Ruta de Fuego Ann Benson
Ruta de Fuego Ann Benson
Ruta de Fuego Ann Benson
novela abarca desde la Francia del siglo XVI hasta los Estados Unidos
del 2007, enlazando dos historias y dos épocas. Narra la peripecia de dos
médicos separados por siglos pero unidos en la búsqueda de fórmulas y
medicamentos capaces de detener el peor azote que la humanidad haya
sufrido nunca.
Ruta de fuego
Janie Crowe, 2
ePub r1.0
Samarcanda 10.02.14
Título original: The Burning Road
1358
¿Cuándo había leído por última vez Alejandro Canches el idioma escrito en el
papiro que sostenía ante él? Su mente adormilada no acababa de precisarlo.
En España, pensó. No, en Francia, la primera vez que fui.
Pasó con cuidado las páginas de papiro y leyó lo que había traducido. Los
símbolos, aplicados con dolorosa precisión en el oro más puro, corrían de
derecha a izquierda de la página.
—Ya no soy una niña, père . Has de llamarme por mi nombre, o «hija», si eso
te complace. Pero «niña» no. Y el libro es tuyo, aunque ya empiezo a
arrepentirme de habértelo comprado. Ve a la cama y dale un poco de paz a
tus ojos.
—No es paz lo que falta a mis ojos. Tienen demasiada paz. Están hambrientos
de las palabras de estas páginas. Jamás deberás arrepentirte de esta
adquisición.
Se ha convertido en una mujer, admitió para sí. Esta idea llegó acompañada
de una punzada familiar que aún no había conseguido definir a su plena
satisfacción, aunque con frecuencia pensaba que «alegría impotente» sería la
descripción más aproximada que lograría encontrar. Había acechado en su
corazón desde el día en que, una década atrás, se había encontrado con una
niña a la que criar, y se había intensificado al descubrir que, pese a sus
considerables conocimientos, no estaba mejor preparado para la tarea que un
analfabeto. Si bien algunos hombres parecían saber lo que debían hacer y
cuándo, él no era hombre que ejerciera la paternidad con gracia natural.
Consideraba una mala pasada de Dios que la peste negra se hubiera cebado
en tantas madres. Eran ellas las que habían trabajado codo con codo junto
con los médicos para confortar a sus maridos e hijos agonizantes, y debido a
la proximidad habían muerto en terrible número. Y aunque detestaba la
muerte de mujeres y médicos, Alejandro deseó que hubiera dado cuenta de
más sacerdotes. Los supervivientes eran los que se habían encerrado a cal y
canto para no contagiarse, mientras sus hermanos perecían en acto de
servicio. Consideraba que eran una especie muy escurridiza.
Había hecho todo cuanto pudo por la niña, sin una esposa, para no mancillar
el recuerdo de la mujer que había amado en Inglaterra con un matrimonio de
conveniencia. Kate nunca se había quejado de la falta de una madre. Había
llegado al umbral de su vida adulta con una gracia inusual, y ahora ya estaba
preparada para cruzarlo. Pese a ser la pupila, huérfana de madre, de un judío
renegado, se había transformado en una criatura admirable, gracias a algún
milagro insondable.
—Por favor, père , te ruego que hagas caso de tus propios consejos. Ve a
dormir. De lo contrario, tendré que leerte cuando seas anciano.
—¡Père ! ¿Quién…?
Alejandro vio miedo en sus ojos, y comprendió que estaba asustada de él. Fue
un descubrimiento doloroso, y le llenó de vergüenza. Ella había intentado
protegerle de ser descubierto y complacerle con el regalo del libro. Su cólera
se disolvió.
El hombre llamó de nuevo, esta vez con más fuerza, y abundó en sus súplicas.
—¿Para qué utilizar una treta? ¿Por qué no nos capturan y acaban de una vez?
Una herida: trabajo para sus manos. Todos sus instintos de médico tomaron el
control, ofuscaron su buen juicio. En los últimos tiempos, sus manos parecían
temblar debido a la necesidad de curar. Era muy posible que el hombre
hubiera acudido porque necesitaba ayuda.
—¡Comadrona!
—Sí —cedió Alejandro—. ¿Desde cuándo eres tan inteligente y valiente? —La
abrazó unos momentos, agradeció el cariño que ella le daba y echó de menos
a la niña que había sido—. Que Dios nos proteja —dijo, y se fue a la cama a
regañadientes.
* * *
Kate alzó la vela, mientras el recién llegado apartaba la manta que cubría a
sus compañeros y, cuando el horror de lo que ocultaba se reveló ante sus ojos,
lanzó una exclamación ahogada y recitó a toda prisa una oración. Los dos
hombres vestían prendas de lana desgarradas y mugrientas, totalmente
empapadas en sangre. A primera vista era imposible discernir si ambos
sangraban, o sólo uno.
—Comadrona, aunque juraría que sois demasiado joven para merecer ese
título, no fueron los perros ingleses los que trataron así a estos buenos
hombres, sino las fuerzas de Carlos de Navarra, sus propios compatriotas.
—Mi padre…
Los gritos del herido (el dolor de sus heridas, la agonía de saber que los
habían acuchillado las espadas de sus propios paisanos) se impusieron al
sonido de su voz. Por fin Alejandro no pudo aguantar más. Masculló unas
maldiciones, arrojó a un lado la manta y se levantó del jergón. Se dirigió hacia
los dos heridos y se arrodilló a su lado.
—No pretendía ser irrespetuoso —dijo Guillaume Karle—, ni con ella ni con
vos. Tampoco es mi intención perjudicaros. He venido aquí en busca de
ayuda, y esperaba encontrar tan sólo a una comadrona. Vuestras
circunstancias no me interesan. He de mantenerme a salvo de miradas
indiscretas, porque soy bien conocido por estos pagos y, como veis, la noche
ha entrañado… dificultades. —Señaló a sus camaradas—. Agradeceré
cualquier cosa que vos o vuestra hija podáis hacer por ellos. —Tragó saliva—.
Ahora que les habéis examinado, ¿qué decís?
La postura defensiva de Alejandro se relajó un poco. Dejó el paño
ensangrentado sobre la mesa y cogió a Karle por el codo para alejarle de los
heridos.
—Soy médico.
—Os habéis ocultado bien, señor. Se dice que no hay médicos en la zona.
—Hasta el exceso.
—En tal caso, debéis mostraros lo más misericordioso posible con el otro y
rematarlo con rapidez. No sobrevivirá más de unas pocas horas, y os aseguro
que su agonía será terrible. Tengo láudano suficiente para adormecer al que
ha de perder el brazo, pero no lo bastante para calmar el dolor del otro. Lo
mejor será solucionarlo con el acero de la espada.
Karle lanzó una mirada nerviosa hacia los dos soldados postrados. Kate los
confortaba enjugándoles el sudor de la frente y lavándoles la cara con agua
fría.
Alejandro apoyó con suavidad una mano sobre el pecho de Karle, por encima
del corazón, y éste se puso rígido, pero no se apartó.
—Colocad la espada recta para que se deslice entre estas costillas —explicó,
al tiempo que demostraba la precisa localización con los dedos—, y luego
hundidla con rapidez.
—No es un método muy diferente del que se emplea para acabar con un oso u
otra bestia semejante —añadió Alejandro, que se compadecía de Karle—,
aunque se os antoje mucho más horrible. No obstante, si el que agoniza parte
enseguida al encuentro de su dios, podremos concentrar nuestros esfuerzos
en el que aún tiene esperanzas de sobrevivir. —Miró a los ojos de Karle—.
Creo que debemos proceder con rapidez.
El hombre del cabello color ámbar sabía que Alejandro estaba en lo cierto, y
asintió.
—Antes de dar el golpe de gracia, envolved la espada con esto para que
absorba la sangre. Ya se derramará sangre suficiente cuando amputemos el
brazo del otro. Apresuraos, o perderemos a los dos.
Una vez finalizado su trabajo, se sentó en un banco y sepultó la cara entre las
manos. Respiró hondo varias veces y después miró a los otros dos.
* * *
Cogió una jofaina de una alacena y la llenó con el agua que contenía una
jarra, la cual descansaba junto al hogar. Acto seguido se quitó la camisa y
empezó a lavarse, primero la cara, después el torso y, por último, con extrema
minuciosidad, las manos. Aunque Alejandro intentó ocultar su pecho, Karle
distinguió lo que parecía una cicatriz. El francés reflexionó un momento sobre
ello, pero decidió dejarlo correr.
—No he oído hablar de batallas por los alrededores. ¿Cómo resultaron heridos
estos hombres? Y al contrario de lo que os han dicho, se rumorea que hay un
médico en el pueblo más cercano. ¿Por qué no solicitasteis sus servicios antes
que los de una comadrona?
—¿A qué pregunta queréis que conteste primero? —inquirió con cautela
Karle.
—Guillaume Karle. Hay muchos que pagarían con generosidad por conocer mi
paradero. —Dibujó una sonrisa amarga—. Pero estoy en deuda con vos, es
cierto. Ahora permitidme el honor de saber con quién estoy hablando y por
qué os escondéis.
El rápido y preciso análisis de la situación que había trazado Karle pilló por
sorpresa al médico, que enarcó una ceja.
—¿Qué queda por repartir de Francia? —inquirió—. Todo ha ido a parar a las
Compañías Libres, ¿verdad?
—Se han apoderado del oro y la plata —respondió Karle con indignación—,
pero Francia, la buena tierra de Francia, sigue intacta y siempre lo estará.
Sólo aspiramos a ese pedazo de tierra que permite a todo hombre vivir con
honradez y que nos liberen de los impuestos excesivos que las fuerzas de los
nobles nos imponen para financiar sus despreciables guerras.
—Me temo que ya no queda suelo sagrado en Francia —dijo Karle—, pero
agradezco que me hayáis hablado de ese lugar.
—Tal vez, si os parece bien, vuestro père os permitirá que me enseñéis ese
calvero —murmuró.
—Será un placer.
2007
Janie Crowe podaba los arbustos de su patio trasero, acompañada por la voz
estremecedora de María Callas, cuando el pequeño teléfono que guardaba en
el bolsillo empezó a vibrar. Estaba tan absorta en la música que, aunque
esperaba la llamada, se sobresaltó un poco y, cuando se quitó los auriculares,
se enredó algunos pelos con uno de ellos. Los liberó y se encogió al oír el
alboroto de los pájaros de aquel día de primavera demasiado caluroso. Alzó la
mirada hacia la copa de los árboles y exclamó:
—¡Callaos!
No obstante, aquellas aves, que adornaban a diario sus preciosas flores con
sus excrementos, poseían una costumbre más atractiva: devoraban a los
enormes mosquitos, transmisores de enfermedades, que habían emigrado
hacia el norte, hasta llegar a su zona del oeste de Massachusetts. Gracias a su
inagotable provisión de alimentos, y a las mejoras en la calidad del aire,
dictadas por vía legal, los pájaros habían efectuado un regreso triunfal
después de haber estado a punto de desaparecer unos años antes.
Dejó los auriculares con pesar. María Callas, por desgracia, no realizaría un
regreso triunfal, por más que se reequilibrara la atmósfera.
Sería un gran proyecto traerla aquí, pensó Janie por un instante. Está
enterrada en París…
Pero los simples mortales como ella no podían conseguir visados para París y,
como le había aconsejado su abogado, «basta de excavar». Excavar significa
problemas.
Janie sacó del bolsillo el insistente teléfono y deseó que la llamada fuera del
abogado en cuestión y que, por una vez, fuera portador de buenas noticias.
—Conéctate —dijo tras abrir el aparato, con el tono seco que le había
enseñado para que la reconociera, y a continuación añadió un «hola» más
cordial.
—Tal vez eso sirva para los jurados, Tom, pero te conozco demasiado bien.
—¿De veras? —preguntó él con sarcasmo—. Entonces ¿por qué deseo siempre
que nos conozcamos aún mejor?
—Sólo hay una forma de que nos conozcamos mejor que ahora —contestó
Janie con una risita.
El abogado rio.
—Estupendo. —El hombre hizo una pausa y respiró hondo. Cuando volvió a
hablar, adoptó un tono mucho más serio—. Me ha llamado el comité de
readmisión… acerca de tu solicitud.
Sabía a qué se refería. Ya los habían cerrado una vez. Fue un pequeño paso
en la progresión de acontecimientos que habían producido unos cambios
radicales en su vida. Había sido una buena madre, una esposa amante, un ser
humano satisfecho, con grandes esperanzas en el horizonte, pero le habían
arrebatado todo: primero su familia, debido a la misma enfermedad, y
después su profesión, en el obligado reciclaje médico de los primeros tiempos
de la era postepidemias. Siguió luego el fatídico viaje a Londres, el que debía
situarla en el camino correcto hacia una nueva y gratificante carrera en
arqueología forense. Se había convertido en su fracaso más tremendo. Ahora,
con la ayuda del brillante abogado, su amigo de siempre, intentaba con
desesperación recuperar lo poco que pudiera de la vida que había conocido
en otro tiempo.
—Lo sé. —Tom hizo una pausa para reflexionar—. Al menos, casi todos. En
cualquier caso, no creo que estos derechos se restablezcan en fecha próxima.
Hacía muchos años que era un experto en derecho médico, pues había
previsto la espectacular demanda de esa especialidad después de los confusos
cambios provocados por las epidemias. Durante el primer brote se había
convertido en el defensor de los aislados, los sometidos a cuarentena, los
apestados. La práctica de Tom había prosperado durante las secuelas y había
guardado a buen recaudo las alianzas potenciales en algún bolsillo mental, en
el que Janie no tendría miedo de rebuscar en caso necesario. Mantenía
contactos esporádicos con los grupos que investigaban la posibilidad de que
la plaga DR SAM, la brutal enfermedad, se reprodujera en Estados Unidos,
pese a las continuadas y vehementes mofas de quienes tendrían que haber
tomado las medidas pertinentes. Pasó lo que pasó, a pesar de las mejores
intenciones de la clase médica y los continuados esfuerzos por erradicarla. La
primera vez, tras un dilatado período de terror, había desaparecido a su
capricho, tras dejar una plétora de profesionales de la salud perplejos y
mortificados.
—¿Qué crees que debería hacer? —preguntó Janie con voz cansada.
—Tom, yo…
—¿Qué otra cosa puedes hacer, Janie? Dar el coñazo a esta gente no te servirá
de nada. Están hasta el cuello de solicitudes. De hecho, yo esperaría seis
meses antes de presentar otra.
—No quiero esperar tanto tiempo, a menos que sea absolutamente necesario.
—Bien, estoy convencido de que no queda otro remedio, a menos que tus
actuales circunstancias cambien de una forma drástica. La única forma de
que puedas ejercer, es que poseas una especialidad única, como reparar
nervios ópticos, invertir ciertos daños cerebrales o algo igualmente imposible.
—Por lo visto no. Perdona, sé que suena fatal pero, según las cifras del
gobierno, hay un exceso de neurólogos no especializados. Si más de vosotros
la hubierais diñado durante las epidemias, tal vez la historia sería diferente.
Ahora bien, si quieres dedicarte a enfermedades infecciosas…
—Es una especialidad muy amplia, y puedes ponerte al día con rapidez, de
manera que, si de veras quieres practicar la medicina, deberías…
—Muy bien. En ese caso, tendrás que conformarte con seguir haciendo
investigaciones en la fundación… hasta que algunos de los viejos mueran… o
las cosas mejoren. Después, volveremos a intentarlo.
—Y eso me lo dice el tío que no quiere que excave. —Janie cerró los ojos y se
masajeó la frente—. ¿Alguna noticia de Inmigración?
—No, y lo siento —respondió Tom—. ¿Quieres que llame a Bruce y se lo diga?
—No. De todos modos, pensaba hablar con él mañana. Si hubiera una buena
noticia, le telefonearía hoy, pero las malas noticias pueden esperar.
Deshazte de él, se dijo, pero ya lo había intentado antes y no había sido capaz.
Representaba una relación directa con algo a lo que no estaba dispuesta a
renunciar, se había convertido en una distracción afortunada en el proceso de
readmisión y le permitía examinar un objeto todavía más inaudito que, de otra
forma, hubiera atraído la atención.
Suspiró, meneó la cabeza. Todo sería mucho más fácil si pudiera trabajar en
algo que tuviera sentido…
Algún día, pensó, seré lo bastante valiente para meterme ahí como si tal cosa
y flotar a mi capricho, sin un lugar específico adonde ir… pero no iba a ser
aquél. Janie obedeció al pie de la letra las instrucciones y ejecutó las órdenes
que recibía con fría precisión. Colocó su mano derecha, con el invisible pero
siempre detectable código electrónico, sobre la superficie del monitor y
esperó a que el sensor lo procesara. Imaginó que en algún lugar, enterrado en
las entrañas de Big Dattie, ciertos marcadores que ascendían un ápice, los
relacionados con mujeres blancas de edad madura educadas en exceso, de
ingresos entre medios y altos, que trabajaban para la Nueva Fundación
Alquímica y buscaban información en el mismo ordenador que ella utilizaba.
Alguien consideraría aquella información pertinente, en algún momento, pero
Janie no quería conocer a esa persona. Jamás.
C’est la vie , reflexionó, pero si al menos una vez me decidiera a ser mala…
En todo caso no era tan tímido como para no formar parte de un equipo de
deportes. De hecho, Janie revisaba su archivo porque había sufrido un
accidente jugando a fútbol, un simple encontronazo con un compañero, de
resultas del cual Abraham terminó tendido en una cama del Jameson
Memorial Hospital, con dos vértebras astilladas como una copa de cristal
hecha añicos. Las esquirlas de hueso habían causado graves daños en la
espina dorsal. Era una lesión misteriosa e incongruente, dada la naturaleza
del accidente, y aquella anormalidad había impulsado a alguien de la zona de
acogida del Jameson Memorial Hospital a ponerse en contacto con la Nueva
Fundación Alquímica, donde Janie trabajaba como investigadora adjunta.
Se había roto un hueso antes: la muñeca, el año anterior. Había sido una
fractura complicada, que confundió a su traumatólogo y tardó un tiempo
excesivo en curar. El traumatólogo le había sometido a diversas pruebas para
descartar una osteogénesis imperfecta, un tiro al azar, pero aquella rara
anomalía ósea solía aparecer poco después del nacimiento, y los resultados de
Abraham fueron, como cabía esperar, negativos.
«Se desplomó como un saco de patatas y no pudo mover ningún miembro —le
había comentado el entrenador cuando se puso en contacto con él—. No lo
entiendo ».
—Oh, venga, Chet. Alguien pensó que este caso encajaba con el perfil.
Además, ayer recibí una llamada del Northern Hospital de Boston sobre un
caso que parece similar, aunque todavía no lo he estudiado. Estos dos
muchachos comparten un problema de columna tan brutal que hemos de
incluirlos en nuestro proyecto, o alguien preguntará por qué no lo hemos
hecho. Podrían acusarnos de intentar tergiversar los resultados. Dos casos.
¿No te parece un poco raro? Quizá esté brotando una enfermedad. Piensa en
lo que eso significaría para este lugar. Nuestra fama aumenta…
—Y tú no me apoyarás.
Cuando Janie salió del despacho hecha una furia, Chet abrió el programa
personal de su ordenador. Tecleó unas pocas palabras y volvió a cerrarlo.
—Hola —saludó con una sonrisa cuando Janie entró—. Me alegro mucho de
verte.
—Sí —dijo ella al tiempo que le abrazaba—. Hemos de procurar vernos con
más frecuencia.
—Pues yo no pienso mudarme nunca más. Tendrán que arrancarme del suelo
de la cocina de casa.
—Bien, muchos recuerdos te atan a ella. A nosotros no nos fue tan mal.
—Caroline.
—Estado —dijo Janie con una sonrisa—. Cada vez mejor. El dedo del pie se ha
curado muy bien. Se inflama de vez en cuando, aunque no sé muy bien por
qué, y ella no quiere consultar a otro médico. —Muy comprensible.
—Eso es lo único que importa, ¿verdad? Hasta los polis se enamoran. A veces
olvido que hay seres humanos auténticos dentro de esos trajes. Me alegro de
no haber visto a muchos en los últimos tiempos.
—Procura recordar. Pudo ser peor, mucho peor. Oye, ¿y el tío que conociste
allí? ¿Aún intentas sacarle?
—¿Tom?
—Sí.
—No son muy buenas, por desgracia. Lo peor es que Bruce es ciudadano
estadounidense. Ha residido en Inglaterra durante veinte años, pero aún tiene
pasaporte norteamericano.
—La suerte de las tías de piernas largas, supongo. Bien, nunca se sabe, tal vez
cambien las cosas y consiga regresar.
John sonrió.
—Nadie lo hace ya. Bien, cuando llamaste dijiste que querías que te prestara
mi cerebro.
—No es necesario que lo toques tú, John. Sólo necesito saber dónde he de
buscar algo, eso es todo.
—Venga, Janie.
—No, de veras. Siempre te las apañas para conseguir becas. Eres como un
imán para el dinero.
—Claro que tiene. ¿Con esa dotación? Si fuera una empresa con ánimo de
lucro, no podría afrontar semejantes gastos. —Removió el café y dio unos
golpecitos en el borde de la taza con la cuchara—. No quieren gastar un pavo,
así de sencillo. Confío en que no te sorprenda.
—Cuanto más averiguo sobre este niño, más me convenzo de que se trata de
un caso único.
—Tal vez. Un par son prometedores. Ahora que cuentan con tanto dinero y
personal dedicado a conseguir que algo funcione, han de tenerlo todo en
marcha. De lo contrario, las inversiones que ya han realizado se irán por el
desagüe; otra razón por la que sospecho que hay fondos suficientes para traer
a ese chico.
—Nunca se sabe por qué esas organizaciones actúan como lo hacen. Tienen
una junta directiva, como cualquier empresa grande. En realidad, no son más
que eso, grandes empresas, aunque proclamen que no persiguen obtener
beneficios. El gobierno les deja vía libre por algún motivo. Política excesiva,
ciencia insuficiente.
—No me gusta pensar así. Me siento como… una puta, en cierto modo, pero
supongo que es cierto. Acepté el empleo en la fundación porque quería
trabajar. Lo necesitaba para desconectar mi mente de… cosas, pero también
porque pensaba que había una conciencia en esa tarea. Al menos la había en
aquel momento. Ahora empiezo a dudarlo.
Si bien Tom estaba bastante seguro de que Janie no tendría que padecer más
dificultades relacionadas con el «problema» que tenía en Inglaterra, para
Bruce el peligro aún subsistía. Todavía vivía allí y seguía sometido a
investigación, aunque no le habían acusado de nada, y lo más probable era
que nunca lo hicieran. Los policías biológicos ingleses que le vigilaban no
habían descubierto, hasta el momento, nada más incriminador que el hecho
de que se hubiera acostado con una yanqui, pero conocían su implicación en
cierto asunto comprometido y procuraban amargarle la vida lo máximo
posible para compensar su ineptitud.
No obstante, por más veces que pasara las páginas y leyera las notas, había
preguntas sin respuesta. Ahora que contaba con tiempo libre y tenía un
motivo para querer distraerse, se volcaba en él cada vez más. Comenzaba a
volverla loca.
Pero si huyó, ¿por qué abandonó algo de tan vital importancia para él? No
conseguía imaginar qué clase de hombre sería para haber abandonado algo
tan valioso.
Sin embargo los tiempos que corren son muy diferentes de los de entonces.
¿O no?
Tres
—No cabe duda de que las Compañías Libres han dejado en paz a las
tejedoras para que sigan confeccionando ropa interior de mujer —comentó
casi con amargura—. No será fácil conseguir otro, père .
—Lo sé —repuso Alejandro con una leve sonrisa de disculpa—. Si tuviera una
camisa de más, la habría utilizado.
Karle protestó.
—Ojalá hubiéramos tenido algo para fabricar cuerdas. Cabe suponer que
alguna enredadera habrá escapado a los incendios. —Miró al hombre
semiinconsciente, amarrado a la mesa con los restos desgarrados de su
camisón—. De todos modos espero que haya servido a un buen propósito.
Cuando partieron antes del amanecer, con el cadáver del soldado anónimo
sobre la carretilla, la luz era escasa todavía y tuvieron que avanzar con
cautela cuando el bosque se espesó. Al cabo de un rato largos haces de luz
facilitaron su progresión. Pequeños animales se removieron en los zarzales
mientras recorrían el sendero, apenas transitado. Cada vez que se adentraban
en algún territorio sagrado de las aves, el aire se estremecía con sus chillidos
de protesta, pero ninguno de los ofendidos descendió de las copas de los
árboles para ahuyentarles. Su siniestro cargamento constituía una disuasión
suficiente.
La visión del asno que se encabritaba para protestar pasó por su mente,
acompañado por el grito de la joven española cuando el cadáver que iba en el
carro cayó al suelo: el inicio de su tortuosa huida a través de toda Europa, con
su doloroso final en Londres. Desechó aquellos recuerdos y agarró con fuerza
las varas de madera de la carretilla.
—¿Hemos de cargar con esta cosa? —preguntó—. ¿No sería más fácil
arrastrarla?
—Sí, y dejaremos un rastro en el suelo del bosque que hasta un noble sería
capaz de seguir —replicó Karle—. Quiera Dios que Navarra no salga en mi
busca antes de que volvamos por Jean. Estaba oscuro cuando borramos
nuestras huellas anoche, y yo tenía prisa por escapar. No estoy seguro de que
las ocultáramos bien. —Miró hacia atrás con nerviosismo e inspeccionó el
rastro que dejaban sus pies en las hojas y las ramas—. Necesitaremos un
perdonante de extraordinario talento para borrar el pecado de nuestras
huellas en el lecho del bosque.
—Una rama cortada resultará mejor que cualquier perdonante, y nos saldrá
más barato —repuso Alejandro.
—Bien sabe Dios que habéis dicho una gran verdad —dijo Karle entre jadeos
—. Y aquí hay otra: he de descansar.
Habían pasado aquel primer frío invierno escondidos en las afueras de Calais,
de una casa abandonada a otra, siempre un par de pasos por delante de
quienes les buscaban por la bonita recompensa que les depararía su cabeza.
Oyó hablar de un gueto en Estrasburgo, y fueron allí esperanzados.
—Père .
La muchacha había visto aquella expresión en su cara mil veces, los ojos
vidriosos de un dolor que parecía incapaz de disimular. Lo asaltaba con
frecuencia, sin previo aviso, como la sombra de una montaña, y le despojaba
de toda luz.
—Ah, sí —dijo con voz vacilante—. ¿Tan pronto? Aquel silencioso ritual de
salvación, tantas veces practicado, no pasó por alto a su acompañante. El
francés Karle observó sus rostros, y sospechó que la hija había rescatado al
padre en muchas ocasiones. Le ha liberado de algún recuerdo espantoso,
dedujo mientras depositaba las varas en el suelo. Alejandro le imitó, casi
como un autómata.
—No tan pronto —dijo el joven francés al tiempo que agitaba los brazos para
desentumecerlos—. ¿Vais a castigaros más?
—No —susurró—, ya hay bastante castigo por ahora. —Cogió la pala de manos
de Kate, apoyó la punta en el suelo y comprobó su firmeza—. Aquí la tierra es
blanda. Yo la removeré, si vos la apartáis.
Una vez tapada la tumba, los dos permanecieron en silencio a su lado. A Kate
le sorprendió que Karle, que tan ansioso se había mostrado por enterrar a su
camarada como era debido, tuviera tan poco interés en ocuparse de su alma.
Tal desdén era lo que cabía esperar de Alejandro, ya que despreciaba los
rituales cristianos. Advirtió que el judío y el francés se miraban con recelo.
Ninguno pronunció una plegaria por el muerto.
Ah, père , pensó con tristeza, ¿cuándo perderás tu amargura? Sabía que le
costaba muchísimo confiar en los desconocidos y, hasta que se sintiera
seguro, guardaría para sí sus pensamientos.
En cambio el francés no era tan cauteloso ni tímido.
Sin embargo Alejandro y Kate apenas hablaron, pues Guillaume Karle no les
concedió la oportunidad.
—Exhaló un suspiro de aflicción. Nos alzamos contra sus fuerzas ayer por la
tarde, al enterarnos de que pretendía confiscar una valiosa reserva de lana de
un granjero que había tenido la prudencia de guardarla. El propietario
confiaba en ganar una buena cantidad cuando la vendiera, unos beneficios
que su inteligencia merecía, pero Navarra había decidido enviarla a sus
tejedoras con el fin de que confeccionaran mantos de invierno para sus
seguidores… No es suficiente que se haya apoderado de todos los sacos de
trigo y todas las salchichas que había desde aquí y Bohemia. Ahora ha de
poseer los medios que permiten a estas pobres almas cubrirse la espalda
contra el frío inminente. Para colmo de fortuna, la reina y sus damas estaban
en el castillo de Meaux. Se atracaban de manjares deliciosos mientras los
campesinos se mueren de hambre.
—No veo ninguna señal de que haya sucedido algo extraño —comentó
Alejandro mientras miraba entre las ramas—, pero la quietud en sí es
preocupante.
—Esperad.
—Si su destino hubiera sido morir a causa de sus heridas, ya habría muerto.
Sed paciente. A veces, los problemas tardan en materializarse. En ocasiones
el corazón presiente lo que los ojos son incapaces de ver. En este momento,
mi corazón desconfía de la paz que ven mis ojos.
—Ni el corazón ni los ojos me advierten de nada. Alejandro gruñó con cinismo
mientras oteaba entre los árboles. Se volvió hacia Karle.
—Vuestro corazón es joven. Cuando llegue a mi edad, seréis consciente de
que puede romperse en cualquier momento. En otro tiempo tenía un amigo
que era un guerrero ducho. Solía asegurar que una serenidad como la que
reina ante nuestros ojos puede perturbarse en cualquier instante.
—Ahí no hay nadie —dijo por fin Karle—. Vamos a ver al hombre herido. Lo
llevaré con su familia y después intentaré ocuparme de los que quedaron
atrás.
En cambio ahora era él quien deseaba ver el interior, espiar su propia casa
para averiguar qué había ocurrido durante su ausencia. Sólo había una
ventana que le habría permitido hacerlo si no lo hubieran cegado con tanto
cuidado como las demás que habían hallado en sus viajes, de modo que no
había forma de ver nada. Alejandro maldijo su perfeccionismo y, por una vez,
deseó haber cometido algún error.
Se deslizó entre los árboles y entró en el establo, donde encontró a su caballo,
que mordisqueaba en el pesebre la gran pila de hierba que le había dejado el
día anterior. Un rápido vistazo al agua le reveló que era necesario poner más,
pero no podía ir al riachuelo con un cubo hasta haberse asegurado de que no
había peligro alguno. Saludó al enorme corcel con unas caricias en el hocico.
El animal resopló con suavidad, como si intuyera que no debía delatar la
presencia de su amo. El médico le susurró unas palabras tranquilizadoras y
salió de nuevo.
Sin embargo, loado fuera Dios, ningún captor sonriente le esperaba. Sólo oyó
las súplicas del manco, que a pesar de sus otras desventuras tenía la suerte
de respirar todavía. Se había hecho sus necesidades encima en ausencia de
sus cuidadores, que le habrían ayudado a aliviarse de una forma más digna, y
las vendas estaban empapadas de un líquido rosado. La pequeña vivienda
hedía a las diversas exudaciones del hombre, pero estaba vivo, lo bastante
para gemir. Todo va bien, pensó Alejandro con alivio.
—Soy un hombre culto —fue todo cuanto se atrevió a decir, y añadió para sus
adentros: un hombre culto al que el mismísimo rey de Inglaterra juró nombrar
caballero, amén de concederle la mano de la dama de compañía de la reina
Isabel…
—No siento dolor en lo que queda, pero lo que ya no existe parece al rojo
vivo. Es como si el brazo ardiera en el infierno y siguiera unido al muñón.
—Nos espera en un lugar seguro con mi hija, no muy lejos. Cuando haya
terminado con vos, les indicaré que regresen. Trabajaré más deprisa si no
está observando por encima del hombro. Me distrae. —Sus palabras
parecieron tranquilizar al paciente, de modo que siguió hablando mientras le
atendía—. No creo que este tal Navarra os haga más daño. Sería un grave
pecado no demostrar misericordia por un tullido, sobre todo después del
esfuerzo que nos ha costado salvaros. Dios castigaría a cualquier hombre por
una ofensa semejante.
—Dios nunca hace la vista gorda, amigo mío. Lo ve todo. Ahora, Dios mirará
vuestra herida cuando la deje al descubierto.
Empezó a desenrollar el vendaje del muñón. ¿Una vida sin brazos sería peor
que la muerte?, se preguntó Alejandro con un estremecimiento y agradeció
que tal vez nunca supiera la respuesta.
Mas nada importará si esos jinetes no pasan de largo, pensó, con el corazón
acelerado. Tal vez no verán la casa y continuarán su camino, sin reparar en
ella. Había elegido la vivienda por su discreción. Con tantos muertos a causa
de las guerras y la peste, había cientos de moradas abandonadas. No obstante
Karle la había encontrado con bastante facilidad y, si bien había intentado
borrar su rastro, algo habría quedado. Maldito sea todo lo que camina, vuela,
nada o se arrastra, pensó encolerizado. ¿Por qué no elegí algo mejor?
El enemigo más temible no era el espacio, sin embargo, sino el tiempo. Los
cascos resonaban como truenos, y los caballos relinchaban. ¿Admitiría Dios,
cuando llegara el día de su juicio, que tenía la obligación de salvarse, si no
por él, por Kate? ¿Por todos aquellos cuyos sufrimientos podría aliviar en el
tiempo que le quedara?
Entró en el sótano y dejó caer la trampilla sobre su cabeza. Cuando sus ojos
se adaptaron a la oscuridad, los caballos ya se habían detenido ante la casa de
piedra. Oyó el ruido de la puerta al abrirse y voces masculinas que hablaban
en francés. De pronto tuvo la sensación de que su vejiga iba a estallar y
suplicó al dios que le estuviera escuchando que le concediera la oportunidad
de vaciarla de pie una vez más.
Cuatro
Es muy probable que pueda oírlo todo, reflexionó con tristeza Janie mientras
contemplaba la escena, si bien no lo sabría con total seguridad hasta que
tuviera la oportunidad de estudiar a conciencia el oído del niño. Entretanto, la
madre esperaría una señal de que él la oía, alguna indicación de que el
muchacho iba a volver. Janie sabía que estaba en excelente compañía, porque
en algún lugar del mundo siempre hay un padre esperando que su hijo vuelva
de algo.
Janie se había detenido, varios años antes, ante una verja erigida a toda prisa
alrededor de ese mismo hospital, un efecto escalofriante de la ley marcial que
ni ella ni nadie había conocido antes de la plaga del DR SAM que la había
provocado. Jamás había vivido guerras internas ni insurrecciones civiles, pero
la verja parecía un invasor extranjero. La odiada barrera había hecho su
trabajo sucio, y la habían retirado mucho tiempo atrás, pero siempre
permanecería grabada a fuego en su memoria. Janie y cientos de personas
más habían suplicado que les dejaran pasar, pero los fusiles de unos policías
tan asustados como la gente a la que debían contener les habían mantenido a
raya. Muchos miembros de ambos bandos tenían dentro del hospital
parientes, amigos o socios que habían caído víctimas de la bacteria. El DR
SAM lo había cambiado todo, en todas partes, a casi todo el mundo, y aunque
las condiciones se habían suavizado y la vida era más normal, nunca volvería
a ser como antes.
Aguardó unos segundos más antes de llamar con suavidad. La madre se volvió
hacia ella.
Un asentimiento esperanzado.
La señora Prives, una mujer con el cuerpo en forma de pera, cabello gris y
gafas de cristales gruesos, se puso en pie al instante y se alisó la falda con
nerviosismo.
Janie siguió inmóvil en el umbral, sin saber qué hacer. La señora Prives hizo
un gesto.
—Siempre igual.
—El personal del hospital me ha dicho que es una fractura muy poco común.
—Todos lo pensamos.
—¿Usted también?
—Es tan poco común que apenas se ha estudiado. Estoy intentando conseguir
un permiso para llevar a cabo una investigación de amplio alcance y
averiguar si existen casos parecidos.
—Por desgracia, o por suerte, según como lo mire, sí, es difícil, pero no
imposible. La fundación tiene un buen índice de éxitos en la obtención de
permisos de investigación de bases de datos.
—No, de Boston.
La conservadora, Myra Ross, era una mujer de unos sesenta años, gruesa, de
cabello cano, cuya baja estatura parecía incongruente con su inmensa
personalidad. El primer día que se habían conocido, un par de semanas antes,
durante la inauguración de una exposición, había mirado a la larguirucha
Janie, aún con el cabello oscuro, con envidia en absoluto disimulada, y no
había tardado en conquistarla con su ingenio, encanto e inteligencia. Janie
encontraba divertida aquella envidia, a la vista de la energía por centímetro
cúbico que la conservadora parecía poseer, una vitalidad que se le antojaba
imposible en su caso.
Echó un rápido vistazo alrededor y observó que las paredes estaban cubiertas
por un impresionante despliegue de diplomas y certificados de honores,
mezclados con fotografías de Myra, que sonreía en presencia de una
asombrosa colección de contribuyentes célebres.
—Me gustaría saber cómo lo adquirió, doctora Crowe. Le aseguro que todo
cuanto me diga será confidencial.
—¿Qué tal duerme por las noches, señora Crowe? —preguntó la conservadora
con una mirada cargada de intención.
—No duermo bien. Al menos, algunas noches. Por eso he venido, en parte.
—Bien, vamos a ver si podemos remediarlo, ¿de acuerdo? Tráigame ese tesoro
para que le eche un vistazo. Cuanto antes mejor. Y vaya con cuidado.
—¡Enséñamelo!
Janie rio.
—Estupendo. Me lo enviarás…
—Ah, sí. Ha pasado tanto tiempo que lo había olvidado. De todos modos, te
pido perdón. Tenía una cita importante. —Hizo una pausa—. Esta tarde he ido
al Depósito de Libros Hebreos.
—¿Para qué?
—Janie, ¿qué podría ocurrir? Tienes alarmas de incendio… Me has dicho que
es un barrio seguro…
—Sí, pero ha habido algunos robos con escalo no lejos de aquí. Tengo miedo…
—Y claro, un ladrón irá directo por un viejo diario mohoso, cuando guardas
todas tus joyas en la casa. Venga ya. Creo que no deberías preocuparte por la
posibilidad de que lo roben.
—Bien, lo considero de todo punto innecesario, pero haz lo que quieras. Creo
que deberías concentrar tu energía en otros asuntos más importantes. Se
produjo un repentino silencio.
—No.
Recogió la correspondencia.
Como siempre, la mayor parte era basura. Había una breve nota amorosa que
Bruce le había enviado antes de hablar con él; una invitación para asistir a un
seminario sobre tecnología médica, patrocinado por la facultad de medicina
donde había cursado sus estudios; un montón de publicidad no solicitada, que
desintegró alegremente, y un escueto y extraño mensaje: «¿Quién es usted? ».
Wargirl. El mote sonaba infantil. Críos, pensó. Críos listos. Demasiado listos.
—He encontrado algo que vale la pena explorar, pero no por mediación de
Ednet —anunció John—. Hay un lugar del que me ha hablado uno de mis
alumnos. Tú esbozas tu propuesta, y ellos la confrontan con una lista de
patrocinadores de la clase de trabajo que te interesa. Te facilitan todo el
proceso en un par de días.
—Sí, es cierto. Además, hay que pensar en los honorarios. Te cobran el uno
por ciento si consigues la subvención. Nada, en caso contrario.
—Supongo que merece la pena probar, sobre todo con esas condiciones. Si
cobraran por adelantado, ni siquiera me pararía a pensarlo.
—Ni yo. ¿Por qué no te pasas por aquí y te ayudo a rellenar la solicitud?
El hombre que desmontó envuelto en una nube de polvo sería rey de Francia
si todo salía según sus planes o, como le gustaba vociferar cuando las
limitaciones de su poder le frustraban, «¡si mi madre hubiera sido hombre!».
Su madre, la hija de Luis X, había sido enviada a los dominios montañosos de
Navarra, de los cuales Carlos podía considerarse ahora rey con toda
propiedad, un reino demasiado insignificante y remoto para satisfacer sus
elevadas ambiciones.
—Vaya, vaya, vaya, fijaos en esto —dijo a su compañero—. Parece que Karle
me ha dejado algo de trabajo. De hecho, ya ha empezado el trabajo por mí.
Debo ser castigado por considerarle poco generoso. —Pinchó el muñón con la
punta de la espada, y el soldado profirió un chillido de dolor—. No obstante
admito que habría preferido un campesino entero para torturarle hasta que
me revelara su paradero.
—¡Oh, por favor! ¿Me creéis estúpido? Ni siquiera los Jacques van a la batalla
sin un plan de escapada. ¿O estaba el hideputa de Karle tan ebrio de
arrogancia, como el resto de sus compinches de Picardía, que no consideró
necesario tal plan?
Alejandro oyó los sollozos del hombre a través de las tablas cubiertas de paja.
—Nada…
—¿Eh? ¿Nada? —oyó decir a Navarra—. ¿Nada de nada? Bien, pues ahora vas
a saber algo. Nunca más tendrás el placer de rascarte el culo.
Navarra examinó la punta del acero para comprobar que no había sufrido
daños y, una vez satisfecho, la guardó en la vaina ornamentada que llevaba
ceñida al cinto. Su rostro moreno expresaba un desagrado absoluto.
—Señor —protestó el caballero—, ¿de qué éxito habláis? Los Jacques fueron
aplastados en Meaux. Ya no albergarán esperanzas de reunir el número
suficiente de partidarios para levantarse…
—No que yo sepa —contestó Navarra—, pero parece que Karle ha conseguido
encontrar a uno y ha acudido a él en busca de ayuda. Tal asociación es digna
del hombre en que se ha convertido, un defensor de los campesinos, los
mendigos y las criadas. Era lógico que acabara admirando a los judíos.
Sin embargo, el libro no ofrecía pistas sobre el paradero del fugitivo, de modo
que lo dejó donde estaba. Por fin, después de propinar un puntapié al
miembro mutilado y escupir al soldado agonizante, salió de la casa y caminó
hacia su caballo. Montó con un movimiento elegante, tiró de las riendas y
partió al galope.
El joven caballero le vio alejarse con semblante compungido, pues sabía que
los consejeros militares de Carlos le aplicarían un castigo por dejarle marchar
sin que ellos estuvieran presentes. Más tarde, los nobles que se habían aliado
con Carlos les insultarían por haberle permitido registrar el presunto
escondite de Karle sin protección. Salió a toda prisa de la vivienda, sin
molestarse en cerrar la puerta, y subió a lomos de su caballo. Cabalgó a un
trote lento, precedido por el polvo que levantaba la montura de su señor. Que
le insultaran si querían. No era lo bastante hombre para impedir que el
impetuoso Navarra cometiera las locuras que, con tanta frecuencia, le
inspiraba su indignación. Llegarían a su fortaleza demasiado pronto para el
gusto del caballero, aunque avanzaran a paso de tortuga.
Sólo tras un largo rato de silencio osó Alejandro levantar la trampilla que
ocultaba su escondite y, cuando por fin salió a la luz de nuevo, comprendió
que era demasiado tarde para ayudar al pobre desdichado que yacía inmóvil
sobre la mesa. Lo que quedaba de él recordaba más al tronco de un árbol que
a un hombre. El brazo que Carlos de Navarra había sajado con tal destreza
estaba en el suelo, cubierto de polvo, y empezaba a ser pasto de las moscas.
El soldado estaba blanco como el papel y apenas se movía, pero aún
respiraba.
Quiera Dios que nunca conozca tales horrores. Decidió prescindir una vez
más de su juramento hipocrático y cogió el cuchillo que siempre llevaba en la
bota, el que su padre le había regalado tanto tiempo atrás, en España.
—¿Por qué allí? —preguntó—. Deduzco que vuestro pere y vos sois tan
fugitivos como yo. Se me antoja un lugar muy peligroso para encontrarse.
—Ah, eso se decía hace muchos siglos, cuando Roma estaba en pleno apogeo.
En estos tiempos modernos, París se ha convertido en el centro del mundo.
Además, conozco muy bien algunas partes de la ciudad.
—Tengo diecisiete años —dijo Kate al tiempo que alzaba el mentón—, y soy el
ama de la casa de père .
