La Utopía de La Lectura

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LA UTOPÍA DE LA LECTURA

(Mircea Cărtărescu)

Una luz fría y cegadora de septiembre, unas bolas enormes, rojo-anaranjadas, de escaramujos
en cuya curvatura se refleja el mundo. La verja cargada de madreselvas que visitan las últimas
abejas. Estoy en mi terraza, envuelto en la inmensa luz del otoño, bajo unas nubes de otoño,
compactas, reventonas, indiferentes, bajo las cuales podrían suceder crímenes e incestos,
guerras fratricidas y torturas sin que su ataraxia se viera perturbada un solo ápice.

Tengo sesenta y un años, me encuentro en el otoño de mi vida. He vivido un nanosegundo en


una mota de polvo del mundo que nos han concedido, incomprensible y monstruoso. Pero
este instante que vivo ahora, en mi terraza, con un café, junto a mi gato birmano, con las bolas
del escaramujo sobre mi hombro, compensa por completo la locura del ser y del no-ser y,
como una fotografía en la que el otoño brilla con todas sus fuerzas, demuestra que el instante
es más importante que la eternidad.

En este momento eterno, leo. Releo La Ilíada al cabo de muchos años. Me he sumergido en el
texto en cuanto me he levantado. Ahora estoy leyendo en la terraza trasera de la casa, y he
murmurado largo rato los versos del primer canto hasta que me he dado cuenta de lo extraño
de la situación. Porque, cuando me despertado pensando en Homero, no me he dirigido a la
biblioteca, sino que he extendido la mano hacia el móvil depositado en la mesilla. En el archivo
en el que guardo mis libros esenciales he encontrado de inmediato La Ilíada, junto a la Historia
de Heródoto, la Divina Comedia, Dostoievski, Rilke y Kafka. He comenzado a leer antes de
espabilarme del todo.

Homero.
He seguido leyendo en el baño, con el móvil imprudentemente apoyado en el borde del lavabo,
y en la cocina, mientras preparaba el café, pero no me he dado cuenta de que estaba leyendo en
una pantalla, y no en papel, hasta que no he visto los hexámetros griegos mezclados con las
nubes otoñales reflejadas en el cristal rectangular. Las nubes de hoy, literalmente las mismas
que aquellas bajo las cuales compuso el poeta su epopeya.

¿Leer a Homero en un móvil? Al principio me he sentido golpeado por el hybris, tal vez
incluso por la impiedad de la situación. He dejado el teléfono, en cuya pantalla se
amontonaban, en series de hexámetros, los guerreros aqueos. He fijado la mirada en el vacío,
sintiendo tan solo el frescor deslumbrante del otoño. ¿Por qué La Ilíada, que vivió al principio
en la laringe de los aedas, pasó imperturbable a la nueva tecnología de los rollos de papiro,
luego a la nueva tecnología del libro, luego a la nueva tecnología electrónica, sin mengua y sin
añadidos, levitando sobre todos los soportes como dicen que levitaban las palabras sobre las
tablas de Moisés? ¿Por qué, mientras la mayoría de los libros son olvidados antes incluso de ser
escritos, otros atraviesan los espacios, los tiempos y las tecnologías para que, una mañana de
otoño, miles de años después de su aparición, alguien se despierte con el deseo de releerlos?

Miro a mi gato birmano, literalmente idéntico a los birmanos de hace cientos de años, con
unos ojos tan azules que parecen recortados y que a través de ellos se viera el cielo, con unas
patitas blancas que parecen haber caminado por una bandeja de nata, y pienso en el frágil
edificio de la literatura. Escribo literatura desde hace cuarenta años, leo desde hace muchos
más. Toda mi vida ha girado en torno a la literatura. No he sido, en definitiva, como le escribía
Kafka a su amada, “otra cosa que literatura”. Pero nunca me he denominado a mí mismo
escritor.

