Boy Relatos de La Infancia Roald Dahl

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Esto

no es una autobiografía, es el relato de unas cuantas cosas que le


sucedieron a Roald Dahl durante su estancia en la escuela y después de salir de
ella. Algunas son divertidas. Otras tristes. Las hay desagradables. Todas son
verdad. Y algunas de ellas le inspiraron para contar fantásticas, divertidas y
terribles aventuras.
Roald Dahl

Boy (relatos de la infancia)

ePub r1.7

Titivillus 05-03-2019
Título original: Boy, Tales of Childhood

Roald Dahl, 1984

Traducción: Salustiano Masó

Ilustraciones: Roald Dahl

Editor digital: Titivillus

ePub base r2.0


Índice de contenido

Cubierta

Boy (relatos de la infancia)

Papá y mamá

Parvulario, 1922-1923 (6-7 años)

La Escuela de la Catedral de Llandaff, 1923-1925 (de los 7 a los 9 años)

La bicicleta y la confitería

El gran complot del ratón

El señor Coombes

La venganza de la señora Pratchett

A Noruega

La isla mágica

Una visita al médico

St. Peter’s, 1925-1929 (de los 9 a los 13 años)

El primer día

Cartas a la familia

La celadora

Nostalgia

Un paseo en automóvil

El capitán Hardcastle

El pequeño Ellis y el furúnculo

Tabaco de cabra

Repton y Shell, 1929-1936 (de los 13 a los 20 años)

Atuendo para la escuela superior

Los auxiliares
El director

Chocolates

Corkers

Los asistentes

Deportes y fotografía

Adiós a la escuela

Sobre el autor
A Alfhild, Else, Asta, Ellen y Louis
Una autobiografía es un libro que escribe una persona sobre su propia vida y
por lo general está lleno de tediosos pormenores de todas clases.

Esto no es una autobiografía. Yo nunca escribiría una historia de mí mismo. Por


otra parte, durante mis días mozos en la escuela y nada más salir de ella me
sucedieron unas cuantas cosas que jamás he olvidado.

Ninguna de estas cosas es importante, pero todas causaron en mí una


impresión tan viva que ya nunca he sido capaz de quitármelas de la cabeza.
Cada una de ellas, tras un lapso de 50 y a veces hasta de 60 años, ha
permanecido bien grabada en mi memoria.

No he tenido que esforzarme mucho por recordarlas. Me ha bastado con


espumarlas de la superficie de mi conciencia y escribirlas.

Algunas son divertidas. Otras son lastimosas. Las hay desagradables. Supongo
que a ello se debe el haberlas evocado siempre tan a lo vivo. Todas son verdad.

R. D.
Papá y mamá

Mi padre, Harald Dahl, era noruego, y procedía de una pequeña ciudad vecina
de Oslo llamada Sarpsborg. Su padre, o sea, mi abuelo, fue un comerciante
bastante próspero que tenía una tienda en Sarpsborg en la que vendía
prácticamente de todo, desde queso a tela metálica para gallineros. Escribo
estas palabras en 1984, pero este abuelo mío nació, créase o no, en 1820, poco
después de la derrota de Napoleón por Wellington en Waterloo. Si mi abuelo
viviera hoy tendría, pues, 164 años. Mi padre alcanzaría la edad de 121. Tanto
mi padre como mi abuelo tardaron bastante respecto al hecho de tener hijos.

Cuando mi padre tenía 14 años, es decir, hace más de un siglo, estaba en el


tejado de su casa reponiendo algunas tejas cuando resbaló y cayó. Se fracturó
el brazo izquierdo por debajo del codo. Alguien corrió a llamar al médico, y
media hora después este caballero hacía una majestuosa y ebria aparición en
su calesín tirado por un caballo. Tan borracho estaba que tomó la fractura de
codo por una dislocación de hombro.

—¡Enseguida ponemos esto de nuevo en su sitio! —exclamó, y se llamó a dos


hombres de la calle para que ayudasen a estirar. Se les instruyó a fin de que
sujetasen a mi padre por la cintura mientras el médico le agarraba por la
muñeca del brazo roto y gritaba—: ¡Tirad, hombres, tirad! ¡Tirad con todas
vuestras fuerzas!

El dolor debió de ser agudísimo. La víctima prorrumpió en alaridos, y su


madre, que observaba con horror la manipulación, gritó: «¡Basta!». Mas para
entonces los que así estiraban habían causado ya tanto estrago que asomaba
una astilla de hueso perforando la piel del antebrazo.

Esto sucedía en 1877, y la cirugía ortopédica no era entonces lo que es hoy. Así
que le amputaron, sin más, el brazo por el codo, y mi padre hubo de valerse
con un solo brazo el resto de su vida. Afortunadamente, era el izquierdo el
brazo perdido, y poco a poco, con los años, aprendió a hacer más o menos todo
lo que precisaba con los cuatro dedos y el pulgar de su mano derecha. Podía
anudarse un zapato tan presto como vosotros o como yo y, para cortar la
comida en el plato, afilaba el borde de un tenedor, que de este modo le servía
de tenedor y cuchillo al mismo tiempo. Guardaba este ingenioso instrumento
en un estuchito de piel y lo llevaba siempre en el bolsillo dondequiera que
fuese. La pérdida de un brazo, solía decir, le deparaba solo un inconveniente
serio. Le resultaba imposible desmochar un huevo duro.
Mi padre llevaba un año o así a su hermano Oscar, pero estaban ambos
excepcionalmente compenetrados, y poco después de dejar la escuela salieron
a dar un largo paseo juntos con el propósito de trazar planes para el futuro.
Decidieron que una pequeña ciudad como Sarpsborg en un país pequeño como
Noruega no era el lugar más indicado para hacer fortuna. Resolvieron, pues,
que lo que les convenía era irse a un país grande, como Inglaterra o Francia,
donde las oportunidades de medrar serían ilimitadas.

Pero el padre, un amable gigante de dos metros de estatura, carecía del


impulso y la ambición de sus hijos, y se negó a costear aquella insensata idea.
Cuando les prohibió que se marcharan, se escaparon de casa, y de una manera
u otra se las arreglaron para llegar a Francia a bordo de un buque de carga.

Desde Calais viajaron a París, y en París acordaron separarse porque los dos
querían ser mutuamente independientes. Tío Oscar, por alguna razón, puso
rumbo al oeste, a La Rochelle, en la costa del Atlántico, mientras que mi padre
se quedaba en París por el momento.

La historia de estos dos hermanos, iniciando cada uno negocios separados en


tierras diferentes, y el modo en que cada cual por su parte hizo fortuna son
interesantes, pero no hay tiempo para contarla aquí sino en la forma más
breve.

Empecemos por tío Oscar. La Rochelle era entonces, y aún sigue siéndolo, un
puerto pesquero. Cuando llegó a sus 40 años, mi tío era ya el hombre más rico
de la ciudad. Poseía una flota de bous denominada Pécheurs de l’Atlantique y
una gran fábrica de conservas donde se enlataban las sardinas que traían sus
bous . Adquirió una esposa de buena familia, y una espléndida casa en la
ciudad, y una gran quinta de recreo en el campo. Se hizo coleccionista de
muebles Luis XV, buenos cuadros y libros raros, y todos estos objetos preciosos
junto a las dos fincas pertenecen aún a la familia. Yo no he visto la quinta
campestre, pero estuve en la casa de La Rochelle hace un par de años y
verdaderamente es admirable. Solo por los muebles merecería estar en un
museo.

Mientras que el tío Oscar se ajetreaba en La Rochelle, su hermano manco


Harald (mi padre) no se estaba precisamente sentado sin hacer nada. Había
conocido en París a otro joven noruego llamado Aadnesen, y ambos decidieron
asociarse en una empresa de armadores navieros. Un armador naviero es la
persona que provee a un buque de todo lo que necesita cuando llega a puerto:
combustible y víveres, cordaje y pintura, jabón y toallas, martillos y clavos, y
miles de pequeños artículos más. Un armador naviero es una especie de
enorme tendero para embarcaciones, y el género más importante que les
suministra es, con mucho, el combustible que hace funcionar los motores de la
nave. Por aquellos días combustible significaba solo una cosa. Significaba
carbón. No había en esa época motonaves de gasoil navegando en alta mar.
Todos los barcos eran barcos de vapor, y aquellos viejos vapores cargaban
cientos y a menudo miles de toneladas de carbón en cada viaje. Para los
armadores, el carbón era oro negro.

Mi padre y su flamante amigo, el señor Aadnesen, comprendieron todo eso muy


bien. Lo sensato, se dijeron, sería establecer su negocio de armadores en uno
de los grandes puertos carboneros de Europa. ¿Cuál sería este puerto? La
respuesta era sencilla. El mayor puerto carbonero del mundo en aquella época
era Cardiff, al sur del País de Gales. Conque a Cardiff se encaminaron estos
dos jóvenes ambiciosos, con poco o ningún equipaje. Pero mi padre tenía algo
más delicioso que cualquier equipaje. Tenía una esposa, una muchachita
francesa llamada Marie, con quien hacía poco se había casado en París.
Se fundó, pues, en Cardiff la firma de armadores navieros Aadnesen & Dahl, y
se alquiló un local de una sola pieza en la calle Bute, como oficina. A partir de
ese instante nos encontramos con una de esas historias de éxitos continuos que
suenan a exagerados cuentos de hadas, pero en realidad fue el fruto de la
ardua y concienzuda actividad de aquellos dos amigos. Muy pronto Aadnesen &
Dahl tuvo más negocio del que los asociados podían atender por sí solos. Se
adquirió un local mayor para oficinas y se contrató a más personal. Fue
entonces cuando empezó de verdad a circular dinero. A los pocos años, mi
padre pudo comprar una bonita casa en el pueblo de Llandaff, en las afueras de
Cardiff, y allí su esposa Marie le dio dos hijos, una niña y un niño. Pero
trágicamente murió tras dar a luz al segundo de ellos.

Cuando la conmoción y el dolor de aquella muerte comenzaron a amainar un


poco, mi padre advirtió de pronto que sus dos hijitos necesitaban como mínimo
de una madrastra que los cuidara. Y, lo que es más, se sentía terriblemente
solo. Era evidente que debía intentar buscarse otra esposa. Pero esto, para un
noruego avecindado en Gales del Sur y que no conocía allí a mucha gente, no
era tan fácil hacerlo como decirlo. Así que decidió tomarse unas vacaciones y
regresar a su país, Noruega, y, quién sabe, a lo mejor tenía suerte y encontraba
en su tierra una nueva novia con algún atractivo. Y allá en Noruega, durante el
verano de 1911, cuando hacía una travesía por el fiordo de Oslo en un
vaporcito costero, conoció a una señorita llamada Sofie Magdalene Hesselberg.

Y siendo persona que sabía discernir lo bueno cuando lo veía, le pidió


relaciones al cabo de una semana y poco tiempo después se casaba con ella.

Harald Dahl se llevó a su esposa noruega en viaje de bodas a París, tras lo cual
regresó a la casa de Llandaff. La pareja estaba de lo más enamorada y era
bienaventuradamente feliz, y durante los seis años siguientes tuvieron cuatro
hijos: una niña, otra niña, un chico (yo) y una tercera niña. Había ahora seis
hijos en la familia, dos de la primera esposa de mi padre y cuatro de la
segunda. Hacía falta una casa más grande y suntuosa y se disponía de dinero
para comprarla.

De manera que en 1918, cuando contaba yo dos años, nos mudamos a una
imponente casa de campo próxima al pueblo de Radyr, a unos 15 kilómetros al
oeste de Cardiff. La recuerdo como un caserón soberbio, con torretas en el
tejado y con majestuosas terrazas y praderas de césped todo alrededor. Tenía
muchos acres de bosques y tierras de labor, y una serie de casitas para el
personal de servicio. Muy pronto se vieron los prados llenos de vacas lecheras,
y las pocilgas colmadas de cerdos, y el gallinero rebosante de gallinas. Había
unos cuantos caballos percherones para tirar de los arados y de los carros, y
había un labrador, y un vaquero, y un par de jardineros, y toda suerte de
criados que atendían la casa. Al igual que su hermano Oscar en La Rochelle,
Harald Dahl había conseguido triunfar en la vida sin ningún género de dudas.
Pero lo que más me interesa de estos dos hermanos, Harald y Oscar, es que,
pese a su procedencia de una familia sencilla de una ciudad pequeña, los dos
desarrollaran, con absoluta independencia uno del otro, un profundo interés
por las cosas bellas. En cuanto pudieron permitírselo, comenzaron a llenar sus
casas de hermosos cuadros y mobiliario selecto. Además, mi padre se hizo un
experto jardinero, y, por encima de todo, coleccionista de plantas alpinas. Solía
referirme mi madre cómo se iban los dos de excursión a las montañas de
Noruega, y los sustos de muerte que le hacía pasar cuando trepaba, con su
mano única, por empinados riscos para alcanzar pequeñas plantas alpinas que
crecían en alguna elevada cornisa de roca. Era también un consumado tallista
en madera, y la mayoría de los marcos de espejo que había en la casa era obra
suya. Como también lo era todo el manto de chimenea de la sala: un espléndido
diseño de frutas y hojas y ramas entrelazadas tallado en roble.

Era un tremendo redactor de diarios. Aún conservo uno de sus muchos


cuadernos de notas de la Gran Guerra de 1914-1918. Durante aquellos cinco
años de contienda no dejó un solo día sin escribir varias páginas de
comentarios y observaciones en torno a los acontecimientos de la época.
Escribía a pluma, y aunque su lengua materna era el noruego, siempre redactó
sus diarios en un inglés perfecto.
Sustentaba una curiosa teoría en cuanto al modo de desarrollar el sentido de la
belleza en las mentes de sus hijos. Cada vez que mi madre se quedaba
embarazada, esperaba hasta los tres últimos meses de embarazo y entonces le
anunciaba que debían comenzar los «paseos esplendorosos». Estos paseos
esplendorosos consistían en llevarla a sitios de gran belleza de paisaje y pasear
con ella por espacio de más o menos una hora cada día a fin de que absorbiese
el esplendor del entorno. Su teoría era que si los ojos de una mujer encinta
observaban constantemente la hermosura de la naturaleza, esta hermosura se
transmitiría de alguna manera a la mente del hijo por nacer, y este sería luego
un amante de las cosas bellas. Tal fue el tratamiento que todos sus hijos
recibieron antes de venir al mundo.
Parvulario, 1922-1923

(6-7 años)

En 1920, cuando no tenía yo más que tres años, la hija mayor de mi madre, mi
hermana Astri, murió de apendicitis. Contaba siete años al morir, que era
también la edad de mi propia hija mayor, Olivia, cuando falleció debido al
sarampión 42 años después.

Astri era con mucho la predilecta de mi padre. La adoraba más allá de toda
medida, y su muerte inopinada le dejó literalmente sin habla durante días y
días. Tan abrumado estaba por la pena que cuando él mismo cayó con
pulmonía al cabo de aproximadamente un mes no parecía importarle gran cosa
vivir o morirse.

Si por aquel entonces hubiesen dispuesto de penicilina, ni la apendicitis ni la


pulmonía habrían constituido amenaza tan grave, pero sin penicilina ni ningún
otro de esos mágicos antibióticos actuales, especialmente la pulmonía era una
enfermedad peligrosísima. Al cuarto o quinto día, el enfermo de pulmonía
llegaba de modo invariable al estado que se conocía como «la crisis».

La temperatura subía y el pulso se aceleraba. El paciente tenía que luchar por


sobrevivir. Mi padre se negó a luchar. Pensaba, estoy seguro, en su hija
querida, y deseaba reunirse con ella en el cielo. De manera que se murió. Tenía
57 años.

Mi madre había perdido una hija y un esposo en el transcurso de pocas


semanas. Dios sabe lo que debió de ser sufrir una doble catástrofe como esa.
Allá se había quedado, joven noruega en un país extranjero, obligada de pronto
a enfrentarse completamente sola con los más graves problemas y
responsabilidades. Tenía cinco hijos que atender, tres de ellos propios y dos de
la primera esposa de su marido, y para complicar aún más las cosas esperaba
otra criatura que había de nacer dentro de dos meses. Una mujer menos
animosa es casi seguro que habría vendido la casa, habría hecho las maletas y
se habría vuelto derecha a Noruega con los niños. Allá en su tierra tenía a su
madre y a su padre deseosos de ayudarla, así como a sus dos hermanas
solteras. Pero se negó a adoptar esta salida fácil. Su marido había declarado
siempre con la mayor solemnidad que deseaba que todos sus hijos fuesen
educados en escuelas inglesas. Eran las mejores del mundo, solía decir.
Mejores, con mucho, que las noruegas. Mejores incluso que las galesas, pese a
que él viviera en Gales y tuviese sus negocios allí. Sostenía que en la
enseñanza inglesa había algo de mágico y que la educación que proporcionaba
era causa de que los habitantes de una isla pequeña se hubiesen convertido en
una gran nación y un gran imperio y hubieran producido la más grande
literatura del mundo. «Ningún hijo mío, —decía siempre—, irá a la escuela en
ninguna parte que no sea Inglaterra». Y mi madre estaba resuelta a que los
deseos de su difunto esposo se cumpliesen.
Para llevarlo a efecto necesitaría trasladar su residencia de Gales a Inglaterra,
mas no se hallaba en disposición de poder hacerlo todavía. Tendría que
permanecer algún tiempo más en Gales, donde conocía a personas capaces de
ayudarla y aconsejarla, especialmente el gran amigo y socio de su esposo, el
señor Aadnesen. Pero aun cuando no se marchase de Gales por el momento,
era esencial que se mudara a una casa más pequeña y manejable. Bastantes
niños tenía ya a su cargo para ocuparse también de una explotación agrícola.
Así que en cuanto nació su quinto vástago (otra hija), vendió la casa grande y
se mudó a otra más pequeña sita en Llandaff, a pocos kilómetros de distancia.
Se llamaba Cumberland Lodge y no era otra cosa que un agradable hotelito
suburbano de dimensiones medianas. De manera que fue en Llandaff, dos años
después, cuando contaba ya seis, donde asistí a mi primera escuela.
La escuela era un jardín de infancia dirigido por dos hermanas, la señora
Corfield y la señorita Tucker, y se llamaba la Casa del Olmo.

Es asombroso lo poco que uno recuerda de la propia vida antes de la edad de


siete u ocho años. Puedo contar toda suerte de cosas que me acontecieron de
los ocho años en adelante, pero solo muy pocas anteriores a esa edad. Fui un
año entero a la Casa del Olmo, pero no soy capaz de recordar siquiera cómo
era mi clase. Ni de representarme las caras de la señora Corfield y la señorita
Tucker, aunque estoy seguro de que eran amables y sonrientes. Tengo el
borroso recuerdo de hallarme sentado en las escaleras y de intentar atarme los
zapatos una y otra vez; pero eso es todo lo que, a esta distancia, retorna a mí
de aquella escuela.

En cambio, recuerdo muy claramente los viajes de ida y vuelta entre mi casa y
la escuela porque eran de lo más emocionante. Las grandes emociones son tal
vez lo único que interesa de verdad a un niño de seis años y se le queda en la
memoria. En mi caso, la emoción se centraba en mi triciclo nuevo. Iba a la
escuela en él todos los días, con mi hermana mayor montada en el suyo. No nos
acompañaba ninguna persona mayor, y recuerdo como si lo estuviese viviendo
las carreras que nos dábamos a enormes velocidades de triciclo, por mitad de
la carretera, cuesta abajo, y luego, gloria de las glorias, al llegar a una esquina,
nos inclinábamos a un lado y tomábamos la curva sobre dos ruedas solamente.
Todo esto, como comprenderéis, sucedía en los buenos tiempos de antaño,
cuando la vista de un automóvil en la calle era un acontecimiento, y no existía
el menor peligro en el hecho de que los peques fuesen en triciclo a la escuela
tan contentos por el centro mismo de la calzada.

Eso es cuanto subsiste en mi memoria por lo que toca al parvulario, hace 72


años. No es mucho, pero es todo lo que ha quedado.
La Escuela de la Catedral de Llandaff, 1923-1925

(De los 7 a los 9 años)


La bicicleta y la confitería

Cuando cumplí los siete años, mi madre decidió que dejara el parvulario y
asistiese a una escuela de chicos. Por fortuna, a un par de kilómetros de
nuestra casa había una conocida escuela preparatoria para niños varones. La
llamaban Escuela de la Catedral de Llandaff, y alzábase bajo la sombra misma
de la catedral que le presta su nombre. Al igual que la catedral, la escuela
todavía existe y da muestras de actividad floreciente.

Pero tampoco es mucho lo que recuerdo de los dos años que asistí a la Escuela
de la Catedral de Llandaff, entre los siete y nueve de mi edad. Solo dos
momentos subsisten claramente en mi memoria. El primero no duró más de
cinco segundos, pero jamás lo olvidaré.

Era mi primer curso y volvía a casa solo y a pie, atravesando la plaza del
pueblo después de clase, cuando, de un modo imprevisto, me veo venir a uno
de los mayores, un chico de 12 años, pedaleando a toda velocidad en su
bicicleta carretera abajo a unos 30 pasos delante de mí. La carretera
remontaba allí un repecho, y el chico bajaba lanzado por la cuesta, conque al
pasar como una exhalación por mi lado va y se pone a pedalear muy rápido
hacia atrás, de forma que el mecanismo de piñón libre de su bici hizo un ruido
vivo y trepidante. Al mismo tiempo, retiró las manos del manillar y se cruzó de
brazos como si tal cosa. Yo me quedé clavado en el sitio, mirándole sin
pestañear. ¡Qué chaval tan estupendo! ¡Qué resuelto, y valiente, y gallardo, con
sus pantalones largos, y sus pinzas en las perneras, y su gorra escolar colorada
puesta tan airosamente al bies! «¡Un día, —me dije—, un día glorioso tendré yo
una bici como esa, y llevaré pantalones largos con pinzas en las perneras, y la
gorra puesta así de lado, y bajaré zumbando por la cuesta, pedaleando hacia
atrás, fuera del manillar las manos!».

Os juro que si en aquel preciso momento me hubiese agarrado alguien por el


hombro y me hubiera dicho: «¿Cuál es tu mayor deseo en la vida, chiquillo?
¿Cuál tu ambición suprema? ¿Ser médico? ¿Músico famoso? ¿Pintor? ¿Escritor?
¿O lord canciller?», habría yo respondido sin vacilar que mi única ambición, mi
esperanza, mi máximo anhelo era poseer una bicicleta como aquella y bajar por
la cuesta zumbando sin las manos en el manillar. Eso sería algo fabuloso. Me
estremecía de emoción solo el pensarlo.

Mi segundo y último recuerdo de la Escuela de la Catedral de Llandaff es de lo


más insólito que cabe imaginar. Sucedió la cosa poco más de un año después,
cuando acababa yo de cumplir nueve años. Para entonces había hecho algunos
amigos, y cuando iba al colegio por las mañanas salía de casa solo, pero por el
camino iba recogiendo a otros cuatro chicos de mi edad. Después de clase, los
mismos cuatro chicos y yo cruzábamos juntos la plaza del pueblo y recorríamos
sus calles de retorno a casa. En este camino de ida y vuelta pasábamos siempre
por delante de la confitería. Aunque lo que se dice pasar, nunca pasábamos:
nos deteníamos invariablemente. Nos demorábamos ante su pequeño
escaparate comiéndonos con los ojos los grandes tarros de cristal llenos de
bolas de caramelo, los adoquines de dulce pintados con rayas oscuras y claras,
los bombones de fresa, y los escarchados de menta, y los confites ácidos, de
pera, de limón, y todo lo demás… A cada uno de nosotros nos daban en casa
una asignación semanal de seis peniques, y tan pronto como nos veíamos con
dinero en el bolsillo acudíamos en tropel a comprar un penique de esto o de lo
otro. Mis chucherías predilectas eran los sorbetes y los cordones de regaliz.

Uno de los otros chicos, que se llamaba Thwaites, me dijo que no debía comer
nunca cordones de regaliz. El padre de Thwaites, que era médico, había dicho
que estaban hechos de sangre de ratas. El doctor había dado a su hijito una
conferencia sobre los cordones de regaliz al sorprenderle comiéndose uno en la
cama.

—Los cazadores de ratas —había dicho el padre— llevan sus ratas a la Fábrica
de Cordones de Regaliz, y el gerente les paga dos peniques por pieza. Muchos
cazadores de ratas se han hecho millonarios vendiendo sus ratas muertas a la
fábrica.

—Pero ¿cómo convierten las ratas en regaliz? —había preguntado a su padre el


pequeño Thwaites.

—Esperan hasta tener 10 000 ratas —había contestado el padre—, y luego las
echan todas en una caldera de acero muy grande y allí las hacen hervir por
espacio de algunas horas. Dos hombres remueven con sendas pértigas la
caldera bullente y al final obtienen un buen estofado de rata espeso y
humeante. A continuación introducen en la caldera una maza de triturar que
machaca los huesos, de lo que resulta una sustancia pulposa que llaman pasta
de ratas.

—Sí, pero ¿cómo convierten eso en cordones de regaliz, papá? —había


inquirido el pequeño Thwaites, y esta pregunta, según el propio Thwaites,
había hecho que su padre se quedara callado y pensativo unos momentos antes
de proceder a contestarla.

Finalmente había dicho:

—Los dos hombres que removían con las pértigas se calzan luego botas de
goma, se meten dentro de la caldera y sacan la pasta de ratas con sus palas,
extendiéndola sobre un suelo de hormigón. Luego le pasan por encima un
rodillo varias veces para aplanarla. De esto resulta algo así como una
gigantesca torta negra, delgada como una hojuela, y lo único que les queda ya
por hacer es esperar que se enfríe y endurezca para poderla cortar en tiras y
fabricar los cordones. No los comas nunca. Si lo haces, pillarás una ratitis.

—¿Qué es ratitis, papá? —había preguntado el pequeño Thwaites.


—Todas las ratas que cazan los cazadores de ratas están envenenadas con
matarratas —había dicho el padre—. Es el matarratas lo que te produce ratitis.

—Sí, pero ¿qué le pasa a uno cuando la pilla? —había inquirido el pequeño
Thwaites.

—Se te ponen los dientes muy afilados y puntiagudos —había respondido el


padre—. Y en la espalda, un poquitín más arriba del culo, te crece una cola
corta y mocha. La ratitis no tiene cura. Lo sé muy bien. Por algo soy médico.

A todos nos deleitaba la historia de Thwaites y hacíamos que nos la contase


muchas veces en el camino de ida y vuelta de la escuela. Pero, con excepción
de Thwaites, ninguno nos privábamos de comprar cordones de regaliz. A dos el
penique, eran la mejor oferta que había en la tienda. Si no habéis disfrutado
nunca el placer de tener uno en las manos, conviene que sepáis que el cordón
de regaliz no es redondo. Es como una cintilla negra, plana, de medio dedo de
ancho. Se compra todo enrollado, y por aquel entonces solía ser tan largo que
cuando se desenrollaba y se sostenía una punta con el brazo estirado sobre la
cabeza, la otra punta tocaba el suelo.

Los sorbetes valían también dos un penique. Consistían en un canuto de cartón


amarillo lleno de polvo de gaseosa que se sorbía por medio de una pajita
adjunta hecha de regaliz. («Más sangre de rata», nos advertía el amiguito
Thwaites, señalándola). Una vez sorbido a través de esta pajuela todo el polvo
de gaseosa, te comías el regaliz. Eran deliciosos aquellos sorbetes. El polvo
producía efervescencia en la boca, y con un poco de maña podías hacer que te
saliera espumilla blanca por las narices y fingir que te había dado un ataque.

Los inflamofletes, que costaban un penique cada uno, eran unas bolas enormes
y duras del tamaño de un tomate pequeño. Un inflamofletes proporcionaba una
hora cumplida de chupar y chupar sin parar, y si te lo sacabas de la boca y lo
examinabas cada cinco minutos o así, te encontrabas con que había cambiado
de color. Tenía no sé qué de fascinante, la forma en que pasaba del rosa al azul
y al verde y al amarillo. Nos preguntábamos cómo se las arreglaría la fábrica
de inflamofletes para obrar aquella maravilla.

—¿Cómo puede ocurrir eso? —nos preguntábamos unos a otros—. ¿Cómo


pueden hacer que cambie de color?

—Es la saliva la que lo hace —proclamaba el joven Thwaites. Como hijo de un


médico, se consideraba una autoridad en todo cuanto tuviese alguna relación
con el cuerpo. Nos explicaba cosas acerca de las costras y de cuándo estaban
en condiciones de poder arrancártelas. Sabía por qué un ojo morado se ponía
así y por qué la sangre era roja—. Es la saliva la que hace cambiar al
inflamofletes de color, —insistía. Y cuando le pedíamos que explicara esta
teoría, contestaba—: Aunque os lo explicara no lo entenderíais.

