ESPINOSA German La Tejedora de Coronas
ESPINOSA German La Tejedora de Coronas
ESPINOSA German La Tejedora de Coronas
LA TEJEDORA DE CORONAS
Primera reimpresión
Alfaguara, Colombia,
Marzo, 2003
Al entrarse la noche, los relámpagos comenzaron a zigzaguear sobre el mar, las gentes
devotas se persignaron ante el rebramido bronco del trueno, una ráfaga de agua salada,
levantada por el viento, obligó a cerrar las ventanas que daban hacia occidente, quienes
vivían cerca de la playa vieron el negro horizonte desgarrarse en globos de fuego, en
culebrinas o en hilos de luz que eran como súbitas y siniestras grietas en una superficie
de bruñido azabache, así que, de juro, mar adentro había tormenta y pensé que, para
tomar el baño aquella noche, el quinto o sexto del día, sería mejor llevar camisola al
meterme en la bañadera, pues ir desnuda era un reto al Señor y un rayo podía muy bien
partir en dos la casa, pero tendría que volver al cuarto, en el otro extremo del pasillo,
para sacarla del ropero, y Dios sabía lo molondra que era, de suerte que me arriesgué y
desceñí las vestiduras, un tanto complicadas según la usanza de aquellos años, y quedé
desnuda frente al espejo de marco dorado que reflejó mi cuerpo y mi turbación, un
espejo alto, biselado, ante cuyo inverso universo no pude evitar la contemplación lenta
de mi desnudo, mi joven desnudo aún floreciente, del cual ahora, sin embargo, no
conseguía enorgullecerme como antes, cuando pensaba que la belleza era garantía de
felicidad, aunque los mayores se inclinaran a considerarla un peligro, no conseguía
enorgullecerme porque lo sabía, no ya manchado, sino invadido por una costra, costra
larvada en mi piel, que en los muslos y en el vientre se hacía llaga infamante, para
purificarme de la cual sería necesario que me bañara muchas, muchas veces todos los
días, tantas que no sabía si iba a alcanzarme la vida, costra inferida por la profanación
de tantos desconocidos, tantos que había perdido la cuenta, durante aquella pesadilla de
acicalados corsarios y piratas desarrapados que, transcurridos todos aquellos meses, con
el horror medio empozado en los corazones y la peste estragando todavía la ciudad, aún
dominaba mis pensamientos, apartándolos del que debía ser el único recuerdo por el
resto de mi vida, el de Federico, el muchacho ingenuo y soñador que creía haber
descubierto un nuevo planeta en el firmamento, el adorable adolescente que me había
hecho comprender el sentido de esos encantos ahora nuevamente resaltados por el
espejo, el orden y la prescripción del fino dibujo de mis labios, el parentesco de mi
ancha pelvis con la del arborícola cuadrúpedo, la función nada maternológica ni mucho
menos lactante de mis eréctiles pezones y, en fin, el muchacho cuya memoranza me
hacía bajar de tristeza los ojos, sólo para repasar con ellos el delicado nudo de los
tobillos, bajo los cuales se cimentaba la espléndida arquitectura, para torcer el gesto ante
las rodillas firmes y antiguas, como moldeadas al torno, para ascender voluptuosamente
por la vía láctea de los muslos hasta detenerlos en el meandro divino, en el delta
codiciado por el que medievales caballeros cruzaron sus espadas en justas de honor,
perfecto intercolumnio cuyos soportes cilíndricos habían de rostrar, no los espolones de
las naves fenicias, sino las suaves garras del amor, y tras escalar con un estremecimiento
II
Catorce años después del estrago causado en la ciudad y en nuestras vidas por la flota
del rey de Francia, una pareja de hombres de ciencia europeos, que viajaban hacia Quito
con el designio de medir un grado del meridiano, fue arrestada en Panamá por el
tribunal de la Inquisición bajo el cargo de portar en sus valijas libros y materiales
propios de las prácticas de hechicería, y fue así como se ordenó su inmediato traslado a
nuestra ciudad, para el consiguiente juicio, que había de ser muy sumario, pues el
francés Pascal de Bignon y el bolones Guido Aldrovandi parecían sostener, en sus
cartografías y cuadernos de notas, la verdad del sistema de Copérnico, teoría que el
