Boy Relatos de La Infancia Roald Dahl
Boy Relatos de La Infancia Roald Dahl
Boy Relatos de La Infancia Roald Dahl
ePub r1.7
Titivillus 05-03-2019
Título original: Boy, Tales of Childhood
Cubierta
Papá y mamá
La bicicleta y la confitería
El señor Coombes
A Noruega
La isla mágica
El primer día
Cartas a la familia
La celadora
Nostalgia
Un paseo en automóvil
El capitán Hardcastle
Tabaco de cabra
Los auxiliares
El director
Chocolates
Corkers
Los asistentes
Deportes y fotografía
Adiós a la escuela
Sobre el autor
A Alfhild, Else, Asta, Ellen y Louis
Una autobiografía es un libro que escribe una persona sobre su propia vida y
por lo general está lleno de tediosos pormenores de todas clases.
Algunas son divertidas. Otras son lastimosas. Las hay desagradables. Supongo
que a ello se debe el haberlas evocado siempre tan a lo vivo. Todas son verdad.
R. D.
Papá y mamá
Mi padre, Harald Dahl, era noruego, y procedía de una pequeña ciudad vecina
de Oslo llamada Sarpsborg. Su padre, o sea, mi abuelo, fue un comerciante
bastante próspero que tenía una tienda en Sarpsborg en la que vendía
prácticamente de todo, desde queso a tela metálica para gallineros. Escribo
estas palabras en 1984, pero este abuelo mío nació, créase o no, en 1820, poco
después de la derrota de Napoleón por Wellington en Waterloo. Si mi abuelo
viviera hoy tendría, pues, 164 años. Mi padre alcanzaría la edad de 121. Tanto
mi padre como mi abuelo tardaron bastante respecto al hecho de tener hijos.
Esto sucedía en 1877, y la cirugía ortopédica no era entonces lo que es hoy. Así
que le amputaron, sin más, el brazo por el codo, y mi padre hubo de valerse
con un solo brazo el resto de su vida. Afortunadamente, era el izquierdo el
brazo perdido, y poco a poco, con los años, aprendió a hacer más o menos todo
lo que precisaba con los cuatro dedos y el pulgar de su mano derecha. Podía
anudarse un zapato tan presto como vosotros o como yo y, para cortar la
comida en el plato, afilaba el borde de un tenedor, que de este modo le servía
de tenedor y cuchillo al mismo tiempo. Guardaba este ingenioso instrumento
en un estuchito de piel y lo llevaba siempre en el bolsillo dondequiera que
fuese. La pérdida de un brazo, solía decir, le deparaba solo un inconveniente
serio. Le resultaba imposible desmochar un huevo duro.
Mi padre llevaba un año o así a su hermano Oscar, pero estaban ambos
excepcionalmente compenetrados, y poco después de dejar la escuela salieron
a dar un largo paseo juntos con el propósito de trazar planes para el futuro.
Decidieron que una pequeña ciudad como Sarpsborg en un país pequeño como
Noruega no era el lugar más indicado para hacer fortuna. Resolvieron, pues,
que lo que les convenía era irse a un país grande, como Inglaterra o Francia,
donde las oportunidades de medrar serían ilimitadas.
Desde Calais viajaron a París, y en París acordaron separarse porque los dos
querían ser mutuamente independientes. Tío Oscar, por alguna razón, puso
rumbo al oeste, a La Rochelle, en la costa del Atlántico, mientras que mi padre
se quedaba en París por el momento.
Empecemos por tío Oscar. La Rochelle era entonces, y aún sigue siéndolo, un
puerto pesquero. Cuando llegó a sus 40 años, mi tío era ya el hombre más rico
de la ciudad. Poseía una flota de bous denominada Pécheurs de l’Atlantique y
una gran fábrica de conservas donde se enlataban las sardinas que traían sus
bous . Adquirió una esposa de buena familia, y una espléndida casa en la
ciudad, y una gran quinta de recreo en el campo. Se hizo coleccionista de
muebles Luis XV, buenos cuadros y libros raros, y todos estos objetos preciosos
junto a las dos fincas pertenecen aún a la familia. Yo no he visto la quinta
campestre, pero estuve en la casa de La Rochelle hace un par de años y
verdaderamente es admirable. Solo por los muebles merecería estar en un
museo.
Harald Dahl se llevó a su esposa noruega en viaje de bodas a París, tras lo cual
regresó a la casa de Llandaff. La pareja estaba de lo más enamorada y era
bienaventuradamente feliz, y durante los seis años siguientes tuvieron cuatro
hijos: una niña, otra niña, un chico (yo) y una tercera niña. Había ahora seis
hijos en la familia, dos de la primera esposa de mi padre y cuatro de la
segunda. Hacía falta una casa más grande y suntuosa y se disponía de dinero
para comprarla.
De manera que en 1918, cuando contaba yo dos años, nos mudamos a una
imponente casa de campo próxima al pueblo de Radyr, a unos 15 kilómetros al
oeste de Cardiff. La recuerdo como un caserón soberbio, con torretas en el
tejado y con majestuosas terrazas y praderas de césped todo alrededor. Tenía
muchos acres de bosques y tierras de labor, y una serie de casitas para el
personal de servicio. Muy pronto se vieron los prados llenos de vacas lecheras,
y las pocilgas colmadas de cerdos, y el gallinero rebosante de gallinas. Había
unos cuantos caballos percherones para tirar de los arados y de los carros, y
había un labrador, y un vaquero, y un par de jardineros, y toda suerte de
criados que atendían la casa. Al igual que su hermano Oscar en La Rochelle,
Harald Dahl había conseguido triunfar en la vida sin ningún género de dudas.
Pero lo que más me interesa de estos dos hermanos, Harald y Oscar, es que,
pese a su procedencia de una familia sencilla de una ciudad pequeña, los dos
desarrollaran, con absoluta independencia uno del otro, un profundo interés
por las cosas bellas. En cuanto pudieron permitírselo, comenzaron a llenar sus
casas de hermosos cuadros y mobiliario selecto. Además, mi padre se hizo un
experto jardinero, y, por encima de todo, coleccionista de plantas alpinas. Solía
referirme mi madre cómo se iban los dos de excursión a las montañas de
Noruega, y los sustos de muerte que le hacía pasar cuando trepaba, con su
mano única, por empinados riscos para alcanzar pequeñas plantas alpinas que
crecían en alguna elevada cornisa de roca. Era también un consumado tallista
en madera, y la mayoría de los marcos de espejo que había en la casa era obra
suya. Como también lo era todo el manto de chimenea de la sala: un espléndido
diseño de frutas y hojas y ramas entrelazadas tallado en roble.
(6-7 años)
En 1920, cuando no tenía yo más que tres años, la hija mayor de mi madre, mi
hermana Astri, murió de apendicitis. Contaba siete años al morir, que era
también la edad de mi propia hija mayor, Olivia, cuando falleció debido al
sarampión 42 años después.
Astri era con mucho la predilecta de mi padre. La adoraba más allá de toda
medida, y su muerte inopinada le dejó literalmente sin habla durante días y
días. Tan abrumado estaba por la pena que cuando él mismo cayó con
pulmonía al cabo de aproximadamente un mes no parecía importarle gran cosa
vivir o morirse.
En cambio, recuerdo muy claramente los viajes de ida y vuelta entre mi casa y
la escuela porque eran de lo más emocionante. Las grandes emociones son tal
vez lo único que interesa de verdad a un niño de seis años y se le queda en la
memoria. En mi caso, la emoción se centraba en mi triciclo nuevo. Iba a la
escuela en él todos los días, con mi hermana mayor montada en el suyo. No nos
acompañaba ninguna persona mayor, y recuerdo como si lo estuviese viviendo
las carreras que nos dábamos a enormes velocidades de triciclo, por mitad de
la carretera, cuesta abajo, y luego, gloria de las glorias, al llegar a una esquina,
nos inclinábamos a un lado y tomábamos la curva sobre dos ruedas solamente.
Todo esto, como comprenderéis, sucedía en los buenos tiempos de antaño,
cuando la vista de un automóvil en la calle era un acontecimiento, y no existía
el menor peligro en el hecho de que los peques fuesen en triciclo a la escuela
tan contentos por el centro mismo de la calzada.
Cuando cumplí los siete años, mi madre decidió que dejara el parvulario y
asistiese a una escuela de chicos. Por fortuna, a un par de kilómetros de
nuestra casa había una conocida escuela preparatoria para niños varones. La
llamaban Escuela de la Catedral de Llandaff, y alzábase bajo la sombra misma
de la catedral que le presta su nombre. Al igual que la catedral, la escuela
todavía existe y da muestras de actividad floreciente.
Pero tampoco es mucho lo que recuerdo de los dos años que asistí a la Escuela
de la Catedral de Llandaff, entre los siete y nueve de mi edad. Solo dos
momentos subsisten claramente en mi memoria. El primero no duró más de
cinco segundos, pero jamás lo olvidaré.
Era mi primer curso y volvía a casa solo y a pie, atravesando la plaza del
pueblo después de clase, cuando, de un modo imprevisto, me veo venir a uno
de los mayores, un chico de 12 años, pedaleando a toda velocidad en su
bicicleta carretera abajo a unos 30 pasos delante de mí. La carretera
remontaba allí un repecho, y el chico bajaba lanzado por la cuesta, conque al
pasar como una exhalación por mi lado va y se pone a pedalear muy rápido
hacia atrás, de forma que el mecanismo de piñón libre de su bici hizo un ruido
vivo y trepidante. Al mismo tiempo, retiró las manos del manillar y se cruzó de
brazos como si tal cosa. Yo me quedé clavado en el sitio, mirándole sin
pestañear. ¡Qué chaval tan estupendo! ¡Qué resuelto, y valiente, y gallardo, con
sus pantalones largos, y sus pinzas en las perneras, y su gorra escolar colorada
puesta tan airosamente al bies! «¡Un día, —me dije—, un día glorioso tendré yo
una bici como esa, y llevaré pantalones largos con pinzas en las perneras, y la
gorra puesta así de lado, y bajaré zumbando por la cuesta, pedaleando hacia
atrás, fuera del manillar las manos!».
Uno de los otros chicos, que se llamaba Thwaites, me dijo que no debía comer
nunca cordones de regaliz. El padre de Thwaites, que era médico, había dicho
que estaban hechos de sangre de ratas. El doctor había dado a su hijito una
conferencia sobre los cordones de regaliz al sorprenderle comiéndose uno en la
cama.
—Los cazadores de ratas —había dicho el padre— llevan sus ratas a la Fábrica
de Cordones de Regaliz, y el gerente les paga dos peniques por pieza. Muchos
cazadores de ratas se han hecho millonarios vendiendo sus ratas muertas a la
fábrica.
—Esperan hasta tener 10 000 ratas —había contestado el padre—, y luego las
echan todas en una caldera de acero muy grande y allí las hacen hervir por
espacio de algunas horas. Dos hombres remueven con sendas pértigas la
caldera bullente y al final obtienen un buen estofado de rata espeso y
humeante. A continuación introducen en la caldera una maza de triturar que
machaca los huesos, de lo que resulta una sustancia pulposa que llaman pasta
de ratas.
