Frampton, Kenneth - Hacia Un Regionalismo Crítico - 1983
Frampton, Kenneth - Hacia Un Regionalismo Crítico - 1983
Frampton, Kenneth - Hacia Un Regionalismo Crítico - 1983
1. Cultura y civilización
Hace veinte años, la interacción dialéctica entre civilización y cultura todavía proporcionaba la
posibilidad de mantener cierto control general sobre la forma y la significación de la estructura
urbana. Pero en las dos últimas décadas se ha producido una transformación radical de los
centros metropolitanos en el mundo desarrollado. Las estructuras de la ciudad, que a principios
de los años 1960 seguían siendo esencialmente del siglo XIX, han sido cubiertas
progresivamente por los dos elementos simbióticos del desarrollo megalopolitano: el edificio alto
autosuficiente y la sinuosa autopista. El primero ha llegado a adquirir su plena significación como
el principal instrumento para obtener los grandes beneficios por el aumento del valor de la tierra
que propicia la segunda. El típico centro de la ciudad que, hasta hace veinte años todavía
presentaba una mezcla de barrios residenciales con industria terciaria y secundaria, se ha
convertido en poco más que burolandschaft - la victoria de la civilización universal sobre la cultura
modulada localmente. La penosa situación planteada por Ricoeur -es decir, “cómo llegar a ser
moderno y volver a las fuentes”-2 parece circundada por el empuje apocalíptico de la
modernización, mientras que la esfera donde el núcleo mítico-ético de una sociedad podría
arraigar es erosionado por la rapacidad del desarrollo.
Sin embargo, la vanguardia progresiva emerge poco después del inicio de siglo, con el
advenimiento del futurismo. Esta crítica inequívoca al ancien regime da origen a las principales
formaciones culturales de los años veinte: purismo, neoplasticismo y constructivismo. Son la
última ocasión en que el vanguardismo radical es capaz de identificarse sinceramente en el
proceso de modernización. Tras la primera conflagración mundial -”la guerra para poner fin a
todas las guerras”- los triunfos de la ciencia, la medicina y la industria parecían conformar la
promesa liberadora del proyecto moderno. Pero en los años treinta el atraso prevaleciente y la
inseguridad crónica de las masas recién urbanizadas, los trastornos causados por la guerra, la
revolución y la depresión económica, seguidos por una súbita y crucial necesidad de estabilidad
psicosocial frente a las crisis globales políticas y económicas, induce a un estado de cosas en el
que los intereses tanto del capitalismo monopolista como del Estado están, por primera vez en
la historia moderna, divorciados de los impulsos liberadores de la modernización cultural. La
civilización universal y la cultura mundial no pueden servir como base para sustentar el “mito del
Estado”, y una reacción-formación sucede a otra como los fundadores de vanguardia históricos
sobre las piedras de la guerra civil española.
Habiéndoles negado la Ilustración todas las tareas que podían realizar seriamente, [las artes]
parecen asimilarse al puro y simple entretenimiento, y éste parece ser asimilado, al igual que la
religión, a la terapia. Las artes sólo podrían salvarse de esta igualación a un nivel más bajo si
demostraran que la clase de experiencia que proporcionan es valiosa por derecho propio y no
puede obtenerse de ninguna otra clase de actividad.5
A pesar de esta postura intelectual defensiva las artes han seguido gravitando, si no hacia el
entretenimiento, hacia la mercancía y –en el caso de lo que Charles Jencks ha calificado como
arquitectura posmoderna-6 hacia la pura técnica o la pura escenografía. Los llamados arquitectos
posmodernos se limitan a alimentar a los medios de comunicación y la sociedad con imágenes
gratuitas y quietistas, en lugar de proponer una llamada al orden creativa tras la supuestamente
demostrada bancarrota del proyecto moderno liberador. Como ha escrito Andreas Huyssens, “la
vanguardia norteamericana posmodernista, no es sólo el juego final del vanguardismo. También
representa la fragmentación y el declive de la cultura critica de oposición”.
Hoy la arquitectura sólo puede mantenerse como una práctica crítica si adopta una posición de
retaguardia, es decir, si se distancia igualmente del mito de progreso de la Ilustración y de un
impulso irreal y reaccionario a regresar a las formas arquitectónicas del pasado preindustrial.
Una retaguardia crítica tiene que separarse tanto del perfeccionamiento de la tecnología
avanzada como de la omnipresente tendencia a regresar a un historicismo nostálgico o lo
volublemente decorativo. Sólo una retaguardia tiene capacidad para cultivar una cultura
resistente, dadora de identidad, teniendo al mismo tiempo la posibilidad de recurrir discretamente
a la técnica universal.
