El Medico en La Historia
El Medico en La Historia
El Medico en La Historia
© 1958 by T aurus E d ic io n es , S. A.
Conde de Valle Súchil, 4 - Madrid
Depósito Legal M. 9.737.—1958
0. T. Alhambra - Sierra Monchique, 25 - Madrid
EL M E D I C O EN LA
HISTORIA
PEDRO LAIN ENTRALGO
¿Qué debe la Humanidad al médico? ¿Cuál es
la parte del médico en la producción y la confi
guración sucesivas de esa continua mudanza de
la vida humana que llamamos «Historia»? Para
contestar con algún rigor a estas interrogaciones es
preciso distinguir los varios modos principales de
la actividad del médico, en tanto que médico. A
mi juicio, esos modos son cuatro. La operación
más propia y específica del médico consiste, por
lo pronto, en curar o intentar curar las enfermeda
des de sus semejantes: es o pretende ser un sa
nador. Mas no podría cumplir ese empeño si no
supiese algo acerca de lo que son la enfermedad
y el hombre que la padece; es decir, si a la vez
no fuese, en mayor o menor medida, sabio, sabedor.
No queda ahí el médico. Además de curar la enfer
medad, siempre ha intentado evitarla antes de
que se produzca, prevenirla; con lo cual también
se define histórica y socialmente, sea cualquiera su
éxito en este tercer designio, como preventor de
la enfermedad humana. Debe ser mencionada, en
fin, la participación del médico en la tarea de
ordenar institucional y legislativamente la convi
vencia social de los hombres, su papel histórico
7
de ordenador. El médico, en suma, actúa en la His
toria sanando, sabiendo, previniendo y ordenando.
Estudiemos ahora con mente de historiador cada
una de estas cuatro actividades.
I. El m é d ic o c o m o «sa n a d o r»
8
título de ejemplo, en la madre que sostiene junto
a su regazo al hijo febricitante, o en el hombre que
apoya su mano sobre la zona donde un enfermo
siente dolor.
Frente a la taumaturgia, a la curandería y a la
ayuda natural al enfermó, la Medicina —la acción
curativa del médico en sentido estricto— se define
por su carácter «técnico». Como decían los griegos,
el médico es tekhnites, y la Medicina, tékhne iatri-
ké. Ello significa dos cosas: que el médico cura sa
biendo científicamente por qué y cómo cura, y que
su saber consiste, ante todo, en un conocimiento ra
cional de lo que en sí misma «es» la acción curativa,
tanto por lo que atañe a las «propiedades naturales»
de los recursos terapéuticos utilizados (un fármaco,
una intervención quirúrgica, un procedimiento psi-
coterápico), como por lo que concierne a la «natura
leza» del enfermo en que tales recursos se aplican.
El médico cura, por tanto, atenido a «lo que es»,
como consecuencia de conocer la naturaleza (physis)
mediante el ejercicio de su humana razón (logos).
Por eso sus dos ciencias fundamentales son la phy-
siología y la pathología; y por eso fué en la Grecia
antigua donde la actividad médica del hombre co
menzó a ser verdadera ciencia.
No es difícil señalar con precisión, según esto,
la diferencia esencial entre la «Medicina mágica»
—entiéndase muy ampliamente esta expresión— y
la «Medicina científica». La «Medicina mágica» cifra
el resultado de la acción' curativa en el «quién», en
el «dónde» o en el «cómo» de su ejecución. Si se
cree que la curación depende de «quién» la practi
ca, aparece ante nosotros la figura social del cha
mán, el mago o el curandero; si prevalece el «dón
de» en la estimación de la cura, surge la idea del
9
lugar terapéutico, llámese éste Epidauro o Galls-
pach; si lo importante es el «cómo», pronto se im
pone, en una u otra forma, la práctica de un rito
curativo. La «Medicina científica», en cambio, se
definiría por su exclusivo atenimiento a «lo que es»
aquello que se aplica (el recurso terapéutico) y
aquello que se intenta curar (la realidad del hom
bre enfermo). En el tratamiento del palúdico impor
ta sólo la quinina, no quien la prescribe, ni dónde
se la ingiere, ni con qué rito es administrada.
Tal es la idea más clásica y general de la activi
dad curativa del médico. Pero junto a los casos en
que éste actúa apoyado en un conocimiento racional
y científico de su operación terapéutica, hay otros
en que su saber es meramente empírico; sabe que el
procedimiento por él empleado cura, mas no sabe
por qué. ¿Cuánto tiempo han sido utilizados tera
péuticamente el mercurio, la quina y la digital, sin
que los médicos conociesen de un modo «científico»
el fundamento de sus prescripciones? Y, por otra
parte, ¿entendería plenamente la acción de curar
quien no considerase la eficacia terapéutica que po
seen la confianza del enfermo en el médico y su
creencia en la virtualidad del remedio prescrito?
Ello nos obliga a completar aquella idea clásica y
general de la ayuda médica al enfermo, distinguien
do la existencia de tres actitudes cardinales y típi
cas en el empeño de curar: la empírica, la racional
y la creencial.
Cuando predomina la actitud empírica, el saber y
la acción del médico se basan en lo que él «ve», en
tendida esta palabra en su más amplio sentido. Un
antiguo aforismo —Medicina tota in óbservatiorür
bus— da expresión certera a este modo de concebir
la actividad curativa. La observación de la realidad
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parece ser el único fundamento del arte médico, y
éste es considerado como un conjunto de prácticas
diagnósticas y terapéuticas acreditadas por la expe
riencia.
La actitud empírica, constante en la historia de
la Medicina, llega en ocasiones a configurar por
modo casi exclusivo la relación entre el médico y el
enfermo. Cualquier situación puede ser marco idó
neo. El hombre primitivo que se «especializa» —val
ga la palabra— en la reducción de fracturas y luxa
ciones y los cirujanos de la Edad Media y el Rena
cimiento, más ricos en práctica que en saber cien
tífico, fueron tan fieles al empirismo como los mé
dicos españoles que trajeron la quina a Europa, o
como Fleming, descubridor de la penicilina.
Cuando su actitud es predominantemente racio
nal, el médico funda su actividad curativa, sobre
todo, en lo que él «piensa». Más que el «haber vis
to», lo que ahora constituye la excelencia del tera
peuta es el «saber», en la acepción más científica y
racional del vocablo. La Medicina es en tal caso un
conjunto más o menos sistemático de conocimientos
racionales, y el médico un «doctor», un hombre ca
paz de enseñar ciencia. Qui bene diagnoscit bene
cwrat, decían los antiguos. Si se otorga una signifi
cación plenamente científica a la palabra diagnós-
cere, ese aforismo podría servir de lema a la con
cepción racional del quehacer médico.
