Santo Tomás de Aquino Biografia y Obras

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 101

Santo Tomás de Aquino

(Llamado Doctor Angélico; Roccaseca, actual Italia, 1224 - Fossanuova, id.,


1274) Teólogo y filósofo italiano. Máximo representante de la filosofía
escolástica medieval, abordó brillantemente una profunda y perdurable
reformulación de la teología cristiana, que apenas había recibido
aportaciones relevantes desde los tiempos de San Agustín de Hipona, es
decir, durante los ocho siglos anteriores.

Santo Tomás de Aquino

Hijo de una de las familias aristócratas más influyentes de la Italia


meridional, estudió en Montecassino, en cuyo monasterio benedictino sus
padres quisieron que siguiera la carrera eclesiástica. Posteriormente se
trasladó a Nápoles, donde cursó estudios de artes y teología y entró en
contacto con la Orden de los Hermanos Predicadores. En 1243 manifestó su
deseo de ingresar en dicha Orden, pero su familia se opuso firmemente, e
incluso su madre consiguió el permiso de Federico II para que sus dos
hermanos, miembros del ejército imperial, detuvieran a Tomás. Ello ocurrió
en Acquapendente en mayo de 1244, y el santo permaneció retenido en el
castillo de Santo Giovanni durante un año. Tras una queja de Juan el
Teutónico, general de los dominicos, a Federico II, éste accedió a que
Tomás fuera puesto en libertad. Luego se le permitió trasladarse a París,
donde permaneció desde 1245 hasta 1256, fecha en que obtuvo el título de
maestro en teología.

Durante estos años estuvo al cuidado de San Alberto Magno, con quien entabló
una duradera amistad. Les unía -además del hecho de pertenecer ambos a
la Orden dominica- una visión abierta y tolerante, aunque no exenta de
crítica, del nuevo saber grecoárabe, que por aquellas fechas llegaba
masivamente a las universidades y centros de cultura occidentales. Tras
doctorarse, ocupó una de las cátedras reservadas a los dominicos, tarea
que compatibilizó con la redacción de sus primeras obras, en las cuales
empezó a alejarse de la corriente teológica mayoritaria, derivada de las
enseñanzas de San Agustín de Hipona.
En 1259 regresó a Italia, donde permaneció hasta 1268 al servicio de la
corte pontificia en calidad de instructor y consultor del Papa, a quien
acompañaba en sus viajes. Durante estos años redactó varios comentarios
al Pseudo-Dionisio y a Aristóteles, finalizó la Suma contra los gentiles, obra en la
cual repasaba críticamente las filosofías y teologías presentes a lo largo de
la historia, e inició la redacción de su obra capital, la Suma Teológica, en la
que estuvo ocupado entre 1267 y 1274 y que representa el compendio
último de todo su pensamiento.
Tomás de Aquino supo resolver la crisis producida en el pensamiento
cristiano por el averroísmo, interpretación del pensamiento aristotélico que
arranca del filósofo árabe Averroes (1126-1198). El averroísmo resaltaba la
independencia del entendimiento guiado por los sentidos y planteaba el
problema de la doble verdad, es decir, la contradicción de las verdades del
entendimiento y las de la revelación.
En oposición a esta tesis, defendida en la Universidad de París por Siger de
Brabante, afirmó la necesidad de que ambas fueran compatibles, pues,
procediendo de Dios, no podrían entrar en contradicción; ambas verdades
debían ser, además, complementarias, de modo que las de orden
sobrenatural debían ser conocidas por revelación, mientras que las de
orden natural serían accesibles por el entendimiento; filosofía y teología
son, por tanto, distintas y complementarias, siendo ambas racionales, pues
la teología deduce racionalmente a partir de las premisas reveladas.
A medio camino entre el espiritualismo agustiniano y el naturalismo
emergente del averroísmo, defendió un realismo moderado, para el cual los
universales (los conceptos abstractos) existen fundamentalmente in re (en
las cosas) y sólo formalmente post rem (en el entendimiento). En último
término, Tomás de Aquino encontró una vía para conciliar la revalorización
del mundo material que se vivía en Occidente con los dogmas
del cristianismo, a través de una inteligente y bien trabada interpretación de
Aristóteles.
Tomás de Aquino
Autor: Stephen L. Brock

Tomás de Aquino (1224/5 – 1274) es uno de los más eminentes e


influyentes pensadores en la historia de la Iglesia Católica. Destaca por su
capacidad para integrar y armonizar las variadas fuentes de la tradición
intelectual que heredó, y por la claridad, concisión y orden de su
pensamiento y de sus obras escritas. Aunque por profesión fue un teólogo,
Tomás escribió abundantemente sobre cuestiones filosóficas, haciendo
sustanciales contribuciones en diversos campos, especialmente en filosofía
del conocimiento, antropología filosófica, teoría de la acción, ética, teoría del
derecho, y sobre todo, en metafísica.

Índice
1. Vida

2. Obras

2.1. Síntesis teológicas

2.2. Cuestiones disputadas

2.3. Comentarios bíblicos

2.4. Comentarios a Aristóteles

2.5 Otros comentarios

2.6. Obras polémicas

2.7. Tratados

2.8. Cartas y opiniones expertas

2.9. Obras litúrgicas, sermones y oraciones

2.10. Otras obras homiléticas

3. Pensamiento filosófico: las fuentes y la relación entre filosofía y teología

3.1. Fuentes filosóficas

3.2 La filosofía y la teología

4. Lógica y filosofía del conocimiento

5. Filosofía de la naturaleza y filosofía del alma humana

5.1. Noción de filosofía de la naturaleza


5.2. Principios generales

5.3. La materia prima como pura potencia

5.4. Filosofía natural tomista y ciencia moderna

5.5. El alma humana

6. Metafísica

6.1. La relación de la metafísica con otras ciencias filosóficas

6.2. Metafísica, realidad inmaterial y ángeles

6.3. La “distinción real”

6.4. La trascendencia de Dios

7. Filosofía moral

7.1. La filosofía moral y las otras ciencias

7.2. La sabiduría y la moral

7.3. La filosofía moral y la teología moral

7.4. La bienaventuranza en esta vida, el amor de Dios y la filosofía moral

7.5. La razón práctica, el orden natural y la política

7.6. La resolución metafísica de los principios prácticos, y una ley natural


que encamina a Dios

8. Bibliografía

8.1. Principales ediciones de las obras de Tomás de Aquino

8.2. Traducciones al español

8.3. Instrumentos para la investigación

8.4. Biografías
8.5. Bibliografía selecta sobre el pensamiento filosófico de Tomás de
Aquino

8.5.1. Introducciones y estudios generales

8.5.2. Lógica y filosofía del conocimiento

8.5.3. Metafísica

8.5.4. Filosofía de la naturaleza y filosofía del hombre

8.5.5. Filosofía moral

8.6. Otras obras citadas en esta voz

1. Vida
Tomás nació entre 1224 y 1225 en Roccasecca, el castillo de su padre
Landolfo (hoy en ruinas), en el Reino de Nápoles, a mitad de camino entre
Roma y la ciudad de Nápoles[1]. Su padre era caballero; su madre,
Teodora, Condesa de Teathe. La familia gozaba de importantes conexiones
políticas, y los padres de Tomás alimentaban la esperanza de que se
convirtiera en una persona influyente, quizás incluso abad del cercano
monasterio benedictino de Monte Casino, como su tío paterno. Alrededor de
los cinco o seis años, fue enviado allí como oblato para comenzar su
educación en artes liberales. La leyenda cuenta que siendo aún muy joven,
asediaba a su tutor con la pregunta Quid sit Deus? ¿Qué es Dios?

Ya sea porque el muchacho resultaba extremadamente precoz, ya


porque la abadía se había convertido en un campo de batalla en el conflicto
en curso entre guelfos y gibelinos, cuando tenía alrededor de catorce años,
Tomás fue enviado a la universidad imperial que Federico II había fundado
en Nápoles en 1224. Allí continuó sus estudios de artes liberales y comenzó
los de filosofía. Se trató de una circunstancia afortunada. Federico había
conseguido hacer de Nápoles un importante centro intelectual europeo. Y, lo
que es aún más importante, prácticamente en ningún otro sitio podría
haberse visto Tomás expuesto de una manera tan completa al pensamiento
de Aristóteles.
El grueso de las obras de Aristóteles había sido traducido al latín en
fecha relativamente reciente y estaba generando una gran conmoción en
toda Europa. Las autoridades de la Iglesia las miraban con sospecha,
quizás en parte porque venían acompañadas por traducciones de los
comentarios de los grandes filósofos árabes Avicena y Averroes, algunas de
cuyas interpretaciones favorecían opiniones teológicas claramente
heréticas. Por esta razón, en el momento en que Tomás comenzaba sus
estudios filosóficos, las universidades eclesiásticas, como la que se
encontraba en París, solo permitían la enseñanza de una porción de las
obras de Aristóteles: aquellas sobre lógica y ética. En la universidad civil de
Federico, en cambio, no existían esas restricciones. Fue un tal Pedro de
Irlanda, autor de un comentario —que aún se conserva—
al Perihermeneias, quien guió al joven Tomás en el estudio de las llamadas
obras “naturales” de Aristóteles. Estas incluían tanto los escritos sobre
filosofía natural como los de la Metafísica. Si bien Tomás nunca adquirió
más que un rudimentario conocimiento del griego, con el paso del tiempo se
ha convertido en uno de los más grandes intérpretes de Aristóteles, y su
característico modo de hacer uso de las enseñanzas del “Filósofo”, tanto en
filosofía como en teología, es uno de los sellos de su pensamiento.

Fue también en Nápoles donde Tomás tomó contacto con la nueva orden
de frailes mendicantes, los dominicos (fundados en Toulouse en 1215), y
pronto decidió sumarse a sus filas. Su decisión se topó con una severa
oposición familiar, y durante más de un año sus parientes emplearon
diversos medios para intentar disuadirlo, incluyendo el confinamiento
forzado en la fortaleza de Roccasecca, durante el cual se dice que sus
hermanos llegaron incluso a tenderle trampas contra la virtud de la castidad.
Viendo que la voluntad del novicio permanecía firme, la familia terminó por
ceder, y, poco después, probablemente en 1245, sus superiores lo enviaron
al priorato dominico de St. Jacques en París para continuar sus estudios de
filosofía. Allí, entre otras cosas, habría leído parte, al menos, de las obras
éticas de Aristóteles.

Al parecer, aún antes de terminar los estudios de filosofía, Tomás


empezó a estudiar teología. Este hecho parece evidenciado por la
existencia de un manuscrito que contiene transcripciones suyas de una
serie de cursos sobre las obras teológicas del pseudo-Dionisio, algunas de
las cuales denotan un origen parisino. Los cursos fueron dictados por el
renombrado dominico alemán, Alberto el Grande, que enseñó teología en
París desde 1243 o 1244 hasta 1248. Es posible que este ingreso temprano
en la teología se haya debido a que Alberto reconoció las excepcionales
cualidades de Tomás. En todo caso, cuando Alberto dejó París en 1248
para asumir la dirección del nuevo studium generale de los dominicos en
Colonia, llevó consigo a Tomás. Allí, además de estudiar Sagradas
Escrituras y de realizar sus primeros comentarios bíblicos —
sobre Isaías, Jeremías y Lamentaciones—, Tomás continuó con las
transcripciones de los cursos sobre el pseudo-Dionisio, y también transcribió
un curso de Alberto sobre la Etica a Nicómaco de Aristóteles. Esto es, en
cierto modo, sorprendente, puesto que para ese entonces seguramente ya
habría terminado la filosofía. Sin embargo, resulta claro que Tomás
consideró el curso como algo precioso. Conservó sus propias notas del
mismo y las usó incluso mucho tiempo más tarde, cuando compuso la parte
moral de la Summa theologiae. Es probable que en Colonia le hayan sido
encomendadas también algunas lecciones.

Es difícil exagerar la magnitud de la influencia de Alberto en Tomás. Si


Tomás precisaba alguna ayuda para llegar a tener en alta estima a la
filosofía, nadie estaba en mejores condiciones para proporcionársela que
Alberto. Tomás debe haberse sentido también inspirado por el inmenso
esfuerzo que realizaba Alberto por interpretar el pensamiento de Aristóteles
e integrarlo con el tradicional neoplatonismo cristiano heredado de Agustín,
Boecio y el pseudo-Dionisio. Esto no significa que la mente de Tomás era
en todos los sentidos como la de su maestro. Por ejemplo, las obras de
Tomás muestran considerablemente menos interés por la historia natural.
Su inclinación y genio eran metafísicos. Y en su propia síntesis de
aristotelismo y neoplatonismo, la presencia del primero es mucho más
dominante que en Alberto. Tal vez por este motivo, para bien o para mal, los
expertos están generalmente de acuerdo con que la síntesis de Tomás
parece también más lograda.

Probablemente mientras se encontraba en Colonia fue ordenado


sacerdote. En 1251 o 1252, regresó al priorato dominico de París, como
subregente. Pronto comenzó a trabajar en la universidad para alcanzar el
título de Maestro (el más alto grado académico) en Teología. El programa
era intenso. Además de asistir a los cursos de Sagradas Escrituras y a las
“disputaciones” sobre cuestiones teológicas, en las que los estudiantes
tomaban parte muy activa [Torrell 2008: 87-90], los candidatos tenían que
dar ellos mismos lecciones basadas en el que entonces era el libro de texto
teológico fundamental, las Sentencias, un resumen de la doctrina cristiana
compilado en el siglo XII por el obispo de París Pedro Lombardo. El
comentario a las Sentencias que nació de estas lecciones fue la primera
gran obra de Tomás (la última, la Summa theologiae, estará motivada, al
menos en parte, por su descontento con las Sentencias como libro
introductorio de teología). Antes de terminar sus estudios, Tomás compuso
también dos breves tratados filosóficos, Sobre los principios de la
naturaleza y el famoso Sobre el ser y la esencia.