Es necesario calificar el término retaguardia para separar su alcance crítico de políticas tan
conservadoras como el populismo o el regionalismo sentimental con los que a menudo se la ha
asociado. A fin de basar la retaguardia en una estrategia enraizada pero crítica, resulta útil
apropiarse del término regionalismo critico acuñado por Alex Tzonis y Liliane Lefaivre en “La
cuadricula y la senda” (1981); en este ensayo previenen contra la ambigüedad del reformismo
regional tal como éste se ha manifestado ocasionalmente desde el último cuarto del siglo XIX:
El regionalismo ha dominado la arquitectura en casi todos los países en algún momento de los
dos siglos y medio últimos. A modo de definición general, podemos decir que defiende los rasgos
arquitectónicos individuales y locales contra otros más universales y abstractos. Sin embargo, el
regionalismo lleva la marca de la ambigüedad. Por un lado se le ha asociado con los movimientos
de reforma y liberación; (...) por el otro, ha demostrado ser una poderosa herramienta de
represión y chovinismo... Desde luego, el regionalismo crítico tiene sus limitaciones. La revuelta
del movimiento populista –una forma más desarrollada de regionalismo- ha sacado a la luz esos
puntos débiles. No puede surgir una nueva arquitectura sin una nueva clase de relaciones entre
diseñador y usuario, sin nuevas clases de programas... A pesar de estas limitaciones criticas, el
regionalismo es un puente sobre el que debe pasar toda arquitectura humanística del futuro.9
Puede argumentarse que el regionalismo crítico es portador tanto de la cultura mundial como
vehículo de civilización universal. Resulta erróneo concebir nuestra cultura mundial del mismo
modo en que nos sentimos herederos de la civilización universal, sin embargo, en la medida en
que estamos en principio sujetos al impacto de ambas, no tenemos otra alternativa que
considerar debidamente su interacción en la actualidad. En este sentido la práctica del
regionalismo crítico depende de una doble mediación. Tiene que “deconstruir” esa cultura
mundial que inevitablemente hereda y, a través de una contradicción sintética, tiene que
manifestar una crítica a la civilización universal. Deconstruir la cultura mundial es apartarse de
ese eclecticismo de fin de siècle que se apropió de formas extrañas, exóticas a fin de revitalizar
la expresividad de una sociedad enervada. (Pensemos en la estética “forma-fuerza” de Henri van
de Velde o los “arabescos-latigazos” de Victor Horta). Por otro lado, la mediación de la técnica
universal supone la imposición de límites al perfeccionamiento de la tecnología industrial y
postindustrial. La necesidad futura de volver a sintetizar principios y elementos procedentes de
orígenes diversos y tendencias ideológicas muy diferentes está presente en la afirmación de
Ricoeur:
Nadie puede decir que será de nuestra civilización cuando se hayan conocido diferentes
civilizaciones por medios distintos a la conmoción de la conquista y la dominación. Pero hemos
de admitir que este encuentro aún no ha tenido lugar en el nivel de un auténtico diálogo. Esta es
la razón de que nos encontremos en una especie de intervalo o interregno en el que ya no
podemos practicar el dogmatismo de una sola verdad y no somos todavía capaces de conquistar
el escepticismo en el estamos inmersos.10
Aldo Van Eyck expresó un sentimiento paralelo cuando hacia la misma época escribió:
“La civilización occidental se identifica generalmente con la civilización como tal, en la suposición
dogmática de que lo que no es como ella es una desviación, menos avanzada, primitiva o, como
mucho, exóticamente interesante a una distancia segura”.11
Que el regionalismo crítico no puede basarse simplemente en las formas autóctonas de una
región específica fue bien expresado por el arquitecto californiano Hamilton Harwell Harris hace
casi treinta años:
La oportunidad para alcanzar una tímida síntesis entre civilización universal y cultura puede
ilustrarse concretamente con la iglesia de Bagsvaerd, de Jorn Utzon construida cerca de
Copenhague en 1976, una obra cuyo complejo significado surge directamente de la conjunción
entre la racionalidad de la técnica normativa y la irracionalidad de la forma idiosincrásica. En
tanto el edificio está organizado alrededor de una cuadrícula regular y se compone de módulos
repetitivos de bloques de hormigón y unidades murales de hormigón premoldeado, podemos
considerarlo justamente como resultante de la civilización occidental. Semejante sistema de
construcción, que comprende una estructura de hormigón in situ con elementos de hormigón
prefabricado, ha sido aplicado innumerables veces en todo el mundo desarrollado. No obstante,
la universalidad de este método productivo (que en este ejemplo incluye la vidriería patentada
