Foucault - La Biblioteca Fantástica

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MICHEL FOUCAULT.

La biblioteca
fantástica

TRES VECES Flaubert escribió, reescribió La Tentación: en 1849, antes de Madame


Bovary; en 1856, antes de Salambó; en 1872, en el. momento de redactar Bouvard y
Pécuchet. En 1856 y 1857 publicó extractos de ella. San Antonio acompañó a Flaubert
durante veinticinco o treinta años -tanto tiempo como el héroe de La Educación.

Resulta fácil leer La Tentación como el protocolo de un delirio arbitrario. Fastidio de


los primeros lectores (o auditores) ante este monótono desfile de figuras grotescas:
"Escuchábamos lo que decían la Esfinge, la quimera, la reina de Saba, Simón el
Mago...", o aún -y es todavía Du Camp quien habla- "San Antonio aturdido, un poco
tonto, me atrevería a decir un poco bobo, ve desfilar ante sí las diferentes formas de la
tentación" Otros parecen encantados de la "riqueza de la visión" (Coppée), "de esta
floresta de sombras y de claridad" (Hugo), del "Mecanismo de la alucinación" (Taine).
Flaubert mismo invoca la locura, lo fantástico; siente que trabaja sobre la abatida
floresta del sueño: "Paso las tardes con los postigos cerrados, las cortinas echa-das y sin
camisa, en traje de carpintero. ¡Doy voces! ¡Sudo! ¡Es maravilloso! Hay momentos que
decididamente sobrepasan el delirio". En el momento en que el trabajo llega a su fin:
"me arrojé con furia sobre San Antonio llegando a experimentar una exaltación
espantosa... Nunca había llegado a estar tan ilusionado".

Ahora bien, en materia de sueños y delirios, se sabe ahora, que La tentación es un


monumento de saber exhaustivo. Para la escena de los heresiarcas: saqueo de las
Memoires eccIésiastiques de Tillemont, lectura de los cuatro volúmenes de Matter
sobre la Historie du Gnosticisme, consulta de L'Histoire de Manichée de Beausobre, de
la Théologie chrétienne de Reuss; a lo que hay que añadir, sin duda alguna, San Agustín
y la Patrologie de Migne (Atanasio, Jerónimo, Epifanio). Los dioses fueron
redescubiertos por Flaubert en Bournouf/ Anquetil-Duperron, Herbelot y Hot-tinger, en
los volúmenes del Univers pittoresque, en los trabajos del inglés Layard, y sobre todo
en la traducción de Creuzer, las Religions de L'Antiqueté. Las Traditions
Tératologiques de Xi-brey, el Pysiologus que Cahier y Martin habían reeditado, las
Histoires Prodigieuses de Boaistrau, el Duret consagrado a las plantas y a su "historia
admirable" han proporcionado información sobre los monstruos. Spinoza había
inspirado la meditación metafísica sobre la sustancia extensión. Esto no es todo. Hay en
el texto evocaciones que parecen completamente cargadas de onirismo: una gran Diana
de Efeso, por ejemplo, con leones en la espalda, frutos, flores y estrellas entrecruzados
en el pecho, racimos de senos, y rodeándole el talle una gran faja de la que saltan grifos
y toros. Pero esta "fantasía" se encuentra palabra por palabra, línea a línea, en el último
volumen de Creuzer, en la lámina 88: basta seguir con el dedo los detalles del grabado
para que surjan con fidelidad las palabras mismas de Flaubert. A Cibeles y Atys (con su
lánguida pose, el codo contra un árbol, su flauta, el vestido recortado en rombos),
pueden encontrárselos en persona en la lámina 58 de la misma obra: el retrato de
Ormuz se encuentra en Layard, del mismo modo que los medallones de Oraios de
Sabaoth, de Adonais, de Knouphis se descubren fácilmente en Matter. Uno puede
asombrarse de que tanta erudita meticulosidad pueda dar una tal impresión de
fantasmagoría; más exacta-mente, que Flaubert haya experimentado él mismo como

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vivacidad de una imaginación delirante lo que pertenecía de una manera tan evidente al
rigor del saber.

A menos que quizás Flaubert se haya lanzado allí a la experiencia de un fantástico


singularmente moderno. Es que el siglo XIX ha descubierto un espacio de la
imaginación cuyo poder sin duda alguna no había sido intuido por el período
precedente. Este nuevo lugar de los fantasmas no es ya la noche, el sueño de la razón, el
incierto vacío abierto ante el deseo: es por el contrario la vigilia, la aplicación
infatigable, el celo erudito, la atención acechante. Lo fantástico puede nacer de la
superficie negra y blanca de los signos impresos, del volumen cerrado y polvoriento
que se abre con un revuelo de palabras olvidadas; se despliega cuidadosamente en la
biblioteca enmudecida, con sus columnas de libros, sus títulos alineados y sus estantes
que la limitan por todas partes pero que se abren, por el otro lado, sobre mundos
imposibles. Lo imaginario se aloja entre el libro y la lámpara. Lo fantástico ya no se
lleva más en el corazón: no se lo acecha tampoco en las incongruencias de la
naturaleza; se lo extrae de la exactitud del saber; su riqueza se halla virtual en el
documento. Para soñar, no hay que cerrar los ojos, hay que leer. La verdadera imagen
es conocimiento. Son las palabras ya dichas, las recensiones exactas, las sumas de
informaciones minúsculas, de ínfimas parcelas de monumentos y de reproducciones de
reproducciones las que llevan en una tal experiencia los poderes de lo imposible.
Unicamente el rumor insistente de la repetición puede transmitirnos lo que tan sólo
tiene lugar una vez. Lo imaginario no se constituye contra lo real para negarlo o
compensarlo; se extiende entre los signos, de libro a libro, en el intersticio de las
reiteraciones y los comentarios; nace y se forma en el intervalo de los textos. Es un
fenómeno de biblioteca. De una manera completamente novedosa, el siglo XIX reanuda
una forma de imaginación que el Renacimiento sin duda alguna había conocido antes,
pero que entre tanto había sido olvidada.

