciden todo —respondió su vecino de mesa—. Hacen y deshacen carreras,
emiten sentencias definitivas sin crear nunca por sí mismos, y no
permiten que nadie se meta en su territorio. Mientras esa capillita no
haya emitido una buena crítica sobre un artista, éste no existe.
—¿Obedecen a una especie de jefe cuya opinión predomine?
—¡Claro, al barón Grimm! Es amigo de los enciclopedistas, secretario
del duque de Orleans y juez absoluto de la vida intelectual y artística. Lo
apodan «Tirano el Blanco», de tanto como se maquilla.
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particular.
Grimm frunció el ceño.
—Nunca he oído hablar de él… ¿Qué aspecto tiene?
—Ropa costosa, última moda, mucha clase. Sin duda, una buena
fortuna.
—Hazlo entrar en el saloncito y sírvenos café.
La prestancia de Thamos impresionó al barón. Pocas veces se
encontraban miradas de semejante intensidad.
—Gracias por recibirme, señor barón. Valoro mucho este honor.
Procedo de Oriente y estoy descubriendo esta magnífica ciudad, capital de
las artes y las letras. París os debe, en gran parte, esta fama.
—No exageremos —protestó Grimm, halagado.
—¡Pero si no exagero en absoluto! En cuanto se habla de filosofía, de
literatura, de música o de pintura, se pronuncia vuestro nombre. Ningún
talento se os escapa. Lamentablemente, no poseo vuestra clarividencia y
no consigo formarme un juicio sobre el prodigio que acaba de llegar a
París.
Grimm quedó intrigado.
—¿Un prodigio, decís?… ¿De quién se trata?
—De un pequeño salzburgués, Wolfgang Mozart, que ha venido a dar
conciertos con su hermana mayor. Al parecer, el chiquillo es también
compositor. ¿Mono amaestrado o auténtico prodigio? Sólo vos podéis
distinguir lo verdadero de lo falso.
El barón asintió con la cabeza.
El 1 de diciembre de 1763, publicó en su célebre Correspondencia
literaria, filosófica y crítica un artículo que tuvo una enorme resonancia
en todo París:
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cocinera y a un cochero que robaron a un rico ciego.
—Aquí, es necesario —consideró Leopold—, pues nadie estaría seguro.
Apartaos, amigo mío.
—No lo comprendéis, mi buen señor. Debéis asistir al espectáculo y
pagarme como mis servicios merecen. ¡Vuestra bolsa en seguida! De lo
contrario…
El tipo mal afeitado blandió un cuchillo.
—¡Vamos, no bromeo!
El bastón de un gentilhombre golpeó con violencia el antebrazo del
bribón y lo desarmó. De inmediato, éste puso pies en polvorosa.
—No sé cómo agradecéroslo —declaró Leopold, aliviado.
—En el futuro, evitad los barrios de mala reputación —advirtió
Thamos—. París es una ciudad peligrosa.
El salvador desapareció.
Wolfgang había reconocido al habitante de su reino imaginario que se
había disfrazado de lacayo antes de reaparecer como noble. Así protegido,
el joven compositor ya no tendría miedo de nada.
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El talento de Wolfgang los subyugó, y les satisfizo advertir que un
músico célebre, que pronto cumpliría los treinta, Johann Christian Bach,
tomaba al prodigio bajo su protección. Hijo de Johann Sebastian, olvidado
por completo, inició a Wolfgang en el estilo galante y ligero que el público
inglés apreciaba. Abrió todas las puertas de la buena sociedad británica a
la familia Mozart, y pasó largas horas tocando el clavecín con el
muchachito, siempre deseoso de aprender.
—¿Sabéis, querido Leopold, lo que vuestro hijo tiene en la cabeza?
—Nada malo, espero.
—¡Tranquilizaos! Sorprendente, muy sorprendente… A su edad, ya
piensa en componer una ópera.
—Demasiado pronto, demasiado pronto.
—Dado su naciente genio, ¿por qué no? Vamos a hacerle escuchar todo
lo que tiene éxito en Londres. En primer lugar, mis propias obras.
El comportamiento de Johann Christian tranquilizó a Thamos.
Compositor mediocre, estaba realmente fascinado por Wolfgang y sólo
pensaba en ayudarlo. El 19 de mayo, el rey de Inglaterra le concedió una
nueva audiencia, tan entusiasmante como la primera.
Según los cortesanos, los Mozart no tardarían en ser íntimos de la
familia reinante. ¿Acaso el 28 de mayo, en St. James’ Park, el monarca no
había ordenado a su cochero que se detuviera para abrir su portezuela y,
alegre, saludar a Wolfgang, que paseaba con sus padres?
El 5 de junio, el hijo y la hija de Leopold dieron su primer concierto
público en la gran sala de Spring Garden, cerca de St. James’ Park. Y el
29 de junio Wolfgang tocó un concierto para órgano en el Ranelagh,
durante un acto de beneficencia que permitió recaudar los fondos
necesarios para la construcción de un nuevo hospital.
Esa generosidad encantó a los ingleses. Y Wolfgang habría seguido
siendo una curiosidad popular si, en el mes de agosto, Leopold no hubiera
caído enfermo. Decidió residir en Chelsea, un barrio encantador, al
margen de la agitación de la capital.
Wolfgang aprovechó ese respiro para abordar un género nuevo: la
sinfonía. Poner varios instrumentos juntos y hacer que cantasen, ¡qué
aventura!
Thamos se informó y se quedó más tranquilo: Leopold se recuperaría.
Cuando recibió una misiva de Von Gebler conminándolo a regresar en
seguida a Alemania, para hablar con el barón de Hund, el egipcio
abandonó Inglaterra. Wolfgang no corría riesgo alguno.
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Observancia templaría, y su nacimiento simbólico se había fijado en el 11
de marzo de 1314, fecha del asesinato de Jacques de Molay.
Naturalmente, sería necesario adquirir dominio, abrir escuelas y ofrecer
salarios a los dirigentes, para que se ocupasen con dedicación del
desarrollo de la orden.
Durante más de cuatro años, el barón había consagrado su tiempo y su
fortuna a poner a punto estatutos y rituales, en compañía de hermanos
convencidos. Pero la terrible guerra de los Siete Años, iniciada en 1756,
había quebrado aquel primer impulso. Los nuevos templarios, casi todos
oficiales, se habían dirigido a los campos de batalla. Asoladas sus tierras y
amenazado por los prusianos, el barón de Hund se había refugiado en
Bohemia.
En cuanto se proclamó la paz de Hubertsburgo, puso de nuevo manos a
la obra y, en 1764, numerosos francmasones querían adherirse a la
Estricta Observancia masónica.
Hund no transigía en los principios ni en la disciplina. Cualquier
hermano que deseara «rectificarse» con respecto a la masonería
convencional debía firmar una acta de sumisión y jurar obediencia a los
Superiores desconocidos, de los que el barón reconocía no formar parte[18].
—El conde de Tebas desea ver a vuestra gracia —le advirtió su
secretario.
El barón deseaba reclutar el máximo de aristócratas con fortuna, pues
su participación financiera sería indispensable para la reconstrucción de
la orden.
Charles de Hund, un tipo macizo, afectado, con el rostro oval y un gran
mentón, no era un personaje cómodo, y solía ejercer un ascendiente
inmediato sobre los demás.
Thamos fue el primer noble que le impresionó. Por sí solo, el visitante
llenaba el gran salón con su presencia e imponía una atmósfera solemne.
—¿Qué puedo hacer por vos, señor conde?
—He ascendido los siete peldaños del atrio y he visto las nueve
estrellas, los nueve fundadores de la Orden del Temple. Las tres puertas
de la logia son la continencia, la pobreza y la obediencia. Allí se
encuentran herramientas como la escuadra, el compás, el martillo o la
llana porque los caballeros debieron ejercer un oficio artesanal para
sobrevivir.
Sin duda alguna, el conde de Tebas había sido iniciado en una logia
que añadía a los rituales clásicos nociones propias del Rito templario. Sin
embargo, el barón de Hund no esperaba el resto de su declaración.
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—Las etapas que acabo de evocar sólo son, para vos, una preparación a
dos altos grados. El primero es el de novicio, durante el que el iniciado
bebe una amarga copa para recordar las desgracias de la Orden del
Temple cuyos orígenes le son revelados. El segundo es el esencial. Sólo
éste da acceso a la orden interior, donde el caballero recibe un nombre
latino.
El barón de Hund vaciló.