Santo Oficio, con fundamento en la Escritura y en ciertas opiniones de San Agustín y de
Santo Tomás, consideraba indefensible ni siquiera como hipótesis, intolerable para los
católicos como ya lo había proclamado, mucho tiempo atrás, el papa Urbano VIII al
recordar que la Tierra era un astro inmóvil, a cuyo alrededor giraban el sol y las
estrellas, y en uno de cuyos puntos geográficos, Jerusalén, morada y santuario de Dios,
se hallaba el centro de la Creación, de donde juzgaban los sesudos inquisidores que, si
la sola razón natural no bastara para deducir una cosa tan palmaria, al menos debía
sentirse algún respeto por los textos sacros, que en tal materia no dejaban ni el menor
rescoldo de duda, a menos que el blasfemo Copérnico se sintiese más conocedor que
Moisés en aquellos delicados puntos, lo cual producía tal ansia de reír que se
inflamaban por sí solas las piras inquisitoriales, pero resultó que Aldrovandi y de
Bignon venían muy bien respaldados por el gobierno de Francia, cuya alianza con el rey
Felipe era no sólo política sino familiar, de suerte que los dominicos, aunque se
obstinaran en alegar que los geógrafos eran autores de un cosmograma en el cual se
representaba al universo como una mujer desnuda, símbolo del poder satánico, se
quedaron con un palmo de narices y tuvieron que dejar en libertad a los dos apuestos
caballeros, a quienes recibí secretamente en mi vacío caserón de la plaza de los
Jagüeyes, como en memoria de Federico hacía con todos los viajeros cultos que pasaban
por la ciudad, para oír de sus labios las últimas novedades de la ciencia europea, tales
como la medición de los paralajes planetarios, que conocí por boca de un holandés que
había trabajado con Jean Richer y la cual Federico jamás llegó ni siquiera a barruntar,
pero yo sabía ahora mucho más de lo que él supo nunca, pues me había propuesto
continuar su obra y por eso había trasladado a casa todos los mapas y aparatos del
abandonado mirador de los Goltar, tratando de hacerme como él astrónoma empírica, de
asumir su llama imborrable, a furto siempre de las escolimosas miradas de comisarios y
familiares del Santo Oficio, siempre evadiendo la curiosidad de los vecinos, que no
comprendían cómo una mujer que ya rebasaba la treintena podía sobrellevar una vida
tan solitaria en un caserón impregnado de recuerdos acerbos, sin marido, sin parientes,
extenuando día por día una herencia que hubiese podido multiplicarse, marchitando su
propia belleza que todavía ponía a galopar briosamente a algunos corazones de
vecindario, engolfada en quién sabe qué actividades misteriosas, pecando acaso a solas
III
IV
Dicen que decía Hortensia García, poco antes de morir en un convento de Popayán, que
ella no hubiera podido evitar el mirar con insolencia a fray Miguel Echarri aquella
noche en que, todavía medio embozado en la capilla negra de su blanco sayal
dominicano, y rígido como una estatua, sin atreverse a entrar, lo halló a la puerta de su
casita de madera, metida en los vericuetos del arrabal de Getsemaní, de suerte que lo
examinó de arriba abajo, preguntándose qué rayos podría querer con ella pasado tanto
tiempo, pero la enterneció a la postre, según dicen que decía, su estampa arruinada y
trémula, al punto de permitirle pasar y, no sin advertirle que si Diego de los Ríos se
VI
Tú que conoces, mi buen Bernabé, lo que es la pena de amor, porque te la infligí tantas
veces, comprenderás lo que sentí en aquella mi segunda primavera francesa, cuando,
precisamente en la luna llena de abril, porque estaba escrito que fueran el mes y la luna
de mis congojas, Fran9ois-Marie me comunicó que deberíamos separarnos, él pensaba
que por corto tiempo, yo comprendí que por el resto de la vida, ya que al firmarse la Paz
VII
Fray Tomás de la Anunciación iba, como todas las madrugadas, meneando y haciendo
sonar la calderilla en el tarro de cobre, a medida que, con impostada voz de mendigo,
recorría las callejuelas toledanas invocando la largueza de sus moradores para socorrer
con una caridad a su orden de frailes menores y pordioseros, y daba su cantinela la
