ARISTÓTELES
ARISTÓTELES
ARISTÓTELES
(384-322 a.C.)
Aristóteles fue durante casi veinte años discípulo de Platón, y también él enseñó en la Academia.
Filipo de Macedonia le invitó a convertirse en el preceptor de su hijo Alejandro. Al igual que Platón
había sido el maestro de Dión, Aristóteles lo fue del joven príncipe Alejandro. En ambos casos el
maestro esperaba ver que un día su enseñanza tomaría cuerpo en la acción política del futuro
soberano. Pero mientras que Platón tuvo que sufrir la muerte de Dión, Aristóteles vio cómo su
alumno tomaba realmente el poder y se convertía en Alejandro Magno, el conquistador. Aristóteles
regresó entonces a Atenas, donde fundó su propia escuela, la escuela «peripatética» o Liceo, en la
que se filosofaba «paseando» entre hileras de columnas.
Hacia el final de su vida, tras la muerte de Alejandro, Aristóteles tuvo que huir lejos de Atenas,
pues el partido patriota no le perdonaba sus vínculos con la familia reinante de Macedonia. Se
refugió en la isla de Eubea, donde falleció en el exilio.
El sistema de Aristóteles representa un hito de un carácter completamente distinto al de la obra
de Platón. Ésta dominaba el pensamiento filosófico por su intensidad y profundidad, y exige una
reflexión que hace madurar al espíritu en todas direcciones.
En Aristóteles encontramos una de las tres grandes síntesis realizadas por el pensamiento
filosófico en el curso de su historia. En la antigüedad, en la Edad Media y en la época moderna ha
habido siempre un filósofo dispuesto a unificar en un sistema todo el saber de su tiempo. Éstos
fueron, respectivamente, Aristóteles, Tomás de Aquino y Hegel, y sus obras constituyeron los tres
grandes sistemas del pensamiento occidental.
SISTEMAS
No hay que engañarse. Ninguna de estas síntesis representa una simple suma de saber o una mera
organización del saber dentro del sistema, como si fuera un armario bien ordenado. Un sistema, en
filosofía es otra cosa, se trata de un concepto bastante difícil de delimitar.
Algunos filósofos tienen horror a los sistemas, los ven necesariamente falsos por naturaleza. La
imagen que dan de un saber unitario que se encierra en sí mismo es contraria en esencia a un
pensamiento verdaderamente filosófico. Así, por ejemplo, el filósofo Jean Wahl, fallecido hace
algunos años, había leído con admiración la extensa obra de Karl Jaspers titulada Von der Wahrheit
(Sobre la verdad), pero no se abstuvo de dirigirle una crítica de base: «Este libro es demasiado
sistemático». Según Wahl, este carácter sistemático era inconciliable con el perpetuo emerger de la
reflexión desde la profundidad y con las repetidas rupturas que ello implica.
Otros pensadores, en cambio, como por ejemplo Aristóteles, rechazan, en nombre de la misma
exigencia filosófica limitarse a problemas parciales o puntuales, y su reflexión necesita concluir en
un todo. Consideran que cualquier avance filosófico debe dar forma a una totalidad.
En nuestros días se abusa a menudo del concepto de totalidad, pero bien empleado desempeña en
filosofía una función legítima y necesaria. El espíritu filosófico nace de la unidad de una persona,
atestigua la unidad de un proceso de pensamiento. El signo exterior de la unidad de un sujeto
espiritual es justamente la forma unitaria que dicho sujeto da al producto de su pensamiento. Esta
unidad que nos presenta es, precisamente, su sistema. Un sistema es la invención, la creación de
una forma. Para un pensador sistemático, todo el saber de su tiempo, que él organiza en un sistema.
es como el material del que se sirve un artista. El pensador le da forma mediante el sistema, que es
a la vez su interpretación del material. Pero todavía hay más: la forma sistemática impregna con su
sentido, en profundidad, toda la materia que contiene.
No hay nada más revelador que profundizar en la naturaleza del elemento sistemático de las
grandes obras que constituyen sistemas. Es ahí donde puede descubrirse, más aún que en los
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enunciados particulares, la figura esencial, el «gesto» fundamental que, desde el punto de vista
filosófico, caracteriza a cada una de ellas.
