El Arte de Documentar - Libro
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Documentar no es registrar hechos sino mostrar procesos. No es un oficio, sino una actitud
ante la vida: una mentalidad antes que una técnica. La documentación que aquí nos interesa
es la que hace visibles los procesos de aprendizaje y, en consecuencia, reclama de quien la
practica hacerse preguntas sobre qué destacar, cómo mostrarlo y dónde hacerlo. Las tres
cuestiones involucran una comprensión profunda de lo que hicimos y hacía dónde nos
dirigimos. Documentar entonces no es un ejercicio retrospectivo sino prospectivo, no es un
recurso memorialista sino de investigación y, por tanto, no es la guinda que colma un
proceso, sino una pieza clave de su desarrollo (Rinaldi, 2001).
La documentación no sólo hace visible el aprendizaje, sino que lo hace compartido: lo
socializa, lo formaliza y lo abre. Paul Davis ha construido la tesis de que el factor que
desencadenó la ciencia moderna no es de origen epistémico sino organizacional. La
revolución científica no es algo que ocurriera en las cabezas de Galileo, Kepler o Newton,
sino fruto de una open science revolution. Y la explicación se resume pronto: los científicos e
ingenieros llegaron a tener tanto poder de decisión en asuntos concernientes a buques,
mapas, pólvora, infraestructuras o salud, que amenazaban con convertirse en actores
incontrolables por quienes habitaban la Corte y el propio Rey. Para controlarlos hubo que
abrir el conocimiento, forzar a los expertos a publicar sus convicciones y esperar que los
otros científicos revisaran, cuestionaran y autorizaran las opiniones expuestas. El
conocimiento que existía en la documentación (Shapin & Shaffer, 1985) sólo podría ser fiable
si fluía por una red abierta de pares que también debía ser de confianza, control y afectación
mútua (David, 2001). Y las consecuencias, como decimos, son impresionantes, pues un
proceso documentable es también un proceso contrastable, mejorable, imitable y escalable.
Muchos son los autores que han explorado esta naturaleza pública del conocimiento y esa
capacidad extraña que tienen los científicos para convertir los insectos en larvas, las larvas en
números, los números en curvas, tablas y catálogos fáciles de trasportar, expandir y replicar
(Callon, 1986).
La documentación entonces es el locus del conocimiento y cuando los procesos que
queremos hacer visibles son colectivos, documentar es un acto de escucha, porque implica
darnos tiempo para, entre todos, elegir cuáles son los aspectos que mejor representan el
trabajo en común. No siempre el acuerdo será fácil y no todos tienen las mismas capacidades
retóricas o prácticas. Hay asimetrías, cualquiera que sea su origen, que reclaman una
voluntad de querer entender a los otros, una capacidad para suspender los puntos de vista
propios y dejarse afectar por los ajenos. El trabajo de documentación tiene esta dimensión
afectiva que no queremos minimizar. Documentar es otra forma de amarnos: una prueba de
que nos interesa la comunidad. La documentación hace visible, como dijimos, el proceso de
aprendizaje, y también a la comunidad que lo sustenta. Documentar entonces es una actitud
mental, una manera de estar en la vida: una cultura y también una herramienta. Una cultura
porque favorece una cierta forma de relacionarnos y una manera de describir lo que hemos
experimentado juntos. La documentación dice del mundo y construye un nosotros.
Quien documenta procesos también registra dudas, incertidumbres, errores, bifurcaciones o
conflictos. Y no siempre podemos hablar de soluciones, óptimas o no. Mostrar nuestras
indecisiones nos hace sensibles a nuestras vulnerabilidades. No ocultarlas es la forma más
directa de llegar a los/las otros/as (Padilla, 2012). Nuestra vulnerabilidad puede tener
recompensa: inaugurar derivas imprevistas y desembocar en lo abierto. La apertura, por su
parte, es capaz de atraer y movilizar la inteligencia colectiva o, en otras palabras, puede
ayudarnos a entender que nuestro punto de vista sin ser bueno o malo puede no ser el más
conveniente.