—Nuestro hogar bastó para serviros a vos y vuestro hombre y ahora, gracias a
vuestra irrupción, si encuentro a père nos veremos obligados a buscar una
morada nueva.
—Hay bestias diminutas que viven en el agua —explicó Kate—. Lo dice père .
Asegura que mucha gente padece dificultades intestinales porque no es
cuidadosa con el agua que bebe.
—Père analiza todo lo que ve. Estudia cosas que sólo puede intuir cuando
concentra sus pensamientos en ellas. Es un hombre muy culto, como ya os
comentó. Ha servido a un papa, estudiado con los mejores profesores y
cuidado de la salud de mu…, ejem…, mucha gente importante. —Balbuceó las
últimas palabras y apartó la vista para recobrar su confianza.
Si sus comentarios habían despertado la curiosidad de Karle, éste procuró
disimularlo. Cuando hubo recuperado la compostura, Kate le enseñó un
pañuelo de seda finamente trenzada.
—Los dos llevamos uno de estos paños para purificar el agua que bebemos. Si
es posible, hasta la hervimos.
Kate sonrió.
—No —respondió.
Karle la miró con las cejas enarcadas. No conocía a casi nadie inmune a
brotes ocasionales de diarrea o disentería, sobre todo en esa época de
guerras, cuando ríos y arroyos se teñían con el rojo de la sangre y todos los
pozos eran sospechosos.
—¿Cómo lo consiguió?
—Es muy raro, lo sé —reconoció Kate—, y père afirma que sólo la voluntad de
Dios mantiene vivo al que sufre. Algunos parecen reunir defensas contra la
epidemia. Sus cuerpos luchan, como si empuñaran espadas. No entiende por
qué.
—No debéis subestimarle. Estaba tan mal que nadie habría vaticinado que
sobreviviría. Mi enfermedad era grave, muy grave. —Desvió la vista con aire
pensativo y después se volvió hacia él—. No recuerdo gran cosa, salvo que
père estaba siempre a mi lado, como… —Hizo una pausa y exhaló un suspiro
—. En mi opinión, el éxito fue de la medicina. Consiguió una cura.
—Lo ignoro —contestó Karle. ¡Qué historia tan fantástica! Quiso plantear más
preguntas, pero se contuvo a regañadientes. No debo intimidarla, se advirtió
en silencio, pues da la impresión de que puedo aprender muchas cosas de
ella. Se limitó a mirarla. Observó su piel cremosa, su dorada cabellera, la
imposible mujer-niña curvilínea en cuya compañía se había visto arrojado de
repente. Se descubrió pensando: Pocas veces obra la naturaleza maravillas
semejantes. Desvió la vista hacia los caballos.
—Sólo mi espada.
Kate se levantó la falda y sacó un cuchillo del borde de la media. Era pequeño
y delgado, pero la hoja casi centelleaba, y Karle supuso que estaba muy
afilada.
—Père siempre me ha dicho que debía estar preparada para huir en un abrir y
cerrar de ojos. Afirma que debo esperar lo inesperado.
—¿Es que sólo surge sabiduría de la boca de ese hombre? ¿No dice nunca
estupideces o necedades? Kate lanzó una risita.
—No cabe duda de que vuestra modestia sirvió para convencerle de vuestra
valía —comentó Kate con ironía.
—Ya lo creo —admitió Karle—. Siempre son los señores y las señoras quienes
se benefician de la labor de sus subalternos. Ahorré un poco, y a menudo le
propuse comprar el resto de mi servidumbre. Fue una suerte que no estuviera
casado y obligado a alimentar a una esposa y unos hijos. De todos modos,
quería ascender… para cuando tuviera una familia. Siempre me negó mi
libertad.
Su silencio fue más elocuente que mil palabras, y Kate, con un suspiro de
resignación, se levantó para poner manos a la obra.
—Un macho —anunció tras examinarlo—. Es una pena. Bien, de todos modos
saciará nuestro apetito.
—Creo que ya está bastante hecha —observó, y sacó el espetón del fuego. La
carne todavía chisporroteaba cuando montó a caballo, con el pincho en la
mano—. ¿Hemos de temer la aparición de osos o nobles? —inquirió.
—¿A los diminutos animales que viven dentro de los animales? —interrumpió
Karle con tono burlón.
Dio media vuelta y se dirigió hacia un lugar más recóndito, donde pudieran
degustar la tierna carne del conejo, como era la voluntad de Dios, con
animales diminutos o no.
—Se me antoja que esto es lo que debe de comer Dios —comentó Karle,
mientras hilillos de jugo le resbalaban por la barbilla—. Por eso es Dios.
Porque ha paladeado un manjar tan delicioso.
Kate arrojó a un lado un hueso mondo y lamió la grasa pegada a sus dedos.
La joven rio.
—Por los gansos. ¿No los oís? Con un poco de suerte, quizá logremos cazar
uno.
Karle aguzó el oído y captó los lejanos graznidos. Claro que los había oído
pero, azuzado por el hambre, no había pensado en lo que significaban, que
había una extensión de agua en los alrededores. Lanzó el hueso que estaba
rebañando y se levantó.
Karle se turbó.
—Me quedaré cerca de vos. Volveré la vista. Ella le miró con desagrado.
Aún sois una muchacha, estuvo a punto de decir Karle, pero ella ya había
dado media vuelta y caminaba en la dirección que había señalado. Mientras la
seguía con la mirada, no pudo por menos que observar sus movimientos, que
en absoluto eran infantiles. Antes de que se hubiera alejado demasiado,
desató los caballos y tiró de ellos mientras andaba por la alta hierba.
—Père dice que el aire pierde su calor con más rapidez que el agua y, como
desea el calor, lo absorbe de ésta. Por eso le gusta bañarse a esta hora del
día. Al igual que yo.
Karle dio media vuelta y no tardó en oír el roce de la tela contra el cuerpo de
la joven cuando se quitó la falda y la camisa mugrientas. Enseguida oyó el
chapoteo de sus pies en el agua, hasta que comenzó a nadar. Está sumergida
en la laguna, pensó, de manera que puedo mirar. Cuando volvía la cabeza,
algo grande, gris y húmedo pasó silbando a su lado. Se agachó, y el objeto no
le alcanzó por poco. El pez cayó en la hierba y empezó a agitarse.
—Quiera Dios que no nos sorprendan en plena noche, o tendré que huir a
caballo cubierta tan sólo con mi pelo y mi mantón.
—Père siempre me aconseja que tome agua fresca hasta saciarme, aunque
con el estómago tan lleno de manzanas, apenas queda sitio para el agua.
—Murió.
—¿Cómo?
—Fue antes de que perfeccionara la cura, pero vivió dos semanas antes de
fallecer —se apresuró a añadir—. ¡Dos semanas!
—Ni una gota de su sangre morena fluye por vuestro cuerpo de piel clara. Las
hijas de los médicos no son tan cultas como vos. Tenéis acento inglés.
Parecéis inglesa, incluso habláis esa pérfida lengua. Vuestro francés es el que
se oye en la corte. Además, habéis comentado que sabéis leer, algo inusitado
en las mujeres, a menos que sean de alta cuna.
Dio media vuelta y se tendió sobre la pinaza, una señal inconfundible de que
la conversación había terminado. Karle observó que su mantón, aunque
amplio, era de una tela fina y, si bien protegía su recato, no podía
proporcionarle mucho calor. Sus ropas aún estaban mojadas, y Guillaume
Karle empezó a preocuparse de que pillara un catarro. «Sana y salva», le
había conminado el hombre a quien ella llamaba père . Pese a su valentía y
habilidades, no era más que una jovencita fugitiva, sola con un hombre al que
apenas conocía; una muchacha que confiaba en reunirse con la familia que
había perdido, una familia compuesta tan sólo por el hombre enigmático que
no era su verdadero padre.
Para su corta edad, carga con un peso muy grande, pensó compadecido; así
como con demasiados secretos.
—Os pido disculpas si mis preguntas os han disgustado —dijo con dulzura—.
Era simple curiosidad. Vuestras circunstancias son… únicas.
—Siempre tengo frío —replicó Kate con desdén—. Parece que nunca
encuentro suficiente calor.
—Oh, Dios mío, Chet. Han aceptado mi solicitud para realizar una
investigación de amplio alcance.
—Sí, pero creí que no llegaríamos a ninguna conclusión. Supuse que no haría
ningún daño seguir adelante con la solicitud, por si acaso. No hace falta que
la utilicemos, si no queremos, pero si nos interesa…
—Me parece que no tienes tanta experiencia en estas cosas como yo pensaba
—replicó Chester con desdén—. Ellos siguen de cerca estos asuntos. Si pides
permiso para emprender una investigación, te lo conceden y, si luego no lo
empleas, aparecerá en nuestro historial una breve anotación que rezará:
«hicieron perder el tiempo al personal encargado de aprobar solicitudes de
investigación y luego no la llevaron a cabo», o algo por el estilo. Joder, Janie,
no puedes obligar a esa gente a iniciar un proceso de aprobación de una
petición para luego decir «paso de todo».
Janie se preguntó quién sería «esa gente», pero calló, porque a la larga
carecía de importancia.
—¿De qué? ¿De que caiga dinero del cielo? Recuerdo haberte dicho que las
posibilidades de que eso suceda eran muy remotas.
—No lo sé, pero quien perdería algo sería yo, no tú. Para empezar, podrían
despedirme de una patada en el culo.
Pero ¿y si tenían éxito? La recompensa podía ser enorme. Janie dirigió a Chet
una mirada desafiante.
—Se trata de una clase de traumatismo muy raro. ¿Cuántos más podría
haber?
—No sabes qué descubriré si llevo a cabo esta investigación, Chet. No puedes
saberlo.
—Tal vez no, pero me da igual. Tengo en marcha un estudio sólido y no quiero
joderlo con una colección de casos desesperados. Lo que sí sé es que
terminaré haciendo el ridículo, porque los peces gordos pensarán que he
bendecido el proyecto. No quiero que piensen que me embarcaría en algo
semejante. Las probabilidades son muy remotas.
—Lo mismo se pensaba del fotocopiado —replicó Janie—, hace mucho tiempo.
Tal vez debería buscar apoyo en otra parte. Piensa en todas las explicaciones
que deberás dar arriba si descubro algo que funciona y tú has desdeñado.
Capullo, pensó. Tenía que haber hecho algo a alguien para conseguir aquel
empleo.
—Que te den por el culo, Chet —susurró—. Allá voy. Cógeme si puedes.
Suponía que los datos sólo tardarían unos segundos en pasar por los filtros,
porque cuando Big Dattie encontraba pocos o ningún elemento, suponía que
se trataba de un error y volvía a verificarlo automáticamente, lo que
provocaba cierto retraso. Sin embargo, los resultados fueron casi
instantáneos, y Janie se sorprendió al ver una lista de más de treinta nombres.
—Vaya, vaya, vaya… —susurró, mientras leía el producto final—. Mira lo que
tenemos aquí.
Cuando Janie llamó a Tom Macalester para concertar una cita, el abogado
dijo:
—Hace un día demasiado bonito para encerrarnos en un despacho. Quedemos
en la plaza. Yo también quiero hablar contigo de algo.
—¿Yo chillo?
—A veces. Ésta podría ser una de tales ocasiones. He analizado los problemas
de inmigración de Bruce y tengo la impresión de toparme con una pared. Es
la pared con la que todo el mundo se topa en situaciones semejantes, de
manera que no es del todo alarmante, y creo que a la larga todo saldrá bien.
De todos modos, no soy un experto en ese tema y no sé muy bien cómo
escalar esa pared. Tal vez no soy la persona más adecuada para defender a tu
hombre.
¿Mentía, le ocultaba algo que tal vez no querría oír? ¿Quizá callaba ideas
personales acerca de su situación que a ella le molestarían? Por lo general
Tom era muy directo. Janie consideró su comportamiento casi irritante.
Tenía razón: Janie tuvo ganas de chillar. No obstante, Tom había expuesto sus
argumentos de una forma tan razonable y meditada, y estaba tan preocupado
por lo que consideraba un fallo personal, que Janie casi se compadeció de él.
Vio la decepción reflejada en su rostro y, por primera vez, observó algunas
arrugas en su frente. Le cogió la mano y le dio un apretón mientras se
encaminaban hacia un grupo de bancos. La palmeó y luego la soltó.
—Lo siento.
—¿Por ejemplo?
—Lo sé. La legislación sobre ese tema me encanta, la conozco al dedillo, pero
el caso me exigirá cierto tiempo, al menos hasta que me adapte. La cuestión
es que no debería aceptar tu dinero si no hago bien mi trabajo.
—Caramba, Tom, y tú me acusas de ser tópica. Tus bromas empeoran con los
años.
—Sí, esta vida es una larga pendiente hacia el abismo. Escucha, agradezco tu
sinceridad, tanto sobre tu situación como sobre la mía, pero no quiero
cambiar de abogado. Si es necesario, consigue a alguien que se ocupe del
trabajo, y yo pagaré la factura, pero no deseo hablar con nadie más. Eres el
único abogado que he conseguido llegar a soportar. Haz el favor de ser mi
parachoques. Es lo único que te pido.
—De acuerdo.
Tom esbozó una sonrisa, pero a Janie le pareció que estaba teñida de tristeza.
—Lo estoy.
Tom sonrió, miró alrededor con aire casi furtivo y se inclinó hacia ella.
—Cálmate un poco. El otro día dijiste algo acerca de tener una especialidad
única. ¿Trabajar en un problema único obraría el mismo efecto, aunque no
fuera necesariamente mi especialidad?
—Creo que sí. Sospecho que me he topado con un nuevo síndrome. —Le
entregó la lista de nombres—. Todos estos chicos sufren un problema «muy
raro» de huesos astillados. Lo descubrí durante un viaje al interior de Big
Dattie. No te preocupes, tenía permiso.
—Menos mal.
—Sobrevivirá.
—Conmigo o sin mí, no me cabe duda. Bien, he descubierto que todos tienen
los huesos no rotos, sino destrozados. La similitud es demasiado casual para
pasarla por alto. Los he ordenado por fechas. Échale un vistazo. —Le tendió
una gráfica que mostraba la pauta de los accidentes—. Se aprecia un
repentino aumento de frecuencia.
—Ha de existir una debilidad inherente, algo que provoca una vulnerabilidad
capaz de dar lugar a fracturas súbitas e inexplicables; tal vez genética.
También podría ser por culpa de una enfermedad. No he visto indicios de que
alguien esté investigando el historial de estos críos. Por tanto, podría ser algo
único, ¿verdad? —Supongo que sí. Deberías consultar con un especialista en
enfermedades óseas.
—¿Crees que será muy difícil? Sacaré a alguien de una instalación petrolífera.
—Janie, creo que vas bien encaminada. No sería mala idea analizar esta…
pauta. Quiero que me mantengas bien informado en todo momento. Sin
embargo, utilizar tus investigaciones como una forma de que te renueven el
permiso de trabajo… no sé si… Es arriesgado.
—Tal vez, pero tendré que arriesgarme —repuso con decisión—. Mi trabajo no
significa nada para mí. Si me permite renovar el permiso, ésta es la
oportunidad de beneficiar a mucha gente. Por eso estudié medicina. Parece
que lo olvidé en algún momento. No quiero renunciar a esto.
Caroline Porter Rosow estaba sentada en una silla a la mesa de su cocina, con
la pierna extendida y el pie apoyado sobre un plástico que cubría el regazo de
Janie. Lo giró un poco para que ésta viera mejor el muñón del meñique,
mutilado en parte, todavía tierno casi un año después. Janie, que llevaba
puestos unos guantes bioimpermeables, movió de un lado a otro lo que
quedaba del dedo.
—Janie, es maravilloso…
—Lo sé. Estoy en ascuas. Sin embargo, Bruce pareció un poco decepcionado
cuando supo que íbamos a Islandia.
—Bien, la principal atracción son los géiseres… de modo que no olvides meter
un paraguas en la maleta; uno grande, a prueba de incendios. No será la
misma agencia que organizó nuestro viaje a Londres, ¿verdad?
Janie palpó otro dedo, esta vez con más fuerza, y luego se concentró en el
muñón de nuevo.
—La misma.
—Oh, oh…
—Allí no puede pasar nada. Es una roca, ¿recuerdas? No podré excavar nada.
—Manipuló todo el pie—. No te duele, ¿verdad?
—Cuatro meses. Desde México. No hace falta que te diga que Islandia
supondrá una mejora. —Janie apretó el dedo—. ¿Te duele más que la semana
pasada?
—A veces.
—No sirve de gran cosa. Ayuda, pero no me alivia demasiado. Dios, mataría
por volver a llevar tacones altos.
—Temo que tus días de putón verbenero han terminado, nena. Lo siento. Al
menos no perdiste el pie… y siempre podrás llevar medias de malla, si te
apetece. —Dio una palmada el pie de Caroline con afecto y lo soltó—. Déjame
ver tu mano.
—Supongo que sí —concedió Janie con una risita irónica. Giró la mano de
Caroline y examinó la palma, sin ver nada inesperado. Los moratones habían
desaparecido, y sólo quedaban un par de cicatrices de las pústulas—. Tiene
muy buen aspecto. Te las has cuidado bien. Temía que tu cuerpo sufriera una
reacción exagerada cuando te inyectaran el sensor de identificación, porque
tu sistema inmunológico quedó destrozado por culpa de la peste, pero no fue
así. Todo va bien.
—Eso fue hace casi un año. ¿Por qué no me dijiste antes que estabas
preocupada?
—Que Dios nos ayude cuando tengas hijos. —Bajó la voz para que el marido
de Caroline, Michael, no la oyera—. A propósito, ¿te ha venido la regla?
—Un día.
—Gracias.
Sin embargo no había quedado embarazada, al menos durante los ocho meses
en que lo había intentado cada día, incluso hasta dos veces, en función de su
ciclo, sin utilizar métodos de control de natalidad. No era una buena señal.
—No deberías llevar el dedo al aire. Si te lo rozas o golpeas con algo, podría
suponer un problema. ¿Te cambias los calcetines con regularidad?
—Sí.
—Por supuesto.
Silencio.
—Por eso puedo permitirme el lujo de comprarlos. Está bien, seré más
cuidadosa.
—Creo que ya ha desistido. La última vez que lo intenté fue la semana pasada,
pero no puedo manosear toda esa grasa sin que me entren náuseas, de
manera que quedó seco. Se llevó una gran decepción.
—Y cada día menos, supongo —conjeturó Janie mientras se secaba las manos
con una servilleta de papel—. Lo sospechaba. Ya ni me acuerdo de la
sensación. La última vez que no trabajé ni fui a la facultad, Betsy aún era
pequeña. —Arrojó la servilleta al cubo de la basura—. Y sólo duró unas pocas
semanas.
—¿Cómo va eso?
—¿Hay novedades?
—Pues sí. He descubierto algo que tal vez sea lo bastante extraordinario para
reiterar mi solicitud. —Explicó una vez más lo que había hallado. Cada vez
que lo contaba, se convencía más de que valía la pena probar suerte—. La
cuestión es que necesitaré un poco de ayuda… con un análisis de datos.
Cuando reviso lo que he averiguado hasta el momento, hay un par de cosas
que exigen un estudio más exhaustivo. —¿Por ejemplo?
—Bien, para empezar, ¿por qué ha surgido de repente? ¿No tendría que haber
casos previos a este brote súbito?
—Es posible. Tal vez sucedió antes de que se crearan las bases de datos.
—Oh, es cierto, ocurrieron cosas antes de las bases de datos. A veces lo
olvido.
—Sí, y aunque tenemos una visión idílica de aquellos tiempos, no todo era
agradable. —Exhaló un largo suspiro—. Es posible que se dieran algunos
casos de esto, sea lo que sea, y nadie los relacionara, o quizá alguien los
relacionó, pero estaba trabajando en otra cosa y no sobrevivió a las
epidemias.
Janie sacó del bolso una copia de la lista de nombres y la entregó a Caroline.
—Tu rey apenas sabe que lo es, y no reconocería una base de datos ni aunque
surgiera del lago Ness y se lo tragara. Además, su opinión debería importarte
un bledo. Tardarás mucho en volver. Dime qué te preocupa en realidad.
Camino de casa, Janie se detuvo frente a un bar del barrio, en el que había
reparado con frecuencia. Aquella noche no había cola, de modo que se atusó
el cabello, se alisó la ropa y entró.
Apuró la copa y salió del bar sin haber intercambiado una frase con nadie.
Explicó su plan.
Su amiga suspiró.
—Sólo confío en que salga mejor que la última vez, cuando nos disfrazamos
para conseguirte algo que alguien no quería que obtuvieras.
Siete
—¿Qué pasa, amigo? ¿Tan seguro estás de que volverás a beber que desdeñas
esta posibilidad? Debes de ser más listo que el hombre que te monta.
—Conque es cierto eso que dicen de que los caballos guían hasta el agua. —
Le acarició el cuello—. Creía que era un cuento de brujas.
Se arrodilló en la ribera y, mientras se mojaba los dedos, captó un olor
conocido. Sulfuro. El mismo olor que había percibido ante la casa de la madre
Sarah, cerca de Londres.
Olfateó el aire. No cabía duda. Había pensado que nunca más volvería a
toparse con aquel producto químico. Corrió hacia su caballo, cogió la
cantimplora y apuró el agua filtrada que contenía. Luego, sin utilizar su paño
nipón, la llenó del mágico líquido amarillento que brotaba del suelo.
No era la primera vez que protestaba por el camino que Guillaume Karle
había escogido y, como antes, éste se esforzó por calmarla. Cuando la
muchacha insistió, acalló sus quejas con una explicación críptica.
—Vuestro padre sólo dijo que debía entrégalos sana y salva. No especificó una
ruta, ni una fecha.
—Me encuentro peor a cada legua que recorremos. ¿Por qué hemos de
detenernos con tanta frecuencia en las granjas? Entráis, y debo aguardaros
fuera, para que todo el mundo me vea.
Regresó de una granja con media hogaza de pan. La partió en dos y tendió un
trozo a Kate. Aunque distaba mucho de estar recién cocido, lo cogió con
avidez y dio un mordisco.
—No tardaremos en llegar, y podréis comer pan con todas las exquisiteces
que encontréis, pero hasta en París escasean los bocados deliciosos en estos
tiempos. —Le dirigió una mirada de franca desaprobación y la regañó—.
Parecéis una princesa, con vuestra preocupación por esas cosas.
Kate se sonrojó.
—Las exquisiteces me son indiferentes —replicó con irritación—, incluido el
jamón, pero a veces pensar en algo bueno me conforta. No hago daño a nadie
con mis fantasías. El único placer que ansío de veras es reunirme con père .
—¿Estáis loca? —preguntó Karle con incredulidad—. Una joven sola sería
presa fácil de un caballero andante, hay muchos. —Lanzó una risita cínica—.
Y si bien admito que lo empleáis muy bien, vuestro cuchillo de poco os
serviría ante una espada.
—No es posible prever los actos de los falsos caballeros —afirmó Karle con un
tono que no admitía réplica—. ¿Cómo es que os mantenéis tan ignorante de la
verdad de estos tiempos? ¿Acaso vuestro padre os ha encerrado en una
vitrina?
—De poco sirve ser experta en obstetricia si caéis muerta en la cuneta de una
calzada, asesinada por un supuesto noble caballero. Tenéis que procurar
sobrevivir para utilizar bien vuestro talento. Si lo que afirmáis es cierto,
seríais de gran ayuda en nuestra causa. —La miró fijamente—. Venid conmigo
y lo veréis.
Esta vez la joven no esperó fuera. Los recibió en la puerta de una pequeña y
decrépita casa de piedra una mujer triste, de brazos esqueléticos y vientre
hinchado por el embarazo. De sus mejillas fláccidas Kate dedujo que el feto se
alimentaba de todo lo que podía y había dejado a la mujer casi desnutrida.
La mujer la miró con suspicacia, pero cuando Karle la llamó a su lado invitó a
ambos a entrar.
—Sólo se levanta para vaciarse —explicó la mujer—. Gracias a Dios que aún
puede hacerlo, porque yo ya no tengo fuerzas para ayudarle. Todo lo que
toma sale de su cuerpo como agua sucia —susurró con tristeza—, aunque
apenas come nada.
—No ha enfermado, gracias a Dios, pero no crece desde hace dos veranos.
Además no habla —añadió con expresión contrita—. Temo que se ha
idiotizado.
—¿Hay otros?
—¿Le enterrasteis?
—Lo mejor que pudimos… Cavé un agujero poco hondo en el borde del campo
del oeste, le depositamos en él y luego lo cubrimos con rocas. Rezo para que
los animales no le hayan devorado.
La mujer la miró.
—Lo pregunto porque algunos médicos opinan que las ratas son el origen de
la peste.
—En ese caso, todos moriremos, porque nos hemos visto obligados a
comerlas.
—Es posible. No puedo asegurarlo. Tenía edad para cazar solo. Llegamos a un
punto en que ni siquiera compartíamos las piezas que conseguíamos. —Se
persignó con movimientos rápidos—. Que Dios nos salve de ese pecado. Tal
vez el niño atrapara una y, azuzado por el hambre, la comiera sin decir nada,
pero lo ignoro.
—Nadie debe comer ratas —dijo con firmeza—. Nunca más. Hacerlo significa,
casi con toda certeza, la muerte.
—De todos modos, vamos a morir. Kate no encontró palabras para aquel
comentario desesperado. Le abrumaba la desesperanza que veía, y entregó
las manzanas que le quedaban a la mujer. De pronto se sintió avergonzada
por la salud de que gozaba, por la carne que recubría sus huesos.
—¿Cómo hemos caído tan bajo? —susurró entre sollozos—. ¡Había tanto por lo
que dar gracias! Ahora no queda nada.
—Has de coger todo el que puedas, porque servirá para que tu père se
recupere. Lleva las hojas a tu maman , y ella le preparará una tisana. —A
continuación se dirigió a la mujer—. La infusión de hojas de diente de león le
aliviará el estómago. Entonces tal vez pueda ingerir alimentos. —Apoyó una
mano sobre el estómago hinchado de la mujer—. Debéis secar las hojas que
queden después de hervirlas con el agua y molerlas para tomarlas en forma
de polvo. Contienen una magia que os fortalecerá a vos y al bebé.
—Mi père me enseñó algunas cosas —dijo con firmeza. Bajó la vista y susurró
a Karle—: Cuando me hablaba a través de la puerta de mi vitrina.
—Quizá haya leña suficiente para encender fuego —dijo mientras se ceñía a
los hombros un mantón raído—. Detrás de la casa.
—¿Por qué me hizo una reverencia? —preguntó Kate, una vez que hubieron
montado.
—Porque hacía mucho tiempo que no veía una piel tan saludable como la
vuestra, y os habrá tomado por una diosa. —Sonrió con cinismo—. Al menos,
por una princesa.
Mientras retiraba las piedras restantes con sus pequeñas manos, Karle la
miró con admiración y curiosidad. Cuando intentó acercarse, ella le disuadió.
—En este momento, actúo como una comadrona, no como una joven, de modo
que montad guardia…
A los franceses, por ejemplo. Lo más a menudo posible. Sonrió para sí.
La mujer abrió los postigos que mantenían sus quesos a salvo de aquéllos que
les concederían gustosamente la libertad, sans son , por la noche. Debido a la
escasez provocada por la guerra, la comida era muy apreciada, y una porción
generosa de queso se había convertido en un gran lujo del que sólo
disfrutaban los muy ricos o los muy astutos. Liberado de su prisión nocturna,
el olor penetrante se esparció por la calle. Era el aliciente que Alejandro
necesitaba para abandonar las telarañas y la paja húmeda de su escondite
provisional para bajar a buscar algo que calmara los gruñidos de su
estómago.
No obstante no era tan idiota como para hacer la oferta, ya que su bondad le
dejaría grabado en la memoria de la anciana. Desde su llegada a París,
evitaba repetir la misma actividad para no llamar la atención. Aparte de
trabajar en el libro de Abraham, lo único que podía hacer era observar. Se
había fijado en la voluptuosa joven que invitaba a los caballeros a subir por su
oscura escalera, tanto de día como de noche; los rudos muchachos que
jugaban con palos hasta sangrar en sus batallas de mentirijillas; la tímida
viuda joven vestida de luto, que arrastraba a un niño lloriqueante y cargaba
con una cesta que siempre parecía terriblemente vacía. Ya conocía a todas
estas personas, aunque sólo llevaba unos días en aquel arrondissement .
¿Cuánto tiempo pasaría antes de que alguien reparara en él?, se preguntaba.
El día anterior había oído la dulce voz de una niña (había exclamado «père
!»), y el sonido le había robado el aliento. Había girado en redondo, justo a
tiempo de presenciar la feliz llegada a casa de su afortunado père , que
regresaba con cosas que la pequeña necesitaba, en especial su corazón y su
afecto. Abrazó a la criatura y cubrió su carita de besos mientras Alejandro los
miraba con envidia.
Quiera Dios que el mundo recobre de nuevo la cordura, y que algún día Kate
pueda disfrutar de esos placeres sencillos.
Se paró ante los quesos y oyó que la mujer de la bata gris le preguntaba por
sus preferencias con una voz más firme de lo que había sospechado. Señaló
su modesta elección y pagó con monedas pequeñas. Después de darle las
gracias con una sonrisa y una inclinación de la cabeza, cruzó a toda prisa la
calle y se encaminó hacia la boulangerie , donde compró una hogaza de pain
dorado, todavía caliente. No pronunció ni una palabra desde el momento en
que salió de su habitación hasta que regresó con la comida.
—Lo que esa mujer contó… ¡Me avergüenza que tales cosas ocurran!
Arrebatar la riqueza de un hombre ya es deshonroso —dijo mientras el agua
goteaba a través de su paño de seda—, pero quitarle los medios de sustentar
a su familia es peor aún. Es el más vil de los robos.
—¡No fue designio de Dios, sino suerte, pura suerte! De no haber sido por la
llegada inopinada de sus paladines, la esposa del hijo del rey estaría en
nuestro poder, y negociaríamos con su cabeza.
—¿Por qué no? ¿Ha de seguir sobre su cuello sólo porque es de sangre real?
¿Hay que ahorrarle el mismo trato que padecen los súbditos de su marido, a
menudo por motivos triviales? Si su cabeza pudiera comprar mil arados, ¿no
sería razonable por su parte cederla?
La joven, cuya captura permitiría adquirir mil arados y más, se llevó una
mano al cuello.
—Tal vez a vos os parece justo ese intercambio, pero os aseguro que la dama
labraría todos los campos de Francia con sus propias manos con tal de
salvarse.
—Quizá valdría la pena perdonarle la vida para ver tal prodigio. Ahora que
está bajo la protección de Navarra, no tendré la oportunidad de decidir… de
momento, pero ya veremos si se presenta otra ocasión.
Había comprado pluma y tinta, pero no tenía nada en lo que escribir sus
traducciones, excepto las propias páginas.
Su razón triunfó por fin. De no ser por mis esfuerzos, lo perderían por
siempre jamás.
No obstante, las revelaciones del levita no eran del todo agradables. Después
de su saludo bondadoso, Abraham había lanzado una serie de severas
admoniciones contra el mal uso de su sabiduría. «Maranatha !», había escrito,
una palabra que Alejandro no sabía traducir, si bien su sonido impresionaba
al médico convertido en escriba. Aparecía repetidas veces entre las rigurosas
advertencias pero, pese a sus esfuerzos, no había conseguido descifrar su
significado a partir de los términos que la rodeaban.
«Maldito sea el que pose sus ojos sobre estas hojas y no sea un sacrificador o
un escriba. Maranatha !».
En verdad, ¿qué maldición no ha caído ya sobre mí, para que tema otras?, se
dijo.
Los ojos empezaban a picarle, de modo que los frotó un momento para calmar
la tensión. Recordó a Kate, los consejos que le había dado: no estropees tus
ojos con demasiada lectura. Se atusó el cabello y lo apartó de su cara. Un
mechón volvió a caer. Se posó entre las dos páginas de papiro. Intentó
retirarlo, pero tenía los dedos entumecidos.
No servirá de nada, decidió por fin. Guardó con cuidado el libro en su bolsa,
echó una última mirada por la ventana y salió en busca de alguien que
pudiera revelarle el significado de la palabra misteriosa. Tal vez un sacerdote
podría ayudarle, aunque consideraba a todos unos charlatanes parásitos.
Conocen los nombres de todos sus enemigos, recordó. Alguno conocería la
palabra. Preguntaría sin demostrar excesivo interés, con discreción. Afirmaría
ser un erudito. ¡Ah! Buena idea. Podría preguntar a un erudito. No faltarían
en la universidad, que se encontraba a corta distancia. Quizá podría iniciar
una investigación intelectual sin llamar la atención. Tal vez incluso encuentre
a alguien con quien conversar…
—¿Qué esperabas?
—A él en concreto no, pero ocurrió algo. —Hizo una pausa—. Han ingresado a
uno. Hacía tiempo que no sucedía. Llegó a casa muy disgustado, había
olvidado lo terrible que puede ser. Por lo visto, el tipo no había solicitado
tratamiento médico. —Suspiró y flexionó los dedos—. Me contó que los dedos
de las manos y los pies del hombre habían desaparecido casi por completo
cuando murió.
—De Kendall.
—Lo sé. Michael me explicó que procedía de una comunidad donde rechazan
el tratamiento médico, salvo en las circunstancias más extremas.
—Siempre es así.
No obstante, incluso alguien tan estúpido como para dejarse morir por sus
creencias irracionales despertaba compasión. Dios te salve María… rezó para
sus adentros. Se interrumpió al oír que la puerta se abría y echó un rápido
vistazo hacia atrás.
Caroline le imitó. Janie advirtió que cojeaba un poco y observó los pies de su
amiga. Reprimió una exclamación al ver que estaban embutidos en un par de
zapatos de tacón alto, viejos pero de aspecto matador.
Janie observó a su amiga, que decía algo con voz seductora, supuso, aunque
había demasiado ruido en el bar para oírla. Como era de esperar, el joven se
levantó de su terminal y caminó hacia ella con una sonrisa victoriosa en la
cara y una botella de vino. Se sentó a su lado, y tendió la mano para
presentarse.
Cerró los ojos y trató de sacudirse de encima sus preocupaciones. Cuando los
abrió, Caroline y su ligue estaban interactuando con gran éxito. El joven tenía
un aspecto poco corriente; era alto y delgado, con un extraño atractivo, pensó
Janie. Aparentaba unos treinta años, con un halo de espesos rizos de un rubio
rojizo y una perilla ridícula, que había pasado de moda a principios de siglo.
Había memorizado las órdenes necesarias y las introdujo con rapidez, como si
intentara desactivar una bomba nuclear antes de que el tiempo se acabara. Se
mordió el labio mientras sus dedos volaban, al tiempo que profundizaba más y
más en la base de datos, hasta obtener el material que necesitaba.
—Qué curioso. No encaja con su imagen. La estatura, tal vez, pero parecía
muy listo…
Una sonrisa sagaz apareció en los labios rojos de Caroline. Al estilo de Mae
West, se ahuecó el pelo con una mano mientras apoyaba la otra en la cadera
con aire seductor.
—No me acuerdo muy bien, pero supongo que no debe ser así.
Gracias a los efectos milagrosos de la cafeína, Janie seguía despierta a las dos
de la madrugada, mientras su programa de bioestadísticas clasificaba,
reordenaba y desarrollaba los datos robados. Habría sido más fácil y rápido
utilizar los mecanismos de filtración de Big Dattie, pero resultaba alentador
poseer los datos no elaborados, sin contaminar por ideas ajenas de cómo
debían interpretarse. Las cifras, listas y códigos de ADN le hablaban en un
lenguaje propio, y decían: Aquí hay algo. Sólo tienes que mirar.
—Pensaba que era genético —explicó Janie—, pero ahora no estoy tan segura.
Todos los padres son normales. Tal vez sea ambiental.
—Gran idea —admitió—. Ya sabía yo que existía algún motivo para quererte.
—Sí.
Cuando llamó a Tom por la mañana, después de una noche de dormir muy
poco, Janie oyó el mismo ruido de agua, de una navaja sobre la barba
incipiente, y se preguntó cómo sería su rutina matutina.
Más tarde, cuando Tom se sentó a la mesa del restaurante donde habían
quedado para desayunar, el perfume de su loción para después del afeitado
era muy real, y olía de maravilla.
Janie le dedicó una gran sonrisa de bienvenida y trató de ocultar el leve rubor
que había acudido a sus mejillas, espoleado por el aroma del que parecía
estar más hambrienta de lo que creía. Piensa en él como en un sacerdote, se
dijo. Eso debería bastar para calmar al instante esos impulsos. Respiró hondo.
—¡Janie! ¿Qué coño has…? —Se inclinó sobre la mesa y bajó la voz—. No estoy
seguro de querer saberlo.
—No puedes incluir una información obtenida de forma ilegal en una solicitud
de readmisión laboral. Esperaba que todo fuera lícito.
—Si todo lo que hiciera fuera legal, ¿para qué iba a necesitarte?
Tom tomó aire. Janie casi le oyó contar hasta diez. El abogado se enderezó,
recobró la compostura y, cuando habló por fin, sus palabras fueron
mesuradas.
—Pues no.
—Tom…
—Así pues, si algún miembro de la policía biológica quiere saberlo todo sobre
tu pequeña excursión no autorizada a la base de datos, que como sin duda te
constará se castiga con una pena bastante severa, prefiero decir con toda
sinceridad que no tengo conocimiento personal de ello. —Hizo una pausa y se
controló—. No puedo creer que Caroline se aviniera a colaborar.
—Pues claro que lo es. Todo lo relacionado con esos capullos es peligroso.
—Lo siento. Nunca se me ocurrió que debiera ocultártelo. Jamás hemos tenido
secretos.
—Pues ya está —dijo, como si fuera la última palabra. Por un momento Janie
se sintió tentada de recordarle algunos de los secretos que había ocultado a
Harry antes de que muriera, experiencias que había compartido con el propio
Tom, indiscreciones juveniles agridulces, algunas de las cuales habría
preferido olvidar, acontecimientos que Tom conocía porque había sido el
coprotagonista. Un porro apagado a toda prisa, una botella de cerveza tirada
a tiempo; una sesión de súplicas con un poli que había pillado a Janie y Tom
en un coche aparcado en una carretera rural desierta, a punto de rematar la
jugada, cuando todavía había granjas en la comunidad donde habían crecido
juntos y la gente se ofendería si se los encontraba en aquel estado; la
humillación de verse obligados a bajar del automóvil, medio desnudos,
mientras el poli observaba a la luz de la linterna sus cuerpos jóvenes, hasta
avergonzarles por completo; una manta en una playa de Wellfleet invadida
por la niebla, donde la única persona en kilómetros a la redonda era un
solitario y bastante preocupado practicante de surf, y donde se habían
acariciado con placer y reverencia juveniles.
—Sí —dijo Tom con enojo—, y no me gusta. Ándate con cuidado cuando vayas
husmeando por ahí, por favor. Nunca sabes quién está mirando.
Parpadeó cuando lo miró por primera vez. El mapa mostraba todo Estados
Unidos, pero los puntos estaban distribuidos por el noreste, con escasas
excepciones. Había un par en la costa Oeste, en Los Ángeles, y unos pocos en
la zona de Chicago. Sólo había uno en el Medio Oeste, en St. Paul
(Minnesota).
Todas las familias eran urbanas, la mayoría del Este. Casi la totalidad vivía
entre la ciudad de Nueva York y el área del oeste de Massachusetts, donde
residía Janie.
Los apellidos eran judíos. Ninguno de los padres había padecido los
problemas que sus hijos evidenciaban. Daba la impresión de que habían
surgido en la generación actual.
—Procuraré recordarlo.
Eso justificaría una visita a Abraham Prives, aunque tal vez no en opinión de
Chet Malin… pero no estaba dispuesta a permitir que la sojuzgara.
La señora Prives estaba en el sitio donde la había visto por primera vez,
sentada en una silla junto a la cama, hablando con su hijo inconsciente.
—Ojalá pudiera decirle algo más —dijo Janie tras contestar a la retahíla
instantánea de preguntas de la mujer—. Aún no he encontrado ninguna
subvención, pero no he abandonado la búsqueda. Lleva su tiempo.
—Lo sé. Ha de ser difícil para usted. —Hizo una pausa—. ¿Qué le han dicho
los médicos?
—Que no pueden hacer gran cosa por Abraham de momento, al menos hasta
que baje la hinchazón.
—Es probable que estén en lo cierto. Hasta entonces, no se podrá hacer nada
por él. Es la causante de todo. La columna es demasiado grande para el
espacio que le corresponde. En el caso de Abraham, ese espacio se ha visto
afectado, de modo que hay que esperar.
—No he dicho que no se pueda hacer nada, sino que es lo más adecuado en
este momento. He venido porque me gustaría hacerle algunas preguntas. Por
supuesto, no está obligada a atenderme. Puede pedirme que me vaya, si lo
desea.
—No —dijo la madre con voz cansada—. No quiero que se vaya. Perdóneme si
he sido maleducada con usted. Últimamente soy maleducada con todo el
mundo.
La madre asintió.
—¿Dónde vivían?
—En High Falls, Nueva York, un pueblo del valle del Hudson. Mi marido daba
clases en Vassar, al otro lado del río. Era un lugar muy bonito.
—Conozco la zona. Hay parajes muy hermosos por allí. ¿Abraham nació allí?
—En realidad nació en Manhattan. Nos trasladamos a High Falls cuando tenía
dos años. —Miró a su hijo—. Recuerdo que al principio fue un poco duro.
Estaba habituada a tenerlo todo a mano. Cuando me familiaricé con los
alrededores, llegó a gustarme mucho. Me acostumbré a la tranquilidad,
Abraham tenía amigos con los que jugar. Durante un tiempo, me pareció un
paraíso.
Janie sacó una libreta del bolsillo y escribió «High Falls, Nueva York», en la
primera página.
—No. Tal vez mi marido se hubiera acordado de algo, porque leía los
periódicos mucho más que yo y prestaba atención a esa clase de noticias. Yo
estaba demasiado ocupada criando a mis hijos para fijarme en lo que sucedía
alrededor.
«Agua dura», escribió Janie, aunque pensó que no tendría mucha importancia.
En casi todos los estados de la nación podía encontrarse agua con un alto
contenido mineral, y no provocaba fracturas de hueso, antes al contrario, las
prevenía.
—No que yo recuerde. Siempre fue un niño muy sano, por eso cuesta tanto
aceptar esto. —Miró a su hijo—. Era muy activo. Le gustaba ir de excursión,
nadar y… —Hizo una pausa, y su frente se arrugó mientras se esforzaba por
recordar—. Me viene a la mente una cosa —dijo por fin—. Una vez, cuando
Abraham estaba de campamentos, fue a nadar a un estanque que contenía
una especie de bacteria de los castores, lo que descubrieron más tarde. A
todos los muchachos se les inyectó un antibiótico para impedir que sufrieran
una infección estomacal. Me acuerdo bien porque me llamaron para pedirme
permiso. El chico odia las inyecciones. Sentí la tentación de ir en coche hasta
el campamento. Está a este lado de la frontera del estado.
Una pequeña luz se encendió en el cerebro de Janie. Tal vez no sea relevante,
se dijo.
—Seis años, creo. Sí, seis. Era la primera vez que iba de campamentos.
Gracias a Dios que pudo ir, porque hubo que cerrar las instalaciones durante
un par de años después de las epidemias. Los propietarios murieron y ningún
miembro de la familia quiso responsabilizarse de ellas. Encontraron a alguien
pasados un par de veranos.
—¿Abraham volvió?
—Oh, sí. Acudía cada año que podía. Era un campamento religioso para niños
que estudiaban hebreo. Nosotros no éramos muy religiosos, en realidad, pero
aquel otoño iba a celebrar su Bar Mitzvah [2] . —Miró de nuevo al chiquillo y
suspiró—. Pero me temo que va a retrasarse un poco.
Janie le hizo algunas preguntas más sin importancia, sólo por educación.
Tomó unas notas antes de plantear la cuestión que le interesaba.
—Sé cómo te sientes —dijo a su colega, muerto tanto tiempo atrás, el médico
de la peste que había escrito aquellas palabras con su elegante caligrafía.