En parte debido a las exigencias del programa, y en parte a un


prolongado conflicto entre los frailes mendicantes (dominicos y
franciscanos) y los clérigos seculares que controlaban la universidad,
Tomás no se convirtió en Maestro hasta 1256, y se unió a la facultad
solamente en 1257, el mismo año que su compañero de estudios y (por así
decirlo) homólogo franciscano, Buenaventura. Durante cerca de tres años,
Tomás ocupó la cátedra dominicana de Teología en la universidad. Durante
este tiempo, elaboró las extensas Cuestiones disputadas acerca de la
verdad (que tratan también de muchos otros temas además de la verdad),
así como varios trabajos cortos, incluyendo el importante comentario
filosófico a parte del De Trinitate de Boecio. El igualmente importante
comentario al De Hebdomadibus de Boecio puede también fecharse en este
período.

En junio de 1259 Tomás fue convocado para formar parte del capítulo
general de los dominicos en Valenciennes, en el que fueron tomadas
importantes decisiones en relación con los estudios de los frailes. Después
de la finalización del año académico viajó al sur, pasando los siguientes diez
años en diversos lugares de Italia. Entre 1261 y 1265 estuvo mayormente
en el convento dominico de Orvieto (no en la corte papal, como se suele
decir), y desde 1265 hasta 1268, principalmente en Roma. Durante esta
década sus responsabilidades como maestro, consultor y predicador fueron
numerosas, y en Roma elaboró algunos de sus escritos más importantes,
incluyendo la Summa contra gentiles (una obra que frecuentemente releyó y
retocó en los años subsiguientes), su propio comentario a los Nombres
Divinos del pseudo-Dionisio, un comentario sobre el libro de Job,
probablemente los comentarios a algunas epístolas de San Pablo, el
comentario al De Anima de Aristóteles, tres series de cuestiones disputadas
—Sobre el poder de Dios, Sobre el alma y Sobre las criaturas espirituales
— y la Primera Parte de la Summa theologiae.
Tomás fue enviado a París nuevamente en 1268 para hacerse cargo de
la cátedra dominicana en Teología por segunda vez. El motivo de su retorno
es incierto, pero en seguida se vio envuelto en una serie de graves
controversias. Una de ellas fue la renovada contienda entre clérigos
seculares y mendicantes. Otras, estaban más directamente relacionadas
con cuestiones filosóficas. Estas últimas muestran a las claras la medida en
que el pensamiento de Tomás se movía fuera de las corrientes
predominantes en la universidad.

Una de las controversias estuvo centrada en ciertos puntos de vista


avanzados por algunos miembros de la Facultad de Artes de la universidad,
a la cual pertenecía la enseñanza de la filosofía. Para ese entonces, la
prohibición de enseñar a Aristóteles en París había sido levantada hacía ya
cierto tiempo, y de hecho el corpus aristotélico dominaba el currículum de
filosofía. Al exponer a Aristóteles, estos maestros de Artes —siendo Siger
de Brabante el más prominente entre ellos— adherían estrechamente a las
interpretaciones de Averroes. Por esta razón se los conoce habitualmente
como averroístas latinos. Algunos expertos, de todas formas, prefieren
llamarlos aristotélicos radicales, o incluso aristotélicos heterodoxos, y estos
epítetos indican mejor la naturaleza de la controversia. Pues las quejas
contra ellos venían, no de otros maestros de Artes que estuvieran en
desacuerdo con la lectura averroísta de Aristóteles, sino de los teólogos.

Lo que principalmente preocupaba a los teólogos no era que a Aristóteles


se le hiciera decir esto o aquello. Era que todo lo que se le hiciera decir se
enseñaba como filosofía segura, estuviera o no de acuerdo con la doctrina
católica. Como los maestros de Artes sabían muy bien, algunas de las tesis
que ellos atribuían a Aristóteles eran claramente contrarias a la fe; las más
famosas, que el mundo era “eterno” o que no tuvo comienzo, que hay una
única alma intelectual para todos los hombres, y que el alma individual del
hombre no es inmortal. Los maestros de Artes no declaraban que estas
tesis fueran ciertas. A veces se dice que sostuvieron una “doble verdad”, es
decir, una verdad en teología, y otra, contradictoria, en filosofía; pero ningún
aristotélico serio puede afirmar algo tan opuesto al principio de no
contradicción. Más bien, sostenían que estas tesis, heréticas o no, se
seguían válidamente de principios filosóficos. Naturalmente, esto no
satisfacía a los teólogos. Tampoco satisfizo al obispo de París, Esteban
Tempier. Hacia fines de 1270, Tempier promulgó una condena formal de
trece proposiciones, la mayoría de ellas relacionadas con las afirmaciones
de los maestros de Artes.

Tomás no tardó en sumarse a la controversia. Poco después de la


condena episcopal y claramente con la mente puesta en los maestros de
Artes, elaboró el que es quizá el más vigoroso de sus tratados
polémicos, Sobre la unidad del intelecto, destinado a mostrar que la tesis
del intelecto único para todos los hombres no era ni aristotélica ni
filosóficamente válida. Es de suponer que a esto sus colegas teólogos no
tendrían objeciones que plantear.

Sin embargo, en un breve tratado concerniente a otra de las tesis


problemáticas, Sobre la eternidad del mundo, que parece remontarse al
segundo período parisino [Torrell 2008: 268-73], Tomás reiteró una posición
por la que ya era famoso, y que chocaba no solo con la de los maestros de
Artes sino también con la de la mayoría de sus colegas en Teología. Pues
no era lo suficientemente aristotélica para los primeros, y era demasiado
aristotélica para los segundos. Aristóteles había ofrecido pruebas de que el
mundo no tenía un comienzo temporal. Tomás juzgaba que esas pruebas
eran equivocadas, y sostenía que de eso ninguna prueba era posible. Al
mismo tiempo, sí que sostenía la posibilidad de probar que el mundo fue
producido “de la nada”, en el sentido de “no de algo”. En oposición al
parecer prevalente entre los teólogos, él insistía que eso no implicaba un
comienzo temporal. Según el Aquinate, Dios habría podido producir un
mundo sin comienzo temporal, y solo por revelación sabemos que dio un
comienzo al mundo.

También acerca de la naturaleza del alma Tomás se distanció


significativamente de muchos de sus colegas teólogos. Que este fue otro
punto de controversia durante su segunda estancia en París, puede verse
sobre todo en algunas de las cuestiones disputadas que datan de este
período, las llamadas de quolibet o “sobre lo que quieras”. Se trataba de
eventos especiales, a los que asistía toda la universidad, en los que un
maestro defendía sus puntos de vista contra las objeciones de sus colegas
acerca de materias elegidas por ellos [Torrell 2008: 273-278]. Si Tomás se
mantuvo firme en sostener que cada persona humana tiene su propia alma
intelectual, se mostró igualmente firme a lo largo de toda su carrera, en
sostener que las funciones vitales inferiores, como las sensitivas y las
vegetativas, están enraizadas en una y la misma alma. No puede haber
muchas almas —una intelectual, otra sensitiva y así sucesivamente— en un
ser humano singular. En verdad, no puede haber muchas “formas
sustanciales” de ningún tipo. La sola alma intelectual ha de ser la única
forma. Está unida inmediatamente a la materia prima, y el cuerpo mismo es
constituido por esta unión. Incluso la multiplicación de las almas humanas
se da en función de la división de la materia. En todo esto, Tomás estaba
defendiendo la unidad sustancial del ser humano. Pero otros teólogos
temían que asociando el alma intelectual tan íntimamente a la materia,
estuviera poniendo en peligro su naturaleza espiritual y, con ello, su
inmortalidad. Algunos también encontraban problemas cristológicos.

Los puntos de vista de Tomás acerca de la materia misma también


despertaban preocupación. Por ejemplo, insistía en que la materia prima era
pura potencialidad, sin existencia actual de suyo. Solo recibía existencia
actual a través de alguna forma. De otra manera, ya sería una sustancia, y
su unidad con la forma sería meramente accidental, no sustancial. Pero un
corolario de esto era que ni siquiera Dios puede hacer que la materia exista
sin una forma, lo que algunos veían como una limitación al poder divino.
Tomás se opuso fuertemente también a la extendida opinión de que todas
las criaturas, tanto espirituales como corporales, poseían materia. Para
muchos teólogos, incluso las criaturas espirituales como los ángeles tenían
que estar compuestas de materia y forma, para —de esa manera—
diferenciarse de Dios, que sería el único ser perfectamente simple, forma
pura. Tomás resuelve este punto con su famosa y con el tiempo más
controvertida distinción entre la forma sustancial de una cosa y su acto de
ser, esse. En todas las criaturas, estos se distinguen realmente y
constituyen una composición real. Solo en Dios son realmente idénticos, y
por lo tanto solo Él es absolutamente simple.

Las tensiones entre Tomás y la corriente teológica más conservadora


alcanzaron su punto más álgido solo después de su muerte, así como
también la controversia en torno a los maestros de Artes. En 1277, después
de lo que parece haber sido una investigación un poco precipitada, Tempier
condenó un conjunto mucho más grande y amplio de proposiciones, 219 en
total. Su objetivo principal eran los maestros de Artes, pero varias de las
proposiciones se acercaban mucho a lo que se sabía había enseñando
Tomás. Probablemente no era una coincidencia que la condena fue
promulgada el 7 de marzo, fecha de la muerte del Aquinate. Existe
evidencia que Tempier había incluso iniciado aparte una investigación de
las obras de Tomás, la cual fue interrumpida por orden de Roma. El mismo
año, una condena de 30 proposiciones, incluyendo afirmaciones sobre la
pura potencialidad de la materia y la unicidad de la forma sustancial, fue
emitida para Oxford por el Arzobispo de Canterbury, el fraile dominico
Robert Kilwardby. El año 1277 es considerado por muchos especialistas
como una línea divisoria en el pensamiento medieval, y, sin duda, afectó al
curso subsiguiente del “tomismo”, pero este asunto va más allá del objetivo
de esta voz [a este respecto véase Torrell 2008: 433-463].

Durante el segundo período parisino Tomás produjo varias obras


importantes, incluyendo la Segunda Parte y una porción substancial de la
Tercera Parte de la Summa theologiae, los comentarios a los evangelios de
san Mateo y san Juan, las cuestiones disputadas Sobre el mal y Sobre las
virtudes, los comentarios completos al De sensu et sensato y a la Física de
Aristóteles, una gran parte de los comentarios sobre los Segundos
Analíticos y la Metafísica (ambos terminados en Nápoles), y los comentarios
inconclusos al Peri hermeneias, la Política y la Meteorología. También en
París, compuso la mayor parte de su comentario —si no todo— al
llamado Liber de causis, una obra que había sido durante mucho tiempo
atribuida a Aristóteles. Alberto ya había dudado de tal atribución, y Tomás
correctamente identificó la obra como una compilación de extractos de
la Elementatio theologica del filósofo neoplatónico Proclo, realizada por un
autor árabe. Tomás fue capaz de hacer esta identificación gracias a una
reciente traducción de la Elementatio theologica del original griego realizada
por Guillermo de Moerbeke († 1286). Este erudito dominico flamenco fue el
traductor de numerosas obras filosóficas griegas al latín, incluyendo varias
de Aristóteles. Tomás sin duda se aprovechó mucho del trabajo de su
hermano. Sin embargo, contrariamente a lo que se dice a menudo, no hay
pruebas concluyentes de ningún tipo de colaboración directa entre ellos
[Torrell 2008: 253-258].

Por otra parte, la enorme producción de Tomás no habría sido posible de


no haber contado con la colaboración de un equipo de asistentes, que
ayudó en la preparación de los materiales y a poner sus palabras por escrito
[Torrell 2008: 350-357]. Algunas biografías tempranas pueden despertar
incredulidad cuando sostienen que, con frecuencia, dictaba a tres o cuatro
secretarios al mismo tiempo, pero los hechos no son fáciles de explicar de
otra manera. Haciendo un cálculo razonable —tomando como medida una
página de 350 palabras—, durante los cuatro años que estuvo en París,
Tomás escribió un promedio de más de doce páginas por día.

En la primavera de 1272 el Aquinate dejó París por última vez. Su


siguiente y último encargo docente fue en Nápoles, donde se hizo cargo de
un nuevo studium dominico, cuya ubicación parece haber sido elegida por el
propio Tomás, posiblemente con el aliento del rey Carlos II. Allí, además de
escribir los comentarios a la Epístola de San Pablo a los Romanos y a
la Epístola a los Hebreos, y tal vez el comentario inacabado a los Salmos,
continuó con la Tercera Parte de la Summa theologiae, terminó los
comentarios a los Analíticos y a la Metafísica, inició un comentario al De
generatione et corruptione, y compuso una parte sustancial de un
comentario al De caelo et mundo, que es una muestra extraordinaria de
erudición filosófica y astronómica. Probablemente también en Nápoles, si no
antes en París, se ocupó de un tratado, nunca terminado, concerniente a los
ángeles, el metafísicamente penetrante Sobre las sustancias separadas.

En, o alrededor de, el 6 de diciembre 1273, mientras celebraba la Misa,


Tomás sufrió algún tipo de experiencia que lo dejó visiblemente alterado. A
partir de ese momento no mostró ningún interés por seguir escribiendo.
Según su compañero más cercano, Reginaldo de Piperno, sólo daba una
explicación muy breve para explicar este hecho: “No puedo hacer nada
más. Todo lo que he escrito parece paja en comparación con lo que he
visto”. Qué quería decir con esto, ha dado origen muchas conjeturas. Sin
embargo, un hecho posterior muestra que no se trató de un repudio total de
su pensamiento, y que la experiencia no había en absoluto paralizado sus
facultades mentales. Tras unas semanas de descanso en casa de su
hermana, no lejos de Nápoles, a finales de enero o principios de febrero de
Tomás marchó con algunos otros hermanos a Lyon, donde el Papa había
convocado un Concilio para el primero de mayo. En el camino se le pidió
que se detuviera en Monte Cassino y explicara a los monjes un pasaje de
San Gregorio Magno sobre la compatibilidad entre la infalible presciencia de
Dios y la libertad humana. No queriendo desviarse del trayecto, Tomás dictó
una respuesta, la Epistola ad Bernardum abbatem casinensem. Se trata de
uno de sus más claros tratamientos del tema.

