Duns ESCOTO Medieval

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El siglo xin

conozca muy bien la ciencia que quiere traducir y las dos lenguas, aquella
de la cual traduce y aquella a la que traduce. Unicamente Boecio, el
primer traductor, poseyó un .perfecto conocimiento y dominio de las len-
guas. Y únicamente Roberto Grosseteste conoce las ciencias». En opinión
de Bacon, los demás traductores han sido unos desdichados que no cono-
cían bien ni las ciencias ni las lenguas, «como lo demuestran sus traduc-
ciones».
La consecuencia de todo ello sería que «nadie puede entender las
obras de Aristóteles a través de las tradiicciones››: en éstas habría dema-
siadas tergiversaciones del significado y demasiadas falsedades.
Con Alberto Magno, Roberto Grosseteste, Rogerio Bacon -y asimis-
mo con Witelo, que vivió alrededor de 1270, autor de la Perspectiva, y con
Teodorico de Friburgo (aprox. 1250-1310)- vemos que nace y se desarro-
lla lentamente una tendencia matemática y experimentalista en el interior
de la filosofía escolástica. El hecho de que lo que hoy llamaríamos investi-
gación científico-tecnológica haya permanecido hasta entonces básica-
mente fuera del reino filosófico no quiere decir para nada que la vida
práctica no hubiese ofrecido ocasiones y problemas sobre los cuales po-
dían haberse ejercitado los hombres con un ingenio especial. Recuérdese,
por ejemplo, los diversos tipos de arneses; la almazara hidráulica; las
mazas movidas por agua, el reloj mecánico; la hilatura de la seda, el mayal
articulado; el molino de viento; la fabricación de lentes y del papel; la
obtención, a través de los minerales, de substancias como los metales, los
álcalis, el jabón, los ácidos, los alcoholes, la pólvora, y asimismo, muchas
otras soluciones técnicas muy ingeniosas, de problemas no siempre senci-
llos. Hay que agregar que «la pólvora y las armas de fuego fueron, desde
el punto de vista económico, la aportación medieval que dio a Europa una
supremacía definitiva sobre los demás continentes» (C. Singer). Pues
bien, todo este mundo tecnológico se hallaba fuera del saber, fuera de la
filosofía.
Grosseteste y Rogerio Bacon se colocan precisamente al comienzo de
aquel movimiento doctrinal que, uniendo teoría y práctica, llevará hasta la
ciencia moderna y al mismo tiempo a la desaparición de la concepción
tradicional del mundo.

11. JUAN DUNS Escoro

11.1. Vida y obras

Llamado por sus contemporáneos Doctor Subtilis por la finura y la


profundidad de su doctrina, Juan Escoto nació en la aldea de Duns, en
Escocia, en 1266, cuando Tomás de Aquino y Buenaventura de Bagnore-
gio se encontraban en el punto culminante de su producción científica. Se
formó y trabajó en los -dos principales centros de estudio: Oxford y París.
En la universidad de Oxford, caracterizada por la tradición científica de
Grosseteste, Rogerio Bacon y Peckham, aprendió una noción extremada-
mente rigurosa del procedimiento demostrativo. En París, centro de polé-
micas entre tomistas, averroístas y agustinianos, maduró la necesidad de
avanzar más allá de estas disputas, apoyándose por un lado en la autono-

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mía y los límites de la filosofía y, por el otro, en el ámbito especifico y en


la riqueza de problemas de la teología.
Alumno del convento franciscano de Haddington, Escoto vistió el há-
bito de san Francisco en 1278, que le impuso su tío, Elías. Estudió teología
en Northampton (Inglaterra), donde fue ordenado sacerdote en 1291.
Enviado a París entre los años 1291 y 1296 para profundizar en sus estu-
dios filosóficos y teológicos, volvió después a Inglaterra, residiendo en el
colegio de los frailes menores que estaba adscrito a la universidad de
Cambridge, donde empezó a comentar las Sentencias de Pedro Lombar-
do. De Cambridge pasó a Oxford (1300-1302) y de aquí fue a París
(1302-1303). Al haber rechazado, junto con otros profesores de la univer-
sidad, ia convocatoria de Felipe el Hermoso a un concilio en contra del
papa Bonifacio vm, fue obligado a abandonar París y a regresar a Oxford.
En 1304 el ministro general de la orden franciscana, Gonzalo Hispano,
antiguo profesor suyo, lo presentó a la universidad de París para la obten-
ción de la licenciatura en sagrada teología, que le fue otorgada en 1305, a
la que poco después se unió la dirección del centro de estudios franciscano
de esa ciudad. Sin embargo, a causa de las crecientes tensiones entre el
emperador y el papa, Escoto fue llamado al estudio franciscano de Colo-
nia. Allí, después de un año de docencia, murió en 1308 y fue sepultado en
la iglesia de San Francisco de dicha ciudad. El dístico esculpido sobre su
tumba resume bien su ajetreada vida: Scotia me genuit / Anglia me susce~
pit, Gallía me docuit/ Colonia me tenet.
Para captar el diferente nivel teórico de sus escritos, es preciso distin-
guir en ellos un primer grupo, en su mayoría pertenecientes a la época
juvenil, constituido por Comentarios a obras de filósofos antiguos, en
particular de Aristóteles y de Porfirio, y un segundo grupo, correspon-
diente al período de madurez, representado por los Comentarios a las
Sentencias de Pedro Lombardo. Dejando de lado la similitud de género
literario --se trata casi siempre de comentarios-- la diferencia de conteni-
do y de valor entre los dos grupos es notable, como sugieren incluso los
títulos con que han sido designadas dichas obras: Reportata parisiensia,
Lecturae cantabrigenses, Ordinario. La reportatio indica un tipo de escrito
redactado con la aprobación del maestro --en este caso, Escoto- por sus
propios discípulos, que dejaban constancia de todo lo que el maestro iba
enseñando. La Ordinario, que antes recibía el nombre de Opus Oxonien-
se, fue así titulada por los editores de la comisión romana que se encarga
de su publicación crítica (de los cuatro libros previstos sólo han visto la luz
los dos primeros) porque fue ordenada o dictada, de manera personal, por
el mismo Escoto. Como es obvio, se trata de la principal obra de Escoto,
que sin embargo no logró terminar. Por último la Lectura consiste en los
apuntes del maestro, redactados como esquema para la enseñanza cotidia-
na. Junto a estos escritos conviene recordar un opúsculo denso y conciso,
el De Primo Principio, que con justo título ha sido definido como «la más
grande de las obras breves de Duns Escoto» (E. Roche).