También entonces había carreteras en llamas. A donde voy, parece que
siempre encuentro una.
Esperó, temblando, con sólo una puerta de madera cerrada con llave entre el
intruso y ella. Aplicó la oreja a la pared que comunicaba con el pasillo y aguzó
el oído. Percibió los sonidos inconfundibles de una búsqueda desordenada.
Sólo se atrevió a salir del baño cuando no oyó nada durante quince minutos
seguidos.
El diario de Alejandro estaba en su sitio. Corrió hacia él, lo sacó del estante y
lo apretó contra su pecho.
Al cabo de una hora quedó claro que el autor del asalto estaba familiarizado
con las técnicas de investigación, porque no había dejado la menor huella.
—Ojalá pudiera decirte que cogeremos a ese hijo de puta, pero lo dudo mucho
—reconoció Michael—. Debía de llevar un traje de neopreno. No hay pelos,
caspa, ni pisadas, nada. Un fracaso total. Lo único que podría ayudarnos a
atraparle es el botín. ¿Qué has echado en falta?
—Caroline dice que has de venir a casa conmigo ahora mismo —explicó
Michael—. Quizá quieras coger algunas cosas…
—No, estoy bien. —Janie señaló la ventana—. Ya ha amanecido. Iré a mi
despacho de la fundación dentro de un rato, después de ducharme. De todos
modos, creo que no podría dormir. Estoy demasiado nerviosa.
Pero no a salvo, ni por asomo. Mientras Tom recogía los platos, fue a la sala
de estar y sacó el diario del estante, donde había vuelto a colocarlo antes.
Acto seguido se dirigió al ropero del pasillo y extrajo el disco de su bolso. Lo
puso entre las páginas del diario y lo introdujo todo en un sobre de papel
manila.
—Objetos de suprema importancia personal. Sólo hasta que compre una caja
fuerte.
—Ya lo creo.
¿Por qué le había avisado, cuando Michael era la persona más adecuada para
ayudarla?
Me pareció la cosa más natural del mundo, se dijo. Además, era su abogado.
El día era claro y azul, soplaba una brisa ligera y el brillo del sol era tan
intenso que Carlos tuvo que hacer sombra con las manos para protegerse los
ojos. Mientras contemplaba la propiedad de su anfitrión, sintió envidia,
porque bastaba con mirar la exuberante campiña para saber cómo había
heredado tanta riqueza el valiente y apuesto barón de Coucy. No obstante,
dadas las privaciones y penurias indescriptibles de los pauvres miserables
que trabajaban en las tierras de Coucy, ¿cómo iban a pagar más impuestos?
Hasta Carlos el Malo, el déspota más despreciado de toda Francia,
comprendía que era imposible extraer sangre de las piedras.
Kate aferró las riendas con tanta fuerza que los puños se le pusieron blancos.
Cerró los ojos y comenzó a rezar con desesperación.
O tal vez una comadreja o un zorro. Kate se preguntó durante cuánto tiempo,
antes de perder la conciencia, el hombre había visto a los animales del
bosque, cuyos ojos brillaban en la oscuridad como ascuas, disputarse sus
tripas.
Por fin reunió valor para desmontar, en el momento en que Guillaume Karle
daba media vuelta y vomitaba.
Apenas una hora antes habían visto otro ejemplo de la campaña vengativa de
Navarra, apoyado contra un barril podrido, con la cabeza cortada depositada
sobre el regazo. El día anterior habían sepultado a otros tres, uno crucificado,
otro asado vivo, y el tercero con los ojos arrancados y la lengua cercenada.
Cada nueva tumba que cavaban con sus lastimosos palos y piedras era menos
honda que la anterior, y cada vez se convencían más de que su viaje se vería
salpicado por una sucesión de laboriosos entierros. Desataron al hombre del
tronco y lo tendieron en tierra. Con la punta de la bota, Karle empujó las
entrañas hasta que descansaron sobre el estómago del cadáver. No intentó
meterlas dentro.
—¿Por qué han de torturar a esta pobre gente, en el nombre de Dios? —se
preguntó Kate—. ¿Por qué no se limitan a matarlos?
—Ésa es una pregunta que tal vez ni siquiera Dios sepa contestar. Navarra ha
convertido a sus caballeros en una partida de carniceros. —Karle la miró con
expresión cansada—. ¿Enterramos a éste también?
—No lo entiendo. Somos velas pequeñas, que se apagan con un leve soplido.
En cambio Navarra es una antorcha, difícil de extinguir.
—Lo comprendo, pero lo lógico es combatirle con las mismas armas que él ha
utilizado contra vosotros. La mejor forma de responder a un ataque es con
otro de naturaleza similar. —Reflexionó unos minutos—. Os diré algo que me
explicó père .
Karle gruñó.
—No es el momento más adecuado para otro de los cuentos de vuestro père .
—No deberíais dudarlo. Es algo de lo que podéis extraer una gran lección,
que os será de provecho si la comprendéis. Me contó que utilizó el polvo de
los muertos para sanarme, la piel seca y convertida en polvillo de los que
habían perecido de la misma enfermedad que me afectaba. Por eso cogí la
mano de aquel niño que murió de la peste, para guardar la piel y secarla. Es
un secreto que le transmitió una comadrona muy experta, la misma que ayudó
a mi madre a darme a luz.
—Pensad, Karle, en la lógica que encierran mis palabras. ¿Hay algo más
inteligente que utilizar la peste para combatir la peste? Del mismo modo
debéis combatir a Navarra.
—No es tan estúpido como pensáis, pero no me refería a eso. —Los ojos de
Kate destellaron de entusiasmo y determinación—. Debéis convertiros para él
en el mismo azote que significa para vos. Está organizado, tiene armas, dirige
sus fuerzas al modo militar. Debéis hacer lo mismo.
Hasta en Meaux, donde sus fuerzas eran numerosas, habían sido vencidos por
su negligencia, pero ¡casi habían triunfado! ¿Habrían conocido la victoria de
haber avanzado como un verdadero ejército, en líneas, con jefes, y empleado
estrategias militares?
—Cuando era pequeña, los hombres que frecuentaban nuestra casa apenas
hablaban de otra cosa. Casi nunca hacían caso de mis interrupciones, porque
mis preguntas eran aburridas y no les interesaba en absoluto lo que yo
pudiera decir. Mi única alternativa era escuchar mientras conversaban,
siempre sobre la guerra, las armas, la estrategia, la vida militar. Tal vez se me
contagió algo de todos aquellos conocimientos.
—Eso parece, y por vuestra mediación quizá se me contagie a mí. —Se levantó
y se frotó las manos—. Ahora utilizaré mi sabiduría recién adquirida para
decir que deberíamos, tal como habéis indicado, llegar a París. Allí hay
hombres que me ayudarán a trazar una estrategia.
—¿Quién?
—Marcel. ¿Cómo es posible que una brilliante como vos no haya oído hablar
del preboste de París?
Enlazó las manos y las tendió hacia Kate, que apoyó el pie en ellas. Karle la
izó sobre el caballo y después montó en el suyo.
—Cuando nos reunamos con vuestro père en París, le diré que debe daros
permiso para que conozcáis mejor el mundo.
Había poco más que tráfico peatonal en el puente, porque los caballos se
cotizaban mucho. Había pagado una elevada cantidad por instalar su montura
en un establo situado en las afueras de la ciudad y prometido aún más al
mozo de cuadras cuando regresara, más de lo que éste podía esperar ganar si
vendía el caballo. Los nobles se habían atrincherado en sus mansiones o
escapado de la ciudad, y se veían muy pocos carruajes. Se cruzó con alguna
carreta tirada por mulas, pero casi todo el tráfico era peatonal.
El sonido de las voces que cantaban escapaba por la puerta abierta del
magnífico edificio. Alejandro permaneció inmóvil y escuchó. Pese a su
desconfianza hacia todo lo relacionado con el cristianismo, permitió que los
tonos, armoniosos y cautivadores, elevaran su alma. ¿Por qué era su música
tan condenadamente hermosa, cuando todo lo demás era condenable, a
secas? Su amada Adéle a menudo le había confesado pecados bajo su hechizo,
y en una ocasión, mientras esperaba a que terminara, se había sentido
embelesado por sus sonidos perturbadores.
Pasó ante una hermosa mansión. Se veía tan moderna y nueva entre las casas
antiguas que la flanqueaban que se detuvo un momento para admirarla.
Quedó impresionado por la solidez de la mampostería, e intrigado por los
detalles ornamentales. Vio cristal (¡cristal!) en todas las ventanas. En esa
maison , sus habitantes disfrutarían de la bendición de la luz sin la molestia
del viento.
¿Habría una palabra o una frase en inglés que significara lo mismo que la
misteriosa Maranatha ? Era improbable. La falta de profundidad será la causa
de que caiga en desuso, reflexionó; algo que nunca le sucedería al latín.
Pasó ante un grupo de alumnos togados y caminó más despacio. Los observó
y, no muy lejos de allí, vio a dos soldados que parecían aburridos y fuera de
lugar. Alejandro pensó que ni siquiera entenderían lo que decían los
estudiantes. De hecho tampoco les importaría.
—Il veut diré: «venez, mon dieu » —respondió Guy de Chauliac—, es decir,
«venid, Señor». Es arameo. Tuve que aprenderlo cuando estudiaba. Bienvenu
a Paris , colega. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos.
A Guy de Chauliac le bastó con chasquear los dedos y señalar con la cabeza a
Alejandro para que los dos soldados aburridos, a todas luces los guardias
personales del dignatario francés, se abalanzaran sobre el médico. Le
agarraron por detrás y, aunque se revolvió como una fiera, no era rival para
dos hombres fuertes, de manera que le redujeron al instante. De todos modos,
continuó debatiéndose, ante lo cual el elegante De Chauliac reaccionó con
una expresión de desagrado y un gesto. Como resultado, el médico judío
recibió un fuerte golpe en la nuca y cayó a cuatro patas, al tiempo que soltaba
su preciosa bolsa. La cogió e intentó escapar entre las piernas de sus
captores, que lograron cogerle de la camisa y volvieron a atizarle.
Después los dos colosos le llevaron a rastras por las calles, precedidos por De
Chauliac, que caminaba con aire majestuoso, cargado con las pertenencias de
Alejandro. Mientras le arrastraban entre los montones de excrementos de
caballo y sobre los duros adoquines, como si fuera un delincuente, los
transeúntes se apartaban para dejar paso y le miraban. No era de extrañar:
protestaba a voz en grito como un poseso, sangraba a causa de los puñetazos
y olía a mil demonios. Su vergüenza sólo era superada por su ira.
Recuperó el aliento poco a poco y se apoyó sobre los codos para pasear la
vista en derredor. Su visión era borrosa y le dolía la cabeza a consecuencia de
los golpes, pero pronto se sintió mejor. Agradeció los haces de luz que
entraban por una estrecha ventana situada cerca del techo. La mazmorra en
que le habían encerrado antes de partir de España, una década antes, carecía
de toda iluminación. Reparó en un largo rectángulo de piedra, adornado con
una sencilla cruz sobre la tapa. Una cripta; de modo que estoy enterrado.
Después de pedir disculpas en silencio al inquilino del sepulcro, se aferró a un
borde y trató de incorporarse, pero descubrió atribulado que uno de los
tobillos no colaboraba. Se sentó, se encogió de dolor y palpó la articulación
paralizada. La presionó con los dedos y, con gran alivio, llegó a la conclusión
de que no estaba rota. De todos modos, comenzaba a hincharse y era preciso
vendarla.
—Mis saludos, monsieur de… ¡Ay, perdón! Quería decir doctor De Chauliac…
Ha pasado mucho tiempo, en verdad. Los dos somos ahora más viejos, pero
debo reconocer que habéis envejecido bien, y da la impresión de que gozáis
de una salud espléndida.
—Lamento deciros que mi santo patrón cayó fulminado por un rayo después
de enviaros a Inglaterra. No pude salvarle por más que lo intenté. La fuerza
del impacto hizo hervir su sangre. Fue un, digamos, accidente desafortunado
y bastante desagradable.
—Qué tragedia… Sobre todo, después de que cuidarais tan bien de su salud.
—Par don .
—Os aseguro que aquí no hay ratas. Tal vez en la cocina, pero está muy lejos,
en el sótano. —Su voz adoptó un tono ofendido, que sorprendió a su
interlocutor—. Pensaba que mi colección os impresionaría más.
—¡No! —dijo Alejandro—. Quiero decir, sí. Vuestra biblioteca es… —vaciló,
mientras buscaba la palabra precisa—. ¡Magnífica! No veía una igual desde
hacía mucho tiempo.
Su anfitrión giró sobre sus talones de repente y cogió una pila de ropas
limpias de una mesa cercana.
Salió con porte majestuoso de la sala y dejó solo a Alejandro con sus guardias
y una fortuna en libros. El médico no tuvo ocasión de disfrutar de los
volúmenes, pues los dos hombres se apresuraron a conducirle, a través de
una serie de largos salones y pasadizos tortuosos, a una pequeña habitación
situada en el último piso de la mansión, que parecía albergar un número casi
infinito de estancias. Se esforzó por memorizar la ruta pero, cuando cerraron
la sólida puerta de madera a su espalda, comprendió que escapar sería
imposible. Había una ventana acristalada lo bastante ancha para que su
cuerpo pasara, pero cuando la abrió y miró hacia abajo la altura se le antojó
vertiginosa, excesiva para sobrevivir a un salto sin protección. Había mucho
tráfico en la calle, y si no se rompía las dos piernas le capturarían al instante
y después ¿qué?
A la vista de esa conclusión, no había mal que por bien no viniera. Se sentó en
una silla pequeña e intentó serenarse. En ese estado de relativa calma, los
olores que impregnaban su cuerpo se revelaron. Había una jarra de agua
sobre una mesita, y un paño al lado. Siguió los consejos de De Chauliac y se
lavó, luego se puso la ropa limpia que le había entregado, mientras analizaba
los acontecimientos del día, sobre todo la conversación con el francés. Pese a
su desdicha, cayó en la cuenta con una inesperada pero bienvenida punzada
de placer de que, por primera vez en muchos días, había dirigido su discurso
a otra persona que no fuera él: a los sacerdotes, después a los estudiantes y,
por fin, a su antiguo profesor. Algo que había dicho De Chauliac, descubrió,
estaba hincado en su mente. Por más que se esforzaba, no salía. ¿Algo
referente a diminutos animales en el aire? Le torturaba, y sabía que debía
arrancarlo para someterlo a examen.
La primera página web era un folleto publicitario para las familias de los
posibles excursionistas. Revisó cada página con atención, visitó todos los
enlaces, volvió atrás cuando era necesario. Había hermosas fotos de parajes
idílicos, del interior de las cabañas, cuya limpieza era exagerada, porque no
había telarañas, tábanos ni toallas mojadas abandonadas sobre catres sin
hacer. A los padres les gustaría tal pulcritud, pero sus hijos adivinarían la
verdad. Había menús detallados de las comidas que se servían, seguidos por
entusiastas comentarios del director y los supervisores. Monitores de aspecto
saludable, con camisetas azul Israel y pantalones cortos caqui, sonreían desde
una foto de grupo, en la que todos los participantes estaban cogidos del
brazo. También había instantáneas de jóvenes con la cara limpia y un
bronceado envidiable, ni un descosido en la ropa. Todos felices y contentos.
En el segundo sitio, Camp Meier figuraba entre los primeros lugares de una
larga lista alfabética de campos de verano en que se enseñaba el hebreo, y
estaba enlazado con el sitio que acababa de visitar. El tercero contenía un
directorio de todos los campamentos del estado de Nueva York, de modo que
pasó rápidamente de largo.
—¿Por qué?
—Por lo que me ha contado, tal vez estuvo expuesto a algo llamado giardia .
Es una enfermedad causada por un parásito y se propaga por contacto con
cualquier manantial de agua donde vivan las esporas. A veces, los síntomas
son difíciles de detectar —mintió—, pero pueden producirse… —añadió
mientras lanzaba una mirada significativa hacia Abraham— secuelas; años
después, en ocasiones.
—No guardé nada. La última vez que nos mudamos, tiré todo lo que no era
absolutamente imprescindible. —Sonrió—. Al cabo de un tiempo, una se cansa
de cargar con todo y, después de las epidemias, bien, todos aquellos papeles
me parecieron carentes de importancia.
—En todo caso, no recuerdo haber visto nada parecido a eso cuando hicimos
la última limpieza.
—No, en absoluto. —La señora Prives hizo una pausa, con expresión pensativa
y preocupada. Después miró a Janie a los ojos—. ¿No pensará…? —No pudo
terminar la pregunta.
—Lo dudo. No quiero hacer conjeturas, pero creo que vale la pena
investigarlo. Necesitaré una carta de autorización. —Sacó del bolso una hoja
de papel y una pluma—. He traído una, por si…
—Cualquier cosa que pueda ayudarla. —Le devolvió la carta con expresión de
amargura—. ¿Ha tenido alguna noticia… de la subvención?
—No. Lo siento mucho. Sigo en ello, de todos modos. No desistiré hasta que
agote todas las posibilidades. Ni siquiera hemos llegado a ese punto aún.
—Confiemos en que sirva de algo. —Hizo una pausa—. ¿Qué le han dicho
sobre el hecho de que Abraham despertara?
—Nada.
Por favor, déjame ir a dormir y, cuando abra los ojos, que sea Navidad, con
todos estos problemas solucionados. Un inoportuno villancico navideño cruzó
su mente, con una letra desconocida…
La triste verdad era que la máquina de «periódicos» no era más que una
terminal de Internet preparada para imprimir y, encima, le permitía pagar
con su sensor de identificación. Apoyó la mano sobre el receptor de créditos,
oprimió un botón, retrocedió y miró mientras imprimía un ejemplar del diario
local, que se actualizaba cada hora. Sabía que algunas de las máquinas más
recientes incluso los doblaban.
Ésta no. Lo dobló con las manos y disfrutó de los familiares crujidos del papel.
Cogió un bocadillo y un café en el mostrador y se abrió paso entre el paisaje
de mesas hasta encontrar una lo bastante apartada. Se sentó y de repente se
sintió vieja y cansada.
Dejó el diario sobre la mesa, con la mitad superior a la vista, y leyó el titular
impreso en negritas:
Habrá alguna buena noticia en este libelo, pensó con amargura. Dio la vuelta
al periódico y leyó el siguiente titular.
Había una fotografía. Tal vez era de dos o tres años atrás: no había perilla, y
el cabello era más largo, pero no cabía duda de que era el hombre al que
Caroline había incitado a abandonar su terminal de ordenador unas noches
antes.
Janie sacó el teléfono móvil del bolso. Pronunció el nombre de Caroline y por
fortuna el aparato reconoció su voz temblorosa. Su amiga descolgó después
de dos timbrazos.
—¿Qué hay que entender? El tío ha muerto, así, de repente. Estuvimos con él
hace sólo unos días.
—No puede ser más que una coincidencia —repuso Michael, mientras
intentaba, con escaso éxito, volver a doblar el periódico.
—Por favor, Michael. Eres policía. Sabes que estas cosas nunca son una
coincidencia. Alguien entra en mi casa por la fuerza y no se lleva nada,
excepto mi ordenador, que contiene algo interesante, datos robados. Después,
ese tío, que estaba relacionado con la adquisición de esos datos…
El policía la miró.
—Porque casi como todo el mundo con un gramo de cerebro crees que las
verdaderas coincidencias no abundan. De todos modos aún no te lo he
contado todo. Esta mañana recibí un mensaje electrónico muy extraño, sin
remitente. Ya me habían mandado otro firmado con el mismo mote: Wargirl.
El primero rezaba tan sólo: «Hola, ¿quién es usted?», y pensé que lo habían
transmitido al azar, o que se trataba de un niño que jugaba con las teclas del
ordenador. En el último se leía: «No tenga miedo». —Hizo una pausa—. Llegó
en un momento en que estaba asustada, al parecer con buenos motivos. Dudo
de que sea una casualidad.
—Lo siento, cariño. Estoy un poco confuso. Me has pillado por sorpresa.
Cuando entró en la zona de recepción del bufete de Tom aquella tarde, las
arrugas de su frente eran tan visibles que la secretaria le preguntó si se
encontraba bien. Janie contestó que sí, aunque no era cierto, y le dio una
explicación vulgar.
—Oh, lo siento. Debe de estar pasándolo muy mal, pero la situación mejorará
pronto, estoy segura. El señor Macalester está volcado en su caso.
Casos, pensó Janie, pues todo apunta a que puede haber otro.
—Lo sé. Tengo una fe ciega en él. Escuche, no he concertado cita, pero no
necesito más de un par de minutos. Entregué algo a Tom para que lo
guardara en la caja fuerte. Quería recuperarlo, si es posible, por favor.
Janie estaba muy tensa, y habría preferido pasear para quemar un poco de
energía, pero obedeció. La butaca era tan mullida y cómoda que cuando Tom
salió de su despacho unos minutos después, Janie estaba medio dormida. Para
despertarla, apoyó con suavidad una mano sobre su brazo.
—Eh, dormilona.
—Sí, pero sólo una. Puse dos objetos en ese sobre. Me gustaría dejar uno
aquí, aunque es probable que vuelva a buscarlo muy pronto. Antes he de
arreglar unos asuntos.
—Eso sí me despertaría…
Tom rio, apretó una serie de botones en el panel, y la puerta exterior se abrió.
Hizo lo mismo con la puerta interior.
—Sólo los tuyos. Ninguno de mis clientes es la mitad de interesante que tú. —
Buscó en el interior y sacó el sobre que Janie le había dado. Después se lo
entregó—. Te ofrezco una taza de café, si te apetece. Tal vez te despeje.
—El disco —contestó Janie—, pero sólo para hacer una copia. Luego lo
devolveré. Dejaré el diario aquí, tal vez unos días más, si no te importa.
—Por supuesto.
—Gracias, pero creo que cogeré el disco y me iré. Estoy tan cansada que
apenas me tengo en pie. Ha sido un día de locura.
Momea regresó con dos discos. Janie guardó uno en el bolso y el otro en el
sobre, que devolvió a Tom. Éste lo introdujo en la caja fuerte.
—Muy bien —dijo Janie—. Eso es todo, supongo. Será mejor que me vaya a
casa, antes de que me derrumbe. No es que tenga muchas ganas, pero creo
que será lo mejor. —Lanzó una risita—. Al fin y al cabo, vivo allí, supongo.
—Eres muy bueno conmigo, Tom. Gracias. Temo que me habría dormido en el
autobús.
La recibieron los restos del naufragio, pero no fue demasiado terrible. Los
policías que habían acudido con Michael se habían tomado la molestia de
poner un poco de orden en el caos. Janie sabía que devolverla a su primitivo
estado exigiría algún tiempo de trabajo con escobas, cubos y cepillos. Y María
Callas. Tal vez un exorcista…, pensó.
Al final del pasillo estaba su cama, con sábanas limpias, almohadas mullidas y
una colcha de seda.
Tras una breve vacilación, Janie dio media vuelta y se encaminó hacia su
habitación.
—Janie.
—¿Qué?
Siguió un momento de silencio.
Tom estaba a punto de salir cuando el teléfono sonó. Aunque no era el suyo,
le dominó el ansia universal de descolgar el auricular. Lo hizo antes del
segundo timbrazo.
—¿Quién habla?
—¿Tom?
—Sí…
—Soy Bruce.
—Ah. Hola.
—¿Está Janie?
—No, has calculado bien. Las siete y ocho minutos, para ser exacto. Janie tuvo
un pequeño problema anoche.
—Claro.
—Di sólo que he llamado. No, espera. Dile también que la quiero.
Tom, obediente, escribió las palabras «Ha llamado Bruce» en un bloc de papel
y luego añadió «Te quiero». Lo dejó sobre la encimera, a la vista, y se marchó.
Once
Kate le dijo el lugar que había acordado con Alejandro, y se dirigieron allí.
—No hace ninguna falta que esperéis. Habéis cumplido con vuestra
obligación. Devolvedme mis monedas, por favor. —Tendió la mano.
—Es posible que vuestro père no lograra atravesar las murallas antes de que
cerraran las puertas.
—Es improbable que se permitiera llegar con tanto retraso como nosotros. En
cualquier caso, encontrará una forma. Es un hombre muy inteligente.
—Como gustéis.
No volvieron a hablar hasta que el sol desapareció detrás de los edificios más
altos de la ciudad.
—Marchad, pues —dijo Kate, que añadió con voz queda—: Con mi
agradecimiento por vuestra escolta y vuestra compañía. —Tendió la mano de
nuevo para que le devolviera la bolsa de monedas.
—Muy bien —concedió Kate por fin—, pero os exigiré que cumpláis vuestra
promesa de regresar mañana.
Karle experimentó un gran alivio, pero no permitió que ella se diera cuenta.
—Creo que no hay huesos rotos —contestó el hombre más joven—. Curará
dentro de unos días, a lo sumo.
—He descubierto que los judíos tienen los huesos frágiles. Mientras viví en
Montpellier, observé que sobre todo los ancianos sufrían fracturas con
frecuencia.
—No es tan fácil quebrantarnos como pensáis.
—Ah. Recuerdo bien, y con afecto, vuestro espíritu desafiante. Sois una
excelente compañía cuando os sentís inquieto. —Hizo una seña y apareció un
criado con una botella. Llenaron sus vasos de un líquido oscuro y aromático.
De Chauliac levantó el suyo y agregó—: Propongo un brindis, por muchas
conversaciones brillantes. —Exhibió una amplia sonrisa—. Y por el regreso del
hijo pródigo.
—El perdón es algo maravilloso —afirmó el médico, que cada vez se sentía
más incómodo—, sobre todo entre padre e hijo, pero yo no he dilapidado la
riqueza del mío. Tampoco tengo hijos, de manera que no estoy seguro de por
qué sacáis a colación esa historia.
—Sin embargo, nos comunicaron desde Inglaterra que tenéis lo que podría
llamarse una hija.
—No obstante la parábola no trata de hijos o hijas, sino del regalo que no se
utilizó con sabiduría. Vos recibisteis un regalo en Aviñón, de mí, de Su
Santidad el Papa, y lo dilapidasteis.
Dejó el vaso y movió la cabeza en dirección al criado, que colocó una bandeja
de carne sobre la mesa, entre los dos hombres.
—Delicioso —dijo. Cerró los ojos y se deleitó con el olor a cebollas y especias
—. No hablemos ahora de estas cosas. Son demasiado penosas y nos
estropearían la digestión. En estos tiempos, es difícil conseguir exquisiteces
como las que os ofrezco, muy difícil. —Cogió un cuchillo y cortó un trocito de
carne, que después pinchó con la punta y se lo llevó a la boca—. Comed, por
favor —dijo mientras masticaba—. Aunque tenéis buen aspecto, yo diría que
estáis un poco delgado.
De Chauliac sonrió.
—Yo creo que sí, a menos que hayáis cambiado desde la última vez que nos
vimos. He observado que algunas cualidades persisten; por ejemplo, todavía
sois un hombre proclive a la investigación. ¿Por qué, si no, llevabais encima
un manuscrito cuando os encontramos?
Karle esperó a que oscureciera por completo, cuando todos los ciudadanos de
París, al menos los que tenían comida, estarían cenando.
—Incluso en tiempos nefastos como éstos, los que patrullan las calles se
detendrán y compartirán algo de lo que tienen —explicó a Kate—. París aún
conserva algo de civilización.
Sin embargo, no fue tan imprudente como para dirigirse a la puerta principal
de la mansión donde Marcel vivía desde que había sido nombrado preboste.
Era absurdo correr riesgos innecesarios. Se acercaron a la entrada de la
cocina y miraron por la ventana. Vieron a una criada que removía el contenido
de una olla de hierro.
Karle tabaleó con los dedos sobre el cristal. La mujer volvió la cabeza, pero no
hacia la ventana, sino hacia la puerta. Una expresión expectante asomó a su
rostro.
Así era, porque la joven se secó las manos en el delantal a toda prisa y se alisó
el cabello.
La joven asintió.
—En ese caso, nos conducirás a él. No quiero hacerte daño, pero tampoco
deseo que nadie me vea, de manera que haré todo lo posible por protegerme.
Apartaré la mano de tu boca pero, si chillas, te golpearé, no lo dudes.
Kate obedeció con estupefacción y sin rechistar las instrucciones de Karle y
apoyó la punta del cuchillo en la nuca de la criada. El francés retiró la mano
de la boca de la muchacha y se apoderó del arma. Después le sujetó las
muñecas a la espalda y la empujó hacia adelante.
—Dirígenos —ordenó.
—No soy un cobarde, señor, sino un hombre que os respeta. Como ignoraba
qué tipo de recibimiento me depararíais, consideré prudente procurar que
fuera amable. Hemos venido en son de paz.
Soltó a la criada, que, presa del pánico, se arrojó a los brazos de su patrón.
Karle enseñó el cuchillo e hizo una seña a Kate, que se refugió a su espalda,
cogió el arma y la guardó en su media.
—Porque tanto ella como su aya me lo suplicaron. Las dos temían la ira de
Isabel, y creo que con fundadas razones. —Miró a los ojos de su carcelero—.
Estabais en lo cierto cuando me advertisteis sobre ella. Tendría que haber
estado más atento.
Alejandro suspiró.
Bajo los efectos del vino, De Chauliac se mostraba mucho menos sarcástico,
casi compasivo.
—Fue una pena lo que ocurrió allí —dijo De Chauliac, al tiempo que meneaba
la cabeza con tristeza.
—Creo que debería utilizarse una palabra más contundente. Aberración, por
ejemplo. Independientemente de los calificativos que merezca esa tragedia, el
resultado fue que no pudimos quedarnos. Nos instalamos en París una
temporada, y vivimos en el Marais, entre los demás judíos.
Alejandro asintió.
—¿Adónde fuisteis?
De Chauliac gruñó.
—Tampoco son tan exiguas. Aún conserváis vuestro oro, parte del cual os
entregó mi santo patrón, sin duda. Los judíos sois muy frugales.
—Sí, os creo. La idolatraba sin el menor recato. Ahora sólo le interesa que
Isabel se case.
—¿Aún está soltera? Ya tendrá veintiséis o veintisiete años.
De Chauliac rio.
—¿Por qué os sorprende? Una arpía real no deja de ser una arpía. Consiguió
imponer vuestra persecución a su hermano Eduardo, que ha visitado Francia
con más frecuencia que su padre. Se ha convertido en un guerrero temible.
Le llaman el Príncipe Negro por la armadura que lleva. En uno de sus viajes
aquí, me interrogó acerca de vos. Sospecho que sólo os perseguía debido a la
insistencia de su hermana. Se quieren mucho, por motivos que desconozco.
—Ah, sí, las ratas. Perdonad mis anteriores befas. Al principio me pareció una
teoría estúpida, pero me gusta escuchar. Soy todo oídos.
Casi todo París había salido a la calle para gozar del poco aire fresco que
soplaba, con las notables excepciones de Étienne Marcel y Guillaume Karle,
que continuaban en el interior de la sofocante casa, pues guardaban secretos
que estaban ansiosos por compartir.
Kate padecía el calor con ellos y se veía obligada a recordarles con frecuencia
que bajaran la voz, porque hablaban a voz en grito con las ventanas abiertas
de par en par.
Con qué rapidez han descubierto esos dos sus afinidades, pensó. Acaban de
conocerse, pero conversan como si fueran viejos amigos.
—Ya he visto las pruebas de su energía. Que Dios nos libre de ella.
—Nos rendirá un buen servicio. Nos guiará contra los de su propia clase.
Estoy seguro de que nos irá mucho mejor con él que sin él.
—Hay que confiar en que velará por sus intereses, y para asegurar nuestro
éxito bastará con lograr que sus intereses coincidan con los nuestros.
—¿Cómo? Se convertirá en nuestro nuevo amo y será mucho más cruel que el
apocado que aspira ahora al trono. No hará nada por detener las guerras,
porque contribuyen a sus propósitos. Todo el mundo está en guerra: Juan
combate contra Eduardo, Navarra contra el delfín, los campesinos contra los
nobles, los nobles contra sus iguales. Francia está sumida en un estado de
anarquía como no se había visto jamás. Hemos de alzarnos mientras
tengamos la oportunidad y hacernos con el control.
—Esas ideas son muy bonitas, Karle, pero están mal enfocadas —repuso
Marcel—. Si prometemos apoyar la rebelión de Navarra contra el delfín, la
nobleza se enzarzará en una guerra intestina, y nosotros estaremos armados,
y pendientes de lo que ocurra. Cuando las batallas terminen, aún seguiremos
armados, y su número se habrá reducido. Se habrán debilitado, y estaremos
en condiciones de asestarles el golpe de gracia.
Karle recordó que Kate había esbozado el mismo plan. Si bien detestaba la
idea de apoyar la causa de Navarra con el fin de favorecer la suya, parecía un
buen método de colocarse en una posición ventajosa para alzarse contra el
noble.
—Y por nuestro éxito en conseguir que Navarra se encuentre entre los caídos,
porque mi cabeza rodará por el polvo, cercenada por mi propia mano, antes
que llamarle rey.
Karle la cogió del brazo y la atrajo hacia sí. La joven se debatió unos
instantes, pero acabó sentada en su regazo.
—No es una sirvienta —aclaró Karle con orgullo—, sino una comadrona. Su
père la dejó a mi cuidado.
—Mais oui , por supuesto, pero bajo el velo de este vino la confundí con el
resultado reciente de los esfuerzos de una comadrona. Aún parece una niña.
Fresca como una rosa, y regordeta como una recién nacida, ¿no?
La criada se acercó en silencio, retiró los vasos y regresó con un par de velas
encendidas. Miró a los dos nombres con franca desaprobación y meneó la
cabeza.
Cuando llegó al final, les indicó una pequeña habitación, con un jergón de
paja junto a una ventana y un orinal en un rincón.
—Es todo lo que hay —dijo la criada al ver la expresión de decepción de Kate
—. Excepto el dormitorio del amo.
Bon dieu , pensó, conque se refieren a esto cuando hablan de… Se sentó y
contempló el miembro erecto de Guillaume Karle con cautelosa admiración.
Su curiosidad la quemaba, azuzada por una oleada de calor surgida en una
parte de ella que nunca se había manifestado antes. Observó la cara de Karle.
Estaba perdido en su mundo, borracho como una cuba. Tendió la mano con
lentitud, los dedos algo temblorosos, y le tocó en su parte íntima.
Dejó que los dedos descansaran sobre el miembro, que de repente volvió a
moverse, de modo que apartó la mano a toda prisa y la apretó contra su
pecho.
El tacto de la piel del hombre seguía impreso en la yema de sus dedos. Tendió
la mano y la examinó. Parecía la misma, y estaba segura de que era su mano.
No obstante, se le antojó diferente.
Kate vaciló.
—Hedíais, de modo que os he lavado. Sólo nos han dado este jergón.
La mano posada sobre su brazo era cálida, y el tacto, suave, y casi contra su
voluntad Kate sintió por él algo similar al cariño, pero enseguida recobró su
autocontrol.
—No había más remedio que compartir la cama —explicó con voz severa—.
Confío en que os portéis de una manera honrosa. De lo contrario, me veré
obligada a derramar el agua restante sobre vos.
—Sin embargo juraría que… —susurró Karle.
—Ay, sí. Tenéis razón; estoy borracho. —Hablaba con voz pastosa, de modo
que era difícil entenderle. No obstante, las últimas palabras que pronunció
antes de dormirse fueron inconfundibles—: Y vos muy bella.
—Os doy las gracias por vuestra hospitalidad —dijo, y notó un sabor amargo
en la boca al pronunciar las palabras—. No comía tan bien desde que estaba
en la corte de Eduardo.
—No.
Ya no quedan autoridades.
Pájaros.
—¿Tom? —preguntó.
En todo caso era una intrusa. Janie lanzó una exclamación ahogada, blasfemó
y, sin soltar la nota, corrió hacia la cocina en busca de algo afilado y
amenazador.
—Espere…
Cuando la desconocida entró en la cocina, se encontró con un brillante y
reluciente cuchillo de carnicero, que sujetaba con firmeza la mano derecha de
Janie.
—No, doctora Crowe, espere un momento… No soy una ladrona. Si deja ese…
Janie acuchilló el aire, esta vez con un gesto más amenazador. La joven
retrocedió.
—¿Quién es usted?
Siguió un silencio.
—¿Qué?
—Sí, sí, pero tranquilícese. Me llamo Kristina Warger. —Avanzó con paso
vacilante y tendió la mano—. Tenía muchas ganas de conocerla.
—Wargirl —dijo.
Kristina sonrió.
—Tom ¿qué?
Había despertado con un hambre desaforada, pero estaba tan estupefacta por
los acontecimientos de la mañana que sólo pudo probar las tortitas, aunque
eran sabrosas. La nota de Tom, con su seductor doble sentido, quedó olvidada
de momento durante la sesión de preguntas y respuestas que siguió a su
encuentro con Kristina Warger.
—Camp Meier —dijo la joven por fin—. Por eso he venido. Sus investigaciones
tocaron un punto sensible. Exigían… una respuesta.
—¿Quién?
—¡Por supuesto!
—Pues no. Usted nos encontró, de hecho. Aceptó una cookie de nuestra web.
Nos limitamos a seguir el rastro.
—Oh, venga, estoy segura de que otras personas sin buenos motivos han
pasado por esa página.
—Algunas, las que se pueden averiguar así. Los ordenadores tienen sus
límites, ya lo sabe. Me gustaría que me explicara cómo descubrió Camp
Meier, para empezar.
—Y su investigación del suelo de Londres… Bien, sólo puedo decir que fue
magnífico. Impresionante.
—Lo de menos es cómo nos hemos enterado de lo bien que trabaja. El caso es
que lo sabemos. Por tanto, cuando exploró Camp Meier por Internet,
supusimos que había sumado dos y dos y obtenido cincuenta y tres, o
cualquier otra cifra.
Janie miró a la joven. Dentro de un mes, su hija, Betsy, habría cumplido veinte
años, si no hubiera contraído el DR SAM.
Ésta no es mucho mayor. Janie cerró los ojos e intentó imaginar a Betsy
sentada a la mesa de la cocina de una desconocida después de haberse
instalado sin previa invitación. No era una visión que encajara bien. Betsy
había sido una niña despierta, pero no había tenido la oportunidad de
descubrir sus posibilidades. No habría hecho esto.
¿De dónde sacaba esa muchacha tanta audacia, pese a su tierna edad?
Sobrevivir a las epidemias había estimulado la osadía de algunos jóvenes,
incluso les había endurecido. Cultos extraños habían surgido entre los grupos
de adolescentes que habían sobrevivido al DR SAM. Pero ¿era dura esta
chica?
No. Atrevida, sí, fuerte, tal vez. Sin embargo Janie no percibía dureza en ella.
De hecho advertía cierta vulnerabilidad, una tendencia a buscar la aprobación
de los demás.
—¿Nosotros?
—Sí, nosotros. No hace más que decir que sabemos esto, sabemos lo otro,
supusimos lo de más allá… Le he preguntado quiénes son ustedes.
—Ejem…
—¿No se acuerda?
Janie observó que Kristina movía los ojos, de un lado a otro, como si buscara
en su memoria. Por un momento pareció que la muchacha hubiera emigrado a
otro lugar.
Recobrada del breve lapso, respiró hondo, como si se preparara para una
disertación. Sin embargo, su explicación fue breve, mecánica, de modo que su
atenta oyente pensó que la había memorizado y ensayado hasta el mínimo
detalle.
—¿Cómo se financian?
La chica tardó en responder, como si estuviera decidiendo qué debía decir.
Por lo visto, aquella pregunta en concreto no se había ensayado.
—Contamos con nuestros propios medios —balbuceó—, pero dudo de que eso
le interese.
—Bien, pues me interesa, le guste o no, al igual que me interesa saber cómo
han tenido acceso a mi trabajo de Londres y, sobre todo, qué hace usted aquí.
Supongo que no habrá venido para felicitarme por mi perspicacia científica, y
no creo que nadie de Camp Meier la enviara.
—No exactamente.
—Oh, sí.
—¿Qué es?
Menuda sorpresa.
—No soy una investigadora, pero hay muchos por ahí. ¿Por qué no se ponen
en contacto con ellos?
Estaba jugando al gato y al ratón con una cría. ¿Podía haber algo más
ridículo?
—No fuimos nosotros —afirmó la joven con suma seriedad—. Por eso he
venido esta mañana. Pensamos que no era prudente esperar más.
Lo era.
Kristina se marchó con aquella promesa. Subió a un pequeño coche que había
dejado aparcado en el camino de acceso y desapareció.
—Sé que no te gustará —le advirtió—, pero esto no me hace ninguna gracia.
En un par de días dos desconocidos han irrumpido en tu casa. Alguien te está
investigando, Janie, y eso me preocupa. Todo es muy extraño, y me gustaría
que no te mostraras tan entusiasmada. Quizá deberías poner tierra por medio.
Tal vez deberías conseguir un visado a cualquier sitio y salir de ahí. Deja tu
trabajo y lárgate. Ve a donde sea.
—¿Por qué?
Janie pensó que su deseo por vivir con él estaba fuera de duda, era algo por lo
que siempre lucharía, y él lo sabía. ¿Cómo podía ocurrírsele que no le
importaba? La irritó que lo insinuara siquiera.
—Lo sé. Odias tu trabajo; lo comprendo, pero sabes que es una situación
provisional, hasta que todo vuelva a la normalidad.
—Sí.
—Bien, era sincera. Te quiero, y sólo deseo lo mejor para los dos.
—Necesitaré una caja fuerte más grande si sigues trayendo cosas —comentó
Tom cuando Janie llegó—. Tal vez deberías mudarte aquí.
—¿Me ocultas algo que debería saber? Ayer dijiste que necesitabas contarme
un montón de cosas. Ahora tengo tiempo.
—No —dijo por fin, si bien la entristeció utilizar la palabra—. No era nada.
Simple fatiga. A veces, la imaginación me juega malas pasadas. —Sonrió—. Ya
lo sabes. Me asustó lo de la otra noche. No quiero perder las cosas que son
importantes para mí. A veces pienso que es lo único que me quedará cuando
sea vieja. Si llego a vieja.
Myra echó un vistazo al paquete que Janie abrazaba y le dedicó una sonrisa
tranquilizadora, casi maternal.
Guio a Janie hasta el interior de la amplia habitación. La luz que entraba por
una hilera de claraboyas era brillante pero indirecta, sin rayos muy bien
definidos. La estancia albergaba los muebles indispensables, todos
funcionales. Janie dejó el paquete sobre la mesa central y lo empujó poco a
poco hacia Myra.
—Creía que yo era la única que se conmovía con esta clase de cosas.
—Oh, no tengo cura —dijo Myra—. Los objetos raros me emocionan. De todos
modos, debo decirle que hace mucho tiempo que no lloraba al ver una pieza
nueva. —Sorbió por la nariz—. Si esto es lo que usted afirma, y a primera
vista parece auténtico —añadió mientras pasaba la mano sobre el diario,
como si lo bendijera—, será magnífico. —Volvió a posar la mirada en la página
—. Alejandro Canches. Español. Es un apellido poco común para un judío de
aquella época.
—Sé muy poco sobre ese período histórico, sólo lo que he leído desde que el
diario llegó a mis manos —explicó Janie—. He intentado comprender el
contexto de la época, pero es difícil… y la mayor parte del diario no versa
sobre su vida en España, sino sobre sus estudios en Francia y sus viajes
posteriores. Ésa es la parte que he logrado traducir. Me han prestado una
gran ayuda especialistas en francés arcaico que encontré en Ednet. Lo que
realmente se me resiste es el principio, lo que está escrito en hebreo. —Hizo
una pausa, confiando en que Myra diría: Oh, no se preocupe, querida,
conozco esa lengua, pero la conservadora guardó silencio—. ¿Puede
traducirlo? —preguntó por fin.
—Lo comprendo.
—Dios mío…
—Oh, eso no disminuye su valor, no es más que una rareza. Supongo que
encontrar esas notas en hebreo debió de ofender terriblemente el sentido del
orden de alguien. Quien lo hizo no era judío.
—No puedo asegurarlo —dijo Janie, vacilante—, pero no creo que los
propietarios posteriores a Alejandro fueran judíos. Sospecho que todos eran
ingleses, y una cosa curiosa es que todos fueron mujeres, a excepción de mi
predecesor.
