Hartog, La Historia en Occidente

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ClÍo: ¿la Historia en Occidente

se convirtiÓ en un lugar
de memoria?
CLÍO: DID THE STORY IN THE WEST
BECOME A PLACE of MEMORY?

François Hartog ·
École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS)
de París (Francia).
Email: [email protected]

Resumen Abstract
El trabajo explora la diferente fortuna de la histo- The work explores the changing relationship be-
ria como disciplina a través del tiempo y sus cam- tween history and memory through the time. It
biantes relaciones con la memoria. Del pasaje de studies the change from a vision of history as
la historia como magistra vitae a la historia como magistra vitae to the vision of history as a new
una nueva religión con aspiraciones científicas. religion, with scientific aspirations. However, the
En otros términos, del pasaje del régimen antiguo long dominion of Clio was obscured by the rise of
de historicidad, en que el presente era esclareci- another muse, his mother: «mnemosine». Mem-
do por el pasado, al régimen moderno, en que el ory claimed its rights after the cataclysms of the
presente era esclarecido por el futuro. Sin embar- 20th century and now dominates over history in
go, el largo dominio de Clío fue oscurecido por old Europe. However, in the context of a now plu-
otra musa, su madre: «Mnemosine». La memoria ral world, with a change from a singular idea to a
reclamó sus derechos, luego de los cataclismos plural idea of «civilization», a new conception and
del siglo XX y se enseñorea ahora sobre la historia a new role await history. This new role, however,
en la vieja Europa. Sin embargo, en el contexto will hardly be designed in Europe’s factories.
de un mundo ahora plural, de un pasaje de una
idea singular a una idea plural de «civilización»
una nueva concepción y un nuevo papel esperan
para la historia. El mismo, sin embargo, difícil-
mente será diseñado en los talleres de Europa.

Registro bibliográfico Descriptores · Describers


HARTOG, FRANÇOIS «Clío: ¿la Historia en Occidente se con- historia / memoria / progreso / civilizaciones
virtió en un lugar de memoria?», en: ESTUDIOS SOCIALES, History / Memory / Progress / Civilizations
revista universitaria semestral, año XXX, n° 58, Santa Fe,
Argentina, Universidad Nacional del Litoral, enero–junio, Recibido: 11 / 10 / 2019 Aprobado: 05 / 02 / 2020
2020, pp. 103–117.

DOI [ 10.14409/es.v58i1.9474 ] ESTUDIOS SOCIALES 58 [ISSNSOCIALES


ESTUDIOS 0327-4934 /58 [ISSN2250-6950
ISSNe ] [/enero-junio
0327-4934 ] ]
2020
ISSNe 2250-6950 103
«C’est moi qui fus la belle Clío si adulée»1
(Charles Péguy).

I. Introducción
¿Es la historia un lugar de memoria europea? He aquí una pregunta muy icono-
clasta que en la década de 1970 habría sorprendido todavía (e incluso impactado)
a los historiadores. Más aún, ellos no la habrían sencillamente comprendido.
Porque se aceptaba que por un lado estaba la memoria, y del otro la historia —su
dominio—, que comenzaba allí mismo donde la memoria se detenía. Fueron los
cambios acontecidos luego, marcados fuertemente por el incremento de la memoria
en Europa y fuera de ella, los que condujeron a interrogar a la Historia, al mismo
tiempo como disciplina y como creencia mayor del mundo moderno, es decir, de
un mundo que hoy ya no es el nuestro. Desde ese momento, ¿puede la Historia que
iba de la mano con este mundo moderno y que incluso ayudó a decirlo y a darle un
sentido (el sentido de la Historia, justamente) ser todavía la nuestra? (Hartog, 2013).
No es cuestión de trazar aquí el largo camino del nombre «Historia» en Europa
desde que Heródoto lo lanzara al ruedo durante el siglo V antes de nuestra era. Si
el nombre ha atravesado veinticinco siglos sin ser jamás abandonado, diversos han
sido en cambio sus empleos y numerosas las maneras de comprenderla. Porque,
retomándolo, cada época lo ha plegado a sus propios propósitos, manteniendo
para sí siempre una parte, variable y siempre revisable, de aquellas maneras en las
que ha sido usado. Estaba ahí, a la vez familiar y práctica, habiendo adquirido
rápidamente una gran visibilidad, y cada vez que se renovaba permitía ordenar lo
que había sucedido y lo que sucedía, y ofrecía nuevas perspectivas sobre el mundo
y su pasado. ¿De qué se trataba sino de comprender más para actuar mejor en el
presente, su presente? En cada uno de sus presentes sucesivos.
Desde la Antigüedad, Clío fue reconocida como la Musa de la Historia, pues
aquellos a quienes ella cantaba adquirían la bella gloria (Kleos). Lo que nos recuerda
que en Grecia la primera historia surgió de la epopeya. Antes de Heródoto, estuvo
Homero. Y durante mucho tiempo, la historia celebró las grandes hazañas, la vida
de los príncipes y los grandes hombres, con la intención de ofrecer ejemplos a
imitar (y a veces para no hacerlo). Pero hoy, Clío parece haber sido suplantada en

1] «Soy yo quien ha hecho a la bella Clío tan adulada».