Los confites de pera eran emocionantes porque tenían un sabor peligroso.


Olían a esmalte de uñas y helaban el fondo de la garganta. A todos nos habían
avisado que no los comiéramos, con el resultado de que los comíamos más que
nunca.
Había también unos caramelos grandes, duros, de color marrón y en forma de
rombo llamados rasca-gaznates. El rasca-gaznates sabía y olía fuertemente a
cloroformo. No nos cabía la menor duda de que aquellas cosas estaban
saturadas del temible anestésico, que, como Thwaites nos había indicado
muchas veces, podía hacerle dormir a uno horas y horas de un tirón.

—Si mi padre tiene que serrarle a alguien una pierna —decía—, vierte
cloroformo en una almohadilla y la persona lo aspira y se queda dormida y mi
padre le sierra la pierna sin que lo sienta siquiera.

—Pero ¿por qué lo echan en los caramelos y nos lo venden? —le


preguntábamos.

Os figuraréis tal vez que una pregunta como esta desconcertaría a Thwaites.
Pero Thwaites no se dejaba desconcertar jamás.

—Dice mi padre que los rasca-gaznates los inventaron para dárselos a presos
peligrosos que están en la cárcel —decía—. Les dan uno con cada comida y el
cloroformo los adormece e impide que se amotinen.

—Sí —decíamos nosotros—, pero ¿por qué se los venden a los niños?

—Es un complot —decía Thwaites—. Un complot de los mayores para que nos
estemos quietos y no demos guerra.

Allá por 1923 la confitería de Llandaff era el auténtico centro de nuestras


vidas. Para nosotros significaba lo que una taberna para un borracho o lo que
una iglesia para un obispo. Sin ella no habríamos tenido demasiadas razones
para vivir. Pero tenía un inconveniente espantoso aquella confitería. Su
propietaria era una mujer horrible. Nosotros la odiábamos, y no nos faltaban
razones para ello.

Se llamaba señora Pratchett. Era una vieja bruja pequeña y flaca, con bigote y
con una boca más agria que una endrina verde. Jamás sonreía. Jamás nos
saludaba cuando entrábamos, y las contadas veces que hablaba era sólo para
decir cosas como: «¡Mira que te estoy viendo, así que aparta de las
chocolatinas tus dedos de ladrón!». O bien: «¡Aquí no se viene a mirar o
compras o te largas!».
Pero lo más aborrecible, con mucho, de la señora Pratchett era la suciedad que
la envolvía. Llevaba el delantal gris y mugriento. La blusa, toda llena de restos
del desayuno: migajas de tostada y manchas de té y pegotes resecos de yema
de huevo. Eran sus manos, empero, lo que más nos desazonaba. Daba asco
verlas, llenas de porquería y tizne. Como si se hubiera pasado todo el santo día
echando carbón al fuego. Y no olvidéis que eran esas mismas manos y esos
mismos dedos los que metía en los tarros de dulces cuando pedíamos un
penique de melcocha o de pastillas de goma o de bocaditos de guirlache o lo
que fuere. Había bien pocas leyes sanitarias en aquellos tiempos, y a nadie, y
menos aún a la señora Pratchett, se le ocurría servirse de una palita para sacar
los dulces como actualmente se hace. La sola vista de su cochambrosa mano
derecha, con sus uñas negras, escarbando para extraer de un tarro una onza de
dulce de chocolate, habría hecho salir corriendo de la tienda a un hampón
muerto de hambre. Pero no a nosotros. Los dulces eran nuestra sangre,
nuestra vida. Por cosas muchísimo peores habríamos pasado para conseguirlos.
Conque nos limitábamos a mirar, en hosco silencio, mientras aquella vieja
repugnante hurgaba y removía dentro de los tarros con sus puercos dedos.

La otra razón por la que teníamos tirria a la señora Pratchett era por su
tacañería. No te daba una bolsa como no gastaras de seis peniques para arriba.
De otro modo, despachaba los dulces en un cucurucho que hacía con un trocito
de papel de periódico, arrancado del montón de Daily Mirrors atrasados que
tenía sobre el mostrador a tal efecto.

De manera que comprenderéis muy bien los sentimientos que abrigábamos


contra la señora Pratchett, pero en la práctica no sabíamos en absoluto qué
hacer. Fueron muchas las acciones que planeamos, pero ninguna de ellas nos
convencía. Es decir, ninguna hasta que de improviso, cierta tarde memorable,
encontramos el ratón muerto.
El gran complot del ratón

Mis cuatro amigos y yo habíamos advertido que al fondo de la clase había una
tabla del entarimado que estaba un poco suelta, y cuando la levantamos
haciendo palanca con la hoja de un cortaplumas, descubrimos un amplio
espacio hueco debajo. Aquel, decidimos, sería nuestro escondrijo secreto para
ocultar caramelos y otros pequeños tesoros, como castañas locas, cacahuetes y
huevos de pájaro. Todas las tardes, concluida la última lección, aguardábamos
los cinco a que la clase se vaciara, y entonces levantábamos la tabla y
examinábamos nuestro tesoro escondido, añadiéndole o retirando alguna cosa
tal vez.

Hasta que cierto día, al levantarla, encontramos un ratón muerto tendido entre
nuestros tesoros. Fue un descubrimiento emocionante.

Thwaites lo sacó, agarrándolo por la cola, y lo balanceó delante de nuestras


caras.

—¿Qué vamos a hacer con él? —dijo.

—¡Huele que apesta! —gritó uno—. ¡Tíralo por la ventana enseguida!

—Aguanta un poco —intervine yo—. No lo tires.

Thwaites vaciló. Todos me miraron.

Cuando se escribe acerca de uno mismo hay que hacer un esfuerzo por decir la
verdad cabal. La verdad es más importante que la modestia. Debo deciros,
pues, que fui yo y solo yo quien tuvo la idea del formidable y osado complot del
ratón. Todos tenemos nuestros momentos de brillantez y de gloria, y aquel fue
el mío.

—¿Por qué no lo echamos en uno de los tarros de caramelos de la señora


Pratchett? —propuse—. Luego, cuando meta en él su mano cochina para sacar
un puñado, agarrará un ratón muerto que apesta de mal que huele.

Los otros cuatro me miraron llenos de admiración. Luego, a medida que fueron
captando todo el genial alcance del complot, empezaron con risitas y más
risitas. Me daban palmadas en la espalda. Me aclamaron y se pusieron a dar
brincos por toda la clase.

—¡Lo haremos hoy mismo! —gritaron—. ¡Según volvemos para casa! La idea ha
sido tuya —me dijeron—, conque puedes ser tú el que ponga el ratón en el
tarro.

Thwaites me pasó el ratón muerto. Me lo guardé en el bolsillo del pantalón. A


continuación salimos los cinco de la escuela, atravesamos la plaza y pusimos
rumbo a la confitería. Estábamos excitadísimos. Nos sentíamos como una
banda de malhechores que se disponen a asaltar un tren o a volar la oficina del
sheriff .

—Procura meterlo en un tarro de los que se usan a menudo —dijo uno de ellos.

—Voy a echarlo con los inflamofletes —dije yo—. El tarro de los inflamofletes
no está nunca detrás del mostrador.

—Yo tengo un penique —dijo Thwaites—, de manera que pediré un sorbete y un


cordón de regaliz. Y cuando ella se dé la vuelta para alcanzarlos, metes tú el
ratón a toda prisa con los inflamofletes.

Así quedó todo dispuesto. Entramos en la tienda con cierto aire ufano y
arrogante. Nosotros éramos ahora los triunfadores, y la señora Pratchett, la
víctima. Estaba de pie tras el mostrador, y sus malignos ojillos de puerco
observaban, suspicaces, nuestra entrada.

—Un sorbete, por favor —le dijo Thwaites, tendiéndole su penique.

Yo me mantuve a la zaga del grupo, y cuando vi que la señora Pratchett volvía


la cabeza un par de segundos para sacar un sorbete del cajón, levanté la
pesada tapa de cristal del tarro de los inflamofletes y dejé caer el ratón dentro.
Luego coloqué de nuevo la tapa lo más silenciosamente que pude. Me latía el
corazón como loco y tenía las manos llenas de sudor.
—Y un cordón de regaliz, por favor —oí decir a Thwaites. Cuando me volví,
pude ver a la señora Pratchett sosteniendo el cordón con sus cochinos dedos.

—No os quiero a todos aquí dentro en pandilla si solo va a comprar uno de


vosotros —nos chilló—. ¡Conque, largo! ¡Hala, fuera!

En cuanto nos vimos en la calle, echamos a correr.

—¿Lo has hecho? —me gritaron.

—¡Claro que sí! —repuse yo.

—¡Muy bien! —dijeron ellos—. ¡Has estado fenómeno!

Me sentía un héroe. «Era» un héroe. Resultaba maravilloso ser tan popular.


El señor Coombes

A la mañana siguiente, cuando nos reunimos de nuevo para ir a la escuela, aún


nos duraba la exaltación del triunfo en la gloriosa hazaña del ratón muerto.

—Vamos a entrar a ver si sigue dentro del tarro —dijo uno cuando nos
acercábamos a la confitería.

—Nada de eso —dijo Thwaites con firme resolución—. Es demasiado peligroso.


Pasemos de largo como si nada.

Al llegar a la altura del establecimiento vimos colgado en la puerta un cartón


en el que se leía:

Nos detuvimos y miramos, perplejos. Jamás habíamos visto que la confitería


estuviese cerrada a esa hora de la mañana, ni siquiera los domingos.

—¿Qué habrá ocurrido? —nos preguntamos—. ¿Qué pasa?

Apretamos las caras contra la luna del escaparate y escudriñamos el interior. A


la señora Pratchett no se la veía por ninguna parte.

—¡Mirad! —exclamé—. ¡El tarro de los inflamofletes ha desaparecido! ¡No está


en el vasar! ¡Donde estaba siempre, ahora hay un hueco!

—¡Está en el suelo! —dijo uno—. ¡Hecho pedazos…, y los inflamofletes


desparramados por todas partes!

—¡Ahí está el ratón! —gritó otro.

Pudimos verlo todo perfectamente: el voluminoso tarro de cristal hecho añicos,


el ratón muerto en medio de aquel desastre y cientos de aquellos inflamofletes
multicolores derramados por el suelo.

—Se ha llevado un susto tan grande al agarrar el ratón que se lo ha dejado caer
todo de las manos —decía uno de mis amigos.

—Pero ¿por qué no lo ha barrido y ha abierto la tienda? —pregunté.

No me respondió nadie.

Reanudamos la marcha camino de la escuela. De repente habíamos empezado a


sentirnos un tanto desazonados. En el cierre de la tienda había algo fuera de lo
normal. Ni siquiera Thwaites sabía darnos una explicación razonable. Todos
callábamos. Había como un leve olor de peligro en el aire. A ninguno de
nosotros se nos escapaba el barrunto. Timbres de alarma comenzaban a sonar
débilmente en nuestros oídos.

Al cabo de un rato, fue Thwaites quien rompió el silencio.

—El susto debe de haber sido de muerte —dijo. Marcó una pausa. Todos le
mirábamos preguntándonos con qué alarde de saber científico iría a salirse
ahora aquella gran autoridad médica—. A fin de cuentas —prosiguió—, agarrar
un ratón muerto cuando esperas agarrar un inflamofletes debe de ser una
experiencia bien espeluznante. ¿No os parece?

No le respondió nadie.

—Ahora bien —continuó explicando Thwaites—, cuando una persona de edad


como la señora Pratchett se lleva de pronto una impresión muy fuerte, supongo
que sabéis lo que sucede luego, ¿no?

—¿Qué? —inquirimos—. ¿Qué es lo que pasa?

—Preguntadle a mi padre —dijo Thwaites—. Él os lo dirá.

—Dínoslo tú —pedimos nosotros.

—Le da un ataque al corazón —anunció Thwaites—. Se le para el corazón y en


cinco segundos está muerta.

Por unos instantes fue mi corazón el que dejó de latir. Thwaites me señaló con
el dedo y dijo con voz tétrica:

—Me temo que la has matado.

—¿Yo? —protesté—. ¿Por qué precisamente «yo»?

—Fue idea «tuya» —dijo—. Y aún más, fuiste tú quien metió el ratón.

De buenas a primeras, era yo un asesino.


En ese justo momento oímos sonar en la distancia la campana de la escuela, y
tuvimos que hacer al galope el resto del camino para no llegar tarde a las
oraciones.

Las oraciones se decían en el salón de actos. Nos colocábamos todos en filas,


en bancos de madera, mientras que los maestros se acomodaban en sillones
sobre el estrado, de cara a nosotros. A empujones y trompicones, llegamos los
cinco a nuestros sitios en el momento mismo en que hacía su entrada el
director, seguido por el resto del claustro.

El director es el único profesor de la Escuela de la Catedral de Llandaff que


hoy recuerdo, y, por una razón que pronto sabréis, le recuerdo sin duda con
muchísima claridad. Se llamaba señor Coombes, y conservo en la memoria la
figura de un hombre gigantesco con la cara como un jamón y una maraña de
pelo bermejo e hirsuto que le cubría la cabeza entera. Todos los adultos se
aparecen como gigantes a los niños. Pero los directores de colegios (y los
policías) son los gigantes más grandes de todos y adquieren una estatura
portentosamente exagerada. Es posible que el señor Coombes fuera un ser
normal, pero en mi recuerdo es un gigante vestido de tweed que llevaba
siempre una toga negra encima del traje y chaleco debajo de la chaqueta.

El señor Coombes procedió entonces a murmurar las mismas viejas oraciones


de todos los días; pero esa mañana, una vez que se hubo pronunciado el último
amén, no se volvió y salió al instante de la sala al frente de su grupo, como de
costumbre. Permaneció de pie ante nosotros, y era evidente que tenía algo que
anunciarnos.

—Toda la escuela va a salir y colocarse en fila alrededor del patio de recreo


inmediatamente —dijo—. Dejad los libros. Y no quiero oír hablar a nadie.

El señor Coombes parecía enfadado. Su cara de jamón color rosado había


adquirido ese ceño peligroso que solo aparecía en ella cuando estaba
sumamente irritado y alguno de nosotros iba a botar por los aires. Yo estaba
allí, pequeño y asustado, entre las filas y filas de los demás niños, y el director,
con su negra toga sobre los hombros, era en aquel momento para mí como un
juez en una vista por asesinato.

—Busca al asesino —me dijo Thwaites por lo bajo.

Me eché a temblar.

—Apuesto a que ya está aquí la policía —prosiguió Thwaites—. Y que ya está


ahí fuera esperando el coche celular.

Según salíamos al patio de recreo, empecé a notar como si se me fuese


llenando poco a poco todo el estómago de agua arremolinada. «No tengo más
que ocho años, —me decía una y otra vez—. Ningún niño de ocho años ha
asesinado nunca a nadie. No es posible».

En el patio de recreo, aquella mañana nublada y calurosa de septiembre, el


subdirector daba voces:

—¡A formar todos, por clases! ¡Los de sexto allí! ¡Los de quinto a continuación!
¡En fila! ¡En fila! ¡Vamos! ¡Dejad de hablar!

Thwaites y yo y mis otros tres amigos estábamos en segundo, el penúltimo


grado, y nos colocamos junto a la tapia de ladrillo colorado del patio de recreo,
hombro con hombro. Recuerdo que cuando todos los niños de la escuela
estuvieron en su sitio la fila se alargaba hasta cubrir los cuatro lados del patio
de recreo: sobre un centenar de chicos en total, de entre seis y 12 años, todos
con los mismos pantalones cortos grises e idénticas chaquetas grises y medias
grises con zapatos negros.

—¡Basta de hablar! —gritaba el subdirector—. ¡Quiero absoluto silencio!

«Pero ¿por qué diablos estamos en el patio de recreo, si puede saberse?, —me
preguntaba extrañado—. ¿Y por qué nos colocan así en fila? Jamás había
sucedido antes tal cosa».

Ya me esperaba ver salir del edificio de la escuela a dos policías, llegarse hasta
mí en cuatro brincos, agarrarme por los brazos y ponerme las esposas.

Una sola puerta daba paso del edificio al patio de recreo. De pronto esta puerta
se abrió de par en par y por ella, como el ángel de la muerte, salió majestuoso
el señor Coombes, enorme, corpulento, con su traje de tweed y su toga negra, y
a su lado, créase o no, a su lado mismo, ¡trotaba con su pasito corto la figura
menudita de la señora Pratchett en persona!

¡La señora Pratchett estaba viva!

El alivio fue tremendo.

—¡Está viva! —susurré al oído de Thwaites, que estaba a mi lado—. ¡No la he


matado! —Thwaites no me hizo caso.

—Empezaremos por aquí —decía el señor Coombes a la señora Pratchett. Y


asiéndola por uno de sus flacos brazos la llevó adonde estaban formados los de
sexto. Una vez frente a ellos, y sin soltarle ni un momento el brazo, la condujo
con paso vivo por delante de la fila de chicos alineados. Era como cuando se
pasa revista a la tropa.

—¿Qué demonios hacen? —susurré.

Thwaites no me respondió. Le miré de reojo. Se había puesto pálido.

—Demasiado mayores —oí decir a la señora Pratchett—. Estos son muy


mayores. No es ninguno de estos. Vamos a echar una mirada a los pequeñajos.

El señor Coombes aceleró la marcha.

—Mejor será que demos la vuelta completa —dijo. Parecía tener prisa por
acabar de una vez con aquello, y yo podía ver las flacas piernecillas de cabra de
la señora Pratchett trotar afanosas para no quedarse atrás. Habían
inspeccionado ya un lado entero del patio, donde se alineaban los de sexto y la
mitad de los de quinto. Ahora los veíamos avanzar a lo largo del segundo lado…
y luego del tercero.

—Demasiado mayores todavía —oí graznar a la señora Pratchett—. ¡Demasiado


mayores! ¡Más pequeños que estos! ¡Mucho más pequeños! ¿Dónde están esos
mocosos?

Cada vez se aproximaban más a nosotros…, estaban más y más cerca.

Iniciaban ya el recorrido del cuarto lado…

Todos los niños de nuestra clase miraban al señor Coombes y la señora


Pratchett acercándose a nosotros.

—¡Esos pequeñajos son, ese hatajo de mocosos desvergonzados! —oí murmurar


a la señora Pratchett—. ¡Entran en mi tienda y se creen que pueden hacer lo
que les da la gana!

El señor Coombes no respondió a esto.

—Birlan cosas cuando yo no miro —prosiguió—. Me lo tocan todo con las


manos puercas y son unos maleducados. Las niñas no me importan. Nunca me
dan molestias, las niñas; ¡pero los chicos son algo espantoso! A usted no hará
falta que se lo diga, ¿verdad, señor director?
—Estos son los más pequeños —dijo el señor Coombes.

Veía yo los ojillos de cerdo de la señora Pratchett clavarse con dura fijeza en el
rostro de cada niño frente al que pasaba.

De pronto lanzó un chillido estridente y señaló a Thwaites con uno de sus


cochinos dedos.

—¡Aquí está! —chilló—. ¡Este es uno de ellos! ¡Le conocería a una legua, a este
golfillo bribón!

La escuela entera se volvió para mirar a Thwaites.

—¿Qu… qué he hecho yo? —protestó el aludido, apelando al señor Coombes.

—¡A callar! —dijo este.

Los ojos de la señora Pratchett, reanudando su pesquisa, se posaron de un


vuelo en mi rostro. Yo bajé la vista y me puse a examinar atentamente la negra
superficie asfaltada del patio.

—¡Aquí hay otro! —la oí chillar—. ¡Ese de ahí! —Y me señalaba a mí ahora.

—¿Está usted segura? —inquirió el señor Coombes.

—¡Pues claro que lo estoy! —exclamó—. ¡Nunca se me olvida una cara, y


mucho menos cuando es la de un granuja como ese! ¡Es uno de ellos, desde
luego! ¡Pero había cinco! ¿Dónde andan los otros tres?

Los otros tres, como yo sabía muy bien, venían a continuación.

La cara de la señora Pratchett destellaba maldad pura cuando sus ojos,


apartándose de mí, siguieron su reconocimiento por la fila.

—¡Ahí están! —vociferó, apuñalando el aire con el dedo—. ¡Ese… y ese… y ese!
¡Ya están los cinco golfillos! ¡No hace falta que miremos más, señor director!
Están todos ahí, ¡los cochinos diablillos indecentes! Ha tomado nota de sus
nombres, ¿no?

—He tomado nota de ellos, señora Pratchett —le dijo el señor Coombes—. Y
muchísimas gracias.

—Las gracias soy yo quien tiene que dárselas a usted, señor director —repuso
ella.

Mientras el señor Coombes se la llevaba a través del patio de recreo, la oímos


decir:

—¡En el tarro de los inflamofletes estaba! ¡Un ratón muerto, apestoso, que no
se me olvidará mientras viva!
—La comprendo muy bien, y créame que lo siento muchísimo —murmuraba a
su lado el señor Coombes.

—¡Figúrese la impresión! —prosiguió ella—. Cuando puse los dedos en aquel


ratón muerto tan horrible, tan asqueroso, que olía que apestaba… —Su voz se
fue alejando hasta desaparecer, cuando el señor Coombes la hizo pasar
rápidamente por la puerta del patio al edificio de la escuela.
La venganza de la señora Pratchett

Nuestro maestro entró en la clase con un papel en la mano.

—Los que voy a nombrar que se presenten inmediatamente en el despacho del


director —dijo—. Thwaites… Dahl… —Y a continuación leyó uno por uno los
otros tres apellidos que se me han olvidado.

Nos levantamos los cinco y salimos del aula. Sin decir ni palabra, recorrimos el
largo pasillo que conducía a los aposentos privados del director, donde estaba
situado el temible despacho. Thwaites llamó con los nudillos a la puerta.

—¡Adelante!

Entramos, cautos y remisos. La estancia olía a cuero y a tabaco. El señor


Coombes estaba allí en medio, plantado, dominándolo todo, gigante si alguna
vez los hubo, y en las manos tenía una vara larga y amarilla que se curvaba en
la empuñadura lo mismo que un bastón.

—No quiero embustes —dijo—. Sé muy bien que lo hicisteis vosotros y que lo
maquinasteis entre todos. Ahora poneos ahí en fila, junto a la librería.

Nos colocamos en fila, Thwaites delante, y yo, por alguna razón, atrás del todo.
Era el último de la fila.

—Tú —dijo el señor Coombes, apuntando hacia Thwaites con el bastón—. Ven
aquí.

Thwaites avanzó con paso muy lento.

—Agáchate —dijo el señor Coombes.

Thwaites agachó el cuerpo. Teníamos los ojos clavados en él. Todo aquello nos
hipnotizaba. Sabíamos, claro está, que a los chicos les aplicaban el correctivo
del bastón de cuando en cuando, pero no habíamos oído decir que obligasen a
ninguno a presenciarlo.
—¡Agáchate más, hombre, más! —gritó el señor Coombes—. ¡Hasta tocar el
suelo!

Thwaites tocó la alfombra con la punta de los dedos.

El señor Coombes dio un paso atrás y adoptó una postura firme, con las piernas
bien separadas. Yo pensé en lo pequeño que parecía el culo de Thwaites y en lo
apretado que estaba. El señor Coombes tenía los ojos enfocados en él. Levantó
el bastón bien alto sobre su hombro y al descargarlo se oyó un zumbido como
el de un látigo; luego, al golpear el culo de Thwaites, sonó lo mismo que un tiro
de pistola.

Del brinco que pegó, dio la impresión de que el pequeño Thwaites se levantó
dos palmos del suelo, al tiempo que lanzaba un aullido, «¡Auu-u-u-u-uu-u-u-u!»,
y se enderezaba, tieso como un resorte.

—¡Más fuerte! —chilló una voz, allá en el rincón.

Y entonces nos tocó brincar a nosotros. Porque volvimos la cabeza para mirar,
y allí, sentada en uno de los grandes sillones de cuero del señor Coombes,
¡estaba la esmirriada y odiosa figura de la señora Pratchett dando saltos de
entusiasmo!

—¡Sacúdale bien! —vociferaba—. ¡Sin compasión! ¡Para que escarmiente!

—¡Agáchate, muchacho! —ordenó el señor Coombes—. ¡Y no te muevas! ¡Un


varazo más por cada vez que te levantes!

—¡Bien dicho! —chilló la señora Pratchett—. ¡Que aprenda el bribonzuelo!

Apenas si podía yo creer lo que estaba viendo. Era como una pantomima
espantosa. Ya era bastante horrible la violencia, y verse obligado a presenciarla
era todavía peor; pero con la señora Pratchett de espectadora resultaba todo
ello una pesadilla.

«Szísssssss… ¡crac! », sonaba el bastón.

—¡Auu-u-u-u-u-u-u! —aullaba Thwaites.

—¡Más fuerte! —chillaba la señora Pratchett—. ¡Despelléjele! ¡Que le escueza


bien! ¡Que sepa lo que son cosquillas! ¡Enciéndale vivo el culo! ¡Vamos, que
salgan chispas, señor director!

Thwaites recibió cuatro varazos, ¡pero vaya cuatro!

—¡El siguiente! —gritó el señor Coombes.

Thwaites pasó por nuestro lado dando saltitos, de puntillas, agarrándose el


trasero con ambas manos y desgañitándose:
—¡Au! ¡Huy! ¡Huy! ¡Huy! ¡Auuuuuuuu!

Con un paso de lo más reacio, el chico siguiente avanzó, cuitado, hacia la


fatalidad que le aguardaba. Yo no habría querido por nada del mundo ser el
último de la fila, como era. Mirar y esperar resultaba probablemente una
tortura mayor que el hecho en sí.

La segunda vez la actuación del señor Coombes fue lo mismo que la primera. Y
no menos la de la señora Pratchett. No dejó de chillar un solo momento,
exhortando al señor Coombes a superarse más y aún más en sus esfuerzos, y lo
tremendo era que él parecía responder a los gritos de estímulo. Actuaba como
un atleta espoleado por las voces de la multitud que llena las gradas. Fuera
esto cierto o no, de una cosa sí estaba yo seguro: aflojar no aflojaba.

Hasta que me llegó la vez, al fin. La cabeza me daba vueltas y se me había


nublado la vista mientras me adelantaba para agacharme. Recuerdo cómo
anhelaba que irrumpiese de pronto mi madre en la habitación gritando:
«¡Basta! ¡Cómo se atreve a hacer eso a mi hijo!». Pero no sucedió nada de esto.
Lo único que oí fue la horrible voz chillona de la señora Pratchett gritando
detrás de mí:

—¡Ese es el más descarado de la cuadrilla, señor director! ¡Procure arrearle


bien y con fuerza!

Fue lo que hizo precisamente el señor Coombes. Cuando llegó el primer golpe y
sonó el tiro de pistola, me vi lanzado con tal violencia hacia delante que si no
llego a tener los dedos apoyados en la alfombra creo que hubiera caído de
bruces al suelo. Pero en la posición que estaba conseguí sujetarme sobre las
palmas de las manos y mantener el equilibrio. En un primer momento no hice
más que oír el «crac » sin sentir absolutamente nada, pero una fracción de
segundo después el escozor ardiente que se extendió por mis nalgas fue tan
terrible que lo único que pude hacer en esos momentos fue abrir la boca en un
jadeo lastimero, una boqueada tan grande y tan brusca que me vació los
pulmones de todo el aire que había en ellos.

Sentí, os lo juro, como si alguien me hubiese arrimado a la carne un atizador al


rojo vivo y lo estuviese apretando con todas sus fuerzas.

El segundo golpe fue peor todavía que el primero, y ello se debía


probablemente a que el señor Coombes estaba ya bien entrenado y tenía una
puntería excelente. Era capaz, según parecía, de descargar el segundo casi
exactamente sobre la estrecha raya donde había percutido el primero. Ya duele
bastante cuando la vara cae sobre piel intacta, pero cuando golpea sobre carne
magullada y herida, el tormento es increíble.

El tercero pareció aún peor que el segundo. Si el pícaro señor Coombes había
puesto tiza previamente en el bastón, dejando así una señal en mi pantalón gris
de franela después del primer golpe, eso no lo sé. Me inclino a dudarlo, más
bien, porque debía él de saber que esa era una práctica muy mal vista por casi
todos los directores de colegio en aquellos días. No solo se consideraba juego
sucio, sino que era también como admitir que se carecía de la necesaria
experiencia en el oficio.

Cuando llegó el cuarto golpe me ardía todo el trasero igual que si fueran a
salirme llamas.

Allá lejos, en la distancia, oí la voz del señor Coombes:

—Y ahora, fuera.