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11.2. La distinción entre ƒilosoƒïa y teología

En contra de la absorción agustiniana de la filosofía por parte de la


teología y en contra asimismo de la concordancia tomista entre filosofía y
teología, Escoto propone una distinción nítida entre ambos terrenos. La
filosofía posee una metodología y un objeto que no son asimilables a la
metodología y al objeto de la teología. Las disputas cada vez más numero-
sas y las condenas que se producían con frecuencia a continuación, en
opinión de Escoto poseían un origen común: la no rigurosa delimitación
de los ámbitos de investigación. Para Escoto, en consecuencia, es de gran
importancia precisar las esferas respectivas y los criterios específicos de la
filosofía y de la teología.
La filosofía se ocupa del ente en cuanto ente y de todo lo que pueda
reducirse a él o deducirse de él. La teología, en cambio, trata de los
articula ƒidei u objetos de fe. La filosofía sigue un procedimiento demos-
trativo, mientras que la teología adopta el procedimiento persuasivo; la
filosofía se restringe a la lógica de lo natural, mientras que la teología se
mueve dentro de la lógica de lo sobrenatural. La filosofía se ocupa de lo
general o universal, porque se ve obligada a ajustarse pro statu isto al
itinerario cognoscitivo de la abstracción; la teología profundiza y sistema-
tiza todo aquello que Dios se ha dignado revelarnos acerca de su naturale-
za personal y de nuestro destino. La filosofía es esencialmente especulati-
va, porque se propone conocer por conocer, mientras que la teología es
tendencialmente práctica, porque deja de lado ciertas verdades, con obje-
to de inducirnos a actuar más correctamente.
La filosofía no mejora por el hecho de que se la coloque bajo la tutela
de la teología y esta tampoco se vuelve más rigurosa o más convincente
porutilizar los instrumentos de la filosofía o por tender a sus mismos fines.
La pretensión de los aristotélicos avicenistas y averroístas de substituir la
teología por la filosofía, el intento agustiniano de substituir la filosofía por
la teología y la tendencia de los tomistas de buscar a cualquier precio el
acuerdo entre razón y fe, entre filosofía y teología, se explican según
Escoto por el insuficiente rigor con el que se han defendido estas perspec-
tivas y estas tesis.

