La Ultima Traicion - Patricia Gibney
La Ultima Traicion - Patricia Gibney
La Ultima Traicion - Patricia Gibney
Patricia Gibney
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Sobre este libro
Dedicatoria
Carta al lector
Agradecimientos
Sobre la autora
Página de créditos
La última traición
ISBN: 978-84-18216-01-5
LA ÚLTIMA TRAICIÓN
Dos vidas atormentadas. Una mentira fatal…
Conor se quedó de pie en medio del caos del cobertizo que, años
atrás, había sido su refugio. Las herramientas parecían estar bien,
aunque no en el orden correcto. Ni en las estanterías correctas. Ni
colocadas como él las había dejado. Sacudió la cabeza. Había
pasado mucho tiempo, tal vez se lo imaginaba. Sin embargo, el
candado que tenía en la mano no era fruto de su imaginación.
Alguien había estado allí.
Empezó tallando pequeñas muñecas de madera para ferias de
artesanía. Sintió que el rubor le subía por las pálidas mejillas al
recordar cómo había comenzado, con trece años, no mucho
después de que su padre se marchara. Se fue una mañana a
trabajar sin decir adiós. Cuando no regresó a casa, descubrieron
que se había llevado una pequeña maleta con sus escasas
pertenencias. Había pasado una eternidad, pero Conor lo recordaba
como si fuera ayer. Abandonado por su padre, había quedado a
merced de la ira de su madre.
La perspectiva de pasar el resto de su vida con ella era, sin
duda, mucho más espeluznante que el recuerdo de los años que
había pasado en la cárcel. Con tristeza, se recordó a sí mismo que
la anciana solo tenía sesenta y cinco años, así que las
probabilidades de que estiraría la pata pronto eran remotas. Al
menos, de forma natural.
Pasó un dedo por el tornero y dio un paso atrás, anonadado.
Faltaba algo. Una de sus herramientas. Esa con la que había
empezado a trabajar cuando se hartó de la madera. Solo había otra
persona que supiera usar sus herramientas. Y no era su madre.
Capítulo 2
Con veinticinco años, Louise Gill sentía que ya había vivido dos
vidas. En ocasiones, incluso se sentía como si fuera dos personas
que vivían en estados mentales alternos. A su madre le preocupaba
que fuera esquizofrénica, pero Louise se negaba a tomar
medicación. No quería vivir en un estado de fuga disociativa. Tenía
que estudiar, y quería ser normal.
Revisó las notificaciones en su teléfono por décima vez desde
que había despertado. Nada interesante en Instagram y ningún
Snapchat nuevo. No tenía muchos amigos, así que era normal. Dejó
el móvil a un lado y se colocó el portátil sobre las rodillas.
La cafetería en la que se encontraba había abierto hacía poco en
el viejo edificio de un banco, y le encantaba la antesala situada en lo
que había sido una caja fuerte ignífuga. La puerta tenía quince
centímetros de grosor, pero esos días estaba siempre abierta, ya
que la habían fijado al suelo con cemento. A Louise no le daba
claustrofobia como a algunos de sus amigos, que se negaban a
sentarse con ella en la caverna poco iluminada. Allí se sentía
segura. Lejos del mundo.
Su tesis era difícil y tenía que entregarla a mediados de
diciembre. La psicología criminal era su tema favorito, y escribir
sobre los errores de la justicia había despertado recuerdos en las
profundidades de su psique.
Era cierto que lo había visto corriendo como loco aquella noche,
¿verdad? ¿Qué edad tenía por aquel entonces? Catorce años.
Estaba segura del testimonio que había dado. ¿O no?
Vio su reflejo en la pantalla y se percató de que el portátil había
entrado en modo de reposo, como su cerebro. Tenía los ojos vacíos
y cansados. Las pesadillas habían vuelto. Él había salido de la
cárcel. Volvía a estar en la ciudad, caminaba entre la gente. Por lo
que sabía, podría estar allí en ese mismo momento. Abrió los ojos
de par en par. No podía verlos en el reflejo de la pantalla, pero eran
de un color marrón oscuro, como el largo cabello que nunca se
había teñido. Su piel era cetrina, con algunas pecas salpicadas en la
nariz.
Debía concentrarse. No tenía sentido regresar a aquel momento
perturbador. ¿O sí? Últimamente, las pesadillas que la despertaban
a las tres de la madrugada la habían dejado con una fiebre aguda
envuelta en las sábanas empapadas. Su inconsciente le decía que
había cometido un error años atrás. Su consciencia le decía que no.
¿Quién tenía razón?
Una sombra bloqueó la luz que entraba por la puerta y levantó la
vista. Su boca se abrió formando un círculo perfecto y unas gotas de
sudor cayeron por su columna. Estaba allí, sus ojos la miraban con
furia, acusadores. Luego, en un instante, había desaparecido, y
Louise sacudió la cabeza. ¿Se lo había imaginado? ¿Había sido una
visión de su mente inconsciente? Agarró el portátil con fuerza. No
podía moverse. No podía respirar. No podía hablar.
Se dio cuenta de que había contenido la respiración. Mientras
exhalaba, sus ojos se llenaron de lágrimas que comenzaron a rodar
por sus mejillas.
Louise Gill ya no sabía qué era real. Tenía que hablar con
Cristina.
Katie Parker no había salido por la ciudad desde hacía casi dos
años. Se suponía que esto tenía que ser el comienzo de una nueva
Katie, pero la estúpida de su hermana lo estaba estropeando todo.
—Te dije que no bebieras chupitos, Chloe. Eres demasiado
joven. Además, no tienes la constitución para aguantar tanto
alcohol. —Katie sostenía el brazo de su hermana e intentaba
mantenerla de pie.
