La Ultima Traicion - Patricia Gibney

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LA ÚLTIMA TRAICIÓN

Patricia Gibney

Libro 6 de la inspectora Lottie Parker

Traducción de Luz Achával para Principal Noir

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Contenido
Portada
Página de créditos
Sobre este libro
Dedicatoria

Prólogo: diez años antes


Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66

Carta al lector
Agradecimientos
Sobre la autora
Página de créditos
La última traición

V.1: junio de 2020


Título original: Final Betrayal

© Patricia Gibney, 2019


© de la traducción, Luz Achával Barral, 2020
© de esta edición, Futurbox Project S.L., 2020

Publicado mediante acuerdo con Rights People, Londres.

Diseño de cubierta: Taller de los Libros


Imagen de cubierta: Dmitry Elagin

ISBN: 978-84-18216-01-5
LA ÚLTIMA TRAICIÓN
Dos vidas atormentadas. Una mentira fatal…

Amy Whyte y su amiga Penny Brogan se marchan de una


discoteca tras una larga noche de fiesta y no vuelven a casa. Sus
familias temen lo peor: Conor Dowling acaba de salir de la cárcel
después de pasar diez años encerrado. Lo condenaron por robo con
agresión gracias al testimonio acusatorio de Amy. Días después,
cuando aparecen los cuerpos sin vida de las chicas, la investigación
se asigna a la inspectora Lottie Parker.
Pero entonces las hijas de Lottie, Katie y Chloe, desaparecen en
la ciudad de Ragmullin, y la inspectora deberá actuar rápido y con
mucho cuidado: un asesino anda suelto y sabe que la mejor forma
de entorpecer la investigación es hacer daño a los seres queridos de
la inspectora.

«Con más de un millón de ejemplares vendidos, Gibney es uno de


los mayores fenómenos literarios del año.»
The Times
El nuevo fenómeno del thriller internacional
Más de un millón de ejemplares vendidos
Best seller del Wall Street Journal y del USA Today
A Daisy, Shay y Lola,
mis nietos, que insuflan nueva vida a la mía.
Prólogo
Diez años antes

El cuerpo pesaba más de lo que esperaba. ¿Cómo podía una


persona tan joven y delgada pesar tanto?
La arrastró hasta el agujero y la arrojó a las profundidades
empujándola con la suela de la bota. Sacó de la tela de arpillera las
herramientas que necesitaba, las depositó en la mochila y se la
cargó a la espalda; luego, bajó detrás de ella.
La arrastró por el suelo hasta llegar a la zona que quería y la
colocó erguida para que sus ojos muertos lo vieran trabajar. Le llevó
algún tiempo, aunque al acabar no sintió la satisfacción que
esperaba. Pero nadie la vería jamás. No allí abajo.
Caminó de espaldas, encorvado, mientras borraba todos los
indicios de que alguien hubiera estado allí con un pequeño cepillo
que llevaba en la mochila. Sus movimientos iban acompañados de
chirridos y susurros. Allí abajo parecía otro mundo. Se sentía a salvo
y libre. No quería marcharse. En ese momento, sintió que podía
volver a aquel lugar y tumbarse en la tierra, cerrar los ojos y unirse a
ella en su lugar de reposo final. Un agujero negro para una puta que
lo había rechazado.
Siguió trabajando y soltó la chaqueta, que se había enganchado
en una roca que sobresalía. Subir fue más difícil de lo que había
sido el descenso. Se aferró a los salientes de la pared y trepó hasta
llegar a la superficie. Cubrió el agujero y se aseguró de que ninguna
pista fuera visible. Un vistazo rápido a su alrededor le confirmó que
nadie lo había visto.
Regresó al coche y arrojó la mochila en el maletero. La
temperatura había bajado en los últimos días y el invierno mordía el
horizonte como un perro rabioso. No le gustaba el invierno. Ni el frío.
No; prefería las largas noches de verano en las que deambulaba
durante horas; cuando la luna aparecía en un cielo lleno de estrellas
y podía aullar como un lobo en celo si le apetecía.
Sintió las primeras gotas de lluvia y se metió en el coche antes
de que las nubes negras estallaran. Había hecho el trabajo. Ahora
todo iría bien. Estaba a salvo.
No fue hasta el día siguiente cuando descubrió que su pesadilla
no había hecho más que empezar.
Capítulo 1

Conor Dowling estaba de pie frente a la entrada de la prisión


Mountjoy e inspiraba el aire de la ciudad. Era el mismo que había
respirado muros adentro durante los últimos diez años, pero, de
algún modo, parecía más fresco allí fuera. Libre. Soltó el aire
lentamente, se colocó sobre el hombro la bolsa que contenía sus
magras posesiones y dio su segundo paso hacia la libertad. Solo.
No había nadie allí para recogerlo. Ni siquiera periodistas.
Tampoco lo esperaba. Después de que lo hubieran declarado
culpable y condenado con veinte años a pasar la mejor etapa de su
vida tras los muros grises de la prisión, su historia se había enfriado
tanto que se había fundido con la nieve del tiempo.
Escuchó los sonidos de la ciudad mientras se alejaba, poniendo
un pie delante del otro, sin volver la vista atrás.

De regreso en Ragmullin, Conor miró fijamente la casa adosada al


otro lado de la calle. No había cambiado en absoluto en los últimos
diez años. Parecía que ni siquiera hubieran cortado el césped. Aún
era muy temprano cuando cruzó la calle y abrió la verja chirriante,
que colgaba de un gozne. No tenía llave, así que levantó la mano
para llamar a la puerta. Era su propia casa, y allí estaba, como un
extraño. Bajó la mano y fue hacia la ventana delantera. El reflejo de
un extraño le devolvió la mirada.
Con treinta y cinco años, era alto y delgado, con la cabeza mal
afeitada. Nada quedaba de aquel cabello largo hasta los hombros
por el que su madre lo llamaba vanidoso. Cuando tenía catorce
años le había regalado una maquinilla a pilas de segunda mano que
lo había fascinado, y había adquirido el hábito de afeitarse no solo la
cabeza, sino también el cuerpo. Eso era lo que haría ahora. Sus
dedos ansiaban encontrar una maquinilla y sentir cómo el filo
recorría su pecho y sus piernas. Dejar su piel libre de vello.
Regresó a la puerta principal y probó el picaporte. Se abrió. Puso
un pie sobre el gastado suelo laminado y luego el otro. El olor
familiar fue lo primero que le despertó la memoria.
El penetrante olor a beicon y repollo, junto con el de grasa
rancia, lo envolvió. ¿Qué sería aquello? Conor sabía que su madre
había dido usuaria de un servicio de comida a domicilio para gente
mayor durante los últimos cuatro años. Su amigo Tony Keegan se lo
había contado. Menudo amigo, pensó Conor. Lo visitaba en la cárcel
al menos cada dos meses, pero Conor tenía la sensación de que
solo lo hacía para comprobar que seguía dentro. Su madre nunca lo
había visitado.
Abrió la puerta del salón, esperaba encontrarlo vacío. Tragó una
bocanada de aire fétido y vio a su madre sentada en un sillón
desvaído y ajado. Parecía más alta de lo que recordaba, pero,
entonces, se fijó en que las patas de la silla estaban apoyadas sobre
unos listones de madera.
Vera Dowling solo tenía sesenta y cinco años, pero la artritis
reumatoide la consumía, lo que le daba el aspecto de una mujer al
menos veinte años más vieja. Conor se quedó en pie detrás de ella
y se fijó en que sus manos cubiertas de protuberancias se curvaban
sobre los brazos del sillón. La anciana se volvió lentamente.
—Así que hoy es el día, ¿no?
Antes, su voz era afilada y fuerte. Todavía era afilada, concedió
Conor, pero ya no era fuerte.
—Sí, mamá. Estoy en casa.
—Espero que no contaras con una fiesta con globos y
banderillas. Ese no es mi estilo.
—No esperaba nada.
Conor seguía detrás del sillón. En la cárcel se había enfrentado a
los criminales más peligrosos, y allí estaba, como un colegial
asustado por el matón de la clase.
—Ven aquí para que te vea, muchacho.
No quería mirarla a la cara, pero, al final, envió el mensaje desde
su cerebro a sus pies y se movió hasta quedar frente a ella.
—¿Es que no te han dado de comer en ese lugar? —La mujer
alzó una mano hinchada; tanteó junto al sillón y encontró su bastón.
Lo sostuvo como una espada, apuntó a Conor con él y se lo clavó
en el pecho—. No eres más que un saco de huesos. Ahora que has
vuelto puedes cocinar para los dos. Y también puedes cancelar esa
comida de plástico.
Conor dio un paso atrás, fuera del alcance del bastón, y dijo:
—¿Comida de plástico?
—Esa que me traen; en realidad, yo no lo llamaría comida. Es
solo la vieja señora Tone corriendo por ahí con los brazos llenos de
envases de plástico y, cuando me llega, está fría. ¿Cómo esperan
que gire el dial del microondas con estos dedos llenos de nudos?
Conor estuvo a punto de decir que podría haberse comprado un
modelo digital nuevo, pero se contuvo. Su madre mostraba todos los
signos de ser la mujer abusiva que recordaba de su infancia; no
había ninguna posibilidad de ganar esta ni cualquier otra discusión.
Era como si los últimos diez años hubieran desaparecido y en esa
casa no hubiera cambiado absolutamente nada. Pero él sí había
cambiado.
Se pasó la mano por la cabeza y notó que las primeras púas
brotaban. Sintió la necesidad de subir al piso de arriba para buscar
su maquinilla, si es que seguía allí. Supuso que, probablemente, así
fuera; por el aspecto del salón, parecía que su madre había dormido
allí durante años. Entonces lo asaltó un pensamiento. Solo tenían un
baño en el piso de arriba. ¿Cómo…? Su mirada se dirigió hacia la
bolsa de orina que su madre tenía entre las piernas venosas.
—Me alegro de que estés en casa, hijo —comentó mientras
alargaba la mano. Conor se metió la suya en el bolsillo con
determinación—. Puedes cocinar para mí. ¿Te han enseñado
recetas nuevas en… allí?
Conor se encogió de hombros, caminó hasta la ventana y miró a
través del polvo y la mugre. Frotó la mano contra el vidrio y se le
quedó pegada en la capa de grasa que lo cubría. ¿Dónde diablos
pensaba su madre que había estado? ¿En la escuela de cocina?
—Voy a lavarme un poco —dijo, y se volvió para marcharse. La
anciana estiró la mano con brusquedad y le agarró el brazo. Los
escalofríos le recorrieron la piel mientras intentaba liberarse, pero su
madre no lo soltó.
—Sé lo que hiciste, Conor. Lo sé. Así que será mejor que me
trates bien.
Mientras la mano nudosa lo liberaba, Conor salió rápidamente de
la habitación y estuvo a punto de tropezarse con la bolsa de viaje
que había dejado en el recibidor. En la cocina, echó un vistazo al
desorden y a la cómoda que su madre solía usar, ahora en una
esquina junto a un cubo de basura desbordado. La peste le invadía
las fosas nasales, y los viejos recuerdos amenazaban con ahogarlo,
como un diluvio bíblico.
Para distraerse, miró a través de la pequeña ventana. Y allí
estaba, todavía en pie. Su cobertizo, su lugar de escape, su refugio
de la realidad, que se alzaba como un castillo en medio de la hierba
crecida y los muebles abandonados.
Pero ¿qué era eso? Se inclinó sobre el fregadero, lleno de
envases de plástico de comida, y trató de ver mejor. No sirvió de
nada. Abrió la puerta trasera y salió al jardín, donde la hierba
aplastada formaba un camino hasta la puerta del cobertizo. No, no
se había equivocado. El candado de la puerta colgaba abierto.
—¡Mamá! ¿Quién diablos ha estado en mi cobertizo?

Conor se quedó de pie en medio del caos del cobertizo que, años
atrás, había sido su refugio. Las herramientas parecían estar bien,
aunque no en el orden correcto. Ni en las estanterías correctas. Ni
colocadas como él las había dejado. Sacudió la cabeza. Había
pasado mucho tiempo, tal vez se lo imaginaba. Sin embargo, el
candado que tenía en la mano no era fruto de su imaginación.
Alguien había estado allí.
Empezó tallando pequeñas muñecas de madera para ferias de
artesanía. Sintió que el rubor le subía por las pálidas mejillas al
recordar cómo había comenzado, con trece años, no mucho
después de que su padre se marchara. Se fue una mañana a
trabajar sin decir adiós. Cuando no regresó a casa, descubrieron
que se había llevado una pequeña maleta con sus escasas
pertenencias. Había pasado una eternidad, pero Conor lo recordaba
como si fuera ayer. Abandonado por su padre, había quedado a
merced de la ira de su madre.
La perspectiva de pasar el resto de su vida con ella era, sin
duda, mucho más espeluznante que el recuerdo de los años que
había pasado en la cárcel. Con tristeza, se recordó a sí mismo que
la anciana solo tenía sesenta y cinco años, así que las
probabilidades de que estiraría la pata pronto eran remotas. Al
menos, de forma natural.
Pasó un dedo por el tornero y dio un paso atrás, anonadado.
Faltaba algo. Una de sus herramientas. Esa con la que había
empezado a trabajar cuando se hartó de la madera. Solo había otra
persona que supiera usar sus herramientas. Y no era su madre.
Capítulo 2

Lottie Parker estaba entusiasmada por tener una casa propia


después de haber vivido tan apretados en la vivienda de su madre
desde mediados de febrero. Ser inspectora en la ciudad de
Ragmullin conllevaba ciertos riesgos. Durante uno de sus casos
más recientes, su casa se había quemado. Aunque el incendio se
había considerado un accidente, Lottie no estaba convencida.
—Al menos podrías sonreír —dijo Mark Boyd mientras luchaba
con una caja de IKEA más ancha y más alta que la puerta—. Y
llama a Sean para que me eche una mano.
—Se ha ido a dar una vuelta. Y eso es culpa tuya por haberle
comprado una bicicleta de carreras nueva.
—Por lo menos consigue que salga de su habitación. Eso es
bueno, ¿no?
—Claro, pero ahora mismo nos irían bien un par de manos más.
La inspectora cogió un extremo de la caja e intentó meterla en la
casa mientras Boyd resoplaba fuera. Sean, su hijo de quince años,
se volvía más enigmático con cada día que pasaba. Había pasado
por otro episodio de depresión hacía unos meses, y no fue hasta
que Boyd llegó con la reluciente bicicleta nueva, se aclaró la
oscuridad que cubría sus ojos.
Boyd dejó de mover la caja.
—¿Qué? —preguntó ella. Su compañero la miraba por encima
de los bordes de la caja, ahora aplastada.
—Esta es la decisión correcta, Lottie. Lo sabes, pero tienes que
aceptar que todo lo que tenías en tu antigua casa ya no está. Esta
es una oportunidad para empezar de cero. Deja que los fantasmas
del pasado se desvanezcan con las
cenizas.
La inspectora sacudió la cabeza, sorprendida por las lágrimas
que se acumulaban en sus ojos. Se las secó. Boyd era su sargento,
y un buen amigo.
—Esto no saldrá bien.
—Por supuesto que sí. Solo date tiempo para instalarte.
—Me refiero a esta maldita caja. Tendremos que abrirla fuera y
meter las piezas de una en una.
—¿Qué hay dentro?
—No tengo la menor idea.
Boyd soltó una risotada, y Lottie no pudo evitarlo. También se rio.

Resultó que la caja contenía una estantería. Boyd estaba sentado


en el suelo en medio del salón, con las piernas cruzadas, las
instrucciones en una mano, un montón de tornillos en la otra y
listones de madera por todas partes.
Lottie encendió su nuevo hervidor rojo y cogió dos tazas del
armario. Tal vez Boyd tenía razón, pensó. Debía admitir que, en
ocasiones, la conocía mejor que ella misma. Estaban pasando por
una buena época estos últimos meses. Era un amigo leal. A veces,
más que un amigo, si era totalmente honesta consigo misma.
Su mano se detuvo sobre el frasco de café al comprender la
verdad. Boyd era su único amigo. ¿Qué era lo que lo hacía
quedarse? Se había divorciado de su mujer, Jackie. Parecía
satisfecho, pero Lottie sabía que quería algo más serio con ella. De
eso estaba segura, pero no podía darle más. Ahora no. Todavía no.
Había perdido a su marido Adam por culpa de un cáncer hacía cinco
años y, desde entonces, había luchado contra el dolor, la viudez y
por criar a sus hijos.
Pronto la casa estaría llena de vida. Su hija de veintiún años con
su hijito Louis, su hija de diecisiete años, Chloe, y Sean se mudarían
mañana. Ya se habían repartido las habitaciones sin grandes
discusiones, y casi toda su ropa estaba ya colgada en los armarios
recién pintados. Se preguntó cómo llevaría Rose, su madre, volver a
tener la casa vacía. Sonrió. Probablemente, Rose estaría encantada
de recuperar su espacio después de los largos meses en los que
habían vivido amontonados como nómadas.
—Creo que falta un tornillo —gritó Boyd desde la otra habitación.
—Hace tiempo que sospechaba eso de ti. —Lottie sonrió y
preparó el café. Tal vez era hora de dejar que el fantasma de Adam
descansara entre las cenizas de su casa incendiada. Tal vez.
Capítulo 3

Tony Keegan abrió la puerta y sintió que se le abría la boca


mientras ladeaba la cabeza.
Su antiguo mejor amigo, Conor Dowling, estaba en la entrada.
Mierda. Recuperó la compostura rápidamente y compuso una
sonrisa forzada.
—Hola, colega. No sabía que hubieras salido.
—Habrías ordenado un poco y cerrado con llave de haberlo
sabido, ¿no es cierto?
—¿De qué hablas? —Pero Tony sabía demasiado bien a qué se
refería Conor—. Creía que te quedaba otro año.
—Eso te pasa por pensar con ese cerebro diminuto que tienes.
Tony chocó contra la pared cuando Conor lo empujó para pasar.
—¿Estás solo? —preguntó Conor.
Tony cerró la puerta y siguió a la figura alta y delgada hasta la
cocina. Mucho había pasado en los últimos diez años de lo que
Conor no sabía nada. Y Tony dudaba si decírselo.
Conor había abierto la nevera y estaba encorvado ante ella
mientras sacaba paquetes de jamón y queso.
—¿Tienes pan? Me muero de hambre. —Cerró la nevera de un
golpe con el pie y puso la comida sobre la mesa.
Antes de que Tony pudiera moverse, Conor había encontrado el
pan y sacado un cuchillo del cajón. Quitó la tapa a un envase de
margarina, la extendió por el pan y puso queso sobre las rebanadas
untadas. Cuando pareció satisfecho con su trabajo, apartó una silla
de una patada, se sentó y empezó a comer.
Tony no sabía qué hacer, así que también se sentó.
—¿Te han soltado por buen comportamiento? —preguntó.
—No. Le corté el cuello al gobernador y me escapé. —Conor se
rio con la boca abierta, con lo que dejaba a la vista el pan y el queso
que se le pegaban a los dientes.
—No me tomes el pelo. —Tony se fijó en que los ojos de su
amigo no sonreían, así que cogió una corteza de la mesa y
comenzó a masticar. Cuando no pudo sostener más la fría mirada
de Conor, bajó la vista a sus dedos grasientos.
—¿Tomarte el pelo? —Conor seguía sin reír—. Creía que me
conocías mejor.
Tony levantó la mirada con cautela y casi se echó hacia atrás al
percibir la dureza en los ojos de Conor, que lo atravesaba. Supo al
instante que su amigo había cambiado. «Supongo que eso es lo que
te hace la cárcel», pensó, aunque él nunca había estado preso.
Había cambiado después de que condenaran a Conor. Ahora que
estaba en libertad, tendría que andarse con cuidado y cuidarse las
espaldas.
—Eres mi amigo, Conor, pues claro que te conozco. —Dejó la
corteza mordisqueada—. ¿Qué piensas hacer?
Contuvo el aliento mientras el otro se limpiaba las manos en el
mantel de encaje blanco. ¡Por el amor de Dios! Era el bueno, el
mantel que su abuela le había traído a su madre de España, hacía
como un millón de años. Y ahora mamá, papá y la abuela estaban
criando malvas, así que no debería importar, pero le molestaba.
Conor sorbió con fuerza y respondió:
—Tengo planes, pero primero dime por qué has metido tus
manazas en mi taller.
—¿Qué taller?
—Mi cobertizo. En mi jardín.
—Es el jardín de tu madre.
Conor lo agarró por el cuello de la camiseta antes de que pudiera
defenderse. Su amigo lo arrastró sobre la mesa; mientras él se asía
a la reliquia española, la mantequilla, el pan y el cuchillo cayeron al
suelo.
—Tony, no te hagas el imbécil conmigo. ¿Qué hacías en mi
taller?
—Yo… yo…
—¿Qué?
—N-no puedo r-respirar.
Cuando Conor lo soltó de un empujón, Tony trató de inventarse
una excusa decente, pero nada era, ni por asomo, tan bueno como
la verdad, pero no podía contársela.
Tragó con fuerza, se pasó la mano por la garganta palpitante y
tosió.
—Estaba aburrido, así que le pregunté a tu madre si podía
trabajar un poco en tu cobertizo… en tu taller. Dijo que no le
importaba, solo me pidió que le metiera algo en el microondas y que
sacara la basura.
—¿Qué trabajo?
—Bueno, intenté hacer cosas, como tú, pero soy un inútil. Solo
jugaba un poco.
—Pues faltan algunas herramientas.
—No me llevé nada.
—Dejaste el candado abierto.
Tony se metió las manos grasientas en los bolsillos del tejano y
se disculpó:
—Lo siento. Debí de marcharme con prisa.
—Nada en este mundo puede hacer que tú te des prisa.
Keegan sintió que sus mejillas fofas se sonrojaban, y se llevó,
cohibido, una mano a la protuberante barriga, tratando de contenerla
sin éxito. Esbozó una débil sonrisa y cambió de tema en un intento
de apaciguar a su amigo.
—Me alegro de que hayas vuelto, Conor.
Este ya estaba en el recibidor.
—Yo no me alegro en absoluto.
—¿Nos vemos luego, tal vez?
Pero Tony le estaba hablando a la puerta cerrada.

¿Sabes cuando alguien te hace daño y sientes como si te hubieran


atravesado el alma con una flecha? Pues te aseguro que ese
sentimiento es mucho peor cuando el daño viene de una persona a
la que amabas. ¿Qué les da el derecho de romperte en pedacitos y
alimentar con tu carne y sangre a los perros rabiosos?
Eso es lo que me sucedió. Me hicieron mucho daño. No creo que
la persona que lo hizo se diera cuenta realmente de la enormidad de
su crimen, de su engaño, pero yo sí era consciente. Porque soy una
de esas personas que hacen una lista de las faltas acometidas
contra mí. Luego, archivo esa lista hasta que se presenta la
oportunidad y les hago pagar. En el momento adecuado.
Y ese momento ha llegado.
Capítulo 4

La familia Parker estaba sentada alrededor de su nueva mesa, en


su nueva cocina, en su nueva casa. Lottie estaba decidida a que
este fuera un nuevo comienzo para la vida familiar. Se prometió a sí
misma que sería mejor madre. Eso esperaba. Pero, en aquel
momento, la situación resultaba tensa e incómoda. Tal vez había
dejado que las cosas se descontrolaran. O, quizá, todos se habían
acostumbrado demasiado a vivir con su abuela. No estaba segura
de qué hacer.
Sean estaba sentado con una expresión hosca en el rostro.
Chloe movía la comida por el plato con el tenedor, mientras Katie le
metía puré de patatas en la boca al pequeño Louis, que ya tenía un
año. «Este debería ser un momento alegre», pensó Lottie, pero
faltaba algo. Miró la pared desnuda, sin cuadros ni fotografías. La
foto de boda enmarcada, descolorida por el paso del tiempo, que
tenía en su antigua cocina, había desaparecido en el fuego, junto
con la mayoría de los recuerdos físicos de su difunto marido. Boyd
llevaba razón. Tenía que pasar página, pero ¿cómo iba a llenar el
vacío en su corazón? Boyd lo había intentado, pero ella siempre lo
había rechazado. ¿Por eso aún sentía que le faltaba algo?
—¿Mamá? Te he hecho una pregunta. —Chloe empujó su plato
al centro de la mesa.
—Lo siento, tenía la cabeza en otra parte. —Lottie apartó las
cavilaciones de su cabeza y se concentró en su hija.
—Como de costumbre. —Chloe echó la silla hacia atrás y se
levantó.
—¿Qué has dicho?
—Oh, da igual.
—¡Chloe! Te estoy escuchando.
—Que si puedes cuidar a Louis el fin de semana. Katie y yo
queremos salir.
—¿Salir adónde?
—A Jomo. Por favor.
—¿La discoteca?
—Sí. —Chloe puso los ojos en blanco, como si su madre fuera
un dinosaurio.
—No eres lo bastante mayor. —Lottie no tenía ganas de discutir.
Era su primera noche en la casa nueva. Deberían de estar
contentos, ¿verdad? Pero sabía que, aunque los cuatro muros que
los rodeaban fueran diferentes, ellos seguían siendo los mismos.
Chloe se quedó de pie en la puerta, con los puños apretados.
—¿Por qué sigues tratándome como si tuviera doce años?
Cumpliré dieciocho el mes que viene. La vida es demasiado corta
como para preocuparte de qué edad necesitas tener para entrar en
una discoteca. Venga. Déjame vivir.
—Tienes clases. Exámenes. Necesitas estudiar. Eres demasiado
joven.
—Pero no has contestado a la pregunta —intervino Katie.
Maldición, había olvidado la pregunta.
—¿Me la puedes repetir?
—¿Puedes cuidar de Louis?
Lottie miró al pequeño y le guiñó el ojo. De inmediato, el bebé
abrió la boca en una sonrisa llena de puré de patatas. La inspectora
suspiró.
—Deja que mire si tengo trabajo y te contesto.
—Ellas pueden ir adonde quieran —intervino Sean de mal humor
—. Y yo estoy aquí, atrapado contigo y con un bebé. Qué asco de
vida.
—¿Sean? —Lottie se quedó hablando sola cuando su hijo salió
de la cocina.
—No le hagas caso —dijo Chloe—. Problemas de adolescentes.
—¿Y tú qué eres? Tú también eres todavía una adolescente. —
Pero yo soy madura. —Chloe irguió la espalda y siguió a su
hermano.
Katie le limpió la boca a Louis con una toallita húmeda y se lo
pasó a Lottie.
—¿Puedes cambiarlo, mamá? Yo hablaré con Sean.
Sola con su nieto, Lottie observó el desastre que se desplegaba
sobre la mesa y la encimera llena de sartenes y platos. De repente,
echó de menos vivir en casa de su madre. Nunca pensó que sentiría
esa emoción, después de todo lo que había pasado el año anterior.
—¿Qué vamos a hacer con estos tres? —le preguntó a Louis.
Se vio recompensada con un eructo y un pañal sucio.
Capítulo 5

Con veinticinco años, Louise Gill sentía que ya había vivido dos
vidas. En ocasiones, incluso se sentía como si fuera dos personas
que vivían en estados mentales alternos. A su madre le preocupaba
que fuera esquizofrénica, pero Louise se negaba a tomar
medicación. No quería vivir en un estado de fuga disociativa. Tenía
que estudiar, y quería ser normal.
Revisó las notificaciones en su teléfono por décima vez desde
que había despertado. Nada interesante en Instagram y ningún
Snapchat nuevo. No tenía muchos amigos, así que era normal. Dejó
el móvil a un lado y se colocó el portátil sobre las rodillas.
La cafetería en la que se encontraba había abierto hacía poco en
el viejo edificio de un banco, y le encantaba la antesala situada en lo
que había sido una caja fuerte ignífuga. La puerta tenía quince
centímetros de grosor, pero esos días estaba siempre abierta, ya
que la habían fijado al suelo con cemento. A Louise no le daba
claustrofobia como a algunos de sus amigos, que se negaban a
sentarse con ella en la caverna poco iluminada. Allí se sentía
segura. Lejos del mundo.
Su tesis era difícil y tenía que entregarla a mediados de
diciembre. La psicología criminal era su tema favorito, y escribir
sobre los errores de la justicia había despertado recuerdos en las
profundidades de su psique.
Era cierto que lo había visto corriendo como loco aquella noche,
¿verdad? ¿Qué edad tenía por aquel entonces? Catorce años.
Estaba segura del testimonio que había dado. ¿O no?
Vio su reflejo en la pantalla y se percató de que el portátil había
entrado en modo de reposo, como su cerebro. Tenía los ojos vacíos
y cansados. Las pesadillas habían vuelto. Él había salido de la
cárcel. Volvía a estar en la ciudad, caminaba entre la gente. Por lo
que sabía, podría estar allí en ese mismo momento. Abrió los ojos
de par en par. No podía verlos en el reflejo de la pantalla, pero eran
de un color marrón oscuro, como el largo cabello que nunca se
había teñido. Su piel era cetrina, con algunas pecas salpicadas en la
nariz.
Debía concentrarse. No tenía sentido regresar a aquel momento
perturbador. ¿O sí? Últimamente, las pesadillas que la despertaban
a las tres de la madrugada la habían dejado con una fiebre aguda
envuelta en las sábanas empapadas. Su inconsciente le decía que
había cometido un error años atrás. Su consciencia le decía que no.
¿Quién tenía razón?
Una sombra bloqueó la luz que entraba por la puerta y levantó la
vista. Su boca se abrió formando un círculo perfecto y unas gotas de
sudor cayeron por su columna. Estaba allí, sus ojos la miraban con
furia, acusadores. Luego, en un instante, había desaparecido, y
Louise sacudió la cabeza. ¿Se lo había imaginado? ¿Había sido una
visión de su mente inconsciente? Agarró el portátil con fuerza. No
podía moverse. No podía respirar. No podía hablar.
Se dio cuenta de que había contenido la respiración. Mientras
exhalaba, sus ojos se llenaron de lágrimas que comenzaron a rodar
por sus mejillas.
Louise Gill ya no sabía qué era real. Tenía que hablar con
Cristina.

Tras soltarse de los brazos de su amante, Louise fue a la nevera a


buscar algo para beber. Se sentía más a salvo con Cristina que con
ninguna otra persona. El hecho de que su mejor amiga fuera su
pareja era un secreto. Las dos habían debatido hasta tarde durante
las noches de verano, terminando a menudo en acaloradas
discusiones, sobre «salir del armario» ante sus padres. Louise ya no
era la chica de catorce años que había idolatrado al único hombre
de su vida. El hombre que la había decepcionado de tal manera que
se había convencido a sí misma de que ese era el motivo por el que
le gustaban las mujeres. O, tal vez, simplemente amaba a Cristina
más de lo que había amado a nadie desde los catorce años. En
cualquier caso, fuera cual fuera el motivo, no quería decírselo a su
padre.
—¿Por qué estás tan nerviosa? —La voz de Cristina la siguió a
la cocina.
—No quiero hablar de ello. —Una lata de Coca-Cola tendría que
bastar. Era demasiado temprano para beber la botella de vino
blanco de la puerta de la nevera por la que rodaban las gotas de
condensación.
—Es él, ¿verdad?
Louise se giró y vio a Cristina, desnuda, apoyada contra el marco
de la puerta. Tenía un cigarrillo entre los dedos esbeltos y el humo
subía en remolinos. Parecía una actriz salida de una película de los
años treinta. El pelo negro le caía sobre el hombro como una
serpiente y sus ojos eran oscuros y sugerentes, un rasgo de su
origen asiático. Con un metro cincuenta, era quince centímetros más
baja que Louise, pero hoy parecía más alta.
—No sé a qué te refieres —respondió Louise mientras se mordía
el labio por dentro.
Una sonrisa iluminó el rostro de Cristina.
—¿Ves? Tenía razón. Estás pensando en él.
—No quiero hablar de Conor Dowling.
La mano de Cristina acarició el brazo de Louise.
—Quieras o no, creo que deberías. Si no, te devorará por dentro,
mi amor.
—Déjalo por ahora, ¿vale? —Louise dio un sorbo a la Coca-Cola
—. Tal vez luego.
Cristina se alejó y regresó al dormitorio. Pero su voz llegó alta y
clara hasta los oídos de Louise.
—No puedes dejarlo todo para luego. Primero tienes que
enfrentarte a Dowling y, luego, tienes que contarle lo nuestro a tu
padre. Ese capullo debe saber la verdad.
Capítulo 6

El viento acarició las piernas desnudas de Amy Whyte mientras


fumaba ansiosa un cigarrillo antes de dejarlo caer al suelo y
aplastarlo con el talón de su brillante sandalia plateada. Una ráfaga
de aire frío le recorrió los hombros y sintió la primera gota de lluvia.
¡Oh, no! Se le correría la crema bronceadora de las piernas. Quería
irse a casa. Ahora.
Miró a su alrededor en busca de Penny, y la vio riendo con un
grupo de chicos bajo el techo de Perspex de la marquesina para
fumadores. ¿Cómo iba a conseguir que se fuera? Era la una de la
madrugada y la discoteca estaba en pleno apogeo, pero Amy estaba
cansada. «Me estoy haciendo mayor», pensó mientras observaba a
la multitud de adolescentes. En teoría, solo podían entrar los
mayores de veintiún años, pero nunca se respetaba esa regla.
Se acercó a su amiga.
—Penny, ¿nos vamos? Se me va a correr el maquillaje
—Si os quedáis, os corréis las dos —bromeó uno de los
hombres.
Típico de Ducky Reilly. Siempre tenía que hacerse el listillo. Los
labios de Amy temblaban con el frío y no encontró una respuesta
adecuada en su cerebro empapado de vodka. Tal vez no debería
haberse bebido esa última copa. «Demasiado tarde», se reprendió a
sí misma, y deseó tener una chaqueta más caliente.
—Vamos a tomarnos una más —dijo Penny Brogan, que sonreía
con coquetería a Ducky mientras se enroscaba el pelo en la mano
con el meñique estirado, en un gesto que a Amy le pareció sexual.
Penny debería ser más sensata, aunque estuviera borracha.
—Sí, una para el camino, como dice mi viejo. ¿O una rayita?
Amy no estaba segura de quién había dicho eso, pero no
pensaba quedarse para averiguarlo. Sacudió la cabeza y apretó los
puños con frustración.
—Mañana trabajo, así que me voy. —Trabajar los domingos era
una mierda.
—No seas aguafiestas.
Sintió que alguien la agarraba del brazo y la arrastraba al centro
de la multitud que holgazaneaba bajo la marquesina. El humo de los
cigarrillos saturaba el aire. Estaba segura de que el último vodka
aún no le había llegado al estómago, y era muy probable que le
subiera por la garganta si no salía rápido de allí.
Sintió unos brazos sobre los hombros, que la arrastraron hasta
un grupo de gente mientras aparecía un teléfono y alguien sacaba
una foto. Mierda, ahora saldría en un Snapchat o en una historia de
Instagram. Ya era lo bastante difícil intentar esconder una resaca sin
que el mundo viera cómo la había cogido.
Consiguió soltarse de la maraña de brazos, se escurrió entre los
cuerpos palpitantes y regresó hacia la discoteca.
—Mándame un mensaje cuando llegues a casa.
—Sí, mami —se rio Penny, y la multitud a su alrededor gritó—:
¡Buenas noches, mami!
«Imbéciles inmaduros», pensó Amy mientras avanzaba entre
torsos sudorosos hacia la silla en la que había estado sentada. Su
chaqueta no estaba por ninguna parte. Ahora tendría que caminar
hasta casa bajo la lluvia con los hombros descubiertos, y
probablemente pillaría un resfriado. Se subió el top rojo brillante
tanto como pudo y se bajó la falda hasta las rodillas. Era todo
cuanto podía hacer.
Fuera de la discoteca, miró a ambos lados de la estrecha calle
en busca de un taxi. La parada estaba en la calle principal y había
calculado que, para cuando llegara allí, ya se habría ahogado;
además, no tenía ganas de desperdiciar dinero. No, caminaría. Así
respiraría un poco de aire fresco antes de llegar a casa. Puede que
eso la ayudara a mantener la resaca a raya.
Decidió tomar el atajo junto a las vías del tren y giró a la
izquierda. A sus veinticinco años, hacía mucho que no llamaba a su
padre para que la fuera a buscar, y ya no tenía miedo de que la
atacaran. Había un montón de adolescentes borrachos y colocados
que deambulaban por la ciudad cada noche, y no habían atacado a
ninguno. Que ella supiera, al menos. Enderezó los hombros con
resolución y siguió caminando. Rápido.
La calle se estrechaba hasta convertirse en un callejón entre una
hilera de bloques de apartamentos, y Amy vio una polilla que brillaba
bajo la luz de una puerta. Se detuvo y observó el insecto de largas
alas y cuerpo peludo que aleteaba contra la luz, atrapado por su
incapacidad de encontrar una salida. Sintió una punzada de miedo
en la nuca, y un escalofrío le recorrió la columna.
Se dio la vuelta y aceleró el paso en dirección al aparcamiento
Petit Lane. Era más rápido pasar por ahí, bajo las vías del tren. El
ruido sordo de la música de la discoteca se filtraba en la noche, y
Amy se preguntó cómo podían dormir las personas que vivían en
aquellos edificios. Aunque, por otro lado, tal vez estaban
acostumbradas.
Escuchó el ruido de los limpiaparabrisas apartando la lluvia, cada
vez más persistente, antes de oír el coche. Se hizo a un lado, se
detuvo y esperó a que la adelantara. En vez de eso, el vehículo
frenó y alguien bajó de él. Amy se movió para rodearlo por la parte
de atrás, pero una mano la agarró del brazo y tiró de ella.
—¡Eh, suéltame!
—Solo un momento —La voz era grave y áspera, como alguien
que tuviera dolor de garganta y no quisiera forzarla—. Quiero hablar
contigo.
—Si no me quitas la mano de encima, gritaré.
Amy pensó que su voz parecía la de otra persona. Alguien que
no estuviera aterrorizado como ella. La farola del aparcamiento
estaba detrás del sujeto y no podía distinguir los rasgos bajo la
capucha del abrigo. Se sintió como la polilla que acababa de ver
aleteando contra la luz. Se oyeron unas sirenas en la distancia; la
música todavía resonaba desde Jomo, y sintió que la noche se
volvía más oscura a cada segundo que pasaba.
La mano la agarró con más fuerza y Amy se retorció en un
intento de soltarse. Se resbaló del tacón alto de una de las sandalias
y, con la tira todavía atada al tobillo, tropezó. Un brazo la agarró por
la cintura y, cuando abrió la boca para gritar, una mano se la cubrió
con fuerza. Le pareció sentir que algo se le clavaba en la piel detrás
de la oreja.
La voz áspera estaba detrás de ella.
—Si te quedas callada un momento, te lo explicaré.
Amy trató de gritar, pero la mano ahogaba su voz. Estaba
atrapada. Se había quedado sin palabras y el tobillo le latía de dolor.
Su atacante la agarró con más fuerza y sintió su cuerpo contra la
espalda. El olor a menta fresca se mezcló con el de la lluvia, y unos
labios le rozaron la oreja. Luchó por oír lo que le decía mientras las
sirenas sonaban más altas y la música retumbaba despiadadamente
a través de la lluvia.
Por fin el ruido se desvaneció y lo único que Amy oyó fue el
latido de su propio corazón. Tenía el pelo pegado a la cabeza, pero
la mano no aflojó. Examinó el aparcamiento, los espacios desiertos
que se enfocaban y desenfocaban, pero no le ofrecían refugio
alguno. Sintió la cabeza desconocida acercarse a su cara una vez
más. Y esa vez escuchó las palabras.
Si hubiera podido gritar, lo habría hecho, pero Amy no podía
hacer nada más que desplomarse contra su atacante mientras toda
la fuerza desaparecía de su cuerpo.

Katie Parker no había salido por la ciudad desde hacía casi dos
años. Se suponía que esto tenía que ser el comienzo de una nueva
Katie, pero la estúpida de su hermana lo estaba estropeando todo.
—Te dije que no bebieras chupitos, Chloe. Eres demasiado
joven. Además, no tienes la constitución para aguantar tanto
alcohol. —Katie sostenía el brazo de su hermana e intentaba
mantenerla de pie.
—Suenas como mamá. Las dos sois unas dictadoras. —Chloe
se dobló con un acceso de hipo—. Y casi tengo dieciocho años. Así
que cálmate.
—Ya, pues eres una tonta y me has estropeado la noche.
—Katie la alejó de la multitud y la condujo al lavabo de mujeres.
Los cubículos estaban vacíos. Chloe bajó la tapa del váter y se
dejó caer encima. Katie se miró en el espejo mientras se pasaba un
dedo por el rímel corrido. Abrió el grifo y cayó agua marrón en el
lavabo.
—¿Qué diablos es eso?
—¿Agua? —sugirió Chloe.
—No, en el lavabo. Está todo pegajoso. —Katie lo tocó con un
dedo y al instante supo lo que era. Fue hacia uno de los cubículos y
vio la misma sustancia en la cisterna. Vaselina. Salpicada de un
polvo blanco.
—Es coca, ¿no? —masculló Chloe.
—En mis tiempos, unos porros eran todo lo que nos podíamos
permitir. —Katie recordó con una sonrisa triste sus fumadas ilícitas
con Jason, su novio y el padre de su hijo. Jason había muerto
asesinado, y parecía que hubiera sido en otra vida. De repente, se
sintió mucho mayor de lo que era. Tal vez comenzaba a parecerse
demasiado a su madre—. ¿Qué voy a hacer contigo?
—¿Qué quieres decir? —preguntó Chloe.
—No puedes llegar a casa ciega perdida. Mamá te matará.
—No quiero ir a casa.
Con un suspiro, Katie levantó a su hermana del inodoro, la rodeó
con los brazos y la abrazó fuerte.
—Tú y yo tenemos que hacer que nos vaya bien en la vida. Y
ponernos hasta el culo un sábado por la noche no nos sirve de
nada.
—Creo que estás más borracha que yo —repuso Chloe.
—Estoy siendo pragmática.
—Qué culta te pones.
—Sí, y tú ya eres mayor, así que déjate de dramas y compórtate
acorde a tu edad.
—Sí, mamá.
Katie la sostuvo con los brazos estirados.
—Lo digo en serio. Hemos pasado por épocas malas. Las dos. Y
mamá siempre ha estado ahí para ayudarnos. Creo que ya es hora
de que no seamos tan duras con ella y le echemos una mano.
—¿Qué tiene eso que ver con que salga una noche de vez en
cuando?
—Todo.
—Lo que dices me suena a chino, y yo voy a echar la pota.
Katie se apartó justo a tiempo mientras Chloe vomitaba sobre la
tapa del váter. Se dio cuenta de que la tapa también estaba cubierta
de vaselina. Se enroscó el pelo de Chloe en los dedos y esperó
hasta que su hermana levantó la cabeza.
—¿Podemos irnos a casa ahora?
—Sí. Creo que es una muy buena idea. Pero…
—Pero ¿qué?
—No se lo digas a mamá.
Katie se rio ante la súplica infantil.
—No se lo diré si tú prometes no vomitar por todo el baño nuevo.
—Prometido. —Entonces, Chloe se volvió y vomitó una vez más.

Una menos. Y aún no he terminado. Me quito el delantal de teflón y


los guantes y los enrollo con el sombrero de papel.
Necesito dos. Ese era el plan desde el principio. Provocar tanta
confusión como sea posible. Pero sabía que sería difícil encargarme
de dos a la vez, así que tengo que volver a por otra. Creía que no
tendría estómago para hacerlo, pero ahora que he terminado con la
primera siento ansias de más. Esa sensación. Era como una
sobrecarga eléctrica que recorría mi cuerpo. Un torrente de vida me
llenaba mientras la suya se apagaba entre balbuceos.
Arrojo la ropa dentro del maletero de mi coche y saco un equipo
nuevo precintado; luego, me siento y observo. Tengo una vista
perfecta de la discoteca. Miro como dos chicas salen por la puerta,
una sosteniendo a la otra. Presas fáciles. Una cosecha fácil, pero,
¿debo desviarme de mi plan? ¿O reservarlas para luego? Las
ansias de cogerlas ahora, de hacer pagar a su madre por su delito,
son demasiado fuertes. ¿Volveré a tener la oportunidad de
atraparlas juntas? Es posible. Si soy lo bastante inteligente.
Ya he tomado la decisión. Echo el asiento hacia atrás y espero.
Capítulo 7

El pequeño Louis roncaba con suavidad, pero Lottie estaba


completamente despierta.
No podría dormir hasta que sus niñas estuvieran a salvo en
casa. No solía preocuparse tanto, pero aquella noche una sensación
desconocida y probablemente irreal de mal augurio corría por su
sangre. Tenía que hacer algo, porque no contestaban al móvil. Tal
vez se diera un baño relajante. Apartó el edredón, caminó sobre el
suelo recién enmoquetado poco a poco mientras se deleitaba con la
calidez que sentía entre los dedos, y entró en el baño.
—Oh, santa madre de Dios —masculló. El suelo y las paredes
de baldosas blancas estaban cubiertos de crema bronceadora.
Parecía que una compañía de actores hubiera usado el reducido
espacio para prepararse para un espectáculo. Pasó el dedo por las
baldosas que había sobre la bañera y se manchó de marrón.
—Las voy a matar, a las dos —susurró.
Recogió las prendas de ropa esparcidas por el cuarto de baño y
las arrojó a la cesta de la ropa sucia. Descartó la idea de un baño
relajante y bajó a la cocina a calentarse una taza de leche, uno de
los remedios de su madre contra el insomnio.
La leche no funcionó. Caminó de un lado a otro del pasillo, con el
teléfono en la mano. Ya eran más de las dos. Les había dicho que
volvieran a la una. Las iba a matar de verdad. ¿Por qué había
dejado salir a Chloe? Discutió consigo misma en silencio, pero sabía
que tenía que confiar en sus hijas, aunque tuvieran la costumbre de
buscarse problemas. ¿O eran los problemas los que las buscaban a
ellas?
Sus pies descalzos golpeaban contra el suelo del recibidor. No
podía salir a buscarlas, tenía que cuidar del bebé. A menos que
despertara a Sean. Volvió a llamar al móvil de Katie. Apagado.
Marcó el número de Chloe, con el mismo resultado. ¿Por qué no
cargaban los móviles? Se planteó llamar a Boyd por si podía ir él a
por ellas. No, desechó esa idea. Boyd le diría que estaba siendo
sobreprotectora y que las dejara vivir un poco. Su nueva resolución
de ser mejor madre se evaporaba con rapidez, y seguía sin
deshacerse del estremecimiento de inquietud que le hacía cosquillas
en la nuca.
¿Dónde diablos estaban sus hijas?

Penny Brogan sabía que tenía una enorme sonrisa en la cara y las
mejillas coloradas. Se sentía un poco mareada, y no solo por los dos
últimos chupitos que Ducky Reilly la había retado a beber. Se pasó
la lengua por los labios lentamente en un intento de sentir el
recuerdo de los de él. Ducky era un amigo. Solo un amigo. Pero
después del último Jägerbomb, lo había besado mientras se
apoyaban contra el áspero muro detrás de los asientos de la zona
de fumadores. Y oh, Dios; nunca, ni en un millón de años, habría
imaginado que sería tan agradable. Se alegraba de haberse puesto
las bragas de encaje en vez de un tanga, porque todavía sentía las
manos de Ducky mientras se movían bajo la cintura elástica de su
vestido brillante y jugueteaban con sus bragas. Se estremeció de
placer. Las manos de Ducky sobre su trasero, buscando e
investigando. Un leve gemido se escapó de sus labios mientras
salía de la discoteca y se preguntaba dónde diablos había ido Amy.
Qué idiota. Debería haberse esperado esos cinco minutos.
Miró la pantalla del móvil y comprobó que había pasado media
hora desde la última vez que había visto a su amiga. ¿Por qué Amy
no se había esperado? Pero Penny no iba a dejar que esa
inconveniencia apagara la llama que le calentaba el cuerpo. Ni
siquiera notaba la lluvia.
Tomó una decisión y caminó en dirección a su apartamento. No
estaba tan borracha, sabía cómo llegar. Puede que incluso se
quitara los zapatos y bailara por los charcos todo el camino hasta
casa. Soltó una risita. Tendría que ser más sensata a su edad,
pensó, y se rio.
Al doblar la esquina al final de la calle, una figura se cernió sobre
ella. Se llevó la mano a la boca y ahogó un grito. Una cabeza se
inclinó hacia su oído y no tuvo más remedio que escuchar.
—¿Amy? ¿Está bien? —preguntó al oír el nombre de su amiga.
—Está muy mal. Tienes que venir.
Penny se detuvo bajo la farola. La persona seguía en la
penumbra. La luz le iluminó los ojos y la joven dio un paso atrás.
—Tal vez debería llamar a su padre. O a la policía. Tal vez…
—Tal vez deberías darte prisa. Puede que la hayan violado. Me
envió a buscarte. Dijo que no se lo dijeras a nadie, está muy
alterada. ¿Vas a venir o te vas a quedar ahí con la boca abierta toda
la noche?
Una mano se apoyó sobre el hombro de Penny y estuvo segura
de notar algo que le pinchaba el cuello. Malditas polillas. No sabía
qué hacer. El recuerdo de los dedos de Ducky sobre su piel se
apagó y fue reemplazado por una horrible sensación de inquietud,
pero tenía que asegurarse de que Amy estaba bien. Luego, llamaría
a su padre. O a la policía.
—Vale, voy contigo.
Se quitó los zapatos de tacón y caminó entre los charcos,
resbalándose por el camino grasiento a medida que se esforzaba
por seguir el ritmo. Su mente bullía llena de pensamientos
descabellados y le resultaba difícil concentrarse.
Mientras caminaban apresuradamente por Petit Lane hacia el
puente bajo las vías del tren, Penny se preguntó si estaba haciendo
lo correcto.
Capítulo 8

Lottie estaba sentada en el último escalón cuando un destello de


luces iluminó el recibidor a través del cristal junto a la puerta.
La abrió y vio a sus hijas, que salían a trompicones de un taxi, y
soltó un suspiro de alivio. Estaban en casa. Estaban bien. Eso era lo
único que importaba.
—Mamá, ¿me prestas un billete de cinco? —pidió Katie.
Lottie rebuscó en el bolsillo de su chaqueta, que colgaba del
pasamanos, y encontró suficientes monedas. Estaba descalza, así
que le dio el dinero a Katie y se fijó en que caminaba erguida y en
línea recta. Mientras una hija regresaba para pagar al taxista, la otra
se tambaleaba hacia la casa.
—Hola, madre. —Chloe siempre la llamaba así porque sabía que
la ponía nerviosa. Era como Adam la llamaba delante de sus hijos.
En aquella época, le parecía adorable; ahora le recordaba la pérdida
que sentía sin él.
Lottie sacudió la cabeza. Hacía un momento Chloe estaba de pie
delante de ella y, ahora, no la veía por ninguna parte.
—¿Chloe?
Katie volvió hasta la casa, se agachó hacia el lado derecho de la
puerta y levantó a su hermana, que se había caído entre los
arbustos.
—Entrad antes de que despertéis a los vecinos. —Lottie agarró
el otro brazo de Chloe y ayudó a Katie a arrastrarla hacia el interior.
Cerró la puerta y se recostó contra ella mientras el alivio se
mezclaba con el enfado—. Y no despertéis a Louis, u os mato.
Se oyó un llanto desde el piso de arriba.
—Mira lo que has hecho. —Katie pasó junto a Lottie y subió a
toda prisa las escaleras para ver a su hijo.
Lottie sacudió la cabeza y siguió a Chloe a la cocina, donde
encontró a la chica vomitando en el fregadero.
—Esta es la última vez, Chloe. Ni se te ocurra volver a pedir
permiso para salir.
—¿Hace falta que grites? —Chloe limpió el fregadero y metió la
boca bajo el grifo—. La cabeza me va a estallar.
—Eso no es nada comparado con lo que te va a doler por la
mañana cuando haya acabado contigo. Vete a la cama, y llévate
una palangana.
—A la orden, señora Trunchbull. —Chloe trató de hacer un
saludo militar, pero se metió el dedo en el ojo.
Lottie sacudió la cabeza una vez más. Mañana tendrían una
charla muy seria.

Rose Fitzpatrick cerró los ojos sentada sola en su cocina. La paz y


la quietud la inundaron y las recibió agradecida. Al fin.
Amaba a su familia de manera incondicional, pero había vivido
sola durante tanto tiempo que tenerlos todo el día encima casi había
acabado con ella.
Aunque debía admitir que echaba de menos los sonidos. El agua
que caía en la ducha constantemente. Las risas y llantos del
pequeño Louis. Su hija Lottie hablando otra vez con ella, hablándole
de verdad, a pesar de las espantosas revelaciones que había
descubierto hacía un año sobre su verdadera ascendencia. En aquel
momento, Rose creyó que su relación había sufrido un daño
irreparable, pero, aunque parecía horrible admitirlo, el incendio en
casa de Lottie las había salvado. Las había unido de nuevo.
Se acomodó en la silla. Le habría encantado echarse una siesta,
pero el silencio comenzaba a intimidarla. Sintió un bulto bajo el cojín
y sacó un peluche de Louis. Tal vez podría pasarse por la mañana
para llevárselo. «No seas tonta», se reprendió a sí misma. Tenía que
dejar que se hicieran cargo de sus vidas. No haría más que
estorbar. Pero el silencio era como un ser físico que la rodeaba y le
susurraba al oído mientras le cubría los hombros de inquietud. Tal
vez debería irse a la cama.
Rose Fitzpatrick cayó en la cuenta de que no le gustaba el
silencio en absoluto.
Y, entonces, sonó el timbre.
Capítulo 9

El lunes, Lottie se despertó con el ruido de las hojas que caían de


los árboles. Se retorció en la cama y miró al exterior con los ojos
entrecerrados a través de la rendija en las cortinas, que se negaban
a juntarse en el centro. Su madre le había dicho que comprara
cortinas de noventa por noventa, pero no estaban de oferta, así que
Lottie se había quedado con las de sesenta y cinco por noventa.
Como de costumbre, su madre tenía razón.
La fina línea actuaba como un despertador. Un resplandor
anaranjado iluminaba el cielo tras los árboles que se alzaban al
fondo del jardín. Dos palomas descansaban en una rama, y Lottie se
incorporó. ¿La habían seguido desde su antigua casa? La nueva
estaba en una zona silenciosa y apartada. Tenía un jardín fácil de
cuidar, y los árboles en la calle de atrás hacían que se sintiera en
casa. Este era su hogar ahora, pensó Lottie, aunque por cuánto
tiempo, no lo sabía, porque aún estaban esperando la
indemnización del seguro por el incendio.
Aguzó el oído para comprobar si Louis estaba despierto. No oyó
nada. Katie había tenido una relación corta con el padre de Louis,
Jason Rickard, antes de que lo asesinaran, y el padre de Jason, un
constructor de la ciudad que ahora vivía en Nueva York, les había
cedido la casa con un alquiler mínimo. Lottie no quería tener nada
que ver con Tom Rickard, pero como Rose solía decir, a caballo
regalado no le mires el diente.
Cuando Lottie se hubo duchado y vestido con su habitual
uniforme de vaqueros y camiseta blanca de manga larga, se puso
unas botas negras de cuero planas. Con su metro setenta de altura,
no necesitaba tacones. Se dirigió escaleras abajo hacia la cocina,
donde levantó las persianas y llenó el hervidor. Chloe había
comprado una cafetera con el dinero de su trabajo a media jornada,
pero Lottie no tenía la paciencia para seguir las instrucciones.
Mientras sacaba una taza y pescaba la leche de la nevera, tuvo
miedo de admitir que, por primera vez en mucho tiempo, se sentía
casi feliz.
No quería gafar su felicidad al pensar demasiado en ella. Se hizo
el café y se sentó a la mesa mientras debatía consigo misma la
necesidad de prepararse un desayuno de verdad. Abrió una caja de
barritas de cereales y masticó una en silencio, a la vez que
admiraba las paredes blancas de la cocina. Este lugar contrastaba
con la vieja casa en la que había vivido con Adam. Ya no pensaba
en él tan a menudo como antes. Sus recuerdos habían quedado
entre las cenizas de su antiguo hogar, pero lo tenía fielmente
guardado en su corazón, y con eso bastaba para mantener a otros
fuera. Excepto a Boyd. Por fin comenzaba a dejarlo entrar, solo un
poquito, y la llenaba de una sensación cálida. O, tal vez, fuera solo
el café.
Vació la taza, cogió la chaqueta y las llaves y fue a comprobar
por qué Sean y Chloe no se habían levantado todavía para ir a la
escuela. Algunas cosas no cambiarían nunca.

Leo Belfield había llegado al hotel Joyce aquella mañana temprano.


Estaba sentado en una de las camas individuales y contemplaba a
la mujer que tenía delante con fijeza. Su hermana. Su hermana
gemela. Después de haber buscado en sí mismo durante tantos
años los motivos por los que se sentía incompleto, ahora sabía el
porqué.
Era capitán del departamento de policía de Nueva York, y la
curiosidad le corría por las venas. Habían hecho falta numerosos e-
mails y agentes corruptos para conseguir que soltaran a su hermana
y dejarla bajo su cuidado. Lo había convertido en su misión, sobre
todo después de que la mujer que creía que era su medio hermana,
Lottie Parker, se hubiera negado a responder a ninguna de sus
preguntas. Pero al menos le había señalado la dirección correcta. El
hospital psiquiátrico central.
Una ligera sonrisa curvó los labios agrietados de Bernie Kelly.
—Bien, querido hermano. —Su voz tenía el rechinar de quien no
ha hablado en mucho tiempo—. Has ganado.
Leo no estaba seguro de poder describir lo que había hecho
como ganar. Había costado mucho, pero, al final, había conseguido
un día de libertad para su hermana. Esperaba que fuera tiempo
suficiente para descubrir la verdad.
Cuando la mujer se levantó, se fijó en la delgadez de sus
piernas, cubiertas por unos vaqueros dos tallas demasiado grandes;
la tira de piel que le colgaba de la barbilla, y sus ojos… la manera en
que lo miraba. Era una mirada fría y amarga, pero no era culpa de
Leo que ella hubiera soportado semejantes privaciones mientras él
vivía una vida feliz en Nueva York. La habían confinado en la
institución de salud mental después de una serie de asesinatos. No
podía creer que su hermana realmente hubiera cometido los
horrores que había leído. Ahora tenía la oportunidad de descubrir la
verdad.
—¿Cómo he ganado? —inquirió Leo.
—Has conseguido sacarme de ese antro. Lo juro por Dios, creía
que me pudriría ahí dentro.
—Bernie, sabes que esto solo es un permiso de un día,
¿verdad?
Entonces Bernie se rio, con una risa larga y dura. Y él, un policía
con veinticinco años de experiencia que había servido en los barrios
más duros de Nueva York, sintió que un escalofrío le encogía el
pecho.
—Eso es lo que les has dicho, pero yo sé que no dejarás que me
encierren de nuevo. Puedo contarte los secretos de la familia, pero
solo si me garantizas que no volveré a vivir entre rejas.
La mujer se recostó en la cama y se dio golpecitos en la sien con
uno de sus largos dedos. Y Leo Belfield se preguntó qué diablos
había hecho.
Capítulo 10

Lottie levantó la mirada cuando Boyd entró en su despacho.


—Buenos días —saludó ella— ¿Cómo va la mañana?
—Pues ahora que te veo, bastante… dura.
—¡Boyd! —La inspectora se rio—. Entonces, ¿todo tranquilo?
—De momento.
Cuando el sargento se retiró, Lottie revisó sus e-mails de la
mañana y pensó en el par de horas que habían compartido la noche
anterior en su apartamento. De repente, la puerta se abrió otra vez.
Levantó la vista esperando que fuera Boyd, pero era el comisario en
funciones, David McMahon, quien estaba allí, con su pelo negro
brillante y unos ojos que relucían con un brillo indescifrable.
Probablemente había cuadrado una hoja de cálculos, pensó con
malicia.
—Buenos días, señor —dijo, aunque añadir «señor» la irritaba.
Ella debería ser la comisaria en funciones mientras el comisario
Corrigan estaba de baja, pero no, los mandamases habían reclutado
a McMahon de Dublín. Había sido una auténtica patada en el
trasero para Lottie.
—No tienen nada de buenos —repuso el comisario, y se
desplomó en la silla frente al escritorio.
—Continúe. —La inspectora se inclinó hacia él, interesada.
—Amy Whyte, de veinticinco años, no volvió a casa después de
salir el sábado, y tampoco fue a trabajar ayer ni esta mañana. Su
padre está abajo para presentar una denuncia de desaparición.
—¿Cuándo vio a su hija por última vez? —preguntó Lottie.
—El sábado por la tarde, antes de que se fuera a la discoteca
Jomo.
Lottie sintió una sensación de malestar al pensar en sus hijas.
—Estará durmiendo la mona en alguna parte.
—Tú y yo sabemos que eso es posible, pero intenta decírselo a
su padre. ¿Puedes investigar un poco? Solo para demostrar que
estamos haciendo algo.
—¿Entonces conoce a ese tal señor Whyte?
McMahon se recostó en la silla, estiró los brazos hacia el techo y
bostezó. Normalmente, los lunes por la mañana daba saltos por ahí
como un juguete a pilas. No solo los lunes, ahora que lo pensaba;
hacía lo mismo todas las mañanas.
—La verdad es que no —contestó—. Como sabes, he pasado la
mayor parte de mi vida laboral en Dublín, pero Whyte es concejal
del municipio, así que hazme este favor. Nunca se sabe cuándo
puedes necesitar que te devuelva uno.
—Yo sé lo que necesito: más personal. No puedo buscar una
aguja en un pajar cuando hay tanto que hacer. Juicios,
presupuestos, KPIs que cumplir. —Sonrió para sí misma. Los
indicadores de productividad eran los bebés de McMahon, y soltaba
esa frase una docena de veces al día. Sintió una oleada de placer al
devolvérsela.
—Sabes cómo tocarme la fibra sensible. De momento, solo
quiero que hables con el hombre, a ver qué averiguas. Se
tranquilizará si cree que una inspectora está investigando.
—Necesito más personal. —Lottie se cruzó de brazos—. Ya se lo
he dicho muchas veces. Desde que Gilly… —Las palabras se le
atascaron en la garganta. La pérdida de la joven garda había
diezmado la moral de la comisaría. El más afectado era el detective
Larry Kirby, que había sido la pareja de Gilly—. Y la detective Lynch
está de baja por maternidad. Necesitamos sangre nueva.
—Hago todo lo que puedo para que nos asignen a alguien de
otra comisaría. —McMahon se levantó y fue hacia la puerta—.
Ahora ve y habla con Richard Whyte. Es una orden.
Lottie sacudió la cabeza mientras el hombre salía por la puerta y
entraba en la oficina general. Le dio vueltas al nombre de la chica.
¿Amy Whyte? ¿Podía ser la misma Amy Whyte? Muy pronto lo
descubriría.

El hombre sentado en la sala junto a la recepción parecía llenar el


espacio con su corpulencia y, cuando se levantó, Lottie recordó
quién era. Hacía diez años, su hija, que por aquel entonces era una
adolescente, había sido la testigo clave en un juicio.
—Buenos días, concejal Whyte. Siéntese. —Lottie pasó junto a
él como pudo y se sentó, y Boyd se apretó junto a ella detrás del
pequeño escritorio. La inspectora se advirtió a sí misma que debía
portarse bien, porque todo lo que sucediera allí llegaría a oídos de
McMahon.
—Quiero denunciar la desaparición de mi hija.
—¿Cómo se llama y qué edad tiene?
—Amy Whyte, tiene veinticinco años.
—¿Cuándo la vio por última vez?
El hombre dejó escapar un silbido.
—El sábado por la tarde, sobre las siete.
—De acuerdo —comentó Lottie mientras Boyd tomaba notas en
su libreta—. Hoy es lunes, así que no esperaba que volviera el
sábado por la noche, o incluso ayer, ¿no?
—Salió con su amiga Penny Brogan el sábado, como cada fin de
semana.
—¿Tiene novio?
—Ninguno estable, que yo sepa.
—¿No se preocupó cuando no regresó a casa el sábado por la
noche?
—No, no me preocupé. A veces se queda en casa de Penny… o,
ya sabe, con un amigo.
—¿Qué ha hecho que se preocupe?
—Amy trabaja en mi farmacia. No fue a trabajar ayer por la
mañana ni hoy. Los lunes siempre abre la tienda. Una de las
dependientas me llamó a las ocho y media para decirme que el
personal no podía entrar.
—¿Y es algo inusual?
—Por supuesto. Amy no falta casi nunca al trabajo y, si estuviera
enferma, lo sabría. Esto no es propio de ella.
—¿Qué hizo?
—Abrí la tienda y dejé entrar al personal, encendí las luces y
preparé las cajas. Todo lo que suele hacer Amy.
—¿Y trató de averiguar su paradero?
—Estaba ocupado con la tienda, y los clientes empezaron a
venir. El día pasó rápido. Estaba seguro de que estaría en casa
cuando volviera, pero no fue así.
—¿Qué hizo entonces?
—Supuse que habría conocido a un chaval el sábado por la
noche y que todavía estaría con él.
—¿Ha hecho algo así antes?
—Algunas veces. Pero tiene veinticinco años, inspectora Parker,
no es una niña.
A Lottie no le gustó el reproche en la voz del hombre. Enderezó
la espalda y se tiró de las mangas de la camiseta. Como de
costumbre, Boyd permaneció en silencio y dejó que se cavara su
propia tumba.
—¿Se ha puesto en contacto con sus amigos?
—Por supuesto.
—¿Y?
El hombre se movió nervioso en la silla.
—Bueno, no los conozco a todos…
—¿Puede darme los datos de aquellos con los que ha
contactado?
—Claro, pero no servirá de mucho. Nadie sabe dónde está.
—Tal vez puedan decirnos cuándo fue la última vez que vieron a
Amy.
—Fue en la discoteca Jomo. Esa fue la última vez que la vieron.
—Las personas con las que ha contactado, ¿verdad?
—Correcto.
—Necesito los nombres y números de teléfono.
—Por supuesto.
Sacó una hoja del bolsillo del pecho y se la tendió. Lottie repasó
la lista escrita a mano. Era corta, muy corta. Solo tres nombres.
—Estoy seguro de que hay más —dijo el hombre rápidamente—,
pero estos eran los únicos que tenía en el móvil.
—Tal vez algunos de ellos puedan proporcionarme más nombres
y números —comentó Lottie—. ¿Y qué hay de la gente con la que
trabaja?
—Me dijeron que no la habían visto desde el viernes por la tarde,
cuando cerró la farmacia. El sábado tenía el día libre.
—¿Usted acude a la tienda todos los días?
—Solo cuando Amy no trabaja. Confío en ella para que la lleve.
—Necesito una lista de todos los empleados.
—Se la enviaré por e-mail.
—Gracias. —Lottie observó al hombre corpulento que tenía
frente a ella. Parecía sinceramente preocupado—. ¿Cómo están las
cosas en casa, señor Whyte?
—¿En casa? —Se pasó un dedo rechoncho por la mejilla—.
Todo va bien.
—¿Su esposa?
—Está muerta.
Lottie pensó que tal vez debería haber hecho una búsqueda
rápida en Google sobre el señor Whyte antes de reunirse con él.
—Lo siento.
—No hace falta que se disculpe. —Hizo un gesto con la mano
para quitar peso al asunto—. Murió hace seis años.
—¿Están bien las cosas entre usted y su hija? ¿Alguna pelea o
discusión reciente que debamos saber?
—Respetamos el espacio del otro y nos ocupamos de nuestras
propias vidas. Ambos somos adultos.
Leyendo entre líneas, Lottie dedujo que el señor Whyte dejaba
que Amy hiciera lo que le diera la gana.
—¿Por qué quiere denunciar su desaparición?
—No encuentro ni rastro de ella. Normalmente me manda un
mensaje si se queda en casa de alguien, y casi nunca falta al
trabajo. Como le he dicho, no es nada propio de Amy.
Lottie sabía que tendría que cavar un poco más hondo, pero, al
mismo tiempo, esperaba que Amy volviera a casa como si nada esa
tarde, arrepentida y con un montón de explicaciones, verdaderas o
falsas.
—¿Tiene una foto de Amy?
El hombre sacó una imagen arrugada de su cartera donde
aparecían los dos sentados en un bar bebiendo cócteles.
—La sacamos en Barcelona, el año pasado. Tengo una segunda
residencia allí.
—¿Ha comprobado si su pasaporte sigue en casa? —preguntó
Lottie.
—No, pero no se iría… no lo haría sin decírmelo. Conozco a mi
hija.
«No lo suficiente», pensó la inspectora.
—¿Puedo quedármela?
—Cuídela, por favor.
—Lo haré. —Lottie sonrió sin querer al estudiar el alegre rostro
de la chica de pelo oscuro en la fotografía. Sostenía la copa con una
mano de uñas largas y rojas, decoradas con pequeños brillantes en
las puntas, y tenía las orejas adornadas con unos pendientes muy
parecidos en forma de corazón—. Es muy guapa.
—Y muy feliz. No tiene ningún motivo para desaparecer o huir.
Esté donde esté, no ha ido por voluntad propia. —Richard Whyte
dejó caer la cabeza.
—La encontraré —aseguró Lottie y, de inmediato, sintió que
Boyd le golpeaba el tobillo con el pie. Sabía que no debía hacer
promesas que no estaba segura de poder cumplir, pero algo en el
comportamiento de Whyte le hacía sentir lástima por él. Se le
ocurrió una idea—. Su trabajo en el ayuntamiento. ¿Es posible que
alguien con quien haya tratado esté involucrado en la desaparición
de Amy?
El hombre levantó la vista con un gesto de incredulidad.
—De ninguna manera. Amy no tiene nada que ver con mi trabajo
en el ayuntamiento.
—¿Se acercan elecciones? ¿Tal vez algún proyecto en el que
haya estado implicado que pueda resultar en que alguien lo
amenace a usted o a su hija?
—Se equivoca por completo, inspectora. Amy no tiene ningún
interés en esas cosas. Es muy poco atractivo para una chica de su
edad.
—Tendré una charla con sus colegas de la farmacia, pero si
mientras tanto se pone en contacto con usted, comuníquemelo de
inmediato. —Lottie ordenó sus papeles y Boyd se puso de pie.
Whyte permaneció sentado—. ¿Hay algo más, señor Whyte?
—La amiga de Amy, Penny Brogan. No consigo localizarla. He
hablado con su padre hace una hora y tampoco sabe nada de ella.
Parece que también ha desaparecido.
Capítulo 11

Lottie subió las escaleras con Boyd.


—Si la amiga de Amy tampoco ha dado señales de vida desde el
sábado por la noche, ¿por qué nadie ha denunciado su
desaparición? —dijo.
—Eso es lo que afirma Whyte, pero será mejor que lo
comprobemos.
—Llama a sus padres; yo pediré a Kirby que se acerque hasta la
farmacia Whyte para ver si las compañeras de Amy nos dan alguna
pista. Y también tenemos que averiguar dónde trabaja Penny.
Boyd asintió y fue a su escritorio.
Lottie se dirigió a su despacho al final de la oficina. Kirby estaba
sentado en la misma posición que cuando se había marchado.
Tendría que hacer algo al respecto antes de que McMahon se
quejara de que hacía bajar los objetivos de rendimiento.
—¿Cómo van las cosas, Kirby? ¿En qué estás trabajando?
—¿Qué? Oh, lo siento, jefa. Estaba en otra parte. —Kirby
levantó la cabeza. Unos círculos negros le rodeaban los ojos, y tenía
la nariz más roja que de costumbre. Lottie notó el olor a alcohol
rancio. «Sí», pensó Lottie, «está jodido».
—No quiero ser desagradable —comentó—. Entiendo tu
situación porque yo también he pasado por todo un duelo, pero,
Kirby, escúchame. Necesitas ayuda. Ayuda profesional. Si no
accedes a ella pronto, el comisario se subirá por las paredes. No
siente lealtad hacia la gente de esta comisaría, solo por aquello que
lo haga avanzar en su carrera lo más rápido posible y, en este
momento, tú lo estás frenando. Entiendo por lo que estás pasando,
pero él lo ve así.
«Me estoy repitiendo», pensó. ¿Qué diablos necesitaba decirle a
su colega en realidad? ¿Ponte las pilas y alegra esa cara? No. Eso
se lo habían dicho a ella demasiadas veces, y solo había
empeorado la situación. Se decidió por:
—¿Qué puedo hacer para ayudarte?
Kirby alzó la vista con ojos suplicantes.
—¿Hacer que vuelva Gilly?
—Vamos, sé realista. —Había metido la pata. Kirby empujó de
repente la silla hacia atrás y se levantó. Lottie le puso la mano en el
brazo y le tiró de la manga con suavidad—. Lo siento.
El detective se pasó las manos por el pelo encrespado y se le
enredaron los dedos en la maraña.
—Jefa, ya no sé qué hacer. Estoy harto del papeleo, me está
volviendo loco. Necesito algo que me absorba, algo que me haga
salir a la calle, hablar con gente. Estas cuatro paredes me están
asfixiando.
—Me gusta la pasión en tu voz, así que allá va. La hija del
concejal Whyte, Amy, ha desaparecido. Él no ha hecho gran cosa
para encontrarla, así que quiero que sea tu prioridad. ¿De acuerdo?
—Por supuesto. Es genial, me encanta.
Lottie suspiró aliviada.
—La chica trabaja en la farmacia Whyte. Ve y habla con sus
compañeras cara a cara. Quizá averigües algo que no querían
decirle al padre de Amy.
—Farmacia Whyte. ¿Al final de la calle principal?
—Sí.
Kirby cogió el abrigo que descansaba en el respaldo de la silla y
salió por la puerta antes de que Lottie se moviera.
—Sí que sabes motivar a la gente —comentó Boyd.
—Pues contigo no parece funcionar. —Le dio un golpe juguetón
en el hombro al pasar y sintió cosquillas en la mano al tocarlo.
Últimamente, Boyd tenía un efecto positivo en ella—. ¿Has
localizado ya a Penny Brogan?
—Estoy en ello. He llamado a su padre, pero, como dijo Whyte,
no la ha visto.
—Vale. Empecemos con la lista de amigos.
—Que son solo tres —apuntó Boyd levantando los dedos.
—Mejor que ninguno.
—Ducky Reilly. Me gustaría empezar por él.
—De acuerdo. ¿Dónde trabaja?
—Es guardia de seguridad en la constructora que se encarga de
la reforma de los juzgados.
—Vamos.

La reforma del juzgado de Ragmullin había empezado hacía más de


un año. El edificio era de 1829 y en los últimos veinte años había
caído en un estado de abandono. Se habían invertido cuarenta
millones de euros en restaurarlo, y Boyd le contó a Lottie que,
probablemente, se pasaran mucho del presupuesto.
La lluvia caía a cántaros cuando aparcaron el coche y se
acercaron a la caseta del guardia en la entrada de la obra. Lottie
sacó la placa y el guardia abrió la ventana.
—¿Qué puedo hacer por ustedes? —preguntó.
—Querríamos hablar con Ducky Reilly. ¿Ha venido hoy a
trabajar?
El rostro del joven palideció. Cerró la ventana y abrió la puerta.
Medía menos de un metro setenta y el pelo castaño corto y rizado le
sobresalía por los bordes del gorro.
—¿De qué va esto? No he hecho nada, da igual lo que digan. —
Su voz era aguda y petulante.
—¿Quién habría dicho algo de ti? —intervino Boyd.
—Nadie. Nada. Mierda, me están poniendo nervioso. —Se quitó
el gorro; luego, al notar que llovía a cántaros, se lo puso de nuevo.
El agua goteaba de su chaqueta de trabajo amarilla y confería un
brillo grisáceo al suelo sucio.
Lottie movió los pies con la intención de no ensuciarse
demasiado las botas. Era una batalla perdida.
—Estamos aquí por Amy Whyte.
—¿Quién?
—Venga, ya basta. —Lottie veía que sabía a la perfección de
quién hablaba—. ¿Cuándo la viste por última vez?
—¿A Amy? Déjeme pensar…
—Dios, contesta a la pregunta. —Boyd estaba perdiendo la
paciencia.
Lottie trató de ser amable.
—Ducky, ¿cuál es tu nombre completo?
—Dermot Reilly.
—¿Cómo prefieres que te llamemos?
—Todo el mundo me llama Ducky. —Pasó el peso de un pie a
otro, con lo que salpicó de barro los vaqueros de Lottie.
—Pues Ducky, entonces —dijo, y Boyd soltó una risita. La
inspectora le lanzó una mirada fulminante y se volvió otra vez hacia
el joven—. ¿Podemos hablar dentro? —Señaló la caseta.
—Es demasiado pequeña. Solo está mi silla y las cámaras de
seguridad.
—Oh, creo que podemos apretujarnos. Boyd, tú espera en el
coche.
Cuando entró detrás de Ducky en los cálidos confines de su
oficina en miniatura, tuvo que darle la razón; no estaba hecha para
dos personas. Se apoyó contra la puerta y el joven se sentó en la
silla con algunas pantallas a su espalda. Todo era bastante básico.
Veía a Boyd fuera, que intentaba encender un cigarrillo bajo la lluvia.
—Bien, háblame de Amy.
—Su padre también me llamó esta mañana para preguntarme
por ella.
—¿Cuándo la viste por última vez?
—El sábado por la noche. Estábamos todos en Jomo. Es la
discoteca que está al lado del aparcamiento Petit Lane. Ya sabe,
detrás de la calle principal, pasando la tienda de fish and chips.
—Sí, la conozco. —Lottie recordó avergonzada a sus hijas
saliendo borrachas del taxi el sábado por la noche. El domingo por
la mañana, si se ponía quisquillosa—. ¿Quiénes son esos «todos» a
los que te refieres?
—Yo mismo y algunos de los chavales. Y Penny, claro. Ella y
Amy siempre salen juntas.
—¿Penny Brogan?
—Sí. Amy y Penny son uña y carne, es lo que dice mi madre.
—¿Tu madre las conoce?
—Somos amigos desde la escuela. Amy es un poco estirada
porque su padre es concejal, pero Penny es divertida. Siempre está
tramando algo.
—Entonces te cae mejor Penny, ¿no?
El joven se sonrojó.
—Supongo.
—¿Qué pasó en la discoteca? ¿Algo fuera de lo común?
—No pasó nada.
—¿Te marchaste con las chicas?
—No.
—Venga, Ducky.
—¿De qué va todo esto?
—Te lo diré después de que respondas a mis preguntas.
Ducky suspiró y cogió un boli del estrecho estante que, Lottie
supuso, era su escritorio.
—Había unas ciento cincuenta personas más en la discoteca el
sábado por la noche. Estaba a rebosar. —Jugueteó con el boli.
—¿Se marcharon juntas Amy y Penny, o estaban contigo?
—No salgo con ninguna de las dos —aclaró rápidamente. Por la
cara que puso, Lottie dedujo que esa realidad lo decepcionaba.
—¿Cuál de las dos te cae mejor?
—Penny.
—¿No te cae bien Amy?
—No he dicho eso. Por el amor de Dios, joder. Eso es lo que
hacen los suyos, ¿no? Retorcerlo todo. No pienso decir nada más.
—A mí me parece que tienes algo que ocultar.
—Pues no es verdad. —Dejó caer el boli y se cruzó de brazos.
—¿Las chicas se marcharon juntas? —preguntó Lottie una vez
más.
—No lo sé. No, espere un momento. Amy se marchó primero.
Penny y yo nos tomamos otro chupito… y nos morreamos.
Lottie sonrió para sí misma. Un chupito y un achuchón.
—¿Entonces te quedaste allí con Penny después de que Amy se
marchara?
—Amy no quería esperar. Estábamos fuera, en el patio.
Lloviznaba un poco. Creo que ni siquiera llevaba chaqueta.
—¿Por qué tenía prisa?
—No tengo ni idea.
—¿Recibió una llamada?
—Ya se lo he dicho, no lo sé.
—¿A dónde iba?
—A casa, supongo.
Lottie decidió no darle tiempo para pensar.
—¿Te marchaste con Penny?
—No. Penny se fue unos veinte minutos más tarde. Puede que
incluso más, no lo sé. Había bebido mucho.
—¿Y las chicas también bebieron mucho?
—Tal vez unos cuantos chupitos. No llevaba la cuenta.
—¿Tomasteis drogas?
—Ahora ya se está pasando. —Ducky la miró con los ojos
entrecerrados—. Todas estas preguntas. ¿Les ha ocurrido algo?
Lottie decidió darle un poco de información.
—El padre de Amy afirma que no volvió a casa el sábado por la
noche. No ha ido a trabajar ni hoy ni ayer.
—La verdad es que es un poco raro. ¿Qué dice Penny?
—Todavía tenemos que hablar con ella. —«Todavía tenemos que
encontrarla», pensó Lottie.
—Pero han venido a hablar conmigo primero. ¿Por qué?
—Tu nombre estaba en la lista de contactos que nos dio el padre
de Amy.
—Amy es muy popular, será una lista muy larga.
—Pues es muy corta. ¿Me darías los nombres de cualquiera que
pueda saber dónde está?
—La verdad es que no. Pregúntele a Penny.
—Lo haré, cuando la encuentre. —Lottie observó al joven. No
mostraba ninguna preocupación por las chicas. Solo parecía
nervioso. ¿Porque estaba hablando con una policía, o había algo
más? ¿Sabía dónde se encontraban, o estaba siempre tan
tranquilo?—. ¿Dónde trabaja Penny?
Ducky se encogió de hombros.
—Trabajó con Amy en la farmacia un tiempo, pero creo que la
echaron. Lo último que supe fue que estaba en el paro.
—¿Dónde vive?
—Tiene un piso en la calle Columb. No sé el número, nunca me
ha invitado. Yo solo he ido de visita a casa de sus padres, pruebe
allí. —Le dio la dirección a Lottie, y esta se giró hacia la puerta.
—Gracias por tu ayuda. Si alguna de las chicas se pone en
contacto contigo, este es mi número. Llámame de inmediato.
Le dio su tarjeta y salió. Ducky Reilly no parecía saber mucho
sobre nada.