El edificio de la literatura hacia el que nosotros, las gentes del libro, nos dirigimos desde todas
partes, desde todas las épocas, desde todos los pliegues de la historia, se alza sobre un
gigantesco amasijo de escombros.

Sí, la literatura es una construcción frágil, un desglose subjetivo. Escuelas, corrientes, autores.
Attrezzo barato que esconde una única verdad: que el olvido acaba cubriendo finalmente todos
los libros. Cada época consagra a tres o cuatro autores: poquísimos serán leídos también en la
época siguiente, mal leídos además, mal comprendidos, reducidos a unos clichés que ellos no
compartirían. Así como “the only emperor is the emperor of ice-cream”, la única teoría que
prevalece es la del caos, la del amor y la del azar. Los seres humanos no saben, literalmente,
leer y en poco tiempo tampoco sabrán, literalmente, escribir. Vivimos la melancolía del ocaso
de la antigüedad, la ruina de una civilización, quizá la propia ruina del hombre. Tal vez nos
definan como “los últimos autores” porque hemos sido los últimos lectores verdaderos. Y a
pesar de todo ello, la literatura debe seguir adelante.

Fiodor Dostoievski, pintura de Vasily Perov (1872).


El edificio de la literatura hacia el que nosotros, las gentes del libro, nos dirigimos desde todas
partes, desde todas las épocas, desde todos los pliegues de la historia, se alza sobre un
gigantesco amasijo de escombros. Es la montaña de los libros mediocres, perdidos en la
anomia y, sin embargo, importantes, porque son ellos los que elevan y hacen visible el
santuario. Son libros escritos por dinero, leídos por voyeurismo y arrojados luego a un túmulo
tan alto como el Gólgota. Constituyen el noventa y nueve por ciento de los libros del mundo.

El primer piso de ese enorme edificio fue construido por profesionales para los que la escritura
es un oficio. Por hábiles cerrajeros, herreros carpinteros, hojalateros y torneros de la escritura.
Por albañiles, ingenieros y mecánicos, por aquellos que cuentan con estudios de trigonometría
y de resistencia de los materiales. Ellos levantaron edificios sólidos, coherentes, indestructibles,
con paredes ajustadas con el nivel y la pesa. Es la dimensión de la escritura que se puede
aprender, la que justifica la existencia de los cursos de escritura creativa. A ningún autor le
viene mal conocer su oficio. Libros construidos, libros exhaustivos más vastos que la vida,
como edificios de cientos de estancias, unos textos asombrosos como Ilusiones perdidas,
Guerra y paz, Los Buddenbrook o La guerra del fin del mundo destacan en este primer nivel
de la literatura.

Hay sin embargo cosas que no se pueden aprender en un curso de escritura creativa. Que
superan el oficio y se dirigen hacia la fragilidad y lo inexplicable del arte. Una vez que los
artesanos han construido los volúmenes, las bóvedas y los arquitrabes, hay que decorar la
catedral de la literatura. Las paredes desnudas deben cobrar vida, hacen falta frescos y estatuas
que den esplendor al edificio. No puedes aprender el estilo, la química de las combinaciones de
palabras, la sutileza del encaje de los tonos. Con esa gracia naces o no naces. La llevas en la
sangre y no sabes de dónde procede. Aunque infinitamente más frágiles, los escritores-artistas
son infinitamente superiores a los escritores-artesanos. “La poesía no se siente con el cerebro
ni con el corazón –decía Nabokov-, sino con la médula espinal”. Ningún autor que no sea un
artista puede provocarte ese estremecimiento, ese orgasmo final que es el objetivo de los
catadores refinados. En este nivel del enorme edificio te encuentras a los creadores de formas y
de milagros estéticos, encuentras las Soledades de Góngora y Salambó y En busca del tiempo
perdido y Finnegan’s Wake y Lolita y El arco iris de gravedad. Si la literatura se hiciera con
palabras, según dijo Mallarmé, Nabokov sería el más grande escritor de todos los tiempos.
Pero la literatura no se hace con palabras.