La filosofía está siempre en camino, nunca concluye. Y este carácter parece contradecirlo la
unidad cerrada del sistema; debemos, por tanto, aprender a descifrar su sentido. Algunos
filósofos—Kant, por ejemplo—se esfuerzan, en cierto modo sistemáticamente, en hacer estallar
cualquier inicio de sistema. Lo esencial, para ellos, es lo que no se deja reducir ni insertar en una
forma, lo que escapa al sistema o lo hace explotar. Para expresarse, necesitan del fracaso, de lo
inconcluso. Muestran con claridad el camino que conduce al todo, pero también señalan que es
inevitable afrontar el fracaso. Otros, por el contrario, intentan presentar la totalidad al lector. Pero
mirándolo bien, se advierte que también ahí, en su interior, se encuentra el fracaso como revestido
por la forma totalizadora del sistema.
La obra de Aristóteles abarca todos los campos: la lógica. las ciencias de la naturaleza—como la
física, la astronomía y la biología—la psicología, la metafísica, la ética y la política, sin olvidar la
retórica y su célebre poética.
La influencia de su obra fue inmensa y duradera, y su historia, extraordinaria. Después de haber
alcanzado una gran fama en la Antigüedad, desapareció casi por completo de Europa como
consecuencia de las migraciones de los pueblos. Reapareció, gracias a los sabios árabes, tras un
largo periplo a través de África del Norte, España y la Galia. En la Edad Media gozó de nuevo de una
poderosa influencia, por lo que entró en conflicto con el pensamiento cristiano, en el cual, durante
el siglo XIII terminó por integrarse En la Iglesia católica, es citada por santo Tomás de Aquino, el
Doctor Angélico, como una autoridad.
Aristóteles fue un maestro del pensamiento racional (lógica, categorías, ideas generales,
silogismos), pero al mismo tiempo se interesó apasionadamente por lo concreto, lo particular, los
seres empíricos individuales, y por todo lo que pertenece al ámbito de la experiencia. Esta
polaridad exterior se deja sentir por todas partes en su obra, y ha impulsado corrientes de
pensamiento por el asombro que origina el problema de la relación entre el ser concreto singular y
el concepto general. Sin embargo, no se trata aquí de un dualismo semejante al de Platón. En Platón
hallamos las cosas sensibles, que existen gracias a su participación en las ideas, y luego, el mundo
de las Ideas; en medio, en una situación dramática, el hombre. Esto es lo que se denomina dualismo
platónico. Platón se planteaba el problema de la condición humana, entre las cosas sensibles y las
Ideas. Aristóteles, en cambio, afirma una dualidad distinta: lo singular y lo universal, lo concreto y
lo general, es decir, lo abstracto. Esta dualidad resulta en su pensamiento particularmente eficaz y
poderosa.
NUEVOS CONCEPTOS
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Pongamos un ejemplo: la ciencia indaga la causa de la dilatación de los metales. Y responde que la
causa es el calor. ¿Y cuál es la causa del calor? El fuego. Y así ininterrumpidamente. Podemos seguir
remontando la serie de las causas hasta el infinito, ninguna será la causa primera. ¿Cuál es,
entonces, la causa de toda la serie? Una pregunta así, referida a una causa, no puede plantearse.
Sólo hay causa dentro de una serie, por derivación
Sin embargo, según Aristóteles, existe una causa primera, no para la ciencia, sino para la filosofía:
la causa primera es el ser en cuanto ser.
¿Qué significa esto? Nosotros solo conocemos el ser en cuanto «esto» o «aquello». Nunca hemos
encontrado el ser en cuanto ser, sólo en cuanto ser existente concreto: un hombre, un animal, un
pájaro, objetos, ideas…
La filosofía, exige Aristóteles, debe interrogarse sobre el ser en cuanto ser.
Percibimos aquí la extrema tensión que mantiene este pensamiento entre su apasionado interés
por las realidades concretas singulares y su exigencia filosófica: es necesario conocer la causa
primera, el ser en cuanto ser.
Sobre el ser en cuanto ser y sobre su relación con las efímeras realidades del mundo sensible, ya
nos hemos interrogado al estudiar a Parménides. La doctrina del ser es la ontología. Plantear la
pregunta «¿Qué es el ser?» significa plantear una pregunta ontológica.