—Los dos hombres que removían con las pértigas se calzan luego botas de
goma, se meten dentro de la caldera y sacan la pasta de ratas con sus palas,
extendiéndola sobre un suelo de hormigón. Luego le pasan por encima un
rodillo varias veces para aplanarla. De esto resulta algo así como una
gigantesca torta negra, delgada como una hojuela, y lo único que les queda ya
por hacer es esperar que se enfríe y endurezca para poderla cortar en tiras y
fabricar los cordones. No los comas nunca. Si lo haces, pillarás una ratitis.
—Sí, pero ¿qué le pasa a uno cuando la pilla? —había inquirido el pequeño
Thwaites.
Los inflamofletes, que costaban un penique cada uno, eran unas bolas enormes
y duras del tamaño de un tomate pequeño. Un inflamofletes proporcionaba una
hora cumplida de chupar y chupar sin parar, y si te lo sacabas de la boca y lo
examinabas cada cinco minutos o así, te encontrabas con que había cambiado
de color. Tenía no sé qué de fascinante, la forma en que pasaba del rosa al azul
y al verde y al amarillo. Nos preguntábamos cómo se las arreglaría la fábrica
de inflamofletes para obrar aquella maravilla.
—Si mi padre tiene que serrarle a alguien una pierna —decía—, vierte
cloroformo en una almohadilla y la persona lo aspira y se queda dormida y mi
padre le sierra la pierna sin que lo sienta siquiera.
Os figuraréis tal vez que una pregunta como esta desconcertaría a Thwaites.
Pero Thwaites no se dejaba desconcertar jamás.
—Dice mi padre que los rasca-gaznates los inventaron para dárselos a presos
peligrosos que están en la cárcel —decía—. Les dan uno con cada comida y el
cloroformo los adormece e impide que se amotinen.
—Sí —decíamos nosotros—, pero ¿por qué se los venden a los niños?
—Es un complot —decía Thwaites—. Un complot de los mayores para que nos
estemos quietos y no demos guerra.
Se llamaba señora Pratchett. Era una vieja bruja pequeña y flaca, con bigote y
con una boca más agria que una endrina verde. Jamás sonreía. Jamás nos
saludaba cuando entrábamos, y las contadas veces que hablaba era sólo para
decir cosas como: «¡Mira que te estoy viendo, así que aparta de las
chocolatinas tus dedos de ladrón!». O bien: «¡Aquí no se viene a mirar o
compras o te largas!».
Pero lo más aborrecible, con mucho, de la señora Pratchett era la suciedad que
la envolvía. Llevaba el delantal gris y mugriento. La blusa, toda llena de restos
del desayuno: migajas de tostada y manchas de té y pegotes resecos de yema
de huevo. Eran sus manos, empero, lo que más nos desazonaba. Daba asco
verlas, llenas de porquería y tizne. Como si se hubiera pasado todo el santo día
echando carbón al fuego. Y no olvidéis que eran esas mismas manos y esos
mismos dedos los que metía en los tarros de dulces cuando pedíamos un
penique de melcocha o de pastillas de goma o de bocaditos de guirlache o lo
que fuere. Había bien pocas leyes sanitarias en aquellos tiempos, y a nadie, y
menos aún a la señora Pratchett, se le ocurría servirse de una palita para sacar
los dulces como actualmente se hace. La sola vista de su cochambrosa mano
derecha, con sus uñas negras, escarbando para extraer de un tarro una onza de
dulce de chocolate, habría hecho salir corriendo de la tienda a un hampón
muerto de hambre. Pero no a nosotros. Los dulces eran nuestra sangre,
nuestra vida. Por cosas muchísimo peores habríamos pasado para conseguirlos.
Conque nos limitábamos a mirar, en hosco silencio, mientras aquella vieja
repugnante hurgaba y removía dentro de los tarros con sus puercos dedos.
La otra razón por la que teníamos tirria a la señora Pratchett era por su
tacañería. No te daba una bolsa como no gastaras de seis peniques para arriba.
De otro modo, despachaba los dulces en un cucurucho que hacía con un trocito
de papel de periódico, arrancado del montón de Daily Mirrors atrasados que
tenía sobre el mostrador a tal efecto.
Mis cuatro amigos y yo habíamos advertido que al fondo de la clase había una
tabla del entarimado que estaba un poco suelta, y cuando la levantamos
haciendo palanca con la hoja de un cortaplumas, descubrimos un amplio
espacio hueco debajo. Aquel, decidimos, sería nuestro escondrijo secreto para
ocultar caramelos y otros pequeños tesoros, como castañas locas, cacahuetes y
huevos de pájaro. Todas las tardes, concluida la última lección, aguardábamos
los cinco a que la clase se vaciara, y entonces levantábamos la tabla y
examinábamos nuestro tesoro escondido, añadiéndole o retirando alguna cosa
tal vez.
Hasta que cierto día, al levantarla, encontramos un ratón muerto tendido entre
nuestros tesoros. Fue un descubrimiento emocionante.
Cuando se escribe acerca de uno mismo hay que hacer un esfuerzo por decir la
verdad cabal. La verdad es más importante que la modestia. Debo deciros,
pues, que fui yo y solo yo quien tuvo la idea del formidable y osado complot del
ratón. Todos tenemos nuestros momentos de brillantez y de gloria, y aquel fue
el mío.
Los otros cuatro me miraron llenos de admiración. Luego, a medida que fueron
captando todo el genial alcance del complot, empezaron con risitas y más
risitas. Me daban palmadas en la espalda. Me aclamaron y se pusieron a dar
brincos por toda la clase.
—¡Lo haremos hoy mismo! —gritaron—. ¡Según volvemos para casa! La idea ha
sido tuya —me dijeron—, conque puedes ser tú el que ponga el ratón en el
tarro.
—Procura meterlo en un tarro de los que se usan a menudo —dijo uno de ellos.
—Voy a echarlo con los inflamofletes —dije yo—. El tarro de los inflamofletes
no está nunca detrás del mostrador.
Así quedó todo dispuesto. Entramos en la tienda con cierto aire ufano y
arrogante. Nosotros éramos ahora los triunfadores, y la señora Pratchett, la
víctima. Estaba de pie tras el mostrador, y sus malignos ojillos de puerco
observaban, suspicaces, nuestra entrada.
—Vamos a entrar a ver si sigue dentro del tarro —dijo uno cuando nos
acercábamos a la confitería.
—Se ha llevado un susto tan grande al agarrar el ratón que se lo ha dejado caer
todo de las manos —decía uno de mis amigos.
No me respondió nadie.
—El susto debe de haber sido de muerte —dijo. Marcó una pausa. Todos le
mirábamos preguntándonos con qué alarde de saber científico iría a salirse
ahora aquella gran autoridad médica—. A fin de cuentas —prosiguió—, agarrar
un ratón muerto cuando esperas agarrar un inflamofletes debe de ser una
experiencia bien espeluznante. ¿No os parece?
No le respondió nadie.
Por unos instantes fue mi corazón el que dejó de latir. Thwaites me señaló con
el dedo y dijo con voz tétrica:
—Fue idea «tuya» —dijo—. Y aún más, fuiste tú quien metió el ratón.
Me eché a temblar.
—¡A formar todos, por clases! ¡Los de sexto allí! ¡Los de quinto a continuación!
¡En fila! ¡En fila! ¡Vamos! ¡Dejad de hablar!
«Pero ¿por qué diablos estamos en el patio de recreo, si puede saberse?, —me
preguntaba extrañado—. ¿Y por qué nos colocan así en fila? Jamás había
sucedido antes tal cosa».
Ya me esperaba ver salir del edificio de la escuela a dos policías, llegarse hasta
mí en cuatro brincos, agarrarme por los brazos y ponerme las esposas.
Una sola puerta daba paso del edificio al patio de recreo. De pronto esta puerta
se abrió de par en par y por ella, como el ángel de la muerte, salió majestuoso
el señor Coombes, enorme, corpulento, con su traje de tweed y su toga negra, y
a su lado, créase o no, a su lado mismo, ¡trotaba con su pasito corto la figura
menudita de la señora Pratchett en persona!
—Mejor será que demos la vuelta completa —dijo. Parecía tener prisa por
acabar de una vez con aquello, y yo podía ver las flacas piernecillas de cabra de
la señora Pratchett trotar afanosas para no quedarse atrás. Habían
inspeccionado ya un lado entero del patio, donde se alineaban los de sexto y la
mitad de los de quinto. Ahora los veíamos avanzar a lo largo del segundo lado…
y luego del tercero.
Veía yo los ojillos de cerdo de la señora Pratchett clavarse con dura fijeza en el
rostro de cada niño frente al que pasaba.
—¡Aquí está! —chilló—. ¡Este es uno de ellos! ¡Le conocería a una legua, a este
golfillo bribón!
—¡Ahí están! —vociferó, apuñalando el aire con el dedo—. ¡Ese… y ese… y ese!
¡Ya están los cinco golfillos! ¡No hace falta que miremos más, señor director!
Están todos ahí, ¡los cochinos diablillos indecentes! Ha tomado nota de sus
nombres, ¿no?
—He tomado nota de ellos, señora Pratchett —le dijo el señor Coombes—. Y
muchísimas gracias.
—Las gracias soy yo quien tiene que dárselas a usted, señor director —repuso
ella.
—¡En el tarro de los inflamofletes estaba! ¡Un ratón muerto, apestoso, que no
se me olvidará mientras viva!
—La comprendo muy bien, y créame que lo siento muchísimo —murmuraba a
su lado el señor Coombes.
Nos levantamos los cinco y salimos del aula. Sin decir ni palabra, recorrimos el
largo pasillo que conducía a los aposentos privados del director, donde estaba
situado el temible despacho. Thwaites llamó con los nudillos a la puerta.
—¡Adelante!
—No quiero embustes —dijo—. Sé muy bien que lo hicisteis vosotros y que lo
maquinasteis entre todos. Ahora poneos ahí en fila, junto a la librería.
Nos colocamos en fila, Thwaites delante, y yo, por alguna razón, atrás del todo.
Era el último de la fila.
—Tú —dijo el señor Coombes, apuntando hacia Thwaites con el bastón—. Ven
aquí.
Thwaites agachó el cuerpo. Teníamos los ojos clavados en él. Todo aquello nos
hipnotizaba. Sabíamos, claro está, que a los chicos les aplicaban el correctivo
del bastón de cuando en cuando, pero no habíamos oído decir que obligasen a
ninguno a presenciarlo.
—¡Agáchate más, hombre, más! —gritó el señor Coombes—. ¡Hasta tocar el
suelo!
El señor Coombes dio un paso atrás y adoptó una postura firme, con las piernas
bien separadas. Yo pensé en lo pequeño que parecía el culo de Thwaites y en lo
apretado que estaba. El señor Coombes tenía los ojos enfocados en él. Levantó
el bastón bien alto sobre su hombro y al descargarlo se oyó un zumbido como
el de un látigo; luego, al golpear el culo de Thwaites, sonó lo mismo que un tiro
de pistola.
Del brinco que pegó, dio la impresión de que el pequeño Thwaites se levantó
dos palmos del suelo, al tiempo que lanzaba un aullido, «¡Auu-u-u-u-uu-u-u-u!»,
y se enderezaba, tieso como un resorte.