—¿Cómo… cómo lo sabéis? ¡Sólo mis íntimos trabajan en la redacción
de este grado!
—Reflexionad —recomendó Thamos.
—¿Acaso… acaso sois uno de los Superiores desconocidos?
—Vengo de Egipto para cumplir una misión vital: permitir que el Gran
Mago irradie y ofrezca su Luz a nuestro mundo. Pero es preciso que goce
de indispensables apoyos, so pena de predicar en el desierto y
abandonarse a la desesperación.
—¿Soy yo… uno de esos apoyos?
—¿No consiste vuestro proyecto en restaurar una francmasonería
templaria que dé nuevo sentido a toda Europa?
—No existe otra solución para impedir que nuestras sociedades se
conviertan en esclavas del materialismo —estimó Hund.
—¿Y no os arriesgáis a chocar con las autoridades?
—Comprenderán la necesidad de la orden… Ésta no se opondrá a los
reyes ni a los príncipes. Por el contrario, los ayudará a gobernar mejor.
—Necesitaréis tiempo, paciencia y la adhesión de muchas logias.
—Nada me faltará. Ni siquiera me ha desalentado la guerra de los
Siete Años. ¡Y hoy estáis aquí! ¿No es esto la prueba de que mi andadura
tenía fundamento?
—Perseverad, barón. El camino se anuncia largo y difícil.
—No me asusta ningún obstáculo. ¿Es vuestra primera y única
aparición o volveremos a vemos?
—El destino decidirá.
El barón de Hund no se aventuró a preguntar el nombre del Gran
Mago. Pocos francmasones podían alardear de haber visto a uno de los
nueve Superiores desconocidos que resisten el paso del tiempo y las
pruebas de la humanidad para restaurar, en el momento oportuno, la
fuerza y el vigor a la iniciación.
Esta inesperada aparición demostraba al fundador de la Estricta
Observancia templaria que se encontraba en el buen camino.
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Estricta Observancia templaria, de la que sería un ardiente
propagandista. Nacido el 16 de enero de 1730, había sido oboe en la
orquesta militar del ducado de Brunswick, luego profesor de música y de
lenguas extranjeras en Hamburgo, traductor de obras de teatro italianas,
francesas e inglesas, de libros de humoristas británicos y de los Ensayos
de Montaigne, librero e impresor.
Pero todo eso eran simples diversiones comparado con su verdadera
pasión: la lucha contra la influencia oculta de los jesuitas. A su entender,
cargaban con la entera responsabilidad de la decadencia y la corrupción
que poblaban Europa.
Bocazas, depresivo, Bode quería ignorar sus matrimonios fracasados y
la muerte de varios hijos de corta edad. Puesto que nadie se tomaba en
serio su apreciación, le era necesario actuar y convencer a los hermanos
para que lo ayudaran.
Con la aparición de la francmasonería templaria nació una nueva
esperanza. Si sus adeptos realmente querían combatir al papa, la
emprenderían también con sus protegidos, los jesuitas. Al adherirse a la
Estricta Observancia, Bode no pensaba seguir siendo un hermano pasivo,
atrapado en una disciplina asfixiante. Ser caballero le daba unos derechos
que pensaba ejercer denunciando el poder de los jesuitas sobre la
masonería inglesa y francesa. Afortunadamente, Alemania parecía
despertar y seguir otro camino. ¿Acaso los templarios no eran feroces
guerreros?
Ningún alto dignatario haría callar a Bode. Y su voz de tribuno
acabaría arrastrando a todos los masones al asalto de la fortaleza clerical.
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magistrado inglés, Daines Barrington, arqueólogo y naturalista también,
deseaba examinarlo. Temiendo las críticas de aquel notable influyente,
Leopold aceptó abrirle su puerta.
—¿El señor Mozart?
—Soy yo.
—Barrington. ¿Puedo ver a vuestro hijo Wolfgang?
—En estos momentos está trabajando.
—¡Excelente! Precisamente me interesa esa sorprendente labor
juvenil. He escrito a Salzburgo para obtener la certidumbre con respecto a
su edad: nueve años, y no ocho como vos dais a entender.
—Señor…
—Si realmente es el autor de las obras que ha firmado, ¡qué fenómeno!
El rigor científico me obliga a verificarlo.
—Adelante, como si estuvierais en vuestra casa.
Wolfgang, divertido, se sometió a los tests que le impuso el austero
visitante. Descifró una compleja partitura sin error alguno; compuso una
melodía amorosa sobre la palabra affeto, otra de furor sobre el término
perfido, y tocó su última obra, que a Barrington le pareció de una increíble
riqueza de invención.
La aparición de un gato interrumpió la prueba. El muchachito, que
adoraba a los animales, abandonó su piano, jugó con el felino y, luego,
tomó un bastón y lo cabalgó como si se tratara de un caballo que hizo
galopar por toda la estancia.
Satisfecho de lo que había oído y visto, el magistrado no insistió.
—Enviaré un informe a la Royal Society —le anunció a Leopold—. No
mentís, señor Mozart. Vuestro hijo es un verdadero prodigio.
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Puesto que no le proponían ningún concierto, era preciso hacer de nuevo el
equipaje y partir a la conquista de un nuevo territorio.
Pero por fin llegó la respuesta a una de las numerosas gestiones de
Leopold: el embajador de Holanda le avisó de que su país aguardaba a los
niños Mozart.
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reanudó la ronda de los médicos.
La gravedad de la enfermedad infecciosa dejaba pocas esperanzas.
Desesperado, viendo que su hijo se deterioraba día tras día, Leopold
aceptó recibir a un terapeuta muy distinto de los demás.
—Wolfgang duerme. Ya no come.
—No lo despertéis e intentad que beba este líquido.
—¿No… no queréis examinarlo?
—No es necesario. Diez gotas todas las noches, durante una semana.
Luego, su organismo luchará por sí solo.
—¿Qué es este remedio?
—Una poción energética fabricada en Oriente.
—Debe de costar muy cara…
—Permitidme que os la ofrezca. Soy un admirador de vuestro hijo, y os
garantizo su curación.
A Leopold le habría gustado hacer más preguntas, pero el terapeuta
había desaparecido ya.
El salzburgués, escéptico, administró el tratamiento, pero no olvidó
escribir a su propietario, Hagenauer, para pedirle que hiciera decir una
serie de misas de acción de gracias con el fin de obtener del cielo el
restablecimiento de Wolfgang. Nannerl había tenido derecho al mismo
privilegio, aunque en menor cantidad.
El 10 de diciembre, Wolfgang pareció menos pálido, sólo con la piel y
los huesos, parecía cerca de la tumba. Sin embargo, lentamente, se alejó
de ella.
¿Debía ese milagro a la intervención divina, a los medicamentos
holandeses o a la poción oriental?
El 20 de diciembre, a pesar de su estado de debilidad, el muchachito
comenzó a componer una sinfonía, alegre y seria al mismo tiempo, cuyo
movimiento lento, en sol menor[26], daba el mejor papel a los instrumentos
de viento.
Wolfgang aprovechó su convalecencia para formular, en varias obras,
lo que había aprendido y asimilado en París y en Londres. Sin protestar
contra la enfermedad o contra esa medicación impuesta, siguió
progresando.
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autorizado por la emperatriz María Teresa a organizar un servicio secreto,
encargado de seguir de cerca la evolución de las logias masónicas.
Satisfecho, el policía formó un restringido equipo, compuesto por
colaboradores discretos y competentes. Su primera misión consistía en
poner en marcha la red de informadores, y estaba dispuesto a pagarles el
precio necesario. Naturalmente, Anton contaba también con los traidores,
los decepcionados y los amargados que, al dimitir de su logia, podrían
ofrecerle muchas confidencias.
Aquella mañana abrió una carpeta que llevaba por título «Estricta
Observancia templaria». Según muchos informes, aquella nueva orden
masónica comenzaba a conquistar ciudades importantes, como Berlín,
Hamburgo, Leipzig, Rostock, Brunswick e incluso Copenhague.
Joseph Anton convocó a su mano derecha, Geytrand, un tipo curioso,
blando y virulento al mismo tiempo, que odiaba la francmasonería por una
excelente razón: a pesar de sus maniobras, le habían negado la función de
Venerable Maestro. Y Geytrand, envolviéndose en una dignidad
inexistente, había cerrado la puerta del Templo prometiendo vengarse.
Pequeño funcionario, vegetaba cuando Joseph Anton lo había
descubierto. Hoy, Geytrand estaba dispuesto a trabajar día y noche para
su nuevo patrón.