104 François Hartog [Clío: ¿la Historia en Occidente se convirtió en un lugar de memoria?] [pp. 103-117]
nuestras sociedades por Mnemosine, Memoria, conocida —a partir de Hesíodo—
como la madre de las musas. Digamos que, por una suerte de filiación inversa, la
madre tomó el lugar de la hija. Ya no es más la historia la que juzga y calibra a la
memoria, sino que es en cambio la memoria la que volviéndose hacia la historia
la cuestiona, e incluso la rechaza; y, en todo caso, resulta hoy difícil comprender
lo que ella pudo representar entre fines del siglo XVIII y hasta el siglo XX, para un
mundo en el cual ella aspiraba a devenir la nueva religión. Este período corres-
pondió a la instauración del mundo moderno: naciones e imperios coloniales
caminaron mano a mano. Pero, dos guerras mundiales más tarde, una Europa
desangrada y en ruinas abandona sus imperios y se entrega en cuerpo y alma a su
propia reconstrucción. Comienza así otra era, que será aquella de la guerra fría, de
la carrera del progreso y de los armamentos entre el este y el oeste, y que duró hasta
la caída del muro de Berlín en 1989, seguida del derrumbe del imperio soviético.
Pero esta historia es bien conocida, y no es acerca de ella de lo que se trata aquí.
Visto en retrospectiva, este siglo y medio aparece como una época de historia univer-
sal, particularmente activa, agitada, violenta, que revolucionó el mundo conjugando
descubrimientos de la ciencias, proezas tecnológicas y destrucciones varias, avances
sociales y explotaciones feroces, regímenes democráticos y dictaduras brutales,
muertes por millones, crímenes de masa y genocidios: todo en una escala increíble
y a un ritmo nunca visto. De entre todas las condiciones que hicieron posible este
trayecto singular, que hizo algo más que agregar un nuevo capítulo al viejo esquema
de la sucesión de los imperios (tal como se leyera durante largo tiempo en el Libro
de Daniel, reconociendo allí el trauma de una historia providencialista), la Historia
—quiero decir la concepción de la historia o, mejor aún, el concepto moderno de
Historia—, jugó un rol: ¿su rol? Y si esto es así, ¿cuál fue ese rol y y cuáles las vías de su
despliegue? Para responder a estas preguntas partiremos de una proposición general,
que intentaremos verificar. En base a nuestra experiencia del tiempo, el concepto
de historia no puede sustraerse de una modificación equivalente a aquella sufrida
por nuestro vínculo con el tiempo. Porque, desde la elaboración de los primeros
calendarios, los grupos humanos siempre han hecho del tiempo un objeto social y
un desafío religioso, político y económico. Y es que la instauración de un tiempo
propiamente «histórico» coincide con lo que nosotros llamamos «tiempo moderno».
Partimos de la definición de la Historia brindada por Pierre Larousse en los años
1870, en un momento donde ella era reconocida como una potencia establecida:

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«El movimiento histórico, inaugurado en el siglo XVII por Bossuet, continuado en
el XVIII por Vico, Herder, Condorcet, y desarrollado por tantos espíritus notables
de nuestro siglo XIX, no puede sino acentuarse con incluso más vigor en un futuro
próximo. Hoy la historia devino, para decirlo de algún modo, una religión univer-
sal. (...) Ella está destinada a volverse, en medio de la civilización moderna, eso que
la teología fue en la Edad Media y en la Antigüedad, la reina y moderadora de las
conciencias» (Larousse, 1866/1877, XII: 301).

¿Qué es lo que hizo falta, nos preguntamos, para que haya sido posible tal
profesión de fe en la historia y en su futuro? Recorrer un largo camino, cuyas
principales etapas tuvieron por nombre: el reconocimiento de que son los hombres
los que hacen la historia, el pasaje a través de una concepción de perfectibilidad
del progreso, la salida del yugo de seis mil años de cronología bíblica y la apertura
hacia un futuro indefinido. El tiempo, para hablar como Ernest Renan, aparece
desde ahora como «el factor universal, el gran coeficiente del eterno devenir.
Aunque todas las ciencias, escalonadas por su propio objeto en un momento de
su duración, devinieran históricas y aunque la historia de las sociedades huma-
nas se revelara como la más joven de las ciencias» (Renan, 1974, I: 634). Se pasó
de una historia maestra de vida y sujeto de la retórica a la Historia maestra del
universo, escribana del devenir y aspirante a tornarse una ciencia. Se salía de eso
que di en llamar «el antiguo régimen de historicidad» para entrar en el régimen
moderno de historicidad, que se caracteriza por la predominancia de la categoría
de futuro y por una separación cada vez mayor entre el campo de la experiencia y
el horizonte de la espera, para retomar las categorías desplegadas por el historiador
alemán Reinhart Koselleck (Hartog, 2012; Koselleck, 2016: 307–329). El futuro
es el telos: el objetivo. De él proviene la luz que esclarece el pasado. El tiempo ya
no es más un simple principio de clasificación sino el actor, el operador de una
historia–proceso, que es otro nombre —o el nombre verdadero— del progreso.
Esta historia que los hombres realizan es vivida como acelerada. En este mundo
devenido histórico no se puede más que creer en la Historia: esta creencia puede ser
difusa, reflexiva (teorizada por los filósofos de la historia, como Hegel y Marx), o
cuestionada, pero en todo caso se comparte cada vez más. Es Alexis de Tocqueville
quien, en 1840, brinda la formulación más clara: «Cuando el pasado no esclarece
más el futuro, el espíritu camina en las tinieblas» (Tocqueville, 1981, II: 399). Con
estas palabras, justamente, pone fin al antiguo régimen de historicidad (donde la