11.3. La univocidad del ente


Con objeto de evitar equívocos y confusiones perjudiciales entre ele-
mentos filosóficos y elementos teológicos, Escoto propone que se sometan
a análisis crítico todos los conceptos complejos con el fin de obtener con-
ceptos simples, con los que construir a continuación un razonamiento
filosófico fundamentado. Sino se consigue dicha simplicidad, las combi-
naciones de conceptos contendrán ambigüedades o saltos injustificados.
Lo que existe, objeto de nuestra reflexión, es complejo. La tarea del
filósofo consiste en disipar dicha complejidad, colaborando en primer
lugar a poner orden y claridad en la selva de nuestros conceptos. En este
contexto y con vistas a la tarea mencionada, Escoto elabora la doctrina de
la distinción (real, formal y modal). Esta es la vía que lleva desde lo
complejo hasta lo simple, superando las incomprensiones y triunfando
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sobre las pretensiones falsas. Entre Sócrates y Platón existe- una distinción
real; entre la inteligencia y la voluntad sólo hay una distinción formal; en
cambio, entre la luminosidad y su grado específico de intensidad la distin-
ción es modal. Si esto es así, puede concebirse un concepto sin el otro, y
resulta equivocado considerarlos juntos, como si constituyesen una sola
noción. Además de estas distinciones que tienen su fundamento en la
realidad, existe la distinción de razón que tiene lugar cuando seguimos
descomponiendo un concepto, para comprender con más claridad su con-
tenido, sin que se dé ningún correlato en la realidad. Se trata de una
necesidad lógica y no ontológica.
Cuando en la filosofía de Escoto se habla de univocidad se está hacien-
do referencia a aquella simplicidad irreductible a la que hay que recondu-
cir todos los conceptos complejos. Se trata de lograr lo que Escoto deno-
mina conceptos simpliciter simplices, en el sentido de que cada uno de
ellos no es identificable con ningún otro. Son conceptos que es posible
negar o afirmar únicamente de un sujeto, pero no uno y otro a la vez,
como puede suceder en cambio con los conceptos analógicos. Estos, dada
su complejidad, pueden ser afirmados y negados al mismo tiempo, del
mismo sujeto, desde puntos de vista distintos. Escoto, a este respecto, se
muestra extraordinariamente lúcido: «Llamo unívoco --leemos en la
Ordinario- a aquel concepto que es uno, de modo tal que su unidad 'es
suficiente para provocar una contradicción, si se afirma o se niega de una
misma cosa.»
Entre todos los conceptos unívocos, el primero y más sencillo es el de
«ente-››, porque es predicable de todo lo que es, en el modo que sea. ¿Qué
es el ente unívoco, fundamento de la metafísica de Escoto? Se ha dicho
antes, a propósito de la distinción modal, que es posible concebir una
perfección --la racionalidad, la luminosidad, etc.-- sin su propio grado
específico de intensidad: la racionalidad de Dios no es la del hombre; la
luminosidad del sol es distinta a la del candelabro. Si se extiende esta
distinción modal a todos los entes, puede tomarse en consideración el
concepto de ente prescindiendo de los modos específicos en que se haya
concretado efectivamente. En ese caso, se posee el concepto simple y, por
lo tanto, unívoco de ente, que es universal porque se predica de manera
unívoca de todo lo que es. Se predica de Dios y se predica del hombre,
porque ambos son. La diferencia entre Dios y el hombre no reside en el
hecho de que el primero es y el segundo no, sino que en el primero es de
modo infinito, mientras que el segundo es de modo finito. Ahora bien, si
prescindimos de los modos de ser, el concepto de ente se predica del
mismo modo de ambos. Sin embargo, precisamente porque se prescinde
de los modos de ser, el conocimiento de dicho concepto no permite indivi-
dualizar los rasgos específicos de los seres de los cuales se predica. Escoto,
en su Ordinario, escribe: «El intelecto, en el estado del hombre en esta
tierra, puede tener la certidumbre de que Dios es ente, aunque dude sobre
los conceptos de ente finito o infinito, creado o increado; el concepto de
ente que aquí se aplica a Dios es distinto a este o a aquel concepto y, por
lo tanto, neutro en sí mismo; no obstante, se halla incluido en aquellos dos
conceptos y, así, es unívoco» Este texto nos permite comprender perfec-
tamente lo injusto de la acusación de panteísmo que se formuló contra
Escoto, tomando pie en la univocidad. La noción unívoca de ente es de
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índole metafísica, en el sentido de que expresa la esencia misma del ser o


el ser en cuanto ser, y no la totalidad de los seres o su suma global.
Precisamente porque prescinde de los modos de ser, Escoto afirma que
dicha noción es deminuta o imperfecta.

1l..4. El ente unívoco, objeto primario dei intelecto


Convencido de que uno de los rasgos específicos del hombre es su ser
inteligente -inteligencia que es expresión primordial de la trascendencia
del hombre con respecto a todos los demás seres vivientes- Escoto se
apresura a delimitar el ámbito cognoscitivo humano, preocupándose por
no atribuirle poderes ficticios y por no privarlo tampoco de sus potenciali-
dades y prerrogativas reales. Debido a ello, a la pregunta sobre cuál es el
objeto primario del intelecto, empieza por contestar que no se trata de
determinar cuál es el objeto que el hombre conoce primero desde un
punto de vista temporal, ni tampoco cuál es el objeto más perfecto que
este en disposición de conocer. En cambio, se trata de definir los rasgos de
aquel objeto que se halle en condiciones de manifestar y, al mismo tiem-
po, circunscribir el horizonte cognoscitivo de nuestro intelecto. El ojo está
hecho para el color y el oído, para el sonido. ¿Para qué está hecho el
intelecto? ¿Cuál es el objeto que expresa el ámbito afectivo en el que
puede actuar el intelecto? La contestación de Escoto a este interrogante
consiste en que tal objeto, en el estado actual del hombre, es el ente
unívoco o el ente en cuanto ente. El ente, puesto que es unívoco, se
predica de todo lo que es, y del mismo modo el intelecto está hecho para
conocer todo lo que es, lo material y lo espiritual, lo particular y lo univer-
sal: nada le está vedado. El hombre a través de su pensamiento puede
abarcar el universo. Gracias a su universalidad, el concepto de ente en
cuanto ente manifiesta la ilimitada extensión de nuestro intelecto. Pero si
bien es cierto que la universalidad de este concepto permite entrever al
alcance de nuestro poder cognoscitivo, la extremada pobreza y la máxima
generalidad de este concepto nos hacen vislumbrar también la pobreza del
intelecto y, al mismo tiempo, la absurda pretensión de algunos metafísicos
que aspiran a llegar al fondo de la complejidad de lo real. El intelecto
humano pro statu isto, es decir, en la actual condición humana, se ve
obligado a ajustarse al proceso abstractivo y a llegar hasta lo inteligible
prescindiendo de la riqueza efectiva de la realidad concreta: abstrayendo.
El conocimiento filosófico se detiene ante las fronteras de lo universal y la
metafísica -que se ocupa del ser común- prescinde de la riqueza estruc-
tural de las cosas. Junto a la filosofía es preciso colocar, en una posición
subalterna pero autónoma, las ciencias particulares y -con referencia a
los aspectos salvíficos de nuestra existencia- la teología.