Mientras iba hacia el coche, donde Boyd la esperaba, Lottie oyó el


murmullo de un motor a su espalda. Se hizo a un lado y un
Mercedes SUV negro se detuvo junto a ella. El conductor bajó la
ventanilla.
La inspectora reconoció de inmediato al hombre. Cyril Gill era
conocido en la ciudad. Un picapleitos, había dicho su madre una
vez. Era promotor y constructor.
—Señor Gill —saludó mientras lo evaluaba. Iba vestido para una
reunión, no para visitar una obra. Llevaba una prístina camisa azul
con cuello blanco y una corbata de seda roja. Estaba pulcramente
afeitado y su pelo negro tenía unos toques de gris sobre las orejas.
Lottie pensó que sus ojos azules parecían cansados, pero no tenía
arrugas en el rostro.
El hombre cogió su tarjeta y la miró.
—Inspectora Lottie Parker. —La voz suave como la seda la puso
en guardia de inmediato—. ¿Qué hace aquí?
—Echar un vistazo, aunque, al parecer, no estoy autorizada a
entrar en la obra. —No iba a dejar que Ducky se hundiera, al menos
de momento.
—¿Puedo ayudarla en algo? —La mirada de Gill era furtiva, y
Lottie pensó que no tenía la menor intención de ayudarla, aunque
tampoco lo necesitaba.
—No, no se preocupe. —Se apartó y fue hacia el coche.
—Solo se puede acceder con cita previa —dijo el hombre, y
subió la ventanilla.
La inspectora le hizo un gesto con la mano. Volvió al coche y se
sentó junto a Boyd.
—¿Ese era Cyril Gill? —preguntó el sargento.
—El mismo. Los problemas siempre lo siguen de cerca.
—Estuvo involucrado en un escándalo inmobiliario hace algunos
años.
—Eso dicen. —Lottie esperó a que Boyd encendiera el motor—.
Si no recuerdo mal, no se demostró nada. Como de costumbre en
este país.
—Nunca me cayó bien. ¿Quién puede parecer tan joven con
setenta años?
—No creo que tenga setenta, más bien cincuenta y uno o
cincuenta y dos.
—Lo que tú digas.
—Esa es la frase favorita de Chloe.
—Lo que tú digas. —Boyd sonrió—. ¿A dónde vamos ahora?
—A ver a la familia de Penny Brogan. Y esperemos que Amy
Whyte esté allí con ella.

Cyril Gill aparcó en su plaza privada, la única que no estaba cubierta


de barro. Salió del coche y observó el cielo. Nubes negras y violetas
se perseguían unas a otras sobre el fondo gris, y la lluvia le
golpeaba el rostro.
—Tres meses de retraso y ahora esto —murmuró mientras se
dirigía hacia los módulos prefabricados. El trabajo estaba resultando
más difícil de lo que había imaginado en el proceso de licitación.
Como el juzgado era un edificio protegido, tenían que mantener la
fachada original, y eso entorpecía la reforma requerida para
modernizar el lugar y convertirlo en un juzgado operativo del siglo
.
Una ráfaga de aire caliente se escapó al exterior cuando abrió la
puerta.
—¿Qué querían los polis? —preguntó al capataz, Bob Cleary—.
¿Y por qué estás aquí y no dándoles latigazos en el culo a esos
vagos de mierda?
—He venido a por un café, es mi descanso. Tengo derecho,
¿sabes? —Bob se llevó la taza a los labios y sorbió el líquido
humeante poco a poco.
Cyril también se sirvió un café de la máquina y sacudió las migas
de su silla antes de sentarse.
—¿Qué polis? —dijo Bob.
—Estaban en la entrada cuando he llegado.
—No los he visto, Ducky ha debido de pararlos.
Cyril levantó el teléfono.
—Ducky, ¿qué querían los polis?
—Nada que ver con el trabajo, solo preguntaban por una chica
que conozco.
Cyril colgó y miró fijamente a Bob.
—Tres meses de retraso, ¿estoy en lo cierto?
—Más bien cinco o seis si el tiempo no mejora. Hay un aviso de
tormenta para el fin de semana.
—Oh, por el amor de Dios. —Gill dio un golpe sobre el escritorio
y una carpeta cayó al suelo.
Bob la recogió y se la devolvió.
—Volveré al trabajo.
—Hazlo. Y no quiero oír nada de cinco o seis meses. Nunca.
Tienes que recuperar el tiempo perdido.
—Son los túneles, señor Gill. Hay que apuntalarlos, la grúa se
tambaleó la semana pasada.
—Las grúas no se tambalean. Y esos túneles llevan ahí más de
quinientos años, así que no van a moverse ahora.
—Pero el hueco del ascensor…
—Creía que habías dicho que volvías al trabajo.
Cuando estuvo solo, Cyril se quitó la chaqueta y se remangó la
camisa. Los gases del calentador de gas le daban dolor de cabeza,
pero tenía trabajo que hacer. Abrió la hoja de cálculo con el
programa del día y trató de encontrar la manera de recuperar el
tiempo perdido. De lo contrario, estaría en mayores problemas que
la última vez. Y Cyril Gill no quería rememorar ese annus horribilis
nunca más.
Capítulo 12

La farmacia Whyte era una de las pocas empresas familiares a la


antigua usanza que habían sobrevivido en Ragmullin. Cuando Kirby
llegó, lo condujeron a la trastienda, donde se sentó en la silla que le
ofreció la farmacéutica, que se presentó como Megan Price. La
habitación era pequeña y estaba llena de estanterías que iban del
techo al suelo, repletas de medicinas y pastillas. Kirby mantuvo las
manos unidas sobre el regazo con firmeza y se alegró de que la jefa
no estuviera allí. Conocía los problemas de Lottie con las pastillas,
aunque creía que ya había superado esa adicción.
—Señora Price —dijo—. Estoy investigando en nombre del
padre de Amy Whyte. ¿Tiene alguna idea de dónde puede estar
Amy?
—No, ninguna. Richard, el señor Whyte, llegó esta mañana muy
preocupado. —La farmacéutica tendría unos treinta y cinco años, y
unas profundas arrugas se le marcaban en la frente. Se frotó la
barbilla con la mano y miró a Kirby—. Eso no es del todo cierto.
Estaba más enfadado que preocupado. No se podía creer que
tampoco hubiera venido ayer.
—¿No había informado al señor Whyte de que Amy se había
ausentado?
—No vi la necesidad de meter a la chica en problemas.
—¿Qué tipo de problemas? —Kirby hurgó en su bolsillo en
busca de la libreta. Mierda, se la había dejado en la oficina junto con
el móvil. Tendría que recordar los puntos clave de la conversación.
—No debería haber dicho eso. —La farmacéutica se retractó con
rapidez—. No me gusta cotillear, ya sabe a qué me refiero.
—¿Y qué cotilleos serían esos?
Price soltó un profundo suspiro seguido por una tos ahogada
antes de contestar.
—Amy es una buena chica, tiene buen corazón. Su padre piensa
que es una santa.
—¿Pero usted no?
—Algo así. En general, no aparece los domingos. Le gusta salir
de fiesta con esa amiga suya que antes trabajaba aquí, Penny no sé
qué… Déjeme pensar. Brogan, sí. Trabajó en la farmacia. Richard
tuvo que despedirla.
—¿Cuándo fue eso?
—Hará cerca de un mes.
—¿Por qué la despidió?
—Era una holgazana. No levantaba un dedo para hacerle un
favor a nadie. Y en este trabajo tienes que estar preparada para
ayudar. Algunos de nuestros clientes están enfermos, o se ocupan
de alguien enfermo, así que necesitan que los traten con cuidado y
atención.
—¿Y Penny no era así?
—No, más bien lo contrario. A menudo la encontraba
probándose los pintalabios, los pintaúñas o poniéndose perfumes
caros. No era bueno para el negocio.
—Amy fue quien la recomendó para el trabajo, ¿verdad? —Kirby
no estaba seguro de si esto tenía alguna relevancia en el caso, pero
no estaba de más ver qué tenía que decir la farmacéutica al
respecto.
—Así es, pero creo que el comportamiento de Penny era
demasiado inapropiado incluso para ella.
—¿Se pelearon?
Price hizo una pausa y se frotó la barbilla, nerviosa.
—No que yo sepa. Creo que todavía son amigas. Después de
todo, salen de fiesta juntas.
—¿Se le ocurre alguien más que tuviera una relación amistosa
con Amy?
—Tiene muchos amigos. Aunque no podría nombrar a ninguno.
Amy es una chica vivaracha. Siempre está sonriendo y es amable
con todo el mundo.
—¿Novio?
—Nunca la he oído mencionarlo, pero eso no quiere decir que no
lo tenga. —Megan Price se retorció las manos.
—¿Puedo hablar con el resto del personal? Quizá sepan de
alguien que fuera cercano a Amy.
—Entonces, ¿no saben dónde está?
—La estamos buscando.
—Richard es un hombre con mucha influencia —afirmó Price—.
Tiene muchos amigos en las altas esferas. Si yo fuera usted, haría
todo lo que estuviera en mis manos.
Kirby se rascó la cabeza, se recordó que tenía que darse una
ducha rápida esa noche y se preguntó si la farmacéutica lo estaba
advirtiendo o amenazando.
—Normalmente ese tipo de gente tiene muchos enemigos —
comentó.
—Me ha leído la mente a la perfección.

—Ya se lo he dicho por teléfono —insistió Jordan Brogan—. No la


he visto.
—Solo queremos hacerle unas preguntas.
—¿Está sorda? Penny ya no vive aquí. La eché, sí señor. —
Brogan era un hombre pequeño con un vozarrón. Lottie tuvo que
contenerse para no ponerse las manos sobre las orejas mientras
ella y Boyd lo seguían al interior de su abarrotada casa.
—¿Cuándo fue eso?
—¿Qué?
Se fijó en que el hombre llevaba un audífono.
—¿Puede encender su audífono, señor Brogan?
—Siempre se me olvida. Lo siento. —Toqueteó el pequeño
aparato en forma de cacahuete y se lo colocó en la oreja—. Ah, eso
está mejor. Me dañé el oído cuando estaba en el ejército. Arrastré a
esos cabrones a los juzgados, ¿y qué conseguí? Se lo voy a decir.
Seis mil. Y estos trastos me costaron cuatro mil. Una vergüenza,
eso es lo que es. —Se sentó a la mesa e indicó a Lottie y a Boyd
que hicieran lo mismo—. ¿Por qué me preguntan sobre Penny?
—En realidad intentamos localizar a Amy Whyte, pero pensamos
que, tal vez, su hija sabría dónde está.
—Esa listilla hizo que despidieran a Penny, ya sabe.
—¿Dónde vive Penny ahora exactamente? —Lottie sentía que,
si no se ceñía a lo que quería saber, Jordan Brogan despotricaría
sobre lo que fuera todo el día.
—Tiene un piso. En el número siete de la calle Columb. No sé
cómo lo está pagando, debe de ser esa mierda de ayudas del
gobierno para el alquiler. O, tal vez, del ayuntamiento. No lo sé,
porque hace un mes que no la veo. Le está rompiendo el corazón a
su madre, sí señor.
—¿Y podemos hablar un momento con su esposa? —Lottie
pensó que, tal vez, Penny estuviera en contacto con su madre.
—Breda está en el trabajo. Trabaja en el ayuntamiento; gestiona
los impuestos de circulación.
Lottie se levantó.
—Me pasaré para comprobar si ha visto a su hija. ¿Trabaja en
algún sitio?
—Ya se lo he dicho, en el ayuntamiento.
—No, lo siento, me refería a Penny.
—No tengo ni idea. Lo de la farmacia fue lo último que había
oído, pero, claro, no es que oiga gran cosa —dio unos toquecitos a
su audífono—, y aquí nadie me cuenta nada.
Lottie se dirigió hacia la puerta.
—Gracias por su tiempo, señor Brogan.
El hombre la siguió.
—¿Creen que mi Penny ha desaparecido?
—Solo necesitamos hablar con ella en relación con la
investigación. —Lottie sonrió. Esperaba haber sonado
tranquilizadora, pero en su estómago se estaba formando un nudo
de nerviosismo. ¿Dónde estaban Amy y Penny? Por otro lado,
ambas eran adultas y tenían derecho a su intimidad. Pero algo, un
presentimiento, la inquietaba. Una especie de advertencia que le
decía que tomara nota de todo lo que oyera.
Ahora Jordan Brogan gritaba.
—Esa Amy siempre trae problemas, desde que envió a la cárcel
a ese chaval por robo a mano armada.
El corazón de Lottie dio un vuelco.
—¿A qué se refiere?
—Oh, debió de ser hace unos diez años. ¿Se acuerda de Conor
Dowling? Amy Whyte y otra chica dijeron que lo habían visto huir de
la casa de Bill Thompson. El pobre Bill era el propietario del pub de
la calle Friars. Ahora está muerto. Una apoplejía, por lo que oí. Creo
que no fue ni un año después del ataque. Recibió una buena paliza
esa noche. También le robaron todo el dinero.
—Amy tendría catorce o quince años en aquella época.
—Así es.
—Gracias, señor Brogan. Avíseme si Penny se pone en contacto
con usted.
Mientras abría la puerta del coche, dijo:
—Dios, Boyd, espero que esas chicas no estén en problemas.
—Como has dicho antes, probablemente estén durmiendo la
mona en alguna parte.
—Ruego a Dios que eso sea todo.
Capítulo 13

Katie Parker empujaba el carrito por la acera mientras caminaba a


paso ligero hacia la ciudad. Louis estaba dormido bajo una cubierta
de plástico transparente, aunque no tenía ni idea de cuánto iba a
aguantar. La chica dejó que la lluvia le salpicara el rostro y le mojara
la melena. Se había teñido de negro hacía poco, y había jugado con
la idea de volver a usar lápiz de ojos negro, al estilo gótico. Pero eso
era de otra vida. Una época que había compartido con Jason antes
de que se lo arrebataran tan cruelmente.
Entró al centro comercial y fue hacia su boutique favorita, Jinx.
Habían anunciado su colección de otoño en Facebook, y necesitaba
esos tejanos con estampado de leopardo.
Fue difícil pasar por la puerta con el carrito, pero no iba a dejar
fuera a su hijo. En cuanto entraron, Louis abrió los ojos y comenzó a
berrear, luego, alargó la mano y agarró una blusa de seda blanca de
una percha.
—Ah, Louis, ¿no puedes darme dos minutos de tranquilidad?
—¿Da mucho trabajo? —preguntó June, la dependienta.
—A veces, pero en general se porta bien. —Katie conocía a
June de la escuela, y le alegraba hablar de vez en cuando con
alguien de su edad.
—Creía que ibas a volver a la universidad.
—Lo he pospuesto otra vez. Es demasiado caro y, además, hay
que pagar las guarderías y los billetes de tren. No sé cómo me las
voy a apañar. Necesito encontrar un trabajo, pero, de todas formas,
tendría que pagar la guardería. —Se rio—. Es un círculo vicioso.
—Qué guapo es. —June le hizo cosquillas a Louis bajo la
barbilla.
—Lo sé. La verdad es que tengo suerte. Eso es lo que dice mi
abuela. Insiste en que debería dar las gracias por tenerlo, cuando
tantas mujeres no pueden tener hijos. Y lo hago. Dar las gracias,
quiero decir. Pero a veces… ya sabes… es demasiado para mí.
—Podrías buscar un trabajo a media jornada. Toma, pruébate
esto. —June colgó la blusa de seda en la puerta del probador—. Yo
vigilaré al chiquitín. ¿Cómo se llama?
—Louis. —Katie se mordió el labio—. No estoy segura de querer
probarme eso. ¿Tienes todavía los vaqueros de leopardo?
June los sacó de un perchero y los colgó en el probador con la
blusa.
—¿Alguna ocasión especial?
—Mi hermana cumple dieciocho el mes que viene y quiero
organizar una fiesta sorpresa para ella. Todavía no se lo he dicho a
mi madre.
June sacó a Louis del carrito y empujó a Katie hacia el probador.
—Pruébatelos. Quedan genial juntos.
A Katie no le preocupaba demasiado el precio. El abuelo de
Louis le enviaba dinero cada mes para los gastos del bebé. Lottie no
sabía nada al respecto porque Tom Rickard le había insistido a Katie
en que no se lo dijera. Tal vez podía pedirle que pagara la guardería.
Eso era una buena idea.
—Dejaré la puerta entreabierta para que puedas ver a Louis —
dijo June.
Al entrar en el estrecho recinto, Katie tuvo la sensación de que
alguien la observaba. Miró hacia el enorme escaparate de la tienda,
pero solo vio a gente que iba a toda prisa de un lado a otro.
—June, creo que alguien ahí fuera me está mirando —comentó.
—¿Qué? Dios, dame fuerzas. —June se acercó y se puso
delante de la puerta del probador—. Hay gente que no tiene vida.
*

Bernie Kelly miró a la persona que observaba a la hija de Lottie


Parker a través del escaparate de la tienda. Se escondió tras la
puerta del puesto de periódicos y sonrió con satisfacción. Tal vez
podría conseguir que otra persona hiciera el trabajo sucio. Eso sería
divertido.
Un chillido de emoción debió de escaparse de sus labios porque
un niño pequeño que caminaba con su madre gritó. Bernie le sacó la
lengua y se rio en silencio cuando la madre agarró la mano de su
hijo con más fuerza y salió del centro comercial a toda prisa. Tal vez
tenía que bajar un poco el ritmo. No era buena idea llamar la
atención, pero después de doce meses encerrada en un hospital
para enajenados mentales, había algo liberador en estar ahí fuera,
en el mundo real. Y tenía una misión.
Dejó a la otra persona entregada a su voyerismo, se puso la
capucha y decidió que era hora de comer. No temía que la
reconocieran. Bueno, tal vez Lottie Parker la reconocería, pero eso
no la preocupaba en absoluto. Ni una pizca. Porque Lottie Parker
era la meta final.
Mientras salía del centro comercial, echó un vistazo a un lado y
otro de la calle, solo para asegurarse. Luego, dobló lentamente la
esquina y entró al pub Fallon. Un whisky caliente le sentaría de
maravilla.
Capítulo 14

Boyd se sentó en el borde del escritorio de Lottie.


—Bien, sabemos que Amy Whyte estuvo involucrada en un caso
hace diez años. No creo que sea relevante.
—Siéntate en la silla, Boyd.
—Lo siento.
Lottie no pudo evitar el tono condescendiente en su voz. Era
fruto del mal presentimiento que no la abandonaba.
—Algo va mal. Estoy preocupada por Amy y Penny. Nadie las ha
visto desde el sábado por la noche, sus móviles están apagados y
en el piso de Penny no contesta nadie.
—Su madre tampoco ha sido de gran ayuda —dijo Boyd.
Lottie pensó en la mujer vestida con un traje azul oscuro que
habían conocido en la oficina del ayuntamiento. Breda Brogan era
eficiente y directa. No había visto a su hija desde hacía una semana.
Penny tenía su propia casa y hacía su vida.
—Tenemos que volver a revisar el apartamento. —Lottie miró
hacia la oficina general—. ¿Dónde está Kirby?
—Hablando con el personal de la farmacia Whyte.
—Dios, no hace falta una mañana entera para hablar con un par
de dependientas. Espero que no esté en el pub.
—Estoy aquí. —Kirby asomó su cabeza enmarañada por la
puerta—. Me temo que no he conseguido nada, pero ha sido
agradable volver a hablar con gente real.
—¿Y nosotros qué somos? —repuso Boyd—. Es una pregunta
retórica.
—¿Nadie tiene alguna idea de dónde puede estar Amy? —
preguntó Lottie.
—No, jefa.
—¿Alguna discusión o pelea?
—Por lo que he averiguado, todo iba sobre ruedas hasta hará
cerca de un mes. La farmacéutica mencionó que tuvieron algunos
problemas con Penny Brogan, y una de las dependientas me dijo
que Amy hizo que su padre la despidiera.
—¿Qué había hecho?
—Hurtar.
—¿Hurtar? Menuda palabra.
—Bueno, pues robar. Escondía cosas en el bolso. Cosméticos,
pintalabios y pintaúñas. Nada de drogas, al menos que ellos sepan.
—¿Y nadie del personal sabe dónde podría estar Amy? ¿Un
novio del que su padre no sepa nada? Vamos, Kirby.
—Lo siento, jefa. Parece que no saben nada de su vida privada.
Solo que es muy raro que no vaya a trabajar, a menos que sea
domingo. Todo el mundo afirma que es muy entregada.
—De acuerdo. Gracias. —Lottie se recostó en la silla y resistió el
impulso de poner los pies sobre el escritorio—. Aún no han pasado
cuarenta y ocho horas desde la última vez que alguien vio o habló
con las chicas; una vez hayan pasado, tendremos que hacer pública
su desaparición.
—Lo haré mañana, entonces —anunció Kirby.
Cuando el detective se hubo marchado con paso alegre, Lottie
sonrió a Boyd.
—No hay mal que por bien no venga.
—¿Qué?
—Nada.
Le sonó el móvil. Vio la palabra «Madre» en la pantalla y le
tendió el teléfono a Boyd.
—Dile que no estoy. Que he salido y me he dejado el móvil en el
escritorio. Lo que sea.
Boyd respondió. Lottie se irguió en la silla cuando vio que su
rostro perdía el color.
—¿Qué? ¿Qué pasa, Boyd?
Se inclinó hacia él y le quitó el teléfono.
—Oh, no.

El túnel bajo los juzgados de Ragmullin le recordaba a Conor


Dowling a sus años en la cárcel, aunque al menos allí estaba
caliente y cómodo. Tal vez era su imaginación, o había visto
demasiadas películas de prisioneros, pero sentía que así era como
debía ser una cárcel de verdad.
No debía estar allí, pero la oscuridad lo atraía.
Regresó lentamente a la luz y observó el caparazón vacío del
viejo juzgado.
En cierto modo, se sentía afortunado de que Tony Keegan le
hubiera conseguido trabajo en la obra, aunque se había asegurado
de mantenerse lejos de Cyril Gill. Tony le había dicho que Gill sabía
quién era y, aun así, le había dado el trabajo. Eso molestaba a
Conor. Louise, la hija de Gill, era una de las razones por las que lo
habían condenado hacía diez años, así que era un misterio por qué
su padre había accedido a darle el empleo. No pensaba hacer
preguntas, pero, de todos modos, le preocupaba.
—¿Qué has dicho? —Tony estaba apoyado contra la pared e
intentaba encender un cigarrillo bajo la lluvia.
Conor no se había dado cuenta de que hablaba en voz alta.
—¿Me das uno?
—Tú no fumas —replicó Tony mientras accionaba el mechero sin
éxito.
—Eso demuestra cuánto me conoces. —Conor cogió un cigarrillo
del paquete de Tony y se lo guardó en el bolsillo—. Es para mi
madre. Le gusta fumar de vez en cuando.
Tony consiguió prender una llama en su Bic de plástico, pero
antes de que pudiera encender el cigarrillo, Conor fue más rápido.
Le arrancó el cigarrillo, lo aplastó con la bota y, al mismo tiempo,
agarró a Tony por la garganta.
—Tal vez mi madre te haya dejado deambular por la casa
mientras estaba en la cárcel, pero eso se acabó, ¿me oyes? He
vuelto a casa, y las cosas han cambiado. Yo he cambiado. Es lo que
me han hecho estos diez años de encierro. Puede que pasáramos
buenos momentos hace tiempo, pero ya no. Así que apártate de mi
vista.
Tony emitió un balbuceo, pero de su boca no salió ninguna
palabra.
Conor dejó caer la mano.
—No me tomes el pelo.
—Por supuesto. —Tony se llevó la mano a la garganta
enrojecida—. Será mejor que volvamos al trabajo. No pienso perder
el curro por tu culpa. —Se puso el gorro, que le cubrió las orejas, y
se colocó el casco encima mientras se alejaba de Conor a través del
barro—. Y puedes irte a la mierda, Dowling —murmuró cuando
estuvo seguro de que el otro no lo oía.
Conor sacó el cigarrillo del bolsillo y se planteó llamar a Tony
para que le prestara el mechero, pero entonces se fijó en el tipo que
estaba de pie fuera de la caseta de seguridad y lo observaba con
fijeza.
—¿Qué miras, capullo?
Se metió las manos en los bolsillos y fue detrás de Tony. No
quería llamar la atención. Sobre todo ahora que era libre. Pero ¿lo
era, en realidad?
Echó otro vistazo a la entrada del túnel y reflexionó sobre ese
enigma. Libertad. ¿Qué diablos era realmente, cuando el corazón
estaba mancillado con el ansia eterna de la venganza? Era algo en
lo que había pensado durante diez largos años y aún no había
encontrado una buena respuesta.
*

Rose Fitzpatrick estaba sentada en una silla junto al fogón apagado.


La cocina estaba fría. Lottie encendió un calentador Dyson, un
regalo de despedida que le había comprado a su madre, y lo colocó
a su lado.
—¿Por qué no me lo dijiste de inmediato? —Apartó una silla de
la mesa, se quitó la chaqueta y se sentó.
—No sabía qué hacer. Ese hombre, Leo Belfield, me trae
recuerdos tan dolorosos que lo único que quiero es que
desaparezca. Pero hoy le he estado dando vueltas y he pensado, no
puedo guardarme esto. ¿Qué pasa si te hace algo? ¿Y si realmente
consigue sacar a esa mujer despreciable del manicomio? ¿Entonces
qué, Lottie?
—No puede hacer eso. —Lottie esperaba que no pudiera. Que
Bernie Kelly no estuviera entre rejas, o paredes, en ese caso, era
una opción que no había considerado. Solo hacía un año desde que
su medio hermana había sido confinada en el hospital psiquiátrico
central debido a su locura, en vez de ser juzgada por múltiples
asesinatos. A Lottie todavía le costaba creer que alguien con la
sangre de su madre biológica corriendo por sus venas hubiera
acabado con una familia y dos traficantes de drogas de una manera
tan horrible. No quería tener que revivir el mal que había envuelto a
Ragmullin por las acciones de Bernie. Y aunque nunca lo había
admitido, sabía que esa mujer no estaba loca. Era malvada.
—Pero Leo Belfield es capitán de la policía de Nueva York. Él
mismo me lo dijo. Aseguró que iba a sacarla con un permiso de un
día o algo parecido. —Rose se frotó las manos con tanta fuerza que
Lottie pensó que se haría sangre.
—Cálmate. —Lottie no estaba acostumbrada a ver a su madre
así, consternada—. ¿Dejó un número de contacto? —Buscó en su
teléfono—. Creo que lo tengo por alguna parte. —Leo la había
abordado el pasado julio, pero acababan de perder a Gilly y solo
había hablado con él brevemente—. Creía que había regresado a
Nueva York.
—Dijo que acababa de volver a Ragmullin. Había organizado el
permiso desde su propia oficina. Dios sabe con quién estará
compinchado.
—Debe de ser uno de los altos cargos para poder llevar adelante
una artimaña como esta. —Lottie dejó el teléfono—. No encuentro
su número.
—Me dio una tarjeta. Está en la estantería junto al café.
Lottie cogió la tarjeta. En un lado tenía el logo del Departamento
de Policía de Nueva York, con un montón de números. Le dio la
vuelta y vio un número de móvil impreso con tinta azul.
—¿Vas a llamarlo? —preguntó Rose.
—Por supuesto que sí. —Lottie encendió el hervidor—. Primero
te haré un té. Estás pálida como un fantasma.
Rose se levantó y se acercó a su hija. Puso su mano sobre la de
Lottie.
—No hace falta que te preocupes por mí. Solo me alegro de que
ya lo sepas. No he dormido nada las últimas noches, preocupada
sobre qué era lo correcto.
El tacto curtido de la piel de su madre sobre la suya hizo que
Lottie se detuviera. Miró a la anciana a los ojos. En una época se
había preguntado por qué eran tan diferentes de los suyos. Había
descubierto el motivo después del maldito encuentro con Bernie
Kelly en una mazmorra bajo la casa de su abuela materna. El padre
de Lottie era Peter Fitzpatrick, eso era cierto, pero su madre no era
Rose. Su madre biológica era una pobre joven demente llamada
Carrie King, que había tenido tres hijos más. Dos de ellos eran
gemelos, Leo Belfield y Bernie Kelly. Carrie había muerto en el
manicomio Saint Declan, y ahora a Bernie le aguardaba un destino
similar. Eso era hasta que Leo Belfield había empezado a meter las
narices, intentando desentrañar su historia familiar.
—Has hecho lo correcto al decírmelo. Solo tengo que volver a
cerrar esta caja de Pandora antes de que pase algo terrible.
—Buena chica, Lottie. Pero ten cuidado. Todavía tienes las
heridas físicas que te provocó esa mujer.
Lottie no tuvo el valor de recordarle a Rose que las heridas
emocionales eran aún más profundas.
Preparó el té, le dio una taza a Rose y bebió un poco del suyo
antes de tirarlo al fregadero. El mundo que había parecido tan
brillante y lleno de esperanza aquella mañana se había vuelto de
repente oscuro y amenazador.

Louise Gill se quitó la ropa y se puso el pijama de lana. El pantalón


se había encogido un poco en la lavadora, así que hurgó en un
cajón y encontró un par de calcetines peludos multicolores.
Cuando estuvo cómoda, se acostó en la cama y cogió el móvil
para entrar en Instagram. Apareció un mensaje.
—Déjame, Cristina —masculló, y deslizó el dedo para borrar la
notificación de la pantalla. No quería discutir otra vez. No iba a
contarle lo suyo a su padre, sobre todo si quería seguir bajo el
confort de su lujoso techo.
No sabía si querer u odiar a su padre. En público fingía ser un
ciudadano ejemplar que iba a la iglesia los domingos, hacía
donaciones a las organizaciones benéficas correctas y sonreía ante
la cámara. Pero en casa era el jefe de Louise y su madre.
Lo que decía iba a misa, pero nada de ello estaba en ninguna
biblia que Louise hubiera leído. Se había dedicado a moldearla
desde que tenía catorce años, y estaba segura de que su padre
tenía algo mucho más condenatorio que esconder que ella.
No encontró nada que despertara su interés en Instagram, así
que sacó el portátil. Tal vez un poco de trabajo la ayudaría a
relajarse. Meterse en las mentes de los asesinos la devolvía a la
realidad.
Capítulo 15

Lottie llamó a Leo Belfield cada quince minutos, pero no obtuvo


respuesta. Estuviera donde estuviera, no cogía el teléfono. El resto
del día estuvo ocupada con informes del presupuesto que tenía que
preparar. Para cuando se marchó a casa, todavía no había noticias
de las chicas desaparecidas.
Invitó a Boyd a cenar a casa y, después de recoger los platos, el
sargento le sirvió un vaso de agua con gas y se sentó junto a ella en
el sofá. En la casa reinaba un glorioso silencio. Katie se había ido a
la cama cuando Louis se había quedado dormido después de pasar
casi todo el día fuera, y Chloe y Sean estaban en sus habitaciones
haciendo los deberes. Al menos, esperaba que así fuera.
—Todo estaba yendo demasiado bien, Boyd —se lamentó Lottie
—. Lo sabía. Cuando me he levantado esta mañana, me sentía
satisfecha con la vida, aunque había un ligero malestar que me
pesaba sobre los hombros.
—No seas tan melodramática. Ahora sé de dónde lo sacan tus
hijos. —Boyd puso los pies distraídamente sobre la mesita del café
antes de que Lottie le diera un golpecito en la pierna.
—Bájalos, la mesa es nueva.
—Lo sé, yo la monté. —Apuró el vaso—. Será mejor que me
vaya a casa. Quiero hacer media hora de bici antes de irme a la
cama.
Lottie se volvió hacia él.
—¿Tan mala es mi compañía?
—En absoluto. Pero creo que tienes que olvidarte del móvil y
dejar de preocuparte por Leo Belfield y su hermana.
—También son mis hermanos.
—Solo biológicamente. No los conoces, apenas los has visto.
—He estado lo bastante cerca de Bernie como para sentir cómo
el acero se clavaba en mi carne.
—Eso fue hace un año, y está encerrada. Deja de preocuparte.
—Boyd se levantó y Lottie percibió la irritación inscrita en la dura
línea de su mandíbula.
La inspectora metió el móvil entre dos cojines del sofá.
—Te acompañaré a la puerta.
Salió detrás de él y esperó mientras se ponía la chaqueta.
—Perdóname, Lottie. No pretendía ser desagradable. Gracias
por la cena, por cierto. La próxima vez invito yo.
Lottie sonrió con ironía.
—¿Entonces habrá una próxima vez?
—Por supuesto. Vete a la cama, apaga el teléfono y no te
preocupes más.
Sintió la suave caricia de sus labios en la mejilla y una sensación
cálida le llenó el abdomen. Quería estirar la mano, agarrarlo y
arrastrarlo otra vez al sofá, pero, en vez de eso, abrió la puerta y lo
saludó con la mano mientras su compañero se metía en el coche.
—Otra vez será, Boyd —susurró a la noche lluviosa.
Cerró la puerta, volvió a toda prisa al sofá y cogió el móvil.
Ninguna respuesta de Leo. Llamó una vez más y, luego, hizo caso a
Boyd. Esperaba poder dormir un poco.
Justo cuando apagaba la luz e iba hacia las escaleras, un berrido
de Louis le indicó que se había despertado.
Parecía que el sueño todavía quedaba muy lejos.

*
Freddie Nealon se volvió y encontró a su amigo Brian McGrath
meando en la hierba alta. Estaba tan pasado que no dijo nada.
Llevaban horas sentados en la orilla del canal bebiendo cerveza y
fumando maría, y ambos estaban empapados y tenían frío. Había
seis casas en Petit Lane, cinco de las cuales estaban en ruinas.
Freddie se levantó, se tambaleó hasta la del medio y abrió la puerta.
—Esta no parece tu casa, Freddie. —Brian entró detrás de su
amigo. Tal vez no estaba tan pasado como Freddie creía; al menos,
conseguía que las palabras salieran de su boca.
Una luz parpadeó y arrojó una sombra sobre el papel de pared
arrancado.
Freddie dio un salto.
—Mecagoen… tú… quetejodan… —Brian miraba el mechero
que tenía en una mano y el guante negro chamuscado en la otra—.
Mierda, joder, mierda.
La oscuridad regresó.
—¿Dónde coño estamos? —Brian se quitó la capucha e intentó
encender el mechero. No hubo suerte, así que lo arrojó al suelo—.
Espera, tío. Espera. —Se llevó una mano a la oreja con ademan
teatral y tiró de Freddie—. Escucha. Mierda, ¿oyes eso?
—¿Qué? —preguntó Freddie.
—Un ruido. Arriba.
—No oigo nada porque no paras de rajar. Saca una lata y el
mechero.
Brian se agachó para buscar el encendedor, pero estaba
demasiado oscuro y no veía nada. Hurgó en la bolsa de plástico en
busca de una lata para aplacar a su amigo colocado. Se detuvo.
—¿Lo has oído ahora?
—¿Oír qué? —protestó Freddie—. Solo quiero un mechero y una
birra.
—Shhh. Son como pasos. Vámonos, Freddie, yo me largo de
aquí.
Cuando Freddie se volvió, una constelación de estrellas estalló
ante sus ojos. En ese mismo momento vio a Brian desplomarse a
sus pies. Fue entonces cuando se dio cuenta de que alguien le
había golpeado en la cabeza desde atrás. Mientras se desplomaba
en el suelo, llegó un segundo golpe y la oscuridad se cernió sobre
él.

La bombilla parpadeó, una vez, dos veces, y se apagó. Megan Price


tiró el bolso al suelo y soltó un taco en voz alta.
—Por el amor de Dios. Esta noche no, por favor.
De una patada, empujó el bolso bajo la mesa del recibidor y
recogió el correo. Encendió la lámpara en el salón. Al menos esa
funcionaba. Se dejó caer en el sillón reclinable y se echó hacia atrás
mientras miraba el espacio vacío a su alrededor. El capullo de su
marido —no, borra eso, su exmarido— se lo había llevado casi todo.
Dijo que lo había pagado, así que estaba en su derecho. «No me
digas, Sherlock», le había contestado. Mala jugada, Megan. Había
rellenado los papeles con su abogado para conseguir que ella
vendiera la casa. Quería dinero. Megan había peleado como si su
vida dependiera de ello porque él no era más que un cabrón
avaricioso. Y ahora le había enviado otra carta de su abogado. La
arrugó y la hundió en el costado del sillón.
Cerró los ojos y dejó que los acontecimientos del día llenaran
sus pensamientos. A Penny Brogan la habían despedido porque
había robado en la tienda. ¿Pero Amy Whyte todavía era amiga
suya? En cuanto a la clase social, provenían de mundos diferentes.
No es que Megan fuera una snob, pero, de todas formas, la irritaba.
Tal vez se debía a que su exmarido estaba un escalón por debajo de
ella a nivel social. Más bien una escalera entera, pensó.
Pagaría por convertir su vida en un gran saco de mierda.
Después pensó en el amable detective con el que había hablado
hoy. De una manera triste, resultaba mono. Quizá las cosas no irían
tan mal, después de todo.
Capítulo 16

Todavía reinaba la oscuridad cuando Conor Dowling salió de la


cama y se vistió el martes por la mañana. Arrugó la ropa de trabajo
del día anterior para meterla en la lavadora, se lavó los dientes y se
echó agua fría en la cara. Se pasó una mano por la coronilla
afeitada y supo que no había nada que estuviera en su mano que
borrara los años de más grabados alrededor de sus ojos.
No se oía ningún ruido en el salón, que su madre todavía usaba
de dormitorio. Y no había ningún problema en que lo hiciera, pensó
mientras llenaba la lavadora y cogía un poco de detergente de la
caja. Unos granos caprichosos se agolparon en el fondo de la
cuchara.
¡Oh, Dios! Tendría que comprar jabón para la ropa. No tuvo más
remedio que poner en marcha la máquina sin detergente.
—Conor, ¿eres tú?
—¿Quién quieres que sea en este antro a estas horas de la
mañana?
—¿Qué has dicho?
Conor sacudió la cabeza. Últimamente, pensaba en voz alta a
menudo. ¿Se estaba volviendo loco? Tal vez, después de todo,
estaba en sus genes.
—Voy a hacer unas tostadas. ¿Quieres?
—¿Tostadas? Quiero un bol de avena. Hazla con leche. No me
gusta esa cosa a la que se le añade agua.
Conor sabía que no tenían leche. Encendió el hervidor. Sirvió un
bote de avena preparada en un bol. Su madre nunca notaría la
diferencia, pensó. Y, aunque la notara, le daba igual.
Mientras el hervidor emitía un lento gemido, miró su cobertizo y
se preguntó de nuevo por qué Tony había invadido su espacio de
trabajo.

Chloe Parker odiaba ir a la escuela, aunque era su último año.


Habría preferido seguir trabajando en el pub. Había disfrutado de su
trabajo de verano en Fallon, pero como su madre era una dictadora,
había tenido que dejarlo para ponerse el horrible uniforme de la
escuela y atravesar las puertas del infierno una vez más. Se moría
de ganas de que llegaran las vacaciones.
Pateó una lata de Coca-Cola vacía mientras mascullaba entre
dientes.
—¿Qué has dicho? —Sean se cambió la pesada mochila llena
de libros de hombro.
Chloe miró a su hermano. Era una cabeza más alto que ella, y su
pelo rubio y ojos azules le rompían el corazón cada vez que lo
miraba. Era la viva imagen de su padre.
—Solo pensaba en la suerte que tiene Katie —comentó.
—No creo que eso sea justo —repuso Sean.
—¿Por qué no, idiota? —Chutó la lata, que salió disparada por la
acera hasta pararse debajo de un coche en la carretera.
—Bueno, para empezar, asesinaron a su novio. Segundo, la dejó
embarazada. Tercero, tuvo que renunciar a la universidad para
cuidar de Louis, que se está convirtiendo en un niño difícil.
Chloe admitió que Louis era un diablillo encantador, pero se
rendiría fácilmente.
—Acuérdate de lo que la abuela dice siempre: no hay mal que
por bien no venga.
—No te sigo. —Sean suspiró y bostezó.
Chloe sintió que la rabia le crecía en el pecho. Ni siquiera la
escuchaba. Ya nadie la escuchaba de verdad.
—Katie usa a Louis como excusa para todo. Retuerce todas las
situaciones a su conveniencia. Tiene a mamá y a la abuela
comiendo de su mano.
—Solo estás celosa. —Sean contuvo una risita burlona.
—Vete a la mierda, Sean Parker. —Chloe pateó las hojas
mojadas y lo adelantó.
—Contigo todo es un drama —le reprochó su hermano.
Al llegar a las puertas de la escuela de Chloe, Sean se dirigió
hacia la suya. Su hermana lo cogió del brazo, lo obligó a detenerse
y dijo:
—Espera un momento.
Sean se detuvo y miró, nervioso, a la multitud de chicas que
atravesaban la verja de entrada.
—Se está escaqueando de la uni —aseguró Chloe.
—¿Quién?
—Katie, capullo. —Chloe puso los ojos en blanco. Mierda, su
síndrome premenstrual estaba siendo brutal ese mes. No quería
llorar delante de su hermano. Tenía dos años menos que ella y,
probablemente, era el más sensible de todos, cuando no estaba
deprimido. Sin duda, eran una familia extraña.
—Mira, Chloe, creo que quiere volver a la universidad. Es solo
que, con mamá en el trabajo y la abuela ya mayor, no tiene a nadie
que se ocupe de Louis. Piénsalo desde el punto de vista de Katie.
Tiene veintiún años y está encerrada en casa con un bebé.
—Eso es solo porque no se obliga a salir de su zona de confort.
Podría conseguir que el abuelo de Louis le pagara la guardería. Está
podrido de pasta. No; en realidad, es una vaga de mierda.
Sean dio un paso atrás.
—Estás celosa de verdad. Tienes que despertarte. Y yo tengo
que irme a la escuela. Hasta luego.
De pie en la esquina del callejón que llevaba hacia el canal, un
atajo hasta la escuela de su hermano, Chloe resopló con frustración.
Al darse la vuelta para atravesar la entrada de la escuela, se sintió
inquieta. Era como si alguien le respirase en la nuca, y se le erizó el
vello.
Se dio la vuelta y miró por encima de las cabezas de las chicas
que se apresuraban a entrar antes de que sonara el timbre, mientras
observaba la figura de Sean, que se alejaba a grandes zancadas y
desaparecía en la distancia. Luego, sacudió los hombros, dejó que
la mochila le resbalara hasta la mano y, tras morderse el interior del
labio, atravesó la verja a paso lento. Llegaba tarde, pero no le
importaba.
Durante el resto del día no pudo quitarse esa sensación de
encima y, para cuando salió de la escuela, se había arañado la piel
hasta dejarla en carne viva.

En el escritorio de recepción de la comisaría de Ragmullin, el garda


Tom Thornton revisaba la lista de llamadas de la noche anterior. Era
lo bastante mayor como para recordar una época en el cuerpo
donde podías leer el periódico local, comerte un bocadillo, tomarte
una taza de café e incluso fumarte un cigarrillo en tu escritorio.
Había trabajado con Gilly O’Donoghue a menudo, y echaba de
menos la sonrisa de la joven garda y la manera en que miraba al
detective Kirby por encima de su nariz pecosa. Había sido un soplo
de aire fresco en una comisaría, por lo demás, bastante rancia. Al
menos habían capturado a su asesina.
Levantó la vista cuando se abrió la puerta y cayó en la cuenta de
que las cosas habían estado demasiado calmadas. Ragmullin no
era una ciudad tranquila, pensó. Le llegó el aroma de Old Spice y se
sorprendió al ver a una mujer diminuta que daba golpecitos en el
mostrador.
Esbozó su sonrisa más dulce, la que no conseguía engañar a su
mujer desde hacía treinta años, y saludó:
—¿En qué puedo ayudarla en esta bonita mañana, señora
Loughlin?
—¿No ha salido todavía, jovencito? Está cayendo la del pulpo.
El garda Thornton se quedó un poco atónito por el lenguaje de la
octogenaria, pero mantuvo la sonrisa.
—Así es —afirmó mientras miraba por encima del hombro de la
anciana, a través de la puerta de cristal reforzado.
—Bien, jovencito, quiero que venga conmigo. Ha habido mucho
alboroto en Petit Lane en los últimos días. Drogadictos y yonquis, o
como sea el término políticamente correcto ahora. Arman jaleo a
todas horas, golpean paredes, gritan y cantan. Necesitará su abrigo.
Venga, ahora.
Thornton observó mientras la anciana se daba la vuelta y se
dirigía a la salida.
—Señora Loughlin, no puedo ir con usted, tengo que estar en la
recepción.
—Estoy segura de que la recepción estará bien sola. —Sus
cejas se juntaron cuando frunció el ceño—. Y, si no, busque a
alguien que se haga cargo. No pienso dejar pasar esto ni un minuto
más. Tienen que hacer algo.
—¿Ha probado en el ayuntamiento?
Una risotada llenó la estancia y la señora Loughlin golpeó el
suelo con su largo paraguas.
—¿El ayuntamiento? ¿Me toman el pelo? Esos no escucharían
ni al mismísimo Jesús si bajara de la cruz y caminara hasta sus
lujosas oficinas nuevas para pedir un vaso de agua y unos
pantalones.

Lottie se sentía renovada después de la ducha matutina, pese a


haber pasado una mala noche. Louis se había resfriado, y los dedos
aún le olían a Vicks VapoRub. Buscó en su bolso un paquete de
pañuelos y encontró toallitas de bebé.
Mientras la pantalla del ordenador se encendía, miró a los
detectives en la oficina principal. Kirby parecía haber dormido con el
traje puesto, pero siempre tenía ese aspecto, ¿verdad? Tendría que
vigilarlo de cerca. Boyd estaba junto al archivo, sacando carpetas de
una caja en el suelo y ordenándolas en el cajón. Lottie sintió que
una lenta sonrisa se formaba en la comisura de sus labios. Le
gustaba cómo la hacía sentir. Luego, pensó en Leo Belfield, y la
sonrisa desapareció de su rostro en un instante. Tenía que llegar al
fondo de lo que planeaba. ¿Por qué no contestaba el teléfono? La
había acosado a llamadas durante unas semanas en verano, pero
ahora no había manera de contactar con él. Un escalofrío de
advertencia le recorrió la columna. Algo no iba bien. Se lo decía su
instinto, y su instinto nunca se equivocaba. O casi nunca. Luego,
recordó a Amy Whyte y a Penny Brogan.
—¿Kirby? —llamó a través de la puerta abierta—. ¿Alguna
novedad sobre las dos chicas? —El detective tenía los ojos
inyectados en sangre y su pelo necesitaba un corte urgente o, al
menos, un lavado.
—Nada nuevo en el sistema. ¿Quieres que lo ponga en las redes
sociales?
Lottie suspiró. Metió las toallitas de bebé en el bolso y fue hasta
la mesa del detective. La pantalla se puso negra en cuanto este
clicó el ratón.
—¿Estás con nosotros, Kirby?
—Por supuesto. Solo estoy un poco lento esta mañana. No he
dormido demasiado.
—Ya somos dos.
—¿Por qué no? —Boyd se dio la vuelta, con las mangas
remangadas y carpetas en ambas manos.
—Louis está resfriado.
Sintió la vibración del móvil en el bolsillo de los vaqueros.
—Será Katie. Le dije que me avisara si tenía que llevar a Louis al
médico.
Volvió a su despacho y comprobó el teléfono.
Un mensaje. Pero no era de Katie, sino de Leo Belfield.
«Reúnete conmigo a la una. Hotel Joyce.»
*

El garda Tom Thornton había comprendido que la señora Loughlin


no aceptaría ninguna excusa. Convenció a alguien para que lo
sustituyera en la recepción y se puso su pesada chaqueta de alta
visibilidad. Cuando llegaron a Petit Lane, ya estaba empapado en
sudor. Pese a su edad, la anciana caminaba muy rápido, pensó.
—Aquí es donde vivo. —La señora Loughlin señaló el primer
edificio en la hilera de casas adosadas con las ventanas tapiadas—.
Los otros vendieron como ratas, y ahora mire cómo está el lugar. La
crisis económica acabó con los planes de construcción.
Thornton miró con atención. Pasaba por allí casi todos los días al
ir y volver del trabajo, y conocía la historia del constructor que se
había largado y había dejado al ayuntamiento hasta el cuello, pero
nunca se había parado a pensar en ello.
Abrió la verja de la casa contigua a la de la señora Loughlin y se
fijó en que la anciana estaba de pie en la acera con el ceño fruncido.
—Esta no, la siguiente —indicó.
—¿Esa? —Thornton fue hasta la tercera casa de la hilera.
Parecía aún más desvencijada que la anterior.
—Oí un ruido anoche —explicó—. No es que no los oiga la
mayoría de las noches. Solo son chavales, y sé que no tienen mala
intención. Probablemente se refugian de la lluvia. Vi a dos de ellos,
con las capuchas puestas y los brazos llenos de bolsas de plástico.
Cerveza, diría. Entraron dando tumbos y se arrastraban el uno al
otro hasta la puerta. Uno incluso orinó en el jardín.
—¿Por qué no llamó para avisar?
—Estoy hasta las narices de llamarlos por estas cosas. Quizá
son tan malos como el ayuntamiento.
—Entonces, ¿por qué vino esta mañana?
—Porque vi a dos personas entrar, pero solo una salió. Un poco
extraño, ¿no le parece?
—Cierto. —Thornton se puso la gorra y llamó a la puerta.
—Está abierta. ¿Cómo sino iban a entrar esos yonquis? —La
voz de la señora Loughlin era burlona—. Adelante. Entre.
—¿Ha entrado usted?
—¿Se cree que soy estúpida? No quiero dejar mi ADN ahí
dentro. ¿Qué pasa si ha habido un asesinato? Entonces sí que
vendrían a buscarme enseguida, ¿no?
La cabeza de Thornton comenzaba a latir. Se aseguró de llevar
los guantes bien puestos y empujó la puerta para abrirla.
El olor no era tan malo como esperaba, un persistente tufillo a
rancio emanaba de las paredes. El recibidor estaba en penumbra,
iluminado tan solo por la luz que entraba por la puerta abierta. Echó
un vistazo por encima del hombro y se fijó en que la señora Loughlin
había retrocedido hasta la verja oxidada. Dio otro paso más y sintió
que las botas se le pegaban a algo. ¿Aceite? ¿O algo más humano?
Se estremeció y siguió adelante.
Fue entonces cuando vio dos figuras tendidas al pie de las
escaleras. Se inclinó sobre la primera. Cuando puso un dedo sobre
la garganta, los ojos del joven se abrieron de golpe. Thornton saltó
hacia atrás contra la pared.
—Dios santo. Pensé que estaba muerto. ¿Qué ha pasado? ¿Se
encuentra bien?
Recibió un gruñido como respuesta. Se acercó a la segunda
figura y oyó el quejido antes de colocar los dedos. Esperaba que los
ojos se abrieran, pero no lo hicieron. Al menos ambos chavales
estaban vivos. Tendría que comprobar si estaban heridos.
Entonces le llegó el olor.
Capítulo 17

Las sirenas sonaban mientras las ambulancias llevaban a los dos


muchachos al hospital.
—Le dije que pasaba algo raro —comentó la señora Loughlin,
que se cruzó de brazos y se apoyó contra la pared húmeda.
—Así es. —El garda Thornton no podía quitarse el olor
empalagoso de la nariz. Se moría de ganas de volver a la comisaría
y, tal vez, encontrar un momento para darse una ducha rápida.
—¿Le apetece un té? —preguntó la anciana.
—Eso sería maravilloso, pero tengo que volver a la recepción.
—No es que la recepción vaya a salir corriendo, ¿no?
—No, no lo hará, pero tengo trabajo que hacer. —Thornton
levantó la vista hacia la casa y, de repente, recordó una cosa—.
Señora Loughlin, usted dijo que había visto entrar a dos personas y
salir a una.
—Así es —confirmó. Entonces, abrió la boca formando una O
perfecta—. Alguien más estaría ahí dentro. Alguien que atacó a
esos dos pobres chicos antes de huir.
—Vaya a calentar agua —le indicó Thornton—. Voy a echar otro
vistazo rápido al interior.
—Tome, llévese mi paraguas.
El garda rio.
—Eso será estupendo.
Mientras la anciana se dirigía a su casa, Thornton caminó hasta
la puerta del edificio en ruinas. ¿Era esto algo más que dos
chavales que se habían peleado por una bolsa de maría o una lata
de cerveza?
Subió por las escaleras y, a medida que avanzaba, el olor se
volvió más acre y fétido.
Sabía que los hongos de la casa no eran lo único que olía. Era
algo podrido, pero también metálico. Sangre, pensó, aunque no era
la del piso de abajo. Se encontraba allí arriba, y no estaba nada
seguro de querer descubrir el origen, pero tenía que verlo por sí
mismo.
Cuando lo hizo, sacó la radio del uniforme y, con voz temblorosa,
llamó a la comisaría.

Lottie se subió la cremallera del traje protector y se colocó las tiras


de la mascarilla detrás de las orejas. Luego, siguió a la figura alta y
delgada de Boyd bajo la cinta de la escena del crimen.
—¿Por qué la gente no puede descubrir víctimas de asesinato
cuando hace buen día? —se quejó el sargento. Lottie no se molestó
en contestar a la pregunta retórica. Mientras lo adelantaba, él añadió
—: Y podrían escoger lugares más cálidos y secos para que las
encontraran.
—Boyd, ¿te quieres callar?
Lottie agachó la cabeza bajo el dintel, con cuidado de no rozar la
puerta, que colgaba de un solo gozne de manera precaria. La
madera castigada por el tiempo mostraba señales de haber tenido
una cerradura y un picaporte en algún momento, pero ya no estaban
allí.
—¿Qué hacían aquí esos chavales? —continuó Boyd. Su voz
era como una brisa afilada en la nuca de Lottie. Se había recogido el
pelo esa mañana para disimular que le hacía falta un corte y teñirse.
Se subió la capucha blanca. Boyd seguía hablando—. Este no es
lugar para unos muchachos. ¿Qué edad crees que tienen?
—¿Quién?
—Los dos chicos que ha encontrado Thornton.
—¿Cómo quieres que lo sepa?
Lottie soltó un profundo suspiro y subió pesadamente las
escaleras de madera. Los patucos protectores se le enganchaban
en los tablones desgastados. Desde que el garda Thornton había
informado del incidente, los uniformados habían pisoteado la
escena, uno incluso había vomitado en una esquina del descansillo,
antes de darse cuenta de que la zona debía ser preservada y que
había que avisar a los forenses. La inspectora lidiaría con las
consecuencias de su ineptitud a su debido tiempo, pero primero
tenía que evaluarlo todo por sí misma.
La casa formaba parte de una hilera de seis. Sabía que esa zona
había estado incluida en un plan de desarrollo urbanístico, con
proyectos para tiendas y una zona peatonal pavimentada que
enlazaba con las nuevas oficinas del ayuntamiento. Las oficinas,
que parecían un acuario gigante, eran lo único que se había
construido. Las casas adosadas estaban justo en el centro de los
planes, pero había sucedido algo que había retrasado el proyecto, y
la señora Loughlin se había negado en redondo a desplazarse.
Lottie se detuvo al final de las escaleras y se fijó en la actividad
en la habitación a su izquierda. Avanzó hacia allí. Frente a ella había
un baño que había sido saqueado: las tuberías sobresalían
tristemente de la tarima elevada y la ventana estaba tapiada. Dos
forenses se encorvaban sobre lo que suponía que era un cuerpo,
que yacía donde antes había una bañera. La peste del vómito en la
puerta se elevó hasta sus fosas nasales y descubrió que ahogaba el
olor de la carne pútrida de manera perversa. La cinta de la escena
del crimen atravesaba la puerta de otra habitación a su derecha. Se
metió como pudo en el baño y dejó a Boyd atrás.
—Hola, inspectora Parker. —Jim McGlynn, jefe del equipo
forense, volvió la cabeza durante una fracción de segundo y, en ese
momento, Lottie vio a la víctima. De inmediato comprendió al agente
uniformado que había depositado su desayuno en el descansillo.
—Jim —dijo. Apenas se atrevía a mirar la carnicería—. Dime,
¿qué tenemos aquí?
—Una mujer. Fallecida hace, al menos, dos días. Probablemente
más. Es una suerte que haya hecho tan mal tiempo esta semana, o
más de un agente echaría la pota.
—No hace falta ser tan insensible —lo reprendió la inspectora.
—Solo digo lo que hay. Y ese agente debería ser reprendido.
Podría haber destruido pruebas.
—¿Cómo murió? —A su pesar, Lottie no podía quitar los ojos del
cuerpo que yacía boca abajo sobre el suelo. Una mano oscura se le
enroscó por la columna, se le clavó en el pecho y se aferró a su
corazón.
—Una puñalada en la garganta —contestó McGlynn.
Esas palabras provocaron que un escalofrío recorriera a Lottie.
El pasado julio, la joven Gilly O’Donoghue había sido apuñalada
brutalmente de una manera similar.
McGlynn continuó.
—Hay mucha sangre. Calculo que el asesino debió de quedar
empapado, a menos que viniera preparado.
Lottie se concentró en la víctima. Parpadeó y permitió que la
imagen se le grabara en el cerebro. Le costaba que las palabras
salieran de su boca; necesitaba decirlas en voz alta para que todo
cobrara sentido.
—Está vestida como para salir de fiesta. Jomo está aquí al lado
—señaló—. Tal vez volvía de allí y algún psicópata se la llevó. —Un
pendiente de diamante en forma de corazón colgaba suelto de la
oreja de la víctima, y Lottie tuvo que contenerse para no alargar la
mano y ajustarlo en su sitio. Sabía quién era la chica—. ¿Ha habido
violación?
—No hay señales externas. La ropa interior está intacta, pero el
examen post mortem nos dará una respuesta concluyente.
A Lottie le temblaban las manos. Últimamente se sentía cada vez
más afectada por el trabajo que llevaba a cabo la patóloga forense,
la doctora Jane Dore, en la morgue. «Será la edad», pensó.
Las uñas de los pies de la víctima estaban pintadas de color
carmesí, y tenía las piernas cubiertas de crema bronceadora. Lottie
vio, bajo la sangre endurecida, que el pelo de la chica era marrón
oscuro.
—Dale la vuelta —pidió a McGlynn.
—Deberíamos esperar a la patóloga.
—He dicho que le des la vuelta. —No pretendía sonar enfadada,
pero necesitaba asegurarse.
Mientras McGlynn y sus asistentes daban la vuelta al cuerpo con
cuidado, Lottie sintió que un grito se le atascaba en la garganta.
Aunque la cara había empezado a hincharse, la intensa sombra
de ojos y el lápiz de cejas negro acentuaban los rasgos de la
víctima. Evitó mirarla a los ojos y estudió los alrededores en busca
del arma. Al hacerlo, vislumbró algo brillante bajo la mano derecha
de la chica.
—¡Quietos! —ordenó la inspectora—. No os mováis.
—¿Qué? —McGlynn sostuvo las manos en el aire.
—¿Pinzas?
El forense le tendió un par. Lottie se apretujó a su lado y le hizo
un gesto al asistente para que tomara fotos mientras levantaba la
mano de la víctima. En el suelo había una moneda plateada.
Cuando el fotógrafo hubo acabado, la cogió con las pinzas y la
sostuvo a la luz.
—¿Qué crees que es? —preguntó a McGlynn.
Este sacudió la cabeza.
—Ni idea. No es dinero.
—Plateada, lisa, sin inscripciones —añadió Lottie—. Más o
menos del tamaño de una moneda de un euro.
Dejó caer la moneda en una bolsa de pruebas que sostenía
McGlynn. Con un rotulador permanente, anotó un código y algunos
detalles en la bolsa y se la tendió al asistente.
—Parece que la dejaron caer después de que la chica fuera
asesinada. No hay restos de sangre.
—¿Algún indicio del móvil o el bolso? —Lottie recorrió la
habitación con la mirada. El espacio parecía cerrarse sobre ella
mientras el aire fétido le obstruía la garganta.
—No hay bolso —aclaró McGlynn, y levantó una vez más la
mano de la chica para inspeccionar el puño cerrado—. Hay un
teléfono aquí dentro, pero no me he atrevido a sacarlo todavía.
—¿Por qué no? —preguntó Lottie.
—Ya me he metido en problemas otras veces, con ya sabes
quién. —Dejó la mano de la víctima en el suelo.
Lottie sabía que se refería a Jane Dore. Como resultado de la
descentralización que había llevado a cabo el Gobierno, trabajaba a
cuarenta kilómetros, en el hospital Tullamore, donde llevaba a cabo
los exámenes post mortem.
—¿Está de camino?
—Con suerte vendrá hoy, más tarde. Esta mañana está en el
Tribunal Supremo en Dublín, aportando pruebas en un caso.
«Menuda descentralización», pensó Lottie.
—En cuanto encuentres alguna prueba, infórmame. Y llámame
cuando llegue Jane. Quiero el teléfono de la mano de la víctima.
—Ya, y yo todavía tengo que examinar el segundo cuerpo —dijo
McGlynn.
Lottie fijó la vista en la nuca del forense, cubierta por la capucha
del traje. Había estado tan consumida con el descubrimiento del
cuerpo de Amy Whyte que se había olvidado de la segunda víctima.
—En la otra habitación —indicó el hombre, y siguió trabajando,
midiendo, levantando e investigando.
Lottie salió despacio y se quedó de pie junto a Boyd en el
abarrotado descansillo. Un momento después, avanzó hacia la cinta
de la escena del crimen en la entrada de la otra habitación. Miró
dentro y no pudo evitar llevarse la mano a la boca para ahogar un
gemido.
El cuerpo de la segunda víctima también estaba boca abajo.
Lottie veía que estaba descalza y tenía los pies muy sucios. Las
piernas estaban manchadas de crema bronceadora, y el vestido
negro era corto y estaba arrugado sobre las nalgas. No se veía
sangre en las piernas, pero mientras estudiaba los brazos
extendidos y las manos con largas uñas acrílicas, se fijó en el
charco de sangre bajo la cabeza cubierta de pelo castaño enredado.
Había un móvil tirado junto al cuerpo, inútil, con la pantalla rota.
—¿Ya has estado aquí? —le gritó a McGlynn.
—Solo he hecho un examen rápido. No entres —la advirtió.
—Tengo que verla.
—Y yo te digo que esperes hasta que llegue la patóloga forense.
Lottie miró a Boyd con impotencia. Este se encogió de hombros
y se volvió hacia McGlynn.
—Jim, danos dos minutos. Venga, necesitamos verla.
McGlynn gruñó y dejó las herramientas. Luego, se cambió los
guantes y salió al descansillo. Sacudió la cabeza mientras quitaba la
cinta y entraba en la habitación.
—Esta chica tiene más o menos la misma edad que la otra, y la
mataron de una manera parecida. Una puñalada en el cuello. —
Señaló las paredes—. Hay mucho chorro arterial, así que estaba de
pie cuando la atacó. Diría que estaba detrás de ella y que, mientras
la sujetaba, le cortó el cuello con un objeto afilado, probablemente
un cuchillo. Un solo corte. Murió enseguida.
—¿Y cuánto tiempo lleva muerta?
—Lo mismo que la otra chica. Dos, tal vez tres días. Pero
sabremos más cuando se haya hecho el examen post mortem.
—¿Puedo moverla?
—No.
—Pero tú lo has hecho —replicó Lottie, y se agachó junto al
forense.
—Tenía que determinar que estaba muerta.
—Solo un segundo. Quiero ver si hay algo bajo el cuerpo.
—No lo hay.
—Sígueme la corriente.
McGlynn suspiró y colocó el cuerpo sobre un costado, con
cuidado. Lottie se encogió. La chica no era mucho mayor que Katie,
y ese pensamiento hizo que un escalofrío le recorriera la columna.
Tenía los ojos marrones abiertos, pero el blanco estaba salpicado de
sangre y los labios congelados en un grito.
—No veo ninguna moneda —comentó Boyd desde la puerta.
Lottie escudriñó lo que rodeaba el cuerpo de la chica. Suelos de
madera arrancados, botellas rotas y cochinillas muertas.
—¿Tienes una linterna?
McGlynn sacó una de su maletín e iluminó el suelo alrededor del
cuerpo.
—¡Ahí! —Lottie se arrodilló junto a él, con los tablones
clavándose en sus rodillas, y señaló un lugar justo debajo de donde
había estado la mano de la chica—. Dos monedas.
—¡Pinzas! —gritó McGlynn, y su asistente entró a toda prisa con
ellas. Después de hacer las fotografías, recogió las monedas y
sostuvo cada una en alto para examinarlas antes de dejarlas caer
en bolsas individuales y marcar el área con los números de las
pruebas.
—Igual que la moneda de la otra víctima —dijo Lottie—.
Demasiada coincidencia para pensar que estaban aquí antes de que
las chicas fueran atacadas. El asesino las dejó aquí.
—Eso es una conjetura —repuso McGlynn.
—Míralas —le instó Lottie, y señaló las bolsas—. Están
inmaculadas. Sin óxido ni decoloración.
—Y sin inscripciones o marcas. ¿Algún tipo de talismán, tal vez?
—Quizá las chicas las llevaban encima —sugirió Boyd.
—Es posible —contestó Lottie, pero lo dudaba—. Creo que son
la tarjeta de visita del asesino.
McGlynn intervino.
—Tengo trabajo que hacer antes de que llegue la patóloga
forense. Si no te importa, me gustaría continuar.
—Y ninguna de las víctimas tiene el bolso ni documentación. —
Lottie se pasó un dedo enguantado por la frente—. Parece
calculado. Boyd, organiza un contingente para hacer una búsqueda
de huellas en los alrededores: los jardines, los contenedores y el
aparcamiento.
—No creo que encontremos los bolsos —repuso Boyd, y cruzó
los brazos.
—Tú hazlo.
Lottie echó un último vistazo a la víctima. Luego salió, pasó junto
a Boyd y se quedó en el descansillo tratando de insuflar algo de aire
a sus pulmones, pero solo consiguió llenarlos con el aire húmedo y
rancio, como una mezcla de hongos y muerte.
—Tenemos que interrogar a esos chavales que encontró
Thornton antes —dijo Boyd.
—Dudo que tengan nada que ver con esto, pero en cuanto les
den el alta, veremos qué pueden contarnos. En primer lugar, las
víctimas tienen que ser identificadas de manera oficial. —Miró el
pequeño espacio a su alrededor—. Pero tú y yo sabemos que esas
dos chicas son Amy Whyte y Penny Brogan.
—Tenemos que informar a las familias —dijo Boyd con un
gemido.
Lottie se imaginó al concejal Richard Whyte y se estremeció. No
sería nada agradable.
Hizo una pausa y reflexionó.
—Todo esto parece planeado. El asesino conocía este lugar. Es
probable que lo vigilara, así que tenemos que examinar cada
centímetro con cuidado.
Mientras bajaba las escaleras, todavía intentaba recuperar el
aliento.
—¿Estás bien? —preguntó Boyd detrás de ella.
Lottie saltó los últimos dos escalones, hizo un gesto negativo con
la cabeza y salió por la puerta principal. Fuera, se bajó la capucha
del traje y tomó una bocanada de aire fresco. La lluvia había
aminorado hasta convertirse en una ligera llovizna.
Una multitud se había reunido junto a la tapia; entre ellos, Lottie
divisó a Cynthia Rhodes, una periodista de sucesos de la televisión
nacional.
—Lo que me faltaba —graznó Lottie.
—¿Quieres que le diga algo? —preguntó Boyd.
—No pasa nada. Le diré que no tengo comentarios.
—Tal vez deberías ser amable y hacer un llamamiento a los
posibles testigos.
Lottie lo ignoró. Al pasar el cordón interior, se quitó el traje
protector, lo metió dentro de una bolsa de papel marrón que le
tendía un forense y fue hacia la tapia. La sensación de incomodidad
que siempre le producía Cynthia le tensaba los hombros. La
periodista tenía la habilidad de conseguir que dijera lo que no debía,
así que, en silencio, se advirtió a sí misma que tenía que componer
las frases enteras en su cabeza antes de hablar.
—¿Inspectora Parker? —gritó Cynthia, antes de ponerle un
micrófono mojado bajo la nariz—. ¿Puede decirnos qué pasa aquí?
Lottie vio que la cámara se giraba hacia ella y se irguió. Tenía
que aparentar tener la situación bajo control mientras su cabeza
zumbaba en todas direcciones.
—Gracias por venir con este tiempo terrible. Se han encontrado
dos cuerpos en circunstancias sospechosas dentro de la casa que
hay a mi espalda. Me gustaría pedir al público que si tiene alguna
información relacionada con este crimen se ponga en contacto con
nuestra línea de asistencia o llamen a la comisaría de Ragmullin.
Toda información se tratará con la máxima confidencialidad.
Incluso mientras las pronunciaba, Lottie no se creía sus propias
palabras. Era imposible mantener nada confidencial en Ragmullin.
—¿Puede decirnos algo sobre las víctimas? ¿Quiénes son? —
insistió Cynthia.
—Como he dicho, agradezco la ayuda del público con este
asunto. Si alguien está al corriente de alguna actividad inapropiada
en la zona durante las últimas dos semanas, debe ponerse en
contacto con nosotros.
—¿Cree que una de ellas podría ser la hija del concejal Whyte?
Se ha denunciado su desaparición. He leído una alerta antes de
llegar aquí. —Los húmedos rizos negros de Cynthia se le pegaban a
la frente, y sus gafas de montura negra estaban empañadas.
Lottie contuvo el deseo de golpear a la periodista. Cynthia
siempre se encontraba un paso por delante de ella. Tal vez era
culpa suya por dejar que Kirby hubiera publicado en las redes
sociales el llamamiento que pedía información sobre las chicas
desaparecidas.
—Este no es momento de hacer especulaciones, señorita
Rhodes. —Se obligó a que sus palabras sonaran estables—. Piense
en las familias que aún deben ser informadas. Gracias.
Alcanzó a Boyd en el coche.
—Salgamos de aquí antes de que le quite la tontería a golpes.
—Solo hace su trabajo. —Los neumáticos patinaron sobre la
carretera grasienta mientras conducía hacia la calle principal.
—Sientes debilidad por ella, ¿verdad? —le espetó Lottie.
—Ese comentario ni siquiera se merece una respuesta.
La inspectora miró las tiendas a través de la ventanilla salpicada
de lluvia. Boyd aceleró calle arriba y, dos minutos después, aparcó
en la parte trasera de la comisaría. Lottie salió del coche antes que
él y entró a paso ligero.
Kirby estaba encorvado sobre el teclado del ordenador.
—Podrías haber esperado para hacer el llamamiento en las
redes sociales. —Mierda, ¿por qué había dicho eso?
Kirby parecía hecho polvo.
—¿Cómo? Tú me ordenaste que lo hiciera. ¿Cómo iba a saber
que ya estaban muertas?
—Lo siento. Es una situación incómoda. No pretendía pagarla
contigo.
Una vez estuvo en su despacho, colgó la chaqueta mojada y se
sentó al escritorio mientras meditaba sobre el problema de Kirby.
Tenía que hacerlo partícipe en el caso, pero necesitaba que se
centrara. Con Maria Lynch de baja por maternidad y nadie para
reemplazarla, los recursos de Lottie eran limitados. Y ahora tenía
dos asesinatos que investigar.
Alzó la vista cuando Boyd se estaba quitando la chaqueta antes
de sentarse al escritorio. Había una historia de relaciones
esporádicas entre ellos, y el sargento le había pedido un
compromiso que ella no podía darle. Su madre pensaba que debería
hacerlo, pero Rose era una anticuada y no veía cómo Lottie podía
acostarse con Boyd de vez en cuando sin un acuerdo formal. Ah,
bueno, Rose tendría que esperar sentada si pensaba que llevaría a
su hija al altar en un futuro próximo. Y, de todos modos, ¡Lottie ni
siquiera era su hija biológica! Eso llevó sus pensamientos a Leo
Belfield. No podía marcharse ahora por un asunto que era
estrictamente privado.
Su ordenador sonó con la notificación de un e-mail que contenía
las fotos de la escena del crimen. Algo por lo que empezar. Se puso
en marcha y se levantó de un salto.
—A la sala del caso. Vamos a darle caña a esta investigación.
Y entonces se acordó de que todavía tenía que hablar con los
padres de las víctimas.
Capítulo 18

Tony estaba ignorando a Conor y se mantenía lejos de él. Conor


no quería que eso le afectase, pero lo hacía.
—¿A qué viene esa cara tan larga? —le preguntó.
Tony se detuvo y se dio la vuelta.
—A ti, a eso viene. Conseguiste este trabajo porque yo te
recomendé, y tú me lo pagas intentando estrangularme. —Se pasó
la mano enfundada en un guante sucio por el cuello y dejó unas
manchas de barro.
—Solo te tomaba el pelo, eso es todo. No seas tan capullo. Ya
tengo bastante de esa mierda en casa como para no tener con
quien hablar aquí. Venga. ¿Una pinta después del curro? ¿Qué me
dices? —Conor le pasó el brazo por los hombros, pero este se
apartó.
Observó la expresión cambiante en el rostro de Tony mientras
luchaba consigo mismo para mantenerse firme y decir que no. Pero
Conor conocía bien a Tony; al final, cedería. Con suerte, también
conseguiría que pagara las dos pintas.
—Vale. La primera ronda la pagas tú —concedió Tony.
Tenía que pensar un plan. Al menos, Tony hablaba. Ya era algo.
—¿Dónde tenemos que trabajar a continuación? Espero que no
sea en el túnel. Ese sitio me recuerda a la cárcel.
Tony se rio y Conor lo siguió mientras se dirigían hacia el
capataz para que les diera la orden del día. La primera fase de su
plan había funcionado.