Documentar es una forma de coreografiar cuerpos, roles, espacios y gestos. Documentar
equivale a elegir las trazas significativas de un devenir compartido y eso nos ayuda a
reconocer la materialidad del proceso: hacerlo posible por visible. Y hay una belleza que
todos hemos experimentado alguna vez al llenar las paredes de notas, imágenes, esquemas,
dibujos, diagramas, hilos y chinchetas multicolores. Operan como el rastro vivo y vibrante de
un trabajo en común, tan nuestro como experimental, plástico, provisional y necesario. Son
muestras fugaces de una memoria fluida, rastros seguros de un discurrir juntos, sobras
sólidas de una vibración elusiva. La vida del grupo se esconde en ese jardín irrepetible, donde
se curan ideas entre confettis y graffitis. Ese espacio tatuado, mitad salón de juegos, mitad
taller de artesanos, condensa una estética callejera, jovial y significativa.
Aprender es un deporte de equipo. Si queremos saberes contrastados y conviviales tendrán
que incorporar otros puntos de vista y alumbrar mundos menos asimétricos. Y nada favorece
más el aprendizaje colectivo que la documentación (Krechevsky, Rivard & Burton, 2010; Mino,
2014). Pero, insistimos, no debe concebirse como el registro de los resultados obtenidos,
pues queremos que haga reconocibles los aprendizajes. Se dice tan rápido que pudiera
parecer una tarea fácil. No lo es. Y hoy es menos sencillo que nunca, cuando se ha convertido
en hegemónica la cultura de la auditoría y su obsesión por los parámetros, las
monitorizaciones y los exámenes. Quienes consideran inevitables las métricas argumentan
que son la mejor forma de hacer visibles los cambios. Nuestra manera de entender la
documentación nos abre a otras posibilidades. Si, en efecto, fuera capaz de mostrar los
aprendizajes, debería funcionar también como una herramienta de evaluación y acreditación
alternativa a la calificación. Documentar, entonces, es la manera de zafarnos del dictum
gerencialista y alumbrar otro mundo posible. Documentar, en fin, es el dispositivo con el que
aprender a vivir juntos de otra manera.
La documentación hace visible el aprendizaje y, como venimos diciendo, lo hace comunicable
y evaluable. En lo que sigue exploraremos ambas derivas.
Documentar para replicar
Una buena documentación debería convertir en replicables los pasos necesarios para llegar
al resultado alcanzado. No documentamos para ganar popularidad, ni tampoco la
documentación funciona como el envoltorio que empaqueta lo que aprendimos. Justo lo
contrario: documentamos para abrir los procesos, hacerlos transparentes, mostrarnos
vulnerables, capturar inteligencia ambiente y, en definitiva, darle vida a nuevos mundos
posibles.
No tener tiempo para documentar significa no haber entendido nada, pues supone que
estamos más interesados en los resultados que en los procesos, más involucrados en las
prácticas individuales que en las colectivas y demasiado seguros de lo que sabemos pese a lo
mucho que ignoramos. En tales circunstancias, estar más preocupados por mostrar lo que ha
salido bien que en explorar todo lo que nos ha obligado a recular, bifurcar, rehacer, revisar o
reiniciar no sólo tiene mucho de impropio, sino que coquetea con la impostura y nos
condena a la irrelevancia. No documentar, o documentar al final del ciclo, es como declarar
que nos importa poco lo que piensen los demás, que esperamos nada del entorno que
habitamos y que optamos por las soluciones funcionales antes que por las conviviales. No
documentar es abrazar la zona de confort donde las cosas son lo que son y las personas
prefieren vivir entre certezas. No documentar es echarse en los brazos del monstruo de la
competitividad que nos escinde entre vencedores y vencidos, rápidos y lentos, ganadores y
perdedores, excelentes e incompetentes.
Hay una compensación inesperada para quien documenta: la alegría de compartir.