del tejado) resulta abruptamente controvertida cuando uno pasa de la corteza modular externa a
la bóveda de hormigón reforzado que cubre la nave. Se trata de un método de construcción
relativamente antieconómico, seleccionado por su capacidad asociativa directa (la bóveda
significa espacio sagrado) y sus múltiples referencias culturales cruzadas. Mientras que la
bóveda de hormigón tiene desde hace mucho un lugar establecido dentro del canon tectónico
admitido de la moderna arquitectura occidental, la sección adoptada en este caso resulta apenas
familiar, y el único precedente en un contexto sagrado, es más oriental que occidental: el tejado
de la pagoda china al que se refiere Utzon en su ensayo de 1963 Plataformas y mesetas.12
La megalópolis -reconocida como tal por el geógrafo Jean Gottman en 1961-13 continúa
proliferando en tal extremo que, con la excepción de las ciudades que se levantaron antes del
cambio de siglo, ya no podemos mantener formas urbanas definidas. En los últimos veinticinco
años, el campo del diseño urbano ha degenerado en tema teórico con pocas relaciones con las
realidades del desarrollo moderno. Incluso las disciplinas administrativas de la planificación
urbana han entrado en crisis. El destino del plan que para la reconstrucción de Rotterdam
promulgado después de la segunda Guerra Mundial es sintomático y atestigua la actual
tendencia a reducir toda planificación a la asignación del uso de la tierra y la logística de
distribución. Hasta hace unos años el plano de Rotterdam era revisado cada diez años teniendo
en cuenta lo construido en el intervalo. En 1975 este procedimiento se abandonó
inesperadamente sustituyéndolo por la publicación de un plan de infraestructura no físico
concebido a escala regional que se interesa casi exclusivamente en la proyección logística de
los cambios en el uso de la tierra y el aumento de los sistemas de distribución existentes.
En su ensayo de 1954 “Construir, habitar, pensar”, Martín Heidegger nos proporciona una
perspectiva crítica desde donde observar esta indeterminación universal de lugar. Contra el
concepto abstracto latino del espacio como un continuo más o menos interminable de
componentes igualmente subdividibles a los que denomina spatium y extensio, Heidegger opone
la palabra alemana equivalente a lugar: Raum. Heidegger argumenta que la esencia
fenomenológica de este espacio/lugar depende de la naturaleza concreta y claramente definida
de sus límites, pues “un límite no es eso en lo que algo se detiene, como reconocían los griegos,
sino que es aquello a partir de lo cual algo inicia su presencia”. Aparte de confirmar que la razón
abstracta occidental tiene sus orígenes en la cultura antigua del Mediterráneo, Heidegger
demuestra que, etimológicamente, la palabra alemana correspondiente a construcción está
estrechamente unida a las formas arcaicas de ser, cultivar y habitar, y que esta condición de
“habitar” y en última instancia la de “ser”, sólo pueden tener lugar en un dominio que esté
claramente limitado. Si bien podemos mostramos escépticos en cuanto al mérito de basar
nuestra práctica en un concepto tan herméticamente metafísico como el de “ser”, cuando nos
enfrentamos con la falta de concreción espacial en nuestro entorno moderno, nos vemos
impulsados a plantear la precondición absoluta de un dominio limitado a fin de crear una
arquitectura de resistencia. Solamente un límite definido permitirá que la forma construida se
yerga contra -y así resistir- el interminable flujo procedimental de la megalópolis.
El lugar-forma limitado es también esencial para lo que Hannah Arendt ha denominado “el
espacio de la aparición humana”, dado que la evolución del poder legítimo siempre se ha fundado
en la existencia de la “polis” y en unidades comparables de forma institucional y física. Si bien la
vida política de la polis griega no procedía directamente de la presencia y representación física
de la ciudad-estado, exhibía en contraste con la megalópolis los atributos cantonales de la
densidad urbana. Así Arendt escribe en La condición humana:
Nada podría estar más alejado de la esencia política de la ciudad-estado que las
racionalizaciones de los planificadores urbanos positivistas tales como Melvin Webber, cuyos
conceptos ideológicos de comunidad sin proximidad y de ámbito urbano no localizado no son
más que eslóganes ideados para racionalizar la ausencia de todo ámbito público verdadero en
la moderna motopía. El sesgo manipulador de tales utopías nunca se ha expresado más
abiertamente que en Complejidad y contradicción en la arquitectura (1966) de Robert Venturi, el
cual afirma que los norteamericanos no necesitan plazas, dado que están en casa viendo la
televisión. Tales actitudes reaccionarias hacen hincapié en la impotencia de una población
urbanizada que, paradójicamente, ha perdido el objeto de su urbanización.