La sala del caso olía a sudor y a comida frita para llevar. Lottie
husmeó el aire; pese al olor, era mucho más fresco que el de la casa
abandonada en Petit Lane donde dos mujeres jóvenes habían
encontrado su muerte. Caminó hasta la primera pizarra y clavó las
fotografías impresas que le habían enviado.
—¿No tendríamos que avisar al familiar más cercano? —sugirió
Boyd—. Necesitamos una identificación formal.
—Primero repasemos todo esto rápidamente. —Sabía que
posponía lo inevitable, pero no quería enfrentarse a los padres
todavía. Tal vez McMahon haría el trabajo, ya que se llevaba tan
bien con el concejal.
—Creo que las víctimas son Amy Whyte y Penny Brogan. Solo
se ha denunciado la desaparición de Amy, pero nadie ha tenido
contacto con a Penny desde hace unos días. He visto fotos de
ambas mujeres y estoy segura de que son las fallecidas. De
momento, sabemos que fueron vistas por última vez el sábado por
la noche en la discoteca Jomo. A juzgar por la ropa que llevaban, es
probable que fueran secuestradas poco después de salir de la
discoteca. Necesitamos las cintas de las cámaras de seguridad de
Jomo, Kirby, e intenta conseguir una lista de los asistentes.
—He estado en la discoteca alguna vez —comentó Kirby. Lottie
se fijó en que se ponía colorado—. Con Gilly. —El detective tragó
saliva.
—Continúa —lo animó Lottie—. ¿Recuerdas algo que nos sea
de ayuda?
—Fue hace más de seis meses. Si la memoria no me falla, la
mayoría de la clientela era mucho más joven que yo. De dieciséis
para arriba. Música fuerte y mucho alcohol, y estoy seguro de que
un montón de drogas, pero nada que me pareciera siniestro.
El garda Tom Thornton levantó la mano.
—Las noches del viernes y el sábado son las de más trabajo en
la ciudad. Las típicas peleas a las dos o tres de la madrugada
cuando las discotecas comienzan a vaciarse y la gente sale a la
calle. Principalmente borrachos y alborotadores. Con tanta gente
alrededor, no veo cómo las chicas fueron secuestradas sin que
nadie lo viera.
—He hablado con uno de sus amigos, Ducky Reilly —comentó
Lottie—. Dice que Amy se marchó primero y Penny una media hora
después, antes de que la discoteca cerrara. —Con un escalofrío,
recordó que sus hijas también habían estado allí el sábado por la
noche—. Pero ambas víctimas acabaron asesinadas en el mismo
lugar. Kirby, haz una ronda por las calles alrededor de la discoteca y
consigue cintas de las cámaras de seguridad.
—Pero no tenemos pruebas de que se las llevaran el sábado por
la noche —repuso Boyd.
—Cierto, pero hay que empezar por alguna parte.
—Si estás haciendo esa suposición en base a su ropa, es
posible que fueran a una fiesta en alguna parte.
—Es posible que hicieran muchas cosas, pero el instinto me dice
que la noche del sábado y la madrugada del domingo son nuestra
mejor apuesta, y…
Un gruñido afilado al fondo de la sala hizo que las palabras se le
atascaran en la garganta. Mierda, no había visto entrar a McMahon.
—Tu instinto no siempre acierta, ¿verdad? —El comisario en
funciones avanzó hacia ella mientras se abrochaba la chaqueta
sobre la camisa blanca planchada con pulcritud. Se apartó el
flequillo de los ojos y se volvió para mirar la sala.
Lottie sintió que se le erizaba la piel y apretó los puños con tanta
fuerza que se clavó las uñas en las palmas de las manos.
—¿Señor? Soy la oficial de rango superior de este caso y lo
pondré al tanto cuando acabemos la reunión.
McMahon no se volvió para mirarla, pero Lottie sintió su rechazo
cuando el hombre ensanchó los hombros y enderezó la espalda.
—El concejal Richard Whyte es un miembro muy importante de
esta comunidad. —Atravesó la sala con su fuerte acento de Dublín
—. Quiero que dediquéis todas las horas posibles a descubrir quién
ha matado a su hija. El pobre hombre está destrozado y…
—¿Cómo? —Lottie le tiró de la manga y le obligó a que se diera
la vuelta—. ¿Ya lo ha informado? —En realidad, se alegró de no
tener que hacer ese trabajo.
—Tienes que darte prisa, inspectora Parker. Probablemente,
Amy Whyte fue asesinada el sábado por la noche o la madrugada
del domingo. Estás perdiendo un tiempo precioso. A estas alturas, el
asesino ya podría estar en España.
—No es culpa mía. Su padre denunció su desaparición ayer.
—Denos tiempo de mear primero.
La voz que salió de entre las tropas reunidas hizo que Lottie
pusiera los ojos en blanco. Por muy molesta que estuviera con la
intrusión de McMahon, tenía que seguirle la corriente. Su trabajo
dependía de ello.
—¿Quién ha dicho eso? —McMahon golpeó el escritorio con la
mano. Se volvió otra vez hacia Lottie—. Mantén a tu equipo bajo
control. No toleraré insubordinaciones.
—Yo tampoco —aseguró Lottie—. Soy consciente de la
importancia del señor Whyte para la comunidad, pero no olvidemos
que otra mujer joven también ha perdido la vida. Tenemos que
considerar todos los ángulos, medios, motivos y oportunidades para
atrapar al asesino.
McMahon gruñó.
—A mí me huele a un yonqui cualquiera. Quiero que esta
investigación esté en marcha en los próximos diez minutos, y que el
crimen esté resuelto esta tarde. —Se volvió para mirar las fotos en
la pizarra—. Hay una casa llena de pruebas ahí mismo. Encuentra al
culpable.
Dicho esto, se dio la vuelta con sus zapatos puntiagudos de
cuero brillante y salió de la sala.
—Capullo —gruñó Boyd.
—Imbécil —murmuró Kirby.
—Cabrón —refunfuñó Lottie.
Kirby se puso en pie.
—Iré de puerta en puerta y recogeré todas las cintas de las
cámaras de seguridad que pueda. También comprobaré nuestras
cámaras de tráfico.
—Yo interrogaré a la señora Loughlin otra vez —intervino el
garda Thornton mientras cogía la gorra de encima del escritorio y se
la ponía.
Lottie levantó una mano.
—Esperad un momento. Tenemos que hablar del caso de forma
detallada. Si nos tiramos de cabeza, puede que se nos pase algo
por alto que nos ahorraría mucho tiempo.
Kirby tomó asiento y Thornton se quitó la gorra. Boyd organizó
las hojas de la delgada carpeta que tenía sobre las rodillas.
—Vale. Tenemos una vivienda abandonada en medio de una
hilera de casas adosadas en Petit Lane, todas en ruinas excepto la
de la señora Loughlin. Cuando tengamos las cintas de las cámaras
de seguridad de la discoteca, podremos determinar el momento
exacto en que las chicas salieron del local.
—Quizá cruzaron el aparcamiento para tomar el atajo bajo el
paso subterráneo —sugirió Boyd—. Tenemos que ponernos en
contacto con el ayuntamiento para ver si tienen algo en sus
sistemas de vigilancia.
—Buena idea —dijo Lottie—. Cuando hayamos establecido sus
últimos movimientos, tal vez tengamos suerte y veamos al asesino
en las cámaras.
—¿Sabemos si alguna de las víctimas tenía coche? —intervino
Thornton.
—Compruébalo. Si condujeron hasta el club, a lo mejor el coche
sigue en el aparcamiento.
—Penny tenía un piso cerca, así que también habrá que
registrarlo —dijo Boyd.
—Habrá sido difícil someter a dos mujeres a la vez —reflexionó
Kirby.
—Por lo que sabemos, no se marcharon al mismo tiempo. —
Lottie tiró de un hilo descosido del borde de una manga y añadió—:
Es posible que cogiera a una, la redujera o asesinara, y regresara a
por la segunda.
—O la segunda chica fue solo un asesinato oportunista —sugirió
Boyd.
—O la chica vio al asesino y este quiso librarse de la amenaza.
—Pero ¿por qué? —dijo Kirby, con los ojos llenos de pena
contenida—. Nada de esto tiene sentido.
—Si establecemos un móvil, sabremos por qué. Puede que haya
alguna pista en los teléfonos.
—¿Tenemos algún rastro de los móviles? —preguntó Kirby.
—Ambos teléfonos estaban cerca de los cuerpos. McGlynn no
quiere dármelos hasta que Jane haya llevado a cabo el examen
preliminar del escenario y los cuerpos. —Suspiró. Esperaba que no
retrasaran a la patóloga forense en el Tribunal Superior—. Pero no
había bolsos u objetos personales aparte de los móviles, así que es
imperativo revisar los jardines y los contenedores.
—Hay tres contenedores grandes de reciclaje en el
aparcamiento —intervino Boyd—. Haré que los revisen también.
—Y luego están estas —Lottie puso en la pizarra una foto
ampliada de las monedas.
—¿Qué son? —Kirby se levantó y se acercó—. No es dinero.
—No. Pero se parecen a las monedas de un euro, aunque más
delgadas. No tienen decoración ni gravados. Necesitamos descubrir
qué son y si son relevantes.
—Puede que se hayan caído del bolso de una de las víctimas —
sugirió Kirby—. Tal vez mientras peleaba.
—¿Qué hay del arma? —preguntó Thornton.
—No estaba en el escenario del crimen. Si el asesino se deshizo
de ella por la zona, quiero que la encontréis.
—Estamos muy cortos de personal en lo que a detectives se
refiere —repuso Boyd.
—Hablaré con el comisario. Quiero que reviséis a fondo los
antecedentes de todas las personas relacionadas con las víctimas.
Familiares, amigos, colegas… cualquiera que se haya cruzado con
ellas alguna vez. Y comprobad los historiales de navegación de las
chicas. No vamos a cagarla como en otros casos por dejar alguna
piedra sin mover. ¿Entendido?
—Entendido —respondieron al unísono.
Lottie se debatió mentalmente un momento y añadió:
—Puede que esto no tenga nada que ver con los asesinatos,
pero es importante que lo tengáis presente. Amy Whyte fue una de
las dos testigos clave en un robo a mano armada hace más de diez
años. Entraron en la casa del dueño de un bar, Bill Thompson, le
robaron los ingresos del pub y le dieron una paliza. Un hombre de la
ciudad, Conor Dowling, fue condenado a diez años por robo y
lesiones físicas graves. Ahora ha salido de prisión. El señor
Thompson murió hace tiempo. Solo lo menciono para que lo tengáis
presente. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, pero ¿qué hay de…?
—Concentraos en estos dos asesinatos, Boyd. Los medios ya
están preparando un follón importante y, por una vez, no quiero
tener que aguantarlo mucho tiempo.
—Entendido —afirmó Boyd.
Lottie pensó que parecía un poco dudoso, pero no tenía tiempo
de consolarlo.
—¿Algo más antes de que os pongáis en marcha?
—¿Quién va a hablar con los padres de Penny Brogan? —Era
Boyd otra vez.
Lottie se sentó en la silla más cercana, cerró los ojos y se frotó
las sienes con los pulgares.
—Supongo que esos tendremos que ser tú y yo.
Su teléfono vibró con un mensaje.
Leo Belfield. Otra vez.
Mierda.
Capítulo 19

Después de darle las duras noticias al padre de Penny Brogan,


que las recibió con un silencio estupefacto, y de enviar a un agente
de enlace familiar para que acompañara a su esposa a casa, Lottie
lo organizó todo para que la pareja fuera a hacer una identificación
formal cuando el cuerpo de Penny estuviera en condiciones de ser
visto. Luego, regresó con Boyd a la escena del crimen en Petit Lane.
—Deberíamos tener una charla con la señora Loughlin, la mujer
que nos avisó. Es la única que vive cerca —sugirió Lottie—. Tal vez
le refresquemos la memoria.
En el aparcamiento, Boyd apagó el motor. Se había colocado un
tercer cordón alrededor de la escena del crimen, el cual garantizaba
que los periodistas estuvieran otros diez metros más lejos de la
triste hilera de casas.
Cuando estaba a punto de salir del coche, Lottie sintió la mano
de Boyd en su brazo.
—¿Qué?
—¿Estás bien?
—Por supuesto que sí. —Pero, en realidad, no era cierto. Ver los
dos cuerpos la había agitado, y lo que más la molestaba era que no
sabía exactamente por qué. Tal vez se debía a que sus hijas habían
ido a la misma discoteca el sábado por la noche. Y, luego, estaba
Leo Belfield. Ansiaba hablar con él.
—No pareces estar bien. Lottie, a veces te conozco mejor de lo
que te conoces a ti misma. Si algo va mal, por favor, cuéntamelo. —
Levantó la mano y le mostró la palma en señal de sumisión—. Y no
digas que soy peor que tu madre.
—Seguro que ha sido ella la que te ha enviado a preguntar.
—No, no es así. Estoy preocupado. Quiero que hables conmigo
si sientes que lo necesitas. ¿Vale?
Lottie se secó las lágrimas que brotaban en las comisuras de sus
ojos. «Debe de ser la menopausia», pensó.
—Podría ser —coincidió él.
Ella se rio.
—¿Lo he dicho en voz alta?
—Sí. —Boyd le cogió la mano con fuerza—. Necesitas relajarte
un poco. No soltaste el teléfono ni un momento cuando estuve en tu
casa anoche. ¿Qué tal si hoy cenamos fuera? ¿En el indio? Te
gusta ese restaurante. Invito yo.
Lottie sintió que el estómago le daba un vuelco. Hizo una mueca
al pensar en la comida.
—Boyd, todavía tenemos a dos mujeres ahí dentro. Lo último en
lo que pienso es en comer.
El sargento se apartó y sacó las llaves del contacto.
—Estás congelándote otra vez, Lottie. Durante unas semanas,
pensé que te calentabas, pero me equivocaba. No puedo seguir así.
Tienes que madurar y pasar página.
—¿Qué diablos quieres decir? —Fingió indignación para
disimular que se sentía herida.
—Pensé que la casa nueva tal vez te había liberado un poco de
tu tristeza y pena. Hazme caso, te lo digo como amigo: tienes que
dejar atrás el fantasma de Adam y vivir tu propia vida.
Abrió la puerta y salió del coche.
—Lo que tú digas —respondió Lottie, y lo siguió hasta la puerta
de la señora Loughlin, que se abrió de inmediato.
La sonrisa en la cara de la mujer se desvaneció y un surco se
marcó en las arrugas de su frente.
—Oh, pensaba que era ese garda tan amable, el joven Thornton.
—¿Podemos entrar, por favor? —Lottie le mostró la placa y
sonrió. Tom Thornton debía de ser al menos diez años mayor que
ella.
—Adelante. Disculpen el olor. Son las humedades, ya saben.
Pero, aun así, no pienso vender a ese constructor con cara de
listillo, me da igual cuántas ofertas me meta ese hombre en el
buzón.
—¿A quién se refiere? —preguntó Boyd mientras se acercaba
una silla y se sentaba.
—Pueden sentarse, si quieren —dijo la señora Loughlin con
mala cara.
Boyd tuvo la elegancia de sonrojarse.
—Gracias. —Lottie sonrió. La cocina era pequeña y cálida, pero
había el mismo olor a humedad que en la casa donde habían
encontrado los cadáveres.
La señora Loughlin abrió la puerta de la pequeña estufa y metió
dos briquetas; luego, puso una tetera sobre el hornillo.
—A ese Gill, con sus trajes relucientes. Tengo sus cartas por
alguna parte. —La anciana cogió un montón de sobres del centro de
la mesa.
—No, está bien —dijo Lottie mientras trataba de esconder una
sonrisita—. Sé a quién se refiere. Tenemos que hablar de lo que ha
pasado en el número tres.
La señora Loughlin se sentó en la mesa y sacudió las migas del
hule blanco y verde.
—Un asunto terrible. Esas pobres muchachas. No sé qué está
pasando en esta ciudad.
—Quería hacerle algunas preguntas.
—Adelante. —La mujer se puso en pie y abrió la alacena.
—No hace falta que haga té, gracias. —Cuando la mujer tomó
asiento, Lottie comenzó—: He leído el informe del garda Thornton
sobre su visita a la comisaría esta mañana. Me preguntaba si
recuerda más detalles.
—¿Cree que esos dos muchachos han tenido algo que ver con
los asesinatos?
Lottie suspiró.
—La causa de la muerte no podrá hacerse pública hasta que la
patóloga forense lleve a cabo el examen post mortem, así que
preferiría si, por el momento, pudiera referirse a ellos como muertes
sospechosas.
—Por mucho que lo adorne con palabras sofisticadas, dos chicas
han muerto, jovencita.
Lottie sintió que un rubor le subía por las mejillas. La señora
Loughlin tenía un don para hacerla sentir como si estuviera otra vez
en la escuela y la culparan de algo que no había hecho.
—Lo entiendo, pero vamos contra reloj para descubrir lo que ha
pasado. Usted le dijo al garda Thornton que había oído mucho ruido
procedente de la casa. ¿Podría ser más específica?
—¿Por qué no se lo pregunta a esos dos yonquis que encontró
inconscientes en el recibidor? Por cierto, ¿se encuentran bien?
—Están en el hospital en observación. En cuanto nos den el
visto bueno, los interrogaremos.
—Drogas. El verdugo de la vida de los jóvenes hoy en día. La
conscripción es lo único que puede planchar las arrugas de sus
jóvenes vidas. Considero que los responsables son los padres.
Lottie recordó con vergüenza cómo habían pillado a Katie
fumando maría una vez y ella misma no había hecho nada al
respecto. Había hecho la vista gorda. No podía discutir con la
señora Loughlin sobre eso.
—En fin —añadió la anciana mientras cruzaba los brazos—.
Tengo la costumbre de irme por las ramas, así que háganme volver
si ven que lo hago.
—De acuerdo. —Lottie sintió pena por la señora Loughlin, que
viviría el resto de su vida sola en una casa llena de humedades,
pero, al mismo tiempo, admiraba la tenacidad de la mujer para
plantar cara a Cyril Gill.
—Es siempre lo mismo. El ruido, las drogas. Especialmente los
fines de semana. Los jóvenes salen de esa discoteca y vienen hasta
el paso subterráneo para besarse y chutarse. ¿Se dice así?
—Algo así —respondió Boyd, que daba golpecitos a su libreta
con el boli.
Lottie le golpeó el tobillo bajo la mesa. Comenzaba a pensar que
interrogaba a su propia madre. La señora Loughlin hablaba el
mismo idioma.
—Anoche oí un escándalo terrible, sobre las dos y media, o tal
vez las tres, no estoy segura. El lunes por la noche, ¿quién lo habría
pensado? Miré por la ventana y vi a dos muchachos que se
tambaleaban hacia la puerta del número tres. Entraron sin más,
como si nada. Iba a levantarme y a seguirlos, pero llovía. Estaba
furiosa porque me habían despertado. No sé cuándo fue la última
vez que dormí toda la noche del tirón.
—¿Y vio a alguien más por allí cerca?
—No, solo a esos dos con las capuchas puestas. Bajé a
calentarme una taza de leche para intentar dormirme otra vez. Me
senté en el sillón de la sala y miré por la rendija de la cortina.
Entonces vi que uno se marchaba. Pero ahora sé que era alguien
más.
—¿Puede darme una descripción de esa persona?
—Fuera quien fuera, era más alto y más ancho que los otros dos
muchachos, ahora que lo pienso. No parecía un adolescente. No es
que le viera la cara, pero, a mi edad, me fijo en esas cosas.
Lottie tuvo sus dudas al respecto, ya que la señora Loughlin la
había llamado jovencita a ella y joven al garda Thornton.
—Para simplificarlo, supondremos que era un hombre. ¿Qué
más recuerda?
—Se había subido el cuello de la chaqueta para taparse la cara y
llevaba la cabeza cubierta.
—¿Con un gorro? —sugirió Boyd.
—Sí. Lo llevaba muy calado, sobre la cara. No pude verlo bien,
pero caminaba deprisa y se marchó por el aparcamiento.
—Perfecto, eso es excelente, señora Loughlin. Podremos
conseguir grabaciones de seguridad de eso —dijo Lottie.
—Lo dudo.
—¿Por qué lo dice?
—La mayoría de las cámaras están rotas. Me he hartado de ir al
ayuntamiento para pedir que las arreglen, pero es como si hablara
con esa pared de ahí. —Señaló un lugar sobre el hombro de Lottie y
sacudió la cabeza con cansancio—. Sea como sea, se fue corriendo
por la derecha, hacia los contenedores de reciclaje. Tal vez su coche
estuviera aparcado allí, no lo sé, pero eso fue lo último que vi.
—¿Vio a dos mujeres jóvenes entrar en el número tres el sábado
por la noche?
—Se lo habría dicho si así fuera.
—¿Alguien más que actuara de manera sospechosa durante el
fin de semana?
—Oí el escándalo habitual de la discoteca, pero nada que no
escuche cada fin de semana.
Un silbido cortó el aire y la señora Loughlin se levantó para quitar
la tetera del fogón.
—¿Seguro que no quieren un té?
—No, gracias. —Lottie se levantó y le tendió su tarjeta—.
Llámeme si recuerda algo más sobre anoche, o sobre cualquier otra
noche, en especial el fin de semana pasado.
—¿Cree que es posible que alguien esté vigilando la casa?
—Es posible.
—¿Estoy en peligro? —Los ojos de la señora Loughlin eran
penetrantes.
—No, en absoluto —le aseguró Lottie—. Agentes de policía
vigilarán la zona durante los próximos días o, al menos, hasta que
terminemos de examinar y revisarla. —La humedad se le pegaba a
la garganta, y se preguntó cómo sobrevivía la mujer en ese
ambiente.
—Los acompañaré a la puerta.
—Muchas gracias por su ayuda —dijo Boyd, y le dio la mano a la
señora Loughlin.
—Es usted un buen chico. Muy educado.
Lottie captó el guiño de Boyd cuando pasó junto a ella.

No consiguieron nada de Freddie Nealon o Brian McGrath en el


hospital. Lo último que los muchachos recordaban era oír un ruido
en el piso de arriba de la casa vieja, y luego habían perdido el
conocimiento.
Lottie se sentó en su escritorio con Boyd delante, que se puso a
ordenar el espacio de trabajo. Lottie alargó las manos hacia él.
—Basta.
—¿Qué? —preguntó el detective.
Lottie se levantó y se paseó por el pequeño recinto.
—Si las chicas fueron asesinadas el sábado por la noche, ¿quién
estaba anoche en la casa?
—Los dos chicos.
—Sí, eso ya lo sé. Pero según Jim McGlynn, las chicas fueron
asesinadas donde encontramos sus cuerpos, y llevaban muertas al
menos dos días. Así que ya estaban muertas cuando Freddie y
Brian entraron en la casa anoche. Los muchachos fueron atacados
por alguien que vino del piso de arriba. Así que ¿quién fue?
—¿El asesino? Tal vez volvió a buscar algo que se le había
caído.
—O a dejar algo. ¿Las monedas?
—Tenemos que saber la hora exacta de la muerte y después
tratar de establecer una línea temporal.
—Primero necesitamos las cintas de las cámaras de vigilancia
de la discoteca y todas las grabaciones que podamos conseguir. —
La inspectora se puso las manos en las caderas—. Siento que no
hago más que repetirme y que no vamos a ninguna parte.
—Hablaré con Kirby, quizá haya encontrado algo.
Cuando Boyd salió del despacho, Lottie se dejó caer en la silla.
Si Freddie y Brian no se hubieran colado en la casa en ruinas,
¿cuánto tiempo habrían estado allí los cuerpos sin que los
descubrieran? ¿Y quién era la persona misteriosa a la que los dos
muchachos habían interrumpido?
Capítulo 20

A Lottie le sentaba como un grano en el culo tener que hacer todo


el trayecto hasta Tullamore para los exámenes post mortem, pero
sabía que era más práctico que navegar por el centro de Dublín.
Se quitó la chaqueta mojada, se puso el traje protector y siguió a
la patóloga forense hasta la morgue.
—Todavía no he empezado —aclaró Jane mientras reunía varias
herramientas para cortar, rebanar y grabar. Su asistente se afanaba
en alinear instrumentos sobre una bandeja de acero.
—Me lo imaginaba, pero necesito algo que me sirva de guía en
la investigación. —Lottie se puso un poco de VapoRub bajo la nariz
y se colocó las cintas de la mascarilla detrás de las orejas.
—Bueno, veamos si puedo ayudar, aunque no puedo decirte
nada de manera oficial hasta que haya completado el examen.
Los cuerpos de las jóvenes yacían uno junto al otro en sendas
mesas. Jane las rodeó.
—¿Sabes quiénes son?
—Esta es Amy Whyte. —Lottie señaló a la primera—. Y esa es
Penny Brogan.
—¿Edades?
Lottie exhaló ruidosamente. Las dos chicas le recordaban mucho
a sus propias hijas.
—Veinticinco.
Jane se volvió hacia el primer cuerpo.
—Ambas parecen normales y sanas para su edad. Amy ha
sufrido una herida más profunda. Todo estará más claro cuando la
haya examinado por completo. De manera extraoficial, estimo que la
cogieron por detrás y le clavaron un cuchillo en la garganta.
Lottie sabía que la patóloga estaba siendo prudente. No era
propio de ella dar información no cotejada.
—Eso confirma lo que pensaba. No me parecía un corte.
—Es una puñalada profunda. La vía respiratoria quedó segada
de inmediato. Hay algunos cortes superficiales alrededor que
sugieren que trató de defenderse. Si había consumido mucho
alcohol, eso entorpecería su respuesta. —Se volvió hacia Lottie—.
La cantidad de sangre en la escena del crimen sugiere que la arteria
fue cortada, lo que la mató en cuestión de segundos.
Lottie pensó que era un pequeño consuelo.
—¿Puedes determinar el tipo de arma que se utilizó?
—De momento no, pero fue algo con un borde afilado. Si le
clavaron el arma lo bastante profundo como para producir una
abrasión con un patrón determinado, tal vez entonces… —Jane
pasó el dedo sobre la herida—. No puedo determinarlo con el
examen visual, pero creo que es posible.
—¿Fueron violadas?
Jane inclinó la cabeza hacia un lado y abrió mucho los ojos,
como queriendo decir: «¿Cómo voy a saberlo a estas alturas?».
—No parece que hayan tocado la ropa interior y no hay signos
visibles que sugieran que las agredieron sexualmente. Todavía
tengo que tomar muestras y hacer las autopsias.
—Jane, necesito algo. Lo que sea. Una pista que me guíe.
Los ojos de la patóloga la miraron con furia por encima de la
mascarilla.
—Me estás presionando demasiado. Necesito tiempo para hacer
mi trabajo en condiciones. Dame unas horas. Haré todo lo que esté
en mi mano para enviarte un informe preliminar hoy.
Lottie se mordió el labio y pensó en las consecuencias del
tiempo perdido y cómo el asesino les llevaba unos días de ventaja.
—¿Puedes examinar primero si hay ADN o huellas en los
cuerpos? Y, después, comprobar si fueron drogadas. Eso sería de
ayuda.
Jane sacudió la cabeza.
—Yo haré mi trabajo, y te recomiendo que tú hagas el tuyo.
Mierda. Ahora se había enemistado con la única aliada que
podía ayudarla. No había sacado nada de esa visita, solo había
perdido el tiempo y plantado la semilla de la discordia con la
patóloga forense. Y todavía tenía que contactar con Leo Belfield. Su
día iba de mal en peor.

Louise Gill mantuvo el móvil apagado y avanzó con el trabajo del


curso de forma considerable. Más tarde, hablaría con Amy. Habían
pasado unos cuantos meses desde la última vez que habían estado
en contacto, aunque ambas vivían en Ragmullin. Hubo una época
en que fueron mejores amigas, hacía mucho tiempo. Antes de que
Conor Dowling fuera a la cárcel.
En la cocina, se sirvió un vaso de agua y se apoyó contra el
antiguo fregadero. Su padre entró, y Louise guardó el teléfono.
Enjuagó el vaso bajo el agua del grifo y fue hacia la puerta. El
hombre la agarró del codo.
—¿A dónde vas?
—Papá, tengo trabajo que hacer. —Puso un pie en el umbral,
pero su padre no aflojó la mano.
—Ya sabes que él ha regresado a Ragmullin —dijo su padre.
Louise se detuvo. Sí, lo sabía. Él era la razón de que el miedo la
siguiera a cada paso que daba. Él era la razón por la que necesitaba
hablar con Amy. Él era la razón por la que su vida era una mierda
absoluta.
—Lo sé.
—Lo he contratado para vigilarlo de cerca, pero no puedo saber
lo que hace todo el tiempo. Ten cuidado.
—¿Por qué? —Se sintió un poco más valiente cuando la mano
de su padre la soltó—. Suponía que quien necesitaba tener cuidado
eras tú.
—Tú fuiste la que mintió.
Louise no se podía creer la sombra oscura que cubrió por un
momento los ojos color índigo de su padre.
—Yo no tenía ni quince años, era joven e influenciable. Así que
el responsable eres tú.
El hombre levantó la mano con tanta rapidez que Louise apenas
tuvo tiempo de agacharse. Su padre nunca le había pegado; ni una
vez en su vida había estado cerca de hacerlo. Lo amaba con todo
su corazón, pero, a veces, lo odiaba con todas sus fuerzas.
Como si se hubiera dado cuenta de lo que había estado a punto
de hacer, el hombre bajó la mano y dio un paso atrás.
—Lo siento, cariño. No sé qué me ha pasado.
Louise salió corriendo al recibidor de mármol, casi chocándose
con la réplica del David de Miguel Ángel, y estaba a mitad de la
escalera de caracol cuando le gritó:
—Te odio.
Cerró la puerta de su dormitorio. Oyó a su madre salir del estudio
y el suave ruido de sus pies descalzos sobre la alfombra peluda
color crema mientras entraba en su habitación y cerraba la puerta
con suavidad.
—Eso es, querida mamá. —Louise apoyó la cabeza contra la
bata que colgaba detrás de la puerta—. Entierra tu preciosa cara
llena de bótox en una botella, como siempre.

Las cortinas de terciopelo rojo parecían rezumar sangre y las


paredes estaban cubiertas de espinas. Leo Belfield levantó la
cabeza de la almohada y enseguida la dejó caer de nuevo. Abrió un
ojo a medias y miró. La habitación daba vueltas y más vueltas.
Alargó la mano para coger la botella de agua que había dejado
junto a la cama, pero sus dedos atravesaron el aire. No había
botella. De repente, recordó.
Se levantó tambaleándose y cayó al suelo, con las piernas
enredadas en la maraña de sábanas de algodón blanco. ¿Dónde
estaba? ¿Qué le había hecho esa mujer?
Recorrió la habitación dando tumbos, buscó en el armario, en el
baño, en el pasillo. Volvió a entrar y se apoyó contra la puerta.
Bernie Kelly había desaparecido.
Comprobó su cartera. Tenía las tarjetas, pero el dinero se había
esfumado.
Cogió su teléfono y llamó a Lottie Parker.
Capítulo 21

El trayecto de regreso hasta Ragmullin relajó un poco la mente de


Lottie. Había dejado de llover y un cielo rosado se iluminaba en el
horizonte mientras ella aceleraba por la autopista. Su teléfono vibró
y sintió la tentación de ignorarlo. El número que llamaba no estaba
guardado en la agenda del teléfono, pero, a esas alturas, ya se lo
sabía de memoria. Tocó la pantalla para contestar y se alegró de
haber puesto el manos libres.
—¿Lottie? ¿Eres tú?
—¿Quién crees que es, Leo? Siento haber faltado a nuestra cita
de hoy, pero el trabajo ha sido un poco frenético. —Puso el
intermitente y tomó el carril de salida de la autopista—. Estaré en el
despacho dentro de diez minutos, si quieres llamarme entonces.
—No, no. No cuelgues. Esto es serio.
Su voz sonaba agitada, y Lottie agarró el volante con fuerza
hasta que se le pusieron los nudillos blancos.
—¿Qué ha pasado?
—Se ha ido. Bernie. Ha desaparecido.
—¿Qué diablos? Leo, ¿qué has hecho?
—Escúchame. No tiene sentido que la tomes conmigo. Lo que
hice, lo hice por los dos. Pero ahora se ha ido.
—¿Dónde estás? Parece que estés borracho.
—Creo que me ha drogado. Tengo la cabeza hecha polvo. La
habitación me da vueltas…
—¿Dónde estás?
—En el Joyce.
—No te muevas. Estaré ahí lo antes posible.
Lottie colgó.
Llamó a Boyd.
Y pisó el acelerador a fondo.

—Ahora mismo no necesito esta mierda. Menudo desastre. —Lottie


atravesó el vestíbulo del hotel Joyce hecha una furia.
—Cálmate —le pidió Boyd—. No puedes hacer nada si pierdes
los papeles. Veamos qué tiene que decirnos el hombre antes de que
explotes.
Belfield estaba sentado en la barra con un vaso de lo que
parecía whisky frente a él. Se volvió mientras Lottie se acercaba.
Las ganas de darle una bofetada eran mayores que el miedo a lo
que estuviera planeando Bernie Kelly.
—¿Cómo has podido? —le espetó—. ¿Por qué diablos la dejaste
salir?
—Lo siento. Quería saber la verdad.
—¿Y pensabas que la conseguirías de una maldita asesina
mentirosa y confabuladora?
—Pensara lo que pensara, ahora sé que estaba equivocado.
Lottie se metió las manos en los bolsillos del pantalón. Estaban
más seguras ahí. Dios, necesitaba un Valium, o un Xanax. Una
muleta en la que descansar todas sus preocupaciones. Pero había
abandonado ese hábito. Casa nueva, vida nueva, Lottie nueva.
Sintió que la mano de Boyd en su codo la llevaba hacia el taburete
junto a su medio hermano.
—Cuéntanos exactamente qué ha ocurrido —le pidió Boyd.
Mientras se sentaba en el taburete, Lottie se fijó en que Leo
había envejecido desde la última vez que lo había visto. Ya no era
ese poli de rostro saludable del Departamento de Policía de Nueva
York. Ahora parecía un anciano que la miraba preocupado, con algo
como un dolor físico grabado en el rostro.
Bebió un trago de whisky y habló con la vista clavada en el vaso.
—Conseguí que la soltaran ayer. Tiene que volver esta tarde. No
hace falta que entre en detalles sobre cómo lo conseguí; ya sé que
la he cagado. Bernie fue tan encantadora y persuasiva que me
engañó. Reservé una habitación doble aquí, no soy tan estúpido
como para dejar que tuviera su propio espacio. Y entonces… he
despertado y había desaparecido.
—Pero me has escrito esta mañana para pedirme que nos
viéramos a la una en punto —repuso Lottie, incrédula.
—No he sido yo. Habrá usado mi teléfono. —Señaló el aparato
sobre la barra.
—Comprueba si ha enviado otros mensajes o hecho otras
llamadas. —Lottie sintió la urgencia en su pecho, como un dolor
agudo. Esto era serio. Una mujer encarcelada por enajenación
mental, con la sangre de Dios sabe cuántos en sus manos, estaba
libre. Mierda, mierda y mierda.
Leo sacudió la cabeza.
—Solo ese.
—¿Has hablado con el gerente? ¿Con el personal de recepción?
¿Alguien la ha visto marcharse?
—Lo he hecho, y no, nadie la ha visto.
—Boyd, pide que revisen las grabaciones de las cámaras de
vigilancia. —La voz de Lottie temblaba de terror.
—Pero no tenemos ni idea de cuándo se ha marchado —le
recordó Leo.
—Eso es cierto —convino Boyd—. A estas alturas, podría estar
en cualquier parte. ¿De qué nos sirve una imagen de su espalda
mientras sale por la puerta?
—Hay cámaras en la calle, comprueba esas. Las grabaciones de
las últimas doce horas —ordenó Lottie.
—No tengo ni idea de cuánto tiempo he estado inconsciente —
admitió Leo.
—Joder, esto va a ser un puto desastre. —Lottie descargó el
puño sobre la barra e hizo temblar el vaso—. Tengo a dos mujeres
jóvenes asesinadas en la morgue y una investigación a gran escala
que dirigir. No necesito esto.
Captó la mirada de Boyd, que sacudía la cabeza para indicarle
que se callara. Tenía razón. No ganaba nada al perder los papeles,
pero no tenía ni idea de cómo manejar esto.
—¿Qué vamos a hacer? —dijo.
—Qué va a hacer ella es una pregunta mejor —repuso Leo.
—Oh, cállate. Tenemos que encontrarla. No, borra eso. ¡Tú
tienes que encontrarla!

El hecho de que esa loca malvada estuviera suelta y libre para


campar a sus anchas por su ciudad era como un velo negro de
muerte sobre los hombros de Lottie. Envió a Leo en su busca y le
dijo que contactara con ella cada hora. Habían tomado la decisión
—correcta o no, no estaba segura— de mantener la huida de Bernie
en secreto. Por ahora. Tan pronto como ordenara sus pensamientos,
reflexionaría sobre ello. Llamó a Katie y le pidió que mantuviera las
puertas cerradas con llave. Le dijo lo mismo a Rose. Esperaba que
Chloe y Sean estuvieran a salvo en la escuela, y se puso un
recordatorio en el móvil para recogerlos a las cuatro.
—Kirby, por favor, dime que tienes buenas noticias. —Se dejó
caer en una silla en la sala del caso y miró al detective con atención.
—Los padres de las víctimas nos han dado sus ordenadores, y
McGlynn ha traído los móviles de las chicas. Los del equipo técnico
los están analizando ahora mismo. De momento, no hay nada que
sugiera que el asesino las hubiera escogido u acosado por internet.
—¿Y?
—¿Y qué?
—Dame algo, Kirby. Ha sido un día de mierda.
—¿Y eso también es culpa mía?
Lottie se levantó de un salto y se paseó por la sala; se detuvo
frente a las pizarras. Alguien había colgado fotos de las chicas junto
a las imágenes de sus cadáveres. Pasó un dedo por el rostro de
Amy primero y luego por el de Penny.
—Dos mujeres jóvenes, con toda la vida por delante, asesinadas
como animales en el matadero. ¿Por qué?
Apoyó la cabeza contra la pizarra, pensativa, tratando de disipar
la imagen de su medio hermana malvada fugitiva. Esperaba que
estuviera en alguna parte donde la encontraran con facilidad. Tal vez
debería enviar un equipo en su búsqueda. Pero este era el desastre
de Leo; que se encargara él. Hasta que todo se fuera a la mierda.
Apretó los puños y cerró los ojos con fuerza. Había cometido un
error, estaba segura, pero tenía dos asesinatos que resolver. Eran
su prioridad. Solo esperaba que su familia se mantuviera a salvo.
—Según McGlynn, las monedas estaban hechas a mano. Los
bordes parecen suaves, pero son ásperos al tacto. No hay nada
grabado, así que es imposible rastrearlas —comentó Kirby.
—¿Quién está organizando los interrogatorios? —Lottie se sentó
otra vez frente a él.
—Necesitamos más personal, jefa.
—Estoy en ello. —Hizo una nota mental para hablar con
McMahon.
—He hecho una lista. Penny estaba en el paro, pero hacía
manicuras y uñas de gel, sea lo que sea eso, en su apartamento.
Los forenses están allí ahora. Puede que tuviera una lista de
clientes.
—Dudo que su asesino llevara uñas de gel —comentó Lottie—,
pero iré hacia allí y echaré un vistazo. ¿Qué más?
—Hay que volver a interrogar a los compañeros de trabajo de
Amy. ¿Me encargo yo? —Kirby marcó uno de los puntos en su lista.
—Bien. Comprueba tus notas e incluye cualquier cosa que se te
pasara la última vez.
—Lo haré.
Lottie se fijó en que el detective la miraba.
—¿Qué?
—¿Las víctimas fueron violadas?
—No hay pruebas que lo sugieran.
—Es un pequeño consuelo en este mundo brutal en el que
vivimos.
La inspectora se levantó y le apretó el hombro.
—Sigue adelante, Kirby. Mantente ocupado, eso ayuda.
Lo dejó revisando una lista de gente a la que había que
interrogar y fue a averiguar dónde se había metido Boyd. Cualquier
cosa para no pensar en Leo Belfield y en lo que había hecho.
Capítulo 22

El apartamento de Penny Brogan estaba situado en un bloque de


pisos de tres plantas en la calle Columb, justo al lado del patio del
desguace de coches y enfrente del almacén de carbón. La calle
estaba negra de las marcas de neumáticos de los camiones que
entraban y salían. Lottie miró los montones de carbón y briquetas,
protegidas por un techo de plexiglás en bastante mal estado.
—Primer piso —indicó Boyd.
—Te sigo. —Entró al pequeño patio detrás de él.
La furgoneta de la policía estaba aparcada frente a la hilera de
apartamentos. Entraron por la puerta abierta. Los forenses estaban
empolvando y buscando huellas. A Lottie le habría ido bien estar
unos diez minutos a solas allí, pero ellos también tenían que hacer
su trabajo.
—Es como una caja de zapatos —dijo Boyd.
—Mira quién habla. Tu apartamento no es mucho más grande.
—Supongo que estaba contenta de tener su propio espacio,
aunque le sería difícil pagar el alquiler con la economía de hoy en
día, sobre todo si no tenía trabajo.
Lottie vio una pequeña mesa en una esquina de la habitación y
fue hasta un sofá que haría la función de cama. En la mesa se
encontraba todo el equipo necesario para llevar un pequeño negocio
ilegal de manicura. Una estantería de madera contenía cestas llenas
de pintaúñas y productos de limpieza.
—Debió de ser Penny quien le hizo las uñas a Amy. —Lottie
cogió una botellita no mayor que una caja de cerillas y la agitó. Los
diamantes falsos brillaron al moverse.
Abrió un cajón de la mesita de noche y sacó una agenda de
plástico negra.
—Puede que esto nos ayude —comentó.
—Nos dará aún más problemas —repuso Boyd—. Tendremos
que hacer un montón de interrogatorios más que, seguramente, no
aportarán nada interesante a la investigación.
—Siempre tan optimista —masculló Lottie mientras pasaba las
páginas con los dedos enguantados. No hubo nada que le llamara la
atención, así que guardó la agenda en una bolsa y miró a su
alrededor.
Una barra americana de un metro con dos taburetes altos
separaba la pequeña cocina de la habitación principal. En el
escurridor descansaban unas tazas boca abajo y algunos platos. El
fregadero estaba vacío. Lottie atravesó una puerta a su derecha. Un
pequeño baño. Las paredes y la puerta de la ducha estaban
embadurnados de crema bronceadora.
—Igual que el mío —dijo.
Boyd asomó la cabeza por encima de su hombro.
—El tuyo está un poco más limpio.
Lottie lo esquivó al pasar.
—¿Dónde guarda la ropa?
—Hay un armario por ahí. —Boyd señaló un set de puertas
dobles a la izquierda de una chimenea de gas.
Lottie las abrió y encontró perchas cargadas de ropa. Debajo
había una hilera de zapatos y dos pares de botas bajas. Buscó en
todos los bolsillos, pero no encontró nada.
—Aquí no hay nada. Tenemos que echar un vistazo a la casa de
Amy Whyte.
—Buena suerte esquivando al concejal —comentó Boyd
mientras revisaba una cesta de pintaúñas.
—¿No sabes que mi segundo nombre es «suerte»?
—Más bien «mala suerte». ¿Qué diantres es esto? —El sargento
sostenía una botella pequeña llena de un líquido blanco.
—Déjame ver. —Lottie cogió la botella y la agitó—. No parece un
producto para las uñas. —Lo abrió y olisqueó.
—Dios santo —exclamó Boyd—. Es como amoníaco.
—Entonces es quitaesmaltes.
Boyd cogió la botella, la tapó y la dejó de nuevo en la cesta.
—Los forenses pueden analizarlo.
Antes de marcharse, Lottie se fijó en una chaqueta colgada de la
parte de atrás de la puerta. Buscó en los bolsillos.
—Bingo. —Sostuvo en alto su hallazgo.
—¿Qué diablos…? —Boyd lo observó fijamente.
—Aquí habrá unos doscientos euros. —Lottie fue pasando los
billetes del fajo.
—¿Es posible que ganara tanto dinero con las manicuras?
—Depende de quién fueran sus clientas.
Boyd dio unos golpecitos sobre la agenda.
—Quizá esto sea más útil de lo que pensaba, después de todo.
—Intentamos atrapar a un asesino, Boyd, no de echarle la zarpa
encima a una manicura que evade impuestos. Perdona la broma.
—Qué graciosa eres.
Mientras su compañero se marchaba, Lottie se dio la vuelta para
mirar a los dos forenses. No encontrarían nada allí, a menos que el
asesino tuviera un fetiche de uñas. Por otro lado…
Suspiró y siguió a Boyd en dirección al coche.

Bernie Kelly se pegó a la pared de Grove’s Coal Suppliers. Solo


tenía ojos para la figura alta y encapuchada de Lottie Parker, que se
metía en el coche con el sargento. Necesitaba sentir su piel pecosa
bajo las manos mientras le aplastaba la garganta hasta arrancarle la
vida. Aquella mujer había puesto fin a su cruzada personal para
castigar a la familia que nunca la había reconocido. Tenía que
conseguir un cuchillo. Lo clavaría bien hondo en el cuerpo de Lottie.
Más hondo que la última vez. Y, en esta ocasión, sería mortal.
Una gota de agua le golpeó en la nuca. Se la sacudió. Las luces
azules del coche brillaron antes de que el vehículo girara a la
derecha y se alejara. Bernie salió de su esquina y lo siguió.
Lottie Parker podía esperar.
Era hora de divertirse un poco con su familia.
Capítulo 23

Sentado en un banco frente al juzgado, Conor Dowling fumaba el


cigarrillo que le había cogido a Tony. Desde su posición privilegiada
veía la actividad en el parking más allá de los edificios del
ayuntamiento.
Había polis, y muchos.
—¿Qué miras?
Conor dio un respingo al escuchar la voz. Cyril Gill se cernía
sobre él. La respuesta de Conor murió en su garganta. Todas las
palabras y frases que había preparado durante su tiempo en prisión
se evaporaron en el aire neblinoso como un revoltijo de letras; no
podía conectar nada, ni siquiera formar una palabra, menos aún una
frase completa. Dejó caer el cigarrillo y se movió para esquivar a su
jefe.
Gill lo cogió del brazo y lo atrajo hacia sí.
—Si se te ocurre mirar siquiera a mi hija, te despellejaré vivo.
¿Entendido?
Conor tragó saliva y hundió la barbilla en el pecho. Pensaba que
Gill no lo recordaría. Estúpido. Por supuesto que el hombre lo sabía
absolutamente todo sobre él. Tal vez lo había contratado a
propósito, para tenerlo vigilado. Eso tenía sentido.
Cuando levantó la vista, vio que estaba solo. El coche de Gill
aceleraba por la calle Gaol. ¿Cuánto había estado ahí plantado
como un idiota, mirando sus botas sucias? Demasiado. Miró el
cigarrillo a medio fumar en el fondo de un charco. No debería haber
empezado, pensó, porque ahora tendría que comprar un paquete.
Echó un último vistazo a los policías que rebuscaban por los
contenedores de reciclaje, respiró profundamente y fue hacia el
quiosco. Tal vez compraría dos paquetes.

Richard Whyte no tuvo ningún inconveniente en que revisaran la


habitación de Amy. Tenía los ojos secos y hablaba por teléfono con
el director de la funeraria.
—¿Cuándo me entregarán el cuerpo de mi hija?
—Tan pronto como lo diga la patóloga forense —confirmó Lottie
—. ¿Qué habitación es?
—En el piso de arriba, la tercera a la derecha. —Regresó a su
llamada telefónica.
Los Whyte vivían en una urbanización privada cerca de la
carretera de circunvalación. El murmullo del tráfico se colaba por los
cristales triples y la casa parecía temblar. El recibidor era espacioso,
con una escalera de caracol, pero la decoración era suave y
transmitía calma. Amy o su difunta madre debían de haber
contribuido, pensó Lottie, porque le parecía difícil de creer que
Richard Whyte tuviera algo de suavidad en su interior.
Los pies de la inspectora se hundieron en la alfombra peluda
color crema y se preguntó si debería haberse quitado las botas.
Ahora ya era tarde.
En el piso de arriba se encontró con un amplio pasillo y una
hilera de puertas blancas con picaportes de latón. Probó el primero.
—Ha dicho la tercera puerta —le indicó Boyd.
—Quiero echar un vistazo rápido a cómo vive la otra mitad. —
Lottie entró en un baño—. Es tan grande como el piso de Penny. Y
no hay ni una mancha de crema bronceadora por ninguna parte. —
Pasó un dedo enguantado por la cerámica blanca.
—Auténtico Armitage Shanks. —Richard estaba en la puerta, al
lado de Boyd.
—Oh, lo siento, señor Whyte. —Lottie se tropezó con los pies en
su prisa por salir del baño.
—No pasa nada. Tengo una asistenta que viene tres veces por
semana, pero debería verlo cuando Amy se arregla para salir. Diría
que hay camerinos más limpios en Broadway.
Lottie sonrió con timidez y pasó junto a él. En la habitación de
Amy se quedó sorprendida por el contraste con el baño.
—No deja que la asistenta entre. Es la única habitación que
parece una pocilga. Pero es el espacio de Amy, y valora mucho su
privacidad. Es lo menos que le puedo dar después de todo lo que ha
pasado.
Lottie se fijó en que todavía hablaba de su hija en presente, pero
no tuvo el coraje de corregirlo.
—¿A qué se refiere?
Richard se frotó las mejillas caídas.
—Todo ese asunto con Bill Thompson. Luego perdió a su pobre
madre por un cáncer. Y ahora… ahora mi Amy también se ha ido. —
El hombre se dobló dentro de su traje a medida y se derrumbó
contra Boyd.
Lottie le indicó a este que lo llevara al piso de abajo y comenzó
su búsqueda. Odiaba hurgar entre las pertenencias de las víctimas,
pero sabía que los muertos hablaban a través de las pruebas que
dejaban en sus cuerpos y en su hábitat. Este era uno de los últimos
lugares en los que Amy había estado. «Háblame de ella», rogó en
silencio.
La cama doble estaba cubierta por unas sencillas sábanas
blancas. Aquí y allá, Lottie vio manchas de crema bronceadora que
la lavadora no había hecho desaparecer. Tuvo que abrirse paso
entre las prendas tiradas por el suelo hasta llegar al tocador bajo la
enorme ventana. Unas persianas venecianas arrojaban un
inquietante patrón de líneas sobre la pared mientras la inspectora
metía un dedo entre dos listones y miraba fuera. Unos árboles
custodiaban el fondo del jardín, pero, más allá, veía el carril doble,
con el tráfico circulando en ambas direcciones a gran velocidad.
Se sentó en el pequeño taburete blanco y abrió los cajones. No
encontró nada relevante para su investigación y los cerró
rápidamente. Esta parte del trabajo la hacía sentir como una ladrona
de tumbas, pero alguien tenía que hacerlo.
Admiró la hilera de perfumes caros sobre el tocador, y pensó en
cómo les gustaría a sus chicas poseer, aunque fuera, uno. Todo el
maquillaje era de la marca Mac, pero los pinceles estaban sucios y
gastados. El espejo estaba rodeado de luces, con una fotografía
enganchada bajo cada bombilla. Miró las imágenes con los ojos
entrecerrados y pensó que la mayoría de gente ya no revelaba las
fotos. Estaban todas guardadas en los teléfonos y en la nube,
disponibles al alcance del dedo. Descolgó la foto de una mujer de
unos cuarenta años. La madre de Amy, supuso. Luego, se fijó en
que todas las fotografías eran de la misma persona. Definitivamente,
la madre.
Tras levantar cada foto, se fijó en que una de ellas tenía un
pequeño sobre pegado en la parte de atrás. Cogió la foto y el sobre
y los dejó sobre la mesa. Con cuidado, despegó la cinta adhesiva y
lo miró. Solo tenía el nombre AMY escrito delante. Sin dirección ni
matasellos. Levantó la solapa y sacó una hoja blanca. Era papel
barato y, cuando lo abrió, se quedó con la boca abierta.
Había tres palabras en la hoja.
Te estoy vigilando.
Puso el sobre boca abajo y una moneda plateada cayó de él.

Richard Whyte aseguró no saber nada sobre la nota o la moneda.


No tenía ni idea de cuándo la había recibido Amy. Se encogió de
hombros y Lottie lo creyó. De momento. Volvieron enseguida al
apartamento de Penny, pero no encontraron ningún sobre ni
ninguna moneda.
En su despacho, Lottie fotocopió la nota a través de la bolsa de
pruebas y colgó la copia en la pizarra del caso.
—Es claramente una amenaza —dijo Boyd.
—Alguien la escogió como víctima —afirmó Lottie—. ¿Fue por el
juicio en el que testificó contra Conor Dowling? Tenemos que traer
aquí a ese hombre, quiero interrogarlo. Si es posible, antes de que
consiga un abogado. ¿Sabemos dónde está?
—Lo preguntaré al servicio de libertad vigilada.
—Hazlo ahora.
—¿Solo había esa nota? —preguntó Kirby, que se colocó junto a
Lottie.
—Puse toda la habitación patas arriba. Es la única.
—¿Y no se lo contó a su padre?
—Él asegura que no sabía nada, pero volveré a interrogarlo. —El
teléfono de Lottie emitió un sonido. Un recordatorio—. Casi me
olvido. Tengo que recoger a Chloe y a Sean de la escuela.
—¿Por qué? ¿No son lo bastante mayores como para volver
solos?
—No preguntes, Kirby. Mejor no preguntes.
Salió volando de la oficina y bajó las escaleras mientras enviaba
un mensaje a sus hijos para que la esperaran frente a la escuela
hasta que llegara.

Rose coló las patatas hervidas y cogió el pasapurés. Luego, le


añadiría un huevo frito y eso bastaría para la cena. Echaba de
menos tener a sus nietos en casa, volviendo a toda prisa de la
escuela y cogiendo platos y cubiertos, en ocasiones comiendo en la
mesa, pero, la mayoría de veces, en sus habitaciones. Nunca había
permitido ese tipo de comportamiento cuando Lottie era joven, pero
ahora la vida parecía demasiado corta para reglas sin sentido.
Empujó la olla hacia atrás en el fogón y fue a coger la sartén del
estante.
Sonó el timbre.
Lottie le había dicho que no abriera la puerta, pero vio a través
del cristal que solo era una mujer con un chubasquero.
Cuando la empujaron hacia atrás en el recibidor supo que había
cometido un error.
Lottie la iba a matar.
Si Bernie Kelly no lo hacía primero.
Capítulo 24

En la farmacia Whyte, Kirby aceptó, agradecido, la taza de café


que le ofrecía Megan Price. La mujer estaba sentada frente a él, con
su pelo oscuro salpicado de gris sujeto en una cola, mientras que el
vestido negro, con botones de latón en la parte delantera, otorgaba
un aire de majestuosidad a su apariencia. Se había quitado la bata
blanca de trabajo al llegar él. El detective inspiró el olor antiséptico
de los medicamentos que emanaba de las estanterías a su
alrededor y, cuando la mujer lo miró fijamente, bajó la vista y bebió
un trago de café.
—No puedo creerlo —dijo Megan—. Dos jóvenes encantadoras
en la flor de la vida. ¿Quién haría algo así?
—Vivimos en un mundo cruel —respondió Kirby—. Necesito que
repase todo lo que sabe sobre cada una de ellas. Gente de la que
hayan hablado, cualquiera que viniera a la tienda y que las hiciera
reaccionar de una manera que le pareciera… inusual.
—Déjeme pensar.
Kirby puso la taza en el suelo, entre los pies, y se fijó en lo
descuidados que estaban sus zapatos. La zona de los dedos estaba
arañada y, cuando levantó el pie, vio que la suela empezaba a
despegarse. Seguro que Gilly lo habría regañado. Tragó saliva
sonoramente.
—¿Ocurre algo? —preguntó Megan Price. Sintió que la mano de
la mujer le rozaba la rodilla.
—No, no pasa nada. Estoy bien.
—Parece cansado y, si me permite decirlo, hay una tristeza
profunda en sus ojos. Conozco esa mirada.
—¿Y qué mirada es esa? —Kirby trató de esbozar una sonrisa
irónica. No quería hablar sobre Gilly. ¿Por qué invadía sus
pensamientos en los momentos más inoportunos?
—Pena. Una pena constante e implacable. ¿La conocía bien?
—¿A quién?
—A la joven garda que fue asesinada en verano.
Kirby no pudo contener las lágrimas que rodaron una a una por
sus mejillas. Se las secó con el dorso de la mano.
—Volvamos a Amy y Penny. —Se irguió sobre el pequeño
taburete—. ¿Cuándo las vio por última vez?
—La muerte deja un agujero inmenso en nuestras vidas —
comentó Megan con suavidad, sin contestar a su pregunta—. Esa
es la peor parte. Tratar de encontrar algo que encaje en él y saber,
en el fondo de tu corazón, que siempre estará allí. ¿Cómo se
llamaba?
Kirby miró los ojos de color marrón oscuro de la farmacéutica.
Eran amables y compasivos.
—Se llamaba Gilly. Era mucho más joven que yo, así que me
hacía sentir joven. Y tenía la sonrisa más loca que he visto jamás.
No loca literalmente, no sé si me entiende.
La mujer soltó una risa nerviosa.
—¿Es contagiosa la palabra que busca?
—Eso es. Nunca volveré a oír su voz. ¿Sabe lo terrorífico que es
eso? Saber que nunca volverás a oír la voz de alguien.
—Lo sé muy bien. Es duro, detective Kirby. Con el tiempo, el
dolor disminuirá. Nunca se va del todo, pero aprendes a vivir con él.
—¿Habla desde la experiencia? —Se tanteó los bolsillos. Le iría
bien salir un momento a fumar.
La mujer se levantó. El espacio abarrotado pareció llenarse,
aunque era delgada como un fideo.
—Basta de traumas personales. Me estrujaré el cerebro y le
avisaré si recuerdo alguna cosa fuera de lo normal sobre Amy y
Penny.
—Se lo agradezco. —Kirby pasó junto a ella.
Se fijó en las cabezas gachas de las dos dependientas, que
parecían muy ocupadas cuando Megan y él regresaron a la tienda.
Percibió la multitud de aromas que competían entre ellos.
—¿Tenía Amy una taquilla? ¿Algún lugar donde guardara sus
efectos personales?
Megan se sonrojó.
—Usaba un pequeño armario en mi despacho, pero lo he
revisado esta mañana al oír las noticias. No había nada dentro.
Kirby se dirigió a una de las dependientas; Trisha, según su
placa.
—¿Te gustaba trabajar con Amy?
El rostro de Trisha palideció por completo y comenzó a sollozar.
—Era estupenda. Todos la queríamos, ¿verdad?
Kirby se fijó en que dirigía la pregunta a Megan y no a la otra
dependienta. Megan asintió y acompañó a Kirby hasta la puerta.
—Tengo su tarjeta. Hablaré un poco con las chicas y me pondré
en contacto con usted si recordamos alguna cosa.
En la calle, Kirby tuvo la sensación de que se le escapaba algo.
Se rascó la cabeza. No tenía la menor idea de qué se trataba. Una
cosa era segura, estaba completamente avergonzado. Se había
dado cuenta en la claustrofóbica trastienda de que necesitaba una
ducha. Urgentemente.

El aparato de grabación estaba encendido, y se habían registrado


los nombres y los detalles. Lottie había recogido a Chloe y a Sean y
los había dejado en casa, donde se sorprendió al ver que Katie
había preparado la cena. Declinó la invitación a comer y volvió a
toda prisa al trabajo, donde se encontró con que Conor Dowling
estaba en la sala de interrogatorios. Boyd hizo las presentaciones
para la grabación antes de que la inspectora comenzara.
—Bien, Conor, está trabajando para Cyril Gill, ¿es cierto?
—Ya sabe que sí porque ahí es donde me han recogido. No me
haga preguntas estúpidas, ya sé cómo va la cosa. Ya he estado
aquí antes, ¿no?
—Sí, así es. ¿Cuándo salió de la cárcel?
—Eso también lo sabe.
—Hace dos meses. Y comenzó a trabajar para Cyril Gill hace
dos semanas.
El hombre cerró la boca, con los brazos cruzados y las piernas
estiradas bajo la mesa. Tenía la boca torcida en una mueca. Sus
uñas estaban llenas de barro y el dorso de sus manos, manchado
de tierra. Dejó caer su chaqueta de trabajo al suelo y se remangó.
Tenía los brazos cubiertos por un millón de tatuajes.
—Curiosa elección de jefe —comentó Lottie.
Dowling no dijo nada.
—Quiero decir, Cyril Gill es el padre de una de las dos jóvenes
que testificaron contra usted hace diez años. ¿Por qué querría
trabajar para él?
El hombre resopló y, finalmente, dijo:
—Mantén a tus amigos cerca y a tus enemigos aún más. Ese es
mi lema.
—¿Ve al señor Gill como un enemigo?
—¿Usted qué cree?
—No le ha hecho nada.
—La zorra de su hija sí.
—¿Ha estado en contacto con Louise Gill últimamente?
A Lottie le pareció percibir un ligero rubor, pero Dowling se pasó
las manos por las mejillas y por la cabeza afeitada.
—No —contestó.
—¿Y Amy Whyte? ¿Qué sabe sobre ella?
—También mintió.
—¿Mintió sobre qué?
Conor observó el espacio que lo rodeaba con los ojos
entrecerrados, que se posaron sobre Lottie.
—¿Por qué me ha traído aquí? Tengo derecho a un abogado y a
una llamada.
Lottie sintió que Boyd le daba una patada en el tobillo. La frase
«derecho a un abogado» no había tardado mucho en aparecer.
—No está detenido —repuso la inspectora.
—¿Entonces me puedo ir? —El hombre descruzó los brazos e
hizo ademán de levantarse.
Lottie descargó la mano sobre la mesa y sintió que Boyd saltaba
a la vez que Dowling.
—¡Siéntese!
—Estoy sentado.
—Escúcheme. Primero quiero que me responda a unas
preguntas. Luego, puede marcharse. ¿De acuerdo?
—Supongo que sí.
O era estúpido o se hacía el estúpido. Lottie pretendía ir al grano
y averiguarlo.
—¿Cuándo vio a Amy Whyte por última vez?
El hombre entrecerró los ojos y la miró.
—Debió de ser en 2006. Mi memoria no es muy buena por culpa
de todas las palizas que me dieron en la cárcel. Donde ustedes y
ese par de mentirosas me enviaron.
—Lleva dos meses en libertad. ¿Se puso en contacto con Amy
durante ese tiempo? —Lottie estaba probando suerte. Observó su
expresión, a la espera de que se rompiera, pero Dowling se
mantuvo tranquilo.
—No quiero ver otra vez a esa puta en mi vida.
—Parece que su deseo se cumplirá, teniendo en cuenta que está
muerta. —Lottie dejó que la frase flotara en el silencio y observó el
rostro del hombre en busca de una reacción, pero se limitó a
devolverle la mirada.
—¿Cuándo vio a Amy por última vez?
—¿Qué quiere decir? —Por fin, la comprensión se reflejó en su
cara. Se echó hacia delante en la silla—. Oiga, mire. Esto es un
chiste. Ya me cargaron con un crimen, y del mismo modo que hay
fuego en el infierno, juro que no van a hacerlo otra vez. Váyase a la
mierda, puta flacucha.
—Me lo tomaré como un cumplido —contestó Lottie. Boyd le dio
un codazo otra vez. Ella lo miró con furia. Quería irritar a Dowling.
Tal vez dijera algo que no quería sin darse cuenta. Eso esperaba.
—Tómeselo como quiera —gruñó—. Como si se lo mete por el
culo.
—Eso es lenguaje abusivo.
—¿Y qué va a hacer al respecto?
Lottie ignoró el enfado del hombre y preguntó:
—¿Dónde estuvo el sábado por la noche a partir de las once? —
Mantuvo un tono tranquilo, con la voz clara y fuerte. Ni de coña ese
calvo de mierda iba a ponerla nerviosa.
—En casa.
—¿Y el domingo durante el día?
—En casa.
—¿Hay alguien que pueda confirmarlo?
—No es asunto suyo.
—Sí es asunto mío.
Dowling ahogó un suspiro.
—Mi madre está allí todo el tiempo. Tiene una discapacidad.
Artritis crónica, si le interesa.
—¿Su madre puede confirmar que estuvo en casa todo el fin de
semana?
—Sí.
—¿No fue a ninguna parte?
—Fui a la tienda a buscar leche y pan.
—¿A qué tienda?
—A Tesco.
—Estoy segura de que las cámaras de seguridad lo confirmarán,
si me dice la hora.
—No sé qué hora era. No soy un Superman con un
supercerebro.
—No, desde luego que no.
—¿Se está haciendo la lista conmigo?
—No, pero usted conmigo sí. Así que dígame la verdad.
—No le diré nada hasta que tenga un abogado.
Lottie no iba a rendirse con tanta facilidad. Se remangó las
mangas de la camiseta y sacó una hoja laminada de la carpeta de
color beige que tenía delante.
—¿Qué es eso? —preguntó Dowling.
—Léalo —lo instó Lottie—. Sabe leer, ¿verdad?
El hombre dio la vuelta a la hoja y la miró fijamente.
—¿Y? ¿Qué tiene que ver esto conmigo?
—Lo encontramos en la habitación de Amy Whyte. ¿Escribió y
envió usted esta nota a Amy?
—No me ha preguntado si sé escribir.
—Venga, Conor. Se ha acabado el juego, esto es serio —dijo
Lottie, esforzándose por mantener la profesionalidad.
—Conteste a la pregunta —intervino Boyd.
—¿Qué pregunta es esa? —Conor suspiró ruidosamente—. Sí,
sé escribir, y también sé leer. ¿Contentos?
—No, en absoluto. —Lottie cogió la hoja y la guardó en la
carpeta—. Y esta actitud de listillo no me despierta mucha simpatía.
—Pues vaya.
—Esto es una fotocopia de la moneda que encontramos en el
sobre junto con la nota. —Le mostró la imagen de la pieza redonda
de metal. Lottie no mencionó las monedas que habían encontrado
junto a los cuerpos. No tenía sentido mostrar las cartas tan pronto.
—No la había visto nunca.
—Yo creo que sí. Se negó a hablar la última vez, pero puede
decir la verdad sobre este crimen.
—Váyase a tomar por culo. —La cara de Dowling se puso roja y
apretó los puños hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Se
levantó—. Me marcho. Y no piense que puede cargarme con lo que
quiera que sea esto. No lo toleraré una segunda vez.
La puerta se cerró tras él.
—Un joven interesante, ¿no te parece? —comentó Lottie.
—¿Te has fijado en que no ha preguntado cómo murió Amy? —
señaló Boyd.
—Tal vez ya lo sepa.
—¿Te refieres a que ya lo había oído?
—No, me refiero a que lo hizo él.

Las campanas de la catedral dieron la hora mientras Conor


atravesaba la verja de hierro forjado. Ni siquiera se molestó en
contar los repiques. El tiempo era su enemigo. El tiempo lo había
traicionado y aún lo hacía. Lo había aprendido en una celda con los
gritos y rugidos de los otros presos como compañía. Un cuervo
negro orondo estaba apoyado frente a él sobre una barandilla.
Cogió una lata vacía de la calle y jugueteó con la idea de
arrojársela. Al acercarse más, se fijó en que el pico del pájaro era
grueso y duro. Los ojos eran negros. Se detuvo y lo miró fijamente.
El pájaro no se movió. «¿Quién de nosotros tiene el alma más
oscura?», se preguntó. Luego, soltó una carcajada. Los pájaros no
tenían alma.
Dejó caer la lata y la chutó hacia delante por el camino. La pateó
hasta que acabó en un desagüe embarrado. Entonces, dio un
puñetazo a la puerta de un coche. Su agente de la condicional se
cabrearía cuando supiera que los polis lo habían interrogado. A
joderse.
Necesitaba una pinta. ¿No le había prometido a Tony que lo
invitaría a una copa después del trabajo? No le apetecía ir a
Cafferty. Todos los polis iban allí a beber. Sacó el móvil y se percató
de que le temblaban las manos. Maldita seas, Parker.
Le envió un mensaje a Tony para decirle que se reuniera con él
en el pub Fallon.
No hubo respuesta.
Se tomaría una pinta de todos modos; luego, se iría a casa a ver
qué había hecho su madre. Recordó que había puesto una lavadora
esa mañana. Probablemente, la ropa seguiría ahí dentro. Estaría
rancia. Tendría que lavarla otra vez. Después de tomarse su pinta.
Capítulo 25

—Rosie, Rosie, siempre fuiste astuta. Tú y ese marido tuyo. Oí


que se pegó un tiro. Se cansó de las mentiras, ¿no? ¿O se había
hartado de tu cara gélida?
Rose estaba sentada a la mesa, con las manos juntas. Sentía
como si un millón de arañas se hubieran adueñado de su piel y
tejieran una multitud de redes. Soltó las manos y aplanó las palmas
sobre las rodillas.
La mujer que había delante de ella tenía los ojos cargados de
maldad. Rose no era psiquiatra, pero conocía esa mirada de los
programas de historias reales en televisión y de las entrevistas con
asesinos en serie. Esa mirada. Esa nada profunda y oscura.
—Contéstame.
Bernie estaba apoyada contra la pared de la cocina, su abrigo
sucio colgaba del respaldo de una silla. Tenía las piernas delgadas,
enfundadas en tejanos oscuros, y su jersey negro estaba
manchado. Tenía la piel pálida, pero la nariz y las mejillas estaban
sonrojadas, y unos mechones de pelo rojo le brotaban alrededor de
las orejas. Parecía un payaso de circo que se hubiera escapado
antes de que el maquillador pudiera terminar su trabajo.
—¿Qué quieres? —Rose pensó que su voz parecía la de otra
persona. ¿Era eso lo que provocaba el terror?, se preguntó.
—Quería verte. Saber qué tipo de persona le roba el bebé a otra
mujer.
—Yo no robé a nadie.
—El parásito de tu marido sí.
—No te atrevas a hablar así de Peter.
—¡Peeeter! —La voz de Bernie adoptó un tono de burla—. Violó
a una joven indefensa. La dejó preñada y, luego, le robó el bebé.
¿Sabe tu adorada Lottie que es producto del odio, de una violación?
Una ráfaga de energía creció dentro de Rose y tuvo que
contener el impulso de lanzarse a coger un cuchillo. Tenía que
mantener la calma. Solo Dios sabía qué arma llevaba Bernie,
aunque no imaginaba cómo podría esconder nada en su cuerpo.
—No te acerques a mi Lottie.
—¿Tu Lottie? —Bernie rio—. Es mi medio hermana. La sangre
de su madre biológica corre por mis venas. ¡Somos hermanas de
sangre y tú no eres nada!
—No se te parece en absoluto. Aléjate de ella. —Rose trató de
que su voz sonara amenazadora, pero lo único que salió de sus
labios fue un tímido gemido.
—Conseguiré lo que he venido a buscar.
—¿Y qué es?
—Venganza. Lottie Parker me traicionó delante de mi propia hija.
Me robó la libertad. Podríamos haber sido una familia, pero no. Esa
mujer puso su trabajo por delante de su hermana de sangre. Y no
descansaré hasta que le haya sacado del cuerpo la última gota de
esa sangre.
—Estás loca. —Rose se encogió cuando Bernie saltó desde la
pared y aterrizó sobre las rodillas delante de ella.
—Sabes, es muy peligroso decirle eso a alguien que está loco.
Ahora sus ojos eran grandes esferas vacías. Rose casi podía ver
a través de ellas, como si mirara al interior de un viejo pozo. Se
preguntó si el núcleo de Bernie Kelly era una apretada maraña de
odio, enrollada de tal manera que, si uno tiraba del hilo, toda su
familia se desintegraría en el horror resultante. No dejaría que eso
sucediera. Pero ¿qué podía hacer?
Por fin, dijo:
—Lo siento.
—Eso es un comienzo. —Bernie se alzó y se sentó en el borde
de la mesa, agitando las piernas como una niña de cinco años—.
Esto es lo que quiero que hagas.

De camino a casa, Lottie paró en una gasolinera y compró las


últimas salchichas en hojaldre expuestas en el mostrador. No tenían
muy buen aspecto, pero estaba muerta de hambre.
En el coche, encendió el motor, subió la calefacción y se quedó
ahí sentada, con la lluvia golpeando contra las ventanas mientras
masticaba las pastas reblandecidas. Concluyó que era un buen
ejemplo de publicidad engañosa. Más masa que salchicha. Se metió
el resto de la primera pasta en la boca y miró la hora. Era
demasiado tarde para darle las buenas noches a Louis. Adoraba al
pequeño con todo su corazón, sobre todo desde el peligroso
episodio en casa de Rose hacía unos meses. Toda su familia estaba
en peligro por culpa de su trabajo, lo sabía mejor que nadie, aunque,
a veces, la amenaza era difícil de cuantificar. Era poco más que una
sensación, pero durante los últimos días, esa sensación había
crecido entre sus omóplatos como un picor que no alcanzaba a
rascar.
Arrugó la bolsa de papel y la metió bajo el asiento. Hora de ir a
casa. Fantaseó con una noche tranquila mientras salía de la
gasolinera, pero, al mismo tiempo, sabía que nunca conseguiría
borrar la soledad que plagaba sus huesos. Tal vez Boyd fuera el
adecuado para ella. Tal vez no. No tenía ni idea.
Puso el intermitente para girar a la izquierda. Entonces, recordó
que ya no vivía en dirección al canódromo. En el último momento,
volvió al carril correcto. En aquel momento, se fijó en el coche que
circulaba detrás de ella. Sabía perfectamente quién era.

*
Detuvo el coche delante del restaurante indio. Cuando bajó del
vehículo, el aroma a especias la envolvió. Esperó mientras el coche
que la seguía paraba en zona prohibida. Podría ponerle una multa,
si le apeteciera.
—Leo, espero que tengas buenas noticias para mí porque he
tenido un día de mierda.
—He buscado por toda la ciudad y no tengo ni idea de dónde
está.
—¿Has informado al hospital de que la has perdido?
—No, pero tiene que regresar a las nueve, así que estoy seguro
de que se va a liar una buena.
—Tal vez deberías marcharte de Ragmullin. Ir al aeropuerto,
coger un vuelo a Nueva York y no aparecer por mi casa con tus
problemas nunca más. —Se apoyó contra el coche y sintió cómo la
humedad le atravesaba los vaqueros.
—No hace falta que te pongas así. Estamos juntos en esto.
—Y una mierda. —Lottie se apartó del coche y se acercó al
hombre. El olor a sudor que emitía su cuerpo era tan penetrante que
casi podía saborearlo. Belfield estaba aterrorizado—. Tú sacaste a
Bernie Kelly del manicomio. Tú la trajiste a Ragmullin. Tú la perdiste.
Tú infringiste las normas. Nada de eso tiene que ver conmigo.
Leo la miró. Una réplica exacta de sus ojos fijos en su rostro. Era
inquietante.
—Lottie, tenemos que trabajar juntos.
A la inspectora no le gustó el tono suplicante de su voz.
—No hay un «juntos». Encuéntrala tú. Tengo a dos chicas
muertas de las que preocuparme. No necesito vigilar mi espalda
durante el resto de mi vida. Tengo trabajo que hacer, trabajo de
verdad. Encuéntrala y vete a casa. No hay nada para ti en
Ragmullin.
—Lo hay, Lottie. Tengo que descubrir la verdad.
—Habla con tu madre. Alexis es quien os traicionó a ti y a
Bernie. Es la única que conoce la verdad y, cuando le apetezca, te
la contará.
—Alexis ha muerto.
Lottie se detuvo en seco.
—¿Cuándo? No lo sabía, lo siento. —No era verdad, pero era lo
que debía decir. Alexis era la hermana de su madre biológica, y
había separado a los gemelos cuando eran pequeños. Llevó a Leo a
Nueva York y dejó que Bernie viviera la mitad de su vida en un
manicomio.
—Hace unas semanas. Por eso regresé. Me está devorando por
dentro. Tengo que saber qué pasó, y pensé que Bernie llenaría las
lagunas.
La puerta del restaurante indio se abrió y salió un hombre con
dos bolsas de comida para llevar. Lottie sintió que le rugía el
estómago. Los hojaldres de salchicha no habían llenado el vacío.
—Tienes llamadas que hacer. Te deseo suerte. No te acerques a
mí a menos que sea para decirme que está encerrada. ¿De
acuerdo?
Mientras Leo regresaba a su coche de alquiler, Lottie sintió que
se le partía un poco el corazón. Ya había perdido a un hermano a
manos de un loco; ¿estaba a punto de perder a otro? Leo le
importaba, pero no quería demostrárselo. Ya tenía bastante de lo
que preocuparse.
Capítulo 26

—Estaba mejor en la cárcel —masculló Conor para sí mismo


mientras metía la ropa de su madre manchada de excrementos en
la lavadora. Al menos, allí tenía servicio de lavandería. Puso la
colada de la mañana en la secadora y esperó que funcionara
correctamente o no tendría nada que ponerse al día siguiente para ir
al trabajo.
—¿Qué has dicho? —llegó la voz desde el salón.
A su madre no le pasaba nada en los oídos, nada en absoluto,
aunque se hacía la mártir y le gustaba que él pensara que estaba
perdiendo el oído, igual que la cabeza.
Conor no respondió. Que pensara que no la había oído. Había
sido un día largo y miserable, y quería meterse en la cama sin tener
que preparar la de su madre. Pero ella le ponía un techo sobre la
cabeza, como le había dicho un millón de veces desde que había
vuelto, y esperaba que hiciera cosas en la casa. Puso el ciclo de
lavado rápido y abrió la nevera. Su madre quería tomar leche
caliente cada noche.
—Oh, no —masculló ante la puerta vacía del electrodoméstico.
—¿Qué pasa?
—Tengo que salir a comprar leche, no nos queda. —Cerró la
puerta y cogió la chaqueta del respaldo de la silla antes de ir hasta
el salón—. ¿Tienes suelto?
—¿Por qué no te has asegurado de que tuviéramos suficiente?
Es tu responsabilidad, ahora que te estoy dando un lugar para vivir.
Tienes que hacer tu parte. Yo…
Dejó de escucharla. Vio su bolso sobre el mantel y cogió un
billete de cinco euros.
—Quiero que me lo devuelvas cuando te paguen —dijo la
anciana.
—Claro. —Conor se abrochó la chaqueta—. No tardaré.
—Está lloviendo. Oigo el viento…
La mujer todavía hablaba cuando Conor cerró la puerta de la
casa. No tenía ni idea de cuánto podría soportar esa vida. Estaba
mejor en la cárcel. Y eso había sido una verdadera mierda.

Katie depositó un beso muy suave sobre la cabeza de Louis y


encendió la lamparita. El pequeño chupaba su biberón con hambre y
sonrió. Era un bebé muy bueno. Aunque ya no era un bebé, pensó
al recordar sus primeros pasos, dos días después de haber
cumplido un año.
Se preguntó qué habría sido de su vida si Jason no hubiera
muerto. Esos días le resultaba difícil recordar al padre de Louis. Las
únicas fotos que tenía de él las había perdido al cambiarse el
teléfono. Pero le hablaba de él a Louis. La verdad es que se lo
inventaba casi todo. Solo llevaba con Jason unos pocos meses
cuando lo asesinaron. El muchacho ni siquiera sabía que estaba
embarazada. Pero había tenido al bebé y nunca se había
arrepentido de esa decisión.
Abrió un poco las cortinas y miró fuera. Las noches oscuras le
provocaban escalofríos, y esperaba que Louis estuviera lo bastante
caliente en su saco de dormir y la manta de franela que su abuelo le
había enviado desde Nueva York. El viento era cada vez más
intenso y las hojas caían al suelo desde las ramas desnudas. Le
gustaba el barrio nuevo. Era tranquilo. Tal vez demasiado tranquilo.
Si no fuera por el viento, lo habría descrito como mortalmente
silencioso. La lluvia comenzó a caer en diagonal como una cortina,
arrastrando las hojas calle abajo. Las sombras danzaban en la lluvia
y Katie se dio la vuelta.
Dejó de oír el sonido del biberón, así que le quitó el recipiente a
su hijo, que ahora dormía. Sintió la suave caricia del miedo en la
base de la nuca. Volvió rápidamente hasta la ventana y miró. ¿Era
una sombra lo que había visto detrás de la tapia, al otro lado de la
calle? ¿Alguien que se agachaba en la entrada del callejón que
llevaba a la parte de atrás del asilo de Saint Catherine? Pero no
había nadie allí. ¿Por qué había sentido miedo? Cuando se giró
para mirar a su hijo, recordó que había tenido la misma sensación el
día anterior, en la tienda. ¿Debería contárselo a su madre? Dios
santo, no. Lottie se pondría en modo detective y restringiría su
libertad, aunque solo fueran imaginaciones suyas.
Acercó la silla vieja que había traído de casa de su abuela y se
sentó, con las piernas bajo el cuerpo y arrebujada bajo una manta.
Sospechaba que esa noche no podría dormir en su cama. Tenía que
vigilar a su hijo. Porque estaba convencida de que alguien la
vigilaba. Y no en el buen sentido.

Tony Keegan bebía una pinta en el bar del hotel Parkland e


intentaba ignorar a la multitud de una boda que cantaba a todo
pulmón en el otro lado de la sala. Los zapatos de aguja y la
ostentación lo excitaban muchísimo. Chicas con una gruesa capa de
maquillaje, el rímel tan espeso que parecía tinta y piernas cubiertas
de crema bronceadora merodeaban por allí e invadían sus
pensamientos. Pese a sus intentos por abstraerse, no pudo evitar
que la erección le produjera un dolor en la entrepierna. Aún tenía el
pelo mojado por la lluvia. Era una mierda de noche para salir.
Debería sentir pena por la novia anónima que se enfrentaba al
diluvio el día de su boda, pero que se fueran a la mierda ella y sus
ideas de cuento de hadas. Esto era la vida real, y no había finales
felices. Al menos, que él hubiera visto.
La pinta sabía amarga, probablemente era el fondo del barril.
Debería devolverla, pero a la chica que había detrás de la barra le
costaba atender a la multitud. Tenía buenas piernas, naturales, nada
de crema bronceadora. Se preguntó si habría estado en España
durante las vacaciones. Eso sería una buena escapada. Si tuviera el
dinero, que no era el caso. Y, ahora, Conor había regresado.
Dio un trago de la cerveza pútrida y soltó un eructo sonoro.
Horrible. Levantó la mano para llamar a la chica, pero ella no lo vio
o, simplemente, lo ignoró. Sabía quiénes eran los que daban buenas
propinas, y él no era uno de ellos. Chica lista. No cambiaba el hecho
de que tenía que beberse una pinta de bazofia.
Apuró el vaso y se levantó. Pese a que llovía, sabía que en el
exterior se sentiría mejor.
Se guardó el cambio en el bolsillo, se puso el abrigo y se abrió
paso como pudo entre la alegre multitud, escapando tan rápido
como le permitieron las piernas.

Cyril Gill se sirvió un whisky doble del decantador y se quedó de pie


mientras miraba por la ventana de su casa de ensueño de un millón
de euros. Justo cuando el negocio iba tan bien, a pesar del retraso
en su proyecto actual, ese grano en el culo había vuelto a
Ragmullin. Aparte de él, la única persona que podía traerle
problemas era su propia hija, Louise.
Se bebió la copa y se sirvió una más. Estaba acostumbrado a
salirse con la suya, pero en lo que respectaba a la familia, tenía las
manos atadas. Apoyó la cabeza contra el frío cristal de la ventana y
trató de buscar una salida. Una cosa estaba clara: tenía que hacer
algo, y rápido.
Sintió que le vibraba el móvil en el bolsillo.
—Creía que habíamos acordado no estar en contacto. Es
demasiado fácil rastrear nuestros…
—Es Amy. Está muerta. Algún cabrón la ha asesinado. ¿Qué vas
a hacer al respecto? ¡Dímelo! ¿Qué coño vas a hacer el respecto?
—Joder, frena un momento. ¿Amy? ¿Muerta? Pero ¿qué…?
Richard Whyte colgó.
Cyril dejó caer el teléfono y el vaso, y corrió escaleras arriba.
—¡Louise! ¡Louise! Tenemos que hablar. ¡Ahora!

Louise pensó que sería más seguro no estar en casa por el


momento. Acurrucada en su parka plateada, corrió por el camino de
gravilla hasta la carretera. Estaba oscuro. Por supuesto, su padre
había construido esa casa en medio de la nada.
Odiaba vivir fuera de la ciudad y, como nunca había conseguido
dominar el arte de la conducción, su Mazda rojo seguía oxidándose
en uno de los cuatro garajes en la parte de atrás de la casa. Otra de
las extravagancias de su padre. ¿Una manera de compensarla?
¿Por qué? Reflexionó sobre esto mientras avanzaba por el angosto
camino junto a la carretera.
Una vez más, todo era culpa de su padre. Había subido las
escaleras mientras gritaba como un loco que Amy estaba muerta.
No podía ser verdad. Había pasado a toda prisa junto a él y había
salido a la noche oscura, sin móvil ni bolso. Tenía que comprobarlo
por sí misma. Las luces de los coches que se acercaban iluminaban
su ruta y, después, la hundían de nuevo en la oscuridad, pero no
tenía miedo. Había vivido en Ragmullin toda su vida, conocía la
ciudad como la palma de su mano.
Lo de Amy no podía ser cierto. Su relación había sufrido mucho.
Las amistades de la adolescencia pocas veces sobrevivían hasta la
edad adulta, Louise lo sabía, pero también sabía que las dos
estaban intrínsecamente unidas por su pasado.
La carretera adquirió un tono plateado cuando otro coche se
acercó por detrás. Louise bajó la cabeza y siguió su camino, pero el
vehículo no la adelantó. La luz serpenteó junto a ella y se detuvo. La
chica continuó caminando. Casi había llegado; en tres minutos vería
el hotel Parkland y las luces marcarían el camino hacia la casa de
Amy. Tal vez debería meterse en el hotel. Un whisky caliente con
limón y clavos la haría entrar en calor. Comenzaba a sentir el frío a
través de las capas de plumas de su chaqueta, pero también algo
más. Un escalofrío de miedo. El coche no se había movido.
Apresuró el paso; estaba trotando cuando una mano la agarró
del brazo e hizo que se diera la vuelta. Abrió la boca para gritar,
pero tan solo un gemido acompañó el repiqueteo de la lluvia en la
carretera.
—¿Louise? Me pareció que eras tú. ¿Cómo estás?
—¡Oh, Dios! —La chica se estremeció—. Me has dado un susto
de muerte. ¿No sabes que no tendrías que acercarte así a una
mujer indefensa en una carretera a oscuras? —Las palabras
salieron de su boca mientras intentaba disimular el terror que hacía
que el corazón le fuera a toda velocidad.
—¿Te apetece una copa?
El hombre era insistente, pero no por la voz; era su lenguaje
corporal. Movía y giraba la cabeza, como si quisiera comprobar que
nadie los miraba. Tenía un tic en la comisura de la boca y sorbía sin
parar. Louise necesitaba aparentar calma.
—No, gracias. Solo quería tomar un poco de aire fresco,
necesitaba salir de casa. Estoy bien. Me encanta la lluvia.
Se soltó y reemprendió el paso. El hombre la siguió.
—Déjame en paz. —Eran palabras valientes, pero estaba
temblando.
—Ah, vamos. Una copa te hará entrar en calor.
Louise se detuvo y se dio la vuelta. Echó la mano hacia atrás y lo
golpeó. Se sorprendió a sí misma casi tanto como a él, que aflojó la
mandíbula y abrió la boca.
—Eso ha sido una tontería, ¿no crees?
El hombre estaba aturdido por el golpe, así que Louise
aprovechó la oportunidad, se dio la vuelta y comenzó a correr,
adentrándose más en la oscuridad de la carretera vacía.
Aquello que más temía había ocurrido.
Su pasado la había atrapado.
Lo único que podía hacer era intentar escapar.
*

Megan Price sacó los últimos adornos de porcelana de la caja que


guardaba bajo la cama. Su marido no la había encontrado cuando
había registrado la casa en busca de cosas para vender. Los sacaba
cada noche y los limpiaba porque esas pequeñas figuritas eran muy
valiosas. Eran lo único que le quedaba de su pasado.
Las alineó sobre la repisa de la chimenea y las movió hasta que
estuvieron en la posición exacta que debían ocupar. La manera en
que él solía ordenarlas.
La mujer vio su reflejo en el espejo encima de la chimenea y se
limpió una mancha de la frente con el plumero amarillo. Su padre
habría dicho que parecía que acabara de salir de una tumba. Y
habría tenido razón. Si aún estuviera vivo.
Al bajar la mano, golpeó con suavidad la esquina del zapato de
porcelana decorado con una filigrana dorada y, antes de que pudiera
reaccionar, se estrelló contra el suelo de madera.
La mujer cayó de rodillas y trató de volver a juntar los pedazos.
Tal vez con pegamento, pero las grietas serían visibles. Apretó los
fragmentos en las palmas de la mano. Sintió los bordes afilados
cortándole la piel y los dejó caer.
Necesitaba aire. Tenía que salir de entre esas paredes
asfixiantes cargadas de recuerdos antes de que todo su mundo se
derrumbara.