Poco más adelante, durante el viaje, Tomás se golpeó la cabeza contra


una rama baja, lo que lo dejó visiblemente aturdido, aunque él le quitó
importancia. Algunos días más tarde se detuvieron en casa de su sobrina,
donde cayó enfermo. Después de unos días trató de reemprender el viaje,
pero el cansancio lo obligó a detenerse en la abadía de Fossanova. Allí, su
estado empeoró rápidamente. El 7 de marzo de 1274, dos o tres días
después de recibir el sacramento de la Penitencia y el Viático, y un día
después de recibir la Unción de los Enfermos, expiró.

El cuerpo de Tomás permaneció en Fossanova hasta 1369, cuando fue


trasladado a la iglesia de los dominicos en Toulouse. El Papa Juan XXII
abrió su proceso de canonización el 7 de agosto de 1316, y lo proclamó
santo el 18 de julio de 1323. En 1325 el obispo de París revocó los artículos
de la condena de Tempier de 1277 “en la medida en que afectan o se dice
que afectan la doctrina del bienaventurado Tomás”. Su autoridad doctrinal
creció a buen ritmo. Hasta mediados del siglo XVI, la liturgia católica
celebraba sólo a cuatro Doctores de la Iglesia: Ambrosio, Jerónimo, Agustín
y Gregorio Magno. El 15 de abril de 1567, el Papa Pío V agregó cinco
nombres a la lista: Atanasio, Basilio, Gregorio Nacianceno, Juan
Crisóstomo, y Tomás de Aquino.

De acuerdo con los testimonios presentados durante su proceso de


canonización, en su madurez Tomás era de elevada estatura, fuerte,
erguido y bien proporcionado; con la cabeza grande, bien formada y un
poco calvo; su tez, delicada y “como el color del trigo nuevo”. Era
serenamente alegre y rara vez estaba de mal humor; reservado y dado a la
abstracción, pero no distante; capaz de ironía, pero nunca mordaz o
sarcástico; paciente y amable con sus alumnos, modesto pero firme con sus
colegas. Incluso sus opositores más intransigentes reconocían la nobleza
de su carácter. Aunque viajó mucho, exteriormente su vida fue
relativamente tranquila, dedicada en gran parte a la oración, al estudio, a la
predicación, la enseñanza y la escritura. No deseaba otra cosa. En 1265, al
ser nombrado por el Papa Arzobispo de Nápoles, pidió —con éxito— que se
le excusase del cargo. Su asombrosa producción muestra una mente tan
incansable como ágil. En sus escritos académicos, desarrolló una estilo
característico en el que se combinan el rigor científico, la sencillez
lingüística y una especie de mesurada sobriedad. La sequedad de su
expresión y la ausencia casi total de referencias a sí mismo se consideran a
veces síntomas inconscientes de un escasa vida sentimental. Pero tal juicio
es difícil de cuadrar con la artística, teológicamente exacta, y, al mismo
tiempo, extremadamente personal oración eucarística Adoro te
devote [véase Wielockx 1998].
2. Obras
Las obras auténticas de Tomás son alrededor de sesenta. Un buen
número de otros escritos, dudosos o espurios, le han sido atribuidos a lo
largo de los siglos. Torrell reporta un catálogo muy informativo elaborado
por Gilles Emery, O.P. [Torrell 2008: 483-525, 611-632]. Sus obras han sido
clasificadas de varias maneras. Probablemente la menos discutible sea la
que toma como criterio el género literario, como hace el catálogo de Emery.
Los géneros de Tomás eran suficientemente comunes en su época, pero el
lector moderno tiene que familiarizarse con ellos antes de poder leer estas
obras con facilidad y provecho. Dos de los más importantes, el comentario
de textos y la cuestión disputada, reflejan modos usuales de enseñanza en
la universidad, la lectio y la disputatio. Pero no todos los trabajos de Tomás
en estos géneros son el resultado de su actividad académica, y el formato
de la cuestión disputada se encuentra presente de modo más o menos
explícito en varias obras de diverso género, la más notable el comentario a
las Sentencias, el comentario al De trinitate de Boecio, y la Summa
theologiae. La lista que se recoge a continuación (en la que se omiten los
títulos de varios trabajos menores) sigue la de Emery. Dentro de cada
género, las obras están acomodadas según el probable orden cronológico;
las fechas son a veces sólo aproximadas (las especialmente inciertas se
indican con un signo de interrogación). Para los estudios exhaustivos del
pensamiento de Tomás es importante tener en cuenta la cronología.
Aunque sus puntos de vista principales son sumamente constantes a lo
largo de su carrera, cambia su posición en algunas cuestiones, e incluso
cuando sus conclusiones permanecen las mismas, su manera de abordar el
tema con frecuencia ha sido sometido a un importante desarrollo.

2.1. Síntesis teológicas


— Scriptum super libros Sententiarum (1252-1256)

— Summa contra gentiles (1259-1264/5): No parece que el título de esta


obra le haya sido dado por Tomás. El íncipit del manuscrito es Liber
de ueritate catholicae fidei contra errores infidelium. En el pasado, la
obra —al menos hasta el cuarto y último libro— fue a veces
considerado como una especie de Summa philosophiae, pero esto
no se ajusta ni con el íncipit, ni con la declarada intención del autor
de manifestar la verdad que profesa la fe católica y de eliminar los
errores contrarios (ver Libro I, capítulo 2), ni tampoco con las
numerosas citas de la Escritura que forman parte del contenido, ni
con el hecho de que comienza por Dios, que es para Tomás donde
termina la filosofía. Su objeto es claramente Dios y lo que le
pertenece; se trata, por tanto, de una obra de teología. Si está
repleta de material filosófico, también lo está la Summa
theologiae. Sin embargo, no se trata de un mero primer esbozo de lo
que lograría en esa obra ulterior [Torrell 2008: 598]. Sobre su
método y su propósito, véase Tuninetti 2012.

— Summa theologiae (1265-1273): Aunque inacabado, este tratado es


habitualmente considerado como la obra maestra de Tomás. Se trata
de una obra pensada no tanto “en contra de los errores de los
infieles” como para la instrucción de los “principiantes” en la verdad
católica (véase el Proœmium) —evidentemente para principiantes
que cuentan con un no pequeño bagaje filosófico. Dividida en tres
partes (la Segunda, a su vez, en dos) acaba abruptamente en la
cuestión 90 de la Tercera Parte. El Suplemento, que frecuentemente
la sigue, es una compilación de textos tomados del comentario a
las Sentencias, que los discípulos de Tomás seleccionaron y
arreglaron más o menos de acuerdo con el que habría sido el plan
de la parte inacabada. La estructura lógica de la Summa ha sido
objeto de muchas discusiones, a pesar de que la obra misma
contiene amplias explicaciones acerca del orden adoptado, tanto
general como de las secciones específicas. Para una descripción de
la estructura lógica basado en esas explicaciones, véase te Velde
2006: 11-18.

2.2. Cuestiones disputadas


— De veritate (1256-1259): Además de la verdad, esta larga obra trata
también de muchas otras cuestiones concernientes al conocimiento
divino, humano y angélico, al bien, al libre albedrío, las pasiones, la
gracia y la justificación.

— De immortalitate animae (~1259?): Considerado antiguamente, por los


expertos, de dudosa autenticidad, estudios recientes sugieren con
bastante certeza que se trata de una obra de Tomás. Torrell
considera que la evidencia externa debe ser aún corroborada y
piensa que el texto necesita ser comparado cuidadosamente con
otras obras antes de poder dar un juicio definitivo [Torrell 2008: 619-
620]. Recientemente se ha llevado a cabo una comparación
exhaustiva de este tipo [Bergamino 2011], y sus resultados tienden a
confirmar la autenticidad de la obra, especialmente si es vista como
representativa de una etapa bastante temprana de la evolución del
pensamiento de Tomás sobre el tema.

— De potentia (1265-1266): Las primeras seis cuestiones tratan del


poder de Dios; las otras cuatro de la Trinidad.

— De anima (1266-1267)

— De spiritualibus creaturis (1267-1268)

— De malo (1269-1271): La sexta cuestión, que consiste en un único


artículo y ofrece un importante tratamiento de la libertad de elección
humana, es considerada generalmente por los expertos como una
composición aparte, realizada en circunstancias inciertas.

— De virtutibus (1271-1272)

— De unione uerbi incarnati (1272)

— De quolibet I-XII (VII-XI: 1256-1259; I-VI and XII: 1268-1272)

2.3. Comentarios bíblicos


— Expositio super Isaiam ad litteram (1252)

— Super Jeremiam et Threnos (1252)

— Principium “Rigans montes de superioribus” et “Hic est liber


mandatorum Dei”: Se trata de dos lecciones inaugurales dadas
cuando Tomás se convirtió en Maestro en 1256.

— Expositio super Iob ad litteram (1263-1265)

— Glossa continua super Evangelia o “Catena aurea” (1262-1266/8)


— Lectura super Matthaeum (1269-1270)

— Lectura super Ioannem (1270-1271)

— Expositio et Lectura super Epistolas Pauli Apostoli (1265-1273)

— Postilla super Psalmos [1-54] (1273)

2.4. Comentarios a Aristóteles


— Sentencia Libri De anima (1267-1268)

— Sentencia Libri De sensu et sensato (1268-1269): Reúne los


comentarios al De sensu et sensato y al De memoria et
reminiscencia.

— Expositio libri Physicorum (1268-1270)

— Sententia super Meteora [inacabado] (1269)

— Expositio Libri Peryermenias [inacabado] (1270-1271)

— Expositio Libri Posteriorum (1271-1272)

— Tabula Libri Ethicorum [inacabado] (1270)

— Sententia Libri Ethicorum (1271-1272)

— Sententia Libri Politicorum [inacabado] (1269-1272)

— Sententia super Metaphysicam (1270-1272)

— Sententia super librum De caelo et mundo [inacabado] (1272-1273)

— Sententia super libros De generatione et corruptione [inacabado]


(1272-1273)

2.5 Otros comentarios


— Super Boetium De Trinitate [inacabado] (1257-1258/9)
— Expositio libri Boetii De ebdomadibus (1258/9?)

— Super librum Dionysii De divinis nominibus (1266-1268)

— Super Librum De causis (1272-1273)

2.6. Obras polémicas


— Contra impugnantes Dei cultum et religionem (1256)

— De perfectione spiritualis uitae (1269)

— De unitate intellectus contra Averroistas (1270)

— Contra doctrinam retrahentium a religione (1270-1271)

— De aeternitate mundi (1271)

2.7. Tratados
— De ente et essentia (~1252-1256)

— De principiis naturae (~1252-1256)

— Compendium theologiae seu brevis compilatio theologiae ad fratrem


Raynaldum [inacabado] (1265-1267, 1272-1273)

— De regno ad regem Cypri [inacabado] (1266-1267)

— De substantiis separatis (1272-1273)

2.8. Cartas y opiniones expertas


Véase Torrell 2008: 511-520.

2.9. Obras litúrgicas, sermones y oraciones


— Officium de festo Corporis Christi ad mandatum Urbani Papae (1264)

— Hymnum Adoro te devote (1264?)
— Collationes in decem praecepta (1261-1268?)

— Collationes in orationem dominicam, in Symbolum Apostolorum, in


salutationem angelicam (1272-1273?)

2.10. Otras obras homiléticas


Véase Torrell 2008: 522-523.

3. Pensamiento filosófico: las fuentes y la


relación entre filosofía y teología
El siguiente resumen del pensamiento filosófico de Tomás (secciones 3-
7) es, por supuesto, muy esquemático. Esta sección trata de sus fuentes y
de su visión de la relación entre filosofía y teología. En las restantes
secciones se desarrollan algunas de sus ideas sobre diversos campos
filosóficos.

3.1. Fuentes filosóficas


Igual que la mayoría de sus contemporáneos, Tomás se veía a sí mismo
como heredero de una antigua y venerable tradición intelectual, y su propio
trabajo puede ser considerado en gran medida como una especie de
diálogo con sus principales representantes, los llamados auctores. Es ésta
una palabra difícil de traducir. Significa, sin duda, algo más que “autor”; pero
si se la traduce como “autoridad”, debemos tener el cuidado de explicitar el
tipo de autoridad a la que nos referimos. No se trata de la un comandante o
un legislador, sino de la de un maestro, la de alguien considerado como una
fuente confiable y una guía segura para la adquisición de conocimientos. No
es pequeña la diferencia. Seguir a un comandante o a un legislador consiste
principalmente en obedecerle, cumpliendo sus órdenes. A veces esto puede
requerir pedir una explicación sobre la orden, o incluso alguna aclaración
sobre por qué se manda realizar determinado acto, pero la cuestión es
obedecer. Sin duda, seguir a un maestro implica también hacer lo que dice,
por ejemplo, realizar las tareas que asigna. Pero la cuestión es aprender. Y
el aprendizaje tiene mucho que ver con hacer preguntas. Un buen
comandante puede permitir las preguntas, pero un buen maestro les da la
bienvenida e incluso las promueve. Los pensadores medievales estaban
constantemente haciendo preguntas a los auctores. Y así lo hacían, no
porque dudaran de que los auctores supieran de lo que hablaban, sino
precisamente porque estaban seguros de que, habitualmente, lo sabían.