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luz provenía del pasado) y da al mismo tiempo la fórmula del régimen moderno,
es decir la clave de inteligibilidad del mundo después de 1789, momento a partir
del cual es el futuro el que esclarece al pasado y marca el camino de la acción. Es
desde el futuro —en este caso y según él—, desde Estados Unidos, que conviene
mirar hacia Francia y Europa para descubrir allá la marcha irresistible hacia la
igualdad de condiciones.
De este modo el espíritu no avanzará, al menos, en las tinieblas. En tiempos nue-
vos, se necesita una historia nueva. Porque la que se liga al antiguo régimen de his-
toricidad ya no resulta más operativa: no esclarece más nada. En el antiguo régimen
de historicidad (antes de 1789, para tomar esta fecha simbólica), los actores poseían
sin duda su presente, vivían en este presente, intentando comprenderlo y dominarlo.
Pero para identificarse y dar sentido a su experiencia histórica comenzaron a mirar
de costado hacia el pasado, con la idea de que él era portador de inteligibilidad, de
ejemplos, de lecciones. Mientras que en el régimen moderno es a la inversa: se mira
hacia el futuro, es él quien esclarece el presente y permite explicar el pasado; es hacia
él que hay que ir lo más rápido posible. Él orienta las experiencias históricas y la
historia es ahora teleológica: el fin indica el camino ya recorrido y lo que queda aún
por recorrer. Todas las historias nacionales e imperiales modernas fueron concebidas
y escritas sobre este modelo: en Europa primero, y luego en el resto del mundo.
Este se volvió el patrón sobre el cual se tallaron las diferentes historias y, al mismo
tiempo, el criterio de entrada en la modernidad y una medida de las distancias que
quedan por transitar. El «ya» queda del lado de Europa (el centro) y el «todavía no»
vale a partir de entonces para el resto del mundo (la periferia).
El descubrimiento y la puesta en funcionamiento de la historia–proceso, regida
por el progreso, correspondió a los tiempos felices, seguros de sí y vencedores, de las
filosofías de la historia, de las historias universales o de la Civilización. Como bien
lo señalaba François Guizot en su curso en la Sorbona de 1828, «la idea de progreso,
de desarrollo, parece ser la idea fundamental contenida en la palabra civilización»;
y ella conlleva al menos dos dimensiones: el desarrollo de la sociedad humana y el
desarrollo del hombre mismo. En definitiva, «es la idea de un pueblo que camina,
no para cambiar de lugar, sino para cambiar de estado». De este modo habría «una
historia universal de la civilización por escribir» (Guizot, 1985: 62). Se tuvo que
esperar hasta el siglo XX para comenzar a escribir Civilización en plural. Llevado
por la aceleración, el tiempo moderno acarrea con él las nociones de anacronismo,
de supervivencia, de vanguardia, de retraso; y, a partir de Charles Darwin, de

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evolución, que una vez aplicada a las sociedades humanas, con Herbert Spencer,
advino en evolucionismo. El ferrocarril es rápidamente percibido como viniendo
a inaugurar «una nueva era en la historia de la humanidad» y, en 1837, el poeta
Adalbert von Chamisso pretendía «tomar el tren acoplado en Zeitgeist (espíritu
de los tiempos); yo no hubiera podido morir en paz si no hubiera echado una
mirada, desde lo alto de este carro de triunfo, sobre el futuro que se desplegaba»
(cit. en Koselleck, 2000: 176). No se podría expresar de manera más ilustrada y
optimista el embarque en el régimen moderno de historicidad. Para Marx, adepto
también al ferrocarril, las revoluciones serían interpeladas a convertirse, algunas
décadas más tarde, en las «locomotoras de la Historia».