—¿Se conocen los nombres de los dirigentes de esa Estricta
Observancia templaria?
—Sólo uno merece atención —estimó Geytrand—: el barón de Hund.
Unas migajas de fortuna, nobleza añeja y francmasón convencido. Ese
nuevo rito es obra suya, se consagra a ello a tiempo completo.
—Un hábil propagandista, al parecer.
—Más bien un creyente convencido de la importancia de su misión.
—¿En qué consiste realmente?
—En restaurar la Orden del Temple.
Joseph Anton frunció el ceño.
—¡Es una broma!
—Por desgracia, no.
—¡Esa orden caballeresca fue aniquilada en el siglo XIV!
—No es ésa la opinión del barón de Hund. Algunos templarios
sobrevivieron, él ha recogido sus tesoros y prosigue su obra.
—¿Acaso él y sus fíeles no se limitan a celebrar ceremonias grotescas
en las que se creen caballeros de la Edad Media?
—El barón quiere recrear la francmasonería, imponerle la disciplina de
la que carece y convertirla en una nueva caballería, apta para reinar
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sobre Europa. La Orden del Temple formaba temibles guerreros, no lo
olvidemos. Si la Estricta Observancia consigue una envergadura
suficiente, la emprenderá con los regímenes ya constituidos.
—¿No exageras el peligro?
—Todos los que ven a Hund advierten su determinación —precisó
Geytrand—. Lejos de ser un soñador o un simple místico perdido en su
locura, se comporta como un administrador despierto. Según mis primeras
observaciones, varios nobles con fortuna y algunos ricos comerciantes
acaban de adherirse a su maldita teoría. Dicho de otro modo, está
amasando un tesoro de guerra.
La gravedad de los hechos impresionó a Joseph Anton. Sus intenciones
se confirmaban.
—Quiero la lista de todas las logias de la Estricta Observancia
templaria y la de todos los hermanos que forman parte de ella.
—Es difícil, señor conde, aunque posible.
—Tus esfuerzos serán recompensados.
Geytrand hizo una reverencia. Aquella misión le encantaba.
Joseph Anton pasó una noche en blanco. De sociedad más o menos
secreta por la que circulaban ideas más o menos subversivas, la
francmasonería amenazaba con convertirse en una fuerza política que
pretendía apoderarse de parcelas enteras del poder.
El policía comprendió que su papel iba a ser fundamental: le tocaba
librar un combate empecinado y sin cuartel contra un temible monstruo.
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nuevos rituales. Si los templarios habían heredado una sabiduría
inmemorial, ¿acaso no la debían a los clérigos, expertos en ciencias
ocultas? Ahora bien, su enseñanza no figuraba de un modo lo bastante
destacado en el proceso de los altos grados. Por eso acababan de ser
propuestos a Hund tres rituales que formaban un sistema aparte y daban
mejor cuenta del pensamiento templario. Éste implicaba una retirada de
cuarenta días, un noviciado y la lectura de numerosos textos cristianos
para establecer de nuevo un contacto verdadero con el misterio divino.
¿Añadir el estatuto de «canónigo» al de «caballero»? El barón vacilaba.
¿No corría el riesgo de orientar la orden hacia un misticismo demasiado
alejado de la realidad y de las conquistas que debían emprenderse?
La segunda preocupación, muy material ésta, se refería a la
financiación de la Estricta Observancia. Hasta ahora, a pesar del
creciente número de logias adheridas al Rito templario, las cotizaciones no
llegaban. La parte esencial de los gastos descansaba, pues, únicamente en
los hombros del barón. Como ya no podía abrir su mesa a unos veinte
caballeros y pagarles grandes salarios, Charles de Hund se veía obligado a
vender sus tierras y a endeudarse, cediendo sus bienes a los banqueros, a
cambio de una renta vitalicia. En adelante, residiría en el pequeño
dominio de Lipse.
Aquí, en Hannover, intentaba convencer a su estado mayor de que
sanearan, por fin, las finanzas de la orden. Puesto que el barón ya no
conseguía cubrir todas sus necesidades, las logias y los hermanos tenían
que pagar sus indispensables contribuciones a los Grandes Maestres
provinciales.
El porvenir de la Estricta Observancia dependía de ello.
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algunos conciertos, uno de ellos en Versalles, el éxito no acudía ya a la
cita.
De modo que Leopold aguardaba con impaciencia la entrevista que
Grimm le prometía desde hacía varios días. Muy ocupado, el juez de la
vida cultural aceptó recibirlo por fin.
—¿Disfrutáis de vuestra segunda estancia en nuestra hermosa capital,
señor Mozart?
—La angustia del porvenir me lo impide, barón.
—¿Por qué os atormentáis?
—Wolfgang crece. Debo pensar en su carrera y buscar un puesto fijo y
correctamente remunerado para él.
Grimm pareció molesto.
—¿Aquí, en París?
—Me sentiría muy honrado si así fuera.
—Vuestro hijo es un músico extraordinario, pero es demasiado joven
para aspirar al tipo de puesto que deseáis.
—Ya sabéis que compone y…
—¡Lo sé, lo sé! Conviene ser paciente, señor Mozart, muy paciente, si
se desea conquistar París. Escribiré un segundo artículo que dará a
conocer mejor aún a vuestro maravilloso muchacho. Que siga trabajando,
y llegará la recompensa.
Al salir de la mansión de Grimm, Leopold fue consciente de su fracaso.
Wolfgang tocaría en salones cada vez menos cotizados y acabaría por no
estar ya de moda.
Se imponía tomar una decisión: olvidar los sueños francés, inglés y
holandés, y regresar a Salzburgo.
El 9 de julio, los Mozart abandonaron París. El 15 apareció el segundo
artículo de Grimm: «Wolfgang Mozart, ese niño maravilloso, ha hecho
magníficos progresos en la música… Lo más incomprensible es esa
profunda ciencia de la armonía y de sus pasajes más ocultos, que él posee
en grado supremo».
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Wolfgang fue reclamado en Lausanne y actuó allí con éxito a finales de
septiembre, antes de un viaje por Suiza, entrecortado por varios conciertos
en Berna, Zurich y Schaffhouse. La etapa de Donaueschingen fue muy
dura: nueve veladas musicales en doce días. Su príncipe pagó veinticuatro
luises de oro a Leopold, satisfecho de llenar su bolsa.
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—¿Puedo ayudaros, monseñor?
—Pues sí.
—¡Ni siquiera en Munich o en Viena encontraríais tejidos más
hermosos! ¿Deseáis decorar vuestra mansión?
—En efecto. El viejo edificio exige mucho trabajo, y me gustan los
tejidos multicolores.
—¡Tengo lo que necesitáis!
—Os confío, pues, ese trabajo. Pero tengo que pediros otro favor.
Anton Weiser aguzó el oído.
—¡A vuestra disposición, monseñor!
—He oído decir que escribíais textos que tratan de la grandeza de Dios
y del necesario respeto a sus mandamientos.
El comerciante en tejidos se ruborizó.
—Es cierto, lo reconozco… ¿Acaso no debo dar gracias a mi creador,
que tantos beneficios dispensa?
—Dejar que vuestras obras durmiesen sería lamentable. ¿No
podríamos poner música a una de ellas?
Anton Weiser quedó boquiabierto.
—¿A qué compositor le interesaría eso?
—Conozco a tres, por lo menos: a Michael Haydn[34], un técnico
experimentado; a Aldgasser, el organista de la corte, y al pequeño
Wolfgang Mozart, que está de regreso de una triunfal gira por Europa.
Darían a vuestra prosa un brillo que os encantaría.
El comerciante en tejidos bajó los ojos.
—Hay un texto que aprecio mucho… ¿aceptaríais leerlo?
—Será un placer.
—¿Podríais hacerlo llegar a quien corresponda?
—Por supuesto.
No se trataba de una obra maestra, sino de ese tipo de escrito, grave y
más bien enfático, que Thamos necesitaba. Ya era hora de poner a prueba
al Gran Mago y de comprobar si sabía expresar un pensamiento mediante
la música. Llegaba la hora de salir del Rücken, el maravilloso reino
imaginario, y enfrentarse con lo real.
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escandalizó un poco al religioso, pues su estilo se parecía al de una ópera
cómica. En cambio, la gravedad de la música que ilustraba la primera
parte del Deber del Primer Mandamiento[36], drama sacro de Anton
Weiser, sorprendió a la concurrencia de la universidad benedictina de
Salzburgo.