11.5. El ascenso hasta Dios


La noción unívoca de ente, al estar desprovista de los modos concretos
de ser, es calificada de deminuta o imperfecta. Empero, precisamente
porque es imperfecta, esa noción no sólo no rechaza los modos de ser,

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sino que tiende hacia ellos como a sus configuraciones efectivas. Ahora
bien, los modos supremos de ser son la finitud y la infinitud, que represen-
tan el ente en su perfección efectiva. Tales modos determinan la noción
unívoca de ente, de la misma forma que la intensidad manifiesta la lumi-
nosidad de la luz o un grado particular de color especifica la blancura. En
resumen, se trata del paso desde lo abstracto a lo concreto, desde lo
universal hasta lo particular.
Es verdad que no se hace necesario demostrar la existencia del ente
finito, porque es objeto de nuestra inmediata y cotidiana experiencia. No
obstante, resulta obligada una demostración específica de la existencia del
ente infinito, porque no constituye un dato de evidencia inmediata. Si el
concepto de «ente infinito» no es contradictorio en sí mismo -por lo
contrario, parecería que la noción unívoca de ente encuentra en la infini-
tud su realización más plena-, ¿qué representa efectivamente dicho con-
cepto? En otras palabras, entre los entes existentes, ¿existe alguno que
pueda calificarse de infinito? Estos son los términos en que Duns Escoto
plantea el problema.
Al tratarse de una cuestión importantísima, quiere elaborar una de-
mostración de la existencia del ente infinito que resulte del todo indiscuti-
ble. Esto comporta que la argumentación se base en premisas ciertas y, al
mismo tiempo, necesarias. A este respecto, considera que las pruebas
basadas en datos empíricos son insuficientes, porque tales datos son cier-
tos, pero no necesarios. Por esta razón, Escoto no parte de la constatación
de la existencia efectiva y contingente de las cosas, sino de suposibilidad.
Que las cosas son, es un dato cierto, pero no necesario, porque también
podrían no ser. Pero que las cosas pueden ser, dado que son, es un hecho
necesario. En otras palabras, si el mundo existe, es absolutamente cierto y
necesario que puede existir: ab esse ad posse valer illatio. Aunque elmun-
do desapareciese, siempre sería verdad que podría existir, ya que en un
momento fue. Una vez establecida la necesidad de la posibilidad, Escoto
se pregunta cuál es su fundamento o su causa, que es algo distinto de las
cosas mismas, ya que es imposible que las cosas puedan darse una existen-
cia que aún no tienen. Es preciso, pues, situar la razón de dicha posibili-
dad en su ser distinto del ser producible. Ahora bien, este ser que trascien-
de la esfera de lo producible o de las cosas posibles, existe y actúa por sí
mismo, o bien existe y actúa en virtud de otro. En el segundo caso se
volverá a plantear idéntica pregunta, porque depende de otro, y a su vez,
es también producible. En el primer caso nos encontramos con un ser que
está en condiciones de- producir, pero que por ningún concepto es pro-
ducible.
Llegamos así al ente que se buscaba, porque explica la posibilidad o
producibilidad del mundo, sin que su existencia exija a su vez una ulterior
explicación. Por lo tanto, si las cosas son posibles, también es posible un
ente primero. Sin embargo, dicho ente, ¿sólo es posible o existe de hecho?
La respuesta es que tal ente existe en acto, porque si no existiese, tampoco
sería posible, dado que ningún otro estaría en condiciones de producirlo.
En consecuencia, el ente primero, si es posible, es real. Pero, ¿cuál es su
rasgo específico? La infinitud, porque es supremo e incircunscribible. Es-
coto, que ha atribuido el ente en cuanto ente al intelecto como su objeto
primario, descubre así que sólo el ser infinito es Ser en el sentido pleno del
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término, porque es el fundamento de todos los entes y, antes incluso, de


su posibilidad.