En esta palabra, religión, radica todo el secreto de la literatura, que es mucho más que un oficio
y mucho más que un arte.

Los dos primeros pisos de la literatura, la parte del oficio y la del arte, se entrelazan en
diferentes proporciones en la mayoría de los escritores verdaderos, los que honran su
vocación. Pero hay un piso más por encima de ellos, un escalón de una altura abrumadora,
insalvable para la mayoría. Para llegar a la cumbre de la catedral de la literatura, hasta el
campanario más alto, no hay vía de acceso. Tienes que haber nacido allí.

En una página de Salinger, Seymour y Buddy Glass se encuentran en la oficina de


reclutamiento. Bajo el epígrafe “profesión” del formulario para ser admitidos en el ejército,
Buddy pone “escritor”. Seymour, que es el poeta y profeta de la familia, se echa a reír: “¿Desde
cuándo es la escritura tu profesión? Yo pensaba que era tu religión”. En esta palabra radica
todo el secreto de la literatura, que es mucho más que un oficio y mucho más que un arte. La
catedral puede presentar una arquitectura perfecta y estar pintada de forma celestial, decorada
con estatuas, arabescos y magníficas vidrieras. Pero si no está consagrada, si no habita en ella
un dios, si no es un santuario, nada la diferenciará de las casas de los ricos, levantadas por
vanidad y orgullo. Será un cenotafio en el que no está enterrado sino el vacío.

Nabokov tuvo siempre palabras ásperas y despectivas para con Dostoievski. Encontró en sus
páginas desorden y torpeza y errores infantiles en la composición. Es cierto, Dostoievski no se
puede comparar con Tolstoi como artesano de la literatura, ni con Nabokov como estilista.
Pero una sola página de Nétochka Niezvánova vale más que toda la obra de Nabokov, pues
forma parte del sistema de pensamiento de Dostoievski, del almacén de su experiencia
humana, de su compasión por los humillados y oprimidos del mundo. Sus líneas no solo te
provocan un estremecimiento en la columna, sino que hacen que nuestro cráneo se haga
añicos y que nos sintamos por fin libres de nuestros propios demonios. La gran literatura no se
basa en la construcción, ni en los temas, tampoco en el arte de las palabras. Ella toca el límite
del límite de la humanidad, más allá del cual nos rodea un dios infinito.

Franz Kafka.
Kafka está por encima de los escritores de la modernidad precisamente porque no fue un
escritor. Porque incumplió todas las reglas del oficio y del arte de la escritura. Porque vivió
toda su vida como un centinela en los límites del lenguaje, que, según Wittgenstein, son los
límites del mundo. Ahí donde termina el ámbito de las ciencias, de las artes, de la filosofía, del
conocimiento humano, ahí donde la poesía y la fe empiezan a jadear por falta de aire. Hacia el
final de su vida, el propio Kafka se convirtió en una carcasa habitada por un dios. Nadie podía
ya comprender su voz.

La Iliada, la Divina Comedia, El idiota, El castillo. A su lado, la gran poesía del mundo con las
Elegías de Duino en la cúspide. Y la catedral se llena de divinidad y la literatura se convierte,
solo ahora, solo con la luz cegadora del faro, “en la belleza que va a salvar el mundo”.

No escribiría una sola línea si la literatura no fuera mi religión. Y no podría leer a un autor que
no hiciera de su escritura una cuestión más seria que una cuestión de vida o muerte: una
cuestión de fe. Ya no me queda tiempo para eso. Tengo sesenta y un años y siento el frescor de
los primeros días del otoño. Me queda como mucho un cuarto de vida por delante. ¿Qué
puedes hacer con un cuarto de sable, con un cuarto de escudo?