Mientras volvía con cuidado una página de pergamino, Myra miró a Janie con
suspicacia.
Janie suspiró.
—Ya la leerá, pero le diré que Alejandro Canches era, en esencia, un fugitivo.
Estudió medicina en Francia.
—Oh, cielos… Mal asunto para un judío. —Una sonrisa iluminó el rostro de
Myra—. Supongo que tuvo buenos motivos.
—En efecto. En sus últimos escritos se revela como un hombre muy serio y
reflexivo. No me parece la clase de individuo que realizaría un acto semejante
a la ligera.
—Nadie hace cosas como ésa a la ligera —repuso Myra con semblante
pensativo—. Nadie en su sano juicio, por supuesto. Habla de él en presente,
como si aún estuviera vivo.
—Para mí, sí. Muy vivo. Por eso quiero asegurarme de que perviva aquí. —
Tocó la cubierta del diario—. Y aquí. —Apoyó la mano sobre el corazón. Tras
un breve silencio, añadió—: Debió dar la vuelta al libro y empezar otra vez en
francés desde el principio. Nadie habría visto el hebreo detrás, si lo hizo.
—Es probable —admitió Myra—, a menos que lo buscara. —Pasó otra página,
con una cautela casi exagerada—. Su caligrafía es muy hermosa. Muy
elegante.
Myra sonrió.
—En ese caso, es posible que lo esté rodeando usted de un halo romántico. No
debió de ser el héroe aventurero que usted imagina. Es probable que hiciera
muchas cosas para sobrevivir que usted no aprobaría, pero aquéllos eran
otros tiempos. Ahora son más fáciles.
—¿Usted cree? Vivir en una época como aquélla en cierto modo me atrae.
Ahora estamos tan… reprimidos, por nuestro gobierno, por nuestras
circunstancias…
—Caramba —dijo.
—No tenía ni idea, pero no tanto. Quizá deba contratar a un par de mis
amigos ladrones para que entren y lo roben.
Myra le dirigió una mirada significativa.
—Lo siento, he dicho una estupidez, aunque fuera en broma. —Janie lanzó una
risita nerviosa—. Creo que la cifra me ha trastornado un poco. En cuanto a la
otra información, ¿a qué se refiere?
—Oh, existen muchos datos de interés relacionados con un objeto como éste:
dónde se fabricó el pergamino, quién fue el encuadernador, qué clase de tinta
se utilizó, cosas así.
—Me temo que en eso no podemos ayudarla —dijo Myra—. Tendrá que
preguntar a otro.
Trece
En lugar de la fría luz de la luna, entraban por la ventana los cálidos rayos del
sol, que despertaron a Kate. Abrió los ojos, miró por la ventana y vio que el
sol ya estaba alto en el cielo. Aunque había dormido mucho, aún se sentía
soñolienta. Se incorporó con mucha parsimonia y paseó la vista alrededor.
Kate miró a Guillaume Karle, que inclinó la cabeza como Marcel, un acto de
adecuada cortesía. No obstante, en sus labios se adivinaba la sombra de una
sonrisa, que daba a entender una intimidad indefinida. Incómoda de repente,
Kate le sonrió con timidez y se retiró.
La cocina olía un poco a lejía, y Kate tuvo que abrirse paso entre las ropas
tendidas de Guillaume Karle hasta encontrar a Marie.
—¿No la acompañasteis?
¿Quién, en verdad?, se preguntó Kate. El pan que sostenía aún estaba un poco
caliente. Partió un pedazo y se lo llevó a la boca. No era como el de los
campesinos, basto y de grano grueso, sino dorado, elaborado con la mejor
harina, una adquisición difícil y cara, incluso en tiempos de paz. Su asombro
no hizo más que aumentar cuando la criada buscó en una alacena y le ofreció
una maravillosa ciruela madura.
Ella no esperó a que Karle reaccionara, sino que se acercó más y se paró
detrás de él. Miró por encima de su hombro con interés.
Cogió a Kate del brazo y la condujo a otra sala anexa, más pequeña, para
hablar con ella en privado.
—¿Y qué debo hacer yo, mientras atendéis a estos asuntos tan importantes?
Kate consideró la remota posibilidad de que Karle hubiera dicho a Marcel que
era su criada, y se dio cuenta con suma desdicha de que el preboste la trataba
como si pensara que ése era el caso. Se sintió muy ofendida por la idea, pero
prefirió callar.
—¿Cuándo volveremos a la rue des Rosiers? —preguntó.
Irritada, ofendida y algo perpleja, Kate accedió a dejarle a solas con Marcel.
Se volvió con brusquedad y bajó a la cocina hecha una furia. Al menos tendría
tiempo para lavarse la camisa.
Tal vez debería intentar disuadirle de este propósito. No dará nada bueno
como resultado.
—¿Qué?
—Oh… Nada. No es importante. —Al fin y al cabo, cuando se reuniera con
père , ya no sería problema suyo—. Sólo quería decir que os deseo buena
suerte en esta empresa. Os doy las gracias por venirme a buscar. —Después,
pasó a otro tema—. ¡Por cierto, ya era hora! Marie es una compañía
agradable, pero su conversación… ¡Madame esto, monsieur lo otro! Me temo
que la pobre criatura no sabe nada de lo que ocurre al otro lado de aquellas
paredes. Me moriría si mi vida fuera así.
—En ese caso, dad gracias a Dios de que no os haya impuesto semejante vida.
No obstante, pensad que Marie tiene un hogar decente, el estómago lleno y
un par de sous que puede llamar suyos. Pocos fuera de París pueden afirmar
lo mismo, y muy pocos dentro, por cierto. Marcel se ha preocupado de que
goce de cierta libertad, en consonancia con su filosofía. Personas muy
influyentes visitan con frecuencia su casa. Tal vez quiera dar ejemplo y
enseñarles cómo se debe tratar a la servidumbre.
Menuda libertad. Sin embargo, sintió cierta vergüenza, porque sabía que
Karle tenía razón.
—Sois tan juguete de Dios como cualquier alma mortal de esta tierra.
—Oh, sí, Karle, lo soy. Dios ha jugado conmigo con gran entusiasmo. Y
también con père . Más de lo que sospecháis.
Karle sentía una enorme curiosidad, pero además se daba cuenta de que
Alejandro pronto reclamaría a Kate su compañía, su devoción, toda su
atención. La mera presencia de la muchacha a su lado había significado un
consuelo para él, y por un brevísimo instante deseó sacudirse de encima todas
las responsabilidades que habían recaído sobre sus hombros, volver a ser un
hombre normal, dejar atrás el derramamiento de sangre; vivir como una
persona corriente, con sus malos momentos, penas y alegrías pasajeras. Aquí,
a mi lado, aunque apenas es una muchacha, hay una persona cuya compañía
ennoblecería cualquier vida corriente. ¡Qué gran fortuna!
Kate pronto marcharía. A cada paso que avanzaban hacia el lugar de la cita,
la inminente separación se le antojaba más dolorosa. Faltaba muy poco ya
para llegar a la rue des Rosiers, cuando reunió fuerzas para cogerla del brazo
y obligarla a detenerse.
—¿Sólo yo?
—No tengo ni idea de qué le parecería ese plan. Si os referís a que nos
convirtamos en soldados de vuestra causa, no accederá, pero debe hablar por
sí mismo, como sin duda hará si se lo proponéis.
Karle le cogió una mano. En contraste con la suya, era pequeña y delicada.
—¿No os molesta que hable con él sobre esta cuestión? —preguntó con mayor
seguridad de la que sentía.
—Si tuvierais que hablar por vos, ¿cuál sería la respuesta? —insistió el
francés.
—Sería sí.
Le mataré con mis propias manos si ella sufre de alguna manera, se prometió.
Sufrirá como ningún cristiano lo ha hecho jamás.
Oyó el roce de unos ropajes y unos pasos que se acercaban, levantó la vista y
vio a De Chauliac en la puerta de la habitación.
—Tal vez deberíais pensar que podríais ser mi descuchado cautivo —repuso
De Chauliac con una sonrisa irónica.
—No soy tan tonto como para no haber pensado en esa posibilidad.
De Chauliac rio.
—No puedo permitir que os vayáis sin antes disfrutar de todos los placeres de
vuestra visita. —De Chauliac se reunió con Alejandro junto a la ventana—. He
planeado muchas cosas para vos. Hemos de hablar de numerosos asuntos, y
hace mucho tiempo que anhelaba esta oportunidad; muchos años, de hecho.
No penséis que vuestra visita será infructuosa. Mañana gozaremos de la
compañía de algunos invitados ilustres. Como ya os dije, he preparado una
velada entretenida. Creo que encontraréis la compañía agradable e
inspiradora.
De Chauliac le miró con sus fríos ojos azules y habló con voz serena.
—Os aseguro, colega, que no pretendo jugar con vos… todavía. Tened por
seguro que os enteraréis cuando lo haga.
Kate reprimió las lágrimas hasta que casi llegaron a la casa de Marcel, pero
cuando Karle y ella doblaron la última esquina no pudo contenerse más. El
francés tenía la intención de entrar por la puerta principal pero, al ver luz en
la ventana del salón, decidió utilizar la de la cocina.
—¡Sí! ¡No! ¡No lo sé! ¿Cómo se puede prescindir de lo que desea el corazón?
—No debéis preocuparos. Me atrevería a decir que me seréis muy útil. Al fin y
al cabo, ahora hay dos hombres en la casa, y da la impresión de que dos
caballeros siempre necesitan la ayuda de un centenar de damas, ¿no os
parece? No lo admitirían nunca, desde luego.
—No conozco las costumbres del más joven, pero vos podríais ocuparos de
sus necesidades mientras yo atiendo las de monsieur Marcel —añadió Marie
al tiempo que le guiñaba un ojo—. No me cabe duda de que vuestro caballero
habría preferido que fuerais vos, no yo, quien lavara sus repugnantes prendas
esta mañana. —Lanzó una risita—. Y yo también.
—¿Qué pensará si me dedico a servirle de esa manera? ¿Pensará que soy su…
mujer? No estoy muy segura de desear que eso ocurra.
—Pero no me sirve de nada —dijo Marie—. Sólo los nobles tienen tiempo para
estas trivialidades. ¿Os enseñó monsieur Karle? —preguntó con interés.
—Mi madre sirvió por un tiempo a una dama inglesa de alta cuna —contestó.
¡Si supiera cuán alta!—. Aprendió muchas cosas buenas, que luego me enseñó
a mí.
Marie rio.
—Me gustaría mucho poner a prueba esa teoría —repuso la criada mientras
soltaba una carta y ganaba la mano—. Abrigo pocas dudas de que demostraría
que es errónea.
Estos pensamientos la absorbieron hasta tal punto que apenas oyó lo que
decía la parlanchina Marie durante el camino. Estaba demasiado oscuro para
contemplar las maravillas de la ciudad, deslucida ahora por la anarquía, pero
aún era un prodigio. Al cabo de unos minutos entraron en un patio
adoquinado y se detuvieron ante una puerta de madera maciza.
No oyó ningún sonido procedente de la sala, por lo que dedujo que alguien
estaría leyendo o estudiando. Kate se sentía atraída hacia la luz como una
polilla y se esforzó por ver algo. Marie aún intentaba en vano convencer al
estirado mayordomo de que les permitiera cruzar el umbral.
—Será mejor que esperéis aquí —dijo por fin el criado—. Ya he oído bastantes
lisonjas.
Dio media vuelta tras hacer una breve reverencia. Kate se demoró con la
esperanza de echar otro vistazo al interior, hasta que la criada la cogió del
brazo y tiró de ella.
Las damas se fundieron con la oscuridad y, cuando las perdió de vista, tuvo el
deseo de ponerse en contacto con ellas, de intercambiar unas palabras.
Cambiarse por una de ellas, siquiera un momento, sería la bendición más
hermosa imaginable.
—Monsieur dijo que vendrían muchos caballeros esta noche —explicó Marie a
Kate—, supongo que para hablar de la guerra. No desea que les interrumpan.
Yo tampoco quiero que sus estúpidas peticiones perturben mi descanso.
Marie, haz esto; Marie, haz lo otro. Por tanto, procuraremos que no se
enteren de que hemos vuelto, ¿eh?
Karle estará con ellos, pensó Kate. Le entristeció saber que no lo tendría a su
lado.
Mientras jugaban a las cartas, Kate y Marie oían las voces masculinas
procedentes del salón. Las palabras eran ininteligibles, pero se percibía el
entusiasmo de la discusión.
—Les encanta esta guerra —comentó Marie al tiempo que meneaba la cabeza
con expresión apesadumbrada.
—¿Dormiréis arriba otra vez? —preguntó Marie con una ceja arqueada en
señal de curiosidad.
Marie no tardó en encontrar un vaso y una jarra y vertió una buena dosis de
vino tinto. A continuación se sirvió unas gotas en un tazón, que alzó para
brindar.
Los líderes de París bajaron la voz y las miraron mientras pasaban en silencio
a su lado, con la cabeza gacha y la vista clavada en el suelo. Era algo que los
caballeros de la corte del rey Eduardo nunca hacían, pero en aquel tiempo era
una niña impertinente, no el esbelto objeto del deseo de cabellos dorados en
que se había transformado. Notó que los desconocidos la desnudaban con la
mirada mientras subía por la escalera. Advirtió que el fuego de sus ojos se
apagaba cuando sus fantasías se desvanecieron y devolvieron su atención al
tema que discutían. Sus voces se alzaron de nuevo, y las intervenciones de
cada contertulio estaban salpicadas de palabras bélicas.
Cuando llegó al pasillo del piso superior, la mirada de Karle todavía persistía.
La sintió como una mano sobre su espalda, y siguió acompañándola cuando se
quitó la ropa y se tendió sobre la paja. Mientras se deslizaba hacia el sueño,
imaginó aquella mano cálida y firme sobre su cintura.
—Ay, Carlos Alderón —susurró—, ¿has vuelto? Por favor —suplicó a la sombra
que le había perseguido durante tanto tiempo—, déjame que disfrute de la
poca paz que tengo.
Una vez que el diario estuvo a buen recaudo en el depósito, y sus tesoros
personales en la caja fuerte de Tom, Janie se sintió un poco menos vulnerable
y dispuesta a embarcarse en una nueva empresa, la que Kristina Warger le
había expuesto de una forma tan tentadora.
—Lo siento mucho. Supongo que no he hecho del todo bien los deberes.
—Tal vez no sea una desgracia. Su página web está muy bien y proporciona
una información excelente.
—Reconozco que muestra muy bien el aspecto del lugar, sus instalaciones,
pero lo que lo convierte en algo especial y no se aprecia en las fotos es su
espiritualidad. No me refiero a la religión, pues el programa nunca se
concentró en ese aspecto. Era algo más sutil. Tal vez… un sentido de
comunidad, algo que apenas existe ya en este mundo y allí se ha desarrollado,
lo crea o no. Mi madre solía afirmar que, cuando fui a Meier, ya era un buen
chico pero, cuando volví, era mejor.
—Diecisiete, aunque le gusta pensar que tiene treinta. Siempre le digo que no
tenga prisa por crecer.
—Sí.
No lo sabes bien.
—Pues sí. El DR SAM aclaró las cosas, y fuimos capaces de superar nuestras
diferencias. Me alegra decir que aún seguimos juntos.
—Es estupendo.
—Sí, pero de antes de que usted lo adquiriera, del verano en que se produjo el
incidente de la giardia . Estoy a cargo de uno de los antiguos visitantes, un
muchacho llamado Abraham Prives. Tuvo un desgraciado accidente, y estoy…
trabajando con su madre.
—¿Qué le ocurrió?
—Se dio un encontronazo con otro chico jugando a fútbol y sufrió una grave
fractura de columna.
Se hizo el silencio al otro lado de la línea. Janie pensó por un momento que la
comunicación se había interrumpido.
—Ni yo.
—Me sería muy útil conseguir una lista de los chicos que fueron tratados de
giardia . Si no puede ser, bastaría con una lista de los alumnos de aquel
verano.
—¿A qué ciudad pertenece el campamento? Tal vez alguien del gobierno
municipal se acuerde.
La poca fe que tenía en los gobiernos locales se hizo añicos cuando terminó
de hablar con las autoridades de Burning Road y del condado al que
pertenecía. No quisieron soltar prenda hasta que llenara una solicitud,
utilizando los formularios del Acta de Libertad de Información.
¿Ya?, quiso preguntar Janie con sarcasmo, pues parecía que la jovencísima
Kristina hubiera llegado a tal conclusión tras un prolongado período de
observación, pero se reservó la pregunta para otra ocasión, cuando conociera
mejor las peculiaridades de la muchacha.
—Creo que no era esto lo que esperaba cuando acepté. Me ocupé de algunos
cabos sueltos de mi vida, pero si el proyecto va de esto, no creo que vaya a
correr mucho peligro.
—La noche es joven, doctora Crowe, muy joven. No se engañe, por favor.
Ahora vamos a cambiar de política. Tenemos la lista de los chicos que
padecen este problema, pero no los registros del campamento, de manera que
no podemos establecer comparaciones y comprobar si se superponen.
—¿Y la otra página web, la del alumno que quería ponerse en contacto con
otros compañeros? Tal vez él sepa algo. Incluso es posible que esté en una
lista de correo electrónico.
Siguió un silencio.
—Supongo que podríamos hablar con él, pero preferimos no implicar a los
chicos en este proceso, a menos que sea absolutamente necesario.
—¿Por qué?
—No reaccionan bien cuando les dices que pongan sus asuntos en orden, pero
si hemos de hacerlo, lo hacemos, y punto.
Por eso, cuando se entrevistó con el hombre que dirigía la investigación sobre
la muerte del entrenador del equipo de baloncesto y pidió los detalles,
esperaba que le hablara de los descubrimientos que habían revelado las
huellas corporales de la víctima, el contenido de la bolsa de pruebas tomadas
en el lugar de los hechos y los análisis informáticos de las fotos del lugar.
—Estupenda idea.
Hacía casi un año que no las veía, desde que había marchado de Inglaterra,
pero allí estaban. Cerró el compartimiento y volvió al asiento del pasajero.
—Veo que llevan fusiles químicos.
—La hostia.
—Yo opino lo mismo. Este caso es muy raro. —Reflexionó durante unos
segundos—. Si no fuera imposible, diría que alguien se nos adelantó y
succionó todas las pruebas antes de que llegáramos. Tendríamos que haber
obtenido quinientos rastros humanos positivos. Era un carril bici. ¿Cuánta
gente cree que pedaleó, corrió o sudó en ese carril? Joder, el presidente
corrió por ese carril. Me han dicho que sudó como un cerdo. Sin embargo no
encontramos nada.
—Nada; ni vello púbico, ni residuos de perfume, ni caspa bajo las uñas de los
dedos. Voy a decirle algo que sé sobre esta víctima, pero nadie debe
enterarse.
«Los niños no reaccionan bien cuando les dices que pongan sus asuntos en
orden», había dicho Kristina, de manera que en consideración a aquella
información, por otra parte bastante obvia, Janie refrenó su primer impulso,
que era establecer contacto con el chico de la silla de ruedas y pedir una lista
de los alumnos del campamento que habían contestado a su página web de
Internet. En cambio, probó con la señora Prives, que colaboró en lo posible,
aunque parecía un poco distraída.
—No pasa nada —dijo Janie. Con los nombres bastaría—. Me ha sido de gran
ayuda.
«Mucho tiempo sin vernos», fue el mensaje electrónico que envió a Wargirl.
—Coge una silla —indicó Janie—; hay suficiente para las dos.
Janie había observado que Kristina era una joven inquieta, cuyo
temperamento podría describirse como enérgico e incluso nervioso. Poseía
una vitalidad que parecía envidiable, pero Janie se preguntó, mientras la veía
comer, tan parecida a la Betsy que ahora se habría sentado a la misma mesa,
cómo se las habría arreglado su madre para lidiar con una niña tan
hiperactiva.
Volvió de su pequeño coche unos minutos después, cargada con una caja
cerrada con cinta adhesiva, sospechosa debido a la ausencia de marcas
exteriores. La depositó con cuidado sobre la encimera de la cocina.
—¿Es para mí? —preguntó Janie con cierta sorpresa, mientras Kristina
levantaba la tapa de la caja.
—Ha de haber otros como yo por todo el país —dijo Janie a Kristina.
—¿Cuál?
—Por favor, doctora Crowe, deje de fingir que no entiende por qué la hemos
elegido. La observamos y nos gustó lo que vimos.
—Creo que estás confundiendo los términos —dijo por fin—. Soy dominante,
lo admito, pero insisto en que no me va lo de ser jefe. He sido dominante
durante un montón de años sin ocupar cargos administrativos, y pienso seguir
siéndolo el resto de mi vida. No es mi estilo supervisar a los demás.
Demasiada interacción de una clase que detesto en especial.
—Creo que se subestima. Lo haría muy bien.
—Lo dudo. Otra cosa. Me sería muy difícil ausentarme en este momento
porque…
—No se preocupe por eso. No tiene por qué viajar —aseguró Kristina, como si
todo estuviera decidido y la opinión o las preferencias de Janie no contaran en
absoluto.
Janie meditó unos momentos y después se sintió algo culpable por haberlo
hecho.
—Lo sabemos. Debería reunirse con él. Así se sentirá mejor, trabajará con
más ánimos. En cuanto a su cargo directivo, su única interacción con los
demás será electrónica. Le enviarán toda la información que recaben, y usted
indicará a sus contactos si necesita más datos, o si los que le han
proporcionado no cuadran; es decir, lo mismo que hace ahora para la
fundación, con la diferencia de que podrá trabajar en casa y la única persona
con quien tratará seré yo. —Kristina puso una mano sobre el pequeño
ordenador—. Y con Virtual Memorial.
—De acuerdo. Has conseguido que me sienta un poco mejor. De todos modos,
me pregunto por qué este amiguito tiene un nombre.
—Y lo hará. Deberá determinar qué datos faltan. Una vez que se hayan
introducido todos, será preciso programar la evaluación. Cuenta con un
puerto de comunicaciones seguro, al que nadie podrá acceder.
—No me jodas.
—Me lo imagino.
—Porque parte de la información que reúna tal vez sea un poco delicada.
—Tengo la sensación de que todo el proyecto acabará siendo «delicado».
—Tal vez, pero eso no estará claro hasta que avancemos un poco más.
—En efecto —dijo Kristina—. Bien, debería hacer una copia de seguridad de
los archivos cada día. Puede enviarlos al satélite, que se encargará de
almacenarlos, pero si no manda uno actualizado para sustituir a otro entrado
antes de que hayan transcurrido tres días desde la última actualización, esos
archivos irán a parar a la papelera de reciclaje.
—Sí.
Janie se preguntó quién sería. Alguien de quien nunca he oído hablar; alguien
dotado de un poder discreto y los cojones de utilizarlo. Si alguna vez llegaba a
conocer a esa persona, sabía que la adoraría o la odiaría.
—Bien, ¿qué debo hacer ahora que me has enseñado dónde está la correa?
Cuando Alejandro abrió los ojos por la mañana, vio el manuscrito de Abraham
sobre la mesa, cerca de la ventana, y a su lado, pluma y tinta. Para mayor
sorpresa, vio una bandeja con unas invitadoras vituallas matutinas: una
hermosísima manzana roja, un trozo de queso y una hogaza de pan dorado y
crujiente. Al lado de la jofaina de porcelana había una jarra con agua y un
paño limpio.
Dejó un espacio en blanco para escribir la palabra cuando por fin descubriera
su significado. Cosa que haré, se juró. Se disponía a traducir la primera frase
del siguiente párrafo cuando alguien llamó a la puerta.
¿Qué importa?, se dijo con una sonrisa; cuando escape, iré ataviado como un
noble.
Carlos de Navarra aceptó la carta que le ofrecía el paje del barón de Coucy y
le despidió con un gesto. Reconoció el sello rojo al instante, porque lo había
visto incontables veces en los últimos tiempos. Otro comunicado de mi aliado
de París. ¡Y pensar en los caballos que habían reventado con sus misivas
diarias! Era un desperdicio pecaminoso, pero necesario.
»Habrá que estudiar esa tregua de vez en cuando, por supuesto, y si después
de haber reclamado vuestro legítimo derecho le consideráis una amenaza
excesiva, deberíais hacer lo necesario para afirmar vuestra posición».
Sin embargo no hace todo esto por lealtad a mí, pensó Navarra, sino porque
piensa que, cuando todo haya terminado, seguirá al frente del gobierno de
París.
No debía permitirse tal arrogancia a un hombre de cuna burguesa. Cuando
sea rey de toda Francia, tal vez permitiré que siga en su puesto… si me
apetece.
La luz del sol nunca había sido más benévola, ni un jergón de paja tan
confortable.
¿Puede existir una dicha mayor que la que ahora conozco?, pensó Kate.
—Qué noche más dulce —susurró Karle—. El sol ha salido demasiado pronto
para mi gusto.
—En efecto, porque el sol obedece sólo a su capricho, sin hacer caso de lo que
nosotros pensemos. Se irá y volverá otra vez, ajeno a nuestros deseos. —Su
sonrisa se desvaneció—. Hay otros asuntos que no se solucionarán con tanta
facilidad.
En cuanto aquellas palabras surgieron de sus labios, Kate fue muy consciente
del paso del tiempo, de la trágica e inevitable muerte de cada precioso
momento. La noche había terminado, el día avanzaba de manera inexorable.
Abandonarían su lecho de paja y continuarían la misma vida de antes, sin que
sus actos de aquella jornada se vieran influidos por lo que había sucedido
entre ellos. Había que preparar una rebelión, encontrar a un padre. Ninguna
primera noche de amor apartaría aquellas espadas que Dios había colgado
sobre sus cabezas.
No pensará que voy a ser siempre su niña. Debe de saber que no es así.
Cuando Karle se apoyó sobre un codo para levantarse, Kate le aferró el brazo.
Ella le estrechó.
—Esperarán.
Aun así, ¡qué deliciosa desobediencia, qué dulce vergüenza! Era consciente
de sus partes femeninas mientras andaba, utilizadas por primera vez como
Dios manda. ¡Como Dios manda!, repitió en su mente.
Por un momento deseó celebrar una reunión con su madre fallecida, o incluso
con su vieja niñera, o con la comadrona, la madre Sarah, cualquiera de las
cuales contestaría a esta pregunta con un guiño afectuoso o una mirada de
comprensión. Père le había explicado, durante sus escasas y tensas
conversaciones sobre asuntos femeninos, en las que intentaba ser padre y
madre de ella al mismo tiempo, que los judíos tenían estrictas leyes que
gobernaban las actividades entre hombre y mujer en el lecho.
«En esta cuestión los cristianos son más sensatos —había admitido a
regañadientes—. No existe otra restricción que casarse ante su dios».
Los criados de Guy de Chauliac trajinaban por la casa para organizar los
preparativos de la fiesta nocturna. Sentado a un extremo de la mesa del
estudio del francés, Alejandro contemplaba la frenética actividad que se
desarrollaba alrededor. El manuscrito de Abraham estaba abierto ante él. De
Chauliac se hallaba en el otro extremo, con un volumen de medicina en las
manos, pero daba la impresión de que no podía concentrarse en las páginas.
Sus ojos juzgaban con severidad las labores de la servidumbre. Por su
expresión el judío dedujo que su carcelero consideraba su tarea deficiente y
se preguntó por qué no tenía un ama de llaves que se ocupara de ese trabajo.
¿Y por qué debía ser él testigo de los preparativos? «Quiero teneros al lado
mientras estudio —había explicado el francés a Alejandro cuando lo sacó de
su pequeña habitación—. Es posible que necesite comentar con vos algunos
puntos ».
—Porque sí, español. —Sonrió con sarcasmo—. Aunque sirve de bien poco en
este momento.
—Mueve el estómago de una forma muy excitante —afirmó, con una sonrisa
traviesa, casi infantil—. Está muy contenta de poder trabajar en estos tiempos
difíciles, de modo que hará cuanto pueda por complacer al público.
—No habrá ninguna esta noche. La mayoría han sido enviadas fuera, hasta
que París vuelva a ser el de antes.
—Sólo para las nobles —contestó De Chauliac—. Las de las clases inferiores
van y vienen a su antojo. —Miró por la ventana y calculó la hora—. Creo que
tal vez haya llegado el momento de que regreséis a vuestra habitación,
aunque no deseo interrumpir nuestra agradable conversación. Deberíais
descansar un rato y luego prepararos.
Como te pasó a ti, pensó Alejandro, pero se abstuvo de expresarlo, pues sólo
contribuiría a irritar a su carcelero, y quería verle lo más contento posible. No
serviría de nada a sus propósitos despertar la cólera del francés aquella
noche.
Como si le hubiera leído el pensamiento, De Chauliac comentó:
«¿Hay judíos entre vosotros? », recordó haber oído decir a De Chauliac años
antes. El aspecto del elegante monstruo no difería mucho del que ofrecía en
el palacio papal de Aviñón, donde había hablado a todos los médicos de la
ciudad que habían logrado escapar de la peste. «En ese caso, avanzad un
paso », había ordenado. Alejandro había afirmado ser su acompañante, el
español Hernández, que tan sólo el día anterior le había sido arrebatado por
la temible enfermedad. Recordó que, todavía aturdido por la amarga pérdida,
había contemplado con una terrible envidia a los demás judíos cuando los
expulsaron porque Su Santidad el papa Clemente VI los juzgó inadecuados
para el trabajo. Recordó que había deseado con todo su corazón dejar que su
pie hiciera lo que ansiaba; avanzar un paso, que conducía a un camino muy
diferente.
—Diremos, sin faltar a la verdad, que sois un antiguo pupilo mío y un médico
de cierta importancia en vuestro país. —Compuso una sonrisa zalamera—. Tal
vez diremos que habéis regresado a París para visitar a vuestro mentor. No es
del todo mentira. No, si añadimos «con mis más vivas protestas».
—No hace falta dar más explicaciones, pero no dudéis de que conoceréis
grandes sinsabores si vuestros actos me avergüenzan de alguna manera.
Toda la casa estaba iluminada por antorchas y velas, y la música sonaba, pero
no se trataba de los sonidos extraños y cautivadores que se oían en las
iglesias del dios cristiano, sino de melodías más alegres y mundanas. Toda la
mansión olía a las hierbas exóticas y especias que los cocineros habían
utilizado con la intención de complacer los paladares de los comensales. Un
par de sirvientes con librea se erguían en la entrada, y Alejandro vio más,
muchos más de los necesarios para impedirle huir. Apostados en todas las
posibles sorties , se mantenían inmóviles y sombríos, tal como De Chauliac
había prometido. Cada vez que los miraba, descubría que lo observaban a la
espera de que cometiera alguna estupidez.
—Sólo si se los doy bocado a bocado —repuso Flamel con una risita.
—En ese caso, permitidme que os aliente a obrar así —afirmó De Chauliac con
un guiño—. Espero que dicha actividad os resulte placentera. —Tomó a
Flamel del brazo y lo guio hasta Alejandro—. Venid, os presentaré a otro
colega mío, el honorable doctor Hernández, un hombre por el que siento casi
tanta estima como por vos, porque es docto y sabio. ¿Cómo iba a ser menos?
En un tiempo fue alumno mío.
—¿En la universidad? —preguntó Flamel.
Alejandro advirtió que De Chauliac palidecía y sonrió para sí. Tus juegos no
siempre te salen bien, amigo mío, pensó.
De Chauliac miró con inocencia fingida a Alejandro y sonrió. Enarcó las cejas
y dijo:
—¿Colega?
—¡Alabados sean todos los santos! —exclamó Flamel—. ¡He oído hablar y
buscado ese libro durante años!
De Chauliac no cabía en sí de satisfacción.
—Esta noche lo veréis —afirmó—, tan pronto como los demás invitados se
hayan marchado. Es preciso concentrar toda la atención en él. Si conseguís
conteneros hasta después de la cena y el espectáculo, lo examinaremos
juntos.
—Ya podéis preparar una carreta llena de dulces para mi esposa, en tal caso
—dijo Flamel con descaro.
Alejandro pensó que los ojos le traicionaban. En el manto del paje estaba
bordado el símbolo de la casa Plantagenet. Sus sentidos se pusieron en estado
de alerta cuando el recién llegado interrogó a los guardias, en un francés
influido por otro idioma.
¡Inglés!
—¿Debo suponer que este mensaje es para mí? —Si sois, como mi amo le
llama, el «ilustre y magnífico señor doctor De Chauliac», entonces es para
vos, en efecto.
De Chauliac sonrió.
—Oh, cielos —repuso De Chauliac con severidad—. Tenéis que decirme, joven,
si sus anfitriones le han tratado mal.
—No, señor. Me atrevería a decir que ha sido motivo de orgullo para el delfín
ocuparse en persona de los cuidados de lord Lionel y que los demás, los que
no somos de sangre real y, por tanto, mucho menos merecedores de lujos,
encontramos sus disposiciones muy satisfactorias.
—Bien —dijo—. Siento un gran alivio. Claro que nosotros, los franceses,
hemos refinado el arte de tratar a nuestros cautivos con ternura y afecto.
¿Verdad?
De Chauliac rio.
—El delfín me ha encargado que vele por la salud y el vigor de sir Lionel
mientras sea huésped de nuestro país. Por lo visto, he fracasado, y lo lamento
muchísimo. ¡Oh! —exclamó con dramatismo—. ¡Qué vergüenza! No podemos
devolver al buen príncipe a su cariñoso padre con su vitalidad minada por
culpa de nuestras licenciosas costumbres francesas, ¿verdad? No, no. Hay
que enmendar el yerro.
—Si conocéis alguna cura para la gota, buen médico —dijo el paje—, dádmela
por el bien de mi señor.
El joven asintió.
—En ese caso, se llevará una decepción, al igual que yo, pues mi mesa
carecerá de su noble y querida presencia. Me parece un intercambio
razonable.
De Chauliac no quiso oír más objeciones. Rodeó con el brazo la espalda del
joven y dijo:
—Geoffrey, señor.
—Un poco.
—¿Cómo lo aprendisteis?
Si bien al judío le gustaba cada vez más aquel joven, vaciló antes de
responder.
—Todo el mundo parece tener una opinión sobre nuestro idioma. Decidme,
¿cuál es la vuestra?
Alejandro no pudo contener una sonrisa. Lástima que no sea judío, pensó con
cinismo. Ojalá la familia real inglesa llegue a apreciarle.
Quedaban aún dos sillas vacías en la enorme mesa de roble cuando los
presentes tomaron asiento. De Chauliac hizo caso omiso de los ausentes y
veló por el bienestar de los invitados. Alejandro se sintió complacido cuando
se encontró sentado al lado del cordial paje, pero algo molesto al descubrir
que su otro compañero de mesa era el impertinente Nicholas Flamel.
—Una vez, vi a una joven de Rumania bailar para el rey Eduardo —le había
contado Adéle—. Iba cargada de adornos de oro y plata, cadenas y amuletos
que tintineaban cuando se movía, y sólo cubrían sus opulentos pechos unos
círculos de tela dorada, sujetos por una tirilla delgadísima atada a su espalda.
—Adéle había dibujado en el aire formas redondas con las manos mientras
describía a la bailarina, y el corazón de Alejandro se había acelerado. Adéle
rio como una chiquilla antes de añadir—: Sin embargo, se tapaba la cara
como una doncella tímida. Todos advertimos que el rey tenía el miembro
erecto bajo su manto.
Mucho más a menudo que los judíos de Aragón, había pensado en aquel
momento.
—Vi bailar en la corte a una mujer parecida. Creo que era de Rumania.
Como si la hubiera llamado, la bailarina se plantó de repente ante él, con las
rodillas algo dobladas y sus partes femeninas, apenas ocultas, a escasos
centímetros de su cara. Alzó un pie y le tocó con un dedo la punta de la nariz,
mientras sus caderas seguían desplegando su magia rítmica. Alejandro
enrojeció hasta la raíz del cabello antes de que el pie se posara de nuevo
sobre la mesa. Los presentes prorrumpieron en vítores y aplausos, y vio por el
rabillo del ojo la perversa sonrisa de satisfacción de De Chauliac. ¿Habría
recibido la voluptuosa demoiselle instrucciones de seducirle? Era muy
probable. La mujer sonrió de forma lasciva, abrió los labios y exhibió su
lengua rosada, lo que complació sobremanera a los hombres reunidos
alrededor de la mesa, que silbaron, batieron palmas y animaron a Alejandro a
aceptar el desafío. Entonces, la joven se agachó y se inclinó, de tal modo que
sus pechos colgaron delante de la cara del médico.
Los últimos invitados habían llegado por fin. En el umbral, casi sin aliento, se
hallaban Étienne Marcel y Guillaume Karle.
Dieciséis
Janie se mordía las uñas de impaciencia cuando Kristina la dejó a solas con
Virtual Memorial. Era casi como tener un cachorrito nuevo. Había cosas que
aprender, rasgos de personalidad que descubrir, y se sintió muy despierta y
viva, aunque a aquella hora de la noche ya empezaba a tener sueño. Una
mirada al reloj le indicó que era plena noche en Londres, demasiado tarde
para llamar a Bruce. Además, no estaba segura de que las discrepancias que
habían surgido en su última conversación con él se hubieran disipado. Pese al
afecto que le tenía, sabía muy bien que Bruce era propenso a los sermones, y
lo último que deseaba en aquel momento era aguantar uno.
Sin embargo necesitaba una buena colada física, una purga corporal
completa, para eliminar todas las impurezas acumuladas debido a la falta de
sueño, el exceso de tensiones y problemas. Correr un poco le sentaría bien.
Era una noche de luna, y casi toda la ruta estaba bien iluminada. Cuando
Janie llegó a la mitad de la primera manzana, recordó que Virtual Memorial
seguía sobre la encimera de la cocina.
Parte del trayecto transcurría por el carril bici donde el entrenador había
sufrido el accidente. Era una ruta que recorría con frecuencia, y pensaba que
la conocía bien. Aun así, cuando abandonó la calle y entró en el atajo que
discurría por una zona boscosa, experimentó un frío aislamiento; no se
trataba de la clase de soledad que amaba, e incluso anhelaba, sino que era de
índole visceral y exigente, de la que exhorta al cuerpo a seguir moviéndose a
toda costa. Lo hizo, espoleada por una descarga de adrenalina, con cuidado
de no tropezar con ninguno de los obstáculos traicioneros cuya existencia
conocía, porque había muchos en una época en que no se podía arrancar una
mala hierba sin conseguir un permiso. Raíces al descubierto, ramas bajas y
enredaderas formaban pequeños ejércitos, preparados para agarrarla del
tobillo. Avanzó a paso vivo.
Llegó por fin al carril bici y, cuando sus pies tocaron el pavimento, bendijo en
silencio al funcionario desconocido que había tenido la previsión, pese a la
más que probable oposición ecologista, de estampar el sello de APROBADO
sobre el proyecto del carril. Después de la oscura y ominosa arboleda, hasta
el asfalto parecía cordial, pero cuando se internó en un tramo que reclamaba
a gritos una farola, la fría sensación regresó de nuevo. Dejó atrás a toda prisa
los rincones en sombras, lugares perfectos donde ocultarse, en los que nunca
antes se había fijado.
Alguien podía surgir de las tinieblas para trabar los ejes de una rueda de
bicicleta, empujar o arrollar a un ciclista, y luego partirle el cuello, disponer
el cuerpo de forma que pareciera un accidente y… desaparecer de nuevo.
Sólo tardaría unos escasos segundos.
Fue por lealtad, Michael, deseaba decir. Siente lealtad hacia mí porque le
salvé la vida. No obstante era una explicación que tendría más credibilidad si
procedía de la propia Caroline. A Janie no le cabía duda de que, con el tiempo,
Caroline hablaría con él al respecto. Entretanto, daba la impresión de que
eran muy felices.
—Eh —dijo Caroline cuando la vio—, ven a sentarte con nosotros. —Palmeó el
asiento del columpio.
—Es muy raro que no hubiera huellas —observó Janie—. ¿Están seguros? ¿No
encontraron ni la menor prueba?
—Nada.
—Bien, eso significa que no vendrán a buscar a Caroline, ni a ti, ni a mí, y que
no averiguarán quién lo hizo, si es que alguien lo hizo. Al fin y al cabo, quizá
sólo fue un accidente.
Si no lo habían hecho ya, quizá no lo harían. Tal vez la página web de Camp
Meier era un enlace demasiado próximo para que alguien corriera el riesgo
de descubrirse si lo sometía a vigilancia electrónica.
—Lo sé. Sólo estaba bromeando, para quitar dramatismo al asunto. De todos
modos, da la impresión de que todo el proyecto se ha vuelto clandestino de
repente.
—Supongo que sí. Cuanto antes se sepa todo, mejor me sentiré. Tu trabajo ha
sido excepcional, Kristina. Esta noche has hecho una labor excelente. Fuiste
clara y concisa en tus explicaciones, y muy firme con nuestra nueva «líder»
acerca de sus futuras obligaciones.
Janie se levantó con los pájaros a la mañana siguiente y, aunque sabía que no
estaría en casa, llamó a Bruce. En realidad no quería hablar con él, sólo saber
cómo estaba, tomar las medidas necesarias para que la relación siguiera su
curso, al tiempo que hacía caso omiso de su consejo de abandonar su vida
cada vez más complicada, al menos por un tiempo. El mensaje que dejó fue
breve, pero esperaba que transmitiera su afecto por él, y comprendiera que le
amaba, pese a su comportamiento reciente.
Poco después, con una taza de café bien cargado en la mano, se lanzó al
ataque.
Activó Virtual Memorial y bajó los archivos que guardaba el satélite. Eran
cuarenta y tres, y se instalaron con toda su información en el programa de
recogida de datos. V. M. dedicó los siguientes minutos a comparar los
nombres y los números de identificación con las listas que ella había obtenido
de Big Dattie.
Los agentes (Janie no sabía cómo llamarlos) habían recabado una información
excelente. Por desgracia, casi todos los chicos de cuyos datos se disponía
estaban hospitalizados, de ahí la facilidad para obtenerlos. Janie imaginó a un
técnico de laboratorio, una asistente social o un auxiliar administrativo de
aspecto inocente acudiendo junto al lecho de un muchacho tendido de
espaldas. Una madre o un padre, o tal vez, si el chico era afortunado, ambos
estarían sentados a su lado, con la cara demacrada y pálida, retorciéndose las
manos de desesperación. El agente susurraría unas disculpas por la
interrupción, que los afligidos padres perdonarían, porque al fin y al cabo, ¿no
era todo por el bien del crío? Mientras los progenitores miraban, sin darse
cuenta de nada, el agente obtendría unas células del brazo del chico y las
introduciría con discreción en una bolsa de plástico para llevarlas de
inmediato al laboratorio de evaluación de ADN, si el hospital tenía.
Le resultó fácil localizar los archivos enviados por agentes que, en su vida
cotidiana, eran administradores, porque contenían la huella corporal
completa del paciente. Los técnicos no tenían acceso a ese grado de
información, a menos que fueran expertos en tomar huellas corporales. Al
parecer, había un agente en Manhattan (todos eran anónimos para ella) con
acceso a numerosos datos. Los archivos que enviaba eran bastante completos.
Transmitió una nota al emisor por cada archivo al que faltaban datos,
enumeró los huecos concretos que debían llenarse y pidió que se la avisara si
dicha información no podía obtenerse, por el motivo que fuera. Janie sabía
que no podrían conseguir la huella corporal de todos los chicos.
El tono de voz de Myra Ross en el mensaje que le había dejado era casi
frenético. ¿O sólo exaltado?, se preguntó Janie.
Pese a sus súplicas, Myra se negó a explicarle nada por teléfono cuando Janie
la llamó.
Janie quedó sorprendida al ver que había dos libros sobre la mesa. Uno era el
diario; el otro era más grande y antiguo, con lo que parecía una cubierta de
latón, carente de brillo debido a la edad y abollada por el manejo. Daba la
impresión de que era un manuscrito, y resultaba casi tan atrayente como el
diario, aunque Janie no supo por qué. Sólo sabía que le había cautivado tanto
como el diario. Tendió la mano de manera instintiva para tocarlo.
—Lo siento, debo de ser una completa imbécil. La verdad es que estoy muy
cansada, he tenido un día muy ocupado, pero no sé qué…
Janie miró el otro manuscrito con asombro. Pese a que el tiempo casi había
borrado las anotaciones, lo vio por fin.