11.6. La insuficiencia del concepto de «ente infinita»


El concepto de «ente infinito» es el más simple y el más abarcador que
podamos imaginar. A este respecto, Escoto escribe en la Ordinatio: «Po-
demos alcanzar muchos conceptos. propios de Dios que no se aplican a las
criaturas, como por ejemplo los conceptos de todas las perfecciones sim-
ples, en su grado supremo. Y se llega al concepto más perfecto [...] conci-
biendo todas las perfecciones simples y en un grado supremo. Sin embar-
go, el concepto a la vez más perfecto y más simple al que podemos llegar
es el concepto de ente infinito: en efecto, es más simple que el concepto de
ente bueno o de ente verdadero, o que cualquier otro concepto semejan-
te, porque el infinito no es un cuasi atributo o una pasión del ente, es
decir, de aquello de lo que es predicado, sino que expresa el modo intrín-
seco de aquella entidad. Por eso, cuando digo “ente infinito”, no poseo un
concepto derivado de forma casi accidental del sujeto y de la pasión, sino
un concepto perteneciente por sí mismo al sujeto, existente con un grado
determinado de perfección, esto es, de infinitud. Sucede lo mismo que en
el caso de una intensa blancura, que no expresa un concepto accidental
-por ejemplo, la blancura visible [concreta]- sino que la intensidad
expresa el grado intrínseco de blancura en sí. Y así se nos presenta con
claridad de la simplicidad de este concepto, del “ente infinito”.››
No obstante, este elevadísimo concepto al que puede llegar nuestro
intelecto, ¿manifiesta en realidad la riqueza personal de Dios, de una
manera que satisfaga nuestras exigencias existenciales y muestre la inutili-
dad de la teología y, asimismo, de la Revelación? A este interrogante
crucial, Escoto responde con una extraordinaria claridad: el concepto de
ente infinito al que puede elevarse el intelecto humano resulta por sí
mismo pobre e insuficiente, porque no logra penetrar en la riqueza miste-
riosa de Dios. En la Ordinatio se afirma: «Dios no es conocido natural-
mente por el hombre peregrino en la tierra de una forma propia y particu-
lar, según la razón de dicha esencia [divina] en tanto ésta es en sí misma»
Esto se debe a que la esencia divina no es una realidad que pueda ser
abarcada naturalmente por el hombre. Escoto agrega: «No puede ser
conocida de manera natural por ningún intelecto creado, según la razón
de esta esencia en cuanto tal, ni ninguna otra esencia conocida por nos-
otros de manera natural nos revela de forma suficiente esta esencia en
cuanto tal, ni por similitud de univocidad, ni por similitud de imitación. La
univocidad, en efecto, sólo se da en las razones generales; y tampoco
aparece la imitación porque sería imperfecta, ya que las criaturas imitan
dicha esencia imperfectamente»
Se enuncian los límites y las posibilidades de la filosofía. Se afirman el
espacio y la necesidad de la teología. La controversia entre filósofos y
teólogos sólo puede surgir de la ignorancia de estas limitaciones y del
ámbito de la propia competencia. Otorgar rigor al razonamiento filosófi-
co, captar su carácter general y abstracto significa poner término a sus
pretensiones de agotar el campo del ser, considerándose omnicomprensi-

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vo e incompatible con una forma superior de saber. En el fondo, éste es el


sentido de la polémica entre filósofos y teólogos que se desarrollaba en la
época de Escoto y que él expone en el Prólogo a la Ordinario. Como
confirmación de lo dicho hasta ahora y para comprender mejor la índole
de su filosofía, conviene indicar ahora unos cuantos rasgos fundamentales
de ésta. Así nos encontraremos una vez más ante la tendencia de Escoto
de reorganizar el ámbito de la razón filosófica, estableciendo sus límites
estructurales. De este modo, habrá que admitir la necesidad del saber
teológico, encargado de abrirnos a los misterios de Dios y a desvelarnos
las perspectivas salvíficas, que se muestran ajenas al saber filosófico.