II. Fuera de Europa/ MÁs allÁ de Europa


Fuera de Europa, el tiempo moderno hace pasar al salvaje del estatuto de menor de
edad (que poseía desde el siglo XVI en el discurso de los misioneros y de los colonos)
al de «primitivo». No completamente fuera del tiempo (pero muy lejano), este se
encuentra en todo caso situado por fuera de la Historia, y estrictamente hablando
no posee historia. No tiene al menos historia verdadera; no según el sentido nuevo
brindado por el concepto moderno de Historia, que se instala como administradora
del mundo y se erige en «la nueva teología»: la universal Clío. Así, este indígena regresa
hacia sus colonizadores para hacerse ingresar en la Historia, haciéndolos estos últimos
subir (por la fuerza si fuera preciso, pero también por su bien) en el tren de la Historia.
Resulta llamativo el cambio de la relación —mediado un siglo—, entre Jean–
Jacques Rousseau y los fundadores de la etnología. En su Discurso sobre el origen
de la desigualdad (1775), Rousseau invitaba al filósofo al viaje:

«Toda la tierra se halla cubierta de naciones de las cuales solo conocemos sus nombres.
Y así pretendemos juzgar el género humano. Supongamos un Montaigne, un Buffon,
un Diderot, viajando, observando y escribiendo. (...) Supongamos que terminan luego
escribiendo la historia natural, moral y política de lo que hubieran visto: contempla-
ríamos surgir un nuevo mundo de sus plumas, aprendiendo así a conocer el nuestro»
(Rousseau, 1964, III: 13–14).

Aquí el filósofo y el salvaje están en el mismo plano: en el mismo tiempo.

108 François Hartog [Clío: ¿la Historia en Occidente se convirtió en un lugar de memoria?] [pp. 103-117]
Algunas décadas más tarde, con la Société des Observateurs de l’Homme , fundada
en 1799, el viaje filosófico se naturaliza y se temporaliza: se remonta hasta los orígenes
de la humanidad. Los pueblos salvajes «nos señalan la historia de nuestros propios
ancestros» y su observación nos permite componer «una escala exacta de los diver-
sos vaivenes de la civilización» (Copans y Jamin, 1994: 76). Se está cómodo con la
civilización en singular, y la toda medición tiene lugar a partir del centro. Mientras
uno más se aleja de allí, más se desciende en los grados de la escala civilizatoria.
Pero advenido el evolucionismo la temporalización se instala ya totalmente, y
el salvaje se transforma entonces en primitivo. Éste es entonces menos visto como
nuestro ancestro que como el último contemporáneo del mamut lanudo. Es cierto, el
primitivo está en el tiempo (y no fuera de él como el hombre natural de Rousseau),
pero en un tiempo demasiado remoto para nosotros. Es un anacronismo viviente
o un sedimento. Reencontrar las tribus salvajes actuales es equiparable a visitar los
«monumentos del pasado», destaca Lewis Morgan (Morgan, 1971: 45). Para Edward
Tylor, otro de los padres fundadores de la etnología, los últimos tasmanos (los Palawa)
son —literalmente— los hombres del Paleolítico: «el hombre del Paleolítico deja de
ser una inferencia filosófica para volverse una realidad tangible» (cit. en Stocking
Jr., 1987: 283). Mientras que, tras los primeros encuentros con ellos al comienzo
del siglo de XIX, se aparecen frente a sus descubridores como los representantes del
feliz estado de naturaleza. Los infantes de antes se vuelven de repente muy viejos
(lo cual no impide, por otra parte, que se continúe tratándolos como a niños). La
mención del hombre del Paleolítico hace eco directo con el desarrollo, durante esos
mismos años, de la prehistoria. Se ha pasado del hombre antediluviano de Bocher
de Perthes al hombre prehistórico. Los canteros de excavación se multiplican.
Apoyándose sobre estos descubrimientos recientes, los primeros etnólogos fijan
entonces un marco general para su quehacer. Ellos delinean de este modo un tiempo
etnológico y determinan los estadios en el desarrollo de la humanidad, con la clá-
sica tripartición en salvajes, bárbaros y civilizados. En su Ancient Society, publicada
en 1877, Lewis Morgan hace un poco más sofisticado el corte: el estadio salvaje se
divide en inferior, medio y superior, siguiendo el modelo arqueológico. Lo mismo
sucede con la barbarie. En cuanto al estado civilizado éste se divide, sin sorpresa, en
antiguo y moderno, reuniendo la pareja bien establecida de Antiguos y Modernos.
De esta forma el régimen moderno de historicidad presenta dos vertientes: por
un lado, la del progreso y la aceleración (en Europa, el centro de entonces); por
otro, la de la evolución (en otros lugares, en la periferia). En un polo se encuentra