Aristóteles llama al ser en sí, o al ser en cuanto ser, sustancia. La escuela de Mileto ya se servía de
esta noción, y también Parménides. Pero Aristóteles plantea la pregunta con una claridad nueva. La
sustancia, el ser en cuanto ser, aquello por lo que algo es, será considerada en sí misma. La filosofía
deviene intento de conocimiento de la sustancia y, por lo tanto, esencialmente ontología.
La ciencia tiene como objeto de estudio lo que está en movimiento, lo que pasa, lo que se puede
percibir con los sentidos. La filosofía, en cambio, en cuanto ontología, en cuanto metafísica—se
pueden usar aquí de modo casi indistinto ambas palabras—apunta al ser, que es inmutable. No
inmutable en el sentido de que excluya todo devenir y todo deterioro, sino en el sentido de que
sigue siendo el ser a través de todos los cambios. Éstos no afectan al ser. El ser «sostiene» los
cambios, hace que las cosas que cambian sean, pero es en si mismo inmutable en cuanto es el ser y
nada más.
Es necesario evitar aquí un posible malentendido. La causa primera de la que habla Aristóteles no
debe entenderse como «comienzo» del mundo. No se trata de eso. Se trata de la causa primera
fundamental, que sostiene en el ser todo lo demás.
Nos resultan indispensables aquí algunos de los conceptos aristotélicos. En primer lugar, los
conceptos de materia y de forma. La materia, dice Aristóteles, es el ser en potencia. ¿Qué significa
esto? El ser en potencia no designa en modo alguno un ser «particularmente potente», sino al
contrario. La materia, o el ser en potencia, es el ser en tanto que no ha recibido aún toda su
determinación como «este ser» o «aquel ser»; es el ser en estado de indeterminación que todavía
puede convenirse en «esto» o «aquello». Pongamos un ejemplo. En el taller de un escultor hay un
bloque de mármol. Mientras el cincel del escultor no lo toque, el bloque podría transformarse en
baldosas para un patio o bien en una estatua que represente a una joven, un animal o un
conquistador victorioso a caballo. Virtualmente, tiene en sí todas estas figuras. En cuanto bloque de
mármol está determinado (no es un bloque de granito ni una masa de barro); pero resulta
indeterminado en cuanto a lo que hará de él el cincel del escultor. Desde esta perspectiva, es aún
una materia indeterminada, contiene toda suerte de virtualidades. De ellas, sólo una devendrá
actual, excluyendo las demás con sus nuevas determinaciones. En este sentido, y simplificando, hay
que entender la materia como lo que, por su indeterminación, es el ser en potencia.
La materia es pues, por decirlo así, un nivel del ser, que es sólo en cuanto posibilidad. Por su
virtualidad, «en potencia». El bloque de mármol no es ser en acto porque no está aún determinado
como aquello en lo que ha de convertirse, pues virtualmente es en potencia «esto» o «aquello», en
lo que todavía puede convertirse. Es en cuanto posibilidad.
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La forma, por el contrario, es lo que determina la materia, lo que le confiere la determinación
gracias a la cual pasará del «ser en potencia» al «ser en acto». Pasar de la materia a la forma
significa reducir la potencialidad (la potencia) de la materia mediante la determinación de la forma.
Pero significa asimismo aumentar la actualidad, el ser en acto. Éstos son, por así decir, los dos polos
del ser en Aristóteles. La materia es el ser en potencia; la forma es el ser en acto, en el sentido de
actualizado, actualizante, en el sentido de «realidad eficaz» (algo que expresa mejor la palabra
alemana Wirklichkeit1, en la que se percibe aún el verbo wirken2).
Nos equivocaríamos si imaginásemos la materia por un lado y la forma por otro. En modo alguno.
Para Aristóteles, todo lo que existe es a la vez, en grados variables, materia (ser en potencia) y
forma (ser en acto). Todo lo que encontramos en la experiencia está en parte determinado y en
parte indeterminado, es decir, en parte está actualizado y en parte es todavía virtual.
Llegamos ahora a una intuición fundamental de Aristóteles, una intuición que anima todo su
sistema dándole unidad dinámica. Todo lo que posee el ser en potencia tiende a pasar al ser en acto.