impresión de un lamento de plañidera, pues no escatimaba ayes ni otros recursos
retóricos, y el matraqueo continuo y molesto de la calderilla en el recipiente recordaba
no sólo el sonido de tablas con que, en el triduo sacro, habían sido reemplazadas las
campanas para convocar a las ceremonias, sino también el ruido monótono que
identificaba a los leprosos, así que de tiempo en tiempo, alguna piadosa viejecita
asomaba por alguna ventana su cara de pasa gorrona y le echaba un óbolo miserable en
el tarro, que él agradecía en nombre, no suyo propio ni de la orden, sino del Altísimo, y
luego, cuando la vieja había desaparecido, examinaba muy bien la dádiva y debía
maldecir, para su sayal, la mezquindad de esta grey podrida de dinero pero cicatera
hasta el último maravedí, y yo lo vi emerger por la esquina del convento de San Diego y
llevaba un andar cojitranco, tan simulado como la voz lastimera y> desde la ventana de
mi encierro, vi que, a cada trecho, se detenía a efectuar alguna misteriosa operación por
el trasero del sayal mugriento y con huellas aún de la vigilia de corvina frita con que
debió observar la noche anterior sus ayunos de terciario glotón, y era lo cierto que la
ciudad, a esa hora legañosa, se veía casi desierta y el frailuco sólo tropezaba de vez en
cuando con algún grupo de aguadores que le daban los buenos días en nombre del Señor
o con algún leñador que desamarraba la carga del asno para satisfacer pedidos de casas
principales, y ahora lo vi topar con unos señoritos borrachos, cuyas espadas de lazo
VIII
Cuando, por primera vez en mi vida, girando todavía en mi mente las espantosas
fatalidades que me sobrevinieron cuatro años atrás en el castillo del barón von Glatz,
pisé territorio metropolitano español a fines del verano de 1727, tuve la impresión de
que los Pirineos no eran solamente una cadena de nevadas y amuralladas montañas, sino
un océano áspero y fragoso que separaba espacial y temporalmente a España del resto
de Europa, a tal punto me vi retroceder en la historia a medida que me internaba en
aquella nación donde todo se me antojaba imagen de muerte o de terror, así viniera
envuelto en la burlería de los enanos velazqueños que en carne y hueso asediaban
nuestra diligencia, o en el sangriento esplendor de las fiestas de toros que acechaban en
cada puebluco para hacer la apoteosis de la gran heroína de España, Nuestra Señora la
Muerte, mucho más patética, desde luego, en los cuerpos de bandidos ahorcados que
pendían, a cada trecho, de los árboles del camino, o en el mismo temor de que el convoy
fuese asaltado por aquellos piratas de tierra firme que campeaban por el país, cuyas
casas encaladas, cuyos pastores de embozo y cayado, cuyas mujeres cubiertas con
mantones de bayeta, cuyos chirriantes carretones y cuyo polvo lunar componían, a pesar
del cielo intensamente azul, de los pinos y fresnos cuyas siluetas se alargaban en un
remanso de sombra, un cuadro sombrío de contención, de mojigatería, de miedo, de
ignorantismo, que me oprimió el corazón y me hizo desear el regreso mucho antes que
IX
A nadie engañó la flota enemiga con las banderas inglesas izadas en la nave capitana,
españolas en la almiranta y holandesas en la de gobierno, que tremolaban como
señuelos de punta de cimillo en los palos mayores y en los picos cangrejos, pues todos
sabíamos que se trataba de una escuadra francesa, en ello había acuerdo general,
mientras las silenciosas embarcaciones, en número superior a veinte, daban fondo entre
la ciudad y la punta de los Icacos, frente al arenal de Playa Grande, y ahora, inmóviles
en la mar tendida, bajo el cielo aborregado y el marero viento, simulaban fantasmas de
sal, como los corceles de mi sueño, que disfrutaran, antes de anonadarla, el espectáculo
de la inerme ciudad, ahogada en los primeros resoles de abril, rodeada de tremedales
cortados por esteros, que formaban islas bajas y tupidas de mangles cuyas raíces se
elevaban por el aire y hacían una graciosa curva antes de sumergirse otra vez en el suelo
pantanoso, en tanto que sus baluartes, baterías y fuertes se envolvían en un silencio que