Es evidente que el pensamiento humano requiere
siempre una experiencia previa: Aristóteles y Kant
tuvieron más razón que Schelling, para quien pen
sar sobre la Naturaleza sería construir el mundo
natural. No es menos cierto, a la vez, que la expe
riencia no puede ser convertida en ciencia si no se
la piensa racionalmente; Johannes Müller y Clau
11
dio Bernard lo demostraron con holgura frente al
proceder crasamente empirista de Magendie. Pero
hay ocasiones en que prevalece la experiencia sobre
el pensamiento racional y discursivo, y otras en que
el pensamiento, bajo forma de construcción intelec
tual, parece dominar sobre el acervo de los hechos
empíricos. Cuando esto último acaece, la Medicina
adopta figura de «sistema». Los «sistemas» de Stahl,
Hoffmann, Cullen y Brown —y en nuestros días, la
doctrina reflexológica de Speransky— son otros tan
tos ejemplos de esa manera de entender el saber
médico y el oficio de curar.
En el ejercicio de la Medicina cabe discernir, por
fin, una actitud creencial, fundada, como su nombre
indica, en la capacidad de creer del alma humana
y en la poderosa eficacia del ejercicio de tal capa
cidad sobre las más diversas actividades psicofísi-
cas. Más que sobre lo visto y lo sabido, el médico
trata ahora de apoyar su acción curativa sobre lo
que él y el enfermo comúnmente creen. Qui bene
credit, bene sanat; éste podría ser el aforismo pro
pio de la «actitud creencial» ante el problema de
la curación. No es preciso esforzarse mucho para
encontrar ejemplos que la ilustren. El sueño en el
templo y los ritos catárticos en la antigua Grecia,
el mesmerismo en el siglo xyin, las curas hipnóti
cas en la Europa positivista, las prácticas supersti
ciosas de la Medicina popular de todos los tiempos,
son otras tantas formas de la apelación a lafoi qui
guérit. Que no todo en ellas era falacia inane, lo
demuestran las recientes investigaciones experi
mentales de St.-Wolff sobre la farmacología de la
medicación sugestiva, y el copioso material recogido
en los bien conocidos libros de Wittkower, von
Wyss y Heyer.
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Estas tres actitudes frente a la curación —empí
rica, racional y creencial— son, para decirlo con la
expresión de Max Weber, los «tipos ideales» de la
acción del médico. La operación real de éste con
tiene siempre las tres, aun cuando no siempre en la
misma proporción mutua. Sólo así, por predominio
de una de ellas sobre las restantes, es posible hablar
de médicos «empíricos», como Ambrosio Paré ; «ra
cionales», como Brown ; o «creenciales», como Mes
mer.
Más o menos empírica, racional o creencialmente,
el médico trata de curar al enfermo, y a veces le
cura. Y si esto llega a suceder, ¿cuándo y cómo esa
operación curativa influye en el curso de la historia
del hombre? Aunque en ocasiones sea mínima, tal
influencia es siempre real. La curación de un hom
bre enfermo, su restitución a la existencia normal,
constituye siempre un «hecho histórico», por hu
milde e innominado que sea el destino de ese hom
bre, y por ajeno a la «gran historia» que parezca ser
el lugar de su vida. Sea «local» o «universal» la his
toria a que pertenece, la existencia humana es cons
titutivamente histórica; y como ella, sus estados
de salud y enfermedad. Pero la influencia de la cu
ración sobre la Historia se hace eminente, y aün
decisiva en dos casos singulares: cuando el enfer
mo curado es un hombre históricamente egregio y
cuando la acción terapéutica del médico se extiende
a un gran número de personas. Es sabido que Mi
chelet dividió la historia del reinado de Luis XIV
en dos períodos : avant la fistule y après la fistule,
separados entre sí por la modesta, pero decisiva,
intervención quirúrgica de Charles François Félix
en la mucosa rectal del soberano paciente. Sin la
acción curativa de este cirujano, la historia de Fran-
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cía no hubiera sido la que fué, como tampoco la
historia actual de la Humanidad hubiera sido la
que es sin el descubrimiento de Fleming y sin la
subsiguiente aplicación masiva de los antibióticos
a la curación de las enfermedades infecciosas. Re
tengamos esta sencilla pero profunda conclusión:
la acción curativa del médico contribuye de manera
eñcaz a que la historia de la Humanidad sea la que
efectivamente e s ; y esa contribución debe ser refe
rida a lo que la acción curativa concede al hombre
enfermo: la capacidad para disponer plenamente
de sí mismo. Sin esa plena disposición de todas sus
posibilidades vitales, los hombres que deciden la
Historia no la hubiesen hecho tal como ella es. Pron
to veremos cuál es la verdadera e íntima significa
ción de este hecho en la trama de la existencia per
sonal del hombre.
II. El m é d ic o c o m o «s a b e d o r »
14
Un análisis más detenido de la contribución del
médico a la historia del saber humano exige deslin
dar tres cuestiones diferentes: la «situación», el
«contenido» y el «sentido» de esa operación noè
tica.
¿Cómo se halla históricamente situado el saber
del médico respecto de los otros modos de conocer
la realidad? Yo diría que, sin mengua de su origi
nalidad y de su merecimiento, el saber del médico
es casi siempre «consecutivo» o «reflejo». El saber
fisiológico y patológico de los hipocráticos refleja,
en orden a la Medicina, la ciencia de los physiologoi
presocráticos acerca de la Naturaleza; sin Pitágo-
ras, Alcmeón de Crotona, Empédocles y Anaxágo-
ras —valgan como ejemplo estos cuatro nombres—
no hubiera sido posible Hipócrates. Otro tanto es
posible decir de mil hazañas científicas ulteriores :
Santorio y Harvey, introductores del método cuan
titativo y matemático en la investigación biológica,
presuponen a Leonardo de Vinci y a Nicolás de
Cusa, aquél viendo la Naturaleza como una trama
ingente de ragioni matematiche, éste afirmando que
sólo la matemática es capaz de otorgar al hombre
conocimientos ciertos ; Schleiden y Schwann tienen
detrás de sí la monadologia de Leibniz y el pensa
miento biológico de Buffon; en cuanto doctrinario
de la neurología, von Monakow no hubiera sido po
sible sin Bergson ; Freud habla del inconsciente des
pués que Schopenhauer y Hartmann. Incluso un
hombre tan torrencialmente nuevo y original como
Paracelso, hereda la disposición espiritual de Agri
pa de Nettesheim y de la mística alemana.