Michelet en La Sorcière, Quinet en Ahasvérus, exploraron también dichas formas de


onirismo erudito. Pero La Tentación no se haya constituida por un saber que se eleva
paulatinamente hasta la grandeza de una obra. Es una obra que se constituye de entrada
en el espacio del saber: existe en una cierta relación fundamental con los libros. Por
eso, probablemente no sólo representa un episodio en la historia de la imaginación
occidental; proviene de una literatura que no existe más que por y en la red de lo ya
escrito: libro en el que entra en juego la ficción de los libros. Se dirá que ya Don
Quijote y toda la obra de Sade... Pero Don Quijote se emparenta con los relatos de
caballería bajo la forma de lo irónico, del mismo modo que la Nouvelle Justine con las
novelas virtuosas del siglo XVIII. Y que, ¡no son más que libros...!Es bajo la modalidad
de los serios como La Tentación se relaciona con el inmenso reino de lo impreso; toma
sitio en la reconocida institución de la escritura. Es menos un libro nuevo a colocar al
lado de los otros, que una obra se despliega en el espacio de los libros ya existentes.
Los recubre, los oculta, los manifiesta, en un solo movimiento los hace relumbrar y
desaparecer. No es solamente un libro que Flaubert ha soñado mucho tiempo escribir;
es el sueño de los otros libros: todos los demás libros, soñantes, soñados -retomados,
fragmentados, desplazados, combinados, puestos a distancia por el sueño, y también
por el sueño llevados hasta la imaginaria y centellante satisfacción del deseo. Después,
el libro de Mallarmé será posible, luego Joyce, Roussel, Kafka, Pound, Borges. La
biblioteca resplandece.

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Es bien posible que el Dejeuner sur L´herbe y la Olympia haya sido las primeras
pinturas "de museo"; por primera vez en el arte europeo las telas has sido pintadas, no
exactamente para replicar a Giorgione, Rafael y Velázquez, sino para dar testimonio al
abrigo de esta relación singular y visible, por debajo de la referencia descifrable, de una
nueva relación de la pintura con ella misma, Para hacer manifiesta la existencia de los
museos, y el modo de ser y de parentesco que en ellos adquieren los cuadros. En la
misma época ¿será La Tentación la primer obra literaria que tiene en cuenta aquellas
instituciones grises donde los libros se acumulan y donde crece dulcemente la lenta, la
inequívoca vegetación del saber? Flaubert es a la biblioteca los que Manet al museo.
Ellos escriben, pintan en una relación fundamental con lo que fue pintado, escrito o más
bien con aquello que en la pintura y la escritura permanece infinitamente abierto. Su
arte se edifica donde se forma el archivo. No señalan en absoluto el carácter tristemente
histórico -juventud manoseada, ausencia de frescor, invierno de las invenciones- con el
que nos sentimos inclinados a estigmatizar nuestra época alejandrina, sino que resaltan
un hecho esencial a nuestra cultura: cada cuadro pertenece desde ese momento a la gran
superficie cuadriculada de la pintura; cada obra literaria pertenece al murmullo
indefinido de lo escrito. Flaubert y Manet han hecho existir, en el arte mismo, los libros
y las telas.

La presencia del libro se halla curiosamente expresada y esquivada en La Tentación. El


texto es desmentido al punto como libro. Apenas abierto, el volumen impugna los
signos impresos que los pueblan, y se manifiesta bajo la forma de una pieza de teatro:
transcripción de una prosa no destinada a ser leída, sino recitada y puesta en escena.
Flaubert había pensado momentáneamente en hacer de La Tentación una especie de
gran drama, un Fausto que se habría alimentado del universo completo de las religiones
y los dioses. Y si muy pronto renunció a ello conservó en el interior del texto aquello
que podría indicar una representación eventual: demarcación en diálogos y en cuadros,
descripción del lugar de la escena, de los elementos del decorado y de su modificación,
indicación del movimiento de los "actores" sobre el escenario -y todo esto según las
disposiciones tipográficas tradicionales (caracteres más pequeños y márgenes más
grandes para las anotaciones escénicas, nombre del personaje en gruesas letras
precediendo su parlamento, etc.). Por un desdoblamiento significativo el primer
decorado indicado -aquel que servirá de lugar a todas las modificaciones ulteriores-
tiene él mismo la forma de un teatro natural; el retiro del ermitaño ha sido ubicado "en
lo alto de la montaña, sobre una superficie plana en forma de media luna, enmarcada
por grandes piedras"; se supone pues que el libro describe una escena que representa
ella misma un "escenario" dispuesto por la naturaleza y sobre el que nuevas escenas
vendrán a su turno a implantar su decorado. Pero estas indicaciones no plantean la
futura utilización del texto (son casi todas incompatibles con una puesta en escena real);
señalan solamente su modo de ser: lo impreso no debe ser más que el soporte discreto
de lo visible; un insidioso espectador vendrá a reemplazar al lector, y el acto de leer se
esfumará en otra mirada. El libro desaparece en la teatralidad que encarna.