Y entonces nos tocó brincar a nosotros. Porque volvimos la cabeza para mirar,
y allí, sentada en uno de los grandes sillones de cuero del señor Coombes,
¡estaba la esmirriada y odiosa figura de la señora Pratchett dando saltos de
entusiasmo!
Apenas si podía yo creer lo que estaba viendo. Era como una pantomima
espantosa. Ya era bastante horrible la violencia, y verse obligado a presenciarla
era todavía peor; pero con la señora Pratchett de espectadora resultaba todo
ello una pesadilla.
La segunda vez la actuación del señor Coombes fue lo mismo que la primera. Y
no menos la de la señora Pratchett. No dejó de chillar un solo momento,
exhortando al señor Coombes a superarse más y aún más en sus esfuerzos, y lo
tremendo era que él parecía responder a los gritos de estímulo. Actuaba como
un atleta espoleado por las voces de la multitud que llena las gradas. Fuera
esto cierto o no, de una cosa sí estaba yo seguro: aflojar no aflojaba.
Fue lo que hizo precisamente el señor Coombes. Cuando llegó el primer golpe y
sonó el tiro de pistola, me vi lanzado con tal violencia hacia delante que si no
llego a tener los dedos apoyados en la alfombra creo que hubiera caído de
bruces al suelo. Pero en la posición que estaba conseguí sujetarme sobre las
palmas de las manos y mantener el equilibrio. En un primer momento no hice
más que oír el «crac » sin sentir absolutamente nada, pero una fracción de
segundo después el escozor ardiente que se extendió por mis nalgas fue tan
terrible que lo único que pude hacer en esos momentos fue abrir la boca en un
jadeo lastimero, una boqueada tan grande y tan brusca que me vació los
pulmones de todo el aire que había en ellos.
El tercero pareció aún peor que el segundo. Si el pícaro señor Coombes había
puesto tiza previamente en el bastón, dejando así una señal en mi pantalón gris
de franela después del primer golpe, eso no lo sé. Me inclino a dudarlo, más
bien, porque debía él de saber que esa era una práctica muy mal vista por casi
todos los directores de colegio en aquellos días. No solo se consideraba juego
sucio, sino que era también como admitir que se carecía de la necesaria
experiencia en el oficio.
Cuando llegó el cuarto golpe me ardía todo el trasero igual que si fueran a
salirme llamas.
—Y ahora, fuera.
Cuando volví a la clase tenía los ojos húmedos de lágrimas y todos me miraban.
Cuando fui a sentarme en mi pupitre sentí un vivo dolor en el trasero.
Aquella tarde, después de cenar, mis tres hermanas se bañaron antes que yo.
Luego me tocó a mí; pero cuando iba a meterme en la bañera, sentí una
horrorizada exclamación de mi madre a mis espaldas.
A la postre tuve que contárselo todo, mientras mis tres hermanas (de nueve,
seis y cuatro años) escuchaban la historia, alrededor, con sus camisones de
dormir y los ojos desorbitados. Mi madre me oyó hasta el final en silencio. No
hizo preguntas. Simplemente me dejó hablar, y cuando acabé, dijo a nuestra
niñera:
Si yo hubiera tenido la más mínima idea de lo que iba a hacer mi madre, habría
intentado detenerla, pero nada sabía. Se fue derecha para abajo y se puso el
sombrero. Luego salió de la casa, cruzó el jardín y se plantó en la calle. Yo la vi
desde la ventana de mi dormitorio cuando trasponía la puerta de la verja y
doblaba hacia la izquierda, y recuerdo haberle dado voces para que volviera,
que volviera, que volviera. Pero no me hizo caso. Andaba con paso muy vivo,
alta la cabeza y erguido el cuerpo, y por el cariz que tomaban las cosas me
figuré que al señor Coombes se le avecinaba un mal rato.
Sobre una hora después, mi madre volvió y subió a darnos las buenas noches
con un beso a cada uno. Yo le dije:
—Me ha dicho que soy extranjera y que no podría entender cómo funcionan los
colegios británicos.
—Que así lo haría, en cuanto termine el curso. Esta vez te buscaré una escuela
«inglesa» —me dijo—. Tu padre tenía razón. Las escuelas inglesas son las
mejores del mundo.
Todas mis vacaciones de verano, desde que tenía cuatro años hasta los 17
(1920-1932), fueron enteramente idílicas. Y ello, estoy seguro, porque siempre
íbamos al mismo lugar idílico, y este lugar era Noruega.
La travesía de Newcastle a Oslo llevaba dos días y una noche, y si hacía malo,
como ocurría con frecuencia, todos nos mareábamos excepto nuestra intrépida
madre. Íbamos tumbados en sillas de cubierta, lo más cerca posible de la
borda, envueltos en mantas de viaje, cenicientas las caras y los estómagos
revueltos, rechazando la sopa caliente y las galletas que los amables camareros
nos ofrecían una vez y otra. Y en cuanto a la pobre niñera, empezaba a
marearse nada más subir a bordo.
Siempre pasábamos una noche en Oslo, a fin de poder celebrar la gran reunión
anual de familia con la bestemama y el bestepapa , padres de nuestra madre, y
con sus dos hermanas solteras (nuestras tías), que vivían en la misma casa.
Todos los adultos, incluida la niñera, y todos los niños, aun cuando el menor de
todos solo contaba un año, nos sentábamos en torno a la gran mesa ovalada del
comedor, la tarde misma de nuestra llegada, para celebrar el magno banquete
anual con los abuelos, y la comida que se nos servía no variaba nunca. Aquel
era un hogar noruego, y para los noruegos el mejor alimento del mundo es el
pescado. Y cuando ellos dicen «pescado» no se refieren a eso que vosotros y yo
compramos en la pescadería. Ellos quieren decir «pescado fresco», pescado
que ha sido capturado no más de 24 horas antes y que jamás ha sido congelado
ni tan siquiera depositado entre hielo. Convengo con ellos en que la forma
idónea de preparar un pescado como este es darle un hervido ligero, y eso es lo
que hacen con los peces más finos. Y, a propósito, los noruegos siempre se
comen la piel del pescado hervido, que dicen es su parte más sabrosa.
En cuanto retiraban de la mesa los restos del pescado, traían una tremenda y
escarpada montaña de helado de elaboración casera. Aparte de ser el helado
más cremoso del mundo, su aroma era inolvidable. Contenía miles de pedacitos
de caramelo de café con leche tostado y quebradizo (los noruegos lo llaman
krokanz ), con lo que resultaba que el helado no se deshacía en la boca sin más,
como sucede con los helados corrientes. Podía uno masticarlo, y daba gusto
cómo crujía y crujía, y aún soñaba con aquel sabor días después.
—¡Estoy segura de que hace agua! ¡Seremos todos pasto de los peces antes de
que acabe el día!
Esa parte del viaje nos encantaba. El espléndido barquito, con su alta
chimenea, se internaba en las tranquilas aguas del fiordo y avanzaba con ritmo
sosegado sin perder de vista la costa, deteniéndose cada hora más o menos en
pequeños embarcaderos de madera, donde grupos de aldeanos y de
veraneantes esperaban para recibir amigos o para recoger paquetes y correo.
Si no habéis navegado por el fiordo de Oslo en un día tranquilo de verano, no
os podéis imaginar lo que es eso. Es imposible describir la sensación de paz y
belleza absolutas que os envuelve. El barco navega zigzagueando entre
incontables islitas, algunas con casitas de madera pintadas con tonos vivos,
pero otras muchas sin una casa ni un árbol sobre las rocas peladas. Estas
peñas de granito son tan lisas que puede uno tumbarse a tomar el sol en ellas
en bañador sin necesidad de poner una toalla debajo. Y, en efecto, sobre las
rocas de las islas veíamos chicas zanquilargas y mozalbetes altos bronceándose
al sol. En el fiordo no hay playas de arena. Las rocas de la orilla entran
directamente en el agua y esta es profunda de inmediato. Por eso los niños
noruegos aprenden todos a nadar muy pequeños, porque si no se sabe nadar
resulta difícil encontrar un sitio donde bañarse.
A veces, cuando nuestro barquito pasaba entre dos islotes, el canal era tan
estrecho que casi podíamos tocar las rocas a un lado y a otro. Pasábamos junto
a canoas y barcas de remos llenas de niños rubios de tez tostada por el sol, y
les decíamos adiós con la mano viendo mecerse violentamente sus pequeñas
embarcaciones en la estela que dejaba nuestro barco, más grande.
El desayuno era en nuestro hotel la mejor comida del día, y lo ponían todo
sobre una gran mesa en mitad del comedor, de la que se servía uno cuanto
deseaba. Había quizá hasta 50 platos diferentes donde escoger. Veíanse
grandes jarras de leche, que todos los niños noruegos toman en cada comida.
Había fuentes de fiambre de vaca, ternera, cerdo y jamón. Había caballa
hervida, fría, en gelatina. Había filetes de arenque en escabeche, sardinas,
anguilas ahumadas y huevas de bacalao. Había un cuenco enorme rebosante de
huevos duros calentitos. Había tortillas de jamón frías, y pollo frío, y café
caliente para los mayores, amén de panecillos calentitos y crujientes hechos en
la cocina del hotel, que nos tomábamos con mantequilla y mermelada de
arándanos. Había albaricoques en compota y cinco o seis quesos diferentes,
entre ellos, por supuesto, el omnipresente gjetost , ese queso de cabra
noruego, alto, moreno y dulzón que encuentra uno en todas las mesas del país.
En Noruega todo el mundo tiene una barca de una clase o de otra. Nadie se
queda por los alrededores del hotel. Ni se acomoda nadie en la playa porque no
hay playas en que acomodarse. En los primeros días solo teníamos una barca
de remos, pero era una barca estupenda. Nos llevaba fácilmente a todos, con
sitio para dos remeros. Mi madre tomaba un par de remos y mi hermanastro el
otro, y allá que nos íbamos.
Día tras día, durante varios veranos, aquella playita secreta en aquella secreta
islita fue nuestro destino habitual. Permanecíamos en ella tres o cuatro horas,
enredando en el agua y en los charcos de las peñas y poniéndonos
extraordinariamente morenos.
En años posteriores, cuando éramos todos ya un poco mayores y sabíamos
nadar bien, la rutina diaria se hizo diferente. Para entonces mi madre había
adquirido una motora: una lanchita de madera blanca, no muy marinera,
demasiado baja de bordas y dotada de un motor de un cilindro del que no se
podía uno fiar. Mi hermanastro era el único que sabía hacer funcionar aquel
motor. Resultaba sumamente difícil ponerlo en marcha, y tenía siempre que
desatornillar y extraer la bujía y echar petróleo directamente en el cilindro.
Luego hacía girar una y otra vez un volante, y, con un poco de suerte, después
de mucho toser y chisporrotear, aquello terminaba por salir andando.
Por las tardes íbamos casi siempre a pescar. Recogíamos mejillones de las
rocas para utilizarlos como cebo, y luego salíamos en la barca de remos o en la
motora hasta encontrar un sitio a propósito donde anclar. Las aguas eran muy
profundas, y a veces teníamos que largar 70 metros de cuerda antes de tocar
fondo. Permanecíamos callados y tensos en espera de que picasen, y a mí
siempre me asombraba cómo hasta un mordisquito insignificante al extremo
del largo sedal se le transmitía a uno a la punta de los dedos.