—Suenas como mamá. Las dos sois unas dictadoras. —Chloe
se dobló con un acceso de hipo—. Y casi tengo dieciocho años. Así
que cálmate.
—Ya, pues eres una tonta y me has estropeado la noche.
—Katie la alejó de la multitud y la condujo al lavabo de mujeres.
Los cubículos estaban vacíos. Chloe bajó la tapa del váter y se
dejó caer encima. Katie se miró en el espejo mientras se pasaba un
dedo por el rímel corrido. Abrió el grifo y cayó agua marrón en el
lavabo.
—¿Qué diablos es eso?
—¿Agua? —sugirió Chloe.
—No, en el lavabo. Está todo pegajoso. —Katie lo tocó con un
dedo y al instante supo lo que era. Fue hacia uno de los cubículos y
vio la misma sustancia en la cisterna. Vaselina. Salpicada de un
polvo blanco.
—Es coca, ¿no? —masculló Chloe.
—En mis tiempos, unos porros eran todo lo que nos podíamos
permitir. —Katie recordó con una sonrisa triste sus fumadas ilícitas
con Jason, su novio y el padre de su hijo. Jason había muerto
asesinado, y parecía que hubiera sido en otra vida. De repente, se
sintió mucho mayor de lo que era. Tal vez comenzaba a parecerse
demasiado a su madre—. ¿Qué voy a hacer contigo?
—¿Qué quieres decir? —preguntó Chloe.
—No puedes llegar a casa ciega perdida. Mamá te matará.
—No quiero ir a casa.
Con un suspiro, Katie levantó a su hermana del inodoro, la rodeó
con los brazos y la abrazó fuerte.
—Tú y yo tenemos que hacer que nos vaya bien en la vida. Y
ponernos hasta el culo un sábado por la noche no nos sirve de
nada.
—Creo que estás más borracha que yo —repuso Chloe.
—Estoy siendo pragmática.
—Qué culta te pones.
—Sí, y tú ya eres mayor, así que déjate de dramas y compórtate
acorde a tu edad.
—Sí, mamá.
Katie la sostuvo con los brazos estirados.
—Lo digo en serio. Hemos pasado por épocas malas. Las dos. Y
mamá siempre ha estado ahí para ayudarnos. Creo que ya es hora
de que no seamos tan duras con ella y le echemos una mano.
—¿Qué tiene eso que ver con que salga una noche de vez en
cuando?
—Todo.
—Lo que dices me suena a chino, y yo voy a echar la pota.
Katie se apartó justo a tiempo mientras Chloe vomitaba sobre la
tapa del váter. Se dio cuenta de que la tapa también estaba cubierta
de vaselina. Se enroscó el pelo de Chloe en los dedos y esperó
hasta que su hermana levantó la cabeza.
—¿Podemos irnos a casa ahora?
—Sí. Creo que es una muy buena idea. Pero…
—Pero ¿qué?
—No se lo digas a mamá.
Katie se rio ante la súplica infantil.
—No se lo diré si tú prometes no vomitar por todo el baño nuevo.
—Prometido. —Entonces, Chloe se volvió y vomitó una vez más.
Penny Brogan sabía que tenía una enorme sonrisa en la cara y las
mejillas coloradas. Se sentía un poco mareada, y no solo por los dos
últimos chupitos que Ducky Reilly la había retado a beber. Se pasó
la lengua por los labios lentamente en un intento de sentir el
recuerdo de los de él. Ducky era un amigo. Solo un amigo. Pero
después del último Jägerbomb, lo había besado mientras se
apoyaban contra el áspero muro detrás de los asientos de la zona
de fumadores. Y oh, Dios; nunca, ni en un millón de años, habría
imaginado que sería tan agradable. Se alegraba de haberse puesto
las bragas de encaje en vez de un tanga, porque todavía sentía las
manos de Ducky mientras se movían bajo la cintura elástica de su
vestido brillante y jugueteaban con sus bragas. Se estremeció de
placer. Las manos de Ducky sobre su trasero, buscando e
investigando. Un leve gemido se escapó de sus labios mientras
salía de la discoteca y se preguntaba dónde diablos había ido Amy.
Qué idiota. Debería haberse esperado esos cinco minutos.
Miró la pantalla del móvil y comprobó que había pasado media
hora desde la última vez que había visto a su amiga. ¿Por qué Amy
no se había esperado? Pero Penny no iba a dejar que esa
inconveniencia apagara la llama que le calentaba el cuerpo. Ni
siquiera notaba la lluvia.
Tomó una decisión y caminó en dirección a su apartamento. No
estaba tan borracha, sabía cómo llegar. Puede que incluso se
quitara los zapatos y bailara por los charcos todo el camino hasta
casa. Soltó una risita. Tendría que ser más sensata a su edad,
pensó, y se rio.
Al doblar la esquina al final de la calle, una figura se cernió sobre
ella. Se llevó la mano a la boca y ahogó un grito. Una cabeza se
inclinó hacia su oído y no tuvo más remedio que escuchar.
—¿Amy? ¿Está bien? —preguntó al oír el nombre de su amiga.
—Está muy mal. Tienes que venir.
Penny se detuvo bajo la farola. La persona seguía en la
penumbra. La luz le iluminó los ojos y la joven dio un paso atrás.
—Tal vez debería llamar a su padre. O a la policía. Tal vez…
—Tal vez deberías darte prisa. Puede que la hayan violado. Me
envió a buscarte. Dijo que no se lo dijeras a nadie, está muy
alterada. ¿Vas a venir o te vas a quedar ahí con la boca abierta toda
la noche?
Una mano se apoyó sobre el hombro de Penny y estuvo segura
de notar algo que le pinchaba el cuello. Malditas polillas. No sabía
qué hacer. El recuerdo de los dedos de Ducky sobre su piel se
apagó y fue reemplazado por una horrible sensación de inquietud,
pero tenía que asegurarse de que Amy estaba bien. Luego, llamaría
a su padre. O a la policía.