Pero para reaparecer acto seguido en el interior del espacio escénico. Tan pronto los
primeros signos de la tentación despuntan a través de las sombras que se alargan y los
inquietantes hocicos horadan la noche, para protegerse San Antonio enciende la
antorcha y abre "un gran libro". Postura conforme a la tradición iconográfica: en el
cuadro de Brueghel el Joven -que Flaubert había admirado tanto visitando en Génes la
colección Balbi y que, de dar crédito a sus palabras, habría hecho nacer en él el deseo
de escribir La Tentación-, el ermitaño, abajo, en el extremo derecho del cuadro, aparece

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arrodillado ante un inmenso infolío, la cabeza un poco inclinada, los ojos apuntando
hacia las líneas escritas. En torno suyo mujeres desnudas abren los brazos, la insaciada
gula alarga un cuello de jirafa, los hombres-tonel se entregan a la algarabía, las bestias
sin nombre se devoran entre sí, en tanto desfilan todos los grotescos de la tierra,
obispos, reyes y poderosos; pero el santo no ve nada de todo esto puesto que se halla
absorto en la lectura. No ve nada a menos que no perciba de una forma indirecta el gran
alboroto. A menos que el balbuceo con el que descifra los signos escritos no evoque
todas aquellas figuras informales, que no han recibido ningún vocablo en lengua
alguna, que ningún libro ha acogido y que se amontonan, anónimas, contra las gruesas
hojas del volumen. A menos que sea de las mismas páginas entreabiertas y del
intersticio mismo de las letras que se escapan todas esas existencia que no pueden ser
reconocidas como hijas de la naturaleza. Más fecundo que el sueño de la razón, el libro
engendra quizá el infinito de los monstruos. Lejos de disponer un espacio protector ha
desencadenado una confusa pululación, ha dado origen a una ambigua oscuridad en la
que se mezclan la imagen y el saber. En todo caso, cualquiera sea la significación del in
folio abierto en el cuadro de brueghel, para protegerse del mal que comienza a
obsesionarlo el San Antonio de Flaubert empuña su libro y lee al azar cinco páginas de
los Libros Santos. Pero la astucia del texto hace que inmediatamente invadan la
atmósfera nocturna el tufo de la gula, el olor de la sangre y la cólera, el incienso del
orgullo, los aromas más preciados que el oro, y los perfumes culpables de las reinas del
Oriente. El Libro es el lugar de la tentación. Y no es en absoluto indiferente qué libro: si
el primero de los textos leídos por el ermitaño pertenece a los Actos de los Apóstoles,
los cuatro últimos han sido espléndidamente tomados del Antiguo Testamento, el libro
por excelencia.

En las dos primeras versiones de la obra, la lectura de los textos sagrados no jugaba
ningún papel. Directamente asaltado por las figuras canónicas del mal, el ermitaño
buscaba refugio en su oratorio; espoleados por Satán los siete pecados capitales
combatían contra las virtudes, y bajo las riendas del Orgullo abrían una y otra brecha en
el cinturón de protección. Imaginería del pórtico, puesta en escena de misterio que ya
no existe en la versión publicada. En esta última, en vez de hallarse encarnado en los
personajes, el mal se halla incorporado a las palabras. El libro que debe llevar al umbral
de la salvación abre al mismo tiempo las puertas del Infierno. Toda la fantasmagoría
que se desplegará ante los ojos del ermitaño -palacio orgiástico, emperadores
borrachos, herejes en cólera, formas demudadas de dioses que agonizan, naturalezas
aberrantes-, todo este espectáculo ha nacido del libro abierto por San Antonio, del
mismo modo que ha salido, en realidad, de las bibliotecas consultadas por Flaubert.
Para organizar esta danza, no es asombroso que las dos figuras simétricas e inversas de
la Lógica y del Cerdo hayan desaparecido del texto definitivo, y que hayan sido
reemplazadas por Hilarión, el discípulo sabio, iniciado por el mismo San Antonio en la
lectura de los textos sagrados.

Esta presencia del libro, oculta primero en la visión de teatro, exaltada luego de nuevo
como lugar de un espectáculo que va a hacer otra vez imperceptible, proyecta a La
Tentación sobre un espacio bastante complejo. Aparentemente hay que vérselas con un
abigarrado lienzo de personajes sobre un decorado de cartón; sobre el reborde de la
escena, en un ángulo, la silueta encapuchada del santo inmóvil; algo así como una
escena de marionetas. De niño, Flaubert solía asistir al misterio de San Antonio que el
padre Legrain daba en su teatro de marionetas; más tarde él llevó allí a George Sand.
Las dos primeras versiones conservaban signos inequívocos de este parentesco (el

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cerdo, sin duda alguna, pero también la personificación de los pecados, el asalto contra
la capilla, la imagen de la virgen). En el texto definitivo, sólo la sucesión lineal de las
visiones conserva el efecto de "marionetas": ante el ermitaño casi mudo, pecados,
tentaciones, divinidades, monstruos desfilan -emergiendo cada uno a su turno de un
infierno donde todos se hallan como amontonados en una caja. Pero este no es más que
un efecto de superficie que descansa sobre todo un escalonamiento de profundidades.