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el hombre moderno, siempre más habitado por el futuro; en el otro, el primitivo,
que permanece en un tiempo estancado o en un presente permanente. Entre am-
bos, todas las combinaciones o los regímenes temporales intermedios son posibles.
¡Nunca faltarán posibles clasificaciones! La colonización supo cómo emplearlas
ventajosamente. Cierto, la evolución o el devenir valen para el universo entero, pero
solo Europa (y sobre todo Alemania, Inglaterra y Francia) supo extraer del devenir
este tiempo inaudito que resulta ser el tiempo moderno, que transmuta (para de-
cirlo de algún modo), tal como los alquimistas, el tiempo antiguo, el del antiguo
régimen de historicidad —formado él mismo por un compuesto de aleaciones— en
un tiempo nuevo. Esta operación, por cierto laboriosa, que se extendió por varios
siglos, no estaba sin embargo inscrita por toda la eternidad en el destino de Europa;
bien hubiera podido tornarse de otra manera. Todo lo que se puede decir al respecto
es que un conjunto de condiciones lo volvieron posible. Ya he enunciado algunas.
Sobre este terreno de alguna manera preparado, la Historia, llevada por este tiempo
futurista, estaba lista para tejer los grandes relatos, incluso aquellos con los cuales
las naciones europeas han consolidado, por una parte, su elección —justificando su
dominación—, y por otra agudizado su rivalidad y alimentado sus antagonismos. Al
menos hasta la ceguera completa de ambas partes, durante el curso de la Gran Guerra.
Dos alegorías nos permiten ver este momento de la Historia que se puede calificar,
en el sentido que venimos analizando, de europea. La primera muestra el vuelo de la
Historia o la puesta en marcha del régimen moderno de historicidad; la segunda, su
caída: una Historia clavada al suelo y un tiempo detenido. La primera es un cuadro
dedicado a la gloria de Napoleón, ejecutado por Alexandre Véron–Bellecourt, un
pintor académico, que presentó muchas escenas de la gesta imperial. El cuadro lleva
por título: «Clío muestra a las naciones los hechos memorables de su reino»; fue
presentado en el salón de 18062. Se ve allí, en efecto, una Clío, vestida a la antigua,
señalando con el dedo lo que viene de inscribir sobre una gran estela, a saber: las
grandes hazañas de Napoleón, a un grupo de hombres en trajes más o menos exó-
ticos, indígenas con sus plumas, turcos, orientales e incluso chinos, que se reúnen
allí como alumnos estudiosos delante de un pizarrón negro. En un segundo plano,
el Louvre. Napoleón está presente, con la forma de su busto de emperador romano,
con la inscripción veni, vidi, vici, que lo designa como al nuevo César. Al pie de

2] Este cuadro, de buenas dimensiones (3,380 m x 2,750 m), se conserva en el Louvre.

110 François Hartog [Clío: ¿la Historia en Occidente se convirtió en un lugar de memoria?] [pp. 103-117]
Clío aparecen varios rollos (los trabajos anteriores de Clío) y se pueden descifrar los
nombres de Heródoto, de Tucídides y de Jenofonte. Propiamente clásica, la puesta
en escena obedece todavía a los cánones de la historia magistra vitae: un ejemplar
del gran hombre a la manera de Plutarco y una Clío diseminando su gloria.
Pero hay algo más, otorgado por el mismo movimiento del cuadro: Napoleón no
es solamente César, es también una encarnación de la propia Historia: es esta fuerza
que se abre paso y cuyos efectos se hacen sentir hasta en los confines del mundo.
Allí donde Hegel reconoció al Espíritu del mundo avanzar mientras atravesaba
Jena a caballo. En sus Memorias de ultratumba, Chateaubriand decía de él que,
durante dieciséis años, había sido el Destino, y un Destino que nunca descansa,
continuamente en movimiento para remodelar Europa. Era «el conquistador que
franqueaba la tierra» (Chateaubriand, 2003/2004, I: 1219 y 1131). En él convergían
las manifestaciones de los trazos de la Historia moderna: su dominio sobre el des-
tino de los países y de los hombres y su velocidad de ejecución: ella no permanece
nunca en reposo. Napoleón surgió cuando se lo esperaba en otro lugar o más tarde.
Bajo el efecto de un tiempo, convertido en actor y en proceso, él establece la
sincronización del mundo: hasta la China. Es lo que traduce la composición del
cuadro. El régimen moderno de historicidad galopa. Para escribir, la Historia pasa
del establecimiento de sincronismos (indispensables para establecer el antes y el
después) a la sincronización que organiza, según una escala del tiempo, el «antes
que» y el «más tarde que», el avance y el retroceso (en el cual el exotismo de las
costumbres es una huella): el «ya» y el «todavía no». El conquistador es también
el gran sincronizador: cosmokrator y chronocrator, señor del mundo y señor del
tiempo. Sus rápidos galopes a través de Europa, con sus trenes de artillería y el
Código Civil en su equipaje, expresan también un choque de temporalidades.
Con esta alegoría se le sitúa entre la historia magistra y la nueva historia. El vuelo
del águila representa así también el vuelo de la Historia.
Al otro extremo del arco, una segunda alegoría traduce la caída de la Historia.
Se trata de una escultura, creada por Anselm Kiefer en 19893. Titulada Ángel de
la Historia o también Amapolas y memoria, hace referencia directa al Ángel de la
Historia de Walter Benjamin, quien, él mismo, meditaba sobe el cuadro que Paul
Klee había titulado Angelus novus. Aquí, el ángel no aparece más que bajo la forma

3] Kiefer ofreció este Ángel al Museo de Jérusalem en 1990. Cfr. Arase (2001: 216–217).

