El Fantasma de Canterville

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Lectura Activa 2 17

OSCAR WILDE

Capítulo I

Cuando Mr. Hiram B. Otis, ministro de los Estados Unidos de


América, llegó a Inglaterra quiso comprar Canterville Chase. Todos
le advirtieron que cometía una gran locura, porque la finca estaba
embrujada.

Hasta el mismo lord Canterville, un hombre de muy escrupulosa


honradez, se creyó en el deber de alertar a Mr. Otis, cuando hablaron
sobre las condiciones de la compra.

—Nosotros mismos —dijo lord Canterville— nos hemos resistido


en absoluto a vivir en ese sitio desde la época en que mi tía abuela,
la duquesa de Bolton, tuvo un ataque de nervios, del que nunca se
repuso por completo, motivado por el espanto que experimentó
al sentir que las manos de un esqueleto se posaban sobre sus
hombros. Por eso, Mr. Otis, me siento en el deber de advertírselo.
—Lor Canterville —respondió el ministro—, también me quedaré
con los muebles y el fantasma bajo inventario. Vengo de un país
moderno, en el que podemos tener todo cuanto el dinero es
capaz de proporcionar, estoy seguro de que, si queda todavía un
verdadero fantasma en Europa, no dudo que muchos empresarios
estarán animados a ofertarle trabajo para colocarlo en uno de
nuestros museos públicos o para pasearlo por los caminos como
un fenómeno. ¿Ha visto usted a este fantasma?

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EL FANTASMA DE CANTERVILLE

—El fantasma ha sido visto por varios miembros de mi familia,


que viven actualmente; así como por el rector de la parroquia,
el reverendo Augusto Dampier. Después del accidente ocurrido
a la duquesa, ninguna de las doncellas quiso quedarse en casa,
y lady Canterville no pudo ya conciliar el sueño a causa de los
ruidos misteriosos que llegaban del corredor y de la biblioteca. El
fantasma existe; me lo temo —dijo lord Canterville, sonriendo—,
aunque quizá se resista a las ofertas de sus intrépidos empresarios.
Hace más de tres siglos que se le conoce. Data, con precisión, de
1574, y nunca deja de mostrarse cuando está a punto de ocurrir
alguna defunción en la familia.
—Amigo mío, un fantasma no puede existir y no creo que las leyes
de la naturaleza admitan excepciones en favor de la aristocracia
inglesa. Y si es así, entonces, quiero comprar la casa y comprar
también al fantasma. ¿Va a venderme a su fantasma?
—Realmente —dijo lord Canterville—, ustedes son muy sencillos
en América. Ahora bien, si a usted le gusta tener un fantasma en
casa, mejor que mejor. Acuérdese únicamente que yo le previne.

Algunas semanas después se cerró el trato, y a fines de la estación el


ministro y su familia emprendieron el viaje hacia Canterville Chase.
La señora Otis, que con el nombre de miss Lucrecia R. Táppan, era
todavía una mujer muy bella, de edad regular, con unos ojos hermosos
y un perfil magnífico. Muchas damas americanas, cuando abandonan
su país natal, adoptan aires de persona atacada de una enfermedad
crónica y se figuran que eso es uno de los sellos de distinción europea;

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pero la señora Otis no cayó nunca en ese mal. Ella tenía una
naturaleza espléndida y una abundancia extraordinaria de vitalidad.

El hijo mayor, bautizado con el nombre de Washington por


sus padres, en un momento de patriotismo que él no cesaba de
lamentar, era un muchacho rubio, de bastante buena figura, que
había logrado que se le considerase candidato a la diplomacia,
dirigiendo al grupo de baile en los festivales del casino de Newport
durante tres temporadas seguidas, e incluso en Londres pasaba
por ser un bailarín excepcional. Sus únicas debilidades eran las
gardenias y la nobleza; aparte de eso, era perfectamente sensato.

Miss Virgina E. Otis era una muchachita de quince años, esbelta y


graciosa como un cervatillo, con mirada francamente encantadora
en sus grandes ojos azules. Amazona maravillosa, una vez derrotó
en carreras al viejo lord Bilton, dando dos veces la vuelta al parque,
ganándole por caballo y medio, precisamente frente a la estatua
de Aquiles, lo cual provocó un entusiasmo tan grande en el joven
duque de Cheshire, que le propuso matrimonio allí mismo, y sus
tutores tuvieron que regresarlo aquella misma noche a su casa,
bañado en lágrimas.

Después de Virginia venían dos gemelos, a quienes llamaban


Estrellas y Rayas porque se les encontraba siempre juntos. Eran
unos niños encantadores y, junto con el ministro, eran los únicos
verdaderos republicanos de la familia.