La novedad histórica —llámese pensamiento grie
go, Renacimiento o positivismo— comienza siendo
intuición artística, religiosa y filosófica de la reali
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dad, y sólo después de esa etapa auroral se hace
filosofía sistemática y ciencia propiamente dicha.
Tomemos como ejemplo el Renacimiento. Para
cualquier contemplador atento de ese gran suceso
histórico, es indudable que fueron los artistas, desde
Giotto y el Petrarca hasta Leonardo de Vinci, y los
homines religiosi, como el maestro Eckehart, los
franciscanos, los místicos de la baja Edad Media
y los inventores de la devotio moderna, y ciertos
adelantados del pensamiento filosófico, como los no
minalistas de los siglos xiv y xv (entre ellos Buri-
dán, Alberto de Sajonia y Nicolás de Oresme) y
Nicolás de Cusa, quienes iniciaron la ruptura con
la mentalidad medieval, y prepararon el adveni
miento de Miguel Angel, Paracelso, Vesalio, Copér-
nico, Kepler, Falopio, Fabrizi d’Acquapendente,
Santorio y Harvey. Debe ser así, porque, tanto en la
Naturaleza como en la Historia, lo menos diferen
ciado (la intuición originaria de la realidad, en el
caso de la Historia), ha de preceder siempre a lo
más diferenciado (la expresión bien articulada, sea
de índole cognoscitiva o de índole práctica).
Vengamos ahora al contenido del saber médico.
Apenas será necesario consignar que este saber ata
ñe en todo momento a la realidad del hom bre; mas
no parece ocioso añadir qué la contribución del
médico al conocimiento de la realidad humana in
cluye en sí todos los aspectos de dicha realidad.
Refiérese las más de las veces, es cierto, a la condi
ción cósmica del ser humano, a la anatomía y la
fisiología de su cuerpo, así en estado de salud como
en estado de enfermedad. La historia de las tres
disciplinas que han dado fundamento científico a la
Medicina— Anatomía, Fisiología y Patología—, lo
demuestra bien, clara y copiosamente. Otras veces,
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empero, el médico explora y descubre zonas de la
existencia humana pertenecientes a la condición
personal del hombre, a su intimidad libre y moral.
Todos conocen la parte inmensa de los médicos, des
de Westphal, Kraepelin, Janet y Freud, en la cons
trucción de la psicología actual; y todos debieran
saber que sin los nombres de Galeno, Cardano,
Huarte de San Juan, Gómez Pereira, Stahl, Hein-
roth, Ideler y tantos otros, no sería posible escribir
con seriedad la historia del saber psicológico. Mas
no sólo la psicología propiamente dicha; también
la ética y la antropología religiosa exigen hoy, para
ser íntegras, una minuciosa consideración de los
hallazgos logrados por la investigación del médico.
Sin ellos no lograríamos entender rectamente los
sentimientos de culpabilidad, ni la significación hu
mana del sufrimiento, ni los diversos modos de ex
presión de la creencia religiosa en el psiquismo del
creyente. ¿Quién no recuerda, para no citar sino
un ejemplo, los resultados obtenidos por Flanders
Dunbar, estudiando la relación cualitativa y esta
dística entre la confesión religiosa y la disposición
a enfermar?
Tan decisiva contribución al conocimiento de la
realidad humana indica por sí misma cuál es el
más visible sentido del saber que el médico alcanza.
Ese saber cumple, ante todo, una función comple
tiva o de acabamiento: en su orden, completa la
idea del hombre propia de la situación histórica a
que pertenece. El médico vocado a la ciencia ayuda
a los hombres a entenderse a sí mismos, les eleva
a la suma dignidad de poder decir con algún fun
damento, como Don Quijote: «Yo sé quién soy».
Son obvios los ejemplos. La antropología dualista
del Barroco, la visión del hombre como individual
17
armonía de una realidad mecánica y otra espiritual,
tuvo su máximo expositor en Descartes; mas no
hubiera quedado completa —en la medida en que
podía serlo— sin la obra de Santorio, Harvey, Mal
pighi y Borelli, o sin la de Silvio y Willis. Los dos
libros capitales de la antropología de Bergson, Ma
tière et mémoire y Uévolution créatrice, descansan
sobre el saber neurológico de la época en que su
autor los compuso, y fueron en cierto modo comple
tados por la Introduction biologique à l’étude de la
neurologie, de von Monakow. Algo análogo podría
decirse hoy de las construcciones antropológicas de
Scheler, Gehlen, Portmann, Merleau-Ponty y Zu-
biri. Sí ; el médico ayuda a los hombres a decir sin
falsedad el quijotesco «Yo sé quién soy».
Pero, además de completar, hay ocasiones en que
el saber del médico denuncia. Aludo con ello a la
condición de sutiles indicadores de la novedad his
tórica que a veces poseen las enfermedades huma
nas. La novedad de la situación que solemos llamar
Renacimiento fué denunciada —Sigerist lo hizo no
tar con gran agudeza— por la difusión de la sífilis,
enfermedad tan típicamente «moderna». Ya en
nuestro tiempo, la frecuencia de las enfermedades
neuróticas expresó muy temprana y claramente la
crisis del mundo burgués. Sigmundo Freud —el
Freud de los años 1895 a 1900— no fué sólo descu
bridor del inconsciente y fundador del psicoanáli
sis ; fué también revelador de una incipiente nove
dad histórica: la disolución crítica de la sociedad
a que sus enfermos pertenecían ; una sociedad pre
cariamente fundada sobre la partición de la exis
tencia individual en dos recintos mal comunicados
entre sí, la «vida íntima» de cada individuo, atenida
al Lustprinzip o principio del placer, y una «vida
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pública», regida por las pacatas convenciones for
madas de un mundo —el burgués— donde se habían
escindido el «ser» y el «parecer». No significaba
otra cosa la «represión» en la estructura de las pri
meras neurosis descritas por Freud.
III. E l m é d ic o c o m o « p r e v e n t o r »
19
la Previsión.» Los cuarenta años subsiguientes a
esa frase no han hecho otra cosa que confirmarla,
con razones cada vez más poderosas.
Mucho se ha escrito desde entonces para ensalzar
la importancia histórica de la Medicina preventiva.