Todo lo que implica unas virtualidades tiende a actualizarlas. Todo se esfuerza en entrañar una
menor indeterminación (de materia) y una mayor actualización (de forma). Todos los seres
propenden a más actualidad, más determinación, más ser en acto, más forma.
Como en Platón, el Eros, el deseo es, en Aristóteles, decisivo. Pero el «clima» es aquí muy distinto.
En Platón se trataba del Eros humano; en Aristóteles, el Eros es más que cósmico, es ontológico.
Volvamos al concepto de causa, tan central en el pensamiento de Aristóteles. En su significado
moderno, el término causa se aplica a una serie coherente en la que cada término es un efecto del
término precedente y causa del siguiente. En Aristóteles, el significado de a palabra es distinto. Lo
que él llama causa de una cosa es, en definitiva, una de las condiciones de realidad de dicha cosa.
Todas las condiciones de la realidad de una cosa se llaman causas.
Aristóteles distingue cuatro causas: la causa material, la causa formal, la causa eficiente y la que
para él es la más importante, la causa final.
Volvamos al ejemplo del bloque de mármol y de la estatua. No hay que tomarlo en sentido literal,
porque entonces no nos ayudaría a comprender de qué se trata. Sin embargo, la imaginación puede
ayudarnos.
Imaginemos, pues, una estatua ecuestre. ¿Cuál es su causa material, esto es, la materia que
condiciona su realidad? La condición material de su realidad es el mármol. Sin él, ni aun existiendo
el escultor, su representación de la estatua, su cincel y su deseo de esculpir, no habría estatua. En
este sentido (aristotélico), el mármol es una de las causas de la estatua, la causa material. La
segunda causa es la causa formal, que hace de aquel mármol esta estatua ecuestre; la forma se ha
adueñado de la materia y le ha dado las determinaciones de una estatua ecuestre, excluyendo todas
las demás posibilidades de la causa material, todo lo que habría podido devenir. La forma ha
reducido las potencialidades del mármol, lo ha actualizado en una estatua ecuestre. ¿Qué es,
entonces, la causa eficiente? Es aquello que, con su acción, hace entrar efectivamente la forma en la
materia, es el trabajo del escultor con su cincel que encarna la forma en la materia y que actualiza
así el mármol en una estatua ecuestre. (Además, la causa eficiente es quizá la que más se aproxima
al significado que actualmente damos al concepto de causa). Finalmente, la causa final: el término
final no significa aquí que un proceso termine, finalice, sino que tiene un fin y, por lo tanto, un
sentido. Para Aristóteles, el objetivo (el fin) es la causa de todo el proceso, ya que sin él dicho
proceso no habría tenido lugar. El objetivo es, efectivamente, una condición de realidad de la
1 Realidad, efectividad.
2 Operar, obrar.
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estatua ecuestre. Por ejemplo, el escultor quería crear algo bello, o celebrar un acontecimiento
glorioso y fijarlo en la memoria de los hombres.
Para alcanzar este fin, un día se procuró un bloque de mármol; su mirada interior concibió una
forma; su mano cogió el cincel y trabajó la materia hasta que la forma se adueñó de aquélla. Ese fin
es, pues, la causa decisiva de la existencia de la estatua.
Hoy, los sociólogos pondrían, en el origen de todo el proceso, la motivación, entendida como un
dato psicológico. Su procedimiento es regresivo, reductivo, y no abarca lo mismo que la causa final
de Aristóteles. Para éste, la causa final no concierne sólo a las acciones de los hombres, sino que se
encuentra en la estructura del mundo y del ser mismo. Las cuatro causas son, en cierto modo,
ontológicamente constitutivas del ser.
La forma, en Aristóteles, se llama eidos—el mismo término que, en Platón, designa a la Idea—.
Hay, en efecto, cierto parentesco entre la forma aristotélica y la Idea de Platón. Pero hay asimismo
una diferencia fundamental que salta a la vista. Ambas nociones designan una esencia (ousía), un
principio inteligible. Pero en Platón la Idea es eterna, inmutable, trascendente, en cierto modo tiene
una existencia propia, mientras que el eidos de Aristóteles posee un significado funcional, dinámico,
en el proceso de la actualización.