—¡Han picado! —gritaba alguien de pronto, tirando del sedal—. ¡Ya lo tengo! ¡Y
bien grande que es! ¡Es enorme!
Y allí venía la emoción de halar el sedal más que deprisa, escudriñando el agua
clara desde la borda para ver lo grande que era realmente el pez a medida que
se acercaba a la superficie. Bacalaos, pescadillas, salmonetes y caballas, de
todo pescábamos, y lo llevábamos triunfantes a la cocina del hotel, donde la
cocinera, mujer gorda y jovial, nos prometía preparárnoslo para la cena. Os lo
aseguro, amigos, aquellos sí que eran buenos tiempos.
Una visita al médico
Yo me negué. Creía que iba a hacerme algo en los dientes, y todo lo que me
habían hecho en ellos hasta entonces había resultado muy doloroso.
—Van a ser solo dos segundos —dijo el médico. Hablaba con amabilidad, y su
voz me sedujo. Así que abrí la boca como un asno.
—No será esta la última vez que vayas a un médico en tu vida —dijo—. Y con un
poco de suerte, no te harán mucho daño.
Por aquellas fechas la manera más fácil de viajar desde Cardiff a Weston-super-
Mare era en barco. Los barcos tenían una estampa preciosa. Eran vapores con
gigantescas ruedas de palas en los costados, y cuando se ponían en marcha,
batiendo y removiendo el agua con ellas, hacían un ruido espantoso.
El primer día de mi primer curso salí en taxi con mi madre por la tarde para
embarcar en el vapor de ruedas que hacía la travesía entre el puerto de Cardiff
y Weston-super-Mare. Toda la ropa que llevaba puesta era nueva, flamante, e
iba marcada con mi nombre. Llevaba zapatos negros, medias de lana grises con
las vueltas azules, pantalones cortos de franela grises, camisa gris, corbata
roja, chaqueta de franela gris con el escudo azul del colegio en el bolsillo del
pecho, y gorra escolar gris con el mismo escudo encima de la visera. En el taxi
que nos trasladaba al puerto iban mi baúl nuevo, flamante, y mi cajón
particular, flamante también, los dos con mi nombre, R. DAHL, pintado en
negro.
El cajón particular es una especie de arca de madera de pino, de hechura muy
recia, y ningún chico ha ido jamás a un internado de escuela preparatoria
inglesa sin llevarlo como parte de su equipaje. Es su almacén secreto, tan
secreto como el bolso de mano de una dama, y hay una ley no escrita según la
cual ningún otro chico, ni maestro, ni siquiera el director mismo, tiene derecho
a fisgar el contenido de un cajón particular. El propietario guarda su llave en el
bolsillo, y de allí no sale para nada. En St. Peter’s, los cajones particulares se
alineaban juntos en fila a lo largo de las cuatro paredes del vestuario, y cada
cual tenía el suyo exactamente bajo la escarpia donde colgaba la ropa de
deporte. Como su nombre (tuck-box ) indica, un cajón particular sirve
principalmente para guardar las golosinas (tucks ). En aquellos días llegaban
una vez por semana a la escuela preparatoria paquetes de provisiones y dulces
que las madres preocupadas enviaban a sus hijitos hambrientos, y un cajón
particular cualquiera contenía casi siempre, por ejemplo, medio bizcocho de
pasas de elaboración casera, un paquete de galletas despachurradas, un par de
naranjas, una manzana, un plátano, un tarro de mermelada de fresa, una
tableta de chocolate, una bolsita de regaliz surtido y una lata de gaseosa en
polvo Bassett. Una escuela inglesa, por aquellos tiempos, era un puro negocio
montado para hacer dinero del que era propietario y gerente el director. A este
le tenía cuenta, pues, dar a los niños la menos comida posible y animar a los
padres, con astucias diversas, a que alimentasen a sus vástagos mediante el
envío de paquetes caseros.
—Pues no faltaba más, señora Dahl, envíe a su hijo algunas cosillas de vez en
cuando —decía—. Unas cuantas naranjas y manzanas una vez por semana, si le
parece (la fruta era muy cara), y un rico bizcocho de pasas, un «buen» bizcocho
si puede ser, porque los chiquillos tienen un apetito que hay que verlos, ¿eh?
¡Ja, ja, ja…! Sí, sí, «todas las veces» que usted quiera. «Más» de una vez por
semana si lo desea… «Por su puesto», aquí se le dará comida abundante, de lo
mejor que hay, pero nunca sabe igual que la que se hace en casa, ¿no le
parece? Estoy seguro de que no querrá usted que su hijo sea el único que no
reciba un buen paquete de casa todas las semanas.
St. Peter’s se hallaba sobre un cerro que dominaba la ciudad. Era una larga
edificación en piedra de tres pisos con aspecto de manicomio privado más que
de otra cosa, y delante se extendían los campos de juego, con tres canchas de
rugby . Una tercera parte del edificio estaba reservada para el director y su
familia. En el resto se alojaban los alumnos, alrededor de 150 en total si mal no
recuerdo.
Me eché a llorar.
Cartas a la familia
Desde ese primer domingo en St. Peter’s hasta el día en que murió mi madre,
32 años después, no dejé de escribirle una vez por semana, y a veces más a
menudo, siempre que estaba fuera de casa. Le escribía semanalmente desde
St. Peter’s (por obligación), y semanalmente también desde la escuela a la que
luego fui, Repton, y semanalmente desde Dar es Salaam (África Oriental),
donde tuve mi primer empleo después de terminados los estudios, y una vez
por semana igualmente durante la guerra, desde Kenia e Irak y Egipto, cuando
volaba con la RAF.
Mi madre, por su parte, guardó todas y cada una de estas cartas, atándolas
cuidadosamente en pulcros legajos con cinta verde. Pero esto era un secreto
suyo y nunca me habló de ello. En 1957, cuando supo que se moría, estaba yo
en el hospital, en Oxford, sometido a una delicada operación de columna
vertebral, y no podía escribirle. De modo que hizo que le instalaran
expresamente un teléfono junto al lecho, a fin de poder tener una última
conversación conmigo. No me dijo que se estaba muriendo, ni hubo nadie que
me lo comunicara, porque yo mismo me hallaba a la sazón en un estado
bastante grave. Se limitó a preguntarme cómo estaba y a desearme que me
pusiera bien cuanto antes, y me transmitió todo su cariño. Yo no tenía la más
mínima idea de que iba a morirse al día siguiente, pero ella lo sabía muy bien y
quiso acercárseme y hablar conmigo por última vez.
Escribir cartas era un asunto serio en St. Peter’s. Constituía una clase de
ortografía y puntuación tanto como cualquier otra cosa, porque el director
patrullaba por las aulas durante estas sesiones epistolares mirando por encima
de nuestros hombros para leer lo que escribíamos y señalarnos las faltas. Pero
esa, estoy absolutamente convencido, no era la principal razón de su interés.
Obraba así para asegurarse de que no decíamos nada malo de su escuela.
De esta manera no podíamos quejarnos a nuestros padres de nada mientras
duraba el curso. Si nos parecía que la comida era infame o si aborrecíamos a
determinado profesor o habíamos sido vapuleados injustamente por algo que
no habíamos hecho, nunca nos atrevíamos a contarlo en nuestras cartas. En
realidad solíamos hacer lo contrario. A fin de agradar y complacer a aquel
peligroso director que se inclinaba por encima de nuestros hombros y leía lo
que habíamos escrito, decíamos cosas espléndidas acerca de la escuela y nos
extendíamos sobre lo buenos y amables que eran los profesores.
Pero fijaos si el director era listo. No quería que nuestros padres pensaran que
aquellas cartas nuestras eran sometidas a esa forma de censura, y, por tanto,
nunca nos permitía corregir una falta de ortografía en la propia carta. Si, por
ejemplo, habíamos escrito: «… el martes pasado hubo una carrera de salto de
bayas», decía:
—¡Pues bayas! Las frutas con semillas envueltas en pulpa carnosa, como las
uvas, eso son bayas. ¿Cómo escribirás carrera de vallas?
En St. Peter’s toda la planta baja eran aulas. El primer piso, todo dormitorios.
En este piso de los dormitorios la celadora ejercía el mando supremo.
Constituía su territorio. Allí arriba, la suya era la única voz con autoridad, y
hasta los alumnos de 11 y 12 años vivían aterrorizados por aquel ogro con
faldas que gobernaba con mano de hierro.
Una vez que habías subido la escalera y puesto el pie en el piso de los
dormitorios, ya estabas en poder de la celadora, y la fuente de ese poder era la
invisible pero temible figura del director, que acechaba allá abajo, en las
profundidades de su despacho. En el momento que se le antojara, la celadora
podía mandarte abajo en pijama y bata a presentarte ante aquel gigante
inmisericorde, y siempre que esto sucedía no había quien te librara del
varapalo. La celadora lo sabía y se regocijaba con ello.
Se desplazaba por aquel pasillo con la velocidad del rayo, y cuando menos te lo
esperabas asomaba por la puerta del dormitorio su cara y su pecho.
—¿Quién ha tirado esta esponja? —gritaba la voz temida—. ¿Has sido tú,
Perkins, verdad? ¡No me mientas, Perkins! ¡No me discutas! ¡Sé perfectamente
que has sido tú! ¡Ya puedes ponerte la bata y bajar a presentarte al director
ahora mismo!
Muy poco a poco y de malísima gana el pequeño Perkins, de ocho años y medio,
se ponía su bata y sus zapatillas y desaparecía por el largo pasillo que conducía
a la escalera del fondo y a los aposentos privados del director. Y la celadora,
bien lo sabíamos, seguiría en pos de él y se quedaría en lo alto de la escalera, a
la escucha, con una divertida expresión en el rostro, ante el «crac… crac…
crac… » de la vara que no tardaría en oírse abajo. Para mí, aquel ruido sonaba
siempre como si el director estuviese disparando una pistola al techo de su
despacho.
—¡Lárgate y vuelve dentro de cinco minutos! —gritó ella, y yo salí de allí como
una bala. Después de «apagar las luces», la celadora merodeaba por el pasillo
como una pantera tratando de captar un susurro tras la puerta de un
dormitorio, y bien pronto supimos que sus facultades auditivas eran tan
fenomenales que nos valía más estarnos callados.
En una ocasión, tras apagarse las luces, un valiente llamado Wragg salió de
puntillas de nuestro dormitorio y regó de azúcar todo el linóleo del pasillo.
Cuando volvió Wragg y nos dijo que el pasillo había quedado convenientemente
espolvoreado de azúcar de una punta a la otra, me eché a temblar de emoción.
Permanecí acostado y despierto en la oscuridad, esperando largo rato a que la
celadora emprendiera su ronda sigilosa. Nada acontecía. «Tal vez, —decíame a
mí mismo—, esté en su cuarto, sacándole otra mota del ojo al señor Víctor
Corrado».
Nadie se movía.
Yo veía perfectamente que el director estaba cada vez más irritado, a punto de
perder los estribos. Aparecían rosetones encarnados en todo su rostro, y al
hablar salpicaba de saliva a diestro y siniestro.