Al final de la Segunda Guerra Mundial, un ex-combatiente, Seymour Glass (cuenta el mismo


J.D. Salinger) es invitado a cenar con la burguesa familia de su prometida, Muriel. Los padres
de esta, preocupados por las rarezas del joven, le plantean la clásica pregunta sobre la carrera
profesional que le gustaría desarrollar después de la guerra. Para su consternación, Seymour
responde que no querría ser otra cosa que un gato muerto. Naturalmente, ellos toman su
respuesta como una prueba más de su locura, sin saber que el maravilloso personaje, el poeta
por excelencia (un nuevo príncipe Mishkin, en definitiva), se refería a una antigua parábola zen.
“Un gato muerto –responde él- porque nadie puede ponerle precio”.

T. S. Eliot.
La poesía es el gato muerto del mundo consumista, hedonista y mediático que nos rodea. No
se puede imaginar una presencia más ausente, una grandeza más humilde, un terror más tierno.
Nadie parece valorarla y, sin embargo, no existe nada más valioso. Solo la encontramos en las
librerías si tenemos la paciencia de llegar hasta las últimas estanterías del fondo. Los poetas no
tienen ya estatuas, como en el siglo XIX, ni reputación, como en el siglo XX. Obsesionadas
por las ventas y la rentabilidad, las editoriales huyen de la poesía como alma que lleva el diablo.
No se puede imaginar hoy en día un destino más dramático que el del poeta consagrado por
completo a su arte. Los antiguos arruinaban su vida (en muchas ocasiones también la de otros)
por la locura de un verso hermoso, pero confiaban al menos en el reconocimiento de las
generaciones venideras. Ellos podían creer sinceramente que la belleza –como dijo
Dostoievski- es la salvación del mundo, pero hoy ya no sabemos qué es la belleza, ni tampoco
el mundo, y no entendemos qué significa “salvar”. ¿Qué vamos a salvar si vivimos en lo
inmanente y lo aleatorio? Sin la perspectiva de conseguir algo a través del arte y, en definitiva,
de su oficio, sin la esperanza en la gloria y en la posteridad, el poeta está condenado a la vida
asocial y fantasiosa del consumidor de hachís. “El poeta, como el soldado, no tiene vida
propia, / su vida propia es polvo y pólvora”, escribía el gran poeta Nichita Stănescu. Hoy,
cuando la civilización del libro agoniza y penetramos con voluptuosidad en los espantosos
desfiladeros de lo virtual, la poesía es menos visible aún. La modernidad implicaba una
civilización centrada en la cultura, una cultura centrada en el arte, un arte centrado en la
literatura y una literatura centrada en la poesía. La poesía en la época de Valéry, Ungaretti y
T.S. Eliot era el meollo del meollo de nuestro mundo. Ahora, la descentralización
postmoderna ha producido una civilización sin cultura, una cultura sin arte, un arte sin
literatura y una literatura sin poesía. En cierto modo, los polos de la vida humana se han
invertido de manera brusca y las primeras víctimas han sido los poetas.

Y, sin embargo, humillada y disuelta en el tejido social, casi desaparecida como profesión y
como arte, la poesía sigue siendo omnipresente y ubicua como el aire que respiramos. Porque,
antes que una fórmula y una técnica literaria, la poesía es un modo de vida y una forma de
mirar el mundo. Expulsados de nuevo de la ciudadela, los poetas han aprendido a luchar con
las mismas armas que la civilización que los condena. Se han refugiado en las redes de blogs
literarios, donde publican libremente sus textos eludiendo la servidumbre de toda forma de
comercialización, y han encontrado cobijo en los lyrics de la música rock y el rap, han
conquistado las almenas de los videos musicales y comerciales. Han aprendido a competir en
los slams de poesía interpretada. Han comprendido la alegría del anonimato, la alegría de la
autosuficiencia de producir textos para unos cuantos amigos, han aprendido a protegerse de la
brutalidad del mundo circundante y de la vulgaridad del éxito. Nada es más discreto, más
admirable y más triste, en cierto sentido, que el poeta de hoy, el último artesano en un mundo
de copias sin original, como dijo Baudrillard, el último ingenuo en un mundo lleno de
arribistas.