era como el eco medroso del mutismo glacial del enemigo, silencio extravagante bajo la
opresión de la siesta en que, del palacio gubernamental, no brotaba aún una sola orden,
el menor comentario, una previsión apenas, a despecho del pánico que atenaceaba a la
población, del llanto de las mujeres en los templos, del alboroto de los negros que veían
aproximarse una buena oportunidad para escapar del cautiverio, y yo encerrada en la
alcoba de María Rosa sentía el terror estrujarme, pues fundadamente podía temer que en
caso de una desbandada nadie se acordase de mí y me abandonasen en la más completa
impotencia, así que me puse a golpear la puerta con un furor de los mil demonios,
llamando criminales a los Goltar, exigiéndoles una libertad de la cual ellos no tenían el
derecho de privarme, pero sólo me respondió otro estrambótico silencio lleno del eco de
mi voz, entonces deduje un poco disparatadamente que todos habían huido, que la casa
se encontraba vacía, y empecé a dar voces de socorro por la ventana que daba a la calle,
aullé con todas mis fuerzas ante la indiferencia de las gentes que se atropellaban en su
estampida, rompí a llorar y me puse a lanzar a la calzada, a riesgo de descalabrar a
alguien, cuanto objeto hallé a mano sobre el tocador, dentro de la cómoda en las gavetas
del velador, y estuve a punto de dar con uno de ellos en la carota perpleja de Federico,
que desde el arroyo me pidió paciencia, ya subía por mí, mas cuando se encontró frente
a la puerta informó con voz rota que su madre rehusaba entregarle la llave, le pregunté
dónde rayos se hallaba Cristina y me dijo que anegada en llanto en sus habitaciones,
donde María Rosa trataba en vano de tranquilizarla con infusiones de salvia y toronjil,
le ordené en mi tono más agudo que arrebatase las llaves a quien las tuviera, que no iba
a quedarme esperando allí, encerrada, a que la escuadra francesa iniciara el bombardeo,
creo que él ni siquiera se detuvo a reflexionar sino que obedeció mecánicamente, lo
cierto es que unos minutos más tarde oí el sonido metálico de la cerradura y me vi por
fin libre, entonces rechacé el abrazo que me reclamaba, subí en un vuelo al mirador y
dirigí el anteojo de larga vista hacia la flota alineada en el horizonte, llena de ese aire de
irrealidad que no era sino una proyección de nuestras plegarias, quieta como la lámina
ilustrativa de un poema heroico, y sentí a Federico situarse abochornado a mi lado,
evidentemente había aprovechado la confusión de la plaza de Armas, el momento en
que su padre y el Sargento Mayor entraron frenéticos a la Gobernación, en que todos
trataron de ubicarse lo mejor posible en los puestos desde los cuales deberían defender
la plaza, para escabullirse y regresar aquí, porque rehusaba batirse, no presentaría
combate, que lo llamaran cobarde o traidor pero no haría un tiro contra el enemigo,
Voltaire, que era mi paño de lágrimas, había tenido que refugiarse dos años atrás, a raíz
de la publicación de sus Lettres philosophiques, en el castillo de Cirey, en los confines
de la frontera lorena, cuyas puertas le abrió su propietaria, la engreída señora de Le
Tonnelier de Breteuil, marquesa de Châtelet, escritora con humos de física, traductora
de Newton, de quien mi amigo se había enamorado con locura, porque así era su
corazón, debatido entre la debilidad por las mujeres con tufos intelectuales y el exceso
de vanidad que lo devoraba desde los tiempos del estreno de su OEdipe, en 1718, cuyo
éxito le permitió alternar con hombres como lord Bolingbroke, el diplomático inglés
que negoció la paz de Utrecht, o el duque de Richelieu, sobrino del famoso cardenal,
hombre depravado, amante por esos días de la Châtelet, todo ello soliviantado, además,
por la cuantiosa herencia que, al morir en 1722, unos tres meses antes de mi viaje a
Prusia con Marie, le dejó el notario Arouet, conmovido a la postre por el prestigio de su
hijo, en el estreno de cuya primera y muy aplaudida obra, aquélla que el autor reputaba
superior a la de Sófocles, a cada chispazo de ingenio gritaba ah pícaro, ah pícaro, de