Cuando cruzaba el despacho, cojeando, fuertemente agarradas las nalgas con


ambas manos, de la butaca del rincón salió un cacareo, y luego oí la voz de
vinagre de la señora Pratchett que decía:

—Le quedo muy agradecida, señor director, agradecidísima. Estoy segura de


que nunca más volveré a encontrarme ratones apestosos entre mis
inflamofletes.

Cuando volví a la clase tenía los ojos húmedos de lágrimas y todos me miraban.
Cuando fui a sentarme en mi pupitre sentí un vivo dolor en el trasero.

Aquella tarde, después de cenar, mis tres hermanas se bañaron antes que yo.
Luego me tocó a mí; pero cuando iba a meterme en la bañera, sentí una
horrorizada exclamación de mi madre a mis espaldas.

—¿Eso qué es? —consiguió articular—. ¿Qué te ha pasado? —Y me miraba el


culo, atónita. Yo no me lo había visto hasta entonces, pero cuando giré la
cabeza y alcancé a dar un vistazo a una de mis nalgas percibí las franjas
encarnadas y las feas moraduras que se alargaban entre una y otra.

—¿Quién te lo ha hecho? —gritó mi madre—. ¡Dímelo enseguida!

A la postre tuve que contárselo todo, mientras mis tres hermanas (de nueve,
seis y cuatro años) escuchaban la historia, alrededor, con sus camisones de
dormir y los ojos desorbitados. Mi madre me oyó hasta el final en silencio. No
hizo preguntas. Simplemente me dejó hablar, y cuando acabé, dijo a nuestra
niñera:

—Acuéstelos. Yo tengo que salir.

Si yo hubiera tenido la más mínima idea de lo que iba a hacer mi madre, habría
intentado detenerla, pero nada sabía. Se fue derecha para abajo y se puso el
sombrero. Luego salió de la casa, cruzó el jardín y se plantó en la calle. Yo la vi
desde la ventana de mi dormitorio cuando trasponía la puerta de la verja y
doblaba hacia la izquierda, y recuerdo haberle dado voces para que volviera,
que volviera, que volviera. Pero no me hizo caso. Andaba con paso muy vivo,
alta la cabeza y erguido el cuerpo, y por el cariz que tomaban las cosas me
figuré que al señor Coombes se le avecinaba un mal rato.

Sobre una hora después, mi madre volvió y subió a darnos las buenas noches
con un beso a cada uno. Yo le dije:

—Preferiría que no hubieras hecho eso. Se van a reír de mí.

—En mi tierra no pegan así a los niños —dijo—. No lo voy a consentir.

—¿Qué te ha dicho el señor Coombes, mamá?

—Me ha dicho que soy extranjera y que no podría entender cómo funcionan los
colegios británicos.

—¿Ha estado grosero contigo?

—De lo más grosero. Me ha dicho que si no me gustaban sus métodos podía


sacarte de la escuela.

—¿Y qué le has contestado?

—Que así lo haría, en cuanto termine el curso. Esta vez te buscaré una escuela
«inglesa» —me dijo—. Tu padre tenía razón. Las escuelas inglesas son las
mejores del mundo.

—¿Eso quiere decir que estaré interno? —pregunté.

—Tendrá que ser así —dijo ella—. Todavía no estoy en condiciones de


trasladarme con toda la familia a Inglaterra.

Conque seguí en la escuela de la Catedral de Llandaff hasta que acabó el curso


por el verano.
A Noruega

¡Las vacaciones de verano! ¡Mágicas palabras! Su sola mención me hacía


estremecer de gozo de la cabeza a los pies.

Todas mis vacaciones de verano, desde que tenía cuatro años hasta los 17
(1920-1932), fueron enteramente idílicas. Y ello, estoy seguro, porque siempre
íbamos al mismo lugar idílico, y este lugar era Noruega.

Con excepción de mi crecida hermanastra mayor y de mi no tan crecido


hermanastro, los demás éramos todos de pura sangre noruega. Todos
hablábamos noruego y todos nuestros parientes vivían en Noruega. De modo
que ir a Noruega por el verano era como ir a casa.

El viaje mismo era ya un acontecimiento. No olvidéis que en aquellos tiempos


no había aviones comerciales, de manera que se nos iban cuatro días en el viaje
y otros cuatro para volver. Éramos siempre un grupo enorme. Estaban mis tres
hermanas y mi hermanastra (que hacen cuatro), y mi hermanastro y yo (ya van
seis), y mi madre (siete), y la niñera (ocho), y por si esto era poco, nunca
faltaban por lo menos otros dos, una especie de viejos amigos anónimos de mi
hermanastra (lo que viene a sumar 10 en total).

Considerándolo ahora, la verdad es que no sé cómo se las podía arreglar mi


madre. Había que hacer, por carta y por anticipado, todas las reservas de
billetes, de trenes, de barcos, de hoteles. Tenía que asegurarse de que
llevábamos suficientes pantalones, camisas, jerséis, playeras, trajes de baño
(en la isla adonde íbamos no se podía comprar ni un cordón de zapato), y el
hacer el equipaje con todo ello debía de ser una verdadera pesadilla. Se
llenaban cuidadosamente seis grandes baúles así como innumerables maletas,
y cuando llegaba el gran día de la partida, los 10, con nuestras montañas de
equipaje, emprendíamos la primera y más fácil etapa del viaje, la que consistía
en tomar el tren para Londres.

Cuando llegábamos a Londres nos metíamos en tres taxis y atravesábamos


traqueteando la gran ciudad hasta King’s Cross, donde tomábamos el tren para
Newcastle, a 300 kilómetros al norte. El viaje a Newcastle duraba unas cinco
horas, y cuando llegábamos allí necesitábamos otros tres taxis que nos llevasen
de la estación al puerto, donde nos esperaba el barco. La parada siguiente
sería Oslo, la capital de Noruega.

Allá en mi niñez la capital de Noruega no se llamaba Oslo. Se llamaba


Cristianía. Pero un buen día los noruegos decidieron desechar ese bonito
nombre, cambiándoselo por el de Oslo, que es el que tiene ahora. De pequeños
siempre la conocimos como Cristianía, pero si la llamo aquí de ese modo va a
dar lugar a confusión, por lo que la llamaré Oslo en todo momento.

La travesía de Newcastle a Oslo llevaba dos días y una noche, y si hacía malo,
como ocurría con frecuencia, todos nos mareábamos excepto nuestra intrépida
madre. Íbamos tumbados en sillas de cubierta, lo más cerca posible de la
borda, envueltos en mantas de viaje, cenicientas las caras y los estómagos
revueltos, rechazando la sopa caliente y las galletas que los amables camareros
nos ofrecían una vez y otra. Y en cuanto a la pobre niñera, empezaba a
marearse nada más subir a bordo.

—¡Detesto estos chismes! —Solía decir—. ¡Estoy convencida de que nunca


llegaremos! ¿Qué lancha salvavidas nos toca, cuando esto empiece a irse a
pique?

Luego se retiraba a su camarote, y allí permanecía lamentándose y temblando


hasta que el barco estaba firmemente amarrado al muelle en el puerto de Oslo,
al día siguiente.

Siempre pasábamos una noche en Oslo, a fin de poder celebrar la gran reunión
anual de familia con la bestemama y el bestepapa , padres de nuestra madre, y
con sus dos hermanas solteras (nuestras tías), que vivían en la misma casa.

Cuando desembarcábamos, nos íbamos todos en una cabalgata de taxis


derechos al Grand Hotel, donde dormiríamos una noche, a dejar nuestros
equipajes, y luego, en los mismos taxis, nos dirigíamos a casa de los abuelos,
donde nos esperaba un recibimiento conmovedor. Todos éramos abrazados y
besados un sinfín de veces, corrían las lágrimas por las viejas y arrugadas
mejillas, y de pronto aquella casa tranquila y adusta cobraba vida con las voces
de tanto niño.

Ya la primera vez que la vi la bestemama era una señora viejísima. Lo mismo


que un pajarito de cara arrugada y cabello blanco que parecía pasarse todo el
tiempo sentada en su mecedora, meciéndose y sonriendo benévola ante aquella
inmensa irrupción de nietos que llegaban desde muchas leguas de distancia a
tomar posesión de su casa durante unas horas cada año.

El bestepapa no se inmutaba. Era un intelectual bajito y digno, con su barba


blanca de chivo, y por lo que ahora acierto a recordar era astrólogo,
meteorólogo y hablaba griego antiguo. Al igual que la bestemama , se pasaba la
mayor parte del tiempo sentado en una silla sin despegar apenas los labios y
totalmente abrumado, imagino, por aquella turba estrepitosa que le destrozaba
su nítida y pulida casa. Las dos cosas del bestepapa que mejor recuerdo son
que calzaba botas negras y que fumaba una extraordinaria pipa. La cazoleta de
su pipa estaba hecha de espuma de mar y tenía la boquilla al extremo de un
tubo flexible de casi un metro de largo, con lo que la cazoleta descansaba sobre
sus rodillas.

Todos los adultos, incluida la niñera, y todos los niños, aun cuando el menor de
todos solo contaba un año, nos sentábamos en torno a la gran mesa ovalada del
comedor, la tarde misma de nuestra llegada, para celebrar el magno banquete
anual con los abuelos, y la comida que se nos servía no variaba nunca. Aquel
era un hogar noruego, y para los noruegos el mejor alimento del mundo es el
pescado. Y cuando ellos dicen «pescado» no se refieren a eso que vosotros y yo
compramos en la pescadería. Ellos quieren decir «pescado fresco», pescado
que ha sido capturado no más de 24 horas antes y que jamás ha sido congelado
ni tan siquiera depositado entre hielo. Convengo con ellos en que la forma
idónea de preparar un pescado como este es darle un hervido ligero, y eso es lo
que hacen con los peces más finos. Y, a propósito, los noruegos siempre se
comen la piel del pescado hervido, que dicen es su parte más sabrosa.

Así que, naturalmente, aquella gran celebración se iniciaba con pescado.


Sacaban a la mesa un pez soberbio, un rodaballo como una bandeja de grande
y del grosor de un brazo. Tenía la piel casi negra, salpicada de brillantes motas
anaranjadas, y, por supuesto, había sido perfectamente hervido. Cortaban
grandes tajadas blancas de aquel pescado y nos las ponían en el plato, y con
ello nos servían salsa holandesa y patatas nuevas cocidas. Nada más. Y a fe que
estaba delicioso.

En cuanto retiraban de la mesa los restos del pescado, traían una tremenda y
escarpada montaña de helado de elaboración casera. Aparte de ser el helado
más cremoso del mundo, su aroma era inolvidable. Contenía miles de pedacitos
de caramelo de café con leche tostado y quebradizo (los noruegos lo llaman
krokanz ), con lo que resultaba que el helado no se deshacía en la boca sin más,
como sucede con los helados corrientes. Podía uno masticarlo, y daba gusto
cómo crujía y crujía, y aún soñaba con aquel sabor días después.

Interrumpían el suntuoso banquete unas breves palabras de bienvenida de mi


abuelo, y los mayores levantaban en alto sus copas y decían «skaal » muchas
veces a lo largo del ágape.
Acabada la merendola, a los considerados de edad suficiente les daban unas
copitas de licor casero, bebida incolora pero fuerte y bravía, con olor a moras.
Se levantaban de nuevo las copas una vez y otra, y los «skaal » no terminaban
nunca. En Noruega puede uno escoger una de las personas sentadas a la mesa
y obsequiarla con su «skaal » en una breve ceremonia privada. Primero
levantáis en alto la copa y pronunciáis el nombre de esa persona.
«¡Bestemama! , —decís—. ¡Skaal, bestemama! ». Ella levanta entonces la copa
a su vez y la mantiene en alto. Al mismo tiempo los ojos se encuentran, y hay
que sostener a fondo la mirada mientras se bebe. Una vez hecho esto por
ambas partes, se levantan las copas de nuevo en una especie de muda
salutación final, y solo entonces aparta cada cual la mirada y deja la copa en la
mesa. Es una ceremonia seria y solemne y, por lo general, en las grandes
ocasiones cada comensal dedica un «skaal » a cada uno de los demás
concurrentes. Si hay 10 personas presentes, por ejemplo, y eres tú una de
ellas, tendrás que hacer el «skaal » a tus nueve acompañantes individualmente,
y recibirás a tu vez nueve «skaal » separados en diferentes momentos durante
el banquete: 18 en total. Así es como se comportan en sociedad allá en
Noruega, o al menos así se comportaban en otro tiempo, y había que ver lo que
era aquello. Cuando hube cumplido los 10 años se me permitió tomar parte en
estas ceremonias, y acababa siempre achispado.
La isla mágica

A la mañana siguiente todo el mundo se levantaba temprano y deseoso de


continuar el viaje. Todavía nos quedaba una jornada entera para llegar a
nuestro destino definitivo, la mayor parte del tiempo embarcados. De suerte
que, tras un desayuno rápido, nuestra cabalgata abandonaba el Grand Hotel en
tres taxis más y se dirigía al puerto de Oslo. Allí embarcábamos en un vaporcito
de cabotaje, y había que oír de nuevo a la niñera:

—¡Estoy segura de que hace agua! ¡Seremos todos pasto de los peces antes de
que acabe el día!

Tras lo cual desaparecía bajo cubierta y no la veíamos ya en todo el trayecto.

Esa parte del viaje nos encantaba. El espléndido barquito, con su alta
chimenea, se internaba en las tranquilas aguas del fiordo y avanzaba con ritmo
sosegado sin perder de vista la costa, deteniéndose cada hora más o menos en
pequeños embarcaderos de madera, donde grupos de aldeanos y de
veraneantes esperaban para recibir amigos o para recoger paquetes y correo.
Si no habéis navegado por el fiordo de Oslo en un día tranquilo de verano, no
os podéis imaginar lo que es eso. Es imposible describir la sensación de paz y
belleza absolutas que os envuelve. El barco navega zigzagueando entre
incontables islitas, algunas con casitas de madera pintadas con tonos vivos,
pero otras muchas sin una casa ni un árbol sobre las rocas peladas. Estas
peñas de granito son tan lisas que puede uno tumbarse a tomar el sol en ellas
en bañador sin necesidad de poner una toalla debajo. Y, en efecto, sobre las
rocas de las islas veíamos chicas zanquilargas y mozalbetes altos bronceándose
al sol. En el fiordo no hay playas de arena. Las rocas de la orilla entran
directamente en el agua y esta es profunda de inmediato. Por eso los niños
noruegos aprenden todos a nadar muy pequeños, porque si no se sabe nadar
resulta difícil encontrar un sitio donde bañarse.

A veces, cuando nuestro barquito pasaba entre dos islotes, el canal era tan
estrecho que casi podíamos tocar las rocas a un lado y a otro. Pasábamos junto
a canoas y barcas de remos llenas de niños rubios de tez tostada por el sol, y
les decíamos adiós con la mano viendo mecerse violentamente sus pequeñas
embarcaciones en la estela que dejaba nuestro barco, más grande.

A la caída de la tarde llegábamos por fin al término de nuestro viaje, la isla de


Tjöme. Allí era donde nuestra madre nos llevaba siempre. Sabe Dios cómo lo
descubrió, pero para nosotros era el mejor sitio del planeta. A unos 200 metros
del embarcadero, y al cabo de un estrecho camino polvoriento, se alzaba un
hotel sencillo de madera pintado de blanco. Lo regentaba un matrimonio ya
mayor cuyos rostros aún recuerdo muy a lo vivo, y año tras año nos recibían
como a viejas amistades. Todo en el hotel era de lo más primitivo, excepto el
comedor. Las paredes, el techo y el suelo de nuestros dormitorios eran de
tablas de pino sin barnizar; en cada uno de ellos había una palangana y un
jarro de agua fría. Los retretes estaban en un destartalado cobertizo de madera
en la parte de atrás del hotel y en cada compartimento había sola y
exclusivamente una pieza de madera con un agujero redondo en medio. Se
sentaba uno en aquel agujero y lo que hiciera caía en un pozo de tres o cuatro
metros. Si os asomabais al agujero, solía verse correr a las ratas allá abajo en
la semioscuridad. Todo esto nos parecía de lo más natural.

El desayuno era en nuestro hotel la mejor comida del día, y lo ponían todo
sobre una gran mesa en mitad del comedor, de la que se servía uno cuanto
deseaba. Había quizá hasta 50 platos diferentes donde escoger. Veíanse
grandes jarras de leche, que todos los niños noruegos toman en cada comida.
Había fuentes de fiambre de vaca, ternera, cerdo y jamón. Había caballa
hervida, fría, en gelatina. Había filetes de arenque en escabeche, sardinas,
anguilas ahumadas y huevas de bacalao. Había un cuenco enorme rebosante de
huevos duros calentitos. Había tortillas de jamón frías, y pollo frío, y café
caliente para los mayores, amén de panecillos calentitos y crujientes hechos en
la cocina del hotel, que nos tomábamos con mantequilla y mermelada de
arándanos. Había albaricoques en compota y cinco o seis quesos diferentes,
entre ellos, por supuesto, el omnipresente gjetost , ese queso de cabra
noruego, alto, moreno y dulzón que encuentra uno en todas las mesas del país.

Después del desayuno cargábamos con nuestros bártulos de baño, y la


compañía entera, los 10 que éramos, nos amontonábamos en nuestra barca.

En Noruega todo el mundo tiene una barca de una clase o de otra. Nadie se
queda por los alrededores del hotel. Ni se acomoda nadie en la playa porque no
hay playas en que acomodarse. En los primeros días solo teníamos una barca
de remos, pero era una barca estupenda. Nos llevaba fácilmente a todos, con
sitio para dos remeros. Mi madre tomaba un par de remos y mi hermanastro el
otro, y allá que nos íbamos.

Mi madre y mi hermanastro (tenía unos 18 años por entonces) eran remeros


expertos. Llevaban perfectamente el compás; los remos sonaban «clic-clic, clic-
clic», en sus escálamos, y los remadores no se tomaban un solo descanso
durante la larga travesía de 40 minutos. Los demás íbamos sentados en la
barca arrastrando los dedos por el agua clara y mirando a ver si veíamos
medusas. Nos deslizábamos por el brazo de mar y pasábamos zumbando por
angostos canales con peñascosas islas a los lados, derechos, como siempre,
hacia un rodalito de arena secreto en una lejana isla que solo nosotros
conocíamos. En los primeros años necesitábamos un sitio como aquel donde
poder chapotear y jugar porque mi hermana más pequeña solo tenía un año; la
siguiente, tres, y yo, cuatro. Las rocas y las aguas profundas no eran
convenientes para nosotros.

Día tras día, durante varios veranos, aquella playita secreta en aquella secreta
islita fue nuestro destino habitual. Permanecíamos en ella tres o cuatro horas,
enredando en el agua y en los charcos de las peñas y poniéndonos
extraordinariamente morenos.
En años posteriores, cuando éramos todos ya un poco mayores y sabíamos
nadar bien, la rutina diaria se hizo diferente. Para entonces mi madre había
adquirido una motora: una lanchita de madera blanca, no muy marinera,
demasiado baja de bordas y dotada de un motor de un cilindro del que no se
podía uno fiar. Mi hermanastro era el único que sabía hacer funcionar aquel
motor. Resultaba sumamente difícil ponerlo en marcha, y tenía siempre que
desatornillar y extraer la bujía y echar petróleo directamente en el cilindro.
Luego hacía girar una y otra vez un volante, y, con un poco de suerte, después
de mucho toser y chisporrotear, aquello terminaba por salir andando.

Cuando adquirimos la motora, mi hermana más pequeña tenía cuatro años y yo


siete, y para entonces ya todos sabíamos nadar. La nueva embarcación nos
entusiasmaba, y con ella podíamos ir mucho más lejos. Todos los días nos
aventurábamos por el fiordo a grandes distancias en busca de una isla distinta.
Había cientos de ellas para elegir. Algunas eran pequeñísimas, de no más de 30
metros. Otras, bastante grandes, de cerca de un kilómetro quizá de punta a
punta. Era estupendo tener tantos sitios donde escoger, y explorar cada isla
antes de tirarnos al agua desde las rocas era una aventura sensacional.
Encontrábamos los esqueletos de madera de embarcaciones naufragadas en
aquellas islas y grandes huesos blancos (¿serían huesos humanos?), y había
frambuesas silvestres, y mejillones agarrados a las peñas, y en algunas islas
había cabras de largo pelaje greñudo, y hasta ovejas.
Alguna vez que otra, cuando estábamos en mar abierto, tras superar la cadena
de islas, se levantaba oleaje fuerte, y era entonces cuando mi madre se lo
pasaba mejor. Nadie, ni siquiera los niños más pequeños, se molestaba en
llevar cinturón salvavidas por aquella época. Nos agarrábamos con firmeza a
los bordes de nuestra pequeña y graciosa motora blanca, atravesando olas
como montañas con sus crestas de espuma y empapándonos hasta los huesos,
mientras mi madre manejaba tranquilamente el timón. Ocasiones había, os lo
juro, en que las olas eran tan altas que cuando descendíamos al seno entre dos
de ellas el mundo entero desaparecía de nuestra vista. Luego la barquichuela
subía y subía, poniéndose casi vertical sobre la popa, hasta que alcanzábamos
la cresta de la ola siguiente, y entonces era como encontrarnos en la cima de
una montaña espumeante. Hace falta mucha destreza para gobernar una
embarcación chiquita en mares como esos. El bote puede zozobrar fácilmente o
anegarse de agua si la proa no enfila las grandes olas en el ángulo justo. Pero
mi madre sabía exactamente cómo lo tenía que hacer, y jamás pasábamos
miedo. Gozábamos con entusiasmo de cada minuto; todos, menos nuestra
sufridísima niñera, que se tapaba la cara con las manos e invocaba al Señor a
grandes voces, rogándole que salvara su alma.

Por las tardes íbamos casi siempre a pescar. Recogíamos mejillones de las
rocas para utilizarlos como cebo, y luego salíamos en la barca de remos o en la
motora hasta encontrar un sitio a propósito donde anclar. Las aguas eran muy
profundas, y a veces teníamos que largar 70 metros de cuerda antes de tocar
fondo. Permanecíamos callados y tensos en espera de que picasen, y a mí
siempre me asombraba cómo hasta un mordisquito insignificante al extremo
del largo sedal se le transmitía a uno a la punta de los dedos.

—¡Han picado! —gritaba alguien de pronto, tirando del sedal—. ¡Ya lo tengo! ¡Y
bien grande que es! ¡Es enorme!

Y allí venía la emoción de halar el sedal más que deprisa, escudriñando el agua
clara desde la borda para ver lo grande que era realmente el pez a medida que
se acercaba a la superficie. Bacalaos, pescadillas, salmonetes y caballas, de
todo pescábamos, y lo llevábamos triunfantes a la cocina del hotel, donde la
cocinera, mujer gorda y jovial, nos prometía preparárnoslo para la cena. Os lo
aseguro, amigos, aquellos sí que eran buenos tiempos.
Una visita al médico

Solo tengo un recuerdo desagradable de las vacaciones estivales en Noruega.


Estábamos en casa de los abuelos, en Oslo, y mi madre me dijo:

—Esta tarde vamos a ir al médico. Quiere mirarte la nariz y la boca.

Andaba yo entonces por los ocho años, creo.

—¿Qué me pasa en la nariz y en la boca? —pregunté.

—Nada de particular —dijo mi madre—. Pero me parece que tienes


vegetaciones.

—¿Y eso qué es? —le pregunté yo.

—No te preocupes —repuso—. No es nada.

Di la mano a mi madre camino del consultorio, adonde fuimos andando. Nos


llevó como media hora. Había en la sala de consulta una especie de sillón de
dentista al que me hicieron subir. El médico tenía un espejo redondo sujeto con
una correílla a la frente y me miró el interior de la nariz y de la boca. Luego se
llevó a mi madre aparte y mantuvieron una conversación en voz baja. Vi que mi
madre ponía mala cara, pero asentía.

El médico entonces colocó agua a hervir en un jarro de aluminio sobre un


hornillo de gas, y en el agua hirviendo introdujo un instrumento de acero largo,
fino y reluciente. Yo, sentado en el sillón, miraba el vapor que salía del agua
cociendo. No sentía el más mínimo recelo. Era demasiado pequeño para darme
cuenta de que iba a ocurrir algo fuera de lo corriente.

Entró una enfermera vestida de blanco. Traía un delantal de goma encarnado y


un recipiente curvo de esmalte blanco. Me puso el delantal y me lo ató al
cuello. Me venía muy grande. Luego me colocó el recipiente esmaltado bajo la
barbilla. La curva del cacharro se ajustaba perfectamente a la de mi pecho.
El médico se inclinó sobre mí. En la mano tenía aquel instrumento de acero
largo y reluciente. Lo situó a la altura de mi cara, y todavía hoy puedo
describirlo a la perfección. Era más o menos del grosor y la longitud de un
lápiz, y como casi todos los lápices tenía muchas caras. Hacia la punta, el metal
se hacía mucho más fino, y en la punta misma de aquel metal delgado había
una hoja minúscula formando ángulo. La hoja no tenía más de un centímetro de
largo, era muy pequeña, muy afilada y muy brillante.

—Abre la boca —dijo entonces el médico, en noruego.

Yo me negué. Creía que iba a hacerme algo en los dientes, y todo lo que me
habían hecho en ellos hasta entonces había resultado muy doloroso.

—Van a ser solo dos segundos —dijo el médico. Hablaba con amabilidad, y su
voz me sedujo. Así que abrí la boca como un asno.

La hojita afilada centelleó en la luz viva y desapareció dentro de mi boca. Se


dirigió al fondo, a lo alto del paladar; la mano que la sostenía le dio cuatro o
cinco vueltecitas muy rápidas, y al momento siguiente salía de mi boca y caía
en la palangana toda una masa de carne y sangre.

Yo me vi demasiado sorprendido y afrentado para hacer otra cosa que no fuese


berrear. Estaba horrorizado por los enormes amasijos encarnados que habían
caído de mi boca al recipiente blanco, y mi primer pensamiento fue que el
médico me había rebanado todo lo que tenía dentro de la cabeza.

—Esas eran tus vegetaciones —oí que decía el médico.


Yo continuaba sentado, todo hipos y sollozos. Sentía como si tuviese lumbre en
el paladar. Me agarré a la mano de mi madre y la retuve con fuerza. No podía
creer que nadie hubiera osado hacerme una cosa semejante.

—No te muevas —dijo el médico—. Dentro de un minuto estarás bien.

Seguía saliéndome sangre de la boca y goteando en el recipiente que sostenía


la enfermera.

—Escúpelo todo —decía ella—; sé buen chico y pórtate bien.

—Después de esto respirarás mucho mejor por la nariz —dijo el médico.

La enfermera me enjuagó los labios y me lavó la cara con un paño mojado.


Luego me levantó del sillón y me dejó de pie en el suelo. Me sentía un poco
mareado.

—Te llevaremos a casa —dijo mi madre, tomándome de la mano.

Bajamos la escalera y salimos a la calle. Echamos a andar. He dicho «andar».


Nada de tranvía ni de taxi. Hicimos a pie la buena media hora del camino de
vuelta a casa de mis abuelos, y cuando al fin llegamos, recuerdo con la mayor
claridad que mi abuela dijo:

—Que se siente en esa silla y descanse un rato. Al fin y al cabo le acaban de


operar.

Alguien puso una silla para mí junto al sillón de mi abuela y me senté. Mi


abuela me estrechó una mano entre las suyas.

—No será esta la última vez que vayas a un médico en tu vida —dijo—. Y con un
poco de suerte, no te harán mucho daño.

Esto sucedía en 1924, y el quitar a un niño las vegetaciones, y a veces las


amígdalas también, sin anestesia de ninguna clase, era práctica corriente en
aquellos días. Me pregunto, empero, qué pensaríais si algún médico os hiciera
hoy tal cosa.
St. Peter’s, 1925-1929

(De los 9 a los 13 años)


El primer día

En septiembre de 1925, cuando acababa de cumplir nueve años, emprendí la


primera gran aventura de mi vida: el internado. Mi madre había escogido para
mí una escuela preparatoria en un lugar de Inglaterra que se hallaba lo más
cerca posible de nuestra casa, en Gales del Sur, y este centro se llamaba St.
Peter’s. La dirección completa era St. Peter’s School, Weston-super-Mare,
Somerset.

Weston-super-Mare es una localidad marítima de verano, un tanto venida a


menos, con una extensa playa de arena, un malecón larguísimo, un anchuroso
paseo que discurre junto a la marina, un montón de hoteles y pensiones y no
menos de 10 000 tiendecillas donde se venden cubos y palas, y bastones de
caramelo, y helados. Está enclavada en el Canal de Bristol, casi directamente
frente a Cardiff, y en días claros, si se sitúa uno en el paseo marítimo de
Weston y tiende la vista sobre las 14 o 16 millas de agua, puede distinguir la
costa de Gales, pálida y lechosa, allá en el horizonte.