Las fuentes de Tomás fueron muchas y muy variadas. En primer lugar,


por supuesto, están las Sagradas Escrituras, que a causa de su inspiración
divina forman una clase aparte (acerca de la relación entre la doctrina
revelada y la filosofía en Tomás, véase la sección siguiente). Luego vienen
los escritos de los Padres de la Iglesia y de otros autores cristianos:
Ambrosio, Jerónimo, Gregorio el Grande, Boecio, Orígenes, el pseudo-
Dionisio, Juan Crisóstomo, Nemesio, Juan Damasceno, Anselmo, Pedro
Lombardo, y aquel a quien Tomás califica como egregius, sobresaliente:
Agustín. Entre los autores no cristianos, sin duda el que más influyó en
Tomás fue Aristóteles. De las obras de Platón, Tomás conoció sólo el
Timeo. Su concepción del pensamiento “platónico” se basa en parte en lo
que Aristóteles dice sobre él y en parte en autores de relativa inspiración
neoplatónica, principalmente Boecio, Agustín, el pseudo-Dionisio, y Proclo.
En ética, destaca la influencia del pensamiento estoico, especialmente tal
como se presenta en los escritos de Séneca y Cicerón. También fueron muy
importantes una serie de pensadores judíos e islámicos: Maimónides,
Avicena (marcadamente neoplatónico), Algazel y Averroes (llamado el
comentarista, a causa de sus admirables comentarios sobre Aristóteles).

Una lista completa de las fuentes que cita Tomás debería incluir muchos
otros autores menos significativos. Otro factor principal en la configuración
de su pensamiento era su interacción con otros pensadores del siglo XIII.
Esto es mucho más difícil de documentar en detalle. Tomás rara vez cita al
pie de la letra a sus contemporáneos y casi nunca los nombra, ni siquiera en
sus escritos polémicos. En algunas ocasiones dirá que “cierta persona” o
“ciertas personas” sostienen tal o cual posición; en otras, lo que dice es un
claro eco de lo que sostiene algún otro autor, aunque no cite a nadie en
concreto. En aquella época había poca o ninguna noción de propiedad
intelectual.

De hecho, a pesar de que los pensadores medievales no eran menos


propensos a la vanagloria que los de otras épocas, rara vez buscaban
reconocimiento por su originalidad (la cual, después de todo, no es la única
prueba de la brillantez). Más bien, restaban importancia a la originalidad y
se esforzaban, en cambio, por demostrar su continuidad con la tradición.
Por el mismo motivo, casi nunca se oponían directamente a
una auctoritas si podían evitarlo, es decir, si podían ofrecer una
interpretación plausible de sus palabras que fuera coherente con sus
propios puntos de vista. Precisamente porque el autor era una autoridad —
un maestro—, la distinción entre la labor de interpretación sobre lo que dijo
acerca de una determinada cuestión y la de indagar en ese asunto concreto,
era bastante sutil. La célebre frase de Tomás, que «el estudio de la filosofía
no tiene por objeto saber lo que los hombres pensaban, sino cuál es la
verdad de las cosas», aparece en medio de un comentario a Aristóteles
[Sententia super librum De caelo et Mundo, lib. I, lect. 22, n. 228[8]
(Marietti[2])]; y la frase difícilmente puede significar que Tomás se
preocupara poco por lo que sus fuentes realmente pensaban o que
estuviera dispuesto a atribuirles sus propias ideas cada vez que le
convenía. Por el contrario, en sus comentarios sobre Aristóteles y otros
filósofos, su preocupación por conocer el verdadero significado de sus
palabras es tan evidente que algunos estudiosos han dudado de que estas
obras puedan tomarse como testimonios de sus propios puntos de vista
sobre “la verdad de las cosas”. Otros, sin embargo observan que en
ocasiones aprovecha la oportunidad para llevar la discusión acerca de “las
cosas” mucho más lejos de lo que estima que el autor está diciendo sobre el
tema, y que, en algunos casos, expresa desacuerdo con la posición del
autor. El caso más conocido es su rechazo de las pruebas de Aristóteles
sobre la eternidad del movimiento y el tiempo [Expositio libri Physicorum, lib.
VIII, lect. 2, nn. 986-990{16-20} (Marietti)]. Estas precisiones sugieren que,
por lo general, y a menos que diga explícitamente lo contrario, Tomás
acepta la opinión del autor.

En qué medida el pensamiento filosófico de Tomás puede considerase


fundamentalmente aristotélico es y probablemente será siempre un tema de
discusión entre los expertos. Aunque Tomás acepta las críticas de
Aristóteles a Platón, hay una innegable e importante influencia del
neoplatonismo en su forma de tratar ciertos temas, especialmente cuando
se refiere a la divinidad y su relación con el mundo, de lo que Aristóteles
dice relativamente poco. Y no cabe duda tampoco de que el neoplatonismo
tuvo algún efecto en la lectura que Tomás hizo de Aristóteles. En cualquier
caso, no parece arriesgado afirmar que Tomás se esfuerza por mantener
sus puntos de vista filosóficos en armonía con lo que considera que son los
principios aristotélicos.
3.2 La filosofía y la teología
Los principales intereses filosóficos Tomás se concentran en áreas que
se superponen con la teología: Dios, el alma, la libre elección, etc. A
menudo cuestiones teológicas estimularon su pensamiento filosófico. Pero
no se limitó a hacer una filosofía meramente ad hoc. Como se desprende de
sus comentarios sobre Aristóteles, cultivó las ciencias filosóficas a fondo.

A fin de entender la concepción tomista de la relación entre filosofía y


teología, un buen modo de empezar es considerar el primer artículo de
la Summa theologiae. Allí se pregunta si los hombres, además de las
disciplinas filosóficas, necesitan también de alguna otra doctrina. Tomás da
por sentado que la filosofía es un elemento válido e incluso necesario para
el bienestar del hombre. Quizá está también suponiendo que su lector haya
recibido ya una formación filosófica. Por otro lado, su respuesta muestra
que juzga la filosofía gravemente insuficiente. Los hombres necesitan de
otra doctrina, que excede el poder de la razón humana y ha sido revelada
por Dios, y la necesitan en vistas de su último fin, meta suprema y
perfección de la vida humana. Pues el fin mismo excede la comprensión de
la razón, ya que se trata de algo sobrenatural: la visión de Dios “cara a
cara”, tal como Él es en sí mismo [Summa theologiae, I-II, q. 3, a. 8].

Es cierto que aun esta tesis —que el fin del hombre excede a la razón—,
se conoce con certeza sólo por revelación. La razón fundamental que
Tomás da de la necesidad de la teología es en sí misma teológica. El
Aquinate no basa la necesidad de la teología, a la que habitualmente llama
“doctrina sagrada”, en verdades filosóficas o en cualesquiera otras verdades
no teológicas. Por norma general, sostiene que la teología, en sí misma, es
totalmente autosuficiente. Algunas de sus enseñanzas dependen de otras
—contiene tanto los principios como las conclusiones— pero ninguna de
ellas depende de principios extraños o tiene que ser verificada a la luz de
conocimientos no teológicos. Sus principios no necesitan ser probados por
la filosofía. Se sostienen en la fe, en la creencia en la Palabra de Dios como
tal.

Sin embargo, Tomás juzga que la filosofía —la filosofía sólida, aquella
consistente con sus propios principios— es de gran utilidad en la teología.
Acude en ayuda de la debilidad de nuestra mente al enfrentarse con la
verdad divina. La teología se sirve de otras ciencias para lograr una “mayor
claridad” de sus enseñanzas. Esto se debe a que «a partir de las cosas que
son conocidas por la razón natural, de las que proceden las otras ciencias»,
el intelecto humano «es más fácilmente llevado de la mano (manuducitur) a
las cosas que superan a la razón, que se transmiten en esta ciencia»
[Summa theologiae , I, q. 1, a. 5, ad 2]. La relación que se establece entre la
teología y las otras ciencias es equivalente a la que se establece entre una
disciplina superior o arquitectónica y las inferiores y subordinadas, como el
arte de gobernar respecto de las artes militares [Ibidem. Véase también I, q.
1, a. 8, ad 2]. Tomás encuentra que la filosofía es útil a la teología por tres
motivos [Super Boetium De Trinitate, pars 1, q. 2, a. 3]: porque le
proporciona semejanzas o analogías que ayudan a comprender lo
sobrenatural a partir de las cosas que son naturalmente cognoscibles;
porque la ayuda a argumentar contra las posiciones contrarias a la fe, ya
sea probando que son falsas o demostrando que no son necesariamente
ciertas; y porque le permite probar los llamados praeambula fidei. Estos
últimos son verdades cognoscibles para la razón que están ligadas a las
verdades sobrenaturales de la revelación, como, por ejemplo, la existencia
de Dios. Estas verdades también han sido reveladas, y los creyentes
pueden muy bien mantenerlas por la fe, pero la revelación misma nos
enseña que la razón puede entenderlas [Romanos 1, 19], y al hacerlas más
evidentes, tal conocimiento facilita su consideración y uso. Podríamos
añadir también una cuarta forma en que Tomás encuentra a la filosofía útil
para la teología: para eliminar los malos argumentos a favor de las verdades
reveladas, como, por ejemplo, los intentos de algunos por demostrar que el
mundo tuvo un comienzo temporal. Tomás piensa que tales argumentos
hacen más mal que bien [Summa theologiae, I, q. 46, a. 2]. En general, la
relación que Tomás ve entre la teología y las otras ciencias es la que se
establece entre una disciplina superior o arquitectónica y las inferiores y
subordinadas, como el arte de gobernar respecto de las artes militares
[Ibidem. Véase también I, q. 1, a. 8, ad 2].

Por lo tanto, que la doctrina sagrada es autosuficiente no quiere decir que


esté meramente aislada de la filosofía, como si nunca hablaran de las
mismas cosas o como si sus modos de discurrir fueran tan extraños entre sí
como para impedir la comunicación entre ellas. Y si la teología utiliza la
filosofía, también estimula el pensamiento filosófico. «Porque cuando un
hombre tiene una voluntad dispuesta a creer, ama la verdad creída, y
reflexiona sobre ella y abraza cualquier razón que para ello encuentre»
[Summa theologiae, II-II, q. 2, a. 10]. En términos más generales, puesto
que el teólogo está seguro de que toda verdad proviene de Dios, juzga que
«el estudio de la filosofía, en sí mismo, es lícito y digno de alabanza, a
causa de la verdad que los filósofos han adquirido por medio de Dios, que
se les revela, como se dice en Romanos 1, 19» [Summa theologiae, II-II, q.
167, a. 1, ad 3]. En este sentido, la filosofía constituye incluso una especie
de germen o anticipo del fin último del hombre, que consiste en la
contemplación de la verdad más alta [Summa theologiae, I-II, q. 57, a. 1, ad
2; I-II, q. 3, a. 6]. Al creyente que filosofa, la revelación ofrece también una
especie de piedra de toque para sus especulaciones, al menos en las áreas
en las que se superponen la filosofía y la teología. Porque en estos asuntos
la razón se mueve con dificultad. Tomás cita a menudo la observación de
Aristóteles en la Metafísica [II.1, 993b10] de que, en relación con las cosas
que en sí mismas son más evidentes, nuestro intelecto es como el ojo del
murciélago en relación con la luz del día [véase, por ejemplo, Summa
theologiae, I , q. 1, a. 5, ad 1]. Un juicio semejante sobre la capacidad de la
razón para conocer las cosas divinas aparece en la bien conocida
explicación de Tomás de por qué la revelación incluye los praeambula fidei.
De no ser así, dice, la verdad sobre Dios que la razón puede descubrir
«sería conocida sólo por unos pocos, después de mucho tiempo, y
mezclado con muchos errores» [Summa theologiae, I, q. 1, a. 1].

Evidentemente, Tomás no fue de ninguna manera el primer pensador


cristiano, ni el único en su tiempo, que reflexionó sobre la relación entre la
doctrina revelada y la filosofía. Los pensadores del siglo XIII prestaron
especial atención al lugar que ocupan la filosofía y la teología con respecto
a la concepción aristotélica de “ciencia”, tal como ésta se define en
los Segundos Analíticos. Tomás sostiene que la teología misma es ciencia
en este sentido (aunque con algunas características peculiares), y en
la Summa theologiae hace un esfuerzo visible para adaptar a ella los
cánones de los Segundos Analíticos. Sin embargo, su opinión de que la
teología es una ciencia le plantea un problema sobre la forma en la que
difiere de la parte de la ciencia filosófica que trata de Dios, y que Aristóteles
llama a veces “teología” [por ejemplo, en Metafísica, VI.1, 1026a19; XI.7 ,
1064b2]. Es cierto que se diferencian por el hecho de que una es revelada y
la otra es obra de la razón natural, pero esto es sólo una respuesta parcial.
Pues las distintas ciencias han de diferir también en sus objetos (subiecta)
propios. Si, como sostiene Tomás, el tema de la teología (la doctrina
sagrada) es Dios, entonces, a pesar de su nombre, la “teología” filosófica
debe tener algún otro objeto (subiectum) suyo propio. Si habla de Dios, esto
debe ser sólo porque y en la medida en que Él pertenece al estudio de ese
otro objeto.

¿Cuál es el objeto de la “teología” de Aristóteles? Esta cuestión fue en sí


misma tema de discusión en la Edad Media. Todos coinciden en que la
teología de Aristóteles es la ciencia establecida en la Metafísica. Como no
sabían que los escritos contenidos en la Metafísica fueron reunidos bajo ese
título sólo después de la muerte de Aristóteles, asumen sencillamente, que
todo en el libro concierne a una sola ciencia. Ahora, en algunos lugares de
la Metafísica, parece que objeto de esta ciencia son las “primeras causas”;
en otros lugares, el objeto parece ser el “ser” en cuanto ser; y en otros, las
“sustancias separadas” divinas —es decir, los seres incorpóreos, vivos e
inmortales, de los que depende la realidad visible. Sobre esta cuestión, los
grandes comentaristas árabes, Avicena y Averroes, no estaban de acuerdo.
Avicena sostuvo que el objeto de la metafísica era el ser. Averroes dijo que
era lo divino. Tomás comparte la opinión de Avicena. El objeto de una
ciencia, dice, es esa naturaleza cuyas causas y atributos se investigan en
dicha ciencia. Las causas no son sujeto de la ciencia; más bien, conocerlas
es el fin o meta de la ciencia [Sententia super Metaphysicam, Proœmium].
Mediante el estudio del ser, la metafísica es llevada a la consideración de lo
divino como a su causa primera y universal.