Documentar no es un trabajo burocrático, sino el fruto del esfuerzo necesario para
responder entre todos a la pregunta de qué hemos aprendido y cómo podemos mostrarlo
mejor. La mayor satisfacción de quien aprende es el aprender mismo y su goce está en
compartir o, en otras palabras, en sentir tu emoción en los otros, notar la gratitud de quien
recibe el don que ofreces, descubrir que los demás tienen comentarios que te animan a
seguir y a mejorar. Y hay muchas maneras de comunicar lo que hemos aprendido. Nosotros
hemos elegido la receta: una forma de mostrar lo imprescindible y que está redactada con
lenguaje llano y siempre proclive a admitir mejoras, modificaciones y versiones. Un lector
de recetas espera descripciones tan escuetas como prácticas, tan directas como simples y tan
sencillas como realizables. Una receta no es lugar para la metafísica, ni para vanidades
autorales. Nadie hasta ahora se ganó fama de sabio redactando recetas y es muy improbable
que gane un Nobel o una cátedra. La receta configura un género anónimo, abierto y cordial.
Nuestras recetas obviamente tienen que ser libres y, emulando la propuesta de las cuatro
libertades que reclama el Software Libre, nosotros querríamos que también se juzgaran por
su capacidad para que el conocimiento que contienen se haga visible, se haga usable, se haga
copiable y se haga mejorable. ¡Ojalá nuestras recetas –como quería Deleuze- se hagan
también deseables! ¿Deseables? No sólo admirables por el conocimiento que destilan, sino
deseables por el mundo que producen (Larrauri, 2000). Así que a documentar: documentar
mientras, documentar entre, documentar sencillo y documentar libre.
Y sí, tenemos una propuesta de cómo hacerlo. Tenemos una receta inspirada en la propuesta
de Thanh Nghien elaborada durante el Forum des usages coopératifs (2012). Para
documentar un prototipo sugerimos cuatro partes: presentación, receta rápida, receta lenta
y recursos disponibles. La presentación es el lugar donde dar cuenta del título, resumen,
participantes, créditos, reconocimientos y patrocinios. Es el momento de explicar el qué de lo
que hicimos. La receta rápida es un resumen de urgencia de los pasos necesarios para hacer
el guiso. Sólo contamos lo imprescindible, con las menos palabras posibles pues sólo
aspiramos a mostrar un imagen de conjunto y quizás distante. La receta lenta es el momento
para los detalles y para gozar con las palabras. Está dividida en tres partes que descomponen
el proceso en lo que hicimos antes, durante y después. En la primera parte, el antes,
podemos contar cómo se nos ocurrió el proyecto y cuál sería su contexto técnico, social o
jurídico. También podría interesar algún comentario sobre la motivación, el contexto dónde
surge, las derivas, las resonancias o las proyecciones. En la segunda, el durante, hay que
contar los pasos necesarios, uno a uno, que nos guían hasta el final, utilizando todos los
medios disponibles y que consideremos necesarios (imágenes, vídeos, archivos sonoros,
mapas,…). En la tercera, el después, hay que dar cuenta de lo que hemos hecho para
garantizar la comunicación como, por ejemplo, canales utilizados, redes abiertas o licencias
acordadas. La parte de recursos disponibles es el lugar para recomendar una web, un libro,
un vídeo u otros recetarios con los que seguir aprendiendo, experimentando y compartiendo.
Documentar para evaluar
Si nuestra forma de entender la comunicación se hace casi sinónimo de replicación, también
nuestra manera de entender la evaluación se aleja tanto como puede de la noción de
competición y excelencia para acercarse a las de colaboración y competencia. Nuestro
argumento se explica fácil. La inmensa mayoría de los episodios que enfrentamos en la vida,
tanto de salud o vecinales como profesionales o familiares, no reclaman al mejor experto que
conozcamos o que exista, sino que nos basta con que se trate de alguien que conozca el
asunto. Con frecuencia ni siquiera necesitamos a un profesional y nos basta con el criterio de
un vecino, un amigo o un familiar. Muchas veces los problemas que nos afectan no
demandan conocimientos técnicos sino que más bien se hacen abordables cuando somos
capaces de ser más empáticos, más colaborativos o más abiertos. Cada día es más frecuente
hablar de innovación social para describir procesos donde lo que tiene que cambiar no es la
tecnología sino nuestra forma de relacionarlos con ella y con los demás. El cambio climático
o nuestra dependencia del petróleo son ejemplos inmejorables, pues los cambios que exigen
son más culturales que técnicos, pues sólo serán verdaderamente abordables en términos
sostenibles cuando entendamos que se necesitan otros patrones sociales de conducta,
nuevas políticas fiscales y de gasto público, diferentes formas de regular el uso en la ciudad y,
en definitiva, más que nuevas políticas culturales se necesita otra cultura política.
