Cuento El Fantasma de Canterville

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EL FANTASMA DE CANTERVILLE

Oscar Wilde

Cuando el señor Irma B. Otis, cónsul de Norteamérica, compró Canterville Chase, todo el mundo le dijo
que estaba cometiendo una tontería, pues no cabía duda alguna de que en el lugar penaban. Incluso
Lord Canterville mismo había considerado deber suyo mencionarle este asunto al señor Otis, cuando se
reunieron para discutir los términos del contrato.

—Ni nosotros mismos hemos querido vivir en este lugar —dijo Lord Canterville —desde que mi tía
abuela, la gran duquesa viuda de Bolton, sufrió un ataque del que nunca se recuperó por completo,
debido al susto que le propinaron dos manos de esqueleto al posarse sobre sus hombros cuando se
vestía para comer, y me siento obligado a hacerle saber, señor Otis, que varios miembros de mi familia,
aún vivos, han visto al fantasma.

Milord —contestó el cónsul —, tomaré los muebles y el fantasma por lo que sean avaluados. Procedo
de un país moderno, donde conseguimos todo cuanto el dinero es capaz de proporcionar. Estoy seguro
de que si hubiera siquiera un solo fantasma en toda Europa ya lo habríamos llevado a casa y lo
estaríamos exhibiendo en uno de nuestros museos, o lo tendríamos como espectáculo ambulante.

—Me temo mucho que el fantasma sí existe —dijo Lord Canterville sonriendo.

—Pero los fantasmas no existen, señor, e imagino que las leyes de la naturaleza no serán suspendidas
en honor a la aristocracia británica.

—Qué naturales son ustedes, los norteamericanos —contestó lord Canterville, que no acababa de
entender la última observación del señor Otis —, más si usted no tiene inconveniente en que en su
casa habite un fantasma, está bien. Lo importante es que no olvide que se lo advertí.

Unos días después se finiquitó la compra, y al cierre de la temporada el cónsul y su familia bajaron a
Canterville Chase. La señora Otis, una neoyorquina muy admirada, era ahora una hermosa mujer de
mediana edad, de lindos ojos y soberbio perfil. Su hijo mayor, bautizado con el nombre de Washington
por sus padres, era un joven rubio y bastante apuesto que había merecido la entrada al cuerpo
diplomático americano. En Londres gozaba de la fama de ser excelente bailarín. La señorita Virginia E.
Otis era una jovencita de quince años, grácil, y encantadora como un cervatillo, cuyos grandes ojos
azules delataban la más perfecta libertad.

Como Canterville Chase se encuentra a siete millas de Ascot, la estación de ferrocarril más cercana, el
señor Otis había telegrafiado para que a su llegada una vagoneta los estuviese esperando, y
emprendieron así el camino con gran animación. Era una hermosa tarde de julio, y en el aire se
respiraba la delicada esencia de los pinares.

Al entrar a la avenida de Canterville Chase, en forma repentina las nubes ensombrecieron el cielo, una
curiosa calma pareció apoderarse de la atmósfera, sobre sus cabezas pasó volando en silencio una gran
bandada de cornejas y, antes que hubiesen arribado a la casa, gruesas gotas de lluvia comenzaron a
caer.

Recibiéndolos en los escalones se hallaba una anciana pulcramente vestida. Era la señora Umney, el
ama de llaves, a quien la señora Otis, por súplica de lady Canterville, había consentido en mantener en
su antigua posición. —Le doy mi más cordial bienvenida a Canterville Chase. Caminado en pos de ella
atravesaron un elegante vestíbulo estilo Tudor hasta llegar a la biblioteca. Allí encontraron el té servido
y, despojándose de los abrigos, tomaron asiento y comenzaron a mirar a su alrededor.

De pronto, la señora Otis alcanzó a ver en el piso una mancha de un rojo oscuro.

—Me temo que allí derramaron algo.

—Sí, señora —replicó en voz baja la anciana ama de llaves —, en aquel lugar derramaron sangre.

—¡Qué horror! —exclamó la señora Otis —; no me gusta nada ver manchas de sangre en una sala de
estar.

La anciana sonrió y, con la misma voz baja y misteriosa, replicó:

—Es la sangre de lady Eleanore de Canterville, muerta en 1575 por su propio esposo, sir Simón de
Canterville, en aquel mismísimo lugar. Sir Simón le sobrevivió nueve años y desapareció de repente en
circunstancias muy misteriosas. Nunca se ha encontrado el cuerpo, pero su alma en pena sigue
espantando en el lugar. La mancha de sangre ha sido admirada por los turistas y por otras personas y
no sale.

—Tonterías —exclamó Washington Otis —con Pikerton, el quitamanchas, y con el detergente


Parangón se puede quitar en un santiamén.

Y antes que la aterrorizada ama de llaves pudiera impedírselo, había caído Washington sobre sus
rodillas y limpiaba veloz el piso con una barra que parecía un cosmético negro. En unos minutos, no
quedaba rastro alguno de la mancha de sangre. De pronto el terrible resplandor de un rayo iluminó el
cuarto sombrío, el pavoroso estruendo los hizo brincar sobresaltados, y la señora Umney se desmayó.

—¡Qué horror de clima! —dijo calmadamente el cónsul americano.

—Mi querida Irma —exclamó la señora Otis —. ¿Qué podemos hacer con una mujer a quien le dan
desmayos?

Cuando la señora Umney volvió en sí, le habló muy en serio al señor Otis sobre los graves problemas
que se cernían sobre la casa.

—Señor, con mis propios ojos he visto cosas —dijo —que le pondrían los pelos de punta a cualquier
cristiano. El señor Otis y su familia se dieron entonces a la tarea de convencer con suavidad a la buena
mujer de que no le temían a los fantasmas, más la anciana ama de llaves, después de invocar a la
Providencia para que bendijera a sus nuevos amos, y de llegar a un acuerdo para que le subieran el
salario, salió cojeando hacia su cuarto.

Wilde, O. (2002) El fantasma de Canterville y otros cuentos.

Bogotá: Norma. Fragmento.

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