—¡Está bien! —tronó—. ¡Id todos ahora mismo a por la llave de vuestro cajón
particular! ¡Entregáis las llaves a la celadora, que las guardará hasta la
terminación del curso! ¡Y de hoy en adelante todos los paquetes que os manden
de casa quedarán confiscados! ¡No estoy dispuesto a tolerar esta conducta!
Entregamos nuestras llaves, y durante las seis semanas que quedaban pasamos
bastante hambre. Pero en todo ese tiempo Arkle continuó dando de comer a su
rana, introduciendo babosas por el orificio que había abierto en la tapa de su
cajón. También echaba agua por el agujero todos los días, valiéndose de una
tetera vieja, con el fin de tener al animalejo mojado y feliz. Yo admiraba
muchísimo a Arkle por aquel modo de cuidar de su rana. Aunque él tuviera
gazuza, no quería que la rana llegara a pasar hambre. Desde entonces he
procurado siempre tratar bien a los animalillos indefensos.
A partir de entonces, durante todo el tiempo que estuve en St. Peter’s, nunca
me dormí de espaldas a los míos. Distintas camas en distintos dormitorios
requirieron la determinación de nuevas direcciones, pero el Canal de Bristol
siempre estaba allí para orientarme, y siempre me era dado trazar una línea
imaginaria desde mi cama a nuestra casa, allá en Gales. Ni una sola vez me
dispuse a dormir mirando para otro lado. Esto me servía de mucho consuelo.
La celadora retrocedió unos pasos y cruzó los brazos sobre el pecho, o, más
bien, debajo de su inmensa mole, habría que decir.
—¡Oh! —tartamudeaba—. ¡Oh, oh, oh, oh, noooo! ¿Qu-qu-qué pasa? ¿Qu-qu-qué
tengo en la cara? ¡Que alguien me ayude!
Yo fui víctima de una morriña tan abrumadora durante las dos primeras
semanas, que me puse a tramar un ardid para que me enviaran a casa, aunque
fuera tan solo por unos días. Mi idea consistía en simular un ataque fulminante
de apendicitis aguda.
Probablemente tendréis por una bobada que un niño de nueve años imaginase
que podría salir adelante con un truco como ese, pero yo tenía mis buenas
razones para intentarlo. No hacía más que un mes que mi hermanastra, 12
años mayor que yo, había sufrido apendicitis de verdad, y durante varios días
antes de la operación tuve ocasión de observar de cerca lo que le pasaba. Noté
así que de lo que más se quejaba era de un dolor muy fuerte en el lado inferior
derecho del vientre. Además, vomitaba, no quería comer y tenía fiebre.
—Los caminos del Señor son inescrutables —declaró ella, con la respuesta que
tenía en reserva para cuando no sabía dar otra.
—Las cerdas del cepillo de dientes —repuso ella, esta vez sin la menor
vacilación.
—Yo nunca te miento, criatura —contestó ella—. Que te sirva, pues, de lección
y no uses nunca un cepillo de dientes viejo.
Durante bastantes años después solía ponerme nervioso cada vez que me
encontraba una cerda de cepillo de dientes en la lengua.
—Me duele, señora celadora —gemí—. ¡Me duele muchísimo! ¡Aquí, aquí!
—Ya hace días que no como —mentí—. ¡No puedo comer, señora celadora! ¡No
tengo ganas!
—¡Ay, ay, aaayyy! —grité—. ¡No, señora celadora, no, ahí no! —E
inmediatamente acudí al argumento decisivo—: Me he pasado la mañana
devolviendo —gemí—, ¡y ahora ya no me queda nada que devolver, pero me
siguen dando arcadas!
Sería todo lo mala y desalmada que se quiera, pero tenía estudios y práctica de
enfermera y no quería que se le reventara un apéndice entre las manos.
El médico salió con la celadora. Esta volvió media hora después y dijo:
No le contesté. Seguí allí tendido, sin más, procurando aparentar que estaba
muy malo, pero el corazón me cantaba en el pecho toda suerte de cánticos
prodigiosos de loor y de júbilo.
Guardé silencio.
Asentí compungido.
—Diré que tenías una infección de vientre grave que yo estoy tratando con
píldoras —contestó sonriendo—. O sea, que vas a quedarte en casa tres días
más. Pero prométeme que no volverás a intentar nunca nada de esto. Ya tiene
tu madre bastantes problemas y fatigas para encima tener que ir a buscarte al
colegio.
A trancas y barrancas terminé la primera mitad del curso en St. Peter’s, y hacia
finales de diciembre llegó mi madre en el vapor de ruedas para llevarme a
casa, con mi baúl, a pasar las vacaciones de Navidad.
¡Oh, milagro y bienaventuranza, verse de nuevo con la familia después de todas
aquellas semanas de cruel disciplina! Si no habéis estado en un colegio
internos en edad muy temprana es absolutamente imposible que sepáis
apreciar las delicias de la vida en el hogar. Casi vale la pena irse por lo
delicioso que es volver. Apenas podía creérmelo: no tener que lavarme con
agua fría por las mañanas, ni guardar silencio por los pasillos, ni tener que
decir «señor» a todo varón adulto con quien trataba, ni hacer uso del orinal en
el dormitorio, ni que me pegaran con toallas mojadas cuando estaba desnudo
en el vestuario, ni desayunar unos puches que parecían llenos de cagarrutas de
oveja, redonditas, grises y compactas, ni andar todo el día atemorizado
pensando en el largo bastón amarillo que estaba encima del armario del rincón
en el despacho del director.
Había recibido dos lecciones de conducción, de media hora cumplida cada una,
impartidas por el hombre que nos entregó el coche, lo que en aquel año
ilustrado de 1925 se consideraba más que suficiente. Nadie tenía que pasar por
ningún examen de conducir. Cada cual era árbitro de su competencia personal,
y en el momento en que se sentía apto para salir rodando, allá que se iba
alegre y feliz.
Cuando montamos todos en el coche, nuestra emoción era tan intensa que
apenas la podíamos soportar.
—¿A qué velocidad va? —clamábamos—. ¿Alcanza las 50 millas por hora?
El espléndido turismo negro se deslizaba lentamente por las calles del pueblo y
la conductora apretaba la goma redonda de la bocina cada vez que nos
cruzábamos con un ser humano, ya fuera el chico del carnicero con su bicicleta
o simplemente un peatón que iba por la acera. Pronto salimos a despoblado, a
un paisaje de campos verdes y elevados setos donde no se veía un alma.
No se veía por las inmediaciones ni una casa, ni una persona, por no hablar ya
de un teléfono. No sé qué clase de pájaro se puso a gorjear en un árbol, y lo
demás era silencio.
Todos, con excepción de la conductora, mi madre y yo, estaban fuera del coche,
inmóviles en la carretera. El estrépito de las ruedas dentadas del embrague
rechinando unas contra otras era terrible. Sonaba como si pasasen una
segadora de césped sobre los cantos de un pedregal. Mi hermana mayor
soltaba palabrotas y se había puesto colorada como un pavo, pero entonces mi
hermano asomó la cabeza por la portezuela del conductor y dijo:
Por fin el maltrecho automóvil fue extraído del segundo seto y quedó
atravesado en la carretera, bloqueando el paso. Apareció entonces en escena
un hombre con un caballo y un carro, y el hombre desmontó de su carro, se
acercó a nuestro coche y se asomó por la portezuela trasera. Gastaba un
enorme mostacho de guías caídas y se cubría con un sombrero hongo chiquito
y negro.
—Quítese de ahí —le dijo mi madre—. ¿No ve que tenemos aquí a un niño
malherido?
Los pasajeros volvieron al coche con mil cuidados. El hombre del caballo y el
carro se retiró a una distancia prudencial. La hermana mayor consiguió
enderezar el vehículo y situarlo apuntando en la dirección debida, hasta que
por fin el antes soberbio automóvil avanzó traqueteando por la carretera con
rumbo a la clínica del doctor Dunbar, en la avenida de la Catedral, en Cardiff.
A una marcha de no más de cuatro millas por hora todo el camino, llegamos
finalmente a casa del doctor Dunbar. Me sacaron apresuradamente del coche y
me introdujeron en el consultorio junto a mi madre, que seguía sosteniendo el
ensangrentado pañuelo firmemente sobre mi nariz bamboleante.
—Pues no parece sino que va a tener que quedarse sin nariz —objetó ella.
Me pusieron enormes tiras de esparadrapo por toda la cara para mantener fija
en su sitio la nariz. Luego me llevaron de nuevo al coche, que recorrió a paso
de tortuga las dos millas que nos separaban de nuestra casa en Llandaff.
Sobre una hora después estaba yo tendido en la misma mesa del cuarto de los
niños que meses antes ocupara mi hermana mayor cuando la operaron del
apéndice. Unas manos vigorosas me tenían inmovilizado mientras alguien me
apretaba contra el rostro una mascarilla rellena de algodón en rama. Por
encima de mí, otra mano sostenía un frasco de líquido blanco que iba vertiendo
en el algodón que rellenaba la mascarilla. Volví a sentir entonces los mareantes
efluvios del cloroformo y del éter, y una voz decía:
Yo luchaba como un desesperado por evadirme de aquella mesa, pero tenía los
hombros clavados a ella con todo el peso de un hombre corpulento encima. La
mano que sostenía el frasco sobre mi rostro iba inclinándolo más y más, y el
líquido blanco goteaba y goteaba en el algodón en rama. Ante mis ojos
comenzaron a aparecer círculos rojos como la sangre, y estos círculos se
pusieron a girar y girar hasta formar un remolino escarlata con un profundo
agujero negro en el centro, y a muchas leguas de distancia una voz decía:
—Buen muchacho. Ya falta poco… muy poco… así… cierra los ojos y duerme…
—Llegué a pensar que no ibas a despertarte nunca —dijo ella—. Llevas más de
ocho horas dormido.
—¿Me ha cosido la nariz el doctor Dunbar? —le pregunté.
—Esto por haber sido valiente —dijo mi madre—. Te has portado muy bien.
Estoy orgullosa de ti.
El capitán Hardcastle
Detrás del bigote habitaba un rostro enardecido y fiero con una frente
profundamente fruncida que denotaba una inteligencia muy limitada. «La vida
es un embrollo, —parecía estar diciendo aquella frente tan surcada—, y el
mundo, una palestra peligrosa. Todos los hombres son enemigos, y los niños
son insectos que se volverán y te picarán si no los enganchas tú antes y los
aplastas bien aplastados».
El capitán Hardcastle jamás se estaba quieto. Su anaranjada cabeza se agitaba
y movía sin cesar de un lado a otro como a tirones, de un modo muy alarmante,
y a cada brusco movimiento acompañaba un leve gruñido que le salía de la
nariz. Había combatido en la Gran Guerra, y de ahí, por supuesto, le venía el
título de capitán. Pero hasta pequeños insectos como nosotros sabíamos que el
de capitán no era un grado muy elevado, y solo un hombre con poco más de
que alardear podía presumir de él en la vida civil. Ya era bien poca cosa seguir
haciéndose llamar «coronel» una vez acabada la contienda, pero «capitán» era
lo último.