En la vida real casi nunca necesitamos a los mejores, bastaría con echar mano de gente
responsable: gente cumplidora, honesta, competente, empática y generosa. Lo sabemos.
Estamos seguros de que así es y así debería seguir siendo. Sin embargo, cada vez son más
influyentes quienes dicen que un espacio de aprendizaje o de gestión debe ser un lugar
donde brille la excelencia. Mentira! Lo negamos. O, mejor dicho, les pedimos que lo
demuestren, que nos argumenten en qué basan sus convicciones y que, a continuación, nos
permitan expresar nuestra discrepancia.
Hacer prototipos, participar en diseños abiertos y colaborativos, nos enseña que lo
importante no siempre es el resultado. Quienquiera que haya participado en un proceso de
construcción colectiva sabe que se tomaron decisiones basadas en factores no
monitorizables, que hubo momentos donde un gesto, una sonrisa o una mirada salvaron del
fracaso una reunión interminable; también hemos experimentado cómo la externalización
del problema o la incorporación de talento externo nos salvó de algún atasco y, en fin, lo que
estamos tratando de decir es que las empresas, las organizaciones, las comunidades
necesitan más habilidades que las estrictamente medibles.
Para hacer un prototipo (un esbozo tentativo que da forma a un anhelo colectivo) de forma
colaborativa se requiere compartir muchas habilidades individuales y asumir que no van a ser
pocos los momentos de controversia, antagonismo y desencuentro. Cuando el grupo es
suficientemente heterogéneo se interconectan prácticas culturales, técnicas y psicológicas
que exigen la construcción de un lenguaje común que haga fluida la comunicación (Lafuente
& Cancela, 2017). Al final, siempre hay algún resultado. Y, con frecuencia, es inesperado,
comunicable y hasta rotundo.
¿Cómo podemos dar cuenta de lo que ha pasado, sin renunciar a lo que nos ha pasado? O, en
otros términos, ¿lo que nos ha pasado es relevante para lo que ha sucedido? Nuestra
respuesta es sí. Y por eso es tan importante la documentación: no sólo porque queremos
comunicarlo o compartirlo sino también porque queremos hacer visibles los elementos
menos técnicos, operativos, formales o codificables.
Nuestro mundo necesita muchos tipos de profesionales y eso implica el manejo de muchas
habilidades. Pero también necesita que tenga asiento la cultura colaborativa, la cultura de la
experimentación y la cultura abierta. De estas tres ya hemos hablado varias veces en este
escrito y sólo agregaremos un par de líneas. Aprender a colaborar nos ayudará a afrontar
mejor los conflictos y a ser flexibles en la asignación de roles. La colaboración, a veces
también exige acordar protocolos que regulen la relación del grupo. Aprender a
experimentar equivale a hacernos tolerantes a la incertidumbre y a convertir el fracaso en el
motor del aprendizaje. Para experimentar tenemos que aprender a figurar otras
posibilidades; es decir, a suspender el método y ensayar otros caminos posibles lejos del
rigor académico y sus tradiciones disciplinares, dándonos la oportunidad tentativa de apostar
por lo improbable, lo impropio o lo ilegítimo. Ser abiertos nos ayudará a proponer diseños
adaptables, mejorables y susceptibles de usos imprevistos.