La seguridad de la existencia humana y el rendi
miento del individuo en todos los órdenes de su
actividad penden en muy buena medida de los re-
sultádos obtenidos por los higienistas y los sanita
rios. El descuido con que el habitante de una ciudad
moderna puede beber un vaso de agua expresa bien,
con su trivialidad, la magnitud del cambio operado.
¿Se ha pensado, no obstante, en el sentido íntimo
de esa Medicina preventiva? Además de su maravi
llosa y benéfica eficacia, ¿se ha sabido valorar lo
que, desde el punto de vista del médico, significa
la acción de matar las dolencias humanas antes de
que nazcan? En cuanto «preyentor», el médico es un
hombre que labora contra sí mismo. «En verdad
—escribía hace años J. B. Nichols—, los hombres
que de modo habitual prestan gratuitamente una
buena parte de sus servicios y que, a la vez, se ocu
pan constantemente en destruir sus propios medios
de vida, no pueden ser acusados de mercenarios.»
Pese a la existencia de novelas como Cuerpos y al
mas, no todas las profesiones pueden exhibir ese
alto timbre de gloria.
La ingente eficacia actual de la Medicina curativa
y de la Medicina preventiva ha hecho nacer en las
almas una utopía, y en la mente del historiador y
del antropólogo un problema. Muchos hombres, en
efecto, han llegado a pensar en la posibilidad de
una existencia terrenal exenta de enfermedades.
Pero ese ideal, ¿es, en rigor, alcanzable? ¿Acaso el
riesgo de enfermar no pertenece constitutivamente
20
a la naturaleza humana? Y, por otra parte, ¿no
vemos que a cada situación histórica de nuestra
existencia corresponde, a manera de expresión ne
cesaria, un determinado conjunto de accidentes
morbosos? Inopinadamente, el éxito prodigioso de
la Medicina preventiva nos plantea un grave y
fundamental problema antropológico: el problema
del papel que la enfermedad posee en la estructura
y en la dinámica de la existencia humana. Quede
aquí meramente indicado.
IV. El m é d ic o c o m o «o r d e n a d o r »
22
presión de Cournot, y afirmar, ya sin sombra de
ironía, que el médico ha llegado a ser una de las
piedras claves de la sociedad humana.
CONCLUSIÓN ANTROPOLÓGICA
24
PATOLOGIA DEL LENGUAJE MEDICO
26
nuevo vocablo quebranta los buenos modos del len
guaje a que se intenta incorporarle. Prodúcese con
fusión cuando el término inventado no nombra cla
ra y precisamente la realidad a que se refiere. Cáe
se, en fin, en delito de lesa belleza cuando la voz
recién naeida atenta contra la eufonía.
El actual lenguaje médico, ¿se halla exento de
estas lacras? Forzoso es reconocer que no, y admi
tir con humildad que junto al antes proclamado or
gullo debe tener algún puesto el sonrojo. Medice,
cura te ipsum, dice una de las más antiguas ironías
acerca del oficio de curar. ¿Por qué no tomarla en
serio esta vez? ¿Por qué no someter a diagnóstico
riguroso los diversos padecimientos específicos de
nuestra expresión verbal, como previo expediente
de una posible enmienda? Poco puede perderse con
intentarlo.
Mi diagnóstico va a ser a la vez filológico y pato
lógico. Utilizando como mero recurso expositivo la
ya caduca tesis romántica del lenguaje como orga
nismo, procuraré clasificar «médicamente» los vicios
más frecuentes y aparentes del lenguaje médico,
ordenándolos con arreglo a los esquemas habituales
de la nosotaxia. Distinguiré, en consecuencia, los
desórdenes genéticos, las infecciones e intoxicacio
nes y las afecciones traumáticas —traumas en sen
tido estricto y cuerpos extraños— del habla que
hoy solemos usar en España los hijos de Esculapio.
I. D e s ó r d e n e s g e n é t ic o s
27
ceso genético más o menos rápido. Los vocablos
nacen, se configuran sucesivamente y mueren por
desuso. ¿Qué lector sensible no ha experimentado
en su alma una sutil y entrañable melancolía com
templando en el diccionario las palabras señaladas
con la notación ant., voces un día vivas y lozanas,
y hoy convertidas en silenciosos cadáveres verba
les? Atengámonos a nuestro tema, y preguntémo
nos si algún médico emplea hoy los términos «opi
lación», «synanche», «electuario», «decocto», «so
crocio» o «epítima». Sólo el lenguaje popular ha
conservado alguno de ellos, y a veces con muy cu
riosas deformaciones fonéticas y semánticas. Así, los
carteles teatrales han llamado «desopilantes» a las
piezas muy cómicas, y todos solemos decir «pítima»
a la borrachera. El genérico epíthema de Hipócra
tes, Areteo y Dioscórides (apósito o emplasto), fe-
minizado y especificado como emplasto cordial
(«epítima») para el tratamiento de la embriaguez
intensa, ha venido al fin a nombrar la afección con
tra que se usaba.
Las palabras nacen, inventadas por alguien, y se
configuran por el uso. No puede extrañar que este
proceso genético viole a veces las reglas del idioma
y sea defectuoso, patológico, bien en orden a la
forma del vocablo ^-audible en el lenguaje oral,
visible en el lenguaje escrito—, bien en su función
semántica o significativa. Estudiemos, pues, estos
dos modos del desorden genético.
A) Desórdenes genéticos de la forma visible.—
Como hay una teratología de los cuerpos vivientes,
hay también una teratología verbal ; como hay ór
ganos y miembros afectos de malformación, hay
también palabras deformes; y como las malforma
ciones orgánicas son objeto de clasificación —mi
28
profesor de Anatomía patológica nos enseñaba, si
no recuerdo mal, la de Geoffroy Saint-Hilaire—,
también las deformaciones verbales pueden ser cla
sificadas. Sin el menor propósito dogmático, distin
guiré las transmutaciones de sexo —del género,
dirían los gramáticos—, los vicios prosódicos, los
vicios desinenciales, los vicios literales, las cacofo
nías y los cultibarbarismos.
l.° Nada más frecuente que asistir a las más vio
lentas y caprichosas transmutaciones del sexo cuan
do uno oye o lee con atención el lenguaje actual de
los médicos. Palabras inequívocamente masculinas
son feminizadas sin compasión; palabras medular
mente femeninas son masculinizadas sin escrúpulo.