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de un pesado bombardero de plomo. Kiefer se había procurado una gran cantidad
de plomo proveniente del techo de la catedral de Colonia. De gran tamaño, el
avión —cabina y alas estrujadas—, parece sobre todo exhumado de una excava-
ción arqueológica antes que listo para salir al vuelo. La Historia de la que él era
el mensajero, aquella de los muertos y las destrucciones, tuvo ya lugar. Sobre las
alas, a izquierda y derecha, hay dispuestos espesos libros, de plomo también, de
donde emergen las flores de amapola. De ahí proviene el otro título de la obra, que
renvía a la colección de Paul Celan, Amapolas y memoria, publicada en 1952, en
la que se trata, a propósito de la Shoah, de la memoria y del olvido. La amapola,
indicó Celan, «implica el olvido». Su flor, que al mismo tiempo conlleva el olvido
e impide la memoria, provoca, en definitiva, un olvido imposible de olvidar.
Recordemos aquí solo la alegoría de una historia congelada: el Ángel ya no
reanudará su vuelo, ni el avión tampoco. El tiempo se detiene y flota un silencio
mortal. El espectador se enfrenta a un pasado que no pasa o a un presente sin fecha,
con el que solo se puede establecer una relación donde la memoria y el olvido
se mezclan o, más bien, chocan y cuyo silencio, con sus múltiples valencias, de
hecho, ha sido la mayor expresión durante años. Un orgulloso vector de avance
de la técnica, siguiendo el ferrocarril de la década de 1830, el avión, clavado en el
suelo, es en sí mismo un testimonio en ruinas. Ahora pertenece a las ruinas que
creó. ¿Puede el tiempo moderno, el del régimen moderno de historicidad, volver
a encarrilarse y cuáles podrían ser los cantos de gloria de Clio?
Esbozada en 1945 pero concretada a finales de 1980, la obra de Kiefer se despren-
de de la Memoria: pretende hacer memoria de la catástrofe y conjurar el olvido.
En sintonía con el ascenso de la Memoria, refuerza la visibilidad. Dos memoriales
(de entre otros posibles) testimonian esta conjuntura donde la Memoria se volvió
el punto de vista desde el cual mirar la Historia. Se está, de hecho, en eso que
el psicoanálisis llamó l’apres–coup. Estos monumentos, por su concepción y por
su arquitectura, son ya por sí mismos, testimonios. El primero es el Memorial a
los judíos asesinados en Europa, inaugurado en el 2005, en Berlín. Situado sobre
un terreno cercano al bunker de Hitler, es obra del arquitecto americano Peter
Eisenmann. El visitante descubre un campo de 2700 lápidas de cemento gris,
dispuestas de manera desigual, brindando la impresión de un cementerio abando-
nado y en ruinas. Sin otra indicación ni explicación, se está invitado a deambular
entre las lápidas y a dejarse impresionar, a perturbarse por el lugar. A través de
este laberinto sin palabras, la memoria pasa por el afecto. Si el visitante quiere

112 François Hartog [Clío: ¿la Historia en Occidente se convirtió en un lugar de memoria?] [pp. 103-117]
la historia, debe ir al subsuelo, el «lugar de la información». Ahí, una exposición
permanente invita a ver y a leer las diferentes huellas del exterminio. Este centro
historiográfico no estaba previsto en el proyecto inicial, llegó posteriormente en
auxilio de la memoria. El «lugar de la historia» está puesto al servicio del lugar de
la memoria que pretende antes que nada ser el monumento.
Si remontamos hacia atrás el curso del tiempo, la Memoria se apoderó también
de la guerra de 1914, mientras desaparecían los últimos combatientes. Los habitantes
del centenario fueron testigos de múltiples celebraciones. Así, el 11 de noviembre
de 2014, el presidente de la República Francesa inauguró un nuevo Memorial: «El
anillo de la Memoria o Memorial Internacional de Notre–Dame de Lorette». Este
lugar, próximo a Arrás, era ya el sitio de una «necrópolis nacional», inaugurada
en 1925 y albergue de los restos pertenecientes a los soldados muertos durante los
violentos combates que habían tenido lugar en la colina de Notre–Dame de Lorette,
entre 1914 y 1915. Formado por una gran elipse, el Memorial (obra del arquitecto
Philippe Prost), presenta sobre la cara interna del anillo unas placas que muestran
580 000 nombres de combatientes muertos entre 1914 y 1918. Perteneciendo a
cuarenta nacionalidades, los nombres se siguen, sin ninguna distinción, por orden
alfabético. Ingresando al interior del Anillo a través de una trinchera, el visitante
penetra, para decirlo de algún modo, en la memoria del lugar; y, si lo desea, la
historia puede decirle más sobre estos nombres, debidamente compilados en los
registros oficiales de los diferentes Estados beligerantes. Pero nada más, nada más
allá. El anillo se cierra sobre sí mismo. El equilibrio estable de la construcción (al
menos su puesta en escena) indica quizá la fragilidad de la Memoria. Si el lugar
ya no fuese visitado, si los nombres no fuesen leídos, entonces el olvido ganaría
definitivamente la partida. Así, del cuadro de Véron–Bellecourt hasta el Anillo de
la memoria, pasando por el Ángel de la Historia de Kiefer y el Memorial de Berlín,
la marcha de la Historia se transformó en los caminos de la Memoria.
Tal es el movimiento general y el cambio que se produjo, conduciendo desde
la puesta en marcha del régimen moderno de historicidad hasta su puesta en tela
de juicio, de un futuro glorioso e imperioso a un futuro dudoso y amenazador.
Del futurismo al presentismo, al menos en Europa. Ahora bien, desde hace ya
mucho tiempo, al menos desde este «suicidio de Europa», diagnosticado por
Paul Valeri desde 1919, Europa ya no es más el centro, y su Clío tiene plomo
en las alas. Sostener que los historiadores no hayan hecho más que retomar el
mantra de Larousse, con total ignorancia de lo que se había jugado y continuaba