—No me fijé hasta que examiné el más reciente con un microscopio. Después
empecé a pensar, ¿dónde la he visto antes? Tomamos imágenes digitales de
ambos libros y las sometimos a un proceso de ampliación que hemos
desarrollado para estos casos. Había cierto número de palabras comunes en
ambos libros, de manera que las ampliamos al máximo y las superpusimos en
el ordenador. Eran casi idénticas. Suponemos que el tal Canches hizo
anotaciones en ambos manuscritos. —Exhaló un suspiro, y miró los dos tomos.
Luego se volvió hacia Janie—. No me importa decirle que fue un momento
muy emocionante para mí descubrirlo.
—También lo es para mí, de modo que la comprendo muy bien —repuso Janie
—. También podría haber dicho «perturbador, increíble».
—Sé que le gustaba aprender, pero me pregunto por qué este libro era tan
valioso para él.
—Para nosotros, pero en aquella época había mucha gente que creía a pies
juntillas en dicha posibilidad. Fue una obsesión medieval y de principios del
Renacimiento, del mismo modo que en la actualidad estamos obsesionados
con intentar imaginar una forma de «hacer feliz a la gente». Es muy posible
que su doctor Canches creyera en eso.
—Lo dudo —replicó Janie con desdén—. Alejandro era un científico, y muy
bueno.
—Un científico medieval. Debía creer que la tierra era plana, si alguna vez
pensó en ello, que los niños se engendraban cuando unos diminutos seres
humanos, a los que denominaban homúnculos, pasaban del padre a la madre
durante la cópula. No es absurdo que concediera seria atención a un manual
de alquimia. Los alquimistas fueron los primeros practicantes, al menos en
Europa, de algo remotamente parecido a la química de nuestros días, todo
estaba relacionado con rituales religiosos… —La conservadora se interrumpió
al ver la expresión abatida de Janie—. ¿Qué ocurre? —preguntó.
—Hebreo, francés, español, por no hablar del inglés, que en aquel tiempo era
un idioma muy reciente. Yo diría que era brillante. El trabajo de traducción
que siguió al suyo no fue tan preciso. Descifró una buena parte del principio,
y luego parece que dejó de trabajar en él de repente. Sin embargo cometió un
par de errores, aunque sospecho que lo hizo aposta, pues eran palabras
sencillas y las había traducido bien en otros párrafos.
—Tal vez trabajaba bajo cierta coacción y no quiso que la esencia del diario
cayera en malas manos.
—Esto es demasiado.
—En ese caso, la nombro madre judía oficial honoraria —dijo—. Ahora puede
decir con todas las de la ley, «y éste es mi hijo, el doctor…».
Janie rio.
—Es un honor, de veras. Dígame, de una madre judía a otra, ¿qué significa
todo esto?
La noticia del valor potencial del diario no era muy preocupante, pero pasó a
ser otro huésped del hotel Cerebral de Janie, y pronto exigiría servicio de
habitaciones.
Cuando conectó Virtual Memorial aquella tarde, encontró otra sorpresa. Una
evaluación que había puesto en marcha por la mañana había concluido, y los
resultados la aguardaban.
Subieron por una larga e inclinada superficie de roca, más que una colina,
menos que una montaña, traicionera como el cubil de un león. Tom la había
descrito por el camino como una «senda intermedia». La ascensión se hizo
difícil a la mitad, y Janie tenía que cogerse a todos los saledizos que
encontraba. Miró a Tom con el entrecejo fruncido, y el abogado rio para sí. Al
ver su expresión risueña, Janie tuvo ganas de plantarle la bota claveteada en
la cara.
Tan pronto como llegó a lo alto del peñasco, Janie se sentó reclinada contra
una roca. Se refrescó la cara con agua y se secó con la manga de la camisa,
movimiento que aprovechó para olfatear con rapidez su axila.
—Es un derecho humano básico estar así de vez en cuando, de modo que
vamos a ejercer nuestros derechos.
Su sonrisa era tan juvenil que Janie olvidó por un momento que era tan mayor
como ella. Tom llevaba un pañuelo atado alrededor de la cabeza, y ella
recordó la mata de pelo que había tenido en otro tiempo, aunque cualquier
observador perspicaz se habría dado cuenta de que algún día la perdería.
—Así viven los humanos, en teoría —proclamó Tom a las rocas mientras se
golpeaba el pecho con los puños—. Sudor, suciedad y agujetas.
—Más tarde, mujer. Hoy te lo tienes que ganar. —Tom sacó su cantimplora y
bebió con avidez. Después se secó la boca con la manga de la camiseta—.
Bien —dijo como si estuviera en su despacho—, habla.
—De hecho, me alegro de que sea así. —La miró a los ojos—. Te echaría de
menos.
Tom le puso una mano en el hombro y, tras una breve vacilación, empezó a
darle un suave masaje.
—Bueno, tal vez no sea de alto secreto. No sé qué deducir de todo esto.
—¿Por eso has estado haciendo preguntas sobre tu testamento y tus pólizas
de seguros, y has guardado tus objetos de valor en mi caja fuerte?
—Coño. —Tom clavó la vista en las rocas antes de volverse hacia Janie.
—No lo sé.
—¿Sabes una cosa? —dijo por fin—. A pesar del miedo que tengo, no veo el
momento de llegar a casa y examinar los datos.
—Pero seguirás diciendo que todo esto te está volviendo loca. Creo que no es
así. Me parece que te sientes viva por primera vez en siglos y no sabes qué
hacer con tanta energía positiva.
—El principal de ellos es que intentas con todas tus fuerzas llevar una vida
tranquila y normal, que tal vez no sea la que el Troll Cósmico ha dispuesto
para ti.
—Bien, sólo por una vez, me gustaría que saliera de su guarida de mejor
humor.
—Podríamos discutirlo.
—Creo que deberías llevar a cabo esta… investigación. No serás feliz hasta
que lo hagas. También opino que ni siquiera deberías plantearte ir a otra
parte hasta que la hayas concluido a tu entera satisfacción. —Tom se levantó
y se sacudió el polvo de los pantalones—. Excepto —añadió mientras señalaba
hacia el siguiente afloramiento de rocas— arriba.
La dejó en la puerta de su casa con un beso cariñoso, que Janie analizó hasta
decidir que no era más que un beso de amigo y no había que darle más
vueltas. Después tomó una ducha y se frotó la piel hasta que se puso roja y la
mugre, el sudor y los productos químicos de la excursión a la montaña
desaparecieron chillando por el desagüe, como una tribu de piojos
despechados.
Todos los mensajes comerciales estaban identificados, de modo que los tiró
sin más y se dedicó a los que le interesaban. Los personales estaban
ordenados por tamaño decreciente. De Bruce: «Te quiero, no malinterpretes
lo que digo, creo que eres maravillosa », y otras expresiones de disculpa. De
Caroline: «¿Todo bien? Estamos preocupados por ti. Llámame cuando puedas
». De Wargirl: «Más tarde ».
Supuso que Kristina aparecería aquella noche. Con el pelo todavía envuelto
en una toalla blanca, abrió el programa de evaluación y empezó a hacer lo
que anhelaba desde hacía horas.
—Creo que estos recién llegados me han salvado de cometer una locura —
susurró Chaucer a Alejandro cuando volvió a sentarse.
Alejandro negó con la cabeza. Estaba sentado muy tieso, con la vista clavada
en el rebelde de pelo ambarino, el hombre que, en teoría, debía cuidar de su
querida Kate. ¿Qué locura es ésta?, había pensado al oír la falsa presentación
de Marcel. Observó a los presentes mientras se preguntaba si todos eran unos
impostores. Llegó a la rápida conclusión de que no. Cuando le tocó
presentarse a los recién llegados, se levantó y abundó en la sarta de engaños.
Sobre ese asunto, Chaucer tenía un par de cosas que decir, y participó en la
conversación con entusiasmo.
—Mi señor Lionel comenta con frecuencia que su padre deplora la falta de
médicos y se queja del exceso de abogados.
Marcel sonrió.
—¡En ese caso, aún estoy más impresionado! —exclamó Marcel. Se volvió
hacia Alejandro—. ¿Os dais cuenta, señor, de que la familia real francesa
solicita con frecuencia la opinión de vuestro maestro? Y también los papas,
descansen en paz los fallecidos.
—Una vez más, afirmo que padecéis un notable exceso de modestia, colega.
En mi opinión, sois digno de tratar a un rey.
—Acabo de llegar.
—Eso espero.
—Son motivos más que suficientes —contestó—, pero si hubiera otro, supongo
que debería culpar a mis ansias de viajar.
—El deber de todo joven —repuso Marcel, que señaló a Karle—, como mi
sobrino. Los ancianos, y me refiero a nuestro anfitrión y a mí mismo, hemos
de contentarnos con quedarnos en casa y dedicarnos a nuestras obligaciones.
De todos modos estoy seguro de que el joven Jacques, debido a la naturaleza
de su notable carácter, atenderá a sus obligaciones cuando llegue el
momento.
De Chauliac reaccionó ante la pulla con una carcajada cordial, porque Marcel
y él eran amigos íntimos. Karle esbozó una leve sonrisa y asintió. Alejandro
comprendió que se había propuesto comportarse como un patán de
provincias. Bien, pensó. Cuanto menos llame la atención, más feliz me sentiré.
—Ya lo creo. De Chauliac opina que es demasiado joven para padecer esa
enfermedad. Mi señor se queja de que monsieur le docteur no se compadece
de sus dolores. Suplica un poco de láudano para aliviarlos, pero De Chauliac
no quiere ni oír hablar de ello.
Y bien que hace, estuvo a punto de decir Alejandro, porque endurecería los
intestinos de Lionel como un cuenco lleno de arcilla y agravaría su gota. Se
contuvo, porque una idea había acudido a su mente.
—Habría que negociar con delicadeza tal solicitud —murmuró—, con las
palabras más consideradas.
Observó con interés que De Chauliac cogía del brazo al alquimista Flamel,
ambos salían de la sala y subían por la escalera que conducía a la parte de la
mansión donde estaba situada su celda. Comprendió con cierta inquietud el
propósito de su desaparición: De Chauliac pensaba enseñar el manuscrito a
Flamel. Por un instante tuvo la tentación de seguirles para oír lo que el
alquimista decía sobre la obra de Abraham, pero no podía desperdiciar la
oportunidad de abordar a Karle durante su ausencia.
Marcel, que ya estaba un poco ebrio, mantenía una discusión apasionada con
otro invitado y había dejado abandonado a su «sobrino». Alejandro cogió a
éste del brazo, sin excesiva gentileza, y le arrastró hasta el vestíbulo. Los
guardias observaron con cautela, pero no intervinieron.
—Ya habéis recuperado el brazo, de modo que hablad, y sin rodeos, porque no
tenemos mucho tiempo.
—Se encuentra bien —explicó por fin—, os lo aseguro. Hemos ido varias veces
a buscaros.
—Exacto.
—En efecto. Mejor que vos, al parecer, porque aquí estáis, y tan cerca. ¿Por
qué no acudisteis?
Karle vaciló.
—¿Feliz? ¿Cómo puede ser feliz una muchacha separada tanto tiempo de su
padre?
—Bien —tartamudeó Karle—, tal vez no es del todo feliz, pero parece
contenta. —Se esforzó por buscar una explicación—. Una muchacha le hace
compañía, una criada de la casa de Marcel, donde…
—Sí. Nos ha recibido muy bien, sin preguntar quién es ella ni por qué está
conmigo. Fui allí porque no había otro techo seguro en todo París bajo el cual
guarecerla. Ni a mí.
—Un establo habría sido más seguro para Kate. ¡Toda clase de nobles
entrarán y saldrán de allí!
Karle entornó los ojos. Decidió que la reserva de Alejandro había durado
demasiado.
—Es hora de que me expliquéis a qué viene ese temor a que la vean.
Alejandro retrocedió.
—No lo hará.
—Ya no hay más tiempo para hablar —susurró—. Hemos de hacer planes para
sacarme de aquí. Me vigilan continuamente. No es fácil escapar de esta casa.
—Entonces ¿cómo…?
—Hay una ventana con barrotes en el último piso, orientada hacia el oeste. En
esa habitación me retienen prisionero. Os lanzaré una carta. Venid mañana
después de oscurecer. No me falléis, Karle, o…
—Es un médico estupendo. Haréis bien en seguir sus consejos. ¿Puedo daros
uno yo también?
—Sí, por favor. Ansío buenos consejos sobre este tema.
De Chauliac sonrió.
—Os recomiendo, joven, que vayáis con cuidado al elegir las mujeres con las
que os relacionáis.
—En este caso, señor, la doncella me eligió a mí. —Se alejó con una cortés
reverencia.
—He observado que habéis empezado las páginas en que se dan instrucciones
para la transmutación —dijo Flamel—. Sería un gran honor para mí que me
informarais de vuestros progresos puntualmente. Tal vez os pueda ser de
ayuda, porque conozco el significado de muchos símbolos que encontraréis en
el manuscrito.
—¡Me parece una idea maravillosa! —aprobó De Chauliac.
Alejandro comprendió que no tenía alternativa, que todo había sido acordado
mientras estaban arriba, en su habitación. Se preguntó cómo habría explicado
De Chauliac la presencia de los barrotes en la ventana. O si el alquimista
había reparado en ellos.
—Recordad que debéis hablar con vuestro señor. Decidle que estoy ansioso
por ayudarle.
No obstante, el afecto del joven paje por el inglés era preocupante, pero
Alejandro no podía pensar en eso ahora. Sabía que nadie podría refrenar a un
joven como aquél, pese a la opinión del mundo sobre el idioma que había
elegido.
—De conocer su historia, tal vez comprendería lo que sucede, pero aún
desconozco los secretos de tu pasado.
—No, pero me preguntó si tú lo habías hecho. —Le cogió con dulzura la cara
entre las manos y la miró a los ojos—. No os traicionaré —prometió—. Mi
deseo de ti lo prohíbe. Además, soy un hombre de honor. Nunca haría nada
que te causara algún daño, aunque me beneficiara.
—Por favor —rogó—. ¿No comprendes que te quiero? Te imploro que confíes
en mí. Si algún día hemos de vivir juntos, debo saber quién eres.
Kate apartó las manos de sus mejillas y las posó sobre su regazo. A
continuación se incorporó y le miró a los ojos.
—Si se convierte en una carga para ti, has de recordar mi advertencia, y que
has aceptado…
—¿Sí? ¡Dilo!
—Mi madre era una dama de la casa de la reina Felipa. Père fue enviado a la
corte de Eduardo durante la peste negra para trabajar como médico. Fue De
Chauliac quien le mandó allí. Así se cruzaron nuestras vidas por primera vez.
—No. ¡No lo entiendes! No soy nada. Nada. Una bastarda, despreciada por
todas las personas relacionadas conmigo. Me arrebataron de los brazos de mi
madre cuando era muy pequeña y me enviaron a casa de mi hermana Isabel,
que es la verdadera hija de mi padre y su reina. Era poco más que una esclava
para ella. Las únicas personas que me trataron con amabilidad fueron la
niñera, Dios la bendiga, y si ya ha abandonado esta tierra, que el cielo la
acoja, y la dama de mi hermana, Adéle. Era más una hermana para mí que
Isabel. El rey, la reina, todos mis hermanos y hermanas reales me trataban
como a los rescoldos del hogar.
—Lo más sorprendente es que aún esté viva para contarlo. —Kate vaciló un
momento—. Ahora debo pedirte que me guardes otro secreto, o no te
explicaré nada más.
—Tienes mi promesa, una vez más, pero ¿aún queda algo más horrible?
—Quizá lo consideres así, o tal vez no. —Respiró hondo y barbotó—: Père es
judío.
Se hizo el silencio.
—Una vez que le vi sin camisa, me dio la espalda. Ahora comprendo por qué.
¿Por qué le envió De Chauliac a Inglaterra?
—¿Por qué?
—¿Un obispo? ¿Y anda por el mundo a sus anchas, sin haber padecido atroces
torturas?
—Juro que es verdad. Debes creer, Karle, que su acto estuvo plenamente
justificado.
—Père sabe que será juzgado por esos actos algún día, pero sus libros
sagrados dicen «ojo por ojo» y, aunque no puede manifestar su fe, toma muy
en serio las palabras de sus profetas. —Hizo una pausa—. Intentó
establecerse como médico en Aviñón mientras esperaba la llegada de su
familia, pero fue reclutado, junto con otros galenos, para recibir clases de Guy
de Chauliac. Los enviaron a diversos lugares de Europa para que velaran por
la salud de las casas reales, porque el Papa quería crear cizaña en los
matrimonios regios, pero no podía hacerlo si los novios perecían antes de que
les pusiera las manos encima. Así fue como père llegó a Inglaterra. De lo
contrario, seguiría en Aviñón. Confía en que su familia se haya establecido
allí, pero tiene miedo de regresar, y más aún de ser reconocido y capturado.
Pese a estas esperanzas, sabe que existen escasas posibilidades de que
sobrevivieran a la peste y al viaje desde España.
—Cuán cruel puede ser el destino. Pensó que en París estaría a salvo, y sin
embargo es donde acecha su mayor peligro. —Reflexionó unos momentos y
después dijo, con expresión muy seria—: Todos estos años habrán sido
terribles para ti.
—Ya es bastante grave que sea judío, pero además ladrón de tumbas,
asesino… Le demuestras una devoción considerable, teniendo en cu…
—Juro que haré cuanto sea necesario para que nunca volváis a separaros.
—Tendrás que hacer las paces con él, si hemos de estar juntos.
—Ha sido interesante, lo admito, pero ¿por qué invitasteis a lord Lionel, en el
nombre de Dios?
—¿Por qué os interesan mis motivos?
De Chauliac sonrió.
—¿Por qué?
—Porque, como habéis dicho, es demasiado joven para sufrir de gota. Tal vez
no sea ese mal el que lo tortura.
—¿Dudáis de mi diagnóstico?
Ten cuidado con lo que dices. Recuerda su orgullo y utilízalo contra él.
—No, por supuesto que no. Intento decir que no puedo permitirme el lujo de
llamar la atención.
—¿Con los guardias de que me habéis rodeado? ¿Cómo podría un hombre solo
vencerles?
Cuando sonó el timbre, Janie ya no dio por sentado que había una presencia
bondadosa al otro lado de la puerta, como en otras fases de su vida.
Aquella nueva cautela, ¿era positiva o negativa? ¿Qué opinarían sus amigos si
la vieran apostada ante la mirilla?
—Oh, creo que sí, pero aún no me he quitado de encima los nervios del asalto
a mi casa. Confío en que pronto desaparecerán.
—Yo también —dijo Kristina. Le tendió una bolsa de papel marrón—. Tal vez
esto la ayude.
—Oh, seguro que esto mejorará mi estado mental —afirmó con una amplia
sonrisa. Su paranoia empezó a ceder—. Vamos a ver qué tenemos aquí.
Janie alzó la caja de cartón para leer la etiqueta y observó que el sabor era su
favorito, una mezcla almibarada de chocolate, caramelo y nueces. Su
expresión de gratitud dio paso a una mirada penetrante. Una casualidad
mágica, o bien…
Janie la miró con incredulidad. Sólo habían pasado unos segundos desde que
la había reprendido por demostrar que conocía todos sus secretos. ¡Con qué
rapidez se olvidan! La madre que habitaba en su interior quiso alzarse, severa
e iracunda, pero no levantó la voz, sino que recitó un sermón bondadoso.
—No he sabido nada de usted en todo el día y pensé que lo mejor sería ver
cómo estaba —dijo Kristina.
Janie intentó hablar con desenfado, aunque el rumbo que había tomado la
conversación empezaba a molestarla.
—Por la mañana trabajé en la fundación, después tenía una cita personal,
luego fui de excursión con un viejo amigo…
—Echa un vistazo.
—Ya esperábamos algo por el estilo —dijo Kristina con tono de decepción.
—Sin embargo… Aquí, creo que estamos mirando en el lugar correcto. —Tocó
la pantalla, esta vez sobre el icono de evaluación genética. Apareció otra serie
de opciones—. Han salido algunas cosas interesantes.
—Lo dudo. A nadie se le ocurre echar un vistazo a esto, salvo a las compañías
de seguros… No podemos abordar a un padre y soltarle: «Perdone, ¿no le han
dicho que su hijo va a morir de una forma lenta y dolorosa, en la flor de la
vida, y que acabará sus días meándose y cagándose encima?». Sobre todo
porque hemos obtenido este material genético de una forma bastante
cuestionable.
—¿Qué?
Kristina señaló el nombre del gen en la pantalla. Las letras eran rojas y
estaban subrayadas.
—Creo que debo explicarme, pues usted no había utilizado este programa
antes. Se creó para reconocer ciertos elementos y exponerlos en colores
diferentes.
—¿Por ejemplo?
Kristina sonrió.
—Lo sé.
—Ajá —asintió Kristina—. Este gen no es natural. Tiene que haber sido
introducido.
Cuando el cuenco se hubo vaciado, lo golpeó con suavidad con la cuchara, sin
darse cuenta de que era un ruido irritante. Por fin Kristina le quitó el cubierto
de la mano.
—Lástima que ya no haya peniques —dijo Kristina—, pues le ofrecería uno por
sus pensamientos.
—Esos pensamientos deben de valer bastante más —replicó Janie con una
sonrisa de cinismo.
—No estaríamos viendo esto si no fuera ya real, de modo que hablar de ello
no cambiará la situación.
—Un gen sólo se puede patentar si ha sido alterado —explicó Janie con una
expresión decidida y sombría—. Por tanto, este gen han tenido que extraerlo
de alguien, alterarlo y reintroducirlo en estos muchachos. No existe otra
posibilidad. —Suspiró—. Hemos de descubrir quién lo hizo, pero lo más
divertido —añadió mientras se frotaba la frente y cerraba los ojos— será
imaginar la forma de curarlo.
«Gen alterado empieza como gen natural. ¿De quién? Paciente Cero».
En un momento dado, un niño con esa anomalía genética había caído en las
manos de un cirujano traumatólogo muy interesado por la genética. Tendría
que haber sucedido antes de las epidemias, cuando los pacientes todavía
podían elegir a su médico, y éstos podían utilizar tratamientos innovadores
sin temor a ser criticados o relegados al ostracismo. O a arruinarse.
Toda la situación olía a investigación abandonada a medias. Tal vez salió mal
y la dejaron inacabada, hasta que alguien con una idea diferente sobre cuál
debía ser el resultado decidió reanudarla. Janie imaginó la columna de
Abraham Prives después de la fractura y se puso furiosa. Era como si alguien
la hubiera emprendido a martillazos con la espina dorsal del muchacho hasta
astillarla. Alguien había cometido una equivocación terrible y trágica.
Oh, Bruce, pensó con tristeza, no me hagas esto ahora, por favor… No te
interpongas en mi camino.
¡Islandia!, se dijo Janie. Oh, Dios mío… ¿Cómo voy a interrumpir este trabajo
para ir a Islandia?
—¿Y si quiero información sobre los médicos que murieron durante las
epidemias?
—Lo sé. A mí tampoco me caen bien, y doy gracias a Dios por no tener que
relacionarme mucho con ellos, pero si alguien guarda documentación, son
ellos. Busca una excusa atractiva para preguntar.
—Estaremos encantados de enviarle una lista, pero será bastante larga… Fue
una época muy dura para los médicos.
—En efecto. No importa que sea larga, con tal que contenga todos los
nombres. No nos gustaría pasar por alto a alguien sin querer.
—Nuestros registros son muy completos. Se los facilitaré con sumo gusto,
pero debo pedirle que tenga la amabilidad de comunicarnos el nombre del
elegido o elegida cuando hayan tomado la decisión definitiva.
Y sólo son los que estaban afiliados al AMA en aquella época. Tal vez el que
buscaba no constara en la lista.
—¿Cuánto?
—No puedo pedir un préstamo hasta estar segura de cuál será el precio
exacto.
Era como volver al escenario de una pesadilla que se repetía una y otra vez en
su mente, para su desdicha. En el extremo de la barra de cromo y madera de
otro ciberbar deprimente, había un hombre que supuso era el amigo de John
Sandhaus. Le reconoció por el tatuaje de un cursor en su antebrazo.
Tenía la cara picada de viruela y más arrugas de las que su edad merecía, a
juzgar por su físico. Llevaba el pelo grasiento peinado hacia atrás, y Janie casi
esperó descubrir un cigarrillo liado a mano sujeto detrás de una oreja, porque
el hombre olía un poco a tabaco. El vaso casi vacío de lo que ella dedujo era
whisky escocés en su mano derecha explicaba el otro olor. El efecto global de
su apariencia era de chulería anticuada.
Quedó sorprendida al captar un leve acento francés, lo que daba cuenta del
olor a tabaco y del encanto tipo marinero del individuo.
—Sí, gracias.
Oh, qué dulzura, sabes lo mucho que nos gusta a las chicas que nos llamen
«señorita»… y dentro de unos momentos vas a dirigirme algún florido
cumplido, como qué bien huelo.
—Pinot Noir, por favor —respondió—, si tiene una buena botella abierta.
—Traiga una botella del mejor —pidió el francés. Cuando Janie intentó
protestar, la acalló con un gesto—. Es mi favorito. ¿Cómo lo ha sabido?
Llegó la botella, con dos copas. El hombre apuró el whisky de un trago antes
de llenarlas. Depositó una ante ella con aire ceremonioso y después levantó la
suya.
—Por la uva Pinot, una de las mejores creaciones de Dios —sugirió Janie.
Cuando hubieron vaciado la botella, Janie había conseguido pactar cinco mil
créditos por media hora de husmear en Big Dattie, una suma que podía
permitirse pagar si la «agencia» de Kristina se negaba y que abonaría de
buen grado si estrechaba su búsqueda hasta el grado que deseaba.
—Decid a lord Lionel que le visitaremos esta tarde, y transmitidle mis más
sinceros deseos de verle.
—Bien, parece que lord Lionel tenía un espía en esta casa cuando
conspiramos para tratarle juntos —dijo—. Acaba de enviar esta petición de
que lo hagamos.
«Para alejar de vuestra mente toda idea de huir », fueron las severas palabras
del francés.
Lo que más echaba de menos era la compañía de la niña, ahora una mujer, a
la que tanto se había acostumbrado.
El delfín, que algún día ocuparía el trono de Francia si todo salía de acuerdo
con los planes de su padre, el rey Juan, poseía una mansión mucho más
grande que la de Guy de Chauliac. Cuando entraron, a Alejandro le recordó
de inmediato el castillo de Windsor debido a los muebles, más rudimentarios
que los de su antiguo maestro. Tal vez, supuso, el príncipe Lionel había
ordenado que se los enviaran para sentirse más a gusto, pues no había mejor
forma de complacer a un huésped real que rodeándole de sus pertenencias.
Geoffrey Chaucer les guio hasta el dormitorio, una amplia habitación con
altas ventanas y mobiliario trabajado. Una enorme cama de altos postes y
pesado dosel estaba situada contra una pared. A cada lado colgaban largos
tapices de colores intensos que plasmaban a diversos santos en el acto de
obrar los milagros que les habían valido la canonización. Sobre el lecho, bajo
una montaña de pieles, yacía el príncipe Lionel, muy abatido. Gimió al volver
la cabeza hacia ellos.
Isabel no era mucho mayor que Adéle en aquel tiempo, cuando Alejandro la
había amado. El color de su cabello era tan parecido que su corazón sangró.
La condesa aferraba una mano de su marido entre las suyas, como si temiera
que fuera a escapar, y le susurraba palabras de consuelo o ánimo, pensó
Alejandro. Tras darle una palmada de afecto en la mano se levantó, y la seda
de su vestido crujió.
—Este debe de ser vuestro colega de España, del que Geoffrey habla tan bien.
Bienvenido. Os estamos muy agradecidos por vuestra presencia.
Alejandro percibió un ligero acento irlandés. Le sonaba mucho mejor que las
inflexiones guturales de los ingleses. La mujer lucía un manto verde pálido
que armonizaba con el color de su pelo. Las mangas y el corpiño estaban
adornados con dibujos dorados entrelazados, al estilo celta.
—Haremos cuanto podamos. —Se volvió hacia Alejandro con una sonrisa que
habría podido confundirse con una mueca burlona—. ¿Por dónde empezamos,
colega?
Apartó la colcha, que era de visón o marta y estaba forrada de la seda más
fina. Se detuvo un momento y miró a la condesa.
—En algunas ocasiones, señor. Con mi marido enfermo, pensé que lo mejor
era mantenerle bien abrigado.
Isabel asintió.
La condesa enmudeció.
—¿Qué tiene que ver eso con nuestras colchas? —inquirió por fin.
—Bien, aunque la piel es muchísimo más bella, los animales de los que se
extrae no son muy diferentes de las ratas.
—Lo sé, madame —concedió Alejandro—, y por eso os pido disculpas con la
mayor humildad. No es mi intención disgustar a una dama tan encantadora
como vos. Sólo es por vuestra protección.
—Ignoro cómo transmiten las ratas el agente de la plaga. Tal vez reside en su
pelaje. Al fin y al cabo, es la parte más externa.
—La indulgencia que mostráis con mis teorías me honra. Vamos a examinar el
corazón.
—¿El hígado?
—En efecto —terció De Chauliac—. Tal vez haya un flujo excesivo de bilis, o
un bloqueo, y tal desequilibrio podría provocar una gran tensión en el cuerpo,
que se manifestaría en el dedo del pie.
—Ni yo. —Bajó el camisón y tapó a Lionel con la colcha, con evidente alivio de
éste—. Procedamos ahora a examinar el pie.
Las uñas eran demasiado largas, y el dedo gordo estaba rojo e hinchado.
—Yo tenía razón. El dedo está inflamado. Madame —añadió con seriedad—,
lamento informaros de que detecto una acumulación de malos humores en el
dedo de vuestro marido. Gracias a Dios lo hemos descubierto a tiempo, ya
que, de haber pasado inadvertido, tal vez lo habría perdido.
—Si nos reunimos aquí —dijo Marcel al tiempo que señalaba con la punta de
su pluma—, tendremos acceso al camino más corto que conduce al lugar
donde las fuerzas leales al rey se congregarán.
Kate miró por encima del hombro de Karle y se demoró unos momentos para
examinar el mapa antes de dejar los cuencos.
Marcel, que era mucho más afable cuando estaba bebido, se hartó de sus
interrupciones y miró a Karle con el entrecejo fruncido.
—Me gustaría oír su opinión antes de que se retire —susurró Karle a Marcel.
Kate sonrió con nerviosismo, miró a Karle para pedir su aprobación y, cuando
él asintió, se sentó en un banco. Señaló la zona situada al norte de París, un
pueblo llamado Compiégne, que Marcel había propuesto como lugar de
reunión antes de la batalla.
—Aquí sólo hay una calzada y, cuando os enfrentéis a vuestro enemigo, será
vuestra única ruta de escape… a menos que vuestras fuerzas se dispersen por
el bosque. Si se vieran obligadas a hacerlo, perderíais la ventaja de la
organización, os convertiríais en un ejército de rebeldes dividido. Si los
comandantes del rey son duchos en el arte de la guerra, enviarán un
contingente a la floresta y rodearán a vuestras tropas para atacaros por la
retaguardia y acorralaros. La única alternativa consistirá en dispersaros. —
Posó la vista en otra zona—. Aquí —añadió mientras señalaba una ciudad
llamada Arlennes—. Es un lugar en el que convergen tres calzadas. Si el rey
quiere rodearos, tendrá que dividir sus tropas. No contará con la misma
ventaja que en Compiégne. —Recorrió el pergamino con la mirada y se fijó en
una delgada línea azul—. ¿Es un río o un riachuelo?
Que sin duda será adornado con toda clase de florituras, pensó Alejandro con
ironía.
De Chauliac fue el primero en abrir el obsequio. Contenía una fina pluma con
una funda de oro que rodeaba su cañón, y un pequeño frasco de encre rouge .
—Este raro color es su favorito, señor, y espera que os complazca tener algo
de ese tono.
—Me siento muy complacido —afirmó De Chauliac—. Será una gran ayuda
para subrayar determinadas palabras en mis escritos médicos. Decid a la
condesa que su regalo es muy generoso y me será muy útil. Empezaré a
utilizarlo al punto. Su generosidad es… abrumadora.
Claro, la reina Felipa tiene un paladín, le había comentado Adéle, que la ama
tanto como ella a él.
—Estará muy complacida al saber que os ha robado las palabras, pero querrá
recibir algunas de vos. —Se acercó más—. Y si os pareciera adecuado enviarle
un regalo, no se ofendería, os lo aseguro.
—¿Os sobra algún pergamino, colega? —preguntó—. ¿Me prestáis una pluma?
Me gustaría escribir unas palabras de gratitud.
—Con vuestro permiso, buen médico, embelleceré vuestras palabras para que
aún le proporcionen más placer. Son un poco secas para el gusto de mi dama.
Si no tenéis objeciones, desde luego.
Alejandro se lo dijo.
—Vos lo sabréis mejor que yo, muchacho… y ahora, un regalo. —Echó las
manos hacia atrás y desanudó la cinta negra que le sujetaba el pelo, arrancó
unos cabellos y los ató con ella. Entregó el paquetito a Chaucer. Después
cogió el pergamino y lo rasgó por la mitad.
—No le gustará que quede espacio en blanco, ¿verdad? Pues lo quitaremos. —
Guardó la parte sobrante en su manto y tendió la escrita a Chaucer.
—Sois sabio, señor. A la condesa le gustará verlo lleno. Voy a entregar estas
cosas ahora mismo.
—No veo ningún daño en ello. Si a la dama le proporciona placer, ¿por qué
no? En cualquier caso, yo no lo empecé, sino ella.
—No fui yo quien se arrancó cabellos de la cabeza para que los guardara en
su pecho.
—¿Quién soy?
—Para ella, soy español. Un médico de gran talento. Tal vez la dama desee
tener un médico en su casa todo el tiempo.
—Tal vez, pero no me desea a mí, sino a vos, y vos sois mi prisionero.
—Buenas tardes —saludó casi sin aliento al tiempo que hacía una reverencia
—. Es un honor encontrarme en compañía tan culta otra vez.
—Bien —dijo Flamel al tiempo que se frotaba las manos—, ¿damos inicio al
trabajo?
—Médico —respondió.
—El aire no es mejor fuera que dentro —protestó Marcel—. Venid y sentaos.
Bebamos vino.
—Tal vez más tarde. Esta mujer merece que se cumplan sus deseos, ¿verdad?
Karle hizo bocina con las manos y emitió un sonido similar al ululato de un
búho. Una silueta apareció en la ventana y miró a la calle.
No hubo respuesta. Oyeron el golpe sordo de algo que aterrizaba a sus pies.
Karle se agachó y lo recogió. Era un pedazo de pergamino que envolvía un
trocito de madera.
Y la silueta desapareció.
Veinte
¿Por qué lo había mirado cuando le habían indicado que lo tuviera preparado?
Pensó, con no poco desagrado, que se estaba convirtiendo en el robot que
ellos querían.
—No puede —le dijo Kristina más tarde—. Perdería la autoridad que le
confiere formar parte del personal de la fundación.
Janie echó a reír.
—Mis proyectos están al día —dijo a Chet—. Procuraré dejarlo todo atado y
bien atado. De todos modos, sólo serán unos días.
Tal vez me están siguiendo, se le ocurrió de pronto, y una sonrisa acudió a sus
labios.
Una vez fuera de la carretera, Janie frenó y reflexionó sobre lo que acababa
de suceder. Descubrió con disgusto que estaba temblando. Lo que ella se
había tomado como una broma se había convertido en algo demasiado real.
Observó la casa. Era bonita y estaba apartada. A juzgar por la rústica
apariencia del edificio, Janie tuvo la sensación de que su compinche
electrónico no sería bien recibido por la humana que lo habitaba. En
consecuencia, metió a V. M. en el maletero del Volvo.
—¿Puedo contratarle?
—Sí, lo somos, pero hay muchas familias como la nuestra, y todos nos
mantenemos en contacto. —Señaló el ordenador con la cabeza y sonrió—. Hay
bastantes personas en esta zona muy implicadas.
Janie mordisqueaba una galleta de limón mientras Linda Horn relataba los
detalles del incidente ocurrido en Camp Meier.
—Yo trabajaba para la ciudad, pero dada la situación el condado envió a sus
especialistas. Me dijeron que debía aceptar como válidos los análisis del
campamento. No quisieron que gastara dinero para repetirlos. Algunos chicos
tenían los síntomas…
—No. Cuando todo empezó, no tenía ni idea de que fuera a dar lugar a algo
tan sospechoso, pero lo recuerdo muy bien, sobre todo porque la enfermera
oficial del campamento se negó a aceptar la ayuda de nuestra oficina cuando
la ofrecimos. Por lo general, siempre agradecía nuestra colaboración. ¿Un
campamento lleno de adolescentes? Venga ya. Si todos se hubieran puesto
enfermos a la vez, habría cundido el pánico. Se me antojó una reacción muy
rara por su parte. Nunca pudimos reproducir los resultados de sus análisis de
agua. Tal vez recuerde que todos los antibióticos estaban a punto de
desaparecer en aquel tiempo, y no recibimos autorización para su uso
esporádico o profiláctico, de modo que queríamos tener pruebas sólidas.
—Interesante.
—Da igual lo que yo crea. Sólo podía guiarme por lo que mostraban los
análisis de agua, y todos excepto uno eran negativos.
—Aun así dio permiso para utilizar antibióticos, de manera que debió…
—No tenía alternativa, doctora Crowe. Aquella gente era muy agresiva. El
condado y la ciudad tenían problemas económicos. No disponíamos de
personal suficiente, y a veces el talón de mi paga se retrasaba. No me pareció
un sacrificio muy grande administrar a aquellos alumnos una medicación casi
inútil, si eso evitaba que demandaran al gobierno municipal.
—Bien —añadió Linda—, ¿por qué investigar aquel episodio? ¿A qué obedece
el interés de su fundación?
—¿Cuál es?
—En este momento, sólo puedo decirle que es de carácter traumático, con
implicaciones neurológicas. Aún no he estudiado los detalles.
—De hecho entonces apenas se utilizaba, otro motivo por lo que encontré todo
el asunto muy raro. En cualquier caso, lo que inyectaban a los chiquillos se
extraía de contenedores de plástico blanco opaco, pero no pude acercarme lo
suficiente para ver el color del líquido que contenían las jeringas. En lugar de
tirar las vacías a una bolsa ecológica para luego destruirlas, como se hacía
siempre, las guardaban en una caja de plástico que se cerraba a presión.
—Así pues, supuso que no pensaban deshacerse de ellas.
—Se confundió con ellos, pues. Supongo que no lo hizo a propósito, ¿verdad?
Linda sonrió.
—Ah… Entiendo.
—Aquí —explicó Linda—. La casa aún no estaba terminada, pero eso no nos
importó.
—De modo que su marido y usted tenían este lugar… para esconderse.
—¿Toda la ciudad?
—Era pequeña.
—De todos modos —repuso Janie con tono vacilante al tiempo que miraba
alrededor—, esta casa no es tan grande.
—La gente de la ciudad tuvo mucha suerte de contar con usted. Bien, espero
que nunca más la vuelvan a necesitar para esa contingencia.
—Creo que ha querido decirme algo con ese comentario, pero no acabo de
entenderlo.
—Tiene razón. Me preguntaba si habría oído usted algo… sobre el regreso del
DR SAM. He leído y oído cosas.
—La gente de nuestro movimiento. Somos como una gran familia y, cuando
hay alguna noticia sobre el DR SAM, corre como la pólvora. Empezamos a
ponernos nerviosos. Se ha producido un par de brotes en la costa Oeste
durante la última semana, y también en la zona de Seattle.
—Dios mío.
—Ya vuelve.
Oyeron por los altavoces el ruido del automóvil al arrancar, después el crujido
de la grava bajo los neumáticos y luego música, junto con un penoso berrido
cuando Janie intentó, a su manera, cantar a dúo con María Callas.
—No jodas. ¿Crees que podría conseguirlo y pedirle que me ayude a cambiar
el vuelo de ida?
Janie supuso que procedía de la misma fuente, aunque esta vez era un poco
más desagradable que el primero.
Janie rio.
—Supongo que has cancelado tu cita con una clon de Marilyn Monroe para
salir conmigo.
—Ojalá. De todos modos eres una de mis clientes más importantes, de manera
que, si hubiera tenido una cita de ese estilo, es probable que la hubiera
anulado.
—Eso sí es patético.
—No estoy de acuerdo. —Dejó escapar una tosecita nerviosa—. Bien, ¿cuándo
te marchas? Pronto, imagino.
—Mañana.
—Bueno, sé que lo pasarás bien pero, como dije ayer, te echaré de menos.
—No estaré allí tanto tiempo, Tom; sólo unos días. Estoy demasiado metida en
ese otro asunto. De hecho, no quiero dejarlo. Me siento muy confusa sobre
eso… y sobre otras cosas.
Sentirse comprendida era una bendición. Se inclinó con un brillo en los ojos y
dejó que el entusiasmo se reflejara en su voz.
—Tal vez sería una buena idea. ¿Conoces a alguien que estuviera dispuesto?
—Eso es. —Dio una palmada al maletín que contenía a V. M.—. En cuanto a mi
artilugio de alta tecnología, creo que no debería llevármelo a Islandia.
—Podrías devolvérselo.
—Supongo que sí. —Hizo una pausa—. No tengo ni la más remota idea de
dónde vive.
Tom se sorprendió.
—No fastidies.
—Tal vez sea una extraterrestre que sólo adopta una forma corporal cuando
está contigo. Tal vez permanezca en un estado gaseoso el resto del tiempo y
flote en el aire, a la espera de tu llamada —bromeó Tom.
—Una explicación perfecta. En el caso de esta chica, no parece una idea tan
descabellada. Tiene algunas… peculiaridades. En estos últimos días me he
fijado en algo que resulta muy raro en una persona joven.
Janie percibió un tono extraño en la voz de Tom, una repentina rigidez que no
era propia de él. Se preguntó a qué se debía.
—Quizá se distrae.
—¿Por qué?
—¿Te has arrepentido alguna vez de no haber tenido hijos? —preguntó Janie.
—Imagina cómo deben sentirse ahora los padres de esos chicos del
campamento. Todos esos críos sobrevivieron a las epidemias. Debieron de
pensar que se habían terminado los problemas.
—Lo suponía.
Janie se sentó en la cama entre dos objetos que la tendrían ocupada el resto
de la noche. Si bien ambos exigían su atención, de momento estaba absorta
en sus cavilaciones, ajena a sus deberes.
Volvió a la cama con los brazos llenos de ropa, que dejó sobre la colcha.
Después se acercó a V. M. y añadió más órdenes a la creciente lista de lo que
quería que investigara en Big Dattie cuando ella regresara de Islandia. La
relación crecía a una velocidad alarmante, pero sólo le quedaba media hora
para realizar el trabajo y grabarlo.
—Muy bien, ésta es toda la atención que puedo prestarte esta noche —dijo a
V. M.—. Prometo que me portaré mejor cuando vuelva. Durante mi ausencia,
te devolveré a tu otro padre.
Kate, mi amada hija, cuídate mucho. Ansío abrazarte de nuevo y cubrir tus
dulces mejillas de besos. Karle, cuidad de ella. Cuento con vos.
—Este dibujo significa el fuego del cielo, que insufla la llama de la vida en el
hombre y las bestias —explicó Flamel—, y esto —añadió mientras señalaba un
icono trilobulado— invoca la presencia del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Aparecen aquí como la piedra roja, la piedra blanca y el elixir vitae . —Siguió
el dibujo con el dedo—. ¿Veis cómo estos anillos los enlazan en divina unión?
—¿Cómo se aplica esto a la transmutación? —preguntó De Chauliac—. Si es
tan sólo una recombinación de los elementos, ¿para qué es necesario todo
esto?
—¿Cuál es?
—No hay forma de predecirlo. Es diferente cada vez. Cada practicante del
arte del conocimiento ha de rezar fervorosa y continuadamente con el fin de
descubrir lo que Dios quiere de él y, cuando alcance ese dulce conocimiento,
reconocerá la señal: un incendio repentino, un cambio en el viento, la subida
del nivel de las aguas, el solevantamiento de la corteza terrestre. Estos cuatro
elementos siempre han estado bajo el control de Dios, que los maneja a su
voluntad. El Señor los utiliza para que el hombre comprenda el poder que
alberga dentro de sí; entonces la obra podrá empezar. Mediante la guía de
Dios, puede aprender a atrapar el viento, a dominar la tierra, a encender el
fuego y a domeñar las aguas. Entonces, todas las cosas serán posibles.