Para soportar en efecto las visiones que se suceden y establecerlas en su realidad irreal,
Flaubert ha dispuesto un cierto número de relevos, que prolongan en la dimensión
sagital la pura y simple lectura de las frases impresas. Se tiene primero al lector (I) -el
lector real que somos en tanto leemos el texto de Flaubert- y el libro que él tiene ante
sus ojos (I-bis); desde las primeras líneas (Lugar: La Tebaida... la cabaña del ermitaño
ocupa el fondo), este texto invita al lector a hacerse espectador (2) de un escenario de
teatro cuyo decorado se halla cuidadosamente señalado (2 bis); se puede ver allí, en
pleno centro, al viejo anacoreta (3) sentado con las piernas cruzadas, quien pronto se
levantará para tomar el libro (3-bis) del que poco a poco irán escapando visiones
inquietantes: ágapes, palacios, reina voluptuosa; y finalmente Hilarión, el insidioso
discípulo (4); a su turno este último abre al santo el espacio de una visión )4-bis) en la
que aparecen las herejías, los dioses, y la proliferación de una vida improbable (5). Pero
esto no es todo: los herejes hablan, exponen sus ritos sin vergüenza: los dioses evocan
su apogeo resplandesciente y recuerdan el culto que se les rendía: los monstruos
proclaman su propio salvajismo: de tal modo, imponiéndose por la fuerza de sus
palabras o de su sola presencia, una nueva dimensión aparece, visión interior a la que
inaugura el satánico discípulo (5-bis), desfilan así el abjecto culto de los Ofiatas, los
milagros de Apolonio, las tentaciones de Buda, el antiguo reino bienaventurado de Isis
(6). A partir del lector real, se tienen pues cinco niveles diferentes, cinco "regímenes"
de lenguaje señalados por las cifras bis: libro, teatro, texto sagrado, visiones y visiones
de visiones; se tienen también cinco series de personajes, señalados por las cifras
simples: el espectador invisible, San Antonio en su reino, Hilarión, luego los herejes,
los dioses y los monstruos y en fin, las sombras provenientes de sus discursos o su
memoria.

Esta disposición según los sucesivos recubrimientos se halla modificada -a decir verdad
confirmada y completada- por otras dos. La primera es la del envolvimiento regresivo:
las figuras del nivel 6 -visiones de visiones- deberían ser las más pálidas, las más
impenetrables a una percepción directa. Ahora bien, en la escena, ellas se hallan tan
presente, son tan espesas y coloreadas, tan insistentes como aquellas que las preceden,
o como San Antonio mismo como si los recuerdos brumosos, los deseos inconfesables
que las hacen nacer en el corazón de las primeras visiones tuvieran la facultad de obrar,
sin intermediarios, sobre el decorado donde han aparecido, sobre el paisaje en el que el
ermitaño y su discípulo desarrollan su diálogo imaginario, sobre la puesta en escena
que se supone el espectador ficticio tiene ante su mirada mientras se desarrolla este
cuasi misterio. De tal modo, las ficciones del último nivel se repliegan sobre sí mismas,
envuelven las figuras que les van dando origen, desbordan seguidamente al discípulo y
al anacoreta, y acaban por inscribirse en la supuesta materialidad del teatro. Por este
envolvimiento inverso, las ficciones más lejanas se presentan de acuerdo al régimen del
lenguaje más directo: en las indicaciones escritas, fijadas por Flaubert, que deben
encerrar, desde el exterior, a sus personajes.

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Esta disposición permite entonces al lector (1) ver a San Antonio por encima de la
espalda del presunto espectador (2) que se supone asiste al drama: y por ahí el lector se
identifica con el espectador. En cuanto al espectador, no sólo ve a Antonio en escena,
sino también, por encima de su espalda, tan reales como el ermitaño, a las apariciones
que se le presentan: Alejandría, Constantinopla, la reina de Saba, Hilarión; su mirada se
diluye en la mirada alucinada del ermita. Este último a su vez se asoma por sobre la
espalda de Hilarión, a través de los diálogos de los herejes, percibe el rostro de los
dioses y el gruñido de los monstruos, contempla las imágenes que lo asedian. Así de
figura en figura se anuda y se desarrolla un festón que liga los personajes por encima de
las figuras intermediarias, los identifica cada vez más los unos con los otros y funde sus
diferentes miradas en un deslumbramiento único.

Entre el lector y las últimas visiones que obedecen a las apariciones fantásticas, la
distancia es inmensa; regímenes de lenguaje subordinados los unos a los otros,
personajes, relevos mirando los unos por encima de los otros confinan a lo más
profundo de este "texto-representación" abundante reino de quimeras. A esto se oponen
dos movimientos: uno, afectando los regímenes del lenguaje, hace aparecer en estilo
directo la visibilidad de lo invisible; el otro, afectando las figuras, asimilando
gradualmente su mirada y la luz que las ilumina, aproxima las imágenes más lejanas
hasta hacerlas surgir al borde mismo de la escena. Exactamente hablando, es este doble
movimiento el que hace la visión algo tentador: lo que hay de más indirecto y de más
recubierto en el espectáculo se da con todo el fulgor del primer plano; en tanto el
visionario es atraído por lo que ve, se lanza a este lugar vacío y pleno a la vez, se
identifica con esta figura de sombra y de luz, y comienza a ver su turno con los ojos que
no son los del cuerpo. La profundidad de las apariciones encajadas las unas en las otras,
y el desfile ingenuamente sucesivo de las figuras no son de ningún modo
contradictorias. Sus ejes perpendiculares constituyen la forma paradojal y el espacio
singular de La tentación. La bambalina de las marionetas, el liso decorado vivamente
coloreado de figuras que se empujan las unas a las otras a la sombra del cortinaje -todo
esto no es recuerdo de infancia, residuos de una viva impresión: es el efecto compuesto
de una visión que se desarrolla en planos sucesivos cada vez más lejanos, y de una
tentación que atrae al visionario al lugar de lo que ve y lo envuelve súbitamente en sus
propias apariciones.