Por aquellas fechas la manera más fácil de viajar desde Cardiff a Weston-super-
Mare era en barco. Los barcos tenían una estampa preciosa. Eran vapores con
gigantescas ruedas de palas en los costados, y cuando se ponían en marcha,
batiendo y removiendo el agua con ellas, hacían un ruido espantoso.

El primer día de mi primer curso salí en taxi con mi madre por la tarde para
embarcar en el vapor de ruedas que hacía la travesía entre el puerto de Cardiff
y Weston-super-Mare. Toda la ropa que llevaba puesta era nueva, flamante, e
iba marcada con mi nombre. Llevaba zapatos negros, medias de lana grises con
las vueltas azules, pantalones cortos de franela grises, camisa gris, corbata
roja, chaqueta de franela gris con el escudo azul del colegio en el bolsillo del
pecho, y gorra escolar gris con el mismo escudo encima de la visera. En el taxi
que nos trasladaba al puerto iban mi baúl nuevo, flamante, y mi cajón
particular, flamante también, los dos con mi nombre, R. DAHL, pintado en
negro.
El cajón particular es una especie de arca de madera de pino, de hechura muy
recia, y ningún chico ha ido jamás a un internado de escuela preparatoria
inglesa sin llevarlo como parte de su equipaje. Es su almacén secreto, tan
secreto como el bolso de mano de una dama, y hay una ley no escrita según la
cual ningún otro chico, ni maestro, ni siquiera el director mismo, tiene derecho
a fisgar el contenido de un cajón particular. El propietario guarda su llave en el
bolsillo, y de allí no sale para nada. En St. Peter’s, los cajones particulares se
alineaban juntos en fila a lo largo de las cuatro paredes del vestuario, y cada
cual tenía el suyo exactamente bajo la escarpia donde colgaba la ropa de
deporte. Como su nombre (tuck-box ) indica, un cajón particular sirve
principalmente para guardar las golosinas (tucks ). En aquellos días llegaban
una vez por semana a la escuela preparatoria paquetes de provisiones y dulces
que las madres preocupadas enviaban a sus hijitos hambrientos, y un cajón
particular cualquiera contenía casi siempre, por ejemplo, medio bizcocho de
pasas de elaboración casera, un paquete de galletas despachurradas, un par de
naranjas, una manzana, un plátano, un tarro de mermelada de fresa, una
tableta de chocolate, una bolsita de regaliz surtido y una lata de gaseosa en
polvo Bassett. Una escuela inglesa, por aquellos tiempos, era un puro negocio
montado para hacer dinero del que era propietario y gerente el director. A este
le tenía cuenta, pues, dar a los niños la menos comida posible y animar a los
padres, con astucias diversas, a que alimentasen a sus vástagos mediante el
envío de paquetes caseros.
—Pues no faltaba más, señora Dahl, envíe a su hijo algunas cosillas de vez en
cuando —decía—. Unas cuantas naranjas y manzanas una vez por semana, si le
parece (la fruta era muy cara), y un rico bizcocho de pasas, un «buen» bizcocho
si puede ser, porque los chiquillos tienen un apetito que hay que verlos, ¿eh?
¡Ja, ja, ja…! Sí, sí, «todas las veces» que usted quiera. «Más» de una vez por
semana si lo desea… «Por su puesto», aquí se le dará comida abundante, de lo
mejor que hay, pero nunca sabe igual que la que se hace en casa, ¿no le
parece? Estoy seguro de que no querrá usted que su hijo sea el único que no
reciba un buen paquete de casa todas las semanas.

Además de golosinas, un cajón particular solía contener también toda clase de


tesoros, como un imán, una navajita, una brújula, un ovillo de bramante, un
coche de carreras con mecanismo de cuerda, media docena de soldados de
plomo, una caja de juegos de manos, un juego de la pulga, el de la habichuela
brincadora, un tirachinas, algunos sellos extranjeros, un par de bombas fétidas,
y me acuerdo de un chico llamado Arkle que abrió un respiradero en la tapa de
su cajón particular y guardaba en él una rana a la que alimentaba con babosas.

Nos pusimos, pues, en marcha mi madre y yo, y mi baúl, y mi cajón particular,


y subimos al vapor de ruedas, y cruzamos el Canal de Bristol chapaleando, bajo
un chaparrón de salpicaduras de agua. Aquella parte de la aventura me
gustaba, pero cuando desembarqué en el muelle de Weston-super-Mare y vi
cargar mi baúl y mi cajón en el taxi inglés que había de llevarnos a St. Peter’s,
empecé a sentir inquietud. No tenía la menor idea de lo que allí me aguardaba.
No había pasado nunca una sola noche fuera del seno de nuestra numerosa
familia.

St. Peter’s se hallaba sobre un cerro que dominaba la ciudad. Era una larga
edificación en piedra de tres pisos con aspecto de manicomio privado más que
de otra cosa, y delante se extendían los campos de juego, con tres canchas de
rugby . Una tercera parte del edificio estaba reservada para el director y su
familia. En el resto se alojaban los alumnos, alrededor de 150 en total si mal no
recuerdo.

Cuando nos apeamos del taxi, vi todo el camino de acceso hormigueante de


niños con sus padres, y sus baúles, y sus cajones particulares, y un individuo
que me figuré sería el director iba y venía afanoso entre aquella concurrencia
dando la mano a todo el mundo.

Os he dicho ya que todos los directores de colegio son gigantes, y este no


constituía ninguna excepción. Se acercó a mi madre y le estrechó la mano,
luego me la estrechó a mí, y al hacerlo me enseñó los dientes en una sonrisa
centelleante como la que el tiburón debe de dirigir al pececillo indefenso antes
de engullirlo. Observé que uno de sus dientes estaba todo engastado en oro y
que llevaba tanta brillantina en el pelo que le relucía como mantequilla.

—Muy bien —me espetó—. Pasa ahí dentro y preséntate a la celadora —y a mi


madre le dijo con tono que no admitía réplica—: Adiós, señora Dahl. Yo que
usted no me demoraría. Nosotros nos ocuparemos de él.

Mi madre supo entender. Me besó en la mejilla, me dijo adiós y volvió al taxi


que la estaba esperando.

El director se acercó a otro grupo y yo me quedé allí solo junto a mi flamante


baúl y mi flamante cajón.

Me eché a llorar.
Cartas a la familia

En St. Peter’s los domingos por la mañana eran el momento destinado a


escribir a la familia. A las nueve en punto la escuela en pleno tenía que acudir
a sus pupitres y pasar una hora escribiendo una carta a casa, a los padres. A
las 10 y cuarto nos poníamos gorras y abrigos, formábamos fuera de la escuela
en una larga fila y recorríamos los tres o cuatro kilómetros que nos separaban
de la iglesia de Weston-super-Mare, de donde ya no regresábamos hasta la
hora del almuerzo. El ir a la iglesia no llegó a crear hábito en mí. El escribir
cartas sí llegó a serlo.

Ved la primera carta que escribí a casa desde St. Peter’s:

Desde ese primer domingo en St. Peter’s hasta el día en que murió mi madre,
32 años después, no dejé de escribirle una vez por semana, y a veces más a
menudo, siempre que estaba fuera de casa. Le escribía semanalmente desde
St. Peter’s (por obligación), y semanalmente también desde la escuela a la que
luego fui, Repton, y semanalmente desde Dar es Salaam (África Oriental),
donde tuve mi primer empleo después de terminados los estudios, y una vez
por semana igualmente durante la guerra, desde Kenia e Irak y Egipto, cuando
volaba con la RAF.
Mi madre, por su parte, guardó todas y cada una de estas cartas, atándolas
cuidadosamente en pulcros legajos con cinta verde. Pero esto era un secreto
suyo y nunca me habló de ello. En 1957, cuando supo que se moría, estaba yo
en el hospital, en Oxford, sometido a una delicada operación de columna
vertebral, y no podía escribirle. De modo que hizo que le instalaran
expresamente un teléfono junto al lecho, a fin de poder tener una última
conversación conmigo. No me dijo que se estaba muriendo, ni hubo nadie que
me lo comunicara, porque yo mismo me hallaba a la sazón en un estado
bastante grave. Se limitó a preguntarme cómo estaba y a desearme que me
pusiera bien cuanto antes, y me transmitió todo su cariño. Yo no tenía la más
mínima idea de que iba a morirse al día siguiente, pero ella lo sabía muy bien y
quiso acercárseme y hablar conmigo por última vez.

Cuando me recobré y volví a casa, me entregaron aquella voluminosa colección


de mis cartas, todas tan esmeradamente atadas con cinta verde, más de 600 en
total, con fechas que se extendían entre 1925 y 1945, cada una en su sobre
original y todavía con los sellos pegados. Tengo muchísima suerte al disponer
de un material de consulta y memoria como este en mi edad madura.

Escribir cartas era un asunto serio en St. Peter’s. Constituía una clase de
ortografía y puntuación tanto como cualquier otra cosa, porque el director
patrullaba por las aulas durante estas sesiones epistolares mirando por encima
de nuestros hombros para leer lo que escribíamos y señalarnos las faltas. Pero
esa, estoy absolutamente convencido, no era la principal razón de su interés.
Obraba así para asegurarse de que no decíamos nada malo de su escuela.
De esta manera no podíamos quejarnos a nuestros padres de nada mientras
duraba el curso. Si nos parecía que la comida era infame o si aborrecíamos a
determinado profesor o habíamos sido vapuleados injustamente por algo que
no habíamos hecho, nunca nos atrevíamos a contarlo en nuestras cartas. En
realidad solíamos hacer lo contrario. A fin de agradar y complacer a aquel
peligroso director que se inclinaba por encima de nuestros hombros y leía lo
que habíamos escrito, decíamos cosas espléndidas acerca de la escuela y nos
extendíamos sobre lo buenos y amables que eran los profesores.
Pero fijaos si el director era listo. No quería que nuestros padres pensaran que
aquellas cartas nuestras eran sometidas a esa forma de censura, y, por tanto,
nunca nos permitía corregir una falta de ortografía en la propia carta. Si, por
ejemplo, habíamos escrito: «… el martes pasado hubo una carrera de salto de
bayas», decía:

—¿Es que no sabes cómo se escribe la palabra vallas ?

—S-sí; señor, b-a-y-a-s …

—¡Eso es otra cosa, imbécil!

—¿Qué cosa, señor…? No… no lo entiendo.

—¡Pues bayas! Las frutas con semillas envueltas en pulpa carnosa, como las
uvas, eso son bayas. ¿Cómo escribirás carrera de vallas?

—No… no… lo sé muy bien, señor.

—Pues v-a-ll-a-s , muchacho, v-a-ll-a-s . Esta tarde me lo vas a escribir 50 veces


en vez de irte a jugar. ¡No, no! ¡En la carta no lo cambies! ¡No quiero que
quede más chapucera de lo que ya está! ¡Déjalo como lo has escrito!

Así, gracias a estas triquiñuelas, los confiados padres recibían la impresión de


que nuestras cartas no eran vistas ni censuradas o corregidas por nadie.
La celadora

En St. Peter’s toda la planta baja eran aulas. El primer piso, todo dormitorios.
En este piso de los dormitorios la celadora ejercía el mando supremo.
Constituía su territorio. Allí arriba, la suya era la única voz con autoridad, y
hasta los alumnos de 11 y 12 años vivían aterrorizados por aquel ogro con
faldas que gobernaba con mano de hierro.

La celadora era una mujerona rubia de pecho voluminoso. Probablemente no


tendría más de 28 años, pero daba lo mismo que tuviese 28 o 68, porque para
nosotros una persona mayor era una persona mayor, y en aquella escuela todas
las personas mayores eran seres peligrosos.

Una vez que habías subido la escalera y puesto el pie en el piso de los
dormitorios, ya estabas en poder de la celadora, y la fuente de ese poder era la
invisible pero temible figura del director, que acechaba allá abajo, en las
profundidades de su despacho. En el momento que se le antojara, la celadora
podía mandarte abajo en pijama y bata a presentarte ante aquel gigante
inmisericorde, y siempre que esto sucedía no había quien te librara del
varapalo. La celadora lo sabía y se regocijaba con ello.

Se desplazaba por aquel pasillo con la velocidad del rayo, y cuando menos te lo
esperabas asomaba por la puerta del dormitorio su cara y su pecho.

—¿Quién ha tirado esta esponja? —gritaba la voz temida—. ¿Has sido tú,
Perkins, verdad? ¡No me mientas, Perkins! ¡No me discutas! ¡Sé perfectamente
que has sido tú! ¡Ya puedes ponerte la bata y bajar a presentarte al director
ahora mismo!

Muy poco a poco y de malísima gana el pequeño Perkins, de ocho años y medio,
se ponía su bata y sus zapatillas y desaparecía por el largo pasillo que conducía
a la escalera del fondo y a los aposentos privados del director. Y la celadora,
bien lo sabíamos, seguiría en pos de él y se quedaría en lo alto de la escalera, a
la escucha, con una divertida expresión en el rostro, ante el «crac… crac…
crac… » de la vara que no tardaría en oírse abajo. Para mí, aquel ruido sonaba
siempre como si el director estuviese disparando una pistola al techo de su
despacho.

Recordándolo ahora, parece fuera de toda duda que a la celadora le


disgustaban los niños a más no poder. Nunca nos sonreía ni nos decía nada
agradable, y cuando, por ejemplo, la gasa se pegaba a la herida que teníamos
en la rodilla, no nos consentía quitárnosla nosotros mismos poquito a poquito
para no hacernos daño. Nos la arrancaba siempre de un tirón, murmurando:

—¡No seas ridículo como si fueras un niño chiquitín!


En cierta ocasión, durante mi primer curso, bajé al cuarto de la celadora a que
me pusiera una pizca de tintura de yodo en un rasguño que me había hecho en
la rodilla. No sabía yo que tenía que llamar antes de entrar. Abrí la puerta y me
colé de rondón, y allí estaba ella, en mitad de la enfermería, estrechamente
unida en qué sé yo qué clase de abrazo con el profesor de Latín, el señor Víctor
Corrado. Al sentirme entrar se separaron bruscamente y se pusieron los dos
como la grana.

—¡Cómo te atreves a entrar sin llamar! —gritó la celadora—. ¡Estoy aquí


tratando de sacar una mota del ojo al señor Corrado y de pronto entras tú y
perturbas una operación tan delicada!

—Perdón, señora celadora…

—¡Lárgate y vuelve dentro de cinco minutos! —gritó ella, y yo salí de allí como
una bala. Después de «apagar las luces», la celadora merodeaba por el pasillo
como una pantera tratando de captar un susurro tras la puerta de un
dormitorio, y bien pronto supimos que sus facultades auditivas eran tan
fenomenales que nos valía más estarnos callados.

En una ocasión, tras apagarse las luces, un valiente llamado Wragg salió de
puntillas de nuestro dormitorio y regó de azúcar todo el linóleo del pasillo.
Cuando volvió Wragg y nos dijo que el pasillo había quedado convenientemente
espolvoreado de azúcar de una punta a la otra, me eché a temblar de emoción.
Permanecí acostado y despierto en la oscuridad, esperando largo rato a que la
celadora emprendiera su ronda sigilosa. Nada acontecía. «Tal vez, —decíame a
mí mismo—, esté en su cuarto, sacándole otra mota del ojo al señor Víctor
Corrado».

De pronto, desde el fondo del pasillo llegó un resonante «¡crunch! » a nuestros


oídos. «Crunch, crunch, crunch », sonaban los pasos. Era como si un gigante
caminara sobre gravilla.

Luego sentimos la voz estridente y furibunda de la celadora, todavía lejos:

—¿Quién ha hecho esto? —gritaba—. ¡Cómo os atrevéis a hacer esto!

Siguió con pasos crujidores pasillo adelante, abriendo a patadas y empellones


todas las puertas de los dormitorios y encendiendo todas las luces. La
intensidad de su cólera resultaba realmente aterradora.
—¡Venga! —vociferaba, recorriendo el pasillo de un extremo a otro con sus
pisadas crujientes—. ¡Confesad quién ha sido! ¡Quiero el nombre del monicaco
asqueroso que ha echado el azúcar! ¡Decídmelo inmediatamente! ¡Vamos! ¡Que
confiese quien sea!

—No confieses —le dijimos a Wragg al oído—. ¡No te delataremos!

Wragg guardó silencio. Y no se lo reprocho. De haber confesado, su suerte


habría sido sin duda terrible y sangrienta.

Pronto se hizo comparecer al director. La celadora, resoplando y echando


chispas, clamó pidiéndole ayuda, y mandaron salir al colegio en pleno al largo
pasillo, todos en pijama y descalzos y muertos de frío, y nos tuvieron allí de pie
mientras el culpable o culpables obedecían o no la orden de dar un paso
adelante.

Nadie se movía.

Yo veía perfectamente que el director estaba cada vez más irritado, a punto de
perder los estribos. Aparecían rosetones encarnados en todo su rostro, y al
hablar salpicaba de saliva a diestro y siniestro.

—¡Está bien! —tronó—. ¡Id todos ahora mismo a por la llave de vuestro cajón
particular! ¡Entregáis las llaves a la celadora, que las guardará hasta la
terminación del curso! ¡Y de hoy en adelante todos los paquetes que os manden
de casa quedarán confiscados! ¡No estoy dispuesto a tolerar esta conducta!

Entregamos nuestras llaves, y durante las seis semanas que quedaban pasamos
bastante hambre. Pero en todo ese tiempo Arkle continuó dando de comer a su
rana, introduciendo babosas por el orificio que había abierto en la tapa de su
cajón. También echaba agua por el agujero todos los días, valiéndose de una
tetera vieja, con el fin de tener al animalejo mojado y feliz. Yo admiraba
muchísimo a Arkle por aquel modo de cuidar de su rana. Aunque él tuviera
gazuza, no quería que la rana llegara a pasar hambre. Desde entonces he
procurado siempre tratar bien a los animalillos indefensos.

En cada dormitorio había una veintena de camas. Eran camastros estrechos


alineados a un lado y otro a lo largo de las paredes. En el centro estaban los
palanganeros con las jofainas donde nos lavábamos las manos y la cara y nos
cepillábamos los dientes, siempre con agua fría que nos ponían en grandes
jarros en el suelo. Una vez que entrábamos en el dormitorio ya no nos estaba
permitido salir como no fuese para dirigirnos al cuarto de la celadora por causa
de indisposición o lesión. Debajo de cada cama había un orinal blanco, y antes
de acostarnos teníamos que arrodillarnos en el suelo y vaciar la vejiga en él.
Momentos antes de «apagar las luces» se oía en todo el dormitorio el soniquete
de los niños haciendo pis en sus orinales. Una vez efectuada esta operación ya
no se nos permitía levantarnos hasta la mañana siguiente. Creo que había un
retrete en algún punto del pasillo, pero solo un acceso de diarrea aguda se
aceptaba como excusa para visitarlo. Un viaje a ese retrete le clasificaba a uno
automáticamente como víctima de diarrea, con lo que la celadora le obligaba a
ingerir ipso facto una dosis de un líquido blanco y espeso. Esto te dejaba
estreñido para una semana.
La primera noche de desamparo y morriña en St. Peter’s, cuando me
acurruqué en la cama y se apagaron las luces, no podía pensar en nada más
que en nuestra casa y en mi madre y mis hermanas. «¿Dónde estarán?, —me
preguntaba—. ¿En qué dirección caería Llandaff respecto al punto en que yo
estoy acostado?». Comencé a hacer mis cálculos y no fue nada difícil
determinarlo, porque contaba en mi ayuda con el Canal de Bristol. Si miraba
por la ventana del dormitorio, veía el Canal, y la populosa ciudad de Cardiff,
con Llandaff a su vera, caía casi directamente en la orilla opuesta, aunque un
poco más al norte. Por tanto, si me volvía hacia la ventana estaría de frente a
mi casa. Conque me di la vuelta completa en la cama, la cabeza a los pies, y me
quedé de cara a mi hogar y a mi familia.

A partir de entonces, durante todo el tiempo que estuve en St. Peter’s, nunca
me dormí de espaldas a los míos. Distintas camas en distintos dormitorios
requirieron la determinación de nuevas direcciones, pero el Canal de Bristol
siempre estaba allí para orientarme, y siempre me era dado trazar una línea
imaginaria desde mi cama a nuestra casa, allá en Gales. Ni una sola vez me
dispuse a dormir mirando para otro lado. Esto me servía de mucho consuelo.

Durante mi primer curso había un chico en nuestro dormitorio llamado


Tweedie que una noche, al poco rato de quedarse dormido, se puso a roncar.

—¿Quién está ahí charlando? —gritó la celadora, entrando de repente.

Yo tenía la cama cerca de la puerta, y recuerdo que la miré desde mi almohada


y la vi allí erguida, perfilándose en la luz que llegaba del pasillo, y pensé que su
aspecto era realmente aterrador. Creo que lo que más me amedrentaba era su
pecho colosal. Tenía los ojos clavados en él, y para mí era como un ariete, o
como el espolón de un rompehielos, o tal vez como un par de bombas de alta
potencia explosiva.

—¡Decídmelo! —chilló—. ¿Quién estaba hablando?

Silencio general. Y entonces Tweedie, que se hallaba profundamente dormido,


de espaldas y con la boca abierta, emitió otro ronquido.

La celadora fijó la mirada en Tweedie.

—Roncar es un hábito enojoso —dijo—. Solo ronca la gente de clase baja.


Vamos a darle una lección.

No encendió la luz; entró en el dormitorio y tomó una pastilla de jabón del


palanganero más próximo. Siempre llevaba unas tijeras colgadas de una cinta
blanca a la cintura, y con ellas se puso a raspar laminillas de jabón,
recogiéndolas en la palma de una mano. Luego se acercó al desdichado
Tweedie y con mucho cuidado dejó caer las raspaduras en su boca abierta.
Como tenía un buen puñado de ellas, yo pensé que no iba a acabar nunca.

«¿Qué sucederá ahora?», me preguntaba. ¿Se ahogaría Tweedie? ¿Moriría


asfixiado? ¿Se le atrancaría el gaznate por completo? ¿Es que aquella mujer iba
a matarle?

La celadora retrocedió unos pasos y cruzó los brazos sobre el pecho, o, más
bien, debajo de su inmensa mole, habría que decir.

No pasaba nada de nada. Tweedie continuaba roncando.

Hasta que de pronto empezó a gargarear y aparecieron burbujas blancas en


sus labios. Las burbujas se inflaban y aumentaban hasta que al final toda su
cara desapareció bajo una masa burbujeante de jabonosa espuma blanca. Era
una visión horrible. Luego, súbitamente, Tweedie tuvo un fuerte golpe de tos,
se sentó a toda prisa en la cama, farfullando, y comenzó a restregarse la cara
con las manos.

—¡Oh! —tartamudeaba—. ¡Oh, oh, oh, oh, noooo! ¿Qu-qu-qué pasa? ¿Qu-qu-qué
tengo en la cara? ¡Que alguien me ayude!

La celadora le arrojó una toalla y dijo:

—Sécate, Tweedie. Y que no vuelva a oírte roncar nunca. ¿Es que no te ha


dicho nadie que no se debe dormir boca arriba?

Y salió del dormitorio dando un portazo.


Nostalgia

En todo mi primer curso en St. Peter’s no me abandonó la morriña o nostalgia


de mi casa. La nostalgia es un poco como el marearse cuando se va en barco.
No sabe nadie lo terrible que es hasta que lo padece, y entonces lo siente uno
en la boca del estómago y quisiera morir. El único consuelo es que tanto la
morriña como el mareo se curan al instante. La primera desaparece en el
momento en que sale uno del recinto de la escuela y el segundo queda olvidado
tan pronto como el barco entra en el puerto.

Yo fui víctima de una morriña tan abrumadora durante las dos primeras
semanas, que me puse a tramar un ardid para que me enviaran a casa, aunque
fuera tan solo por unos días. Mi idea consistía en simular un ataque fulminante
de apendicitis aguda.

Probablemente tendréis por una bobada que un niño de nueve años imaginase
que podría salir adelante con un truco como ese, pero yo tenía mis buenas
razones para intentarlo. No hacía más que un mes que mi hermanastra, 12
años mayor que yo, había sufrido apendicitis de verdad, y durante varios días
antes de la operación tuve ocasión de observar de cerca lo que le pasaba. Noté
así que de lo que más se quejaba era de un dolor muy fuerte en el lado inferior
derecho del vientre. Además, vomitaba, no quería comer y tenía fiebre.

Y, a propósito, quizá os interese saber que a esta hermana mía le extirparon el


apéndice no en el quirófano de un buen hospital, todo lleno de luces intensas y
enfermeras de blanco, sino en nuestra propia casa, tendida en la mesa del
cuarto de los niños, sin otra intervención que la del médico local y su
anestesista. En aquellos tiempos era práctica harto corriente que un médico se
os presentara en casa con un maletín de instrumental, tendiera una sábana
esterilizada sobre la mesa más idónea y operase allí mismo.

En la ocasión referida, recuerdo que me mantuve al acecho en el pasillo


mientras la operación se realizaba. Mis otras hermanas estaban conmigo, no
menos fascinadas que yo mismo, escuchando los apagados murmullos médicos
que venían del otro lado de la puerta cerrada e imaginándonos a la paciente
con la tripa rajada como una res en la carnicería. Hasta podíamos sentir el
mareante olor de los vapores de éter que se filtraban por debajo de la puerta.

Al día siguiente nos permitieron examinar el apéndice extirpado, conservado en


un frasco de cristal. Era una cosa alargada y negra como un gusano, y yo dije:

—¿También tengo yo dentro una cosa como esa?

—Todo el mundo la tiene —respondió la niñera.

—¿Y para qué sirve? —le pregunté.

—Los caminos del Señor son inescrutables —declaró ella, con la respuesta que
tenía en reserva para cuando no sabía dar otra.

—¿Qué le hace ponerse malo? —inquirí entonces.

—Las cerdas del cepillo de dientes —repuso ella, esta vez sin la menor
vacilación.

—¿Las cerdas del cepillo de dientes? —exclamé yo con asombro—. ¿Y cómo


pueden hacer las cerdas del cepillo de dientes que se ponga malo el apéndice?
La niñera, que a mis ojos poseía más sabiduría que Salomón, repuso:

—Cuando se suelta una cerda del cepillo y te la tragas, va y se te clava en el


apéndice y te lo echa a perder. En la guerra —prosiguió—, los espías alemanes
introducían en nuestras tiendas cajas llenas de cepillos de dientes con las
cerdas flojas, y millones de nuestros valientes soldados tuvieron apendicitis.

—¿De verdad, Nanny? —alegué yo—. ¿Seguro que eso es verdad?

—Yo nunca te miento, criatura —contestó ella—. Que te sirva, pues, de lección
y no uses nunca un cepillo de dientes viejo.

Durante bastantes años después solía ponerme nervioso cada vez que me
encontraba una cerda de cepillo de dientes en la lengua.

Cuando, tras el desayuno, subí y llamé a la puerta color castaño, ni siquiera


sentía el terror que la celadora solía inspirarme.

—¡Adelante! —tronó su voz.

Entré agarrándome con las manos la parte derecha del vientre y


tambaleándome con un verismo conmovedor.

—¿Qué te ocurre? —gritó la celadora, y la fuerza misma de su voz hizo temblar


su voluminoso pecho lo mismo que un requesón gigantesco.

—Me duele, señora celadora —gemí—. ¡Me duele muchísimo! ¡Aquí, aquí!

—¡Has zampado demasiado! —Ladró ella—. ¡Cómo no quieres que te duela si


estás todo el santo día comiendo bizcocho con pasas!

—Ya hace días que no como —mentí—. ¡No puedo comer, señora celadora! ¡No
tengo ganas!

—Échate en la cama y bájate los pantalones —ordenó ella.


Me tendí en la cama y se puso a palparme violentamente la barriga. Yo la
observaba con atención, y cuando tocó donde me figuraba que estaba el sitio
del apéndice, solté un alarido que hizo trepidar los vidrios de la ventana.

—¡Ay, ay, aaayyy! —grité—. ¡No, señora celadora, no, ahí no! —E
inmediatamente acudí al argumento decisivo—: Me he pasado la mañana
devolviendo —gemí—, ¡y ahora ya no me queda nada que devolver, pero me
siguen dando arcadas!

Acerté de lleno. La vi titubear.

—No te muevas de ahí —dijo, y salió a toda prisa del cuarto.

Sería todo lo mala y desalmada que se quiera, pero tenía estudios y práctica de
enfermera y no quería que se le reventara un apéndice entre las manos.

Al cabo de una hora llegó el médico y repitió los mismos tanteos y


exploraciones dactilares de mi barriga, y yo volví a soltar los alaridos oportunos
cada vez que me parecía que tocaba en el sitio pertinente. Luego me puso un
termómetro en la boca.

