Un Silencio Propio, Por Josefina Licitra
Un Silencio Propio, Por Josefina Licitra
Un Silencio Propio, Por Josefina Licitra
El espacio de trabajo es una parte fundamental del ritual solitario de la escritura; es el lugar al
que huyen los que escriben.
Mi vida era distinta hace diez años, cuando me mudé a esta casa. Tenía un bebé. Tenía un
marido con tres hijos de un matrimonio anterior que venían varias veces por semana a dormir
con nosotros. Tenía una familia, entonces por momentos quería huir. Es lo normal.
El lugar para escaparme estaba en el primer piso. Ahí había una única habitación a la que se
llegaba por una escalera externa. Puse calefacción, aire acondicionado, un escritorio, internet,
un puf barato donde tirarme a dormir. Armé el “cuarto propio” del que habla Virginia Woolf en
ese libro extraordinario, contemporáneo —Un cuarto propio—, que desglosa la relación
compleja que existe entre las mujeres, la vida doméstica y la producción literaria. En el libro,
Woolf da algunos ejemplos impresionantes. Charlotte y Emily Brontë escribían sin saber cómo
era el mundo más allá de las paredes de su casa. Jane Austen confeccionaba sus novelas en la
sala de estar y cada tanto cubría los papeles para que los que merodeaban por ahí —visitas,
personal doméstico— no sospecharan su tarea.
En ambos casos, y en todos los otros que menciona el libro, y principalmente en los demás que
ni siquiera menciona, la pregunta es la misma: ¿Cómo se produce el silencio cuando hay voces
en todas partes? ¿Cómo hacer, además, para que ese silencio no crezca cuerpo adentro, como
una malformación del alma que nace en reacción al ruido que hay afuera? Durante años esa
clase de vacío —reactivo, descontrolado— me dio temor. Tal vez por eso armé un espacio de
trabajo.
Llueve, al fin.
El jardín vibra.
Quieta.
Después escribí tres libros y me separé. Es lo normal. Desde entonces en mi casa tengo más
espacio del que necesito. Según el momento puedo escribir en el sillón del living, la mesa de la
cocina, la cama: sí. Puedo hacerlo en casi todas partes. Pero cada vez que quiero abstraerme
subo a mi escritorio. Es el único lugar que queda intacto luego de todas las bombas.
Roland Barthes
Escribo esto en la cocina, frente al jardín. Hoy es uno de esos días. Después voy a internet y
pongo “escritorios de escritores” en el buscador. Aparece un blog, Proyecto Escritorio, que
muestra los espacios de algunos autores. Llama la atención el de Roland Barthes. Tiene dos
lugares, uno en el campo y otro en París, con una idéntica disposición del papel, las plumas, los
pupitres, los relojes y los ceniceros. La estructura del espacio, dice Barthes, configura su
identidad. Suena coherente, académico y excéntrico. Otros autores también dan la nota.
Jonathan Franzen escribió Las correcciones, su primera gran novela, en un cuarto cerrado, con
tapones en los oídos y con el puerto de red de su computadora sellado con pegamento. Ian
McEwan tiene dos mesas: una con su máquina Apple y otra donde escribe a mano alzada. Y
siguen los casos.