En él aparecía un cristiano tan tibio que se adormecía en un matorral
florido. Por fortuna, la Justicia celestial castigaba a los malvados y
recompensaba a los virtuosos. Y esa Justicia escuchaba al Espíritu
cristiano, muy descontento con la tibieza de la mayoría de los humanos.
¿Cómo hacerlos lúcidos, salvo abriéndoles los ojos a los castigos reservados
a los condenados, encerrados en el infierno?
Lamentablemente, el cristiano tibio y adormecido corría el riesgo de
escuchar al pernicioso Espíritu del mundo y entregarse a mil y un
placeres prohibidos. A la Justicia le tocaba despertarlo, al Espíritu
cristiano guiarlo.
Y el milagro se producía: ¡acababa la tibieza! Consciente por fin de sus
deberes, el cristiano despierto recibía Justicia y Misericordia, y respetaba
el precepto del evangelista Marcos: «Debes amar al Señor tu Dios con todo
tu corazón, toda tu alma, todo tu espíritu y toda tu fuerza[37]».
Tras ese sorprendente arranque para un niño de once años, Wolfgang
compuso una cantata fúnebre[38] que se interpretó el 7 de abril, Viernes
Santo.
El Alma, encamada en una voz de bajo y pasando ante una tumba,
dialogaba con el Ángel, una soprano llegada del más allá.
Rompiendo muchos sueños infantiles, la muerte irrumpía así en el
pensamiento del músico. Pese a la imperfección y a la ingenuidad de estas
obras, Thamos se tranquilizó sobre la capacidad del Gran Mago.
Conseguía apoderarse de palabras yertas y darles un poco de vida.
Se acercaba la hora del primer contacto con la iniciación.
Cuando el egipcio regresaba a su casa, fue abordado por dos hombres
de rostro hostil.
—Alguien importante desea veros —declaró el de más edad.
—Nunca cedo a la fuerza.
—Perder tiempo sería perjudicial, hermano. La Rosacruz exige nuestra
constante entrega, y hacer esperar al Imperator sería una injuria
imperdonable.
—¿Acaso reside en Salzburgo?
—Seguidnos, hermano. No debe haber violencia entre nosotros.
Thamos podría haberse librado fácilmente de los dos rosacruces, pero
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probablemente no estaban solos, y esperaba una nueva confrontación con
el jefe de la orden.
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saber si conocía bien el conjunto de los rituales de la Rosacruz de Oro y si
era capaz de dirigirlos; por el otro, suponiendo que fuese sincero, tal vez
había descubierto al verdadero Gran Mago…
El adepto era alto, se mostraba severo y recogido. Francmasón y
«maestro escocés», respondió sin errores a las preguntas que le hizo
Thamos, ante seis rosacruces de Oro. Luego el egipcio procedió al inicio
del trabajo alquímico concreto. En primer lugar, el supuesto Gran Mago
fabricó plata. Poco a poco, irradiando a partir del azufre, apareció el sol
filosófico.
El candidato perdió pie cuando Thamos le ofreció la piedra al rojo. Su
fulgor se apagaba, se volvió estéril. Y el adepto se reveló incapaz de hacer
brotar la verdadera piedra filosofal que permitía a un rosacruz de Oro
dialogar con el Espíritu por medio del fuego creador.
No, aquel mediocre alquimista no era el Gran Mago.
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sentirse satisfecho; sin embargo, la acogida de las élites salzburguesas lo
tranquilizaba. Tal vez su hijo comenzaba la envidiable carrera de
compositor de ópera… Se necesitarían, sin embargo, obras más
consistentes para estar seguro de ello.
Por su parte, Wolfgang bromeaba con su mejor amigo, Anton Stadler,
de catorce años. Orientado hacia estudios de teología moral, prefería la
música y se había divertido como un loco cantando un papel en el Apolo de
Wolfgang.
Leopold no se oponía a algunas distracciones, siempre que fueran
breves. Dado el nuevo proyecto que acababa de concebir, su hijo tenía que
ponerse de nuevo a trabajar.
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Leopold levantó la de su pequeña familia. No sólo Wolfgang y Nannerl
iban a brillar en una sucesión de conciertos, sino que, además, serían
recibidos en la corte que debían reconquistar.
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El oficial prusiano se puso tenso.
—Os entregaré luego la llave de este despacho y la dirección de la
orden.
—Vos, y sólo vos, debéis ampliar vuestra iniciativa. Vengo a entregaros
unos documentos que estudiaréis a vuestra guisa y de los que haréis una
publicación. La resurrección de los misterios egipcios es una tarea vital.
Las temblorosas manos de Friedrich von Köppen recibieron un valioso
manuscrito.
—Este soberbio edificio me sorprende —reconoció Thamos—. Es
evidente que gozáis del apoyo del poder.
—Federico II me ha alentado a proseguir intensas investigaciones y
me ha proporcionado los medios materiales indispensables.
—¿Y no teméis un eventual cambio de camisa?
—Es un monarca bastante imprevisible, lo admito. Pero conoce bien mi
proyecto y no ve en él nada que pueda hacer peligrar su trono. Los ritos
me interesan menos que la investigación pura —afirmó—. Hay que
estudiar los textos antiguos, encontrar los mil y un aspectos de la
sabiduría perdida, proceder a experimentos alquímicos y descubrir los
secretos de la naturaleza. Los adeptos de mi orden trabajan día y noche.
—Os deseo que lo consigáis.
—¿Aceptaríais… ayudarme un poco?
—Con mucho gusto.
—¡Manos a la obra, entonces!
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ha vuelto hacia una logia donde se adormecerá con toda tranquilidad. Ese
buen hombre me ayudará a establecer un calamitoso retrato de Von
Köppen. Ningún francmasón se lo tomará en serio.
—Excelente. Sigamos observando, sin embargo, ese rito.
—Como todos los demás, señor conde.
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—¿Existe un médico local capaz de tratar esa afección?
—¡Un médico y un hermano! Tiene una gran reputación.
—Proseguid vuestras investigaciones, yo debo partir.
—¿Ya? Pero…
—Dadme el nombre y la dirección de ese terapeuta.
Aliviada, Anna-Maria Mozart apretó la mano de sus dos hijos. Sólo habían
necesitado dos días para llegar a esa pequeña ciudad, fuera del alcance de
la epidemia.
Durante la cena, Wolfgang no demostró tener demasiado apetito.
A las diez de la noche, se quejaba de un fuerte dolor de cabeza. Y su
madre descubrió con horror las primeras pústulas.
—¡La viruela!
Leopold corrió a casa de uno de los admiradores de su hijo, el conde
Podstatsky, para pedirle ayuda.
El aristócrata ofreció de inmediato asilo a la familia Mozart. A pesar
de los riesgos que corría, no abandonó al niño prodigio.
Aquella misma noche, Wolfgang, muy febril, comenzó a delirar.
Hinchado, doliéndole los ojos, pronunciaba palabras incomprensibles,
salvo Rücken, el nombre del reino por el que su alma bogaba,
desprendiéndose poco a poco de la tierra.
Al acudir a la cabecera del niño músico, célebre en la región, el doctor
Wolff pensaba en el extraño encuentro que lo llevaba a Olmütz.
Un francmasón, de impresionante estatura y mirada magnética, le
había entregado una importante suma para sus gastos de desplazamiento
y tratamiento. A cambio, el experto facultativo de cuarenta y tres años
tenía que consagrarse, casi exclusivamente, al pequeño enfermo, y añadir
a los remedios oficiales una poción a base de plantas orientales. Reticente
primero, el médico había recibido la seguridad de que aquellas sustancias
no tenían carácter nocivo alguno.
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—La fiebre ha desaparecido —advirtió el doctor Wolff—; las pústulas
también.
—¿Me quedarán marcas?
—Muy pocas, el cielo te protege.
—Entonces, ¿estoy realmente curado?
—Sí.
—¿Puedo, pues, tocar el piano?
—Me gustaría mucho escucharte.
Wolfgang no se hizo de rogar. Vacilantes primero, sus dedos
encontraron de nuevo, muy pronto, los maravillosos caminos del teclado, y
las notas cantaron con sorprendente vivacidad. La grave enfermedad no
había alterado las dotes del muchachito.
—¿Aceptarías concederme un gran favor? —preguntó el doctor Wolff.
—¡Vos me habéis salvado la vida! Acepto de antemano.
—Mi hija tiene una bonita voz, y sería el más feliz de los padres si
pudiera ofrecerle una melodía firmada por Wolfgang Mozart.