—Hum —murmuró—, la temperatura es normal. Vamos a explorar el vientre de


nuevo.

—¡Aaaaayyyy! —chillé cuando tocó el punto vital.

El médico salió con la celadora. Esta volvió media hora después y dijo:

—El director ha telefoneado a tu casa y tu madre viene a por ti esta tarde.

No le contesté. Seguí allí tendido, sin más, procurando aparentar que estaba
muy malo, pero el corazón me cantaba en el pecho toda suerte de cánticos
prodigiosos de loor y de júbilo.

Así, pues, me llevaron a casa, cruzando el Canal de Bristol en el vapor de


ruedas, y tan embelesado y dichoso me sentía de alejarme de aquel horrendo
edificio de la escuela, que por poco se me olvida mi papel de supuesto enfermo.
Esa tarde me reconoció el doctor Dunbar en su consulta de la avenida de la
Catedral, en Cardiff, e intenté una vez más los mismos trucos. Pero el doctor
Dunbar era mucho más competente y vivo que la celadora y que el médico del
colegio. Después de haberme palpado el vientre y haber yo lanzado mis
alaridos de rigor, me dijo:

—Ahora vístete y siéntate en esa silla.

Se sentó él a su vez detrás de su mesa escritorio y clavó en mí una mirada


penetrante aunque no severa y hostil.

—¿Estás fingiendo, verdad? —dijo.

—¿Cómo lo sabe? —espeté.


—Porque tienes el vientre blando y perfectamente normal —repuso—. Si
hubieras tenido una inflamación ahí abajo, habrías tenido el vientre duro y
rígido. Es fácil de averiguar.

Guardé silencio.

—Supongo que lo que tienes es morriña —añadió él.

Asentí compungido.

—Todo el mundo la siente al principio —dijo—. Debes echarla fuera. Y no


reproches a tu madre que te haya enviado a un colegio interno. Ella insistía en
que eres demasiado pequeño para alejarte de casa, pero fui yo quien la
persuadió de que era lo más acertado. La vida es dura, y cuanto antes aprendas
a lidiar con ella tanto mejor para ti.

—¿Qué va usted a decir a los del colegio? —le pregunté, temblando.

—Diré que tenías una infección de vientre grave que yo estoy tratando con
píldoras —contestó sonriendo—. O sea, que vas a quedarte en casa tres días
más. Pero prométeme que no volverás a intentar nunca nada de esto. Ya tiene
tu madre bastantes problemas y fatigas para encima tener que ir a buscarte al
colegio.

—Le prometo que nunca lo volveré a hacer —dije.


Un paseo en automóvil

A trancas y barrancas terminé la primera mitad del curso en St. Peter’s, y hacia
finales de diciembre llegó mi madre en el vapor de ruedas para llevarme a
casa, con mi baúl, a pasar las vacaciones de Navidad.
¡Oh, milagro y bienaventuranza, verse de nuevo con la familia después de todas
aquellas semanas de cruel disciplina! Si no habéis estado en un colegio
internos en edad muy temprana es absolutamente imposible que sepáis
apreciar las delicias de la vida en el hogar. Casi vale la pena irse por lo
delicioso que es volver. Apenas podía creérmelo: no tener que lavarme con
agua fría por las mañanas, ni guardar silencio por los pasillos, ni tener que
decir «señor» a todo varón adulto con quien trataba, ni hacer uso del orinal en
el dormitorio, ni que me pegaran con toallas mojadas cuando estaba desnudo
en el vestuario, ni desayunar unos puches que parecían llenos de cagarrutas de
oveja, redonditas, grises y compactas, ni andar todo el día atemorizado
pensando en el largo bastón amarillo que estaba encima del armario del rincón
en el despacho del director.

El tiempo fue excepcionalmente benigno durante aquellas vacaciones de


Navidad, y una hermosa mañana la familia entera se dispuso a salir a dar el
primer paseo en el primer automóvil que tuvimos. Este automóvil flamante era
un enorme coche francés, largo y negro, marca De Dion-Bouton, con techo de
lona descapotable. Lo conduciría mi hermanastra, 12 años mayor que yo (a la
sazón contaba 21), a la que recientemente habían extirpado el apéndice.

Había recibido dos lecciones de conducción, de media hora cumplida cada una,
impartidas por el hombre que nos entregó el coche, lo que en aquel año
ilustrado de 1925 se consideraba más que suficiente. Nadie tenía que pasar por
ningún examen de conducir. Cada cual era árbitro de su competencia personal,
y en el momento en que se sentía apto para salir rodando, allá que se iba
alegre y feliz.

Cuando montamos todos en el coche, nuestra emoción era tan intensa que
apenas la podíamos soportar.

—¿A qué velocidad va? —clamábamos—. ¿Alcanza las 50 millas por hora?

—¡Y las 70! —respondía mi hermana mayor, en un tono tan confiado y


fanfarrón que debería habernos metido el corazón en un puño; pero nos dejaba
impertérritos.

—¡Pues que vaya a 60! —gritábamos—. ¿Nos prometes llevarnos a 60?


—Probablemente iremos a mayor velocidad aún —anunciaba en ese instante mi
hermana, poniéndose sus guantes de conductora y atándose un pañuelo a la
cabeza, según la moda automovilística de la época.

Habíamos echado atrás la capota, gracias al buen tiempo, convirtiendo el coche


en un magnífico turismo descubierto. Delante iban tres ocupantes: la
conductora, mi hermanastro (de 18 años) y una de mis hermanas (de 12). En el
asiento trasero íbamos cuatro más: mi madre (de 40 años), dos hermanas
pequeñas (de ocho y cinco) y yo (de nueve). Nuestro vehículo tenía un
accesorio muy especial que no creo que veáis en los automóviles de hoy. Era un
segundo parabrisas en la parte de atrás destinado exclusivamente a proteger
del aire las caras de los pasajeros del asiento trasero cuando estaba plegada la
capota. Tenía una larga sección central y dos aletas a los lados que podían
disponerse en ángulo hacia atrás para desviar el viento.

Todos temblábamos de miedo y alegría cuando la conductora quitó el freno de


mano y el gran automóvil largo y negro se puso en marcha.

—¿Estás segura de que sabes guiarlo bien? —gritábamos—. ¿Sabes dónde


están los frenos?

—¡A ver si os calláis! —exclamó bruscamente entonces mi hermana mayor—.


¡Tengo que concentrarme!

Bajamos por la vía de acceso y tomamos el camino que conducía hasta el


centro mismo de Llandaff. Afortunadamente, había muy pocos vehículos por las
carreteras en aquellos días. De cuando en cuando nos encontrábamos con una
camioneta o con una furgoneta de reparto, y alguna que otra vez con otro
automóvil particular, pero el peligro de chocar contra lo que fuese era bastante
remoto mientras el coche no se saliese de la carretera.

El espléndido turismo negro se deslizaba lentamente por las calles del pueblo y
la conductora apretaba la goma redonda de la bocina cada vez que nos
cruzábamos con un ser humano, ya fuera el chico del carnicero con su bicicleta
o simplemente un peatón que iba por la acera. Pronto salimos a despoblado, a
un paisaje de campos verdes y elevados setos donde no se veía un alma.

—Os habíais figurado que no sabría, ¿eh? —dijo mi hermana mayor,


volviéndose y sonriéndonos muy ufana.

—No apartes la vista de la carretera —dijo mi madre, nerviosa.

—¡Corre más! —gritábamos nosotros—. ¡Venga! ¡Más rápido! ¡Ponlo a más


velocidad! ¡Písalo a fondo! ¡Únicamente vamos a 15 millas por hora!

Espoleada por nuestros gritos y pullas, mi hermana mayor empezó a aumentar


la velocidad. El motor rugía y la carrocería vibraba. La conductora se aferraba
al volante como al cabello de un hombre ahogándose, y nosotros mirábamos la
aguja del velocímetro subir a 20, y luego a 25, y a 30. Probablemente iríamos a
unas 35 millas por hora cuando de improviso llegamos a una curva cerrada de
la carretera. Mi hermana mayor, que en su vida se había visto en una situación
semejante, gritó: «¡Socorro!», se abalanzó sobre los frenos e hizo girar el
volante a la desesperada todo lo que pudo. Las ruedas traseras se quedaron
clavadas e hicieron patinar el coche bruscamente de lado, y entonces, con un
formidable crujir de guardabarros y metal, fuimos a estrellarnos y empotrarnos
en el seto. Los pasajeros de delante salieron todos lanzados a través del
parabrisas frontal y los demás atravesamos de cabeza el parabrisas trasero. El
vidrio (no había en aquel entonces triplex irrompible) voló en todas
direcciones, igual que nosotros. Mi hermano y una de mis hermanas fueron a
aterrizar sobre la capota del coche, otro fue catapultado en medio de la
carretera y por lo menos una de las hermanas pequeñas fue a caer entre los
espinos del seto. Pero milagrosamente nadie resultó herido de consideración,
salvo yo mismo. Al atravesar el parabrisas trasero, el cristal me había rebanado
la nariz arrancándomela casi del todo, de tal forma que me colgaba solo de un
leve hilillo de piel. Mi madre actuó como pudo y sacó un pañuelo de su bolso.
Volvió a colocar la colgante nariz en su sitio y la sostuvo allí firmemente.

No se veía por las inmediaciones ni una casa, ni una persona, por no hablar ya
de un teléfono. No sé qué clase de pájaro se puso a gorjear en un árbol, y lo
demás era silencio.

Mi madre estaba inclinada sobre mí en el asiento trasero y decía:

—Mantén la cabeza echada hacia atrás y no la muevas —y a mi hermana mayor


le dijo—: ¿Puedes volver a poner en marcha este trasto?

Mi hermana accionó la llave de contacto y, para sorpresa de todos, el motor


arrancó.

—Sácalo del seto —dijo mi madre—. Y aprisa.

A mi hermana le costaba encontrar la marcha atrás. Los engranajes rechinaban


unos contra otros con un ruido espantoso de metal destrozado.

—La verdad es que no lo he conducido nunca marcha atrás —confesó al fin.

Todos, con excepción de la conductora, mi madre y yo, estaban fuera del coche,
inmóviles en la carretera. El estrépito de las ruedas dentadas del embrague
rechinando unas contra otras era terrible. Sonaba como si pasasen una
segadora de césped sobre los cantos de un pedregal. Mi hermana mayor
soltaba palabrotas y se había puesto colorada como un pavo, pero entonces mi
hermano asomó la cabeza por la portezuela del conductor y dijo:

—¿No crees que deberías accionar el pedal del embrague?

La atribulada conductora pisó el pedal de marras, los dientes del embrague


engranaron al fin y un segundo después la grandiosa bestia negra brincaba
hacia atrás, saliéndose del seto, y atravesaba la carretera para ir a meterse en
el seto del lado contrario.

—Procura sosegarte —dijo mi madre—. Llévalo hacia delante, despacio.

Por fin el maltrecho automóvil fue extraído del segundo seto y quedó
atravesado en la carretera, bloqueando el paso. Apareció entonces en escena
un hombre con un caballo y un carro, y el hombre desmontó de su carro, se
acercó a nuestro coche y se asomó por la portezuela trasera. Gastaba un
enorme mostacho de guías caídas y se cubría con un sombrero hongo chiquito
y negro.

—Están ustés ahí en un buen lío, ¿eh? —le dijo a mi madre.

—¿Sabe conducir un automóvil? —le preguntó ella.

—Nones —repuso el hombre—. Y ustés están tapando to’a la carretera. Yo


traigo en ese carro un millar de güevos recién puestos y quiero llevarlos al
mercao antes de mediodía.

—Quítese de ahí —le dijo mi madre—. ¿No ve que tenemos aquí a un niño
malherido?

—Un millar de güevos recién puestos —repitió el hombre, mirando


directamente la mano de mi madre, y el pañuelo empapado de sangre, y la que
le corría por la muñeca—. Y si no los tengo en el mercao hoy a mediodía ya no
podré venderlos hasta la semana que viene, y entonces ya no serán recién
puestos, ¿eh? Tendré que cargar con un millar de güevos pochos que no querrá
nadie.

—Así se le pudran todos —dijo mi madre—. ¡Vamos, quítenos ese carro de


delante ahora mismo! —Y a los chicos que estaban parados en medio de la
carretera les gritó—: ¡Montad de nuevo en el coche! ¡Vamos al médico!

—¡Están todos los asientos llenos de cristales rotos! —protestaron ellos.

—¡Qué importan los cristales! —exclamó mi madre—. ¡Tenemos que llevar a


este niño al médico enseguida!

Los pasajeros volvieron al coche con mil cuidados. El hombre del caballo y el
carro se retiró a una distancia prudencial. La hermana mayor consiguió
enderezar el vehículo y situarlo apuntando en la dirección debida, hasta que
por fin el antes soberbio automóvil avanzó traqueteando por la carretera con
rumbo a la clínica del doctor Dunbar, en la avenida de la Catedral, en Cardiff.

—No he conducido nunca por una ciudad —anunció mi hermana mayor,


temblorosa.

—Pues vas a hacerlo ahora —dijo mi madre—. Sigue adelante.

A una marcha de no más de cuatro millas por hora todo el camino, llegamos
finalmente a casa del doctor Dunbar. Me sacaron apresuradamente del coche y
me introdujeron en el consultorio junto a mi madre, que seguía sosteniendo el
ensangrentado pañuelo firmemente sobre mi nariz bamboleante.

—¡Cielo santo! —exclamó el doctor Dunbar—. ¡Se la ha cortado de raíz!

—Me duele —gimoteé yo.


—¡No puede ir desnarigado por el mundo el resto de su vida! —dijo el médico a
mi madre.

—Pues no parece sino que va a tener que quedarse sin nariz —objetó ella.

—¡Nada de eso! —le contestó el médico—. Se la voy a coser.

—¿Podrá cosérsela? —preguntó mi madre.

—Voy a intentarlo —repuso él—. De momento se la voy a sujetar con


esparadrapo, y antes de una hora estoy en su casa con mi ayudante.

Me pusieron enormes tiras de esparadrapo por toda la cara para mantener fija
en su sitio la nariz. Luego me llevaron de nuevo al coche, que recorrió a paso
de tortuga las dos millas que nos separaban de nuestra casa en Llandaff.

Sobre una hora después estaba yo tendido en la misma mesa del cuarto de los
niños que meses antes ocupara mi hermana mayor cuando la operaron del
apéndice. Unas manos vigorosas me tenían inmovilizado mientras alguien me
apretaba contra el rostro una mascarilla rellena de algodón en rama. Por
encima de mí, otra mano sostenía un frasco de líquido blanco que iba vertiendo
en el algodón que rellenaba la mascarilla. Volví a sentir entonces los mareantes
efluvios del cloroformo y del éter, y una voz decía:

—Respira hondo. Haz unas cuantas aspiraciones fuertes.

Yo luchaba como un desesperado por evadirme de aquella mesa, pero tenía los
hombros clavados a ella con todo el peso de un hombre corpulento encima. La
mano que sostenía el frasco sobre mi rostro iba inclinándolo más y más, y el
líquido blanco goteaba y goteaba en el algodón en rama. Ante mis ojos
comenzaron a aparecer círculos rojos como la sangre, y estos círculos se
pusieron a girar y girar hasta formar un remolino escarlata con un profundo
agujero negro en el centro, y a muchas leguas de distancia una voz decía:

—Buen muchacho. Ya falta poco… muy poco… así… cierra los ojos y duerme…

Me desperté en mi cama. Mi madre, sentada a la cabecera, me tenía agarrada


la mano con visible ansiedad.

—Llegué a pensar que no ibas a despertarte nunca —dijo ella—. Llevas más de
ocho horas dormido.
—¿Me ha cosido la nariz el doctor Dunbar? —le pregunté.

—Sí —respondió ella.

—¿Y me quedará como antes?

—Él dice que sí. ¿Cómo te sientes, cariño mío?

—Tengo ganas de devolver.

Después de haber devuelto en una palanganita me sentí un poco mejor.

—Mira debajo de la almohada —me dijo mi madre, sonriendo.

Me volví, levanté un pico de la almohada, y allí debajo, sobre la sábana blanca


como la nieve, había un hermosísimo soberano de oro con la efigie del rey
Jorge V.

—Esto por haber sido valiente —dijo mi madre—. Te has portado muy bien.
Estoy orgullosa de ti.
El capitán Hardcastle

En aquellos tiempos los llamábamos maestros, no profesores, y al que yo más


temía de todos en St. Peter’s, aparte del director, era al capitán Hardcastle.

Recuerdo un hombre delgado, todo nervio, que jugaba al rugby . En el campo


de rugby llevaba calzón blanco, zapatillas blancas de gimnasia y calcetines
cortos también blancos. Tenía unas piernas tan flacas y duras como patas de
carnero, y la piel de sus pantorrillas era del color casi exacto del sebo de oveja.
Destacaba también el color de su pelo, no ya rojizo, sino de un bermellón
intenso, como de naranja bien madura, y lo llevaba peinado con cantidades
inmensas de brillantina lo mismo que el director. La raya que lo dividía era una
línea recta blanca trazada por mitad del cráneo y tan derecha que solo debía de
poder hacérsela con una regla. A cada lado de esta raya se veían correr los
surcos del peine por el untuoso pelo color naranja como pequeños raíles de
tranvía.

El capitán Hardcastle ostentaba un bigote del mismo color que el cabello. ¡Y


qué bigote! Una visión realmente aterradora. Un seto espeso de color naranja
que le brotaba y florecía entre la nariz y el labio superior y le cruzaba
enteramente la cara de mejilla a mejilla. Pero no era uno de esos bigotes como
cepillos de uñas, recortados, hirsutos y punzantes. Ni tampoco un mostacho
largo y caído como los de las morsas. Nada de eso. Llevaba las guías rizadas
espléndidamente hacia arriba como si se hubiera hecho en él la permanente o,
tal vez, como si se lo rizara con tenacillas calentadas todas las mañanas en un
infiernillo de alcohol. Solo había otra forma de poder conseguir aquel rizado,
decidimos los chicos, y era peinándoselo insistentemente hacia arriba con un
cepillo de dientes duro, frente a un espejo, absolutamente todas las mañanas.

Detrás del bigote habitaba un rostro enardecido y fiero con una frente
profundamente fruncida que denotaba una inteligencia muy limitada. «La vida
es un embrollo, —parecía estar diciendo aquella frente tan surcada—, y el
mundo, una palestra peligrosa. Todos los hombres son enemigos, y los niños
son insectos que se volverán y te picarán si no los enganchas tú antes y los
aplastas bien aplastados».
El capitán Hardcastle jamás se estaba quieto. Su anaranjada cabeza se agitaba
y movía sin cesar de un lado a otro como a tirones, de un modo muy alarmante,
y a cada brusco movimiento acompañaba un leve gruñido que le salía de la
nariz. Había combatido en la Gran Guerra, y de ahí, por supuesto, le venía el
título de capitán. Pero hasta pequeños insectos como nosotros sabíamos que el
de capitán no era un grado muy elevado, y solo un hombre con poco más de
que alardear podía presumir de él en la vida civil. Ya era bien poca cosa seguir
haciéndose llamar «coronel» una vez acabada la contienda, pero «capitán» era
lo último.

Corría el rumor de que los constantes meneos y sacudidas de cabeza y los


bufidos que los acompañaban tenían por causa algo denominado neurosis de
guerra, pero no estábamos muy seguros de lo que era eso. Suponíamos que
significaba que había estallado un artefacto muy cerca de él con una fuerza
explosiva tan enorme que le había hecho saltar por los aires y no había parado
de saltar desde entonces.

Por alguna razón que jamás pude comprender del todo, el capitán Hardcastle la
tomó conmigo desde el día mismo en que puse mis pies en St. Peter’s. Tal vez
fuese porque él enseñaba Latín y a mí no se me daba muy bien esa lengua. O
quizá porque ya, a mis nueve años, era casi tan alto como él. O acaso más
probablemente porque desde el primer momento me inspiró aversión aquel
bigotazo de color naranja y con frecuencia me sorprendería mirándole fijo y, a
buen seguro, con una sonrisita burlona mal disimulada por mí. Bastaba con que
pasase a dos metros de él por el pasillo para que me lanzara una mirada
fulminante y me gritara:

—¡Anda derecho, jovencito! ¡Echa los hombros atrás!

O bien:

—¡Sácate esas manos de los bolsillos!

O:

—¿Se puede saber qué es lo que te hace tanta gracia? ¿De qué te ríes?

O lo más insultante de todo:

—¡«Tú», como te llames, a la tarea!

De manera que yo sabía muy bien que era solo cuestión de tiempo para que el
gallardo capitán me las hiciera pagar todas juntas.

La catástrofe sobrevino durante el segundo curso, cuando tenía yo


exactamente nueve años y medio, y sucedió durante la hora de repaso de las
lecciones, por la tarde. Todas las tardes de días lectivos la escuela entera tenía
que sentarse una hora en el aula magna, entre las seis y las siete, a repasar y
hacer los deberes. El maestro de guardia de la semana tenía a su cargo la
vigilancia de esta actividad, lo cual quiere decir que se sentaba en un estrado
que presidía el aula y mantenía el orden. Algunos maestros leían durante este
tiempo, otros corregían ejercicios; el capitán Hardcastle, no. Mi buen capitán
se sentaba allá en su estrado agitándose y resoplando y jamás posaba la vista
en su mesa ni una sola vez. Sus ojillos de un azul lechoso recorrían atentos el
aula durante los 60 minutos justos, a la caza y captura del menor disturbio, y
ay del niño que lo causara.

Las normas que regían la hora de repaso eran simples pero estrictas. Estaba
prohibido levantar la vista de la tarea y estaba prohibido hablar. A eso se
reducía todo, pero le dejaba a uno bien poca escapatoria. En circunstancias
extremas, que nunca supe bien cuáles eran, podía uno levantar la mano y
esperar el permiso para hablar, pero más le valía estar segurísimo de que las
circunstancias eran extremas. Durante los cuatro años de mi estancia en St.
Peter’s solamente dos veces vi levantar la mano en la hora de repaso. La
primera de ellas fue así:

MAESTRO.— ¿Qué hay?

ALUMNO.— Por favor, señor, ¿puedo ir al lavabo?

MAESTRO.— De ninguna manera. Haber ido antes.

ALUMNO.— Pero, señor… por favor, señor… Antes no tenía ganas…, no sabía…

MAESTRO.— ¿De quién es la culpa, entonces? Sigue con tu tarea.


ALUMNO.— Pero, señor… Oh, señor… Por favor, señor, ¡déjeme ir!

MAESTRO.— Una palabra más y te la cargas.

Naturalmente, el infeliz se ensució en los pantalones, lo que más tarde


desencadenó una tormenta arriba, con la celadora.

La segunda ocasión, recuerdo claramente que fue durante un curso de verano y


que el chico que levantó la mano se llamaba Braithwaite.

MAESTRO.— Sí, ¿qué sucede?

BRAITHWAITE.— Por favor, señor, ha entrado una avispa por la ventana y me


ha picado en el labio y se me está hinchando.

MAESTRO.— ¿Una «qué»?

BRAITHWAITE.— Una avispa, señor.

MAESTRO.— Habla más alto, muchacho, ¡no te oigo! ¿Una «qué» ha entrado
por la ventana?

BRAITHWAITE.—. Me cuesta mucho hablar alto, señor, con el labio hinchado.

MAESTRO.— ¿Así «que» hinchado? ¿Es que pretendes hacerte el gracioso?

BRAITHWAITE.— No, señor; le prometo que no, señor.

MAESTRO.— ¡Habla como es debido, muchacho! ¿Qué te pasa?

BRAITHWAITE.— Ya se lo he dicho, señor. Que me ha picado, señor. Se me


está hinchando el labio, señor. Duele una barbaridad.

MAESTRO.— «¿Duele una barbaridad?». ¿Qué es lo que duele una barbaridad?

BRAITHWAITE.— Mi labio, señor. Cada vez está más inflamado.

MAESTRO.— ¿Qué deberes tenéis esta tarde?

BRAITHWAITE.— Verbos franceses, señor. Los tenemos que copiar, señor.

MAESTRO.— ¿Y los copias con el labio?

BRAITHWAITE.— No, señor, con el labio no, pero vea usted…

MAESTRO.— Lo único que veo es que estás armando un ruido infernal y


perturbando a toda la clase. Conque sigue con tu trabajo.

Eran duros aquellos maestros, no nos vayamos a engañar, y si querías


sobrevivir, también tenías que endurecerte tú.
A mí me llegó la hora, como he dicho, durante mi segundo curso, un día en que
le tocaba vigilancia al capitán Hardcastle. Habéis de saber que durante el
tiempo de repaso cada niño ocupaba en el aula grande su pupitre particular.
Eran unos pupitres pequeños, de madera, con el habitual tablero inclinado y
una estrecha franja plana en la parte de arriba donde había una muesca para
dejar la pluma y un orificio en el lado derecho donde se alojaba el tintero.
Escribíamos con plumas que se sujetaban al extremo de un palillero y había
que mojarlas en el tintero cada seis o siete segundos. No se habían inventado
aún los bolígrafos ni los rotuladores, y las estilográficas estaban prohibidas.
Las plumas que usábamos eran muy frágiles y la mayoría de los alumnos tenía
otras nuevas de recambio en una cajita que guardaba en el bolsillo del
pantalón.

Transcurría, pues, la hora del repaso. El capitán Hardcastle estaba sentado allá
arriba, en el estrado, frente a nosotros, acariciándose el bigote color naranja,
moviendo a sacudidas la cabeza y bufando por la nariz. Sus ojos recorrían
incesantemente el aula, a la caza de cualquier transgresión o perturbación. Los
únicos ruidos que se oían eran los leves resoplidos del capitán Hardcastle y el
suave rasguear de las plumas sobre el papel. De cuando en cuando sonaba un
«¡ping !» cuando alguien mojaba la pluma demasiado bruscamente en su
tintero de porcelana blanca.

El desastre se me vino encima cuando, atolondradamente, al ir a mojar la


pluma la hinqué sin querer en la madera del pupitre. La pluma se rompió.
Sabía yo que no tenía ninguna de repuesto en el bolsillo, pero la rotura de una
pluma no se aceptaba como excusa para no terminar los deberes. Nos habían
puesto como tarea un ejercicio de redacción con el tema Historia de la vida de
un penique (todavía conservo ese trabajo en mis archivos). Me había salido un
comienzo bastante decente, y estaba escribiendo ya de corrido cuando se me
rompió la pluma. Quedaba todavía media hora y no podía estarme sin hacer
nada todo ese tiempo. Tampoco podía levantar la mano y decirle al capitán
Hardcastle que se me había roto la pluma. Sencillamente, no me atrevía. Y
además deseaba de veras terminar la redacción. Sabía exactamente lo que le
iba a ocurrir a mi penique en las dos páginas siguientes y no podía soportar la
idea de dejármelo en el tintero.

Miré a mi derecha. El chico de al lado se llamaba Dobson. Era de la misma


edad que yo, nueve años y medio, y buen compañero. Todavía hoy, al cabo de
60 años, recuerdo que el padre de Dobson era médico y que vivía, como había
yo leído en la etiqueta del cajón de Dobson, en La Casa Colorada, Uxbridge,
Middlesex.

El pupitre de Dobson casi tocaba el mío. Decidí correr el riesgo. Mantuve la


cabeza baja, pero sin quitar ojo al capitán Hardcastle un solo momento.
Cuando estuve bien seguro de que miraba para otra parte, me puse una mano
en la boca y susurré:

—Dobson… Dobson… ¿Puedes prestarme una pluma?

Repentinamente se produjo una explosión en el estrado. El capitán Hardcastle


se había puesto de pie como por resorte y me señalaba con el dedo, gritando:

—¡Estás hablando! ¡Te he visto hablar! ¡No intentes negarlo! ¡He visto
perfectamente que hablabas por detrás de la mano!

Me quedé paralizado de terror.

Todos los niños suspendieron la tarea y levantaron la vista.

La cara del capitán Hardcastle había pasado de roja a morada y gesticulaba


violentamente.

—¿Niegas que estabas hablando? —chilló.

—No, señor, no, p… p… pero…

—¿Y niegas que intentabas hacer trampa? ¿Niegas que estabas pidiendo a
Dobson ayuda en tu trabajo?

—N… no, señor, no era eso. No estaba haciendo trampa.

—¡Claro que hacías trampa! ¿Por qué si no, me digo yo, ibas a estar hablando a
Dobson? Supongo que no le estarías preguntando por su salud…

Conviene recordar al lector una vez más la edad que yo tenía entonces. No era
un chico de 14, con el aplomo y la resolución de esos años. Tampoco de 12, ni
siquiera de 11. Tenía nueve años y medio, y a esa edad está uno mal
pertrechado para enfrentarse a un adulto de pelo anaranjado llameante y genio
violento. No acierta sino a tartamudear y bien poco más.