También queremos defender otras dos culturas menos frecuentes y necesarias. La primera es
la cultura de la escucha, que tiene que ver con la actitud de quien acepta que siempre hay
algo que aprender en las opiniones ajenas, incluso cuando se exponen de forma torpe,
dubitativa o fragmentaria. Se nos enseña a diagnosticar a toda velocidad pero sabemos poco
de cómo escuchar. Y obviamente al documentar tenemos que elegir los hitos del proceso
colectivo de aprendizaje y eso probablemente nos obligue a negociar los qué y los cómo, al
igual que se nos harán muy presentes las aportaciones de cada cuál, las insistencias de cada
uno, las torpezas de todos, como también los momentos de desenredo, ofuscación o
desencuentro (Rogoff, 2003 y 2006). La segunda es la cultura de repertorio o, en otras
palabras, la capacidad para codificar en diferentes formatos y entender lo que se gana y se
pierde cuando transitamos entre dispositivos. A veces tendemos a exagerar la importancia
de los contenidos, aún cuando la información cada vez sea más abundante, barata y
accesible. Ampliar nuestro repertorio no solamente significa que podemos ensanchar
nuestra capacidad de expresión, sino que a la par desarrollamos una relación con la
tecnología mas crítica y más consciente de sus potenciales aperturas e invisibles imperativos
(Swidler, 1986; Even-Zohar, 2010; Silber, 2003).
Hay algo en lo que muchos autores comienzan a estar de acuerdo. Nada es más pedagógico
y formativo que promover la autoevaluación (Brown & Harris, 2014). Pero como no siempre
es fácil construir un porfolio que muestre los aprendizajes de una forma que, primero, sea
respetuosa con la propia idiosincracia del aprendiz y que, segundo, haga inteligible la extraña
dificultad de mostrar lo que, en principio, ha sucedido pero es invisible o inefable,
necesitaremos potenciar nuestra capacidad para escuchar los relatos ajenos de quienes
también formaron parte del proceso y, paralelamente, ensanchar el repertorio de
herramientas con las que ensayar la forma de codificar lo acontecido.
Cuaderno de laboratorio
Nuestra propuesta, inspirada en la de Tiffany Tseng (2016a, 2016b) y su Build-in-Progress
(2016c), incluye un cuaderno de laboratorio dividido en dos partes: en una damos cuenta de
las recetas y en la otra de las notas. Las recetas, ya lo hemos dicho, dan acceso a la parte
productiva del proceso: presta atención a los resultados y los cuenta de la forma más directa
y útil posible. Las notas, en cambio, explicitan el mapa del proceso y dan cuenta de las
dimensiones reproductivas del trabajo en común. Las notas del cuaderno quieren dar valor y
hacen significativos todos los trabajos asociados con los cuidados, los afectos y las relaciones.
Y eso significa dar importancia a los desencuentros, los errores y las bifurcaciones o, en otras
palabras, apreciar el valor que tiene salir de los atascos, evitar los colapsos, superar los
singularismos, reconfigurar las tareas, desplazar el foco, cuestionar los liderazgos, cambiar de
estrategia, optimizar los pasos, conseguir consensos, simplificar protocolos, escenificar roles
y, en fin, mostrar que nuestra condición de humanos nunca la podemos apartar o dejar a la
entrada del laboratorio de investigación, el consejo de expertos o el gabinete de consulta.
Siempre somos seres emocionales y nada sucede sin que haya mucha gente cuidando para
que ocurra. Nuestra apuesta es por hacerlo visible.
La idea de un cuaderno de laboratorio es tan antigua como la ciencia moderna misma (Clinio,
2016; Shapin & Shaffer, 1985). Lo procesos se hacen efímeros si no los registramos y
seríamos despilfarradores si no depositamos nuestros aprendizajes en un lugar accesible,
hospitalario e interactivo. No habría ciencia si todo el mundo se guardara sus conocimientos
o si los hiciera públicos sin apostar por formatos interoperables, estandarizados y
multiplataforma. Este es uno de los desiderata más frecuentes en el movimiento open
science (Clinio & Albagli, 2017; Albagli, 2015).
Documentar para replicar nos reclama el talento de ser concisos, precisos, breves, prácticos y
sencillos. Todo lo que tenemos que hacer es reunir la información mínima posible para
ayudar a nuestros lectores a reproducir lo que hicimos, algo que generalmente implicará
trabajos de adaptación crítica. Por eso cuanto más transparente sea nuestra receta más fácil
será adoptarla.