—¿Disponéis de algún texto?
—Sí, de este corto poema: «Oh, alegría, reina de los sabios que, con
flores en la cabeza, le dirigen loanzas con sus liras de oro, tranquilos
cuando la maldad hace estragos, escúchame desde lo alto de tu trono».
Wolfgang, intrigado primero y seducido luego, se puso a trabajar,
haciendo desaparecer así largas jornadas vacías y febriles. El muchachito
no sospechaba que estaba acompañando por primera vez con música un
texto masónico entregado por Thamos y ofrecido por el hermano Wolff[41].
Esa oración a la alegría serena, uno de los objetivos de la iniciación, se
había formulado en floridos términos que no llamarían la atención de los
profanos. Conmovieron sin embargo el alma de Wolfgang, tal y como
deseaba Thamos, fijándole un lejano horizonte.
El 23 de diciembre, la familia Mozart regresó a Viena, donde la
epidemia de viruela había terminado por fin. Se detuvieron en casa del
hermano del príncipe-arzobispo de Salzburgo y pasaron allí las fiestas
antes de reanudar su camino.
Leopold, obsesionado aún por el deseo de obtener un puesto en la corte
de Viena, ordenó a su hijo que compusiera un dúo para dos sopranos, sin
acompañamiento[42]. Ese lamento por la muerte prematura de la infanta
Josefa demostraba el afecto de los Mozart por la familia reinante. Pero era
preciso que fueran recibidos en la corte.
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Sobre la mesa de Joseph Anton había una nueva carpeta: «Rito sueco.
Zinnendorf». Ese médico[43] de treinta y siete años, jefe del servicio de
salud del ejército prusiano, no carecía de interés. Decidido a vengarse de
la Estricta Observancia templaria y del barón de Hund, hablaba
demasiado y le había revelado todo lo que sabía a Geytrand,
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extremadamente adulador y comprensivo. Para el servicio secreto vienés
se trataba de un recluta inestimable… ¡y gratuito!
—¿Es realmente seria esta ofensiva contra nuestros templarios?
—Es posible —estimó Geytrand—. Zinnendorf me parece muy decidido
y dispone de una no desdeñable corriente masónica. Además, los
problemas financieros de la Estricta Observancia están muy lejos de
haberse resuelto, y se habla incluso de conflictos internos.
—¡Excelente! Si los francmasones se aniquilan entre sí, nos evitarán
mucho trabajo. ¿Resistirá Hund esa tormenta?
—La orden templaría es la obra de su vida. Sean cuales sean las
pruebas, no renunciará.
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para ir moldeando, poco a poco, su propio lenguaje.
El 16 de enero terminó una sinfonía en re mayor[44] con el estilo de
Joseph Haydn. Su padre apreció la proeza técnica, pero con esa imitación
Wolfgang no ocuparía el proscenio.
Leopold abandonó a su hijo a sus experimentos artísticos y puso en
marcha todas sus relaciones y a todos los admiradores del ex niño prodigio
para obtener una audiencia en la corte, el único acontecimiento que podría
desbloquear la situación y poner de nuevo a Wolfgang en el camino de la
celebridad.
Leopold dormía mal, le faltaba el apetito y se volvía irritable. ¿Habría
perdido la capacidad de convencer?
Y después, ¡por fin la tan esperada noticia!
Los Mozart fueron convocados a la corte el 19 de enero a las tres de la
tarde.
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—Puesto que se trata de un encargo oficial, se firmará un contrato
como es debido. Que el joven Mozart comience a trabajar de inmediato.
Deseo la ópera para finales del mes de abril, como muy tarde.
—Vuestros deseos serán cumplidos, majestad. ¿Puedo… puedo haceros
una pregunta?
—Hacedla, pues.
—¿El compositor más célebre de Viena, Gluck, no se opondrá a un
músico tan joven?
—Por muy grande que sea, Gluck está a mi servicio.
Leopold lamentó haber tocado ese delicado punto. La respuesta del
emperador no lo tranquilizó en absoluto, pues a pesar de su voluntad de
controlarlo todo, José II no podía desentrañar el embrollo de las querellas
musicales.
En presencia del joven barón Van Swieten, hijo del médico personal de la
emperatriz María Teresa, Gluck había afirmado a Leopold Mozart que no
veía inconveniente alguno en que su joven hijo compusiera una ópera al
gusto italiano, La Finta Semplice, La falsa ingenua, con libreto de
Goldoni. Se firmó pues un contrato con un intermediario, Affligio, a
cambio de cien ducados, una buena suma que consagraba a Wolfgang
Mozart como un profesional.
Aquella Falsa ingenua sería una ópera bufa en tres actos[45] que
contaría una alambicada historia por la que el compositor no se interesó
en absoluto. Pero, puesto que le ofrecían la ocasión de hacer vivir
musicalmente a unos personajes, se entusiasmó ante la ardua tarea.
Dos hermanos, avaros, cortados y desabridos. Su joven hermana,
encantadora, alegre y soñando con un gran amor. Llega un oficial con su
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hermana, bella y seductora. Se alojan en casa de los dos avaros. El oficial
se enamora de la hermana de aquellos gruñones a quienes la falsa
ingenua, es decir, la hermana del oficial, seduce uno tras otro. La intriga
termina bien, puesto que la hermana de los dos vejestorios se casa con el
oficial. Era puro Goldoni, Leopold ni se inmutó. Wolfgang tenía que
adaptarse, y se adaptaría.
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plenitud.
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—¿Ha llegado? —preguntó, impaciente, a su mayordomo.
—Todavía no, alteza.
—¡Va retrasado!
—Todavía no, alteza.
—¿Está todo listo?
—Hasta el menor detalle.
Por fin llegó el joven prodigio. Hacía mucho tiempo ya que el príncipe
Dimitri Galitzin había oído hablar de aquel músico sorprendente y quería
escucharlo, en su casa, a solas.
Bien vestido, bien educado, el pequeño Wolfgang lo impresionó. No era
ya del todo un niño, aunque estuviese lejos de ser un hombre, pero una luz
de insólita gravedad animaba su mirada.
En cuanto tocó una sonata, muy inferior sin embargo a las de Joseph
Haydn, el príncipe sintió que un genio incomparable animaba a aquel
hombrecillo.
Algún día, si era necesario, lo ayudaría a convertirse en una de las
personalidades más destacadas de la sociedad vienesa y a conquistar la
capital artística de Europa.
Leopold echaba por la boca sapos y culebras. Una vez más, se retrasaba la
representación de La falsa ingenua. Affligio, el empresario, se comportaba
como un estafador, incapaz de obtener un teatro. Y José II se encontraba
en Hungría, en la frontera del Imperio turco, cuyo espíritu belicoso temía.
Había que esperar su regreso para desbloquear la espantosa situación:
una ópera lista, un encargo oficial cumplido en la fecha prevista, y no
había compañía ni escenario.
Wolfgang no permanecía de brazos cruzados. Gozando de la ayuda y
las relaciones del príncipe Galitzin, daba conciertos en los salones de la
nobleza vienesa, donde su renombre crecía.
Sobre todo, seguía escuchando mucha música, que asimilaba
componiendo e incorporándola así a su propia escritura.
—¿Cuándo regresaremos a casa? —preguntó Anna-Maria, que prefería
su tranquila Salzburgo a la agitada Viena.
—En cuanto la ópera de nuestro hijo se haya representado. Un éxito lo
consagraría como compositor y le abriría todas las puertas. Como de
costumbre, Anna-Maria asintió. Su marido tenía forzosamente razón,
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puesto que actuaba siempre en interés de la familia.
Sin embargo, Salzburgo preocupaba a Leopold. Hacía seis meses que
había abandonado su puesto y el príncipe-arzobispo Segismundo von
Schrattembach no podía pagarle indefinidamente por no hacer nada en su
corte.
La carta oficial que acababa de recibir sólo era, pues, un mal menor.
Su patrón no lo despedía y ni siquiera le daba la orden de regresar
inmediatamente a Salzburgo. Sin embargo, a partir del 31 de marzo, no
seguiría pagándole un sueldo.
Ciertamente, gracias a las prestaciones de Wolfgang, los Mozart
cubrían los gastos de su estancia en Viena. Y quedaba el pequeño tesoro
procedente de la gira europea. Sin embargo, no era cuestión de perder su
confortable situación en la corte del príncipe-arzobispo.