Si volvemos a la teoría de las cuatro causas, encontramos de nuevo el tema de la nostalgia, del
esfuerzo hacia algo distinto de lo que es. Las cuatro causas convergen hacia la actualización
deseada, hacen pasar de la indeterminación a la determinación del ser en potencia al ser en acto.
Aristóteles desarrolla una concepción dinámica y finalista de la naturaleza. La naturaleza tiende a…,
desea…, está animada toda ella por el Eros. Eros significa `amor’, `deseo’. En la naturaleza se obra
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una especie de arte, una especie de capacidad técnica, orientada, dirigida a un fin, que trabaja la
materia desde su interior. La naturaleza, a decir verdad, es precisamente esto; pertenece al mismo
orden de cosas que la inteligencia. Entre naturaleza e inteligencia no existe ruptura.
Nos encontramos, pues, ante un modelo de pensamiento muy distinto del de Platón, quien se
inspiró en el de las matemáticas, con su inmutable perfección. La igualdad perfecta de la ecuación
matemática corresponde a la perfección de la Idea. El modelo de pensamiento aristotélico se
corresponde más bien con el de la biología, la ciencia de la vida, donde reinan el deseo y la finalidad.
Hemos hablado del dualismo de Platón: las cosas sensibles y las Ideas constituyen dos niveles del
ser, cuya ruptura se trata de superar desde una perspectiva filosófica. En Aristóteles, por el
contrario, encontramos una escala de los seres, una interpretación jerárquica de la naturaleza: la
materia inerte; la materia orgánica; el organismo vivo y, en el organismo, los órganos. Gracias a la
forma, los órganos constituyen la unidad de un ser vivo. Y es esta forma a la que Aristóteles
denomina alma; el término no se toma aquí en su significado espiritual humano, sino que designa el
principio vital que crea la unidad del cuerpo vivo.
A lo largo de la jerarquía de los seres vivos, encontramos en cada grado ascendente cada vez más
ser en acto y menos ser en potencia. Esta escala tiene como fin una autonomía cada vez mayor.
Cuanto más elevado es el grado de organización—por tanto, cuanto mayor es la unidad de la
pluralidad—, con mayor fuerza actúa el alma. La forma se adueña de la materia rechazando la
indeterminación.
En la naturaleza viva existen en primer lugar las plantas, que poseen la función de la alimentación.
Toman la materia de su entorno y la asimilan. Su forma incorpora materia inerte, que puede cobrar
vida. Así, las plantas actualizan la vida de la materia en la unidad de un cuerpo vegetal.
Por encima se encuentra el animal, capaz de sensación y de movimiento. Aristóteles se pregunta
sobre la transición, la continuidad, que debe existir entre la planta y el animal. Su respuesta es que
el animal es una planta que ha absorbido sus raíces para convertirlas en entrañas.
Sin duda, una afirmación así no tiene demasiado sentido para un biólogo moderno. Pero, desde el
punto de vista de un lector filósofo, conserva uno, profundo e importante, porque le revela cómo
pensaba Aristóteles. La planta, por sus raíces, depende aún por completo de la materia
indeterminada que la circunda. Extrae su alimentación de ese entorno, pero permanece fijada a él.
Cuando se pasa al animal, se constata una actualización por la forma en cuanto a independencia y
determinación. Las raíces interiorizadas, transformadas en entrañas, permiten pasar de la fijeza
vegetal a la libertad de movimiento, iluminada en el animal por la percepción sensible. La forma ha
vencido.
Finalmente, el hombre es capaz de pensar. No sólo tiene las raíces en el interior de su cuerpo, sino
que además es capaz de unificar en su mente, con el pensamiento, todo lo que encuentra. Puede dar
a cada cosa, pensándola, «forma» y «unidad».
Esta jerarquía de los seres, que va de la materia a la forma, de la planta, pasando por el animal
hasta el hombre, nos muestra la acción del Eros, de la causa final que se esfuerza en sustituir al ser
en potencia de la materia indeterminada y pasiva, por un ser en acto cada vez mayor.
El pensamiento de Aristóteles es profundamente finalista. La causa final, decisiva, es el deseo
universal de forma, de acto, de independencia. A pesar de su extensión, el sistema de Aristóteles no
procura una explicación total y definitiva, sino esquemas de pensamiento que permiten una
búsqueda hasta el infinito. En este sentido, su sistema no constituye un saber cerrado, sino más
bien una invitación a indagar.