—Vale, voy contigo.
Se quitó los zapatos de tacón y caminó entre los charcos,
resbalándose por el camino grasiento a medida que se esforzaba
por seguir el ritmo. Su mente bullía llena de pensamientos
descabellados y le resultaba difícil concentrarse.
Mientras caminaban apresuradamente por Petit Lane hacia el
puente bajo las vías del tren, Penny se preguntó si estaba haciendo
lo correcto.
Capítulo 8
*
Freddie Nealon se volvió y encontró a su amigo Brian McGrath
meando en la hierba alta. Estaba tan pasado que no dijo nada.
Llevaban horas sentados en la orilla del canal bebiendo cerveza y
fumando maría, y ambos estaban empapados y tenían frío. Había
seis casas en Petit Lane, cinco de las cuales estaban en ruinas.
Freddie se levantó, se tambaleó hasta la del medio y abrió la puerta.
—Esta no parece tu casa, Freddie. —Brian entró detrás de su
amigo. Tal vez no estaba tan pasado como Freddie creía; al menos,
conseguía que las palabras salieran de su boca.
Una luz parpadeó y arrojó una sombra sobre el papel de pared
arrancado.
Freddie dio un salto.
—Mecagoen… tú… quetejodan… —Brian miraba el mechero
que tenía en una mano y el guante negro chamuscado en la otra—.
Mierda, joder, mierda.
La oscuridad regresó.
—¿Dónde coño estamos? —Brian se quitó la capucha e intentó
encender el mechero. No hubo suerte, así que lo arrojó al suelo—.
Espera, tío. Espera. —Se llevó una mano a la oreja con ademan
teatral y tiró de Freddie—. Escucha. Mierda, ¿oyes eso?
—¿Qué? —preguntó Freddie.
—Un ruido. Arriba.
—No oigo nada porque no paras de rajar. Saca una lata y el
mechero.
Brian se agachó para buscar el encendedor, pero estaba
demasiado oscuro y no veía nada. Hurgó en la bolsa de plástico en
busca de una lata para aplacar a su amigo colocado. Se detuvo.
—¿Lo has oído ahora?
—¿Oír qué? —protestó Freddie—. Solo quiero un mechero y una
birra.
—Shhh. Son como pasos. Vámonos, Freddie, yo me largo de
aquí.
Cuando Freddie se volvió, una constelación de estrellas estalló
ante sus ojos. En ese mismo momento vio a Brian desplomarse a
sus pies. Fue entonces cuando se dio cuenta de que alguien le
había golpeado en la cabeza desde atrás. Mientras se desplomaba
en el suelo, llegó un segundo golpe y la oscuridad se cernió sobre
él.
La sala del caso olía a sudor y a comida frita para llevar. Lottie
husmeó el aire; pese al olor, era mucho más fresco que el de la casa
abandonada en Petit Lane donde dos mujeres jóvenes habían
encontrado su muerte. Caminó hasta la primera pizarra y clavó las
fotografías impresas que le habían enviado.
—¿No tendríamos que avisar al familiar más cercano? —sugirió
Boyd—. Necesitamos una identificación formal.
—Primero repasemos todo esto rápidamente. —Sabía que
posponía lo inevitable, pero no quería enfrentarse a los padres
todavía. Tal vez McMahon haría el trabajo, ya que se llevaba tan
bien con el concejal.
—Creo que las víctimas son Amy Whyte y Penny Brogan. Solo
se ha denunciado la desaparición de Amy, pero nadie ha tenido
contacto con a Penny desde hace unos días. He visto fotos de
ambas mujeres y estoy segura de que son las fallecidas. De
momento, sabemos que fueron vistas por última vez el sábado por
la noche en la discoteca Jomo. A juzgar por la ropa que llevaban, es
probable que fueran secuestradas poco después de salir de la
discoteca. Necesitamos las cintas de las cámaras de seguridad de
Jomo, Kirby, e intenta conseguir una lista de los asistentes.
—He estado en la discoteca alguna vez —comentó Kirby. Lottie
se fijó en que se ponía colorado—. Con Gilly. —El detective tragó
saliva.
—Continúa —lo animó Lottie—. ¿Recuerdas algo que nos sea
de ayuda?
—Fue hace más de seis meses. Si la memoria no me falla, la
mayoría de la clientela era mucho más joven que yo. De dieciséis
para arriba. Música fuerte y mucho alcohol, y estoy seguro de que
un montón de drogas, pero nada que me pareciera siniestro.
El garda Tom Thornton levantó la mano.
—Las noches del viernes y el sábado son las de más trabajo en
la ciudad. Las típicas peleas a las dos o tres de la madrugada
cuando las discotecas comienzan a vaciarse y la gente sale a la
calle. Principalmente borrachos y alborotadores. Con tanta gente
alrededor, no veo cómo las chicas fueron secuestradas sin que
nadie lo viera.
—He hablado con uno de sus amigos, Ducky Reilly —comentó
Lottie—. Dice que Amy se marchó primero y Penny una media hora
después, antes de que la discoteca cerrara. —Con un escalofrío,
recordó que sus hijas también habían estado allí el sábado por la
noche—. Pero ambas víctimas acabaron asesinadas en el mismo
lugar. Kirby, haz una ronda por las calles alrededor de la discoteca y
consigue cintas de las cámaras de seguridad.
—Pero no tenemos pruebas de que se las llevaran el sábado por
la noche —repuso Boyd.
—Cierto, pero hay que empezar por alguna parte.
—Si estás haciendo esa suposición en base a su ropa, es
posible que fueran a una fiesta en alguna parte.