El hombre había dejado de seguirla. Ya no oía el sonido de sus


pasos sobre el camino. Se detuvo para recuperar el aliento y se
arriesgó a mirar por encima del hombro.
Oscuridad. Nada. Nadie.
Louise exhaló y redujo la velocidad hasta un paso ligero. ¿De
dónde había salido? Deseó tener el móvil con ella y llamar a su
padre para que fuera a buscarla. Salir corriendo de la casa era un
acto impulsivo. Como la adolescente irritable que había sido, la que
pensaba que había dejado atrás hacía diez años. La impresionable.
Sí, pensó. Ella y Amy tenían mucho de lo que responder. Amy no
podía estar muerta.
La casa de Amy estaba en una urbanización privada que había
construido la empresa del padre de Louise, en una zona donde
nadie había edificado antes. Probablemente, ayudaba el hecho de
que el señor Whyte estuviera en el ayuntamiento. Introdujo el
código, que rescató de un recuerdo antiguo, y, mientras las puertas
se abrían, vio el convoy de coches aparcados en el camino que
subía a la casa de Amy. Louise se quedó inmóvil. Algo iba mal. Muy
mal. Su padre tenía razón, Amy estaba muerta.
Obligó a sus pies a moverse y avanzar hacia la casa. No. No
quería ir allí. Quería ir con alguien que la consolara. Se dio la vuelta
y pasó a duras penas entre las verjas antes de que se cerraran.
Llegó al bloque de apartamentos, subió a toda prisa las
escaleras y llamó a la puerta. Cuando se abrió, cayó en brazos de la
otra chica.
—Oh, Cristina —sollozó.
—¿Qué pasa, cariño? Estás empapada. Entra, entra.
Louise dejó que la envolviera en un abrazo antes de sentir la
calidez del apartamento. Mientras lo hacía, la puerta se abrió de
golpe detrás de ella y Cristina cayó al suelo.
—Hola, chicas —dijo una voz.
De pie, con la boca abierta y el cuerpo temblando salvajemente,
Louise solo tenía ojos para el cuchillo que brillaba en la mano
enguantada.
—¿No vais a invitarme a entrar? —El cuchillo pasó de una mano
a la otra.
Louise sintió el pinchazo de algo afilado en el costado del cuello.
Trató de permanecer de pie, pero su cuerpo estaba paralizado. Las
piernas le fallaron y se derrumbó contra la pared. Mientras sus
párpados se cerraban, oyó gritar a Cristina.
Capítulo 27

Antes de irse a la cama, Lottie comprobó que todas las puertas y


ventanas estuvieran cerradas. En la puerta principal le pareció ver
una sombra que se movía detrás del cristal. ¿Boyd?
Quitó la cadena, giró la llave en la cerradura y abrió la puerta. No
había nadie. El día había sido agotador, y sintió que le temblaban
las rodillas de cansancio. «Me estoy imaginando cosas», se dijo. La
imagen de las dos mujeres asesinadas descansando en las mesas
de autopsia en la morgue no se desvanecía. «Debe de ser eso»,
pensó.
Estaba a punto de cerrar la puerta cuando decidió que sería
mejor echar un vistazo. Avanzó por el caminito hasta la calle. No
había coches, ni gatos, ni perros. La lluvia había amainado, y
reinaban el silencio y la serenidad, a pesar del susurro de la llovizna.
Volvió a la casa y se detuvo con la mirada clavada en la luz que
se derramaba del recibidor sobre el escalón de la entrada. ¿Qué era
eso? Se agachó y estudió un montón de pequeñas semillas
desparramadas sobre el cemento. ¿Estaban ahí cuando había
salido hacía un momento? Se dio la vuelta. No había nadie.
Y, entonces, lo supo. Supo quién las había dejado. ¿Eran una
advertencia o una invitación a la batalla?
Una descarga de miedo le recorrió el cuerpo. Era como si
alguien le hubiera cortado las venas y su vida se apagara. Solo
conocía a una persona que tuviera una relación enfermiza con las
semillas y las plantas. Lo había descubierto durante la investigación
que había llevado a la detención de su medio hermana.
Bernie Kelly había estado delante de su casa.

La mujer permaneció agachada y se apartó del arbusto al otro lado


de la calle cuando la puerta se cerró. Sonreía.
Lottie había recibido el mensaje.
Se metió las manos en los bolsillos y tarareó una canción
desentonada sin despegar los labios. No era tan estúpida como para
cantar en voz alta. De todos modos, no sabía cantar.
Dobló la esquina y fue hasta la calle principal, manteniéndose
cerca de los setos. Después de un año enjaulada, con las manos
atadas a la cama la mayor parte del tiempo, era maravilloso estar al
aire libre. No le importaba cuánto durara esa libertad mientras
pudiera completar la tarea que se había impuesto.
Ahora le tocaba a Rose Fitzpatrick hacer su papel y mandar la
segunda parte del mensaje.
Y, entonces, la cosa se pondría seria.

Se había olvidado de comprar la leche, pero su madre ya estaba


dormida cuando volvió a casa, así que fue directo a su habitación.
Necesitaba darse una ducha, pero los esfuerzos de las últimas
horas lo habían dejado sin energía. Se desnudó y se tumbó sobre el
duro colchón.
No se molestó en cerrar las cortinas. Las luces de la carretera
brillaban sobre las paredes, y contempló fijamente la miríada de
telarañas aferradas a la bombilla en el techo. Igual que él se
aferraba a la realidad.
Sus ojos color verde oscuro estaban por todas partes. La nariz
afilada y los labios inquisidores. Y los ojos. Eran lo que recordaba
con más claridad. Cómo lo había mirado desde el estrado mientras
contaba sus mentiras, allí de pie. Ella sabía que eran mentiras,
porque él conocía la verdad.
Tenía los dedos agarrotados por el frío y los pies, congelados. El
síndrome de Raynaud había regresado. Hacía demasiado frío para
salir de la cama a buscar calcetines. Se subió la delgada manta
hasta el cuello y pensó en ella otra vez. Lottie Parker y su aquelarre
de brujas que habían conspirado contra él.
Tumbado en la cama, despierto, trató de encontrar nuevas
maneras de hacerles pagar por los diez años de vida que había
perdido para siempre.

La ducha estaba demasiado caliente, pero Tony se quedó bajo el


chorro mientras frotaba con fuerza hasta que tuvo la piel casi en
carne viva. Cuando estuvo seguro de que estaba limpio, salió, se
enrolló una toalla a la cintura y dejó que el aire enfriara su piel
palpitante.
La echaba de menos. En noches como esa, ansiaba el brillo de
su piel contra la suya. El aroma del sexo, el sabor de su cuerpo, la
mirada dulce en sus ojos. No. Basta. Nunca había tenido una mirada
dulce. Burla y asco, eso era lo único que había visto en la oscuridad.
Y, ahora, lo hacía temblar y le erizaba la piel.
Al final, se secó, cerró la cortina de la ducha, apagó la luz y fue
descalzo y desnudo hasta la cama.

Bernie se había marchado hacía horas, pero Rose se mantenía en


la misma posición.
¿Qué iba a hacer? Tenía que decírselo a Lottie, pero ¿cómo?
Se mordió las uñas ya destrozadas y sacudió la cabeza. En sus
más de setenta años, con todo lo que le había pasado, nunca había
experimentado una angustia y un terror como los que sentía ahora.
No podía decirle a Lottie lo que había dicho Bernie, pero, al
mismo tiempo, tenía que proteger a su hija y a sus nietos.
Se sentó y se mordió las uñas hasta que el cielo comenzó a
iluminar lentamente la cocina una vez más.
Capítulo 28

El cielo de la mañana del miércoles era el más bonito que Lottie


había visto en toda la semana. Aunque todavía amanecía, algunos
rayos dorados atravesaron los árboles donde descansaban los
pájaros. Unas moscas pequeñas revoloteaban en la penumbra. Pero
la inspectora no se quitaba la sensación de inquietud que se le
clavaba entre los omóplatos.
Cogió la bolsa con las semillas que había recogido de la entrada
la noche anterior. Debía de haber unas cincuenta, pensó. ¿El
número tenía algún significado? ¿O era una cifra aleatoria, que solo
pretendía confundirla mientras intentaba descifrar el mensaje? Era
suficiente para saber que su medio hermana había estado cerca de
su casa, de sus hijos y de su nieto. Había dejado su tarjeta de visita.
La calidez y el confort de su nuevo hogar se desvaneció de
repente en la oscuridad mientras un escalofrío de inquietud le subía
por las vértebras. Suficiente. De ninguna manera permitiría que esa
mujer arruinara su recién descubierta felicidad. Los fantasmas ya la
habían acosado durante demasiado tiempo. No iba a regresar a esa
mazmorra monstruosa de desesperación e incertidumbre.
—Maldita seas, Bernie —masculló.
—¿Qué?
Lottie se volvió de golpe.
—¡Oh, Katie! Dios, qué susto me has dado.
—Lo siento, mamá. —Katie abrió la alacena y sacó una caja de
cereales.
—¿Qué haces levantada tan temprano? No he oído a Louis
despertarse.
Katie se sentó en la mesa y se metió un puñado de copos de
maíz en la boca.
—No es Louis.
—No hables con la boca llena, y coge un bol y una cuchara, por
Dios.
Katie apartó la caja de cereales, juntó las manos y hundió la
barbilla en el pecho sin responder.
Lottie acercó una silla, se sentó delante de su hija mayor y le
envolvió las manos con las suyas.
—¿Qué pasa? Puedes contármelo.
—Está bien, no es nada.
—No estás embarazada, ¿verdad? —La posibilidad hizo que el
corazón de Lottie diera un vuelco. De ninguna manera podría
soportar esa situación.
Katie la miró por debajo de sus largas pestañas y sonrió.
—Como no sea la inmaculada concepción, no lo creo.
Lottie soltó un suave suspiro.
—Entonces, ¿qué te preocupa?
—No es nada, de verdad. Es solo mi mente jugándome malas
pasadas. —Katie apartó la mirada.
Lottie giró la cabeza de su hija con delicadeza y la miró a los
ojos.
—Te pasa algo. De lo contrario, todavía estarías durmiendo y no
devorarías los copos de maíz a estas horas.
—Pensarás que estoy loca.
—No, cariño, la loca de esta familia soy yo.
—Es solo una sensación que tengo, como si alguien me
estuviera observando, siguiéndome.
Lottie dejó caer la mano y se removió inquieta en la silla.
—¿Cuándo? ¿Dónde?
—No te pongas en plan detective, mamá.
—Cuéntamelo. —Lottie vio la chaqueta de lana de Louis en el
respaldo de la silla. La cogió y empezó a doblarla. Necesitaba
mantenerse ocupada.
—En la ciudad, el otro día —dijo Katie—. Me pareció que alguien
observaba mientras me probaba ropa en Jinx. Y luego, anoche tuve
la horrible sensación de que alguien miraba por la ventana. Lo cual
es ridículo, ya que mi habitación está en el piso de arriba.
Probablemente sea solo mi imaginación. Las hormonas o algo.
«O algo», pensó Lottie. Iba a encontrar a Bernie Kelly y colgarla
del árbol más alto que encontrara en Ragmullin. Esto ya era
demasiado.
—No te preocupes —la tranquilizó, y puso la voz más
despreocupada que pudo. No quería asustar a su hija, pero, al
mismo tiempo, necesitaba que fuera cautelosa—. Podrían ser las
hormonas, o la época del año, con Halloween a la vuelta de la
esquina y todo eso. Pero, de todos modos, ten cuidado. Vigila bien a
Louis. Y a Sean y a Chloe.
Pasó los dedos por encima de las suaves trencillas tejidas de la
chaquetita marrón. Tal vez debería decírselo a Katie. Advertirla.
¿Pero de qué serviría? Aterrorizar a sus hijos no mantendría a
Bernie alejada. Después de todo, estaba segura de que iba a por
ella, no a por sus hijos. Pero, solo por si acaso, contrataría a un taxi
para que llevara y trajera a Chloe y a Sean de la escuela cada día.
—Tal vez hoy deberías quedarte en casa. Louis tiene un
pequeño resfriado y será mejor que evite los cambios de
temperatura. —Dejó la chaqueta sobre la mesa.
—Hay algo que no me estás contando, mamá.
—Tú ve con cuidado. Eso es todo. Estoy investigando dos
asesinatos brutales de mujeres no mucho mayores que tú, así que
nunca se sabe. —Ya les había hablado a sus hijas de los
asesinatos, pero no recordaban haber visto nada fuera de lugar en
la discoteca el sábado por la noche.
—Gracias por el consuelo —repuso Katie.
—¿Eso ha sido cinismo?
—No, mamá. La del cinismo eres tú, igual que con la locura. —
Katie se levantó y Lottie sintió el calor de los brazos de su hija
rodeándole los hombros cuando la abrazó. Olía a Louis, y resultaba
tranquilizador.
—Venga, coge un bol, una cuchara y leche. Tengo que irme a
trabajar.
Lottie agarró la chaqueta de Louis para dársela a Katie. Al
hacerlo, oyó el tintineo de algo que caía al suelo. Bajó la vista hacia
las baldosas de un blanco vertiginoso. ¿Qué era? Un pequeño disco
que brillaba por el haz de luz que entraba por la ventana. Se le cortó
el aliento al reconocer la moneda. Era una réplica exacta de las que
había encontrado en la escena del crimen y en la habitación de Amy
Whyte.
—¿Qué es, mamá?
Lottie se puso de rodillas para inspeccionar la moneda.
—Katie… ¿dónde estuviste ayer? ¿Quién estuvo contigo?
—Vale, me estás asustando. ¿Qué es eso? ¿Ha caído del
bolsillo de Louis?
—Creo que sí. ¿De dónde lo ha sacado?
—No lo sé.
—¿Adónde fuiste con él mientras llevaba esta chaqueta?
Katie se encogió de hombros.
—A la ciudad. Fuimos a casa de la abuela un rato y a la farmacia
para buscar el sirope de limón para Louis. Paré en el Fallon para
tomarme una sopa y después vine a casa. Eso es todo.
—¿Y no perdiste de vista a Louis en ningún momento?
—Por supuesto que no. ¿De qué va esto, mamá?
—¿Estás completamente segura?
Lottie vio que el color que había subido a las mejillas de Katie se
desvanecía poco a poco. Los ojos de su hija se estaban
oscureciendo, y no solo por el efecto del rímel corrido.
—¿Cuándo? —apremió la inspectora—. ¿Cuándo crees que lo
perdiste de vista?
—No lo sé. Tal vez cuando me estaba probando ropa el lunes, en
Jinx. Pero June, la dependienta, lo vigiló por mí. ¡Mamá! Me estás
asustando mucho. ¿Qué pasa? —Katie cayó de rodillas junto a su
madre.
Lottie tenía que parar esa situación de inmediato.
—Solo es un disco barato hecho a mano. Tal vez alguien pensó
que era un euro y se lo puso en el bolsillo con la intención de ser
amable. —Lottie no se creía ni una palabra de lo que acababa de
decir. Añadió—: Ahora tómate los cereales y deja que me ocupe de
esto.
—¿Es algún tipo de prueba? —Katie se levantó, cogió un bol y lo
llenó de copos de maíz y leche.
Lottie negó con la cabeza, despacio.
—Lo dudo. Déjamelo a mí.
Cuando Katie salió de la cocina, Lottie corrió a la encimera y
sacó un par de guantes de plástico del cajón. Se los puso y buscó
una pequeña bolsa de pruebas para poner la moneda dentro. La
llevó a la ventana, donde había dejado la bolsa de semillas, y se
preguntó qué diablos ocurría.
Capítulo 29

El equipo de construcción se había topado con un muro.


Literalmente.
El capataz, Bob Cleary, se rascó la cabeza con un dedo grueso y
calloso y se echó el casco hacia atrás de manera que la linterna
enfocó al techo, lo que hundió el muro que tenía delante en la
oscuridad.
—¿Qué diablos? —Tomó la linterna y sacó del bolsillo los planos
del arquitecto. Alisó el papel contra la pared húmeda y lo iluminó.
Los planos estaban mal. No había ninguna pared en ellos, pero ahí
estaba ante él. Jodidamente increíble.
Arrugó los papeles y se los metió en el bolsillo. Se colocó bien el
casco y estudió la zona. Sabía que había túneles debajo de los
viejos juzgados y los habían marcado con precisión, pero esta
obstrucción, o construcción, fuera lo que fuera, no estaba
documentada en nada que hubiera visto.
—Este maldito trabajo se vuelve más difícil cada día —masculló.
Ya llevaban tres meses de retraso, y esto era otro obstáculo
inesperado.
Dio un puñetazo contra la pared, como si esta acción la fuera a
desintegrar. La argamasa se deshizo contra sus dedos. Con la uña
del dedo índice, rascó los bordes alrededor de los ladrillos. El
cemento no era nuevo, solo estaba húmedo por la condensación
subterránea. Bob no tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba el muro
allí, pero tenía que deshacerse de él, y rápido.
Su móvil no tenía cobertura, así que se dirigió a la salida. Tendría
que hacer muchas llamadas. Y esta cagada era responsabilidad del
arquitecto. De ninguna manera Bob Cleary iba a cargar con las
culpas de esto.
—Ni hablar. —Su voz rebotó y volvió hacia él cuando llegaba al
final de los escalones.
Cyril Gill lo iba a joder vivo por esto. Mierda, mierda y más
mierda.

Lottie pasó por el McDonald’s a buscar un café de camino al trabajo.


Seguía convencida de que hacían el mejor café de la ciudad,
aunque Boyd hablaba maravillas de la nueva cafetería de Ragmullin,
The Bank. Pero Lottie no tenía ganas de buscar aparcamiento. Lo
conocido era la opción más práctica. Un televisor retransmitía un
canal de noticias veinticuatro horas sin sonido y los subtítulos
pasaban por la parte inferior de la pantalla.
Tenía un dilema que resolver. Su familia necesitaba protección,
pero ¿cómo convencería a McMahon que le asignara recursos
cuando iban tan cortos de personal? Si confesaba el motivo, tendría
que mencionar a Bernie, y quería evitarlo mientras fuera posible.
Mientras esperaba su café, la pantalla llamó su atención. Sintió
que se le abría la boca. Cynthia Rhodes estaba frente a la comisaría
de Ragmullin. Rápidamente, Lottie leyó el texto que pasaba por
debajo del abrigo beige de la periodista.
Bernie Kelly, la asesina en serie que acosó a Ragmullin hace un
año, ha escapado del Hospital Psiquiátrico Central. No se sabe
cuándo se dio a la fuga. Las autoridades piden a los ciudadanos que
estén alerta y que no se acerquen a ella, sino que llamen al teléfono
de asistencia.
—¿Puedes subir el volumen? —Lottie golpeó frenéticamente
sobre el mostrador de metal para llamar la atención del camarero.
—Lo siento, lo controlan desde la oficina.
—Solo dame mi café. —Arrojó dos euros y cogió la bebida.
Mientras se daba la vuelta, vislumbró los últimos subtítulos antes
de que pasaran a la siguiente noticia.
Me ha llegado información exclusiva de que Bernie Kelly es
hermana de la policía que la encerró, la inspectora Lottie Parker.
—Me cago en Dios. —Lottie salió corriendo.

Aparcó el coche en el parking de la comisaría y meditaba si entrar


por la puerta trasera cuando vio el tumulto de cámaras y periodistas
que doblaban la esquina e iban hacia a la verja. No quedaba más
remedio que capear el temporal.
Por supuesto, Cynthia Rhodes iba a la cabeza del grupo, con el
micrófono en la mano. Alguien detrás de ella sostenía la cámara en
alto. Había un mar de móviles en el aire. Mierda.
Lottie cuadró los hombros y fue derecha hacia su némesis, con
intención de darle un codazo en la barriga al pasar.
Cynthia sonrió.
—Inspectora Parker, ¿puede decirme si es cierto que usted fue
una pieza clave para que concedieran el permiso de un día a Bernie
Kelly? ¿La misma mujer que ayudó a meter entre rejas?
—Sin comentarios. —Iba a matar a Leo en cuanto lo encontrara.
Y luego a Bernie. Tan pronto como la encontrara a ella también.
—¿Es cierto que Bernie Kelly es su medio hermana?
Lottie se detuvo; su sangre hervía por momentos.
—Oh, ¿ahora es medio hermana? Hace diez minutos era una
hermana entera. —Le ardía la piel.
—Mis fuentes me informan de que…
—¿Qué fuentes? —No debía entablar conversación, pero quería
saberlo.
—Mis fuentes son confidenciales. ¿Puede decirme…?
—Sin comentarios.
—¿Está Kelly relacionada con las muertes de las dos jóvenes
descubiertas ayer?
Lottie hundió la cabeza y se abrió paso con los hombros a través
de la multitud, ignorando las preguntas y a punto de tropezar en los
escalones de la entrada.
—¿Dónde está, inspectora? —La voz de Cynthia le llegó a través
de la multitud.
—Ojalá lo supiera. —Lottie dejó que la puerta se cerrara
lentamente en la cara de la periodista.

Dentro, encontró a Cyril Gill, que gritaba al sargento de recepción.


—Señor Gill, ¿puedo ayudarle? —Lottie metió las llaves en el
bolso, apartó al hombre del mostrador y lo condujo a una pequeña
sala de interrogatorios a su derecha—. ¿Qué sucede?
El cortés hombre de negocios que había conocido el lunes había
sido sustituido por un hombre mojado y con aspecto desaliñado.
Unas arrugas de preocupación se le marcaban en la mandíbula, y
tenía los ojos hinchados y ojerosos. Se pasó una mano por el pelo
mientras con la otra subía y bajaba por la chaqueta del traje, como
si buscara algo. El borde de la camisa asomaba sobre el cinturón de
manera descuidada.
—Mi hija, Louise. No volvió a casa anoche. No tengo ni idea de
dónde está.
—Siéntese, por favor —le indicó Lottie mientras se quitaba la
chaqueta. Una sensación de preocupación reptó por sus venas—.
¿Quiere denunciar su desaparición?
—Quiero que la encuentren, eso es lo que quiero.
—Por favor, siéntese. —La experiencia le había enseñado que
las personas preocupadas necesitaban que se hicieran cargo de
ellas. Tal vez debería aplicarse un poco el cuento. Se sorprendió
cuando Gill hizo lo que le decía.
—¿Cuándo la vio por última vez?
—Anoche, sobre las ocho en punto. Tuvimos una discusión. —
Pareció pensarlo mejor y añadió—: En realidad, no fue una
discusión. Intentaba decirle que habían asesinado a Amy Whyte, su
vieja amiga, pero no quería creerme. Se marchó de la casa sin móvil
ni nada. Y no la he visto desde entonces.
—¿Qué edad tiene Louise? —En realidad, Lottie sabía la edad
de la chica. Louise Gill había estado con Amy Whyte hacía diez
años cuando habían presenciado el resultado de un crimen e
identificado al culpable, Conor Dowling. Lottie no librarse de la
sensación de que la desaparición de Louise y la muerte de Amy
estaban relacionadas.
—Veinticinco —respondió Gill—. Pero todavía es mi niñita.
—Cuénteme más.
El hombre suspiró y apretó los puños sobre la mesa.
—¿Qué hay que contar? No sé dónde está, y me preocupa.
—¿Ella y Amy Whyte seguían siendo amigas?
—No estoy seguro, creo que no. —Por algún motivo, parecía
evasivo, sospechoso—. Se distanciaron algunos años después del
juicio de Dowling. La universidad y esas cosas.
—¿Por qué estaba tan alterada cuando le contó lo del asesinato
de Amy? —Lottie estaba intrigada, y preocupada.
—No lo sé. De verdad.
—Tal vez fuera a casa de Amy. ¿Lo ha comprobado?
—He ido a primera hora de la mañana, pero no ha estado allí.
Richard está como loco.
—¿La ha llamado?
—Ya se lo he dicho, se marchó sin el móvil. Inspectora, mi
Louise es una chica tranquila, solitaria incluso. Pasa todas las horas
del día estudiando y escribiendo su tesis. No tengo ni idea de por
qué no ha vuelto a casa.
—¿Tiene otros amigos?
El hombre se encogió de hombros despacio, como si estos
tuvieran dificultades para sostener la cabeza.
—No que yo sepa.
—¿Novio?
—¿Por qué me hace estas preguntas? —Una luz brilló en sus
ojos. ¿Rabia? ¿O desesperación? Lottie no estaba segura, pero
sabía que escondía algo.
—Porque es posible que Louise esté con un amigo.
—No lo creo. —Gill se movió nervioso en su silla. Una mentira,
pensó Lottie.
—¿Tiene el teléfono de su hija?
El hombre lo sacó del bolsillo, lo desbloqueó y lo puso sobre la
mesa.
—¿Ha comprobado su lista de contactos?
—He llamado a todos los que aparecen en ella. Como ve, no es
una lista muy larga.
Lottie revisó los contactos y se sorprendió de que una chica de
veinticinco años tuviera tan pocas personas en la agenda. Entonces,
la asaltó un pensamiento.
—¿Tiene Louise un segundo teléfono?
—¿Un segundo teléfono? ¿Para qué lo querría? Este es el último
modelo.
Era obvio que el hombre no sabía cómo funcionaban los jóvenes.
Lottie abrió las aplicaciones de las redes sociales de Louise. No
había publicaciones recientes.
—Tiene que haber alguien en quien confíe.
El hombre movía los pies y se mordía el interior de la boca
mientras rascaba una mancha invisible del escritorio.
—Está esa chica, Cristina. Louise no sabe que sé lo de su…
amistad, pero la he llamado y no he tenido respuesta.
—¿Cuál es su nombre completo y dónde vive? —La intuición de
Lottie le decía que Cyril Gill se sentía incómodo con la relación de
Louise y Cristina.
Le dio el nombre y la dirección. Cristina Lee. Un nombre que
había oído hacía poco en alguna parte. Los anotó.
—¿Y Cristina y ella son buenas amigas?
—No sé lo que son, pero quiero a mi Louise en casa.
—Entiendo su preocupación y haré todo lo que esté en mi mano.
—Con Conor Dowling fuera de la cárcel y dos víctimas de asesinato
en la morgue, Lottie estaba más que preocupada por la seguridad
de Louise, pero no podía transmitírselo a Cyril Gill.
—Técnicamente, tenemos que esperar cuarenta y ocho horas
antes de considerarlo una desaparición, así que, mientras tanto, le
recomiendo que haga todo lo que pueda para encontrar a su hija
usted mismo.
—Es usted una completa inútil. Hablaré con esos periodistas que
hay fuera. Entonces veremos quién pone recursos para encontrar a
mi hija.
—Señor Gill…
Pero ya se había marchado.
Lottie esperaba que Louise estuviera bien, pero su instinto le
decía que algo iba mal. Se puso de pie lentamente y se preguntó
qué otra bomba estaría a punto de explotar ese día.
Capítulo 30

No había rastro de Cyril Gill, y no contestaba el teléfono. Bob


Cleary sentía que el sudor que le provocaba la desesperación se le
acumulaba entre los omóplatos y le empapaba la camisa. Se quitó la
chaqueta de trabajo y se paseó por el estrecho espacio del módulo
prefabricado. La condensación goteaba por las paredes, y cada una
de las gotas era como un martillo que golpeaba contra su piel. Gill lo
crucificaría. ¿Qué diablos iba a hacer? Tenía que solucionarlo, es lo
que el jefe le diría. Sí, eso es lo que tenía que hacer.
Asomó la cabeza y buscó a unos cuantos muchachos de
confianza. Cuando tuvo tres, cargó un martillo neumático y
herramientas en una carretilla y les ordenó que lo siguieran.
Con cuatro haces de luz iluminando el camino, tardó menos en
llegar al muro de lo que había tardado en salir. Profirió órdenes y
puso a los hombres a trabajar. Bob los observó mientras perforaban
el muro. Estaba seguro de que no era parte del túnel original. Tal
vez por eso no aparecía en ningún dibujo o plano. Entonces ¿para
qué era? ¿Por qué estaba allí?
Cuando el hueco fue lo bastante grande, levantó la mano para
detener la excavación. Metió la cabeza por el estrecho agujero, que
quedaba tenuemente iluminado por la luz del casco.
—¿Pero qué coño es esto?
—¿Qué pasa, jefe?
Uno de los hombres apartó a Bob y este casi se desplomó contra
la pared empapada del túnel.
—Dios. Oh, Dios mío. Son huesos —gritó el hombre.
Bob recuperó el equilibrio y el control de la situación. Después de
todo, por eso era el capataz.
—Dame una linterna —ordenó.
—¿Agrandamos el agujero para que puedas pasar?
—Dame un momento, por el amor de Dios. —Iluminó la celda
con la linterna, ahora al descubierto. Porque eso era lo que parecía.
Alguien la había construido, y había una abertura en el otro extremo.
Posó la mirada sobre los huesos. La ropa no era más que harapos,
pero era suficiente para saber que se trataba de los restos de un ser
humano. ¿Hombre o mujer? No lo sabía. Ahora tenía un dilema.
¿Debería llamar a la policía o contactar con el señor Gill?
—Jefe, creo que es un cadáver.
—No me digas, Einstein. —Bob miró a Tony Keegan con mala
cara. Ese hombre era un completo idiota—. Déjame que lo mire más
de cerca. Oh, sí, tienes razón. Es un cadáver. ¿Cómo se me puede
haber pasado por alto? Qué suerte que estabas aquí.
Tony dio un paso atrás, y una nube de aire fétido llenó el vacío.
—Parece que lleva bastante tiempo aquí abajo —comentó otro
cerebrito.
—Cuando quiera una opinión, la pediré, ¿entendido?
—Entendido, jefe. Pero sigo pensando que…
—Cierra la boca. —Bob lamentaba no haber hecho el trabajo él
mismo, sin público. Esto se convertiría en la comidilla de la ciudad
antes de la hora del almuerzo. Tenía que actuar rápido.
—Bien, puede que no estéis de acuerdo con esta decisión, pero
no quiero que nadie diga ni una palabra sobre esto. ¿Entendido?
—«No hay esperanza de que eso pase», pensó.
—Entendido —respondieron a coro.
—Olvidémonos de esto hasta que decida qué hacer. —Cogió el
taladro e indicó a los hombres que salieran del túnel. Esto sería
complicado, y no solo sacar los huesos. Las consecuencias para el
trabajo. La repercusión.
*

La mañana había sido tan frenética que Lottie casi se había olvidado
de las semillas que había recogido frente a la puerta y de la moneda
que había caído de la chaqueta de Louis. Estaba segura de que las
semillas tenían algo que ver con Bernie, pero, de momento, estaba
más preocupada por Louise Gill y la moneda. Era una conexión
evidente con los dos asesinatos, así que ¿por qué la habían metido
en el bolsillo de su nieto? Los forenses tenían que examinarla. Tenía
que introducirla en el registro y seguir las reglas.
Tal vez la moneda convencería al comisario McMahon de que
asignara un coche patrulla para vigilar a su familia. Si no accedía, lo
organizaría ella misma y a la mierda las consecuencias. Su familia
era más importante que su trabajo.

Conor siguió a Tony hasta un lateral del juzgado y cogió un cigarrillo


de las manos temblorosas de su amigo.
—¿Qué te pasa? —le preguntó, y encendió ambos cigarrillos.
—Lo juro por Dios, es un cadáver de verdad.
—Estás diciendo chorradas. Cálmate. —Conor dio una calada y
se dobló con un ataque de tos. No debería haber vuelto a fumar. Era
culpa de Tony. Otra vez—. ¿Dónde?
—Ahí abajo. —Tony señaló la entrada del túnel. Bob Cleary
caminaba en círculos, con el teléfono pegado a la oreja.
Conor dio otra calada. ¿Qué habían encontrado?
—Entonces, ¿lleva mucho tiempo muerto?
—No son más que huesos. La ropa se le cae a pedazos. ¿Quién
diablos será?
—Alguien muerto, imagino. —Conor trató de ser superficial, pero
las palabras de Tony le habían clavado una daga de inquietud en el
pecho. Tiró el cigarrillo al suelo y lo apagó con la bota cubierta de
barro—. ¿Qué va a hacer Cleary al respecto? Esto pondría en
peligro nuestros trabajos, ¿sabes?
Tony lo atacó.
—¿Eso es lo que tienes que decir? Algún pobre idiota se quedó
encerrado en ese túnel y, probablemente, se murió de hambre, ¿y tú
estás preocupado por el trabajo? Eres peor que Cleary. —Comenzó
a alejarse, pero Conor lo cogió de la manga de la chaqueta y lo hizo
regresar.
—Si los polis vienen a husmear, no mirarán a nadie más que a
mí. Ya me han llevado a la comisaría para interrogarme sobre esas
dos mujeres que han encontrado muertas en Petit Lane. Intentarán
cargarme con esto también.
—No seas tan capullo. Has estado en la cárcel durante diez
años, esto no tiene nada que ver contigo.
—Lo sé, pero díselo a mi agente de la condicional. No va a
quedar bien. Quieren cargarme con todos los asesinatos que pasan
en esta puta ciudad.
—Solo piensas en ti mismo. ¿Por qué no te vas de Ragmullin,
entonces? Vete a otro sitio.
—¿Y qué pasa con mi madre?
—Se las ha apañado durante los últimos diez años sin ti, ¿no es
cierto?
Conor miró a Tony mientras este se alejaba, se detenía y miraba
atrás antes de continuar.
Su mirada buscó a Bob Cleary. Tenía que descubrir qué había en
el túnel.
Capítulo 31

Lottie completó el papeleo de la moneda que había encontrado en


su casa y la mandó al laboratorio para que la analizaran. Luego,
miró las pizarras de la sala del caso. El equipo del turno de noche
no había añadido nada nuevo. Esperaba que la desaparición de
Louise Gill no estuviera relacionada con la muerte de Amy, pero
todo apuntaba a que así era.
Kirby comía un bocadillo sobre el envoltorio de plástico. Levantó
una rebanada de pan para mirar el queso pastoso. Lottie se fijó en
que no tenía mantequilla, y casi se le partió el corazón.
Llevó a Boyd aparte y le dijo:
—Cyril Gill estaba en la recepción cuando he llegado.
—Oh, ¿y qué es todo ese follón con los periodistas fuera? —
Boyd se apoyó contra la pared y se acomodó para la charla.
La inspectora sorbió su café, hizo una mueca y dejó la taza en el
escritorio; luego, lo hizo salir. Divisó a McMahon, que doblaba la
esquina, así que tiró de la mano de Boyd y escaparon escaleras
abajo.
—¡Parker! —La voz de McMahon reverberó contra las paredes
como un eco.
—Lottie. —Boyd se detuvo—. Será mejor que hables con él.
—No. Una amiga de Amy Whyte ha desaparecido. La hija de
Cyril Gill, Louise. Esas dos chicas fueron las testigos clave en el
juicio de Conor Dowling. Vamos, no podemos perder tiempo. —Le
arrojó las llaves del coche—. Tú conduces.
Fuera, el sargento se quedó de pie junto al vehículo y se apoyó
en el techo.
—No iré a ninguna parte hasta que te expliques.
Una ventana se abrió en el segundo piso y McMahon asomó la
cabeza.
—Parker, vuelve aquí de inmediato.
—Por favor, Boyd —suplicó con los dientes apretados—. Creo
que Louise está en peligro.
Boyd abrió la puerta.
Con una pierna dentro, Lottie levantó la vista hacia el rostro
colorado de su superior, que agitaba el puño por la ventana. Tendría
que decir algo.
—Vuelvo en cinco minutos —gritó—. Una emergencia. —Se
metió en el vehículo y cerró la puerta de un golpe—. Luces y sirena,
Boyd.
—¿Para qué?
—Impacto.

Pidió a Boyd que apagara la sirena cuando llegaron a la calle


principal, tras haber sorteado con éxito la creciente multitud de
furgonetas de los canales de noticias aparcadas delante de la
comisaría. Se hundió en el asiento mientras sus pies se
enganchaban con latas vacías y envoltorios de comida apestosos.
—Tu coche parece un vertedero —comentó el sargento.
—Dime algo que no sepa.
—Te has metido en un buen lío al escaparte de McMahon.
—¡Boyd! Algo que no sepa.
—¿Quién mató a Amy y a Penny?
La inspectora se mordió la uña del pulgar.
—Aparte de que Conor Dowling está en libertad, de momento no
tenemos pistas. —Se le rompió la uña. Mierda.
—Si quería vengarse de Amy por testificar contra él, ¿qué pinta
Penny en todo esto?
Se mordió el borde del pulgar, pensativa.
—Eso es lo que no tiene sentido.
—¿Vas a decirme a dónde vamos?
—Park Lane. Es donde vive Cristina Lee.
—¿Quién?
—Una amiga de Louise Gill. ¿Puedes ir más rápido?
—¿En esta cafetera? No.
Puso el intermitente, giró a la izquierda y se detuvo delante de
los escalones de piedra que llevaban al apartamento de Cristina
Lee, en la primera planta.
—¿Crees que Louise podría estar aquí? —preguntó.
—Según su padre, se marchó de casa sin el móvil después de
saber que Amy ha muerto. Así que supongo que vino a ver a su
novia.
—¿Son pareja?
—Es posible.
Lottie esperó mientras Boyd cerraba el coche, aunque pensaba
que era una pérdida de tiempo. Nadie iba a robarlo en un barrio
como este.
Se detuvo para recuperar el aliento en lo alto de la escalera. Le
costaba respirar. Estrés. Tenía que comprobar que Katie y Louis
estuvieran bien. Había pedido un taxi para Sean y Chloe, así que
sabía que estaban a salvo en la escuela. Le envió un mensaje
rápido a Rose en el que le pedía que visitara a Katie.
—Está abierto —dijo Boyd, arrancándola de sus reflexiones.
Lottie sacó de inmediato unos guantes del bolso y se los puso.
Llamó a la puerta y, luego, empujó.
—Algo va mal —afirmó la inspectora. Cuando Boyd abrió la boca
para contestar, añadió—: Guantes.
Mientras el sargento se los colocaba, Lottie puso un pie en el
oscuro recibidor. Había una estrecha mesa torcida; las llaves y los
abrigos estaban en el suelo.
—¿Hola? ¿Hay alguien en casa? —Escuchó y esperó—. ¿Qué
es ese olor, Boyd?
Su compañero olisqueó el aire y entró detrás de ella.
—Incienso. Canela o algún tipo de especia.
En ese momento, Lottie supo que debería haberse puesto los
patucos protectores, pero tenía que investigar por qué la puerta
estaba abierta y el pasillo, hecho un caos. Avanzó hasta la
habitación que había delante de ella con cuidado. Estaba oscuro. El
aroma a incienso era más fuerte aquí, y olía algo más. Algo frío y
metálico.
Palpó la pared con la mano, encontró el interruptor y lo encendió.
La escena ante sus ojos la hizo retroceder y le pisó los pies a Boyd.
—¿Qué coño…? —exclamó este.
—Avisa a la comisaría —ordenó—. Rápido.
Mientras Boyd hacía las llamadas, Lottie se quedó inmóvil. No
podía contaminar la escena del crimen. No había necesidad de
comprobar los signos vitales, las dos jóvenes estaban muertas. Les
habían cortado la garganta. La sangre había salpicado la pared y,
aunque la alfombra, india o turca, estaba tejida con hilo rojo,
distinguía la oscuridad que la empapaba.
Una de las mujeres era de origen asiático. Tenía el pelo negro
mate y la piel salpicados de sangre. Estaba semidesnuda. Llevaba
ropa interior, pero nada más aparte de un kimono de seda azul.
Lottie trató de visualizar lo que había ocurrido. Cristina se había
levantado de la cama para dejar entrar a Louise. Y luego, ¿qué?
Miró con tristeza a la única hija de Cyril Gill. El pelo largo y castaño
le caía enmarañado sobre la cara, y un único corte profundo le
cruzaba la garganta. Tenía la ropa desaliñada y revuelta.
—Necesito a los forenses aquí lo antes posible. Hay que analizar
la escena del crimen, y quiero saber si han dejado monedas con los
cuerpos.
—¿Crees que esto es obra de un asesino en serie? —Boyd se
acercó a la habitación, pero Lottie le cogió el brazo.
—No podemos alterar las pruebas.
—Eso nunca te ha detenido.
—Lo sé, pero… esto parece diferente. Hace falta el trabajo
metódico de McGlynn antes de que contaminemos nada. —Se
apoyó contra Boyd y su cercanía la reconfortó.
—¿Qué pasa, Lottie? ¿Qué te está conteniendo?
—Estoy pensando en algo especialmente terrorífico.
—¿Y qué es? Nada perturba a Lottie Parker.
—Esto es obra de alguien que ya ha matado antes.
—¿La persona que mató a Amy y Penny?
—Incluso antes que eso.
La expresión de Boyd cambió al comprender.
—¿Bernie Kelly? No, eso no tiene sentido. Por lo que sabemos,
solo mataba a gente que creía que era de su familia o con la que
tenía un vínculo legal, y no hay manera de que conociera a estas
chicas. Solo está suelta desde ayer por la mañana.
—¿Y si contrató a alguien para que matara a Amy y a Penny y
después ella misma mató a Cristina y a Louise de manera similar?
—Miró con atención a su compañero—. ¿Qué opinas?
—Pienso que estás perdiendo la cabeza. Salgamos a tomar un
poco de aire.
—No. —Abrió la cámara del móvil y fotografió la escena—.
Echemos un vistazo en las otras habitaciones.
Se dio la vuelta y pasó junto a él. Abrió la puerta a su derecha y
entró en un salón compacto, con dos sillones, un calentador de gas
y una pequeña ventana. Levantó las persianas y miró el enclave
cerrado en el que había vivido Amy Whyte. Las sirenas gemían en la
distancia. Un coche patrulla se detuvo frente al bloque de pisos,
seguido por la camioneta de Jim McGlynn y la furgoneta del equipo
forense.
Lottie vio cómo McGlynn se vestía y cogía sus utensilios del
maletero. Pronto se le unieron los miembros de su equipo, y la
inspectora se preguntó cómo cabrían todos en el diminuto
apartamento.
Se alejó de la ventana y se sorprendió por la sutil decoración de
la pequeña sala. De las paredes colgaban grandes imágenes que
representaban a Buda, mientras que otras mostraban jardines
japoneses llenos de vegetación serpenteante y flores rosas en plena
floración. En una esquina, una única estantería contenía cristales y
una esfera transparente que reflejaba la luz de la ventana sobre la
pared. Lottie la levantó y observó cómo la luz salpicaba un arcoíris a
su alrededor. Cuando estaba colocándola de nuevo en su sitio, le
llamó la atención la esquina de una tarjeta blanca. La sacó con un
dedo enguantado. Era una tarjeta de presentación, y el nombre que
había escrito la hizo ahogar un grito.
—¡Boyd! —exclamó.

—¿Qué haces en mi escena del crimen? —dijo McGlynn.


Lottie imaginó su baba furiosa salpicando el interior de la
mascarilla.
—La escena del crimen es en la otra habitación.
Cuando el forense salió, Lottie metió la tarjeta en una bolsita de
plástico y se la guardó en el bolsillo.
En la puerta de la cocina se encontró atascada detrás de los
miembros del equipo forense. Necesitaba saber si habían
encontrado monedas antes de marcharse. No veía a Boyd por
ninguna parte. Probablemente estaba fuera fumando un cigarrillo.
Cuando consiguió abrirse paso a codazos, vio que McGlynn
daba instrucciones a un miembro del equipo con una cámara de
vídeo.
—¿Alguna moneda? —preguntó.
—¿Quieres darme un momento?
—Compruébalo, ¿vale? No he puesto un pie ahí dentro. Lo
habría hecho, pero te he esperado.
McGlynn aplaudió muy lentamente.
—Solo has tardado veinte años en entenderlo, inspectora.
—La verdad es que hoy no necesito tu sarcasmo.
—No estaba siendo sarcástico.
Lottie se contuvo para no replicar y miró expectante mientras el
hombre se agachaba junto al cuerpo más cercano. Louise Gill. Se le
erizó la piel de terror. Tendría que dar la noticia a Cyril Gill y a su
esposa.
—Una —dijo McGlynn, que sostenía en alto un disco plateado.
Lo dejó caer en una bolsa de pruebas, la cerró y escribió los detalles
con un rotulador.
—¿Alguna más? —Lottie se retorcía las manos y se clavaba las
uñas en la piel. Ahora ya tenían cuatro cuerpos. Esto era la obra de
un asesino en serie. Pero ¿qué significaban las monedas?
—No tienes nada de paciencia. —Pero McGlynn continuó con su
trabajo y encontró una segunda moneda y, luego, una tercera.
—¡Joder! —exclamó Lottie—. ¿De qué va todo esto?
—Averiguarlo es tu trabajo.
—¿Cuánto llevan muertas?
McGlynn se quedó quieto con las manos en el aire; una sostenía
unas pinzas; la otra, una bolsa de pruebas.
—¿No puedes ir a hacer otra cosa y volver en una hora? Si
sigues hablando, no avanzaré.
—¿Puedes darme una hora aproximada, entonces?
El hombre sacudió la cabeza, pero dejó las herramientas y
examinó el cuerpo de Louise Gill con cuidado. Cuando sacó un
termómetro, Lottie se dio la vuelta y esperó.
—Rigor, y temperatura corporal… no más de doce horas.
—Vale, gracias. Avísame si encuentras más monedas y manda
sus teléfonos si están aquí también. Y cualquier otra cosa…
—Lo sé, lo sé. Ahora, vete de una vez y déjame trabajar, joder.
Capítulo 32

El túnel estaba oscuro y húmedo. Conor había estado en algunos


de los otros túneles durante las últimas dos semanas mientras
cavaban los agujeros para el hueco del ascensor en la nueva
sección de los juzgados, pero no en ese. Caminó mientras sentía
inquietud a cada paso que daba. Había aprovechado que Cleary se
había ido a su oficina, sin estar seguro de por qué lo hacía, pero
tenía que verlo con sus propios ojos.
La luz de su casco arrojaba sombras inquietantes delante de él y,
en algunos momentos, sintió que no estaba solo. Ignoró los
escalofríos y aceleró. Tenía que darse prisa antes de que llegara
Gill.
Se detuvo en seco cuando el hueco en la pared apareció ante él.
El corazón le dio un vuelco y casi se le sale por la boca. Mierda.
Se quitó el casco, lo introdujo en el agujero y metió la cabeza
detrás. Sus ojos se posaron sobre el cuerpo. Trató de evitar que la
luz se moviera, pero la mano le temblaba tanto que casi se le cayó
el casco. Se le cortó el aliento y pensó que el corazón se le saldría
del pecho. Las palpitaciones sonaban tan fuertes en sus oídos que
sintió que iba a quedarse sordo.
Cuando hubo visto todo lo que necesitaba ver, sacó el brazo, se
colocó el casco en la cabeza, se apoyó contra la pared húmeda y
trató de pensar. Pero sus pensamientos eran una maraña de letras
que no conseguía unir en palabras.
Regresó por el túnel paso a paso, con la mente en caída libre.
Este descubrimiento lo pondría todo en peligro.

Lottie encontró a Boyd frente al apartamento, organizando los


interrogatorios puerta a puerta con un equipo de uniformados.
—Tenemos que hablar con Richard Whyte —dijo mientras
cruzaba la calle a zancadas hasta el recinto vallado.
—Pero hay que informar a Cyril Gill y a su mujer —protestó él.
Lottie no aminoró el paso—. ¡Lottie! Espera.
La inspectora redujo la marcha hasta que su compañero la
alcanzó y, luego, volvió a acelerar. La verja se abría con un código,
con un interfono. Comenzó a apretar botones.
—Conseguirás que llamen a la comisaría. —Le apartó la mano
—. Mira ahí. Lee los nombres. Este es el interfono de los Whyte. —
Apretó el botón, pero la verja ya se deslizaba hacia un lado.
—No recuerdo qué casa es —admitió Lottie mientras observaba
la urbanización, impecablemente cuidada hasta el último detalle.
—La puerta con la corona fúnebre te dará una pista.
—Listillo.
Lottie llamó al timbre. La puerta se abrió casi de inmediato y
apareció Richard Whyte, vestido con una camisa blanca arrugada,
chinos color beige y mocasines.
—Entren —los invitó, y los condujo hasta un amplio salón—.
¿Tienen noticias sobre la muerte de Amy? ¿Y qué pasa allí, en los
apartamentos?
—Señor Whyte, lo siento, no tengo novedades sobre el caso del
asesinato de Amy, pero me gustaría hacerle algunas preguntas
sobre Cristina Lee.
—¿Cristina? ¿Por qué? ¿Qué ha hecho? —El hombre se sentó
en un enorme sillón.
Lottie lanzó una mirada fulminante a Boyd cuando este se sentó.
Ella permaneció de pie. Whyte tenía migas de pan pegadas a la
barbilla sin afeitar. Lottie contuvo el impulso de alargar la mano y
quitárselas.
—Usted me dijo que tenía un ama de llaves. He encontrado una
tarjeta en el apartamento de la señorita Lee que dice que ofrece
servicios de limpieza. ¿Trabaja para usted?
—Algunos días a la semana. ¿De qué va esto?
—Ha habido un incidente en Park Lane. Lo estamos
investigando en estos momentos. La señorita Lee vive allí,
¿correcto?
—¿Cristina? Sí, así es.
—¿Conocía a Amy?
—Sí, claro. Pero ya se lo he dicho, Amy no dejaba que entrara
en su habitación. Cristina es una buena trabajadora. Me dijo que me
ayudaría en el funeral… ya sabe… cuando dejen que Amy vuelva a
casa para que la entierre. ¿Cuándo será eso?
—Tan pronto como lo permita la patóloga forense. —Lottie se
sentó, ya que no había motivos para intimidar a un padre afligido—.
Richard, esto es muy importante. Míreme. —Cuando el hombre
levantó la cabeza, lo miró a los ojos—. ¿Había estado Amy en
contacto con Louise Gill últimamente?
—¿Louise? No, no lo creo. ¿Por qué? —Hizo una pausa y se
apretó las manos—. Conor Dowling ha salido de la cárcel. Cuando
supe lo del asesinato de Amy, fue el primero en el que pensé, pero
luego concluí que no era probable, que el caso había sido hacía
mucho tiempo. Pero si ese desgraciado ha matado a mi hija, no me
hago responsable de mis actos.
Lottie sintió la necesidad de recuperar el control antes de que
Richard se tomara la justicia por su mano, así que dijo:
—No tenemos pruebas que respalden esa idea. Estamos
explorando todos los caminos, no podemos dejar nada al azar.
Whyte miró a Boyd; luego, volvió su atención a Lottie.
—¿Está segura de que usted es la mejor agente para dirigir esta
investigación?
—Por supuesto que sí. ¿Por qué dice eso?
Los ojos del hombre fueron hacia la pantalla de televisión
apagada que colgaba en la pared.
«Mierda», pensó Lottie. Cynthia Rhodes y sus malditos
reportajes.
—Le doy mi palabra de que haré todo lo que esté en mi mano
para llevar al responsable de estos horribles crímenes ante la
justicia.
—Por supuesto que lo hará, o yo mismo llamaré al comisario de
la policía para que la echen.
Sabía que el hombre hablaba en serio y que tenía el poder
necesario para conseguirlo. Tendría que vigilar dónde pisaba y
guardarse las espaldas.
—Richard, ¿sabía usted que Cristina era amiga de Louise Gill?
Una expresión indescifrable pasó por su rostro.
—No, no lo sabía. ¿A dónde quiere llegar?
—¿Tenían Amy y Cristina una relación cercana?
—Apenas se conocían, ni siquiera estoy seguro de que se
hubieran visto más que un par de veces. Amy trabajaba en la
ciudad. No sé dónde más trabajaba Cristina. Tal vez coincidieran en
algún evento social, no tengo ni idea.
—¿Cuánto tiempo lleva Cristina trabajando para usted?
Whyte se sonrojó, y Lottie supo que Cristina trabajaba sin
contrato, algo que podían usar en su contra si las cosas se torcían
en algún momento.
—Más o menos un año —respondió.
—¿Cómo la encontró?
—Después de la muerte de mi esposa, no podía hacerme cargo
de la casa, la tienda y el ayuntamiento. Amy también estaba
trabajando. Vi una tarjeta en el tablón de anuncios de la farmacia,
llamé al número y Cristina comenzó a trabajar para mí, limpiando la
farmacia y aquí. Trajo sol y brillo a esta casa. Creo que nunca la
había visto tan reluciente.
—¿Cómo se pagaba su apartamento si solo trabajaba de
empleada doméstica? Me imagino que en este barrio los precios
estarán por las nubes —comentó Lottie.
El hombre se levantó del sillón de golpe y se inclinó hacia ella.
—Si insinúa lo que creo, tiene la cara muy dura. Cristina es una
persona maravillosa. Tiene un aura especial. No tenía ninguna
relación con ella más allá de alabarla por su trabajo y pagarle el
salario, así que ya puede quitarse esa idea de la cabeza.
Una punzada de incomodidad atravesó a Lottie. Ni siquiera había
pensado en la posibilidad de que Whyte tuviese una relación con
Cristina, solo que, quizá, le pagaba el apartamento. Pero ahora que
el hombre había plantado la semilla de esa idea, no conseguía
sacársela de la cabeza.
—¿Guarda Cristina algunos objetos personales aquí? —intervino
Boyd, y Lottie le agradeció en silencio que hubiera apaciguado la
situación antes de que pudiera decir algo de lo que tuviera que
arrepentirse.
—Solo los productos de limpieza. Están en un armario en el
lavadero. ¿Le ha ocurrido algo a Cristina? —Un rayo de inquietud se
paseó por el rostro de Whyte.
—¿Podemos echar un vistazo? —preguntó Boyd—. Si no le
importa.
Whyte los condujo a través de la cocina hasta el lavadero, que
era tan grande como la cocina de Lottie.
No encontraron nada interesante en las cestas de productos de
limpieza, guardados de manera ordenada. Mientras Lottie devolvía
la cesta a su sitio, esta se enganchó en algo. Se puso de rodillas,
pasó la mano sobre la estantería y sacó un móvil pequeño y
anticuado.
Lo sostuvo en alto y, abandonando toda familiaridad, dijo:
—¿Esto es suyo, señor Whyte?
Capítulo 33

Kirby aún tenía hambre. Echaba de menos almorzar con Maria


Lynch. Debería llamarla y ver cómo le iba con el bebé, pero no
ahora, todavía no. No tenía ni idea de cómo conversar sobre cosas
como esa. Había pasado toda la mañana cotejando información de
los interrogatorios puerta a puerta en relación con los asesinatos de
Whyte y Brogan. No le había llamado la atención nada inusual.
Como solía pasar en esa ciudad, nadie sabía nada.
Mientras se dirigía hacia la fotocopiadora, sintió que la cajita se
movía en el bolsillo del pantalón y se le encogió el corazón. La
apretó con fuerza, sintiendo el suave terciopelo bajo los dedos, y el
corazón se le rompió una vez más. La sorpresa que había planeado
para Gilly. El anillo que había pedido, pero nunca había llegado a
darle. Justo el día anterior, el joyero había llamado para decirle que
estaba listo para que lo recogiera. Podría haber dicho que era
demasiado tarde; ya no lo necesitaba. Pero no lo hizo. En vez de
eso, había ido, había pagado y se había llevado a casa la pequeña
cajita azul. No encontraba las fuerzas para abrirlo y enfrentarse al
racimo de diamantes en la banda de oro blanco.
Gilly se había ido. Nunca sabría sus intenciones. Nunca llegó a
contestar a la pregunta que no había hecho, nunca se pondría el
anillo en su dedo cubierto de pecas. Kirby contuvo un sollozo y se
alegró de que todo el mundo estuviera fuera. Trabajando, no como
él. Necesitaba hacer algo o se volvería loco.
Apartó la mano de la cajita de los sueños rotos, cogió el abrigo y
salió de la oficina y de la comisaría.
Tenía que comer.

Mientras Boyd conducía de regreso a la comisaría, Lottie apoyó la


cabeza en la ventanilla. Cuando llegaron al puente de Dublín, se
sentó erguida y observó su ciudad. Los capiteles gemelos de la
catedral, el de la iglesia protestante, solitario, y lo que Sean llamaba
la grúa del colgado sobre los juzgados. Todos se alzaban como si
sostuvieran los negocios y hogares que se acurrucaban en su
sombra. En algunos años, pensó, tal vez habría un poco más de
vida en Ragmullin.
—No hacía falta que fueras tan cínica —dijo Boyd, que
interrumpió sus cavilaciones.
—¿Qué esperabas, cuando te enfrentas a un padre afligido que
miente entre dientes?
—Richard Whyte no mentía.
—Oh, vamos, Boyd. Ha intentado fingir que no sabía nada sobre
el teléfono, pero no es así. He estudiado su expresión. No pensaba
que fuéramos a encontrarlo. Y luego se ha puesto nervioso, diciendo
que sería de Cristina. ¿Sabes qué pienso?
—No, pero vas a decírmelo.
—Creo que es el teléfono secreto de Amy. Y ahora lo tenemos.
—¿Y crees que nos llevará hasta el asesino?
Lottie no respondió, solo volvió a apoyar la cabeza contra el
cristal. El semáforo se puso en verde y Boyd aceleró.
—Lottie, estaba en el armario con los productos de limpieza, así
que es probable que sea de Cristina.
—Tendremos que esperar hasta que los técnicos le echen un
vistazo.
—Correcto.
—¿Qué te preocupa? —dijo la inspectora.
—Nada, y tú todavía tienes que decirme por qué estás evitando
a McMahon.
—Tiene que ver con Bernie Kelly. Los medios han informado de
su huida. Esta mañana me ha abordado Cynthia Rhodes. Huelga
decir que la mierda empieza a alcanzar a McMahon.
—¿Estás segura de que quieres volver a la comisaría? —Ya
estaban doblando hacia la calle.
—Ahora tenemos cuatro asesinatos que investigar, así que sí,
tengo que volver.

Entraron en la comisaría por la puerta trasera y sortearon las pilas


de cajas llenas de expedientes que se amontonaban en el estrecho
pasillo.
—Asegúrate de que la puerta está cerrada —le dijo Lottie a Boyd
—. No quiero que se nos cuele la cotilla de la señorita Rhodes.
La aglomeración de periodistas y cámaras delante de la puerta
principal había aumentado en las horas que habían estado fuera.
Evitar a McMahon sería imposible.
—Creo que será mejor que hables con él ahora en vez de pasar
el resto del día escondiéndote.
Boyd tenía razón, Lottie lo sabía, pero la perspectiva de la furia
de McMahon era suficiente para que quisiera evitarlo a toda costa.
La decisión dejó de ser suya cuando entró en la sala del caso.
McMahon estaba sentado frente a uno de los escritorios y revisaba
una pila de informes. La inspectora se fijó en el desconocido
sentado en otro escritorio.
El comisario en funciones levantó la cabeza.
—A mi despacho.
Cuando salió, empujándola a un lado, Lottie aún no había
elaborado su respuesta.
—Será mejor que te lo quites de encima —dijo Boyd.
—Puede que sea él quien se me quite de encima.
—¿Qué vas a decir? —preguntó Boyd.
—Ya se me ocurrirá algo.
Dejó la chaqueta y el bolso en una silla y siguió a su superior.

McMahon había movido los muebles de su despacho de nuevo. ¿De


dónde sacaba el tiempo? Lottie buscó una silla en la que sentarse,
pero no vio ninguna. ¿Sería algún tipo de estrategia al estilo de la
KGB para hacer que se desmayara a sus pies y contara sus
secretos? «Vete a la mierda, McMahon». Se apoyó contra la pared
junto a la puerta y esperó mientras el hombre se ponía cómodo
detrás del escritorio.
—Explícate —dijo al fin.
—¿Señor?
—No te hagas la inocente conmigo. Conozco a los de tu calaña.
—¿Y cómo son? —Reflexionó mejor y añadió—: Señor. —Era
mejor no irritarlo, aunque sospechaba que estaba a punto de
explotar en cualquier momento.
—El tipo de persona que clama ser inocente cuando sabe que es
totalmente culpable.
Lottie no se fiaba de lo que pudiera decir, así que mantuvo la
boca cerrada.
—Voy a hacerte un par de preguntas y quiero respuestas
directas. —Movió un bolígrafo solitario de un lado del escritorio al
otro. Entonces, se inclinó hacia delante y la miró con furia—. ¿Eres
pariente de Bernie Kelly?
—Señor, déjeme que le explique…
—¡Contesta a la pregunta!
—Sí, eso creo. —Mierda, pensó, iba a joderla viva.
—¿Conocías ese dato cuando llevaste a cabo la investigación
del pasado octubre sobre las muertes de Tessa Ball y Marian
Russell?
—No, señor, no lo conocía. —Lottie se encogió contra la pared.
Por aquel entonces, había descubierto que Marian Russell también
era su medio hermana.
—¿Cuándo te enteraste de tu relación con Bernie Kelly?
—Después de que se cerrara el caso.
—La verdad.
—Esa es la verdad. Descubrí algunas cosas durante la
investigación, pero cuando me estaba recuperando de la puñalada,
me enfrenté a mi madre y me contó lo que creía que era la verdad.
—Lottie tenía ganas de deslizarse por la pared y quedarse sentada
abrazándose las rodillas, como una niña. Pero permaneció de pie,
con la cabeza alta.
—Eso es un montón de chorradas.
—Es la verdad. Pregúnteselo a mi madre.
—Si tengo que creer lo que dice Cynthia Rhodes, tu madre murió
en un manicomio.
Lottie se quedó sin aliento. No era más que un cabrón de
primera.
—Puede que no seamos familia biológica, pero Rose Fitzpatrick
es la única madre que he conocido.
McMahon movió el bolígrafo al otro lado del escritorio.
—Aparquemos eso por un momento. ¿Cuándo supiste que Kelly
había huido?
Era hora de maquillar la verdad. Cruzó los dedos.
—Cuando Cynthia me paró en la entrada esta mañana.
El hombre resopló.
—Te has metido en un buen lío.
Lottie pilló el atisbo de una sonrisa burlona que curvaba los
labios de su superior. «No digas lo que no debes», se advirtió a sí
misma. Eso era lo que él quería.
—Bueno, ¿qué va a hacer al respecto? —dijo, devolviéndole la
responsabilidad a su campo. No se lo pondría fácil.
—Has comprometido un caso anterior de asesinato. Has puesto
a todo el distrito bajo el foco de atención. No puedo tenerte aquí y
que estropees otra investigación, especialmente con tu medio
hermana suelta. —Todavía no había dicho lo que haría, pero Lottie
podía leer entre líneas.
—No puede apartarme de los últimos casos. Soy la oficial de
rango superior. Tengo sospechosos y pistas que seguir. Se han
descubierto dos asesinatos más esta mañana, y yo…
—Cierra el pico. Ya sé que no puedo apartarte del caso de
inmediato. He asignado un detective de Athlone a tu equipo, Sam
McKeown. Sé amable con él. —Hizo una pausa, y Lottie contuvo el
aliento. Sabía lo que venía a continuación—. Esto es una
advertencia formal. Un paso en falso y quedarás suspendida. —Alzó
la mano para hacerla callar—. No te has librado. Cuando encuentres
a esa Bernie Kelly, y la encontrarás, sabré toda la verdad del asunto.
—¿Cree que ella le contará la verdad? Perdone que se lo diga,
pero está delirando. —No pudo contenerse. Se apartó de la pared,
puso las manos sobre el escritorio de McMahon y lo miró—. Bernie
Kelly nació de las mentiras. Vive en el mundo que ella misma ha
creado, no distingue el bien del mal. No se la pudo someter a juicio
por los asesinatos de Marian Russell o Tessa Ball o ninguna de las
otras personas por enajenación mental. ¿Y la creerá antes que a
mí? ¡Vamos! Ya me ha amenazado. Mi familia y yo necesitamos
protección, no que me suspenda o que sospeche de mí.
—¿Has terminado? —dijo.
Lottie estaba sin aliento, así que asintió con la cabeza y dio un
paso atrás mientras el hombre se ponía de pie. Todos los propósitos
que había hecho desde que se había mudado a la casa nueva (ser
una buena madre, dar lo mejor de sí misma en su trabajo, dejar de
depender de las pastillas y el alcohol) se disolvieron en ese único
momento, y se sintió totalmente perdida. Lo único que veía en
medio de su confusión era una única verdad: no podía perder su
trabajo.
—¿Te ha amenazado? ¿Cómo?
Podía contarle lo de las semillas en la entrada de su casa, pero
McMahon no lo entendería. Podía hablarle de la moneda, pero no
quería. Estaba entre la espada y la pared. Antes de que abriera la
boca, McMahon siguió hablando:
—Tráeme al asesino o asesinos de esas mujeres, sin
enemistarte con Richard Whyte y Cyril Gill, dos caballeros
honorables de esta ciudad, y yo pensaré qué hacer contigo. Y
ahora, largo.
«Capullo», pensó Lottie mientras cerraba la puerta.
Capítulo 34

Conor enderezó los hombros mientras caminaba hacia Bob Cleary.


Tony se había bajado del burro y había accedido a apoyarlo.
—Señor Cleary —dijo—. ¿Puedo hablar un momento con usted?
—Le he contado lo del túnel —añadió Tony—. Ya sabe… lo que
hemos encontrado allí.
Cleary se lanzó sobre Conor.
—¿No sabes acatar una orden directa? ¿No te dije que no se lo
contaras a nadie?
—Sí, así es, pero Conor es… bueno, es mi amigo y tenía que
contárselo a alguien. No dirá nada.
Conor observó la conversación y decidió que tenía que decir algo
antes de que Cleary le diera un puñetazo a Tony. Dios sabe lo que
podía pasar si lo hacía.
—Señor Cleary, por favor. Soy parte del equipo. Necesito este
trabajo. ¿Es cierto lo que ha dicho Tony sobre que hay un cadáver
en el túnel? —No quería que supieran que ya había estado allí
abajo.
Cleary suspiró, se echó el casco hacia atrás y se pasó la mano
enguantada cubierta de barro por el pelo de paja.
—No sé cuánto tiempo llevará muerto, pero, por el aspecto que
tiene, parece que ha estado ahí una buena temporada. Los polis, los
arqueólogos y todo quisqui no tardarán en aparecer por aquí, así
que tengo que contárselo al señor Gill cuanto antes.
—¿Por qué? —Conor se metió las manos en los bolsillos y ladeó
la cabeza con la intención de parecer inteligente.
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué tiene que contárselo? ¿No podemos simplemente
ignorar el hecho de que ha encontrado el cuerpo, acabar el trabajo
que hay que hacer en el túnel y cerrarlo otra vez? Eso es lo que yo
haría.
Cleary se rascó la cabeza, pero no dijo nada.
Conor decidió jugársela.
—Si lo denuncia, cancelarán la obra. Podrían pasar meses hasta
que nos dejaran volver. Al jefe no le gustará. Ya vamos retrasados,
¿no?
—Sí, así es —concedió Cleary.
—El túnel no se ha hundido en los últimos doscientos años, y
quizá haya más cuerpos ahí abajo. Si informa sobre lo que ha
encontrado, afectará al trabajo.
—El peso del nuevo hueco del ascensor que hay que construir
puede provocar un hundimiento. Hay que reforzar toda la estructura,
ese túnel es decisivo para esta instalación. —Cleary miró a su
alrededor, nervioso—. Oh, no sé qué pensar.
—¿Puedo bajar a echar un vistazo y luego decidimos?
—¿Desde cuándo eres tú el que toma las decisiones? —
preguntó Cleary.
—Desde que nadie más lo hace. —Conor contuvo el aliento
mientras esperaba la arremetida, pero esta no llegó.
—De acuerdo. Echaremos otro vistazo. —Cleary caminó hacia el
túnel.
Conor miró a Tony, que se encogió de hombros, y ambos
siguieron al capataz.

Kirby abrió la puerta a Megan Price y entró detrás de ella en


Cafferty. El local estaba tranquilo y en penumbra. Pidieron unos
sándwiches en la barra y se sentaron en una esquina de la
cafetería.
—Nunca hay mucha gente a esta hora —comentó el detective.
—Estoy encantada de que me haya invitado a almorzar con
usted, aunque ya hace rato que pasó la hora del almuerzo. Necesita
a alguien con quien hablar de lo que siente.
—Simplemente tenía hambre —dijo Kirby—, y no me apetecía
comer solo.
—Es usted un encanto. —Los enormes ojos de la mujer lo
devoraban.
—Me lo han dicho antes.
Kirby trató de relajarse, pero todos los nervios de su cuerpo
estaban en tensión. Esto era un error. ¿En qué estaba pensando?
Megan no era Gilly, ni siquiera era su amiga. Antes de Gilly, el
comportamiento impulsivo había sido uno de sus rasgos
característicos. Ella lo había ayudado. Y ahora ya no estaba.
Sacudió la cabeza.
—¿Qué sucede?
—Mire, Megan, no creo que esto sea una buena idea. —Cogería
su sándwich y se lo comería en el escritorio, como había hecho
durante los últimos dos meses.
Sintió la mano de la mujer sobre la suya y se encogió. Esto
estaba mal, pero Megan solo intentaba ser amable. Debía calmarse.
—Tienes que comer —lo animó ella, tuteándolo de repente—. Yo
también. Esperemos juntos la comida. No hace falta que hables si
no quieres.
Había colgado el abrigo del respaldo de la silla, y el detective se
fijó en que tenía el primer botón del vestido desabrochado. ¿Estaba
así antes, cuando había pasado por la farmacia? No lo recordaba.
¿No creería Megan que le gustaba? «Dios, no», pensó.
—De acuerdo —cedió Kirby, y apartó la mano de la de ella. Trató
de relajar su cuerpo antes de que los resortes saltaran y saliera
corriendo por la puerta.
—Hábleme de Gilly —lo animó la mujer.
Ah, no. Gilly no. No podía hablar de ella.
—¿Qué tal si me cuenta algo de usted?
—No hay mucho que contar —respondió Megan mientras se
apoyaba contra el tapizado de la silla—. No le resultaría interesante.
El cambio fue instantáneo. Conocía las señales al dedillo, porque
él hacía lo mismo cada día. Retirada. Lo intentó otra vez.
—¿Cuánto hace que trabaja en la farmacia?
—Hace un tiempo.
—¿Cómo es trabajar para Whyte?
—¿Richard? Está bien. No suele acudir muy a menudo, pero
ahora que Amy… Ahora que ella ya no está, tendrá que contratar a
otra persona o hacerse cargo él mismo. Pobre hombre.
—Hablando de Amy… —intervino Kirby, pero entonces llegó la
comida.
Cubierta por las tazas, platitos, tetera y platos, la mesita redonda
amenazaba con venirse abajo. Aunque Kirby había perdido peso en
las semanas posteriores a la muerte de Gilly, la combinación de
comida para llevar y demasiado alcohol le había devuelto su
corpulencia habitual. Por primera vez en mucho tiempo, se sintió
avergonzado de su tamaño. ¿Era la manera en que Megan se había
encogido cuando le dio un gran bocado a su sándwich? ¿O fue
cuando alargó la mano para parar el movimiento de la mesa en el
momento en que le dio un golpecito con la barriga? Fuera lo que
fuera, hizo que se sintiera muy cohibido y dejó la comida en el plato.
—Lo siento, se me ha ido el apetito.
—Un hombre grande como tú tiene que comer. —Megan abrió su
propio sándwich con un tenedor.
¿Era un insulto o se preocupaba de manera sincera? Se fijó en
que la mujer había sacado todo el pimiento rojo del sándwich y lo
había alineado pulcramente en el borde del plato.
—Desde que Gilly… ya sabes… no he seguido ningún patrón
regular. Con nada, no solo con la comida. Intento hacerlo lo mejor
que puedo en mi trabajo, aunque, a veces, está muy por debajo de
lo aceptable.
—¿Cogiste la baja por motivos personales?
—Una semana. Casi me vuelvo loco, estoy mejor en la
comisaría.
—Yo hice lo mismo cuando mi marido se marchó. Ya no soporto
mi propia compañía. Las cuatro paredes y yo no nos llevamos muy
bien.
—¿Cuándo ocurrió? —Si conseguía que hablara de sí misma, no
le haría preguntas.
—Oh, hace bastante tiempo. Lo he superado. Era un capullo.
—¿Dónde está? ¿Era de la ciudad?
—No quiero hablar de él. —Dio un pequeño mordisco y masticó
con delicadeza.
Fin de la conversación, pensó Kirby, y se metió un enorme
bocado de pollo, pimientos y chili en la boca.
La mujer lo observaba con atención.
—¿Qué? —preguntó él con la boca llena.
—Nada. —Megan sirvió dos tazas de té—. ¿Leche?
—Me la serviré yo mismo, gracias. —Nunca se había sentido tan
incómodo.
—Mi marido era y es un zángano. Nunca debí casarme con él.
Intentó quitarme hasta el último céntimo, pero le planté cara. Soy
mucho más feliz sin él.
Kirby asintió porque no confiaba en decir lo correcto. Quería
llevar la conversación a un terreno menos pantanoso.
—Háblame sobre Amy. ¿Cómo era trabajar con ella?
—Mmm. El detective tenía una intención oculta al invitarme a
almorzar.
Kirby sintió que se sonrojaba, pero ella rio.
—No pasa nada. La mayoría de gente me quiere por lo que
pueden sacar de mí. Me he acostumbrado.
—Lo siento, no pretendía…
—No te preocupes. —Megan bebió un poco de té y dejó la taza
—. Amy era un desafío. Para su padre en casa y para mí en el
trabajo. Era una de esas chicas que han crecido con muchos
privilegios. Y no se separaba de Penny Brogan. Habían tenido vidas
y educaciones muy diferentes. Amy mangoneaba a Penny. En cierto
modo, Penny se lo había buscado.
—¿Qué quieres decir?
—Nunca trató de mejorar. Quiero decir, venga. Hay que tener
cara dura para robarle a tu jefe. Sobre todo, cuando fue Amy quien
le consiguió el trabajo.
—Pero, pese a sus diferencias, ¿se llevaban bien?
—Supongo que sí. Como se suele decir, los opuestos se atraen.
Kirby no estaba seguro de si le había puesto ojitos, pero el rostro
de la mujer estaba en blanco. Lo habría imaginado. Apartó el plato y
se terminó el té.
—¿Qué pensaba el señor Whyte de que su hija fuera amiga de
gente como Penny Brogan?
—No puedo hablar sobre eso.
—¿Por qué no?
—Tendrás que preguntárselo a Richard. No quiero cotillear.
Kirby leyó entre líneas y supuso que había alguna animosidad
contra Penny. Tendría que comprobar si aquello era relevante en
relación con los asesinatos, pero, lo mirara como lo mirara, no se
imaginaba al concejal asesinando a su propia hija.
—Bueno —dijo—. Tengo que volver al trabajo.
Pagó la cuenta, ignorando la petición de Megan de que pagaran
a medias.
—Solo son unos euros —la tranquilizó mientras la ayudaba a
ponerse el abrigo. Habría jurado que la mano de la mujer se detuvo
sobre la suya. No, no le interesaba. Era demasiado pronto.
Se moría de ganas de volver al trabajo.
Capítulo 35

Lottie y Boyd no obtuvieron respuesta al llamar a casa de Cyril Gill,


así que se dirigieron a la obra que dirigía en los juzgados.
El hombre aparcó delante del edificio poco antes que ellos. Boyd
dejó el coche en la acera frente a la valla y Lottie bajó del vehículo
de un salto.
—¿Señor Gill? ¿Podemos hablar?
Este despidió al hombre con el que conversaba y se volvió hacia
ella.
—¿Trae noticias sobre Louise?
—¿Podemos hablar dentro? —preguntó Lottie.
La inspectora observó como el color que encendía las mejillas
del hombre desaparecía de su rostro.
—No —gimió—. Por favor. Malas noticias no.
Lottie lo tomó por el codo y lo condujo hacia la oficina, pasando
por delante de un hombre que miraba boquiabierto.
—Siéntese —le pidió.
Gill obedeció, y Lottie acercó una silla y se sentó delante de él.
Boyd entró y cerró la puerta. El aire se calentó de inmediato, y el
olor a barro y a humedad se pegó en la garganta de la inspectora.
No había una manera fácil de hacer eso. De hecho, pensó, cada vez
se volvía más difícil. Esperó no tener que recibir nunca semejante
noticia sobre ninguno de sus hijos.
—Señor Gill, lamento decirle que traigo muy malas noticias. Se…
No pudo decir nada más antes de que el hombre se derrumbara
y empezara a tirarse del pelo.
—No. No. No me haga esto. No mi Louise. Es lo único que me
queda. —Entonces, como si en aquel momento recordara que tenía
una esposa, añadió—: Esto acabará con su madre.
—Lo siento… —comenzó Lottie.
—¿Lo siente? —El hombre levantó la cabeza, con los ojos
brillantes de furia—. No me diga que lo siente, no quiero oírlo. Pero
necesito saber qué le ha pasado a mi princesa.
—Estamos en el comienzo de la investigación…
—No maquille el asunto. Dígamelo claramente.
Si eso era lo que quería, eso le daría.
—Hemos encontrado el cuerpo de Louise en un apartamento a
las afueras de la ciudad. —¿Debería hablarle sobre Cristina? Tal vez
aún no—. Ha sido víctima de un ataque despiadado.
—¿Qué quiere decir? ¿Qué tipo de ataque?
—Tendrá que llevarse a cabo un examen post mortem, pero
estamos tratando la muerte de su hija como sospechosa.
—¿Algún cabrón la ha asesinado?
—Como le he dicho…
—Ya lo he oído. —Se tiró del pelo, luego se apretó los puños
contra los ojos, pero las lágrimas escaparon igualmente.
—Lo lamento, señor Gill —añadió Lottie, inútilmente.
El hombre alzó la cabeza mientras las lágrimas caían por su
rostro.
—Solo tiene veinticinco años, ¿sabe? Con toda la vida por
delante… Y algún malnacido hace esto. ¿Por qué?
Lottie fue a hablar, pero el hombre levantó la mano.
—No quiero sus disculpas, quiero que encuentre a quien haya
hecho esto. Hoy. Y quiero darle el primer golpe. ¿Qué le ha hecho?
—Es mejor esperar hasta que se haya realizado el examen post
mortem.
—¿Está la muerte de Louise relacionada con la de Amy?
—A estas alturas, no puedo hacer especulaciones. —Pero Lottie
sabía que se trataba del mismo asesino—. ¿Quiere que llame a
alguien o que lo acompañemos a su casa o que hablemos con su
mujer?
—No, lo haré yo. —El hombre encontró un pañuelo en el bolsillo,
se secó los ojos y se sonó la nariz.
—¿Sabe de alguien que quisiera hacerle daño a Louise? —
intervino Boyd.
—Solo era una muchacha. No tenía mucha vida social, pero
estaba entregada a sus estudios… —Gill calló.
—¿Qué? —preguntó Lottie, que sintió que el hombre había
estado a punto de decir algo más.
—Estudiaba conducta criminal o algo por el estilo. Incluso
hablaba con los presidiarios, o como se les llame ahora. Tal vez uno
de ellos…
Se puso en pie de un salto. Fue corriendo a la puerta, pero Boyd
lo detuvo.
—¿Qué sucede, señor Gill?
—Conor Dowling. Está en la obra. Lo contraté para mantenerlo
vigilado. Esperen a que le ponga las manos encima a ese cabrón
escurridizo.
—Siéntese —dijo Lottie con contundencia—. Déjenos al señor
Dowling a nosotros. —Los hombros del afligido padre se aflojaron y
volvió al escritorio, de donde cogió un folio y comenzó a romperlo en
tiras finas. La inspectora continuó—: Esta es mi tarjeta, si recuerda
algo, llámeme. Y tendremos que revisar a fondo las cosas de
Louise.
El hombre agitó un puñado de papel.
—Ya. Primero déjenme hablar con Belinda, mi mujer. A veces se
pone histérica.
—De acuerdo. Váyase a casa, señor Gill. Y manténgase alejado
de Conor Dowling, ¿me oye?
—La oigo, pero eso no quiere decir que no vaya a estrangular a
ese inútil con mis propias manos.
—Deje que la justicia siga su curso. No sabemos si ha hecho
nada malo. —«Aún», pensó.
—Apuesto cada céntimo que he invertido en mi negocio a que
está involucrado.
—No se le acerque —le advirtió Lottie una vez más, y se dirigió
hacia la puerta, que Boyd mantenía abierta.
—Una cosa más —dijo Gill—. Ha dicho que encontraron a
Louise en un apartamento.
—Así es.
—¿De quién?
—El de Cristina Lee.
—¿Cristina? Esa es la chica con la que sospechaba que Louise
tenía una relación. Nunca tuve coraje para hablar con ella sobre el
tema. —Sacudió la cabeza con pesar—. Ahora parece
intrascendente. Mi niña ya no está. ¿Estaba Cristina allí? ¿Está
herida? ¿Se encuentra bien?
Las preguntas vinieron rápido, y Lottie supo que tenía que
decírselo.
—Me temo que no, señor Gill. El cuerpo de Cristina fue
encontrado junto al de su hija.