XI
Mis primeros años de vida con Marie fueron no sólo felices, sino festivos, muy
regocijados, pues tras aquellos deplorables meses que siguieron a mi ruptura con su
madre, durante los cuales no pudimos vernos y su espíritu perdió fuerzas y se dejó
zamarrear como una nave que amaina velas en medio de la peor borrasca, su gozo de
vivir floreció ahora, a la manera de una planta revivida al contacto del agua y del sol,
que no podía proporcionarse por sí misma, entonces comencé a descubrir los matices
recónditos de su espíritu, lleno de encantadores recodos y de impenetrables reticencias,
travieso y juguetón como el de una bestezuela que saliese de su hibernáculo hacia la luz
de la primavera, pero profundo y retraído al mismo tiempo, oscurecido a ratos por el
avance lento de un presentimiento y roído por un extraño rencor, por algo que no
pudiera perdonar al universo, algo que ella misma no comprendía, ya que pienso que los
movimientos de su psique no siempre eran advertidos por su plena conciencia, había en
ella resortes que trabajaban en la sombra, intimidades de su mente que la propia Marie
no podía comprender, y era por ello que quienes la rodeábamos debíamos andarnos
siempre con mucho tiento, tratando de no herirla, de no avivar entre la ceniza sus
rescoldos menos gratos, como aquella manía de torturar a los animales, de arrancar con
violencia, por ejemplo, las plumas a las aves de corral, o de destazar a las mariposas
hasta convertirlas en un puñado de polvo de arcoiris, lo cual habría resultado hasta
cierto punto anodino, a no ser porque, además, trasladaba en algunos períodos esa furia
vengativa a sus relaciones con las personas, a las cuales hacía objeto de comentarios
venenosos o de bromas paralizantes, como el día en que acorraló a Guido Aldrovandi
sosteniendo en su mano una viuda negra, pues tenía la virtud de tornar inofensivos aun a
los bichos más peligrosos, coleccionaba sapos, salamandras, escorpiones y todo género
de criaturas espeluznantes, a las cuales se ingeniaba para mantener con vida, pero digo
que nos divertíamos porque cuando nada la perturbaba solía mostrarse muy imaginativa,
sacaba de la nada motivos de entretenimiento, como si el mundo no tuviese secretos
para ella, trazaba de pronto unas líneas en diagonal a ambos lados de un pedazo de
papel grueso, y hacía pasar una cuerda a través de cada extremo del mismo, dibujaba un
pájaro sobre un lado del papel, con las patas en el sitio donde las diagonales se
cruzaban, pintaba una jaula en el otro lado, luego hacía girar con presteza el papel y el
pájaro aparecía dentro de la jaula, o bien en mi ausencia cortaba un trozo de vitela
negra, lo extendía sobre el blanco mantel del comedor, ponía a su lado un tintero vacío,
en posición de haberse volcado, y así me propinaba un susto mayúsculo, otras veces
introducía en una botella un pedazo de papel encendido, colocaba después un huevo
encima de la abertura, y veíamos al huevo, cuyo tamaño era mayor, entrar por ella,
descender lentamente por el gollete y precipitarse por último en el fondo, pero además
podía descifrar en cuestión de minutos cualquier criptograma escrito en un alfabeto
decalado, aunque se hubiese cifrado con las intrincadas claves del cuadrado de
Vigenére, era capaz de fabricar variaciones innumerables de los muñecos holandeses,
sus monogramas en las fundas de las almohadas o en las sábanas resultaban verdaderas
obras de arte, hacía a mis invitados extrañas preguntas como, por ejemplo, si los
XII
Ahora que estoy siendo procesada, bajo acusación de brujería, por el Tribunal de
Inquisición de Cartagena de Indias, ahora que padezco el segundo de los dos largos
cautiverios observados en mi horóscopo por el ha tiempos difunto Henri de
XIII
XIV
No olvido a 1758, porque ese año aprendí a fumar pipa en Nueva York con Rutherford
Eidgenossen, un rubio pecoso terciado de alemán que dirigía un hebdomadario llamado
el New York Courant, donde, bajo la propaganda de las píldoras pectorales del doctor
Bateman, destructoras infalibles de flujos, vómitos de sangre, consunción, viruelas,