Mientras que la estrategia del regionalismo crítico delineado más arriba se dirige principalmente
al mantenimiento de una densidad y resonancia expresivas en una arquitectura de resistencia
(una densidad cultural que bajo las condiciones actuales podría considerarse potencialmente
liberadora en si misma, puesto que posibilita al usuario múltiples experiencias), la provisión de
un lugar-forma es igualmente esencial para la práctica critica, puesto que una arquitectura de
resistencia, en un sentido institucional, depende necesariamente de un dominio claramente
definido. Tal vez el ejemplo más genérico de semejante forma urbana sea la manzana, aunque
pueden citarse otros tipos relacionados, introspectivos, como la galería, el atrio, el atrio o el
laberinto. Y mientras que en la actualidad estos tipos se han convertido en los vehículos para
acomodar ámbitos pseudo públicos (pensemos en recientes megaestructuras de viviendas,
hoteles, centros de compras, etc.), ni siquiera en estos casos podemos descartar por entero el
potencial latente político y resistente del lugar y la forma.
El regionalismo crítico implica necesariamente una relación dialéctica más directa con la
naturaleza que las tradiciones más abstractas y formales que permite la arquitectura de la
vanguardia moderna. Parece evidente que la tendencia a la tabula rasa de la modernización
favorece un uso óptimo de equipos de excavación, dado que un fundamento totalmente plano se
considera como la matriz más económica sobre la que basar la racionalidad de la construcción.
Nos encontramos de nuevo en términos concretos con esta oposición fundamental entre
civilización universal y cultura autóctona. La excavación de una topografía irregular para
convertirla en un solar llano es claramente un gesto tecnocrático que aspira a una condición de
falta localización absoluta, mientras que, terraplenar el mismo solar para recibir la forma
escalonada de un edificio es un compromiso con el acto de “cultivar” el solar.
Está claro que semejante manera de observar y actuar nos acerca de nuevo a la etimología de
Heidegger; al mismo tiempo evoca el método al que alude Mario Botta llamándolo “construcción
del solar”. Es posible argumentar que en este último caso la cultura específica de la región -su
historia tanto en sentido geológico como agrícola- se inscribe en la forma de realizar un trabajo.
Esta inscripción, que procede de la “incrustación” del edificio en el solar, tiene muchos niveles
de significado, pues tiene la capacidad de encarnar en la forma construida, la prehistoria del
lugar, su pasado arqueológico y su consiguiente cultivo y transformación a través del tiempo. A
través de esta estratificación del solar, las idiosincrasias del emplazamiento encuentran su
expresión sin caer en el sentimentalismo.
Hasta fecha reciente, los preceptos admitidos de la moderna práctica de los conservadores de
museos favorecía el uso exclusivo de la luz artificial en todas las galerías de arte. Quizá no ha
sido suficientemente reconocido que esta encapsulación tiende a reducir la obra de arte a una
mercancía, dado que ese ambiente debe colaborar para despojar la obra de lugar. Esto se debe
a que nunca se permite a espectro de la luz local iluminar su superficie. Vemos como la pérdida
de aura, atribuida por Walter BenjamIn a los procesos de la reproducción mecánica, surgen
también de una aplicación relativamente estática de la tecnología universal. Lo contrario a esta
práctica “sin lugar” sería hacer que las galerías de arte estuvieran iluminadas en lo alto mediante
monitores cuidadosamente ingeniados, de modo que, mientras se evitan los efectos nefastos de
la luz sola directa, la luz ambiente del volumen de exhibición cambie bajo el impacto del tiempo,
la estación, la humedad, etc. Tales condiciones garantizan la aparición de una poética consciente
del espacio, una forma de filtración compuesta por una interacción entre cultura y naturaleza,
entre arte y luz. Este principio es claramente aplicable a todo ventanaje, al margen del tamaño y
la localización. Una constante “modulación regional” de la forma surge directamente del hecho
de que en ciertos climas la abertura vidriada está adelantada, mientras que en otros está retirada
tras la fachada de mampostería (o, alternativamente, protegida por postigos graduables).