Cuando salieron de la oficina, Lottie caminó hasta el hombre que


había visto antes en la puerta.
—¿Está por aquí Conor Dowling?
—Hasta hace un momento, sí. Estábamos trabajando en el túnel,
¿quiere que vaya a buscarlo?
—¿Cómo se llama usted? —preguntó Lottie.
—Bob Cleary. Soy el capataz de la obra.
—¿Podemos echar un vistazo?
—No es posible. Cuestiones de seguridad.
—Necesito hablar con el señor Dowling. Es urgente.
—¿Qué ha hecho?
—Nada, que yo sepa. —Le dio una tarjeta—. Llámeme en cuanto
lo encuentre.
La inspectora miró a su alrededor. Boyd estaba hablando con el
tal Ducky, en la caseta de seguridad. A su derecha, un grupo de
obreros estaban apiñados cerca de un agujero junto al muro del
viejo juzgado. Conor Dowling estaba con ellos y hablaba con un
hombre gordo de su misma edad; Lottie pensó que lo conocía de
algo, pero no recordaba de qué. Dio un paso adelante, pero Cleary
se interpuso en su camino.
—Inspectora, vamos muy justos de tiempo —dijo.
—Oh, venga ya. Investigo una serie de asesinatos. —Lo empujó
con el hombro para pasar y se acercó a los hombres—. Conor
Dowling, me gustaría que viniera conmigo.
—¿En serio?
—Sí, en serio. —El hombre se cruzó de brazos, desafiante.
«Basta de estupideces», pensó, y se acercó más a él—. Ahora no
es el momento de hacerse el listillo conmigo. Cuatro mujeres han
sido asesinadas. Usted acaba de salir de la cárcel y tiene conexión
con dos de ellas, así que tenemos que hablar.
—Esto es abuso.
—¡Métase en el puto coche! —Lo agarró por el codo y lo llevó
hasta donde estaba Boyd, que atravesaba la obra.
Una vez Dowling estuvo a salvo en el asiento trasero, Lottie
exhaló profundamente. Creía que el sospechoso lucharía o saldría
corriendo, no esperaba que accediera a sus demandas. Había
actuado como un hombre inocente.
Capítulo 36

Lottie dejó a Conor sentado en la sala de interrogatorios y fue a


buscar a alguien que pudiera llevarles un café.
—No tienes motivos para retenerlo. —Boyd iba de un lado al otro
del pasillo.
—Baja la voz, o McMahon te oirá. Dios, toda la ciudad lo hará.
—¿Y qué? Es cierto. Lo has escogido solo porque ha salido de la
cárcel y tiene una conexión de hace diez años con las víctimas. Es
absurdo, necesitas algo más.
—Muy bien. Entonces lo interrogaré sola; y tú puedes andar con
cuidadito el resto del día. —Comenzó a alejarse y se detuvo—. Y
trae el maldito café.
—Háztelo tú misma —respondió el sargento, y se marchó
molesto en la otra dirección.
—¡Boyd!
Pero ya había desaparecido al doblar la esquina. Mierda, lo
necesitaba de su parte. No había señales del nuevo fichaje de
McMahon, así que tendría que buscar a Kirby para que asistiera.
Aunque, por otro lado, tal vez podía dejar que Dowling esperara una
hora para ponerlo nervioso. Miró el reloj. No, tendría que ser ahora.

Cuando estuvieron sentados y Kirby hubo hecho las presentaciones


para la grabación, Lottie comenzó.
—Bien, Conor, me alegro de tenerlo de nuevo con nosotros.
—¿No tiene que leerme los derechos? —El hombre resopló para
quitarse una gota de sudor que se le había formado en la punta de
la nariz.
—¿Le gustaría quitarse el abrigo? Aquí hace calor. —La irritaba
ser amable con esa basura que había robado a un anciano y le
había pegado una paliza tan brutal en su propia casa que había
muerto en menos de un año. Había sido hacía una década, pero
como su madre solía decir, algunas personas nunca cambian.
—Estoy bien, gracias.
—Me alegra ver que ha recuperado sus modales.
—Que la jodan.
—Volvemos a la normalidad.
Lottie se echó hacia atrás en la silla y dio unos golpecitos con la
punta del boli a la abultada carpeta que había sobre el escritorio,
como si esta contuviese pruebas sorprendentes. No había nada,
pero él no lo sabía.
—Dígame dónde estuvo anoche.
—¿Por qué?
—Porque se lo he preguntado con amabilidad.
—No es asunto suyo.
—No empezará con eso otra vez, ¿no? Puedo retenerlo durante
seis horas, para empezar. Y si lo acusamos, ¿qué hará su pobre
madre inválida, sin que usted se ocupe de ella?
—Se las apañó bien todo el tiempo que me tuvieron encerrado. Y
no pienso estar aquí ni una hora, menos aún seis, porque no he
hecho nada.
—Se ha encontrado el cadáver de Louise Gill esta mañana.
Sabe de quién hablo. Louise Gill, quien, junto con Amy Whyte,
testificó contra usted en aquel juicio.
Observó el rostro del hombre con atención, en busca de señales
de culpabilidad, pero lo único que vio fue cómo su piel palidecía bajo
las pecas rojizas y sus labios comenzaban a temblar.
—Esto tiene que ser una broma de mal gusto. Usted es una
degenerada, eso es lo que es. —Dowling se enderezó en la silla.
—No, no lo soy. Louise está muerta. Ha sido brutalmente
asesinada junto con otra mujer. Así que, con estos, son cuatro
cuerpos en pocos días, y dos de ellos están vinculados directamente
a usted.
—Trata de engañarme. —Conor volvió su atención hacia Kirby.
Lottie pensó que el detective se había quedado dormido. Tenía
los ojos cerrados y los brazos cruzados, y el pecho subía y bajaba
rítmicamente. Le dio un codazo y este la miró.
—¿Qué?
—¿Estás escuchando? —susurró.
—Por supuesto que sí.
—Esto es una broma —dijo Conor.
Lottie golpeó la mesa. Kirby saltó. Conor se mantuvo quieto
como una estatua.
—Mire, listillo, dígame dónde estuvo anoche.
—En casa.
—¿Cuándo fue la última vez que vio a Louise Gill?
El hombre titubeó.
—Hace diez años.
—No parece muy seguro.
—Lo estoy. —Sus ojos la fulminaron—. O me acusa o me suelta.
No tiene nada contra mí.
—Quiero una muestra de ADN. Quiero sus huellas y una lista de
todos los lugares donde ha estado y de toda la gente que ha visto
desde el sábado.
—Y yo quiero un abogado.

Tuvo que dejar a Dowling en un calabozo mientras se ponían en


contacto con el abogado, así que acorraló a Boyd y fueron juntos
hasta la residencia de los Gill.
Los Gill vivían en una moderna mansión situada en una colina
que dominaba la ciudad. Belinda Gill los condujo hasta lo que llamó
«el salón de recepciones». El techo era alto y blanco. Las paredes,
pintadas de rojo oscuro, daban la sensación de que alguien hubiera
vaciado sobre ellas un camión de sangre y se hubiera marchado.
Había cuadros que parecían caros colocados aquí y allá, pero
fueron los muebles los que llamaron la atención de Lottie. Le lanzó
una mirada a Boyd, que arrugó la nariz.
—¿Basura? —susurró el sargento.
—Son todo antigüedades —explicó Belinda al notar el interés de
Lottie. Esta esperaba que no hubiera oído el comentario de Boyd—.
El resto de la casa es moderna y brillante, pero Cyril me permitió
satisfacer mi amor por las subastas. En mi opinión, el contenido de
esta habitación vale más que la casa en sí misma.
Lottie se preguntó si ya habían informado a Belinda del asesinato
de Louise. La mujer no mostraba ningún signo de tristeza, aunque
sus ojos estaban vidriosos y arrastraba un poco las palabras. Vestía
unos vaqueros manchados, y la camisa estaba mal abrochada. Su
pelo corto parecía sucio y tenía la piel pálida. Debió de ser guapa en
su época, pero ahora se la veía arrugada y demacrada, pese a que
no tendría más de cincuenta años.
—Están aquí por Louise, imagino.
—Sí —afirmó Lottie—. ¿Ha oído la noticia?
—Así es.
—Lamento muchísimo su pérdida. ¿Está su marido en casa?
¿Querría que estuviera presente mientras hablamos?
La risa de Belinda cortó el aire y rebotó contra el techo.
—No necesito a Cyril para nada. ¿Sabe? Estaba de compras
cuando me ha llamado para decirme que nuestra hija estaba
muerta. Ese repugnante le tiene miedo a su propia sombra.
—¿Se lo ha contado por teléfono? —Lottie no sabía qué decir.
¿Qué clase de hombre le hacía eso a su mujer? Uno no muy
agradable, supuso.
—¿Les apetece una copa?
Antes de que Boyd o Lottie pudieran contestar, Belinda había ido
hasta el armario de aspecto antiguo que había junto a la enorme
chimenea de hierro forjado. Se sirvió una ginebra grande, sola.
—Nada para nosotros —respondió Lottie—. Estamos de servicio.
Belinda regresó y se sentó.
—Me gusta beber. Ya está. Ya me lo he quitado de encima. Soy
una vergüenza para Cyril. Dice que perjudico su reputación en el
mundo de los negocios. Él también bebe, pero no dice ni una
palabra sobre eso. Se inventa las reglas según le conviene.
Hizo un gesto a Boyd con el vaso y lo vació de un trago.
—Sea un buen hombre y llénelo.
Lottie captó la mirada desconcertada de Boyd y asintió para que
la obedeciera.
—Señora Gill… ¿Puedo llamarla Belinda?
—Por supuesto que puede. Me han llamado de zorra a puta en
esta casa, será agradable que me llamen por mi nombre, aunque
sea una vez.
—Belinda —dijo Lottie con delicadeza—, ¿está Cyril aquí?
—No, está en el trabajo. ¿Dónde iba a estar? Ese proyecto
significa más para él que la sangre de su sangre. ¿Qué le ocurrió a
Louise?
Lottie no podía creer la indiferencia en la voz de la mujer.
Parecía que no supiera que su hija estaba muerta.
—Sospechamos que fue asesinada, aunque esa hipótesis
todavía debe ser confirmada por la patóloga forense. ¿Puede
decirme cómo era el comportamiento de Louise últimamente? ¿Notó
algo extraño o preocupante?
—¿Cree que se suicidó? —Belinda apuntó a Lottie con el vaso
de manera acusadora, y el líquido transparente chorreó por el
costado.
—Trato de construir un perfil de su hija que nos lleve hasta el
culpable y su móvil.
—¿Cómo murió?
Lottie miró a Boyd en busca de apoyo. Este dijo:
—No podemos dar detalles todavía, pero necesitamos saber
todo lo posible sobre Louise.
—Para serle sincera, no sé gran cosa. Supongo que querrán ver
su habitación.
—Sí, por favor. Pero ¿puede responder primero a nuestras
preguntas? —preguntó Boyd con dulzura.
Belinda bebió unos tragos de su copa y reflexionó.
—Louise fue una chica con problemas desde el caso del señor
Thompson. Yo estaba segura de que tenía una depresión, pero su
padre no quería creerme. En secreto, planeé que fuera a terapia,
pero no la convencí. Solo escuchaba a su padre. —Hizo una pausa
—. ¿Por qué creen que bebo? No soporto a ese hombre.
—Podría dejarlo —comentó Lottie.
—Es complicado.
La inspectora decidió abandonar la conversación. Su principal
preocupación era descubrir todo lo posible sobre Louise.
—¿Cómo era la relación de Louise con Cristina Lee?
—¿Cristina Lee? Nunca he oído ese nombre, pero no sé gran
cosa sobre los amigos de Louise. Lo cierto es que no hablaba
conmigo.
—¿Recibió alguna carta o nota extraña hace poco? —Lottie
pensaba en la nota amenazadora que había descubierto en el
dormitorio de Amy Whyte.
Belinda bebió un poco más y se encogió de hombros.
—No lo sé.
—¿Puedo registrar su habitación?
—La acompañaré.
Lottie fue hacia la puerta. Se moría de ganas de alejarse de
aquella mujer. Algo en su comportamiento la inquietaba. Pensaba
que, quizá, se debía a que Belinda le recordaba a sí misma cuando
había caído en las garras del alcohol tras la muerte de Adam. ¿O
era algo completamente diferente? No lo sabía.
Boyd puso los ojos en blanco mientras Belinda rellenaba su vaso
antes de acompañarlos al piso de arriba por la escalera de caracol.
Se detuvo frente a una de las puertas en el amplio rellano.
—Este es su cuarto. Creo que me acostaré una hora. Si tienen
que llevarse algo, devuélvanlo de una pieza, por favor. —
Desapareció detrás de una puerta al final del rellano.
—¿De qué diantres iba todo eso? —dijo Boyd.
—Vete tú a saber.
Al entrar en el espacio personal de la víctima, Lottie sintió de
inmediato la pérdida de Louise. Un sentimiento que su madre no
había mostrado. Estaba en la habitación de una chica de veinticinco
años que nunca volvería a tumbarse en su cama, o miraría el móvil,
o terminaría la carrera.
El dormitorio estaba ordenado. En el armario, la ropa colgaba
pulcramente de las perchas, y todo estaba alineado a la perfección
sobre el tocador. El cubrecama estaba arrugado, con una camiseta y
un pantalón de chándal encima, probablemente su pijama. Lottie
divisó un portátil, libretas y un archivador de anillas sobre el sillón de
la ventana.
—Serán las cosas del curso —sugirió Boyd, y cogió una carpeta
con las manos enguantadas.
—Seguramente, Sherlock.
Lottie miró por la ventana. Tres urracas se posaban sobre las
ramas desnudas de un árbol. Trató de recordar la vieja canción,
pero no lo consiguió. En vez de eso, se centró en el portátil. Estaba
cargado y encendido, y protegido con contraseña.
—Mierda. Necesitamos la clave.
—Tal vez su madre la sepa.
—Lo dudo mucho. El equipo técnico puede echarle un vistazo.
—O podrías preguntárselo a su padre.
—Tal vez. —Lottie no estaba segura de que quisiera hablar con
Cyril Gill en un futuro próximo.
—¿Necesitamos algo más? —preguntó Boyd.
Lottie percibió la distancia que su tono de voz marcaba entre
ellos. Se había equivocado al gritarle en la comisaría, pero el día
había sido muy estresante. McMahon se la tenía jurada, Cynthia
Rhodes sabía cosas que no debería, Bernie Kelly andaba suelta por
la ciudad, merodeando, y, para colmo, tenían dos cadáveres más.
—El móvil. —Lottie encontró el iPhone cubierto de brillantes
tirado sobre la almohada. Apretó el botón de desbloquear. Igual que
el portátil, requería un código.
Guardó el dispositivo en una bolsa y Boyd hizo lo mismo con el
portátil. Luego, mientras el sargento hojeaba las libretas, Lottie echó
un vistazo rápido al baño privado. Abrió el armario con puertas de
espejo que había encima del lavabo sin mirarse en él. Pasta de
dientes, un cepillo eléctrico, sérum capilar y pequeñas botellas de
gel de ducha. No había medicinas ni pastillas anticonceptivas. Cerró
el armario.
Regresó al tocador e inspeccionó cada uno de los frascos de
pintaúñas y perfume caro. En los cajones había un surtido de joyas
guardadas en cajas. El resto estaban llenos de ropa interior, toda de
lujo, aunque no había nada transparente o erótico.
—No hay rastro de ninguna moneda o nota —dijo.
—Puede que su muerte no esté relacionada con la de Amy y
Penny —comentó Boyd.
—Tiene que estarlo. Dejaron monedas junto a los cuerpos. Es el
mismo asesino.
Cuando Boyd levantó una libreta Moleskine de cuero negro,
Lottie oyó que algo caía al suelo.
—¿Qué ha sido eso? No te muevas, quédate donde estás —le
indicó mientras el vello de sus brazos se erizaba.
—No voy a moverme.
La inspectora se puso de rodillas e inspeccionó el suelo junto a
los pies de su compañero.
—Ha caído algo de la libreta. Lo he oído.
—Te imaginas cosas.
Buscó alrededor y debajo de la cama. Nada. Metió la mano junto
a la mesita de noche. Sintió algo con el látex de los guantes, lo
arrastró fuera y lo alzó a la luz.
—Una moneda —exclamó triunfante.
Capítulo 37

La voz de su madre llegó hasta el recibidor en cuanto puso un pie


en la casa.
—¿Qué haces aquí a estas horas?
—Nos han dejado salir pronto —mintió y se dirigió a las
escaleras. Había tenido suerte. Por ahora. Su abogado había
conseguido que lo soltaran de inmediato. Los polis no tenían
pruebas para retenerlo.
—¡Ven aquí!
Conor suspiró y fue al salón. Sus sentidos ya se habían
acostumbrado a la peste y al polvo, pero sus ojos no podían negar
la imagen de la degradación. Tendría que ingresar a su madre en un
geriátrico. ¿Cómo se las había apañado mientras él no estaba? No
quería saberlo.
—¿Qué? —Se quedó de pie detrás de la anciana.
—Ven aquí, donde pueda verte. —La mujer golpeó el suelo con
el bastón.
—Dame un momento.
Volvió al recibidor y dejó la chaqueta sobre el pasamanos.
Luego, fue a la cocina. Necesitaba una copa. En la nevera solo
había un tetrabrik de leche. En vez de eso, se sirvió un vaso de
agua del grifo, lo bebió y se dirigió al salón.
—Vale, aquí estoy. ¿A qué viene tanta prisa?
—Necesito un baño.
Por primera vez desde que había salido de la cárcel, se fijó en la
calvicie incipiente en la cabeza de su madre. En algunas partes se
veía la piel sonrosada, y los cabellos que quedaban estaban
aceitosos y aplastados contra la cabeza. De repente, se dio cuenta
de que en los dos meses que habían pasado desde que había
salido de la cárcel, su madre no se había dado un baño ni una
ducha. No era de extrañar que la habitación apestara.
Irguió los hombros y se preparó para una batalla que no
necesitaba después del día que había tenido.
—Mamá, creo que te iría bien tener un cuidador. Yo no puedo
trabajar y ocuparme de ti.
La anciana no dijo nada. Conor lo tomó como una buena señal.
Se agachó un poco y la miró a los ojos acuosos.
—¿Qué te parecería un asilo para personas mayores? Podría
investigar un poco y…
El primer golpe del bastón lo alcanzó sobre la oreja y lo arrojó
hacia atrás. El segundo le golpeó en las rodillas. Cayó sobre la
cómoda y, como consecuencia, la volcó. La orina se desparramó por
el suelo y le mojó los pantalones. Se preguntó por qué su madre no
usaba el catéter.
—¿P-por qué has hecho e-eso? —tartamudeó y se frotó la
cabeza con la mano, tratando de encontrar la herida que, sin duda,
tendría.
—No me vas a meter en ningún asilo, ¿me has oído? Esta es mi
casa. Si alguien tiene que irse, serás tú. Criminal inútil. Ladrón.
Asesino.
—Yo no he matado a nadie, loca de mierda. —Intentó ponerse
en pie y parecer valiente, pero su madre era la única persona del
mundo que podía reducirlo a un despojo lloriqueante.
—¿Ese es el tipo de respeto que has aprendido en la cárcel?
¿Quién te crees que eres, llamando loca a la única familia que te
queda?
La anciana se había levantado. Se apoyaba casi por completo en
el bastón que había blandido con tanta fuerza hacía un momento, y
Conor se preguntó si habría fingido todo ese tiempo. Apenas había
visto a su madre de pie en los últimos dos meses, pero en ese
momento le fallaron las rodillas y cayó de nuevo en el sillón rancio.
—Me rompes el corazón, Conor. Le partes el alma a tu madre al
hablar así.
Unos golpes en la puerta lo salvaron de tener que ofrecer una
disculpa falsa. Cuando se movió, su madre levantó el bastón.
—Diles que se vayan. Quiero ese baño. Ahora.
Salió de la habitación y abrió la puerta principal. Tony se coló
dentro.
—Pon el hervidor y cuéntamelo todo sobre esa inspectora de
piernas largas.
Conor gruñó, pero, por una vez, se alegraba de que Tony
estuviera allí.

Lottie contuvo el enfado que le provocaba que hubieran soltado a


Dowling y miró fijamente las fotografías de las cuatro víctimas en la
pizarra del caso. En la segunda pizarra alguien había colgado fotos
de Richard Whyte y Cyril Gill.
—¿Quién ha puesto eso ahí?
Los detectives que había en la sala murmuraron y se encogieron
de hombros. El tipo nuevo levantó la mano.
—He sido yo, inspectora.
—¿Puedes repetirme tu nombre?
—Sam McKeown.
—¿Dónde está Kirby?
Su nuevo detective se encogió de hombros. Le pareció que era
atractivo, un tipo fornido. Tenía la mandíbula cuadrada y los ojos
verdes, como ella. Llevaba la camisa arrugada, con las mangas
subidas hasta los codos. Lottie esperaba que fuera señal de que
trabajaba duro. El tiempo lo diría.
Estaba a punto de quitar las dos fotografías de los padres, pero
se lo replanteó. Mejor dejarlas allí. Abrió una carpeta, sacó la foto de
Conor Dowling y la colgó junto a las otras.
Era su único sospechoso de verdad.
—Quiero saberlo absolutamente todo sobre Conor Dowling. Qué
hizo en la cárcel y qué ha hecho desde que salió.
—Sí, jefa —respondió McKeown.
Lottie regresó a su despacho. Boyd había dejado una bolsa con
libretas y carpetas que pertenecían a Louise Gill sobre su escritorio.
Esperaba encontrar algo en ellas. A través de la puerta abierta, lo
vio sentado en su escritorio toqueteando el portátil de Louise.
—Pensaba que se lo enviarías a los técnicos.
—Quería probarlo antes.
—No tienes la menor idea de cómo desbloquearlo.
—Al menos yo recuerdo mi contraseña sin tener que apuntarla
en un pósit —contestó él sin levantar la cabeza.
Lottie hizo una mueca. Ni siquiera se le ocurría qué contestar.
Abrió la bolsa de plástico y sacó una de las libretas de Louise.
—¿Dónde está Kirby?
—Tal vez ha salido a por comida. —La miró—. Yo también tengo
un poco de hambre. ¿Te apetece algo? —Sonrió.
—Quizá más tarde. —Le devolvió la sonrisa. Tal vez el día
mejoraría. Tal vez no.

—¿Cómo está, señora D? —saludó Tony, que asomó la cabeza por


la puerta del salón y la apartó con la misma rapidez—. ¿Qué es ese
olor? —le preguntó a Conor.
—Shhh. Está de mal humor. —Conor encendió el hervidor y agitó
el tetrabrik de leche para asegurarse de que no estuviera agria.
—Más bien de mal olor, diría yo.
—Nadie te ha preguntado, así que calla. —Dowling puso dos
tazas sobre la mesa—. ¿Qué pasó después de que me fuera?
—¿Por qué susurras? —dijo Tony—. Oh-oh. ¿No le has contado
nada a tu madre?
—No, y no se enterará si mantienes tu bocaza cerrada. —Conor
empujó la puerta con el pie.
—Yo también me tomaré una taza de lo que sea que estás
preparando. —La voz de su madre todavía se oía desde el salón.
Conor la ignoró y se sentó a la mesa.
Tony lo miró expectante.
—Venga. ¿Qué quería la inspectora? Menudas piernas tiene. Me
gustan las flacas. ¿Y a ti?
—Cierra el pico, Tony. Es una poli de mierda, y es la que me
metió en la cárcel.
—Pensaba que habían sido las testigos.
—Esas dos hijas de puta. —Si todavía estuviera en la cárcel,
Conor habría escupido en el suelo, pero se lo pensó mejor y
mantuvo la boca cerrada.
—Dos hijas de puta que ahora están muertas. —Tony trató de
cruzar los brazos delante de su enorme barriga, pero se rindió y
apoyó las manos sobre el regazo.
—Sí, bueno, tu inspectora de las piernas delgadas cree que he
tenido algo que ver con ello.
—¿De verdad? —Tony bajó la vista, y Conor se fijó en que se le
enrojecían las mejillas.
—¿Te da miedo ser amigo mío ahora que podría ser un asesino
en serie?
—No, para nada. Joder, tío, todo esto es… demasiado raro.
Al ver que Tony se quedaba sin palabras, Conor comprendió lo
seria que podía volverse la situación. Si la inspectora Parker quería
cargarlo a él con los asesinatos, ¿quién iba a detenerla? Necesitaba
a Tony de su parte.
—Para tu información, yo no las maté.
—¿Dónde está mi té? —La voz de su madre se había convertido
en un chillido.
—Ahora voy. —Conor puso una bolsita de té en una taza—.
Toma, llévaselo tú —le pidió a Tony.
—Tío, voy a echar la pota. ¿Tú no lo hueles?
—Oh, vete a la mierda.
Cogió una galleta de un paquete abierto y se la llevó a su madre
con el té.
—¿Qué tal un plato?
Conor se tragó la réplica, fue a buscar el plato y volvió para
sentarse con Tony.
—Me está volviendo loco —se quejó, y cogió una galleta del
paquete antes de que Tony se las comiera todas—. ¿Qué hay del
cuerpo en el túnel? —preguntó, ansioso por cambiar de tema.
—¿Qué pasa con él? —respondió Tony, con migas pegadas a la
barba de tres días.
—¿Cleary va a denunciarlo o qué? ¿Qué pasó después de que
me fuera?
—No mucho. El jefe se subía por las paredes, no paraba de
gritar no sé qué sobre su hija. Te estaba buscando, diciendo que te
colgaría.
—¿A mí? Todo el mundo me tiene por un asesino en serie solo
porque he estado en la cárcel. —Tony se mantuvo callado, y Conor
añadió—: ¿Cleary no le ha dicho nada sobre el cuerpo en el túnel?
—No ha podido decir ni mu.
—Deberíamos olvidarnos de que está ahí y seguir con el curro.
Todos necesitamos el trabajo. Si informamos de lo del cuerpo,
tendrán que cerrar la obra.
—Creo que el jefe está más preocupado por el asesinato de su
hija que por unos huesos viejos que, probablemente, llevan ahí
abajo desde hace cien años. —Tony sorbió su té y hundió lo que le
quedaba de la galleta en el líquido.
Conor estuvo a punto de decir que los harapos que llevaban los
huesos no parecían tener cien años, pero calló. Hablaría con el
capataz. No podía perder el trabajo. Aunque, por otro lado, Gill lo iba
a despedir. Oyó a su madre, que lo llamaba.
—¿Conor? Llévate esta taza antes de que la tire. Mis pobres
manos están destrozadas.
—Tony. Sé un buen amigo y ve a buscarla tú.
—Vete a la mierda.
—¿Por favor? Y me olvidaré de que me jodiste el taller.
—Yo no lo jodí, capullo. Menudo amigo eres. —Tony cogió su
chaqueta y salió por la puerta antes de que Conor pudiera añadir
nada más.
—¿Ya se va Tony? —gritó Vera mientras la taza se partía contra
el suelo.
Conor apretó los puños con fuerza.
Capítulo 38

Bernie Kelly esperaba y observaba.


Leo Belfield se movía en círculos, buscándola en todos los
lugares equivocados. Lo tenía controlado. Eran como el gato y el
ratón, pero ella era mucho más lista que él. Debería darle lástima,
pero no había ni una pizca de compasión en su corazón. Él había
creído que la estaba sobornando a cambio de información, cuando,
en realidad, ella lo controlaba manejando los hilos a su antojo.
Cuando lo vio regresar al hotel Joyce, fue libre para merodear.
Tenía planes para él, pero no los ejecutaría todavía. Su media
hermana, Lottie Parker, pagaría con creces por haberla encerrado
con los lunáticos que se habían declarado dementes. Bernie no
estaba loca. Solo era una mujer muy inteligente. Se rio. Entonces,
se dio cuenta de que la gente empezaba a mirarla, y tiró del cordón
de su capucha para ajustársela alrededor de la cara. Era una tarde
oscura y le venía de maravilla.
Caminó en dirección a la casa de Lottie.

Rose sabía que Katie estaba harta de tenerla dando vueltas en


casa, pero tenía que quedarse hasta que Lottie llegara del trabajo.
Sean y Chloe habían regresado de la escuela sanos y salvos en un
taxi. Ninguno de sus nietos sabía por qué su madre lo había pedido,
pero Rose estaba aliviada.
—Abuela, ¿por qué no te vas a casa? Estamos bien —dijo Katie.
Rose miró la cesta de la ropa y sacó la plancha y la tabla de
planchar.
—Haré esto antes de irme.
—Mamá no plancha. La mayoría de las arrugas desaparecen de
la ropa cuando nos la ponemos.
—En mis tiempos, no salíamos de casa sin la raya marcada en el
pantalón. —Pasó la plancha por la manga de una de las camisas del
uniforme de Sean.
—Eso fue hace como un millón de años —se rio Katie.
—Menos humos, señorita. No soy tan vieja. —«Pero sí lo soy»,
pensó Rose. El regreso de Bernie Kelly la había hecho envejecer.
Se sentía como si alguien hubiera convertido sus huesos en serrín.
¿Cómo iba a decírselo a Lottie?
—Abuela, ya sé que no me lo has querido decir antes, pero ¿te
ha pedido mamá que vengas hoy?
Rose colgó la camisa en una percha y cogió una camiseta
arrugada de Lottie. ¿Cómo podía llevar la ropa sin planchar?
—¿Por qué piensas eso?
—Es solo… Bueno, se comportaba de una manera muy rara esta
mañana.
—¿Acaso tu madre no es siempre un poco rara?
Katie rio.
—En eso tienes razón, pero ha estado mucho más tranquila y en
mejor forma desde que nos mudamos. Es genial verla otra vez casi
feliz. Pero esta mañana parecía asustada, y no quiero que vuelva a
ser como antes.
—¿Qué la ha asustado? —Rose contuvo el aliento, con la
esperanza de que Bernie no hubiera dado ya el siguiente paso.
—No estoy segura. Estábamos hablando y una especie de
moneda cayó del bolsillo de la chaqueta de Louis. Se puso un poco
loca.
—No te preocupes. Hablaré con ella cuando llegue a casa. —
Rose se preguntó cómo acabaría esa conversación.

Tony tenía una pinta entre las manos. Sorbió, sintiendo el resfriado
que empezaba a echar raíces, y se percató de que sus
pensamientos se centraban en Conor. La señora D fingía, estaba
seguro. La había visto algunas semanas antes de que soltaran a
Conor, y no estaba tan mal, en absoluto. ¿Le estaba haciendo pagar
por segunda vez la desgracia que había llevado a su casa? Conor
ya había cumplido su pena, pero Vera Dowling era una mujer
orgullosa, y ahora que Tony lo pensaba, también podía ser
peligrosa.
La espuma cremosa de la Guinness se hundía en el líquido
negro.
—Oye, Darren, échale un poco más de espuma. —Tendió la
pinta al camarero.
Si Tony no hubiera metido la pata, aún estaría casado. Todavía
tendría la casa y no viviría en su viejo apartamento. Menos mal que
no lo había vendido. Echaba de menos a sus padres. Habían muerto
uno después del otro, hacía dos años, con un mes de diferencia. Y
solo tenían sesenta y pocos.
—La vida es una mierda.
—¿Qué dices, Tony?
—Oh, nada Darren, solo ahogo mis penas. —Cogió la pinta y se
bebió media de un trago.
—Qué triste lo de esas mujeres.
—¿Los asesinatos?
—Sí. Las dos primeras estuvieron aquí el sábado por la noche,
tan contentas. Y ahora ya no están.
Tony sintió que se le cortaba el aliento.
—Es muy triste.
—¿Una de las que han encontrado esta mañana no es la hija de
un constructor?
—Cyril Gill.
—Ese. Es tu jefe, ¿no?
—Sabes todo lo que pasa en esta ciudad, Darren.
—Si te soy sincero, sé bastante.
Tony bajó la cabeza. Demasiada gente sabía demasiado.
—Vi a tu ex hace poco —comentó Darren.
—No me importa. —Pero Tony sintió que el alcohol se le removía
en el estómago.
—Con un policía, ese tal Kirby. Perdió a su novia hace unos
meses.
—Darren, no quiero saber nada de ella ni de cualquiera con
quien salga. —Pero le importaba. Dios santo. Un policía. Eso era lo
único que le faltaba.
Se terminó la pinta y salió del pub con más confusión que
decisión.

Cuando hubo vaciado la última palangana de agua sucia en el


lavabo, Conor vistió a su madre con ropa limpia. Sentía escalofríos
cada vez que le tocaba la piel. Esto no estaba bien. Se suponía que
los hijos no hacían eso. Si no supiera que era imposible, pensaría
que había desarrollado su discapacidad como castigo.
Metió la ropa sucia en la lavadora y reflexionó sobre eso un
momento. Tenía artritis reumatoide, ¿verdad? Había visto los
huesos nudosos que sobresalían de sus manos y rodillas. ¿Cuándo
había empeorado tanto? ¿Había sido justo antes de que regresara a
casa, o llevaba años así? No quería molestar a los vecinos
haciéndoles preguntas de las que él, su hijo, debería conocer las
respuestas. De todos modos, probablemente no le contarían nada.
Tendría que hablar con Tony.
Encendió la lavadora y secó los platos. Cuando la cocina estuvo
en orden, se asomó al salón. Su madre roncaba sonoramente.
Ahora la peste era un poco más soportable. Echó ambientador en
todas las superficies, incluyendo el suelo y las cortinas.
Se escabulló por la puerta, sintiéndose como un adolescente que
se escapa para fumar un cigarrillo. Ese pensamiento le despertó las
ganas de nicotina. Tenía el paquete de Tony, pero no tenía mechero.
Tal vez caminaría hasta el supermercado. El aire era frío, pero
fresco. El cielo estaba oscuro. No le importaba. Después de años de
luz artificial en su celda, agradecía el cielo nocturno sobre su
cabeza.
Al final de la calle, un coche se acercó con las luces delanteras
encendidas. Giró y se subió a la acera. Conor trató de apartarse de
un salto y cayó sobre un seto perenne pulcramente recortado. Las
espinas se le clavaron a través de los pantalones y le arañaron las
manos mientras se incorporaba.
—¿Qué demonios…? —gritó—. ¿A qué crees que estás
jugando?
Las palabras murieron en su garganta cuando un puño se
estrelló contra su cara. Sintió que se le partía un diente y la sangre
brotó de su boca. Mientras intentaba levantarse, un segundo golpe
lo alcanzó en el costado de la cabeza, y cayó de nuevo en el seto.
Trató de identificar a su atacante, pero las luces del coche lo
cegaban. Una patada en el estómago y un golpe en las pelotas y se
hizo un ovillo mientras lanzaba un grito. El cielo oscuro parecía lleno
de estrellas titilantes cuando antes tan solo era negro como el betún.
Entonces comenzaron a desaparecer de una en una. Se le cerraban
los párpados. Intentó enfocar la mirada para ver quién lo había
atacado.
Las últimas estrellas se apagaron y la oscuridad se fundió en una
larga sábana de carbón.
Sus ojos se cerraron y el dolor desapareció mientras perdía la
consciencia.
Capítulo 39

Lottie percibió que algo no iba bien en cuanto puso un pie en su


casa.
—¿Katie? ¿Chloe? ¿Sean? ¿Dónde estáis?
Entró de golpe en la cocina. Su madre estaba de pie, de
espaldas a la encimera, con los brazos cruzados como un sargento
mayor, pero la chispa de rebelión que tan a menudo brillaba en los
ojos de Rose había desaparecido.
—¿Qué pasa? ¿Dónde están los chicos? —Lottie dejó la
chaqueta y el bolso en el respaldo de una silla y vio la pila de ropa
planchada y doblada.
—Están arriba.
—¿Por qué? ¿Qué sucede?
—Han cenado. Hay un plato para ti en el microondas. Chloe y
Sean están haciendo los deberes, no sin antes protestar, debo
añadir, y Katie está acostando a Louis.
Lottie suspiró con alivio.
—Gracias a Dios.
Oyó a Rose acercarse a ella. Pasó de largo y encendió el
microondas, embargada de repente por la necesidad de comer.
—Tenemos que hablar —dijo Rose.
—Tengo que comer.
—No seas tan agresiva.
—No lo soy. Estoy hambrienta.
Esperó con impaciencia mientras el plato giraba dentro del
microondas nuevo y reluciente. Cuando oyó la campanilla, lo sacó,
cogió un cuchillo y un tenedor y se sentó a la mesa frente a Rose. El
filete tenía buena pinta, y sabía que el puré de patatas sabría a
mantequilla y leche.
—Esto es fantástico, gracias. Te lo agradezco de verdad.
—Háblame sobre la moneda que encontraste en la ropa de
Louis.
—¿Te lo ha dicho Katie?
—Sí.
—No es nada.
—Es una señal.
—No te pongas supersticiosa. —Al menos, Rose no sabía lo de
las semillas, pensó Lottie.
—Tengo que contarte una cosa —dijo Rose.
Lottie se moría de hambre y nada le apetecía más que atacar el
plato de comida, pero dejó el tenedor.
—Adelante. Cuéntamelo. —Miró a su madre, la miró de verdad, y
se fijó en que las arrugas estaban más marcadas en su frente. Las
patas de gallo parecían haberse multiplicado en el último año.
Habían pasado tantas cosas… Sus corazones habían soportado
mucho, y la mayoría no había sido bueno. La única luz brillante en
sus vidas había sido el nacimiento del pequeño Louis, hacía apenas
un año. Su corazón se encogió de amor salpicado de miedo.
Rose respiró profundamente y exhaló.
—Bernie Kelly vino a mi casa anoche.
—¿Qué? —Lottie la miró fijamente con la boca abierta—. ¿Estás
bien? ¿Te ha hecho daño? —Notaba que le hervía la sangre.
—Me quedé un poco alterada. No me amenazó, pero me dio un
buen susto.
Lottie trató de controlar su respiración y tomó aire con dificultad.
—¿Qué hizo?
—Nada. Fueron sus palabras.
—Adelante, cuéntamelo. Tengo que saber qué planea. Es una
persona muy peligrosa.
—Ya lo sé —saltó Rose—. ¿Sabías que había escapado?
—Sí. Se ha hecho un llamamiento a nivel nacional pidiendo a la
gente que avise a la policía si la ven.
—¿Y no me advertiste personalmente? ¿O a tus hijos?
—Lo organicé todo para que estuvierais a salvo, pero tengo que
investigar cuatro asesinatos. —Eso no era una excusa válida, y
Lottie lo sabía. Esperó la arremetida.
—Una vez más has puesto tu trabajo por delante de tu familia.
¿Cuándo aprenderás? Esa mujer podría habernos asesinado
mientras tú estabas ahí fuera trabajando.
—No he puesto mi trabajo por delante. Nunca lo hago. —Al
menos, eso creía. No lo hacía de manera intencionada—. Le dije a
Katie que se quedara en casa y contraté un taxi para que llevara y
trajera a Chloe y Sean de la escuela. Sea como sea, Bernie ha
tenido muchas oportunidades de hacer algo, pero no lo ha hecho.
Solo necesito encontrarla.
Rose se retorció las manos.
—He visto las noticias esta mañana.
«Oh, mierda», pensó Lottie.
—Cynthia Rhodes me va a oír en cuanto me recomponga un
poco.
—¿No se lo contaste a tu jefe en aquel momento?
—¿El qué?
—Que Bernie y tú sois parientes.
—Entonces no era mi jefe. —Suspiró profundamente—. Pero
ahora lo sabe, ¿no?
—No te hagas la listilla, Lottie. No te pega.
—Lo siento. —Como de costumbre, su madre la había reducido
a su niña interior. Y eso nunca era bueno.
—Todo el mundo pensará que soy una ladrona de bebés.
La bomba explotó. Lottie se levantó de un salto.
—¡Siempre se trata de ti! ¿Qué pasa conmigo y mi familia? Lo
que mi padre hizo es imperdonable, pero el hecho de que nunca me
lo contaras es aún peor. Me ocultaste el secreto durante toda mi
vida y tuve que descubrirlo con una puñalada de la mujer que afirma
ser mi hermana. El dolor fue tan insoportable que pareció que me lo
hubiera clavado en el corazón. He pasado por cosas peores y he
sobrevivido, pero ahora mis hijos tendrán que saberlo. ¿Cómo
propones que se lo diga?
Rose sacudió la cabeza con tristeza.
—Es un desastre, y no tengo ni idea de cómo arreglar mis
errores. —Miró a Lottie, con los ojos llorosos y que denotaban más
edad que sus setenta y tantos años—. Bernie me dio un mensaje
para ti.
—También me dejó uno anoche. Un montón de semillas delante
de la puerta.
—¿Cómo sabes que ha sido ella?
—¿Quién más está obsesionado con esas cosas? ¿Quién más
tenía un libro sobre hierbas y pidió que se lo llevaran a su celda?
¿Qué quería que supiera?
—No quería decírtelo. No iba a hacerlo, pero cuando he visto las
noticias esta mañana, sabía que no tenía otra opción.
—Adelante. —Lottie no estaba nada segura de querer oír lo que
Bernie Kelly le hubiera dicho a su madre. Sabía que esas palabras
podían ser letales.
—Parloteó mucho. Habló sin coherencia durante un rato; luego,
dijo que te asegurara que no volverían a encerrarla. Va a
desaparecer. —La voz de Rose flaqueó. Tosió y continuó hablando
—: Pero antes de hacerlo, va a matar a todos tus hijos y a tu nieto.
Lottie sintió cómo la bilis le subía desde el estómago.
—Por encima de mi cadáver.
—¿Qué vas a hacer? —La voz de Rose temblaba.
—La mataré yo primero.
Capítulo 40

Al principio, el joven no fue muy servicial, y tampoco su perro


sarnoso, pero necesitaba un lugar para dormir donde nadie fuera a
hacerle preguntas. Sacó un billete de cincuenta del fajo que le había
robado a Leo Belfield y lo agitó en el aire.
—¿Cómo te llamas? —preguntó al hombre de la cara sucia.
—Todos me llaman Mick.
—Bien, Mick, aquí tienes un poco de dinero. Quiero alquilar tu
saco de dormir y esta esquina durante esta noche. ¿Trato hecho?
El joven cogió el dinero, se quitó de encima las cajas y
periódicos y salió del saco de dormir. Se enroscó la correa en la
mano y se alejó con su perro.
Bernie miró a su alrededor con cautela mientras se preguntaba si
alguien habría visto la transacción. En el supermercado de enfrente
estaban cerrando y bajaban las persianas. El aparcamiento estaba
prácticamente vacío. La esquina estaba bastante apartada. Nadie se
fijaba en los sintecho, se habían convertido en parte de la
infraestructura.
Podía pasar desapercibida, era una maestra de la imitación. Y de
muchas otras cosas. El olor no la molestaba. Al hombre le sudaban
los pies, pero el saco estaba bastante limpio. Se cubrió la cabeza
con él y Bernie Kelly se acomodó para pasar la noche conspirando y
planeando lo que haría al día siguiente.
Capítulo 41

Conor llegó tarde al trabajo el jueves por la mañana. No había


dormido bien. Cuando recuperó la consciencia después de que lo
despertara un paseador de perros, se arrastró hasta casa con la
cabeza latiendo. Había entrado tan silenciosamente como había
podido, había subido las escaleras y se había derrumbado sobre la
cama.
Ahora había entrado a hurtadillas en la obra, con el cuello del
abrigo subido. Se ajustó el velcro en los puños de los guantes y
cogió la carretilla.
—¿A dónde crees que vas con eso?
Bob Cleary avanzaba hacia él resoplando, salpicándolo todo de
barro. Si Conor estuviera al mando, haría que pasaran la manguera
cada día. No costaba tanto ser limpio.
—Voy a llevarla atrás. Gerry dijo que la necesitaba para mover
arena.
—Voy a mover a Gerry hasta la calle si no hace lo que se le
ordena. Déjala y ven conmigo. El jefe quiere hablar contigo un
momento.
—No pensaba que fuera a venir hoy. —Conor sintió que la
preocupación se deslizaba por su sangre como una serpiente.
—¿Y eso por qué?
—Su hija. Ha sido asesinada, ¿sabes?
—Por supuesto que lo sé, joder. El hombre está inconsolable,
pero eso no le impide trabajar. Supongo que necesitaba salir de
casa y hacer algo constructivo. Vamos.
«Constructivo», pensó Conor. «Como despedirme». Se mordió la
mejilla por dentro. No quería ver al jefe. Estaba seguro de que había
sido Gill quien le había pegado anoche una paliza.
—Tengo que llevar esto o Gerry me despedirá.
—Yo soy quien contrata y despide y digo que dejes esa mierda y
vengas conmigo.
¿Debería salir corriendo o quedarse? Conor decidió correr el
riesgo.

Lottie apenas había pegado ojo en toda la noche. La vieja angustia


se le había enraizado en la boca del estómago, y sentía que podría
estar todo el día agachada junto al lavabo vomitando su miedo.
Se había pasado las horas de oscuridad vigilando a sus hijos:
acariciándoles el pelo mientras dormían y junto a la cuna de Louis
oyéndolo respirar. Si le pasara algo a cualquiera de ellos, no podría
sobrevivir a la pena y la culpa. Tenía que protegerlos.
Ahora estaba sentada mirando su teléfono mientras una taza de
café se enfriaba sobre la mesa. ¿Quién podía ayudarla? ¿Leo
Belfield? No. Ya había perdido a Bernie, no serviría de nada, aunque
fuera capitán del Departamento de Policía de Nueva York. No podía
contar con ninguno de los miembros de su reducido equipo, estaban
demasiado ocupados. Un coche patrulla frente a la casa no serviría
de mucho. ¿Podía justificar poner a su familia bajo arresto
domiciliario no oficial? Habían recibido una amenaza directa, pero
sabía que McMahon no empatizaría con ella como su antiguo
comisario, Corrigan, habría hecho. Estaba demasiado preocupado
por su productividad y la del distrito. Liberar recursos menguantes
para vigilar a los hijos de su inspectora no entraba en sus planes.
¿Podría mantener a Chloe y Sean en casa sin decirles por qué? No
quería preocuparlos, pero, al mismo tiempo, necesitaban estar
alerta. ¿Qué debía hacer?
El timbre de la puerta sonó de manera estridente y la sacó de
sus cavilaciones. Golpeó la taza y la volcó. Casi pierde los papeles
mientras iba lentamente hacia la puerta. Cynthia Rhodes estaba
fuera.
—¡Tú no! —exclamó Lottie con un gemido.
—Vengo en son de paz.
—Ya. Ve a otra con los chistes.
—¿Puedo entrar?
—Cynthia, estoy a punto de irme a trabajar, no tengo tiempo.
—Un minuto, eso es todo. Creo que puedo ayudarte.
Lottie cedió y condujo a la periodista hasta la cocina. Limpió el
café derramado y preguntó:
—¿Té o café?
—No, gracias.
Cuando estuvieron sentadas, Cynthia se recolocó las gafas de
montura negra sobre la nariz y miró a Lottie fijamente.
—Tienes pinta de necesitar una buena noche de sueño
reparador.
—¿Qué quieres, Cynthia?
—Quiero tu historia.
—Puedes irte a la mierda. Me estás haciendo perder el tiempo,
me voy a trabajar. —Lottie se levantó.
—Dame dos minutos.
Lottie permaneció en pie, con la vista fija en los rizos cortos y
oscuros de Cynthia.
—Adelante.
—Quiero toda la historia de Bernie Kelly y, a cambio, tal vez
pueda ayudarte con los asesinatos de las chicas.
—No acepto chantajes.
—No es un chantaje.
—A mí me lo parece. —Lottie cogió la chaqueta del respaldo de
la silla y empezó a ponérsela.
—Sé algo sobre Louise Gill.
—Acabamos de comenzar la investigación, así que cualquier
cosa que puedas decirnos debe ser grabada por un miembro del
equipo. Tienes que prestar una declaración de forma oficial.
—¿Quieres oír lo que tengo que decir o no? —Cynthia
tamborileó sobre la mesa con una uña.
No sabían cómo seguir la investigación de los asesinatos de las
chicas, así que Lottie se sentía como si la estuvieran secuestrando.
Pero quería saber lo que Cynthia tenía que decir.
—Sí, quiero, pero no prometo nada a cambio.
—Eso me lo pondría más difícil, a menos que consiga algo a
cambio.
—Dime lo que sabes y me lo pensaré. —No tenía ninguna
intención de revelarle nada a la reportera.
—No me traiciones.
—Oh, por el amor de Dios, Cynthia, ¿qué sabes? —Lottie volvió
a sentarse, con la chaqueta a medio poner.
—Louise estaba estudiando un curso sobre comportamiento
criminal.
—Lo sé.
—Como parte del curso, entrevistó a prisioneros.
—Tengo sus documentos. —Todavía tenía que leerlos.
—Habló con Conor Dowling.
—Estoy segura de que así es. —Lottie sintió que le ardían las
mejillas. Cynthia se le había adelantado.
—En el transcurso de esas entrevistas, reveló algo a Conor
Dowling que arroja dudas sobre su condena hace diez años.
—Has visto Making a Murderer en Netflix. —Lottie trató de
disimular la exasperación en su voz, pero fracasó—. Las pruebas
eran contundentes. Conor Dowling aterrorizó a un anciano en su
propia casa con una escopeta de cañón recortado y, después de
pegarle una paliza, saqueó el lugar. Louise Gill y Amy Whyte dieron
testimonio ocular concluyente. Ambas vieron a Conor Dowling en la
zona aquella noche.
—Louise habló conmigo después de su conversación con
Dowling en la cárcel.
—¿Y por qué iba a hacer eso?
—Yo estaba trabajando en una historia para que coincidiera con
su salida de prisión que nunca llegó a emitirse. Pero te aseguro que
la chica estaba carcomida por la culpa.
—¿Por encerrar a un criminal?
—Mintió.
—¿Cómo?
—No había pruebas físicas o forenses contra Conor Dowling.
Nunca encontrasteis el arma o el dinero. Dowling no se defendió.
Fue condenado por las declaraciones de las testigos.
—De momento es correcto.
—Louise y Amy mintieron.
—¿Qué? —Lottie no se esperaba esto. Sintió que le colgaba la
mandíbula y se apresuró a cerrar la boca.
—Ninguna de las dos chicas estaba segura de que fuera Dowling
a quien vieron aquella noche.
—Hicieron declaraciones juradas.
—Eran dos adolescentes impresionables —dijo Cynthia.
—Tenían detalles. Dowling nunca negó los cargos. Era
claramente culpable.
—No creo que lo fuera.
—Cynthia, esto son sandeces y lo sabes. —Lottie sintió una
sacudida de inquietud. ¿Y si habían mentido? ¿Habían enviado a un
hombre inocente a la cárcel? No lo creía, pero aun así…
—Louise sentía remordimientos. Estaba afligida. Tuve la
sensación de que estaba lista para librarse de la carga.
—¿Y lo hizo?
—No. Cuando el programa fue pospuesto por los de arriba, hice
gestiones para que volviéramos a vernos. No podía dejarlo estar.
—¿Cuándo fue esto?
—Esa es la cuestión. Tenía que encontrarme con ella a principios
de la semana que viene. Y ahora está muerta. Igual que Amy
Whyte.
—Y otras dos mujeres. —Lottie dio vueltas a las palabras de
Cynthia. No importaba cómo las ordenara, no les encontraba el
sentido—. ¿Qué te dijo Louise exactamente?
—Si voy a divulgarlo, necesito tu historia. Cómo encajas tú en el
cuento de Bernie Kelly.
—Un cuento. Eso es lo que es. Bernie es una mentirosa y una
asesina en serie, en caso de que lo hayas olvidado.
—No lo he olvidado, pero creo que tú y tu familia estáis en
peligro.
Lottie tragó saliva ruidosamente y buscó su bolso, mirando a
cualquier parte menos a Cynthia. Sabía que la observaba fijamente.
La periodista golpeó la mesa triunfante.
—¡Ya lo sabías! Doy por hecho que te han amenazado. ¿Ha sido
Bernie?
—No pienso hablar de este tema. Quiero saber más sobre
Louise y qué te dijo. ¿Tienes grabaciones de la conversación?
Dámelas, por favor.
Cynthia se puso en pie.
—Cuando decidas cooperar, inspectora, consideraré dártelas.
—Puedo hacer que te arresten por entorpecer una investigación
de asesinato —le espetó Lottie.
—Eso sería un titular fantástico. Y estoy segura de que al
comisario McMahon le encantaría esa mención en las noticias de las
nueve. Piénsatelo.
Antes de que pudiera responder, Lottie se encontró sola en
medio de su brillante cocina nueva con la cabeza hecha un lío.
Si Cynthia no iba a decirle lo que Louise le había revelado,
tendría que descubrirlo de otra manera. Pero, primero, llamó a la
comisaría para pedir que un coche patrulla y un par de uniformados
vigilaran su casa. Se encargaría de McMahon cuando llegara el
momento. Dejó una nota para Chloe y Sean en la que les decía que
había pedido un taxi para que los llevara y trajera de la escuela, y
que se quedaran en casa después de las clases hasta que ella
regresara.
Esperaba que eso fuera suficiente para mantener a su familia a
salvo.
Capítulo 42

La calefacción funcionaba a toda potencia en la sala del caso.


Lottie se quitó la chaqueta y la dejó caer al suelo junto al escritorio
que había en la entrada de la sala. Boyd se acercó hasta ella con
tranquilidad.
—Tienes un aspecto horrible —comentó—. ¿Qué pasa?
—Te lo contaré luego. Tenemos que poner en marcha estas
investigaciones.
Se volvió para estudiar las pizarras medio vacías y, luego,
comenzó a resumir el progreso de los últimos días.
—¿Han encontrado algo en las cámaras de seguridad? —
preguntó a Kirby.
—Es un trabajo meticuloso, pero las grabaciones relevantes
cerca de Petit Lane y el aparcamiento son la prioridad principal. De
momento, no hemos encontrado nada. Ahora estamos ampliando la
red, pero vamos tan cortos de personal que el trabajo es casi
imposible.
—No quiero oír lo que no tenemos. Quiero respuestas.
—No puedo darte lo que no tengo, jefa. Hay dos chavales
trabajando todo el día, cada día, que se están quedando ciegos de
mirar cintas borrosas. McKeown y yo los relevamos algunas horas,
pero, de momento, no hemos detectado nada sospechoso.
—Las cámaras en el edificio de apartamentos de Cristina Lee.
¿Has conseguido las cintas?
—Hemos priorizado las de los dos primeros asesinatos, así que
no sé cuándo llegaremos a esas.
—¿Puede alguien hacer un repaso rápido? ¿Ver si alguna
persona entra o sale del apartamento?
—Yo lo haré —intervino McKeown. Lottie pensó que se estaba
esforzando por caer bien. No le importaba, siempre y cuando hiciera
el trabajo.
Kirby suspiró.
—Jefa, estamos en las últimas. —Se sonrojó—. Con tanto
trabajo, quiero decir.
—Ya sé lo que quieres decir. —La inspectora hojeó el informe
que había sobre el escritorio—. Se han completado los exámenes
post mortem en las dos primeras víctimas. A ambas les cortaron la
garganta. No entraré en detalles técnicos, pero ninguna de las dos
chicas fue agredida sexualmente. Por lo que ha podido determinar
Jane, no hay ADN en sus cuerpos. Tampoco se han encontrado
huellas, lo que sugiere que el atacante llevaba guantes. Se han
hallado un par de cabellos en la ropa de ambas chicas, y se han
enviado al laboratorio. Dado que los sintecho usan la escena del
crimen como albergue, no sacaremos nada útil de esos pelos a
menos que tengamos un sospechoso con el que compararlos. Pero
Jane ha descubierto un pequeño pinchazo en la base de la nuca de
ambas chicas y sospecha que les inyectaron algo. Está a la espera
de los informes toxicológicos. ¿Qué novedades tenemos sobre los
interrogatorios de la gente que estaba en la discoteca?
Boyd tecleó en el ordenador.
—El portero asegura que Amy se marchó primero, seguida por
Penny una media hora más tarde. La cámara de seguridad de la
puerta lo confirma. Ambas giraron a la izquierda al salir, lo que
sugiere que se dirigieron hacia Petit Lane. El apartamento de Penny
está en esa dirección, y es posible que Amy fuera a tomar un atajo
por el paso subterráneo.
—Alguien estaba observando y esperando. ¿Toda la gente de la
discoteca tiene coartada?
—Aquellos con los que hemos podido contactar, sí. Hemos
hablado con el personal, pero con los clientes es otra historia. Ducky
Reilly estuvo con ambas chicas en un momento, pero se quedó en
la discoteca con un grupo de chicos y todos lo confirman, junto con
las cámaras de seguridad, así que eso lo descarta como
sospechoso.
—No descarto la posibilidad de que haya más de una persona
implicada en este crimen.
—¿Por qué? —preguntó Boyd.
—Creo que se planificó al detalle. Después de encargarse de la
primera chica, Amy, el asesino volvió a por la segunda. Tenemos
que establecer cuál de las dos era el objetivo principal, o si ambas lo
eran. Las muertes de Louise Gill y Cristina Lee han hecho saltar las
alarmas, por así decirlo.
Lottie hizo una pausa para recobrar el aliento. Cada vez que
hablaba sobre las víctimas se le partía un poco el corazón, pero
tenía que distanciarse un poco o no podría hacer su trabajo.
—Los exámenes post mortem de Louise y Cristina se llevarán a
cabo hoy, y deberíamos recibir los informes preliminares a última
hora de la tarde. Aparte de que a las cuatro víctimas les cortaron la
garganta, el denominador común en ambos escenarios son las
monedas. ¿Alguien ha descubierto algo sobre ellas?
Los rostros en blanco le devolvieron la mirada.
—¿Nada?
—De momento no. —Boyd sacudió la cabeza—. McGlynn cree
que están hechas a mano. Definitivamente, no son dinero. No tienen
símbolos. Ahora intenta averiguar qué tipo de máquina puede
haberlas hecho.
—Insístele. —Revisó la lista que tenía delante—. El teléfono que
encontramos en casa de Richard Whyte. Por favor, decidme que
hemos sacado algo de ahí.
Más miradas impávidas.
—Joder, chicos, ¿os queréis despertar? Tiene que haber alguien
que esté trabajando en ello.
—Está en el departamento técnico —dijo Kirby—. Es un Nokia
viejo. Le falta la tarjeta SIM. No hay nada guardado en el móvil, ni
fotos ni números. A menos que encontremos la tarjeta SIM, no sirve
para nada.
—¿Huellas dactilares?
—Se han encontrado algunas y las están comparando con las de
Amy y Cristina. Tendré más información en unas horas.
—Date prisa, Kirby. Ese teléfono pertenecía a Richard Whyte o a
una de las chicas. ¿Por qué esconderlo? ¿Con quién estaban en
contacto? ¿Y dónde diablos está la tarjeta SIM? Volveremos a la
casa y la inspeccionaremos a fondo. Boyd, habla con Richard Whyte
para ver si accede.
—Lo haré.
—Y si no está de acuerdo, conseguiremos una orden. —Hizo
una pausa—. Los móviles de las chicas fueron hallados junto a los
cuerpos, a excepción del de Louise, que estaba en su habitación.
¿Hemos encontrado algo interesante en ellos?
—Las redes sociales habituales —respondió Kirby—. No hay
nada que haga pensar que las acosaba un asesino en serie.
—Excepto por las monedas encontradas en las habitaciones de
Amy y de Louise y la nota en casa de Amy. He echado un vistazo
rápido a las libretas de Louise y, a primera vista, todas están
relacionadas con sus estudios. No me iría mal que Lynch las
revisara con detenimiento. —Andaban demasiado justos de
personal.
—Lo mismo con el portátil de Louise —intervino Boyd—. Está
lleno de trabajos sobre comportamiento criminal, y su historial de
búsqueda está relacionado con su investigación para ellos.
Lottie recordó la revelación de Cynthia Rhodes.
—¿Alguna cosa sobre visitas a prisiones?
—Todavía no —contestó él—. ¿Por qué?
—Revísalo todo, comprueba si hace referencia a Conor Dowling.
Al parecer, Louise lo visitó en Mountjoy.
Boyd alzó la ceja, interrogante.
—¿Quién te ha dicho eso?
—No importa quién, pero comprueba si Louise habla de él en su
trabajo. —Se remangó su camiseta blanca, que estaba gris de
tantos lavados, y se sintió mareada por el calor sofocante que
inundaba la sala.
—¿Qué hay del arma del crimen? —preguntó Boyd.
—¿Qué pasa con ella? No la hemos encontrado.
—Exacto. ¿No deberíamos redoblar nuestros esfuerzos?
—Los uniformados han peinado toda la zona alrededor de Petit
Lane y el aparcamiento. Han mirado por todas partes: en los
contenedores de basura y de reciclaje, jardines, vías del tren e
incluso el canal. Si el asesino usó la misma arma en Louise y
Cristina, podemos asumir que no se deshizo de ella. Cuando lleguen
los resultados del post mortem, sabremos si utilizó la misma.
—De acuerdo —convino Boyd. Lottie detectó un rastro de mal
humor en él. No necesitaba aquello.
—¿Alguien ha interrogado a los dos chavales que perdieron el
conocimiento en la casa de Petit Lane desde que hablé con ellos en
el hospital?
Kirby levantó la mano.
—Tengo las transcripciones aquí. Nealon y McGrath estaban
bastante confundidos. Habían estado bebiendo en la orilla del canal
y necesitaban un lugar donde echarse la siesta. Creen que ya
habían entrado en esa casa hace unas dos semanas. No recuerdan
ver a nadie antes de ser atacados. Los resultados de la prueba
toxicológica estaban por las nubes: alcohol y cannabis.
—¿Cómo perdieron el conocimiento?
—Ambos tenían contusiones en la parte posterior de la cabeza.
Un golpe con algún objeto contundente. Ya que no hemos
encontrado nada en la escena que pudiera ser el arma, estoy
convencido de que el atacante se la llevó.
—¿Y no pueden dar ninguna descripción?
Kirby negó con la cabeza.
—¿Alguien tiene algo que añadir? No nos iría mal una pista. —
Se sentó en la silla y sintió que el cansancio de la noche en vela se
extendía por sus músculos.
—La nota encontrada en la habitación de Amy —dijo Boyd—. La
hemos enviado al laboratorio para que busquen huellas. Todavía no
tenemos ni idea de cómo llegó a sus manos. ¿Deberíamos pedir
más análisis forenses?
—¿Como qué?
—La tinta, el tipo de papel, dónde lo habrán comprado o si es un
papel especial o no. Esas cosas.
—Todo eso cuesta dinero. Espera al análisis de huellas
dactilares. Las palabras estaban escritas en mayúsculas, así que no
tiene sentido analizar la escritura. Tenedlo presente, pero no hagáis
nada más de momento.
—Era una amenaza directa hacia Amy. Es una pista importante,
tenemos que seguirla —protestó Boyd.
—¿Y cómo tienes pensado que lo hagamos?
—¿Con un llamamiento por televisión?
—Todos los locos saldrían de debajo de las piedras. Las
monedas son otro asunto. Tenemos que comprobar si alguien las
reconoce; tal vez tu amiga Cynthia sea de ayuda.
—No es mi amiga —repuso Boyd.
Lottie lo dejó pasar.
—Hay que hacer interrogatorios puerta a puerta en los
alrededores del apartamento de Cristina. Necesitamos establecer
sus últimos movimientos conocidos, y lo mismo con Louise. Su
padre asegura que salió de casa la noche del martes después de las
ocho. Su cuerpo fue encontrado la mañana siguiente. Quiero una
lista de sus movimientos en ese intervalo. —Se volvió a mirar las
fotos de las cuatro víctimas en la pizarra—. ¿Qué une a estas cuatro
mujeres para que sean el objetivo de un asesino?
—Amy y Louise testificaron contra Conor Dowling. Tal vez está
llevando a cabo su venganza —contestó Boyd.
—Pero ¿por qué matar a Penny y a Cristina? —preguntó Kirby
—. Eso no tiene sentido.
—¿Para enturbiar las aguas? —sugirió Boyd.
—Penny trabajó con Amy durante un tiempo —comentó Lottie—.
¿Has averiguado algo que valga la pena en la farmacia, Kirby?
—Solo que la echaron por cometer pequeños robos. Fue Amy
quien le había conseguido el trabajo.
—La lista de clientes del salón de manicura de Penny —dijo
Lottie al recordar la agenda negra—. ¿Hay alguien en ella que
pueda ser sospechoso?
—Lo comprobaré —respondió Kirby mientras se tanteaba el
bolsillo de la camisa en busca del escurridizo cigarro que, de todos
modos, no podía fumar en la oficina.
Lottie pensó que parecía un poco más animado esta mañana.
«Al menos uno de nosotros está mejor», se dijo.
—Hoy tenemos tres prioridades. Uno: averiguar si Louise visitó a
Conor Dowling en prisión. Puede que haya algo en sus trabajos; si
no, contactad con Mountjoy. Boyd, encárgate tú. Dos: hay que
identificar las monedas. Kirby, insiste a McGlynn sobre el tema. Y,
por último, los teléfonos, especialmente el Nokia. Necesito que
aparezca la tarjeta SIM. En cuanto Richard Whyte nos dé el visto
bueno, quiero que registréis la casa a fondo. McKeown, ocúpate de
las cintas de las cámaras de seguridad.
—Lo haré —afirmó Sam McKeown.
—¿Qué vamos a hacer respecto a Conor Dowling? —preguntó
Boyd.
—Pedir que un equipo de vigilancia lo siga durante veinticuatro
horas —contestó Lottie—. Hasta que cerremos esta investigación,
quiero saber qué come y dónde caga.
—Será mejor que se lo comentemos primero al comisario.
—Lo voy a hacer ahora mismo.
—Pues buena suerte.
—Luego, tú y yo iremos a hablar con la madre de Dowling.
—¿Para qué?
—Para poner a prueba su coartada.
Capítulo 43

Tony se apoyó contra la pared que había junto a los juzgados. Vio
a Bob Cleary arrastrar a Conor a la oficina y supuso que iban a
despedirlo. En cierto modo, se alegraba. Conor lo estaba metiendo
en problemas y no le gustaba. Esperó a que Cleary regresara antes
de continuar con su trabajo y se preguntó si se habría tomado una
decisión sobre el cuerpo hallado en el túnel. Si dependiera de él,
seguiría la sugerencia de Conor de ignorarlo para poder seguir con
el trabajo.
Apagó el cigarrillo en un charco y levantó la vista, sorprendido al
ver que Conor caminaba hacia él.
—¿Qué quería el jefe? —preguntó.
—Nada que te importe.
—Entonces será mejor que empecemos a trabajar o nos pondrán
a los dos de patitas en la calle. —Tony caminó hacia la obra, donde
los ladrillos esperaban a ser transportados mientras la grúa chirriaba
sobre sus cabezas. Se alegraba de que no hiciera viento—. No me
fío de esas mierdas.
—¿Qué mierdas?
—Las grúas. Están demasiado altas, y solo las maneja un
hombre. ¿Qué pasaría si de repente perdiera la cabeza y dejara
caer una tonelada de bloques de cemento sobre nuestras cabezas?
—Estaríamos muertos, así que nos daría igual.
Tony rio.
—¿De qué te ríes?
—Es que me ha parecido gracioso.
—Eres raro de cojones. Un segundo estás pensando que el cielo
se te va a caer encima y al siguiente te ríes solo. ¿Te estás
volviendo loco o qué, Chicken Licken?
Llegaron a la zona donde tenían que trabajar, y Tony se giró para
contestar, pero Conor había desaparecido. Miró por todas partes,
pero no vio ni rastro de él. Observó cómo la grúa se balanceaba en
la brisa matutina, con su carga de listones de madera deslizándose
de forma precaria. No parecía segura en absoluto.

Lottie decidió no pedir más recursos a McMahon porque sabía que


le contestaría que ya le había dado a Sam McKeown, así que agarró
las llaves y fue hacia el aparcamiento. Boyd bajó las escaleras
detrás de ella.
—¿Qué bicho te ha picado esta mañana? —preguntó este.
—Estoy cansada, eso es todo. —Abrió el coche y se sentó en el
asiento del conductor.
—¿Quieres que conduzca?
—¿A ti qué te parece?
El sargento se sentó a su lado.
—Es Bernie Kelly, ¿verdad?
Lottie asintió.
—Está en alguna parte y me está consumiendo no saber dónde.
—¿Alguna novedad de Leo Belfield?
—No. Y no quiero ni verlo o lo estrangularé. —Cambió de
marcha y salió del aparcamiento hacia la calle principal.
—¿A dónde vamos?
—He pensado que podríamos tener esa charla con la madre de
Conor Dowling. —Disminuyó la velocidad en el semáforo y cambió
de carril para girar a la derecha en la calle Gaol.
—Me parece que no vive por ahí.
—Primero quiero asegurarme de que está en el trabajo.
—¿Antes de acosar a su madre?
—Sí, algo así.
La luz del semáforo cambió a verde y Lottie giró a la derecha en
dirección a la obra. Ducky Reilly le hizo el saludo militar y agitó la
mano a través de la verja. La inspectora aparcó detrás del Mercedes
de Cyril Gill.
—Parece que el señor Gill no se ha cogido la baja.
—No es un crimen —repuso Boyd.
—¿Acaso he dicho que lo fuera?
—Estaba implícito.
—Boyd, ¿piensas relajarte alguna vez? —La inspectora salió del
coche. La puerta del edificio modular se abrió y reconoció al capataz
de ayer. ¿Carey? ¿Cleary?
—Buenos días, señor…
—Bob Cleary —dijo el hombre—. ¿Puedo ayudarla, inspectora?
—Me preguntaba si Conor Dowling ha venido hoy a trabajar.
—El señor Gill ha estado a punto de despedirlo, pero, al final, se
lo va a quedar. Para tenerlo vigilado, dice.
—Sin interferir con mi investigación, espero. —Lottie trató de
minimizar el tono de regañina.
—Por supuesto.
—¿Dónde está Dowling ahora?
Cleary miró a su alrededor como si no tuviera ni idea.
—Está por alguna parte.
—¿No forma parte de su trabajo saber dónde están sus
empleados?
—Hay seis grupos trabajando. Creo que lo he puesto en los
túneles. Tenemos que cimentarlos con pilotes antes de hacer el
hueco del ascensor. ¿Quiere que se lo traiga?
Mientras pronunciaba la última palabra y se daba la vuelta, un
tremendo estallido reverberó por la obra. Lottie se agachó
instintivamente cuando comenzaron a caer maderas, tejas y
ladrillos. Sintió el cuerpo de Boyd cubrir el suyo mientras la
aplastaba contra el suelo. Su cara golpeó contra el barro y tragó
tierra. Trató de darse la vuelta, pero era incapaz de moverse por el
peso muerto que tenía encima. La oscuridad lo enturbiaba todo.
—¿Boyd? —Su voz sonaba ronca.
Una ráfaga de polvo se le metió en la nariz y sintió arcadas. No
veía nada a través del humo y el polvo. Entonces oyó voces. Gritos.
Ruido de pasos.
—¡Aquí! —chilló.
Boyd no se movía. Su peso la mantenía aplastada contra el
suelo. Lottie se quedó quieta, en busca de un latido, intentando
notar cualquier movimiento en el cuerpo de su compañero, pero
estaba inmóvil y en silencio.
Intentó que el aire entrara en sus pulmones. El barro se le metió
entre los labios y, entonces, sintió el sabor. Sangre. No sabía si era
suya o de Boyd. Tenía que moverse. Con gran esfuerzo, volvió la
cabeza hacia el costado y vio que ambos estaban atrapados bajo
una pila de listones de madera. Polvo, barro y tierra le cubrieron la
cara, y un rayo de luz apareció cuando alguien apartó los
escombros.
«Dios todopoderoso», rogó, «sé que no siempre he confiado en ti
y que apenas creo en tu existencia, pero te lo pido, haz que Boyd
esté bien.»
Las voces se oían más alto.
—Los tengo. Son dos —gritó alguien desde arriba.
—Ve con cuidado. ¿Dónde está Ducky? ¿Alguien ha visto a
Ducky?
—Tú sigue con lo que estás haciendo. Yo lo buscaré.
—Y el jefe. Estaba dentro.
—Si lo estaba, ahora es picadillo.
Unas manos trabajaron con ahínco para liberarlos. Lottie dejó
caer de nuevo la cabeza sobre el suelo. Una nube negra le invadió
la mente, y perdió el conocimiento.

*
Conor bajó al túnel, agachó la cabeza y se sumergió en la
oscuridad. La linterna de su casco se encendía y apagaba. Tenía
que trabajar rápido. Avanzó tanteando las paredes. Sus dedos
acariciaban los hongos y el agua helada, y llegó hasta el muro que
Cleary había encontrado. Necesitaba más luz. Recordó el mechero,
lo encendió y lo metió por el agujero en la pared. El cuerpo seguía
ahí. Tenía que asegurarse.
Se escurrió por el hueco y cayó al suelo con un golpe. Con
cuidado de no perturbar el cuerpo, lo rodeó. Tenía trabajo que hacer.
—¡Auch! —Dejó caer el mechero cuando le quemó el dedo.
Tanteó el suelo hasta encontrarlo. Lo encendió de nuevo. Se
inclinó sobre los huesos y estudió el esqueleto desde la tapa del
cráneo hasta la calavera sin ojos. Su mirada se detuvo en lo que
quedaba de la ropa. La saliva se le atascó en la garganta y contuvo
las ganas de vomitar.
Un estruendo en algún lugar sobre su cabeza hizo que se
detuviera. ¿Y si alguien cerraba la entrada? ¿Y si se quedaba
atrapado ahí abajo para siempre? Por una vez, no le importó.
Entonces, las paredes del túnel temblaron y le cayó tierra húmeda
en la cabeza. Se la limpió, pero cayó todavía más. La claustrofobia
le encogió el pecho. No podía respirar. Cuando la tierra se desplomó
sobre el suelo y se alzó en una nube, sintió que se le cerraba la
garganta y comenzó a ahogarse. Caminó hacia atrás y chocó con el
muro. Iba a morir allí. Tosió. Trató de escupir la flema, pero el olor a
humedad le cerraba las vías respiratorias.
Palpó la pared de ladrillos hasta encontrar el agujero y se metió
por él, sin importarle lo que dejaba atrás. Tenía que salvarse.

Kirby estaba cabreado. Revisar cintas de seguridad era la cosa más


aburrida del mundo. Había estado metido en un cubículo diminuto
con Sam McKeown durante la última hora y empezaba a ver doble.
En las cintas de Petit Lane no habían encontrado nada, y las
grabaciones de la discoteca ya se habían revisado y verificado. Eso
dejaba los discos y cintas de diferentes tiendas que habían podido
conseguir y, por supuesto, las cámaras de seguridad de la policía.
Había descubierto que en el edificio de apartamentos en el que vivía
Cristina Lee las cámaras no funcionaban.
Se puso de pie.
—Voy a salir a fumar.
—No tardes —dijo Sam—. Todavía nos quedan horas por
revisar.
Kirby podría haberle recordado que estaba al mando y que haría
lo que quisiera, pero no se molestó. Entonces, se dio cuenta de que
McKeown y él tenían el mismo rango. Salió antes de que su boca lo
metiera en problemas.
Al pasar junto a su escritorio, apretó el teclado y consultó si
había algún informe nuevo. Nada. Puso el ordenador en reposo y
salió.
Encendió un cigarro y dio una calada larga y profunda. ¿Qué
más tenía que hacer? Ah, sí. Hablar con McGlynn por lo de las
monedas. Lo llamó desde el móvil, pero no contestó. Le dejó un
mensaje. Urgente, le dijo. Naturalmente, McGlynn sabía que todo
era urgente.
El Nokia le molestaba. Todas las víctimas tenían móviles caros
de la marca Apple o Samsung. ¿Para qué necesitaban un ladrillo
anticuado? ¿Por qué sacarle la tarjeta SIM si iban a esconder el
teléfono? No tenía sentido y, cuanto más lo pensaba, más llegaba a
la conclusión de que el teléfono pertenecía a Richard Whyte.
Entonces, ¿por qué esconderlo?
Mientras se proponía averiguarlo, el garda Tom Thornton asomó
la cabeza por la puerta.
—Ponte las pilas, Kirby. Tenemos una emergencia en los
juzgados.

*
Sabes que lo estás haciendo bien cuando todo el mundo te busca.
Has hecho algo que consigue ponerlos en guardia y prestar
atención. Pero todavía tienes que seguir en las sombras. Que no te
vean, que no te oigan. Tengo mis maneras de hacerme ver y oír. El
acero está frío bajo mis dedos cuando lo deslizo dentro de la
máquina. Es un poco anticuada, pero es lo único que he podido
conseguir. Servirá. Tengo que entregar una más, porque no sé con
certeza si encontraron la primera. Fue un riesgo deslizarla en el
bolsillo del niño mientras su madre se vestía, pero vi la oportunidad
y la aproveché.
Haré esta última y habré terminado. No me importa si me
encuentran después de que deje mi huella.
Escucho el suave zumbido de la máquina y suelto la palanca.
Otro disco perfecto cae en mi regazo.
Esta es para tu familia, Lottie Parker.
Capítulo 44

Cuando finalmente consiguieron sacarla, Lottie se encontró


sentada en medio del caos. La cabeza le latía con fuerza y la sangre
manaba de un corte en alguna parte de su cráneo. Estaba
sobresaltada, pero no creía que fuera nada grave.
Miró a su alrededor para localizar a Boyd. ¿Dónde estaba? El
pánico le atravesó el pecho y pensó que iba a vomitar. Intentó
ponerse de pie, pero se tambaleó. Alargó la mano hacia su
rescatador en busca de apoyo. No tenía ni idea de a quién se
sujetaba, pero no le importaba. Tenía que encontrar a Boyd.
—Mi compañero. ¿Dónde está?
El hombre señaló hacia la derecha. Boyd estaba tumbado sobre
una camilla improvisada de listones de madera mientras un
conductor de ambulancia intentaba desesperadamente meter el
vehículo en la obra.
—¿Cómo te llamas? —Lottie recordaba al hombre vagamente de
visitas anteriores.
—Tony.
—Ayúdame a llegar hasta el sargento Boyd, por favor. —Se
apoyó en su brazo y, con cuidado, puso un pie delante del otro. Se
fijó en que la tela de sus vaqueros estaba rasgada.
—Tómeselo con calma —la tranquilizó Tony—. Parece que haya
estallado una bomba.
—¿Es eso lo que ha pasado?
—No. La grúa se ha derrumbado. Aunque es tan malo como una
bomba.
La inspectora miró a su alrededor y sintió cómo el dolor le
atravesaba la nuca. No veía la caseta de seguridad ni el módulo
prefabricado. Ambas estructuras habían quedado aplastadas y
enterradas bajo una pila de hierro destrozado, cemento y madera.
Las sirenas rugían calle abajo. Cuando alcanzó a Boyd, vio tres
cuerpos puestos en fila con chaquetas amarillas de trabajo
cubriéndoles la cabeza.
—¿Cuántos muertos crees que hay, Tony?
—No lo sé. La dejaré aquí e iré a ayudar a los otros.
—Gracias.
Se arrodilló junto a Boyd justo cuando llegaba el paramédico,
después de abandonar su vehículo frente a la valla hecha trizas.
Una multitud comenzaba a reunirse. Tendría que estar coordinando
el rescate. Tendría que estar haciendo algo.
—Está herida —dijo el paramédico. En la placa con su nombre
ponía Nigel.
—No te preocupes por mí, Nigel. Encárgate de Boyd. ¿Se
pondrá bien? —Lottie pensó que su voz sonaba ronca y débil.
—Déjeme sitio —le indicó el hombre.
Lottie se levantó vacilante y observó cómo Nigel comenzaba a
trabajar. Boyd estaba mortalmente pálido, con los ojos cerrados y el
pecho inmóvil. Nigel le colocó una máscara de oxígeno sobre la
boca y le abrió la camisa. La inspectora vio un rastro de sangre en la
parte de atrás de la cabeza de Boyd que le manchaba el cuello de la
camisa de un rojo intenso. El paramédico colocaba cables y vías
intravenosas; Lottie tuvo que darse la vuelta cuando clavó una aguja
en la muñeca de Boyd.
Anestesiada. Así es como se sentía. Su mejor amigo y colega de
tantos años podría estar tumbado muerto en medio del ruido y el
polvo, y ella se sentía perdida.
Finalmente, apartaron una parte de los escombros de la entrada
y la ambulancia pudo pasar. Un camión de bomberos se detuvo en
la calle con un chirrido y los hombres entraron a la obra, seguidos
de los colegas de Lottie. La gente iba de un lado a otro. Alguien
tenía que tomar el control de esa emergencia, pensó, pero no tenía
la energía para dar una orden.
El humo se alzó en pequeñas nubes cuando los hombres
comenzaron a cavar entre los escombros, y se preguntó cuántos
habían perdido la vida en ese trágico instante de carnicería. Posó la
mirada sobre Boyd y miró a Nigel, interrogante. Este asintió. Boyd
se pondría bien.