Dividido entre la necesidad de regresar a Salzburgo sin gran demora y
la eventualidad de un éxito de Wolfgang en Viena, Leopold vacilaba.
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guardado y seguirá estándolo. El Gran Mago, por su parte, necesita
ayuda.
Al barón Van Swieten, turbado, le habría gustado hacer cien preguntas
al extraño visitante. Pero lo dejó partir sin preguntarle nada.
Unos días más tarde, el aristócrata convocó en su casa a Wolfgang
Mozart, a su padre, a unos músicos y a unos cantantes para escuchar La
falsa ingenua. Ni el libreto ni la música le encantaron, pero advirtió aquí
y allá algunos relámpagos de talento que merecían consideración.
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—¿Debo comprender, majestad, que la ópera de Wolfgang se
representará por fin en un escenario vienés?
—No, señor Mozart. El momento adecuado, por desgracia, ha pasado, y
ahora tengo otras preocupaciones. Que vuestro hijo siga trabajando y el
destino le será favorable.
Al salir del palacio, Leopold fue a beber cerveza a una taberna. No sólo
La falsa ingenua era condenada al olvido, sino que, además, el monarca
no encargaba una obra nueva, ni siquiera de modo oficioso. Haber pasado
tan cerca del éxito y…
¿Preparar una nueva serie de conciertos en Viena o regresar a
Salzburgo? Se imponía la segunda solución. Más valía preservar un
puesto fijo y correctamente remunerado que agarrarse a un sueño.
Apenas había abierto la puerta de su apartamento cuando Anna-Maria
corrió a su encuentro.
—¡Un médico!… ¡Un médico quiere ver en seguida a Wolfgang! Está
gravemente enfermo y me lo has ocultado, ¿no es cierto?
—¡Claro que no!
—Sin embargo, ese doctor…
—¿Cómo se llama?
—Mesmer. Su lacayo vendrá a buscar a Wolfgang mañana por la
mañana y le llevará a comer a casa de su amo.
Leopold, bajo los efectos aún de su decepcionante entrevista con José
II, y con el ánimo nublado por la cerveza, se derrumbó en un sillón.
Mañana sería otro día.
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duele algo?
—El codo izquierdo, un poco. Esta mañana me he dado un golpe.
Mesmer posó su mano derecha en el lugar dolorido. Wolfgang sintió
casi de inmediato un suave calor; luego desapareció cualquier sensación
de sufrimiento.
—Es posible restablecer la circulación de los fluidos en un organismo
debilitado —afirmó Mesmer—. Esta ciencia procede del antiguo Egipto, y
deseo adaptarla a nuestra época.
—Ni mi hijo ni yo estamos enfermos —intervino Leopold, a quien las
palabras del médico no le gustaban—. ¿Por qué queríais ver a Wolfgang?
—Para encargarle una obra breve —respondió sonriendo el
magnetizador—. Será bien pagada y se interpretará aquí mismo, en este
jardín.
—¿De qué se trata? —preguntó Wolfgang, interesado.
—De una pequeña historia a la que debe ponerse música, un Singspiel,
como dicen en Alemania. Una muchacha, Bastiana, está enamorada de
Bastián y teme su infidelidad. De modo que solicita ayuda al adivino del
pueblo. «Finge no interesarte ya por él», le aconseja. Y el adivino, por su
lado, revela a Bastián que Bastiana ha encontrado otro enamorado.
Temiendo perderse, ambos jóvenes se unen y viven una perfecta felicidad.
El guión divirtió a Wolfgang. ¡La muchacha tomaba la iniciativa y el
drama terminaba bien! En cuanto hubo salido de la casa de Mesmer,
comenzó a trabajar.
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Viena, diciembre de 1768
Una primera opera seria, Apolo y Jacinto; una primera opera buffa, La
Finta Semplice; un primer Singspiel, Bastían y Bastiana; en un año y
medio, un chiquillo acababa de crear tres obras cantadas en tres estilos
distintos. Leopold sólo podía admirarse, pero un buen pedagogo no debía
manifestar semejantes sentimientos ante su alumno.
Con satisfacción, el cabeza de familia había recibido el encargo de un
jesuita. Destinada a la inauguración de la capilla de un orfelinato colocado
bajo la alta protección de José II, aquella misa[47] permitiría a Wolfgang
mejorar su práctica de la música religiosa.
El 7 de diciembre se ejecutó bajo la dirección del compositor de doce
años en el nuevo edificio, en presencia de la corte. Gracias a su precisión
de director de orquesta, obtuvo aplausos y muestras de admiración. ¡Qué
razón había tenido Leopold al perseverar y quedarse en Viena! ¿Acaso, y
por segunda vez, no daba Wolfgang plena y entera satisfacción al
emperador? Además, demostraba que era un autor serio a quien la Iglesia
—y, por tanto, la emperatriz María Teresa— podía conceder su confianza.
Siguiendo su impulso, Wolfgang escribió una misa breve[48] para
cuarteto vocal, cuarteto de cuerda y un órgano, y terminó el 13 de
diciembre con una sinfonía[49] marcada por el estilo de Joseph Haydn.
Sólo había una sombra en aquel cuadro, y por desgracia invasora:
¡seguían sin hacerle la menor propuesta de un puesto fijo! Aunque José II
apreciaba a Wolfgang, los músicos oficiales eran un obstáculo, a cuya
cabeza se encontraba Gluck. Según Leopold, una conspiración contra un
creador de dotes tan evidentes que los eclipsaría a todos.
¿Cómo él, un modesto vicemaestro de capilla salzburguesa, conseguiría
vencer a tan poderoso clan? Y, además, el príncipe-arzobispo acabaría
impacientándose y despidiendo a su empleado.
De mediocre, el balance de la estancia vienesa pasaría a ser
catastrófico.
Puesto que Viena se cerraba, había que regresar a Salzburgo.
Pero Leopold ya tenía otro proyecto en su cabeza.
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Era demasiado pronto. Demasiado.
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eventual reparto de Polonia. De modo que José II, tras haber
desmantelado numerosos monasterios en Austria para dedicar sus bienes
a obras de caridad y a proyectos educativos, decidió encontrarse con el
temible Federico II, que reinaba en Prusia desde 1740.
Federico, que hablaba francés con los humanos y alemán con los
caballos, admirador de los enciclopedistas y de Voltaire, francmasón, no
vacilaba en utilizar su ejército, exigiendo de sus soldados una «disciplina
de cadáver».
José II quería evitar un nuevo conflicto, que daría un golpe fatal a la
paz difícilmente obtenida tras la guerra de los Siete Años. Era preciso,
pues, desbaratar la amenaza prusiana para poder ocuparse mejor del
verdadero peligro, la expansión turca.
Mientras comenzaban las negociaciones, el sucesor designado para el
trono de Prusia, Federico Guillermo, se entregaba al ocultismo. La
francmasonería mundana y artificial lo aburría. En cambio, el especialista
que acababa de instalarse en Berlín lo fascinaba, y él le facilitaría la
existencia atribuyéndole un puesto de conservador en la biblioteca.
Su nuevo protegido, dom Antoine-Joseph Pemety, nacido en Roanne el
13 de febrero de 1716, no era un hombre ordinario. Ex consejero del
navegante Bougainville y defensor de los indios, había abandonado la
orden benedictina para interesarse por la francmasonería, la cábala, el
hermetismo y la alquimia. Autor de las Fábulas egipcias y del Diccionario
mito-hermético, donde pretendía descifrar la enseñanza de los antiguos,
había tenido que abandonar Aviñón a causa de unas investigaciones
policiales cada vez más molestas.
Allí, en Alemania, desarrollaría su Rito hermético con toda libertad,
esperando ponerse en contacto con los espíritus que le revelaran la técnica
de fabricación del oro alquímico. Enseñaría a los iniciados a interrogar la
Palabra Santa y a interpretar sus enigmáticas declaraciones gracias a la
numerología hebraica. En su logia, La Virtud Perseguida, iría más allá de
la francmasonería convencional, celebrando dos grados superiores, los de
Novicio e Iluminado.
Thamos, informado por Von Gebler, esperaba que dom Pernety se
mostrara a la altura de sus ambiciones.
En su primer encuentro, el ex monje estuvo a la defensiva. El carisma
del egipcio lo inquietaba, pero sus orígenes y su conocimiento de los
misterios orientales podían servirle. De modo que aceptó iniciarlo en el
Rito hermético, comenzando con la celebración de una misa. Luego,
consagró al nuevo adepto en lo alto de una colina donde se levantaba un
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«altar de poder» de césped, en el centro de un círculo trazado en el suelo.