El orden del desfile es aparentemente simple: da la impresión de obedecer a las leyes de


la similitud y la proximidad (los dioses llegaban por familias y legiones), y atenerse a
un principio de intensiva monstruosidad. Comienza por los pecados y espejismos que
obseden la imaginación del ermitaño y que se resumen todos en la reinta de Saba
(escena I y II); luego vienen las herejías (III Y IV), los dioses que llegaban del Oriente
(V); al fin, en el mundo desolado, bajo las riendas del Saber-Satán, Antonio presencia la
pululación de los monstruos (VI y VII). De hecho, este orden simple compone varias
series que es posible resaltar y que determinan el lugar de cada episodio según un
complejo sistema.

1. Serie cosmológica.

-La tentación nace en el corazón del ermitaño; balbuciente aún evoca los compañeros
de retiro, las caravanas de paso; luego invade regiones más vastas: Alejandría

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superpoblada, el oriente cristiano desgarrado por la teología, todo es Meditarráneo
sobre el que han reinado los dioses provenientes del Asia, y luego el universo sin límite
-las estrellas en el fondo de la noche, la imperceptible célula en la que bulle lo vivo-.
Pero este último centello reconduce al ermitaño al principio material de sus primeros
deseos. La trayectoria de la tentación bien ha podido alcanzar los confines del mundo,
pero regresa a su punto de partida. En las dos primeras versiones del texto, el Diablo
debía explicar a Antonio "que los pecados estaban en su corazón y la desolación en su
cabeza". Explicación ahora inútil: empujadas hasta los límites del mundo, las grandes
ondas de la tentación retornan en un reflujo concéntrico: en el ínfimo organismo en el
que despuntan las primeras pulsiones de vida. Antonio reencuentra su viejo corazón,
sus apetiros mal controlados; tras haber contemplado su anverso poblado de fantasma
alcanza con sus ojos su verdad material. El mira dulcemente la larva del Deseo como
un punto minúsculo.

2. Serie histórica.

-Sentado en el umbral de su cabaña, el ermitaño es un anciano obsedido por sus


recurdos: tiempos atrás, el aislamiento era menos penoso, el trabajo menos fastidioso, el
rio estaba menos alejado. Reconociendo más aún, se está en el período de su juventud,
de las muchachas a la orilla de las fuentes, y también el periodo del retiro y de los
compañeros, el del discípulo favorito. Esta ligera oscilación del presente, al comienzo
de la noche, da lugar a la inversión general del tiempo: primero las imágenes del
crepúsculo en la ciudad que ronronea antes de dormirse -el puerto, los grito de la calle,
los tamborileos en las tabernas-; luego Alejandría en la época de las masacres,
Constantinopla con el Concilio y muy pronto todos los herejes que han venido a
apostrofar el día desde el origen del cristianismo; tras ellos, las divinidades que han
tenido sus templos y sus fieles desde el confin de la India hasta las orillas del
Mediterráneo; finalmente, las figuras tan viejas como el tiempo -las estrellas en el
fondo del firmamento, materia sin memoria, la lujuria y la muerte, la Esfinge yacente,
la química, todo lo que de un sólo movimiento hace nacer la vida y la ilusión de vida-.
Y aún más allá del germen primero -más allá de este origen del mundo que es su propio
nacimiento-, Antonio desea el imposible retorno a la inmovilidad anterior a la vida; de
tal modo toda su existencia ingresaría en el sueño, reencontraría su inocencia, pero se
despertaría de nuevo con el zumbido de los animales y los manantiales, con el
resplandor de las estrellas. Ser otro, ser todos los otros y que todo recomience
idénticamente, remontar el tiempo hasta su origen para que se cierre el círculo de los
retornos, tal es la aspiración más alta de la tentación. La visión de Engadina no se halla
lejana.

En este retroceso en el tiempo cada etapa se halla anunciada por una figura ambigua -a
la vez duración y etermidad, fin y recomienzo-. Las herejías son encabezadas por
Hilarión- pequeño como un niño, débil como un viejo, tan joven como el conocimiento
cuando nace, tan viejo como el saber cuando reflexiona-. Apolonio es quien introduce
los dioses; conoce la metamorfosis sin fin de las divinidades, su nacimiento y su
muerte, pero él mismo reúne en un solo impulso "lo Eterno, lo Absoluto y el Ser". La
Lujuria y la Muerte dirigen la ronda de los vivos, a no dudarlo porque ellas simbolizan
el fin y el recomienzo las formas que se desintegran y el origen de todo. La larva
esqueleto, el eterno taumaturgo y el viejo niño, actúan cada uno a su turno en La

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Tentación como los "generadores" de la duración; a través del tiempo de la Historia, del
mito y finalmente del Cosmos entero, aseguran esta trayectoria de retorno que conduce
al viejo ermita al principio celular de su vida. Ha sido necesario que el uso del mundo
gire en sentido inverso para que la noche de La Tentación desemboque en la idéntica
novedad del día que comienza.