—He… he roto mi pluma, señor —musité—. Es… estaba preguntando a Dobson


si p… podía prestarme una, señor.

—¡Mientes! —gritó el capitán Hardcastle, y había un tono de triunfo en su voz


—. ¡Siempre he sabido que eras un embustero! ¡Y un tramposo, además!

—L… lo que yo q… quería era una pluma, señor.

—¡Yo que tú no diría una palabra más! —tronó la voz en lo alto del estrado—.
¡No haces más que empeorar las cosas! ¡Te pongo una barra!

Palabras de perdición. ¡Una barra! «¡Te pongo una barra!». Sentí alrededor
una ola de compasión que me llegaba de todos los condiscípulos del colegio,
aunque nadie se movió ni hizo el menor ruido.

Debo explicar aquí el sistema de estrellas y de barras que teníamos en St.


Peter’s. Por un trabajo excepcionalmente bueno podían premiarte con un
cuarto de estrella, y en el mural, al lado de tu nombre, marcaban con lápiz un
punto rojo. Si conseguías cuatro cuartos de estrella, unían los cuatro puntos
con un trazo rojo, indicando así que habías completado tu estrella.

Por un trabajo excepcionalmente flojo o por mala conducta te ponían una


barra, lo que de modo automático significaba pena de azotes, que aplicaba el
director con su bastón.

Cada maestro tenía un cuadernillo de cuartos de estrella y otro de barras cuyas


hojas habían de rellenar y firmar y arrancar exactamente como los cheques de
un talonario. Las de cuartos de estrella eran de color de rosa y las de barras de
un nefasto azul verdoso. El alumno que recibía una estrella o una barra tenía
que guardársela en el bolsillo hasta la mañana siguiente después de las
oraciones, momento en que el director mandaba que todo el que hubiera
merecido la una o la otra diera un paso al frente delante de todo el colegio y se
la entregara. Las barras se consideraban tan temibles que no se adjudicaban
con mucha frecuencia. No era corriente que se diesen más de dos o tres a la
semana.

Y ahora el capitán Hardcastle acababa de ponerme una a mí.

—Ven aquí —ordenó.

Me levanté de mi pupitre y me encaminé al estrado. Ya tenía él su talonario de


barras sobre la mesa y estaba rellenando una. Empleaba tinta roja, y en el
renglón donde decía «Motivo, —escribió—: Hablar durante el repaso, con
intención de hacer trampa, y mentir». La firmó y la arrancó del talonario.
Luego, tomándose todo el tiempo del mundo, rellenó el resguardo. Tomó la
terrible papeleta azul verdoso y la blandió ante mí, pero sin mirarme. Yo la
tomé de su mano y volví a mi pupitre. Los ojos de todo el colegio siguieron mis
pasos.

Durante el tiempo de repaso que quedaba permanecí sentado en mi pupitre sin


hacer nada. Como no tenía pluma, no pude escribir una palabra más de la
Historia de la vida de un penique , pero me hicieron terminarla a la tarde
siguiente, en vez de jugar.

Por la mañana, concluidas las oraciones, el director llamó a los que tuvieran
cuartos de estrella y barras. Fui yo el único que salió. Los maestros estaban
sentados en sillas muy verticales a ambos lados del director, y acerté a ver al
capitán Hardcastle, cruzado de brazos, convulso el rostro, mirándome muy
atento con sus ojos azul lechoso y un aura de triunfo aún en el semblante.
Entregué mi barra. El director la tomó y leyó lo escrito.
—Ven a verme a mi despacho —dijo— en cuanto esto acabe.

Cinco minutos después, de puntillas y temblando como un azogado, pasaba yo


por la puerta tapizada de verde y entraba en el sacrosanto recinto donde
moraba el director. Llamé a la puerta del despacho.

—¡Adelante!

Hice girar el picaporte y penetré en la amplia estancia cuadrangular con


estanterías llenas de libros, y butacas, y el gigantesco escritorio forrado de
cuero rojo que ocupaba todo el rincón del fondo. El director estaba sentado
tras el escritorio con la papeleta de mi barra entre los dedos.

—¿Qué tienes que decir en tu descargo? —me preguntó, y los blancos dientes
de tiburón le brillaron peligrosamente entre los labios.

—No mentí, señor —dije—. Le juro que no mentí. Y no quería hacer trampa.

—El capitán Hardcastle dice que sí —afirmó el director—. ¿Es que acaso le
estás llamando mentiroso?

—No, señor. De ninguna manera, señor.

—Yo que tú no haría tal cosa.

—Había roto mi pluma, señor, y estaba preguntándole a Dobson si podía


prestarme otra.

—Eso no es lo que dice el capitán Hardcastle. Él asegura que estabas


pidiéndole ayuda en tu ejercicio de redacción.

—Oh, no, señor. No le pedía ayuda. Yo estaba a mucha distancia del capitán
Hardcastle y hablaba en voz baja. No creo que pudiera oír lo que decía, señor.

—O sea, que estás llamándole mentiroso.

—¡Oh, no, señor! ¡No, señor! ¡Yo nunca haría eso!

Era imposible ganar frente al director. Me habría gustado decir: «Sí, señor; si
de verdad quiere saberlo, señor, ¡estoy llamando mentiroso al capitán
Hardcastle porque lo es!», pero no cabía ni pensarlo. No obstante, jugué la
última carta que me quedaba, o tal creía yo.

—Puede usted preguntar a Dobson, señor —musité.

—«¿Preguntar a Dobson?» —exclamó él—. ¿Y por qué había de preguntar a


Dobson?

—Él le diría lo que yo hablé, señor.

—El capitán Hardcastle es militar y un caballero —dijo el director—. Él me ha


referido lo que sucedió. No me cabe en la cabeza que haya de ir a preguntar a
ningún mocoso de tres al cuarto si el capitán Hardcastle dice la verdad.

Callé.

—Por hablar durante el repaso —prosiguió el director—, por intentar hacer


trampa y por mentir, voy a darte seis bastonazos.

Se levantó del escritorio y se dirigió al armario que estaba en el lado opuesto


del despacho. De lo alto del mismo alcanzó tres bastones amarillos muy
delgados, los tres con el puño en forma de gancho. Durante unos segundos los
sostuvo en sus manos, examinándolos con cierta atención; luego seleccionó uno
de ellos y volvió a dejar los otros encima del armario.

—Agáchate.

Aquel bastón me aterrorizaba. No hay niño en el mundo al que no hubiese


aterrorizado. No era un simple instrumento para pegar. Era un arma para
herir. Laceraba la piel. Producía graves excoriaciones negras y encarnadas que
tardaban tres semanas en desaparecer, y durante esas tres semanas sentías
constantemente el latir del corazón a lo largo de aquellas heridas.

Lo intenté una vez más, con voz ya un tanto histérica, ahora:

—¡No lo hice, señor! ¡Le juro que le digo la verdad!

—¡Estate quieto y agáchate! ¡Ahí! ¡Tocándote las puntas de los pies!

Muy lentamente, me agaché al fin. Luego cerré los ojos y me preparé para
recibir el primer golpe.

«¡Crac! ». Sonó como un tiro de fusil. Con un varazo muy fuerte en las nalgas,
el tiempo que se tarda en sentir dolor es de unos cuatro segundos. Por eso,
todo flagelador experimentado hace siempre una pausa entre golpe y golpe
para que el tormento alcance su punto máximo.

Después del primer «crac » no sentí virtualmente nada durante unos segundos.
Luego, de pronto, me cruzó las nalgas el escozor atroz, martirizante,
insoportable, como si me arrimaran un hierro al rojo, y cuando el tormento
alcanzaba su punto culminante, se me vino el segundo «crac » encima. Me
agarré los tobillos con todas mis fuerzas y me mordí el labio inferior. Estaba
resuelto a no rechistar en lo más mínimo, pues cualquier queja no haría sino
proporcionar mayor satisfacción al verdugo.

«¡Crac…! ». Cinco segundos de pausa.

«¡Crac…! ». Otra pausa.

«¡Crac…! ». Y otra más.

Iba contando yo los golpes, y cuando recibí el sexto supe que había conseguido
salir del trance en silencio.

—Ya estás listo —dijo la voz detrás de mí.

Me enderecé y me agarré el trasero con ambas manos lo más estrechamente


que mis fuerzas me permitían. Tal es siempre la reacción instintiva y
automática. El dolor es tan terrible que quisieras arrancártelo con las manos y
echarlo lejos, y cuanto más fuerte aprietas más se te alivia.

Me alejé a saltitos hacia la puerta, por la tupida alfombra roja, sin mirar al
director ni una vez siquiera. La puerta estaba cerrada y no había nadie que me
la abriese, de manera que durante un par de segundos tuve que retirarme una
mano del culo para hacer girar el picaporte. Luego salí y di unos cuantos
brincos más por el vestíbulo del sanctasanctórum privado.

Al otro lado del vestíbulo, frente al despacho del director, estaba el cuarto de
los maestros. A esa hora se encontraban todos allí a la espera de dirigirse a sus
clases respectivas, pero lo que no pude dejar de observar, aun en mi suplicio,
fue que «aquella puerta estaba abierta».

¿Por qué estaba abierta?

¿La habían dejado así a propósito para poder oír mejor el restallar de la vara
que venía del otro lado del vestíbulo?

Por supuesto que sí. Y bien seguro estaba yo de que era el capitán Hardcastle
el que la había abierto. Me le imaginé allí de pie, entre sus colegas, resoplando
de satisfacción al escuchar cada varapalo.

Los niños suelen mostrarse muy solidarios cuando un miembro de su


comunidad está en algún apuro, y aún más cuando advierten que se ha
cometido injusticia. Cuando volví a la clase, me vi rodeado por todas partes de
caras y voces de simpatía, pero un incidente particular ha permanecido
indeleble en mi memoria. Un niño de la misma edad que yo llamado Highton
estaba tan vivamente indignado por todo lo sucedido que ese día, antes del
almuerzo, me dijo:

—Tú no tienes padre. Yo sí. Voy a escribir a mi padre contándole lo que ha


pasado, y él hará algo.

—No podrá hacer nada —dije yo.

—Ya lo creo que podrá —reafirmó Highton—. Y además lo hará con gusto. Mi
padre no consentirá que queden así las cosas.

—¿Dónde está ahora tu padre?

—Está en Grecia —repuso Highton—. En Atenas. Pero da lo mismo.

Y dicho y hecho, el pequeño Highton se sentó y escribió al padre que tanto


admiraba, pero, naturalmente, sin resultado alguno. Fue, no obstante, un gesto
conmovedor y generoso que tuvo un niño hacia otro, y jamás he podido
olvidarlo.
El pequeño Ellis y el furúnculo

Durante mi tercer curso en St. Peter’s tuve la gripe, y me acostaron en la


enfermería, donde la temida celadora era reina suprema. En la cama vecina a
la mía estaba un niño de siete años llamado Ellis, a quien yo apreciaba mucho.
Ellis se encontraba allí porque le había salido en el muslo un furúnculo enorme
de aspecto virulento. Yo lo vi. Era gordo como una ciruela y más o menos del
mismo color.

Una mañana vino el médico a vernos, y a su costado navegaba la celadora.


Llevaba envuelta la montañosa pechera en una funda blanca almidonada, con
lo que en cierto modo me recordaba un cuadro que yo había visto una vez que
mostraba un bajel de cuatro palos que navegaba con todas las velas
desplegadas al viento.

—¿Qué temperatura tiene hoy? —preguntó el médico, señalándome.

—Casi 38, doctor —le respondió entonces la celadora.


—Ya lleva aquí bastante tiempo —dijo el médico—. Mañana mándele a clase de
nuevo —luego se volvió hacia Ellis—: Quítate el pantalón del pijama —le dijo.

Era un médico muy bajito, calvo, y llevaba gafas con montura de acero. A mí
me inspiraba un terror mortal.

Ellis se quitó el pantalón del pijama. El médico se inclinó y le miró el furúnculo.

—Hum —dijo—. Tiene mal aspecto, ¿eh? Vamos a tener que hacer algo, ¿eh,
Ellis?

—¿Qué va a hacer usted? —preguntó Ellis, temblando.

—Nada que pueda preocuparte —dijo el médico—. Vuelve a acostarte y no


estés pendiente de mí, como si no estuviera.

El pequeño Ellis se tendió de nuevo en el lecho con la cabeza sobre la


almohada. El médico había dejado su maletín en el suelo a los pies de la cama
de Ellis, y ahora estaba arrodillado y abriéndolo. Ellis, aunque levantara la
cabeza de la almohada, no podía ver lo que hacía allí el doctor. El propio pie de
la cama se lo impedía. Pero yo sí lo veía todo. Le vi sacar una especie de bisturí
con mango largo de acero y una hoja corta, afilada y puntiaguda. Se situó en
cuclillas a los pies de la cama de Ellis portando el bisturí en la mano derecha.

—Deme una toalla grande, por favor —dijo a la celadora.

La celadora le entregó la toalla.

Agachado todavía y oculto a la vista de Ellis por los pies de la cama, el médico
desdobló la toalla y se la colocó extendida sobre la palma de la mano izquierda.
En la derecha tenía el bisturí.

Ellis estaba asustado y receloso. Empezó a incorporarse sobre los codos para
ver mejor.

—Sigue tumbado, Ellis —dijo el médico, y aún con la palabra en la boca saltó
desde detrás de la cama, igual que un muñeco-sorpresa, y arrojó directamente
a la cara de Ellis la toalla extendida. Casi en el mismo instante alargó el brazo
derecho y hundió la punta del bisturí bien a fondo en mitad del enorme
furúnculo. Imprimió a la hoja un giro rápido y la retiró enseguida, antes de que
la pobre criatura tuviera tiempo de desenredarse la cabeza de la toalla.

Ellis chilló. No llegó a ver el bisturí entrar y salir, mas no por ello dejó de
sentirlo, y chillaba como un cerdo a medio degollar. Aún le veo forcejear para
quitarse la toalla de la cabeza, y cuando al fin se libró de ella le corrían las
lágrimas por las mejillas y sus grandes ojos castaños observaban al médico con
una mirada de absoluta y total indignación.

—No armes toda esta escandalera por nada —dijo la celadora.

—Póngale una compresa —dijo el médico— con pomada abundante —y, acto
seguido, salió de la enfermería.
Yo no podía, en verdad, reprochar nada al médico. Consideré que había
procedido de manera bastante inteligente. Se daba por supuesto que debíamos
soportar el dolor. Los anestésicos y las inyecciones sedantes no se empleaban
mucho en aquellos tiempos. Los dentistas, en particular, no se tomaban nunca
esas molestias. Pero me pregunto cómo os sentiríais hoy si un médico os
arrojase una toalla a la cara y se os echara encima con un cuchillo en la mano.
Tabaco de cabra

Tenía yo unos nueve años cuando mi hermanastra se prometió para casarse. El


elegido era un joven médico inglés, y aquel verano nos acompañó a Noruega.
El amor flotaba en el aire como polvo de luna, y los dos enamorados, por
alguna razón que los más pequeños no entendíamos, no parecían muy deseosos
de nuestra compañía. Salían solos en la barca. Trepaban por las rocas solos. Y
hasta desayunaban los dos a solas. Eso a nosotros nos dolía. En nuestra familia
siempre lo habíamos hecho todo juntos, y no entendíamos por qué la
hermanastra había de decidir, de buenas a primeras, cambiar las cosas, por
muy prometida en matrimonio que estuviera. Tendíamos a culpar al novio de
haber venido a perturbar nuestra vida de familia, y era inevitable que más
tarde o más temprano lo pagara.

El novio era un inveterado fumador de pipa. Jamás se sacaba de la boca aquella


pipa detestable y apestosa, salvo cuando comía o se bañaba. Incluso
empezábamos a preguntarnos si besaría a su prometida con la pipa entre los
labios. Sujetaba la boquilla con el empaque más viril del mundo entre sus
recios dientes blancos y la retenía así mientras conversaba. Esto nos freía la
sangre. Sin duda sería más correcto quitarse la pipa de la boca y hablar como
es debido.

Cierto día fuimos todos en nuestra pequeña lancha motora a una isla donde no
habíamos estado nunca, y por una vez la hermanastra y su viril prometido
decidieron acompañarnos. Optamos por esta isla y no por otra porque habíanse
visto en ella algunas cabras. Andaban por allí encaramándose a las peñas y se
nos ocurrió que sería divertido hacerles una visita. Pero cuando
desembarcamos, advertimos que las cabras eran totalmente salvajes y no
podíamos acercarnos a ellas. Desistimos, pues, de hacer amistades con
animales tan ariscos y nos sentamos por allí, sobre las lisas rocas, a disfrutar
del hermoso sol en traje de baño.

El viril prometido se puso a llenar la pipa. Le estuve observando en la


operación de atacar muy cuidadosamente la cazoleta con el tabaco que sacaba
de una bolsita de hule amarilla. Había terminado de hacer esto y se disponía a
encenderla cuando la hermanastra le llamó para que fuese al agua con ella. De
manera que dejó la pipa en el suelo y acudió a la llamada.

Yo miraba obsesionado la pipa que había quedado allí abandonada sobre la


roca. A dos palmos de ella divisé un montoncito de cagarrutas de cabra secas,
todas tan redonditas y renegridas como pequeñas aceitunas, y en ese mismo
instante comenzó a despuntar en mi mente una interesante idea. Recogí la pipa
y, con unos golpecitos, la vacié totalmente de tabaco. Luego tomé las
cagarrutas y las desmenucé con los dedos. Con mucho cuidadito vertí en la
cazoleta de la pipa estos excrementos desmenuzados, atacándolos con el
pulgar exactamente como había visto hacer siempre a nuestro viril enamorado.
Concluida esta operación, puse encima una fina capa de tabaco auténtico. La
familia entera me había estado observando. Nadie decía una palabra, pero yo
podía percibir muy bien un aire de general aprobación. Volví a dejar la pipa en
su sitio y nos quedamos todos esperando el retorno de la víctima. La familia en
pleno estaba unida ahora en esto, incluso mi madre. Yo les había inducido a
entrar en el complot simplemente dejando que vieran lo que hacía. Era una
conspiración familiar muda, pero no poco alarmante.

Volvió al fin el viril prometido, chorreando agua del mar, fornido, saludable,
bronceado, sacando ostentosamente el pecho.

—¡Qué baño! —anunció al mundo—. ¡Espléndida, el agua! ¡Algo grandioso!

Comenzó a secarse vigorosamente con la toalla, haciendo que se le marcaran


bien los bíceps, y a continuación se sentó en la roca y tomó la pipa.

Nueve pares de ojos le observaban atentos. Todo el mundo contenía la risa


para no estropear la broma. Temblábamos con el nerviosismo de la inminencia,
y buena parte de la expectación debíase al hecho de que ninguno de nosotros
sabía exactamente lo que iba a pasar.

El viril prometido se colocó la pipa entre los recios dientes blancos y encendió
una cerilla. Puso la llama sobre la cazoleta y dio una fuerte chupada. Se
prendió el tabaco, y la cabeza del galán quedó envuelta en nubecillas de humo
azul.

—¡Ajá…! —exclamó, echando humo por las narices—. No hay nada como una
buena pipa después de un baño reconfortante.

Nosotros esperábamos en silencio. A duras penas podíamos aguantar, y la


hermanita de siete años no resistió, al fin, la tentación:
—¿Qué clase de tabaco echas en ese chisme? —preguntó con impecable
inocencia.

—Navy Cut —contestó él—. Player’s Navy Cut. Es el mejor que hay. Estos
noruegos fuman toda clase de tabacos aromatizados; una verdadera porquería
que no fumaría yo por nada del mundo.

—No sabía que hubiera gustos distintos —prosiguió la hermanilla.

—Pues claro que los hay —dijo el viril prometido—. Para el buen fumador de
pipa, que sabe identificarlos, todos los tabacos son diferentes. Navy Cut es
puro y sin adulteraciones. Es lo que fuman los hombres.

El hombre parecía divagar y empleaba expresiones largas, como «que sabe


identificarlos» y «sin adulteraciones», que no estábamos muy seguros de lo que
querían decir.

La hermanastra, recién salida del baño y envuelta en un albornoz, vino a


sentarse junto a su viril enamorado. Y entonces empezaron los dos a dirigirse
aquellas miraditas bobas y sonrisitas acarameladas que nos ponían malos a
todos. Estaban harto ocupados el uno con el otro para percibir la tremenda
tensión que reinaba en nuestro grupo. Ni siquiera se dieron cuenta de que
todas las caras permanecían vueltas hacia ellos. Habíanse sumido una vez más
en su mundo de idilio donde los niños no existían.

El mar estaba en calma, lucía el sol y hacía un día espléndido.

Entonces, de repente, el viril prometido lanzó un grito penetrante y saltó por


los aires lo menos un metro. La pipa voló de su boca y se alejó rebotando sobre
las peñas. Un segundo grito fue tan agudo y estentóreo que todas las gaviotas
de la isla levantaron el vuelo asustadas. Tenía el rostro contraído, desencajado,
como una persona que sufre cruel tormento, y se había quedado blanco como
la nieve. Comenzó a farfullar, y a atragantarse, y a devolver, y a gargajear, y a
comportarse en todo como un individuo víctima de una perturbación orgánica
grave. Se hallaba completamente sin habla.

Mientras tanto, todos nosotros le mirábamos alucinados.

La hermanastra, que debió de pensar que estaba a punto de perder a su futuro


esposo para siempre, le sobaba, le daba cachetes en la espalda y gritaba:

—¡Amor mío! ¡Amor mío! ¿Qué te pasa? ¿Dónde te duele? ¡Traed la lancha!
¡Poned en marcha el motor! ¡Tenemos que llevarle a un hospital
inmediatamente! —Parecía haber olvidado que en aquel lugar no había un
hospital en 50 millas a la redonda.

—¡Me han envenenado! —farfullaba el viril prometido—. ¡Se me ha metido en


los pulmones! ¡En el pecho! ¡Tengo el pecho ardiendo! ¡Se me está quemando
el estómago!

—¡Ayudadme a meterle en la barca! ¡Rápido! —clamaba la hermanastra,


agarrándole por los sobacos—. ¡No os estéis ahí mirando! ¡Venid a echarme
una mano!

—¡No, no, no! —gritaba el prometido, no tan viril ya como antes—. ¡Dejadme en
paz! ¡Necesito aire! ¡Dadme aire! —Se tendió de espaldas y se puso a aspirar
profundas bocanadas de aquel espléndido aire oceánico noruego, con lo que en
cosa de un minuto volvía a sentarse ya en vías de recuperación.

—Pero ¿qué te ha pasado, si se puede saber? —le preguntó la hermanastra,


tomándole tiernamente las manos entre las suyas.

—No me lo puedo imaginar —murmuró él—. Sencillamente, no me lo puedo


imaginar —tenía todavía la cara pasmada y blanca como la nieve virgen, y le
temblaban las manos—. Tiene que haber existido una causa —añadió—. Tiene
que haberla por fuerza.

—¡Yo sé la causa! —gritó la hermana de siete años, desternillándose de risa—.


¡Yo sé lo que ha sido!

—¿Qué ha sido? —saltó la mayor—. ¿Qué habéis tramado? ¡Dímelo enseguida!

—¡Es la pipa! —gritó la hermanita, retorciéndose de risa todavía.

—¿Qué pasa con la pipa? —dijo entonces el viril enamorado.

—¡Que lo que has fumado es tabaco de cabra! —proclamó la hermana pequeña.


Hicieron falta unos momentos para que el pleno significado de estas palabras
se abriera paso en el entendimiento de los dos enamorados, pero cuando lo
hizo, y cuando la terrible ira comenzó a mostrarse en el semblante del viril
prometido, y cuando este empezó a ponerse lenta y amenazadoramente de pie,
echamos todos a correr para salvar la vida y brincamos desde los peñascos a
las hondas aguas.
Repton y Shell, 1929-1936

(De los 13 a los 20 años)


Atuendo para la escuela superior

Cuando alcancé la edad de 12 años, me dijo mi madre:

—Te he apuntado en Marlborough y en Repton. ¿A cuál te gustaría ir?

Los dos eran colegios famosos, que en Inglaterra llaman Public Schools, pero
eso era cuanto sabía yo de ellos.

—A Repton —dije—. Iré a Repton (era una palabra más fácil de decir que
Marlborough).

—Muy bien —dijo mi madre—. Irás a Repton.

Entonces vivíamos en Kent, en un lugar llamado Bexley. Repton estaba en las


Midlands, cerca de Derby, a más de 200 kilómetros al norte. Eso no era óbice.
Había muchos trenes. En aquellos tiempos no llevaban a la escuela en coche a
nadie. Nos metían en el tren.

En septiembre de 1929, cuando llegó el momento de ir a Repton, tenía yo


exactamente 13 años. El día de mi partida, lo primero que tuve que hacer fue
vestirme las prendas reglamentarias del colegio. Una semana antes había ido
con mi madre a Londres a comprar estas prendas, y recuerdo el estupor que
me paralizó cuando vi la indumentaria que esperaban que llevase.

—¡Yo no puedo ponerme eso de ninguna manera! —protesté—. ¡Nadie lleva


cosas así!
—¿Está seguro de que no se confunde usted? —preguntó mi madre al
dependiente.

—Si va a Repton, señora, ha de llevar esta ropa —dijo el dependiente con tono
categórico.

Y ahora aquel asombroso disfraz estaba encima de mi cama esperando que me


lo pusiera.

—Póntelo —dijo mi madre—. Y date prisa o perderás el tren.

—Voy a parecer un perfecto idiota con esto —dije. Mi madre salió de la


habitación y me dejó que me las apañara solo. Con inmensa desgana, comencé
a vestirme.

Había primero una camisa blanca con cuello blanco de quita y pon. Aquel
cuello era distinto de todos los cuellos que había visto en mi vida. Tieso y duro
como un pedazo de celuloide. Sus rígidos extremos se doblaban por delante
para formar un par de aletas, tan grande todo ello que, según descubrí
después, las puntas de las aletas de marras me rozaban enojosamente debajo
de la barbilla. Lo llamaban cuello de mariposa.

Para acoplar el cuello de mariposa a la camisa había que abrochar un botón


delante y otro detrás. Jamás me había visto en un rompecabezas como aquel.
«Tengo que hacerlo como es debido», me dije. Comencé, pues, por situar el
botón de atrás en la parte posterior del cuello de la camisa; luego traté de
abrocharlo, pero el cuello estaba tan tieso que me era imposible introducir el
botón por el ojal. Decidí ablandarlo con saliva. Me metí el borde del cuello en la
boca y chupé el almidón. Dio resultado. El botón pasó por el ojal y la parte
posterior del cuello quedó acoplada al dorso de la camisa.

Inserté el botón delantero en un lado de la parte frontal de la camisa y me la


puse. Con ayuda de un espejo, intenté hacer pasar el botón de delante por el
primero de los dos ojales de la parte anterior del cuello. No quería entrar. El
ojal era tan pequeño, tan rígido y almidonado, que no había nada que pasara
por él. Me quité la camisa y me introduje en la boca los dos ojales delanteros
del cuello, mascándolos hasta que se ablandaron. El almidón no tenía sabor a
nada. Volví a ponerme la camisa y al fin conseguí hacer pasar el botón
delantero por los ojales del cuello.

En torno al cuello, pero bajo las alas de mariposa, me puse una corbata negra,
atada con un nudo corriente.
Luego venían los pantalones y los tirantes. Los pantalones eran negros con fino
rayado gris. Abotoné los tirantes a los pantalones, seis botones en total, y a
continuación me los puse y ajusté los tirantes a la longitud correcta deslizando
arriba y abajo dos correderas de metal.

Me calcé un par de zapatos negros flamantes y me até los cordones.

Después estaba el chaleco. Era también negro y tenía 12 botones y dos


bolsillitos a cada lado, uno encima del otro. Me lo puse y abroché los botones,
empezando por el de arriba y concluyendo por el de abajo. Menos mal que no
tuve que chupar también todos aquellos ojales para hacer pasar por ellos los
botones.
Ya todo esto generaba bastante apuro para un chico que antes no había llevado
nunca nada más complicado que unos pantalones cortos y una chaqueta de
franela. Pero la chaqueta de Repton le ponía digno remate. No era en realidad
una chaqueta, sino una especie de levita, y, sin duda, la vestimenta más
ridícula que había visto en mi vida. Al igual que el chaleco, era negra azabache
y estaba hecha de un género recio parecido a la sarga. Por delante estaba
cortada de forma que los dos lados se encontraban solo en un punto, hacia la
mitad de la altura del chaleco. Ahí había un único botón, que debía uno
abrocharse. Del botón para bajo, los lados se separaban, describían una curva
por detrás de las piernas del usuario y se juntaban de nuevo a la altura de las
corvas formando un par de «colas». Estas colas estaban separadas por una
abertura, y al caminar le iban gualdrapeando a uno en las piernas. Me puse
aquel adefesio y abroché el botón. Sintiéndome como un aprendiz de
sepulturero en una funeraria, bajé la escalera remiso y desganado.