Por tanto, hay espacio para otra “teología”, cuya objeto es la naturaleza
divina misma. Esa ciencia debe ser revelada, no puede ser obra de la razón
humana. Pues, de nuevo en oposición a Averroes, Tomás niega que la
razón natural pueda alguna vez alcanzar una comprensión adecuada de la
naturaleza de cualquier sustancia puramente incorpórea, menos aún de
Dios, como para ser capaz de generar una ciencia que tenga esa naturaleza
por tema. Piensa que la opinión de Aristóteles, con la que está de acuerdo,
es que la comprensión natural de la mente humana está siempre ligada a
las imágenes —los “fantasmas”— de las cosas sensibles. Con sus solas
fuerzas puede conocer a Dios sólo a través de los fantasmas de
sus efectos [Summa theologiae, I, q. 12, a. 12, ad 2], es decir,
precisamente, como causa de algún otro objeto. Sólo Dios mismo y aquellos
que disfrutan de la visión sobrenatural de su esencia, conocen su naturaleza
como es en sí misma. Por revelación se nos comunica algo de ese
conocimiento. Participamos de él al modo en que el estudiante que todavía
no domina una materia participa del conocimiento que su maestro tiene de
la misma, a saber, recibiendo instrucción del maestro y creyendo en ella.
Incluso para la idea de la fe como una forma de compartir conocimiento,
Tomás se apoya en Aristóteles, que dice que «el que quiera aprender debe
creer» [Aristóteles, Refutaciones sofísticas, c. 2, 165b3; ver Summa
theologiae, II-II, q. 2, a. 3].

4. Lógica y filosofía del conocimiento


Como la mayoría de los escolásticos, Tomás considera importante la
lógica, y tiene mucho que decir acerca de las cuestiones lógicas, en su
mayor parte siguiendo la huella de Aristóteles. Encuentra en los escritos
lógicos del Estagirita un tratamiento sistemático y bastante completo de los
actos de la razón, que son los que constituyen la materia propia de la lógica
[Expositio Libri Posteriorum, lib. I, lect. 1, nn. 1-6]. También aprovecha
desarrollos medievales anteriores, por ejemplo en el campo de la lógica de
los términos.

A veces Tomás llama al sujeto propio de lógica ens rationis, “ente de


razón”, tomado como opuesto al ens naturae, “ente natural” o “real”
[Sententia super Metaphysicam, lib. IV, lect. 4, n. 574 (Marietti)]. No se trata
de ámbitos totalmente separados. Los seres de razón estudiados por la
lógica son las características que se añaden a los seres reales en la medida
en que están “en la mente”, es decir, en la medida en que son entendidos;
características tales como el género, la especie, etc. Porque, aunque la
razón puede conocer cómo son las cosas en la realidad, la forma en que se
encuentran en la realidad no es idéntica a la forma en que se encuentran en
el conocimiento. La lógica no es la metafísica, que trata del ser real en
cuanto tal. Pero puesto que todos los seres reales pueden ser considerados
por la razón, la lógica se asemeja a la metafísica en que se extiende a todos
los seres [ibid.] —aunque, una vez más, sólo en la medida en que se
constituyen en entes de razón. El ser primario o fundamental es el ser real.
Las características lógicas son secundarias —secunda
intellecta o intentiones secundae.

Tomás dice también que pertenece propiamente a la lógica estudiar la


verdad y la falsedad, porque estas se encuentran “en la mente” [Sententia
super Metaphysicam, lib. IV, lect.17, n. 736 (Marietti)]. En su sentido más
propio, la verdad y la falsedad son rasgos de los juicios, es decir, de las
afirmaciones y las negaciones [Summa theologiae, I, q. 16, a. 2]. Un juicio
es verdadero en la medida en que “corresponde” o “se ajusta” a la cosa
juzgada, y es falso en la medida en que no. Esto no quiere decir que el
juicio verdadero se parezca o refleje la cosa; los juicios, ya sean verdaderos
o falsos, son y se ven muy diferentes de las cosas, que no son juicios.
Significa, más bien, que un juicio es verdadero cuando la cosa juzgada tiene
la característica afirmada de ella, o carece de la característica que se le
niega, y falsa en caso contrario. Hay tantas verdades como juicios
verdaderos, aunque hay una verdad, en la mente divina, de la que
dependen todas las demás [Summa theologiae, I, q. 16, a. 6]. Un juicio
verdadero puede llegar a ser falso y viceversa, si la cosa juzgada cambia en
lo que respecta a la característica afirmada o negada de ella [Summa
theologiae, I, q. 16, a. 8]. De los acontecimientos futuros no
predeterminados por causas presentes, nuestros juicios son
proporcionalmente indeterminados con respecto a la verdad y la falsedad
[Expositio Libri Peryermenias, lib. I, lect. 13, nn. 169-175[6-12] (Marietti)].
Sin embargo, hay una verdad sobre estos acontecimientos en la mente de
Dios —no porque los predetermine, sino porque su comprensión de las
cosas temporales, a diferencia de la nuestra, no es ella misma sucesiva o
temporal [ibid., Lect. 14, nn. 191-196[16-21] (Marietti); véase también
la Epistola ad Bernardum]. Este punto, sin embargo, supone cuestiones no
estudiadas en la lógica [Expositio Libri Peryermenias, lib. I, lect. 14, n.
199[24] (Marietti)].

En el ámbito de la lógica se debe mencionar también la doctrina de


Tomás de los nombres análogos. Estos son nombres que no siempre tienen
el mismo significado, como en el caso de los nombres unívocos, pero cuyos
múltiples significados están intrínsecamente conectados de acuerdo con
alguna “proporción” (la palabra griega para proporción es ἀναλογία:
analogía). La enseñanza de Tomás a este respecto ha generado no poca
controversia, tanto en lo que se refiere a su relación con Aristóteles como a
su propio contenido. Como no escribió ningún tratado completo sobre el
tema, hacer una presentación armónica de los numerosos pasajes que
tratan de este asunto no es tarea fácil. Por lo general se los sistematiza con
ocasión de alguna aplicación particular, por ejemplo, del nombre “ser” (ens)
o de los nombres que se atribuyen a Dios. Desde el siglo XVI, su
interpretación ha sido fuertemente condicionada por la obra del cardenal
Cayetano De Nominum analogia (1498), a pesar de que es un error tomar
este trabajo como una síntesis de esos pasajes [Hochschild 2010].
En lo que se refiere a la analogía de “ente”, y en especial a su estatus
cuando se la aplica a Dios, la posición de Tomás fue vigorosamente
contestada por Juan Duns Escoto († 1308) y sus seguidores. Escoto
sostuvo que, a pesar de que “ente” es análogo, debe tener algún significado
único y común que se aplique tanto a Dios como a las criaturas, pues en
caso contrario, todo razonamiento sobre Dios a la luz de las criaturas caería
en la falacia del equívoco. En opinión de Tomás, ningún nombre se aplica
verdaderamente a Dios y a las criaturas según un significado único, y para
el razonamiento válido acerca de Dios, es suficiente la analogía [Summa
theologiae, q. 13, a. 5].

Si la lógica estudia los entes reales en la medida que son conocidos y


están “en la mente”, la mente y su conocimiento pueden ser así mismo
estudiados en la medida en que también ellos son seres reales, factores de
la vida humana. Para Tomás este estudio pertenece a la filosofía del alma, y
por lo que se refiere al conocimiento tanto sensible como intelectual se basa
principalmente en la explicación que propone el De anima de Aristóteles.

En general, el conocimiento humano es un tipo de actividad que se sigue


del ser movido o actualizado un sujeto de una determinada manera por la
cosa conocida. El sujeto tiene la capacidad, el “poder” cognitivo, de ser
actualizado de esta manera, y la cosa actúa sobre él en virtud de una forma
de una especie u otra. La acción de la cosa consiste en imprimir su forma
en el sujeto. Existen diferentes potencias cognitivas, constituidas y
diferenciadas en función de los diversos tipos específicos de formas que
permiten que reciba el sujeto. El tipo de forma que corresponde a una
potencia dada se denomina objeto propio de la potencia. Por ejemplo, el
objeto propio de la vista es el color.

La forma impresa en el sujeto no es lo que se aprehende; lo que se


aprehende es la cosa, a través y de acuerdo con la forma [Summa
theologiae, I, q. 85, a. 2]. Y la forma no está en el sujeto de la misma
manera como está en la cosa. Está en la cosa como una actualización de la
materia corporal de la cosa. Por lo tanto, esta explicación supone el análisis
general hilemórfico de las cosas corporales, como se verá en la próxima
sección. Al actualizar la materia de la cosa, la forma hace que la
cosa sea tal; por ejemplo, azul. Pero el sujeto que ve la cosa azul, no es por
ese motivo azul. La forma “color azul” está en el sujeto, no como una
actualización de su materia corporal, sino “inmaterialmente”, como una
actualización de su potencia cognoscitiva.

Aquello a lo que Tomás se refiere con “inmaterialidad” es algo que se da


en grados, y algunas facultades cognitivas reciben formas más
“inmaterialmente” que otras. Las facultades sensitivas, tales como la vista,
son en sí mismas formas asentadas en los órganos del cuerpo y
actualizaciones de la materia corporal; por lo que la vista hace que un
cuerpo sea un cuerpo que ve. En su caso, la recepción de la forma del
objeto va acompañada de algún cambio material, y la forma está en el
sujeto bajo “condiciones” materiales. Pero la forma misma no es
inmediatamente la actualización de la materia. Es una actualidad más de la
potencia cognoscitiva. Por regla general, para Tomás el conocimiento es
esencialmente una cuestión de inmaterialidad [ver Summa theologiae, I, q.
14, a. 1, I, q. 84, a. 2]. A veces, se dice que su característica esencial es la
“intencionalidad”, tomando este término en el sentido que le fuera dado por
Franz Brentano († 1917), pero esto es una confusión. Tomás tiene una
noción de “ser intencional”, y esta desempeña un papel en su tratamiento de
algunas actividades cognitivas, pero no es la noción de Brentano, y a lo que
se refiere no es a una característica esencial de todo conocimiento,
mientras que la inmaterialidad sí.

La mayor distinción entre las potencias cognoscitivos se da entre los


sentidos, que están asentados en varios órganos del cuerpo, y el intelecto,
que está “separado”. Esto no quiere decir que exista independientemente de
los seres humanos, como sostienen los “averroístas”, sino que es
incorpóreo. Su sede es el alma misma, que es una forma. Su objeto propio
es “lo que es”, la naturaleza o esencia de una cosa —en primer lugar y de
modo más adecuado, de una cosa sensible y corporal [Summa theologiae, I,
q. 84, a. 7]. Dado que la forma del objeto del intelecto está despojada de
sus condiciones materiales, y la materia es “principio de individuación”, el
modo en que el intelecto conoce directamente las cosas corporales es
universal [Summa theologiae, I, q. 85, a. 1]. Esto no significa que el intelecto
piense que las naturalezas corporales existen universalmente, sino que
sabe —universalmente— que existen en los individuos. Y puede conocer a
los individuos corporales mismos, indirectamente, mediante la aplicación de
este conocimiento universal a lo que los sentidos le ofrecen [Summa
theologiae, I, q. 86, a. 1]. De hecho, el mayor uso o ejercicio del
conocimiento intelectual se hace de tal manera [Summa theologiae, I, q. 84,
a. 8].

Que el intelecto humano conoce los individuos corporales sólo


indirectamente se convirtió en un punto de controversia después de la
muerte de Tomás. Mucho más importante para él era la controversia con los
“averroístas”, reseñada más arriba, acerca de si los seres humanos tienen
sus propios intelectos. A pesar de las expresiones empleadas en el párrafo
anterior, para Tomás no es propiamente el intelecto el que piensa, sino los
seres humanos, en virtud de su intelecto. En su opinión, la posición
averroísta conlleva que sea impropio decir “este hombre entiende”.

Para ser más precisos, la disputa se centró en lo que Aristóteles llama


intelecto “posible” o “potencial”. Éste es la capacidad de recibir formas
inteligibles, de las que se sigue el conocimiento intelectual. Aristóteles
también postula la existencia de un intelecto “activo” o “agente”, cuya
función —tal como Tomás la entiende— es volver las formas inteligibles de
las cosas corporales en “actualmente inteligibles”, es decir, capaces de
mover al entendimiento posible. Lo hace “liberando” las formas de las
condiciones materiales de los fantasmas sensibles de las cosas a las que
ellos pertenecen. Esta operación es lo que Tomás llama “abstracción”. Él
piensa que el alma humana tiene el poder para realizar esta operación;
habla incluso de nuestra “percepción” de que estamos abstrayendo [Summa
theologiae, I, q. 79, a. 4]. Que tenemos el poder para hacerlo significa que el
intelecto agente está también asentado en el alma y que no existe separado
de los seres humanos. Tomás sabía que como interpretación de Aristóteles,
la suya era una posición minoritaria (como de hecho lo sigue siendo), pero
tenía sus propias razones para juzgarla filosóficamente válida [ibid.]. En
cualquier caso, puesto que nada que se relacione directamente con la fe
depende de ello, no es tan vehemente al defender este punto como cuando
se trata del entendimiento posible.