He aquí unos cuantos ejemplos:
a) «El» ACTH. El anagrama ACTH designa,
como todos saben, la hormona córticotropa de la
hipófisis. ¿Por qué, entonces, se le masculiniza? En
este caso no existe la razón por la cual puede de
cirse tanto «el» (cuerpo) tiroides como «la» (glán
dula) tiroides. Digamos, pues, «la» ACTH, como de
cimos «las» hormonas hipofisarias, «la» adrenalina...
y «la» hache.
b) «El» sístole. Ni la etimología (systolé, «con
tracción», es sustantivo femenino en griego), ni el
buen castellano («la sístole», enseña a decir el dic
cionario de la Academia), autorizan a cometer ese
dislate, tan frecuente hoy. Dejemos, por Venus, que
el corazón humano tenga femeninos sus movimien
tos principales: «la» sístole y «la» diástole.
c) «El» dermis. ¿Por qué? Digamos, sí, «el cu
tis», aun cuando el diccionario, fiel al uso y al latín
materno, donde cutis es palabra femenina, también
nos consienta decir «la cutis»; pero sepamos respe
ta r la delicada condición femenil de «la dermis»,
29
como lo hacemos diciendo «la epidermis». Aunque
tantas veces sea ésta áspera y verrucosa.
d) Un traductor reciente feminiza el masculino
enema, convirtiéndolo en «la enema». Pase que «el
apostema» se haya trocado en «la postema» al vul
garizarse; pero mientras digamos «el edema», «el
teorema», «el tema» y «el dilema» —vertiendo al
género masculino, como es costumbre, el género
neutro de los respectivos vocablos griegos—, deje
mos varón al viejísimo y socorrido enema, tanto en
acepción exonerativa (la derivada de tó enema)
como en su acepción vulneraria y hemática (la pro
cedente de tó énaimon) (2).
2.a Vicios y problemas prosódicos. He aquí al
gunos ejemplos:
a) La conversión en palabra esdrújula —«libi
do»— de la «libido» freudiana. ¿Por qué este e m
peño? Acaso la «libido» tiene algo que ver con la
«lividez» o el «amoratamiento», como el adjetivo
«lívido»? Ya que no decimos «libídine», como hu
biera sido castellanamente deseable, tomemos como
él es el nominativo latino que introdujo F r e u d e n
el vocabulario psicológico, y digamos «libido», d e
modo más grave y certero.
b) ¿Cómo llamar a la detención o al estanca
miento de la sangre en una región del organismo?
¿«Extasis» sanguíneo, con el acento tónico en la
primera sílaba? Aunque el diccionario de la Acade
mia lo autorice no creo que tal uso sea enteramente
correcto, porque ékstasis, en griego, no significa
30
«detención», sino «desplazamiento» o «salida de sí»,
y tal es el sentido del «éxtasis» místico. La acción
de detenerse y el resultado de ella se dice en grie
go stásis: stásis ommátón, llama Hipócrates a la
mirada fija. Si queremos ser fieles a la etimología
y al buen sentido, diremos, pues, la «estasis sanguí
nea» y la «estasis biliar», en femenino y con el acen
to tónico en la segunda sílaba, y no convertiremos
en arrobados o extáticos, sin su permiso, a los en
fermos del corazón o del colecisto.
c) ¿Cómo pronunciaremos el nombre técnico del
mal comicial: «epilepsia», con la mayoría de los
neurólogos y psiquíatras, o «epilepsia», con el pue
blo y el diccionario de la Academia? Con otras pa
labras: ¿seremos helenizantes, y acentuaremos la
«i», o latinizantes, y pondremos el acento en la «e»?
Puesto que la Academia enseña a decir «neumo
nía» y «pulmonía», no parece improcedente seguir
el modo griego. Convendría, no obstante, que todos
nos pusiésemos de acuerdo en cuanto a la coloca
ción de ese acento.
d) Los neurólogos suelen decir «diasquísis» cuan
do castellanizan este neologismo de von Monakow;
los teratólogos, por su parte, llaman «raquisquísis»
a cierta malformación del raquis. Con ello siguen
la tendencia fonética de una gran parte de nuestro
pueblo, tantas veces enemigo de los términos es
drújulos. Pero ¿no sería más correcto y más respe
tuoso con el origen de esas palabras decir «diás-
quisis» y «raquísquisis»?
3.° Vicios y problemas desinenciales. Hay pala
bras que empiezan bien y acaban m al; hay otras
que en su cola llevan su problema. Mencionaré unas
cuantas:
a) Más de una vez he oído y leído el adjetivo
31
«eicatricial». ¿Por qué ese empeño? ¿Acaso el dic
cionario no enseña a decir «cicatrizal»?
b) Hállanse en uso los adjetivos «neurósico»,
«nefrósico» y otros parecidos, cuando sería mucho
más conforme con la etimología y con la tradición
castellana decir «neurótico» y «nefrótico». Lo tra
dicional y lo etimológico es, en efecto, que la desi
nencia adjetivadora de los sustantivos en «sis»
—neurosis, nefrosis, necrosis, anamnesis, cariolisis,
etcétera— sea «tico-tica»; y esto en griego y en
castellano. Mimesis da mimetikós en griego y «mi
mètico» en castellano: poíesis, poietikós y «poéti
co» ; émphasis, emphatikós y «enfático»; synthesis,
synthetikós y «sintético». A ningún español se le
ocurriría decir «mimésico», «poésico», «enfásico» y
«sintésico». Si queremos ser consecuentes, diremos,
pues, «neurótico», «nefrótico», «necròtico», «anam-
nético» y «cariolítico» y no «neurósico», «nefrósi
co», etc. Nada más fácil.
c) Para designar la condición de las afecciones
que siguen un curso evolutivo, ¿qué adjetivo em
plearemos: «procesal» o «procesual»? Los juristas
hablan del Derecho «procesal» desde hace siglos;
los psiquíatras, en cambio, llaman germánicamente
esquizofrenias «procesuales» a las que todavía no
son «defecto» invariable. ¿Concluiremos, en tal
caso, que yerran los innovadores y germanizados
galenos? No lo creo. Los adjetivos procedentes de
los sustantivos de la cuarta declinación latina (con
su genitivo en -us), suelen adoptar la terminación
«ual» : de usus se deriva «usual» ; de manus, «ma
nual»; de gradus, «gradual»; de conceptus, «con
ceptual». Parece correcto, por tanto, decir «proce
sual», puesto que processus sigue la cuarta declina
si
ción. Por una vez, la moda ha sido más tradicional
que la costumbre.