Mis hermanas soltaron una carcajada cuando me vieron aparecer.

—¡No puede salir con «eso»! —protestaron—. ¡Le van a detener los guardias!

—Ponte el sombrero —dijo mi madre, alargándome un sombrero de paja de ala


ancha y dura con banda negra y azul. Me lo puse e hice cuanto pude por
asumir un porte digno. Mis hermanas se revolcaban de risa.
Mi madre me sacó de casa antes de que se me acabase del todo la paciencia, y
atravesamos juntos el pueblo en dirección a la estación de Bexley. Mi madre
me acompañaría hasta Londres e iría a despedirme al tren de Derby, pero le
habían advertido que de ninguna manera debía acompañarme más allá. Yo solo
llevaba una maleta pequeña. El baúl lo habían facturado antes con la etiqueta:
«Equipaje por adelantado».

—Nadie se fija en ti lo más mínimo —dijo mi madre cuando pasábamos por la


calle mayor de Bexley.

Y, curiosamente, era verdad.

—He aprendido una cosa de Inglaterra —prosiguió mi madre—. Es un país


donde a la gente le gusta llevar uniformes y ropajes excéntricos. Hace 200 años
sus vestimentas eran aún más extravagantes que ahora. Puedes considerarte
afortunado de que no te obliguen a llevar peluca y mangas con volantes.

—De todos modos, me encuentro ridículo —dije.

—Todo el que te mira —dijo mi madre— sabe que vas a una Public School.
Todas las Public Schools inglesas tienen su uniforme peculiar, diferente y
estrambótico. La gente pensará en la suerte que tienes de poder ir a uno de
esos colegios tan famosos.

Tomamos el tren que unía Bexley con Charing Cross, y allí un taxi a la estación
de Euston.

En Euston me hicieron subir al tren de Derby con una legión de chicos más,
todos con la misma grotesca indumentaria que yo, y allá que fuimos benditos
del cielo.
Los auxiliares

En las escuelas inglesas, algunos alumnos mayores desempeñan funciones de


vigilancia como auxiliares; los llaman prefects , pero en Repton nunca los
llamaban así: los llamaban boazers , y tenían poder de vida y muerte sobre
nosotros, los más pequeños. Podían hacernos bajar en pijama en plena noche y
azotarnos solo por habernos dejado una media de rugby tirada en el suelo del
vestuario en vez de colgarla en la alcayata correspondiente. Un boazer podía
castigarnos por otras mil y una faltas triviales: por dejar que se nos quemara su
tostada a la hora del té, por no quitar bien el polvo de su cuarto, por no
conseguir encender el fuego de su habitación pese a habernos gastado en teas
la mitad de nuestra asignación semanal, por llegar tarde a pasar lista, por
hablar durante el repaso de la tarde, por no acordarnos de cambiarnos de
calzado a las seis. El repertorio era interminable.

—¿Cuatro con la bata puesta o tres sin ella? —te preguntaba el boazer en el
vestuario a altas horas de la noche.

Ya otros en el dormitorio te habían dicho lo que convenía contestar a esa


pregunta.

—Cuatro con la bata —musitabas entonces, temblando.

Aquel boazer era famoso por la velocidad de sus varazos. La mayoría hacía
pausa entre golpe y golpe para prolongar la operación, pero Williamson, el
gran jugador de rugby , de críquet y consumado atleta, pegaba siempre sus
bastonazos en una serie de movimientos rápidos sin pausa alguna entre
medias. Los cuatro varazos le llovían a uno en el culo tan aprisa que acababa
todo en cuatro segundos.

Después de cada flagelación, en el dormitorio se observaba invariablemente un


ritual. Se requería de la víctima que se plantara en mitad del recinto y se
bajara los pantalones del pijama para que los demás examinaran el daño
causado. Se apiñaban a tu alrededor media docena de expertos y expresaban
sus opiniones en un lenguaje altamente profesional.

—Un trabajo de primera.

—¡Todos en el mismo sitio!

—¡Caray! ¡Nadie diría que te han arreado más de uno, de no ser por la
machacadura!

—¡Chico, ese Williamson tiene una puntería tremenda!

—¡Ya lo creo que sí! ¿Por qué crees que es tan bueno en el críquet ?
—¡Y, sin embargo, no ha llegado a hacerte sangre! ¡Un solo varazo más y te
abre herida!

—¡Y eso con bata y todo! ¡Es extraordinario, os lo digo yo!

—¡La mayor parte de los boazers no habrían obtenido un resultado así ni sin
bata siquiera!

—¡Debes de tener una epidermis la mar de fina! ¡Ni Williamson habría hecho
eso con una piel corriente!

—¿Empleó el largo o el corto?

—¡Aguarda! ¡No te los subas todavía! ¡Quiero echarle otro vistazo!

Y yo seguía allí plantado, confuso por todo aquel interés tan fríamente clínico.

En cierta ocasión estaba todavía así en mitad del dormitorio, con los pantalones
del pijama bajados hasta las rodillas, cuando entró Williamson por la puerta.

—¿Se puede saber qué estás haciendo ahí? —preguntó, aun sabiendo
perfectamente lo que yo hacía.

—N… n… nada —balbucí yo—. N… nada en absoluto.

—¡Súbete ese pijama y métete en la cama ahora mismo! —ordenó. Pero pude
observar que, al darse la vuelta para salir, ladeó ligerísimamente la cabeza
para echar una ojeada al trabajito que me había hecho en el culo. Seguro estoy
de que le sorprendí una chispa de orgullo en el rictus de la boca antes de
cerrar la puerta tras él.
El director

En Repton me impresionó el director por ser un hombrecillo de aspecto


bastante vulgar, patizambo, con la cabeza grande y calva y muchas energías,
pero no demasiada simpatía y atractivo humano. Entendámonos, yo nunca le
conocí bien, porque en todos los meses y años que pasé en la escuela dudo que
me dirigiese más de seis frases en total. De modo que acaso fuera un error mío
formar un juicio semejante.

Lo interesante de aquel director es que tiempo después llegó a ser un


personaje famoso. Al final de mi tercer año se le designó inopinadamente
obispo de Chester y se fue a vivir a un palacio en las orillas del Dee. Recuerdo
mis esfuerzos de entonces por desentrañar el enigma de que una persona
pudiera saltar de maestro a obispo de golpe y porrazo, pero enigmas mayores
habían de venir.

Pronto fue promovido de nuevo, y de Chester pasó a ser obispo de Londres, y


de allí, al cabo de no muchos años, brincó una vez más en la escala para ocupar
la dignidad más alta de todas, ¡la de arzobispo de Canterbury! Y no demasiado
tiempo después fue a él a quien cupo el honor de coronar a nuestra actual
soberana en la abadía de Westminster, con medio mundo viéndole por
televisión. ¡Bien, bien, muy requetebién! ¡Y ese era el hombre que solía
propinar las más sádicas palizas a los estudiantes que tenía a su cargo! Seguro
que a estas alturas ya os estaréis preguntando por qué doy tanta importancia
en estas páginas a la cuestión de los castigos corporales en las escuelas. La
respuesta es que no puedo evitarlo. Durante toda mi vida escolar me aterró el
hecho de que a maestros y alumnos mayores se les permitiera herir
literalmente a otros niños, y a veces herirlos de gravedad. No podía asimilarlo.
Jamás he podido. Desde luego, no sería justo dar a entender aquí que «todos»
los maestros estuviesen constantemente flagelando a «todos» los alumnos,
aterrorizados, en aquellos tiempos. No era así. Solo unos pocos lo hacían, pero
fue suficiente para dejar una perdurable impresión de horror en mí. Y también
me dejó otra impresión más física. Todavía hoy, cada vez que tengo que pasar
sentado algún tiempo en una silla o banco de asiento duro, empiezo a sentir
palpitaciones en los sitios donde la vara, hace 50 y tantos años, me señaló el
culo.

No hay nada malo en propinar unos pocos tientos rápidos en las nalgas. A un
chico díscolo probablemente le vendrán muy bien. Pero el director de quien
hablábamos no se contentaba con calentar el culo cuando echaba mano de su
vara para administrar una paliza. A mí nunca me azotó, gracias a Dios, pero el
mejor amigo que tuve en Repton, un chico llamado Michael, me hizo vívida
descripción de una de tales ceremonias. A Michael le ordenó quitarse los
pantalones y arrodillarse en el sofá de su despacho con la mitad del cuerpo
colgando sobre uno de los brazos del sofá. El gran hombre le asestó entonces
un «crac » terrorífico. Luego siguió una pausa. El director dejó el bastón y
comenzó a llenar su pipa de tabaco, que iba sacando de una lata. Al mismo
tiempo se puso a sermonear al chico arrodillado acerca del pecado y de las
malas acciones. Al poco, empuñó de nuevo la vara y descargó un segundo «crac
» formidable sobre las nalgas temblorosas. A continuación, la tarea de llenar la
pipa y el sermoneo prosiguieron por espacio quizá de otros 30 segundos.
Después vino el tercer varazo. Luego, una vez más, el instrumento de tortura
fue depositado encima de la mesa y apareció una caja de cerillas. Se encendió
una cerilla, que fue aplicada a la pipa. La pipa no quería arder. Se administró
un cuarto golpe, sin interrumpirse el sermón. Este lento y temible proceso se
prolongó hasta haber sido propinados 10 bastonazos terribles, y todo ese
tiempo, entre intentos de encender la pipa gastando una cerilla tras otra, no
cesó un solo instante el sermón sobre el mal, y la perversidad, y el pecado, y la
mala conducta, y la inmoralidad, y el delito. No había tregua siquiera en el
momento de descargar los golpes. Cuando todo hubo terminado, el director
sacó una palangana, una esponja y una toallita limpia, y la víctima recibió
orden de enjugarse la sangre antes de subirse los pantalones.

¿Os extrañará, pues, que el comportamiento de aquel hombre me tuviera


terriblemente desconcertado? En aquella época, además de director del
colegio, era un clérigo ordinario, y cuando, sentado en la luz tenue de la capilla
del colegio, le oía predicar sobre el Cordero de Dios y sobre la misericordia y el
perdón y todas esas cosas, mi tierno entendimiento era presa de una confusión
total. Sabía yo muy bien que la noche antes, sin ir más lejos, aquel predicador
no había mostrado ni misericordia ni perdón flagelando a cualquier pobre crío
por haber quebrantado las reglas.

«¿Qué está pasando entonces?», solía yo preguntarme.

¿Predicaban una cosa y practicaban otra aquellos hombres de Dios?

Y si alguien me hubiera dicho en esa época que aquel clérigo flagelador iba a
llegar a ser un día arzobispo de Canterbury, jamás me lo habría creído.

Fue todo esto, me figuro, lo que hizo que empezase a abrigar dudas acerca de
la religión e incluso acerca de Dios. «Si este individuo, —me repetía
constantemente—, es uno de los representantes de Dios en la tierra, entonces
es que hay algún error muy serio en todo el negocio».
Chocolates

De cuando en cuando, a cada alumno de nuestro colegio se le servía una


sencilla caja de cartón de color gris, que era, lo creáis o no, un obsequio de
Cadbury, la gran fábrica de chocolates. Dentro de la caja había 12
chocolatinas, todas de formas distintas, todas de diferente composición y todas
con números del uno al 12 marcados debajo. 11 de estas chocolatinas eran
invenciones nuevas de la fábrica. La duodécima era la de «control», que ya
todos conocíamos, generalmente la de crema de café patentada por Cadbury.
También venía en la caja una hoja de papel con los números del uno al 12 y dos
columnas en blanco, una para que cada uno de nosotros adjudicáramos una
puntuación a cada chocolate del cero al 10 y otra para observaciones.

Lo único que se nos pedía a cambio de este espléndido regalo era que
probáramos muy cuidadosamente cada chocolatina, le pusiéramos nota e
hiciéramos un comentario razonable explicando por qué nos gustaba o no nos
gustaba.

Era un recurso inteligente. Cadbury se procuraba así la colaboración de


algunos de los más grandes expertos en chocolatinas del mundo para degustar
sus nuevas invenciones. Teníamos la edad idónea, entre 12 y 18 años, y
conocíamos íntimamente toda clase de chocolatinas en existencia, desde la
granulada con leche hasta la merengada con sabor a limón. Evidentemente,
nuestras opiniones acerca de cualquier novedad serían de gran valor.
Entrábamos todos en este juego con sumo gusto, sentándonos en nuestros
cuartos de estudio y dando bocaditos a cada chocolatina con aire de peritos
catadores, adjudicando nuestras notas y efectuando nuestras observaciones.
«Demasiado delicada para el paladar corriente», es uno de los comentarios que
recuerdo haber anotado.
Para mí la importancia de todo esto consistió en que empecé a darme cuenta
de que las grandes empresas chocolateras disponían realmente de
departamentos de invención y se tomaban muy en serio sus innovaciones. Solía
imaginarme una sala larga y blanca, como un laboratorio, con marmitas de
chocolate, y dulce de cacao y caramelo, y toda clase de rellenos exquisitos
hirviendo sobre los hornillos, en tanto que hombres y mujeres con batas
blancas se afanaban entre las bullentes marmitas, catando y mezclando y
combinando sus maravillosas invenciones. Y solía imaginarme también a mí
mismo trabajando en uno de estos laboratorios, y de improviso daba con algo
tan absoluta e irresistiblemente delicioso que tomaba mi nuevo hallazgo en la
mano y salía disparado del laboratorio y corría por el pasillo y no paraba hasta
que por fin llegaba al despacho del mismísimo señor Cadbury, el gran Cadbury
en persona. «¡Lo tengo, señor Cadbury!, —gritaba, poniéndole el chocolate
delante—. ¡Es fantástico! ¡Es fabuloso! ¡Maravilloso! ¡Irresistible!».

Muy despacio, el gran hombre tomaba mi chocolate recién inventado y le


pegaba un bocadito. Le daba unas vueltas en la boca. Luego, de repente, se
levantaba de un salto, exclamando: «¡Lo ha conseguido usted! ¡Ha acertado!
¡Es un milagro! —Y me daba una palmada en la espalda y gritaba—: ¡Vamos a
venderlo a millones! ¡Vamos a inundar el mundo con ello! ¿Cómo demonios lo
ha logrado? ¡Se le dobla a usted el sueldo!». Eran deliciosos aquellos sueños, y
no me cabe la menor duda de que, 35 años después, buscando yo argumento
para mi segundo libro destinado a los niños, recordé aquellas cajitas de cartón
y las chocolatinas recién inventadas que contenían, y comencé a escribir un
libro titulado Charlie y la fábrica de chocolate .
Corkers

Había en Repton unos 30 maestros o más, y la mayoría eran


extraordinariamente tediosos y totalmente incoloros y no tenían el menor
interés por los alumnos. Pero Corkers, un solterón excéntrico, no era ni tedioso
ni desaborido. Corkers era un seductor, un hombrón desmañado de mejillas
colgantes como las de un sabueso y vestimenta sucia, desaliñada. Llevaba
pantalones de franela sin planchar y chaqueta parda de mezclilla llena de
remiendos y con migas en las solapas. Estaba allí para enseñarnos
matemáticas, pero en realidad no nos enseñaba nada y tal era deliberadamente
su método. Sus lecciones consistían en una serie interminable de pasatiempos
inventados por él, de tal modo que no hubiera nunca ocasión de mencionar las
matemáticas. Entraba con su andar pesado en el aula, se sentaba detrás de su
escritorio y miraba desafiante a la clase. Nosotros aguardábamos con
expectación, preguntándonos intrigados por dónde iría a salir.

—Vamos a echar un vistazo al crucigrama del Times de hoy —decía, sacándose


del bolsillo de la chaqueta un periódico todo arrugado—. Será mucho más
divertido que andar enredando con los números. Detesto los números. Los
números son probablemente lo más funesto que hay en el mundo.

—¿Entonces por qué enseña usted matemáticas, señor? —le preguntaba alguno
de nosotros.

—Es que no las enseño —respondía él, sonriendo taimadamente—. «Simulo»


enseñarlas, nada más.

Corkers copiaba la cuadrícula del crucigrama en el encerado y pasábamos el


resto de la clase intentando resolverlo mientras él leía en voz alta las
definiciones. Aquello nos resultaba muy ameno.

La única vez que tocó más o menos las matemáticas, recuerdo, fue el día en
que se sacó del bolsillo una hoja cuadrada de papel de seda y la blandió en el
aire.

—Miradlo bien —dijo—. Este papel de seda tiene una centésima de pulgada de
grueso. Lo pliego una vez, haciéndolo doble. Lo pliego de nuevo, con lo que
cuatriplico su grosor. Vamos a ver, daré una chocolatina grande de fruta, leche
y avellanas marca Cadbury a quien sepa decirme, con una aproximación no
inferior a 12 pulgadas, el grosor que tendrá si continúo plegándolo hasta 50
veces.
Todos levantamos la mano y nos pusimos a dar respuestas aventuradas con la
esperanza de adivinar:

—Veinticuatro pulgadas, señor.

—Tres pies, señor.

—Cinco yardas, señor.

—Tres pulgadas, señor.

—No sois muy perspicaces, me parece a mí —dijo Corkers—. La respuesta es la


distancia de la Tierra al Sol. Ese es el grosor que tendría.

Quedamos cautivados por aquel alarde de inteligencia y le pedimos que lo


demostrara en el encerado, a lo que accedió él complacido.

En otra ocasión trajo a clase una culebra inofensiva de poco más de medio
metro e insistió en que la tocáramos y agarráramos todos a fin de curarnos
para siempre, según dijo, del miedo a los ofidios. Esta experiencia causó una
verdadera conmoción.

No puedo recordar las miles de cosas estupendas que ideaba Corkers para
tener a su clase contenta, pero hay una que nunca olvidaré y que se repetía a
intervalos de unas tres semanas a lo largo de cada curso. Estaba hablándonos
de esto o de lo otro cuando de pronto se interrumpía en mitad de una frase y
un gesto de intenso dolor nublaba su viejo rostro. Luego alzaba la cabeza, se
ponía a ventear el aire con su colosal nariz y decía a grandes voces:

—¡Por Dios! ¡Esto es ya demasiado! ¡Esto se pasa de la raya! ¡Es intolerable!


Nosotros sabíamos exactamente la continuación, pero le seguíamos siempre el
juego:

—¿Qué ocurre, señor? ¿Qué ha sucedido? ¿Se encuentra usted bien, señor? ¿Se
siente indispuesto, señor?

Pero él alzaba de nuevo la enorme nariz, meneaba despacio la cabeza a un lado


y a otro y olfateaba delicadamente el aire como en busca de una fuga de gas o
del tufillo de algo que se estuviera quemando.

—¡Esto no puede tolerarse! —clamaba—. ¡Es «insoportable»!

—Pero ¿«qué pasa», señor?

—Os voy a decir lo que pasa —gritaba Corkers—. ¡Que alguien se ha «peído»!

—¡Oh, no, señor!

—¡Yo no, señor!

—¡Ni yo tampoco, señor!

—¡Ninguno de nosotros, señor!

En este punto, se levantaba majestuosamente y gritaba con toda la fuerza de


que eran capaces sus pulmones:

—«¡Utilizad la puerta como ventilador! ¡Abrid las ventanas!».


Aquella era la señal que desencadenaba una actividad frenética, y toda la clase
abandonaba sus asientos. Era una operación bien ensayada y cada uno de
nosotros sabía exactamente lo que tenía que hacer. Cuatro chicos se
apoderaban de la puerta y empezaban a moverla atrás y adelante a gran
velocidad. Los demás se ponían a trepar por los gigantescos ventanales que
ocupaban toda una pared del aula, abrían de par en par las vidrieras de abajo
y, usando una larga pértiga con un gancho en la punta para abrir las de arriba,
se asomaban a respirar aire puro a bocanadas con histriónicos gestos de
desesperación. Mientras toda esta operación estaba en marcha, Corkers salía
tranquilamente de la clase murmurando:

—¡Eso es lo que pasa con el repollo! ¡No os dan más que cochino repollo y
coles de Bruselas, y los soltáis que parecéis una traca!

Y ya no volvíamos a ver el pelo a Corkers por ese día.


Los asistentes

En Repton pasé dos largos años como fag o asistente, lo cual quiere decir que
era el criado del titular del cuarto de estudio donde tenía mi pequeño pupitre.
Si resultaba que el titular de dicho cuarto era un boazer o auxiliar del régimen
doméstico, tanto peor para mí, porque los boazers eran una ralea peligrosa.
Durante mi segundo curso tuve la mala fortuna de que me instalaran en el
cuarto de estudio del jefe de régimen doméstico, un mozalbete de 17 años,
arrogante y antipático, llamado Carleton.

Carleton siempre te miraba de arriba abajo, y si uno era tan alto como él, como
sucedía en mi caso, echaba la cabeza hacia atrás y se las arreglaba para
mirarte, de todos modos, desde la vertical de su nariz. Carleton tenía en su
cuarto de estudio tres asistentes y los tres vivíamos aterrorizados por él,
especialmente los domingos por la mañana, porque el domingo era el día de
limpieza de los estudios. Todos los asistentes de todos los estudios tenían que
quitarse la chaqueta, remangarse la camisa, echar mano de cubos y bayetas, y
agacharse a fregar el cuarto de su caporal correspondiente. Y cuando digo
«fregar» quiero decir prácticamente dejar el recinto esterilizado. Fregábamos
el suelo, limpiábamos los cristales y marcos de las ventanas, sacábamos brillo a
la rejilla de la chimenea, quitábamos el polvo de muebles, repisas y molduras,
de los marcos de los cuadros, y poníamos el mayor esmero en que no quedara
una sola mota en palos de hockey , bates de críquet y paraguas.

Nos habíamos pasado la mañana entera del domingo trabajando como negros
en la limpieza del estudio de Carleton, y entonces, justo a la hora del almuerzo,
se presentaba él y decía:

—Ya basta.
—Sí, Carleton —murmurábamos los tres, temblando. Nos echábamos hacia
atrás, exhaustos, obligados como siempre a esperar observando al temible
Carleton mientras efectuaba el ritual de la inspección. Lo primero de todo, iba
al cajón de su escritorio y sacaba de él un guante de algodón blanco impoluto
que se ponía con mucha ceremonia en la mano derecha. Luego, tomándose
tanto tiempo y procediendo con tanto cuidado como un cirujano en un
quirófano con anfiteatro, iba recorriendo lentamente el cuarto, pasando los
dedos enguantados de blanco por todas las superficies y molduras, por encima
de los marcos de los cuadros, por los tableros de los escritorios, hasta por las
barras de la rejilla de la chimenea. Cada pocos segundos sostenía la
enguantada mano ante los ojos, en busca de algún rastro de polvo, y nosotros
allí parados, viéndole, sin atrevernos apenas a respirar, aguardando el temido
momento en que el gran hombre se detuviera y gritara:

—¡Ah! ¿Qué es esto que veo?

Un gesto de triunfo iluminaba entonces su rostro mientras mantenía en alto un


dedo blanco maculado por la más infinitesimal huella de polvo imaginable, y
nos miraba con sus ojos azul claro algo saltones y decía:

—Por aquí no habéis limpiado, ¿eh? No os habéis molestado en limpiar mi


cuarto como es debido.

Para nosotros, los tres asistentes, que nos habíamos pasado la mañana entera
trabajando como esclavos, aquellas palabras sencillamente no respondían a la
verdad.
—Hemos limpiado hasta el último rincón, Carleton —respondíamos—. Hasta el
último rincón. De verdad.

—En ese caso, ¿por qué he recogido polvo en el dedo? —proseguía Carleton,
echando la cabeza hacia atrás y mirándonos de arriba abajo—. Esto es polvo,
¿no?

Nos acercábamos y examinábamos el dedo índice enguantado de blanco y la


insignificante chispa de polvo que en él hubiera, y callábamos. Yo reventaba de
ganas de decirle que era una imposibilidad material limpiar una habitación tan
frecuentada como aquella hasta el punto de que no quedara ni una sola mota
de polvo, pero eso habría sido suicida.

—¿Es que alguno de vosotros me va a negar el hecho de que esto es polvo? —


decía Carleton, todavía con el dedo en alto—. Si estoy equivocado, decídmelo.

—No es mucho, Carleton.

—No os he preguntado si es mucho o es poco —argüía Carleton—. He


preguntado simplemente si es polvo o no lo es. ¿Podría ser, por ejemplo,
limadura de hierro…, o polvos de tocador?

—No, Carleton.

—¿O diamante molido, quizá?

—No, Carleton.

—¿Entonces qué es?

—Es… es polvo, Carleton.

—Gracias —decía Carleton—. Al fin habéis admitido no haber limpiado mi


estudio debidamente. Por tanto, os veré a los tres en el vestuario por la noche,
después de las oraciones.

Las normas y rituales del trabajo de los asistentes en Repton eran tan
complicados que podría llenar un libro con ellos. Un boazer , por ejemplo,
podía mandar a discreción a cualquier fag del colegio. Dondequiera que
estuviese dentro del edificio, en el pasillo, en el vestuario, en el patio, gritaba
de pronto «¡Fa-a-ag! » con toda la fuerza de sus pulmones, y todos los
asistentes del establecimiento tenían que dejar al punto lo que estuvieran
haciendo y acudir a escape al lugar donde había resonado el alarido. Cuando
esa voz de «¡Fa-a-ag! » dejaba oír sus ecos por las estancias del edificio se
desataba siempre una carrera a la desesperada, ya que el último en llegar era
invariablemente el designado para realizar el menester bajo o ingrato que
tuviera en las mientes el boazer .

Durante mi primer curso, me hallaba cierto día en el vestuario poco antes de la


hora de comer quitando el barro de las botas de rugby del titular de mi cuarto
de estudio cuando oí el famoso grito de «¡Fa-a-ag! », allá lejos, en la otra punta
del colegio. Lo dejé todo de inmediato y salí corriendo. Pero llegué el último, y
el boazer que había lanzado el grito, un robusto atleta llamado Wilberforce,
dijo:

—Dahl, ven aquí.

Los otros asistentes se escabulleron con la velocidad del rayo y yo me acerqué


remiso a recibir mis órdenes.

—Ve y caliéntame el asiento del retrete —dijo Wilberforce—. Lo quiero bien


caliente.

Yo no tenía la menor idea de lo que me había querido decir con aquello, pero sí
sabía ya que no era aconsejable hacer preguntas a un boazer , de manera que
salí al trote y encontré a otro asistente que me aclaró el significado de aquella
orden singular. Y el significado era que el boazer quería ir al retrete, pero
deseaba que le calentasen el asiento antes de ocuparlo él. Los seis retretes de
la casa, todos ellos sin puerta, se hallaban situados fuera del edificio, en un
cobertizo sin calefacción, y en un día crudo de invierno podías quedarte allí
congelado si permanecías mucho tiempo. Aquel día precisamente era glacial, y
yo crucé por medio de la nieve hasta el cobertizo de las letrinas y entré en la
número uno, que sabía reservada para los boazers en exclusiva. Quité el hielo
del asiento con el pañuelo; luego me bajé los pantalones y me senté, y esperé.
Estuve así un cuarto de hora bien cumplido, con un frío polar, antes de que
Wilberforce se presentara.

—¿Le has quitado el hielo? —preguntó.

—Sí, Wilberforce.

—¿Está «calentito»?

—Todo lo que yo puedo calentarlo, Wilberforce —dije.

—Vamos a comprobarlo enseguida —dijo él—. Ya puedes levantarte.

Me levanté y me subí los pantalones. Wilberforce se bajó los suyos y se sentó a


su vez.

—Muy bien —dijo—. Pero que muy bien.

Era como un catador de vinos catando una muestra de clarete añejo.

—Te pondré en mi lista —añadió.

Yo estaba allí abrochándome sin saber qué demonios quería decir.

—Algunos asistentes tienen el culo frío —explicó—, y otros lo tienen caliente.


Yo solo empleo asistentes de culo caliente para calentarme el retrete. No te
olvidaré.

Y, en efecto, no me olvidó. En adelante, durante todo aquel invierno, pasé a ser


el calientarretretes favorito de Wilberforce, y solía llevarme siempre un libro
en el bolsillo de la chaqueta para entretener las largas sesiones de
calentamiento. Creo que me leí así las obras completas de Dickens, sentado en
aquel dichoso retrete, durante mi primer invierno en Repton.
Deportes y fotografía

Siempre me sorprendió que se me dieran bien los deportes. Y aún fue para mí
mayor sorpresa que llegara a descollar de modo excepcional en dos de ellos:
uno, el llamado «los cincos», y el otro, el squash .