Que el objeto proporcionado de la inteligencia humana sea la naturaleza


de las cosas sensibles, no significa que ésta las entienda acabadamente al
primer golpe de vista. Tomás piensa que conocerlas a la perfección es muy
difícil, por no decir prácticamente imposible. Empezamos por una
comprensión muy general y confusa [Summa theologiae, I, q. 85, a. 3]. Lo
primero que captamos acerca de una cosa es la característica más común
que le pertenece de acuerdo a su naturaleza: la característica de “ente”
(ens).

Sin embargo, aunque se trate de algo bastante abstracto e incompleto,


nuestra noción original de “ente” también es la base de una verdad muy
clara y cierta, la primera verdad que alcanzamos: el principio de no
contradicción. Este principio rige toda nuestra búsqueda de la verdad. El
campo de búsqueda es muy vasto. Pues la simple comprensión de “ente” es
también la primera expresión de la enorme capacidad que tiene la
inteligencia de relacionarse absolutamente con todo. No hay nada —ningún
ente— que no sea inteligible, al menos en principio. A Tomás le gusta citar
la observación de Aristóteles de que el alma intelectiva es potencialmente
“todas las cosas”. De hecho, esta es su principal razón para negar que la
inteligencia está asentada en un órgano corporal [Summa theologiae, I, q.
75, a. 2].

Podría parecer que la capacidad de nuestra inteligencia está limitada a


conocer las cosas corporales, porque incluso nuestra noción original de
“ente” se obtiene a partir de tales cosas. Sin embargo, esta noción es tan
esquemática —tan “abstracta”— que ni siquiera implica estrictamente la
corporeidad. Es decir, la idea de un ente incorpóreo no es algo simplemente
incoherente. Y de hecho, una vez que hemos entendido algo acerca de las
cosas corporales, estamos también en condiciones de captar algo
incorpóreo, esto es, el acto mismo de la comprensión. En efecto, a
diferencia de los individuos corporales, nuestra propia actividad intelectual
individual es algo que conocemos directamente [Summa theologiae, I, q. 87,
a. 3]. Esto sucede precisamente porque es algo en sí mismo inmaterial.
Como tal, es también actualmente inteligible en sí. Ninguna abstracción se
requiere para comprenderlo [Summa theologiae, I, q. 87, a. 1, ad 3]. Sin
embargo, comprender plenamente la naturaleza universal del intelecto
requiere una investigación diligente [ibid., co.].

Por otro lado, aunque nuestra actividad intelectual sea inmaterial en sí


misma, su sujeto no es un ser totalmente inmaterial o incorpóreo. Su sujeto
es un ser humano, no una “sustancia separada”. La idea de un ser
totalmente incorpóreo es coherente con la noción de “un ente”, pero no
tenemos experiencia directa de esta clase de entes. Tomás cree que
podemos saber que esos seres existen, en la medida en que podemos
discernir en los seres corpóreos su carácter de efectos cuyas causas no
pueden ser corporales. Pero este enfoque tiene algunas severas
limitaciones. Estos efectos sólo nos permiten formarnos una idea confusa y
general de las causas, no una distinta o adecuada. Expresa más lo que no
son (por ejemplo, cuerpos) que lo que son [Summa theologiae, I, q. 88, aa.
1-2]. Nuestra insatisfacción con tales concepciones es un signo de que
tenemos cierta capacidad para un conocimiento adecuado de los seres
incorpóreos, incluso de Dios [Summa theologiae , I, q. 12, a. 1, I-II, q. 3, a.
8]. Pero su consecución no está totalmente en nuestro poder [Summa
theologiae, I, q. 12, a. 4, I-II, q. 5, a. 5]. Necesita de una ayuda sobrenatural.

Desde un punto de vista moderno, la explicación que Tomás hace del


conocimiento humano puede parecer ingenua, pues simplemente da por
hecho que podemos conocer cosas reales, “extra-mentales”, tal y como
ellas son. Tomás no piensa que, para ser rigurosos, la filosofía tenga que
comenzar con una crítica general del conocimiento, y sólo después, en un
segundo momento, explorar sus contenidos. Aunque sea consciente de la
existencia de formas radicales de escepticismo, les dedica relativamente
poca atención, principalmente porque piensa que nadie puede sinceramente
creer en ellas. Dicho de otro modo, Tomás piensa que hay cosas que todos
conocemos y que no podemos dudar que conocemos (aunque quizás no
sea posible formular razonadamente en modo exhaustivo todas las
cuestiones que atañen a esas cosas), y considera que las argumentaciones
escépticas son meros sofismas.

No obstante lo dicho, la verdadera cuestión no reside en la seriedad con


que se haya de considerar el escepticismo. Desde un punto de vista
moderno, la explicación del conocimiento por parte del Aquinate difícilmente
podrá evitar ser etiquetada de ingenua, porque no forma parte de la
tendencia general de la Modernidad a pensar el conocimiento como
apoyado principalmente en las representaciones mentales de las cosas —
ideas, impresiones o lo que sea—. En efecto, puede ser ingenuo asumir
simplemente que una representación de una cosa presenta la cosa como
ella es, o incluso el hecho mismo que dicha cosa exista. Pero, aunque
Tomás sabe perfectamente que buena parte de nuestra experiencia
consciente implica trabajar con representaciones, rechaza de modo explícito
que ella se alimente primariamente de representaciones. Es decir, como
hemos dicho antes, niega que la forma que inhiere en una potencia
cognoscitiva, aquella por la cual la potencia inicialmente es puesta en acto,
sea lo que en primer lugar se conoce. Dicha forma, cuyo origen se
encuentra en la cosa, es sólo aquello por medio del cual la cosa misma es
conocida.

Sin embargo, quizás el núcleo de la discusión se encuentre justamente


en la noción de que las cosas mismas —las cosas materiales— pueden ser
los determinantes principales de nuestro conocimiento sobre ellas. La
tendencia de la Modernidad es suponer que eso no es posible. Por el
contrario, para Tomás no resultaba difícil pensar que pueden serlo, porque
poseía el concepto de algo capaz de permitirles serlo: concretamente el
concepto de forma —es decir, el concepto aristotélico de la misma, acerca
del cual se abundará más abajo—. Pero este concepto caerá virtualmente
en el olvido con el derrumbamiento del escolasticismo en la Modernidad
temprana. En la actualidad muchos teóricos del conocimiento consideran
que el conocimiento es algo material en sí mismo, y por tanto bastante
semejante en cuanto a su naturaleza a las cosas materiales conocidas. Una
minoría lo consideran algo inmaterial o espiritual. En ambos casos, hay que
garantizar que el conocimiento presupone algún tipo de influencia de las
cosas cognoscibles sobre el sujeto cognoscente. Sin embargo, casi nadie
concibe el conocimiento mismo como un tipo de unión con las cosas, o sea,
como una actividad conjunta de quien conoce y de la cosa conocida. Para
Tomás, aunque el conocimiento de las cosas materiales no se encuentra en
acto en las cosas sino en el sujeto que conoce, se trata sin embargo de una
actualidad no sólo del sujeto cognoscente, sino también de las cosas
mismas en cuanto cognoscibles, es decir, en cuanto poseen una forma.
Ésta es la tesis crucial, que Tomás toma de Aristóteles: «el cognoscente en
acto es la cosa misma conocida en acto» [Sentencia Libri De anima, II, lect.
12, no. 377 (Marietti)]. La asunción de que el conocimiento es la obra del
solo cognoscente ciertamente puede conducir a la necesidad de una crítica
del mismo. Ahora bien, en la actualidad dicha asunción se presupone sin
argumentarla y raras veces se la reconoce explícitamente. Ahora bien, sea
ésta verdadera o falsa, también habría que considerarla ingenua.

Podría parecer que el encuadramiento justo de Tomás se encontraría en


la franja “idealista” del pensamiento moderno. Sin embargo, él no llega al
extremo de identificar el ser mismo de las cosas —es decir, su ser primario,
“natural”— con su ser conocidas. En su ser primario, las cosas materiales
son sólo cognoscibles en potencia, del mismo modo que nosotros, en
nuestro ser primario, somos sólo potenciales cognoscentes. El cognoscente
potencial y lo potencialmente conocido no son uno [Sentencia Libri De
anima, III, lect. 13, no. 788 (Marietti)]. El ser natural de los seres no depende
tampoco del hecho de ser conocido por nosotros. En este sentido, nuestro
conocimiento de los seres es meramente accidental respecto a ellos. Lo que
no es accidental respecto a ellos es el ser conocidos por Dios —aunque
tampoco en este caso se identifica con su ser natural, sino sólo con su
causa primera—. Los seres pueden ser llamados “verdaderos” en un
sentido que no es accidental para ellos solamente porque el hecho de ser
conocidos por Dios no es accidental. Pero éste no es el sentido propio de
“verdadero”. En sentido propio, la verdad está en la mente y no en las cosas
[Summa theologiae, I, q. 16, aa. 1-2].

5. Filosofía de la naturaleza y filosofía del


alma humana
5.1. Noción de filosofía de la naturaleza
Una de las primeras obras de Tomás fue un breve tratado sobre los
principios generales y fundamentales de la realidad física, De principiis
naturae —“Acerca de los principios de la naturaleza”. En él ofrece una
explicación concisa de los principales conceptos y axiomas establecidos en
los dos primeros libros de la Física de Aristóteles, junto con algunas ideas
tomadas de la Metafísica. Sin embargo, aunque sólo años más tarde
comentó estas obras palabra por palabra, y las explicó con mucho más
detalle, a lo largo de toda su carrera estos principios jugaron un papel muy
importante en su pensamiento. Es cierto que el interés de Tomás por la
historia natural no es tan fuerte como el de Alberto, y que el campo de la
filosofía en la que más se destacó es el de la metafísica. Pero, no obstante,
estaba convencido de que la filosofía de la naturaleza era un componente
esencial de un programa de estudios filosóficos integral, e incluso una
condición previa necesaria para el estudio completo y sistemático de la
metafísica.

Para los lectores de hoy estas posiciones no son fáciles de apreciar,


porque la noción misma de “filosofía de la naturaleza” —o “filosofía
natural”— se ha convertido en algo desconocido. No es lo mismo que lo que
hoy llamamos “filosofía de la ciencia”, pues ésta se centra principalmente en
los modos de pensamiento que caracterizan la investigación científica. Lo
más parecido a la filosofía de la ciencia que encontramos en Aristóteles,
sería el tipo de estudios realizados en los Segundos Analíticos. En cambio,
lo que Tomás llama filosofía natural no trata acerca de las ciencias
naturales. Trata de la realidad natural. De hecho, la filosofía de la
naturaleza es, en el sentido que se da a la palabra “ciencia” en
los Segundos Analíticos, ciencia natural.

Sin embargo, si por “ciencias naturales”, nos referimos al tipo de


conocimiento adquirido a través de los modernos métodos de
experimentación, encontraremos poco o nada de esto en Tomás. Lo cual no
significa que su ciencia natural sea mera especulación de salón, que presta
poca atención a la observación o la experiencia. Tomás no llamaría “ciencia”
a la especulación de salón sobre las cosas físicas, sino “dialéctica” (en uno
de los sentidos del término). Pero la experimentación es sólo una forma
especial de adquirir experiencia de las cosas. Aunque evidentemente los
sofisticados instrumentos modernos de observación no existían en su
época, él ciertamente consideraba la observación y la experiencia
esenciales para las ciencias naturales.

También es bastante ajena a su modo de entender las ciencias naturales


la idea de que “el libro de la naturaleza está escrito en el lenguaje de las
matemáticas” (Galileo). Tomás ve la aplicabilidad de los conceptos
matemáticos a las cosas físicas y la importancia de las aplicaciones de este
tipo en algunos campos, como la óptica o la astronomía, pero en general
relega a las matemáticas a un rol muy secundario en el estudio de las
realidades físicas. Tales realidades tienen sus propios principios físicos —
los “principios de la naturaleza”— y estos tienen que ser entendidos en sus
propios términos. No han sido tomados de las matemáticas ni adaptados a
partir ellas. Tampoco se deducen de los principios de la metafísica, aunque
el metafísico tenga la última palabra sobre ellos, como sobre todos los
demás principios filosóficos (véase abajo, 6.1).

Por tanto, Tomás no hace distinción tajante entre la filosofía natural y las
ciencias naturales. De todas formas, divide el estudio de las cosas naturales
en diferentes campos. Lo divide también con arreglo a niveles de
generalidad o especificidad. Su De principiis naturae, como la Física de
Aristóteles, pertenece a un nivel más general, y se centra en las
características más comunes de las cosas naturales. El siguiente apartado
ofrece un esbozo de algunas de sus principales enseñanzas referidas a este
nivel.

5.2. Principios generales


La característica común que define fundamentalmente el campo de la
filosofía de la naturaleza como un todo es la movilidad. Podría pensarse que
debería ser la corporeidad o el ser un cuerpo. No todos los cuerpos, sin
embargo, son naturales. Hay también cuerpos matemáticos y artificiales.
Pero los cuerpos matemáticos, como tales, no son en modo alguno móviles,
y los cuerpos artificiales sólo son móviles per accidens, en virtud de los
cuerpos naturales de que están hechos. Los cuerpos naturales son cuerpos
a los que el movimiento y el cambio pertenecen per se —por sus proprios
principios. Cuando hablamos de lo que un cuerpo hace “por naturaleza”, nos
estamos refiriendo precisamente a esos principios. Aristóteles define la
“naturaleza” como la causa del movimiento o del reposo en la cosa a la que
pertenece primariamente y por sí misma [Física II.1, 192b22-23]. Los
cuerpos de diversos tipos son aptos para moverse de maneras diferentes;
tienen diferentes “naturalezas”. Sin embargo, no todos los movimientos que
experimenta un cuerpo natural son el resultado de su naturaleza específica.
El cuerpo también puede ser movido de modo “antinatural”, por una fuerza
contraria.