ÉTICA
Si Platón mantiene por todas partes la oposición entre el alma y el cuerpo, Aristóteles, como hemos
visto, subraya su unidad. Pero también aquí habrá grados. Cuanto más se libera el alma de la
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materia, más se eleva; cuanto más es en acto, menos pasivamente sometida está a la materia y a su
indeterminación. Cuanto más se determina como libertad activa, más es en acto. Existen, pues,
varios niveles en la actualización del alma. En el nivel más alto se encuentra el intelecto, que
implica, a su vez, dos niveles: el intelecto pasivo y el intelecto activo. El intelecto pasivo sería, por
decirlo así, el de los prisioneros encadenados en la caverna de Platón: para poder pensar necesitan
de las sombras, de manera que dependen todavía del exterior, de la materia. El intelecto activo, en
cambio, adquiere autonomía propia, se separa de toda pasividad, de la materia. Es, por tanto,
eterno.
Sin embargo, en Aristóteles no se da la inmortalidad del alma personal. Sólo la parte activa del
intelecto, completamente liberada de la materia, es inmortal, pero a ese nivel el intelecto es
impersonal.
Los seres humanos somos seres intermedios, y lo que nos conviene es la justa medida. La idea de
la justa medida se encuentra en todos los campos de la enseñanza aristotélica, y, particularmente,
en la ética. Cada ser está determinado a desarrollar la función para la cual está hecho. También
nosotros debemos hacer aquello para lo que estamos capacitados, a lo que estamos destinados.
Ahora bien, nuestro destino, en cuanto seres humanos, es tener un alma activa, que corresponda al
intelecto activo; y esto es a lo que siempre tiende la virtud. Sin embargo, la virtud humana no es un
absoluto. Se remite a lo absoluto, pero nosotros debemos contentarnos con la justa medida, la
medida humana. Aristóteles la llama la regla de oro.
La felicidad, que para Aristóteles es el bien supremo, no va con los extremos, por sublimes que
éstos sean. Para el hombre la felicidad es actuar según la virtud que le conviene. No existe nada
mejor para él. También es necesario que esté provisto de suficientes bienes materiales. Aquí ya no
será el moribundo, que finalmente va a liberarse de la prisión del cuerpo, quien se considerará feliz.
Ya no se tratará de obedecer a la aspiración más elevada del Eros, sino de atenerse a la regla de oro.
POLÍTICA
Como Platón, Aristóteles concede una gran importancia a la política, a la organización del Estado.
Pero en Aristóteles encontramos numerosos ejemplos extraídos de la realidad concreta, que
muestran lo que conviene hacer en una situación determinada, ante un problema particular.
Aristóteles analiza las diversas estructuras posibles del Estado y las formas de gobierno,
esforzándose en poner de manifiesto sus posibilidades, sus ventajas e inconvenientes. Su reflexión
política no ha dejado de tener importancia hasta nuestros días.
Según Aristóteles, el ser humano es un zoon politikon, un `animal político’. Ello no significa que
todo hombre deba convenirse en político, sino que el ser humano es por esencia miembro de una
sociedad organizada, de una polis. El término polis designa a una `ciudad-Estado’. El ser humano es,
no por accidente (en virtud de determinadas circunstancias) sino por esencia (en virtud de lo que
es), un ciudadano. De este modo, los problemas del Estado no son para él marginales o fortuitos,
sino que le conciernen de modo esencial, en cuanto hombre.
Así, a los ojos de Aristóteles, no serán ni el individualista—para quien el Estado no significa
nada—ni el anarquista—que no reconoce vínculos, reglas, ni deberes, y que llama autonomía a la
pura y simple arbitrariedad—quienes representarán el ideal. El hombre es un zoon politikon y sus
vínculos con un Estado son constitutivos de su esencia. Pero la polis no es algo simplemente dado
por naturaleza. A través de ella se cuestiona toda la problemática política. En el seno de la polis
habrá que tener presentes todas las dimensiones humanas. Se plantean entonces todos los
problemas político-éticos en términos concretos, en el plano de la realidad y en un Estado
determinado, con sus ciudadanos medios tal como son, y se trata de encontrar un equilibrio entre
todas estas exigencias tan distintas e incluso contradictorias. La Idea de equilibrio es aquí decisiva.