Por alguna razón que jamás pude comprender del todo, el capitán Hardcastle la
tomó conmigo desde el día mismo en que puse mis pies en St. Peter’s. Tal vez
fuese porque él enseñaba Latín y a mí no se me daba muy bien esa lengua. O
quizá porque ya, a mis nueve años, era casi tan alto como él. O acaso más
probablemente porque desde el primer momento me inspiró aversión aquel
bigotazo de color naranja y con frecuencia me sorprendería mirándole fijo y, a
buen seguro, con una sonrisita burlona mal disimulada por mí. Bastaba con que
pasase a dos metros de él por el pasillo para que me lanzara una mirada
fulminante y me gritara:
O bien:
O:
—¿Se puede saber qué es lo que te hace tanta gracia? ¿De qué te ríes?
De manera que yo sabía muy bien que era solo cuestión de tiempo para que el
gallardo capitán me las hiciera pagar todas juntas.
Las normas que regían la hora de repaso eran simples pero estrictas. Estaba
prohibido levantar la vista de la tarea y estaba prohibido hablar. A eso se
reducía todo, pero le dejaba a uno bien poca escapatoria. En circunstancias
extremas, que nunca supe bien cuáles eran, podía uno levantar la mano y
esperar el permiso para hablar, pero más le valía estar segurísimo de que las
circunstancias eran extremas. Durante los cuatro años de mi estancia en St.
Peter’s solamente dos veces vi levantar la mano en la hora de repaso. La
primera de ellas fue así:
ALUMNO.— Pero, señor… por favor, señor… Antes no tenía ganas…, no sabía…
MAESTRO.— Habla más alto, muchacho, ¡no te oigo! ¿Una «qué» ha entrado
por la ventana?
Transcurría, pues, la hora del repaso. El capitán Hardcastle estaba sentado allá
arriba, en el estrado, frente a nosotros, acariciándose el bigote color naranja,
moviendo a sacudidas la cabeza y bufando por la nariz. Sus ojos recorrían
incesantemente el aula, a la caza de cualquier transgresión o perturbación. Los
únicos ruidos que se oían eran los leves resoplidos del capitán Hardcastle y el
suave rasguear de las plumas sobre el papel. De cuando en cuando sonaba un
«¡ping !» cuando alguien mojaba la pluma demasiado bruscamente en su
tintero de porcelana blanca.
—¡Estás hablando! ¡Te he visto hablar! ¡No intentes negarlo! ¡He visto
perfectamente que hablabas por detrás de la mano!
—¿Y niegas que intentabas hacer trampa? ¿Niegas que estabas pidiendo a
Dobson ayuda en tu trabajo?
—¡Claro que hacías trampa! ¿Por qué si no, me digo yo, ibas a estar hablando a
Dobson? Supongo que no le estarías preguntando por su salud…
Conviene recordar al lector una vez más la edad que yo tenía entonces. No era
un chico de 14, con el aplomo y la resolución de esos años. Tampoco de 12, ni
siquiera de 11. Tenía nueve años y medio, y a esa edad está uno mal
pertrechado para enfrentarse a un adulto de pelo anaranjado llameante y genio
violento. No acierta sino a tartamudear y bien poco más.
—¡Yo que tú no diría una palabra más! —tronó la voz en lo alto del estrado—.
¡No haces más que empeorar las cosas! ¡Te pongo una barra!
Palabras de perdición. ¡Una barra! «¡Te pongo una barra!». Sentí alrededor
una ola de compasión que me llegaba de todos los condiscípulos del colegio,
aunque nadie se movió ni hizo el menor ruido.
Por la mañana, concluidas las oraciones, el director llamó a los que tuvieran
cuartos de estrella y barras. Fui yo el único que salió. Los maestros estaban
sentados en sillas muy verticales a ambos lados del director, y acerté a ver al
capitán Hardcastle, cruzado de brazos, convulso el rostro, mirándome muy
atento con sus ojos azul lechoso y un aura de triunfo aún en el semblante.
Entregué mi barra. El director la tomó y leyó lo escrito.
—Ven a verme a mi despacho —dijo— en cuanto esto acabe.
—¡Adelante!
—¿Qué tienes que decir en tu descargo? —me preguntó, y los blancos dientes
de tiburón le brillaron peligrosamente entre los labios.
—No mentí, señor —dije—. Le juro que no mentí. Y no quería hacer trampa.
—El capitán Hardcastle dice que sí —afirmó el director—. ¿Es que acaso le
estás llamando mentiroso?
—Oh, no, señor. No le pedía ayuda. Yo estaba a mucha distancia del capitán
Hardcastle y hablaba en voz baja. No creo que pudiera oír lo que decía, señor.
Era imposible ganar frente al director. Me habría gustado decir: «Sí, señor; si
de verdad quiere saberlo, señor, ¡estoy llamando mentiroso al capitán
Hardcastle porque lo es!», pero no cabía ni pensarlo. No obstante, jugué la
última carta que me quedaba, o tal creía yo.
Callé.
—Agáchate.
Muy lentamente, me agaché al fin. Luego cerré los ojos y me preparé para
recibir el primer golpe.
«¡Crac! ». Sonó como un tiro de fusil. Con un varazo muy fuerte en las nalgas,
el tiempo que se tarda en sentir dolor es de unos cuatro segundos. Por eso,
todo flagelador experimentado hace siempre una pausa entre golpe y golpe
para que el tormento alcance su punto máximo.
Después del primer «crac » no sentí virtualmente nada durante unos segundos.
Luego, de pronto, me cruzó las nalgas el escozor atroz, martirizante,
insoportable, como si me arrimaran un hierro al rojo, y cuando el tormento
alcanzaba su punto culminante, se me vino el segundo «crac » encima. Me
agarré los tobillos con todas mis fuerzas y me mordí el labio inferior. Estaba
resuelto a no rechistar en lo más mínimo, pues cualquier queja no haría sino
proporcionar mayor satisfacción al verdugo.
Iba contando yo los golpes, y cuando recibí el sexto supe que había conseguido
salir del trance en silencio.
Me alejé a saltitos hacia la puerta, por la tupida alfombra roja, sin mirar al
director ni una vez siquiera. La puerta estaba cerrada y no había nadie que me
la abriese, de manera que durante un par de segundos tuve que retirarme una
mano del culo para hacer girar el picaporte. Luego salí y di unos cuantos
brincos más por el vestíbulo del sanctasanctórum privado.
Al otro lado del vestíbulo, frente al despacho del director, estaba el cuarto de
los maestros. A esa hora se encontraban todos allí a la espera de dirigirse a sus
clases respectivas, pero lo que no pude dejar de observar, aun en mi suplicio,
fue que «aquella puerta estaba abierta».
¿La habían dejado así a propósito para poder oír mejor el restallar de la vara
que venía del otro lado del vestíbulo?
Por supuesto que sí. Y bien seguro estaba yo de que era el capitán Hardcastle
el que la había abierto. Me le imaginé allí de pie, entre sus colegas, resoplando
de satisfacción al escuchar cada varapalo.
—Ya lo creo que podrá —reafirmó Highton—. Y además lo hará con gusto. Mi
padre no consentirá que queden así las cosas.
Era un médico muy bajito, calvo, y llevaba gafas con montura de acero. A mí
me inspiraba un terror mortal.
—Hum —dijo—. Tiene mal aspecto, ¿eh? Vamos a tener que hacer algo, ¿eh,
Ellis?
Agachado todavía y oculto a la vista de Ellis por los pies de la cama, el médico
desdobló la toalla y se la colocó extendida sobre la palma de la mano izquierda.
En la derecha tenía el bisturí.
Ellis estaba asustado y receloso. Empezó a incorporarse sobre los codos para
ver mejor.
—Sigue tumbado, Ellis —dijo el médico, y aún con la palabra en la boca saltó
desde detrás de la cama, igual que un muñeco-sorpresa, y arrojó directamente
a la cara de Ellis la toalla extendida. Casi en el mismo instante alargó el brazo
derecho y hundió la punta del bisturí bien a fondo en mitad del enorme
furúnculo. Imprimió a la hoja un giro rápido y la retiró enseguida, antes de que
la pobre criatura tuviera tiempo de desenredarse la cabeza de la toalla.
Ellis chilló. No llegó a ver el bisturí entrar y salir, mas no por ello dejó de
sentirlo, y chillaba como un cerdo a medio degollar. Aún le veo forcejear para
quitarse la toalla de la cabeza, y cuando al fin se libró de ella le corrían las
lágrimas por las mejillas y sus grandes ojos castaños observaban al médico con
una mirada de absoluta y total indignación.
—Póngale una compresa —dijo el médico— con pomada abundante —y, acto
seguido, salió de la enfermería.
Yo no podía, en verdad, reprochar nada al médico. Consideré que había
procedido de manera bastante inteligente. Se daba por supuesto que debíamos
soportar el dolor. Los anestésicos y las inyecciones sedantes no se empleaban
mucho en aquellos tiempos. Los dentistas, en particular, no se tomaban nunca
esas molestias. Pero me pregunto cómo os sentiríais hoy si un médico os
arrojase una toalla a la cara y se os echara encima con un cuchillo en la mano.
Tabaco de cabra
Cierto día fuimos todos en nuestra pequeña lancha motora a una isla donde no
habíamos estado nunca, y por una vez la hermanastra y su viril prometido
decidieron acompañarnos. Optamos por esta isla y no por otra porque habíanse
visto en ella algunas cabras. Andaban por allí encaramándose a las peñas y se
nos ocurrió que sería divertido hacerles una visita. Pero cuando
desembarcamos, advertimos que las cabras eran totalmente salvajes y no
podíamos acercarnos a ellas. Desistimos, pues, de hacer amistades con
animales tan ariscos y nos sentamos por allí, sobre las lisas rocas, a disfrutar
del hermoso sol en traje de baño.
Volvió al fin el viril prometido, chorreando agua del mar, fornido, saludable,
bronceado, sacando ostentosamente el pecho.
El viril prometido se colocó la pipa entre los recios dientes blancos y encendió
una cerilla. Puso la llama sobre la cazoleta y dio una fuerte chupada. Se
prendió el tabaco, y la cabeza del galán quedó envuelta en nubecillas de humo
azul.
—¡Ajá…! —exclamó, echando humo por las narices—. No hay nada como una
buena pipa después de un baño reconfortante.
—Navy Cut —contestó él—. Player’s Navy Cut. Es el mejor que hay. Estos
noruegos fuman toda clase de tabacos aromatizados; una verdadera porquería
que no fumaría yo por nada del mundo.
—Pues claro que los hay —dijo el viril prometido—. Para el buen fumador de
pipa, que sabe identificarlos, todos los tabacos son diferentes. Navy Cut es
puro y sin adulteraciones. Es lo que fuman los hombres.
—¡Amor mío! ¡Amor mío! ¿Qué te pasa? ¿Dónde te duele? ¡Traed la lancha!
¡Poned en marcha el motor! ¡Tenemos que llevarle a un hospital
inmediatamente! —Parecía haber olvidado que en aquel lugar no había un
hospital en 50 millas a la redonda.