En “El taller de Gay Talese”, una entrevista hecha por Robert S. Boynton al capitoste de la
literatura de no ficción, Talese cuenta los pormenores de su trabajo y da detalles de su rutina
laboral. Dice esto:
Me levanto a más tardar a las ocho. Duermo en el mismo cuarto con mi mujer pero no le hablo
en la mañana. Nuestra alcoba matrimonial no contiene nada mío: ni mi ropa, ni mi cepillo de
dientes, nada. En realidad es la alcoba de mi mujer, con su clóset, su escritorio, sus
manuscritos, su ropa. Le pertenece a ella. Yo sólo duermo allí. Dejo la alcoba conyugal y subo
al cuarto piso, que es donde tengo mi ropa. Me ducho y me pongo chaqueta y corbata. Salgo a
la esquina a comprar el New York Times, aunque no lo leo en ese momento. Pero si no lo
compro por la mañana, se agota y odio eso. Luego bajo a mi oficina, que tiene una entrada del
todo independiente de la de la casa. Me hago el desayuno en la cocinita que hay, usualmente
café y un muffin integral, y lo llevo hasta mi escritorio. En ese momento ya son tal vez las ocho
y media. No tengo teléfono ni e-mail en mi oficina, de modo que nada me perturba. A las doce
y media me hago un pequeño sándwich. Como comer arruina mi concentración, a la una y
media voy al gimnasio. En el gimnasio pedaleo en una estática mientras leo el periódico y
luego hago otros ejercicios. Eso mata un par de horas. Hacia las tres regreso y a las cuatro subo
a la casa por primera vez desde que bajé a las ocho de la mañana. Trabajo en mi escritorio del
cuarto piso, contesto llamadas, miro el correo y pago cuentas. Vuelvo a bajar a la oficina a las
cinco y miro lo que he escrito en el día. Trato de continuar escribiendo hasta las ocho de la
noche. Luego salgo. Me gusta salir. Todas las noches. Adoro los restaurantes. No
necesariamente los sofisticados, sino cualquier restaurante. Trato de regresar a casa hacia la
medianoche o un poco antes. Alcanzo a ver el fin de The Charlie Rose Show. En los fines de
semana voy a mi casa en Ocean City, donde vive mi madre de 95 años. Allá tengo una oficina
idéntica a la de la ciudad, me levanto por la mañana y repito el proceso. O sea que no cambia
nada en los siete días de la semana.
La primera vez que leí esto me pregunté si era un chiste. Después entendí que no lo era y tuve
palpitaciones. Lo importante, en cualquier caso, es que este sistema a Talese le funciona. Su
método obsesivo lo llevó a escribir una infinidad de crónicas —publicadas en The New Yorker,
Esquire, y Harper’s Magazine— y más de una decena de libros, entre ellos el último, The
Voyeur’s Motel, que próximamente saldrá a la venta. Hasta hace algunas semanas, la
promoción de este trabajo transcurría por los mismos carriles calibrados que parecen sostener
la vida de Talese. Hasta que alguien sacó a Talese del libreto y, en vez de preguntarle por el
viejo “nuevo periodismo”, lo interrogó sobre cuestiones de género. Sucedió en la Universidad
de Boston. Durante una ponencia, Talese fue invitado a mencionar alguna escritora de no
ficción que admirara. “Ninguna” fue la conclusión. Frente a las nuevas preguntas que generó
esa respuesta, Talese desarrolló la idea y dijo que ninguna autora le había “encantado” porque
“las mujeres no escriben bien no ficción porque no se sienten cómodas hablando con
extraños”.
Pensé en los alcances del mundo de Gay Talese, que conoció a muchos extraños pero
evidentemente no conoció a muchas mujeres. Y pensé también, sólo por mencionar a una
contemporánea de su mismo círculo profesional —el de los hacedores del Nuevo Periodismo—
en Joan Didion. Sus libros El año del pensamiento mágico y Noches azules son dos piezas
exquisitas que relatan el desmoronamiento físico y mental de Didion luego de perder con una
diferencia de poco tiempo a su esposo y su hija. Y dan cuenta de dos certezas: que no hay
mayor extraño que uno mismo en los momentos de crisis. Y que no hay mejor escritura que la
que replica la dimensión imprecisa del cuarto propio: el lugar al que se llega por una escalera a
la intemperie, después de todas las fugas, con la urgencia de producir un vacío. Para alojarse
finalmente, dolorosamente, en él.
Josefina Licitra
Josefina Licitra es periodista y narradora. Sus últimos dos libros son El agua mala y 38 estrellas.
En Twitter es @JosefinaLicitra.