—Colega —dijo De Chauliac a Alejandro—, ¿qué palabras son las que rodean
el dibujo?
—¿Cuánto tiempo?
—¿Sólo para verter esta línea? Un par de horas, tal vez, pero ¿cuál es el
sentido, si todavía quedan dos secciones del manuscrito por revelar, cada una
con sus imágenes propias? —Pasó las páginas de la segunda sección hasta
que encontró otra imagen de la serpiente, que aparecía clavada en una cruz
—. ¿Qué puede significar esto?
¿Liberar las palabras de un antiguo judío para que los cristianos puedan
utilizar la sabiduría que contienen, tal vez contra los mismos judíos? ¡Un
honor tortuoso, una carga! La serpiente crucificada soy yo, pensó. Yo seré el
que traicionará a mi pueblo.
Era tal vez la carta más larga y detallada que Marcel le había enviado hasta la
fecha. Cuando Carlos de Navarra terminó de leerla, siguió sentado junto al
fuego y reflexionó sobre su contenido. Que el contingente de París hubiera
decidido ya en qué lugar iniciaría la revuelta significaba que no habría más
incertidumbre. Karle congregaría a sus fuerzas durante las siguientes
semanas, las pertrecharía como mejor pudiera y las adiestraría para que los
hombres se comportaran como guerreros, en lugar de los campesinos
apestosos y cobardes que eran. La releyó, memorizó los fragmentos más
importantes y la arrojó al fuego. El pergamino siseó, se arrugó y despidió un
hedor espantoso.
—A la condesa le disgustará oír eso, señor, pero si no hay más remedio tendrá
que comprenderlo. —Introdujo la mano en un bolsillo del manto y extrajo un
pergamino sellado—. ¿Seríais tan amable de entregar esta nota al buen
médico? En ella describe sus síntomas. Tal vez podáis conferenciar antes de
partir y comunicar a mi señora la opinión del galeno sobre su misterioso
estado.
—¿Lo veis? Os advertí que ocurriría esto. Exigirán que visitemos cada día a
estos quejicas ingleses para ocuparnos de sus falsas aflicciones. No tendréis
tiempo de trabajar.
—Qué pena. Todos los médicos deberían enamorarse al menos una vez, para
así diferenciar sus síntomas de enfermedades más peligrosas.
—No lo haré.
—¿Por qué?
—Oh, venga, colega, sed amable con ella. Si no podéis encontrar en vos tal
amabilidad, no sois el médico excepcional que yo creía. Hay que mostrarse
compasivo y piadoso con los más débiles, en especial con las damas.
—No me convenceréis.
—¿Señora?
—¿Descorro la cortina?
—Espera un momento.
—¡Oh, doy gracias a todos los santos porque hayáis venido por fin! —gimió—.
He pasado la mañana sumida en la desdicha. No tengo fuerzas para
levantarme.
—Sois tan atento con mi marido, amable señor. ¡Cuánto le agradará saber que
vuestro primer pensamiento fue para él! Id, pues. Intentaremos
arreglárnoslas sin vos, como sea.
—Oh, estoy afectada del más terrible letargo. Me tumbo en la cama, agotada
sin saber por qué, y no reúno fuerzas para levantarme. Es como si mi corazón
me hubiera abandonado.
—En ese caso, habrá que examinarlo. —Le dedicó una sonrisa afectuosa y le
desanudó el lazo del cuello del camisón, que se abrió y reveló la delicada
clavícula de la condesa. Alejandro contempló la piel blanca—. No exageráis.
Estáis tan pálida como la perla más fina. Sacó el pergamino enrollado de su
bolsa y lo aplicó al pecho de la joven, tras lo cual aguzó el oído.
—Me temo que no oigo lo que quiero oír —dijo con fingido desagrado—. A
veces es mejor aplicar la oreja sobre el corazón para captarlo mejor. —La
miró a los ojos—. Sólo lo haré si tal intimidad no os ofende, por supuesto.
—Ninguna enfermedad del corazón es deseable, pero ésta, por fortuna, tiene
curación.
—No temáis, no os miento. Cuando leí vuestra nota, creí adivinar vuestro
estado.
—¿Y agravar aún más vuestro estado? Nada más lejos de mi intención.
—Decidme, pues.
—Me complace informaros de que, al liberar los humores del dedo de vuestro
marido, hemos logrado disminuir sus dolores de manera considerable. Parece
que el apéndice ha empequeñecido un poco, casi hasta recuperar su tamaño
normal.
—¡Por todos los santos —exclamó Isabel—, empiezo a odiar la idea de volver a
Inglaterra! ¿Dónde encontraré unos médicos tan maravillosos? Debéis
quedaros y cenar con mi esposo y conmigo.
—¿Experimentos?
El judío se levantó.
Estaban sentados a la mesa del salón, donde descansaban los restos fríos y
grasientos de la cena. De Chauliac, para regocijo de Alejandro, no había
dejado de mascullar durante toda la comida, sin dirigirse directamente a su
cautivo. Por fin levantó la vista del plato y exclamó:
—Estáis practicando un engaño muy vil para alentar este flirteo, Canches.
—Ah, por fin se revela la causa de vuestra irritación. No debéis permitir que
esas cosas emponzoñen vuestro ánimo, pues es muy perjudicial para el
organismo. Además, no veo nada malo en lo que sucede entre la condesa y yo.
—¡Sí!
—Explicadme otra vez por qué me retenéis a vuestro lado —pidió con una
sonrisa de amargura—. ¿Es por el agradable estímulo de mi compañía?
—Algo similar.
Alejandro suspiró.
—Eso pensaba.
Sin embargo sabía que no era cierto. Continuaría cautivo hasta que revelara
los secretos ocultos en el manuscrito de Abraham. Había llegado el momento
de empezar a cometer errores.
Aquella noche descifró otra hoja, y cometió el primer error pequeño: tradujo
por «rojo» el símbolo de «verde». No tendrá motivos para sospechar que es
incorrecto. Mientras secaba la punta de la pluma, un proyectil pasó entre los
barrotes de la ventana y aterrizó sobre su cama casi sin hacer ruido.
Nuestro viaje a París fue accidentado, como ya sabéis. Nos retrasaron tareas
que, según Karle, no podían esperar, y era cierto. Tuvimos que comunicar a
muchas mujeres su viudedad, dejar muchos mensajes de soldados que iban a
regresar, propagar en muchos lugares el llamamiento a las armas. Por
doquier acechaban la enfermedad y la muerte, père, y los horrores no
escaseaban.
Vaya, pensó Alejandro con orgullo al tiempo que temblaba de miedo por ella;
la hija ha seguido los pasos del padre. Se ha convertido en una ladrona de
tumbas. ¿Había sentido su padre el mismo orgullo y miedo por él, cuando
tenía la edad de Kate? Anhelaba con toda su alma preguntar, y lo hizo, con
una oración silenciosa, pero no había tiempo de escuchar la respuesta. Se
dispuso a reanudar la lectura de la carta con este pensamiento: Ojalá todos
los que cuidan de los mortales permitan que estas obras no la lleven por el
mal camino como a mí.
Miró por la ventana. Las figuras de la pareja estaban muy juntas. Creyó ver
que Karle rodeaba a Kate con el brazo en un gesto protector. Con un largo
suspiro, se sentó a la mesa y garrapateó una apresurada respuesta:
—Parece que el mar está picado. ¿Cree que sobrevolamos el lugar donde se
hundió el Titanic ?
Janie había esperado algo así como «No le quepa la menor duda», que tal vez
habría desembocado en una agradable y relajante conversación con el vikingo
sentado a su lado, un intercambio de puntos de vista sobre el aspecto de la
superficie del agua.
Una bolsa llena hasta los topes era el único equipaje que Iceland Air le había
permitido llevar, de modo que iba cubierta de capas de ropa y, cuando
desembarcó y se liberó del traje de vuelo de plástico, pensó que debía de
parecer una cesta de colada andante. Había sudado durante el vuelo y tenía
algunos mechones pegados a la cara. Miró alrededor en busca del lavabo que
tanto necesitaba, pero hasta que pasara la aduana no podría salirse de la fila.
Por una vez, su bolsa fue de las primeras que aparecieron en el carrusel. La
cogió y echó a correr hacia el puesto de inspección, donde su único aparato
electrónico, un teléfono, pasó sin impedimentos. Dijeron que su visado estaba
en orden, confirmaron su reserva hotelera y le sellaron el pasaporte, de modo
que sólo quedaba apoyar la mano sobre el sensor. La tendió despacio y la
retiró de pronto mientras en su mente sonaban timbres y la paranoia se
apoderaba de ella.
Mantuvo la mano delante del sensor, que lanzó un rayo a su palma. Al cabo de
un segundo la puerta electrónica se abrió. La cruzó cargada con la bolsa,
dobló la esquina y vio a Bruce. Tragó saliva y corrió hacia él.
Cuando despertaron a las diez de la noche, el sol estaba bajo en el cielo, pero
aún visible. Flotaba justo sobre el horizonte, amenazaba con descender y
arrojaba su débil resplandor en rayos casi horizontales, que creaban sutiles
sombras neblinosas que parecían extenderse hasta el infinito. Janie contempló
el rostro anguloso de Bruce y descubrió rasgos que había olvidado desde la
última vez que habían estado juntos. El halo de pelo rizado… ¿tenía un toque
más gris que la última vez? Observó las pestañas oscuras y abundantes que
descansaban casi sobre sus pómulos cuando tenía los párpados cerrados, los
ojos, que le robaban el aliento cuando los abría; los tres o cuatro pelos grises
de sus cejas, una pequeña cicatriz en la comisura del labio inferior. La tocó
con la punta de un dedo y él se encogió.
—¿Dónde?
—Ocho o nueve.
—En mi familia no. Mi madre afirmaba que todos habíamos nacido con
esquíes.
—Oh, Dios, no puedo creer que estés aquí —dijo—. Ha sido uno de los días
más largos de mi vida.
—Ha sido largo —admitió Janie. Le apretó más contra sí y sonrió—. Pero está
terminando muy bien, ¿no crees?
—Tal vez no exista ningún paciente cero y, si existe, es muy probable que esté
muerto, por lo que se desprende de las estadísticas.
Estaban sentados a una mesa pequeña, el uno frente al otro, con las manos
entrelazadas entre un surtido de frutas y quesos. Bruce cogió una cereza y se
la tendió. Janie dejó de hablar, se inclinó y la atrapó con la boca.
—Lo siento. —Janie tragó saliva y se acercó un poco más—. Ven aquí —
susurró.
Bruce obedeció. Janie deslizó su lengua con sabor a cereza entre los labios de
Bruce y le pasó el hueso.
Bruce se incorporó sobre un codo y la miró bajo la tenue luz del sol, todavía
visible, por más incomprensible que resultara.
Janie suspiró.
—Adelante.
Y haciendo cosas.
—Creo que esta tarde me gustaría hacer algo a cubierto —comentó—. Mis
ojos lo están pasando mal.
Janie lanzó una carcajada estentórea, que despertó ecos en la capa de hielo.
Por una fracción de segundo Janie captó un destello de ira en los ojos de
Bruce. Sin embargo éste enseguida sonrió y le rodeó los hombros con el
brazo.
—Así es.
—Cuando era más joven, a esto lo llamábamos echar un polvo loco —murmuró
Bruce mientras desabrochaba los botones del jersey de Janie. Cuando lo
arrojó al suelo y dejó al descubierto una camisola de encaje y los pantis, lo
último que quedaba por quitar, le susurró al oído—: Ya sabes cómo éramos.
Nos encantaba anunciar a los cuatro vientos que habíamos pillado algo en
pleno día.
—Bueno…
—Oh, Bruce —exclamó Janie con entusiasmo horas más tarde—, mira esto.
Bruce se detuvo detrás de ella y miró por encima del hombro. Leyó la placa y
contempló el objeto expuesto en la vitrina climatizada del Instituto Arni
Magnussun.
—No lo creo. El otro libro con su letra es mucho más antiguo. El hecho de que
existan dos ejemplares con la misma caligrafía otorga mayor valor e interés al
de Alejandro, al menos para mí y supongo que para algunos eruditos. Aun así,
dudo que lo consideren de la misma categoría.
—En realidad no lo sé, pero no estoy seguro de que debas donarlo a ese
depósito de libros.
—Una parte está en hebreo, pero la mayoría está en inglés o francés. Además,
casi todas las técnicas que describe pertenecen a la medicina popular inglesa.
—Recuerdo que pasamos algunas horas muy desagradables con ese diario
abierto.
Echamos a andar despacio hacia otra vitrina. Janie estaba disgustada por la
discusión y quería zanjar el tema, neutralizar la influencia negativa de aquel
objeto inanimado en su relación, que de repente se le antojaba más frágil que
en su último encuentro. Se preguntó si comenzaba a salir a flote la tensión de
la separación, y si Bruce había escogido el diario como algo tangible donde
concentrar y liberar dicha tensión.
—Escucha —dijo con más firmeza de la que sentía—, yo tengo el diario. Corrí
el riesgo de sacarlo a escondidas, de manera que de momento estará donde
yo quiera que esté, es decir, donde se encuentra ahora, en el depósito.
Janie quedó estupefacta por la súbita brecha que se había abierto entre ellos
en un momento en que deberían disfrutar de su mutua presencia. Se apoderó
de ella un fuerte deseo de poner remedio a la situación.
—Venga, no dejemos que eso nos estropee el día —manifestó con dulzura—. Si
hemos de discutir, ya encontraremos un tema mucho mejor, en que la balanza
se incline por uno de los dos. Estoy segura de que lo encontraremos… en otro
momento. De hecho, confío en que nos permitiremos el lujo de entablar
muchas discusiones en el futuro. Ahora no disponemos de tiempo, de manera
que dejémoslo correr y procuremos pasarlo bien, ¿de acuerdo?
—Mis dos palabras favoritas cuando las dice un hombre. —Janie sonrió, y
confió en que su sonrisa fuera convincente—. Bien, ¿dejarás que te invite a
cenar una mujer madura y testaruda? Di que sí, por favor. Después de los
ejercicios gimnásticos de antes, tengo hambre.
—Querrá saberlo. —Suspiró y sacó un teléfono del bolsillo—. Creo que Tom
debería encargarse.
—¿Tanto se nota?
Chaucer rio.
—¡Reveladla, señor!
—Demostró una gran inteligencia al elegiros como paje. Sois un sujeto muy
capaz y astuto.
—Sois muy amable, médico, pero existe una inteligencia en mí que aún no ha
salido a la luz. Anhelo que llegue el día en que terminen mis servicios y pueda
dedicarme por entero a las palabras.
—Vuestra virtud sólo se encontrará a salvo hasta que se presente una nueva
oportunidad de comprometerla, muchacho. Según creo recordar, la
oportunidad surgió aquella noche en un envoltorio muy atractivo.
—¿En qué?
—En mi opinión, amable señor, todas las damas desearían citarse con vos,
teniendo en cuenta vuestra apostura, vuestro agudo ingenio y cierto, digamos,
aire seductor.
¿Seductor? ¡Absurdo!
No obstante, recibió con agrado la observación.
—De Chauliac. Está celoso del tiempo que tales encuentros robarían a mi
trabajo. Es tan entrometido como un elefante.
—¿Estáis seguro de que los celos son sólo por el trabajo, y no por otros
motivos? Tal vez no desea que veáis a la condesa porque su resentimiento no
es sólo de carácter intelectual.
—Y estamos en París, donde parece que Dios suele hacer la vista gorda.
Alejandro se removió en su silla.
Chaucer rio.
—¿Por qué?
—Para describirlo mejor más tarde, señor. Quién sabe cuándo aparecerá la
necesidad.
Alejandro pensó que Chaucer era un joven muy peculiar. Echó a reír porque
disfrutaba de la sutil pátina que su participación había aportado a lo que, de
otra forma, sólo sería un peligroso intento de fuga.
—Sin duda.
—Bien, permitid que el poeta os guíe un momento. Debéis halagarla. Decidle
que necesitáis verla a la más pura luz del día en un jardín, rodeada de una
belleza similar, la otra obra maestra de Dios.
—Con otro mensaje, súplicas más enconadas, lógica más acertada, lo que
haga falta. —Karle devolvió la carta a Marcel—. Reunimos en Compiégne no
nos beneficiará.
—Es lógico, pues existen pocas posibilidades de que el rey inflija un decisivo
perjuicio a sus fuerzas, a menos que su ejército sea mucho más numeroso de
lo esperado. Los hombres de Navarra van armados, montados y provistos de
armaduras. Sólo la infantería corre un grave peligro. En cambio las fuerzas
que yo consiga reunir no disfrutarán de tales ventajas y han de contar con los
medios de huir para no ser aniquiladas.
—Si las cosas no nos salen bien. En el caso de que Navarra aplaste a las
tropas del rey, las vuestras no correrán el menor peligro.
—Yo no la comparto.
—No —dijo por fin—. No lo haré. Su respuesta ha sido muy firme. Será
Compiégne, tanto si os gusta como si no.
Era una expulsión, que De Chauliac aceptó con su elegancia habitual, pero no
con júbilo. No sonrió cuando dijo:
Chaucer salió y cerró la puerta del dormitorio tras lanzar una mirada de
complicidad a la condesa y a Alejandro. El galeno francés movió la cabeza en
dirección a los guardias, que se apostaron para impedir cualquier intento de
huida.
Alejandro se preguntó cómo había conseguido una mujer tan sana llegar a
estar tan blanca.
—¿De veras? Eso pensaba. Tengo la sensación de estar pálida por dentro y
por fuera. —Le soltó las manos y le acarició la mejilla—. Vos no padecéis de
esta palidez. El color de vuestra piel es espléndido y hermoso.
—Por suerte, no serán necesarios tales prodigios, porque sólo deseo veros a la
luz del día, en un jardín, donde vuestra belleza esté rodeada de una belleza
similar, la otra obra maestra de Dios.
Alejandro sonrió.
—Bonjour, majolie .
—Oui? Pourquoi .
La joven rio.
—Ay, me habéis atrapado, y yo estaba convencido de que este retozo iba tan
bien. ¿Puedo hablar con monsieur Jacques, s’il vousplaiti ? —Movió la cabeza
en dirección al salón, de donde procedía el sonido de voces airadas—. Es
decir, si conseguís distraerle un momento.
El paje la había fascinado hasta tal punto que olvidó preguntar su nombre.
—Porque, aunque sea una locura pensarlo, guardáis un increíble parecido con
mi amo, sir Lionel. Podríais ser la hermana del príncipe, tan inmenso es el
parecido.
Kate retrocedió un paso, asustada. Chaucer pensó que la había ofendido.
—Aunque vos sois una visión mucho más hermosa que él —se apresuró a
añadir—. Sois preciosa, mientras que él, bien…
—Querida Kate, deja que te ayude. Éste es el joven Chaucer, del que te hablé.
Lo envía la condesa Isabel. —La rodeó con un brazo y la sostuvo.
—Bien, joven, aquí está la prueba. —Karle miró hacia el salón con nerviosismo
—. Tal vez olvidé comentárselo a Marcel.
—En efecto —admitió Karle. Se volvió hacia Kate con una sonrisa—. Tal vez
deberías subir a nuestra habitación, chérie , mientras Chaucer y yo hablamos
de nuestros asuntos.
—No, chéri —replicó ella—. ¡No puedo soportar estar lejos de ti! Además,
necesito tu apoyo hasta que me recupere de esta… lamentable confusión. Haz
el favor de proseguir con tus asuntos. No os molestaré en absoluto… aunque,
bien pensado… ¡Tengo una idea mejor! ¿Por qué no subimos juntos, para que
pueda recóbrame, y así gozaremos de mayor intimidad?
—Me han dado a entender que el médico desea que le «secuestréis», si bien
será un rehén de lo más dócil, y no sé cómo podremos llamarlo un
«secuestro». Supongo que desea que De Chauliac piense que lo es. Quiere
que os disfracéis, pero no tanto como para alarmar a los guardias, o se
fijarían en vos.
Sin embargo, Kate y Karle adivinaron cuál de aquellos dos hombres estaría
más irritado cuando el día terminara. Sería De Chauliac, y con mucho.
—Eso supongo.
—No os arrepentiréis de la alianza. Buena suerte, Karle, para vos y para los
vuestros. Lleváis a cabo lo que otros hombres temen hacer, aunque lo
anhelen.
Karle le besó los ojos, la punta de la nariz y, por último, los labios.
—Ojalá tu père opine lo mismo.
—Supongo que así me considera. Admito que ha sido mucho más rápido de lo
que yo esperaba.
—Por supuesto. No veo motivos para ocultarlo. Fue una visión que tuve en un
sueño. Al principio fue terrible, pero después comprendí que Dios quería
impresionarme con su magnitud, de modo que presté toda mi atención.
Empezaba en una especie de mazmorra, un lugar subterráneo y carente de
aire, con muy poca luz, y yo estaba muy asustado. La única vía de entrada y
salida era una pequeña puerta y, aunque suplicaba a mis carceleros que me
liberaran, no hicieron caso, hasta que un día me sacaron a la luz de nuevo, si
bien mis ojos apenas podían ver después de tanto tiempo en la oscuridad. No
obstante Dios quiso que viera algo, algo de un brillo maravilloso: un círculo de
luz, al rojo vivo y resplandeciente. Mientras avanzaba hacia mí, estalló en las
llamas más hermosas…
Alejandro no escuchó el resto del sueño del alquimista, pues supuso que no
serían más que los insignificantes recuerdos de la persona encargada de
transmitir la señal. Porque el médico sabía que la señal iba dirigida a él y sólo
a él, y que había llegado el momento de abandonar París.
Veinticuatro
Janie intentó reír, pero la carcajada sonó forzada y falsa, y rompió a llorar.
Tom la estrechó entre sus brazos y trató de calmarla con frases que debían de
sonar más bonitas que verdaderas a los oídos de Janie.
—Lo sé, cubre todos los gastos. Menos mal, porque lo que me queda está en
tu caja fuerte o en esta bolsa. —Apoyó la mano sobre ella—. Es que… es…
oh…
—¿Qué?
Janie exhaló un largo suspiro y respiró hondo varias veces. Por fin dio la
impresión de que recuperaba la serenidad.
—Da igual. Se acabaron los llantos por hoy. Tal vez para siempre. Tengo
trabajo que hacer. —Bajó la vista—. No debería haber ido a Islandia.
—Quiero darte las gracias, Tom… Ésta es una de las veces en que no sé qué
habría hecho sin ti.
—No. De veras. Estaba bromeando. Así será mucho más fácil para ti.
Chet abordó a Janie en cuanto la vio salir del ascensor. Era como si la
estuviera esperando, dispuesto a abalanzarse sobre ella.
Oh, pensó molesta. Contratistas. No tardaría en caer toda una bandada sobre
los restos humeantes de su casa, como buitres sobre carroña.
—Muy bien, Chet, pero dile que espere un par de semanas.
—Sí, lo supongo. Me alegro de que hayas vuelto. Aquí también hay trabajo
que hacer.
—Me siento como si hubiera estado fuera una eternidad —comentó Janie a la
muchacha, que estaba sentada a su lado en un banco—. Sólo han sido tres
días, pero menuda mierda que me he encontrado al regresar.
—Doctora Crowe.
—Todo lo bien que me permiten las circunstancias. ¿Por qué? ¿Notas algo
raro?
—Un ordenador familiar, una de las pocas cosas familiares que me quedan. Es
como si hubiera ido a recoger al perro al veterinario. —Cerró el maletín—. Te
daré de comer más tarde —susurró. Se volvió hacia Kristina—. Bien —añadió
con cierta impaciencia—, cuéntame qué ha pasado desde que me fui.
—Nada.
—¿Y?
—Nada. No encontré al propietario de la patente, tampoco al paciente cero.
—Eso no significa que no exista —afirmó Janie tras un breve silencio—, ni que
no vayamos a averiguar quién es.
—No, pero por desgracia sí significa que no podremos encontrar una solución,
al menos con rapidez. Necesitamos el segmento genético original.
Era un muro, pero siempre habría alguna forma de salvarlo. Janie se inclinó.
—Sí —dijo al cabo de un momento—, te lo envié. Fue una de las últimas cosas
que hice antes de partir hacia Islandia. Cuando pasaste a recoger a V. M.
aquella noche, dijiste que el dinero no representaba ningún problema.
También comiste un caramelo de menta. Recuerdo el crujido del envoltorio.
Kristina palideció.
Bien, pensó Janie, yo tenía razón. Tal vez Tom había estado acertado al
sugerirle que examinara a Kristina.
—Relájate. Sólo iba a decir que pareces sometida a una tensión considerable.
Cuando la tensión se apodera de nuestra vida, la memoria puede verse
afectada. Deja que aproveche la oportunidad para darte la bienvenida al Club
de la Gente Que Olvida Cosas, del que soy miembro fundador, en especial
esta semana.
—Estupendo.
—También quería hablarte de otra cosa. Esta tarde he vuelto a hablar con el
pirata informático. Dijo que podríamos establecer contacto cuando yo
estuviera preparada. Quiero hacerlo lo antes posible, esta noche mismo, si
puedo. Tendrías que enviarme la secuencia genética cuanto antes.
—No creo que deba decírselo. Un gentilhomme ha de tener sus secretos, ¿no?
Empleaba su acento francés una vez más para causar un mejor efecto, pero
Janie no dejó que su aspecto europeo y sus modales frívolos la impresionaran.
—Claro que ha de decírmelo. Le voy a pagar, ¿no? Quiero saber por qué me
van a crucificar, llegado el caso.
No obstante el dinero ya había cambiado de manos, y tal vez, sólo tal vez,
aquella tecnología jurásica sería capaz de abrir la puerta. Decidió esperar a
ver qué ocurría.
El francés conectó mediante un cable el escáner con la parte posterior de su
ordenador y después introdujo un disco en una de las ranuras laterales. Pulsó
unas teclas, tocó la pantalla y, al cabo de una breve pausa, la palpó de nuevo.
A continuación, con una sonrisa de triunfo, dijo:
Pocos minutos después, tal como el hombre había prometido, Janie estaba
dentro. El pirata consultó su reloj.
Esta vez fue como visitar el País de las Maravillas, pero Janie no se permitió el
lujo de vagar al azar. Habría sido excesivo. Entró el código del segmento
genético que Kristina le había enviado y ordenó a Big Dattie que lo localizara.
Sería una larga búsqueda entre millones de archivos, y rezó para que
desenterrara algo.
«Visualiza », ordenó.
Intentó algunas cosas que pudieran revelar a un donante, pero todos sus
esfuerzos se demostraron inútiles. Lo único que pudo hacer en el tiempo
restante fue buscar la información que le había interesado al principio, las
pesquisas que había dejado a un lado en favor de la búsqueda infructuosa que
acababa de finalizar.
Introdujo los nombres de los quince traumatólogos que había conseguido del
AMA. A continuación, pidió a la base de datos que le facilitara una lista de
proyectos de alteración genética, pasados y presentes, relacionados de alguna
manera con el tejido óseo. Aparecieron varios, incluidos dos de la fundación.
Sacó del bolso un disco virgen para copiar los archivos. Trató de introducirlo
en la ranura.
Sin embargo era algo demasiado importante para olvidarlo, y una idea
sorprendente surgió en su cerebro. Quedó aún más estupefacta cuando la
puso en práctica. Por lo visto, el dios de los ordenadores había decidido
ayudarla, porque por algún milagroso accidente el disco del programa corneal
no estaba protegido contra escritura, de modo que copió los archivos de datos
en él. Cuando hubo acabado la tarea, lo retiró, introdujo el disco virgen en la
ranura, dejándolo en parte al descubierto, y se guardó el grabado en el bolso.
Tendió una mano para estrechar la del hombre, pero éste la acercó a su cara
y la besó con un gesto teatral. Janie quedó petrificada al pensar que los
dientes de plástico estaban a escasos milímetros de su piel, pero le dejó
hacer, porque no deseaba disgustarle de ninguna manera.
—Tiene que haber otro sitio donde podamos buscar esa coincidencia —afirmó
Janie—. Hemos de reflexionar. Sé que estamos pasando por alto algo muy
importante. Tendremos que repasar lo que sabemos sobre esos chicos hasta
que algo nos llame la atención.
—La mayoría son de Nueva York. Todos tienen la misma edad. Todos fueron a
este campamento en particular.
—Si hubiera algo, algo obtenido de una coincidencia que pudiéramos utilizar
para reunir un par de células —dijo Kristina—, un diente de leche, un cabello,
sudor o un trozo de uña, algo que contuviera un rastro de ADN… Dios, ¿cómo
se lo explicaríamos a sus parientes, si quedara alguno…?
—Seré breve —dijo Isabel— para evitar que lenguas viperinas murmuren
acerca de una mujer que se encierra en su chambre con el criado de su
mando… Mi médico, el doctor Hernández, me ha informado de que De
Chauliac está preocupado por la salud de mi marido.
—Bien. Sabía que podía contar con vuestra colaboración… y con vuestra
discreción. Sus problemas de salud han afectado a nuestra relación
matrimonial, y sólo su mejoría la restablecerá. En cualquier caso, lo más
importante y primordial es que tome más aire. En este punto, los médicos se
han mostrado categóricos. A tal fin, he ordenado al mozo de cuadras que
traiga su caballo favorito poco antes de mediodía, además de otro para vos.
Os encargaréis de que dé un buen paseo junto al río y que se prolongue
durante dos o tres horas, cuando menos. Yo también necesito tomar más aire,
pero no durante tanto rato; tal vez una hora o poco más. En consecuencia, iré
a un jardín con una de mis damas, escoltada, por supuesto.
Por la mañana, Kate se despidió, con lágrimas en los ojos, de Marie, que casi
había llegado a ser como una hermana para ella. Se abrazaron, murmuraron
palabras de afecto y prometieron que se recordarían hasta el fin de sus días.
Después, mientras la veía salir con Karle por la misma puerta del sótano que
habían utilizado para entrar la primera vez, la criada acarició la moneda que
Kate le había entregado, el precio de un camisón cortado a tiras y unos
metros de cuerda, y pensó que era una hermana que hasta una princesa
desearía. Cargados una vez más con sus posesiones, atravesaron París con
lentitud, pero alentados por su propósito. Cuando el día terminara, si no se
presentaban complicaciones, se encontrarían fuera de los muros de la ciudad,
en plena campiña, en busca de un cuartel general donde planearían la batalla
inminente. Codo con codo, avanzaron plenamente embargados por la
esperanza y la inquietud.
Alejandro embutió todo cuanto pudo en los bolsillos y ranuras de su ropa para
dejar sitio en su bolsa al manuscrito de Abraham. Durante toda la noche había
meditado sobre el peligro de llevarlo consigo. Entrañaba graves riesgos
debido a su tamaño, su forma característica y el peso de su cubierta de latón.
En cuanto al papiro, apenas pesaba. Reflexionó sobre esto durante unos
momentos, lo que supuso una agradable distracción de sus otras
preocupaciones. Al cabo de varios minutos, llegó a la conclusión de que
ningún objeto visible carecía de peso y continuó llenando su bolsa, firme en su
creencia de que abandonar el libro sería un sacrilegio contra Abraham y sus
ancestros.
—Está pálida de nuevo. ¿Es que no podéis transmitir un poco de color a las
mejillas de esa mujer, para que podamos trabajar un día sin que nos
interrumpa?
—Sólo hay una forma segura de conseguirlo: pellizcárselas. Sin embargo dudo
de que acepte ese consejo.
Alejandro metió a toda prisa el manuscrito en la bolsa, pero no cabía del todo.
No había sitio en sus bolsillos para la botella de agua sulfurosa, de modo que
la guardó a regañadientes en un cajón de la mesa. Por fin consiguió introducir
el libro en la bolsa y la cerró. Tras echar un último vistazo a la ventana, salió
de la habitación y rezó para que fuera la última vez.
—¡Alejandro!
Chaucer interpuso su caballo entre los guardias y los fugitivos al tiempo que
aparentaba la mayor perplejidad posible. Bloqueó el camino de aquéllos con
suma eficacia, hasta que uno consiguió zafarse y perseguir a Alejandro.
Por fin, falto de aliento, Karle dejó de correr. Miró hacia atrás.
Alejandro asintió. Cuando pasaron el siguiente recodo, Karle abrió una puerta
de madera y guio el caballo al interior de una casa cuyo señor había
marchado a la guerra, no sin antes tomar la precaución de enviar a su mujer e
hijos al sur. Tras un árbol, para que no la vieran desde la calle, aguardaba
Kate.
Mientras la estrechaba, cada minuto del tiempo que habían pasado juntos
desfiló por la mente de Alejandro, desde el momento en que habían pisado el
barco que les conduciría a Francia hasta la última vez que la había visto,
detrás de la casa donde Karle les había encontrado. La soltó por fin, la alejó
de sí y escudriñó sus ojos. Eran del mismo azul brillante, aunque lágrimas de
alegría los inundaban. Acarició su cabello, le tocó la mejilla y percibió su calor
familiar. La miró de arriba abajo, deshecho en lágrimas.
—Estás bien, gracias a Dios. A tu dios. Al mío. A todos los dioses que han
existido y existirán.
—Pere ! Santo Dios. No sabe lo que hace, Karle… Temo que haya
enloquecido.
—Estos trapos han demostrado ser una inteligente inversión —dijo Kate
mientras secaba la sangre de la cara de Guillaume Karle. Escupió en el que
sostenía y le frotó la frente con ternura. El francés se encogió de dolor cuando
la joven pasó el paño sobre un largo corte producido por el puño iracundo de
Alejandro; la marca del anillo de la condesa Isabel había quedado grabada en
su mejilla.
Y había transcurrido muy poco tiempo, apenas unas semanas… Lo cierto era
que no podía precisar cuánto tiempo había pasado desde la última vez que se
habían visto; en todo caso, el suficiente para que aprendiera a querer a ese
hombre y para que él la amara. Demasiado tiempo para que él, el padre,
tuviera derecho a decir: «Quédate conmigo, hija, porque soy tu padre y tu
guardián ». Kate había aprendido a cuidarse y a entregarse. Él no había
podido impedirlo y ahora, por lo visto, ya era demasiado tarde.
Una vez curadas las heridas de Karle, Kate se volvió hacia Alejandro y le miró
las manos.
—¿En qué estarías pensando, pere ? Has estado a punto de lastimarte las
manos… tan maravillosas, tan diestras.
—Has de comprender, niña, que todos los hombres que te miran me parecen
rufianes, incluso animales, y nada más.
—Ya no soy una niña, pere . ¿Debo repetirlo de nuevo? Siento mi infancia a
miles de años de distancia. Si confiaste en Karle entonces, has de confiar en
él ahora.
¿Debo?, se preguntó Alejandro. ¿Es la única solución? Pensó en una forma de
explicárselo a Kate. ¿Vas a decantarte por uno u otro? Y si te vieras obligada a
elegir, ¿te irías con él y me abandonarías?
Observó cómo Kate le curaba sus dedos con toda la habilidad y delicadeza
que le había enseñado. Sus manos ya no eran regordetas como las de una
niña, sino fuertes y esbeltas como las de una mujer. Proyectaba una especie
de felicidad y paz interior que nunca había apreciado en ella; claro que, se
dijo, nunca había amado a un hombre de aquella manera.
—No he gastado casi nada del oro que me disteis, médico —explicó Karle.
Buscó en su bolsillo y sacó la bolsa, que se apresuró a entregar, como si la
demostración de su celo pudiera redimirle a los ojos de Alejandro.
—No será necesario, porque nunca conoceremos una privación tan terrible.
Estoy segura.
Karle les interrumpió y señaló el cielo para indicar que el sol estaba a punto
de ocultarse.
—El consejo de este pobre hombre es que abandonemos París antes de que
anochezca.
—¡Os suplico que me creáis, madame! ¡Su perverso plan me engañó más que
a vos!
—Creo que su afecto por vos era auténtico. Al menos, eso me comentó, pero
necesitaba escapar, y vos le proporcionasteis la oportunidad. Estoy seguro de
que se sentirá muy agradecido.
—Sois muy amable, joven. Confío en que tengáis razón. De lo contrario, haré
todo cuanto esté en mi mano para que le arranquen el corazón.
El caballo estaba más flaco de lo que había esperado, aunque seguía siendo
robusto. Lo habían cuidado bien, de manera que Alejandro pagó al hombre la
cantidad acordada y recobró la posesión del animal. La transacción casi agotó
sus reservas de oro, pero no podían pasar con menos de dos caballos.
Susurró palabras cariñosas en los oídos del corcel con la esperanza de que el
animal le recordara, como así pareció. Montó, se acomodó en la silla y
después tendió la mano para ayudar a Kate a subir.
La joven no la cogió, sino que miró hacia el caballo que montaba Karle.
—Me parece que tu cabalgadura está demasiado delgada para cargar con dos
jinetes —comentó a Alejandro—. Dejemos que engorde un poco más. Iré con
Karle.
Mientras Alejandro seguía a Karle por la ruta que les llevaría hacia el norte,
el corazón le dio un vuelco. Le pesaba demasiado dentro del pecho.
Veintiséis
—Lo estoy —confirmó Janie entre jadeos. Cuando por fin se acomodó, dirigió a
Myra una mirada algo alterada—. Suelo detestar que me llamen «querida»,
pero debo admitir que hoy ha sonado muy bien.
Myra sonrió.
—Lo sé —murmuró Janie a su vez, aunque no sabía muy bien por qué—. Fue
un poco precipitada, pero le ruego que me disculpe. Mi vida se ha complicado
un poco últimamente. —Respiró hondo y empezó a contar sus cuitas—.
Alguien prendió fuego a mi casa…
Janie asintió.
—Es una noticia horrible. Gracias a Dios que no estaba en casa en aquel
momento. Podría haber muerto. Sobrevivir al DR SAM y morir en un
incendio…
—Habrá perdido todas sus cosas… ¿Cómo puede estar tan serena? Yo estaría
histérica.
—¿Por qué?
Paseó alrededor una mirada nerviosa, una costumbre recién adquirida que
empezaba a molestarla. Myra la imitó.
—No creerá que la siguen o espían, ¿verdad? —dijo Myra cuando sus miradas
se encontraron.
—Tal vez. Tengo la impresión de que no paran de pasarme cosas extrañas. Tal
vez me he vuelto paranoica. No obstante, sí sé algo: estoy tan confusa como
siempre.
El camarero apareció con café. Tanto Myra como Janie asintieron. Después de
llenar las tazas, el camarero se alejó.
—Oh, estoy segura de que alguien sabe cómo manejar a dos hombres a la vez,
pero yo no. Con uno ya tuve bastante; demasiado, en ocasiones. Cuando tenía
hombres, o sea, y me refiero a un hombre. Dio la impresión de que se
replegaba en la melancolía por un brevísimo instante, y Janie esperó a que la
expresión nostálgica se disipara.
—La situación se arreglará de una forma u otra, estoy segura. En todo caso no
quería verla por eso.
—No. Nada ha cambiado al respecto, pero de algún modo guarda relación con
el motivo de nuestro encuentro. —Exhaló un suspiro de cansancio y cerró los
ojos un momento—. Necesito con absoluta desesperación un poco de cordura,
y este lugar es… especial para mí. Aquí vine la última vez que llevé a mi
madre a desayunar.
—Lo siento —dijo Myra—. Todos hemos perdido a alguien querido. Cuando
rememoro estos últimos años, creo que soy feliz por estar viva.
—Yo también.
Llegaron los menús. Una camarera aportó sus sugerencias, y las dos mujeres
eligieron enseguida.
—Muy amable, teniendo en cuenta lo que podría haber dicho. Continúe, por
favor.
—Sí. Sólo conozco a una de las madres, y es muy valiente, pero debe de ser
terrible para ella. No he preguntado al resto del… personal cómo lo llevan los
demás padres, pero sospecho que no sería un informe muy bonito.
—Peor, me parece.
—No; no lo parece, aunque en estos tiempos nunca se sabe. Cuando era niña,
todo era diferente. Todos sabíamos quiénes éramos. ¿Es buena?
—Ahí reside el problema —repuso Janie—. El que precisa su ayuda. Nos falta
una pieza del rompecabezas, y muy importante. Si Einstein se ocupara de este
trabajo y careciera de determinado material, fracasaría.
—Se refiere a los supervivientes del Holocausto y sus familias, por supuesto
—conjeturó Myra, con voz monótona, casi desprovista de emociones.
Myra suspiró.
—Sé muy poco de genética, pero esto sí lo sé, porque ha sido un motivo de
gran preocupación para algunos judíos bien informados. —Myra sonrió—.
Existe un buen número. La población de judíos europeos quedó tan diezmada
por el Holocausto, y después por las epidemias, que la reserva genética se ha
reducido hasta un punto muy peligroso, según afirman algunos. Ignoro con
exactitud a qué se refieren. Lo cierto es que todo esto me resulta muy
aterrador, porque ha conducido a discusiones bastante inquietantes. Se ha
planteado la hipótesis de analizar a posibles consortes, en un programa
organizado, con el fin de que los rasgos genéticos potenciados que padecemos
no se transmitan a las generaciones posteriores y nos debiliten. Tay-Sachs, la
propensión al cáncer de ovarios y pecho… podrían destruirnos con mayor
eficacia de la que Hitler soñó.
—Por una parte —añadió Myra—, albergamos un miedo razonable a que nos
alteren y, por otra, tenemos mucho que perder si no nos alteran. La discusión
se encrespa. La iniciaron los científicos, pero se ha trasladado a los rabinos y
los eruditos, y en este momento se encuentra un poco estancada. Algunas
personas muy sabias opinan que deberíamos hacer todo lo posible por
preservar y mejorar la calidad de nuestra población, mientras que otras,
igualmente sabias, aseguran que deberíamos dejarlo todo en manos de Dios.
—Siento disgustarla, pero piense en lo que ocurrió la última vez que esa gente
se puso en fila para conseguir número, y lo comprenderá —agregó Myra. Dejó
que la tétrica imagen se consolidara—. Tal vez quiera hablarme ahora de su
otra idea.
—En este momento se me antoja casi una estupidez. Debía de estar muy
desesperada cuando me la planteé.
Janie carraspeó.
—De acuerdo, pero no se ría, por favor. Quiero analizar el diario… para
encontrar material genético antiguo.
—No puedo explicar esto a ninguna autoridad sin tener que proporcionar un
montón de información —dijo Janie por fin—, parte de la cual podría incitar al
que quemó mi casa a ponerse todavía más desagradable.
—Ni siquiera quiero pensar en ellas, pero debo hacerlo. Tengo un buen amigo
en la policía y me ha contado que, si el diario estuviera implicado en algún
delito, cualquier cosa que se encontrara en él podría ser secuenciada por el
equipo de la policía, y al instante, ya que sería susceptible de ser utilizado
como prueba en una investigación criminal, lo que lo traslada a otra lista de
espera. Basta con que usted informe de un fallo en la seguridad y advierta de
que alguien de «aspecto sospechoso» tocó el diario. Reunirán pruebas, y
después mi amigo me entregará los resultados. Conseguiré lo que necesito sin
revelar a nadie que investigo el asunto. Muy sencillo.
—No sufrirá ningún daño. Traerán el equipo, obtendrán las muestras, con
mucho cuidado, sin necesidad de sacarlo del depósito. Además, ahora está
asegurado, ¿verdad?
—¿No me dijo que lo había asegurado por doscientos cincuenta mil dólares?
—Si no le gusta esa cifra, tenemos otra: un millón cien mil dólares.
—Es increíble.
—Bien, será mejor que lo crea. Son opiniones de expertos. Como apoyo lo que
usted intenta hacer, deseo ayudarla en esta pequeña aventura. Preferiría que
me pidiera otra clase de ayuda, pero si decide seguir adelante… con esta
locura que se le ha metido en la cabeza, a la que tiene todo el derecho del
mundo, por supuesto, creo que debería ir con mucho cuidado.
—Lo sé.
—Yo casi no me acuerdo de la última vez que comí con mi madre. Era muy
pequeña. Estábamos en Auschwitz. —Recuperó la compostura, sonrió y se
secó los labios con la servilleta—. Pero sí recuerdo que no comí bien.