—¡No, no, no! —gritaba el prometido, no tan viril ya como antes—. ¡Dejadme en
paz! ¡Necesito aire! ¡Dadme aire! —Se tendió de espaldas y se puso a aspirar
profundas bocanadas de aquel espléndido aire oceánico noruego, con lo que en
cosa de un minuto volvía a sentarse ya en vías de recuperación.
Los dos eran colegios famosos, que en Inglaterra llaman Public Schools, pero
eso era cuanto sabía yo de ellos.
—A Repton —dije—. Iré a Repton (era una palabra más fácil de decir que
Marlborough).
—Si va a Repton, señora, ha de llevar esta ropa —dijo el dependiente con tono
categórico.
Había primero una camisa blanca con cuello blanco de quita y pon. Aquel
cuello era distinto de todos los cuellos que había visto en mi vida. Tieso y duro
como un pedazo de celuloide. Sus rígidos extremos se doblaban por delante
para formar un par de aletas, tan grande todo ello que, según descubrí
después, las puntas de las aletas de marras me rozaban enojosamente debajo
de la barbilla. Lo llamaban cuello de mariposa.
En torno al cuello, pero bajo las alas de mariposa, me puse una corbata negra,
atada con un nudo corriente.
Luego venían los pantalones y los tirantes. Los pantalones eran negros con fino
rayado gris. Abotoné los tirantes a los pantalones, seis botones en total, y a
continuación me los puse y ajusté los tirantes a la longitud correcta deslizando
arriba y abajo dos correderas de metal.
—¡No puede salir con «eso»! —protestaron—. ¡Le van a detener los guardias!
—Todo el que te mira —dijo mi madre— sabe que vas a una Public School.
Todas las Public Schools inglesas tienen su uniforme peculiar, diferente y
estrambótico. La gente pensará en la suerte que tienes de poder ir a uno de
esos colegios tan famosos.
Tomamos el tren que unía Bexley con Charing Cross, y allí un taxi a la estación
de Euston.
En Euston me hicieron subir al tren de Derby con una legión de chicos más,
todos con la misma grotesca indumentaria que yo, y allá que fuimos benditos
del cielo.
Los auxiliares
—¿Cuatro con la bata puesta o tres sin ella? —te preguntaba el boazer en el
vestuario a altas horas de la noche.
Aquel boazer era famoso por la velocidad de sus varazos. La mayoría hacía
pausa entre golpe y golpe para prolongar la operación, pero Williamson, el
gran jugador de rugby , de críquet y consumado atleta, pegaba siempre sus
bastonazos en una serie de movimientos rápidos sin pausa alguna entre
medias. Los cuatro varazos le llovían a uno en el culo tan aprisa que acababa
todo en cuatro segundos.
—¡Caray! ¡Nadie diría que te han arreado más de uno, de no ser por la
machacadura!
—¡Ya lo creo que sí! ¿Por qué crees que es tan bueno en el críquet ?
—¡Y, sin embargo, no ha llegado a hacerte sangre! ¡Un solo varazo más y te
abre herida!
—¡La mayor parte de los boazers no habrían obtenido un resultado así ni sin
bata siquiera!
—¡Debes de tener una epidermis la mar de fina! ¡Ni Williamson habría hecho
eso con una piel corriente!
Y yo seguía allí plantado, confuso por todo aquel interés tan fríamente clínico.
En cierta ocasión estaba todavía así en mitad del dormitorio, con los pantalones
del pijama bajados hasta las rodillas, cuando entró Williamson por la puerta.
—¿Se puede saber qué estás haciendo ahí? —preguntó, aun sabiendo
perfectamente lo que yo hacía.
—¡Súbete ese pijama y métete en la cama ahora mismo! —ordenó. Pero pude
observar que, al darse la vuelta para salir, ladeó ligerísimamente la cabeza
para echar una ojeada al trabajito que me había hecho en el culo. Seguro estoy
de que le sorprendí una chispa de orgullo en el rictus de la boca antes de
cerrar la puerta tras él.
El director
No hay nada malo en propinar unos pocos tientos rápidos en las nalgas. A un
chico díscolo probablemente le vendrán muy bien. Pero el director de quien
hablábamos no se contentaba con calentar el culo cuando echaba mano de su
vara para administrar una paliza. A mí nunca me azotó, gracias a Dios, pero el
mejor amigo que tuve en Repton, un chico llamado Michael, me hizo vívida
descripción de una de tales ceremonias. A Michael le ordenó quitarse los
pantalones y arrodillarse en el sofá de su despacho con la mitad del cuerpo
colgando sobre uno de los brazos del sofá. El gran hombre le asestó entonces
un «crac » terrorífico. Luego siguió una pausa. El director dejó el bastón y
comenzó a llenar su pipa de tabaco, que iba sacando de una lata. Al mismo
tiempo se puso a sermonear al chico arrodillado acerca del pecado y de las
malas acciones. Al poco, empuñó de nuevo la vara y descargó un segundo «crac
» formidable sobre las nalgas temblorosas. A continuación, la tarea de llenar la
pipa y el sermoneo prosiguieron por espacio quizá de otros 30 segundos.
Después vino el tercer varazo. Luego, una vez más, el instrumento de tortura
fue depositado encima de la mesa y apareció una caja de cerillas. Se encendió
una cerilla, que fue aplicada a la pipa. La pipa no quería arder. Se administró
un cuarto golpe, sin interrumpirse el sermón. Este lento y temible proceso se
prolongó hasta haber sido propinados 10 bastonazos terribles, y todo ese
tiempo, entre intentos de encender la pipa gastando una cerilla tras otra, no
cesó un solo instante el sermón sobre el mal, y la perversidad, y el pecado, y la
mala conducta, y la inmoralidad, y el delito. No había tregua siquiera en el
momento de descargar los golpes. Cuando todo hubo terminado, el director
sacó una palangana, una esponja y una toallita limpia, y la víctima recibió
orden de enjugarse la sangre antes de subirse los pantalones.
Y si alguien me hubiera dicho en esa época que aquel clérigo flagelador iba a
llegar a ser un día arzobispo de Canterbury, jamás me lo habría creído.
Fue todo esto, me figuro, lo que hizo que empezase a abrigar dudas acerca de
la religión e incluso acerca de Dios. «Si este individuo, —me repetía
constantemente—, es uno de los representantes de Dios en la tierra, entonces
es que hay algún error muy serio en todo el negocio».
Chocolates
Lo único que se nos pedía a cambio de este espléndido regalo era que
probáramos muy cuidadosamente cada chocolatina, le pusiéramos nota e
hiciéramos un comentario razonable explicando por qué nos gustaba o no nos
gustaba.
—¿Entonces por qué enseña usted matemáticas, señor? —le preguntaba alguno
de nosotros.
La única vez que tocó más o menos las matemáticas, recuerdo, fue el día en
que se sacó del bolsillo una hoja cuadrada de papel de seda y la blandió en el
aire.
—Miradlo bien —dijo—. Este papel de seda tiene una centésima de pulgada de
grueso. Lo pliego una vez, haciéndolo doble. Lo pliego de nuevo, con lo que
cuatriplico su grosor. Vamos a ver, daré una chocolatina grande de fruta, leche
y avellanas marca Cadbury a quien sepa decirme, con una aproximación no
inferior a 12 pulgadas, el grosor que tendrá si continúo plegándolo hasta 50
veces.
Todos levantamos la mano y nos pusimos a dar respuestas aventuradas con la
esperanza de adivinar:
En otra ocasión trajo a clase una culebra inofensiva de poco más de medio
metro e insistió en que la tocáramos y agarráramos todos a fin de curarnos
para siempre, según dijo, del miedo a los ofidios. Esta experiencia causó una
verdadera conmoción.
No puedo recordar las miles de cosas estupendas que ideaba Corkers para
tener a su clase contenta, pero hay una que nunca olvidaré y que se repetía a
intervalos de unas tres semanas a lo largo de cada curso. Estaba hablándonos
de esto o de lo otro cuando de pronto se interrumpía en mitad de una frase y
un gesto de intenso dolor nublaba su viejo rostro. Luego alzaba la cabeza, se
ponía a ventear el aire con su colosal nariz y decía a grandes voces:
—¿Qué ocurre, señor? ¿Qué ha sucedido? ¿Se encuentra usted bien, señor? ¿Se
siente indispuesto, señor?
—Os voy a decir lo que pasa —gritaba Corkers—. ¡Que alguien se ha «peído»!
—¡Eso es lo que pasa con el repollo! ¡No os dan más que cochino repollo y
coles de Bruselas, y los soltáis que parecéis una traca!
En Repton pasé dos largos años como fag o asistente, lo cual quiere decir que
era el criado del titular del cuarto de estudio donde tenía mi pequeño pupitre.
Si resultaba que el titular de dicho cuarto era un boazer o auxiliar del régimen
doméstico, tanto peor para mí, porque los boazers eran una ralea peligrosa.
Durante mi segundo curso tuve la mala fortuna de que me instalaran en el
cuarto de estudio del jefe de régimen doméstico, un mozalbete de 17 años,
arrogante y antipático, llamado Carleton.
Carleton siempre te miraba de arriba abajo, y si uno era tan alto como él, como
sucedía en mi caso, echaba la cabeza hacia atrás y se las arreglaba para
mirarte, de todos modos, desde la vertical de su nariz. Carleton tenía en su
cuarto de estudio tres asistentes y los tres vivíamos aterrorizados por él,
especialmente los domingos por la mañana, porque el domingo era el día de
limpieza de los estudios. Todos los asistentes de todos los estudios tenían que
quitarse la chaqueta, remangarse la camisa, echar mano de cubos y bayetas, y
agacharse a fregar el cuarto de su caporal correspondiente. Y cuando digo
«fregar» quiero decir prácticamente dejar el recinto esterilizado. Fregábamos
el suelo, limpiábamos los cristales y marcos de las ventanas, sacábamos brillo a
la rejilla de la chimenea, quitábamos el polvo de muebles, repisas y molduras,
de los marcos de los cuadros, y poníamos el mayor esmero en que no quedara
una sola mota en palos de hockey , bates de críquet y paraguas.
Nos habíamos pasado la mañana entera del domingo trabajando como negros
en la limpieza del estudio de Carleton, y entonces, justo a la hora del almuerzo,
se presentaba él y decía:
—Ya basta.
—Sí, Carleton —murmurábamos los tres, temblando. Nos echábamos hacia
atrás, exhaustos, obligados como siempre a esperar observando al temible
Carleton mientras efectuaba el ritual de la inspección. Lo primero de todo, iba
al cajón de su escritorio y sacaba de él un guante de algodón blanco impoluto
que se ponía con mucha ceremonia en la mano derecha. Luego, tomándose
tanto tiempo y procediendo con tanto cuidado como un cirujano en un
quirófano con anfiteatro, iba recorriendo lentamente el cuarto, pasando los
dedos enguantados de blanco por todas las superficies y molduras, por encima
de los marcos de los cuadros, por los tableros de los escritorios, hasta por las
barras de la rejilla de la chimenea. Cada pocos segundos sostenía la
enguantada mano ante los ojos, en busca de algún rastro de polvo, y nosotros
allí parados, viéndole, sin atrevernos apenas a respirar, aguardando el temido
momento en que el gran hombre se detuviera y gritara:
Para nosotros, los tres asistentes, que nos habíamos pasado la mañana entera
trabajando como esclavos, aquellas palabras sencillamente no respondían a la
verdad.