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Ambas exigencias, la de un equilibrio y la de un esfuerzo hacia..., son centrales para Aristóteles.
No existe un nivel estático que pueda alcanzarse definitivamente ni en ética ni en política. Debemos
tender sin cesar a actualizar la causa final, a estar cada vez más «en acto», y al mismo tiempo
mantener el factor estabilizador y moderador, la regla de oro, el equilibrio. La tensión entre estas
dos exigencias permanece y caracteriza toda situación moral.
Aristóteles, como Platón, concede una gran importancia a la purificación del alma. Según
Aristóteles, dicha purificación se cumple principalmente por medio de la poesía, en discordancia
con Platón, quien—poeta él mismo—desconfiaba de la poesía y quería expulsar al poeta de su
República. Aristóteles cree que sobre todo la tragedia desempeña un papel muy importante en la
ciudad. A sus ojos las grandes tragedias son espectáculos purificadores, que provocan lo que él
denomina catarsis.
El público que revive el desarrollo del tema trágico siente con fuerza en el momento de la
catástrofe final, la grandeza y la pequeñez del ser humano. A través de la crisis trágica, cada uno de
los espectadores y todos conjuntamente pasan por una purificación (catarsis) que libera su alma de
la desmesura de los afectos y de la turbación que ésta podría generar.
Esta purificación es menos psicológica que espiritual, menos un desahogo que un acto de culto. El
hombre atraviesa la crisis, sale purificado y se inclina ante los dioses. No acaba aniquilado: le
corresponde en efecto, saber someterse a la potencia divina.
Durante un espectáculo trágico, en cierto sentido, el espectador vive, en plena crisis, la
experiencia de que coincidan en él la actividad más intensa y la paz más perfecta. Así, tras dejar a
sus espaldas la confusión de las pasiones humanas, alcanza—por un instante—la serenidad divina.
DESEO Y PLACER
Debemos regresar a la idea aristotélica del movimiento. Hemos hablado de la jerarquía de los seres
que en cada nivel aspiran a una mayor determinación, a un mayor ser en acto, y del deseo que
tienen de pasar del ser en potencia a la actualidad. Todo ser tiende a cumplir aquello de lo que es
capaz, es decir, pasar de la virtualidad al acto. Aristóteles explica que este deseo, que anima toda la
escala de los seres, acaba al final coronado por el placer. Un ser experimenta placer cuando pone en
acto aquello de lo que es capaz. Deseo, placer y acto son temas constantes en Aristóteles. Un deseo
eterno anima toda la naturaleza.
En la filosofía de Aristóteles, este deseo eterno da origen a una idea profunda, la idea de un tiempo
eterno. Tenemos la tentación de pensar que la eternidad y el tiempo no son compatibles. Que la
eternidad es atemporal, como también lo son las matemáticas y las figuras de la geometría, que no
están sometidas al tiempo. No piensa así Aristóteles, que mostrando el devenir, sin comienzo ni fin,
de todas las cosas, hace surgir la idea de un tiempo eterno. No es un tiempo indefinidamente
extensible hacia el pasado y hacia el futuro. Su naturaleza es distinta ya que, en el fondo, depende
del «primer motor», del que ahora hablaremos. Como podemos ver también aquí, Aristóteles no es
el clasificador estático que algunos describen. En su sistema, el movimiento se da por todas partes.
Al final, es necesario que haya un primer motor.
Para los griegos no existe un Creador. No se plantean la pregunta acerca del origen del mundo.
Tampoco Aristóteles: no hay creación ex nihilo, a partir de la nada. En él encontramos, en cambio, la
noción del origen del movimiento, del primer motor.
Es sobre todo aquí donde más tarde se aferrará el pensamiento cristiano.
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EL PRIMER MOTOR Y EL ACTO PURO
La idea del primer motor plantea uno de los grandes problemas en los que la mente humana se
enfrenta a sus límites. ¿Cómo concebir este primer motor, que desencadena todos los demás
movimientos sin moverse él mismo, dado que no puede derivar de nada más?