—Es posible que hicieran muchas cosas, pero el instinto me dice
que la noche del sábado y la madrugada del domingo son nuestra
mejor apuesta, y…
Un gruñido afilado al fondo de la sala hizo que las palabras se le
atascaran en la garganta. Mierda, no había visto entrar a McMahon.
—Tu instinto no siempre acierta, ¿verdad? —El comisario en
funciones avanzó hacia ella mientras se abrochaba la chaqueta
sobre la camisa blanca planchada con pulcritud. Se apartó el
flequillo de los ojos y se volvió para mirar la sala.
Lottie sintió que se le erizaba la piel y apretó los puños con tanta
fuerza que se clavó las uñas en las palmas de las manos.
—¿Señor? Soy la oficial de rango superior de este caso y lo
pondré al tanto cuando acabemos la reunión.
McMahon no se volvió para mirarla, pero Lottie sintió su rechazo
cuando el hombre ensanchó los hombros y enderezó la espalda.
—El concejal Richard Whyte es un miembro muy importante de
esta comunidad. —Atravesó la sala con su fuerte acento de Dublín
—. Quiero que dediquéis todas las horas posibles a descubrir quién
ha matado a su hija. El pobre hombre está destrozado y…
—¿Cómo? —Lottie le tiró de la manga y le obligó a que se diera
la vuelta—. ¿Ya lo ha informado? —En realidad, se alegró de no
tener que hacer ese trabajo.
—Tienes que darte prisa, inspectora Parker. Probablemente,
Amy Whyte fue asesinada el sábado por la noche o la madrugada
del domingo. Estás perdiendo un tiempo precioso. A estas alturas, el
asesino ya podría estar en España.
—No es culpa mía. Su padre denunció su desaparición ayer.
—Denos tiempo de mear primero.
La voz que salió de entre las tropas reunidas hizo que Lottie
pusiera los ojos en blanco. Por muy molesta que estuviera con la
intrusión de McMahon, tenía que seguirle la corriente. Su trabajo
dependía de ello.
—¿Quién ha dicho eso? —McMahon golpeó el escritorio con la
mano. Se volvió otra vez hacia Lottie—. Mantén a tu equipo bajo
control. No toleraré insubordinaciones.
—Yo tampoco —aseguró Lottie—. Soy consciente de la
importancia del señor Whyte para la comunidad, pero no olvidemos
que otra mujer joven también ha perdido la vida. Tenemos que
considerar todos los ángulos, medios, motivos y oportunidades para
atrapar al asesino.
McMahon gruñó.
—A mí me huele a un yonqui cualquiera. Quiero que esta
investigación esté en marcha en los próximos diez minutos, y que el
crimen esté resuelto esta tarde. —Se volvió para mirar las fotos en
la pizarra—. Hay una casa llena de pruebas ahí mismo. Encuentra al
culpable.
Dicho esto, se dio la vuelta con sus zapatos puntiagudos de
cuero brillante y salió de la sala.
—Capullo —gruñó Boyd.
—Imbécil —murmuró Kirby.
—Cabrón —refunfuñó Lottie.
Kirby se puso en pie.
—Iré de puerta en puerta y recogeré todas las cintas de las
cámaras de seguridad que pueda. También comprobaré nuestras
cámaras de tráfico.
—Yo interrogaré a la señora Loughlin otra vez —intervino el
garda Thornton mientras cogía la gorra de encima del escritorio y se
la ponía.
Lottie levantó una mano.
—Esperad un momento. Tenemos que hablar del caso de forma
detallada. Si nos tiramos de cabeza, puede que se nos pase algo
por alto que nos ahorraría mucho tiempo.
Kirby tomó asiento y Thornton se quitó la gorra. Boyd organizó
las hojas de la delgada carpeta que tenía sobre las rodillas.
—Vale. Tenemos una vivienda abandonada en medio de una
hilera de casas adosadas en Petit Lane, todas en ruinas excepto la
de la señora Loughlin. Cuando tengamos las cintas de las cámaras
de seguridad de la discoteca, podremos determinar el momento
exacto en que las chicas salieron del local.
—Quizá cruzaron el aparcamiento para tomar el atajo bajo el
paso subterráneo —sugirió Boyd—. Tenemos que ponernos en
contacto con el ayuntamiento para ver si tienen algo en sus
sistemas de vigilancia.
—Buena idea —dijo Lottie—. Cuando hayamos establecido sus
últimos movimientos, tal vez tengamos suerte y veamos al asesino
en las cámaras.
—¿Sabemos si alguna de las víctimas tenía coche? —intervino
Thornton.
—Compruébalo. Si condujeron hasta el club, a lo mejor el coche
sigue en el aparcamiento.
—Penny tenía un piso cerca, así que también habrá que
registrarlo —dijo Boyd.
—Habrá sido difícil someter a dos mujeres a la vez —reflexionó
Kirby.
—Por lo que sabemos, no se marcharon al mismo tiempo. —
Lottie tiró de un hilo descosido del borde de una manga y añadió—:
Es posible que cogiera a una, la redujera o asesinara, y regresara a
por la segunda.
—O la segunda chica fue solo un asesinato oportunista —sugirió
Boyd.
—O la chica vio al asesino y este quiso librarse de la amenaza.
—Pero ¿por qué? —dijo Kirby, con los ojos llenos de pena
contenida—. Nada de esto tiene sentido.
—Si establecemos un móvil, sabremos por qué. Puede que haya
alguna pista en los teléfonos.
—¿Tenemos algún rastro de los móviles? —preguntó Kirby.
—Ambos teléfonos estaban cerca de los cuerpos. McGlynn no
quiere dármelos hasta que Jane haya llevado a cabo el examen
preliminar del escenario y los cuerpos. —Suspiró. Esperaba que no
retrasaran a la patóloga forense en el Tribunal Superior—. Pero no
había bolsos u objetos personales aparte de los móviles, así que es
imperativo revisar los jardines y los contenedores.