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jugándose, sería totalmente falso; los cuestionamientos se expresaron y algunas
reformulaciones fueron propuestas. De entre ellas, citamos la de los fundadores
de los Annales, Marc Bloch y Lucien Febvre, quienes pretendieron volver a co-
locar la relación pasado–presente en el corazón del curso de la historia. Del lado
de los antropólogos, Claude Lévi–Strauss rechazaba en Raza e Historia (1952) el
evolucionismo y mostraba las civilizaciones menos como escalonadas en el tiempo
que como talladas en el espacio. De ello se extraía la impresión de que el progreso
estaba disminuyendo de «categoría universal» a la de solo un «modo particular de
existencia propio a nuestra sociedad» (Lévi–Strauss, 1958: 368).
Pero mi propósito no es detenerme sobre estas críticas, porque nos queda aún
intentar presentar a Clío, esta vez no desde interior de Europa, sino desde su exte-
rior. Hasta este momento el punto de vista —interno, sobre todo— se situó sobre
dos registros: Clío y el tiempo o el concepto modernos de Historia, y Clío vista
desde la Memoria o la caída del régimen moderno de historicidad. Por supuesto,
esta moderna Clío viajaba en el equipaje del colonizador, que buscó objetivarla
y naturalizarla, presentándola como la dueña del mundo y la dueña del tiempo.
En retrospectiva, el éxito de la conquista y de la dominación contribuyó a validar
su pertinencia. Una vez dejado de lado, el esquema cristiano de una Historia de
Salvación y de providencialista, y una vez puesto en marcha el tiempo moderno, el
evolucionismo proporcionó un nuevo marco operativo; luego, el marxismo aportó
la ciencia de la Historia, y, después de 1945, el desarrollo y la modernización se
convirtieron en las consignas de las grandes organizaciones internacionales, como la
ONU, y de la descolonización. Lo que se estaba produciendo entonces no era nada
menos que una transferencia del régimen de historicidad: cada uno podía tener
su vagón en el tren de la historia, e incluso su propia locomotora. Allí estaban la
aceleración, la primacía del futuro, la nación y el nacionalismo, es decir la historia
teleológica que conlleva todo esto. Tenían también curso las variantes, más o menos
revolucionarias, que se hundían en el motor de la lucha de clases, uno de cuyos
desafíos principales consistía en saber a quién le estaba asignado el rol del proletario
en tanto sujeto histórico. La revolución china dio a este respecto un gran golpe.
El marxismo podía ayudar a perseguir al colonizador, pero era al mismo tiempo
la punta de lanza más avanzada del régimen moderno de historicidad. Con él era
necesario hacer desaparecer al pasado, sus injusticias y sus supersticiones (religio-
sas), y estar listos para sacrificar a las generaciones presentes, desenmascarando a
los contrarrevolucionarios para hacer avanzar el futuro lo antes posible.