3. Serie profética.

-Este reflujo del tiempo es de igual modo visión de los tiempos futuros. Sumiéndose en
sus recuerdos, Antonio había ingresado en la imaginación milenaria del Oriente: desde
el fondo de aquella memoria que ya no le pertenece había visto emerger la figura en la
que había encarnado la tentación del más sabio de los reyes de Israel. Tras la reina de
Saba, se prefigura ese enano ambiguo en el que San Antonio reconoce tanto al servidor
de la reina como a su propio discípulo. Hilarión pertenece indisolublemente al Deseo y
a la Sabiduría; lleva en sí todos los sueños del Oriente, pero conoce exactamente la
Escritura y el arte de interpretarla. Es avidez y ciencia -ambición de saber,
conocimiento culpable. Este gnomo no parará de crecer a todo lo largo de la liturgia; en
el último episodio será inmenso, "bello como un arcángel, luminoso como un sol";
extenderá su reino hasta abarcar todo el universo; será el Demonio en el resplandor de
la verdad. Es él quien sirve de corifeo al saber occidental: promueve primero la teología
y sus infinitas discusiones; luego resucita las antiguas civilizaciones con sus
divinidades pronto reducidas a cenizas; a continuación instaura el conocimiento
racional del mundo; demuestra el movimiento de los astros, y hace manifiesta la secreta
potencia de la vida. En el espacio de esta noche egipcia habitada por el pasado del
Oriente, es toda la cultura europea la que despliega: la Edad Moderna con su ciencia del
mundo y de lo vivo. Como un sol nocturno, La Tentación va de Este a Oeste, del deseo
al saber, de la imaginación a la verdad, de las más viejas nostalgias a los
descubrimientos de la ciencia moderna. El Egipto cristiano, y con él Alejandría y
Antonio, aparecen en un punto cero entre Asia y Europa, y en la doble encrucijada del
tiempo: allí donde la Antigüedad encaramada sobre su propio pasado vacila y se
derrumba sobre sí misma, dejando resucitar sus monstruos olvidados, y allí donde el
mundo moderno encuentra su germen en las promesas de un saber indefinido. Se está
en el vacío de la historia.

La "tentación" de San Antonio representa la doble fascinación del cristianosmo por la


suntuosa fantasmagoría de su pasado y las adquisiciones sin límite de su porvenir. Ni el
Dios de Abraham, ni la Virgen, ni las Virtudes (que aparecen en las primeras versiones
del misterio) tienen lugar en el texto definitivo, pero no en absoluto para protegerlos de
la profanación; ellos se han disuelto en los símbolos de los que eran la imagen -en
Buda, dios tentado, en Apolonio, el taumaturgo que se asemeja a Cristo, en Isis, madre
de los dolores-. La Tentación no enmascara la realidad bajo el centello de las imágenes;
ella evidencia, en verdad, la imagen de una imagen. El cristianismo, incluso en su
primitiva pureza, se halla conformada tan sólo por los últimos reflejos del mundo
antiguo, bajo la sombra todavía gris de un universo en trance de nacer.

4. Serie teológica.

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-En 1849 y en 1856, La Tentación se abría con una lucha con los siete pecados capitales
y las tres virtudes teologales, Fe, Esperanza y Caridad. En el texto publicado, toda esta
imaginería tradicional acerca de los misterios ha desaparecido. Los pecados aparecen
simplemente en forma de espejismos. En cuanto a las virtudes, subsisten en secreto,
como principios organizadores de las secuencias. Los manejos incesantemente
recomenzados por la herejía comprometen la Fe en la omnipotencia del error; la agonía
de los dioses, que los aniquila como simples centelleos de la imaginación, hace inútil
toda Esperanza; la necesidad inerte de la naturaleza, o el desencadenamiento salvaje de
sus fuerzas, reducen la Caridad a algo irrisorio.

Las tres grandes virtudes son vencidas. El santo vuelve entonces la espalda al cielo, "se
acuesta boca abajo apoyado sobre los dos codos, y reteniendo el aliento mira... Los
helechos marchitos vuelven a florecer". Al espectáculo de la pequeña célula que palpita.
San Antonio transforma la Caridad en deslumbrada curiosidad ("¡Oh dicha! ¡Alegría!
He visto nacer la vida, he visto al movimiento surgir"), la Esperanza en deseo
desmesurado de fundirse en la violencia del mundo ("Tengo ganas de volar, de nadar,
de ladrar, de bramar, de aullar"), la Fe en voluntad de identificarse como el mutismo de
la naturaleza, con la apagada y dulce estupidez de las cosas ("Querría agazaparme bajo
todas las formas, penetrar cada átomo, descender hasta el fondo de la materia -ser la
materia"). Se puede leer La Tentación como la lucha y derrota de las tres virtudes
teologales.

En esta obra que a una primera mirada da la impresión de estar constituída por una serie
un poco incoherente de fantasmas, el orden, como se puede ver, ha sido establecido con
un cuidado meticuloso. Es del todo probable que aquello que se evidencia como
fantasma esté compuesto tan sólo por documentos transcritos: dibujos o libros, figuras o
textos. Pero la serie que lo encadena se halla regulada según una muy compleja
composición, que asignado cierto lugar a cada uno de los elementos documentales, los
hace figurar en varias series simultáneas. La línea visible a lo largo de la cual desfilan
pecados, herejías, divinidades y monstruos no es más que la cúspide superficial de toda
una organización vertical. Esta sucesión de figuras que se empujan como en una farsa
de marionetas, es al mismo tiempo: trinidad canónica de las virtudes; geodésica de la
cultura, naciente en los sueños del Oriente y agonizante en el saber occidental; retorno
de la Historia hasta el origen del tiempo y de las cosas; pulsación de espacio que se
dilata hasta los confines del mundo y se contrae de golpe sobre el elemento simple de la
vida. Cada elemento o cada figura tiene pues su sitio no solamente en un desfile visible,
sino también en el orden de las alegorías cristianas, en el movimiento de la cultura y del
saber, en la cronología invertida del mundo, en las configuraciones especiales del
universo.