sarampión, catarros, toses y dolores en los miembros y articulaciones, podían aparecer
ya un ensayo sobre astronomía, o unas coplas acerca del advenimiento de algún cometa,
o una sátira contra sus competidores periodísticos, o una sesuda información sobre las
fluctuaciones del papel moneda, todo irremisiblemente escrito por él, por aquel
infatigable intelectual y obrero que, con una prensa de tórculo, manejada por él mismo,
echaba a la calle todas las semanas doscientos ejemplares del más explosivo producto
literario que llegué a conocer jamás, mientras bebía a garrafadas whisky de las
destilerías locales y apestaba sus alrededores con una pipa de maíz, de la cual me
obsequió una réplica, con lo que pude iniciarme en los placeres del tabaco, para mí
vedados hasta entonces, y hacerme reflexiones filosóficas sobre la forma como la edad
lo va borrando todo, hasta las fronteras de los sexos, pues qué chocante se hubiera visto
en una jovencita, como lo era yo en tiempos de Federico, el presentarse en público de
buenas a primeras con una inmensa cachimba, y en cambio qué natural me veía ahora,
paseándome con mi humeante adminículo, en compañía de Rutherford, por calles y
tabernas de esta ciudad mercantil, que arrojaba humo lo mismo que yo por las repetidas,
uniformes chimeneas de sus casas de tres pisos, que trafagaba sin cesar al ir y venir de
diligencias, de berlinas o de carretas con ruedas herradas o calzadas con pinas de
madera, provistas de primitivas carrocerías cubiertas de lonas, todo ello apenas señal
exterior de su auge fabril, casi febril, de la vida industriosa de ese pequeño hormiguero
de la isla de Manhattan, que, aunque fundado unos ciento treinta años atrás por
emigrantes holandeses bajo el nombre de Nueva Ámsterdam, ahora cobijaba también a
una traqueteante población de ingleses, escoceses y hugonotes franceses que, a
diferencia de nuestros colonizadores españoles, habían dado definitivamente la espalda
a sus lugares de origen y se ocupaban en crear aquí su propio mundo, en fecundar y
enriquecer aún más a su tierra prometida, y que, alejados de la influencia de cuáqueros y
puritanos, abundantes en el resto de las colonias, discutían con franqueza los problemas
éticos y políticos y componían un universo intelectual regido por la práctica, cuyo
epítome podía ser el propio Rutherford Eidgenossen, hombre capaz de alternar su
incesante trabajo editorial y su alcoholismo irreductible con la siembra de zanahorias en
proximidades del casco urbano, zanahorias que eran como el trasunto de su nariz
colorada y puntiaguda, y que repartía entre sus relacionados con la misma naturalidad
con que hubiese ofrecido de una caja de puros, a tal punto era todo fluido y vital en él,
energía desbocada como la de su propia ciudad, trabajo entusiasta, justificación de la
vida por la actividad constante, salud derrochada pero persistente, nunca malgastada,
porque eran de ver aquellas ediciones semanales de su New York Courant, published by
Authority, salpicadas de su ingenio espontáneo y festivo, chisporroteantes como los
piscatores de Torres Villarroel, pero en las cuales, a la par que en la crónica, a veces
satírica, de los acontecimientos americanos y europeos, se embarcaba en artículos de
fondo que constituían auténticas embestidas contra el prejuicio religioso o científico,
contra las aristocracias clericales, contra dudosos patriarcas al estilo de Increase y
Cotton Mather, ya vapuleados en Boston por su maestro, el sabio Benjamín Franklin, de
quien me hablaba con feroz entusiasmo, y en fin, contra los franceses que, unos años
antes, habían reforzado sus posiciones en el valle del Mississippi, con el consiguiente
enfrentamiento con los colonos orientales que se encontraban ya del otro lado de los
XVI
En efecto, allá por el verano del 1720 viajé a Marsella con Marie, en cuyo rostro
comenzaban a pintarse, con tintes macilentos, los presagios de la enfermedad que había
de llevarla a la tumba, con el propósito no muy seguro, pues habían pasado ocho años,
de confirmar aquella rápida pero inmarchitable visión que tuve al abandonar ese paraje