Nada parece hoy en día más ausente de la vida de los rumanos que la poesía. Si le pides a
alguien por la calle que mencione el nombre de un poeta rumano vivo, probablemente nueve
de cada diez no conozca ninguno. Al mismo tiempo, sin embargo, nada hay tan presente como
la poesía. Un sinfín de jóvenes publican poemas en sus blogs, la gente sonríe con los anuncios
ingeniosos de muchos productos, con los dibujos animados de “Mini Max”, con los juegos
mágicos de ordenador que a veces rezuman poesía. La poesía no es únicamente el texto que no
llega hasta el final en el margen derecho de la página. Está en realidad en todas partes, en el
ADN de nuestras células y en las fórmulas matemáticas, en las mujeres guapas y en los
hombres guapos, en la forma de las nubes de verano, pero también en el cadáver putrefacto
descrito por Baudelaire, en la ruina y la destrucción. Ser poeta, en Rumanía y en otras partes,
significa ser capaz de ver la belleza allí donde nadie más la ve: en el gato muerto de la parábola
zen, en el más presente/ausente, el más humilde/sublime y el más dócil/peligroso objeto del
mundo.

En realidad, a mí no me han formado los libros, sino la lectura. Existe un mundo de la lectura
sin la cual los libros no significan nada. Primero viví el placer de leer, luego la costumbre de
leer y finalmente, la monomanía de leer. Pero estos no son sino los escalones inferiores del
acto de leer. Solo cuando leer se convirtió en una adicción comencé a penetrar en su filosofía,
que es la lectura. En el mundo de la lectura ya no lees libros, sino que vives bajo su inmensa
bóveda, que está construida con libros pero que los supera, tal y como una catedral es mucho
más que las piedras que la forman. Al pasar del leer a la lectura, se puede afirmar que das el
paso del albañil al arquitecto.

Cuando lees de forma genuina, como los niños, los adolescentes y la mayoría de los adultos,
eres como un turista que, sin guía, entra en una iglesia barroca. Admira –o cree admirar- el
detalle de una escultura de pórfido o una taracea de la madera dorada. Aquí, un santo envuelto
en una armadura deslumbrante, con un estandarte en la lanza. Allí, una Virgen llorosa o la
lacería en nogal de la nave. Una bóveda gigantesca, con una oscura alegoría. Pero sin una vida
impregnada de cultura, sin el conocimiento de los símbolos básicos ligados al cristianismo, a la
historia, a la arquitectura e incluso a la ingeniería, no podrás percibir jamás el conjunto religioso
y artístico de esa iglesia, que es una mónada y no una acumulación de objetos. La paradoja
reside en que, para llegar a la cultura, para verla desde el interior, tienes que haber estado ya en
ella.

Esto no debería desanimarte. El paso de leer a la lectura no es difícil aunque sea un salto sobre
un abismo enorme. Un buen día lo das o, mejor dicho, te das cuenta de que lo has dado, sin
saber ni cuándo ni cómo, tal y como una mujer embarazada no participa, de forma consciente,
en la formación del feto en su vientre.

Al principio es el acto de leer. Los niños nacen en casas llenas de objetos. Unos cantan, otros
tienen pantallas con imágenes, algunos se utilizan en la mesa, otros se parecen a los niños, solo
que no se mueven. Entre esos cientos de objetos hay también algunos, colocados en baldas,
que parecen no servir para nada. Se pueden hojear y en sus páginas hay dibujos y signos
menudos. Los padres miran eso signos y te cuentan una historia. Cuando creces, aprendes con
esfuerzo a descifrar los signos. Es difícil comprender que la escritura es la sombra de los
sonidos de la lengua de esa página. Cuando leemos, estamos en un mundo de sombras:
abandonamos la realidad y penetramos en el mundo interior de nuestro cráneo. El niño lee
para modelar sus propias narraciones como unas estatuas de colores vivos bajo el abombado
hueso del cráneo.