11.7. El debate entre filósofos y teólogos


El contexto y el objetivo de las reflexiones de los filósofos acerca de la
naturaleza del ente -objeto de la metafísica y del intelecto- y acerca de
la estructura y el dinamismo de la naturaleza humana, son la autosuficien-
cia de la filosofía y la inutilidad de la teología y de la revelación. En
cambio, el contexto y el objetivo de las respuestas de los teólogos consis-
ten en la insuficiencia de la filosofía y la necesidad de la revelación. Estos
son los rasgos más sobresalientes del debate. `
«El intelecto humano, que tiene por objeto el ente en cuanto ente, el
cual abarca todo lo que es -afirman los filósofos- extiende su poder
cognoscitivo a todo lo real» Los sentidos no tienen ninguna necesidad de
una iluminación sobrenatural y del mismo modo tampoco el intelecto
necesita una colaboración teológica. Una hipotética carencia de luz supe-
rior haría referencia, en todo caso, a aspectos accidentales de la vida
espiritual, porque es indiscutible que natura non deƒicit in necessariis. Los
filósofos consolidan más aún su postura, remitiéndose a la psicología aris-
totélica, que defiende la apertura indefinida del intelecto, en sus vertien-
tes activa y pasiva: «El intelecto agente puede hacerlo todo y el intelecto
pasivo puede convertirse en todo.›> Como confirmación de ello, subrayan
que los primeros principios -que incluyen virtualmente cualquier posible
conclusión- dejan entrever la amplitud de nuestro poder cognoscitivo.
En este contexto no hay ningún espacio para la doctrina sobrenatural que,
cualquiera que sea la forma en que se la proponga, resulta inútil o moles-
ta. Aristóteles ni siquiera sospechó su existencia y tampoco reclamó su
auxilio.
«Si se examina con más rigor la situación histórica --responde Esco-
to- se hace necesario replantear tales pretensiones. Si realmente son
autosuficientes y poseen un campo tan amplio de posibilidades, los filóso-
fos tendrían que indicarnos con toda precisión cuál es el fin de nuestra
existencia. En cambio, se han limitado a identificar este fin con la contem-
plación de las substancias separadas, o incluso han llegado a poner en
duda el hecho mismo de que exista.›› Sin embargo, añade Escoto, ¿cómo
habrían podido demostrar que el hombre fue hecho por el ser supremo,
desde un punto de vista intuitivo, si todos nuestros actos cognoscitivos
obedecen a la ley de la abstracción? ¿Cómo van a probar que el cuerpo
participará de esa felicidad, si para ellos constituye una fuente de imper-
fecciones? Finalmente, ¿cómo demostrarán que dura eternamente, si la
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eterna posesión se opone al desinterés propio de su moral? Se pone de


manifiesto la insuficiencia de las reflexiones filosóficas, tanto por el carác-
ter genérico de su tejido conceptual, como por la angustia que provoca el
horizonte fatalista en que son colocados hombres y dioses, en compara-
ción con la perspectiva cristiana, basada en la libertad radical de Dios y de
los hombres.
«Si es verdad que el hombre se conoce naturalmente a sí mismo -co-
mo piensan los filósofos-, ¿por qué no debería conocer también su últi-
mo fin, que constituye su elemento esencial? Por lo tanto, es preciso
replantear la ley según la cual el fin de una substancia sólo puede indivi-
dualizarse gracias a sus manifestaciones, ya que es más factible percibir
dicho fin a través de la visión intuitiva de la substancia misma.›› Hay que
añadir, como elemento complementario, que el intelecto, al conocer la
naturaleza humana y el fin último, puede descubrir también los medios
necesarios para su consecución, porque «quien conoce los extremos de
una relación no puede ignorar su conexión».
Estos argumentos, replica Escoto, parten del supuesto de que el hom-
bre se intuye a sí mismo en toda su riqueza personal. En el momento
actual sólo nos conocemos a nosotros mismos de un modo abstracto (non
enim cognoscitur [] natura nostra pro statu isto, nisi sub ratione genera-
li). A la objeción según la cual el intelecto, a causa de su objeto primario
-el ente en cuanto ente, que posee una extensión infinita- puede cono-
cer todo lo que pueda llama.rse real de algún modo, Escoto responde que
«el ente en cuestión resulta abstraído de su contenido», está en el límite
entre el ser y el no-ser; es universal porque es indeterminado y, por lo
tanto, unívoco. Indica el horizonte de nuestro conocer, pero está todo por
hacer; es más un programa que un desarrollo efectivo; es más un marco
que un cuadro, que hay que llevar a cabo mediante el itinerario de la
abstracción. Por último, aunque se le admita al filósofo una total transpa-
rencia de sí mismo ante sí mismo, sigue siendo cierto que nuestra específi-
ca ordenación hacia un destino sobrenatural escapa a cualquier acto cog-
noscitivo, porque nullum supematurale potest ratione naturali ostendi ines-
se viatori, dada su esencial gratuidad.
Refiriéndose al conocimiento natural de los medios que permiten
alcanzar el fin último, Escoto subraya que no existen condiciones necesa-
rias para la salvación que no procedan de un decreto divino. En definitiva,
todo se basa en la libre aceptación de la obra humana por parte de Dios.
En estos términos, el debate podría dar la impresión de que la razón
humana -y en consecuencia, la filosofía- queda desvalorizada o, por lo
menos, no suficientemente exaltada. El hombre -se objeta a Escoto- es
más perfecto en el clima teórico de los filósofos, porque se muestra capaz
de conocer su fin último y de descubrir los medios necesarios para conse-
guirlo. La impotencia que describo -contesta Escoto- está relacionada
con un fin más elevado que el propuesto por Aristóteles, que es un fin
respecto del cual el hombre se encuentra ordenado por naturaleza, pero
que sólo puede conseguir por medios sobrenaturales.
La tesis de los filósofos acerca de la dignitas naturae constituye una
explícita alusión a la philosophia naturalis de Aristóteles, que es el filósofo
sequens rationem naturalem. Escoto analiza esta experiencia racional se-
parada de la fe, para indicar sus valores -el humanismo natural- pero
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sobre todo para denunciar sus limitaciones -la pretendida, autosuficiencia