Kirby llegó con McKeown y el garda Thornton al mismo tiempo que


Cynthia Rhodes. ¿Cómo diablos hacían eso los periodistas? La calle
estaba cortada y el detective solo pudo llegar hasta la mitad. Dejó
las luces azules del coche encendidas y aparcó en la acera. Luego,
sacó un rollo de cinta policial del maletero y se abrió paso entre la
multitud.
A la entrada de los juzgados, la devastación era total. Kirby cogió
a McKeown y le dijo que desenrollara la cinta mientras él sostenía el
otro extremo. Tuvo la sensatez de ponerse su chaqueta de trabajo y
la gente siguió sus órdenes y retrocedió. Con la cinta en su sitio, dio
instrucciones a los agentes uniformados de que no dejaran pasar a
nadie. McKeown pidió refuerzos por radio.
La enorme grúa verde que había dominado el paisaje de la
ciudad durante el último año era una masa de hierro retorcido. Parte
de ella parecía haberse hundido en un agujero en el suelo. Era
imposible avanzar mucho más. Kirby sintió una oleada de pánico
cuando vio los cuerpos alineados al otro lado de la valla, y pensó en
Gilly y en cómo había muerto en un momento de violencia. Sabía
que no debería caminar en medio de la destrucción, pero tenía que
ayudar. Dos hombres intentaban sacar a alguien de debajo de una
pared destrozada, y se dirigió hacia ellos. Pero entonces vio a Lottie
de pie, aturdida, perdida y cubierta de sangre.
—¿Jefa? ¿Qué diablos ha pasado? ¿Qué haces aquí?
La inspectora lo miró con los ojos vidriosos. Tenía un corte en la
mejilla y la sangre brotaba de una herida en alguna parte de su
cabeza.
—Boyd —susurró, y lo señaló.
Apenas la oyó por encima del estrépito de la maquinaria donde
el trabajo continuaba frenéticamente para liberar a los que seguían
sepultados.
—Ven conmigo —le dijo, y la cogió por el codo. La inspectora
cayó contra él. La rodeó con el brazo y la condujo fuera de la obra,
casi a rastras. Mientras pasaban por encima de un bloque de
cemento, vio cómo transportaban una camilla hasta una ambulancia.
Llevó a Lottie hacia allí.
—Tiene que verte un médico —comentó—. Estás sangrando.
El paramédico aseguró la camilla en el interior y echó un vistazo
a Lottie.
—Ayúdela a subir. La llevaremos también.
Kirby guio a Lottie por los escalones. Cuando se volvió para
bajar del vehículo, se dio cuenta de que era Boyd quien estaba en la
camilla.
La ambulancia dio un giro de ciento ochenta grados porque no
podía circular por la calle obstruida. Mientras se alejaba a toda
velocidad, Kirby vio a Cynthia Rhodes de pie detrás de la barrera
hablando por teléfono. Supuso que tendría material más que
suficiente para su próximo boletín informativo.
El comisario McMahon se acercó.
—Gracias, detective Kirby, pero ahora yo estoy al mando.
Kirby sacudió la cabeza y se alejó. Sabía que McMahon haría el
imbécil. Estaba cansado y echaba de menos a Gilly. Mientras se
abría paso entre la multitud hacia el coche, sintió que le ardían los
ojos. Probablemente por el polvo, pensó.

*
Protegida de la multitud de mirones curiosos, Bernie estaba de pie
junto al escaparate de la tienda situada frente a los juzgados. El
caos la llenaba de alegría, una sensación que solía sentir cuando
apuñalaba o ahogaba a una de sus víctimas. Esta era una
oportunidad para atacar. Lottie iba en una ambulancia y esperaba
que pasara la noche en el hospital. Pero si no, Bernie todavía tenía
tiempo de hacer pagar a su medio hermana. Y sabía que la mejor
manera de hacer daño a alguien era atacar a aquellos a quienes
más quería.

Tony se quitó los guantes y encendió un cigarrillo. Un bombero le


gruñó que lo apagara. Podía haber un escape de gas. Podía
producirse una explosión. Podía pasar cualquier cosa. Como si no lo
supiera. Gruñó, apagó el cigarrillo y se mordió la uña sucia del
pulgar. Había buscado por todas partes. Había apartado el cemento
con sus manos desnudas, movido ladrillos, bloques y madera, había
arrastrado a los heridos hasta un lugar seguro y transportado a los
muertos con tanta dignidad como era posible a pesar del caos
reinante. Pero no había ni rastro de Conor. ¿Dónde diablos estaba?
Miró los restos destrozados de la grúa, que aplastaban el edificio
modular y la caseta del guarda de seguridad. Estaban a la espera
de que llegara otra grúa para levantar la que se había derrumbado
como una figura de Lego. Se rascó la cabeza. Sentía un hormigueo,
como si su pelo reptara. Mataría por una pinta. O tres.
Supuso que Bob Cleary y Ducky Reilly estaban enterrados junto
con el jefe bajo los escombros, porque todavía no los habían
encontrado.
Diez muertos hasta el momento. Más esos tres. El número trece
de la mala suerte.
Sacó los guantes del bolsillo y, desechando la idea de una pinta
cremosa de Guinness, rodeó los juzgados hasta el lugar donde
habían montado una morgue temporal. Echaría un último vistazo a
los cuerpos y daría el día por terminado. Tal vez Conor estaría allí.
Y, si estaba, Tony se habría librado de él para siempre.

Conor llegó finalmente a donde antes se encontraba la entrada del


túnel, pero había desaparecido. El agujero estaba ahora
completamente cubierto de cemento y escombros. Su vía de escape
estaba bloqueada, y se encontraba en la más absoluta oscuridad.
Se apoyó contra la pared e intentó ahorrar oxígeno. No había
demasiado, y el polvo y la suciedad le obstruían las vías
respiratorias. Escuchó en silencio.
Oía ruidos amortiguados sobre su cabeza, pero sabía qué era.
Maquinaria pesada que cortaba y trituraba. Mientras el trabajo
continuaba en el exterior, allí abajo seguía cayendo mampostería.
Se apartó de la pared y oyó el goteo del agua. No veía nada, pero
sabía que se filtraba desde alguna fuente desconocida y que el nivel
subía cada vez más alrededor de sus pies. Otro paso. El agua
salpicó por encima de los tobillos de las botas con puntera de hierro
que llevaba. Las tuberías debían de haber reventado sobre su
cabeza. Había una tubería principal de agua que corría por encima
de algunos de los túneles. Trató de recordar si había otro túnel junto
a este donde se encontraba. El agua seguía subiendo.
El túnel iba a inundarse. Si no conseguía salir a tiempo, se
ahogaría.
No temía estar bajo tierra, pero sintió el terror de no poder salir.
Igual que el cuerpo encerrado tras él. Y ese pensamiento le dio una
idea.
Dio la vuelta y regresó hacia el cuerpo. Puede que fuera su única
oportunidad de escapar.
Capítulo 45

Le habían revisado la herida de la cabeza y le habían curado el


corte de la mejilla con antiséptico y cuatro puntos. Lottie se bajó de
la camilla en la abarrotada sala de urgencias y, al poner los pies en
el suelo, todo su cuerpo tembló. El dolor le recorrió la columna
desde la cintura y se instaló alrededor de sus hombros. Se
encontraba como el culo, pero tenía demasiadas cosas de las que
hacerse cargo como para preocuparse de sí misma.
Se abrió paso entre la multitud de trabajadores y heridos.
Necesitaba información, pero no veía a nadie de su equipo. Ni
tampoco a Boyd.
Agarró del brazo a un médico que pasaba y le dijo:
—Mark Boyd. Lo trajeron conmigo. ¿Sabe dónde puedo
encontrarlo?
—Pregunte en la recepción. —El médico se marchó a toda prisa.
De ninguna manera acudiría allí porque no conseguiría entrar
otra vez. En cada cubículo miró a través de las cortinas cerradas.
No había rastro de Boyd.
—Dios santo, no dejes que muera —susurró. La emoción que
había quedado adormecida por la conmoción del accidente había
regresado como una explosión.
Acorraló a una enfermera y le hizo la misma pregunta.
—En el consultorio —respondió la enfermera y le indicó cómo
llegar.
Frente a la puerta, Lottie apoyó una mano en el picaporte y espió
a través del pequeño rectángulo de cristal a la altura de los ojos.
Boyd estaba allí. Parecía vivo. No había nadie más. Abrió la puerta y
fue rápidamente junto a él.
—Boyd, maldito idiota. ¿Estás bien?
El sargento abrió los ojos y compuso una sonrisa torcida. Una
hilera de puntos le bajaba en diagonal desde la comisura del labio
inferior hasta la barbilla.
—Tú también estás bastante hecha polvo —comentó. Su voz era
un susurro ronco.
—¿Sueno tan rara como tú? —El humo y el polvo le habían
destrozado la garganta.
—Sí. —Boyd dio unos golpecitos en el borde de la cama—.
Siéntate.
La inspectora se acomodó en la cama y le cogió la mano.
—Pensaba que estabas muerto.
—Mala hierba nunca muere.
—Supongo que no. —Miró las máquinas que rodeaban la cama
—. ¿Para qué son todos estos monitores?
—¿Para monitorear?
—Listillo. ¿Qué ha dicho el médico?
—Puedo irme a casa en una hora.
—Mentiroso.
—No, de verdad. Me han cosido la parte posterior de la cabeza.
Quizá tenga una conmoción cerebral, pero no me preocupa.
También tengo contusiones en la columna, pero ningún hueso roto.
—¿Te han hecho radiografías?
—Sí. Estoy estupendo. Estoy bien.
—¿Y una resonancia? Seguro que tienen que hacerte una
resonancia. Yo estoy dolorida, pero tú recibiste todo el peso de los
escombros. No te irás de aquí hasta que te hayan hecho una
revisión completa, ¿entendido? —Sabía que no había equipo de
resonancias en el hospital de Ragmullin, así que tendrían que llevar
a Boyd a Tullamore, y ella iba a insistir en que lo hicieran.
El sargento trató de incorporarse y se apoyó en las almohadas,
pero se encogió de dolor y se hundió de nuevo.
—Me siento en desventaja si no puedo mirarte a los ojos.
—Así es como tendría que ser. —Lottie sonrió con suavidad.
—¿Qué ha pasado, Lottie?
—La grúa se desplomó. Tuvimos suerte. No creo que Cyril Gill o
su capataz, Bob Cleary, fueran tan afortunados, el edificio modular
ha quedado aplastado. Por lo que sé, todavía no han localizado sus
cuerpos. Si hubiéramos estado unos metros más a la izquierda, no
estaríamos aquí.
—Mmm. Sí que pasamos mucho tiempo en el hospital, ¿no es
cierto?
—Ya sabes qué quiero decir. —Trató de enfadarse por la
frivolidad de su compañero, pero lo único que sentía mientras le
acariciaba la mano era preocupación.
—Primero la hija y ahora el padre —comentó Boyd—. ¿Crees
que estaba planeado?
—¿Qué? ¿Te refieres a los Gill? ¿Sugieres que quizá no haya
sido un accidente? —La idea no se le había pasado por la cabeza.
—Es posible, ¿no?
—Un poco extremo. Todos esos daños colaterales… —Pero tal
vez Boyd tenía razón—. Habrá una investigación a gran escala
sobre el suceso. La caseta del guardia de seguridad también ha
desaparecido. Espero que Ducky Reilly no estuviera dentro, pero…
—Es probable que estuviera allí.
—Sí.
—Lottie, tengo que salir de aquí. Ya andamos muy escasos de
personal. Habla con un médico, dile que volveré mañana para
hacerme las pruebas.
—Entonces sí que tienen que hacerte más pruebas. Eres un
mentiroso.
—¿Por favor? —Los dedos de Boyd apretaron los suyos.
Sabía que no podía ponerlo en peligro. Si él podía mentir, ella
también.
—Espera aquí. Veré qué puedo hacer. —Se inclinó hacia él,
encogiéndose por el dolor del cuello, y dejó que sus labios se
posaran sobre la mejilla sana de Boyd con suavidad. Este movió la
cabeza y sus labios se encontraron.
—Gracias. —El sargento sonrió—. Solo ha hecho falta un
montón de hierro destrozado sobre mi espalda para ablandarte el
corazón.
—¿Quién ha dicho que se haya ablandado? —Le pasó un dedo
por la frente y le quitó unos granos de arena del pelo—. ¿Boyd?
—¿Qué?
—Por favor, no te mueras nunca. No creo que pueda vivir sin ti.
Ya sabes, sin que me guardes las espaldas.
—Habla con un médico. Sácame de aquí.
—Veré qué puedo hacer. Descansa un poco.
—Tú también.
Lottie sonrió y fue hacia la puerta.
—¿Lottie?
Ella se volvió.
—Te quiero.
La inspectora se mordió el labio. Quería decir las palabras,
asegurarle que lo quería con todo su corazón, pero no pudo. Abrió la
puerta y se fue.

Cuando llegó al muro, Conor supo que tenía que volver a la cámara
con el esqueleto para salir por el otro lado. Estaba dejando un rastro
por todas partes, pruebas que podían usarse en su contra. Pero
tenía una razón legítima para estar ahí. Se encontraba bajo tierra
cuando había pasado algo en la obra y lo había dejado atrapado.
Esta era la única manera de salir. Elaboró respuestas en su cabeza
a las posibles preguntas que podían formularse más adelante, pero
todo eso dependía de que pudiera escapar y de que alguien le
preguntara dónde había estado. O, tal vez, no quedaba nadie para
hacer preguntas.
Mantuvo los ojos alejados del cuerpo, se metió por el agujero
que había detrás y se adentró en la oscuridad de un túnel que rogó
que llevara hacia arriba y hasta el exterior. De lo contrario, estaba
condenado. «No pienses en eso», se advirtió a sí mismo. No tenía
sentido pensar en supuestos.
Aquí había menos agua. Eso era positivo. Siguió caminando, con
la cabeza agachada y guiado por la débil y parpadeante luz de su
casco. Dobló una esquina sinuosa y llegó a una intersección. Dos
túneles, uno a la derecha, uno a la izquierda. Trató de imaginar
dónde estaba en relación con la superficie, pero su sentido de la
orientación lo había abandonado. Recordó que alguien le había
dicho alguna vez «cuando no estés seguro, ve a la derecha».
Cuando había dado veinte pasos, se preguntó si el dicho era en
realidad «ve a la izquierda».
El camino comenzó a subir, y Conor trepó a cuatro patas.
Entonces, la luz del casco se apagó, lo hundió en las tinieblas y
cayó.

El cielo era de un negro amenazador; el horizonte, acuoso y difuso.


Los pájaros se acurrucaban en las ramas desnudas, protegidos solo
por alguna hoja que aún no había caído. No hacía frío. Las
pequeñas cosas y todo eso, pensó Kirby, mientras apretaba un dedo
contra el timbre de Megan.
—Lo siento. No sabía que era tu día libre —se disculpó,
incómodo, de pie en la puerta. De repente, no le pareció tan buena
idea como hacía una hora. El comisario McMahon le había dicho
que descansara un poco y que regresara a los juzgados en dos
horas. Había estado sentado en la comisaría durante media hora
repasando temas de logística con McKeown antes de comprender
que necesitaba hablar con alguien que no estuviera involucrado en
el desastre.
—Me lo han dicho en la farmacia cuando he pasado a verte, pero
no estabas allí. Oh, mierda, no sé lo que digo. —Se pasó la mano
por el pelo.
Los labios de la mujer esbozaron una pequeña sonrisa, pero el
detective la captó antes de que el rostro de ella recuperara la
seriedad.
—Iba a echarme un rato. La casa está hecha un desastre, no
puedo invitarte a entrar.
—Oh, Dios, no. No pretendía… no quería entrar ni nada por el
estilo. Simplemente me he pasado. Me marcharé. Perdona que te
haya molestado. —Se alejó por el camino, bajo los árboles. Ya tenía
la mano en la puerta del coche cuando lo llamó.
—Dame media hora. Podemos vernos en la ciudad para tomar
algo, si quieres.
—De verdad, Megan, no hace falta. Tengo trabajo que hacer.
Solo estaba en un descanso y me apetecía una charla y un café.
—Media hora. ¿En Cafferty?
—La calle está acordonada por el derrumbe de la grúa. Toda la
ciudad está bloqueada. ¿Tal vez el hotel Parkland?
—Pídeme un café irlandés. Intentaré estar allí en veinte minutos.
Mientras Kirby conducía hacia el hotel, sintió ganas de sonreír,
pero estaba demasiado cansado y tenía el corazón roto. Aunque no
esperaba nada de Megan —no quería que lo malinterpretara—, no
tenía nadie más con quien hablar.

Lottie se dio el alta a sí misma con una rápida floritura en un


formulario y le pidió al médico que se asegurara de que a Boyd se le
hacían todas las pruebas necesarias para estar seguros de que no
tuviera ningún hueso roto ni lesiones internas. Lo quería de regreso
en el trabajo, pero lo necesitaba sano. En la recepción miró por
todas partes en busca de Kirby, McKeown o McMahon. Cualquier
garda serviría. Necesitaba información y un coche, pero la única
persona que le llamó la atención fue Cynthia Rhodes.
—Dios santo, inspectora, tienes un aspecto espantoso.
—Gracias, Cynthia, eso me hace sentir mucho mejor. —Miró por
encima de la cabeza de la mujer, más baja que ella. Ni un solo
garda a la vista—. ¿Tienes un cigarrillo?
—No sabía que fumaras —respondió Cynthia.
—En realidad no fumo, pero me apetece uno ahora.
—Bueno, no tengo ninguno, pero estoy segura de que puedes
conseguir uno fuera. Vamos, te acompaño.
—No estoy tan mal. Puedo caminar.
—De todos modos, pareces un fantasma debajo de esa capa de
arena, cemento o lo que sea que tienes pegado a la cara.
Lottie se la tocó con la mano, que quedó cubierta de polvo gris.
Fuera, esperó a que Cynthia camelara a una mujer en bata que
estaba fumando detrás de una columna. Estaba prohibido hacerlo
en el recinto del hospital, pero todo el mundo sabía que las normas
estaban para saltárselas. Cynthia regresó con un cigarrillo
encendido y se lo dio.
—Pero no te desmayes —dijo.
—Gracias.
—¿Tienes algún comentario que hacer?
—¿Quieres acercarme a la comisaría?
—No, pero te llevaré a casa.
—Primero tengo que comprobar qué necesitan en la comisaría.
—La nicotina le estaba provocando náuseas. Apoyó la cabeza
contra la columna y observó mientras una tercera ambulancia se
unía a otras dos delante de Urgencias. Bajaron dos camillas y las
llevaron al interior a toda prisa.
—Por lo que he oído, hay, al menos, diez muertos —dijo Cynthia
—. Y muchos más heridos. Algunos todavía están enterrados bajo
los escombros, así que el número de muertos podría ser mayor.
Esto es una noticia importante, inspectora.
—¿Y entonces por qué no estás en los juzgados? Ahí es donde
está la historia.
—Ya he hecho todo lo que he podido allí. Tengo una declaración
de tu comisario y del jefe de bomberos. Sería genial conseguir una
tuya, ya que te has visto implicada en todo el asunto.
—Sin comentarios.
—Estoy harta de esa frase.
Lottie apagó el cigarrillo con el pie y se dio cuenta de lo rasgada
y cubierta de sangre que tenía la ropa.
—Puede que acepte la oferta de que me lleves a casa, si sigue
en pie.
Cynthia se acomodó las gafas.
—De acuerdo. Pero todavía quiero esa declaración.
—¿Qué te parece esta: «Me encuentro como el culo y necesito
una ducha»?

El hotel no era uno de sus lugares favoritos. A Kirby le gustaba estar


rodeado de gente y lugares familiares. La familiaridad le sentaba
bien, casi siempre. Suponía que era así de anticuado. El ambiente
aquí era demasiado moderno, demasiado limpio, demasiado
cómodo. Y demasiado ruidoso. «Prefiero Cafferty mil veces», pensó
mientras pedía una pinta de Guinness y añadía un chupito de
whisky.
Cuando se hubo tomado el whisky y pagado las bebidas, fue
hacia una mesa en la esquina desde la que podía ver la puerta.
Entonces se dio cuenta de que había dos entradas. Para cuando
Megan llegó, tenía un calambre en la nuca.
La mujer entró exactamente veinte minutos después de que él
llegara. Kirby se levantó con torpeza para cogerle el abrigo.
—Me lo dejaré puesto, si no te importa. Hace un poco de frío. —
Mantuvo una mano en el abrigo de tweed de botones.
Kirby se fijó en que no llevaba bolso. Parecía que fuera a
abandonarlo. Se sentía nervioso, aunque no tenía motivos para
estarlo.
—¿Qué quieres tomar? —preguntó.
—Te dije que me pidieras un café irlandés.
Se había olvidado. Sintió cómo el calor le subía a las mejillas y
casi se tropieza al bajar los escalones del reservado. El tono de
Megan había sido cortante y, de repente, deseó no haberla buscado.
Lo que necesitaba después de la locura del día era calma. Estaba
convencido de que Megan no iba a dársela, pero pidió la bebida de
todos modos.
Sentado en la silla delante de ella, se sintió gordo y feo.
Necesitaba un corte de pelo y cambiarse de ropa, pero, por otra
parte, la mujer parecía tan demacrada como él.
—¿Qué tal ha ido tu día libre? —Ya no le resultaba fácil charlar.
Tendría que aprender a socializar otra vez.
—Una mierda, si te soy sincera —respondió—. He oído lo del
accidente. Qué asunto tan terrible.
—Mi jefa y su compañero estaban allí. Ambos están en el
hospital.
—Oh, Dios, eso es horrible. ¿Se pondrán bien?
—No lo sé. Tengo que comprobarlo. —Kirby sintió que estaba
fuera de control. Tal vez aquel no fuera el momento adecuado para
coger el teléfono y llamar a su jefa.
—¿Quiénes son? —preguntó Megan.
—Mi inspectora, Lottie Parker, y el sargento Mark Boyd. Son dos
de los buenos.
—¿Y tú eres uno de los malos?
La voz de la mujer era dura, y Kirby se preguntó por qué había
pensado que su compañía le sentaría bien. Cuando llegó el café, el
detective estaba pensando en una forma de escapar.
—Yo soy lo que quiera la gente —contestó—. No me importa
demasiado. Hago mi trabajo lo mejor que puedo.
—No pretendía sugerir que no eres uno de los mejores. Lo
siento. Estoy un poco decaída desde la muerte de Amy y no soy
muy buena compañía en este momento. Tal vez debería
marcharme.
—En absoluto. Creo que yo mismo estoy un poco alterado
después de presenciar la carnicería en los juzgados. —La pinta
sabía agria o, tal vez, era solo la bilis en su estómago. Megan ya se
había bebido la mitad de su café.
—En las noticias han dicho que puede haber más cuerpos
enterrados bajo los escombros, y algo sobre que, tal vez, los túneles
bajo los juzgados han provocado que la grúa se desplomara. ¿Es
cierto?
—¿Lo de los cuerpos o lo de los túneles?
—Ambos, supongo.
—Ha habido varios muertos —confirmó él—. Hace mucho tiempo
oí que hay una red de túneles bajo la ciudad. Se remontan a la
época medieval. Esta es una ciudad cuartel y, en el 1800, aquí
había una cárcel de los Midlands. Es posible que los túneles se
usaran para transportar prisioneros de la cárcel a los juzgados.
—Tal vez alguien haya escapado del accidente de esa manera.
Ya sabes, si se han quedado atrapados bajo los escombros puede
que hayan conseguido salir a través de los túneles.
—Una vez se haya completado la operación de rescate,
sabremos el número total de víctimas.
—Corre el rumor de que Cyril Gill puede ser uno de los muertos.
Qué tragedia tan grande para esa familia, después del asesinato de
su hija.
—¿Cómo lo lleva Richard Whyte? —Kirby recordó que tenía que
pedirle al concejal que les permitiera realizar un registro para buscar
la tarjeta SIM.
—No lo he visto. No ha estado en la farmacia desde… —Bebió
otro trago de su café irlandés—. Desde que encontraron el cuerpo
de Amy.
—¿Quién te sustituye hoy, entonces?
—Tengo derecho a mi día libre —contestó la mujer con tono
arrogante.
—Perdona, Megan. Solo preguntaba.
—Tenemos a un farmacéutico suplente. Me sustituye hoy. —
Apuró la taza y se puso en pie—. Será mejor que me vaya. Tengo
cosas que hacer. Espero que tus colegas estén bien.
Kirby se levantó para dejarla pasar y la mujer se marchó antes
de que se hubiera sentado de nuevo.

Richard Whyte abrió la puerta e hizo pasar a Kirby.


—¿Quiere un café? ¿O una copa? Tengo el mejor whisky
irlandés.
—Un whisky suena bien. —Kirby se deslizó sobre un taburete
alto en la barra americana mientras Whyte abría un armario y
regresaba con dos vasos. La botella ya estaba abierta sobre la
encimera.
—Perdóneme, estoy un poco borracho —se disculpó Whyte, y se
sentó junto a Kirby.
—Siento lo de su hija.
—La vida es una mierda.
—Pues sí.
Ambos hombres apuraron sus copas y Whyte sirvió dos más.
—¿Alguna novedad sobre quién mató a Amy?
—Todavía no, pero estamos trabajando a toda máquina. Es
decir, estábamos, hasta el accidente en los juzgados.
—Lo he visto en las noticias. He intentado llamar a Cyril. No
contesta, pero dudo que estuviera en la obra, con lo de Louise y
todo…
—De momento no está entre las víctimas, pero creemos que
todavía hay gente enterrada bajo los escombros. —Kirby se removió
en el taburete para girarse y mirar a Whyte. El hombre tenía la
mirada perdida en el oro líquido que flotaba en el fondo de su vaso
—. Tengo que preguntarle una cosa.
—Adelante.
—¿Qué pasa con el móvil que encontramos escondido aquí? No
es de Cristina ni de Amy, ¿verdad?
—No sé de quién es.
—No es un modelo que le guste a la gente joven. Hoy en día
todo son pantallas táctiles. ¿Está seguro de que no es suyo?
Kirby observó el rostro de Richard con atención mientras el
hombre pensaba qué decir.
—Mi niña está muerta. La hija de Cyril también. Supongo que ya
no importa.
—¿El móvil era suyo?
—Fue idea de Cyril.
Kirby parpadeó con fuerza, asimilando lo que acababa de oír. La
jefa estaba segura de que tenía algo que ver con Amy y Louise, o
incluso Cristina.
—Cuéntemelo.
Capítulo 46

Al final, Lottie persuadió a Cynthia para que la dejara en la


comisaría antes de enviarla a paseo con una declaración sobre la
solidaridad para con las víctimas del accidente y sus familias.
Supuso que Cynthia ya había recibido esa frase de McMahon, pero,
para su alivio, la periodista no la presionó para que añadiera nada
más.
Después de atravesar una recepción relativamente tranquila,
subió las escaleras hasta su despacho con cuidado. Estaba tan
tranquilo que no se oía prácticamente nada. Todo el mundo debía de
estar en el lugar del accidente.
Sabía que apestaba sin necesidad de olerse los sobacos, y
tendría que haber ido primero a casa, pero estaba demasiado
alterada por la adrenalina y le resultaba imposible tomarse un
descanso. Llamó a la puerta del despacho de McMahon y asomó la
cabeza sin esperar respuesta. Vacío. Fue hacia la sala del caso, que
también estaba vacía, y caminó hasta las pizarras.
Cuatro mujeres jóvenes, todas muertas. Y ahora, al menos otros
diez muertos como resultado de un accidente. Las palabras de Boyd
se le habían quedado grabadas en el cerebro. ¿Había sido
realmente un accidente, o podría tratarse de un plan orquestado
para acabar con Cyril Gill? Sin duda, había otras maneras.
Sus ojos se posaron sobre la foto de Conor Dowling del
expediente del viejo caso. Parecía joven y vulnerable. Le vino a la
mente una imagen del aspecto que tenía ahora. Se había
endurecido en la cárcel, pero pensó que, bajo su apariencia hostil,
había conservado su vulnerabilidad juvenil. ¿Era posible que
hubiera matado a las cuatro mujeres como venganza? Pasó el dedo
sobre los ojos insondables del hombre. ¿Dónde estaba cuando se
había derrumbado la grúa? ¿Estaría entre los muertos? Pediría a
Kirby que lo averiguara. Entró en la oficina general. No había rastro
de él ni de ninguno de los otros.
Necesitaba llamar a casa para asegurarse de que el taxi había
recogido a Chloe y Sean a pesar de las alteraciones en el tráfico.
Entonces, cayó en la cuenta de que el móvil estaba en su bolso, y
su bolso estaba enterrado bajo los escombros en alguna parte de
los juzgados.
Le dolía la cara y le palpitaba la cabeza. Sentía como si le
hubieran golpeado todos los miembros con un bloque de cemento,
cosa que no se alejaba mucho de la verdad. Decidió que una ducha
rápida en los vestuarios bastaría.
Se dirigió escaleras abajo hasta el sótano, se quitó la ropa
inmunda y se quedó de pie bajo el agua fría. Pensó que debería
haber comprobado si tenía una muda de ropa limpia en la taquilla.
Mientras el agua le caía encima y le erizaba la piel, deseó con todo
su corazón que Boyd se recuperara. Lo necesitaba.

Tony se escapó al pub en cuanto pudo. Los policías y el personal de


emergencias habían hecho todo lo posible dadas las circunstancias.
Ahora, tenían que esperar a que llegara el equipo de Dublín para
levantar los restos destrozados de la grúa. El departamento de
bomberos estaba usando herramientas para cortarla, pero era
demasiado peligroso, ya que el suelo seguía cediendo.
Acababa de entrar en el local cuando comenzó a llover. Ahora la
obra sería un completo desastre. Casi esperaba ver a Conor
sentado con una pinta en las manos, pero no había rastro de él. El
pub estaba lleno de periodistas y reporteros. Se quitó la chaqueta
con Construcciones Gill escrito en la espalda. «Mejor ser solo otro
mirón», pensó. No quería responder preguntas incómodas.
Se abrió paso a codazos hasta la barra y escuchó trozos de
conversaciones, aunque nada que debiera preocuparlo. Pidió su
copa y esperó. Por primera vez en diez años, sintió como si se
hubiera quitado un peso de encima. Solo le quedaba esperar que
Conor Dowling fuera uno de los cuerpos bajo los escombros.

La camiseta era demasiado larga y los pantalones, demasiado


apretados, pero Lottie no tenía más opción que embutirse en ellos.
Decidió que su chaqueta era una causa perdida, así que cogió una
ligera de la policía. Antes de ir a casa, pasaría por la de Conor
Dowling porque era hacia allí adonde se dirigía cuando había
tomado el desvío hacia la obra y porque, según sus averiguaciones,
nadie en la obra había podido contactar con él.
Cogió un coche de la flota de la policía del parking, condujo por
la circunvalación y se detuvo delante de la casa de Dowling quince
minutos después de haber salido de la ducha. Estaba tan
entumecida que no sentía ningún dolor, aunque no estaba segura de
si eso era algo positivo.
La casa tenía un aspecto más decrépito que las de sus vecinos.
Nunca le había importado tener la casa impecable, pero tuvo que
contener las ganas de coger un trapo y limpiar la suciedad de las
ventanas.
Golpeó con el puño la madera agrietada de la puerta y se
encogió al sentir el dolor que reverberó por los huesos de su mano.
La hierba estaba muy crecida y pisoteada en algunas zonas.
También había malas hierbas y una rueda de bicicleta doblada
apoyada en el lado interior de la tapia. Estaba a punto de marcharse
cuando oyó a alguien que arrastraba los pies justo antes de que se
abriera la puerta.
—¿Señora Dowling?
—¿Qué son todos esos golpes? ¿Es que no tiene paciencia? Se
supone que no debo levantarme. ¿Qué quiere?
—Soy la inspectora Parker. Me gustaría hablar un momento con
Conor, por favor.
El rostro de la mujer se hundió. Lottie miró la cabeza medio calva
y pensó que la señora Vera Dowling estaba a punto de pegarle un
mordisco en el brazo, así que se metió las manos en los bolsillos de
la delgada chaqueta.
—¿Conor? ¿Qué quiere de él? ¿No es usted la que lo encerró?
—La cara de la mujer había cobrado un aspecto indudablemente
maligno—. Es usted una mierda de poli. Mi chico no hizo nada, pero
usted creyó a ese par de frescas en vez de a él.
—¿Puedo entrar, por favor? —Lottie miró por encima del hombro
las cortinas que se movían en la casa de enfrente—. No querrá que
los vecinos se enteren de sus asuntos, ¿no?
La señora Dowling giró sobre sus bastones y le hizo señas.
—Entre.
Lottie esperó a que la mujer se alejara lentamente por el
estrecho pasillo antes de entrar y cerrar la puerta tras ella. La siguió
hasta lo que solo podía describirse como sus aposentos.
Por lo que veía, parecía que Vera Dowling comía, dormía y hacía
sus necesidades en una única habitación. En una esquina había un
televisor que retransmitía un concurso a todo volumen. El olor le
indicó que Vera no se lavaba a menudo, ni tampoco su ropa. Tuvo
ganas de abrir una ventana para ventilar. No había donde sentarse,
así que se quedó de pie, con cuidado de no apoyarse contra la
pared, donde la condensación goteaba por el descolorido papel y un
crucifijo de madera colgaba con cuentas de rosario negras
colocadas alrededor de la cabeza inclinada de Jesús. Una imagen
de archivo de una casa en un bosque colgaba en un marco de
madera agrietado sobre la chimenea apagada.
La señora Dowling se sentó sobre una fétida pila de
almohadones. Las motas de polvo se alzaron al unísono, como
queriendo evitar ser aplastadas por su trasero. Lottie sintió que
había entrado en una pesadilla color sepia.
—¿Por qué quiere hablar con Conor?
—¿Puede bajar el volumen del televisor, por favor? —Lottie no
oía ni una palabra de lo que decía la mujer.
Después de probar cada uno de los cuatro mandos a distancia
alineados en el brazo del sillón, la mujer por fin consiguió bajar el
volumen. Lottie se fijó en lo torcidos e hinchados que estaban los
dedos de la anciana.
—Señora Dowling, ¿se ha enterado de que ha habido un
accidente hoy en los juzgados?
—¿Accidente? ¿Conor está bien? Espero que no esté herido.
Necesito que cuide de mí.
—No sé si lo está —admitió Lottie—. Estoy tratando de
localizarlo. ¿Ha ido hoy a trabajar?
—Por supuesto que sí. Va cada día. Es un buen chico, aunque
usted no lo crea. Volverá a casa pronto.
—Mi oficina no ha podido contactar con él.
La señora Dowling se santiguó.
—Santa María, madre de Dios, será mejor que esté bien. He
pasado diez años esperando a que lo soltaran para que cuidara de
mí, y ahora esto.
—No se preocupe demasiado. Estoy segura de que aparecerá.
—Lottie no estaba nada segura, pero no quería que la señora
Dowling se pusiera histérica. Ahora que estaba allí, se moría de
ganas de ir a casa y ver a su familia y, luego, volver al hospital y
asegurarse de que Boyd no hubiera pedido el alta.
—¿Quiere que le prepare una taza de té? —¿Por qué diablos
había dicho eso?
—Oh, eso sería estupendo. La cocina está por ahí. —La señora
Dowling señaló con su bastón—. La artritis reumatoide me ha
consumido. Me duelen las piernas y las manos, dependo de Conor
para todo.
—¿Cómo se las arregló cuando él estaba… preso?
—Su amigo Tony me trataba bien. Trabaja con él en la obra. Es
un amigo muy leal, sí señor.
—Le prepararé el té.
En la diminuta cocina, Lottie llenó el hervidor y lo encendió.
—¿Lo toma con leche?
—Por supuesto que sí. Si no, sería como agua de fregar.
Lottie encontró la leche en la nevera.
—¿Azúcar?
—Hay un bol en la despensa. Dos cucharadas. Las bolsas de té
están en la lata.
—¿Conor duerme en casa cada noche? —Lottie rebuscó en la
mugrienta despensa.
—Así es.
Preparó el té y le llevó una taza a la señora Dowling.
—Espero que esté a su gusto.
—Un poco flojo —resopló la mujer.
—¿Y se encarga él de hacer la compra?
—No pensará que soy capaz de empujar un carrito, ¿verdad?
—¿Estuvo en casa toda la noche del martes?
Lottie tenía las piernas débiles por el trauma del accidente, y la
mirada que le echó Vera Dowling consiguió que deseara hundirse en
el suelo.
—¿Lo está acusando de algo? ¿Como hizo la última vez? —El té
se volcó de la taza sobre el costado del sillón, pero la anciana no
pareció darse cuenta—. Ha estado aquí, todas las noches. Así que
puede irse a la mierda con lo que sea que le quiere cargar.
—No estaba…
—Conor no hizo esas cosas de las que lo acusaron. No le dio
una paliza a ese anciano y no le robó el dinero.
—No lo negó.
—No lo hizo.
—No ofreció coartada.
—¿Cómo iba a hacerlo? Por aquel entonces, yo hacía turnos de
noche en el hospital. Era ayudante de enfermería. Él estaba en
casa, solo.
—¿Lo estaba? Nunca dijo que así fuera. —Cuando ocurrió
aquello, a Lottie le había preocupado que Conor no ofreciera
explicación alguna sobre su paradero la noche del ataque a Bill
Thompson. Al final, sin pruebas forenses y sin que el acusado
negara nada, fueron las dos testigos las que determinaron el
veredicto.
La señora Dowling apretó los labios y la miró.
—Él no lo hizo. No tenía acceso a ninguna escopeta. ¿Acaso
encontraron el arma? ¿O el dinero? Mire a su alrededor, inspectora.
¿Ve alguna señal de riqueza aquí?
Lottie sacudió la cabeza y se encogió de hombros. No significaba
nada. Conor podía haber enterrado el dinero hasta encontrar el
momento adecuado para recuperarlo. Nunca averiguaron cuánto
habían robado, pero el personal del bar estimó que podrían haber
sido diez mil euros. Bill Thompson no se llevaba a casa las
ganancias cada noche, normalmente solo el domingo, y había sido
un fin de semana atareado. Conor Dowling era cliente habitual del
pub, conocía la rutina de Thompson. Louise Gill y Amy Whyte
juraron que lo habían visto alejarse de la casa de Thompson aquella
noche. Él nunca lo negó. No dijo ni una palabra. Pero Lottie estaba
segura de que habían encerrado al hombre correcto.
—Tenga, llévese esta porquería. ¿Intenta envenenarme o qué?
Lottie cogió la taza y volvió a la pequeña cocina. Miró el jardín
trasero mientras tiraba el té por el fregadero. Aquella zona estaba
más ordenada que la de delante, pero a los árboles no les iría mal
una poda, aunque ella no sabía mucho de jardinería. El cobertizo de
madera parecía fuera de lugar, como si lo hubieran dejado caer
desde el cielo. Un lado era ligeramente más bajo que el otro, como
si se hubiera hundido en el suelo. Un enorme candado colgaba del
cerrojo. ¿Por qué? ¿Qué había dentro que necesitara protección?
«Un cortacésped caro seguro que no», pensó al ver que la hierba
estaba tan crecida. ¿Escondía algo? Era más probable.
Un dolor le palpitó detrás de los ojos mientras decidía cuál era la
mejor manera de conseguir que la señora Dowling la dejara entrar al
cobertizo. Podría simplemente abrir la puerta trasera y salir a echar
un vistazo, ¿no?
—¿Qué está haciendo ahí dentro? —La voz sonó más cerca y
Lottie dio un salto al darse la vuelta.
Vera estaba en la puerta, apoyada en sus dos bastones.
—Está husmeando, cotilla asquerosa.
Lottie cuadró los hombros e ignoró el dolor que le bajaba por la
columna.
—Me preguntaba qué guarda en el cobertizo.
—Ahí están las cosas de Conor. Y no es asunto suyo.
—¿Qué cosas?
—Le gustaría saberlo, ¿verdad? Si quiere mirar, traiga una
orden. Ahora, antes de que la eche, dígame por qué me ha hecho
todas estas preguntas. —La señora Dowling se apoyó contra el
marco de la puerta y apuntó al pecho de Lottie con un bastón. Pero
ella no se dejaría intimidar por una vieja apestosa.
—Cuatro mujeres han sido asesinadas esta semana. Tengo que
comprobar la coartada de Conor.
—Lárguese de aquí, poli asquerosa. —La señora Dowling alzó el
otro bastón y Lottie se agachó cuando lo blandió en el aire—.
Márchese de mi casa con sus acusaciones dementes.
—No lo he acusado de nada. Solo necesito saber…
—Lárguese, y no vuelva. Puede irse al infierno con sus
acusaciones.
Los ojos de la señora Dowling echaban chispas y Lottie sintió
que le ardían las mejillas de la rabia. Esto era un desastre. La
cabeza le latía y sentía como si sus huesos fueran de gelatina. Iba a
marcharse, pero no sin intentarlo una última vez.
—Quiero saber dónde está Conor ahora, dónde estaba hace dos
noches, dónde estuvo la noche del sábado, y quiero saber qué hay
en ese cobertizo.
—Es una cotilla asquerosa. Lárguese y no vuelva a menos que
tenga una orden de registro.
Lottie dejó la puerta abierta para que la anciana tuviera que
recorrer el pasillo para cerrarla, y fue lentamente hasta el coche.
Miró al otro lado de la calle y vio una silueta detrás de las cortinas.
Mañana haría preguntas a los vecinos para comprobar si Conor
había estado en casa cuando había dicho, aunque la experiencia le
decía que no conseguiría nada de ellos. Pero ese mierdecilla y la
loca de su madre no podrían con ella. Es decir, si Dowling no estaba
ya enterrado bajo los escombros de los juzgados.
Capítulo 47

Lottie estaba desesperada por llegar a casa, pero primero


necesitaba un teléfono. Habría alguno extra en la comisaría. Su
mente estaba tan confusa que no lo había pensado antes. Condujo
por la circunvalación y avanzó entre el tráfico por el puente
ferroviario con lentitud. Se preguntó cómo estaría la familia de
Penny Brogan. Tenía que llamarlos; lo añadiría a la lista de cosas
que hacer mañana.
Aparcó de cualquier manera, salió del Mondeo y corrió bajo la
lluvia. Dentro de la comisaría fue hacia el almacén y tomó prestado
un Samsung. No tenía ningún número en la agenda, pero, al menos,
contaba con un teléfono. Antes de salir, pasó por la oficina. Seguía
vacía. El escritorio de Boyd era el más ordenado de todos. Esperaba
que no tardara mucho en volver a sentarse allí. Reprimió sus
sentimientos y entró en su despacho para averiguar cómo
funcionaba el móvil.
Debería escribir un informe de su visita a casa de los Dowling.
Estaba interesada en descubrir qué tenía Conor Dowling en el
cobertizo de su jardín, pero ¿cómo iba a conseguir una orden? No
bastaba con la intuición. Lo consultaría con la almohada.
Había una pila de papeles en su escritorio con un pósit encima
firmado por Sam McKeown. El tipo nuevo. Todavía no había tenido
la oportunidad de conocerlo. Cuando esto acabara, tendría más
tiempo para presentaciones y camaradería, pensó con una mueca
que hizo que le dolieran los puntos.
Mientras hojeaba las fotocopias, reconoció algunas páginas de
las libretas de Louise Gill.
—¡McKeown! —gritó. Pero no había nadie allí. Empezó a leer,
aunque los ojos todavía le escocían.
—¿Qué?
Lottie saltó.
—No te acerques de manera tan sigilosa.
—Me ha llamado. Estoy seguro de que la han oído hasta en la
catedral.
Sam McKeown estaba delante de su escritorio, con las mangas
subidas hasta los codos. Sin corbata. En su cabeza afeitada
brillaban gotas de sudor bajo la luz fluorescente.
—¿Dónde has estado? —le preguntó.
—Metido en un despacho que parece un armario revisando las
cintas de vigilancia. Ahí dentro es como una sauna.
—Lo sé. Y aquí también. El comisario siempre se queja de los
presupuestos, y aquí estamos, gastando el dinero en calefacción.
—¿Por qué no se queja?
—Porque si la apagamos ahora, cuando llegue el mal tiempo
conseguir que la enciendan será otra batalla.
—¿Puedo hacer una observación?
—Primero siéntate. Me estoy mareando de mirarte.
McKeown se sentó.
—Eso era parte de mi observación.
—¿De qué hablas? —Lottie quería comentar las notas, pero
tenía que escuchar a McKeown, de lo contrario podría molestarlo
cuando lo necesitaba de buen humor para trabajar en la
investigación.
El hombre tosió para aclararse la garganta.
—Es solo que no tiene muy buen aspecto. Ha pasado por una
experiencia traumática. ¿No cree que debería descansar del
trabajo?
Menudo descaro. Apenas llevaba un día en el puesto y ya estaba
dando sus opiniones de pacotilla.
—Detective McKeown, soy tu jefa. Nunca, jamás, cuestiones mi
habilidad para hacer mi trabajo.
—No pretendía…
—Sí lo hacías.
—Lo siento. Pero ¿se ha mirado al espejo? Está magullada,
tiene cortes y está sangrando. Estoy sinceramente preocupado.
Nada más.
—¿Sangrando?
—Sí. Uno de los puntos de la mejilla ha saltado.
—Oh, mierda. Lo siento, no era mi intención ser agresiva. Tienes
razón, ha sido una experiencia horrible, pero tanto Boyd como yo
estamos bien. O lo estaremos. Mi mayor preocupación son las
cuatro chicas asesinadas. Cuando encontremos al asesino, me
tomaré un descanso. Pero no antes. ¿Entendido?
—Entendido. —El detective se removió en su asiento y puso las
manos sobre las rodillas.
—Dime qué es esto. —Señaló las páginas en las que algunas
líneas escritas con la letra de Louise estaban marcadas con
subrayador rosa.
—Es el único que he encontrado.
—¿Cómo dices?
—El subrayador rosa. No había de color amarillo por ninguna
parte. Créame, lo he buscado.
Lottie esperaba no haber heredado otro detective obsesivo. Un
Boyd ya era suficiente, gracias.
—¡Me refiero al texto!
—Oh, claro. Lo siento.
—Por favor, no digas otra vez que lo sientes.
—De acuerdo. Esta libreta parece un diario de las visitas a
prisión que Louise Gill hizo el año pasado. ¿Puedo? —Cogió las
hojas de la mano de Lottie, las revisó y le devolvió una—. Esta de
aquí. Hace tres meses, prisión de Mountjoy. ¿Ve el nombre del
prisionero que visitó?
—Tal vez tenga los ojos inyectados en sangre, pero todavía
puedo leer. —Lottie entrecerró los ojos y leyó la pulcra caligrafía de
araña—. ¿Louise visitó a Dowling en la cárcel un mes antes de que
lo soltaran?
McKeown asintió.
—Sus apuntes parecen una confesión. En resumen, le dijo a
Dowling que lo sentía. Que había estado convencida de haberlo
visto aquella noche, pero que, tal vez, había cometido un error. Que
le costaba vivir con lo que había hecho.
Lottie tragó con fuerza.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Sam.
—Sí, gracias.
—¿Quiere un poco de agua? Puedo traerle una botella. ¿O un
café?
—Te esfuerzas demasiado. No tienes que impresionarme.
Volvamos a Louise y Dowling.
—Parece que fue un encuentro lleno de rabia. Él le dijo que no la
perdonaría. Louise le aseguró que descubriría la verdad.
—¿La verdad? —dijo Lottie—. ¿Qué iba a hacer? —Pasó las
páginas que quedaban a toda velocidad.
—No lo dice. Todavía estoy esperando las transcripciones de su
ordenador. Quizá allí haya algo.
—Tienes que averiguar si se encontró con Dowling después de
que lo soltaran.
—¿Cómo vamos a hacerlo?
—Tú lo harás. Habla con la madre de Louise, con sus amigos,
con su tutor, con cualquiera que la conociera. Usa ese cerebro de
detective que tienes.
Sam sonrió entonces, con una sonrisa ancha que mostraba los
dientes, y Lottie se maravilló de lo perfectos que los tenía. Si Rose
le hubiera prestado atención a sus dientes cuando era pequeña, no
tendría que sonreír siempre con los labios cerrados.
—Yo hablaré con Dowling cuando lo encuentre.
McKeown se puso de pie.
—Eso me recuerda otra cosa.
—¿Sí?
—Ya tenemos la lista de muertos del accidente. De momento hay
diez víctimas. Una grúa llegará por la mañana para ayudar en el
descombro. Puede que haya más cuerpos, pero Conor Dowling no
está en la lista.
—Quizá siga enterrado.
—Es posible, pero he reconocido un nombre de los informes de
la investigación sobre Amy Whyte.
—¿Quién es? —Se preguntó si Cyril Gill habría escapado ileso.
—Dermot Reilly.
Lottie resopló.
—Pobre Ducky.
—Solo tenía veinticuatro años.
—Es muy triste.
—Será mejor que vuelva al trabajo. —McKeown fue hacia la
puerta.
—¿Qué hay de las cintas de seguridad en las que estás
trabajando? Las del aparcamiento en Petit Lane.
—No creo que encontremos nada. Quienquiera que fuese parece
capaz de desaparecer en el aire.
Lottie miró su teléfono. Mierda, ni siquiera había conseguido
encenderlo.
—¿Sabes cómo funciona esto?
—Por supuesto. —Apretó un botón en un lateral del móvil y se
encendió.
—Gracias —dijo Lottie—. Ha sido un día largo. Vete a casa y
vuelve a las seis de la mañana. Entonces, puedes empezar a
trabajar en los amigos de Louise.
—Estoy bien. Seguiré unas horas más con las cámaras de
vigilancia.
—Como quieras.
Mientras McKeown salía, entró Kirby.
Lottie le indicó que se sentara.
—¿Qué pasa contigo? Pareces más hecho polvo que yo.
El detective se dejó caer sobre la silla y trató de aplastarse el
pelo con los dedos.
—Huelo alcohol —comentó ella—. Mis sentidos se han aguzado
desde que he dejado de beber. Whisky, si no me equivoco.
—Por eso tú eres inspectora y yo no. —Kirby sonrió.
—Borra esa sonrisita de tu cara. No puedes irte por ahí a beber
en medio de una investigación. —Sintió que se sonrojaba. Ella lo
había hecho a menudo, pero esos días habían quedado atrás. Al
menos eso esperaba.
—Lo siento, jefa. No volverá a ocurrir.
—Muy bien. Dime que tienes novedades.
—Me he tomado una copa con el concejal Whyte. Le he
preguntado sobre el teléfono que encontraste escondido en su casa.
—¿Y? —Lottie se pasó la mano por el ceño fruncido e intentó
aliviar el dolor que le zumbaba en la sien. Kirby se enfocaba y
desenfocaba. Necesitaba tumbarse. McKeown tenía razón, no se
encontraba nada bien.
—Me dijo que el teléfono era suyo. Lo usaba para comunicarse
con Cyril Gill. Dijo que Gill está convencido de que los smartphones
no son seguros, que todo queda grabado y que podrían usarlo en su
contra.
—¿Por qué? ¿Qué tiene que esconder?
—Ya lo hemos visto antes, jefa. Concejales y constructores.
Tratos sospechosos. Sobornos. Whyte no fue demasiado
comunicativo cuando lo presioné.
—Corrupción inmobiliaria otra vez. —Lottie golpeó el escritorio—.
Quizá te haya tomado el pelo.
—Su hija está muerta. Es un hombre que no tiene nada que
perder. Ha dicho que enviará la tarjeta SIM cuando la encuentre.
Lottie se recostó en la silla e hizo un gesto de dolor. Tenía la
espalda destrozada.
—Supongo que tiene tiempo suficiente para tirarla por el retrete o
dejarla limpia.
—Estaba bastante borracho. Creo que me ha dicho la verdad.
—Tan pronto como la tengas avísame. ¿Algo más?
—Las cintas de seguridad no parecen llevar a ninguna parte.
—Tú y McKeown tenéis que seguir con ello.
—Sí, jefa. —Kirby se levantó y fue hacia la puerta con su cuerpo
lento y grande.
—¿Puedes hacerme un favor?
—Claro.
—Vuelve a sacar el expediente de Bill Thompson.
—¿El caso de agresión y robo por el que Conor Dowling cumplió
diez años?
—Sí. Revísalo como si fuera nuevo. Quiero saber si se me pasó
algo en la investigación original.
—¿No fue el comisario Corrigan quien dirigió esa investigación?
—Sí, pero yo hice el trabajo en la calle.
—Lo revisaré a primera hora de la mañana.
—Y si encuentras algo —añadió Lottie—, quiero ser la única que
lo sepa.

Conor se palpó el tobillo dolorido y decidió que, en vez de sentir


pena de sí mismo, tenía que seguir adelante. La oscuridad le
llenaba los pulmones como si fuera una niebla. Subió por la
pendiente empinada palpando el camino, metiendo los pies en las
muescas entre los ladrillos. Se quitó el casco, los guantes y la
pesada chaqueta. Hacía que subir fuera más fácil, o tan fácil como
era posible en esas circunstancias. Tenía las uñas rotas y le
sangraban, y era doloroso agarrarse a lo que fuera. Pero siguió
adelante. Sabía que, al final, tenía que haber una salida.
Sus dedos alcanzaron un obstáculo que no parecía piedra. Alzó
la cabeza y chocó contra algo duro. Pasó la mano por lo que creía
que era una trampilla de metal, esperando encontrar una manija o
un pestillo, algo que abriera esa maldita cosa, pero era liso y sólido.
No cedía. Sin embargo, Conor no se daría por vencido con tanta
facilidad. Se apoyó contra la pared, respiró profundamente el aire
rancio un par de veces y obligó a su cuerpo a sacar fuerzas.
Por fin sintió un ligero movimiento. La trampilla era circular, así
que, tal vez, tenía que girarla. Lo volvió a intentar y oyó un siseó.
«¡Sí!», pensó. Estaba consiguiendo algo. Esperaba que pudiera
salir.
Y, entonces, resbaló y volvió a caer en el abismo.
Capítulo 48

Mientras llegaba a casa, Lottie maldijo la incomodidad del


Mondeo. Tal vez era ella y no el coche. Tendría que volver al
hospital para comprobar cómo estaba Boyd. Pero primero
necesitaba asegurarse de que sus hijos estaban en casa a salvo y
que habían comido.
Cuando estuvo dentro, inspiró el olor a nuevo e intentó
deshacerse de la peste asquerosa de la casa de Dowling que
todavía tenía pegada a la garganta. Abrió la puerta principal otra vez
y miró fuera. No había ni rastro del coche patrulla que había
asignado para que vigilara a su familia ahora que Bernie Kelly
andaba suelta. McMahon habría enviado a todos al incidente en los
juzgados.
Echó un vistazo al salón. Louis estaba apoyado contra una
almohada y bebía zumo de su taza con pico, con los pies apoyados
en las rodillas de Sean.
—¿Sam el bombero? —dijo Lottie.
—Le gusta. Lo mantiene callado. —Sean le masajeaba los pies a
Louis.
—¿Has cenado? —Estaba maravillada de cómo Louis conseguía
calmar a Sean. Su hijo parecía totalmente relajado, sin rastro de la
angustia adolescente que lo acosaba últimamente.
—La abuela ha traído una cazuela. He comido un poco. —Hizo
una mueca y miró fijamente a Lottie—. ¿Qué te ha pasado? Ese
corte tiene mala pinta.
—Lo sé. Me ducharé enseguida.
Sean se sentó un poco más erguido.
—Estábamos preocupados por ti. ¿Por qué no contestabas al
teléfono?
Lottie le acarició el pelo y se sentó en el brazo del sofá.
—Me vi en medio del incidente y perdí allí el bolso con el
teléfono dentro. Cogí uno de repuesto de la comisaría, aunque no
tengo ningún número guardado. Pero ahora estoy aquí.
—Bien.
—Voy a darme una ducha como Dios manda y a cambiarme de
ropa. ¿Dónde están las chicas?
—Se preocuparon cuando no consiguieron contactar contigo o
con Boyd. Han ido a la ciudad a echar un vistazo.
—Podrían haber llamado a la comisaría.
Sean se encogió de hombros.
—Creo que no pensaron en eso.
—¿Podrás enviarles un mensaje para avisarlas de que ya estoy
en casa?
—Vale, pero Katie ya me ha escrito para decirme que habían
oído que estabas en el hospital y que una mujer las iba a llevar en
coche.
—¿Qué mujer? —Lottie sintió un hormigueo en la nuca y se le
erizó la piel de los brazos. Por un momento, no pudo respirar.
—No lo sé —respondió Sean—. Probablemente, alguien que
habrán conocido en la ciudad. El primer mensaje decía que iban a ir
caminando hasta el hospital, y entonces llegó otro que decía que
habían ido en coche con una mujer. Un poco raro.
—¿Cuándo ha sido esto? ¿Cuándo se han marchado? —Lottie
contó las veces que Sean se encogió de hombros. Trató de
mantener la voz tranquila. Louis la miraba, con sus enormes ojos
como platos. No podía afligirlo. Susurró con urgencia—: Sean,
intenta pensar.
—Se marcharon poco después de que volviéramos de la
escuela. Mamá, ¿tenemos que seguir cogiendo el taxi? Me muero
de vergüenza delante de los chicos. Es como si me diera miedo
caminar hasta casa.
—¿Te dijo Katie cómo se llamaba?
—¿Quién?
—Sean, escúchame, por favor. La mujer que conocieron en la
ciudad, la mujer con la que se fueron las chicas. ¿Quién es?
—No lo sé. Katie me pidió que vigilara a Louis, dijo que no
tardarían mucho. Y luego, unos veinte minutos más tarde, me
mandó un mensaje. Mira. —Le pasó el móvil.
Lottie leyó las palabras de Katie. No había histeria en ellas, ni
miedo ni advertencia. Solo que una mujer había accedido a llevarlas
al hospital.
—¿Puedo usarlo un momento?
—Claro. Mientras no te pongas a cotillear mi Instagram o
Snapchat. Espera, tengo que cargarlo. Coge a Louis, bajo en un
momento.
Lottie aspiró con avidez la fragancia del pelo del pequeño, su
olor a bebé, su sonrisa. Le cubrió las mejillas de besos e intentó no
preocuparse. Pero era imposible.
¿Dónde estaba Rose cuando la necesitaba? ¿Dónde estaban las
chicas? Tenía que asegurarse de que estuvieran bien. De lo
contrario, ese día infernal se convertiría en una maldita pesadilla.
El corazón le latía con fuerza y se preguntó si le estaba dando un
ataque de pánico. Se obligó a pensar que las chicas estaban bien.
Louis gorjeó con suavidad y Lottie le acomodó la ropa con cuidado.
Luego, lo sentó en el suelo cuando Sean regresó.
—Por favor, busca el número de la abuela.
El chico hizo lo que le pedía y le pasó el teléfono. Lottie fue a la
cocina y suspiró al ver el desastre de los platos con la cena a medio
comer pegada en los bordes. Pero los platos eran la menor de sus
preocupaciones. Cuando Rose contestó, Lottie le pidió que viniera y
se quedara con Sean y Louis. Supuso que Rose oyó el miedo en su
voz, porque en siete minutos estaba en la puerta. Si sus hijas
estaban con Bernie Kelly, Lottie temía lo que podía pasar si no
actuaba de inmediato.
—Mantenme informada —dijo Rose mientras Lottie iba a toda
prisa hacia el coche.
—Lo haré, y no le cuentes nada a Sean.

—Cerrad la boca y no os pasará nada.


Eso fue lo que la mujer había dicho cuando las había llevado allí.
Estaban en una casa, en una habitación, pero, aparte de eso, Katie
no tenía ni idea de dónde las retenía. Estaba extremadamente
preocupada. La puerta estaba cerrada con llave. Y supo que las
habían engañado.
Ella y Chloe habían ido a los juzgados al saber lo del accidente
en busca de su madre. Tampoco conseguían contactar con Boyd, y
Katie estaba segura de que le había pasado algo a Lottie. Cuando la
mujer surgió de entre la multitud y se acercó a ellas, Katie pensó
que la reconocía, aunque no estaba segura.
—Sé dónde está vuestra madre. ¿Os llevo con ella?
—¿Dónde está?
—La han llevado al hospital.
—No importa. Iremos caminando, gracias. —Katie le había
mandado un mensaje rápido a Sean para decirle a dónde iban.
—No está allí ahora —había dicho la mujer—. Yo os llevaré con
ella.
—Solo dinos dónde está e iremos por nuestra cuenta.
Y entonces el rostro de la mujer había pasado de la calma a una
expresión de intensa maldad.
—Venid conmigo sin hacer ruido a menos que quieras que le
pase algo a ese hijito tuyo.
A Katie se le había secado la boca y el grito murió en su
garganta. Sintió que Chloe le tiraba de la manga del abrigo,
pidiéndole que corriera, pero sus pies estaban pegados al suelo
mojado. Esa mujer había amenazado con hacerle daño a su hijo.
¡Dios Santo! Había empezado a escribir otro mensaje y justo cuando
la mujer le quitó el móvil de la mano, apretó enviar.
—¿Encontraste la moneda que te dejé?
—¿Moneda? ¿Qué moneda? —preguntó Katie mientras
recuperaba la voz y se retorcía el cerebro. Entonces recordó cómo
su madre había palidecido cuando el disco plano había caído del
bolsillo de la chaqueta de Louis. ¿Era esta la persona que la había
seguido? ¿La que la había observado cuando le había dado esa
impresión?
—Esto es un montón de gilipolleces —comentó Chloe y empezó
a alejarse.
—Cállate, Chloe. —Esto era surrealista. Estaban en medio de la
gente. ¿Quién diablos era esa mujer?—. ¿Nuestra madre se
encuentra bien?
—Venid y comprobadlo vosotras mismas. No alcéis la voz. No
dejes de pensar en tu niñito indefenso.
¿Qué podían hacer? Habían atravesado la multitud tras la mujer
sin que nadie las ayudara. Y ahora, allí estaban, encerradas en una
habitación sin rastro de su madre. Chloe había golpeado la puerta
sin parar hasta que le sangraron los nudillos.
—Pierdes el tiempo —dijo Chloe—. Estoy segura de que este
sitio está insonorizado o en medio de ninguna parte. Pensemos
juntas cómo salir de este follón.
—¿Qué pasa si ha ido a buscar a Louis y Sean? ¿Has pensado
en eso, señorita Súper Guay?
Katie lo había pensado, pero intentaba no hacerlo.
—Siempre tan dramática. Encontraré la solución si te callas un
momento.
—Sí, claro.
—¡Chloe! Por favor. Déjame pensar.
Pero lo único en lo que podía pensar era en su hijito y su
hermano, y rezó para que no les pasara nada.
Capítulo 49

El Mondeo se arrastraba de un lado, y Lottie juró que, si tenía un


pinchazo en una rueda, lo dejaría ahí y saldría corriendo. El viento
abofeteaba el vehículo mientras las hojas mojadas en la carretera lo
hacían patinar. Sin tiempo para una ducha, para cambiarse de ropa
o ni siquiera comer algo, había intentado llamar a las chicas desde
el teléfono de Sean mientras conducía, pero ambos móviles estaban
apagados. Pasó por el hospital y le dio una descripción de sus hijas
al equipo de seguridad, pero sabía que era poco probable que Chloe
y Katie hubieran estado allí.
Al final, aparcó en la comisaría. Entró a toda prisa, subió las
escaleras con la energía que le proporcionaba la adrenalina y llegó
a la sala del caso. El equipo del turno de noche estaba contestando
al teléfono y redactando los informes de los puerta-a-puerta de
todos los asesinatos. No había rastro de Kirby o McKeown. Corrió
hasta la sala de las grabaciones de seguridad. McKeown tenía
razón, era un armario mal ventilado. Les indicó a ambos por señas
que salieran mientras trataba de coger aire para hablar.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Kirby.
—Necesito que localicéis estos dos teléfonos. —Les dio los
números de Katie y Chloe—. Quiero saber dónde están lo antes
posible.
—¿No hace falta papeleo para eso? —intervino McKeown.
Lottie se clavó las uñas en las palmas de las manos. No tenía
sentido echarle la bronca.
—Estos son los números de teléfono de mis hijas. Estaban
juntas en la ciudad hace un par de horas. Te aseguro que nunca
apagan el teléfono, así que quiero saber dónde están.
—¿No está siendo sobreprotectora? —comentó McKeown,
alzando una ceja.
—Cierra la boca —dijo Kirby.
—No, no estoy siendo sobreprotectora. —No sabía si debía
contarles lo de la amenaza de Bernie—. Han asesinado a cuatro
mujeres jóvenes en parejas esta semana. Una mujer se encontró
con mis hijas y les dijo que las llevaría conmigo, y ahora no puedo
localizarlas. A mí me parece bastante sospechoso, ¿no crees?
Miró a McKeown. Podía leer la duda escrita en sus ojos.
—La verdad es que no —contestó el detective.
Tendría que explicarlo.
—Ya he estado antes bajo amenaza. Bernie Kelly, que dice ser
mi medio hermana, se ha escapado de un centro de seguridad,
como ya sabéis. Fue a casa de mi madre la otra noche y amenazó a
mi familia.
—Vi en las noticias lo de que Kelly es tu medio hermana —
señaló Kirby.
—Ahora no, Kirby —jadeó. El pánico la estaba dejando sin
aliento—. Lo importante es que sospecho que esto es obra suya.
Todos los distritos del país la están buscando, de momento sin éxito.
Creo que se ha llevado a mis hijas para vengarse de mí por
encerrarla hace un año.
McKeown silbó.
—Vaya, lo siento. Tengo un contacto que se pondrá a localizar
los números de inmediato. —El hombre se marchó a toda prisa por
el pasillo.
—¿McKeown? —lo llamó Lottie.
—¿Sí?
—Esto es más que urgente.
—Entendido.
Cuando hubo desaparecido, Lottie sintió que Kirby la cogía del
codo y la llevaba hasta la oficina.
—¿Crees que tenemos que notificárselo al comisario?
—No. Solo conseguiré un sermón, y ya me ha echado uno.
Quiero que vayas al hotel Joyce. Habla con Leo Belfield y averigua
si conocía los planes de Bernie. No me fío de él. Por lo que sé,
podrían estar compinchados.
—Lo haré enseguida. Y jefa, aún tengo que conseguir el
expediente de Thompson. ¿Lo pospongo?
—Sí. Encontrar a mis hijas es la prioridad. —Caminó entre los
escritorios—. No me iría mal la experiencia de Boyd.
—¿No soy suficiente para ti?
Miró a Kirby, pero este sonreía.
—Habla con Belfield.
—Ya me he ido.

Leo Belfield estaba hecho un desastre. Kirby lo encontró sentado en


el bar del Joyce, con un brandi entre las manos.
—¿Y no ha visto a Bernie desde entonces?
—No. Desperté y se había marchado. Ya le conté todo esto a
Lottie. He registrado la ciudad de arriba abajo. He ido a la vieja casa
familiar. He rastreado las orillas del lago. Se ha esfumado.
—La gente no se esfuma.
—De donde yo vengo, lo hacen, normalmente en el East River.
—Esto es Ragmullin, no Nueva York. —Kirby sintió cómo le
subía el color a la cara. Tenía ganas de sacudir a Belfield para que
se pusiera en marcha—. Y, aparentemente, las dos hijas de Lottie
han desaparecido, así que tu ayuda no me iría mal.
—Ya te lo he dicho, he mirado por todas partes.
—¿Te dijo algo el día que la soltaste? ¿Alguna pista sobre lo que
planeaba hacer?
Belfield sacudió la cabeza.
—No me dijo nada.
Kirby no se lo creyó ni por un segundo. Obligó a Belfield a
bajarse del taburete.
—Coge el abrigo, te vienes conmigo.
—¿A dónde?
—A enfrentarte a Lottie Parker. Y te lo advierto, será mejor que le
digas lo que sabes.

Lottie entró en la sala del caso y, tras ignorar las cabezas


agachadas de los detectives y los agentes de uniforme que
trabajaban a toda máquina en los asesinatos, estudió la pizarra.
Observó las fotografías de antes y después de las cuatro
víctimas. Asesinadas en parejas. Sintió que el corazón le daba un
vuelco y el pulso le latía detrás de los ojos. Las fotos se volvieron
borrosas. ¿Se había llevado a sus hijas la persona que había
acabado con las vidas de estas mujeres de manera tan violenta?
Ese pensamiento la hizo tambalearse y se apoyó contra el escritorio.
Seguro que no. No, estaba convencida de que era Bernie Kelly
quien tenía a sus hijas, y que ella no era el asesino que buscaban.
Kelly no podía ser responsable de las muertes porque estaba
entre rejas cuando las dos primeras chicas fueron asesinadas. Así
que, ¿qué era peor? ¿La idea de que el asesino desconocido podía
tener a sus hijas o que las tenía Bernie Kelly? Sabía de lo que Kelly
era capaz. ¿Acaso no había asesinado de forma indiscriminada
hasta el punto de ahogar a la mejor amiga de su hija en un barril de
agua? Una chica que había resultado ser la propia sobrina de
Bernie.
Lottie suspiró profundamente y trató de decidir cuál sería el
siguiente paso mientras esperaba a que McKeown localizara los
teléfonos.
Boyd. Necesitaba su sabiduría y su claridad de pensamiento. Se
dio la vuelta para salir de la sala.
—Lottie, he venido en cuanto lo he sabido. —Boyd la cogió del
brazo y la condujo hasta el pasillo.
—Eres un regalo para la vista —trató de bromear, pero los
sollozos se le atascaron en la garganta y los contuvo. Se apoyó
contra la pared mientras su compañero le levantaba la barbilla—.
¿Cómo te has enterado?
—Kirby pasó por el hospital y me trajo —aclaró—. He intentado
llamarte. ¿Por qué tienes el móvil apagado?
—No me hables de móviles. El mío se ha perdido y he cogido
uno del almacén que no consigo averiguar cómo funciona. —Hizo
una pausa—. No deberías haber salido del hospital.
—Lottie, no. —El sargento levantó una mano vendada—. Estoy
un poco magullado y muy dolorido, pero no es nada que ponga mi
vida en peligro. Cuéntame lo de Katie y Chloe.
Lottie se mordió el labio. Las emociones brotaban y tenía miedo
de que, si hablaba, se echaría a llorar. Y no tenía tiempo para eso.
—Venga —dijo él con delicadeza.
La inspectora sacudió la cabeza y apretó los ojos, incapaz de
pronunciar una palabra. Sintió que los brazos de Boyd le rodeaban
los hombros y la atraía contra su pecho.
—Oh, Boyd.
—Shhh. Es el shock, que llega con retraso. Has pasado por una
experiencia traumática. Tus hijas han desaparecido. Llora si es lo
que necesitas.
—Creo que Bernie Kelly se las ha llevado.
—¿Cómo puedes estar segura?
—No estoy segura. Las dos tienen el móvil apagado. McKeown
está tratando de localizarlos. —Le contó a Boyd lo que sabía hasta
el momento.
—¿Tal vez siguen en los juzgados?
—Kirby dijo que estaba todo acordonado y que habían
ahuyentado a los curiosos. Bernie Kelly visitó a mi madre la otra
noche y la amenazó con hacerle daño a mis hijos. Por eso tenía un
coche patrulla aparcado delante de casa y había pedido un taxi para
que llevara y trajera a Chloe y Sean de la escuela.
—Pero dijiste que había caído una moneda del bolsillo de Louis.
Esa no es la tarjeta de visita de Kelly. Eso es… ya sabes… de las
escenas de los crímenes que estamos investigando.
—No sé qué pensar.
—Vamos a trabajar juntos y a trazar un plan.
—Necesitas descansar.
—Y un cuerno. Tenemos que encontrar a tus hijas.
Lo cogió del brazo y volvieron a la sala del caso. Sentía que si
alguien podía encontrar a sus hijas, ese era Boyd.

Momentos más tarde, el comisario en funciones McMahon entró por


la puerta como una exhalación.
—Pensaba que vosotros dos estabais en observación
—dijo—. ¿Qué hacéis aquí?
Iba más desaliñado de lo que Lottie lo había visto jamás, y las
arrugas del estrés se le marcaban alrededor de los ojos como patas
de dinosaurio.
—Somos perfectamente capaces de trabajar —respondió Lottie,
aunque su voz era un mero susurro.
—Muy bien. Esta catástrofe acaba de empeorar. Al parecer, hay
conductos de gas en riesgo, aunque debería solucionarse durante
las próximas horas, y todavía no hemos recuperado todos los
cuerpos. Tengo una lista de los muertos identificados in situ, y hay
que informar a sus familias. También quiero saber quién sigue
desaparecido y presuntamente muerto a estas alturas. El jefe de
bomberos está a cargo de un centro de emergencias en las oficinas
del ayuntamiento y yo soy el segundo al mando, junto con el
administrador del condado. Todavía estamos a la espera de que
llegue el equipo de Dublín para levantar los escombros, ver qué hay
debajo de la grúa y averiguar por qué y cómo ha ocurrido este
accidente.
Lottie miró fijamente a su jefe. No le iría mal un cuarto de su
adrenalina en ese momento.
—Señor —dijo—, tenemos otro problema.
—Lo sé.
—¿De verdad?
—Todavía hay un asesino suelto. Cuatro víctimas, y no tenemos
ni una sola pista.
—Hemos estado trabajando en ello a toda máquina —intervino
Boyd—. Conor Dowling es el principal sospechoso, pero puede que
haya muerto en el accidente.
—Su nombre no está en la lista de víctimas —repuso McMahon.
—Ese no es el problema al que me refiero —dijo Lottie. El
agotamiento se le filtraba en los huesos y acrecentaba los dolores,
pero permaneció en pie. Tenía que luchar por encontrar a sus hijas.
—¿Qué, entonces? Escúpelo.
Sabía que la iba a tratar con indiferencia.
—Tengo motivos para creer que mis hijas, Chloe y Katie, han
sido secuestradas. —Su corazón comenzó a latir a un ritmo
alarmante y respiró profundamente un par de veces.
—Explícate —le ordenó el comisario, pero ya le había dado la
espalda.
—Señor, fueron a la ciudad a buscarme. Sospechaban que me
encontraba en el accidente, pero no sabían que estaba bien porque
mi teléfono quedó enterrado. Se encontraron con alguien que les
aseguró que las llevaría conmigo.
—Parker, estoy lidiando con, al menos, diez personas muertas,
un número indeterminado de desaparecidos y un posible escape de
gas con el potencial de hacer estallar esta ciudad hasta el cielo, y tú
vienes a decirme que no encuentras a tus hijas. Sé realista. Se han
ido de compras o a tomar una copa. Probablemente están fumando
maría en alguna parte. Ya lo han hecho antes, ¿no es cierto?
«Eres un capullo», pensó Lottie, pero respondió:
—Tengo que encontrarlas. No puedo concentrarme en nada más
en este momento.
—Inspectora, te ordeno que te comportes como es debido.
Primero, duerme un poco. Pareces algo que un gato hubiera
encontrado en un cubo de basura. Vuelve aquí mañana por la
mañana, y quiero al asesino de esas cuatro mujeres en una celda.
«Eres como un disco rayado», pensó.
—Es como un disco rayado —comentó Boyd. Pese al dolor,
Lottie sonrió. A veces, su sincronicidad era asombrosa—. Tenemos
que tomarnos en serio a la inspectora Parker cuando dice que sus
hijas han desaparecido. Tenemos motivos para creer que Bernie
Kelly las ha secuestrado.
—La misma Kelly que es pariente tuya, Parker. Esto es un
asunto familiar, no pienso gastar recursos de la policía en ello. Todo
el país está buscando a Kelly. La encontrarán. Y, debo añadir,
todavía tienes muchas explicaciones que dar sobre ese tema.
—Ese descanso que ha mencionado —dijo Lottie—, voy a
tomármelo ahora.
McMahon la miró con la boca abierta. La inspectora se dio la
vuelta y se marchó. Boyd fue detrás de ella.
En su despacho, se encontró con McKeown.
—¿Alguna novedad sobre los móviles?
—Nada. La última triangulación que he conseguido, de manera
extraoficial, solo porque conozco a alguien que trabaja con el
proveedor de red, las sitúa cerca de la calle Gaol, donde ha ocurrido
el accidente.
—¿Y nada más?
—Nada.
—De acuerdo. ¿Qué hacemos a continuación?
—Por lo que sabemos sobre Bernie Kelly —dijo Boyd—, querrá
que sepas que tiene a las chicas. Se pondrá en contacto.
—¿Así que crees que tendríamos que sentarnos y esperar?
—Sí, eso creo.
—Pero si trata de llamarme, no tengo teléfono. A menos…
—¿Qué? —dijeron Boyd y McMahon a la vez.
—Mi madre. Ya la ha visitado una vez, quizá vuelva a hacerlo.
Kirby entró en la oficina.
—Te olvidas de una cosa.
—¿Cuál?
—Tal vez no sea Kelly quien tiene a las chicas.
Detrás de él, Leo Belfield entró arrastrando los pies, con la
cabeza gacha y la actitud de un hombre condenado.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Lottie.
Leo sacó los brazos del abrigo.
—Dios, qué calor hace aquí. —Se dejó caer sobre la silla más
cercana—. Si es Bernie, creo que solo intenta llamar tu atención.
—Pues lo ha conseguido, así que ¿dónde está?
—Tienes que encontrar tu teléfono —dijo Boyd.
—O podemos hacer que pasen tu número al móvil nuevo —
sugirió Kirby—. McKeown puede hacerlo.
—Gracias —respondió Lottie. ¿Por qué no había pensado en
eso? ¿Por qué había tantas cosas en las que no había pensado?
Volvió su atención a Leo Belfield.
—¿Se ha puesto en contacto contigo?
—No.
—¿Y no has encontrado señal de ella en ninguna parte?
—No.
Lottie iba de un lado a otro del despacho; el movimiento hacía
que le doliera aún más la cabeza.
—Está ahí fuera, sin medio de transporte, sin dinero y…
—Quizá tenga dinero.
Lottie se detuvo delante de Belfield y lo miró fijamente.
—¿Qué quieres decir?
—Mi cartera. Se llevó todo el dinero. Las tarjetas siguen ahí,
pero no…
—¿Y no se te ocurrió contarme antes ese detalle?
—No me lo preguntaste.
—Joder. —Lottie se tiró del pelo—. ¿Y tú eres capitán del
Departamento de Policía de Nueva York? Dios, dame fuerzas.
Belfield se encogió de hombros y siguió con la cabeza gacha.
—Tu número ha sido redirigido al móvil nuevo —informó
McKeown.
Lottie sacó el teléfono del bolsillo para asegurarse de que tenía
batería. Parecía estar bien. ¿Qué debía hacer ahora? ¿Esperar? No
podía hacer eso.
—Boyd, ¿todavía tienes tu teléfono?
El sargento se tanteó el bolsillo del pantalón.
—Sí, aunque la pantalla está rota.
—¿Tienes el número de Cynthia Rhodes?
Miró entre las grietas y abrió los contactos.
—Sí, ¿por qué?
—Llámala. Veamos si ella sabe algo.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Es periodista.
Boyd marcó el número y fue hasta su escritorio. Lottie no
escuchó la conversación. Se concentró en Belfield.
—Leo, tiene que haberte dicho algo.
—Solo quería ver la vieja casa familiar. Lo siento, Lottie. No
puedo ayudarte.
Boyd levantó la mano mientras colgaba.
—Cynthia dice que intentará poner algo en las noticias de las
nueve, pero no puede garantizarlo.
—A McMahon le va a dar un patatús —comentó Kirby.
—Que se joda —dijo Lottie.