d) Suelen usarse indistintamente palabras como
«hemático» y «hematológico», «psíquico» y «psico
lógico», «social» y «sociológico», etc. ¿Es esto ad
misible? En modo alguno. Quien eso hace confunde
inconsciente u orgullosamente —como Hegel, para
el que todo lo real sería racional— el orden óntico
con el orden lógico, la realidad en sí misma y nues
tro saber científico acerca de ella. Los términos
«morboso» o «pático», «físico», «social», «psíquico»,
«terrestre», «cordial» o «cardíaco», «óseo», etc., se
refieren, respectivamente, a la realidad de la enfer
medad, la naturaleza, la sociedad, el alma, la tierra,
el corazón y el hueso, tal como ella es en sí mis
ma; o, si se quiere, tal como se nos ofrece en una
relación no científica. En cambio, los adjetivos «pa
tológico», «fisiológico» (en el sentido antiguo del
vocablo), «sociológico», «psicológico», «geológico»,
«cardiológico» y «osteológico» aluden a nuestro sa
ber científico acerca de las respectivas realidades;
saber que, por desgracia —o acaso por suerte—, no
coincidirá nunca con todo lo que ellas son. Una al
teración de la sangre no clasificada por nosotros
será «hemática», no «hematológica». La familia, en
cambio, es una realidad a la vez «social» y «socioló
gica», social en cuanto existe en la realidad de la
vida humana, sociológica en cuanto figura en nues
tras descripciones científicas de esa realidad. Hay
que ser humildes: no todo lo real es lógico.
e) Quien cultiva la Anatomía, ¿qué es? ¿Es
«anatómico» o «anatomista»? El diccionario de la
Academia autoriza lo primero, pero prefiere lo se
gundo. Verdad es que decimos «lógico», no «logista»
o «logicista», a quien cultiva la lógica, y «técnico»,
33
no «teenista» o «tecnicista», a quien posee una téc
nica, sin distinguir entre el sustantivo y el adjeti
vo, como hacen los franceses (technique y techni-
cien, logique y logicien) y los alemanes (technisch y
Techniker, logisch y Logiker); cierto es también
que al clásico «botanista» —todavía llamado así por
el diccionario de la Academia— lo hemos conver
tido irremisiblemente en «botánico». Bueno será,
no obstante, no seguir empobreciendo el idioma y
la inteligencia con eáa creciente confusión de ad
jetivos y sustantivos.
f) Muchos se plantean como problema si dirán
«psiquis», con el diccionario y la tradición, o «psi
que», a la teutomoderna o galomoderna, para nom
brar científicamente el alma. Creo, por mi parte,
que también esta vez es fiel el neologismo al genio
del idioma; el cual, cuando vulgariza los cultismos
tiende a convertir en «e» la terminación griega o
latina «is». «Frasis», cultismo en el siglo xvii, ha
dado «frase»; «vermis», «verme»; «basis», «base;
«penis», «pene». Aceptemos, pues, sin escrúpulo esta
«psique», que resulta ser a la vez tan castiza y tan
europea. Con ello no haremos otra cosa que apresu
rar una transformación histórica.
4.° Vicios literales. Llamo así a los defectos ge
néticos relativos a una o varias de las letras que
componen la palabra. A título de ejemplo mencio
naré tres:
a) Una costumbre que por su extensión parece
irreversible induce al empleo de las palabras «glu
cosa», «glucógeno» y «glucemia», cuando sería mu
cho más castellano —y, por añadidura, mucho más
internacional— decir «glicosa», «glicógeno» y «gli-
cemia». Todos estos términos proceden, como es sa
bido, del adjetivo griego glykys, «dulce». Pues bien:
34
acontece que la ípsilon se hace «y» en latín y en
todas las lenguas modernas, y que esa «y» pronto
se convierte en «i» entre nosotros, tan poco respe
tuosos, por lo general, con la antigüedad, en lo que
a letras atañe. En consecuencia, decimos «hidátide»
y no «hudátide» (de hydatis), «hipótesis» y no «hu-
pótesis» (de hypóthesis), «liceo» y no «luceo» (de
lykaion), y «licantropía», «Licurgo», «sínfisis», «hi
giene», «hipogloso»... Se dice, en fin, «glicerina», no
«glucerina». La «u» de «glucosa», en tan rudo con
traste con la «y» y la «i» de los restantes idiomas
europeos, es un correlato lingüístico del ancho de
vía de nuestros ferrocarriles.
b) Por la misma razón tradicional —la kappa
griega se hace «ce» suave al castellanizarse ante
«e», «i» o «y»—, no debe decirse «aquinesia» ni «dis-
quinesia», sino «acinesia» y «discinesia», palabras
derivadas de kínesis, «movimiento». Como decimos
«cinemática», «cínico», .cefálico», «ciclo», «Cefiso»
y «Cilicia».
c) A un distinguido morfólogo oí decir «chiri-
dia» para designar técnicamente el esbozo embrio
nario •—y embriológico, recuérdese lo antes dicho—
de la mano. Tal palabra deriva, como es obvio, del
griego jeír o kheír, «mano». Pero es el caso que la
ji ante «e», «i» o «y» suele hacerse en castellano
«qu», como de modo bien patente demuestran «qui
romancia», «quirurgo», «Queronea», «Quirón», «que-
lonio», «psíquico» y «quimo». Lo correcto, por tanto,
es decir «quiridia», y no «chiridia».
5.° En cuanto a las cacofonías, un botón de mues
tra. El sustantivo francés ralentissement es muchas
veces traducido por «enlentecimiento», con notorio
daño de la eufonía. ¿Por qué no decir «lentifica-
35
ción»? Tanto más, cuanto que «lentecer» en caste
llano castizo, vale tanto como «reblandecerse».
6.“ Con el nombre de cultibarbarismos me refiero
á los barbarismos de los escritores que pretenden
—o pretendemos— ser culteranos sin cultura filo
lógica suficiente. En la escalera de un importante
edificio público de Madrid se leía hasta hace poco
sobre el mármol de una lápida conmemorativa —y
tal vez siga leyéndose ahora— la inscripción In
memorian (por In memoriam), y no son pocos los
qüe escriben strictu sensu (por stricto sensu). He
aquí dos ejemplos médicos procedentes de mi expe
riencia personal:
a) Un publicista escribe más de una vez «el tu-
buli contorti», para designar los «tubos contornea
dos del riñón», sin advertir que tubuli es el plural
de tubulus. La opción recaerá, pues, entre «los tu
buli contorti» y «el tubulus contortus».
b) Un distinguido clínico hablaba en un artículo
gastropatológico del ulcus sine ulcus. Había olvi
dado que la preposición latina sine rige ablativo,
y que el sustantivo ulcus, -eris, es un neutro de la
tercera declinación. TJlcus sine ulcere hubiera sido
lo correcto.