—Hay tres contenedores grandes de reciclaje en el
aparcamiento —intervino Boyd—. Haré que los revisen también.
—Y luego están estas —Lottie puso en la pizarra una foto
ampliada de las monedas.
—¿Qué son? —Kirby se levantó y se acercó—. No es dinero.
—No. Pero se parecen a las monedas de un euro, aunque más
delgadas. No tienen decoración ni gravados. Necesitamos descubrir
qué son y si son relevantes.
—Puede que se hayan caído del bolso de una de las víctimas —
sugirió Kirby—. Tal vez mientras peleaba.
—¿Qué hay del arma? —preguntó Thornton.
—No estaba en el escenario del crimen. Si el asesino se deshizo
de ella por la zona, quiero que la encontréis.
—Estamos muy cortos de personal en lo que a detectives se
refiere —repuso Boyd.
—Hablaré con el comisario. Quiero que reviséis a fondo los
antecedentes de todas las personas relacionadas con las víctimas.
Familiares, amigos, colegas… cualquiera que se haya cruzado con
ellas alguna vez. Y comprobad los historiales de navegación de las
chicas. No vamos a cagarla como en otros casos por dejar alguna
piedra sin mover. ¿Entendido?
—Entendido —respondieron al unísono.
Lottie se debatió mentalmente un momento y añadió:
—Puede que esto no tenga nada que ver con los asesinatos,
pero es importante que lo tengáis presente. Amy Whyte fue una de
las dos testigos clave en un robo a mano armada hace más de diez
años. Entraron en la casa del dueño de un bar, Bill Thompson, le
robaron los ingresos del pub y le dieron una paliza. Un hombre de la
ciudad, Conor Dowling, fue condenado a diez años por robo y
lesiones físicas graves. Ahora ha salido de prisión. El señor
Thompson murió hace tiempo. Solo lo menciono para que lo tengáis
presente. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, pero ¿qué hay de…?
—Concentraos en estos dos asesinatos, Boyd. Los medios ya
están preparando un follón importante y, por una vez, no quiero
tener que aguantarlo mucho tiempo.
—Entendido —afirmó Boyd.
Lottie pensó que parecía un poco dudoso, pero no tenía tiempo
de consolarlo.
—¿Algo más antes de que os pongáis en marcha?
—¿Quién va a hablar con los padres de Penny Brogan? —Era
Boyd otra vez.
Lottie se sentó en la silla más cercana, cerró los ojos y se frotó
las sienes con los pulgares.
—Supongo que esos tendremos que ser tú y yo.
Su teléfono vibró con un mensaje.
Leo Belfield. Otra vez.
Mierda.
Capítulo 19
*
Detuvo el coche delante del restaurante indio. Cuando bajó del
vehículo, el aroma a especias la envolvió. Esperó mientras el coche
que la seguía paraba en zona prohibida. Podría ponerle una multa,
si le apeteciera.
—Leo, espero que tengas buenas noticias para mí porque he
tenido un día de mierda.
—He buscado por toda la ciudad y no tengo ni idea de dónde
está.
—¿Has informado al hospital de que la has perdido?
—No, pero tiene que regresar a las nueve, así que estoy seguro
de que se va a liar una buena.
—Tal vez deberías marcharte de Ragmullin. Ir al aeropuerto,
coger un vuelo a Nueva York y no aparecer por mi casa con tus
problemas nunca más. —Se apoyó contra el coche y sintió cómo la
humedad le atravesaba los vaqueros.
—No hace falta que te pongas así. Estamos juntos en esto.
—Y una mierda. —Lottie se apartó del coche y se acercó al
hombre. El olor a sudor que emitía su cuerpo era tan penetrante que
casi podía saborearlo. Belfield estaba aterrorizado—. Tú sacaste a
Bernie Kelly del manicomio. Tú la trajiste a Ragmullin. Tú la perdiste.
Tú infringiste las normas. Nada de eso tiene que ver conmigo.
Leo la miró. Una réplica exacta de sus ojos fijos en su rostro. Era
inquietante.
—Lottie, tenemos que trabajar juntos.
A la inspectora no le gustó el tono suplicante de su voz.
—No hay un «juntos». Encuéntrala tú. Tengo a dos chicas
muertas de las que preocuparme. No necesito vigilar mi espalda
durante el resto de mi vida. Tengo trabajo que hacer, trabajo de
verdad. Encuéntrala y vete a casa. No hay nada para ti en
Ragmullin.
—Lo hay, Lottie. Tengo que descubrir la verdad.
—Habla con tu madre. Alexis es quien os traicionó a ti y a
Bernie. Es la única que conoce la verdad y, cuando le apetezca, te
la contará.
—Alexis ha muerto.
Lottie se detuvo en seco.
—¿Cuándo? No lo sabía, lo siento. —No era verdad, pero era lo
que debía decir. Alexis era la hermana de su madre biológica, y
había separado a los gemelos cuando eran pequeños. Llevó a Leo a
Nueva York y dejó que Bernie viviera la mitad de su vida en un
manicomio.
—Hace unas semanas. Por eso regresé. Me está devorando por
dentro. Tengo que saber qué pasó, y pensé que Bernie llenaría las
lagunas.
La puerta del restaurante indio se abrió y salió un hombre con
dos bolsas de comida para llevar. Lottie sintió que le rugía el
estómago. Los hojaldres de salchicha no habían llenado el vacío.
—Tienes llamadas que hacer. Te deseo suerte. No te acerques a
mí a menos que sea para decirme que está encerrada. ¿De
acuerdo?