Me las llevé. Estaba ocupándome de mis asuntos mientras


observaba el caos del accidente en los juzgados desde el otro lado
de la calle y vi la oportunidad. La patrulla enfrente de la residencia
Parker había sido reasignada. Las chicas estaban muy ansiosas por
ver si su madre estaba bien. Decirles que no armaran escándalo y
que pensaran en su hermano y el bebé fue un golpe maestro. Tal
vez Lottie ha muerto en el accidente. Espero que no. Quiero que
sufra la pérdida de sus dos hijas. Quiero ver su dolor cuando
encuentre a sus queridas niñas con la garganta cortada. Así
aprenderá.
Al menos los golpes han cesado. Espero que estén dormidas. No
hay manera de salir de esa habitación ni nadie que las escuche.
Tengo que dejarlas solas un rato. Pero volveré y, entonces, pondré
en marcha el resto de mi plan. Entonces, todo el mundo verá por
qué deberían haberse fijado en mí. No soy invisible.
Capítulo 50

Lottie estuvo sentada esperando toda la noche, pero no hubo


novedades sobre el paradero de Katie y Chloe, ni de Bernie Kelly.
Louis estaba inquieto, echaba de menos a su madre. Sean se
encerró en su cuarto y Lottie no tuvo la energía para discutir con él.
Rose cayó rendida en la cama de Katie mientras vigilaba al bebé.
En la cocina, Boyd hizo café. No dijeron nada. No había nada
que decir. Cynthia había conseguido emitir un segmento de treinta
segundos en el noticiario de la noche. La inspectora lo puso en
bucle en la aplicación de las noticias nacionales.
Lottie había llamado a todos los amigos de las chicas desde el
teléfono de Sean hasta que se quedó sin saldo y tuvo que recargarlo
por internet. Era como si sus hijas se hubieran desvanecido en la
nada. El corazón se le rompía en mil pedazos y no sabía cómo
evitar que se desintegrara. Antes de morir, Adam le había hecho
prometer que protegería a sus hijos. ¿Y qué había hecho ella desde
entonces? Ponerlos en peligro constantemente. Todo por culpa de
su maldito trabajo y su compleja familia. Se apretó los puños contra
los ojos.
Boyd dejó dos tazas de café humeante sobre la mesa y añadió
una generosa cantidad de azúcar.
—Bebe. Tienes que mantener la energía. Al menos hasta que
Katie y Chloe estén en casa.
—¿Y cuándo será eso, Boyd? —Pasó los dedos por la áspera
lana del jersey del uniforme de Chloe. Se lo llevó a la nariz y aspiró
el olor de su hija.
El sargento no respondió. Se quedó sentado en silencio, con el
rostro magullado y cortado como el de la propia Lottie. Cuando la
rodeó con los brazos, ella apoyó la cabeza en su hombro y dejó que
la tranquilizara con palabras suaves. El latido de su corazón era el
único consuelo que podía soportar.
Los primeros rayos de luz aparecieron en el horizonte y las
urracas agitaron las alas en los árboles y graznaron más alto que los
cuervos. Lottie se puso en pie, dobló el suéter de Chloe, tiró el café
viejo por el desagüe y fue a despertar a su madre.

Kirby llegó temprano al trabajo el viernes por la mañana. Desde la


muerte de Gilly, su patrón de sueño se limitaba a una larga noche en
vela. Había usado su última camisa limpia y había metido en una
bolsa todo lo que se encontraba en el suelo con la intención de
dejarlo en la lavandería más tarde.
Él y Sam McKeown caminaron desde la estación hasta la zona
del accidente para presenciar los trabajos de rescate. Una vez allí,
quedó claro que ahora era una misión de recuperación. El equipo
para levantar los restos había llegado y ya habían movido el mástil
principal de la grúa derrumbada hasta la parte trasera de un camión.
—Trágico —comentó McKeown mientras se metía las manos en
los bolsillos.
Kirby se levantó el cuello de la chaqueta y subió la cremallera
hasta arriba. El aire era frío y cortante, y unas nubes oscuras
encapotaban el cielo. La obra ya era un baño de barro; no hacía
falta más lluvia.
Kirby se agachó con torpeza para pasar por debajo del cordón, y
gruñó cuando McKeown levantó la pierna por encima con facilidad.
Gilly le había insistido en que perdiera peso, pero él la había
ignorado y ella nunca lo había presionado de forma seria. Ahora el
detective pensaba que, tal vez, debería tomarse en serio sus
susurros espectrales y hacer algo al respecto.
Se acercó a Cox, el jefe de bomberos, y preguntó:
—¿Se han recuperado más cuerpos?
El hombre se echó el casco hacia atrás.
—Dos. Los hemos identificado de manera extraoficial como Cyril
Gill y Bob Cleary. Estamos casi listos para levantar esa sección de
la grúa y comprobar si hay alguien más atrapado debajo.
—¿Hay algo que podamos hacer? —preguntó McKeown.
—No meteros en mi camino, si no os importa —respondió Cox—.
Y no podéis entrar en la zona sin el equipo de seguridad adecuado.
Kirby había divisado a un hombre con una chaqueta de alta
visibilidad que trabajaba con ahínco en uno de los lados del juzgado,
levantando y transportando ladrillos. Se colocó el casco que le dio
uno de los bomberos y caminó hacia él.
—¿Cómo va?
El hombre levantó la cabeza. El esfuerzo lo había dejado sin
aliento.
—Lento. Hay una red de túneles debajo y quizá haya alguien
enterrado.
—¿Por qué no pide ayuda?
El hombre se incorporó y miró a Kirby. Tenía el rostro enmarcado
por una franja de rizos negros que le sobresalían de debajo del
casco.
—Mis compañeros están muertos, ¿o no se ha fijado en la puta
grúa enorme que se ha desplomado encima de la obra?
—¿Por qué no espera hasta que el equipo de recuperación se
mueva a esta zona? —sugirió Kirby.
—¿Por qué no se va a la mierda? —El hombre sacudió la
cabeza y se agachó para continuar con su labor.
—¿Cómo se llama? —preguntó Kirby.
—¿Quién quiere saberlo? —El hombre siguió con su trabajo,
apartando trozos de madera de la pila con las manos.
—Detective Larry Kirby.
El hombre se detuvo, inmóvil como una estatua, con las manos
estiradas y la espalda encorvada. Entonces, lentamente, se irguió y
se dio la vuelta. Tenía la cara cubierta de barro, y los ojos eran como
dos balas oscuras que pudieran atravesar el metal.
—Así que usted es el tipo que ha estado rondando a mi ex.
Kirby inclinó la cabeza hacia un lado y estudió al hombre.
—¿De qué habla?
—Ahora me dirá que no la conoce.
El detective miró a su alrededor en busca de apoyo y vio que
McKeown seguía hablando con el jefe de bomberos.
—¿Conocer a quién?
El hombre hizo una mueca.
—Esta buena, ¿no?
Kirby se metió las manos en los bolsillos.
—¿Quién es usted?
—Tony Keegan. Megan Price es mi exmujer.
Kirby dio un paso atrás. Algo en los ojos de Keegan le hizo sentir
que debía alejarse de él.
—Para su información, no hay nada entre nosotros. —¿Por qué
intentaba explicarse?
—Puede quedársela —contestó Keegan—. Así me la quita de
encima. ¿Puedo continuar con lo que estaba haciendo antes de que
me interrumpiera?
—Claro. —Kirby observó cómo el hombre volvía al trabajo—.
¿Quién cree que puede estar ahí enterrado?
—Mi amigo.
—¿Y quién es?
Keegan siguió trabajando y dijo:
—¿Le suena de algo el nombre de Conor Dowling?
Sin duda le sonaba.
—¿Por qué cree que está ahí abajo?
—Porque no lo encuentro por ninguna parte. Su madre me ha
llamado esta mañana, histérica, porque no había nadie para hacerle
el desayuno. La muy imbécil. ¿Cómo se las ha apañado durante los
últimos diez años?
Exacto, ¿cómo? Kirby regresó entre los escombros hasta
McKeown.
Mientras subían por la calle, McKeown dijo:
—Si Dowling está enterrado ahí abajo, ¿qué significará para
nuestra investigación?
—Al menos podremos conseguir su ADN y ver si encaja con el
material forense en los cuerpos o en la escena del crimen.
Capítulo 51

Megan Price entró en la farmacia y sintió que la monotonía


impregnaba las paredes. Era extraño estar allí sin la alegría habitual
de Richard. Le había dado las llaves y le había dicho que quedaba
al mando hasta que pudiera recomponerse y organizar el funeral de
Amy.
Dejó entrar a las dos primeras dependientas y pidió a Trish que
preparara té. Colgó el abrigo y se puso la bata blanca de trabajo.
Era anticuada, pero le gustaba porque la hacía sentir importante y la
diferenciaba de las subordinadas que no eran capaces de trabajar
un día entero. Al menos, Amy ya no estaba por allí con sus
comentarios impertinentes y su perfume ácido. Esperaba que las
dependientas estuvieran en forma hoy, porque necesitaba tomarse
unas horas libres.
La puerta se abrió. Miró hacia fuera desde detrás del mostrador y
vio al detective Kirby, que caminaba hacia ella.
—Hola —lo saludó.
El detective miró a su alrededor, se inclinó hacia ella y susurró.
—No me habías dicho nada sobre Tony Keegan.
—¿Qué pasa con él?
—Estuvisteis casados.
—Eso es asunto mío y de nadie más.
—Es amigo de Conor Dowling.
La expresión de Megan era neutral.
—¿Y?
—Dowling es sospechoso de los asesinatos de las mujeres.
Pensaba que me dirías que tenías relación con él.
Los ojos de la mujer lanzaron chispas.
—¿Cómo te atreves? No tengo ninguna relación con Dowling. Ni
con Tony. ¿Qué insinúas?
Kirby dio un paso atrás.
—Nada. No lo sé. Me habría gustado saberlo.
—Un sándwich y un café irlandés no significan que haya nada
entre nosotros. Pensé que necesitabas compañía, alguien con quien
compartir tu dolor, pero me equivocaba. —Megan hizo una pausa
para tomar aliento—. Preferiría que te marcharas.
—No te preocupes, me voy.
Kirby se dio la vuelta y salió. Megan casi esperaba que diera un
portazo, pero la puerta se cerró con suavidad. Solo entonces soltó
las manos del mostrador y vio que se le habían puesto blancas del
esfuerzo de agarrarse.

Sam McKeown tenía una sonrisa de oreja a oreja cuando Kirby salió
de la farmacia.
—¿De qué te ríes? —Kirby caminó a su lado arrastrando los
pies.
—De ti. ¿De qué la estabas acusando?
—No importa. Vamos.
Cuando volvieron a la comisaría, aún no había novedades de
Lottie o Boyd sobre el paradero de las hijas de la inspectora.
McMahon asomó la cabeza por la puerta.
—¿Dónde está?
—¿Quién? —preguntó Kirby con falsa inocencia.
—La inspectora Parker, por supuesto.
—No estoy seguro. —«Finge neutralidad», pensó.
—En cuanto aparezca, la quiero en mi despacho. —McMahon se
alejó murmurando de forma sonora—. Cuando le ponga las manos
encima… Usando las noticias en horario de máxima audiencia para
buscar a las delincuentes de sus hijas…
—Está de mal humor esta mañana —comentó McKeown.
—Eso no es nada. Acaba hoy con las cintas de las cámaras de
vigilancia, ¿entendido?
—Lo haré.
Kirby cogió el expediente sobre Thompson de su escritorio y lo
abrió.

—Lottie, ya hemos pasado dos veces por esta calle.


—Lo sé, pero tienen que estar en alguna parte. Aparca aquí.
Boyd detuvo el coche y dejó el motor encendido.
—¿Qué quieres hacer?
—Están aquí cerca. Lo siento en los huesos.
—Yo también siento mis huesos y te aseguro que están bastante
doloridos.
—Gracias por salvarme.
—No me refería a eso. —El detective abrió la puerta, salió y
encendió un cigarrillo.
Lottie fue junto a él y dio una calada, pero la hizo sentirse
mareada, así que le devolvió el cigarrillo. Su aliento formaba
nubecillas en el aire frío y la inspectora estudió el parking. Las casas
de Petit Lane estaban a su derecha, y se preguntó si la señora
Loughlin habría recordado algo más sobre el fin de semana. Pero
sus pensamientos se alejaban de la investigación.
—La abuela de Bernie, Kitty Belfield, vivía en Farranstown
House. Está cerrada, nadie ha estado allí desde que Kitty falleció.
Puede que valga la pena comprobarlo, enviar a alguien a echar un
vistazo.
—Lo haré. ¿Han terminado con la autenticación del testamento?
—No tengo ni idea. —Lottie no quería hablar sobre una herencia
familiar que no tenía ningún deseo de reclamar. Dijo—: Estoy segura
de que Leo sabe algo. ¿En qué estaba pensando al sacarla del
manicomio?
—La impulsividad debe de ser cosa de familia. —Boyd dio una
larga calada y observó cómo el humo flotaba en el aire.
—No te atrevas, Boyd. No quiero tener nada que ver con esa
familia. Vamos, hay que pasar por la comisaría.
Mientras se alejaban, le llamó la atención la sombra del equipo
de levantamiento en los juzgados. El humo ondulaba en el aire.
Todavía tenía que averiguar si Cyril Gill estaba vivo o muerto. Y
luego estaba Conor Dowling.

El detective Sam McKeown no estaba seguro de que fuera a


aguantar mucho más en Ragmullin. Todo el mundo tenía problemas
con alguien. Sacó el siguiente disco de las grabaciones de
vigilancia, adelantó la cinta hasta las horas relevantes y se recostó
en la silla a mirar las imágenes. Ya había revisado todas las
grabaciones una vez y no había encontrado nada. Era el peor
trabajo del mundo.
Mientras clicaba con el ratón, el tiempo se deslizaba por la
pantalla. 01:00. 01:30. Bostezó. 01:35. Se enderezó en la silla. Hizo
clic con el ratón y amplió la imagen. Veía la figura borrosa de un
coche aparcado. Lo había visto la primera vez, pero una sombra le
llamó la atención. Dos sombras. Fuera de plano, en la parte trasera
del coche. Amplió de nuevo e intentó leer la matrícula. Estaba
cubierta de barro. Si era intencional o no, no lo sabía.
Hizo clic para adelantar las imágenes, esta vez a menor
velocidad. Las sombras salían de plano. A las 03:02, una sombra
reapareció y el coche se marchó. Había estado aparcado en una
posición en que las puertas no eran visibles y no podía distinguir al
conductor. Quienquiera que fuese sabía exactamente dónde
estaban las cámaras. Sacó las grabaciones del tráfico de la misma
hora, pero el coche había desaparecido. No había cámaras en el
exterior de las casas donde se habían encontrado los dos primeros
cuerpos. Sacó las grabaciones de las cámaras de las oficinas del
ayuntamiento y revisó las horas relevantes. Nada.
Pasó a la noche del lunes. Vio a los dos jóvenes atravesar el
aparcamiento tambaleándose hacia las casas abandonadas.
Retrocedió la cinta y siguió rebobinando. Una sombra se movió a lo
largo del muro perimetral del parking en dirección a las oficinas del
ayuntamiento y, luego, desapareció. ¿Qué diablos? Era demasiado
grande para ser un animal, así que tenía que ser humano.
Sacó el informe policial del lunes por la noche. Alguien estaba en
la casa cuando los dos muchachos llegaron. Habían sido atacados y
una persona había salido corriendo, según la señora Loughlin. Se
apretó los ojos con la palma de las manos y los abrió.
«Concéntrate», se dijo. «Piensa.»
Avanzó la cinta despacio y mantuvo la mirada fija en el muro.
Esperando. Observando. Entonces, lo vio otra vez. La sombra se
movió en la dirección opuesta y desapareció.
Podía no ser nada, pero, por otro lado, podía ser algo. Imprimió
las capturas de pantalla y fue a decírselo a Kirby.

Kirby sentía que los ojos se le iban a caer de la cabeza. Las líneas
de letras en las hojas se fundían unas con otras. Se había
decepcionado a sí mismo con Megan. Había sido una tontería por
su parte. ¿Qué importaba que hubiera estado casada con Tony
Keegan? Llevaba razón, no tenía nada que ver con él. Solo habían
tomado un par de cafés. «Eres un completo capullo», se dijo a sí
mismo.
Parpadeó y pasó la página. Los informes policiales eran muy
aburridos.
Bill Thompson. Sesenta y cuatro años. Dueño de un bar y
concejal. Interesante. En los últimos días, Kirby no había oído
mencionar a nadie que Thompson fuera concejal. Tomó nota y
siguió leyendo. Giró la página y, entonces, vio un nombre que hizo
que se le cortara el aliento. Sin duda, eso no era correcto, tenía que
ser un error. ¿O no? Miró a su alrededor y deseó que Lottie
estuviera allí, pero ni ella ni Boyd habían aparecido todavía.
¿Por qué nadie se había dado cuenta hasta ahora? Cogió el
informe para llevárselo a McKeown.
McKeown ya estaba detrás de él con un fajo de papeles en la
mano.
—Tienes que ver esto —dijeron al unísono.
Capítulo 52

Lottie encontró a Kirby y a McKeown sentados el uno junto al otro


en el escritorio de Kirby, con las cabezas gachas, leyendo.
—¿Alguna novedad sobre mis niñas?
Los dos hombres levantaron la vista.
—No, jefa —respondió Kirby—. Nada de nada.
—He llamado a todos sus amigos y nadie las ha visto. ¿Has
organizado las búsquedas?
—El comisario McMahon no las ha aprobado. Ha estado rajando
sobre presupuestos y KPIs. Dice que el coste de las investigaciones
de asesinato ha puesto patas arriba sus cuadradas hojas de cálculo.
Y quiere verte.
Lottie se dio la vuelta y chocó con Boyd.
—Voy a hablar con McMahon.
Boyd la cogió del codo.
—Espera. No asaltes el castillo todavía. Primero veamos qué
tenemos.
—No tengo a mis hijas.
—Me refiero a que será mejor que estés armada con información
actualizada sobre los asesinatos. Esa es su prioridad y lo sabes.
—No es la mía y lo sabes.
—Sé sensata. Tenemos que ponernos al día.
La inspectora se dejó caer contra un escritorio y sintió los ojos de
los tres policías clavados en ella. El calor era asfixiante, y con las
palpitaciones de su pecho y el peso de la preocupación sobre sus
hombros, sintió que le fallaban las rodillas. Boyd le acercó una silla y
se sentó.
—Entiendo que nadie ha visto a Bernie Kelly —dijo.
—Nadie —respondió Kirby.
—¿Habéis encontrado algo en Farranstown House?
—Los uniformados se han pasado por allí. Nada.
—¿Y no hay más registros organizados?
—No —contestó McKeown—. Pero los de tráfico y los
uniformados están alerta. Solo para advertirla, el comisario está que
echa fuego por lo de Cynthia Rhodes en las noticias de anoche.
—Que se joda. ¿Hemos recibido alguna llamada después de
eso? —No podía contener el sentimiento de angustia en la boca del
estómago. El miedo se había apoderado de su cerebro y lo
presionaba con fuerza, provocándole un dolor de cabeza terrible.
—Un par de raritos, pero nada determinante.
—De acuerdo. Ponedme al día sobre los asesinatos antes de
que vaya a hablar con el comisario.
Kirby se levantó y comenzó a pasear por la abarrotada oficina.
—Estaba revisando el informe sobre Thompson esta mañana,
como me pediste.
—¿Y?
—He descubierto que Bill Thompson fue concejal en su día.
—Cierto, pero, por lo que recuerdo, eso no tenía ninguna
relevancia para el caso. Era un célebre dueño de bar en Ragmullin.
El negocio le daba mucho dinero. Dinero que le robaron la noche en
cuestión y que nunca recuperamos. —Se puso de pie y fue hacia la
ventana. La frescura de la mañana había dado paso a una lluvia
neblinosa—. Has descubierto que era concejal. ¿Qué más?
—Eso me ha hecho preguntarme si hubo alguna otra razón para
el ataque, aparte del robo.
—¿Qué otra razón? —Lottie frunció el ceño; le costaba seguir el
razonamiento de Kirby.
—Lo he cotejado con los periódicos locales para ver qué pasaba
en Ragmullin en aquella época.
—¿Y? —La inspectora escuchó los pasos de Kirby por la oficina.
—Cyril Gill había trazado planes bastante sofisticados y
progresistas para un proyecto de renovación urbana en la ciudad. La
mayor parte de la zona estaba cerca de los edificios del
ayuntamiento y de los juzgados. En otras palabras, la calle Gaol y
Petit Lane. Y sabemos que el pub de Thompson estaba situado en
la calle Gaol. Hubo una reunión pública en el hotel Joyce sobre la
recalificación del plan de desarrollo, documentada en su momento
por el periódico local, The Tribune. Uno de los mayores objetores
fue Bill Thompson. Se le cita en el artículo.
Lottie miró por la ventana. ¿Se le había escapado algo hacía
diez años?
—En relación con la fecha en que atacaron a Thompson,
¿cuándo fue la reunión?
—Tres semanas antes.
—No está relacionado —concluyó, e intentó que su voz sonara
segura. El comisario Corrigan había dirigido el caso y ella se había
encargado de la investigación. No recordaba si habían considerado
este hecho en aquel momento. Tendría que leer el expediente.
Cuando tuviera tiempo. Cuando sus hijas estuvieran en casa.
Se volvió para mirar a los detectives.
—A ver si lo he entendido. Cyril Gill estaba detrás de una
solicitud de planificación de renovación urbanística…
—Por valor de millones de euros en subvenciones de la Unión
Europea —dijo Kirby.
—… y Bill Thompson, que era concejal en aquel momento, se
opuso a la recalificación. ¿Todo correcto de momento? —Joder, su
cerebro iba marcha atrás esa mañana.
—Correcto —respondió Kirby.
—Vale. Entonces, Thompson fue atacado y le robaron. Tenemos
dos testigos que situaron a Conor Dowling cerca del lugar del
crimen.
—La hija de Cyril Gill, Louise —confirmó Kirby—, y la del
concejal Richard Whyte, Amy.
—Mierda. ¿Whyte estaba a favor de los planes de Gill?
—Absolutamente.
—Mierda y más mierda. —Lottie se pasó las uñas mordidas por
la barbilla—. Suena a teoría de conspiración. ¿Intentas decirme que
Conor Dowling era inocente y que otra persona le dio una paliza a
Thompson para silenciar sus protestas?
—No lo sé —admitió Kirby.
—Pero ¿cómo consiguieron Gill y Whyte que sus hijas contaran
mentiras tan creíbles?
—Tampoco lo sé. La otra pregunta es: ¿fue Conor Dowling
incriminado por algo que no hizo, o lo hizo bajo orden de Cyril Gill,
que luego dejó que cargara con el muerto?
—Dowling nunca ofreció ninguna coartada o defensa de ningún
tipo —intervino Boyd.
—Pero —dijo McKeown—, en las libretas de Louise Gill, ella
menciona un encuentro que tuvo con Dowling en prisión. Escribe
que lo siente y que va a descubrir la verdad.
—Pero ¿la verdad sobre qué? —preguntó Lottie—. Louise está
muerta, así que no podemos preguntárselo. Amy también falleció.
¿Están sus muertes relacionadas con el ataque a Bill Thompson?
Pero también han asesinado a sus amigas, Penny Brogan y Cristina
Lee. Nada de esto tiene sentido.
—Y Cyril Gill está desaparecido, posiblemente muerto, después
del incidente en los juzgados —añadió Boyd.
—¿Alguna novedad sobre eso?
—Hemos ido allí esta mañana —respondió Kirby—. Gill está
entre los muertos.
—¿Y Conor Dowling? ¿Algún rastro de él?
—La señora Dowling llamó al amigo de Conor, Tony Keegan, y le
dijo que su hijo no estaba en casa. —Kirby hizo una pausa e hinchó
el pecho mientras respiraba profundamente. Lottie pensó que se le
iban a saltar los botones—. He encontrado otra anomalía en el
expediente sobre Thompson.
—Dios santo —dijo Lottie—. En nada tendré encima al comisario
jefe por haberla cagado en ese caso.
—Para el carro —la tranquilizó Boyd—. De momento, solo son
hipótesis. ¿No es cierto, Kirby?
—La verdad es que no. —Kirby se quedó de pie junto a su
escritorio y pasó algunas páginas del expediente—. Tony Keegan
era el mejor amigo de Conor Dowling. Fue interrogado después del
arresto de Conor.
A Lottie se le erizaron los pelos de la nuca.
—Tú tienes el expediente. ¿Qué dice?
—Es media página. Un interrogatorio breve, solo para confirmar
que no estaba con Conor a la hora del delito.
—Vale. ¿A dónde quieres llegar?
—He descubierto esta mañana que Tony Keegan estuvo casado
con Megan Price.
—¿Quién?
—Megan Price es la farmacéutica de Richard Whyte, donde
trabajaba Amy.
—No te sigo, Kirby —terció Lottie. Quería investigar la
desaparición de sus hijas. El miedo a que les hubiera ocurrido algo
invadía todos sus pensamientos.
—Se menciona brevemente a Megan Price en el expediente.
—¿Respecto a qué?
—Era la hijastra de Bill Thompson. Su madre murió cinco años
antes del ataque a Bill.
Lottie caminó un poco; luego, entró en su despacho y se sentó.
—¿Estás bien? —preguntó Boyd.
—Estoy pensando. —La inspectora no se movió.
—No parece que estés bien.
—Habla por ti. Cierra la puerta, dame un par de minutos.
Oyó que la puerta se cerraba con un suave golpe. Se sintió
mareada y apoyó la cabeza sobre los brazos cruzados, dejando el
frío se colara en los huesos de su mejilla.

Boyd se volvió hacia Kirby y McKeown. Kirby trató de bajar la


temperatura de uno de los radiadores. Se oyó un repiqueteo por la
oficina mientras el agua se enfriaba dentro del metal.
—¿La jefa está bien? —preguntó McKeown.
—Dale unos minutos —dijo Boyd—. Tiene muchas cosas en las
que pensar.
—Tú tampoco tienes muy buen aspecto —comentó Kirby.
—¿Qué piensas de esos dos, Tony y Megan? —Boyd se sentó y
fue a subir los pies al escritorio, pero una punzada de dolor le
atravesó la cadera, así que, en vez de eso, los apoyó sobre un
montón de cajas de expedientes.
—No sé qué pensar.
—¿Podrían tener alguna relación con los asesinatos? —preguntó
McKeown. Ni Kirby ni Boyd respondieron, así que añadió—:
Supongo que todo es posible, pero yo apuesto por Conor Dowling.
—Tenemos que traer a Keegan y a Price, y encontrar a Dowling
—dijo Boyd.
Kirby se encogió de hombros.
—Probablemente esté enterrado en uno de esos túneles.
—¿Qué túneles?
Kirby le explicó la conversación que había tenido con Tony
Keegan.
—Qué interesante. —McKeown agitó las hojas de papel que
tenía en la mano—. Aquí tengo imágenes de la cámara de
seguridad de la noche en que los dos chavales borrachos se colaron
en la casa de Petit Lane. —Las dejó sobre el escritorio de Boyd.
—¿En qué debo fijarme?
—Las sombras.
—Joder, ¿qué tienen que ver las sombras con todo esto?
—Dale un minuto, hombre —intervino Kirby, y pasó el dedo por
el borde del muro.
—Ya veo. —Boyd colocó las hojas formando una línea.
—Y cuando llega a este punto, desaparece. —McKeown sonaba
triunfante.
—Probablemente fuera un zorro —comentó Kirby.
—¿Qué hay ahí abajo? —preguntó Boyd.
—Todavía no lo sé, pero cuando has mencionado los túneles, me
ha hecho pensar.
—Qué peligro —dijo Kirby.
McKeown ignoró la pulla.
—Voy a ir al parking a caminar por la zona donde estaba esta
sombra y ver qué encuentro.
—Hazlo —convino Boyd.
—¿Ahora?
—Sí, ahora.
—¿Voy yo también? —preguntó Kirby.
—No, quiero que hablemos sobre lo de Tony Keegan.
La puerta de la oficina golpeó la pared. McMahon estaba ahí, de
pie, con el pelo despeinado y las mejillas hinchadas de rabia.
—¿Ya está aquí?
—¿Quién? —dijo Boyd.
—No te hagas el listo conmigo. —Atravesó la oficina hecho una
furia, casi chocando con la pila de cajas, y entró en el despacho de
Lottie.

Lottie levantó la cabeza tan rápido que su sangre no reaccionó a


tiempo y el mareo le nubló la vista. Veía a dos McMahons que se
cernían sobre ella. Parpadeó y sacudió la cabeza.
—Disculpe, señor. ¿Me buscaba?
—¿Por qué si no iba a estar aquí? ¿Qué tramas, haciendo que la
televisión nacional hable sobre tus hijas? Conoces el protocolo.
Esas chicas son mayores de edad.
—¡Chloe tiene diecisiete años!
—Solo llevan desaparecidas algunas horas, si es que de verdad
han desaparecido. Dios todopoderoso, ¿en qué estabas pensando?
No contestes, no quiero saberlo. Pero sé una cosa: estás de mierda
hasta el cuello, inspectora Parker. Hasta el cuello.
Su discurso no merecía una respuesta, así que Lottie mantuvo la
boca bien cerrada. Por si acaso.
Como si no soportara el silencio, el comisario le ordenó:
—Di algo.
Ella se encogió de hombros.
—¿No vas a darme ninguna excusa?
Lottie lo miró fijamente y respondió:
—¿Tiene hijos, señor?
—No que yo sepa.
Lottie se levantó y dijo con tranquilidad:
—Si los tuviera, entendería que mis hijas son las personas más
importantes en mi vida ahora mismo. Nada más es relevante. —
Tomó aliento—. Sé que tengo responsabilidades para con las
familias de las víctimas asesinadas y el equipo, pero, ahora mismo,
necesito encontrar a Katie y a Chloe.
—Pero no tienes que abusar de tu rango para ello. Has
convertido a la comisaría en el hazmerreír. Has perjudicado tu
reputación, cosa fácil, pero también la mía.
—Me preocuparé por las reputaciones cuando mis hijas estén a
salvo en casa.
McMahon resopló. Lottie pensó que lo había hecho de manera
burlona, pero no estaba segura. El comisario dijo:
—¿Filtraste tú la foto de Kelly a los medios? ¿A Cynthia
Rhodes?
—Estoy segura de que Cynthia la sacó de sus archivos. —No
tenía sentido hacer su tumba más profunda.
—Aun así, careces de pruebas para apuntar a Kelly como
posible sospechosa de este supuesto secuestro que te has
montado.
—Su foto ya era de dominio público después de que escapara.
—Lottie sospechaba que debería haber mantenido la boca cerrada;
no iba a ganar esa batalla.
—No hay nada más que puedas hacer salvo esperar. Recuerda
tu entrenamiento. Eso es lo que decimos a los padres de niños
desaparecidos. Quédense en casa y esperen. No te digo que te
quedes en casa, pero, mientras esperas, ponte a trabajar en los
asesinatos.
—Sí, señor.
—El incidente en los juzgados ha distraído la atención de los
medios, por ahora, pero volverán sedientos de sangre y respuestas.
—Sí, señor. —«Vete a la mierda, señor», añadió mentalmente.
—Tu equipo necesita un rumbo. Liderazgo. ¿Puedes darles eso?
«En estos momentos no», pensó, pero contestó:
—Sí, puedo.
—Entonces, ponte a trabajar. Y mantente alejada del caso Kelly
o te retiraré también de los asesinatos. ¿Queda claro?
Lottie asintió.
—He pasado toda la noche coordinando la operación de rescate
en los juzgados. Necesito poder contar contigo.
—Puede hacerlo. —Maldito sea.
Cuando McMahon se marchó, Boyd entró en el despacho.
—¿Estás bien?
—¿Alguna novedad sobre Bernie Kelly?
—Todavía nada. Belfield ha llamado para decir que hoy estará
buscándola, rastreando las calles.
—Él opina que no es Bernie quien se ha llevado a Katie y a
Chloe. No sé qué hipótesis es peor.
—¿Qué quieres decir? —El rostro de Boyd estaba pálido y su
pelo se veía más gris, como si todavía cargara con el peso de los
escombros.
—O Kelly las ha raptado, o lo ha hecho nuestro asesino. —Trató
de recordar si le había mencionado a McMahon lo de la moneda que
había encontrado en la chaqueta de Louis. Si no lo había hecho, tal
vez ahora era el momento. Haría hincapié en la urgencia de
encontrar a sus hijas, si es que estaban en manos del asesino.
—Cálmate, Lottie.
—No, Boyd. No me digas que me calme. —Intentó que su voz
sonara tranquila, pero no lo consiguió—. La única anomalía en todo
esto es la moneda que encontré en el bolsillo de Louis. —Fue a
ponerse la chaqueta y se dio cuenta de que no se la había quitado
—. Voy a conducir por la ciudad otra vez.
—Déjaselo a los de tráfico. ¿Qué decimos a los padres de niños
desaparecidos? Que se queden quietos.
—He oído eso hace menos de dos minutos. ¿Estabas espiando?
—Suspiró. Se sentía inútil. Debía trabajar en el caso como si fuera
una extraña y dejar las emociones a un lado. Tenía que mirar desde
todos los ángulos como policía, no como una madre histérica.
—Escúchame —dijo Boyd—. Puede que tengamos algo sobre el
asesino.
—¿Qué?
—Vamos, te lo mostraré.
Lo que fuera con tal de hacer algo, pensó mientras lo seguía
hasta la oficina principal.
Capítulo 53

Una cortina de humo se extendía sobre la ciudad mientras


caminaban hacia el aparcamiento de Petit Lane. Se había desviado
el tráfico del centro para permitir que continuaran los trabajos de
recuperación y rescate en los juzgados. Lottie miró hacia la hilera de
casas donde habían descubierto los dos primeros cuerpos. La
señora Loughlin estaba en la entrada de su jardín. Devolvió el
saludo a Lottie y entró en la casa.
Kirby y McKeown estaban más adelante, caminando a lo largo
del muro perimetral del aparcamiento. Lottie y Boyd habían
aparcado allí antes. La inspectora había visto las imágenes de la
cámara de seguridad y no había pensado que significaran nada.
Aun así, había aprobado esta empresa.
—Persiguiendo sombras —masculló—. No creo que McMahon
esté demasiado contento con nosotros.
—Lo único que lo pone contento es un presupuesto cuadrado —
comentó Boyd.
Lottie tuvo que darle la razón. Siguió caminando detrás de él y se
fijó en los evidentes gestos de dolor que su compañero hacía al
caminar. A ella también le dolían los huesos, pero ninguno de los
dos se quejaba. No había tiempo para eso. Lo de caminar heridos
los definía bastante bien.
—La sombra desapareció más o menos por aquí. —McKeown se
había detenido unos pasos más adelante. Sostuvo la imagen en alto
y, luego, examinó la zona.
—Aquí hay una tapa de alcantarilla. —Kirby se agachó—. La han
abierto hace poco.
—Probablemente haya sido el personal del ayuntamiento al
desatascar los desagües —dijo Lottie.
—Pero esto no es un desagüe, ni una alcantarilla. No tiene la
señalización correspondiente. —El detective levantó la vista,
esperanzado—. ¿Alguien tiene un destornillador, o un cuchillo?
Lottie se apoyó contra la pared y miró mientras McKeown se
sacaba un cuchillo de una tira que se le ajustaba al tobillo.
—Eso no está permitido —comentó, e intentó no abrir la boca
por la sorpresa.
—No he visto nada —dijo Kirby, y cogió el cuchillo que el otro
detective le ofrecía.
Lottie se volvió mientras oía a Kirby deslizar el cuchillo por el
borde de la tapa de la alcantarilla, que chirrió al moverse.
—¡Lo tengo! —exclamó.
La inspectora se volvió otra vez. Una ráfaga de viento le arrojó
basura a la cara y el cielo decidió aprovechar ese momento para
soltar su carga sobre ellos. Lottie se puso la capucha mientras la
lluvia martilleaba sobre su cabeza.
—Solo es una alcantarilla.
—No, no lo es. —McKeown se agachó junto a Kirby—. Sin duda,
es una entrada a un túnel.
—Sigue siendo una alcantarilla —insistió Lottie. Se inclinó sobre
el hombro de Kirby. Un pensamiento descabellado le cruzó el
cerebro. ¿Podrían estar sus hijas escondidas allí?—. ¿A qué
esperas? —apremió con renovada urgencia—. Tú lo has
encontrado, así que baja.
Kirby le dio un codazo amistoso a McKeown.
—Tú descubriste la sombra en las cintas de seguridad. Creo que
deberías ir tú. ¿Tienes una linterna en el otro tobillo?
Boyd sacó una linterna pequeña del bolsillo y se la dio. McKeown
la cogió y apuntó hacia abajo, hacia la oscuridad.
Una voz se alzó desde el fondo hasta los cuatro agentes.
Lottie se tambaleó contra Boyd, y McKeown miró a Kirby.
Entonces la oyeron otra vez.
—Sáquenme de aquí.

McKeown pidió ayuda por radio mientras Kirby atravesaba el


aparcamiento hasta la zona acordonada en los juzgados. Regresó
con un par de bomberos y una escalera.
Lottie estaba de rodillas con la linterna en la mano y la apuntaba
hacia el interior del túnel. El rostro cubierto de barro de Connor
Dowling le devolvía la mirada desde unos cinco o diez metros bajo
tierra.
—¿Se encuentra bien? —gritó la inspectora.
—No. Necesito salir de aquí. —Tenía la voz ronca.
Probablemente de gritar, pensó Lottie.
—¿Está herido?
—Me muero de sed y de hambre.
La lluvia seguía cayendo y el agua entraba en el agujero.
—Deprisa —dijo Lottie al grupo.
Tras empujar la escalera hacia abajo, un bombero bajó para
asegurarse de que Dowling tuviera fuerzas suficientes para subir por
su propio pie.
—¿Hay alguien más con usted? —preguntó Lottie.
—No —resonó la respuesta. Ahora se oía más cerca, estaba
subiendo por la escalerilla.
Lottie le tendió la mano cuando Dowling llegó a ras de suelo. El
hombre la ignoró y salió solo. Se tumbó boca arriba y respiró el aire
fresco. Llegó un coche patrulla. Boyd cogió la chaqueta pesada de
uno de los agentes y, después de ayudar a Dowling a sentarse, se la
puso sobre los hombros.
—Se viene con nosotros —dijo—. Lo examinaremos en la
comisaría.
Lottie observaba a Dowling con atención. Estaba sucio y
temblaba, pero sus ojos eran vivaces y penetrantes. Le devolvió la
mirada antes de desviarla hacia los juzgados.
—¿Qué ha pasado allí?
—Pensé que usted podría decírnoslo —respondió Boyd.
—No he tenido nada que ver. Yo estaba trabajando bajo tierra.
Intenté salir, pero la entrada estaba bloqueada. Me he pasado la
noche solo en ese agujero oscuro, pensando que no me
encontrarían nunca.
—Tal vez debería haberse quedado en la cárcel —sugirió Lottie
—. Vaya con McKeown. Luego hablaré con usted.
Mientras escoltaban a Dowling hasta el coche, Lottie se quedó
de pie junto a la entrada del túnel. El bombero fue a retirar la
escalerilla.
—Déjala —indicó la inspectora—. Quiero echar un vistazo.
Boyd le puso una mano en el brazo.
—Creo que el asesino de Amy y Penny usó este túnel.
—¿Por la sombra en la cinta de vigilancia?
—Dudo que lo usara para escapar, pero sería el lugar perfecto
para esconder el arma del crimen.
—Primero tenemos que conseguir unos mapas o planos —
intervino Kirby—. Probablemente haya un laberinto de túneles ahí
abajo. No tiene sentido que nos perdamos.
—¿Y a ninguno de vosotros se os ocurrió conseguir uno antes
de salir de la comisaría? —preguntó Lottie.
Los detectives negaron con la cabeza.
—Voy a bajar. Katie y Chloe podrían estar ahí.
—Jefa —dijo Kirby—. Dowling ha estado ahí abajo desde el
incidente, así que no podría haberse llevado a tus hijas.
—No me importa, necesito comprobarlo por mí misma. Sujeta la
linterna, Boyd, y cuando haya bajado, sígueme.
Sin esperar más réplicas, Lottie se agarró a la escalerilla, se
metió con cuidado en el agujero y comenzó a bajar.
*

La oscuridad era absoluta. Las paredes estaban cerca, y el techo,


aún más. Se agachó y tanteó a su alrededor con las manos. Estaba
húmedo y frío.
La luz regresó cuando los pies de Boyd chocaron contra el suelo
junto a ella, y el lodo le salpicó las botas y las piernas. Lottie cogió la
linterna y se volvió.
—De verdad pienso que primero tendríamos que conseguir un
mapa —protestó el detective.
—Sígueme o vuelve atrás. —La adrenalina alimentaba su
decisión. ¿Estarían sus hijas ahí abajo? La lógica le decía que no,
pero la razón la había abandonado—. Espero que este trasto tenga
pilas nuevas.
—Por supuesto.
Se encontró con la chaqueta de trabajo y el casco de Dowling.
—Tal vez deberías ponerte eso —comentó Boyd.
Lottie siguió caminando. Una intersección en el túnel detuvo su
avance.
—¿Hacia dónde crees que deberíamos ir?
—Yo apuesto por la derecha.
—Vayamos por aquí y veamos a dónde nos lleva. —Esperaba no
encontrarse con ninguna rata, o saltaría a los brazos de Boyd, y no
estaba de humor para eso.
Ahora había menos aire, y el poco que quedaba estaba frío y
húmedo. Sentía que se le pegaba como si fuera sólido. Parecía que
hubieran caminado una eternidad, pero calculaba que solo habían
pasado cinco minutos, ralentizados por el techo bajo y el estrecho
pasaje, cuando se detuvo.
—Espera —indicó. Se mordió el labio mientras la linterna se
movía arriba y abajo en su mano e intentaba enfocarla en algo que
el delgado haz de luz había iluminado—. Boyd, ¿qué es eso?
La inspectora entró en una cueva. El camino estaba bloqueado
por un muro de ladrillos, aunque parecía que alguien había abierto
un agujero en él. Había ladrillos y cemento amontonados que
formaban una pila, pero no era eso lo que le había llamado la
atención. De manera irracional, pensó que había encontrado a
Chloe o a Katie, y su corazón pareció detenerse antes de volver a
arrancar a toda velocidad. Cayó de rodillas y sintió el aliento de
Boyd en la nuca.
—Es un cuerpo —dijo el detective—. Por el aspecto que tiene,
lleva aquí una temporada.
—¿Es un hombre o una mujer? —Lottie miró el esqueleto.
—Hay restos de una camiseta y unos tejanos, podría ser
cualquiera de los dos. Diría que las ratas se han dado un buen
festín.
—Cierra la boca, Boyd. —La inspectora miró a su alrededor,
recorrió las paredes y el suelo con la linterna—. No hay zapatos, y
no hay bolso ni nada que nos ayude a identificarlo.
—Tenemos que llamar a los forenses.
—O bien esta persona fue asesinada o la dejaron aquí para que
muriera. Ese muro parece más reciente que el resto del túnel. —
Señaló la pared de ladrillos con el agujero en el medio—. Pero ¿por
qué? ¿Quién? Joder, no sé qué está pasando.
—Será mejor que regresemos e informemos de esto.
—¿Qué hacía Dowling aquí abajo cuando se desplomó la grúa?
¿Y por qué estaba solo?
—Se lo preguntaremos a él.
Lottie iluminó una vez más el cuerpo recostado contra la pared.
—¿Deberíamos moverlo? Puede que haya alguna prueba detrás,
o debajo.
—Déjalo. Necesitamos que le hagan un análisis forense in situ.
No querrás estropear nada que pueda ayudarnos a identificarlo o, tal
vez, darnos una explicación sobre por qué esta pobre alma fue
abandonada aquí.
—Tienes razón. Además, me duele la cabeza. Vamos. —Sus
hijas no estaban allí. Debería sentirse aliviada, pero estaba
desconsolada. No tenía ni idea de dónde se encontraban.
Cuando se volvió para marcharse, le llamó la atención el destello
de algo plateado en el suelo, junto a los huesos de la mano
izquierda.
—Mierda —maldijo Boyd.
—Mierda y más mierda —asintió Lottie.
Capítulo 54

A Lottie le dolían las rodillas, y sus tobillos gritaban pidiendo un


descanso cuando alargó la mano y permitió que Kirby la sacara del
túnel. Se alegraba de ver la poca luz del día que el cielo tormentoso
dejaba pasar. Pero no había alivio. Sus hijas seguían
desaparecidas.
—Avisa a los forenses —ordenó al detective.
—¿Qué habéis encontrado? —preguntó este.
Boyd salió por su propio pie y se colocó junto a Lottie.
—Un cuerpo. Un esqueleto, en realidad.
Kirby se rascó la cabeza empapada.
—¿De la época de la vieja cárcel?
—No es del siglo , a menos que llevaran Levi’s y camisas de
cuadros en aquella época —repuso Lottie. Mientras Kirby sacaba el
teléfono, ella comprobó el suyo. Nada—. ¿Estás seguro de que mi
número está vinculado a este aparato?
—¿No lo arregló McKeown? —preguntó Boyd.
—Sí. —Se metió el móvil en el bolsillo y miró a su alrededor en
busca de un coche que la llevara a la comisaría. No creía que sus
piernas la sostuvieran mucho más tiempo.
Divisó un coche patrulla en el perímetro y fue hacia allí mientras
Kirby acordonaba la entrada del túnel. La inspectora retorció la bolsa
que contenía las dos monedas y se preguntó qué secretos escondía
la red de túneles bajo Ragmullin.
*

La garganta de Lottie estaba tan seca y dolorida como el resto de su


cuerpo y, mientras caminaba hacia la sala de interrogatorios, sus
vaqueros comenzaron a emanar vapor.
—Siempre supe que eras ardiente, pero ahora literalmente echas
humo. —dijo Boyd guiñándole el ojo.
—No es ni el momento ni el lugar, Boyd. ¿Está Dowling dentro?
—Listo y esperando. El médico dice que está bien. A diferencia
de nosotros dos, no tiene ni un rasguño.
Lottie se quitó la chaqueta e hizo una bola con ella cuando
McKeown salió de la sala de interrogatorios.
—¿Ha dicho algo?
—Aparte de que no se lo cuente a su madre, nada.
—¿Que no le cuentes qué?
—He supuesto que se refería a que había salido, aunque no me
parece el tipo de persona que tenga miedo de su madre.
—Yo la he conocido y no lo culpo.
—¿Tan mala es?
—Bastante. —Se volvió hacia Boyd—. Manos a la obra. Quiero
oír qué sabe sobre Katie y Chloe.
Lottie abrió la puerta y entró en la pequeña y sofocante
habitación. El olor del túnel pareció entrar con ella o, tal vez, salía de
Dowling, pensó. El hombre tenía los codos sobre la mesa y se
sostenía la cabeza con una mano. Se había lavado la cara y las
manos. La misma ropa inmunda colgaba de su delgada figura.
Parecía dormido, pero cuando Lottie dejó la chaqueta en una
esquina, se enderezó en la silla.
—Se han tomado su tiempo —comentó.
Boyd encendió el equipo de grabación y dijo la hora, fecha y
nombres de los presentes.
—Eh, espere un momento —protestó Dowling—. ¿Esto es un
interrogatorio formal? No he hecho nada malo, esto es acoso.
—Cierra la puta boca —dijo Lottie.
—Inspectora. —Boyd inclinó la cabeza hacia un lado como aviso
de que estaban siendo grabados.
Lottie se inclinó sobre la mesa y miró fijamente a Dowling.
—No me importan un comino ni usted ni su acoso. Quiero saber
qué ha hecho con mis hijas.
—Les echaría un buen polvo si las conociera.
Lottie tuvo que clavarse las uñas en las palmas para no alargar
la mano y quitarle la insolencia de una bofetada.
—¿Por qué estaba en ese túnel?
—Estaba trabajando, como ya le he dicho.
—¿Y estaba solo?
—Sí.
—¿Las normas de seguridad lo permiten?
—Pues debe de ser así, porque eso es lo que estaba haciendo.
—¿Qué tipo de trabajo?
—Estaba evaluando el túnel para asegurarnos de que no iba a
hundirse cuando construyéramos el hueco del ascensor.
—¿Y está cualificado para eso?
—Sí. Pregúnteselo a Tony Keegan. O a Bob Cleary. Es el
capataz, como ya sabe.
—Cleary está muerto —dijo Lottie—. Igual que Cyril Gill y
muchos de sus compañeros de trabajo.
—Pues mala suerte para ellos y buena suerte para mí.
—Creo que bajó al túnel porque sabía que había un cuerpo.
Dowling abrió mucho los ojos.
—¿Un cuerpo? ¿Dónde?
Lottie golpeó el escritorio con tanta fuerza que incluso Boyd se
estremeció.
—No me venga con jueguecitos, Conor.
El hombre resopló y se encogió de hombros. Cruzó los brazos y
el olor a humedad se hizo más intenso.
—Contésteme —le ordenó la inspectora.
—Pues haga una pregunta.
—¿Quién es?
—¿Quién?
—El cuerpo.
—No lo sé.
—¿Qué hacía en el túnel?
—Estaba trabajando, ya se lo he dicho.
—No me lo trago. Déjeme que le diga lo que pienso.
—¿Acaso tengo elección?
—Creo que aprovechó el caos provocado por el accidente de la
grúa para bajar al túnel y mover el cuerpo que usted mismo había
puesto allí en algún momento.
—No sabía que había habido un accidente hasta que intenté salir
de ese puto túnel.
—¿Cómo sucedieron los hechos?
Conor soltó un largo suspiro de agotamiento.
—Tuve una reunión con el capataz y el jefe. El señor Gill estaba
cabreado. Quería asegurarse de que yo no había tenido nada que
ver con el asesinato de su hija. Lo cual es cierto, para que conste.
Después de eso, salí del despacho y me puse a trabajar. Eso es
todo. Oh, pero antes me fumé un cigarrillo con Tony. Pregúnteselo,
él se lo dirá, si es que aún está vivo. ¿Lo está?
—Sí.
El rostro de Conor pareció hundirse. Lottie no pudo determinar si
se alegraba o no.
El hombre continuó:
—Entonces me quedé atrapado bajo tierra y tuve que buscar una
salida por los túneles. Fue una suerte que ustedes aparecieran. —
Alzó una ceja, interrogante—. ¿Por qué estaban allí? ¿Sabían que
estaba atrapado?
Lottie ignoró la pregunta y dijo:
—¿Qué hay del cuerpo?
Conor se recostó en la silla.
—¿Intenta culparme de eso también, como de todo lo demás?
—Conteste a la maldita pregunta —insistió Boyd.
Conor resopló; el olor de su aliento era agrio.
—El cuerpo estaba allí cuando me metí por el agujero en la
pared. No podía salir por donde había entrado, así que seguí
adelante, pero, entonces, me di cuenta de que estaba atrapado. Es
la primera vez que me alegro de ver a la policía.
Lottie deseó tener una libreta en la que apoyarse. El agotamiento
le mordía los huesos, y necesitaba toda su energía para
concentrarse. ¿De verdad Dowling se había encontrado con el
cuerpo sin más, como ella, o había algo más siniestro? Su instinto le
decía que Conor sabía más de lo que decía, pero ¿cómo conseguir
que lo admitiera?
—He encontrado algo interesante en ese sepulcro, a falta de una
palabra mejor —dijo Lottie.
—¿Sepulcro?
¿Era realmente tan tonto como parecía? Lottie estaba agotada y
no llegaban a ninguna parte.
—Dos monedas plateadas.
La inspectora estudió su cara con atención y le pareció que
palidecía, pero no estaba segura. Algunas pecas rojizas salpicaban
la nariz de Dowling; aparte de eso, era blanco como un fantasma.
—No sé nada al respecto —respondió él, y se mordió la mejilla
por dentro.
Era hora de cambiar de táctica.
—Ayer visité a su madre.
Las mejillas se le enrojecieron al instante.
—¿Qué? ¿Para qué coño fue a ver a mi madre?
—Me pasé por su casa porque quería hablar con usted.
—No meta a mi madre en esto.
—Tenía que comprobar su coartada.
—¿Qué coartada?
Se había puesto nervioso. «Bien», pensó Lottie.
—Su coartada para los asesinatos de Amy Whyte y Penny
Brogan. Y también los de Louise Gill y Cristina Lee. ¿No dijo que
estuvo en casa con su madre las noches del sábado y el martes?
—Estoy en casa todas las noches. Anoche no, por supuesto,
porque estaba atrapado en un puto agujero oscuro.
—Cierto.
—Aléjese de mi madre, ¿me ha oído? —Dowling dio un
puñetazo en la mesa.
—¿Me está amenazando, señor Dowling?
—No me venga ahora con «señor».
Ahora que lo había irritado, Lottie cambió de rumbo.
—Katie y Chloe. ¿Las conoce?
—¿Quién diablos son?
—Mis hijas.
—Pues que Dios las ayude.
Boyd le dio un golpecito a Lottie en el tobillo. Ella no le prestó
atención. No iba a caer en la provocación de Dowling.
—Mis hijas han sido secuestradas. Sé que no puede habérselas
llevado personalmente, pero tal vez sepa quién lo ha hecho.
—No sé una mierda sobre sus hijas, joder. ¿Ahora me van a
inculpar de todos los crímenes que ocurren en esta ciudad? ¿Sabe
qué? Quiero un abogado. Ahora. En este puto momento. Conozco
mis derechos.
—No lo dudo, ya que ha pasado diez años en la cárcel.
—Por un crimen que no cometí.
—Hubo un juicio y fue condenado.
—Eso no significa nada en este país corrupto. Ustedes me
cargaron con el muerto, igual que intentan hacer ahora. No sé
dónde están sus asquerosas hijas, pero si usted fuera mi madre, me
aseguraría de que no me encontrara nunca.
Lottie no dejaría que la hiciera perder los estribos de nuevo.
—Nunca ofreció una coartada para el ataque y el robo a
Thompson. ¿Por qué?
—Sin comentarios.
—No va a empezar con eso, ¿verdad?
—Sin comentarios.
Una mentirijilla nunca hacía daño, así que decidió intentarlo.
—Eché un vistazo al cobertizo en el jardín trasero de su madre.
El cambio en el comportamiento de Dowling fue instantáneo.
Saltó de la silla, se lanzó encima de la mesa y agarró a Lottie por el
pelo. Ella gritó, más por el susto que por el dolor. Boyd se levantó de
un salto, cogió a Dowling por la muñeca, y Lottie y él contuvieron al
hombre.
—Es una puta fisgona —escupió Dowling—. Cumplí diez años
por culpa de su incompetencia, y le puedo asegurar que no pasaré
ni un segundo más entre rejas. El sistema judicial de este país es
una mierda. Una puta mierda, ¿me oye?
—Atacar a un agente de policía es un delito grave —dijo Boyd—.
Siéntese.
Lottie estaba sin palabras. La cabeza le latía y se fijó en que
algunos de sus cabellos se habían enredado en los dedos de
Dowling.
El hombre respiró profundamente un par de veces y pareció
darse cuenta de la gravedad de lo que acababa de hacer, porque
dijo:
—Lo siento. No pretendía hacer eso.
Lottie se tragó lo que realmente quería decir.
—Tendré en cuenta su disculpa cuando nos dé algo de
información.
Conor asintió; en su cabeza afeitada brillaban gotas de sudor.
La inspectora se acercó a Boyd y le susurró que trajera el
expediente sobre Amy Whyte. Mientras esperaba, siguió mirando
fijamente la cabeza gacha de Dowling. Recordó al joven en el juicio,
con los ojos como platos de incredulidad al oír la sentencia. En
aquel entonces había sentido una punzada de pánico. ¿Había
atrapado al hombre correcto? Y ahora sentía exactamente lo mismo.
La ciencia forense de hace diez años no era igual que ahora. No
tenían pruebas físicas que lo vincularan con el ataque y el robo, solo
dos testigos oculares que afirmaban haberlo visto alejarse de la
zona a toda prisa. Por aquel entonces, Corrigan era el inspector y el
jefe de la investigación. ¿Había llevado a Lottie en la dirección que
le interesaba para resolver el caso lo antes posible? ¿Para desviar
su atención de algo más amenazador? Quizá debía revisar ese
caso. En cuanto sus hijas estuvieran en casa.
La idea de Katie y Chloe retenidas contra su voluntad, o incluso
algo peor, la catapultó de regreso a la realidad. Boyd volvió con el
expediente. Lottie lo abrió y deslizó un trozo de papel por la mesa
hacia el hombre.
—Mire esto, Conor. Se lo mostré antes y usted aseguró no saber
quién se lo había enviado a Amy Whyte. ¿Quiere cambiar su
declaración?
Dowling leyó en voz alta:
—Te estoy vigilando.
—¿Y?
El hombre aflojó los hombros y empujó la nota hacia Lottie.
—Vale, de acuerdo. Sí. Yo escribí la nota. ¿Contenta?
La inspectora miró de reojo a Boyd. Este levantó el pulgar
disimuladamente.
—¿Cuándo la mandó?
—Una semana después de salir de la cárcel. Solo quería
asustarla. Sabía que había mentido al decir que me había visto
aquella noche.
—¿Por qué mintió?
—No lo sé.
—¿Y la moneda?
—¿Qué moneda?
—La que estaba en el sobre con la nota.
Los ojos de Dowling le dijeron que no tenía la menor idea de qué
hablaba.
—No sé nada de ninguna moneda. —Miró la nota antes de
levantar la vista hacia Lottie—. Tampoco había ningún sobre.
—Entonces, ¿cómo le envió la nota?
—La dejé en la farmacia en la que trabajaba. ¿Tiene una copia
de la parte de atrás?
¿A dónde quería llegar con esto? Lottie sacó una segunda hoja
del expediente. En una mitad estaba escrito AMY, como si la nota
hubiera estado doblada en dos y el nombre escrito en la parte de
fuera. Se había fijado antes, pero no le había prestado mucha
atención. Después de todo, cuando la había encontrado, la nota
estaba en un sobre.
—Ahí lo tiene —dijo Dowling—. Fui a la farmacia pensando que
Amy estaría allí. Quería mirarla a los ojos cuando le diera la nota,
pero no había nadie detrás del mostrador. Oí que se abría una
puerta en alguna parte y, antes de que supiera lo que estaba
haciendo, la puse sobre el mostrador y hui. Esa es la verdad. Ni
sobre, ni moneda.
—¿A quién se la dio?
—Ya se lo he dicho, simplemente la dejé allí. No vi a nadie.
Después me marché a toda prisa. ¿Puedo irme ya?
—No, no puede.
—Mire, inspectora, no tenía ningún motivo para matar a ninguna
de esas chicas.
—Fueron los testimonios de Louise y Amy los que hicieron que lo
condenaran.
—Louise me visitó en la cárcel. Me dijo que lo sentía. No me dio
detalles, pero me aseguró que haría todo lo que pudiera para
arreglarlo. Yo no ataqué ni robé a Bill Thompson, y si Louise hubiera
confesado, a mí me habrían exonerado. ¿Por qué iba a matarla?
«Cierto, ¿por qué?», pensó Lottie.
—No presentó defensa durante el juicio. ¿Por qué?
Dowling se encogió de hombros y agachó la cabeza.
—¿Por qué le dejó esa nota a Amy?
—Estaba de mal humor. Sentía lástima de mí mismo. Quería que
experimentara una pizca de lo que fue para mí estar en la cárcel. Allí
te observan las veinticuatro horas del día, cada día. Eso es todo, lo
juro por Dios.
¿Le creía? Si lo hacía, entonces había cometido un error
imperdonable hacía diez años. O, más bien, su jefe, Corrigan. Y si
Dowling no había perpetrado el ataque contra Thompson, ¿quién
había sido?
Capítulo 55

Kirby regresó de la cafetería con croissants y café. Lottie cogió una


taza y sintió el líquido caliente caer en el fondo de su estómago
vacío.
—Tienes que comer —dijo Boyd—. Oigo tus tripas desde aquí.
—¿Todavía nada? —preguntó Lottie a Kirby.
El detective sabía que se refería a sus hijas y negó despacio con
la cabeza.
McKeown colgó la llamada que estaba atendiendo.
—Esto es interesante. Puede que sea algo o puede que no.
Lottie cogió un croissant y se apoyó en el borde del escritorio de
la detective. Era el escritorio de Lynch. De una manera extraña, la
echaba en falta. Al menos, la detective estaba pasando tiempo con
su familia, mientras que Lottie seguía poniendo en peligro a la suya.
—Era una trabajadora de Flame, una peluquería y salón de
belleza. Creo que se llama Miranda. —McKeown entornó los ojos al
mirar el garabato ilegible en su libreta.
—Continúa —dijo Lottie, impaciente.
—Ha reconocido la foto de Bernie Kelly en las noticias de
anoche. Dice que una mujer que encaja con la descripción entró
ayer por la mañana en la peluquería. Se cortó el pelo y se hizo un
bronceado de espray. Pagó en efectivo. Esta tal Miranda está
segura de que era Kelly.
—No me extraña que nadie la encuentre —comentó Kirby—.
Debe de tener un aspecto completamente distinto.
—También ha dicho que la mujer llevaba dos bolsas de compra
de Primark. Cuando acabó con el bronceado, se vistió con la ropa
nueva y dejó la vieja en las bolsas.
—¿Descripción de la ropa que lleva ahora? —inquirió Lottie.
—Leggins oscuros, camiseta larga negra, botas y una parka
verde con pelo negro en la capucha.
—Encaja con la mitad de la población de Ragmullin en este
clima. —Lottie trató de imaginarse a Bernie Kelly sin sus largos
bucles rojos—. Ve a ver a esa tal Miranda con la foto de Kelly y
pídele que describa su nuevo corte de pelo. Luego, publicaremos un
retrato robot. Quizá alguien nos llame.
—Tendrás que pedirle el visto bueno al jefe —le recordó Boyd.
—Tengo que encontrar a Kelly. Necesito recuperar a mis hijas.
—Pero en el interrogatorio con Dowling prácticamente lo estabas
acusando de tener algo que ver con su desaparición. No lo pillo.
—Estoy tomando todas las precauciones.
La inspectora dejó la taza y se levantó. No sabía qué pensar. La
moneda en la chaqueta de Louis apuntaba al asesino en serie, pero
las semillas que habían dejado frente a su puerta señalaban a
Bernie Kelly.
Metió las manos en los bolsillos del pantalón vaquero y dijo:
—Cuanto más tiempo pasa, menos probable es que vuelva a ver
a mis hijas con vida. —Reprimió el sollozo que amenazaba con
explotar. Kirby la abrazó, rodeándole los hombros.
—Las encontraremos —le aseguró el detective—. Ni uno más de
los nuestros va a acabar en la morgue de Jane Dore. ¿Me oyes?
Lottie consiguió componer una débil sonrisa, pero las palabras
de Kirby le infundieron más miedo que esperanza.
—¿Algo más? —Necesitaba centrar su cerebro de nuevo.
Kirby fue lentamente hasta su escritorio.
—He enviado agentes uniformados a buscar a Tony Keegan,
como me pediste. Está en la sala de interrogatorios número dos.
—Bien. —Miró a McKeown—. Después de que hayas visitado a
Miranda, revisa las transcripciones del ordenador de Louise Gill; y
Kirby, llama otra vez a todas las personas en la agenda de Penny.
—Hizo una pausa e intentó ordenar sus pensamientos—. McKeown,
las grabaciones de las cámaras de seguridad. ¿Hay algo que
demuestre que nuestro asesino bajó por el túnel? No he visto
ninguna prueba.
—Pedí a Jim McGlynn que enviara a algunos miembros de su
equipo a recorrer la red de túneles para buscar pruebas de que
alguien haya estado ahí abajo recientemente. Es posible que sea allí
donde el asesino se deshizo del arma del crimen. Las monedas
indican que alguien ha estado allí.
—A menos que las hubieran dejado cuando abandonaron a ese
pobre desgraciado para que se pudriera. —Reflexionó un momento
—. La pared de ladrillo parecía más nueva que las paredes del
túnel. Comprueba si hay un registro de cuándo y quién la construyó.
Quizá eso nos lleve hasta la identidad del cuerpo y por qué está allí.
—Veré qué planos puedo encontrar —dijo McKeown—. Estoy
seguro de que esta ciudad tiene algún historiador local que nos sea
de ayuda.
Lottie asintió y se volvió hacia Kirby.
—Quiero que te pongas en contacto con el personal de la
farmacia Whyte. Dowling asegura que dejó la nota allí para Amy, sin
sobre. Cuando la encontré en su casa, estaba en un sobre con una
moneda.
—Lo haré.
La inspectora echó otro vistazo a su móvil mudo y dijo:
—Boyd, dame cinco minutos antes de que veamos qué tiene que
decir el señor Keegan. Quiero revisar el expediente del ataque y el
robo a Thompson.

Lottie abrió el expediente y comenzó a leer. Necesitaba averiguar


por sí misma si la habían encaminado mal o confundido durante la
investigación original. Rogaba a Dios que no hubiera encerrado al
hombre equivocado. Pero su instinto se retorcía en su interior y le
decía que el ataque a Bill Thompson estaba relacionado con los
asesinatos actuales.
Cogió las fotos de la escena del crimen. Las miró de cerca y se
fijó en si había monedas en alguna parte, algo que se les hubiera
escapado. En cuanto las testigos habían identificado a Dowling,
habían arremetido contra él. Sin coartada que ofrecer, lo habían
acusado, juzgado y condenado. Caso cerrado.
Dejó las fotos y leyó otra página.
Bill Thompson no se había recuperado después de sufrir una
apoplejía tras el ataque. No podía hablar, no podía describir a su
atacante. Los interrogatorios puerta a puerta no habían aportado
nada. Habían dejado la caja fuerte abierta y se habían llevado el
dinero.
La caja fuerte.
Lottie cogió las fotos de nuevo. Una caja fuerte de suelo abierta,
con una llave en una cerradura. La tapa estaba junto al hueco
abierto.
Cerró los ojos y trató de recordar la escena, pero habían pasado
diez años. Un pensamiento la asaltó. ¿Cómo había conseguido la
llave el ladrón?
Buscó una foto de Bill Thompson. No había ninguna de él en la
escena del crimen. Los paramédicos habían llegado antes que la
policía y se lo habían llevado directo al hospital. Desde allí lo habían
trasladado en helicóptero a Dublín, donde le practicaron una
operación en el cerebro de cinco horas.
La foto que encontró al final del expediente era de un hombre
vivaz de sesenta y cuatro años. Pelo gris y nariz grande. Había sido
atractivo, y estaba en forma. ¿Tenía la llave encima? ¿Lo habían
interrumpido mientras guardaba el dinero en la caja fuerte? Si no
había sido así, ¿cómo sabía el ladrón lo de la caja?
Dejó la foto y registró el expediente en busca de pruebas de lo
que había sucedido con la llave. No se la mencionaba por ninguna
parte.
La inspectora cerró los ojos y trató de recordar. Hojeó el
expediente hasta que encontró la hoja de arresto de Conor Dowling.
No se mencionaba que tuviera ninguna llave encima. Es más,
tampoco el dinero.
Revisó las fotografías de nuevo. Encontró otra de la caja fuerte
abierta. Había monedas esparcidas por el suelo como si se hubieran
caído de un saco de dinero del banco.
Mierda.
Capítulo 56

Lottie no podía creer que estuviera a punto de llevar a cabo otro


interrogatorio mientras sus hijas seguían desaparecidas. Antes de
entrar en la sala, llamó a su madre para asegurarse de que Sean y
Louis estaban bien y para confirmar que el coche patrulla vigilaba la
casa. Tenía que seguir trabajando o, de lo contrario, se volvería
loca.
La barriga de Tony Keegan estaba apretujada contra la mesa, y
su pelo grasiento le caía hasta los hombros, con unos rulos
caprichosos alrededor de la frente. Sus ojos pasaron de Lottie a
Boyd y, entonces, mientras trataba de concentrarse en un punto por
encima de sus cabezas, se rindió y fijó la vista en sus gruesas
manos apoyadas sobre la mesa. Si Lottie tuviera que describirlo,
habría dicho que era bruto pero astuto. Tendría que escarbar bajo su
fachada. Sabía que los asesinos podían tener cualquier aspecto y,
de momento, el asesino de cuatro mujeres era como una pluma al
viento.
—¿Puedo quitarme la chaqueta? —preguntó.
—Adelante. —Esta vez, Lottie tenía un expediente para dar la
impresión de que lo leía antes de dirigirse al hombre.
Boyd concluyó la introducción para la cinta.
—Señor Keegan —comenzó Lottie—, ¿qué puede decirme sobre
Conor Dowling?
—Ah, bueno, ya lo saben todo sobre Conor, ¿no? No hace
mucho que ha salido de la cárcel.
—Cuéntenos algo que no sepamos.
—¿Cómo iba yo a saber qué saben y qué no?
—Sígame la corriente —dijo la inspectora, conteniendo su
creciente irritación. Estaba segura de que Boyd y Keegan podían oír
el latido de su corazón de tan grande que era su ansiedad. Tenía
que encontrar a sus hijas antes de que fuera demasiado tarde.
Quería respirar su aroma juvenil, no el de ese idiota sudoroso. Pero
tenía que seguir esta ruta para descubrir cualquier información que
la condujera a ellas. «Concéntrate».
Los ojos astutos del hombre se posaron sobre Lottie.
—Dice que lo están acosando.
—Hablo de los asesinatos, listillo.
—Oh. No sé nada sobre eso.
La exasperación la superó.
—¿Acaso no lee los periódicos? Sabe leer, ¿no? ¿O mira la
televisión, o sigue Twitter y Facebook? Estoy segura de que ha oído
algo sobre Amy Whyte, Penny Brogan, Cristina Lee y Louise Gill.
—Por supuesto que sí, pero eso no quiere decir que las
conociera.
—Su jefe es Cyril Gill. Estoy segura de que habrá visto a Louise
alguna vez.
—Conozco a todas las chicas de vista.
Lottie lo miró fijamente.
—Cuénteme de qué las conoce.
El hombre intentó cruzar los brazos, pero su corpulencia lo
restringía en el reducido espacio. Un olor a cigarrillos viejos
acompañó sus movimientos, y Lottie se arrepintió de haberse
comido el croissant. Se le revolvió el estómago. La falta de aire
fresco en las salas de interrogatorios era un tormento constante.
Keegan masticaba un chicle ruidosamente y lo hacía rechinar
entre los dientes.
—Veía a Amy cuando me pasaba por la farmacia, cosa que no
hacía a menudo porque trato de evitar a mi exmujer, que trabaja allí.
—Hizo una pausa, como si se hubiera tragado algo asqueroso—. A
Penny solo la veía si iba a la discoteca, algo que tampoco hago a
menudo.
—¿Y Louise Gill?
—No la conocía demasiado. No venía nunca a la obra. No creo
que hubiera mucho afecto entre ella y su padre. Conocía a su
amante lesbiana de vista, aunque dudo que el señor Gill estuviera al
corriente de esa relación.
—¿Así que cree que Cyril Gill habría estado en contra de la
pareja que Louise había escogido?
—Joder, sí. Odiaba todo lo relacionado con el movimiento
arcoíris. Era un intolerante absoluto y no le importaba que la gente
lo supiera.
—¿Ha discutido alguna vez con él?
—No, la verdad es que no. —Siguió mascando.
—¿Cuánto hace que trabaja para Cyril Gill?
—Desde que terminé la escuela.
—¿Cuándo fue eso?
—No me quedé para hacer la selectividad. Tendría unos
dieciséis años, o sea, hará casi veinte años, más o menos.
—Es increíble que nunca ascendiera a capataz —comentó
Lottie. Pensándolo mejor, dudaba que Keegan tuviera la mentalidad
para ese tipo de trabajo. Sin esperar respuesta, continuó—: Casarse
con Megan Price debió de ser un ascenso en la escala social para
usted. ¿Cómo la conoció?
Tony se movió inquieto en la silla.
—Mi matrimonio no tiene nada que ver con esto.
—Eso lo decidiré yo.
Cuanto más se movía el hombre, más ganas tenía Lottie de
levantarse y salir corriendo, de ir a buscar a Katie y Chloe, pero
debía seguir el protocolo, en caso de que Keegan supiera algo
sobre ellas por su conexión con Dowling.
—Continúe —le indicó—. Me estaba hablando de la señora
Price.
—No, no es cierto. Ni siquiera me está escuchando. —El hombre
respiró profundamente y suspiró. Lottie veía el chicle pegado a sus
dientes—. Megan y yo… éramos complicados.
«¿Acaso no lo somos todos?», pensó Lottie.
—¿La conocía antes de que su padrastro, Bill Thompson, fuera
atacado?
—Salíamos de vez en cuando. Formábamos un grupo, también
con Conor. En aquella época, Megan era salvaje, pese a que iba a
la universidad. Siempre nos miraba por encima del hombro, pero yo
pensaba que era una diosa.
—¿Hubiera hecho cualquier cosa por ella?
—Me enamoré. Eso no quiere decir que hubiera hecho cualquier
cosa. Cuando le pedí que se casara conmigo y me dijo que sí, no
me lo podía creer. Ahora que lo pienso, fue poco después de que
Bill Thompson muriera, así que tal vez la conseguí de rebote.
—¿De rebote?
—Ya sabe. Ella adoraba al viejo y, entonces, murió, así que yo
era el siguiente en la línea de fuego.
—Extraña elección de palabras.
El hombre se rascó un trocito de piel en el borde de una uña
hasta que sangró.
—Al fin y al cabo, así es como fue. Siempre estaba en su línea
de fuego. —Tosió, mascó y miró a Lottie—. No sé qué tiene que ver
esto con los asesinatos de esas chicas.
Lottie tampoco lo sabía. Aún. Pero no podía dejar que Keegan se
diera cuenta.
—Entonces, ¿habría hecho cualquier cosa por Megan?
—Claro. En aquella época, no ahora.
—Incluso habría ayudado a incriminar a su amigo Conor. En
aquella época —enfatizó la inspectora.
A Keegan casi se le salieron los ojos de las órbitas.
—Espere un momento. ¿Qué intenta que admita?
Diversas hipótesis se formaban en el cerebro de Lottie. ¿Y si
todo era una cuestión de dinero y Megan quería la pasta de su
padrastro? No, eso no tenía sentido.
—Entonces, tal vez fue Cyril Gill quien lo convenció para que le
tendiera una trampa a su amigo.
Keegan sacudió la cabeza, y las escamas de caspa volaron por
el aire como luciérnagas.
—No la sigo en absoluto.
Bien, pensó Lottie. Siempre hay que confundir al enemigo.
—Hace diez años, es posible que Cyril Gill quisiera quitar a Bill
Thompson de en medio para poder proceder con una solicitud de
construcción.
—No tengo la más remota idea de qué está hablando.
—El plan de desarrollo urbano. Tendría que conocerlo. Usted
mismo me ha dicho que lleva trabajando para Gill casi veinte años.
El hombre cerró la boca.
Lottie continuó:
—O usted o Conor Dowling hicieron el trabajo sucio de Gill al
dejar a Thompson fuera de juego. Fuese quien fuese de los dos,
Dowling cargó con la culpa y pagó con diez años de su vida.
Las mejillas ya coloradas de Keegan se pusieron púrpura. Le
cayeron mocos de la nariz e intentó tragárselos de nuevo.
—Yo no tuve nada que ver con eso.
Lottie se volvió hacia Boyd.
—Creo que protesta mucho, ¿no te parece?
Boyd asintió, y Lottie creyó que el sargento pensaba que sabía
hacia dónde iba con ese comentario, pero estaba equivocado. Ni
siquiera ella misma lo sabía. Por enésima vez ese día, deseó no
estar tan distraída.
Sacó una fotografía del expediente. La deslizó por la mesa hacia
Keegan mientras mantenía los ojos fijos en su rostro. El hombre se
pasó la lengua por los dientes con los labios cerrados, sacando la
mandíbula. ¿Estaba urdiendo una historia? Lottie sabía que
reconocía la imagen en la foto.
El hombre sacudió la cabeza con demasiada vehemencia.
—No sé qué es eso.
—Es una moneda. Una de las que hemos encontrado cerca de
los cuerpos de las víctimas.
—¿Y qué? —Mantuvo la mirada fija en la fotografía.
—Explíquemelo. Cuénteme qué significa.
—No lo sé.
—Sí lo sabe.
El hombre se encogió de hombros.
—Parece algún tipo de medalla.
Lottie miró a Boyd. ¿Una medalla? Habían estado tan
convencidos de que los discos eran monedas que no se habían
planteado que fueran otra cosa. No había inscripciones en ninguno
de ellos.
—¿Qué clase de medalla? —preguntó Boyd.
Keegan se encogió de hombros.
—Es solo una sugerencia. No la había visto antes.
Lottie archivó la sugerencia del hombre para más tarde.
—Hábleme del cuerpo en el túnel.
El púrpura de su rostro se convirtió en blanco.
—¿Sabe de lo que le hablo?
¡Bingo!
—Sí, lo sé. —Keegan recorrió frenéticamente la reducida sala
con la mirada—. Mierda. Si Gill siguiera vivo, se pondría como loco.
—¿Cyril Gill también lo sabía?
Los labios cerrados le indicaron a Lottie que Keegan había ido
demasiado lejos, que había dicho algo que no debía.
—Vamos, Tony. Ya ha empezado, así que puede acabar.
—Me voy a meter en muchos problemas por esto.
—Estamos investigando cuatro asesinatos, y ahora aparece este
cuerpo. Ya está en problemas.
—Maldita sea —masculló Keegan, y se apoyó en la mesa con
expresión seria—. Esta semana, debía de ser miércoles, Bob
Cleary, nuestro capataz, se encontró con esa pared de ladrillos en el
túnel. Había bajado para evaluarlo y ver qué teníamos que hacer
para asegurar el hueco del ascensor, ¿sabe? —Lottie asintió como
si comprendiera—. Cleary regresó, reunió a un grupo y nos hizo
bajar para que rompiéramos el muro. Entonces vi los huesos. Cleary
estaba hecho una furia. Nos hizo jurar que no diríamos ni una
palabra hasta que pensara en cómo decírselo al jefe.
—¿Y no le dijo nada de eso a nadie?
—Se lo conté a Conor. No sé si Bob informó al jefe o no. Eso es
todo lo que sé sobre el cuerpo. Lo juro por Dios.
Lottie no estaba segura de si creerlo o no, pero si se lo había
contado a su amigo, entonces Dowling había mentido al asegurar
que no sabía nada sobre el cuerpo. ¿O no le había hecho esa
pregunta concreta? Tendría que comprobarlo con Boyd más tarde y
leer la transcripción del interrogatorio. Se pasó la mano por el pelo.
No hacían más que dar vueltas, y no estaba más cerca de encontrar
a sus hijas.
—¿Dónde están Katie y Chloe Parker?
—¿Quién?
—Ya me ha oído.
—No las conozco.
—Son mis hijas y han desaparecido.
—¿Y qué hace aquí, entonces? Si fueran mis hijas, estaría ahí
fuera buscándolas.
—Listillo —dijo Boyd.
Lottie sintió que el corazón le daba un vuelco. Keegan tenía
razón.
—Una última pregunta. ¿Qué hace Dowling en el cobertizo de su
jardín?
—¿El cobertizo? No lo sé.
Pero su expresión indicó a Lottie que sí lo sabía.
—¿Qué hay en el cobertizo? Y no me diga que vaya a mirarlo.
—Básicamente herramientas. Hacía artesanías de madera y
cosas así.
—¿Cosas así?
Keegan resopló con su aliento fétido.
—Ya sabe, pequeños juguetes de madera y, luego, empezó a
hacer joyas.
—¿Qué tipo de joyas?
—Cosas. Pregúnteselo a él.
—Lo haré.
La inspectora se volvió hacia Boyd y le preguntó con la mirada si
tenía algo que añadir.
—La moneda que le hemos enseñado antes —dijo el sargento—.
¿Podría haberla hecho Conor?
Keegan se mordió el labio.
—Es posible, supongo. Sí.
Capítulo 57

Lottie se sentó frente a su escritorio y llamó a Rose. Todavía no


había noticias, y Sean y Louis estaban bien. Tenía que mantenerse
ocupada mientras su corazón se rompía constantemente en mil
pedazos.
Trató de evaluar lo que había descubierto en los dos
interrogatorios. A ambos hombres los tendrían que poner en
libertad. Carecía de pruebas concluyentes de que ninguno hubiera
cometido un delito. No podía retenerlos solo por su instinto. ¿Era
posible que Dowling hubiera fabricado las monedas? ¿Cómo podía
conseguir una orden de registro para su cobertizo? No había ni una
sola prueba que lo situara en las escenas de los crímenes, y una
corazonada no convencería a un juez. A menos que visitara a Vera
Dowling y la cubriera de halagos. Boyd era bueno en ese tipo de
cosas.
—¡Boyd!
El sargento se acercó cojeando.
—Tienes que venir conmigo a casa de Dowling. Quiero que seas
amable con Vera. Hazle un té o lo que quieras mientras yo echo un
vistazo en el cobertizo del jardín.
—¿Estás loca? —Boyd se apoyó, cansado, contra el umbral de
la puerta—. Creo que te golpeaste la cabeza más fuerte que yo.
—Tienes que usar tu encanto y conseguir que nos dé permiso.
—Lottie, no estás pensando con claridad. Tenemos muchísimas
otras cosas que hacer.
La inspectora se puso en pie.
—¿Vienes conmigo, o te vas a quedar aquí sintiendo lástima de
ti mismo?
Eran palabras duras, porque realmente tenía un aspecto
lamentable.
—Supongo que no tengo opción.