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EL FANTASMA DE CANTERVILLE

Como Canterville Chase está a siete millas de Ascot, la estación


más próxima, Mr. Otis telegrafió que fueran a buscarlo en un coche
descubierto, y emprendieron la marcha en medio de la mayor alegría.
Era una noche encantadora de julio, y el aire estaba impregnado por el
aroma de los pinos. De vez en cuando se oía una paloma arrullándose
dulcemente, o se apreciaba entre los helechos, la pechuga de oro
bruñido de algún faisán. Ligeras ardillas les espiaban desde lo alto de
las hayas a su paso; unos conejos corrían a través de los matorrales
o sobre los collados cubiertos de musgo, levantando su rabo blanco.
Sin embargo, no bien entraron en la avenida de Canterville Chase, el
cielo se cubrió repentinamente de nubes. Un extraño silencio pareció
invadir toda la atmósfera, una gran bandada de cornejas cruzó
calladamente por encima de sus cabezas, y antes de que llegasen a la
casa ya habían caído algunas gotas de lluvia.

Cuando ingresaron a la casa, una anciana los esperaba en los escalones


para recibirlos, pulcramente vestida de seda negra, con cofia y delantal
blancos. Era la señora Umney, el ama de gobierno que la señora
Otis, por vehementes requerimientos de lady Canterville, accedió a
conservar en su puesto. Hizo una profunda reverencia a cada uno
de la familia y dijo, con la singular cortesía de los buenos tiempos
antiguos:

—Les doy la bienvenida a Canterville Chase.

La siguieron, atravesando un hermoso vestíbulo, de estilo Tudor,

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hasta la biblioteca, largo salón espacioso con las paredes cubiertas


por madera de roble oscuro que terminaba en un ancho ventanal de
cristales. Luego, una vez que se quitaron los abrigos, ya sentados se
pusieron a curiosear en torno suyo, mientras la señora Umney iba de
un lado para el otro.

De pronto, la mirada de la señora Otis cayó sobre una mancha de un


rojo oscuro que había sobre el pavimento, precisamente al lado de la
chimenea, y, sin darse cuenta de sus palabras, dijo a la señora Umney:

—Creo que han vertido algo en ese sitio.


—Sí, señora —contestó la señora Umney en voz baja—. En ese
lugar se ha vertido sangre.
—¡Qué horror! —exclamó la señora Otis—. No quiero manchas
de sangre en un salón. Es preciso quitar eso inmediatamente.

La señora Umney sonrió y con voz misteriosa repuso:

—Es sangre de lady Leonor de Canterville, que fue asesinada en


ese mismo sitio por su propio marido, sir Simon de Canterville, en
1565. Sir Simon sobrevivió nueve años, desapareciendo de repente
en circunstancias misteriosísimas. Su cuerpo no se encontró nunca,
pero su alma culpable sigue embrujando la casa. La mancha de
sangre ha sido muy admirada por los turistas y no puede quitarse.

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—Todo eso son tonterías —exclamó Washington Otis—. El


producto quitamanchas, el limpiador incomparable Campeón,
marca Pinkerton, y el detergente Paragon harán desaparecer eso
en un instante.

Y sin dar tiempo a que el ama de gobierno aterrada, pudiese intervenir,


ya se había arrodillado y frotaba rápidamente el entarimado con una
barrita de una sustancia parecida al cosmético negro. A los pocos
instantes la mancha había desaparecido sin dejar rastro.

—Ya sabía yo que el Pinkerton la borraría —exclamó en tono


triunfal, paseando la mirada sobre su familia llena de admiración.

Pero apenas había pronunciado aquellas palabras cuando un relámpago


iluminó la estancia sombría y el retumbar del trueno levantó a todos,
menos a la señora Umney, que se desmayó.

—¡Qué clima más atroz! —dijo tranquilamente el ministro,


encendiendo un largo veguero—. Creo que el país de los abuelos
está tan lleno de gente, que no hay bastante buen tiempo para
todos. Siempre opiné que lo mejor que pueden hacer los ingleses
es emigrar a América.
—Querido Hiram —replicó la señora Otis—, ¿qué podemos
hacer con una mujer que se desmaya?

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—Le descontaremos eso de su salario en caja. Así no se volverá a


desmayar.

En efecto, la señora Umney no tardó en volver en sí. Sin embargo, se


veía que estaba hondamente sorprendida, y le advirtió a la señora Otis
que lamentablemente algún contratiempo iba a ocurrir en la casa.

—Señores, he visto con mis propios ojos unas cosas... que pondrían
los pelos de punta a un cristiano. Y durante noches y noches no
he podido pegar los ojos a causa de las cosas terribles que pasaban
aquí.

A pesar de lo cual, Mr. Otis y su esposa aseguraron a la buena mujer


que no tenían miedo ninguno de los fantasmas. La vieja ama de llaves,
después de haber impetrado la bendición de la Providencia sobre sus
nuevos amos, se retiró a su habitación renqueando.

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