de las bocas del Ródano con Aldrovandi, de Bignon y sus dos enlutados cofrades el día
mismo que pisé tierra francesa, la visión de aquellos ojos claros y soñadores que había
creído no volver a tener ya nunca jamás, aquel rostro perdido entre un grupo de
prostitutas que acechaban en la oscuridad de la calle a los soldados en uso de licencia, y
fuimos a alojarnos, como ya he dicho, a la misma posada en la cual había recalado
durante la primavera de 1712 con mis amigos geógrafos, y aunque Marie se manifestaba
reticente acerca del éxito de nuestras pesquisas, lo cierto es que mis actividades como
empadronadora de rameras al servicio de la logia del Cloître-Notre-Dame me habían
dotado de cierta práctica en este género de menesteres, de forma que me bastó, en cierto
modo, realizar unas cuantas averiguaciones por las tabernas portuarias, para dar con la
pista de esa persona que, por su condición de indiana, debía necesariamente llamar la
atención, y fue así como una de aquellas mañanas bañadas por la ardiente luz del
Mediterráneo, golpeamos a la puerta de una casucha de los arrabales, una endeble
construcción de madera rehogada a esa hora por el resol del estío, donde salió a abrirnos
un niño flacuchento, pero de ojos tan puros que lo convertían en una verdadera monada,
un niño triste que, sin embargo, nos recibió con una desamparada sonrisa al vernos allí,
contemplándolo un poco estupefactas bajo la agresión de los rayos solares, y nos hizo
pasar sin hacernos preguntas cuando le dijimos que deseábamos ver a su madre, nos
sirvió unos dudosos refrescos mientras, según decía, la inquilina de la destartalada casa,
que debía de haberme tomado, sin verme, por alguna representante de la autoridad, se
acicalaba un poco, después de una mala noche en que, de acuerdo con la versión que
condescendía a dar a su hijo, no la habían dejado dormir cierto par de urracas que
cantaban a dúo una canción de cuna para arrullarla y así poder robar unas cuantas joyas
que poseía, historia que me bastó para intuir la exigua sanidad mental que se respiraba
entre aquellas paredes pintadas a ralos brochazos de un verde desvaído, y he de decir
que ni cuando Benedicto XIV me hizo aguardar meses para recibirme, ni cuando me
encerraron bajo llave en casa de los Goltar, ni siquiera cuando esperaba el dictamen
fatal de los jueces en las mazmorras de la Concergierie, la expectativa cobró para mí
tales visos de ansiedad como esa mañana de julio en que, por fin, pasados unos tres
XVII
Entre las cosas que me han ayudado a sobrellevar con cierta dignidad estoica el
encierro y las torturas en estas mazmorras del Santo Oficio, quizá no esté en último
lugar la idea, que se me clavó desde entonces en la mente, de que morí en realidad en
aquel naufragio del «Waning Moon», en medio de la furia del vendaval, y de que los
años que he creído vivir después no son más que una prolongación en la muerte de la
sensación de estar vivo, como me dijo Tabareau, la víspera de mi abandono definitivo
de París, quiero decir la noche en que me prodigó sus más altas y estremecedoras
revelaciones, que ocurría según Swedenborg no bien acabábamos de exhalar el aliento
postrero, esto era, que los ángeles del Señor nos trasladaban a un lugar ilusoriamente
igual al de nuestra morada terrestre, para que creyéramos que no habíamos muerto en
XVIII
XIX
He visto cuando la llevan a las cámaras de tortura y la obligan a tenderse sobre una
mesa como de ocho pies de largo, en uno de cuyos extremos hay un collar de hierro que
se abre en el centro para recibir su cuello, y a cuyos lados fuertes correas atan sus brazos
y piernas, de tal modo que, activando el torno, su cuerpo es tirado con violencia, a la
vez, en dos opuestas direcciones, con lo cual se dislocan sus coyunturas y sufre dolores
sin cuento, o bien se le ajustan a los dedos anillos de los cuales es luego suspendida a la
altura de dos o tres pies del piso, o se la flagela con disciplinas de hierro para después
cubrir su enrojecido lomo con camisetas de crin, o se le amarran las manos a la espalda,
FIN.