Mientras Leo regresaba a su coche de alquiler, Lottie sintió que
se le partía un poco el corazón. Ya había perdido a un hermano a
manos de un loco; ¿estaba a punto de perder a otro? Leo le
importaba, pero no quería demostrárselo. Ya tenía bastante de lo
que preocuparse.
Capítulo 26
La mañana había sido tan frenética que Lottie casi se había olvidado
de las semillas que había recogido frente a la puerta y de la moneda
que había caído de la chaqueta de Louis. Estaba segura de que las
semillas tenían algo que ver con Bernie, pero, de momento, estaba
más preocupada por Louise Gill y la moneda. Era una conexión
evidente con los dos asesinatos, así que ¿por qué la habían metido
en el bolsillo de su nieto? Los forenses tenían que examinarla. Tenía
que introducirla en el registro y seguir las reglas.
Tal vez la moneda convencería al comisario McMahon de que
asignara un coche patrulla para vigilar a su familia. Si no accedía, lo
organizaría ella misma y a la mierda las consecuencias. Su familia
era más importante que su trabajo.
Tony tenía una pinta entre las manos. Sorbió, sintiendo el resfriado
que empezaba a echar raíces, y se percató de que sus
pensamientos se centraban en Conor. La señora D fingía, estaba
seguro. La había visto algunas semanas antes de que soltaran a
Conor, y no estaba tan mal, en absoluto. ¿Le estaba haciendo pagar
por segunda vez la desgracia que había llevado a su casa? Conor
ya había cumplido su pena, pero Vera Dowling era una mujer
orgullosa, y ahora que Tony lo pensaba, también podía ser
peligrosa.
La espuma cremosa de la Guinness se hundía en el líquido
negro.
—Oye, Darren, échale un poco más de espuma. —Tendió la
pinta al camarero.
Si Tony no hubiera metido la pata, aún estaría casado. Todavía
tendría la casa y no viviría en su viejo apartamento. Menos mal que
no lo había vendido. Echaba de menos a sus padres. Habían muerto
uno después del otro, hacía dos años, con un mes de diferencia. Y
solo tenían sesenta y pocos.
—La vida es una mierda.
—¿Qué dices, Tony?
—Oh, nada Darren, solo ahogo mis penas. —Cogió la pinta y se
bebió media de un trago.
—Qué triste lo de esas mujeres.
—¿Los asesinatos?
—Sí. Las dos primeras estuvieron aquí el sábado por la noche,
tan contentas. Y ahora ya no están.
Tony sintió que se le cortaba el aliento.
—Es muy triste.
—¿Una de las que han encontrado esta mañana no es la hija de
un constructor?
—Cyril Gill.
—Ese. Es tu jefe, ¿no?
—Sabes todo lo que pasa en esta ciudad, Darren.
—Si te soy sincero, sé bastante.
Tony bajó la cabeza. Demasiada gente sabía demasiado.
—Vi a tu ex hace poco —comentó Darren.
—No me importa. —Pero Tony sintió que el alcohol se le removía
en el estómago.
—Con un policía, ese tal Kirby. Perdió a su novia hace unos
meses.
—Darren, no quiero saber nada de ella ni de cualquiera con
quien salga. —Pero le importaba. Dios santo. Un policía. Eso era lo
único que le faltaba.
Se terminó la pinta y salió del pub con más confusión que
decisión.
Tony se apoyó contra la pared que había junto a los juzgados. Vio
a Bob Cleary arrastrar a Conor a la oficina y supuso que iban a
despedirlo. En cierto modo, se alegraba. Conor lo estaba metiendo
en problemas y no le gustaba. Esperó a que Cleary regresara antes
de continuar con su trabajo y se preguntó si se habría tomado una
decisión sobre el cuerpo hallado en el túnel. Si dependiera de él,
seguiría la sugerencia de Conor de ignorarlo para poder seguir con
el trabajo.
Apagó el cigarrillo en un charco y levantó la vista, sorprendido al
ver que Conor caminaba hacia él.
—¿Qué quería el jefe? —preguntó.
—Nada que te importe.
—Entonces será mejor que empecemos a trabajar o nos pondrán
a los dos de patitas en la calle. —Tony caminó hacia la obra, donde
los ladrillos esperaban a ser transportados mientras la grúa chirriaba
sobre sus cabezas. Se alegraba de que no hiciera viento—. No me
fío de esas mierdas.
—¿Qué mierdas?
—Las grúas. Están demasiado altas, y solo las maneja un
hombre. ¿Qué pasaría si de repente perdiera la cabeza y dejara
caer una tonelada de bloques de cemento sobre nuestras cabezas?
—Estaríamos muertos, así que nos daría igual.
Tony rio.
—¿De qué te ríes?
—Es que me ha parecido gracioso.
—Eres raro de cojones. Un segundo estás pensando que el cielo
se te va a caer encima y al siguiente te ríes solo. ¿Te estás
volviendo loco o qué, Chicken Licken?
Llegaron a la zona donde tenían que trabajar, y Tony se giró para
contestar, pero Conor había desaparecido. Miró por todas partes,
pero no vio ni rastro de él. Observó cómo la grúa se balanceaba en
la brisa matutina, con su carga de listones de madera deslizándose
de forma precaria. No parecía segura en absoluto.
*
Conor bajó al túnel, agachó la cabeza y se sumergió en la
oscuridad. La linterna de su casco se encendía y apagaba. Tenía
que trabajar rápido. Avanzó tanteando las paredes. Sus dedos
acariciaban los hongos y el agua helada, y llegó hasta el muro que
Cleary había encontrado. Necesitaba más luz. Recordó el mechero,
lo encendió y lo metió por el agujero en la pared. El cuerpo seguía
ahí. Tenía que asegurarse.
Se escurrió por el hueco y cayó al suelo con un golpe. Con
cuidado de no perturbar el cuerpo, lo rodeó. Tenía trabajo que hacer.