Los cincos, del que muchos de vosotros no sabréis nada, se tomaba muy en
serio en Repton, y teníamos una docena de canchas cubiertas de gruesas
cristaleras mantenidas siempre en perfecto estado. Jugábamos la modalidad de
los cincos llamada «de Eton», en la que participan siempre cuatro jugadores,
dos por cada lado, y que consiste básicamente en dar con las manos
enguantadas a una pelota pequeña, dura, blanca, forrada de piel. Los
americanos tienen algo parecido que llaman «handball », pero los cincos de
Eton es un juego de pelota mucho más complicado porque la cancha tiene toda
clase de realces y salientes que contribuyen a hacer del mismo un deporte
intrincado para el que se requiere especial maestría y destreza.

Los cincos es, posiblemente, el juego de pelota más rápido del mundo, mucho
más rápido que el squash , y la pelota rebota por la cancha a tal velocidad que
algunas veces apenas se la ve. Hace falta un ojo vivaz, muñecas fuertes y
manos rapidísimas para jugar bien a los cincos, y es un deporte al que me
aficioné desde el principio mismo. Acaso os cueste creerlo, pero llegué a
jugarlo tan bien que gané las dos competiciones de cincos de la escuela, júniors
y séniors, el mismo año, cuando yo tenía 15. Pronto ostenté el espléndido título
de «capitán de cincos», y viajaba con mi equipo a otros colegios, como
Shrewsbury y Uppingham, a jugar partidos. Me apasionaba de veras. Era un
juego sin contacto físico, y la rapidez de la vista y la movilidad de los pies era lo
único que contaba.

En Repton, el capitán de cualquier deporte era una persona importante. Era él


quien seleccionaba a los miembros del equipo para los partidos. Él y solo él
podía conceder «colores» a los demás. Concedía los «colores» distintivos de la
escuela acercándose al jugador escogido después de un partido, estrechándole
la mano y diciendo: «¡Graggers on your teamer! ». Eran palabras mágicas (que,
naturalmente, no pueden traducirse) y daban derecho al nuevo titular a toda
clase de privilegios, como el de llevar banda de distinto color en el sombrero de
paja, y cordoncillo de fantasía en la chaqueta, y uniformes deportivos de color
diferente, y toda suerte de distintivos más que hacían destacar al jugador entre
sus compañeros de colegio.
El capitán de cualquier deporte, ya fuera rugby, críquet , cincos o squash ,
tenía otras muchas obligaciones. Los días de partido, era él quien clavaba en el
tablón de anuncios de la escuela el aviso en que se notificaba la composición
del equipo. Él quien concertaba encuentros por carta con otras escuelas. Él y
solo él quien tenía la facultad de invitar a este maestro o aquel a jugar en
contra suya y de su equipo en tardes señaladas. Todas estas responsabilidades
recayeron en mí cuando pasé a ser capitán de cincos. Luego vino el tropiezo.
Se daba más o menos por sentado que a un capitán se le nombrara boazer en
reconocimiento de sus méritos. Si no School Boazer (auxiliar de estudios), por
lo menos House Boazer (auxiliar de régimen doméstico). Pero yo no era del
agrado de las autoridades del colegio. No era de confianza. No me gustaban los
reglamentos. Era imprevisible. Por tanto, no tenía pasta de boazer . En modo
alguno quisieron acceder a nombrarme House Boazer , y mucho menos School
Boazer . Algunas personas nacen para mandar y ejercer autoridad. No era mi
caso. Me mostré totalmente de acuerdo con mi jefe de régimen doméstico
cuando me lo explicó. Habría sido un boazer de chicha y nabo. Habría
conculcado el principio fundamental de la institución de los boazers
negándome a pegar a los asistentes. Yo fui probablemente el único capitán que
no llegó a ser boazer en Repton. Y desde luego fui el único doble capitán no
promocionado a dicha dignidad, porque también me hicieron capitán de squash
. Y para acumular gloria sobre gloria, jugué además en el equipo de rugby de la
escuela.

En una Public School inglesa, el chico que se distingue en los deportes suele
recibir de los maestros el trato más considerado; algo así como la veneración
de los antiguos griegos por sus atletas, a quienes inmortalizaban en estatuas de
mármol. Los atletas eran los semidioses, los elegidos. Seres capaces de realizar
deslumbrantes proezas fuera del alcance de los mortales ordinarios. Todavía
hoy los grandes jugadores de rugby y de béisbol, los corredores famosos y
todos los demás deportistas distinguidos son admiradísimos por el gran
público, y la publicidad se sirve de ellos para vender cereales para el desayuno.
Esto nunca me sucedió a mí, y si queréis que os diga la verdad, me alegro
muchísimo.

Pero gracias a esa afición y dedicación a los deportes, la vida en Repton no


careció totalmente de alicientes para mí. La práctica de deportes en la escuela
es siempre grata y amena si sale uno buen jugador, pero de lo contrario es un
infierno. Yo fui de los afortunados, y todas aquellas tardes pasadas en los
terrenos de juego, en las canchas de cincos y de squash hicieron que los días,
por lo demás grises y melancólicos, transcurrieran para mí mucho más deprisa.

Hubo otra cosa que me deparó gran satisfacción en aquel colegio, y fue la
fotografía. Yo era el único alumno que la practicaba en serio, y hace 50 años no
era un asunto tan sencillo como lo es hoy. Me improvisé una pequeña cámara
oscura en un rincón del auditorio de música, y allí cargaba la máquina con mis
placas de vidrio, y revelaba mis negativos, y los ampliaba.

Nuestro profesor de arte era un hombre recatado y tímido llamado Arthur


Norris que se mantenía siempre bastante al margen del resto del claustro.
Arthur Norris y yo nos hicimos íntimos amigos, y durante mi último curso
organizó una exposición de mis fotografías. Puso toda la escuela de arte a
disposición de este proyecto y me ayudó en la tarea de colocar marcos a mis
ampliaciones. La exposición tuvo mucho éxito, y maestros que en cuatro largos
años apenas me habían dirigido la palabra se me acercaban ahora y decían
cosas como: «Es realmente extraordinario…»; «No sabíamos que teníamos un
artista entre nosotros…»; «¿Están en venta?».

Arthur Norris me convidaba a té con pastas en su piso y me contaba cosas de


pintores como Cézanne y Manet y Matisse, y tengo la impresión de que fue allí,
tomando té los domingos por la tarde en casa del profesor Norris, que me
hablaba con su voz suave y afable, donde concebí mi gran pasión por los
pintores y su obra.

Terminados los estudios, continué mucho tiempo con mi dedicación a la


fotografía, y llegó a dárseme muy bien. Hoy, con una cámara de 35 milímetros
provista de fotómetro automático, cualquiera puede ser un fotógrafo experto;
pero hace 50 años las cosas no eran tan fáciles. Yo utilizaba placas de vidrio en
vez de película, y, antes de salir a fotografiar, había que cargar cada placa en
su marco correspondiente, en la cámara oscura. Por lo general llevaba conmigo
seis placas cargadas, lo que me permitía solamente seis exposiciones, de
manera que apretar el disparador era un lance muy serio que había que
pensarse cada vez con sumo cuidado.

Acaso no lo creáis, pero a mis 18 años solía ganar premios y medallas de la


Real Sociedad Fotográfica de Londres y también de otros sitios, como la Real
Sociedad Fotográfica de Holanda. Hasta obtuve una medalla de bronce muy
grande y bonita de la Sociedad Fotográfica Egipcia, en El Cairo, y aún conservo
la foto con que la gané. Es una vista de una de las llamadas «Siete Maravillas
del Mundo», el arco de Ctesifonte, en Irak. Se trata del mayor arco sin apoyo
del mundo, y tomé la foto en 1940 cuando me instruía como piloto de la RAF.
Volaba solo por el desierto en un viejo biplano Hawker Hart y llevaba la cámara
colgada al cuello. Cuando divisé aquel inmenso arco irguiéndose solitario en
medio de un mar de arena, incliné hacia abajo un ala, me asomé fuera de la
carlinga suspendido de mis correas y solté la palanca de mando mientras
enfocaba la cámara y apretaba el disparador. Me salió estupendamente.
Adiós a la escuela

Durante mi último año en Repton, me preguntó mi madre:

—¿Te gustaría ir a Oxford o a Cambridge cuando termines la escuela?

En aquellos días no era difícil ingresar en cualquiera de estas ilustres


universidades… siempre que pudiera uno pagárselo.

—No, gracias —dije—. Quiero pasar directamente de la escuela a trabajar para


una empresa que me envíe a tierras lejanas y portentosas, como África o China.

No hay que olvidar que a comienzos de los años treinta no existían


prácticamente las líneas aéreas. África se hallaba a dos semanas de Inglaterra
por mar, y para llegar a China había que echar como cosa de cinco semanas.
Eran tierras remotas y mágicas, y nadie hacía el viaje hasta allí solo para pasar
unas vacaciones. Se iba para trabajar. En la actualidad puede ir uno a
cualquier parte del mundo en pocas horas y no queda ya nada que sea
fabuloso. Pero en 1933 las cosas eran muy diferentes.

En consecuencia, durante mi último curso escolar solicité empleo solo en


aquellas empresas que, con toda seguridad, me enviarían al extranjero. Eran la
Shell Company (Departamento de Oriente), la Imperial Chemicals
(Departamento de Oriente) y una compañía maderera finlandesa cuyo nombre
he olvidado.

Me admitieron en la Imperial Chemicals y en la compañía finlandesa, pero por


alguna razón yo quería entrar sobre todo en la Shell Company. Cuando llegó el
día de ir a Londres a entrevistarme con los responsables de contratación de
esta empresa, mi jefe de régimen doméstico me dijo que era ridículo que lo
intentara siquiera.

—El Departamento de Oriente de la Shell es la créme de la créme —dijo—.


Habrá por lo menos un centenar de solicitantes para media docena de plazas
vacantes. No tiene posibilidad de entrar nadie que no haya sido jefe de
auxiliares de estudios o jefe de auxiliares de régimen doméstico, ¡y tú no has
sido siquiera auxiliar de régimen doméstico!

Acertó en lo de los solicitantes. Cuando llegué a la oficina central de la Shell


Company, en Londres, había 107 chicos en espera de ser entrevistados. Y solo
siete plazas que cubrir. No me preguntéis cómo, por favor, pero lo cierto es
que conseguí una de esas plazas. Ni yo mismo lo sé. Pero, en efecto, la gané, y
cuando di la buena noticia a mi jefe de régimen doméstico al volver al colegio,
no me felicitó ni me estrechó calurosamente la mano. Por el contrario, se dio
media vuelta refunfuñando:
—Pues ¿sabes lo que te digo? Que me alegro infinito de no tener acciones de la
Shell.

Pero a mí ya no me preocupaba en absoluto lo que él pensara. Me había


colocado. Tenía un futuro. Era formidable. En julio de 1933 dejaría la escuela
definitivamente para incorporarme a la Shell Company dos meses después, en
septiembre, al cumplir los 18 años. Recibiría instrucción en el Departamento
de Oriente con un sueldo de cinco libras semanales.
Aquel verano, por primera vez en mi vida, no acompañé a mi familia a
Noruega. De alguna manera, sentía la necesidad de correr una especie de
aventura de despedida antes de convertirme en hombre de negocios. Así que
estando todavía en el colegio durante mi último curso, me inscribí para pasar el
mes de agosto con una denominada Sociedad Exploradora de las Publics
Schools. El jefe de este grupo era un hombre que había ido con el capitán Scott
en su última expedición al Polo Sur, y estaba preparando un equipo de alumnos
de cursos superiores para explorar el interior de Terranova durante las
vacaciones de verano. Parecía interesante.

Sin la menor pesadumbre, dije a Repton adiós para siempre y regresé a Kent
en mi motocicleta. Aquella espléndida máquina era una Arien de 500
centímetros cúbicos que había comprado el año anterior por 18 libras, y
durante el último curso que pasé en Repton la tuve guardada secretamente en
un garaje de la carretera de Willington, a unos tres kilómetros. Los domingos
me acercaba al garaje y me disfrazaba con casco, anteojos, un impermeable
viejo y botas de goma, y recorría todo el condado de Derby. Era divertido pasar
estrepitosamente por Repton mismo sin que nadie supiese quién eras, haciendo
regates entre los maestros que paseaban por la calle, y en torno a los boazers ,
arrogantes y amenazadores, que habían salido también a dar su paseíto
dominical. Me estremece pensar lo que me habría sucedido si me hubiesen
pescado; pero nunca me pescaron. De modo que el último día del curso me
alejé zumbando tan contento y dejé atrás el colegio para siempre jamás amén.
Aún no tenía 18 años.

Solo disponía de dos días para pasar en casa antes de salir rumbo a Terranova
con los exploradores de las Public Schools. Nuestro barco zarpó de Liverpool a
primeros de agosto y tardó seis días en llegar a St. John’s. Había en la
expedición unos 30 muchachos de mi edad, además de cuatro guías adultos
experimentados. Pero Terranova, como no tardé en descubrir, no era un país
en el sentido habitual de la palabra. Por espacio de tres semanas recorrimos
fatigosamente aquella tierra desolada con enormes cargas a cuestas.
Llevábamos tiendas de campaña, lonas, sacos de dormir, cacerolas, víveres,
hachas y todo cuanto puede uno necesitar en el interior de una región
inhóspita, inhabitable y sin mapas. Yo mismo acarreaba un peso de
exactamente 52 kilos, y siempre tenía que ayudarme alguien a cargarme la
mochila a la espalda por las mañanas. Vivíamos de pemmicán y lentejas, y los
12 que hicimos por separado la que denominamos Larga Marcha, de norte a
sur de la isla y regreso, sufrimos bastante por falta de alimentos adecuados.
Recuerdo con mucha claridad los experimentos que hacíamos al comer
líquenes y musgo hervidos para completar nuestra dieta. Pero fue una aventura
de verdad, y volví a casa curtido, y en forma, y dispuesto para lo que la vida me
deparase.

Siguieron luego dos años de capacitación intensiva con la Shell Company en


Inglaterra. Éramos siete los que recibíamos formación en el grupo de aquel
año, y a cada uno de nosotros se le preparaba meticulosamente para mantener
bien alto el prestigio de la Shell en cualquier país tropical remoto. Pasamos
semanas en la inmensa refinería del puerto con un instructor especial que nos
enseñó todo cuanto puede saberse sobre el fuel-oil y el diesel-oil y el gasoil y
los aceites lubricantes y el petróleo y la gasolina.

Después pasamos meses en la oficina central de Londres aprendiendo el


funcionamiento de la gran compañía por dentro. Todavía vivía yo en Bexley
(Kent) con mi madre y tres hermanas, y cada mañana, seis días por semana,
incluidos los sábados, me vestía pulcramente un traje gris oscuro, desayunaba
a las ocho menos cuarto, y luego, con un sombrero flexible marrón a la cabeza
y un paraguas plegado en la mano, tomaba el tren de las ocho y cuarto para
Londres junto a un enjambre de ejecutivos más, todos igualmente trajeados de
oscuro. No me resultó difícil entrar en esa rutina. Todos éramos caballeros muy
serios y dignos que tomaban el tren rumbo a sus respectivas oficinas de la City
de Londres, donde cada cual, o así lo creíamos, se ocupaba en asuntos de altas
finanzas y otras cuestiones de considerable importancia. La mayor parte de mis
compañeros llevaban sombrero hongo, y unos pocos gastaban flexible como yo,
pero ni uno solo de cuantos viajábamos en aquel tren en el año 1934 iba con la
cabeza descubierta. Era inimaginable. Y ninguno tampoco, ni siquiera en los
días de sol más claro, salía sin su paraguas plegado. El paraguas era el
emblema de nuestro rango profesional. Sin él nos sentíamos desnudos. Era
también un signo de respetabilidad. Los peones camineros y los fontaneros
nunca iban a trabajar con paraguas. Los hombres de negocios, sí.
A mí todo esto me gustaba, me gustaba de veras. Empecé a comprender lo
sencilla que podía resultar la vida si uno tenía una ocupación regular con
horarios fijos y un sueldo fijo y poca o ninguna necesidad de tener ideas
originales. La vida de un escritor es un verdadero infierno comparada con la de
un empleado. El escritor tiene que obligarse a trabajar. Ha de establecer sus
propios horarios y si no acude a sentarse a su mesa de trabajo no hay nadie
que le amoneste. Si es autor de obras de ficción, vive en un mundo de temores.
Cada nuevo día exige ideas nuevas, y jamás puede estar seguro de que se le
vayan a ocurrir. Dos horas de trabajo dejan al autor de ficción absolutamente
exhausto. Durante esas dos horas ha estado a leguas de distancia, ha sido otra
persona, en un lugar distinto, con gente totalmente distinta, y el esfuerzo de
volver al entorno habitual es muy grande. Es casi una conmoción. El escritor
sale de su cuarto de trabajo como aturdido. Le apetece un trago. Lo necesita.
Es un hecho que casi todos los autores de ficción beben más whisky del que les
conviene para su salud. Lo hacen para darse fe, esperanza y ánimo. Es un
insensato el que se empeña en ser escritor. Su única compensación es la
libertad absoluta. No tiene quien le mande, salvo su propio espíritu, y eso,
estoy seguro, es lo que le tienta.

La Shell nos hacía sentirnos orgullosos. Después de 12 meses en la oficina


central, nos enviaron a diversas sucursales de la compañía en Inglaterra a
estudiar técnicas de venta. Yo fui a Somerset, y pasé varias semanas gloriosas
vendiendo petróleo a señoras de edad en pueblecitos perdidos. Mi camión-
cisterna tenía un grifo detrás, y cuando entraba con él en Shepton Mallet, o en
Midsomer Norton, o en Peasedow St. John, o en Hinton Blewet, o en Temple
Cloud, o en Chew Magna, o en Huish Champflower, viejas y jovencitas oían el
ronquido de mi motor y salían de sus casas rústicas con jarros y cubos a
comprarme un galón de petróleo para sus quinqués y sus estufas. Tiene gracia
que un hombre joven hiciera un trabajo como ese. Nadie sufre un ataque de
nervios o del corazón por vender petróleo a pacíficas gentes del campo
abriendo un grifo en la trasera de un camión-cisterna, en Somerset, en un
hermoso día de verano.

Luego, inopinadamente, en 1936 me llamaron de nuevo a la oficina central de


Londres. Uno de los directores quería verme.

—Le enviamos a usted a Egipto —dijo—. Serán tres años de servicio seguidos
de seis meses de descanso. Prepárese para salir dentro de una semana.

—¡Pero, señor! —exclamé—. ¡A Egipto no! ¡En realidad no me interesa ir a


Egipto!

El personaje se echó atrás en su sillón como si le hubiera estampado en el


rostro una fuente de huevos escalfados.

—Egipto —dijo con mucha pausa— es una de nuestras zonas más selectas y
más importantes. Le hacemos a usted un favor mandándole allí, ¡en vez de
enviarle a alguna región pantanosa plagada de mosquitos!

Guardé silencio.

—¿Y puedo preguntarle por qué no desea ir a Egipto? —dijo él.

Yo sabía perfectamente el porqué, pero no sabía explicarlo. Lo que yo quería


eran junglas, y leones, y elefantes, y altos cocoteros cimbreándose en playas de
plata, y en Egipto no había nada de eso. Era un país desértico. Un territorio
pelado, y arenoso, y lleno de tumbas, y reliquias, y egipcios, y nada de ello me
entusiasmaba.

—¿Qué tiene de malo Egipto? —volvió a preguntarme el director.

—Es… es… es —tartamudeé—, es demasiado «polvoriento», señor.

El hombre se me quedó mirando atónito.

—¿Demasiado «qué»?

—Polvoriento —dije.

—«¡Polvoriento!» —gritó—. ¡Demasiado «polvoriento»! ¡En mi vida había oído


una tontería semejante!

Siguió un largo silencio. Yo esperaba ya que me dijese que tomara el sombrero


y el abrigo y saliera de la casa para siempre. Pero no hizo tal cosa. Era un
hombre simpatiquísimo y se llamaba Godber. Exhaló un profundo suspiro, se
restregó los ojos con la mano y dijo:

—Muy bien, pues, si así lo quiere. Mandaremos a Egipto a Redfearn en su lugar


y usted tendrá que aceptar el primer destino que se presente, tanto si es
polvoriento como si no.
—Sí, señor, ya me hago cargo.

—Si la primera vacante resulta que es en Siberia —dijo—, mucho me temo que
tendrá usted que aceptarla.

—Me doy perfecta cuenta, señor —dije—. Muchísimas gracias.

Al cabo de una semana, el señor Godber volvió a llamarme a su despacho.

—Va usted a África Oriental —dijo.

—¡Hurra! —grité, dando saltos de júbilo—. ¡Eso es fantástico, señor!


¡Estupendo, señor! ¡Sensacional!

El gran hombre sonrió.

—Aquello es bastante polvoriento también —dijo.

—¡Leones! —exclamé yo—. ¡Y elefantes, y jirafas, y cocoteros por todas partes!

—Su barco zarpa de los muelles de Londres de aquí a seis días —precisó—.
Desembarcará usted en Mombasa. El sueldo será de 500 libras anuales y la
estancia de tres años.

Yo tenía 20… ¡Y me iba a vivir a África Oriental, donde andaría con pantalón
caqui corto a diario y llevaría salacot! Estaba extasiado. Corrí a casa y se lo
comuniqué a mi madre.

—¡Y estaré fuera tres años! —dije.

Yo era su único hijo varón y estábamos muy unidos. La mayoría de las madres,
ante una situación como esta, habrían mostrado no poca aflicción y disgusto.
Tres años es mucho tiempo y África un lugar muy lejano. No habría visitas en
todo ese tiempo. Pero mi madre no dejó ver ni el más mínimo asomo de lo que
sin duda debió de sentir, con objeto de no perturbar mi alegría.

—¡Qué bien! —exclamó—. ¡Es una noticia estupenda! ¡Y es precisamente donde


tú querías ir, ya lo ves!

La familia entera bajó a los muelles de Londres a despedirme. Era algo


tremendo en aquellos tiempos, para un joven, irse a trabajar a África. La
travesía duraba dos semanas. Había que cruzar el golfo de Vizcaya, pasar el
estrecho de Gibraltar, recorrer de punta a punta el Mediterráneo, meterse por
el canal de Suez y el Mar Rojo, hacer escala en Aden, hasta que finalmente se
arribaba a Mombasa. ¡Qué perspectiva! Iba a la tierra de las palmeras y los
cocoteros, y los arrecifes de coral, y los leones, y los elefantes, y las serpientes
mortíferas, y un cazador blanco que había vivido 10 años en Mwanza me había
dicho que como te mordiese una mamba negra morías antes de una hora
retorciéndote en una agonía horrible y echando espuma por la boca. No tenía
espera, no veía el momento de partir.
Aunque entonces no lo sabía, me iba para mucho más de tres años, porque
entre tanto iba a estallar la Segunda Guerra Mundial. Pero antes de que tal
ocurriera viví mi aventura africana por todo lo alto. Experimenté el calor
achicharrante, y los cocodrilos, y las serpientes, y los largos safaris por el
interior del continente, vendiendo los productos de la Shell a los hombres que
explotaban las minas de diamantes y las plantaciones de sisal. Supe de una
extraordinaria máquina llamada descortezador (nombre este que siempre me
ha encantado), que desmenuzaba y reducía a fibra las grandes hojas coriáceas
de sisal. Aprendí a hablar swahili y a echar cada mañana a los escorpiones de
mis botas mosquiteras. Supe lo que es tener malaria y estar con 40 grados de
fiebre tres días seguidos, y cuando llegaba la estación de las lluvias y el agua
caía del cielo a mares e inundaba los caminos embarrados, aprendí a pasar las
noches en una furgoneta sofocante con todas las ventanillas cerradas como
prevención contra los merodeadores de la selva. Por encima de todo, aprendí a
cuidar de mí mismo de una forma que ningún joven, permaneciendo en la
civilización, aprenderá jamás.

Cuando estalló la Guerra Mundial en 1939, yo estaba en Dar es Salaam, y de


allí subí a Nairobi a enrolarme en la RAF. Seis meses después era piloto de
guerra y pilotaba Hurricanes por todo el Mediterráneo. Volé sobre el desierto
de Libia, Grecia, Palestina, Siria, Irak y Egipto. Derribé algunos aviones
alemanes y fui derribado a mi vez; se estrelló mi aparato envuelto en llamas y
yo salí gateando y fui rescatado por valientes soldados que avanzaban reptando
por la arena del desierto. Pasé seis meses en el hospital, en Alejandría, y
cuando salí volví a volar.

Pero todo esto es otra historia. No tiene nada que ver con la infancia, ni con la
escuela, ni con los inflamofletes, ni los ratones muertos, ni con los boazers , ni
con las vacaciones de verano entre las islas de Noruega. Es materia de un
relato totalmente distinto, y si todo va bien, quizá me dé por contarlo un día de
estos.
ROALD DAHL nació el 13 de septiembre de 1916 en Llandaff, Glamorgan, País
de Gales (Gran Bretaña), en el seno de una familia procedente de Noruega. Su
padre Harald, que falleció de neumonía cuando Roald todavía era un niño, era
propietario de una provechosa empresa de suministros náuticos. Su madre,
llamada Sofie Magdalene Hesselberg, se había convertido en la segunda
esposa de Harald tras el fallecimiento de la primera, Marie, en el parto de su
segundo hijo.

Tras abandonar la escuela de Llandaff, Roald estudió en Inglaterra en la St.


Peter’s Preparatoty School y en un colegio interno de Repton, en Derbysire,
lugar en el que sufrió una rígida educación. Estas experiencias escolares
sirvieron de base en sus textos para el enfoque cruel del infante sobre el
mundo adulto.

En 1933 Dahl dejó sus estudios y comenzó a trabajar en Londres en la


compañía petrolífera Shell. Cuatro años después abandonó Inglaterra para
trasladarse a Tanganika, país en el que residió hasta el año 1939. Cuando
estalló la Segunda Guerra Mundial, el joven y espigado Roald (medía casi dos
metros de altura) formó parte de la RAF, las fuerzas aéreas británicas,
sirviendo en el escuadrón radicado en Nairobi, capital de Kenia.

Dahl participó en combates contra los fascistas y los nazis en Egipto, Libia y
Grecia, padeciendo derribos que le ocasionaron heridas de gravedad. Parte de
estos avatares aparecieron en el Saturday Evening Post , en donde publicó un
relato corto titulado A piece of cake . Con posterioridad la colección Over to
you (1946) reincidió en su paso por la aviación militar. En el año 1943 Dahl
publicó su primer libro para niños, Los Gremlins . Diez años después, en 1953,
el escritor galés se casó con la actriz Patricia Neal (Desayuno con diamantes ).

Mediante el empleo de la ironía, el humor negro y/o macabro, y su ligereza


narrativa, Roald Dahl logró el triunfo literario tanto por sus fábulas morales de
carácter infantil y juvenil como por sus obras enfocadas a un lector más adulto,
significadas por finales sorprendentes y una orientación deliciosamente
perversa que aborda, además de su visión sardónica de las relaciones
humanas, temas involucrados con la ecología.

Gracias a la colección de relatos cortos Someone like you (1953), Dahl alcanzó
renombre internacional. Posteriormente publicó otra antología de relatos con
el título de Muá, Muá (1959). En esta primera etapa trabajó con asiduidad en la
escritura de guiones para series de televisión, entre ellas la célebre Alfred
Hitchcock presenta.

A partir de los años 60 Roald Dahl, que contó en variadas ocasiones con la
colaboración como ilustrador de Quentin Blake, se volcó principalmente en la
literatura infantil y juvenil, especialmente tras el éxito de James y el melocotón
gigante (1961). Libros de corte más adulto son Mi tío Oswald (1979), su
primera novela larga, y los volúmenes de relatos El gran cambiazo (1975),
Historias extraordinarias (1977), Relatos de lo inesperado (1979) o La
venganza es mía S. A./Génesis y Catástrofe (1980).

También escribió textos de corte autobiográfico, como Boy (1984) o Volando


solo (1986), la obra teatral The Honeys (1955), y guiones cinematográficos,
entre ellos el título de James Bond Solo se vive dos veces (1967) y la película
Chitty Chitty Bang Bang (1968). Curiosamente ambas eran adaptaciones del
escritor Ian Fleming. Después de divorciarse de Patricia Neal en 1983, el
mismo año Roald Dahl contrajo matrimonio con Felicity Ann Liccy Crossland.
Murió a causa una leucemia en Oxford, el 23 de noviembre de 1990. Tenía 74
años.

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