Clase N°19

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Lengua y Literatura

Profesora Melissa Molina O.


7° Básico / 2021
Guía de Aprendizaje Clase N°19

Objetivo: Analizar la presencia de seres sobrenaturales en la literatura.


Tipos de Seres sobrenatural y sus características

“El fantasma de Canterville”


(Oscar Wilde)

Cuando míster Hiram B. Otis, el ministro de los Estados Unidos, adquirió el castillo de Canterville,
todo el mundo le dijo que cometía una gran necedad, porque aquella finca estaba embrujada.
Incluso el propio lord Canterville, caballero de la más escrupulosa honradez, se creyó en el deber
de advertírselo a míster Otis cuando trataron de las condiciones.

—Nosotros mismos —dijo lord Canterville— nos hemos resistido en absoluto a vivir allí desde la
época en que mi tía abuela, la duquesa viuda de Solton, contrajo una dolencia de la que no se
repuso nunca del todo, causada por el espanto que experimentó al sentir que dos manos de
esqueleto se posaban sobre sus hombros cuando se vestía para cenar. Creo mi deber decirle,
míster Otis, que el fantasma ha sido visto por varios miembros de mi familia que viven aún, así
como por el párroco del pueblo, el reverendo padre Augusto Dampier, rector del King’s College de
Cambridge. Después del deplorable accidente ocurrido a la duquesa, ninguno de los sirvientes
quiso seguir en nuestra casa, y lady Canterville no pudo ya conciliar el sueño a causa de los
ruidos misteriosos que sonaban en la galería y en la biblioteca.
—Milord —contestó el ministro—, adquiriré el inmueble con el fantasma por el mismo precio.
Vengo de un país moderno en el que podemos tener todo cuanto puede proporcionar el dinero, y
como nuestros jóvenes son muy avispados y recorren divirtiéndose todo el viejo continente,
quitándoles a ustedes sus mejores actrices y primas donnas, estoy seguro de que si queda
todavía un auténtico fantasma en Europa, vendrán a buscarlo para colocarlo en uno de nuestros
museos públicos o para exhibirlo como un fenómeno de feria.
—Me temo que el fantasma existe —dijo lord Canterville sonriendo—, aunque se haya resistido
hasta hoy a las ofertas de los decididos empresarios yanquis. Hace más de tres siglos que se le
conoce; data con precisión de mil quinientos ochenta y cuatro, y no deja de aparecer nunca
cuando va a ocurrir alguna defunción en la familia.
—¡Bah! Los médicos de cabecera hacen lo mismo, lord Canterville. Amigo mío, los fantasmas no
existen ni creo que las leyes de la naturaleza admitan excepciones en favor de la aristocracia
inglesa.
—Realmente son ustedes apasionados por la naturalidad —replicó lord Canterville, que no
acababa de comprender la última observación de míster Otis—. Ahora bien: si le gusta a usted
tener un fantasma en casa, mejor que mejor; acuérdese únicamente de que yo le previne.

Unas semanas después se cerró el trato, y al terminar la temporada el ministro y su familia se


trasladaron al castillo de Canterville. […]

Como el castillo de Canterville está a siete millas de Ascot, la estación más próxima, míster Otis
telegrafió que salieran a buscarlos en un coche abierto; y emprendieron la marcha en medio de
la mayor alegría. Era una noche deliciosa de julio y el aire estaba aromado de olor a pinos. De
cuando en cuando oíase a las palomas arrullándose con su más dulce voz, o divisábase entre la
maraña rumorosa de los helechos la pechuga de oro bruñido de algún faisán. Ágiles ardillas los
espiaban desde la copa de las hayas, a su paso; y los conejos corrían como exhalaciones a
través de los matorrales o por los collados herbosos, tiesos sus rabos blancos. Sin embargo, no
bien embocaron en la avenida del castillo de Canterville, el cielo se encapotó repentinamente; un
extraño silencio parecía invadir la atmósfera; una gran bandada de cornejas cruzó
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silenciosamente por encima de sus cabezas y, antes que llegasen al castillo, ya habían caído
algunas gruesas gotas.

En la escalinata hallábase para recibirlos una anciana pulcramente vestida de seda negra con
cofia y delantal blancos. Era la señora Umney, el ama de llaves, que mistress Otis, ante los vivos
requerimientos de lady Canterville, había accedido a conservar en su puesto. Hizo una profunda
reverencia a la familia a medida que se acercaba y dijo con la singular cortesía de los buenos
tiempos antiguos:

—Doy la bienvenida a los señores al llegar al castillo de Canterville.

La siguieron, cruzaron un hermoso vestíbulo de estilo Tudor, hasta la biblioteca, largo y


espacioso salón, con un amplio ventanal acristalado al fondo. Estaba preparado el té, y una vez
que se quitaron los abrigos de viaje, sentáronse todos, curioseando en torno suyo, mientras la
señora Umney iba de un lado para otro, sirviéndolos.

De pronto la mirada de mistress Otis cayó sobre una mancha de color rojo oscuro que había
sobre el suelo, precisamente al lado de la chimenea; y sin fijarse en lo que significaba, dijo a la
señora Umney:

—Veo que se ha vertido algo en ese sitio.


—Sí, señora —contestó aquella en voz baja—, se ha vertido sangre...
—¡Es espantoso! —Exclamó mistress Otis—. No me gustan las manchas de sangre en un salón.
Es preciso limpiar eso inmediatamente.

La anciana sonrió y, con la misma voz baja y misteriosa, añadió:

—Es sangre de lady Leonor de Canterville, que fue asesinada en ese mismo sitio por su propio
marido, sir Simón de Canterville, en mil quinientos setenta y cinco. Sir Simón la sobrevivió nueve
años, desapareciendo repentinamente en circunstancias muy misteriosas. Su cuerpo no se
encontró nunca, pero su alma en pena sigue embrujando el castillo. La mancha de sangre ha sido
muy admirada por los turistas y por otras personas, pero es imposible hacerla desaparecer.
—¡Tonterías! —exclamó Washington Otis, el mayor de los hijos—. El producto quitamanchas
marca Campeón, de la casa Pinkerton, hará desaparecer eso en un periquete.

Y antes que el ama de llaves, aterrada, pudiese intervenir, se había arrodillado ya y frotaba
vivamente el entarimado con una barrita de una sustancia parecida al cosmético negro. A los
pocos instantes, la mancha había desaparecido sin dejar rastro.

—¡Ya sabía yo que el Pinkerton la borraría! —exclamó en tono triunfal, paseando una mirada
circular sobre su familia llena de admiración. Pero apenas había pronunciado aquellas palabras,
un relámpago formidable iluminó la estancia sombría, y el retumbar del trueno levantó a todos,
menos a la señora Umney, que se desmayó.

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