Janie contó los timbrazos con nerviosismo. Cuando Michael contestó por fin al
teléfono, casi le ametralló a preguntas.
—Mucho, me temo.
—Ya lo he hecho. Aún quedan siete varones, pero hay otro problema.
Janie detestaba la sensación de aprensión que la invadió.
—¿Por qué?
—Están distribuyendo las víctimas entre todas las divisiones, incluida la mía
—explicó Michael con tono monocorde; se limitaba a transmitir información—.
Supongo que es para minimizar la impresión del número, mientras intentan
solucionar el problema.
Y tenía que hacer muchas cosas antes de escapar. Su misión se le antojó aún
más urgente, de modo que apartó sus temores como pudo y se concentró.
—¿Había?
—Algo más, pero insuficiente para asegurar que era tu chico. Es probable que
fuera del individuo que encuadernó el libro.
—¿Puedes facilitarme la información que obtuviste del diario? —preguntó
Janie.
—Creo que sí, porque eres la propietaria y tienes derecho a ver las pruebas.
—No estoy muy segura, pero tal vez consiga reducir el número de candidatos.
Tuvo que dejar alguna marca también en el antiguo, una huella dactilar, una
mancha de lágrimas, cualquier cosa serviría.
—De hecho, no fue tan mal como esperaba. Saqué el diario, lo deposité sobre
la vitrina y di un codazo al cristal. Se dispararon todas las alarmas, tal como
suponía. —Sonrió—. Después me aposté en una esquina y observé cómo
apuestos policías invadían la zona y recogían cosas. Tal vez por eso me siento
tan agotada, pero sobreviví a toda la odisea sin problemas.
Expuso su idea.
—Sólo necesito una huella dactilar, una lágrima, cualquier rastro físico.
—No.
—Venga conmigo.
Janie la siguió hasta la sala donde habían examinado el diario en una visita
anterior. Se detuvo en el umbral y observó que Myra se dirigía a una
habitación de almacenamiento refrigerada y pasaba su mano sobre el sensor.
La puerta se abrió. La conservadora se volvió hacia ella.
—No tengo ni idea de dónde proceden estas cosas, pero una de ellas podría
pertenecer a su amigo Canches. A mí también me pica la curiosidad, de modo
que dese prisa y haga su trabajo. Me muero de ganas por saberlo.
—¿Dos?
—Dos de la misma persona aparecen en ambos, pero uno del diario es muy
tenue.
—De todos modos no puedo confiar en que sea el factor determinante… Dios,
¿cómo voy a saberlo?
—Envíamelos —pidió.
—Hay que contar con el pequeño detalle de si ahí está el fragmento que
necesitamos.
Colocó las dos imágenes en una pantalla partida y ordenó al programa que
tomara un primer plano de sus caras.
Janie centró el zoom en los ojos y lo acercó hasta que apareció uno solo en
cada lado de la pantalla.
No estaba tan claro como le habría gustado, pero tendría que conformarse. Ya
habría tiempo para conocer mejor a aquel hombre.
Miró a Tom. Sus ojos transparentaban un enorme entusiasmo, reflejo del que
ella sentía, pero sin llegar a su altura, lo que era muy comprensible. No
obtendría la misma reacción de Bruce cuando se lo contara; indicaría con
educación lo tonto que le parecía todo, lo obsesionada que estaba ella, hasta
qué punto pensaba de una forma ilógica. En toda una nación de ADN, era
incapaz de encontrar el pequeño fragmento que necesitaba, pero sí en un
judío de la Edad Media. Absurdo.
En aquel tiempo Kate había hecho lo que era necesario, como ahora. De
alguna manera, Guillaume Karle se las ingenió para adaptarse al ritmo que la
pareja imponía, hasta que al final usurpó las responsabilidades de Alejandro
como un joven macho de cuernos de terciopelo, obsesionado por destronar al
rey de los ciervos. Por obra de Kate, salían de la casa el polvo, la tierra y las
telarañas, y sobre las espaldas del cristiano de cabello ámbar entraban los
haces de ramas que iluminarían sus noches, calentarían su comida y hervirían
el agua. Cuando Karle terminó de acarrear leña, cortó grandes cantidades de
paja fresca para sus jergones y la entró en la vivienda. Amontonó en un rincón
una enorme pila.
—¿Dónde hay que ponerla? —preguntó cuando juzgó que ya era lo bastante
alta.
Miró un momento a Karle, que asintió y salió de la casa con gran discreción.
Cuando estuvieron solos, la hija apoyó una mano sobre el brazo de su padre.
—En ese caso, espero que comprendas que quiero tomar a ese hombre como
esposo ante Dios.
—Sí, père .
Apartó la mano.
—Karle —llamó.
Cuando De Chauliac paseó la vista por la habitación vacía, sólo una pila de
ropas elegantes delató la presencia del ser humano que la había ocupado
hasta hacía poco. No deja huellas de sí mismo en ninguna parte, al menos
visibles. Ni basura, ni orinal lleno de desechos humanos que debiera vaciarse.
Había llegado sin nada, y sin nada se había marchado, sin dejar otra cosa que
lo que el guardia había conseguido arrebatarle en su huida, su pequeña
fortuna en oro.
Sin embargo, ¿también tenía que llevarse su espíritu consigo? ¿No podía
haber dejado un tenue rastro de su carácter, que resultaba tan irresistible y
seductor? De Chauliac tenía el manuscrito, y en él habrían quedado rastros
del hombre, pero ya sólo podría compartirlos con Flamel. Y al alquimista no le
haría ninguna gracia que la traducción quedara inacabada.
—No tengo nada que podáis sostener en las manos, Karle, pero os daré algo
que pocos hombres han conocido, algo que, confío, conservaréis en vuestro
corazón. Os daré mi respeto. Ahora somos una familia. Sois un hombre de
honor, y creo que mi hija ha elegido bien.
Coucy le interrumpió.
—¿Y monturas?
—Quizá deberíamos hablar con Karle antes de sumar nuestras fuerzas contra
el delfín. Tal vez sería necesaria una explicación más detallada.
En los pocos días que llevaba ocupada, la casa se había convertido en una
morada agradable y empezaba a parecer un hogar. La joven esposa, que
ahora se acostaba con su flamante marido, se pavoneaba como una gallina
con su gallo, si bien nunca olvidaba las duras pruebas que se avecinaban. El
hombre que la había tomado como esposa paseaba como un león por sus
dominios, y procuraba estar a la altura de su mujer.
—Un hombre con dos puñados de judías no las cederá a la causa —repuso
Kate.
—Pero tal vez ofrezca uno —conjeturó Karle—, y siempre nos será de ayuda.
También hemos de buscar la ayuda de hombres expertos en determinadas
especialidades: mozos de cuadra, carpinteros, herreros…
Ordenó a los carpinteros que fabricaran arcos y flechas, enseñó a los ociosos
a arrancar el corcho de las ramas largas y rectas, a pulir los nudos de donde
habían sido cortadas las ramas más pequeñas para luego encajar una punta
de piedra afilada en un extremo y aplicar plumas en el otro con el fin de
equilibrarla. Los fragmentos de las ramas provistos de hojas se amontonaron
y utilizaron para fabricar los techos de las cabañas que empezaban a alzarse
al borde de los prados. Se cavaron letrinas y se tomaron medidas de higiene
pública, tal como había insistido Alejandro.
Cuando cazaban aves, usaban sus plumas para las flechas. Colgaron toda
suerte de vísceras, arrancadas de los animales del bosque, para convertirlas
en cuerdas de arcos. Secaron y rasparon los pellejos de las bestias para
proteger los hombros de los futuros arqueros. Los leñadores se internaron en
la floresta y regresaron cargados con montones de retoños largos y rectos,
que servirían para fabricar flechas.
En una caja de metal cerrada con llave a la vera del hogar, no demasiado
cerca de las llamas pero lo suficiente para conservar el calor, descansaba la
mano del niño víctima de la plaga que Kate y Karle habían exhumado antes de
llegar a París. La joven la inspeccionaba en ocasiones, cuando nadie miraba, y
contemplaba con morbosa fascinación los progresos de su desecado. La piel
se había encogido y resecado hasta recordar al cuero, luego adquirió una
textura similar a la arcilla y, por fin, se convirtió en un polvillo grisáceo y
grasiento. Cada vez que abría la caja, se persignaba para protegerse de algún
demonio desconocido, que casi esperaba ver alzarse en medio de una niebla
colérica, y siempre tomaba la precaución de enseñarla a Alejandro, para que
controlara su transformación. El médico asentía con semblante sombrío y
agitaba un poco la caja para comprobar la cantidad de carne que se
desprendía cada día. Por fin, no quedaron más que polvo y huesos
estropajosos. El médico sacó estos últimos, los llevó al bosque, cavó una fosa
poco profunda y los enterró bajo una pila de rocas.
Una vez fabricadas las armas, alimentados los caballos y almacenadas las
provisiones, empezó el adiestramiento. Desde el alba hasta el ocaso, día tras
día, Karle atravesaba a caballo el prado y observaba cómo sus lugartenientes,
elegidos por su habilidad y bravura entre los congregados, instruían a los
reclutas en las artes de la guerra. Los campesinos aprendían esgrima,
disparaban flechas contra dianas improvisadas, arrojaban lanzas contra
espantapájaros situados a gran distancia. Formaban y desfilaban, con sus
espadas de madera alzadas hacia el cielo, se dividían en pequeños grupos,
retrocedían, se reagrupaban para cargar. Atacaban y retrocedían, avanzaban
de nuevo y reculaban. Se convirtieron en un ejército.
—¿Alguna noticia?
Caroline sonrió y mostró sus dedos cruzados. Llevaba una tirita en uno.
—Sólo quiero que vayas con el cuidado suficiente, aunque no estoy segura de
que sea posible.
Mientras se lavaban las manos con jabón y agua muy caliente, Caroline
comentó:
—Tal vez tengas razón… Aun así, deberíamos salir de aquí cuanto antes.
Intentó resistir la atracción del abismo, pero la visión se aferró a ella sin
piedad, y no se la pudo sacar de encima. El sudor perló su frente, se imaginó
en el pasillo de lo que antes había sido un hospital, donde pacientes
moribundos de la fiebre porcina y soldados heridos de la Primera Guerra
Mundial habían salvado el abismo de un siglo para agarrarla de los brazos
mientras avanzaba entre las sombras de su presencia.
Par básico a par básico, los nucleótidos de las dos franjas similares fueron
comparados. Contra todo pronóstico, contra toda lógica, las imágenes
siguieron donde estaban. La palabra «Coincidencia» destelló en grandes
letras blancas.
Janie borró el archivo que contenía el genoma de Alejandro del disco duro
donde había residido durante el análisis.
—Creo que sé lo que voy a hacer esta tarde —dijo Kristina al tiempo que cogía
el sobre de la mano de Janie—; preparar un poco de sopa de Alejandro. Vamos
a necesitar mucha.
—¿Dónde?
—Nadie va a seguirme.
—¿Cuándo?
—Por seguirme a ese lugar —repuso, después de tragar saliva—, nadie podría
averiguar nada de lo que hemos estado haciendo.
El rostro de Kristina expresó una indecisión absoluta. Por fin, habló, con
visible nerviosismo.
—Creo que iré andando —dijo—. Así tendrás más tiempo para ir… a donde sea
que vayas. Además, tengo algunas cosas que hacer.
¿Por ejemplo? ¿Esperar con desgana a Bruce, entregar el cuerpo y alma que
debería destinarle a un proyecto orquestado por un grupo clandestino,
zambullirse en un peligroso flirteo con su abogado?
—Si me dejas empantanado así —repuso el Hombre Mono con una calma
inhabitual en él—, te prometo que nunca volverás a trabajar en la industria de
la investigación genética.
—Chet, a juzgar por lo que está pasando ahí fuera, dentro de unos días la
industria de la investigación genética se verá obligada a tomar unas
vacaciones forzosas; junto con las demás industrias, excepto las pompas
fúnebres.
¿Por qué no había reunido el valor para preguntar a Kristina dónde residía?
Cada vez que Janie la llamaba, la joven aparecía, de modo que debía vivir
cerca. Ése era el misterio, precisamente. ¿Por qué sabe siempre dónde puede
localizarme, aunque yo no me ponga en contacto con ella?, se preguntó.
Cuando la abrió, vio a Tom apoyado contra el quicio, con aspecto relajado y
una sonrisa irónica en los labios, la misma que siempre reproducía en su
mente cuando pensaba en él. Un agradable estremecimiento de sorpresa
recorrió el cuerpo de Janie.
—Me encantará, pero debo advertirte que, si ahora me sirvieras una copa de
zumo de remolacha, igual pensaría que no había tomado nada más delicioso
en mi vida.
Tom entró en la habitación, dejó las copas sobre el escritorio y las llenó hasta
la mitad. El vino era de un hermoso color oscuro, casi opaco.
—Creo que te sentará mejor que el zumo de remolacha. —Cogió una copa y la
alzó—. Bien, salud. Brindemos por, hummm…
Tom sonrió.
—Ojalá. He ordenado este grupo de todas las formas que se me han ocurrido.
He estudiado cada archivo, obtenido las listas de sus publicaciones, las fechas
en que salieron a la luz, sus premios, toda esa mierda, pero no he llegado a
nada.
Tom señaló a V. M.
—¿Puedo?
—Por favor. Tal vez se te ocurra algo que yo he pasado por alto. —Hizo
ademán de ponerse en pie, pero él se lo impidió.
—No te muevas. No hace falta que te levantes. —Se puso detrás de ella y
apoyó las manos sobre el respaldo de la silla. Después se inclinó por encima
de su hombro—. Perfecto. Desde aquí se ve bien.
Había una vela sobre la mesita de noche, y flores en un jarrón. Era como si lo
hubiera preparado todo, y la idea la complació.
—¿Podría haber algo más perfecto que compartir tanta dulzura con tu amigo
más antiguo y querido? —susurró ella más tarde, cuando yacían entrelazados
en la cama.
* * *
La última frase del mensaje era como una bofetada en la cara, un puñetazo
del que Bruce no debía ser consciente. Janie cerró los ojos y recordó la noche
que acababa de terminar, la ternura de ser abrazada por alguien a quien
conocía a la perfección y en quien confiaba plenamente, que la acariciaba con
un amor paciente y constante.
¿Cómo no se había dado cuenta antes? Abrió los ojos, y el mensaje seguía en
la pantalla, la contemplaba con su castigo.
Aquellas palabras le sonaron de maravilla. Pero, oh, Dios, pensó, esto es una
equivocación.
—Todavía no.
Con un tazón en la mano, el abogado se sentó en una butaca demasiado
mullida, de la clase que alguien compraría para leer mientras su media
naranja trabajaba en el escritorio. Una butaca para hacer compañía. Janie se
preguntó, con una punzada de celos, quién más la habría ocupado, y si Tom y
ella debían cambiar de sitio. No obstante, parecía muy cómodo donde estaba,
pese a que era su estudio y su casa.
—Bien —dijo—, creo que debemos hablar. —Janie cogió su tazón. Se calentó
las manos con él. Lo aferró con fuerza, confiando en que sus temblores no
agitarían la superficie del café—. No sé por qué ha tenido que pasar ahora —
musitó.
—Es curioso oírte decir eso, porque ahora estás a punto de hacerlo.
Tom dejó el tazón sobre la mesa y se inclinó, con las manos enlazadas
alrededor de las rodillas.
—Escucha —dijo Tom por fin—, si quieres, me echaré atrás, pero debo admitir
que ése no es el camino que me apetece seguir ahora.
—¿Cuál es?
—Creo que deberías quedarte aquí hasta que hayas enderezado tu vida un
poco. Casi has terminado el trabajo que haces con Kristina. Todo será más
sencillo.
Janie pensaba que valía la pena investigar cada detalle. Tocó la pantalla
repetidas veces, hasta que apareció la información sobre la familia del
hombre. Se materializó una fotografía del médico, y Janie se preguntó por un
momento si le había visto antes.
—Me parece que no terminó la carrera cuando yo; años después, quizá. Le
perdí la vista. Por suerte. Era un auténtico capullo.
Janie sonrió.
—Ja, ja.
—Ese hombre ha reunido una fuerza armada —dijo Carlos, que estaba
pensativo y preocupado, algo poco habitual en él—. Un ejército. Si este
lugarteniente nos sirve de indicio, un ejército leal de hombres provistos de
cierta inteligencia. Éste no era un patán, y no será el único.
—Insinuó que eran miles —recordó el barón de Coucy con voz serena—.
¿Cómo lo habrá logrado?
—Es listo este roi des Jacques , pero nosotros también lo somos. —Llamó a su
paje—. Ve a Compiégne esta tarde y entrega a Karle un mensaje. Dile que nos
encontraremos con él dentro de tres días, al amanecer, y que agruparemos
nuestras tropas para el ataque. Situaremos a nuestros soldados detrás de los
suyos y formaremos una falange. Puesto que ha reunido una fuerza tan
inmensa, es justo que reciban el honor de ser los primeros en atacar al delfín.
La joven caminó a buen paso hacia él, con la falda levantada para no
mancharla de barro, y con la otra mano llena de las tiras de un blanco
grisáceo que fabricaba desde que se habían instalado en la casa.
—Ya no soy una niña, père , sino una mujer casada. Creo que siempre te lo
tendré que recordar.
—Ven a pasear conmigo, père —propuso Kate cuando las vendas se agotaron
—. Me gustaría estar un rato a solas contigo.
Eran las palabras más dulces que había oído en todo el día.
Ella rio mientras cruzaban el bosque que se alzaba detrás del campamento.
—Es maravilloso tener un apellido por fin. Nunca he sabido qué decir. ¿Era
Plantagenet, Hernández o Canches? Ahora soy Karle. Me gusta decirlo, sin
temor.
—Más feliz de lo que creía posible, père . —Se pasó una mano por la frente
para echar hacia atrás un mechón escapado de su diadema—. Aun así creo
que pronto conoceré una felicidad aún mayor.
—Has de darle las gracias, por mi bien. Has de maldecirle por enviar a la
batalla al padre del niño, precisamente en este momento.
—¿Karle lo sabe?
Navarra les pidió que aguardaran en el patio mientras conferenciaba con sus
capitanes, sobre todo con el barón de Coucy, que a pesar de ser apenas un
muchacho ya tenía fama de sanguinario, debido a la necesidad de gobernar
un protectorado tan vasto como el que había heredado muy poco tiempo
antes. En comparación con su campamento, el castillo de Coucy pareció
enorme a los hombres de Karle, fortificado y casi lujoso. Banderas de colores
ondeaban por todas partes y proclamaban la riqueza e influencia del
propietario. El pesado rastrillo de hierro, izado por mediación de poleas,
habría necesitado todo un tiro de caballos para levantarlo. Se alzaba entre el
resto del mundo y la fortaleza, adoquinada con piedras lisas y libre del barro
que se pegaba a las patas de los caballos y los tobillos de hombres en los
alrededores de la casa de Karle. Los soldados que practicaban en el castillo
tenían los pies secos y el buche lleno, y sus jefes eran los señores más
poderosos. Los lugartenientes observaron las diferencias abismales mientras
aguardaban.
Aquella noche hicieron el amor con ternura infinita y goce consumado, porque
ambos sabían la verdad callada: tal vez sería la última vez que dormirían
juntos. A veces se retorcían como leones, se aferraban mutuamente casi con
violencia, y otras yacían inmóviles, satisfechos con el sencillo placer de estar
juntos. Se susurraron dulces promesas y compartieron la esperanza de
establecerse cuando el mundo recobrara la cordura, una vez terminada la
batalla.
—No la tengo.
—He de ir. Soy el jefe de este ejército. Navarra es el jefe de su ejército. Hay
asuntos que discutir. Hasta un bellaco como Navarra sabe que asesinar al
cabecilla de tus aliados significa enemistarse con sus tropas. Contamos con
hombres suficientes para garantizar la derrota del delfín. No puede
indisponerse con nosotros.
—Da igual —repuso Kate—. Nadie te tomará por algo menos que un príncipe.
Karle sonrió.
Desde una almena del castillo, Carlos de Navarra observó la diminuta nube de
polvo que avanzaba por el camino del oeste. Había aguardado, con escasa
paciencia, la llegada de aquel jinete y ardía en deseos de escuchar su informe.
Si Guillaume Karle aceptaba su exigencia, cubriría la distancia antes de
mediodía. A juzgar por la posición del sol, Navarra calculó que el jinete
llegaría antes de mediodía, pero por poco. Estuvo tentado de enviar a un
mozo de cuadra con un caballo de refresco para el mensajero, pero desistió de
su idea.
Sin embargo, cuánto odiaba esperar las noticias del espía. Contempló la nube
de polvo y deseó que se moviera a mayor velocidad, pero seguía al mismo
paso regular. ¿Serían las tropas del delfín muy inferiores en número a lo
esperado, lo cual anularía la necesidad de la alianza con Karle? ¿O habría que
tomarse en serio al delfín, si sus partidarios habían congregado suficientes
hombres?
Kristina apareció más tarde aquella misma mañana y presentó los resultados
de sus esfuerzos a Janie: una caja llena de paquetitos muy bien protegidos,
dirigido cada uno a sus agentes de campo.
—No puedo creer que lo hayas conseguido ya —dijo Janie con incredulidad.
—Bien, pues vamos a enviarlo, antes… Había estado a punto de decir «antes
de que sea demasiado tarde», pero terminó la frase con «antes de que cierren
todas las compañías aéreas de mensajería». Tocó la pantalla en los puntos
precisos y aparecieron los números de todas las compañías que operaban en
la zona. Llamó a la más cercana.
¿Es posible que me haya olvidado de cepillarlos esta mañana? Subió al cuarto
de baño y cogió el tubo de pasta, que estaba enrollado hasta la mitad. Antes
de aplicar el dentífrico al cepillo, le asaltaron dos pensamientos: primero,
tanto Tom como ella apretaban el tubo desde abajo, no desde la mitad; lo que
sólo podía ser un presagio, y segundo, odiaba carecer de pasta dentífrica. Era
una de aquellas necesidades mundanas de las que muy pronto sería difícil,
cuando no imposible, disfrutar. Había más, de modo que sacó su decrépito
Volvo del garaje de Tom con la intención de recoger todas las cosas que
pudiera mientras se mantuviera el orden.
El Santo Grial siempre sería la gasolina. Se incorporó a una larga cola ante su
gasolinera habitual. La gente, nerviosa e impaciente, aguardaba para llenar
sus depósitos, latas y tarros de mayonesa. Por un momento Janie pensó en
continuar adelante, pero sabía que pasaría lo mismo en la siguiente estación
de servicio. Ocurriría lo mismo en todas partes.
Dedicó una preciosa hora a la espera, cada vez más irritada, pero había que
resignarse. Cuando por fin le llegó el turno, pasó la mano por el sensor y oyó
con alivio el sonido del líquido al caer en su depósito. Mientras la cifra
aumentaba en el contador y la posibilidad de trasladarse de un sitio a otro se
instalaba en el vehículo, recordó con excesiva claridad la rapidez con que se
habían presentado las dificultades para desplazarse la última vez. Durante
meses la gente iba a pie, cargaba con cosas, arrastraba cosas, hasta que los
trabajadores especializados en extraer petróleo de la tierra y transformarlo en
gasolina salieron de sus cuevas para realizar su labor. En aquel momento el
combustible se adquiría al precio justo. Había oído hablar de ciertos tratos en
los que se cambiaban piezas de automóvil raras y oscuras herramientas,
incluso en ocasiones café, pero había que conocer a alguien, pues de lo
contrario no había más remedio que desplazarse a pie.
Siguió un silencio.
Janie dejó transcurrir unos segundos antes de hablar. Parecía imposible que
Bruce no se hubiera enterado.
—¿Estás seguro?
—Nada.
—Que hemos llegado a un punto en que conviene actuar con rapidez, en caso
de que lo hagamos. Si este brote del DR SAM se confirma, ya no podremos
viajar.
—Janie, ¿qué quieres decir con «en caso de que lo hagamos»? ¿Cuándo se ha
infiltrado la duda en la conversación? Pensaba que bastaría con fijar una
fecha. ¿Ha sucedido algo que no me hayas contado?
Janie guardó silencio. Era el primer hombre al que había querido desde la
muerte de su marido. Habían sobrevivido a un infierno durante el breve
período que habían pasado juntos, y sólo la fe les había sostenido. Iban a
compartir el resto de sus vidas.
Kristina suspiró.
—Creo que tienes razón. Si hiciéramos algo, Tom se cabrearía con nosotros
por alterar el orden natural de las cosas.
—Precisamente es lo que hacemos —objetó Kristina—. Ésa es la cuestión.
—Interfiriendo.
—Como en todas las cosas, en nuestra tarea hay dos aspectos: uno bueno,
productivo, y otro malo, contraproducente.
—De acuerdo —concedió Kristina—. Supongo que no haremos nada. Las cosas
se solucionarán por sí mismas.
Janie bajó después de hablar con Bruce, con la sensación de que un hacha de
doble filo pendía sobre su cabeza, y cualquier movimiento desencadenaría el
desastre. Al entrar en la cocina encontró la mesa puesta, el vino servido, y a
Tom ante los fogones, agitando una olla de algo que olía de maravilla. En
vísperas de muerte y destrucción, había preparado la cena.
—Lo estoy.
—Yo también.
—No permito que mis emociones asomen con tanta facilidad. No suele ser
bueno.
—Pues exhíbelas. Quiero saber qué te preocupa. Tú no paras de escuchar mis
lamentos.
—Lo siento. —Tom sonrió—. Sabes que intentaré socavar tu resolución. —La
sonrisa se desvaneció—. Te contaré lo que me preocupa. Hoy he echado un
vistazo a ciertos documentos antiguos. Encontré algo que arroja cierta luz
sobre el proyecto en que Kristina y tú estáis trabajando.
No era lo que ella esperaba. Estaba preparada para oír historias acerca de la
nueva plaga. Se enderezó en la silla y le miró.
Tom sacó del bolsillo de la camisa un documento de dos páginas doblado, que
le tendió por encima de la bandeja.
—Creo que empezó como un proyecto genético razonable, pero no salió como
estaba planeado.
—Estás bromeando.
—Santo Dios. —Janie le miró con una expresión de sorpresa absoluta—. Todo
encaja, ¿verdad? Las fracturas, el bloqueo de absorción de calcio… No me
extraña que no encontráramos al propietario de la patente.
—Janie, quizá no haya tiempo… al menos ahora. Lo que has conseguido hoy es
un buen comienzo, pero es un arañazo en la superficie, lo sabes. Hemos de
terminar los preparativos.
A Bruce no le gustó que la cita fuera en uno de los pubs más sucios y llenos
de humo que aún quedaban en Londres, pero no era él quien había fijado el
lugar, sino el hombre con quien se había puesto en contacto. «Sólo metálico»,
había dicho el tipo. Le había puesto muy nervioso llevar encima una suma tan
elevada. Se había acostumbrado a sacar una tarjeta. El dinero era un engorro,
por sus gérmenes y la facilidad con que podían robarlo.
—¿Doctor Ransom?
«Sólo lo que necesites para esta noche », había dicho Tom, y añadió que al día
siguiente volverían por el resto. Guardó algunas cosas en la bolsa que le había
dejado: una muda, un jersey, un camisón, algunos artículos de tocador…
Sus zapatos… El último par que quedaba de una colección que en otro tiempo
había constituido su orgullo. Se los había quitado y dejado bajo la cama de la
habitación de invitados antes de hablar con Bruce, pero no los vio, de modo
que se puso a cuatro patas y miró bajo el borde de la colcha.
—Es lógico. Todos deberíamos estar nerviosos. Existen motivos más que
suficientes.
Cogió la bolsa que había dejado a sus pies y la puso sobre su regazo. La
aferró con un gesto protector.
—Me temo que todo nos resultará poco familiar durante un tiempo. Hasta que
esta nube pase.
—¿Qué es?
—Es mi intención.
John Sandhaus paseó la vista por la sala, con una amplia sonrisa en la cara, y
se volvió hacia ella.
—No puedes —terció Janie—. Eres demasiado joven. Algún día leerás el libro.
A juzgar por cómo pintan las cosas, creo que este invierno tendrás tiempo. —
Meneó la cabeza con incredulidad—. Estoy… estupefacta.
Observó a los pacientes: John Sandhaus, su mujer, Cathy, sus hijos, agarrados
a las piernas de sus padres; Kristina, con su aspecto animado y juvenil; Linda
Horn, la señora de las mariposas, serena y majestuosa, y detrás de ella un
hombre que Janie supuso era su marido.
—¿Ex?
—¿Qué habría hecho si hubiera querido venir a ver este lugar cuando hablé
con usted?
El salón donde se encontraban, que en otro tiempo debía de haber sido la sala
de reuniones, era cualquier cosa menos rústico. Tenía un techo puntiagudo
con claraboyas y ventiladores de aspas silenciosos, que colgaban de largos
soportes. Giraban rítmicamente y agitaban las hojas de las plantas, como si
las acariciara una brisa leve. Janie advirtió que a lo largo de la viga maestra y
en lo alto de las paredes había colgaduras, arrolladas y atadas, que formaban
parte sin duda de un decorado complejo que podía desplegarse en cualquier
momento para engañar a un visitante inesperado. Reinaba una temperatura
ideal, como la que había encontrado en la cabaña del bosque de Linda Horn,
más fresca que su piel y con el punto de humedad perfecto.
—No las traeré hasta estar seguros de que no llegarán más invitados, pero lo
haré, cuando llegue el momento.
—Aún no he terminado.
—Te creo. —Observó la sala—. Increíble —susurró—. Bien, ¿es éste el paraíso
utópico del que hablabas, donde todos nos esconderemos para protegernos de
la peste?
Los lugartenientes fueron al prado para comunicar a los soldados que Karle
no había regresado y avisarles de que la corneta volviera a sonar antes del
alba. Les aconsejaron asimismo que estuvieran preparados para levantarse y
tomar los últimos restos de agua y comida, coger sus armas y armaduras, y
recorrer el corto trecho que les separaba de la carretera de Compiégne.
Tenía otros pedazos diseminados por toda Europa. Había dejado uno en
Cervera, su ciudad natal de la hermosa región española de Aragón. Un buen
pedazo de su corazón residía en Inglaterra, con Adéle, y en Aviñón, donde
había visto por última vez a Hernández, la ciudad donde confiaba, contra todo
pronóstico, que sus ancianos padres hubieran encontrado refugio. Un pedazo
de su mente se hallaba en París, con el despreciado pero admirado De
Chauliac, y siempre le reclamaría contra su voluntad. Y aquí, sobre su
hombro, estaba la muchacha que poseía el pedazo más grande, que, a la
postre, podía quebrantarle.
Cerró los ojos y se adormiló apoyado contra un montón de paja, con los brazos
alrededor de su hija embarazada, cuyo marido se encontraba en las garras de
un hombre que había recurrido a las salvajadas más ignominiosas para
conseguir lo que deseaba. Soñó con Carlos Alderón, pero esta vez el
gigantesco herrero perseguía a Guillaume Karle.
Kate se levantó e inició su aseo. Oyeron el ruido de los hombres que entraban
en el establo para coger sus sencillas armas. Lugartenientes y jefes de
guarnición cabalgaban entre las tropas, ordenando que se alinearan y
adoptaran formaciones de combate. Alejandro y Kate salieron de la casa en el
momento en que el ejército empezaba a moverse. Alejandro detuvo a un
lugarteniente que pasaba a su lado.
Una vez congregada, la armée des Jacques de Guillaume Karle era algo digno
de ver. A primera vista, nadie habría adivinado que se trataba de
desharrapados disfrazados, porque mantenían la cabeza erguida y las armas
preparadas mientras las banderas ondeaban al viento y proferían apasionadas
consignas bélicas. A la cabeza de la larga falange iban los jinetes con sus
lanzas, y detrás de ellos los lanceros a pie, seguidos de los arqueros,
pertrechados con sus toscos arcos y, por último, la infantería, armada con
espadas. Les pisaban los talones aquéllos que sólo contaban con garrotes o
mazas, y cerraba la marcha el grupo más numeroso, el de los hombres que
sólo iban armados con cuchillos y sus manos desnudas.
Cuando el sol se posó sobre las copas de los árboles, bañó a aquel kilómetro
de humanidad, que esperaba, tembloroso pero firme, en un silencio casi total,
a que su rey regresara.
Antes de que el sol hubiera abandonado al más alto de los árboles, un vigía
dio la voz de alarma.
—Ni yo. Están demasiado lejos: Espera… Creo que algo está pasando. El
ejército se ha detenido, pero la partida pequeña continúa cabalgando.
Siempre había tenido mejor vista que Kate, que parecía padecer ciertas
dificultades para ver de lejos. Alejandro oteaba en silencio, cada vez más
atemorizado. Un portaestandarte con una bruñida armadura sostenía en alto
la bandera del barón de Coucy, y detrás de él cabalgaba un hombre que
Alejandro supuso era el barón. Había otros tres jinetes, todos montados en
magníficos caballos y armados con espadas, mazas y lanzas. Entre ellos iba
Guillaume Karle. Le habían dado un yelmo rematado por penacho. Alejandro
contuvo el aliento.
—Dicen que Karle se encuentra entre ellos, hija —susurró Alejandro—, y creo
que es cierto.
Sin pronunciar palabra, Kate dio media vuelta y corrió colina abajo. Alejandro
se vio obligado a seguirla.
—¡Oh, père , es Karle! —exclamó con alegría—. ¡Mis plegarias han sido
atendidas, porque me lo han devuelto!
Miró de nuevo hacia la avanzadilla.
Alejandro le puso una mano en el hombro y notó que temblaba. De pronto los
jinetes se detuvieron, excepto Karle, y el médico notó que su hija se ponía
rígida. Forzó la vista. Había algo incongruente en la escena. Karle se
bamboleaba en la silla mientras su caballo avanzaba, casi por voluntad propia,
como si el hombre no lo controlara. Alejandro respiró hondo y rodeó la cintura
de Kate con sus brazos. El corazón se le aceleró, las sienes comenzaron a
palpitarle.
Por fin el animal se paró en seco y Karle se desplomó hacia adelante. Sus
manos parecían sujetas a la silla. El yelmo cayó al suelo y rodó con estrépito.
El fragor de la batalla se oía cada vez más cerca, y Alejandro comprendió que
pronto acudirían los heridos, suplicando misericordia, y para muchos de ellos
la mejor misericordia sería una muerte rápida. Soltó a Kate y la tomó con
firmeza por los hombros.
—Hija, tu dolor es inmenso, lo sé, pero guarda la tristeza por tu viudedad para
mañana. Ahora es preciso que seas comadrona, pues para ello fuiste educada.
Sus aullidos se oían con toda claridad, y Alejandro miró a Kate al tiempo que
meneaba la cabeza.
Empezaron con los primeros y, cuando llegaba una nueva víctima, Alejandro
examinaba con rapidez al hombre y ordenaba que lo colocaran en la fila
correspondiente. Practicó amputaciones sin administrar láudano en cuestión
de segundos y vendaba los muñones con el trozo de ropa que ya no era
necesario después de mutilar la extremidad. Los miembros amputados se
dejaron junto a la pila de cadáveres, para que la sangre no convirtiera la
carretera en un río de barro rojo. De acuerdo con las indicaciones de
Alejandro, Kate fue a la casa y sacó leña suficiente para encender un fuego y,
cuando por fin ardió, utilizaron carbones encendidos para cauterizar los
miembros sangrantes.
—¡Kate! —exclamó.
—Pero père .
—¡Ahora!
—¿Sois el médico?
—¿Sois el médico? Karle nos habló de que tenía esposa. —Al no obtener
respuesta, Navarra miró hacia la casa, luego a Alejandro, y advirtió que éste
se ponía tenso—. Dijo que el padre de ella era médico. Contestad, o mi caballo
cabalgará sobre todos estos heridos.
La herida no era tan profunda como para que Navarra perdiera el miembro,
pero Alejandro sabía que le causaba un dolor considerable. Lo examinó con
atención.
Navarra suspiró, casi con indiferencia. Alejandro sabía que se reprimía para
no gritar de dolor.
—Ya di mi palabra a Karle de que no haría daño a vuestra hija. Supongo que
no me perjudicará hacer la misma promesa al padre. Muy bien, acepto
vuestra condición. —Extendió el brazo con una mueca—. Ahora, atendedme,
por favor.
Kate retrocedió.
Lavó la herida con agua limpia y extrajo la suciedad introducida por la espada
que había efectuado el corte. La suturó con cuidado, mientras Navarra
sudaba con profusión, víctima de un dolor atroz. Cubrió la herida con hierbas
sobre las que colocó un vendaje de lino. Hizo todo esto con la punta de la
espada de Coucy apoyada contra su hígado.
—Dentro de tres días —dijo al terminar—, retirad la venda y verted vino sobre
la herida, blanco a poder ser, y tapadla con un vendaje nuevo. Al cabo de
quince días, podréis quitar los puntos. Id con cuidado, porque si dejáis un
trozo de hilo en el interior podría pudrirse y dar al traste con nuestros
esfuerzos de hoy. Descansad el brazo durante una fase lunar, para que la
carne nueva no se desgarre. La única señal que os quedará serán las marcas
de las suturas, y la cicatriz, por supuesto, pero podréis blandir de nuevo una
espada si seguís mis instrucciones.
Navarra se bajó la manga.
—Bien hecho, médico. Eres digno de servir a un rey. —Se volvió hacia Kate—.
Ahora, si la dama nos acompaña…
—¡Asesino, traidor!
Coucy la cogió del brazo, y la obligó a dar media vuelta y apoyó el cuchillo
bajo su barbilla.
—Es una pena que Karle tuviera que morir —dijo Coucy al tiempo que se
alejaba—. No tuvo la oportunidad de saborear vuestro espíritu. Una pena.
—Venga conmigo —dijo Kristina. Cogió la mano de Janie y tiró de ella como si
se tratase de una niña—. Quiero enseñarle el laboratorio.
Cruzaron una puerta y, cuando salieron del clima controlado a la noche, Janie
notó el aire sucio y opresivo en comparación con la pureza de la atmósfera
interior. Era la clase de aire húmedo y cargado que amaban las diminutas
cosas flotantes.
Se detuvo en seco.
«Se transmite por el aire, y así invade el cuerpo …». Palabras de Alejandro.
Por fin, la joven se detuvo ante una puerta y anunció con evidente orgullo:
—Lo sé. Es un lugar maravilloso para trabajar. Aquí extraje la secuencia del
ADN.
—Supongo que tienes razón —concedió Janie tras un largo silencio—. Fue un
esfuerzo común.
Ambas sabían que tenían razón. No era una perspectiva muy consoladora.
—No podremos hacer gran cosa al respecto. Hicimos lo que pudimos. En todo
caso ahora tendrán una oportunidad, y eso es lo más importante, cuando
menos para mí. El resto ya no depende de nosotros. En cuanto el suero actúe
y absorban la cadena genética apropiada, se reducirá en gran medida el
peligro de que se rompan más huesos. Además, las operaciones quirúrgicas a
que sean sometidos tendrán muchas más posibilidades de saldarse con éxito.
Cuando el próximo brote haya sido erradicado, no será necesario empezar de
cero.
—Puede que no quede ningún superviviente. La última vez, las bajas fueron
considerables.
Salió del laboratorio con la sensación de que se le habían bajado los humos,
una sensación a la que debería acostumbrarse. Encontró a Tom en la sala de
reuniones, y cuando su amigo terminó de enseñarle el complejo ya era casi
medianoche.
—Tendrán que salvar la verja electrónica. El marido de Linda Horn era algo
más que un técnico en energía. Era un experto en armamento cuando sirvió
en el ejército. Ahora contamos con algunos fusiles que disparan proyectiles
tranquilizantes. Un buen tiro derribará a cualquier intruso antes de seis
segundos.
—No; a mí no. Espero que este lugar no crezca hasta el punto de necesitar un
gobierno. Las asambleas ya son bastante complicadas.
—¿Sabes una cosa? Es un hombre asombroso. La gente que conoce, las cosas
que es capaz de hacer… No habríamos conseguido llevar adelante este
proyecto sin él. Y lo más sorprendente es que ha sido muy razonable. Algunas
discusiones son bastante acaloradas, y él siempre está por medio, pero no
plantea dificultades. —Hizo una pausa—. De hecho el miembro más
problemático es Kristina. Cuando el grupo toma decisiones, siempre ha de
decir la última palabra. Creo que se debe a su idea infantil de que puede
cambiar el mundo. Todos hemos sido así en un momento u otro. A ella le ha
tocado vivir una época muy problemática, de modo que se deja arrastrar por
el entusiasmo. A veces cuesta mucho lograr que comprenda las cosas.
—Te lo contaré, pero es una larga historia, y quiero pensar lo que voy a decir
antes de empezar. En este momento, sólo te diré que prometí a su madre
cuidar de ella.
—¿Mi qué?
Tom suspiró.
—Sí.
—Sí. Muy bien. —Cogió la mano de Janie y echó a andar hacia el edificio
principal—. Se hace tarde.
—Lo sé. Muy tarde. No sé cómo estoy despierta aún. Debe de ser la descarga
de adrenalina.
—No, gracias, no hace falta que te tomes más molestias por mí. De todos
modos, creo que estoy demasiado nerviosa para comer. Necesito calmarme.
Tom aminoró el paso y se detuvo. A Janie le parecía que a su lado el aire del
exterior era menos amenazador.
Janie vaciló.
—Lo que les dé la gana. Los demás no me preocupan en este momento. Sólo
tú y yo.
—¿Y Kristina? Tom, sé que eres importante para ella… No quiero disgustarla.
Tom rio.
—Oh, creo que nosotros sabemos algo más sobre lo que está pasando que la
gente de entonces.
—¿Ellos no?
—Nadie tenía ni idea. Excepto Alejandro, por supuesto. Dedujo que estaba
relacionada de alguna manera con las ratas, pero nadie le creyó.
—¿Alguien creyó a los profetas agoreros cuando aconsejaron hace unos años
que debíamos clausurar este país?
—No. Tampoco creo que hubiera importado. Podemos combatir nuestra plaga
tanto como los hombres del Medievo la suya. Nuestro control es inútil.
—Lo creí cuando llegué y pensé que existía alguna diferencia, como si
hubieran sobrevivido mejor al DR SAM. Reinaba un orden perfecto, y nadie
acusaba al gobierno de ser demasiado autoritario, o demasiado tolerante,
como aquí, pero pronto se complicó todo. Me alegré de regresar aquí.
—Me acuerdo.
—No, Tom, por favor, escúchame. Bruce era… muy necesario para mí. Llegó a
mi vida en un momento en que necesitaba a alguien como él. Le había
conocido años antes por casualidad, pero esa época fue muy breve, y muy
diferente.
—No hay nada como un antiguo amor —afirmó Tom. La besó en la cabeza—.
Hablo con cierta autoridad sobre ese tema.
Janie suspiró.
—Creo que por eso me resultó más fácil conectar con él. No era un antiguo
amor, pero sí un conocido, y se mostró muy apasionado. No obstante, cuando
Caroline se recuperó lo bastante para volver a casa, hablamos y pensé que
cada uno seguiría su camino. Después, cuando subí al avión, le vi y me sentí
muy feliz… Creo que no pensé en el verdadero significado de la situación.
—Y ahora, ¿qué?
—No lo sé. Hemos estado separados durante un año, nos hemos visto tres
veces en ese período. Durante nuestra estancia en Islandia discutimos por las
cosas más estúpidas. Y después tuve que regresar… Ha sido una frustración
tras otra.
—Ya he hecho algo. Le dije que no viniera, al menos por el momento. Creo
que será lo mejor. —Se volvió hacia él—. Eso nos dará tiempo a ti y a mí para
tomar una decisión.
Tom sonrió, le cogió la barbilla y atrajo su cara hacia él. Cuando Janie se
liberó del largo y satisfactorio beso, volvió a hablar.
—Cazaron ese pollo —explicó la mujer—, y estos huevos son de nuestro propio
gallinero. Orgánicos, de gallinas alimentadas con productos naturales, ciento
por ciento biológicos.
—¿Está segura?
—Mire.
—Usted sabía que era un gen agrícola, un gen de pollo, por el amor de Dios.
¿Por qué no me lo dijo? Me habría ahorrado un montón de problemas.