de la filosofía- y así reafirmar la necesidad de la doctrina revelada. En
efecto, después de admitir omnem perƒectionem quam tu ponis, manifiesta
Escoto, et ultra pono: el hombre que puede lograr, por la gracia de Dios,
una perfección que trasciende nuestras actuales fuerzas naturales.
Aunque puede darse entre Escoto y los filósofos un acuerdo sobre la
perfectibilidad de nuestra naturaleza, subsiste un profundo desacuerdo
sobre sus dimensiones y su orientación. Los filósofos no están en condicio-
nes de saberlo que en realidad somos y podemos, porque la experiencia a
la cual se refieren no puede desvelar nuestras' aspiraciones efectivas, al
estar nosotros en situación de naturaleza caída. Hay un desnivel de pla-
nos: no se trata de que Dios esté al nivel del hombre, como suponen los
filósofos, sino que el hombre está al nivel de Dios, con el que puede entrar
en diálogo personal gracias a la revelación y a la encarnación de Cristo.

11.8. El principio de individuación y la «haecceitas»

Escoto reafirma la primacía de lo individual, negando que exista en si


mismo o en Dios la naturaleza o esencia de la que los individuos serían
participaciones. Interpretar lo singular como una participación de lo uni-
versal es conceder demasiado a la concepción pagana que desprecia al uno
y exalta al otro, sin tomar seriamente en consideración el acto creador de
Dios y su providencia. Dios, señala Escoto, no nos ha propuesto un esque-
ma ideal al que hacer referencia en la existencia cotidiana, a excepción de
Cristo, a cuya imagen nos ha creado y cuya perfección nos empuja a
imitar. Dios conoce a todos y cada uno, confiando a todos un lugar especí-
fico en la economía general de la salvación personal.
La teoría del principio de individuación oculta un claro resto de plato-
nismo, y no es más que un seudo-problema. Se trata de un problema falso,
que está presente tanto en Aristóteles como en Avicena y Averroes, muy
influidos por el platonismo, porque supone que la verdad más profunda es
la del universal y que a continuación hay que preguntarse cómo el univer-
sal se convierte en particular.
Si el problema es falso, las respuestas también lo son ,' con mayor
motivo. Para Escoto, ni la materia -esencialmente indeterminada- ni la
forma -indiferente a la individualidad y a la universalidad, al ser común
por naturaleza a todos los entes de la misma especie- y, por consiguiente,
tampoco el compuesto de ambas, pueden ser causa de las características y
de las diferencias individuales. «Esta entidad (la individualidad) no es
materia, ni forma. ni compuesto, en la medida en que cada uno de éstos es
naturaleza; pero constituye la realidad última de aquel ente que es mate-
ria, que es forma, que es compuesto» Es la realidad última, defiende
Escoto, que explica la individualidad, es decir, su perfección, gracias a la
cual una realidad haec est, es ésta y no otra. De aquí procede el término
haecceitas, que manifiesta aquella formalidad 0 perfección por la cual todo
ente es aquello que es y se distingue de todos los demás.
En este contexto hay que situar la exaltación de la persona humana.
En efecto, en este acto la individualización -definida como rechazo de la
división- es personalizada o subjetivada, en polémica con el averroísmo,
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El siglo xm

cuya teoría del intelecto único atacaba su rasgo más peculiar. Calificada
de manera sugerente como ultima solitudo, la persona es ab alio, puede
ser cum alio, pero non. in alio. Puede comunicar, condicionar y ser condi-
cionada, pero no perder su ser en sí. El ente personal es un universal
concreto, porque en su unicidad no forma parte de un todo, sino que es un
todo en el todo: imperium in imperio. Particular y universal coinciden en
el concepto, determinado en grado sumo, de persona. El hombre, cada
hombre, no es una determinación de lo universal. En la medida en que es
una realidad singular en el tiempo e irrepetible en la historia, es de hecho
supremo y originario, porque está destinado, gracias a la mediación de
Cristo, al diálogo con el Dios uno y trino de la escritura.