Más adelante leemos para enriquecer nuestro conocimiento del mundo, para descansar tras
largas horas de trabajo, para satisfacer el vicio de la aventura, el voyeurismo social o erótico, o
para no aburrirnos en el metro. Cada uno de nosotros, incluso aunque haya superado el abismo
entre leer y la lectura, sigue leyendo de esta forma genuina.

Solo cuando ya no lees libros, sino que lees la propia lectura, comprendes que la lectura eres tú
mismo y que no has encontrado en ningún libro nada que no estuviera en ti desde el principio.

Pero llega un momento en que, tras engullir toneladas de libros con un apetito pantagruélico,
se te revela que no lees al azar. Es el momento en que la lectura se interioriza, se confunde con
tu mente y con tu cuerpo y en que, paulatinamente, los libros se alzan de nuevo, se recolocan y
establecen huecos entre sí hasta que el montón se convierte en un edificio. Porque, si leer es el
arte de lo pleno, de los materiales de construcción en bruto, la lectura vive de los vacíos:
volúmenes, bóvedas, espacios vacíos combados sobre el suelo, entre muros sostenidos por
enormes contrafuertes. Un violín macizo no podría emitir sonidos y en una catedral maciza no
podrías entrar. Del mismo modo, todos los libros del mundo, reordenados y jerarquizados por
el sistema de la lectura, forman entre sí una gigantesca caja de resonancia. Hay que situarse en
su interior para oír la fantástica música del mundo del libro.

Poco a poco te das cuenta de que no lees al azar. De repente, te golpea algo que reside en la
carne delicada de un libro. Eso que has encontrado empieza a perseguirte, como el recuerdo de
una antigua amada o el de la sombra de un sueño. Por primera vez comprendes que no es en el
libro, sino en ti, donde ha sucedido algo extraño. Para revivir eso que has vivido, ese déjà-vu
que es la señal de la verdadera comprensión, relees el libro y luego lees todo lo que encuentres
de ese autor. Poco a poco llegas a los escritores espiritualmente vinculados con el primero. Ya
no lees libros, sino grupos de libros, luego grupos de grupos de libros, como si, al leer,
levantaras en el interior de tu mente el edificio mismo de la lectura. Aprendes a trazar puntos y
arcos entre libros diferentes, y cuando tu edificio está listo, él es tu propio cráneo, en cuya faz
interna, con las letras minúsculas de los que escriben la Biblia en un sello, está escrita toda la
literatura. Solo cuando ya no lees libros, sino que lees la propia lectura, comprendes que la
lectura eres tú mismo y que no has encontrado en ningún libro nada que no estuviera en ti
desde el principio.

Por lo tanto, Dostoievsky, Góngora, Rabelais, Swift, Joyce, Kafka y todos los demás escritores
que han sido y serán, son para mí los incontables personajes del fresco alegórico que se
extiende por las paredes interiores del edificio de la lectura y que solo puedes contemplar desde
dentro, en su centro y leyendo tal y como vives.
James Joyce.
La lectura no te ayuda a ser más culto (eso sería esnobismo), sino a ser una persona más
verdadera. A entender mejor la vida, a diferenciar mejor los sueños de las motivaciones. Por
supuesto, no todos los libros son para cualquiera. Porque un libro es una colaboración entre el
escritor y el lector. Cada uno tiene sus preferencias y sus gustos. Hay sin embargo libros que
alcanzan un gran consenso entre los que aman y conocen la literatura.

No voy a hablar aquí de los autores de superventas, aunque no los desprecio. Paulo Coelho no
es un gran escritor, pero podemos aprender en él un código ético positivo y fructífero.
Tampoco la autora de Harry Potter es una gran escritora, pero ha conseguido hacer felices a
millones de personas. Un autor de superventas vende productos estándar, perfectos y útiles
como los coches, los frigoríficos o las lavadoras de las grandes superficies.