B) Desórdenes genéticos de la función.—Hay
palabras usadas muy correctamente en cuanto a la
forma y muy incorrectamente en cuanto a su fun
ción significativa. Pero el vicio semántico puede
haber surgido en el proceso de formación del voca
blo o después de que éste ha llegado a su figura de
finitiva. Estudiemos separadamente estos dos casos.
l.° Desde su invención, la palabra lleva en sí
misma un error o una incorrección de carácter sig
nificativo :
a) La voz «asfixia» suele ser hoy empleada para
36
designar la sofocación. Sería enteramente vano pre
tender otra cosa. Mas no por ello debe olvidarse que
llamando «asfixia» a la sofocación se com ete'un
error semántico, porque «asfixia» viene de a, par
tícula privativa, y sphyzó, «palpitar» (de donde
sphygmós, «pulso»). Significa, por consiguiente, «as-
figmia», pérdida del pulso.
b) Algunos usan todavía el término «necrobio
sis», sin advertir lo que ya señaló Letamendi: que
esa palabra encierra en su seno una contradictio in
terminis. O «necrosis», o «biosis», en modo alguno
mortificación y vitalización a la vez.
c) Pongamos juntas estas dos palabras: «psicò
geno», lo producido o engendrado por la psique, y
«cancerígeno», lo que es capaz de producir o engen
drar cánceres. El sufijo «geno» designa en uno y
otro caso acciones directamente opuestas: ser en
gendrado y engendrar. Como «psicògeno», «iatròge
no» (lo engendrado por el médico), «endógeno» (lo
engendrado desde dentro), etc. Como «cancerígeno»,
«litógeno» (lo engendrador de piedras), «halógeno»
(lo engendrador de sales), «termógeno», «electróge
no», etc. ¿No hay en ello un desorden semántico?
Los griegos solían emplear la terminación genes
para significar el aspecto pasivo del proceso gené
tico : «engendrado por» o «nacido de» : theogenes es
el «nacido de un dios» ; allogenes, el «nacido de
otra raza» ; endogenés, el «nacido en la casa» o «na
cido dentro» ; Hermogenes, el «nacido de Hermes».
El aspecto activo de ese proceso—productor de—
queda expresado, en cambio, por la terminación
gónos: androgónos es el que engendra varones ;
kosmogónos, el que produce mundos ; polygonos. el
prolifico ; ágonos, el estéril. Pero, a la vez, theógo-
nos no es el que engendra dioses, sino el nacido de
37
un dios (como theogenes), y ágonos no es sólo el
que no engendra, el infecundo, mas también el no
nacido, el no engendrado.
¿Qué decidir entonces? Como ya no es posible
conseguir que las gentes hablen de grupos «electró-
gonos» o «electrogónicos», ni de elementos «halógo-
nos» o «halogónicos», tal vez lo procedente fuera
mantener inconmovible la vigencia de las palabras
«termógeno», «halógeno», «litógeno» y «canceríge
no» («geno»: engendrador de), y apelar a la ter
minación «génico» para la formación de palabras
en que se quiera expresar el aspecto pasivo y re-
sultativo de la génesis. Propongo, en suma, decir
síntomas «psicogénicos» y no «psicógenos», enfer
medades «iatrogénicas» y no «iatrógenas», tuber
culosis pulmonar «hematogénica» y no «hematóge-
na». Después de todo, genikós, en griego—«geniti
vo»—, es lo que genéricamente concierne a la ac
ción de engendrar. ¡Pero, por Dios y por Zeus, no
caigamos en el inútil dislate de llamar «vía aeró-
gena» a la «vía aérea» de la infección tuberculosa,
como cierto tisiólogo cuyo nombre he olvidado!
2.° En otras ocasiones, el vicio semántico es pos
terior a la formación de la palabra, cuya verdade
ra significación se ignora o se menosprecia.
a) ¿Cuántos no son, por ejemplo, los que dicen
«álgido» por decir «crítico», olvidando que «álgido»
es «helado» y algidez «frialdad glacial»? Cuando
los viejos nosógrafos hablaban del «período álgido»
del cólera, aludían, muy correctamente, al de máxi
ma hipotermia. ¿Qué pensarían oyendo referir esa
expresión a los días de hipertermia suma? Queda-
ríanse, sin duda, álgidos; esto es, helados.
b) La confusión entre «caliginoso», oscuro (de
coligo, la tiniebla), y «caluroso» va siendo general.
38
Lo cierto es que hay bodegas caliginosas y fresquí
simas y que las solanas veraniegas son todo menos
caliginosas.
c) Entre los psiquíatras es general costumbre
llamar «obsesivos» a los enfermos de neurosis ob
sesiva y «depresivos» a los afectos de psicosis ma
níaco-depresiva en fase de depresión. Yo mismo he
caído más de una vez en ese vicio semántico. ¿Acaso
no lo es? En el primer caso, el enfermo es o está
«obseso», y no es «obsesivo» más que para los que
por él se desviven; en el segundo, es o está «depri
mido», y sólo será «depresivo», el pobre, para los
desalmados que se avergüencen de tenerlo junto a
sí. Un académico sugirió hace varios lustros la so
lución de llamar «obsediado»—por homología con
«asediado»—a'l sujeto afecto de obsesión; pero tan
sensata propuesta no parece haber encontrado aco
gida suficiente.
d) En este apartado habría que incluir las fre
cuentes imprecisiones semánticas que se cometen
con el uso de las palabras «somático», «físico», «psí
quico», «orgánico» y «funcional»; pero el tema es
demasiado amplio y fundamental para tratado en
forma volandera. Quede aquí no más que apun
tado (3).
I I . — I n f e c c io n e s e i n t o x i c a c i o n e s
39
germen o de una sustancia extraña en el seno del
organismo vivo. Hay ocasiones en que aquélla es in
corporada por el huésped sin trastorno visible de su
salud; recuérdese como ejemplo la fácil acomoda
ción de la palabra inglesa club—hoy ya reconocida
por el Diccionario de la Academia—en el seno de
nuestra lengua. Hay casos en que la expresión forá
nea, después de una permanencia más o menos fácil
o acantonada en los entresijos del idioma invadido,
desaparece de él sin dejar rastro; a fines del si
glo xix y a comienzos de éste, nuestros periódicos
hablaban con alguna frecuencia de la high-life;
poco más tarde, tal palabra desapareció de sus pági
nas. Mas también puede acontecer, y ésta es la ter
cera posibilidad, que la presencia del vocablo ex
tranjero determine reacciones diversas en las gentes
que comienzan a emplearlo—la protesta irritada, el
conato de traducción, la tentativa de digestión foné
tica y ortográfica—, hasta que la voz intrusa, más
o menos modificada, adquiere al fin su nueva carta
de naturaleza. Ilustraré esta última posibilidad con
unos cuantos ejemplos, procedentes del lenguaje
médico.