11.9. El voluntarismo y el derecho natural

Escoto analiza el problema del orden y de la libertad con la intención


de combatir desde otras perspectivas el fatalismo naturalista de los filóso-
fos greco-árabes. Si Dios es libre y al crear ha querido que los entes fuesen
singulares en su individualidad -y no simples naturalezas o esencias- la
contingencia no se refiere sólo al origen del mundo, sino al mundo mismo
y a todo lo que hay en él, sin excluir las leyes morales. Si bien entre los
pensadores medievales se da un acuerdo unánime en lo concerniente a la
contingencia del mundo, el acuerdo es menos completo en lo que se refie-
re a las normas morales.
En el plano moral, la idea del bien como guía práctica no se deduce de
la idea del ser (ens et bonum non convertuntur) sino exclusivamente del
Dios infinito. El bien es aquello que Dios quiere e impone. La única ley
por la que Dios se halla vinculado es el principio de no contradicción.
Duns Escoto se muestra muy preocupado por salvaguardar, hasta sus
últimas consecuencias. la trascendencia de Dios infinito, sin compromisos
falsos.
El derecho natural refleja instancias más paganas que cristianas, en
sentido estricto. ¿Cómo es posible apelar a la naturaleza humana para
justificar el derecho natural, cuando a la luz de una perspectiva histórica
es preciso distinguir entre un status naturae institatae, un status naturae
lapsae y un status naturae restitutae? ¿No es cierto que Dios ha dejado sin
efecto leyes que las modificadas fuerzas naturales -debilitadas por la
culpa original- no estaban en condiciones de respetar? En la Ordinario
escribe Escoto: «Muchas cosas que están prohibidas como ilícitas, podrían
convertirse en lícitas si el legislador lo mandase o. almenos, lo permitiese,
por ejemplo, el robo, el asesinato, el adulterio y otras cosas similares, que
no implican una malicia incompatible con el fin último, del mismo modo
que sus opuestos no incluyen una bondad que conduzca por necesidad a
ese último fin.›› ¿Cuáles son los preceptos necesarios? Sólo aquellos que
contiene la primera tabla mosaica: la unicidad de Dios y la obligación de
adorarle sólo a El. Todos los demás preceptos no son absolutos, aunque se
hallen en consonancia con nuestra naturaleza. El intelecto percibe la ver-
dad de los preceptos de la segunda tabla. Su obligatoriedad, empero,
surge únicamente de la voluntad legisladora de Dios, en ausencia de la
cual existiría una ética racional, cuya transgresión sería irracional pero no
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Duns Escoto

pecaminosa. El mal es pecado, no error, como defendían-Sócrates y, en


general, los filósofos griegos.
El fatalismo pagano se ve superado desde sus premisas más remotas:
«Puesto que Dios podía actuar de una manera diferente, podía haber
establecido otras leyes que, si hubiesen sido promulgadas, habrían sido
correctas, porque ninguna ley es tal si no es en la medida en que ha sido
establecida por la voluntad aceptante de Dios.›› Debido a la importancia
de este texto, conviene citarlo de la forma literal en que aparece en la
Ordinario: Ideo sicut potest aliter agere, ita potest aliam legem rectam sta-
tuere, quae si statuta a Deo, recta esset, quía nulla lex est recta nisi quatenus
a voluntate divina acceptante est statuta.
Lo que se ha afirmado de la voluntad de Dios, hay que decirlo también
en la debida proporción de la voluntad del hombre. Duns Escoto subraya
en diversas ocasiones el papel de guía de la voluntad, que actúa sobre el
intelecto, orientándolo hacia un dirección y apartándolo de la contraria. Si
el intelecto siempre obra con toda su fuerza y, por lo tanto, con una
necesidad natural -postulada por la naturaleza del objeto- la voluntad
es la única expresión auténtica de la trascendencia del hombre sobre el
mundo de las cosas. Al insistir en la fuerza guiadora de la voluntad y en su
autodeterminación, Escoto no cae en una defensa de lo arbitrario. ¿Cómo
puede la voluntad amar aquello que ignora? La luz del intelecto es necesa-
ria, pero no determinante. Para curar a un enfermo es necesario conocer
los fármacos adecuados, pero el acto de ingerirlos es libre y no necesario,
ya que puede preferirse la muerte y no la vida. Si tomo los medicamentos,
el acto libre será también racional, en el sentido de que logro un objetivo,
utilizando los medios que la ciencia pone a nuestra disposición. Nos en-
contramos aquí con una convergencia entre dos actividades distintas
-intelectiva y volitiva- que se encaminan hacia un único propósito.
Dicha convergencia no afecta la intelectualidad del acto intelectivo ni
la libertad del acto volitivo. Aunque sea profunda, la interacción no se
convierte nunca en una identidad. El acto de la voluntad, que en sí es
perfecto aunque esté iluminado por el intelecto, procede siempre de una
manera esencial de la voluntad, que es su causa principal. De igual forma,
el acto del intelecto, aunque guiado por la voluntad, siempre procede
intrínsecamente del intelecto. A pesar de esta autonomía en sus campos
respectivos, la libertad de la voluntad continúa siendo la suprema perfec-
ción del hombre, en la que reside o recae su humanidad. El mensaje de
Escoto se formula así: «Conocer para amar en libertad.»
Esta orientación substancialmente teológica permite vislumbrar una
especie de dualidad entre filosofía -insuficiente y abstracta- y teología.
El Dios de los filósofos no es el Dios de los teólogos, creador y salvador.
Muchas verdades no pertenecen al dominio de la razón, como por ejem-
plo el origen temporal del mundo o la inmortalidad del alma. De tales
verdades sólo pueden aducirse persuasiones, pero no demonstrationes en
sentido estricto. El equilibrio entre razón y fe se quiebra en favor de esta
última, pero en el interior de una tensiónque continúa siendo la de Tomás
y Buenaventura.

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