—Hemos limpiado hasta el último rincón, Carleton —respondíamos—. Hasta el
último rincón. De verdad.
—En ese caso, ¿por qué he recogido polvo en el dedo? —proseguía Carleton,
echando la cabeza hacia atrás y mirándonos de arriba abajo—. Esto es polvo,
¿no?
—No, Carleton.
—No, Carleton.
Las normas y rituales del trabajo de los asistentes en Repton eran tan
complicados que podría llenar un libro con ellos. Un boazer , por ejemplo,
podía mandar a discreción a cualquier fag del colegio. Dondequiera que
estuviese dentro del edificio, en el pasillo, en el vestuario, en el patio, gritaba
de pronto «¡Fa-a-ag! » con toda la fuerza de sus pulmones, y todos los
asistentes del establecimiento tenían que dejar al punto lo que estuvieran
haciendo y acudir a escape al lugar donde había resonado el alarido. Cuando
esa voz de «¡Fa-a-ag! » dejaba oír sus ecos por las estancias del edificio se
desataba siempre una carrera a la desesperada, ya que el último en llegar era
invariablemente el designado para realizar el menester bajo o ingrato que
tuviera en las mientes el boazer .
Yo no tenía la menor idea de lo que me había querido decir con aquello, pero sí
sabía ya que no era aconsejable hacer preguntas a un boazer , de manera que
salí al trote y encontré a otro asistente que me aclaró el significado de aquella
orden singular. Y el significado era que el boazer quería ir al retrete, pero
deseaba que le calentasen el asiento antes de ocuparlo él. Los seis retretes de
la casa, todos ellos sin puerta, se hallaban situados fuera del edificio, en un
cobertizo sin calefacción, y en un día crudo de invierno podías quedarte allí
congelado si permanecías mucho tiempo. Aquel día precisamente era glacial, y
yo crucé por medio de la nieve hasta el cobertizo de las letrinas y entré en la
número uno, que sabía reservada para los boazers en exclusiva. Quité el hielo
del asiento con el pañuelo; luego me bajé los pantalones y me senté, y esperé.
Estuve así un cuarto de hora bien cumplido, con un frío polar, antes de que
Wilberforce se presentara.
—Sí, Wilberforce.
—¿Está «calentito»?
Siempre me sorprendió que se me dieran bien los deportes. Y aún fue para mí
mayor sorpresa que llegara a descollar de modo excepcional en dos de ellos:
uno, el llamado «los cincos», y el otro, el squash .
Los cincos, del que muchos de vosotros no sabréis nada, se tomaba muy en
serio en Repton, y teníamos una docena de canchas cubiertas de gruesas
cristaleras mantenidas siempre en perfecto estado. Jugábamos la modalidad de
los cincos llamada «de Eton», en la que participan siempre cuatro jugadores,
dos por cada lado, y que consiste básicamente en dar con las manos
enguantadas a una pelota pequeña, dura, blanca, forrada de piel. Los
americanos tienen algo parecido que llaman «handball », pero los cincos de
Eton es un juego de pelota mucho más complicado porque la cancha tiene toda
clase de realces y salientes que contribuyen a hacer del mismo un deporte
intrincado para el que se requiere especial maestría y destreza.
Los cincos es, posiblemente, el juego de pelota más rápido del mundo, mucho
más rápido que el squash , y la pelota rebota por la cancha a tal velocidad que
algunas veces apenas se la ve. Hace falta un ojo vivaz, muñecas fuertes y
manos rapidísimas para jugar bien a los cincos, y es un deporte al que me
aficioné desde el principio mismo. Acaso os cueste creerlo, pero llegué a
jugarlo tan bien que gané las dos competiciones de cincos de la escuela, júniors
y séniors, el mismo año, cuando yo tenía 15. Pronto ostenté el espléndido título
de «capitán de cincos», y viajaba con mi equipo a otros colegios, como
Shrewsbury y Uppingham, a jugar partidos. Me apasionaba de veras. Era un
juego sin contacto físico, y la rapidez de la vista y la movilidad de los pies era lo
único que contaba.
En una Public School inglesa, el chico que se distingue en los deportes suele
recibir de los maestros el trato más considerado; algo así como la veneración
de los antiguos griegos por sus atletas, a quienes inmortalizaban en estatuas de
mármol. Los atletas eran los semidioses, los elegidos. Seres capaces de realizar
deslumbrantes proezas fuera del alcance de los mortales ordinarios. Todavía
hoy los grandes jugadores de rugby y de béisbol, los corredores famosos y
todos los demás deportistas distinguidos son admiradísimos por el gran
público, y la publicidad se sirve de ellos para vender cereales para el desayuno.
Esto nunca me sucedió a mí, y si queréis que os diga la verdad, me alegro
muchísimo.
Hubo otra cosa que me deparó gran satisfacción en aquel colegio, y fue la
fotografía. Yo era el único alumno que la practicaba en serio, y hace 50 años no
era un asunto tan sencillo como lo es hoy. Me improvisé una pequeña cámara
oscura en un rincón del auditorio de música, y allí cargaba la máquina con mis
placas de vidrio, y revelaba mis negativos, y los ampliaba.
Sin la menor pesadumbre, dije a Repton adiós para siempre y regresé a Kent
en mi motocicleta. Aquella espléndida máquina era una Arien de 500
centímetros cúbicos que había comprado el año anterior por 18 libras, y
durante el último curso que pasé en Repton la tuve guardada secretamente en
un garaje de la carretera de Willington, a unos tres kilómetros. Los domingos
me acercaba al garaje y me disfrazaba con casco, anteojos, un impermeable
viejo y botas de goma, y recorría todo el condado de Derby. Era divertido pasar
estrepitosamente por Repton mismo sin que nadie supiese quién eras, haciendo
regates entre los maestros que paseaban por la calle, y en torno a los boazers ,
arrogantes y amenazadores, que habían salido también a dar su paseíto
dominical. Me estremece pensar lo que me habría sucedido si me hubiesen
pescado; pero nunca me pescaron. De modo que el último día del curso me
alejé zumbando tan contento y dejé atrás el colegio para siempre jamás amén.
Aún no tenía 18 años.
Solo disponía de dos días para pasar en casa antes de salir rumbo a Terranova
con los exploradores de las Public Schools. Nuestro barco zarpó de Liverpool a
primeros de agosto y tardó seis días en llegar a St. John’s. Había en la
expedición unos 30 muchachos de mi edad, además de cuatro guías adultos
experimentados. Pero Terranova, como no tardé en descubrir, no era un país
en el sentido habitual de la palabra. Por espacio de tres semanas recorrimos
fatigosamente aquella tierra desolada con enormes cargas a cuestas.
Llevábamos tiendas de campaña, lonas, sacos de dormir, cacerolas, víveres,
hachas y todo cuanto puede uno necesitar en el interior de una región
inhóspita, inhabitable y sin mapas. Yo mismo acarreaba un peso de
exactamente 52 kilos, y siempre tenía que ayudarme alguien a cargarme la
mochila a la espalda por las mañanas. Vivíamos de pemmicán y lentejas, y los
12 que hicimos por separado la que denominamos Larga Marcha, de norte a
sur de la isla y regreso, sufrimos bastante por falta de alimentos adecuados.
Recuerdo con mucha claridad los experimentos que hacíamos al comer
líquenes y musgo hervidos para completar nuestra dieta. Pero fue una aventura
de verdad, y volví a casa curtido, y en forma, y dispuesto para lo que la vida me
deparase.
—Le enviamos a usted a Egipto —dijo—. Serán tres años de servicio seguidos
de seis meses de descanso. Prepárese para salir dentro de una semana.
—Egipto —dijo con mucha pausa— es una de nuestras zonas más selectas y
más importantes. Le hacemos a usted un favor mandándole allí, ¡en vez de
enviarle a alguna región pantanosa plagada de mosquitos!
Guardé silencio.
—¿Demasiado «qué»?
—Polvoriento —dije.
—Si la primera vacante resulta que es en Siberia —dijo—, mucho me temo que
tendrá usted que aceptarla.
—Su barco zarpa de los muelles de Londres de aquí a seis días —precisó—.
Desembarcará usted en Mombasa. El sueldo será de 500 libras anuales y la
estancia de tres años.
Yo tenía 20… ¡Y me iba a vivir a África Oriental, donde andaría con pantalón
caqui corto a diario y llevaría salacot! Estaba extasiado. Corrí a casa y se lo
comuniqué a mi madre.
Yo era su único hijo varón y estábamos muy unidos. La mayoría de las madres,
ante una situación como esta, habrían mostrado no poca aflicción y disgusto.
Tres años es mucho tiempo y África un lugar muy lejano. No habría visitas en
todo ese tiempo. Pero mi madre no dejó ver ni el más mínimo asomo de lo que
sin duda debió de sentir, con objeto de no perturbar mi alegría.
Pero todo esto es otra historia. No tiene nada que ver con la infancia, ni con la
escuela, ni con los inflamofletes, ni los ratones muertos, ni con los boazers , ni
con las vacaciones de verano entre las islas de Noruega. Es materia de un
relato totalmente distinto, y si todo va bien, quizá me dé por contarlo un día de
estos.
ROALD DAHL nació el 13 de septiembre de 1916 en Llandaff, Glamorgan, País
de Gales (Gran Bretaña), en el seno de una familia procedente de Noruega. Su
padre Harald, que falleció de neumonía cuando Roald todavía era un niño, era
propietario de una provechosa empresa de suministros náuticos. Su madre,
llamada Sofie Magdalene Hesselberg, se había convertido en la segunda
esposa de Harald tras el fallecimiento de la primera, Marie, en el parto de su
segundo hijo.
Dahl participó en combates contra los fascistas y los nazis en Egipto, Libia y
Grecia, padeciendo derribos que le ocasionaron heridas de gravedad. Parte de
estos avatares aparecieron en el Saturday Evening Post , en donde publicó un
relato corto titulado A piece of cake . Con posterioridad la colección Over to
you (1946) reincidió en su paso por la aviación militar. En el año 1943 Dahl
publicó su primer libro para niños, Los Gremlins . Diez años después, en 1953,
el escritor galés se casó con la actriz Patricia Neal (Desayuno con diamantes ).
Gracias a la colección de relatos cortos Someone like you (1953), Dahl alcanzó
renombre internacional. Posteriormente publicó otra antología de relatos con
el título de Muá, Muá (1959). En esta primera etapa trabajó con asiduidad en la
escritura de guiones para series de televisión, entre ellas la célebre Alfred
Hitchcock presenta.
A partir de los años 60 Roald Dahl, que contó en variadas ocasiones con la
colaboración como ilustrador de Quentin Blake, se volcó principalmente en la
literatura infantil y juvenil, especialmente tras el éxito de James y el melocotón
gigante (1961). Libros de corte más adulto son Mi tío Oswald (1979), su
primera novela larga, y los volúmenes de relatos El gran cambiazo (1975),
Historias extraordinarias (1977), Relatos de lo inesperado (1979) o La
venganza es mía S. A./Génesis y Catástrofe (1980).