Documentar para evaluar reclama que hagamos visibles los hitos que nos enseñaron a ser
más abiertos, colaborativos, experimentales, escuchadores y transductores. Todo lo que
tenemos que hacer es identificar los grafemas, las trazas (fotos, esquemas, vídeos,
diagramas,…) que mejor representan el tránsito que explicita el aprendizaje. A continuación,
sin perder de vista la traza seleccionada, deberíamos explicar en una nota lo que queremos
compartir. Y desde luego todas las notas compuestas deberían integrarse en un mapa del
proceso de aprendizaje y abrirlas a la posibilidad de que cualquiera pueda dejar comentarios.
Fue Rheinberger (1997, 1998) quien llamó la atención sobre la importancia de esos restos
que normalmente terminan en la basura y que llamamos grafemas. Un grafema es cualquier
cosa que contiene información relevante para un proceso en curso, y aunque los tratamos
como desechos, muchas de esas sobras son testimonios del esfuerzo colectivo para lograr
mayor claridad, más concisión o mejor gestión del proceso. Considerarlos basura es un error
si queremos darle importancia a todas las tareas realizadas para lograr el resultado final.
La documentación, nadie lo duda, debe dar cuenta de los hechos: esos eventos que ayudan a
estabilizar el mundo, aunque sea provisionalmente. La replicabilidad de los procesos y
resultados tiene mucho que ver con el registro de los hechos obtenidos. Por eso, nuestros
registros dan tanta importancia a los aspectos técnicos, operativos y funcionales que
debemos compartir. Pero no es suficiente. Nuestra receta debe considerar otros
ingredientes fundamentales y también desdeñados. Si los hechos estabilizan el mundo y de
alguna manera crean eso que llamamos espacio púbico, los afectos lo movilizan, lo
diversifican, lo pluralizan y, en definitiva, lo hacen inclusivo. Los hechos crean un mundo
donde no siempre caben los matices, los detalles, las contingencias,… la vida tal como la
experimentamos. Por eso necesitamos, junto a los registros canónicos y ordinarios que dan
cuenta de los hechos compartidos, otro tipo de anotaciones que describan las afectaciones
mutuas. Podríamos haberlo explicado con el lenguaje de Bruno Latour distnguendo enre las
matter of fact y las matter of concern, siendo las primeras expresión de los asuntos en los
que hay consensos sólidos, mientras que las segundas configurarían el espacio de lo singular,
lo tácito y lo abierto, una zona de convivialidad donde forzar forzar el consenso rompe la
comunidad (Andersen et al., 2015). Si buscamos ser replicables necesitamos los hechos y
todas las partes funcionales u operativas del diseño o resultado. Y si nos importan los
procesos, necesitamos los afectos. Todos los colectivos humanos experimentan
malentendidos y desencuentros, o se enfrentan a situaciones que no pueden resolverse
mediante razonamientos lógicos o argumentos empíricamente incontestables. Para salir de
esas situaciones, hemos aprendido a encontrar atajos, trucos y otras formas de
contrabandeo entre lo que es canónico y lo que es heterodoxo. Lo interesante en todo caso
es que la naturaleza porosa de los bordes o flexible de los cuerpos conforman una retícula
donde cada elemento está conectado con los demás y eso explica que la tarea de
documentar se hace tanto más interesante cuanto mejor visualice la condición social,
relacional y reticular del trabajo cognitivo.
Muchas veces la razón no autoriza lo que el corazón reclama. Y lo que todas y todos hacemos
es confiar en alguien, apostar por lo colectivo, apoyarnos en lo comunitario, descansar en lo
colaborativo. Hablamos entonces de decisiones que quizás no sean racionales, pero que sí
pueden ser contadas y que son contrastadas, compartidas y cómplices. Nacen de un esfuerzo
y manifiestan nuestra voluntad de crecer juntos. Suponen un trabajo invisible y, en fin, son
parte de nuestra voluntad de afectar y dejarse afectar. Son empoderadoras y son
memorables. Son eso que a veces llamamos trabajo afectivo y son imprescindibles. Ningún
conocimiento se produce sin activar una red invisible de afectos (Puig de la Bellacasa, 2011).
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