114 François Hartog [Clío: ¿la Historia en Occidente se convirtió en un lugar de memoria?] [pp. 103-117]
Una nota del historiador Dipesh Chakrabarty resulta muy esclarecedora.
Comentando su inicio como historiador en Calcuta en el seno de este grupo
luego devenido célebre, el de los Subaltern Studies (que en los años 1970 reunía
a historiadores indios partidarios del marxismo), escribe que, para ellos, «Marx
era un nombre bengalí de aquí» (Chakrabarty, 2009: 21). Jamás, en efecto, se
preguntaron nada relacionado sobre sus orígenes alemanes, sobre las categorías
intelectuales que movilizaba ni sobre la historia de su formación en el seno del
pensamiento europeo. En definitiva, la cuestión de la relación entre pensamiento y
lugar no tenía cabida. Chakrabarty daba «por sentado, la pertinencia universal del
pensamiento europeo» (Chakrabarty, 2009: 21). No será sino hasta algunos años
más tarde y desde Australia, donde él vivía en ese momento, que pudo emprender
un trabajo reflexivo que lo condujo a Provincializar Europa, título de su libro que
rápidamente se volvió una referencia ineludible de los estudios postcoloniales.
Provincializar Europa es comprender en qué sentido Marx no es «un nombre
bengalí de aquí». Es decir, medir cómo las categorías que él movilizaba tenían en
efecto una historia propia y, sobre todo, ponerse en posición de percibir la distancia
que operaba entre estas categorías y las realidades no–occidentales que se suponía
debían aprehender. Esta vía de retorno crítico sobre la Historia europea es intere-
sante, porque afronta la difícil cuestión de saber qué hacer en el momento actual.
Pero hay otras opciones, más radicales, que han defendido y defienden aún la idea
de un rechazo completo y definitivo. No ya provincializar, sino olvidar Europa.
El desplazamiento temporal entre el avión de Kiefer (que nos retrotrae a 1945) y
la fecha de la escultura (1989) da la medida del tiempo que fue necesario, en Europa,
para cobrar conciencia de que el régimen moderno de historicidad había fracasado
ya en 1945. Incluso, si (y quizá sobre todo si) las décadas siguientes fueron las de una
carrera desenfrenada hacia el progreso, hacia las armas y también hacia el olvido
en el contexto del antagonismo entre el este y el oeste, marcado por la crisis de la
guerra fría. Aquellos años, se podría pensar retrospectivamente, también hicieron
eco. Ahora bien, 1989 marca la caída del muro de Berlín y el anuncio del fin del
imperio soviético. Se puede reconocer allí el golpe final asestado al tiempo moderno
y al concepto moderno de Historia. Porque la ideología que se había pretendido
la más futurista (con las decenas de millones de muertos que dejaba detrás de ella)
había gravemente fracasado. Si el astro había, de hecho, muerto desde ya hace
bastante tiempo, su luz continuaba en cambio llegando hasta diferentes lugares
de la tierra, y las escuelas históricas que lo reivindicaron continuaron y algunas

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continúan todavía. No obstante, los fracasos de la efervescencia revolucionaria de
los años 1950–1960, la cual se pretendía portadora de una organización como la
«Tricontinental», condujeron a los progresistas de aquí y de allá a apartarse de una
modernidad que los había —una vez más— engañado. En el Medio Oriente, la
revolución iraní de 1979 venía a abrir una nueva vía y permitía «la sustitución del
discurso religioso de referencia por el discurso de izquierda» (Insel y Kawakibi,
2016: 69). Otro futuro, con tonalidades a veces apocalípticas, se perfilaba en el
horizonte. El concepto moderno de Historia terminaba de perder su capacidad para
otorgar un sentido, mientras que aquello que habíamos llamado fundamentalismos
(y también algunos movimientos indigenistas) ganaban en potencia y visibilidad.
Y Clío, alguna vez «tan adulada», ¿en qué se convertía? ¿Tiene aún algún lugar
en el mundo de hoy? O, puesto de otra forma, ¿es posible que otro concepto de
Historia pueda sustituir al concepto moderno, que no se encuentra más —y no
puede ya estarlo— en sintonía con el mundo que vio nacer el nuevo siglo? La
Memoria, lo hemos visto, ocupa el primer lugar; en Europa, pero también más
allá, se puso en marcha y cobró forma propia una cultura memorial, que se pone
de manifiesto en los múltiples memoriales y en las múltiples conmemoraciones,
grandes y pequeñas. Por una parte, la historia, la de los historiadores, se puso al
servicio de esta Memoria, muy historiadora ella, de hecho, en su trayectoria, pues
ha devenido investigadora, preocupada por archivos y por huellas de toda clase. Se
trata de memorias voluntarias, más a reconocer que a encontrar, de memorias que
no se tiene, que no pudieron tenerse (porque una cierta transmisión no ha podido
realizarse), de una falta y de una ausencia que se busca llenar. De las memorias a
hacer reconocer en el espacio público como un derecho: un derecho a la Memoria.
Por otra parte, para intentar ajustarse mejor a la realidad de un mundo después
de las colonias y de la división dispuesta en Yalta, los historiadores propusieron unas
respuestas, casi técnicas, que se denominaron: historia conectada, historia compar-
tida, historia cruzada y, finalmente, historia global, con el objetivo de sustraerse así
del régimen moderno de historicidad y de su teleología. Una cosa es segura, si un
nuevo concepto de historia (quizá, justamente, sin H mayúscula) debía de surgir,
no sería ya manufacturado en los talleres de Europa. De este modo, el tiempo de
la Historia en singular o con H mayúscula no habría sido más que un momento,
un momento en la vida de Clío. Antes hubo otras historias, y luego… ¿Estamos
quizás en camino de recuperar las formas renovadas de aquellas historias en plural?

116 François Hartog [Clío: ¿la Historia en Occidente se convirtió en un lugar de memoria?] [pp. 103-117]
Referencias bibliográficas
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