Se añade que La Tentación se despliega según una profundidad que envuelve a las
visiones las unas dentro de las otras y las aleja según un orden escalonado, se ve que,
tras el hilo del discurso y por debajo de la serie sucesiva, es un volumen el que se
constituye: cada uno de los elementos (escenas, personajes, discursos, modificación del
decorado) se sitúa perfectamente en un punto determinado de la serie lineal, aparte de
su sistema de correspondencias verticales, y de la profundidad a la que se halla ubicado
en la ficción. Se comprende que La Tentación pueda ser el libro de los libros; ella
organiza en un "volumen" una serie de elementos del lenguaje que han sido
constituidos a partir de los libros ya escritos, y que por su carácter rigurosamente
documental son repetición de lo ya dicho; la biblioteca es abierta, inventariada, podada,

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repetida y combinada en un espacio nuevo; y este "volumen" en el que Flaubert la hace
ingresar, es al tiempo el espesor de un libro que desarrolla el hilo necesariamente lineal
de su texto, y un desfile de marionetas que se abre sobre toda una profundidad de
visiones acopladas.

Hay en San Antonio algo que remite a Bouvard, como su sombra grotesca, su doble a la
vez minúsculo y desmesurado. Inmediatamente después de haber acabado La
Tentación, Flaubert emprende la redacción de este último texto. Idénticos elementos: un
libro hecho de libros: la erudita enciclopedia de una cultura; la tentación en medio del
retiro; la larga serie de experiencias; los mecanismos de la ilusión y la credulidad. Pero
la configuración general ha cambiado. Y antes que nada la relación del Libro con la
serie indefinida de los libros: La tentación estaba compuesta de estallidos del lenguaje,
desprendidos de invisibles volúmenes y transformados en puros fantasmas para la
mirada; sólo La Biblia -el libro por excelencia- manifestaba en el interior del texto y en
medio mismo del escenario, la soberana presencia de lo Escrito: ella enunciaba de una
vez por todas el poder seductor del Libro. Bouvard y Pecuchet son directamente
tentados por los libros, por su indefinidad multiplicidad, por el amontonamiento de las
obras en el espacio gris de la Biblioteca; esta última en Bouvard se halla visible y es
inventariada, denominada y analizada. Para irradiar su hechizo no tiene necesidad de
ser sacralizada en un libro, ni de ser traducida en imágenes. Detenta sus poderes
mediante su sola existencia con la indefinida proliferación del papel impreso. La Biblia
se ha transformado en librería, la música de las imágenes en apetito de lectura. Por este
mismo hecho, la forma de la tentación ha cambiado. San Antonio se ha confinado en
una soledad ociosa; la posibilidad de cualquier presencia ha sido alejada: una tumba no
hubiere sido suficiente, o una fortaleza amurallada. Todas las formas visibles había sido
conjuradas, pero había vuelto en plan de ataque, sometiendo al santo a prueba. A la
prueba de su proximidad, pero también de su alejamiento: ellas lo rodeaban, lo
asediaban por todos lados y en el momento en que él alargaba la mano, se desvanecía.
De suerte que frente a ellas, el santo estaba relegado a la pura pasividad; había sido
suficiente que les hubiera dado lugar, a través del Libro, mediante las veleidades de su
memoria o de su imaginación. Todo gesto proveniente de él, toda palabra piadosa, toda
violencia borraba el espejismo, indicándole que había sido tentado (que la irrealidad de
su imagen no había sido real más que en su corazón). Bouvard y Pecuchet, en cambio,
son peregrinos que no se cansan por nada: lo ensayan todo, se aproximan a todo, lo
tocan todo; lo someten todo a la prueba de su modesta industriosidad. Si ellos se han
confinado en el retiro, como el monje de Egipto, se trata de un retiro activo, de una
ociosidad emprendedora a la que convocan, mediante gran apoyo de lecturas, todo lo
más respetable de la ciencia, con las verdades más gravemente impresas. Quieren
aplicar lo que han leído, y si la promesa se le escurre, como las imágenes ante San
Antonio, no es a un primer gesto, sino al término de su obstinación. Tentación por el
celo.