La manera en que tales aberturas proporcionan una ventilación apropiada también constituye un
elemento poco sentimental que refleja la naturaleza de la cultura local. Aquí el principal
antagonista de la cultura es el omnipresente acondicionador de aire, aplicado en todo tiempo y
lugar, al margen de las condiciones climáticas locales que pueden expresar al lugar específico y
las variaciones estacionales de su clima. Cada vez que estas variaciones tienen lugar, la ventana
fija y el sistema de aire acondicionado accionado por control remoto son mutuamente indicadores
de la dominación por la técnica universal.
Hoy la tectónica sigue siendo para nosotros un medio potencial para poner en relación los
materiales, la obra y la gravedad, a fin de producir un compuesto que, de hecho, es una
condensación de toda la estructura. Aquí podemos hablar de la presentación de una poética
estructural más que de la representación de una fachada.
La elasticidad táctil del lugar y la forma y la capacidad del cuerpo para interpretar el entorno con
datos distintos a los aportados por la vista, sugieren una estrategia potencial para presentar
resistencia a la dominación de la tecnología universal. Es sintomático de la prioridad dada a la
vista que nos parezca necesario recordarnos que la dimensión táctil es importante para la
percepción de la forma construida. Baste recordar toda una gama de percepciones sensoriales
complementarias que son registradas por el cuerpo lábil: la intensidad de la luz, la oscuridad, el
calor y el frío; la sensación de humedad; el aroma de los materiales; la presencia casi palpable
de mampostería cuando el cuerpo percibe su propio confinamiento; el impulso de una marcha
inducida y la relativa inercia del cuerpo cuando camina por el suelo; la resonancia de nuestras
propias pisadas. Lucchino Visconti fue muy consciente de estos factores cuando rodó la película
Los condenados, pues insistió en que el decorado principal de la mansión de Altona debería
estar pavimentado con parquet de madera auténtico. Creía que sin un suelo sólido bajo los pies
los actores serían incapaces de asumir posturas apropiadas y convincentes.
Una sensibilidad táctil similar resulta evidente en el acabado del espacio para la circulación
pública del ayuntamiento de Saynatsalo, construido por Alvar Aalto en 1952. La ruta principal que
conduce a la sala del consejo en el segundo piso está finalmente orquestada de una manera que
es tan táctil como visual. La escalera de acceso no sólo está franqueada por paredes de ladrillo,
sino que los escalones y montantes también están acabados en ladrillo. Así el ímpetu cinético
del cuerpo al subir la escalera es frenado por la fricción de los escalones, que son “interpretados”
poco después en contraste con el suelo de madera de la misma sala del consejo. Esta cámara
afirma su condición honorífica por medio del sonido, el olor y la textura, por no mencionar la
suave desviación del suelo (y una visible tendencia a perder el equilibrio en su superficie
pulimentada). Este ejemplo deja claro que la importancia liberadora de lo táctil reside en el hecho
de que sólo puede descodificarse según el punto de vista de la misma experiencia: no se puede
reducir a mera información, representación o la simple evocación de un simulacro sustitutorio de
presencias ausentes.
Notas:
1 Paul Ricoeur, «Universal Civilization and National Cultur» (1961), History and Truth (Evanston:
Northwestern University Press, 1965), pp. 276/ 7.
2 Ricoeur, p-277
3 Hannah Arendt. The Human Condition (Chicago: University of Chicago Press, 1958), p. 154
4 Clement Greenberg, «Avant-Garde and Kitsch», en Gillo Dorfies, ed., Kitsch (Nueva York:
Universe Books, 1969), p. 126
5 Greenberg, «Modernist Painting», en Gregory Battcock, ed., The New Art (Nueva York: Dutton,
1966), pp. 101-2.
6 Véase Charles Jencks, The Language of Post- Modem Architecture (Nueva York: Rizzoli,
1977).
7 Jerry Mander, Four Argumenis for the Elimination of Television (Nueva York: 1978), p. 134.
9 Alex Tzonis y Liliane Lefaivre, «The Grid and the Pathway. An introduction to the Work of
Dimitris Antonakakis , Architecture in Greece, 15 (Awnas: 1981), p. 178.
10 Ricoeur, p. 283.
12 Jorn Utzon, «Platforms and Plateaus: Ideas of a Danish Architect», Zodiac , 10 (Milán: Edizioni
Communita, 1963), pp. 112-14.
14 Arendt, p. 201