Durante nueve días, Thamos fue invitado a contemplar la salida del sol
en aquel lugar y a quemar incienso en el altar. A Dios le tocaba reconocer
al nuevo iniciado, manifestándose en forma de un ángel que, en adelante,
le serviría de guía y con el que podría dialogar.
Cuando Thamos bajó de la colina por novena vez, dom Pemety supo
que había superado la prueba. Entonces, le reveló la magnitud de sus
proyectos.
—Siguiendo el recto camino, el verdadero francmasón se convertirá en
el Caballero de la Llave de Oro. Repetirá el viaje de los Argonautas y
descubrirá el Vellocino de Oro. Elevado a la dignidad de Caballero del Sol,
leerá las leyendas mitológicas con ojos de alquimista. Y cuando la piedra
filosofal irradie, el iniciado rendirá culto a la Santísima Virgen.
Dom Pemety necesitaría meses, años incluso, para redactar la
totalidad de su Rito hermético, siempre que Federico II tolerase su
presencia y Federico Guillermo siguiera protegiéndolo.
¿Daría aquella ardua labor resultados probatorios? Thamos quiso
esperarlo en el camino de Salzburgo.
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Sálzburgo, 11 de diciembre de 1769
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mucho, tanto más cuanto empieza el carnaval. Como regalo de bienvenida,
he aquí los nueve volúmenes que reúnen los libretos de ópera del gran
Metastasio.
Leopold, confuso, se deshizo en agradecimientos.
—Naturalmente —añadió el gobernador—, daréis varios conciertos
aquí mismo y escucharéis buena música, especialmente la de Piccinni y
Sammartini.
La alegría de Wolfgang sedujo a sus célebres colegas, que contuvieron
su envidia y murmuraron, incluso, unos vagos cumplidos.
El 3 de febrero, unos días después de haber festejado su aniversario, el
adolescente de catorce años compuso una melodía para unas palabras
latinas del Evangelio, destinada a un castrado de su edad. Con
devastadora ironía, no dejó de subrayar la frase: «Busca las cosas de
arriba y no las de abajo».
Tras un gran concierto dado el 23 de febrero, el padre y el hijo
disfrutaron de las excentricidades del carnaval de Milán. El último día de
los festejos, el 3 de marzo, numerosos carros desfilaron por las calles de la
ciudad, por la que circulaban muchos personajes enmascarados.
En un momento dado, uno de ellos se acercó a Wolfgang.
—¿Te diviertes?
—Es algo ruidoso, pero los colores son soberbios y me gusta que
termine el invierno.
—¿Estás satisfecho de tus últimas composiciones?
—Gustan a los italianos.
—No pareces haber comprendido mi pregunta.
Wolfgang conocía aquella voz.
—Sois el habitante de Rücken, ¿no es cierto?
—Una simple máscara…
—Mi reino infantil ya no existe, destruí su mapa.
—Ya lo sé, Wolfgang. Por eso te pido que pienses en mi pregunta.
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a Leopold.
—Magnífico, señor Mozart, magnífico. Vuestro hijo ha conquistado
Milán. Debéis proseguir vuestro viaje. Lo comprendo y os aliento a ello.
Pero tendréis que volver aquí, y voy a daros una buena razón para ello:
una ópera.
—¿Estáis hablando de… un encargo?
—Dadas las dotes de Wolfgang, es un género que debería convenirle.
¡Los italianos las adoran! ¿Os seduce la idea?
—¡Claro, claro! ¿Cuál sería el tema?
—La historia de un rey, Mitrídates, escrita por un libretista
profesional, Cignasanti, según la obra, más bien aburrida, de Racine, un
dramaturgo francés. Estoy convencido de que Wolfgang sabrá sacar lo
mejor de esa sombría historia.
—¿Es… urgente?
—¡No os preocupéis! Descubrid Bolonia, Roma y Nápoles, admirad las
mil maravillas de Italia y volved a nosotros. Dispondréis del libreto
cuando llegue el momento.
Al borde de la embriaguez, Leopold dio gracias al Omnipotente. Aquel
viaje se anunciaba como el de mayores éxitos.
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A los sesenta y cinco años de edad, el monje franciscano nunca había
abandonado Bolonia, su ciudad natal, había rechazado incluso un puesto
de maestro de capilla en San Pedro de Roma y se había limitado a sus
funciones en el convento de San Francesco. Los músicos de toda Europa
acudían a hacerle consultas, pues, trabajando en una monumental
Historia de la música, cuyos dos primeros volúmenes acababan de
aparecer, había adquirido un inigualable saber. Su biblioteca contenía
partituras únicas, fechadas algunas de ellas en el siglo XVI.
Cuando el padre Martini se acercó a Wolfgang, Leopold temió críticas o
reproches.
El religioso no manifestó animosidad alguna e invitó al adolescente a ir
a verlo.
Wolfgang aprovechó de inmediato la ocasión. Durante dos entrevistas
con el ilustre sabio, aprendió a perfeccionar el arte del contrapunto y el de
los recitativos de ópera. En un tiempo récord, construyó una fuga cuya
composición le hubiera exigido toda una jomada a su profesor.
Wolfgang lamentó abandonar aquel lugar tan apacible, dedicado a la
investigación, y prometió al padre Martini que volvería.
Tras haber pasado por Florencia, los Mozart llegaron a Roma a mediodía y
corrieron hacia la basílica de San Pedro, no por un impulso de
religiosidad, sino para admirar el prestigioso monumento.
Allí, el adolescente escuchó el Miserere de Allegri, cuya partitura no
salía de la capilla Sixtina. Pese a la complejidad de la obra, Wolfgang
memorizó hasta la última nota, hurtando así uno de los secretos de la
Ciudad Eterna.
—¿Esa etiqueta es indispensable para el conocimiento de Dios? —
preguntó Wolfgang al observar la danza de los dignatarios de la Iglesia.
—Roma es un teatro —respondió Leopold—. Esta ostentosa religión no
garantiza una buena y sana creencia.
Wolfgang no dejó de someterse a la experiencia preferida de los
turistas y escribió en seguida a su hermana: «He tenido el honor de besar
el pie de san Pedro, en la iglesia de San Pedro, pero como tengo la
desgracia de ser demasiado bajo, han tenido que auparme, a mí, al viejo
bromista Wolfgang Mozart, hasta él».
El músico, que de buena gana se hacía llamar «el amigo de la Liga del
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Número», pues le encantaban los juegos matemáticos, rogó a Nannerl que
le mandara las reglas de aritmética, alimentadas con numerosos ejemplos,
que había extraviado.
Apenas la misiva hubo salido hacia Salzburgo cuando Wolfgang y su
padre se encontraron con un gentilhombre cuyo aspecto intrigó a Leopold.
Thamos los saludó.
—Creo que habéis perdido este documento.
Wolfgang lo consultó: ¡las reglas de aritmética! Iban acompañadas por
otra hoja que trataba sobre la Divina Proporción y el Número de Oro, con
algunos ejemplos de su utilización en el ritmo musical.
—¿Acaso no sois nuestro salvador parisino? —se extrañó Leopold.
—Roma me parece más segura. Desconfiad, de todos modos, de los
ladrones, y que Dios os proteja.
Leopold no se atrevió a retener al aristócrata. Por lo que se refiere a su
hijo, éste no reveló que conocía desde hacía mucho tiempo ya a aquel
enviado del otro mundo.
En aquel mes de noviembre, Wolfgang no sólo había paseado por las
calles de Roma: un kyrie para cinco sopranos, algunas contradanzas
destinadas a Salzburgo, dos melodías para soprano y una sinfonía en re
mayor[54].
Pese a las riquezas de la gran ciudad, Leopold quería proseguir el viaje
y descubrir la Italia del sur.
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poder, de la religión y de la sociedad.
María Antonieta soñaba con una vida fácil y fastuosa, a la cabeza de
una brillante corte. ¿Acaso no pasaría la mayor parte de su tiempo
divirtiéndose y gozando de mil y un placeres? No preveía las bajezas, ni
las envidias, ni los odios.
Cuando estuviera sola, allí, tan lejos de Viena, nadie acudiría en su
ayuda.
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veremos si sigue devorando el teclado!
El adolescente se quitó la joya y la emprendió con un segundo
fragmento, más difícil que el anterior.
Cariacontecido, su acusador fue el primero en aplaudir gritando:
«¡Amadeo, Amadeo!». No era el diablo el que animaba los dedos del
muchacho, sino Dios.