Es que para estos dos bonachones, ser tentado es ya creer. Creer en lo que leen, creer en
lo que escuchan en labios ajenos, creer inmediata e indefinidamente en el murmullo del
discurso. Toda su inocencia sucumbe en el espacio abierto por el lenguaje ya dicho. Lo
que es leído y entendido se convierte al Punto en lo que hay que hacer. Pero tan grande
es la pureza de su empresa que si su fracaso les muestra la incertidumbre de tal
proposición o de tal ciencia, no quebranta nunca la intransigencia de su creencia en el
saber en general. Los desastres se mantienen exteriores a la soberanía de su fe; esta se
conserva intacta. Cuando Bouvard y Pecuchet renuncian, no es a saber ni a creer en el

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saber, sino a hacer lo que saben. Se deshacen de las obras para conservar inmune su fé
en la fé. Son la imagen de Job en el mundo moderno: afectados menos en sus bienes
que en su saber, abandonados no por Dios sino por la ciencia, conservan como aquel su
fidelidad, son verdaderos santos. Para San Antonio, por el contrarió, ser tentado es ver
aquello en lo que no cree; es ver el error mezclado con la verdad, el espejismo de los
falsos dioses con la identidad del único Dios, la naturaleza abandonada por la
providencia con la inmensidad de su extensión o con el salvajismo de sus fuerzas vivas.
Y de una manera paradójica, cuando estas imágenes son devueltas a la oscuridad de la
que han salido, arrastran consigo un poco de aquella creencia que San Antonio, un
instante, les ha otorgado -un poco de aquella creencia que asignaba al Dios de los
cristianos-. De suerte que la desaparición de los fantasmas más opuestos a su fe, lejos
de confirmar al ermitaño en su religión, la destruye poco a poco y finalmente la oculta.
Destruyéndose mutuamente, los herejes disipan la verdad: y los dioses agonizantes
arrastran en su noche un fragmento de la imagen del verdadero Dios. La santidad de
Antonio es vencida por la derrota de aquello en lo que no cree;, la de Bouvard y
Pecuchet triunfa en el fracaso de su fe. Ellos, que han recibido la gracia de la que el
santo ha sido privado, son los verdaderos elegidos.

La relación entre la santidad y la necedad ha sido sin duda fundamental para Flaubert;
es reconocible en Carlos Bovary; es visible en Un Corazón Simple, acaso en La
Educación Sentimental; es constitutiva en La tentación y en Bouvard. Pero aquí y allá,
tomando formas simétricas e inversas. Bouvard y Pecuchet mezclan -la santidad y la
inepcia bajo la modalidad del querer-hacer: ellos, que se han soñado ricos, libres,
rentistas, propietarios, y lo han llegado a ser, no son capaces de serlo pura y
simplemente sin entrar en el ciclo de su inagotable laboriosidad; los libros que deben
aproximarlos a lo que tienen que ser, los apartan de ello prescribiéndoles lo que tienen
que hacer -estupidez y virtud, santidad y necedad de aquellos, que se proponen con
obstinación hacer eso mismo que ellos son ya, transformar en actos las ideas que han
recibido y que se esfuerzan silenciosamente, a lo largo de toda su existencia, en
recuperar su naturaleza con un encarnizamiento sin perspectivas-. En cambio San
Antonio mezcla la necedad y la santidad bajo la modalidad del querer-ser; en la pura
inercia de los sentidos, de la inteligencia y del corazón, ha querido ser un Santo y
fundirse, por medio del Libro, en las imágenes que a propósito le habían sido dadas. Es
por ese camino que progresivamente la tentación va a hacer presa en, él: niega la
herejía pero siente ya piedad hacia los dioses, se reconoce en las tentaciones de Buda,
experimenta sordamente las ebriedades de Cibeles, llora con Isis. Pero es frente a la
materia donde triunfa en él el deseo de ser lo que ve: querría ser ciego y amodorrado,
goloso y estúpido como el catoblepas; querría no ser capaz de levantar la cabeza por
encima del propio vientre, y tener párpados tan pesados que ninguna luz alcanzara sus
ojos. Querría no ser hombre -ser animal, planta, célula.., Querría ser materia. En este
sueño del pensamiento, en la inocencia de deseos que no serían más que simple
movimiento, él alcanzaría al fin la estúpida santidad de las cosas.

En el instante en que esto se consuma, el día despunta de nuevo, el rostro de Cristo


resplandece en el sol, San Antonio se arrodilla y recomienza sus oraciones. ¿Ha
triunfado sobre las tentaciones, o por el contrario ha sido vencido, por lo que, para su
castigo, el mismo acto recomienza indefinidamente? ¿0 es que ha encontrado la pureza
en el mutismo de la materia, es que ha llegado a ser realmente santo, alcanzando en el
peligroso espacio del libro la palpitación de las cosas sin pecado, pudiendo hacer ahora,
con sus oraciones, sus lecturas y largos arrodillamientos, esa santidad bruta en la que se

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ha convertido? Bouvard y Pecuchet recomienzan ellos también: al final de sus
experiencias renuncian (se los obliga a renunciar) a hacer lo que se habían propuesto
para llegar a ser lo que eran. Ellos lo son pura y simplemente: hacen fabricar un gran
escritorio doble, para volver a ser lo que no habían dejado de ser, para ponerse a hacer
otra vez lo que habían hecho durante decenas de años -para copiar-. ¿Copiar qué? Los
libros, sus libros, todos los libros y este libro, sin duda, que es Bouvard y Pecuchet:
porque copiar, es no hacer nada; es ser los libros que se copian, es ser esa íntima
distensión del lenguaje que se desdobla, es ser el repliegue del discurso sobre sí mismo,
es ser esa existencia invisible que vierte la palabra transitoria en la infinidad del rumor.
Al triunfar sobre el Libro eterno San Antonio se sume en el movimiento sin lenguaje de
la materia: Bouvard y Pecuchet triunfan sobre todo lo que es extraño al libro y se le
resiste, llegando a encarnar ellos mismos el movimiento perpetuo del libro. El libro
abierto por San Antonio, del que han alzado el vuelo todas las tentaciones, estos dos
hombres ingenuos lo continuarán indefinidamente, sin ilusión, sin, gula, sin pecados,
sin deseos.

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