—¡Auch! —Dejó caer el mechero cuando le quemó el dedo.
Tanteó el suelo hasta encontrarlo. Lo encendió de nuevo. Se
inclinó sobre los huesos y estudió el esqueleto desde la tapa del
cráneo hasta la calavera sin ojos. Su mirada se detuvo en lo que
quedaba de la ropa. La saliva se le atascó en la garganta y contuvo
las ganas de vomitar.
Un estruendo en algún lugar sobre su cabeza hizo que se
detuviera. ¿Y si alguien cerraba la entrada? ¿Y si se quedaba
atrapado ahí abajo para siempre? Por una vez, no le importó.
Entonces, las paredes del túnel temblaron y le cayó tierra húmeda
en la cabeza. Se la limpió, pero cayó todavía más. La claustrofobia
le encogió el pecho. No podía respirar. Cuando la tierra se desplomó
sobre el suelo y se alzó en una nube, sintió que se le cerraba la
garganta y comenzó a ahogarse. Caminó hacia atrás y chocó con el
muro. Iba a morir allí. Tosió. Trató de escupir la flema, pero el olor a
humedad le cerraba las vías respiratorias.
Palpó la pared de ladrillos hasta encontrar el agujero y se metió
por él, sin importarle lo que dejaba atrás. Tenía que salvarse.
*
Sabes que lo estás haciendo bien cuando todo el mundo te busca.
Has hecho algo que consigue ponerlos en guardia y prestar
atención. Pero todavía tienes que seguir en las sombras. Que no te
vean, que no te oigan. Tengo mis maneras de hacerme ver y oír. El
acero está frío bajo mis dedos cuando lo deslizo dentro de la
máquina. Es un poco anticuada, pero es lo único que he podido
conseguir. Servirá. Tengo que entregar una más, porque no sé con
certeza si encontraron la primera. Fue un riesgo deslizarla en el
bolsillo del niño mientras su madre se vestía, pero vi la oportunidad
y la aproveché.
Haré esta última y habré terminado. No me importa si me
encuentran después de que deje mi huella.
Escucho el suave zumbido de la máquina y suelto la palanca.
Otro disco perfecto cae en mi regazo.
Esta es para tu familia, Lottie Parker.
Capítulo 44
*
Protegida de la multitud de mirones curiosos, Bernie estaba de pie
junto al escaparate de la tienda situada frente a los juzgados. El
caos la llenaba de alegría, una sensación que solía sentir cuando
apuñalaba o ahogaba a una de sus víctimas. Esta era una
oportunidad para atacar. Lottie iba en una ambulancia y esperaba
que pasara la noche en el hospital. Pero si no, Bernie todavía tenía
tiempo de hacer pagar a su medio hermana. Y sabía que la mejor
manera de hacer daño a alguien era atacar a aquellos a quienes
más quería.
Cuando llegó al muro, Conor supo que tenía que volver a la cámara
con el esqueleto para salir por el otro lado. Estaba dejando un rastro
por todas partes, pruebas que podían usarse en su contra. Pero
tenía una razón legítima para estar ahí. Se encontraba bajo tierra
cuando había pasado algo en la obra y lo había dejado atrapado.
Esta era la única manera de salir. Elaboró respuestas en su cabeza
a las posibles preguntas que podían formularse más adelante, pero
todo eso dependía de que pudiera escapar y de que alguien le
preguntara dónde había estado. O, tal vez, no quedaba nadie para
hacer preguntas.
Mantuvo los ojos alejados del cuerpo, se metió por el agujero
que había detrás y se adentró en la oscuridad de un túnel que rogó
que llevara hacia arriba y hasta el exterior. De lo contrario, estaba
condenado. «No pienses en eso», se advirtió a sí mismo. No tenía
sentido pensar en supuestos.
Aquí había menos agua. Eso era positivo. Siguió caminando, con
la cabeza agachada y guiado por la débil y parpadeante luz de su
casco. Dobló una esquina sinuosa y llegó a una intersección. Dos
túneles, uno a la derecha, uno a la izquierda. Trató de imaginar
dónde estaba en relación con la superficie, pero su sentido de la
orientación lo había abandonado. Recordó que alguien le había
dicho alguna vez «cuando no estés seguro, ve a la derecha».
Cuando había dado veinte pasos, se preguntó si el dicho era en
realidad «ve a la izquierda».
El camino comenzó a subir, y Conor trepó a cuatro patas.
Entonces, la luz del casco se apagó, lo hundió en las tinieblas y
cayó.
Sam McKeown tenía una sonrisa de oreja a oreja cuando Kirby salió
de la farmacia.
—¿De qué te ríes? —Kirby caminó a su lado arrastrando los
pies.
—De ti. ¿De qué la estabas acusando?
—No importa. Vamos.
Cuando volvieron a la comisaría, aún no había novedades de
Lottie o Boyd sobre el paradero de las hijas de la inspectora.
McMahon asomó la cabeza por la puerta.
—¿Dónde está?
—¿Quién? —preguntó Kirby con falsa inocencia.
—La inspectora Parker, por supuesto.
—No estoy seguro. —«Finge neutralidad», pensó.
—En cuanto aparezca, la quiero en mi despacho. —McMahon se
alejó murmurando de forma sonora—. Cuando le ponga las manos
encima… Usando las noticias en horario de máxima audiencia para
buscar a las delincuentes de sus hijas…
—Está de mal humor esta mañana —comentó McKeown.
—Eso no es nada. Acaba hoy con las cintas de las cámaras de
vigilancia, ¿entendido?
—Lo haré.
Kirby cogió el expediente sobre Thompson de su escritorio y lo
abrió.