Un escritor verdadero es algo completamente distinto. Lo notas desde las primeras páginas de
su libro. Basta con “palpar” esas páginas con la mente: no son lisas como las de los otros
autores, sino que tienen una textura propia: son satinadas, aterciopeladas, rugosas, sientes en
los dedos el relieve de un dibujo o la aspereza de un estropajo. Viven, laten, tienen
personalidad, te sacan desde el principio de tu banal vida de bróker o de dealer legal y te
trasladan a la piel de Raskolnikov o de Julian Sorel o de Leopold Bloom, personas
extraordinarias que te hacen a ti también extraordinario.

Lee a Borges y conseguirás ver por ti mismo, brillando en la penumbra, esa esfera minúscula
llamada Aleph en la que se concentra Todo, el universo entero, todo lo que ha sido y será. Lee
a Nabokov y entrarás con él en el arcoíris para recorrer el aire de color rojo, naranja, amarillo,
verde… Lee a Thomas Pynchon y descubrirás quién es la misteriosa V., la mujer desmontable,
y cómo ha estado ella siempre presente en todos los momentos fundamentales de la historia
del siglo pasado. Un libro es una hiper-película porque de él no emanan imágenes pasivas, sino
que estas son creadas por tu cerebro a partir de tus recuerdos, tus sensaciones, tus sueños y tus
lecturas.

Nada puede por lo tanto sustituir a un libro, la lectura es el más acabado modo de construirte a
ti mismo como una persona verdadera: sabia y sensible y sensual. Y un buen libro, inolvidable,
que te persigue siempre no porque recuerdes su acción, sino porque cambia tu forma de
pensar, es una experiencia viva y embriagadora como la droga o como una visión mística.

Gabriel García Márquez.


Siempre, en el periodo irreal de la Navidad, cuando me levanto muy temprano y las ventanas
están heladas de arriba abajo, y a través de su cristal deformado nieva con saña, y yo me muevo
aturdido por la cocina, con la luz encendida, tengo la misma visión de lector enviciado.
Mientras tomo mi café caliente, sueño con el Libro. Más descabellado que Cien años de
soledad, más profundo que El castillo, más inacabado que En busca del tiempo perdido.
Imagino un gran equipo de escritores trabajando durante varias generaciones en un solo libro
que puedas leer desde la infancia, cuando empiezas a distinguir las letras, hasta el lecho de
muerte, cuando ya no las distingues en absoluto. Un libro que sustituya tus vidas pero sin los
instantes, los días, los meses, los años monótonos de la vida. En la adolescencia, acurrucado en
la cama, leía a veces de la mañana a la noche, se me olvidaba comer y casi respirar porque las
páginas –que de hecho casi no veía- describían personas verdaderas, nubes verdaderas,
ciudades verdaderas, mientras que, si levantaba los ojos, solo veía sombras penosas. Me daba
cuenta de que anochecía cuando las hojas se volvían rojas como el fuego primero y grises
después. El drama de mi vida empezó más tarde, cuando en lugar del Libro me vi obligado a
vivir la realidad. Me temo que de ahora en adelante nadie vivirá en los libros, como lo han
hecho mi generación y las generaciones precedentes. Y que la utopía de la lectura quedará por
ahí, en una colina apartada, como un gran laberinto en ruinas.

De vez en cuando dormitan también incluso los que leen al bueno de Homero. Termino mi
café y, tras permanecer largo rato con la mirada perdida en el vacío, continúo con la lectura del
Pelida Aquiles, desplegada en la pantalla de mi teléfono móvil. No hay ningún hybris. Homero
sigue siendo Homero. Arriba flotan las nubes de porcelana, impasibles, y aquí, tumbado sobre
la mesa, está mi gatito, que me mira con sus ojos de color azur. Las ramas de los rosales
silvestres tienen brillantes espinas rojas y frutos anaranjados. El viento tiene un brillo especial
en esta mañana de otoño. No se sabe de dónde viene ni adónde va. Pronto desapareceré en la
nada, pero este instante es más eterno que la nada. “¡Instante, quédate conmigo”, me digo
sonriente, “eres tan hermoso!”.

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