A) Asimilación definitiva de palabras extranje
ras más o menos castellanamente «digeridas». No
son pocas, tanto en el habla popular como en el
léxico de las ciencias y las técnicas; piénsese en las
voces «edecán», «petimetre», «feldespato», «fútbol»
y en tantas más. He aquí tres ejemplos de índole
médica:
a) «Tisular», como adjetivo derivado de «tejido».
A su hora pudo haberse dicho «textil» o «hístico»;
pero no se hizo, y el galicismo se ha impuesto en
absoluto, aunque el Diccionario de la Academia no
lo haya recogido hasta la fecha.
40
b) «Banal», por «trivial», «leve» o «cotidiano».
Tampoco este adjetivo ha recibido su espaldarazo
académico. Sin embargo, es usado con frecuencia y
sin empacho por gran número de médicos españoles.
c) ^«Gatismo». Tampoco está en el diccionario ofi
cial. Pi y Molist—creo que fué el—propuso sustituir
ese término por el pedantesco neologismo heleni-
zante «cliniquesia» (de kliné, «lecho», y khezó, «de
fecar»), sin éxito favorable. Por fortuna para los que
usan el idioma, el progreso de la asistencia médica
y hospitalaria va haciendo innecesaria la palabra.
B) Permanencia lesiva del vocablo extranjero
—más o menos modificado fonética y ortográfica
mente—entre los grupos sociales menos conocedores
del idioma que hablan. No son pocos, por desdicha,
los ejemplos que acuden a la punta de la pluma :
a) «Reservorio», por «depósito» (corrupción del
réservoir francés, nada infrecuente en nuestros tra
tados y revistas).
b) «Coqueluche», por «tos ferina». Casares, fiel
y cuidadoso observador de lo que se usa, ha recogido
esa palabra en su Diccionario ideológico. La Acade
mia no se ha decidido todavía a aceptarla.
c) «Gotiera», por «férula», unas veces, y por
«canal», otras. Nada justifica esta castellanización
de la gouttière francesa
d) En época reciente han aparecido «deceso»,
por «defunción» (a través de Hispanoamérica, sin
duda), y «usura», por «desgaste». Aquél, aunque in
necesario, posee estructura latina y castellana ; esta
otra, también innecesaria, se presta a grave con
fusión.
e) Los innumerables términos técnicos acabados
en «aje» o «age» : «clivage», por «declive» o «desli
zamiento»; «plombage», por «relleno», «henchimien
41
to» o «embutido»; «drenaje», por «saneamiento» o
«desagüe»; «despistaje», por «advertimiento», «ha
llazgo», «descubrimiento» o «detección»; «triaje»,
por «selección», «tamizado» o «criba»; «vaciaje»,
por «evacuación»; «comage» o «tirage», por «tiro
laríngeo» o «huélfago». Cuenta Enríquez de Sala
manca que cuando su maestro Simonena oía a un
alumno decir «cornage», replicaba al punto: «No
diga comage, porque se me eriza el cabellaje.» Casi
todos los vocablos en «age» producen en mí esa es
peluznada reacción.
f) ¿Cómo no citar el gracioso dislate que Fer
nández Galiano contó con ocasión de su ingreso én
la Real Academia Española? El traductor de un tra
tado de Zoología usaba, a modo de término taxo
nómico generalmente admitido, la palabra «soria-
nos». ¡Las nobles gentes de Soria se veían así con
fundidas con los sauñens de la zoología francesa,
esto es, con los «saurios»! Por menos ardió la guerra
en Numancia.
42
que en un «viaje a caballo» es el caballo el agente
causal.
Hay, en fin, palabras extranjeras que perduran
inmodificadas, como cuerpos extraños, en los senos
del idioma habitual. Son como un reto a la digni
dad intelectual y lingüística del hispano-hablante.
¿Acaso no pueden ser decorosa y eficazmente tra
ducidas? «En mi diccionario no existe la palabra
intraducibie», decía con gallardía hispánica Ma
riano de Cavia. Sin entrar ahora en el arduo pro
blema que esa frase plantea (4), es indudable que
un pequeño esfuerzo evitaría en muchos casos el
baldón de expresar en idioma ajeno lo que no sabe
decirse en el propio. Mencionaré algunos:
o) «Stress». ¿Por qué no decir «sobresfuerzo» o
«sobrealarma»? Según el diccionario, esfuerzo es
«empleo enérgico del vigor o la actividad del áni
mo para conseguir una cosa venciendo dificulta
des». Lo que de ningún modo puede aceptarse es
llamar «sufrimiento» al stress de Selye, como ha
hecho un traductor reciente.
b) «Bahnung». El aligeramiento de la acción
refleja fué descrito y bautizado con el nombre de
Bahnung por S. Exner, en 1881. En castellano pue
de ser llamado' «facilitación»; o mejor—siguiendo
el uso italiano—«aviamiento». «Aviar» es «avivar o
apresurar la ejecución de lo que se está haciendo».
c) «Gestalt». ¿Por qué no verter este difundido
43
término psicológico mediante «configuración» o
«figura», sustantivos de los que podrían derivarse,
para suplir al feo «gestáltico», los adjetivos «confi
gurai» o «figurai»?
d) «Anlage». Este vocablo embriológico—cuyo
empleo es hoy casi Universal—puede ser correcta
mente sustituido en castellano por la expresión
«territorio germinal».
e) «Tampón», «surmenage», «carrefour». ¿Qué
es lo que impide al médico reemplazar esas pala
bras por «amortiguador», «sobrefatiga» o «agota
miento» y «encrucijada»?
Pero basta ya. Cada lector podrá aumentar por
su cuenta la cosecha.
CONCLUSIÓN
44
ESTE CUADERNO SE ACABO DE IMPRIMIR EL
4 DE SEPTIEMBRE DE 1958, EN LOS
TALLERES O. T. ALHAMBRA,
D E MA D R I D .
cuadernos taurus
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