La corte celebró las bodas del Delfín con la austríaca María Antonieta,
que oficialmente se convirtió en Delfina. Esa unión avalaba una paz en la
que muchos soñaban sin creer en ella.
Circulaban mil rumores. Según unos, aquella princesa extranjera era
estúpida, caprichosa e insoportable; según otros, era calculadora,
autoritaria e implacable. Sosa y banal, observaban sus adversarios;
fascinante y bella, afirmaban sus partidarios. ¿Aceptaría residir en
Versalles o preferiría Viena?
Olvidando la controvertida personalidad de la futura reina de Francia,
miles de jaraneros asistieron a unos fastuosos fuegos artificiales.
Lamentablemente, la muchedumbre, ebria y delirante, pisoteó a ciento
treinta y dos infelices, que murieron asfixiados.
Se profetizó un reinado siniestro a la austríaca, culpable ya de una
catástrofe.
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—Yo sigo —decidió su hijo.
—Sé prudente, te aguardo aquí.
La profundidad de los subterráneos asombraba al adolescente. Sentía
una atmósfera sagrada, impregnada del más allá.
Sin duda, la galería llevaba hasta lo invisible, la fuente de todas las
cosas.
Sentado ante un bajorrelieve que representaba la iniciación de una
mujer en los misterios de Isis, se hallaba Thamos el egipcio.
Wolfgang notó una intensa sensación de bienestar, como si accediera al
corazón de su reino imaginario.
—¿Has estudiado los documentos que te entregué? —preguntó
Thamos.
—¡Los he experimentado incluso! Gracias a la Divina Providencia, las
notas se armonizan mejor y las frases se ensamblan sin contrariarse.
—Que esta proporción viva en tu corazón y en tu mano. De lo
contrario, sería sólo una técnica inerte. Respirando el aire de Italia,
alimentándote con su sol, franquearás una nueva etapa. Pero el objetivo
aún está lejos.
—¿Cuál es?
—Contempla esta escena. Tras un largo período probatorio, esta mujer
abandona el mundo profano para explorar el mundo de los Grandes
Misterios. Tú avanzas por ese camino, ¿pero tendrás el valor de explorar
lo desconocido sin vender tu alma?
—Lo tendré.
—Que los dioses te oigan, Wolfgang.
—¿Quién eres tú, que me proteges?
—Hasta pronto.
Thamos desapareció en una galería por la que el guía se negó a
meterse, a pesar del deseo de Wolfgang.
—Es demasiado arriesgado —decretó—. Y vuestro padre debe de
impacientarse.
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Aquel día soleado, llevando sus más hermosas ropas, padre e hijo
aceptaron la invitación del cardenal Pallavicini a almorzar en el palacio
del Quirinal. A la excelencia de los manjares se añadieron dos sorpresas,
que el prelado destiló, compungido.
—En primer lugar, os entrego un decreto de Su Santidad el papa, en el
que nombra a Wolfgang Mozart «Caballero de la Espuela de Oro».
Leopold creyó haber oído mal.
—Eminencia…
—Se trata de una altísima distinción que corona a un joven talento del
que Su Santidad ha oído hablar muy bien. La Iglesia espera de vuestro
hijo numerosas obras religiosas en su gloria.
—Velaré por ello, eminencia.
—En segundo lugar —prosiguió el cardenal—, seréis recibidos en
audiencia privada, el 8 de julio, por Su Santidad Clemente XIV en el
palacio de Santa Maria Maggiore.
Tras haber cerrado los trabajos de la logia, Ignaz von Born invitó al
hermano visitante, el conde de Tebas, a descubrir su biblioteca.
Con el rostro alargado, una gran frente, los ojos negros y brillantes y
una leve sonrisa en los labios, el mineralogista de veintinueve años no se
parecía a los demás francmasones que Thamos había conocido. Esta vez
percibía una auténtica profundidad, un fuego interior de rara intensidad y
una ardiente voluntad de vivir los grandes misterios.
—¿Realmente procedéis de Egipto?
—Del monasterio del abad Hermes, el maestro que me lo enseñó todo.
Thamos leyó los títulos de los volúmenes reunidos por su anfitrión.
—Nuestra propia biblioteca contenía ese saber, y mucho más aún. El
abad Hermes había recibido de sus predecesores manuscritos que
revelaban la sabiduría de los iniciados del antiguo Egipto.
Von Born apretó los dedos en las palmas de las manos, para
asegurarse de que no estaba soñando. Nunca habría esperado oír una
afirmación tan clara, coronación de largos años de búsqueda.
—¿Aceptaríais transmitir esos conocimientos secretos?
—Ésa es mi misión. Según el abad Hermes, la tradición iniciática
revivirá aquí, en Europa.
—¿No será la francmasonería su canal?
—Uno de los canales —rectificó Thamos—, a condición de que algunas
Dada su precaria salud, Ignaz von Born ya no podía bajar a las minas, de
modo que había dimitido para instalarse en una pequeña localidad de
Bohemia con el fin de redactar un catálogo razonado de su excepcional
colección de fósiles. En el interior de su modesta morada se había
dispuesto un minúsculo laboratorio de alquimia, donde proseguía
—No pareces muy alegre —le dijo Anton Stadler a Wolfgang, que
acariciaba el vientre de Miss Pimperl, tendida de espaldas y con las patas
en el aire—. A los veinte años deberías pensar en algo más que en escribir
misas.
Cansado de obritas superficiales, despechado al no recibir una rápida
respuesta del padre Martini, Wolfgang, ante el gran asombro de su padre,
no había compuesto nada en octubre. Encerrado, solitario, iba madurando
su decisión de convertirse en un autor serio y consagrarse, en adelante, a
la música de iglesia.
Esta vez, Thamos no le reprocharía que se perdiera en los meandros de
la frivolidad. En noviembre, su misa en do mayor, que hacía especial
Mi joven amigo, he recibido con vuestra buena carta los motetes. Los he
examinado con gusto, de cabo a rabo, y debo deciros con toda franqueza
que me han gustado mucho, pues he encontrado en ellos todo lo que
distingue a la música moderna, es decir, una buena armonía, maduradas
modulaciones, un movimiento de los violines excelentemente apropiado, un
natural fluir de las voces y una notable elaboración. Me ha alegrado
especialmente comprobar que, desde el día en que tuve el placer, en
Bolonia, de escucharos al clavecín, habéis hecho también grandes
progresos en la composición. Pero es preciso que sigáis ejercitándoos
infatigablemente. En efecto, la naturaleza de la música exige un ejercicio y
un estudio profundos, por tanto tiempo como se viva[144].
A sus treinta y cinco años, Ignaz von Born se convertía sin desearlo en
una de las figuras científicas de la capital austríaca. La emperatriz María
Teresa estaba muy satisfecha de la diligencia y la profesionalidad con las
que el brillante especialista reorganizaba la sección mineralógica del
Museo Imperial. Gracias a aquel puesto que lo apasionaba, Von Born no
tenía ya preocupaciones materiales y podía frecuentar, de un modo
discreto, a los francmasones vieneses. Lo satisfizo ver de nuevo a Thamos,
al que recibió en su despacho atestado de muestras de extrañas piedras.
—Os traigo el resultado de los trabajos de la Orden de los Arquitectos
Africanos, un estudio consagrado a los misterios celebrados por los
sacerdotes del antiguo Egipto.
Los alumnos de Wolfgang adoraban sus variaciones para piano sobre las
melodías de Ah, vous dirai-je, maman[190] o de La Belle Française[191],
pero confiaba más bien su impulso creador, sus interrogantes, la
alternancia de claridad y drama a su sonata en fa mayor[192]. El músico
narraba en ella la complejidad de la caótica existencia que estaba viviendo
sin percibir todos los secretos que sin duda conocían los sacerdotes del sol.
Un sol que, a pesar de la estación, faltaba en París, donde, sin
—Señor barón —dijo Wolfgang a Grimm en tono más bien seco—. Estoy
muy descontento de la actitud de Le Gros para conmigo. No se interesa
Bibliografía
Die Zauberflöte, Münster, 1952; E. Iversen, The Myth of Egypt and Its
Hieroglyphs in European Tradition, Princeton, 1961; E. Hornung,
L’Égypte ésotérique, París, 1999; L’Égypte imaginaire de la Renaissance à
Champollion, bajo la dirección de Chantal Grell, París, 2001, y L. Morra y
C. Bazzanella (ed.), Philosophers and Hieroglyphs. 2003. <<
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