—Yo también.
—Tenía que parecer que alguien se había topado con ello por casualidad. No
bromeaba cuando dije que estaba esperando a que alguien empezara a
investigar. Si alguno de nosotros hubiera revelado esta información, tal vez
habrían descubierto a nuestro grupo. Y eso hubiera sido fatal. Aún nos queda
mucho trabajo por hacer.
—De modo que se dedicaron a diseminar cosas en mi camino, para que yo las
descubriera.
—Pensar que todo esto ha sucedido para que alguien pudiera extraer el calcio
de las cascaras de huevo con mayor facilidad —dijo Janie con tristeza—. Qué
absurdo. Qué trivial. Un ave se pierde, y docenas de muchachos quedan
horriblemente afectados. —Miró a Linda a los ojos—. ¿Dónde estaba Dios
cuando ocurrió todo esto?
Janie sonrió.
Oyeron que una puerta se abría y vieron que Tom se aproximaba desde el
fondo de la sala principal. Se sirvió una taza de café y caminó hacia la mesa.
Cuando acercó la silla, Linda dirigió un guiño de complicidad a Janie y se
levantó.
—Mierda.
—Lo sé. Sólo espero que no se haya largado ya. Sería muy propio de él. Le
gusta sorprenderme.
Janie leyó las primeras líneas del artículo, con una expresión de terror y dolor
a la vez. Miró a Tom con el entrecejo fruncido.
—Igual que la última vez. Empieza la era de la plaga. Una vez más.
—Lo sospechaba. Hay mucho que hacer. No sé si seré capaz de hacerlo todo
hoy. Quizá tarde dos días.
—No; no puedo.
—Lo sé. Por desgracia lo sé. —Apretó su mano—. Tendrás gasolina, espero.
—Tom, esto es una locura. No tengo ni idea de cómo se maneja. Guárdala, por
favor.
—Janie, la situación es muy peligrosa ahí fuera. Robo de coches, saqueos, una
locura, y no ha hecho más que empezar. No quiero que vayas pero, si lo
haces, debes protegerte.
Janie aceptó el arma al final. Tras recibir unas breves indicaciones, la guardó
de mala gana en el maletín, al lado de Virtual Memorial. Mientras Tom
conducía de vuelta a la ciudad, hacia la creciente anarquía, Janie envió a los
agentes detalladas instrucciones sobre la administración del suero. Añadió
algo más, algo que no se había planteado la noche anterior. «Esperen otro
mensaje a última hora de hoy ».
—Yo tampoco.
—Que Dios los acompañe —murmuró—. No suelo decir estas cosas, pero creo
que éste es un buen momento.
Asomaron lágrimas a los ojos de Janie mientras decía con voz temblorosa:
—La última vez nadie sabía lo que se avecinaba, pero ahora… Oh, Dios,
¿conseguiremos superarlo?
—A casa de Michael y Caroline. Si no están, tengo una llave, pero creo que los
encontraré.
En aquel momento una furgoneta verde pasó a su lado con las luces
destellantes. Ambos la siguieron con la vista.
—En ese caso, Caroline y yo nos quedaremos juntas. —Hizo una pausa—.
Escucha, Tom, anoche ya quería preguntártelo, pero tenía miedo. ¿Cuánto
puedo contarles? O sea, sería estupendo reclutarles. Podrían sernos muy
útiles.
—Tom, Caroline es como una hermana para mí. Es la única familia que me
queda.
—Janie, por favor, me encantaría decir que sí, pero no puedo. Antes he de
hablar con los demás. Lo haré esta noche, cuando vuelva. —La abrazó durante
unos breves momentos—. Te quiero —susurró.
—Y yo a ti.
—Lo haré.
El aire era sofocante en el ascensor revestido de madera. Estaba lleno de
personas con aspecto preocupado, a algunas de las cuales conocía, pero no se
molestaron en saludarla. «Cada uno a lo suyo» era el lema que se imponía a
toda velocidad.
Chet paseó una mirada nerviosa alrededor, como si temiera que alguien
pudiera oírles.
—Escucha, Janie, lárgate de aquí. ¿No te das cuenta de lo que está pasando?
Hemos de trasladar pacientes, sellar pabellones, toda clase de mierda… Será
mejor que te vayas, a menos que tengas una cura contra el DR SAM.
—Sí, bien, las cosas se ponen feas otra vez —comentó con tono burlón—, y a
nadie le importará una mierda un pequeño accidente genético sucedido hace
años; sobre todo porque no fue un accidente genético humano. Se perderá en
la confusión.
—¿Cómo?
—¡Por favor! Un ave se extravió. Un ave valiosa, con un gen patentado, por
eso la vigilábamos estrechamente.
—Pero las aves, aves son, ¿no? Tienen esas alas tan engorrosas. —Janie
entornó los ojos y le fulminó con la mirada—. Ahora, eres dueño de parte de
esa patente.
—Sí, pero…
—De modo que, cuando todo vuelva a la normalidad, esperas ganar dinero
con ella.
Chet quiso decir algo, pero calló. Respiró hondo y se miró las uñas.
—Solíamos llamarte el Hombre Mono, ¿sabes?, pero creo que Hombre Pollo
es más apropiado.
—¿Hombre Mono?
—No.
—Entonces eres más tonto de lo que pensaba. Con suerte, serás lo bastante
listo para hacer lo que te voy a sugerir. —Le habló del gen alterado y de los
frascos de suero que se habían enviado—. Eso impedirá que se rompan más
huesos, pero no curará los huesos que ya se han roto. Por tanto, cuando
traslades a todos esos pacientes en estudio que tienes ahí fuera a pabellones
estériles aislados, como ya estás haciendo, tendrás algunos más de los que
habías pensado.
—Entonces agita estos bonitos papeles ante sus narices, Chet. También hay
ahí un informe de la policía sobre un entrenador de baloncesto muerto. Estoy
segura de que a algún pez gordo de arriba le encantará leerlo.
—Pero fue tu padre quien montó este embolado. Un conocido mío vio una lista
que yo tenía en el ordenador y recordó el nombre. O sea, que ya puedes
borrar todas las huellas que quieras. La gente siempre tendrá recuerdos, a
diferencia de las máquinas.
Treinta y tres
Era el invierno más frío que Alejandro conocía desde la primera vez que
atravesó el canal de la Mancha, hacía más de una década. Si bien los
inviernos que había vivido en Francia no fueron muy benignos, no podían
compararse con el que había soportado en Inglaterra, cuando pensó que
nunca más volvería a ver aves o flores. No obstante, durante aquella cruda
estación le había consolado el amor de una mujer, y ahora era él quien
intentaba, casi siempre en vano, consolar a su hija. A veces tenía éxito, pero
sólo cuando ella se dejaba consolar.
Alejandro sabía que, hasta la primavera, sólo comerían lo que él cazara, pero
la caza escaseaba, y como los estanques estaban helados, era casi imposible
pescar. Sus sueños estaban poblados de hogazas doradas, pescado blanco
humeante y manzanas rojas; su estómago estaba poblado de jugos gástricos,
cartílagos y gruñidos.
Una fría y soleada mañana de finales de invierno, cuando el aire tendría que
haber sido mucho más tibio y los carámbanos más pequeños, oyó una llamada
en la puerta que se le antojó diferente de las demás, más firme y enérgica.
Los campesinos que buscaban su ayuda la golpeaban casi con humildad.
Aquélla no era la llamada de un mendigo. Por primera vez en muchos meses,
cogió el cuchillo antes de abrir.
Volvieron a golpear, esta vez con más fuerza, y la cara de Kate expresó
alarma. Casi a punto de parir, pensó Alejandro. Roguemos que no sea un
ladrón o un caballero en busca de mozas aún más rellenitas…
—¿Médico? —oyó.
—No sois bienvenido aquí —espetó Alejandro al tiempo que intentaba cerrar
la puerta.
—Supe vuestro paradero desde el primer día que llegasteis. Tenía un espía
entre vuestros soldados, uno de los guardias a los que tanto despreciabais y
engañasteis con tanta habilidad. Es lógico que no os dierais cuenta. El
hombre iba y venía con discreción entre vuestros soldados. Además, me dijo
que estabais muy preocupado.
—¿Y su suerte…?
Una pálida sonrisa asomó a los labios de Kate, y a Alejandro le dio un vuelco
el corazón al verla.
Alejandro asintió.
—Sí, pero un bebé sólo baja tanto cuando está a punto de salir. Dará a luz
antes de una semana.
—¿Y mi oro?
De Chauliac vaciló.
—Lo tiene Flamel.
—¿Se lo disteis?
—Me lo suplicó.
—¡Y hará con esa sabiduría lo que le venga en gana! ¡No se utilizará para el
beneficio de aquéllos a quien iba dirigida!
De Chauliac suspiró.
—¿Cómo es eso?
—Todos han muerto, colega. Asesinados. Navarra y Coucy han acabado con
todos los sospechosos de dicha actividad. Por supuesto, han englobado en esa
categoría a todo aquél que mendigaba comida para su familia. Por tanto, no
tenía nada que temer.
¡Por fin! ¡Se las han comido!, pensó con no poca alegría.
¿Podría hacerlo de nuevo? La última vez que había vencido a la peste había
sido en sus propias carnes, y Kate era tan pequeña como un suspiro. La
muchacha había hecho por él, gracias a su fuerza de voluntad, lo que él no
había conseguido hacer por Adéle: le había obligado, en medio de sus delirios,
a ingerir la poción que constituía su única esperanza de curación. Le había
tapado la boca y la nariz con sus pequeñas manos hasta que no tuvo más
remedio que tragar o ahogarse, y si bien habría agradecido en aquel instante
la llegada de la muerte, prefirió tragar. Había vivido, y desde entonces la
muchacha describía aquel momento como uno de los más difíciles de su vida,
más difícil aún que ver sucumbir a su propia madre.
¿Debería padecer una vez más la misma experiencia, tan cerca del parto?
—¡Jamás, père !
—De Chauliac, convencedla de que es una locura. Decidle que se quede con
vos.
—Lo haría, colega, pero mis palabras no servirían de mucho, porque no tengo
la menor intención de quedarme aquí.
¿Había sido falso, en realidad? No del todo, había concluido. En otro momento
o lugar, en circunstancias diferentes, tal vez su flirteo habría fructificado,
porque consideraba a Isabel una compañera agradable y jovial. Poseía ingenio
y una aguda inteligencia, y el sonido de su voz le complacía sobremanera.
Además, no deseaba hacerle daño.
—Necesitaremos algunas cosas. No hace falta que entres, bastará con que las
dejes ante la puerta. Responde a nuestras llamadas, pues de lo contrario el
niño sufrirá más, y me aseguraré de que tu señora sepa quién no estuvo a la
altura de las circunstancias.
Se cubrieron la cara con mascarillas de tela, una precaución propuesta por De
Chauliac, y se apresuraron a cerrar la puerta a su espalda. El olor de la peste
les atacó al instante, y lo primero que hizo Alejandro fue abrir las ventanas de
par en par para que entrara un poco de aire respirable. Encontraron al niño
tendido bajo la colcha de armiño, vestido con su camisa de dormir sudada,
manchada de sus excrementos, porque nadie, ni siquiera su madre, podía
acercarse para cuidarlo. Sintió una inmensa pena por el chiquillo, que tenía el
cuello hinchado y oscuro, y una expresión de terror en los ojos. Rodeado de
desconocidos, sería sometido a lo que consideraría crueles torturas
disfrazadas de tratamiento médico.
Una vez dentro, mientras esperaba a que le llevaran lo que había pedido,
Alejandro condujo a De Chauliac a un rincón.
—Entonces, apartaos del lecho, para no aspirar los humores del niño. De esa
forma, puede que no os contagiéis.
—Necesito ver cómo curáis al chiquillo… Será la mayor sabiduría que haya
contemplado en mi vida.
—No es nada más que la sabiduría de una vieja bruja —repuso—. Una mujer.
—Eso decís vos, colega, pero tiene que ser algo más.
El tiempo corría a toda prisa. Sabía que debía terminar el trabajo y marchar
cuanto antes, pero no podía obligar a sus pies a caminar más deprisa. Como
algas, viejos recuerdos se enredaron alrededor de sus tobillos y la
inmovilizaron al borde del aparcamiento. Se volvió a medias para contemplar
la extensión de pavimento que en otro tiempo había albergado autobuses y
microbuses y vio que una leve brisa doblaba los delgados brotes verdes de los
carmeles que asomaban entre las grietas, una evidente señal de descuido.
Antaño se había parado en el mismo lugar y observado los coches fúnebres
que partían de aquel colegio formando una línea larga y continua, y cada uno
aminoraba la velocidad para sortear los baches que ella había esquivado
cientos de veces con un coche lleno de niños risueños, todos camino de
hogares felices donde les esperaban padres amantes, su lugar natural en un
mundo que era como debía.
Cuando eso sucediera, ella ya se habría refugiado en las colinas, libre de todo
acoso. A la larga, descubrirían adonde habían conducido a la gente.
La alarma no sonó, y Janie pasó. Corrió por el pasillo, mientras sus pasos
resonaban sobre el duro suelo de losas, y después subió por la escalera de dos
en dos, despreciando el ascensor y su aire acondicionado. Todas las puertas
de las habitaciones estaban cerradas, pero en ninguna se veía aún la
mortífera cinta verde, la temida señal de la cuarentena. De todos modos, el
lugar parecía desierto, y cuando Janie llegó a la puerta de Abraham, la cruzó
y la cerró de inmediato a su espalda.
Janie le puso una mano en el hombro, si bien estaba segura de que sólo podría
proporcionarle un consuelo insignificante.
—Se llevará a cabo en un medio estéril —la tranquilizó Janie—. Le ruego que
me escuche. A partir de este momento, tardaremos un tiempo en volver a
vernos, pero me he ocupado de arreglarlo todo para que Abraham reciba los
cuidados necesarios. Esta tarde, alguien de la fundación vendrá a buscarle
para trasladarle a su centro médico. Le ingresarán en un pabellón especial,
junto con otros muchachos que padecen problemas similares, y a todos se les
administrará el mismo tratamiento, empezando con la misma solución
genética. Después de que surta efecto, la cirugía reparará las fracturas y se le
someterá a una terapia postintervención.
—Es posible que no vuelva a jugar a fútbol, pero es muy probable que vuelva
a andar.
La señora Prives, que se esforzaba por reprimir las lágrimas, se llevó la mano
a la boca. Miró a Abraham, después a Janie. Ésta sonrió.
—Buena suerte, señora Prives —susurró—. Espero que usted y sus seres
queridos consigan sobrevivir.
—Ahora debo reunirme con la gente que quiero. Dio media vuelta y se
marchó.
Dejó atrás los edificios altos de la universidad y se dirigió al extremo sur del
campus, hacia el depósito de libros. Sólo había dos coches en el
aparcamiento. Supuso que uno sería el de Myra Ross.
—No volverá a ocurrir —repuso con pesadumbre Myra—. Bien, creo que sé
por qué ha venido, pero dígamelo para comprobar que los sueños se
convierten en realidad.
—¿A qué sueño se refiere?
—Muy bien. Iré a buscarlo. —Myra dio media vuelta, pero se detuvo—. ¿Está
segura?
Janie asintió.
—Sí.
Janie miró a Myra a los ojos y no percibió miedo en ellos, sino una
inquebrantable determinación.
—Me quedaré aquí, por supuesto. Tengo todo cuanto necesito y haré lo que
me gusta. ¿A qué otro lugar podría ir?
—¿Y usted? ¿Estará a salvo? Puede quedarse aquí si lo desea. Hay mucho
sitio.
—Adiós.
—Doctora Crowe.
—¿Sí?
—Creo que debería decir: «Ahí va mi hija, la doctora…». Vaya con Dios.
—Y usted también.
Dejó a Myra con los tesoros del depósito y se marchó con uno de su
propiedad, uno de los pocos que le quedaban.
—La vida siempre se abre paso —afirmó Janie—, incluso en las situaciones
más desesperadas. —Apoyó una mano sobre el hombro de su amiga—. Y creo
que nos encontramos ante una situación desesperada.
—Desde anoche. Creí que me había venido la regla, pero paró de improviso.
Me hice un análisis. ¡Y salió positivo!
—Me parece absurdo hablar de esto ahora, pero vas a ser tía, Janie, y yo seré
mamá. —Sus ojos brillaban—. Comenzaba a perder la esperanza, sobre todo
después de lo sucedido en Londres…
—Pase lo que pase —añadió Caroline tras una breve vacilación—, creo que
saldremos adelante. Ya hemos pasado antes por algo semejante y salimos bien
libradas.
—Tom… —Alejó el aparato y le dio unos golpecitos—. Vaya momento para que
el telefonito me falle. —Alzó la voz—. ¿Me oyes?
—Sí.
—Creo que yo también. Dios santo, Tom, todo sucede muy deprisa.
Demasiado.
—La gente tiene memoria, Janie. Nadie que pueda evitarlo se dejará atrapar.
—Hizo una pausa—. Estoy muy preocupado por ti. ¿Va todo bien?
—Ya has conseguido lo que esos chicos necesitaban. Cuando esto haya
terminado, ya encontrarás una forma de lidiar con él. —Gruñó—. Si aún sigue
vivo.
Tenía razón. Janie albergaba la sensación de que había dejado todo a medias,
pero ya no quedaba tiempo.
—¿Cómo? ¿Leal? ¿Una buena amiga? ¿Como tú has sido conmigo? Haría lo
mismo por ti, o por Sandhaus, o por Kristina.
—Te esperaré.
Janie le siguió.
—Pareces agotado.
Las cifras habían sido peores la última vez, en pleno apogeo, pero aún era
pronto.
—Lo cierto es que no hemos tenido tiempo. Las víctimas nos han mantenido
muy ocupados.
—Sí.
¿El suelo de un cuarto de baño, un viejo pomo de puerta? ¿La pila de agua
bendita de alguna iglesia?
—Sí —contestó Michael—. Ayer por la tarde fue a hacerse la prueba del
embarazo.
—Janie —repuso Tom con voz cansada al tiempo que su rostro dejaba traslucir
la tensión que soportaba—, todos hemos de pagar una cuota. Algunas son
peores que otras, pero todos pagamos.
—Michael…
—Han sido muy precavidos. Cuentan, o mejor debería decir «contamos», con
un satélite de comunicaciones y un sistema de ordenadores con agentes en el
exterior. Todos envían informes a diario.
Michael escuchó a Janie con expresión hosca mientras ella explicaba lo que se
exigía de él.
Michael sabía que Janie estaba en lo cierto. A la larga, los policías biológicos
padecían la misma suerte que los médicos. Una exposición continuada, con
protección o sin ella, cobraba su tributo.
—Escucha, Michael, hay otro motivo por el que creo que deberías
acompañarme. He examinado el dedo de Caroline y no me gusta su aspecto.
Está infectado. También tiene una infección en un dedo de la mano. No sé qué
es.
—Tal vez esta mañana estaba bien, pero ahora no tiene buen aspecto.
Escucha, ¿podrías convencerla de que se fuera, sin contarle lo que te he
dicho? No quiero asustarla hasta estar segura de mis impresiones.
Janie sabía que tenía razón. Intentaba por todos los medios rechazar la idea.
—No; no hace falta. —Michael se puso en pie y se paseó por la sala durante
unos minutos mientras se frotaba la barbilla, absorto en sus pensamientos—.
Si aceptamos tu propuesta, me convertiré en un fuera de la ley. Valdría la
pena si pensara que es por el bien de Caroline, pero no parece que me
ofrezcas muchas garantías.
—Apresúrate.
Michael se encaminó hacia la puerta.
—Michael.
Cuando la fiebre del niño desapareció por fin y las bubas empezaron a
empequeñecerse, De Chauliac se sintió invadido por una alegría extraña. No
era la sensación de triunfo que experimentaba cuando vencía a una cruel
enfermedad, sino la sencilla felicidad de saber que la criatura viviría para
aferrarse a su madre y seguir a su padre, el orgullo profundo por la forma en
que aquel enigmático vagabundo practicaba su amado arte. Por una vez se
sintió humilde.
—Père .
Alejandro, que dormía sentado en una silla, junto a la cama del muchacho,
despertó y vio a Kate de pie.
—¿Ya viene?
—Sí.
—Pero el niño…
—Podéis quedaros con él. La muchacha vendrá conmigo. No debe dar a luz
aquí. La peste acecha en la habitación, y un recién nacido no debe exponerse
a ella.
—No me iré.
—¿El niño…?
—¡Ve a buscarla!
—Debería haberlo pensado antes de entrar ahí. Ahora, tendría incluso que
agradecerme que le deje ese espacio.
—Isabel.
El pequeño extendió los brazos hacia su madre, que miró a Alejandro. Sus
ojos verdes expresaron ira y el dolor por la traición. No desvió la vista hacia el
niño.
Por fin Isabel miró a su hijo. Al verlo empezó a llorar, echó a correr y lo cogió
en brazos.
Isabel echó un vistazo al interior y observó que Kate se secaba la sangre que
corría por sus piernas con un paño ya empapado, mientras De Chauliac la
sostenía. La condesa palideció y susurró una oración antes de mirar a
Alejandro con expresión atemorizada.
—Entonces ayudadla, por favor. —La dama levantó una mano para
interrumpirle, miró a Kate, y su expresión se endureció.
—No es más que una coincidencia, madame. Su madre era inglesa, de manera
que es normal que guarden cierto parecido, sobre todo en el color de la piel.
Isabel no le escuchó.
—No se parece en nada a vos —observó con suspicacia—. Si fuera un hombre,
podría ser el gemelo de mi señor.
Cuando la condesa volvió la vista hacia él, sus ojos seguían llenos de rencor y
dolor por la forma en que la había engañado.
—No era mi intención atormentaros. —Tendió una mano hacia ella con cierta
vacilación y, como no se movió, se atrevió a acariciarle la mejilla. Sintió la piel
suave bajo los dedos, y algo en su interior se removió—. Volví para salvar a
vuestro hijo —añadió—, en virtud del afecto que siento por vos, aunque tenéis
buenos motivos para no creerme. Os lo debo.
—Me debéis eso y más —replicó la mujer, con los ojos llenos de lágrimas.
Por fin la condesa se calmó. Llamó a otra criada, a quien entregó el niño. Al
ver la expresión atemorizada de la mujer, dijo:
—La enfermedad ya no puede salir de él. Eso ha dicho este hombre instruido.
Subieron por un estrecho tramo de escalera hasta el tercer piso del castillo.
Alejandro llevaba en brazos a Kate, aunque tuvo que utilizar toda su fuerza, y
De Chauliac intentaba ayudar, si bien el espacio era demasiado exiguo. Por
fin llegaron al rellano.
La habitación a la que les condujo Isabel era muy parecida a la que Alejandro
había ocupado en casa de Guy de Chauliac, con un techo inclinado, más
esquinas de las que las leyes de la geometría parecían permitir, y una ventana
pequeña. El mobiliario se reducía a una estrecha cama, una mesa y una silla.
El crucifijo omnipresente, con la imagen del Salvador ensangrentado, estaba
clavado en una pared, y tal vez era la posesión más preciada de la doncella.
Alejandro depositó a Kate sobre el jergón y empezó a quitarle la ropa.
—Enviaré a mis mujeres con todo lo necesario —susurró Isabel, y con una
expresión contrita en los ojos desapareció escalera abajo.
Las mujeres llegaron al poco con ropa blanca, vendas y agua. Una robusta
femme cargaba con una silla de parto de madera que había subido por los
peldaños sin ayuda, pero una mirada a Kate le bastó para convencerla de que
ya no era necesaria. La dejó a un lado y se abrió paso entre Alejandro y De
Chauliac.
Habló con un acento que traicionaba su origen irlandés, al igual que Isabel.
Ambos asintieron.
La mujer rio.
—Idiotas —espetó—. Hay que mirar para saber lo que se debe hacer.
Los relegó a un rincón del dormitorio, como un par de inútiles, mientras las
mujeres maniobraban alrededor de la cama como un enjambre de abejas, con
la reina irlandesa en el centro. La corpulenta pelirroja poseía una energía casi
mágica y, con los diestros movimientos de sus manos, sacaba al niño al
mundo, poco a poco.
Kate empujó con todas las fuerzas y emitió un gemido que pareció surgir del
centro de su alma. Entonces el niño quedó libre, tendido sobre la paja que
había entre sus piernas. La irlandesa extrajo la placenta y cortó el cordón
umbilical con los dientes. Envolvió el órgano en un paño y lo entregó a otra
mujer.
—Hiérvelo hasta que se ponga marrón —ordenó— y luego tráelo sin dejar que
se enfríe.
Cogió al niño por los pies y le dio una buena palmada en el trasero. La
criatura empezó a llorar.
—Yo le abrazaré, para que crea que soy su padre —la tranquilizó Alejandro.
Pero el sol se había desplazado hacia el otro lado del castillo, y acercarse a la
ventana no sirvió de gran cosa.
Alejandro, con pasos lentos y precavidos, porque cargaba con un peso mucho
más valioso que todo el oro que había visto en su vida, sacó al pequeño de la
habitación, avanzó por el pasillo, dobló una esquina y llegó ante la ventana
indicada por la irlandesa. De Chauliac le siguió unos pasos, y después se
detuvo.
—Vos mismo sabréis determinar si el bebé está sano —afirmó con altivez—.
Tal vez debería… irme ya.
Alejandro se volvió.
—Ha sangrado un poco, pero he aplicado las hierbas apropiadas a sus partes,
y parece que la hemorragia ha cesado. Necesita descansar y de momento no
debería moverse.
—Es Lionel y… y…
—¿Y quién?
—Sí —contestó De Chauliac—. Los edictos de Clemente han dejado una fuerte
huella. En esa ciudad hay un gueto floreciente. Seréis bienvenido.
—Iré allí. Donde hay judíos, siempre hay un rabino. Enviadme un mensaje por
su mediación.
El francés dobló la esquina y avanzó con sigilo por el pasillo. Alejandro asomó
la cabeza y vio que entraba en la habitación y cerraba la puerta. Oyó voces
masculinas, que se alzaban y expresaban agitación y disgusto. Bajó por la
estrecha escalera, luego descendió por la principal y por fin salió a la fría y
oscura noche de París.
Treinta y seis
Janie escapó del mundo real a caballo de una de sus fantasías más queridas,
un sueño que no se había cumplido hasta aquel momento, cuando el fin del
mundo real era algo más que una posibilidad. Con un policía en el coche, por
fin gozaba de carta blanca para pisar el acelerador y conducir como siempre
había deseado, como un correcaminos maníaco. Claro que los policías de
carreteras del oeste de Massachusetts no iban a perder el tiempo con
infractores de velocidad aquella noche. Tenían problemas y deberes más
urgentes que perseguir a un Volvo antiguo exprimido hasta el límite, durante
su último viaje antes de la jubilación. El venerable automóvil pasaría su
senectud bajo una lona impermeable de camuflaje en los bosques de Nueva
Inglaterra, con el depósito de gasolina vacío, como un símbolo arcaico de la
apariencia anterior del mundo: seguro, firme, eterno. Janie recordó que
todavía había un disco de María Callas en el aparato, y que debería sacarlo
antes de guardar el coche.
Oh, Dios, ¿he olvidado alguna otra cosa? Seguro que sí.
Con las luces largas puestas, casi cuarenta y cinco kilómetros por encima del
límite de velocidad, circulaba por la estrecha carretera rural hacia la
siguiente fase de su vida, con Michael a su lado y Caroline detrás. Era un
tiempo de dudas e incertidumbre, cuando «Vete al bosque» parecía la mejor
solución a una corta lista de malas elecciones.
—¿Qué vamos a hacer con ella? —preguntó por fin Michael—. No podemos
llevarla con nosotros.
Caroline no cedió.
—¿Quién dejaría a una niña en la cuneta en plena noche? ¿Quién sería capaz
de hacer algo semejante? Se habrá perdido. Por favor, Michael. Hemos de
ayudarla.
Janie dio marcha atrás. Cuando la chiquilla apareció a la vista, frenó. Michael
escudriñó la oscuridad con aire indeciso para intentar ver lo que había entre
la maleza.
—Cerrad las portezuelas con el seguro —dijo—. No las abráis hasta que yo
vuelva.
Janie vio que la pequeña señalaba hacia el bosque que se extendía junto a la
carretera, y cuando Michael miró en aquella dirección y asintió, se sintió un
tanto aliviada al pensar que Caroline estaba en lo cierto al intuir que la niña
se había extraviado. Michael tendió su manaza verde y la chiquilla la cogió, y
juntos desaparecieron entre los arbustos.
—La acompaña a algún sitio —dijo Janie, con la vista clavada en el retrovisor.
Todos estamos paranoicos, pensó, no hay nada que temer. La idea de que
habían exagerado, de que no se trataba de otra cosa que de una niña en
apuros, era liberadora. Se volvió hacia Caroline.
—Debe vivir…
… inmovilizaría…
Aquellos ojos se abrieron aún más cuando lanzó el hacha hacia adelante. Janie
imaginó por un momento a una joven Myra Ross de cabello oscuro, que
apuntaba el arma a la cara de un enemigo con turbante dispuesto a acabar
con ella si ella no encontraba las energías suficientes para adelantarse.
Apretó el gatillo.
Lo que quedaba del cristal astillado salió volando por los aires, y el hombre
cayó hacia atrás. En cuanto vio que lo había abatido, Janie desvió la mirada
hacia el retrovisor y observó que Michael salía corriendo del bosque, mientras
la niña intentaba soltarse de él. Por fin la pequeña se liberó y desapareció en
la noche. Janie desbloqueó los seguros y, en cuanto Michael subió, aceleró.
Los neumáticos salpicaron el cuerpo caído de arena y guijarros al girar sobre
la cuneta.
—La pistola —balbuceó ella entre sollozos—. Oh, Tom, esa pistola, gracias a
Dios que me la diste, pero he disparado a un hombre y creo que le he matado.
—Lo sé, lo sé —dijo Tom mientras la mecía—. Por favor, Janie, no puedes
culparte…
—Basta —murmuró Tom—. ¿Crees que eres la única que ha pasado por algo
semejante? Hay millones de historias como ésa. Déjala fuera, aquí no tiene
sitio.
—Creo que debe echar un vistazo a esto —susurró Kristina después de mirar
durante varios minutos a través del microscopio. Desvió la vista hacia Michael
antes de posarla en Janie.
Janie se acercó con aire cansado y cruzó el pequeño laboratorio pensando que
Kristina iba a enseñarle algo peor de lo que había sospechado, que la bacteria
se multiplicaba, resistía con arrogancia a todo lo que se cruzaba en su
mortífero camino.
¿Por qué pensé que podría curar esta enfermedad?, se preguntó con
desesperación.
Aplicó el ojo al ocular y miró la platina con las células que había extraído del
dedo semiamputado del pie de Caroline. Había otra que contenía células
tomadas de su padrastro.
—Suele ser al contrario. Así se convirtió el DR SAM en lo que es. Mutó hasta
hacerse invencible. Nunca he oído hablar de una bacteria que se suicide.
—Ni yo.
Kristina la miró.
—¿Qué?
Janie empezó a enunciar las posibilidades.
—No lo es.
—Lo sé. —Se llevó una mano a la frente, como si ese gesto la ayudara a
pensar con más claridad—. No esperábamos que murieran todas a la vez,
como si existiera un antibiótico eficaz.
Qué dolor tan terrible estará padeciendo, pensó. Recordó por un momento las
horas que Bruce y ella habían dedicado a cuidar a Caroline, antes de que
Michael la conociera. Se habría derrumbado si la hubiera visto cuando tenía
la peste.
—Kristina —murmuró.
—Sí, lo sé, pero… —De pronto comprendió qué quería decir Janie—. Oh, Dios
mío. La gente que sobrevivió a la peste posee una resistencia natural al sida.
—Creo que existen motivos para pensar que estamos viendo una resistencia al
DR SAM basada en la peste; de naturaleza genética. De hecho, es lógico,
absolutamente lógico, que una persona que haya padecido la peste pueda ser
resistente al DR SAM, pero ¿por qué no lo ha pensado nadie antes?
—Bromea.
—No.
—¿Por qué me ocultaste este secreto? Debió de ser una niña guapísima y
ahora se ha convertido en una mujer maravillosa… Oh, Tom, habrá
representado una tortura para ti callarlo. Me habría encantado conocerla
cuando era pequeña.
—No sé por qué lo hice. Nunca encontraba el momento adecuado para
decírtelo.
—No la quería.
—Claro que sí. Dios mío, es mi hija. Siempre he estado a su lado cuando
necesitaba algo, siempre me he ocupado de ella.
Tan agradable, firme y sereno… Janie estaba segura de que había sido un
padre maravilloso.
—Llevaste esta vida secreta durante todos estos años, sin que yo me enterara.
Creía saber…
Algo se removió en ella, una idea sobre las coincidencias, pero en la confusión
del momento la dejó pasar.
—¿Qué pensabas?
—Janie, por favor. Sólo con la diferencia de edad… ¿Cómo pudiste pensar eso
de mí?
—No lo sé. Tampoco estoy segura de que lo hiciera. No quería creerlo. Sea
como sea, deberías estar orgulloso. Es una joven notable, muy madura para
su edad. Siempre me sorprende con sus intuiciones.
—Es notable —repitió Tom con tono pensativo, casi triste—. En más aspectos
de los que puedas imaginar.
—Tom —dijo Janie con mucha dulzura—, no estoy segura de entenderlo bien.
¿Puedes lograr que borren a gente?
—¿Cómo?
—Con dinero.
Janie dejó de acosarle por unos momentos. Tom estaba sumido en sus
recuerdos. A la larga, los compartiría con ella.
—Ignoraba que podía lograrse. Oh, Tom, ella habrá sido la primera.
La vida siempre encontrará una forma de abrirse paso, incluso en los peores
momentos, y durante el invierno que siguió, nació el hijo de Caroline y
Michael, una niña preciosa con el pelo de un rojo dorado, como su madre. La
llamaron Sarah, porque la bruja medieval, cuya sabiduría había conservado
por escrito Alejandro Canches más de seis siglos antes, era la clave de que su
madre hubiera sobrevivido en el nuevo milenio. Su segundo nombre era Jane,
por la mujer que la recibió cuando salió del útero de su madre, perfecta y sin
mácula.
Cada vez que veía a la niña mamar del pecho de Caroline, segura y a salvo,
rodeada por el amor de sus padres y protegida por la vigilancia de toda una
comunidad entregada, Janie pensaba en todos los bebés que habían nacido en
el exterior durante aquel invierno, en el miedo oscuro y frío que debía de
reinar. Se preguntaba con frecuencia, con el corazón lleno de temor por su
especie, sobre los sacrificios que harían las madres desesperadas de aquellos
bebés para conseguir que su prole sobreviviera. Entregarían todo cuanto
poseyeran sin pensarlo dos veces, lo más probable; así era la naturaleza de la
maternidad cuando se enfrentaba a condiciones extremas. En aquel terrible
invierno de la peste, sería poca cosa. Sin embargo la vida siempre encuentra
una forma de abrirse paso, se recordaba durante las largas noches, mientras
la nieve empujada por el viento y el hielo invadían con su furiosa rabia el
desolado paisaje de Nueva Inglaterra. Algunos de aquellos bebés
sobrevivirían, como durante el primer reinado de terror del DR SAM. Era
posible afirmarlo con razonable seguridad. No obstante, era imposible
predecir en qué se convertirían aquellos bebés.
De vez en cuando alguna pobre alma topaba con la verja electrónica del
campamento y la agitaba, pero sólo conseguía despertar más tarde a una
buena distancia, con un brazo dolorido y la cabeza aturdida. A veces aparecía
una huella de caballo en la nieve, o rastros de trineo. Janie se aventuraba en
el exterior cuando el frío no era demasiado riguroso y el viento menos
intenso, paseaba por los terrenos del campamento y se sumía en sus
cavilaciones. Muy a menudo, durante aquellas caminatas invernales, sus
pensamientos derivaban hacia el hombre cuya vida había arrebatado en el
desesperado intento de preservar la suya y la de Caroline. Cuando ejercía de
médico, había sido responsable de muchos seres humanos, y en ocasiones sus
actos habían inclinado la balanza de la vida y la muerte en un sentido u otro.
Pero en todos los casos la Madre Naturaleza le había traído al paciente ya
indispuesto, y ella había utilizado su talento para lograr el mejor resultado.
No había sido así con el señor Anónimo, como había empezado a llamarle en
su mente. Matarle había significado una elección, y Janie debía creer que
había elegido con sabiduría, o no podría continuar adelante. Darle un nombre
no había aliviado el peso de su culpa. Atormentaba sus sueños como Carlos
Alderón había torturado los de Alejandro Canches, y buscó consuelo en las
páginas del antiguo diario con más frecuencia a medida que la primavera se
acercaba.
Las noticias del mundo exterior eran escasas e irregulares. Cada pocos días,
Virtual Memorial se encendía y gritaba «mensaje, mensaje, mensaje », y todo
el mundo se congregaba alrededor de él, a la espera de oír alguna nueva
alentadora. Las informaciones nunca eran del todo buenas o del todo malas.
Minnesota informaba más a menudo, porque la vigorosa gente escandinava
que vivía allí ya estaba construyendo comunidades de nuevo.
Janie sabía por qué la tasa de mortalidad de aquella zona era más baja que la
de cualquier otro sitio. Y también toda la gente que vivía en Camp Meier.
Sobre todo Caroline.
Estaba aterrorizado por aquel entonces, tanto como ahora, pero se trataba de
un miedo diferente. La primera vez que había cruzado el puente, estaba
asustado por tener que vivir lejos de su protectora familia, aterrado por el
viaje, inseguro sobre lo que le aguardaba.
Mira desde tu paraíso cristiano, amigo mío, y toma nota de lo bien que me
instruiste. He sobrevivido, incluso contra la voluntad de Dios.
He hecho otro amigo, aunque no reconocí su afecto hasta que casi fue
demasiado tarde para gozar de él. Me ha ayudado en mi viaje, como tú, si
bien no tuvo que entregar su alma para ello.
Ah, sí, casi me olvidaba, tengo una hija. La robé a un rey. Me enseñó que hay
mucho que amar en este mundo y que basta con mirar… Me ha entregado
este estupendo nieto, aunque todavía soy muy joven.
—No sabes nada de lo que te aguarda, hombrecito —susurró—, pero juro por
la vida de tu madre que haré lo imposible por protegerte.
—Te encontraremos una buena ama de cría en cuanto estemos al otro lado.
Miró a la cabra que trotaba detrás, sujeta de una cuerda, con las tetas llenas
de leche. El animal parecía sumamente desdichado, y balaba de la forma más
desconsolada. Alejandro había pagado la principesca cantidad de dos piezas
de oro por la ofendida bestia, pero le había proporcionado leche tibia para
alimentar al niño, por lo que no habría dudado en abonar diez veces aquella
suma.
Las calles de Aviñón estaban mucho más limpias de como las recordaba.
—Ay, joven Guillaume —dijo al bebé—, no imaginas cuán sucia era esta
ciudad. En comparación, ahora reluce.
El bebé se removió de nuevo, esta vez con más vigor. Alejandro se apeó y
condujo el caballo hasta el borde de la plaza, donde lo ató a un árbol. Desató
a la cabra y se arrodilló a su lado. Había llegado el momento de ordeñarla.
Frotó las ubres mientras con la otra mano acariciaba la espalda de Guillaume,
y la leche no tardó en manar.
Tenía la impresión de que lo único que hacía desde que partió de París era
cabalgar, alimentar al niño y cambiar el pañal cuando era necesario. Cuando
no hacía ninguna de estas cosas, intentaba conciliar el sueño, aunque siempre
despertaba con la sensación de haber dormido pocas horas. Imagina a una
mujer sola con un bebé… ¿Cómo sobreviviría?, pensó. Sabía que, en la
mayoría de ocasiones, ni la madre ni la criatura sobrevivían.
Ésta era la última vez que el niño se alimentaba por mediación de un trozo de
tela, porque si todo salía de acuerdo con su plan encontraría un templo y
buscaría a una judía que se apiadara de ellos y se ofreciera como nodriza, a
cambio de un precio, como no podía ser menos.
Una vez limpiado y sujeto el niño contra su pecho, volvió a atar la cabra al
caballo. Salió a la plaza y detuvo al primer transeúnte de aspecto inteligente.
Al igual que la rue des Rosiers, era estrecha y oscura, nada atractiva, pero
estaba limpia, poco transitada y provista de una atmósfera familiar. No vio en
las puertas las huellas de mezuzahs , sino los propios símbolos. Descabalgó y
guio al animal, y a medida que caminaba tocaba cada símbolo.
No había ningún lugar donde atar a los animales, por lo que paró a un
adolescente y le ofreció un sou por cuidarlos un rato. El muchacho aceptó de
buen grado y, cuando cogió las riendas, adoptó una expresión grave, con el
orgullo de un trabajador.
Dedujo que uno de los hombres, a juzgar por su atuendo, era un rabino, con
toda probabilidad el superior de la congregación y de toda la comunidad. El
otro parecía carecer de toda relevancia, aparte de su devoción. Tan
concentrados estaban que no se fijaron en él.
—¿Padre?
—Ay, Leah —dijo Alejandro con una sonrisa mientras le entregaba el niño—,
qué prodigios has obrado. Mira cómo engorda bajo tus cuidados.
—Siempre tiene hambre —observó Leah—, pero creo que está saciado.
Duerme bastante bien.
La letra de Guy de Chauliac era clara y firme. Había añadido adornos con la
tinta roja de Isabel, lo que era una inconfundible señal de aprecio. Alejandro
deseó que las noticias fueran tan hermosas como la caligrafía. Respiró hondo
y leyó.
Mi querido colega:
Espero que vuestro nieto y vos gocéis de buena salud cuando recibáis esta
carta.
En cuanto a mí, rezo y seguiré rezando para que la buena suerte os bendiga.
Agradecería que me escribierais de vez en cuando. De hecho, lo anhelo. No
me neguéis esto.
GUY DE CHAULIAC.
Poco a poco Alejandro encontró un lugar para él y el bebé entre los judíos de
Aviñón. No obstante Avram Canches tardaba en aceptar al niño rubio y de
ojos azules que su hijo había traído del norte.
—No sabes lo que Dios te reserva, Alejandro. Aquí hay muchas buenas
mujeres que te aceptarían, pese al niño extranjero… De hecho, a Leah le hace
falta un marido, y sería una excelente pareja para ti.
—Es una mujer estupenda, una buena madre. Sería un honor casarme con
ella, de no ser porque…
—¿Por qué?
Alejandro suspiró antes de contar a su padre que había amado una vez y no
volvería a amar.
Las dos mujeres estaban sentadas en el amplio porche que rodeaba el edificio
principal de Camp Meier, en sendas mecedoras de madera que crujían al
moverse, mientras ellas oían los sonidos del bosque.
Janie apoyó la cabeza contra el respaldo acolchado, muy contenta. Cerró los
ojos y dejó que los ruidos de la tierra resonaran en su interior. El ritmo de los
chirridos era calmante, casi soporífero.
—Kristina, hay algo que tengo ganas de preguntarte. ¿Qué se siente, por
dentro, al ser… —se interrumpió para buscar la fórmula apropiada y añadió—:
como tú?
—Sí.
—Supongo que sí —dijo por fin Kristina—, pero no estoy segura de poder
contestar a su pregunta. Siempre he sido así, al menos desde que tengo
conciencia.
—Mi padre es muy feliz por esto —dijo sin responder la pregunta de Janie.
La pregunta esperaría.
—Yo también. No conozco a nadie que pueda ser un padre mejor de este
chico. Lo ha entendido todo. Tendrás que ayudarnos, porque somos un poco
mayores. Cuando el pequeño empiece a gatear y a subirse por todas partes, tu
ayuda será imprescindible.
—¿No crees que Caroline sería una nodriza excelente, si necesitáramos una?
Y si eso no sale bien, tenemos cabras y vacas.
—Eso sí.
—Hablo en serio…
[4] Zona de Estados Unidos situada al sur y en el centro del Medio Oeste,
notable por su fundamentalismo religioso. (N. del T.) <<
[6] Rara y fatal enfermedad que afecta sobre todo a niños de origen judío, en
especial de Europa oriental, y que se caracteriza por una mancha roja en el
ojo, ceguera progresiva y pérdida de peso. (N. del T.) <<