Kirby entró en la farmacia Whyte. La dependienta, Trisha, dijo que


Megan se había marchado a buscar algo para comer antes del
último turno.
—¿Cuándo volverá?
—Estamos abiertos hasta las nueve, así que debería regresar
pronto. —La joven miró el reloj que colgaba sobre la puerta—. Tal
vez en unos quince minutos. ¿Quiere esperar?
—No, estoy ocupado. —Kirby pensó con rapidez—. No le diga
que he venido.
—Claro.
Ya en la puerta, el detective añadió:
—¿Cree que habrá ido a casa durante el descanso?
Trisha se encogió de hombros.
Kirby tenía que hablar con Megan.
—Ya volveré —dijo.
Fuera, sintió que la oscuridad de la tarde le pesaba sobre los
hombros. En momentos como ese, echaba de menos a Gilly. Sus
palabras de consuelo o sus comentarios absurdos. Se preguntó
cómo su jefa podía trabajar sin saber dónde estaban sus hijas. Dios,
no quería ponerse en lo peor. Seguro que estarían bien. Pero, en su
fuero interno, sentía que no era así.
—Maldita sea —masculló. Se metió de un salto en el coche, que
había aparcado en zona prohibida, y se dirigió a casa de Megan.
*

Esta vez, la señora Dowling fue más complaciente. Boyd compuso


su sonrisa mágica e hizo té. Le colocó una manta sobre las rodillas.
La anciana le pidió que la llamara Vera.
Cuando consiguieron bajar el volumen del televisor, el sargento
dijo:
—Vera, ¿le parece bien si mi inspectora echa un vistazo?
—No me gusta esa mujer —susurró Vera en tono conspiratorio
—. Pero no tengo nada que ocultar. —Miró a Lottie—. No puede
llevarse nada.
—No lo haré.
Lottie cogió una llave nueva y brillante de un gancho en la
cocina. Abrió el candado de la puerta del cobertizo y entró en el
espacio frío y húmedo. Encontró la cuerda del interruptor de la luz,
tiró y examinó el equipamiento que tenía delante. Con los guantes
puestos, levantó una plancha de metal cuadrada. Era similar en
peso y color a las monedas que habían encontrado con los cuerpos,
incluido el del túnel.
Examinó la mesa de trabajo. Encontró un tornero, pero nada que
se pareciera a lo que se usaría para fabricar medallas o monedas
con la plancha de metal. Mientras miraba a su alrededor, sus ojos se
fijaron en un espacio vacío en la mesa. Alguien había hecho un
agujero en la madera. Cuando pasó la mano con cuidado por la
parte de abajo, unas pequeñas esquirlas de metal se le pegaron a
los dedos. Las sostuvo hacia la luz, y destellaron.
¿Dónde estaba la máquina que había encajado allí? Tendría que
pedir a los forenses que tomaran muestras para compararlas con las
monedas encontradas en las escenas de los crímenes. No había
nada más de interés, así que cruzó el césped mojado y regresó a la
casa.
Sonrió ante el rostro tenso de Boyd. «Tortura», pensó. El pobre
no se lo merecía, era hora de rescatarlo.
—Señora Dowling, ¿hay alguien más que tenga acceso al
cobertizo de Conor?
—Su taller, querrá decir. El muchacho siempre está martilleando
o cortando algo ahí fuera, durante toda la noche. En una época
soñaba con convertirse en arquitecto. Antes de que usted y los
suyos lo incriminaran. —La anciana entrecerró los ojos hasta que no
fueron más que una fina línea.
Lottie no iba a dejarse intimidar.
—¿Arquitecto?
—Trabajaba a media jornada como aprendiz para Cyril Gill antes
de que lo metieran en la cárcel.
Ahora que Vera lo había mencionado, Lottie lo recordó
vagamente del caso Thompson.
—Parece que falta una máquina. ¿Sabe quién puede habérsela
llevado? —«Si es que Conor no se ha deshecho de ella él mismo»,
pensó.
—No hacía más que quejarse cuando volvió a casa al salir de la
cárcel. Decía que yo había dejado entrar a alguien en el cobertizo,
pero nunca mencionó que faltara nada.
—Entonces, ¿quién ha tenido acceso?
—Nunca dejo que nadie se lleve nada. ¿Insinúa que lo he
hecho? ¿Me está acusando?
—No, no es así. —Lottie se clavó los dedos en las palmas de las
manos—. ¿Quién suele venir a su casa?
—La gente de la comida a domicilio. La enfermera comunitaria,
aunque no ha venido desde hace siglos.
—¿Alguien más?
—El amigo de Conor, Tony. Me ha ayudado un poco. Hacía las
compras y cosas así. Su mujer, que es tan amable, vino una vez.
Una chica encantadora.
—¿Megan Price?
—Oh, ¿no se llama Keegan? Estaban casados, ¿sabe?
—Creo que están separados, o tal vez no se cambió
el apellido —comentó Lottie. Quizá debería comprobarlo, pero,
en esos momentos, tenía cosas más urgentes que hacer—.
¿Vinieron juntos alguna vez? Megan y Tony.
—No que recuerde en este momento.
—¿Cuándo fue la última vez que vinieron cualquiera de los dos?
—No me acuerdo.
Esto no iba a ninguna parte.
—¿Dijo Conor alguna vez que le faltara algo del taller?
—Ese chico no hace más que quejarse desde que volvió a casa.
—Vera golpeó el suelo con el bastón.
—Señora Dowling —dijo Lottie—. Tengo que traer a alguien de
nuestro equipo forense para examinar el taller. Tal vez haya pruebas
relacionadas con un crimen.
—Lo sabía. ¡Usted! —Vera señaló a Boyd con el bastón—. Con
sus sonrisas y su té me ha engatusado para que dejara a esa mujer
husmear en mi casa, tratando de pillarme desprevenida. ¿Saben
qué? Tal vez le haya dejado fisgar una vez, pero si quiere que esos
hombres de traje blanco entren aquí, será mejor que tengan una
orden. Ahora, lárguense los dos. Y no vuelvan. Intentan incriminar a
mi chico otra vez. Corruptos, eso es lo que son. Todos los policías
son iguales.
Lottie y Boyd escaparon antes de que Vera Dowling descargara
el bastón sobre ellos.
—Para ser una mujer con artritis crónica —comentó Boyd— tiene
mucha fuerza.
Capítulo 58

Lottie pidió a Boyd que redactara una petición de orden de registro


para la residencia de los Dowling y, mientras tocaba la pantalla del
móvil para llamar a su madre, Sam McKeown apareció por la puerta.
La inspectora canceló la llamada.
—¿Has encontrado algo?
—Los teléfonos de sus hijas. —El hombre sostuvo en alto dos
bolsas de pruebas. A través del plástico, veía lo que, sin duda
alguna, eran los móviles de Katie y de Chloe.
El corazón le dio un vuelco y la bilis le subió hasta la garganta.
—¿Dónde los han encontrado? ¿Dónde están mis hijas?
—Los teléfonos estaban en un contenedor de basura delante del
bar Clerk, enfrente de los juzgados. He ordenado a unos cuantos
agentes que accedan a las grabaciones de vigilancia de los
negocios, pero, con toda la zona acordonada después del accidente,
llevará tiempo. Por supuesto, estamos revisando las cintas de
seguridad del ayuntamiento a las horas relevantes de ayer.
—¿Cómo pueden dos chicas desaparecer así como así?
—Ya sabe cómo, jefa, no hace falta que se lo diga.
Sí, lo sabía.
—Puede que hayan usado la red de túneles —sugirió la
inspectora—. Quiero los planos y mapas en mi escritorio.
—He intentado encontrar a alguien que me dé esa información,
pero es difícil.
—Las vidas de mis hijas están en juego. No me digas que algo
es difícil.
McKeown abrió la boca y la cerró de nuevo.
—¿Por qué estáis todos aquí sin hacer nada? —Apretó los
puños con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Las
ganas de estrellarlos contra la pared estaban a punto de superarla
—. ¿Has hablado con esa tal Miranda de la peluquería?
—Hay un agente con ella en estos momentos tomándole
declaración, pero ¿puedo decir una cosa? —El detective se tiró de
las mangas mal remangadas—. He establecido algunas conexiones
y quería comprobarlas con usted. No tiene nada que ver con Bernie
Kelly o sus hijas, pero… Bueno, ¿lo dejo para más tarde?
Lottie necesitaba algo en lo que concentrarse.
—Cuéntame, McKeown.
—En la agenda de Penny Brogan, Kirby ha descubierto que
Belinda Gill, la esposa de Cyril, era una clienta habitual. ¿Cree que
debería hablar con ella?
—Yo lo haré, pero deséame suerte. Será difícil sacarle una
palabra coherente. —Lottie recordó cómo Belinda había apurado
dos vasos de ginebra cuando habían ido a verla después de la
muerte de Louise.
—Otra cosa. La transcripción del portátil de Louise es una lectura
muy interesante. Ese curso que estaba haciendo parece haberle
jodido el cerebro.
—¿En qué sentido?
—Su trabajo gira en torno a errores judiciales, y en gran parte
está dedicado al caso de Conor Dowling.
—¿Le has echado un vistazo al expediente sobre Thompson?
—Sí, Kirby me lo dio. —Se movió incómodo y pasó el peso de un
pie al otro. «Mierda», pensó Lottie.
—¿Has descubierto algo que se me escapara hace diez años?
—Tal vez no a usted, pero creo que el comisario Corrigan dirigió
la investigación en la dirección que le interesaba.
—¿Qué quieres decir? —Aunque ella misma lo había pensado
hacía un rato.
—Corrigan era un gran partidario del proyecto de Cyril Gill.
—Eso no significa nada.
—Solo lo mencionaba.
—¿Qué más?
—Hemos recibido confirmación oficial de que el cuerpo de Cyril
Gill ha sido recuperado del lugar del accidente.
—Un hombre muerto no puede contestar preguntas.
—Desde luego.
—¿Eso es todo?
—Jim McGlynn está listo para extraer el cuerpo del túnel. Dice
que no será fácil. —McKeown respiró profundamente—. Calcula que
podría llevar allí abajo unos diez años.
—¿Cómo puede saberlo sin que lo haya examinado un
antropólogo forense?
—Parece que había un recibo con fecha en el bolsillo de la
camisa.
—El cuerpo se ha descompuesto, solo quedan huesos y
andrajos. ¿No se habría desintegrado un recibo de hace diez años?
McKeown abrió más los ojos; se moría de ganas de transmitir la
información.
—McGlynn trató de explicarme cómo se descompone el cuerpo
humano, algo relacionado con cómo los fluidos corporales siguen la
gravedad y se filtran hacia abajo. El recibo estaba en lo que queda
del bolsillo delantero de la camisa, por eso se ha conservado.
—Joder. —Lottie se rascó la cabeza e intentó digerir aquella
información—. ¿Un recibo de qué?
—McGlynn dijo que alguien lo traería, yo solo contesté la
llamada.
—De acuerdo. —Lottie lo observó con atención. Parecía que
quisiera añadir algo más, y ella acarició con los dedos la bolsa de
pruebas que contenía los teléfonos de sus hijas—. ¿Qué pasa,
McKeown?
—Estoy tratando de descifrar mi letra. Ah, sí. McGlynn piensa
que, por la estructura ósea, el cuerpo puede ser de ascendencia
asiática. Y es una mujer. Ha dicho que es solo su opinión.
Lottie trató de encontrar algún sentido a todo esto.
—Sé que estás hasta el cuello, pero ¿podrías hacer una
búsqueda rápida en la base de datos de personas desaparecidas?
Una mujer asiática, desaparecida hace unos diez años.

Leo Belfield comprobó el correo cuando la notificación sonó en su


teléfono. El detective McKeown le había enviado una nueva
descripción de Bernie. Miró la imagen con atención. Le parecía
haber visto a alguien así a lo lejos hacía algunas horas. Se apoyó
contra el escaparate y examinó la calle. Estaba llena, pero echaba
de menos el ruido y las prisas de Nueva York. Decidió que, en
cuanto hubiera enmendado el error de perder a su medio hermana,
ya no quería tener nada que ver con su ascendencia o con
Farranstown House. Lottie Parker era bienvenida a su fracturada
historia familiar. Pero, quizá, debería echar un último vistazo ahí
fuera.
Se apartó de la pared y fue a buscar el coche de alquiler. Puede
que un paseo por el campo activara su cerebro de detective.

Kirby había estado ayer en casa de Megan, pero ahora la recordó


del expediente de Bill Thompson. Megan todavía vivía en la casa de
su padrastro. El detective no había tenido motivos para percatarse
de ello antes.
Cuando bajó del coche, encendió un cigarro y dio una buena
calada. Tosió, escupió el humo y miró a su alrededor. La vieja casa
de dos plantas estaba rodeada de árboles. Las luces del paseo del
canal arrojaban sombras amarillas sobre las ramas desnudas. Se
preguntó cómo habían visto Louise y Amy a Conor Dowling en esa
zona. ¿Y qué hacían en la calle tan tarde? En aquella época solo
tenían catorce años. Necesitaba leer otra vez sus testimonios.
La planta baja tenía una ventana en voladizo, y había un garaje
pegado a la casa. Se fijó en que la pintura azul de la puerta principal
estaba agrietada y comenzaba a pelarse. Pensó que Megan no
cuidaba demasiado de la casa. Aunque él no era quién para hablar.
Llamó al timbre. Escuchó. Esperó. Volvió a llamar. Caminó hasta
la parte trasera de la casa y llamó a esa puerta. Oyó un ruido, como
un aullido ahogado. ¿Megan tenía un perro? No lo sabía. Tal vez
habría sido mejor mirar su página de Facebook.
Puso la oreja contra la puerta.
Silencio.
Volvió a encender el cigarro y regresó al coche. Dio una calada,
soltó el humo y se detuvo. ¿Podría haberle pasado algo a Megan
durante su descanso? Mierda. Fue hasta el garaje. Era de madera,
con dos puertas. En una, había un pequeño picaporte plateado con
una cerradura de tambor. Intentó abrirla, pero no cedió. Nada era
tan fácil.
Mientras se volvía para marcharse, oyó el ruido ahogado. La
puerta principal se abrió y Megan salió de la casa.
—¿Qué diablos haces aquí?

Lottie habría preferido estar en cualquier parte menos en esa casa


que rezumaba dinero y frialdad.
Miró a Boyd, deseando que tomara el mando, pero el sargento
miraba fijamente el suelo de mármol. Con los ojos vidriosos, Belinda
Gill se sirvió un vaso de agua del dispensador de su gigantesco
frigorífico negro.
—Sé que esto es un shock terrible. Si hay algo que podamos
hacer, por favor, díganoslo.
—Creo que ya han hecho suficiente. Primero vienen a registrar la
habitación de mi hija que ha sido asesinada, y, luego, llegan para
decirme que mi marido está muerto. —Lanzó una mirada salvaje por
aquella cocina que parecía un mausoleo—. Necesito una copa de
verdad.
—Siéntese, Belinda. Tenemos que hablar con usted.
—Será mejor que pasen al salón.
Lottie y Boyd siguieron a la mujer y se quedaron de pie mientras
se servía un brandi generoso. No les ofreció nada, aunque Lottie
sentía que no le iría mal una copa para calmar la agitación en su
pecho. Hasta el momento, había conseguido resistir la necesidad de
ahogar su ansiedad en alcohol, pero no estaba segura de cuánto iba
a aguantar.
—Al menos Cyril ha muerto haciendo lo que le gustaba.
—¿Disculpe?
—Su trabajo. Lo primero era Louise, lo segundo el trabajo. Yo ni
siquiera estaba en la lista.
—Ha sido un accidente, señora Gill —dijo Boyd.
—Oh, por el amor de Dios, llámeme Belinda. Dejé de ser la
señora Gill hace mucho tiempo. Cyril no solo era un emprendedor
en sus proyectos de construcción.
—No la sigo —repuso Boyd, y Lottie captó su mirada confundida.
Ella se sentía igual.
—Mujeres —respondió Belinda—. Le gustaban todas, excepto
yo.
Lottie intentó encaminar la conversación.
—¿Recuerda algún problema que tuviera con el proyecto que
lideró hace una década?
—¿Esa quimera de plan que casi lo arroja a la bancarrota? —La
mujer resopló—. Sí, lo recuerdo. Se gastó una fortuna en
propiedades antes incluso de tener una oferta. Entonces, Bill
Thompson metió las narices y acabó con todo el asunto.
—¿De verdad? —Lottie no había oído nada sobre aquello. Sabía
que Thompson se había opuesto al proyecto, pero nada más.
—Se levantó en una reunión pública y denunció a Cyril delante
de media ciudad. Fue suficiente para dañar la reputación de Cyril. El
ayuntamiento descartó el proyecto. Fue el final de todo el trabajo
que le había dedicado. Lo había estado planeando durante tres
años, y solo hizo falta un charlatán para cargárselo todo.
—¿Ese charlatán sería Bill Thompson? —dijo Boyd.
—Sí. Aunque se llevó su merecido, ¿no? —Belinda rio, pero la
risa se convirtió en un sollozo, así que se sirvió otra copa.
—¿Cree que Cyril pudo haber tenido algo que ver con el ataque
al señor Thompson?
Belinda miró a Lottie como si le hubieran salido escamas.
—Cyril estaba destrozado, pero no tanto como para pegarle una
paliza a un viejo y robarle unos miserables miles de euros. ¿No lo
hizo ese muchacho, Dowling?
—Fue condenado, pero hay nueva información que arroja cierta
duda sobre su culpabilidad. A menos que Cyril le ordenara que…
—No se atreva a ensuciar el nombre de mi marido.
Estaba claro que a Belinda se le escapaba la ironía, pensó
Lottie.
—Conor Dowling trabajaba para su marido por aquel entonces.
¿Lo conocía?
—Cyril no dejaba que tuviera nada que ver con su negocio.
Lottie detectó un deje de mofa en la voz de la mujer.
—¿Así que Cyril la dejaba al margen de todos sus negocios?
—Correcto. —Belinda se dejó caer en el sillón de lujo más
cercano. Lottie y Boyd siguieron de pie, incómodos, en el centro de
la enorme habitación—. Pero conocía al joven Dowling.
El teléfono de Lottie vibró anunciando un mensaje.
—Lo siento, tengo que leer eso. —La cabeza le latía y sintió
náuseas cuando vio el nombre de Sam McKeown. ¿Podían ser
noticias sobre Katie y Chloe?
Lo abrió y lo leyó. No tenía nada que ver con las chicas, pero, de
todos modos, era interesante. Centró de nuevo su atención en
Belinda.
—¿Cómo conocía a Conor Dowling?
—Siempre estaba por casa, revisando dibujos y planos con Cyril.
Trabajaba como aprendiz de delineante, o algo así. Por aquel
entonces, Cyril estaba más interesado en el muchacho que en su
propia hija. Siempre había querido un hijo, decía, pero después de
que diera a luz a Louise, no estaba lo bastante interesado en mí
como para intentarlo otra vez.
Lottie redirigió la conversación.
—¿Tienen a alguien contratado para que se encargue de la
limpieza?
—No. —Los ojos de Belinda se entrecerraron hasta convertirse
en dos oscuras rendijas—. ¿Por qué?
—Pero solían tenerla, ¿no es cierto?
Belinda se levantó y volvió a llenar el vaso, luego se paseó por la
habitación pasando un dedo por encima de las superficies, como
para comprobar si tenían polvo.
—No lo preguntaría si no lo supiera ya.
—¿Qué le ocurrió?
—He tenido diferentes criadas a lo largo de los años. ¿A quién
se refiere?
—Aún no tengo el nombre, pero fue hace diez años. He pensado
que, tal vez, usted lo recuerde.
—Una chica joven trabajaba aquí. Se fue una noche y nunca
volvió. No teníamos su dirección, ni ningún contacto. Nadie vino
nunca a buscarla.
—¿Denunciaron su desaparición?
—No sabíamos que había desaparecido. Simplemente salió y no
regresó. Asumimos que había conseguido trabajo en otro sitio.
—¿Sin llevarse sus pertenencias?
Belinda se encogió de hombros.
—Cyril envió lo que había dejado a una tienda de segunda
mano.
—Oh, ¿y cuánto esperó antes de deshacerse de las cosas?
—No tengo ni idea.
—¿Recuerda algo sobre la noche en que desapareció?
—Mi memoria ya no es la de antes. Déjeme pensar. —Se apretó
el vaso contra la frente—. No. Nada inusual, la verdad. Oh, ¿fue la
noche en que Louise y su amiga vieron al joven Dowling después de
que atacara y robara a Bill Thompson? Ahora que lo pienso, tal vez
fuera esa noche.
Lottie sentía cómo la mirada de Boyd la taladraba. El sargento no
había leído el mensaje de McKeown, así que no tenía ni idea de qué
planeaba.
—¿Su ama de llaves era una mujer asiática?
—¿Cómo lo ha sabido?
—Hemos encontrado un cuerpo —respondió Lottie—. En un
túnel bajo los juzgados.
El vaso se estrelló contra el suelo de madera y Boyd se apresuró
a coger a Belinda antes de que se desplomara.
Capítulo 59

La vieja casa parecía sacada de una novela de Dickens. La madre


de Leo, es decir, la mujer que para él era su madre, solía leerle
cuentos clásicos, y pensó que Farranstown House podría haber sido
la vivienda de la señora Havisham.
Caminó alrededor de la casa en busca de señales de huellas
recientes en la gravilla. El suelo estaba sucio y mojado, y las huellas
profundas de los agentes uniformados que habían registrado el
lugar en busca de Bernie hacían que fuera casi imposible distinguir
nada interesante. Se quedó frente a la puerta y examinó el paisaje.
El cielo oscuro se unía con el lago en la lejanía, y un rayo fino y
pálido cubría el horizonte a la espera de la noche.
Pensó que no tenía sentido llamar a la puerta, y miró a través de
las oscuras ventanas mientras caminaba. Lo único que conseguía
distinguir eran los muebles cubiertos por sábanas, como centinelas
fantasmagóricos. Recordó que Alexis le había hablado de un
sótano. En Nueva York solían tener una puerta externa, pero aquí
no veía ninguna. Tendría que buscar dentro, pero no tenía llave.
Levantó el cerrojo para probar, pero no hubo suerte. Miró por el
hueco de la cerradura. Había una llave colocada por dentro.
Encontró un trozo de alambre en el suelo y lo movió dentro de la
cerradura. Al cabo de un par de minutos, oyó la llave caer al suelo.
Ahora podría avanzar. Movió el alambre hasta que oyó un clic y la
puerta se abrió.
La empujó y entró en la casa que debería pertenecerte. Apretó
un interruptor y se quedó maravillado a medida que el recibidor se
llenaba poco a poco de una luz suave. Eso, al menos, era una
ventaja. Cerró la puerta y avanzó hasta la espaciosa cocina rústica.
Los zarcillos de un frío helado envolvían el silencio. Su antena de
detective estaba en el nivel de alerta máximo. Sabía que no estaba
solo en la vieja casa.

—¿Tienes prisa por volver al trabajo? —preguntó Kirby.


—Pues sí, la verdad —respondió Megan—. ¿Qué haces aquí?
Kirby quería hablar con ella en un entorno civilizado, no delante
de su casa en la oscuridad.
—Serán solo unos minutos. No hace falta que hagas té; necesito
que contestes a un par de preguntas.
El detective examinó el rostro de la mujer, su pelo recogido en la
base de la nuca, su abrigo beige y la bufanda azul. Llevaba botas
planas de cuero negro, altas hasta la rodilla. Pensó que estaba muy
guapa.
—Lo siento, tengo que irme —dijo ella—. Llego tarde.
—¿No vas a cerrar la puerta?
La mujer hurgó en el bolso en busca de las llaves mientras la
cerraba. Giró la llave en la cerradura.
—Mira, detective Kirby. Eres un hombre simpático, pero estás
pasando por un proceso de duelo. No creo que yo sea la persona
adecuada para ayudarte, tal vez deberías ver a un terapeuta. —Su
voz era cortante y profesional.
—¿Tienes mascotas?
—No.
—¿Es aquí donde vivía tu padre?
—Padrastro.
—¿Y tu madre?
—Murió, hará unos quince años.
—¿Y heredaste la casa cuando tu padrastro murió?
La mujer se detuvo junto a su coche.
—¿Por qué me haces estas preguntas?
—¿Recibiste una nota de Conor Dowling para Amy Whyte?
—Eso son chorradas. Puedo darte el número de un terapeuta si
quieres.
Abrió el coche y se sentó.
Kirby se apoyó en la puerta abierta.
—¿Puedo echar un vistazo a tu casa?
—No, no puedes. Márchate.
—Oh, no te preocupes, ya me voy.
—Bien. Voy a volver al trabajo.
Cerró la puerta de un golpe y Kirby tuvo que apartarse de un
salto cuando la mujer dio marcha atrás hasta la calle y se alejó
salpicando el agua de los charcos.
El detective la observó marcharse antes de regresar a su propio
coche. Arrojó el móvil al asiento, luego se sentó y volvió su atención
hacia la casa de Megan.

La mujer apareció por las escaleras del sótano como una sombra
que emerge de un ataúd, vestida totalmente de negro, con el pelo
rapado y la piel de una palidez inusual.
—Creía que ella me encontraría antes que tú —dijo.
Leo se apoyó contra la mesa de la cocina y se preguntó cómo
iba a manejar la situación.
—¿Dónde están las hijas de Lottie?
—Te gustaría saberlo, ¿verdad?
Cuando Bernie dio un paso sobre las baldosas, Leo se fijó en
que llevaba una cuerda en la mano. En el extremo había un nudo
corredizo, como una horca. El policía rezó para que no las hubiera
matado todavía.
—No tiene por qué ser así, Bernie. —Leo se movió lentamente a
lo largo de la mesa, chocó con una silla y la hizo caer. El sonido
atravesó el aire rancio.
—¡Quieto! —La mujer levantó la otra mano. A la luz de la luna
que entraba por la ventana, Leo vio el acero de un cuchillo brillar en
la mano de su hermana.

De regreso a la comisaría, después de haber dejado a Belinda Gill


con una manta y una taza de té con mucho azúcar, Lottie y Boyd
entraron en la sala del caso. A Dowling y Keegan los habían puesto
en libertad. No había nada que Lottie hubiera podido hacer para
impedirlo, así que no le quedaba más remedio que seguir las
pruebas. McKeown surgió en medio de un grupo de detectives y fue
rápidamente hacia ellos. La corbata le sobresalía de un bolsillo, y
llevaba el cuello de la camisa abierto. Su aspecto reflejaba cómo se
sentía Lottie. Exhausta.
—Jefa —dijo—. Hemos acelerado el proceso para comprobar el
ADN de Dowling y Keegan. El laboratorio forense se ha superado
esta vez. Probablemente porque tenemos cinco cuerpos.
Lottie se apoyó en el borde de un escritorio mientras le mandaba
un mensaje a su madre.
—Continúa.
—¿Recuerda los pelos que encontramos en los cuerpos en la
primera escena del crimen?
—Sí. —La inspectora miró la pizarra donde colgaba una
fotografía de dichos cabellos—. Pero no pensamos que fuéramos a
conseguir gran cosa, ya que venían de un albergue.
—Sea como sea, ya teníamos archivado el ADN de Dowling del
caso original. Aunque no creo que se llevara a cabo ningún análisis
comparativo cuando aparecieron las testigos.
—Las cosas eran diferentes en aquella época —comentó Lottie
—. Había que enviar las muestras al Reino Unido. Costaba mucho
dinero, y los presupuestos eran tan ajustados como ahora.
—Bueno, solo para que lo sepa, el ADN de Dowling no coincide
con el de los cabellos.
—Eso no prueba nada.
—Lo sé, pero he pensado que era importante. He enviado la
muestra de ADN de Keegan al laboratorio. Mi contacto allí dice que
tendrán los resultados en unas cuatro horas.
—Eso debe de ser un récord —dijo Boyd.
—Es solo cuestión de contactos. —McKeown se dio unos
golpecitos en el costado de la nariz.
Lottie leyó la respuesta de su madre. Todavía no había noticias
de las chicas. Se guardó el móvil en el bolsillo.
McKeown seguía hablando.
—Pero ahora viene la parte buena: el ADN de los cabellos
coincide con el de otro caso.
—¿Qué? —se sorprendieron Lottie y Boyd.
—Puede que no sea nada, pero hace un par de años, alguien
asaltó la farmacia Whyte. Se tomaron muestras de todos los
empleados para descartarlos como sospechosos. No sé si
encontraron al culpable. Puede que usted lo recuerde, jefa.
—McKeown, ¿quieres ir al grano, por favor? —Lottie bajó del
escritorio y se paseó por delante de las pizarras.
—El pelo encontrado en los cuerpos coincide con el ADN de
Megan Price.
—¿Cómo? ¿El pelo de la escena del crimen en Petit Lane? —
Lottie digirió esta nueva información.
—Megan trabajaba con Amy Whyte —dijo Boyd—. Podría haber
acabado en su ropa si sus batas estaban colgadas juntas.
—No, Boyd —negó Lottie—. Amy estaba en la discoteca. Su
ropa no tenía nada que ver con la que llevaba al trabajo. Y también
encontramos cabellos en Penny Brogan. Tenemos que traer a
Megan para interrogarla. —Recorrió la sala con la mirada—.
¿Dónde está Kirby?
Todos miraron a su alrededor.
—¿No le dijiste que fuera a la farmacia Whyte a preguntar sobre
la nota que Dowling le había enviado a Amy? —dijo Boyd.
Lottie llamó a Kirby mientras salía a toda prisa de la sala del
caso.

Kirby no contestaba, pero cuando iba a marcar su número por


tercera vez, le llegó un mensaje.
—Leo —dijo Lottie.
—¿Qué dice? —preguntó Boyd.
—Farranstown. Herido —leyó Lottie en voz alta.
—¿Dice algo sobre Katie y Chloe?
—No. —Lottie se puso en acción—. McKeown, localiza a Kirby.
Ve a la farmacia y comprueba si sigue allí. Llévate a algunos
agentes y trae a Megan Price. Boyd y yo tenemos que ir a
Farranstown.
En el parking, Lottie le dijo a Boyd que condujera. Era un piloto
más rápido y cuidadoso. El cielo estaba oscuro, y el tono amarillento
de las farolas le daba un aire gótico.
—¿Pongo las luces?
—Sí, hazlo.
—Deberíamos pedir refuerzos.
—Primero veamos qué ha encontrado Leo.
Boyd encendió las luces y condujo en dirección a Farranstown
House.
—¿Crees que Bernie está allí?
—No tengo ni idea.
—Si es así, es capaz de hacer cualquier cosa. Deberíamos pedir
refuerzos por si acaso.
—Cierra el pico, Boyd.
—Estás siendo irracional, Lottie, aunque eso no es nada nuevo.
La inspectora se negó a contestar.
—Podría ser una trampa —comentó él.
—Ya lo he pensado. —Y era cierto. Todos los escenarios
posibles se atropellaban en su cerebro—. Vale. Pide por radio que
nos siga una patrulla armada.
—Deberíamos esperarlos.
—¡Tú conduce el maldito coche, Boyd!

Por lo que Kirby sabía, Megan no tenía ninguna mascota, pero el


ruido parecía un animal. O alguien.
La curiosidad pudo con él, así que salió del coche y volvió a
rodear la casa, con los oídos alerta, escuchando. Nada. Se quedó
frente a la puerta de atrás y apretó la oreja contra la madera.
Definitivamente, nada. Regresó a la parte delantera y al garaje.
Silencio. Pero tenía que entrar. Deseó tener el cuchillo de McKeown.
Metió la llave del coche en la cerradura del garaje. Tiró, giró.
Nada. Miró por el suelo y encontró un trozo de pizarra afilado, pero
se rompió en cuanto intentó abrir la cerradura. Dio unos pasos atrás
y estudió las puertas. Las bisagras. Se puso a trabajar en los
tornillos con su llave.
Ya había una bisagra en el suelo, y solo quedaban tres cuando
oyó a un coche derrapar por el camino de gravilla.
Capítulo 60

No había ninguna luz en la casa cuando Boyd salió de la carretera


principal y avanzó por el camino sin luz.
—Es tan oscuro y amenazador como la primera vez que
estuvimos aquí.
—Eso fue hace un año, Boyd.
—Lo sé, pero algunas cosas se te quedan grabadas en el
cerebro y nunca te las puedes quitar.
—No pienso escuchar esto. —Lottie salió del coche casi antes
de que su compañero hubiera frenado.
Él la siguió con dos linternas que había sacado del maletero.
—¿Vas a llamar al timbre?
—Tengo una llave, en alguna parte. —Pasó llaves en su llavero
en busca de la correcta.
—¿Cómo es que la tienes?
—Es la casa de mi abuela biológica. El abogado me dio la llave y
me pidió que le echara un ojo mientras se llevaba a cabo la
autenticación.
—No me lo habías dicho.
—Por Dios, Boyd, no te lo cuento todo. —Encontró la llave
correcta y, después de un par de intentos nerviosos, la metió en la
cerradura nueva que habían colocado después de la muerte de Kitty
Belfield.
—¿Has estado aquí desde… ya sabes?
—No. Calla.
Lottie puso un pie sobre el frío suelo de piedra. Escuchó el
crujido de la puerta al abrirse y sintió la suave respiración de Boyd
en la nuca. En otras circunstancias habría agradecido su
proximidad, la seguridad de tenerlo a su lado, pero las vidas de sus
hijas estaban en juego, y lo único en lo que podía pensar era que,
tal vez, estaban allí. Con Leo y Bernie. Si Leo estaba compinchado
con Bernie o no era algo que descubriría pronto.
—Por aquí. Veo una luz tenue —susurró.
—¿Qué hay por ahí?
—La cocina.
La inspectora avanzó pegada a la pared con lentitud hacia la
habitación del fondo, donde un delgado haz de luz se filtraba por
debajo de la puerta. Se preguntó qué la esperaba al otro lado.
Con una mano en el picaporte, respiró profundamente y abrió la
puerta.
—Santa madre de Dios —exclamó Boyd.
—Joder —maldijo Lottie en cuanto pudo pronunciar palabra.

La ambulancia se alejaba a toda prisa con la sirena y las luces


encendidas mientras Lottie y Boyd esperaban a los forenses. Bernie
Kelly ya no estaba fugada. Ya no huía. Ya no era una amenaza para
la familia de Lottie. Ahora yacía encogida en el suelo, con espuma
reseca en los labios y los ojos abiertos de par en par, muerta.
Leo tenía puñaladas en el pecho, pero estaba consciente, con el
teléfono en la mano. No había rastro de Katie o Chloe, y ninguna
prueba de que hubieran estado en la casa.
El móvil de Lottie sonó.
—¿Qué pasa, McKeown?
—No encuentro a Kirby por ninguna parte. No contesta el
teléfono.
—¿Has probado en los pubs? —dijo Boyd en la oreja de Lottie,
para que McKeown lo oyera.
—Estamos volviendo a la ciudad —informó Lottie—. Llegaremos
en cinco minutos.
Colgó y salió rápidamente de la casa en dirección al coche.
—Dame las llaves —le dijo a Boyd—. Necesito concentrarme en
algo antes de que me vuelva loca pensando en qué hacía Bernie.
—Creo que es evidente. Quería acabar con todos sus hermanos.
—Vale, pero yo sigo viva, y Leo también. —Arrancó el coche
mientras Boyd metía sus largas piernas en el espacio del copiloto.
—Quizá pensara que Leo estaba muerto. Y tú…
—Les ha hecho algo a Chloe y a Katie. Así es como quiere que
sufra.
Pisó el acelerador y se alejó de Farranstown House, arrojando
gravilla al húmedo aire de la noche y dejó allí el cuerpo de su medio
hermana, tirado sobre el frío suelo de piedra.

La oficina bullía de ruido, calor y ansiedad. Nadie tenía ni idea de


dónde se había metido Kirby. Lottie se sentó frente al escritorio del
detective y revisó los documentos que tenía abiertos en el
ordenador, en busca de una respuesta.
—¿Qué ha dicho el personal de la farmacia? —preguntó.
—Solo que Kirby preguntó por Megan Price y que, cuando le
dijeron que estaba en su hora de descanso, se marchó —respondió
McKeown.
—¿Adónde suele ir Megan durante su descanso?
—A veces come en la ciudad, otras veces se va a casa.
—¿Tienes su número?
—Sí, pero salta el contestador automático.
—¿Por qué no la habéis traído? ¿Dónde vive? ¿Habéis ido a su
casa?
McKeown suspiró.
—Todavía no. Esto estaba en el escritorio de Kirby.
Lottie cogió la fotocopia. Era de la agenda de Penny Brogan.
Había un nombre resaltado de amarillo: Megan Price.
—Cuando estuve en la farmacia —dijo McKeown— también
eché un vistazo. Pregunté si Amy tenía una taquilla. Una de las
dependientas, creo que se llamaba Trisha, me contó que el
detective Kirby lo había preguntado unos días antes, pero que no la
había revisado.
—¿Y tú lo hiciste? —Lottie apretó los puños. Esperaba que Kirby
no la hubiera cagado.
McKeown dejó una bolsa de pruebas llena de ropa sobre el
escritorio. Y luego, otra, con una libreta de tapa rosa.
—¿Qué es eso? —Lottie sacó unos guantes de látex de un cajón
y se los puso en las manos sudorosas. Sacó la libreta y la abrió por
una página que tenía la esquina doblada—. Esto es sobre la noche
en que Louise y Amy vieron a Conor Dowling. Amy dice que salieron
de la discoteca para adolescentes de Jomo y que estaban
esperando a que las recogieran cuando alguien que llevaba una
gorra de béisbol pasó corriendo. Louise dijo que reconoció la gorra;
era la de Conor Dowling, que trabajaba para su padre como
aprendiz.
—La casa de Bill Thompson está a un tiro de piedra de la
discoteca si coges el paso subterráneo junto al canal —comentó
Boyd.
—Pero ¿por qué corría Dowling en esa dirección? —Eso siempre
la había molestado—. Si había cometido el crimen, ¿no habría
querido alejarse todo lo posible de la ciudad?
—Supongo —accedió Boyd—. Pero tal vez se desorientó en el
momento y corrió hacia la ciudad en vez de alejarse de ella.
—No creo que las chicas cometieran un error esa noche. Creo
que vieron a Conor Dowling.
—Eso se confirmó en el juicio.
—Sí, pero ¿y si había cometido un crimen diferente, y por eso
nunca ofreció una coartada para el ataque y el robo a Thompson?
—¿A dónde quieres llegar?
—Creo que Dowling tuvo algo que ver con el cuerpo en el túnel.
De eso huía, no de la casa de Thompson. Subió por un túnel; en el
que estuvimos antes, o bien en uno cercano.
—Entonces ¿mató a nuestras víctimas o no?
—Quienquiera que matase a Amy y a Penny, conocía los
túneles. Por el trabajo de McKeown con las cintas de seguridad,
podemos deducir que el asesino usó un túnel para esconder el arma
del crimen, para guardarla o para escapar.
—¿Y quién puede conocerlos?
—Tony Keegan. Lleva veinte años trabajando para Gill, tenía que
saberlo. Es amigo de Dowling, tal vez se lo contara.
—¿Entonces cree que Keegan le dio una paliza y robó al
padrastro de su futura mujer? —preguntó McKeown.
Lottie arrojó la libreta y se apretó las manos contra los ojos.
Nada de esto la acercaba al paradero de sus hijas, pero estaba
convencida de que el caso Thompson contenía la clave. Solo tenía
que encontrarla.
—Lo primero es lo primero. Dame la dirección de Megan Price.
Comprobaré si Kirby está allí. Luego, traeré a Dowling y Keegan.
Boyd, vienes conmigo.
Capítulo 60

El coche de Kirby estaba en la entrada de la casa. Lottie y Boyd se


quedaron quietos, atentos. Un tren resoplaba en la distancia, el
tráfico zumbaba en la circunvalación a unos kilómetros, y un
columpio chirriaba en el viento nocturno en un jardín. «La
normalidad en medio de la confusión», pensó la inspectora.
La lluvia caía incesante mientras se acercaba a la casa. No
había luces encendidas, y nadie abrió.
—La puerta del garaje está abierta —indicó Boyd.
Lottie pasó junto a él y miró. Era cierto, la puerta estaba
ligeramente entornada.
—¿Deberíamos esperar a los refuerzos?
—No pienso esperar a nadie.
La puerta rascó contra el suelo de cemento desnudo cuando la
empujó hacia adentro. El interior estaba tenuemente iluminado por
el resplandor rojizo de una luz en una nevera. Una de las paredes la
ocupaba una mesa con herramientas. Lottie movió la linterna en
busca de un interruptor, pero no encontró ninguno, pese a que un
tubo de luz fluorescente colgaba del techo. Lottie volvió la atención a
la mesa y vio el destello de unas esquirlas de metal.
—Boyd, mira.
—Es una mesa de trabajo.
—Lo sé, pero esas virutas son parecidas a lo que encontré en el
cobertizo de Conor Dowling. —Iluminó arriba y abajo la zona frente
a ella hasta que el haz cayó sobre una extraña máquina circular—.
¿Para qué crees que es eso?
Boyd se encogió de hombros e hizo una mueca.
Aunque la invadiera la ansiedad por encontrar a Kirby y a sus
hijas, Lottie recordó su entrenamiento y se puso los guantes. Pasó
el dedo por la cara interna del círculo y dijo:
—Esto es lo que usaron para hacer las monedas que
encontramos en las escenas de los crímenes. Y viene de la casa de
Conor Dowling.
Un gemido la puso en alerta.
—¿Qué es eso? —susurró.
Boyd también lo había oído. El sargento fue corriendo hacia la
puerta interior y la empujó. Encontró un interruptor y la luz llenó el
garaje.
—Aquí dentro.
Lottie lo siguió. Kirby yacía en el suelo de lo que parecía un
lavadero.
—Mierda, ¿estás bien? —Boyd se arrodilló junto a la figura
tendida.
—¿Quién lo ha reducido? Megan no, desde luego. —Hizo una
pausa mientras Boyd se ocupaba de Kirby—. A menos que Tony
Keegan esté aquí. Quizá tenga a Megan cautiva. —Bajó la vista
hacia sus dos detectives—. ¿Se encuentra bien?
—No veo sangre, tal vez lo hayan drogado.
Kirby gimió y abrió los ojos. Los cerró rápidamente, como si la
luz lo hubiera cegado.
—Cuello —gimió.
Boyd palpó el cuello de Kirby, le giró la cabeza hacia un lado,
pero no encontró ninguna herida.
—Aguja —susurró Kirby.
—Lo han drogado. —Boyd sacó el teléfono y pidió una
ambulancia.
Lottie estaba a punto de responder cuando oyó un ruido que
provenía del piso de arriba. Le dio unas palmaditas en el hombro a
Boyd para indicarle que se quedara con Kirby, y fue del lavadero a
una cocina a oscuras. No tenía ni idea de a qué se enfrentaba, así
que decidió no encender la luz. Se le erizaron los pelos de la nuca y
el corazón se le aceleró. Estaba segura de que, si había alguien en
la habitación, sin duda la oiría, pero estaba vacía. El haz de la
linterna iluminó el contorno de una mesa, sillas y armarios, pero
nada más. Arrojó la luz sobre las paredes y descubrió que estaban
desnudas. Avanzó hasta la siguiente puerta y la abrió.
Un gemido grave, como el lamento de una banshee, se oyó
desde arriba. Encontró una escalera al final del corto pasillo. Unos
cuantos abrigos colgaban de la barandilla, la única señal de que
alguien vivía allí. Lottie puso el pie en el primer escalón, rogando
para que no crujiera, y comenzó a subir lentamente los peldaños. En
cada escalón había una moneda similar a las que habían
encontrado en las escenas de los crímenes. El corazón se le aceleró
en el pecho, contuvo el aliento y trató de controlar la creciente
oleada de pánico.
Todas las puertas estaban abiertas. Una luz débil se derramaba
de una de ellas. Avanzó rápidamente, casi ensordecida por el latido
de su propio corazón. Sin tener ni idea de qué horrores la
aguardaban y sin miedo por su propia integridad, entró en la
habitación.
Su boca se abrió automáticamente para soltar un grito, pero lo
único que salió fue un gorjeo ahogado. Trató de llamar a Boyd, pero
no conseguía formar palabras. Estaba clavada en el sitio como si
tuviera las botas pegadas con Superglue. Congelada en un instante
de terror.
Megan Price no estaba por ninguna parte, pero sus dos hijas
yacían la una junto a la otra en el suelo.
Tenían las manos atadas delante del cuerpo y las piernas
estiradas. Sus cabezas, una oscura y la otra teñida de rubio, eran
una maraña ensangrentada. No se movían. Por lo que veía, no
respiraban. La escena de horror congeló su cerebro y su cuerpo de
manera simultánea.
No tenía ni idea de cuánto tiempo estuvo paralizada mientras el
corazón se le rompía en un millón de pedazos y sus ojos vertían
lágrimas de dolor. Le temblaban las manos, las piernas se le
aflojaron y cayó al suelo. Sus bebés. Sus niñas. Su vida. Le habían
sido confiadas para cuidarlas. Para protegerlas. Para amarlas.
Después de que Adam muriera, su única responsabilidad eran sus
hijos. Quererlos y protegerlos. Y lo había jodido todo.
Permaneció así unos segundos y, entonces, gritó.
Capítulo 62

Boyd la encontró de rodillas, gritando desconsolada. Evaluó la


escena rápidamente y se puso a trabajar para buscar constantes
vitales. Los refuerzos y las ambulancias estaban de camino, y el
sargento rezó para que no fuera demasiado tarde.
Se volvió hacia Lottie.
—Están vivas. Ven, ayúdame.
La inspectora estaba paralizada, con el rostro blanco del miedo y
el shock.
—¡Lottie! —gritó Boyd—. Ahora. Necesito ayuda. La ambulancia
está de camino.
Lottie despertó de un estupor repentino y, casi sin atreverse a
respirar, se arrastró a cuatro patas por el suelo cubierto de monedas
hasta llegar a sus hijas.
—Katie. Chloe. Dios santo.
Puso una mano temblorosa bajo la barbilla de su hija menor y le
alzó la cabeza. Los ojos de Chloe estaban cerrados, y la boca le
colgaba hacia un costado. Lottie acercó su cara a la de su hija. Piel
con piel. Sintió la suave respiración salir de la boca de la muchacha.
Al fin, ella misma exhaló. Hizo lo mismo con Katie. Sus hijas estaban
vivas.
Pero ¿de dónde venía la sangre? Palpó la cabeza de las chicas
con dedos temblorosos hasta encontrar las heridas. Ambas habían
sido golpeadas. Un listón de madera ensangrentado yacía en una
esquina de la habitación. Entonces, vio un corte en la garganta de
Chloe, justo bajo la oreja.
El ruido agudo de las sirenas se oyó a poca distancia mientras
abrazaba a sus hijas contra su pecho y lloraba lágrimas de alivio.
Aunque no tenía ni idea de la gravedad de sus heridas, en ese
momento simplemente dio gracias por que estuvieran vivas.
—Ha cortado a Chloe —susurró.
—Estará bien en cuanto lleguen los paramédicos —le aseguró
Boyd—. Y Kirby también estará bien en cuanto se le pase el efecto
de lo que sea que le han inyectado.
Sintió la mano de Boyd sobre su hombro y, entonces, la
habitación se llenó de ruido y gente. Dejó a sus hijas a
regañadientes en manos de los expertos.
Mientras tanto, ella lloraba de manera descontrolada. Sentía
como si su cuerpo estuviera purgando el miedo que había
mantenido oculto desde la noche anterior. Y no sabía si podría parar
alguna vez.
Capítulo 62

Conor abrió la puerta a Tony y lo condujo hasta la cocina, pasando


por delante del salón, donde su madre dormía. Sacó dos latas de
cerveza de una bolsa de plástico que había en el suelo. Se sentaron
frente a la mesa estrecha, abrieron las latas y bebieron. Ninguno de
los dos podía mirar al otro a los ojos.
—Bob Cleary y Cyril Gill están muertos —dijo Tony—. Se ha
confirmado.
—Lo he oído. Qué alivio. —Conor bebió un poco y eructó de
forma sonora—. Tienes sangre en las manos —comentó al fijarse en
los nudillos de Tony.
Tony estaba perplejo.
—Me he hecho un arañazo mientras levantaba escombros esta
mañana. No he podido lavarme. Seguro que apesto.
—Sí, pero estoy acostumbrado a los malos olores por aquí. —
Conor señaló con la cabeza la puerta tras la que su madre roncaba.
Se quedaron en silencio y bebieron.
—¿Tienes otra? —preguntó Tony.
—Pareces nervioso. ¿Hay algo que quieras decirme? —Conor
sacó dos latas más de la bolsa.
—Iré directo al grano. —Tony meció la lata entre sus dedos
rechonchos—. ¿Por qué cargaste con la culpa del ataque y el robo a
Thompson?
—¿Cómo sabes que no lo hice?
—Porque sé quién lo hizo.
—Sí —dijo Conor, y se pasó la mano por la cabeza recién
afeitada. Miró a Tony con intención—. Yo también.
—No hace falta que me mires así.
—¿Así cómo? Tú sabes lo que hiciste.
—Y creo que también sé lo que tú hiciste. —Tony jugó con la
anilla de su lata y la arrancó con tanta fuerza que se cortó la yema
del pulgar.
—¿Y qué se supone que hice?
—Lo sabes muy bien, Conor. Esas chicas, Amy y Louise. Te
vieron aquella noche, y tú no lo negaste. Nunca ofreciste una
coartada o una defensa.
—¿Y?
—Y —repitió Tony— creo que huías de otra cosa. Creo que
habías hecho algo mucho peor que atacar y robar a Bill Thompson.
—¿Como qué?
—Como esconder un cuerpo en el túnel.
—¿Y por qué iba yo a hacer eso? —Conor miró a Tony y se
preguntó cuánto sabía su amigo en realidad.
De repente, Tony se puso en pie.
—Déjate de juegos. Venga, cuéntamelo.
—Creía que ya lo sabías todo. —Conor estaba harto. Había
guardado su secreto durante diez años, no lo soltaría ahora. Tony
podía irse a la mierda.
—Tenías el ojo puesto en esa criada de la casa de Gill. ¿Cómo
se llamaba? ¿Hannah no sé qué? Una china muy mona. Siempre la
invitabas a salir, pero ella no quería tener nada contigo. Después de
esa noche, no recuerdo haberla visto de nuevo. Es raro, ¿no te
parece?
—Tal vez volvió a China.
—Tal vez, pero no lo creo.
Conor sintió un ligero alivio en el pecho. Bebió su cerveza,
lentamente esta vez, y examinó el rostro colorado y gordo de Tony.
¿Lo sabía o solo lo sospechaba? Probablemente lo segundo.
—Vale, la verdad es que tuve un lío con ella. No se lo dijimos a
los Gill porque Cyril no le quitaba ni los ojos ni las manos de encima.
Amenazó con marcharse, y creo que lo hizo.
Los labios de Tony se curvaron en una sonrisa burlona.
—Alguien la dejó abandonada en un túnel sin salida. Tú la
pusiste allí.
—Ambos guardamos secretos de esa noche, Tony, así que no
me vengas con acusaciones, especialmente sin tener pruebas.
Tony metió la mano en el bolsillo y puso una moneda plateada
sobre la mesa.
Conor la miró y levantó la vista.
—¿De dónde has sacado eso?
—La encontré en el túnel el día que bajé con Bob. ¿Cuándo
volviste para construir el muro? Se te caería entonces.
Conor sabía que podía negarlo, pero ¿a quién iba a contárselo
Tony sin implicarse a sí mismo en otro crimen? Se llevó la lata a los
labios, apuró la cerveza y abrió otra.
Estaba a punto de contarle la verdad a Tony cuando alguien
llamó a la puerta.

Lottie sintió cómo la llevaban a rastras hasta el coche. Boyd se


sentó junto a ella.
—¿La sangre? —sollozó.
—Los paramédicos no creen que ninguna de las dos fuera
apuñalada. Chloe tiene un ligero corte en el cuello, como si le
hubieran sujetado un cuchillo contra la garganta. Quizá se resbaló.
Katie no tiene puñaladas visibles. Ambas han recibido un golpe en la
cabeza y, probablemente, las hayan drogado.
—¿Quién lo ha hecho? —Se secó las lágrimas furiosamente—.
¿Megan Price?
—O Tony Keegan. —Boyd dio marcha atrás hasta la carretera—.
¿Te dejo en casa?
—Espera un momento. Piensa, Boyd. Hay pruebas forenses en
su ropa y en Kirby. Tenemos que llevar a la comisaría a Price,
Keegan y Dowling. No sabemos dónde está Megan, pero enviemos
un equipo a casa de Keegan, e iremos a buscar a Dowling.
Boyd cogió la radio y preguntó por McKeown. Le dio las
instrucciones y le indicó que enviara a un equipo a casa de Dowling.
Miró a Lottie.
—¿Puedo dejarte en casa primero?
—Me ocuparé de esto y después me tomaré un descanso para
estar con mi familia.
—Eso ya lo he oído antes.
—Tú conduce, Boyd.

La cocina era demasiado pequeña. No como cuando eran jóvenes y


su madre estaba en el trabajo y podían pasar el rato, reír, fumar y
beber vodka en tazas. Megan le dijo a Conor que condujera su
coche.
—¿A dónde vamos?
—Quiero enseñaros algo. Ve por allí, más allá del aparcamiento
de Petit Lane.
—Ese lugar está lleno de polis —protestó Tony.
—No es esa zona en concreto. Creo que Conor sabe dónde hay
una entrada al túnel que nadie más conoce. —Megan rio. Vio que
Dowling se encorvaba y supo que tenía razón.
—¿Por qué quieres traernos aquí? —preguntó Conor—. De
regreso a la maldita escena del crimen.
—¿Y qué crimen es ese? —se burló Tony—. Eres tú quien tiene
sangre en las manos.
—Cierra el pico, Keegan.
Los tres antiguos amigos bajaron del coche en el lado norte de
los edificios del ayuntamiento. Las vallas rodeaban la zona donde,
tiempo atrás, Gill había esbozado sus planes visionarios de
regeneración y renovación. Megan veía el edificio donde Amy y
Penny habían muerto. En la distancia, si no estuviera oscuro, sería
capaz de distinguir su propia casa y, un poco más allá, se
encontraba el lugar donde Louise y Cristina habían muerto.
«Volvemos al principio», pensó.
—Ábrela. —Señaló la puerta en la valla.
—Venga, Megs —dijo Tony—. Esto es una locura.
—No vuelvas a llamarme eso. Mi nombre es Megan. Quiero que
los dos me digáis la verdad y, luego, me marcharé.
—Tienes que ir al médico —sugirió Conor—. Estás perdiendo
mucha sangre.
Megan miró a los dos hombres. Sabía que tenía el brazo cubierto
de sangre, pero no le importaba. Esa zorra rubia agresiva se había
lanzado contra ella y el cuchillo había resbalado cuando estaba a
punto de cortarle la garganta. Les había clavado una aguja en el
cuello para someterlas y había decidido dejarlas para luego. Primero
se encargaría de los dos lastres de su vida y, luego, se tomaría su
tiempo con las chicas y el detective Kirby.
Sostuvo el cuchillo junto a la pierna y esperó. Uno de ellos, o los
dos, podrían con ella fácilmente, pero, de algún modo, estaban
hechizados por lo que les iba a decir.
Apartó a Conor de un empujón y abrió la puerta.
—¿Dónde está la entrada?
—¿A qué?
—Al túnel a donde llevaste a Hannah Lee.
Conor pasó el peso de un pie al otro. Su rostro se había
convertido en una máscara fantasmagórica bajo la luz amarilla de
las farolas.
—¿Hannah?
—Sé que la mataste.
—¿Y cómo ibas a saber eso? —El viento llevó la voz de Conor
hasta Megan.
—Porque si no la hubieras matado y no te hubieras deshecho de
su cuerpo aquella noche, Tony nunca habría escapado de la justicia
por asesinar a mi padrastro.
Tony se irguió.
—Eh, un momento. Yo no he matado a nadie.
Megan rio.
—Me robaste la llave de la caja fuerte y te colaste en la casa
para robarle el dinero a mi padrastro. Luego, le diste una paliza.
Nunca recuperó la consciencia.
—Murió de una apoplejía.
—Provocada por tu violencia. ¿Cómo pudiste hacerme eso?
—Joder, solo era tu padrastro, no era tu padre de verdad.
Entonces, Megan se lanzó contra él y lo alcanzó en la mejilla con
el cuchillo. El corte no era profundo, pero la sangre fluyó libre por el
rostro de Keegan, y este cayó de rodillas sobre el barro,
lloriqueando.
Conor reaccionó y se lanzó a quitarle el cuchillo de la mano, pero
Megan lo agitó hacia él y se lo clavó en el brazo y cortó la gruesa
tela de su chaqueta. Conor se agarró la herida y gritó:
—Que te follen, eres una loca de mierda.
—Abre el túnel —dijo ella.

Lottie caminaba en círculos frente de la casa de Conor Dowling


mientras su madre despotricaba desde la puerta.
—¿A dónde han ido? —preguntó.
—Vera dice que estaba dormida, pero que se despertó cuando
Megan Price casi tira la puerta abajo con sus golpes. Oyó que
Keegan y Conor hablaban en el pasillo y, luego, se marcharon.
—Se nos han escapado por unos minutos. Mierda.
McKeown llegó con un montón de papeles en la mano.
—Creo que sé dónde pueden estar.
—Vamos al coche —dijo Boyd cuando la lluvia comenzó a caer
con más intensidad.
—¿Qué tienes? —preguntó Lottie.
—Por fin he conseguido algunos mapas viejos de una
historiadora local. Los ha traído antes, al oír las noticias sobre el
cuerpo que encontramos en el túnel.
Se sentaron en el coche. Boyd encendió el motor para poner la
calefacción.
—¿Y? —dijo Lottie.
—Hay una red de túneles, y uno de ellos tiene una entrada en
este descampado. —Señaló el mapa doblado que tenía en la mano.
—¿Dónde está?
—Cyril Gill compró el terreno cuando ideó su gran proyecto hace
diez años. Luego sus planes se truncaron y se convirtió en un
descampado. Está al otro lado de los edificios del ayuntamiento, no
muy lejos de la casa donde encontramos a Amy y a Penny.
—Pero ¿por qué crees que encontraremos a Dowling y a los
otros allí? —intervino Boyd.
—¿Tienes una idea mejor? —preguntó Lottie.

Conor sabía que podría quitarle el cuchillo a Megan con facilidad,


pero quería escuchar lo que tenía que decir. Caminó lentamente
mientras se agarraba el brazo herido y deseó que hubiera más luz.
Pero, tal vez, podía beneficiarse de la tenue iluminación de las
farolas distantes.
—¿Por qué mataste a las chicas? —preguntó.
—Yo no he matado a nadie —dijo Tony.
—No tú, capullo. Ella. —Conor ya se había cansado de ir con
cuidado. Se detuvo y se dio la vuelta para mirar a Megan.
—¿Por qué piensas que tuve algo que ver con sus muertes? —
La voz de la mujer era más débil ahora. Eso era bueno, pensó
Conor, pero primero tenía que sacarle la verdad.
—Sé que no fui yo —repuso—, y no creo que Tony tuviera la
astucia para llevarlo a cabo.
—Tú siempre fuiste más listo que él. —Una brisa se llevó la risa
sarcástica de Megan mientras la lluvia caía con fuerza.
—Lo que no entiendo es cómo conoces este lugar.
—Bill, mi padrastro, tenía todos los mapas. Uno de los motivos
por los que se oponía con tanta vehemencia al proyecto de Cyril Gill
era porque sabía que la historia medieval de Ragmullin se perdería
si Gill se salía con la suya. Me mostró mapas antiguos de la red
subterránea. En aquel momento no podían importarme menos, pero
los recordé.
—¿Qué te refrescó la memoria? —Conor tenía que conseguir
que siguiera hablando.
—Penny Brogan no sabía mantener la boca cerrada.
—¿Penny? —dijo Keegan—. ¿Qué sabía ella?
—Me hacía la manicura. Siempre cotorreaba sobre todo el
mundo. Me contó que Cristina Lee había venido a Irlanda siguiendo
los pasos de su tía, que trabajó para los Gill. Según Penny, la familia
no había tenido noticias de Hannah desde hacía años, pero estaba
en Irlanda de manera ilegal, así que nunca se había presentado una
denuncia oficial a las autoridades. Resultó que Cristina también
estaba aquí de manera ilegal. Me había olvidado por completo de
Hannah Lee hasta ese preciso momento, ¿sabes? Con el ataque a
Bill, el juicio y todo lo demás, nunca pensé en ella. —Señaló a
Keegan con el cuchillo—. Y entonces me casé contigo. Me dejaste
vivir una mentira durante toda mi vida adulta. ¿Qué hiciste con el
dinero que robaste?
—Yo no robé nada.
—Oh, por el amor de Dios, Tony. Ya no es momento para
mentiras. Tuviste que ser tú.
Conor se movió lentamente hacia un lado. Mientras la furia de
Megan aumentaba a cada segundo y movía el cuchillo
erráticamente con cada palabra, él planeaba la manera de escapar.
Significaba bajar por el túnel, pero era la única opción para salir con
vida de allí.
Capítulo 62

Boyd apagó la sirena cuando se acercaron a la zona que


McKeown había señalado en el mapa.
—No tiene sentido alertarlos —dijo Lottie—. Mira. —Había un
coche aparcado frente a la valla con todas las puertas abiertas.
Boyd detuvo el coche detrás de un Ford Fiesta.
—¿Cuál es el plan?
Lottie quería acabar con esto de una vez por todas. Quería estar
con sus hijas. Sabía que ya debería estar allí, pero también estaba
segura de que se encontraban en buenas manos. En cuanto hubiera
acabado con esto, les dedicaría toda su atención. El corazón se le
encogía por la culpa, pero no podía ocuparse de eso ahora.
—Veamos si están ahí dentro —dijo.
Salieron del coche, cerraron las puertas en silencio y avanzaron
hacia la puerta abierta en la valla.
Lottie se llevó un dedo a los labios y se apoyó despacio contra la
madera. Unas voces llegaron hasta ella mientras espiaba el interior.

—El dinero lo gasté en esa boda de lujo que tuviste —dijo Tony—.
Deberías haber sabido que no podría habérmelo permitido con mi
sueldo de obrero, pero nunca lo cuestionaste.
—El mayor error de mi vida —respondió Megan. Se llevó una
mano al bolsillo y sacó un puñado de monedas. Las arrojó al suelo,
donde se hundieron en la mezcla de barro y tierra.
Conor dio un paso atrás.
Megan giró la cabeza y lo apuntó con el cuchillo.
—Si hubieras dicho la verdad, me habría ahorrado una vida de
miseria.
—Pero ahora sabes por qué no lo hice. Tú tomaste tus propias
decisiones, no tuvo nada que ver conmigo.
—Yo te amaba, ¿sabes?
—¿Tú qué? —Conor se pasó la mano por la cabeza y se la
manchó de sangre.
—Sí, pero tú solo tenías ojos para esa criada. —Dio un paso
hacia él—. ¿Qué le hiciste?
—Fue un accidente. —Conor recordó la noche en que, por fin, se
había quedado a solas con Hannah, junto a las vías del tren, a unos
cien metros de donde se encontraban ahora. Y, entonces, ella había
cambiado de opinión. No lo quería cerca e intentó rechazarlo, pero
él era joven y estaba dominado por las hormonas, y cuando se le
echó encima, se golpeó la cabeza contra una roca que sobresalía
en la orilla cubierta de vegetación. No la había asesinado, pero
había muerto, y él había entrado en pánico. Se lo contó a Megan.
—Si fue un accidente, ¿por qué escondiste el cuerpo?
—Digamos que no soy un asesino metódico como tú. Me entró el
pánico. Corrí. Después, regresé y escondí el cuerpo. —La miró
fijamente a los ojos duros—. ¿Por qué tuviste que matar a Amy, a
Louise y a las otras?
—Porque descubrí la verdad —sollozó Megan—. ¿No lo ves,
Conor? Tuve que vivir mi vida sin ti porque ellas juraron haberte
visto aquella noche, y por eso acabaste en la cárcel. Deberías
haberte defendido. Dejé monedas junto a los cuerpos en memoria
de lo que me habías hecho. Me traicionaste con tus mentiras. Igual
que Judas. Igual que esas niñitas tontas.
—Pero es cierto, me vieron.
—Tú no atacaste ni robaste a mi padrastro.
—¿Qué importa eso ahora? —dijo Conor tristemente.
—Cuando saliste de la cárcel ni siquiera viniste a verme.
—Fui a la farmacia un día y…
—Sí, fuiste. Con una nota para Amy. No preguntaste por mí. Así
que supuse que era hora de hacer que te fijases en mí.
Fue entonces cuando Conor sintió el silencio a su alrededor. El
viento había cesado y la lluvia había aminorado un poco, y ellos
tres, de pie en medio del descampado, eran como un trípode
abandonado por un fotógrafo cansado. Y supo que no estaban
solos. Miró a su alrededor y detrás de Megan. Percibió movimiento
junto a la puerta, en la valla.
—¡Corred! —gritó.
Mientras Tony y Megan se giraban confusos, tres personas se
abalanzaron contra ellos. Conor se dio la vuelta y huyó.
Sabía dónde estaba la entrada al túnel, pero ahora, diez años
más tarde, en la oscuridad, no la encontró. Cuando una mano lo
agarró del hombro y lo empujó hacia abajo, solo fue consciente del
suelo mojado que venía a su encuentro, y cerró los ojos.
Capítulo 65
Una semana más tarde

Leo Belfield estaba recostado sobre una pila de almohadas, pero


habían retirado todos los monitores.
—¿Estás listo para prestar declaración? —preguntó Lottie.
—Todo ocurrió muy deprisa.
—Estoy segura de que recuerdas algunas cosas. —La
inspectora se sentó en una silla junto a la cama de Leo.
—Se lanzó a por mí con un cuchillo, gritando que quería llevarse
a tus hijas pero que alguien se le había adelantado. Parece ser que,
había visto a Megan hablando con ellas en el lugar del accidente.
Dijo que sabía que irías a Farranstown en algún momento y que
entonces acabaría contigo.
—¿Qué hiciste?
—Me defendí. Tenía el cuchillo en una mano y una cuerda en la
otra. Se arrojó sobre mí y me clavó el cuchillo mientras yo intentaba
quitárselo. Una de las heridas era bastante profunda y sabía que
estaba perdiendo mucha sangre, pero, al final, conseguí retorcerle el
brazo lo suficiente como para que soltara el cuchillo.
—¿Y cómo es que acabó con una cuerda alrededor del cuello y
asfixiada hasta morir? —Lottie miró a Leo.
—¿Quieres que vaya a la cárcel?
—No.
—Digamos que se enredó con ella mientras peleábamos. Y
dejémoslo ahí.
Lottie no era de dejar pasar nada, pero Bernie Kelly ya no
acosaría a su familia, y eso le bastaba. Mientras las pruebas
forenses no dijeran lo contrario, Leo estaría a salvo.
—Ya veré —respondió—. Rose está fuera. ¿Tienes fuerzas para
escucharla?
—Claro.
La mano de Leo buscó la de Lottie. Compartía a su madre
biológica con este hombre, pero aún lo veía como a un extraño. Se
levantó y se metió las manos en los bolsillos.
—Le diré que entre.
Capítulo 66

Ni Katie ni Chloe dijeron gran cosa. Eso preocupaba a Lottie. Era


como si las horas que habían pasado cautivas las hubieran unido
más y quisieran mantenerla al margen de esa experiencia. Parecían
decididas a dejarla fuera.
Katie estaba sentada en el sofá, con Louis dormido en sus
brazos, y Chloe estaba tumbada con la cabeza en la falda de Katie.
Megan Price les había inyectado una mezcla de drogas, ninguna de
las cuales tenía efectos permanentes. Lottie se preguntó cuándo se
evaporarían los efectos psicológicos, si es que lo hacían alguna vez.
Cerró la puerta con cuidado y se quedó de pie en el pasillo,
escuchando. Boyd estaba en el piso de arriba con Sean, sin duda
jugando a algún videojuego.
Mientras iba hacia la cocina, sintió la inquietud de un fracaso
envolverle los hombros como una manta mojada. El fracaso de ser
una mala madre.
Mientras llenaba el hervidor para hacer té, era consciente de que
en realidad le apetecía una copa, pero había aguantado tanto sin
recaer en ese mal hábito que lo único que pensaba beber era té.
Kirby se había recuperado enseguida y había regresado a la
oficina al día siguiente, aún más taciturno que las semanas
posteriores a la muerte de Gilly. Lottie todavía tenía que lidiar con su
error de no haber revisado la taquilla de Amy. En uno de los túneles,
McGlynn había descubierto los bolsos de Amy y Louise, y ropa
manchada de sangre, probablemente de Megan.
Se alegraba de que McKeown hubiera encajado bien en el
equipo, y estaba deseando que trabajara con Maria Lynch cuando la
detective regresara de la baja por maternidad. Eso si McMahon le
permitía continuar en su puesto de inspectora. Le había pedido a
Cynthia Rhodes que hablara con él para hacerle creer que lo de
anunciar la desaparición de Katie y Chloe en las noticias había sido
idea de la periodista. Ahora estaba en deuda con Cynthia. También
estaba pendiente que se llevase a cabo una revisión de la condena
de Conor Dowling, y del papel del comisario Corrigan, pero, a juzgar
por experiencias pasadas, Lottie sabía que tardaría años.
Leo Belfield se estaba recuperando, y Rose había dicho que
podía quedarse con ella hasta que estuviera en condiciones de
regresar a Estados Unidos. Lottie era consciente de que Leo era el
único familiar biológico que le quedaba, algo a lo que tenía que
enfrentarse, pero no era el momento.
Pensó en Megan Price, que estaba en la prisión para mujeres de
Mountjoy a la espera del juicio. Cuatro mujeres jóvenes habían
perdido la vida solo porque Megan se había sentido traicionada por
Conor Dowling y el maldito mundo. Tantas familias destrozadas y
¿por qué? Sin duda, no era amor, pensó Lottie. Habían arrestado a
Conor por la muerte de Hannah Lee y a Tony Keegan en relación
con el ataque y el robo a Bill Thompson. Ambos estaban en libertad
bajo fianza.
Lottie suspiró con cansancio cuando Boyd entró en la cocina.
—¿Estás bien? —le preguntó.
—Las cosas solo pueden mejorar. —Le sonrió y sacó unas tazas
del armario—. Tengo dos muebles de IKEA sin montar en el piso de
arriba, si no tienes nada que hacer.
El sargento parecía inquieto y se frotaba las manos.
—Lottie, hay algo que quiero preguntarte.
—Estoy ocupada, ¿no puede esperar?
—¿Ocupada? Solo estás preparando té. Y no, no puede esperar.
—Bueno, pues adelante. —Puso las bolsitas de té en las tazas.
Su compañero se quedó de pie delante de ella y le dio la vuelta
para que lo mirara. Sintió el tacto de su piel en la mano.
—Es un poco incómodo. Solo he dicho esto una vez, y no salió
como esperaba.
—Boyd, espabila. Quiero una taza de té y tengo que volver a la
oficina unas horas. Tengo tanto papeleo por hacer que las selvas
están en peligro de extinción.
—Lo están de todos modos, con o sin ti.
Lottie observó su rostro amoratado y golpeado. Esperaba que no
fuera a pedir un traslado. No, definitivamente no era el momento
para pedir un traslado.
—Te escucho —dijo Lottie, y mentalmente preparó su discurso
mientras cruzaba los brazos y se apoyaba contra la encimera.
Boyd le cogió la mano y se la llevó a los labios.
—Lottie, ¿quieres casarte conmigo?
—¿Qué has dicho? —Lottie sintió cómo le apretaba la mano con
más fuerza.
—¿Quieres casarte conmigo?
Una risa nerviosa le subió por la garganta.
—Boyd, creo que ese golpe en la cabeza es más serio de lo que
pensabas. Tendrías que haberte hecho el escáner, como los
médicos recomendaban. No quiero que te desmayes en el trabajo
y…
—¿Puedes dejar de hablar durante un minuto?
Lottie cerró la boca y sintió que se le abrían los ojos con
incredulidad. ¿De verdad había dicho lo que creía que había dicho?
—Hablo en serio —le aseguró Boyd.
—No sé qué decir, Boyd. Esto es muy repentino.
La voz del sargento sonó más decidida.
—Llevo todo el año pensando en pedírtelo. Quise hacerlo
muchas veces, pero nunca tuve el coraje.
—¿Qué ha cambiado?
—Cuando la grúa se desplomó, miré a la muerte a la cara y me
desperté.
—¿Eso es de Shakespeare?
Boyd puso los ojos en blanco y apoyó las manos en la encimera
a ambos lados del cuerpo de Lottie. La inspectora sentía que el
calor del cuerpo de su compañero penetraba en el suyo. No sabía a
dónde mirar.
—Sé que no es el escenario más romántico, pero es difícil
encontrarte a solas sin público y pillarte de buen humor.
—¿Este es mi buen humor? —Lottie trató de calmar su corazón
acelerado—. Dios, Boyd, no me conoces en absoluto.
—Creo que te conozco mejor que tú misma. ¿Y bien? ¿Será o
no será? Y eso sí es de Shakespeare.
—Me parto contigo. —¿Debería salir corriendo o quedarse? Oh,
Dios, no sabía qué hacer.
—Hablo en serio. —Boyd no apartaba la mirada de sus ojos.
—Dios, Boyd. —Las emociones se agitaban tan deprisa que las
sentía temblar en su estómago. Un dolor se extendió por su pecho,
y no supo si era físico o emocional. ¿Qué quería? No tenía ni idea.
—Di algo —Boyd se rascó la barbilla afeitada y cubierta de
cicatrices.
—Yo… no sé lo que quiero. Gracias. Oh, Dios, Mark, gracias por
pedírmelo, pero necesito pensarlo.
—¿Qué hay que pensar? No es que vayamos a volvernos más
jóvenes. La vida es peligrosa e impredecible.
—Yo soy peligrosa e impredecible.
—En eso tienes razón. —Boyd sonrió y el corazón de Lottie latió
un poco más deprisa.
Sí, quería a Boyd. Pero ¿lo quería todo el tiempo? ¿Cada día?
¿Cada minuto del día? Necesitaba pensarlo.
—Vale. Tómate tiempo para pensarlo —dijo él.
Ella le cogió las manos y le dio un apretón.
—Gracias.
—Te quiero, Lottie.
Ella no contestó, solo siguió mirándolo. Boyd respiró
profundamente y depositó un leve beso sobre sus labios; luego, se
dio la vuelta y cogió la chaqueta del respaldo de la silla. La
inspectora oyó el suave golpe de la puerta al cerrarse.
Observó el espacio vacío que había dejado atrás. Sola, se sentó
y pensó en todo lo que había querido decirle y no había dicho.
Esperaba que no fuera demasiado tarde.
Carta al lector

Hola, querido lector:


Gracias de corazón por leer mi sexta novela, La última traición.
Si te ha gustado el libro y quieres unirte a mi lista de correo para
mantenerte informado sobre mis nuevos libros, por favor, entra aquí:

www.bookouture.com/patricia-gibney

Te estoy muy agradecida de que hayas compartido tu valioso tiempo


con Lottie Parker, su familia y su equipo. Si has disfrutado de la
lectura, tal vez quieras seguir a Lottie en su serie de novelas. A
aquellos que ya habéis leído los cinco primeros libros de Lottie
Parker, Los niños desaparecidos, Las chicas robadas, El secreto
perdido, No hay salida y No digas nada, gracias por vuestro apoyo y
vuestras valoraciones.
Sería fantástico si pudieras publicar una valoración en Amazon o
Goodreads, o en la página donde compraste el libro. Significaría
mucho para mí. Y gracias por las valoraciones recibidas hasta
ahora. También puedes contactar conmigo en mi página de
Facebook o en Twitter, y tengo un blog (que intento mantener al
día).
Muchas gracias, y espero que te unas a mí para el siguiente libro
de la serie.
Con cariño,
Patricia
Agradecimientos

Este es el sexto libro protagonizado por Lottie Parker, y le debo


mucho a muchísima gente por apoyarme en este viaje literario.
Primero, y más importante, a ti, mi querido lector, gracias por leer
La última traición y por tu apoyo constante.
Hace algunos años, envié mi primer manuscrito a una agente,
que creyó completamente en mí y en mi escritura, por lo que me
llevé una enorme sorpresa. Ger Nichol de The Book Bureau ha
trabajado sin descanso por mí, negociando contratos y cuidando de
mí y del bienestar de mi escritura. Gracias, Ger. Nunca habría
llegado tan lejos sin ti. Gracias también a Hannah de The Rights
People.
Estoy agradecida por trabajar con un gran equipo en Bookouture.
Quiero darle las gracias a Lydia Vassar Smith por su aportación
editorial en La última traición. Un agradecimiento especial a Kim
Nash y Noelle Holten por su trabajo en los medios, por organizar
blog tours y la promoción. Gracias también a aquellos que trabajan
directamente en mis libros: Alexandra Holmes (editorial), Leodora
Darlington, Alex Crow y Jules McAdam (marketing). A Jane Selley,
gracias por sus excelentes habilidades como correctora.
Michele Morgan da vida a mis libros en formato audio en inglés,
así que gracias a Michele y su equipo en The Audiobook Producers.
La comunidad de escritores nos ha apoyado mucho a mí y a mis
libros. Gracias a todos los que me habéis escuchado, charlado
conmigo y aconsejado, en especial a mis colegas autores de
Bookouture. Un agradecimiento especial a Carol Wyer y Angela
Marsons, que me aconsejan cuando lo pido. Y gracias a Caroline
Mitchell, escritora irlandesa, como yo, y a Robert Bryndza.
Gracias a Vanessa Fox O’Loughlin, fiel seguidora de mi escritura
y que organizó el primer festival Murder One en 2018 junto con
Writing.ie y Dublin UNESCO City of Literature. Espero que haya
muchos más. Gracias también a los festivales Town of Books, Red
Line y Harrogate Crime por recibirme en sus ediciones de 2018. Fue
un inmenso honor que Las chicas robadas formara parte de la lista
para los Irish Book Awards 2018 Ryan Tubridy Listeners’ Choice
Award. Gracias Ryan, a ti y a tus oyentes, por vuestro apoyo.
Gracias a Ger Holland por la encantadora sesión de fotos en
Dublín, y también a Barry Cronin por un día tan divertido
fotografiándome en el inquietante bosque cerca del lago Ballinafid.
A todos los bloggers que dedican su tiempo a leer, escribir
reseñas y participar en blog tours, gracias. Y a cada uno de los
lectores que ha publicado una reseña, os estoy muy agradecida.
Todos vosotros marcáis la diferencia.
Me gustaría destacar el trabajo incansable de las bibliotecas y de
su personal. Gracias también a los medios locales y nacionales, y a
las librerías. He hablado en numerosos eventos de clubs de lectura
a lo largo del último año y quiero daros las gracias a todos por
vuestro calor y amabilidad.
Un agradecimiento especial a Brian Gibson por aconsejarme en
un aspecto de este libro, y a John Quinn. Escribo novela policíaca y
busco consejos cuando los necesito, pero los errores son
exclusivamente míos. En algunas partes dramatizo el procedimiento
policial para ayudar con el ritmo y el argumento. ¡Después de todo,
es ficción!
Comencé a escribir cuando Aidan, mi marido, murió después de
pasar por un breve periodo de enfermedad, para evitar hundirme en
un pozo negro de desesperación. Adoro escribir, me mantiene
centrada y viva, pero no podría hacerlo sin una red de apoyo a mi
alrededor. Mi círculo de amigos ha crecido desde que comencé a
escribir. Un agradecimiento especial a Jackie Walsh por los viajes de
escritura, a Grainne Daly por las sabias palabras y las buenas
vibraciones cuando las necesito, y a Niamh Brennan por los
consejos. Jo y Antoinette siempre han estado ahí para animarme,
así que, también, gracias.
Gracias a mi madre y a mi padre, William y Kathleen Ward, a Lily
Gibney y a su familia, a mi hermana, Cathy Thornton, y a mi
hermano, Gerard Ward. Un agradecimiento especial a mi hermana,
Marie Brennan, por leer los primeros borradores de este libro (¡de
todos mis libros, de hecho!). Agradezco tu tiempo y tus aportes. No
siempre escucho, ¡pero, al menos, ya no nos tiramos del pelo como
cuando éramos niñas!
Mis hijos, Aisling, Orla y Cathal, son tres de las personas más
fuertes, educadas y respetuosas que conozco. Cuando eran
adolescentes, perdieron a su padre por el cáncer, pero se han
lanzado a la vida de cabeza y se han convertido en unos jóvenes
adultos maravillosos. Estoy muy orgullosa de vosotros y agradecida
de teneros en mi vida. Una mención especial a Gary, Darren y
Dawn, que los mantienen con los pies en la tierra.
He dedicado La última traición a mis nietos. Espero que, al
continuar centrándome en mi escritura, les enseñe que, con trabajo
duro, perseverancia y compromiso, se pueden hacer cosas. Daisy,
Shay, Caitlyn y Lola me dan una nueva perspectiva de la vida y me
llenan de amor.
Todos los personajes de mis libros son ficticios, así como la
ciudad de Ragmullin, pero la vida real ha influido en mi vida y mi
escritura. Gracias a la gente de Mullingar, mi ciudad natal, por
apoyarnos a mí y a mi trabajo.
Sobre la autora

Patricia Gibney es una artista y escritora de Mullingar, condado de


Westmeath, en el centro de Irlanda. Es viuda y madre de tres hijos
que la mantienen cuerda, o tal vez mantienen su locura a raya.
Patricia quiso ser escritora desde que leyó a Enid Blyton y
Carolyn Keene, y tras la repentina muerte de su marido, decidió
refugiarse en la escritura para lidiar con la pérdida. Durante años,
asistió a cursos de escritura y se unió al Irish Writers Centre para
adentrarse en el mundo literario de forma profesional.
Los libros protagonizados por la inspectora Lottie Parker se han
convertido en best sellers en Reino Unido, Estados Unidos, Canadá
y Australia y han hecho de Patricia Gibney la nueva sensación de la
novela policíaca internacional.

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