Aristóteles nos dice que es eterno, lo cual significa que no ha tenido comienzo en algún momento
del tiempo. Eterno significa asimismo que en todo movimiento es siempre él quien mueve, y que al
mismo tiempo trasciende todos los movimientos.
Por este motivo la filosofía de Aristóteles es a la vez una filosofía de la inmanencia y de la
transcendencia
El primer motor está en el tiempo, pero no es tiempo. Es uno, indivisible, sin extensión ni
dimensión. ¿Por qué? Porque es imposible pensarlo fijándole límites. Si estuviera limitado no
podría generar un movimiento infinito. Pero si fuera ilimitado no podría estar plenamente «en
acto». Debemos recordar que para los griegos la representación del infinito implicaba una
imperfección, un defecto de forma y, por tanto, de ser.
Podemos con razón llamar Dios al acto puro, y decir luego que en la naturaleza todo está animado
por el «deseo de Dios». Pero éste no es el Dios que ama a los seres y los atrae hacia sí. En Aristóteles
son los seres los que, movidos por el deseo, tienden al acto puro. El universo entero está, en cierto
modo, suspendido por el deseo del acto puro. El acto puro es el bien supremo, lo puro inteligible,
Dios.
Él es la actividad más elevada, que tiene en si misma su propio fin. Dios no puede tender a algo
más elevado. Es pensamiento, pero pensamiento en acto, sin ninguna materia, sin ningún resto de
potencia o de indeterminación. El pensamiento se piensa a sí mismo.
Se trata—por emplear una noción de Karl Jaspers—de una cifra, de una manera simbólica de
expresarse. Una especie de mito filosófico: el pensamiento, puramente en acto, que se piensa a sí
mismo y encuentra su perfección en este pensamiento de sí.
Conviene introducir una observación importante: Aristóteles explica que los dos extremos de la
jerarquía ontológica, que va de la materia a la forma, del ser en potencia al ser en acto, se sustraen a
nuestro pensamiento. Nosotros no podemos representarnos ni la materia como pura potencialidad
ni el acto puro en cuanto perfecta actualidad. ¿Por qué? Cuando pensamos la materia, por ejemplo
«el bloque de mármol», ya le reconocemos inevitablemente un cierto número de propiedades
determinadas. Somos incapaces de pensar la materia como pura potencialidad, es decir, sin
determinaciones. Y somos igualmente incapaces e pensar a Dios como acto puro. Sin embargo, de
alguna manera podemos entrever a dónde se dirige esta expresión, el término inaccesible al que
apunta: la suprema libertad, la suprema verdad, la suprema perfección de un pensamiento que ya
no lucha contra sí mismo —como lo hace siempre en nosotros—sino que encuentra en sí su
perfección.
El pensamiento divino, dice Aristóteles, es el pensamiento del pensamiento. Es a la vez actividad y
perfección, nosotros no podemos imitarlo. El hombre es activo sólo a causa de una carencia, de una
nostalgia, de un deseo. El acto puro se cumple en el acto mismo.
Aristóteles descifra un reflejo de esta perfección en el movimiento circular del universo. A través
del espacio y el tiempo, el universo representa la perfección del acto puro. La forma circular es la
forma que se cumple en sí misma.
Es así como en el lenguaje humano, en «cifras», Aristóteles expresa algo de la divinidad.
Y el hombre, ¿dónde se emplaza en este universo? Debe encontrar, a su justo nivel, el lugar justo.
Ese lugar justo nunca es un extremo. El hombre no puede pensar la materia en estado puro por ser
demasiado indeterminada, ni puede pensar el acto puro, el pensamiento del pensamiento, porque
se ofusca. Los extremos se le escapan. El hombre es el ser de la justa medida; su virtud no debe
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orientarse a lo absoluto, sino a la medida. La justa medida no es lo mediano, sino lo que se revela a
la mente que comprende la inaccesibilidad de los extremos. Aunque es capaz de trascendencia el
hombre sabe que su lugar no está en los extremos. Puede conducir su vida en el equilibrio, una vida
de hombre fiel a su destino de justo medio.
Se comprende, así, la admiración de Aristóteles por los trágicos griegos. La tragedia denuncia la
desmesura de los hombres, su hybris. Llevando las consecuencias de esta desmesura hasta el límite,
la tragedia reconduce a los hombres a su justa medida y a la humildad ante lo absoluto.
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