Hablando todavía muy en general, todo movimiento o cambio supone


esencialmente dos tipos de factores dentro de la cosa que cambia: algo que
funciona como “materia” y algo que funciona como “forma”. El cambio
consiste en la adquisición o perdida de una forma por parte de una materia,
y, por lo tanto, un comenzar a o dejar de ser de alguna manera. En cuanto
aquello por lo que una cosa es de alguna manera, la forma recibe el nombre
de “acto”; en cuanto aquello que es capaz de tener o no una forma y de ser
o no ser de una determinada manera, la materia es “potencial”[3]. El cambio
también involucra dos factores externos a la cosa que cambia. Debe haber
un agente o un motor que actúa sobre la materia para producir su
adquisición o pérdida de la forma. Y debe haber también un punto de
llegada o un objetivo hacia el que agente tiende al actuar de esa manera,
porque si no tendiera hacia algo, no actuaría de un determinado modo en
vez de otro. Esta es, muy esquemáticamente, la famosa teoría de los cuatro
tipos de causa: material, formal, eficiente y final.
Otro conjunto de distinciones generales relativas al cambio se refiere al
modo de ser o “categoría” que está implicado en el cambio. Hablando con
propiedad quien sufre el cambio es siempre un individuo perteneciente a la
categoría de “sustancia”; es decir, un ser fundamental. De hecho, toda
sustancia es en sí misma una especie de principio, dado que toda realidad
que no es una sustancia se encuadra bajo alguna categoría de “accidente”.
Esto significa que no existe más que como una adición y modificación de
una sustancia. Y la constitución esencial de una sustancia, como individuo
de un tipo específico, es el primer principio del movimiento y el cambio que
le pertenece; es precisamente la “naturaleza” de la sustancia. Pero el
cambio al que una sustancia es sometida, y la forma que esta adquiere o
pierde, puede ser sustancial o accidental. Es decir, el cambio puede ser
respecto de alguna forma y modo de ser accidental en la cosa, por ejemplo
su tamaño o cualidad o lugar; o puede ser el comienzo o la cesación de la
misma existencia de la cosa como un individuo de cierto tipo, a través de la
adquisición o pérdida de su “forma sustancial”.

Tales análisis generales de los fenómenos naturales son fundamentales


para todo lo que sigue, pero, al mismo tiempo, son sólo el inicio. Los
estudios más específicos brindan también mayor información. Esto es así
porque las naturalezas o tipos específicos son irreductiblemente diversos —
no sólo en cuanto al número o a la cantidad de ejemplos que se pueden
proponer, sino también en sí mismos, en sus “fórmulas”. Cada una de esas
naturalezas es un principio por derecho propio. Los fenómenos naturales no
se pueden reducir a una fórmula única o a un único tipo de cosas, o incluso
a unos pocos. Por ejemplo, los fenómenos vitales —los organismos y sus
actividades propias— no pueden, para Tomás, explicarse por completo en
términos de seres no-vivientes. Es cierto que su materia tiene disposiciones
en común con la de las cosas no-vivas, pero dependen sobre todo de sus
formas, que les son propias, y que dan sus proprias determinaciones a la
materia. Las formas de los seres vivos, tienen incluso un nombre especial:
“almas”. Y las diferentes especies de vivientes tienen diferentes tipos de
almas. El número de especies es sumamente elevado.

5.3. La materia prima como pura potencia


La irreductibilidad de las especies naturales se encuentra conectada con
una idea mencionada anteriormente, la idea de la materia prima como pura
potencia. En tiempos de Tomás esta idea provocó disputas entre los
teólogos. Sin embargo, los lectores contemporáneos, que no comparten sus
preocupaciones teológicas, a menudo encuentran desconcertante la idea en
sí misma, porque parece no tener cabida en la ciencia física moderna.
Motivo por el cual, parece apropiado dar una explicación sobre este
particular. Cómo se conecta este asunto con la irreductibilidad de las
especies naturales, debería quedar claro en el curso de la explicación.

Aristóteles introduce la expresión “materia prima” para referirse a la


“primera” realidad de la que están hechas las demás cosas. Con “primera”
se quiere significar que no está hecha de otra cosa [Metafísica, IX.7,
1049a24-26]. Sería el sustrato fundamental y último subyacente al cambio
físico. Es evidente que tal realidad no puede en sí misma llegar a ser o dejar
de existir por un cambio físico. Si lo hiciera, alguna otra cosa subyacería a
aquel cambio y sería la verdadera materia prima. La materia prima debe ser
ingenerable e incorruptible. Esto no quiere decir que no pueda ser creada.
El cambio físico es el paso de un ser a otro. La creación es “a partir de la
nada.” Sin embargo, decir que funciona como el primer sustrato del cambio
no es decir lo que sea en sí misma. ¿Es algún tipo de cuerpo? Esto querría
decir que se trata de algún tipo de sustancia, con su propia forma esencial y
actualidad —una forma, por tanto, anterior a cualquier forma que pueda ser
recibida o perderse a través del cambio. Según Aristóteles, Tales atribuye
esta función al agua, Heráclito la atribuyó a fuego [Metafísica, I.3, 983b6-
984a12].

Ahora, puesto que lo que sea que funcione como materia prima es
ingenerable e incorruptible, si ella misma es una especie de sustancia,
entonces, todos los cambios físicos, y todas las formas que se adquieren o
se pierden a través de ellos, deben ser meramente accidentales. No habría
cambios sustanciales. Y la naturaleza esencial de todas las cosas físicas, su
naturaleza sustancial, será la naturaleza de la materia prima. Todas las
demás características de las cosas físicas serían reducibles a ella. Esto
sería válido incluso si hubiera más de un tipo de cuerpo que sirviera como
materia prima. Estos diversos tipos podrían mezclarse entre sí o estar
dispuestos de distintas maneras, pero nunca llegarían a ser o dejarían de
existir, y todas sus mezclas y arreglos sólo serían accidentales. Aristóteles
nos dice que así es como Empédocles considera a los cuatro elementos,
tierra, agua, aire y fuego [Metafísica, I.3, 984a7-11]. Del mismo modo,
Demócrito postulaba la existencia de una multitud de pequeños cuerpos, de
gran movilidad e indivisibles —“atómicos”, en el sentido original de la
palabra— como el sustrato primario de todos los cambios. Para él las
sustancias reales son los átomos [Metafísica, VII.13, 1039a7-11]. También
en estas posturas, la naturaleza de la materia prima es la naturaleza
esencial del todo físico, y todos los fenómenos físicos son reducibles a ella.

Aristóteles estudió cuidadosamente todas las posiciones anteriores. Pero


al final —y Tomás con él— no cree que se ajusten a lo que vemos en
muchas entidades directamente observables, especialmente las plantas y
los animales. No cuadran, en particular, con la unidad natural de dichas
entidades. Todos los cuerpos tienen partes, pero las partes de un animal o
una planta son intrínsecamente o “por naturaleza” tales partes. No son
como las partes de un cuerpo artificial, p. ej. de una máquina.
Intrínsecamente tienden a permanecer juntas de acuerdo con la forma del
todo y a obrar espontáneamente de una manera que favorece al bienestar
de ese todo, y no existen en modo estable fuera del todo. En muchos casos
la totalidad viviente producirá e incluso reparará algunas de sus propias
piezas. Las totalidades vivientes de un determinado tipo también tienden a
generar otras del mismo tipo. Lo que todo esto significa es que sus
naturalezas son irreductibles a la naturaleza de las cosas inertes. Si fueran
sólo combinaciones de cuerpos sin vida, por ejemplo, los elementos de
Empédocles, no tendrían tal unidad [De anima, II.4, 415b29-416a18]. Son
sustancias por derecho propio. La forma que define a un determinado tipo
de cuerpo viviente no es una mera modificación de alguna sustancia o un
conjunto de sustancias subyacentes. “Penetra” completamente el cuerpo.
No solamente define el todo, sino también cada una de sus partes. Da al
todo y las partes su actualidad sin reservas, su propia existencia. No hay
forma previa o un conjunto de formas subyacentes. Se trata de una forma
“sustancial” (sobre la forma sustancial como forma primera de una cosa,
véase Summa theologiae, I, q. 76, aa. 3 y 4).

Al mismo tiempo, los cuerpos vivos, obviamente, comienzan a existir y


desaparecen. Y no vienen de la nada o desaparecen en la nada.
Comienzan a existir al final de un cambio sufrido por algún otro cuerpo o
cuerpos, y cuando dejan de existir, algún otro cuerpo o cuerpos comienzan
a su vez su propia existencia. Al igual que otros cambios, estos deben ser
analizados hilemórficamente. Un cuerpo natural comienza a existir cuando
empieza a ser actualizado por su forma sustancial, y cesa cuando pierde
esa forma. Pero también debe haber algún factor subyacente a este cambio,
algún sujeto o materia que sea susceptible de la forma sustancial de este
cuerpo y de las formas sustanciales de los cuerpos que lo han precedido y
de las que lo sucederán. Y esta será la materia “primera” o “prima” de las
cosas. No será ella misma una especie de sustancia, ya que es lo que
subyace en el cambio de un tipo de sustancia a otra. No puede ser una
especie de cuerpo en sí mismo. No tiene realidad propia, mas sólo la
actualidad que le prestan esta o aquella forma. No hay nada tal que sea
“sólo por sí mismo”. No es más que pura potencia para la naturaleza de los
cuerpos de varios tipos. Sin duda, se trata de un principio de esos cuerpos,
pero estos no son reducibles a ella. Sus formas son también principios
irreductibles, y, de hecho, preponderantes, ya que determinan las
naturalezas específicas de los cuerpos.

Aunque la pregunta de por qué esta noción de materia prima como pura
potencia no tiene cabida en la ciencia moderna es demasiado amplia para
responderla aquí en su totalidad, pueden hacerse algunas
observaciones[4]. Es claro que la razón no reside en que la ciencia postule
hoy día la existencia de cuerpos indestructibles que subyacen a todo, como
hicieran los predecesores de Aristóteles. Los “átomos” de la ciencia
moderna no son ciertamente cuerpos de este tipo; ni siquiera son
indivisibles. Evidentemente, ninguna de las partículas subatómicas que se
han identificado son indestructibles tampoco. Sin embargo, no hay que
olvidar que en el período naciente de la ciencia moderna, hubo de hecho
teorías que postularon la existencia de este tipo de cuerpos. Descartes, por
ejemplo, sostuvo que la “sustancia” de las cosas corporales no era más que
“realidad extensa” —podríamos decir “cuerpo puro”— ingenerable e
incorruptible. Otros propusieron teorías verdaderamente atomistas. Y al
menos hasta cierto punto, aún hoy la ciencia generalmente procede
descomponiendo fenómenos grandes y complejos, como los que percibimos
directamente, en sus componentes más pequeños o simples; explicando los
fenómenos, en la medida de lo posible, en términos de las propiedades que
esos componentes presentan de forma aislada. En efecto, la ciencia
moderna tiende a tratar a estos fenómenos “como si” fueran mecánicos; de
algún modo en la forma en que, según Aristóteles, la geometría trata las
líneas y figuras como si existieran separadas de las propiedades sensibles o
físicas [véase Metafísica, VII. 10, 1036a11-12; XI.3, 1061a29-b3]. Esto es
legítimo, ya que esas propiedades son meramente accidentales para lo que
concierne al geómetra. Del mismo modo, la existencia de “totalidades
sustanciales” o “formas sustanciales” en la naturaleza puede ser meramente
accidental en lo que concierne a los científicos. Se puede prescindir de
ellas. El científico no necesita negarlas positivamente; su existencia es una
cuestión que simplemente no reviste algún interés especial para él. Y
tampoco la cuestión de la materia prima. Pues esa pregunta gira totalmente
en torno a la cuestión de la sustancia y del cambio sustancial.

5.4. Filosofía natural tomista y ciencia moderna


Evidentemente no es tarea fácil evaluar la relación general entre el
enfoque aristotélico-tomista de la realidad física y el de la ciencia moderna.
Uno podría incluso preguntarse qué sentido tiene hacerlo. Por supuesto, sus
puntos de vista sobre algunos temas son sencillamente obsoletos; por
ejemplo, sobre los cuerpos celestes (que él consideraba incorruptibles), los
cuatro elementos físicos, o el proceso de generación de los animales (y de
los seres humanos). Sin embargo, si volvemos otra vez al nacimiento de la
ciencia moderna, vemos que coincidió con un repudio bastante global de la
filosofía aristotélica, y que tal rechazo fue mucho más allá de sus
descubrimientos estrictamente científicos. Descartes la rechazó por razones
metafísicas; otros, por razones teológicas o aun políticas. Este rechazo tuvo
un impacto cultural enorme, y en relación a esto, parece que vale la pena
formular algunas preguntas. Por ejemplo, ¿ha realmente favorecido este
rechazo al progreso científico? ¿Sirven acaso las técnicas típicas de la
ciencia moderna para responder a la clase de preguntas que interesaban
principalmente a Aristóteles? ¿Hay una especie de síntesis posible o
deseable?[5]. ¿El concepto aristotélico de naturaleza ha quedado realmente
obsoleto, o ha sido solamente condenado al ostracismo?