Kirby sentía que los ojos se le iban a caer de la cabeza. Las líneas
de letras en las hojas se fundían unas con otras. Se había
decepcionado a sí mismo con Megan. Había sido una tontería por
su parte. ¿Qué importaba que hubiera estado casada con Tony
Keegan? Llevaba razón, no tenía nada que ver con él. Solo habían
tomado un par de cafés. «Eres un completo capullo», se dijo a sí
mismo.
Parpadeó y pasó la página. Los informes policiales eran muy
aburridos.
Bill Thompson. Sesenta y cuatro años. Dueño de un bar y
concejal. Interesante. En los últimos días, Kirby no había oído
mencionar a nadie que Thompson fuera concejal. Tomó nota y
siguió leyendo. Giró la página y, entonces, vio un nombre que hizo
que se le cortara el aliento. Sin duda, eso no era correcto, tenía que
ser un error. ¿O no? Miró a su alrededor y deseó que Lottie
estuviera allí, pero ni ella ni Boyd habían aparecido todavía.
¿Por qué nadie se había dado cuenta hasta ahora? Cogió el
informe para llevárselo a McKeown.
McKeown ya estaba detrás de él con un fajo de papeles en la
mano.
—Tienes que ver esto —dijeron al unísono.
Capítulo 52
La mujer apareció por las escaleras del sótano como una sombra
que emerge de un ataúd, vestida totalmente de negro, con el pelo
rapado y la piel de una palidez inusual.
—Creía que ella me encontraría antes que tú —dijo.
Leo se apoyó contra la mesa de la cocina y se preguntó cómo
iba a manejar la situación.
—¿Dónde están las hijas de Lottie?
—Te gustaría saberlo, ¿verdad?
Cuando Bernie dio un paso sobre las baldosas, Leo se fijó en
que llevaba una cuerda en la mano. En el extremo había un nudo
corredizo, como una horca. El policía rezó para que no las hubiera
matado todavía.
—No tiene por qué ser así, Bernie. —Leo se movió lentamente a
lo largo de la mesa, chocó con una silla y la hizo caer. El sonido
atravesó el aire rancio.
—¡Quieto! —La mujer levantó la otra mano. A la luz de la luna
que entraba por la ventana, Leo vio el acero de un cuchillo brillar en
la mano de su hermana.
—El dinero lo gasté en esa boda de lujo que tuviste —dijo Tony—.
Deberías haber sabido que no podría habérmelo permitido con mi
sueldo de obrero, pero nunca lo cuestionaste.
—El mayor error de mi vida —respondió Megan. Se llevó una
mano al bolsillo y sacó un puñado de monedas. Las arrojó al suelo,
donde se hundieron en la mezcla de barro y tierra.
Conor dio un paso atrás.
Megan giró la cabeza y lo apuntó con el cuchillo.
—Si hubieras dicho la verdad, me habría ahorrado una vida de
miseria.
—Pero ahora sabes por qué no lo hice. Tú tomaste tus propias
decisiones, no tuvo nada que ver conmigo.
—Yo te amaba, ¿sabes?
—¿Tú qué? —Conor se pasó la mano por la cabeza y se la
manchó de sangre.
—Sí, pero tú solo tenías ojos para esa criada. —Dio un paso
hacia él—. ¿Qué le hiciste?
—Fue un accidente. —Conor recordó la noche en que, por fin, se
había quedado a solas con Hannah, junto a las vías del tren, a unos
cien metros de donde se encontraban ahora. Y, entonces, ella había
cambiado de opinión. No lo quería cerca e intentó rechazarlo, pero
él era joven y estaba dominado por las hormonas, y cuando se le
echó encima, se golpeó la cabeza contra una roca que sobresalía
en la orilla cubierta de vegetación. No la había asesinado, pero
había muerto, y él había entrado en pánico. Se lo contó a Megan.
—Si fue un accidente, ¿por qué escondiste el cuerpo?
—Digamos que no soy un asesino metódico como tú. Me entró el
pánico. Corrí. Después, regresé y escondí el cuerpo. —La miró
fijamente a los ojos duros—. ¿Por qué tuviste que matar a Amy, a
Louise y a las otras?
—Porque descubrí la verdad —sollozó Megan—. ¿No lo ves,
Conor? Tuve que vivir mi vida sin ti porque ellas juraron haberte
visto aquella noche, y por eso acabaste en la cárcel. Deberías
haberte defendido. Dejé monedas junto a los cuerpos en memoria
de lo que me habías hecho. Me traicionaste con tus mentiras. Igual
que Judas. Igual que esas niñitas tontas.
—Pero es cierto, me vieron.
—Tú no atacaste ni robaste a mi padrastro.
—¿Qué importa eso ahora? —dijo Conor tristemente.
—Cuando saliste de la cárcel ni siquiera viniste a verme.
—Fui a la farmacia un día y…
—Sí, fuiste. Con una nota para Amy. No preguntaste por mí. Así
que supuse que era hora de hacer que te fijases en mí.
Fue entonces cuando Conor sintió el silencio a su alrededor. El
viento había cesado y la lluvia había aminorado un poco, y ellos
tres, de pie en medio del descampado, eran como un trípode
abandonado por un fotógrafo cansado. Y supo que no estaban
solos. Miró a su alrededor y detrás de Megan. Percibió movimiento
junto a la puerta, en la valla.
—¡Corred! —gritó.
Mientras Tony y Megan se giraban confusos, tres personas se
abalanzaron contra ellos. Conor se dio la vuelta y huyó.
Sabía dónde estaba la entrada al túnel, pero ahora, diez años
más tarde, en la oscuridad, no la encontró. Cuando una mano lo
agarró del hombro y lo empujó hacia abajo, solo fue consciente del
suelo mojado que venía a su encuentro, y cerró los ojos.
Capítulo 65
Una semana más tarde
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