Un buen ejemplo de esto que estamos diciendo es la explicación de la


generación animal y humana. Aristóteles basó su teoría (De generatione
animalium) en la observación de un gran número de especies animales. Esa
teoría es la fuente de la famosa opinión de Tomás de que el embrión
humano no llega a ser humano hasta pasado un buen tiempo después de la
concepción (Sobre sus puntos de vista acerca de la generación,
véase Summa theologiae, I, qq. 118 y 119. Con todo, Tomás sostuvo
también que el aborto provocado en cualquier momento de la gestación es
un acto gravemente inmoral.) Pero, como Aristóteles sólo podía contar con
lo que era observable a simple vista, su teoría ha resultado ser sumamente
equivocada. Difícilmente puede haber alguna duda de que hoy tanto él
como Tomás reconocerían esto. Sin embargo, mientras que actualmente el
proceso de gestación es algo mucho mejor conocido, la cuestión del
momento de la “hominización” parece menos resuelta que nunca. Al menos
en parte, la pregunta implica cuestiones que las modernas técnicas de
investigación poco ayudan a zanjar. En efecto, se está preguntando en qué
instante comienza a existir una naturaleza humana. Pero, qué
significa naturaleza humana es algo que hoy no resulta nada claro. El
acento debe ponerse aquí en “naturaleza” y no en “humano”; el mismo
problema se plantearía ante la cuestión de cuándo comienza a existir una
naturaleza canina. El problema está en la noción misma de la naturaleza.
No hay acuerdo sobre a qué tipo de entidad se refiere esta palabra en este
contexto, y, por lo tanto, tampoco sobre qué es lo que deberíamos estar
buscando. Para el aristotelismo de Tomás, lo que se debe buscar es algo
muy concreto. Debemos preguntarnos en qué momento sucede que un
cuerpo, que se está desarrollando dentro de un espécimen maduro,
empieza a auto-desarrollarse, mediante un proceso totalmente enraizado en
su propio organismo, dirigido desde dentro suyo. El principio fundamental de
dirección interna es la naturaleza —o más precisamente, su parte
dominante, la forma. Naturalmente, esta respuesta puede ser discutida,
pero el punto es que todavía puede ser tomada en serio. Una señal de esto
es que hay eminentes filósofos contemporáneos que así lo hacen, como por
ejemplo, Marjorie Greene, Hilary Putnam, y Enrico Berti [véase Berti 2011:
35-40].

La concepción de Tomás de la naturaleza específicamente humana es


otro ejemplo de esto. En su opinión, el hombre es definitivamente un tipo de
animal. Lo que principalmente distingue a la especie humana de las demás
es que posee razón o intelecto. Como hemos visto, Tomás considera que el
intelecto humano es completamente inmaterial y que no está asentado en
ningún órgano del cuerpo. Pero esto no significa que el intelecto humano
sea una sustancia y el cuerpo humano otra, los dos siendo meramente
combinados de alguna manera. El intelecto se encuentra asentado en el
alma, y, como también hemos visto, a diferencia de muchos de sus
contemporáneos Tomás insistió en que la forma primaria del cuerpo
humano no es otra que el alma intelectual. Propiamente hablando, el alma
no está unida al cuerpo, como si el cuerpo hubiera sido constituido antes
que ella. El alma está unida a la materia prima, y el cuerpo humano actual
es el resultado de esta unión. En otras palabras, un ser humano es una sola
sustancia. Hoy en día la cuestión entorno a las relaciones “mente-cuerpo”
es ampliamente debatida en los círculos científicos, y está en gran medida
dominada por dos posiciones mayoritarias, el materialismo y el dualismo. La
posición de Tomás es decididamente diferente a ambas.

Sin embargo, no se puede decir que haya sido desautorizada por la


investigación científica reciente. Los científicos sencillamente no la toman
en consideración. En esos círculos, la doctrina hilemórfica es prácticamente
desconocida, y, por lo tanto, también lo es la precisa noción de
“inmaterialidad” de que está acompañada —cuya gradualidad hemos
explicado anteriormente—. Si estas ideas fueron algunas vez “descartadas”
de manera consciente, fue hace casi cinco siglos, por René Descartes. De
hecho, la cuestión mente-cuerpo está casi siempre planteada en términos
cartesianos, aun cuando la respuesta sea anti-cartesiana. Porque casi
siempre se centra en el estado de la “conciencia”, tal como hizo Descartes.
Sostiene que la conciencia es totalmente incorpórea; y, por lo tanto, para él,
incluso la sensación —que (como Aristóteles sabía) normalmente implica
algún tipo de conciencia— era totalmente inmaterial. No era más que un
cierto tipo de “pensamiento”. Es decir, Descartes consideraba que la
sensación y el intelecto tenían esencialmente el mismo modo de ser. Desde
esta perspectiva, la única alternativa a que ambas sean completamente
inmateriales es que ambas sean totalmente materiales; y estas son también
las únicas alternativas en el debate actual. Por el contrario, Tomás sigue a
Aristóteles al juzgar que la sensibilidad y el intelecto son esencialmente
diferentes. Aristóteles no dio esto por sentado. Así como conocía la
existencia de teorías no-hilemórficas de los cuerpos naturales, también
conocía las teorías cognitivas que trataban en bloque a la sensación y el
intelecto (véase, por ejemplo, la Metafísica, IV.5, 109b13). El intelecto es
totalmente inmaterial, pero la sensación —y también la conciencia sensible
— no es ni totalmente material ni enteramente inmaterial. Y tanto la
sensación como la inteligencia pueden ser atributos de una sustancia
corporal porque pueden ser efectos de la misma forma sustancial que hace
que la sustancia exista. Una vez más, el punto es que esta teoría no se ha
vuelto obsoleta debido al desarrollo de la ciencia moderna sino meramente
olvidada, después de haber sido expulsada mucho tiempo atrás por razones
de muy distinto orden.
5.5. El alma humana
Antes de pasar a la metafísica de Tomás, parece ahora adecuado decir
algo sobre su opinión acerca de la esencia del alma humana, pues se trata
de un tema sobre el que reflexionó abundantemente.

Tomás sostiene que el alma humana, a diferencia de otras formas


sustanciales, se puede llamar sustancia en sí misma. Ella “subsiste”
[Summa theologiae, I, q. 75, a. 2]. Es decir, es un genuino sujeto de
existencia, no sólo un principio “por el cual” un cuerpo es tal sujeto. Es un
sujeto de existencia porque es un sujeto de actividad: la del intelecto. Sin
embargo, no es por naturaleza una sustancia completa, sino sólo una parte,
como la cabeza o el corazón. También Aristóteles dice que las partes de las
sustancias pueden ser llamadas sustancias [véase Categorías 5, 3a29-33].
Es sólo una parte, porque su actividad intelectual requiere por naturaleza de
la presencia de la actividad sensible, la cual requiere de un cuerpo. Esto a
su vez se debe a que los objetos proporcionados al intelecto humano son
las naturalezas de las cosas corporales, naturalezas que se nos presentan a
través de los sentidos. El alma es por naturaleza apta para informar un
cuerpo y para darle a ese cuerpo una parte en su existencia. El sujeto
completo de esta existencia, la persona entera, es el cuerpo con el alma. El
alma no es una persona. “Mi alma no soy yo” [Super I Epistolam B. Pauli ad
Corinthios Lectura, c. 15, en la lectio 2].

Por supuesto, el alma también se diferencia de la mano o de la nariz, por


el simple hecho de que es una forma, no un cuerpo. Y aunque incompleta,
su estatus de forma subsistente implica también que puede existir —aunque
no de una manera natural, sino en un estado “mutilado”— aparte de la
materia. Cuando está separada de la materia, la materia ya no comparte su
existencia, es decir, el cuerpo que actualizaba ya no existe. Pero la muerte
del cuerpo no implica la separación del alma de su propia existencia o su
propia muerte. De hecho, no puede perder su existencia directamente o
morir en absoluto, precisamente porque es una forma. Pues «la existencia
se sigue per se de la forma», y por lo tanto, para perder su existencia, el
alma tendría que ser separada de sí misma [Summa theologiae, I, q. 75, a.
6].

Esto no es negar que el alma dependa de Dios para su existencia. Lo


hace, y en teoría Dios podría optar por retirar su influencia causal, en cuyo
caso el alma simplemente desaparecería por completo. Pero no puede
haber tal cosa como un alma muerta o un “alma cadáver”. Un alma
separada continúa siendo, no obstante, una entidad parcial. Puede realizar
algún tipo de actividad intelectual, similar a la de los ángeles, pero sólo de
una manera confusa [Summa theologiae, I, q. 89, a. 1]. Para tener un
conocimiento claro y distinto necesita de la ayuda de los sentidos. Tiene
siempre la naturaleza de una forma que es apta y está inclinada a informar y
dar la existencia a la materia corporal [Summa theologiae, I, q. 76, a. 1, ad
6].

Las almas separadas también siguen siendo siempre distintas las unas
de las otras. Cada una de ellas informó un cuerpo distinto, y separada
mantiene la misma existencia diferenciada que tenía cuando estaba unida a
un cuerpo [Summa theologiae, I, q. 76, a. A.2 ad 2]. Cada una conserva
también una afinidad especial con esa porción particular de materia de la
que fue separada [Summa theologiae, Suppl., Q. 79, a. 1, ad 3]. Su
“reencarnación” en cualquier otra materia sería antinatural para ella [ibid.,
co.].

Sin embargo, aunque volver a reunirse con la misma porción de materia


—la misma persona “de nuevo en pie”— se ajustaría a la naturaleza del
alma, sería también necesario un milagro par que ello ocurriera [Summa
theologiae, Suppl, q.. 75, a. 3]. Tomás cree que ese milagro ocurrirá. Pero a
diferencia de la inmortalidad del alma, no cree que la futura resurrección
pueda ser probada filosóficamente [ibid.]. Esta certeza viene de la fe. La
filosofía puede demostrar que todas las cosas dependen de la voluntad de
Dios y que Él puede hacer milagros, pero no que su voluntad esté
determinada a un tipo concreto de milagros.

De todas formas, lo que se refiere al estudio filosófico de Dios está más


allá del campo de interés de las ciencias naturales o de la filosofía natural.
Lo mismo ocurre con la prueba de la inmortalidad del alma. Pues son
asuntos que miran más allá de lo puramente material, de las cosas móviles,
y se fundan en un principio universal del ser: «la existencia se sigue per
se de la forma». Estas cuestiones son metafísicas.

6. Metafísica
La metafísica es la ciencia filosófica a la que Tomás dedicó sus mejores
esfuerzos y en la que más destacó. Es probablemente también el área de
su pensamiento que ha recibido mayor atención por parte de los expertos.
La literatura secundaria es cuantiosa [véase Villagrassa 2009] y cuenta con
diferentes corrientes de interpretación. El estudio más comprensivo al
respecto es el de Wippel 2000.

Las posiciones de Tomás acerca de varias cuestiones metafísicas ya han


sido mencionadas más arriba. En esta sección se pasa revista a sus
opiniones sobre cuatro asuntos: la relación entre la metafísica y otras
ciencias filosóficas, el especial interés que la metafísica tiene en la realidad
inmaterial, la “distinción real” entre esencia y esse, y la trascendencia de
Dios.

6.1. La relación de la metafísica con otras ciencias


filosóficas
Una manera de acercarse a la concepción de la metafísica que tiene
Tomás es considerar cómo entiende su relación con las otras ciencias
filosóficas. En un sentido, para Tomás, la metafísica es simplemente una
ciencia más entre otras. Pero en otro sentido, constituye por sí misma una
clase aparte.

La metafísica es un ciencia más entre otras en cuanto que, como


cualquier ciencia, constituye un cuerpo organizado de conocimiento
demostrativo acerca de una determinada materia. Ella identifica los atributos
propios de su objeto (subiectum) y los explica a la luz de los principios y las
causas de ese mismo objeto. Cómo hemos mencionado antes, Tomás
concuerda con Avicena, en contra de la opinión de Averroes, en que el
objeto de la metafísica es el ens commune, el ser común. Este sujeto tiene
sus propios atributos. Hay algunas características que no son propias de
una clase particular de seres sino que “trascienden” a cualquier clase
particular y son comunes a todas ellas. Tales atributos “trascendentales” del
ser incluyen la unidad y la multiplicidad, el todo y la parte, el acto y la
potencia, la esencia o “quididad”, la necesidad y la contingencia, y lo bueno
y lo malo, lo verdadero y lo falso.

Lo que Averroes considera como el objeto de la metafísica, es decir, la


realidad “divina” —el ámbito de lo incorruptible, los seres inmateriales que
Aristóteles llama “substancias separadas”— no es para Tomás el verdadero
objeto de la metafísica. Sostiene por su parte que la metafísica presta a este
ámbito una especial consideración, porque contiene los primeros principios
y causas del ser común. Pero la metafísica también considera el ser como
se encuentra en las cosas sensibles y materiales.

Esto significa que, en parte, la metafísica se superpone con la física o


filosofía natural. Esto no tiene nada de especial. Distintas ciencias pueden
muy bien considerar la misma cosa. Lo que las distingue es que se enfocan
en diferentes aspectos de ella o la tratan desde distintas perspectivas. La
visión general de la metafísica es tan diferente de la de la física que Tomás,
nuevamente siguiendo a Avicena, sostiene que hay un sentido en el que la
metafísica —incluso aquella parte que se refiere a los seres materiales—
trata de aquello que es “separado” o inmaterial. Pues de lo que trata es de
la naturaleza del ser. Esta naturaleza no depende en sí misma
estrictamente de la materia. Caso contrario, no podría haber seres
inmateriales. Si la metafísica considera las cosas materiales, lo hace sólo en
la medida en que estas son seres o tienen la naturaleza del ser. La
metafísica examina ese algo que estas cosas tienen de alguna manera en
común con las cosas inmateriales, y se interesa especialmente en cómo las
cosas materiales e inmateriales se comparan con respecto a este aspecto
común. La física, por contraste, considera solo las cosas materiales, y no
precisamente en la medida en que son seres, sino en la medida en que se
mueven, es decir, en cuanto están sujetos al movimiento o proceso
temporal. La física busca identificar y explicar los diversos tipos de
movimiento que se encuentran en las cosas, las maneras en que se
influencian unas a otras a través de sus movimientos, etc. El movimiento es
una característica que depende estrictamente de la materia. No es algo que
los seres materiales comparten en modo alguno con las cosas inmateriales.
Existe algo que podemos llamar una metafísica de los cuerpos, pero no algo
llamado física de los ángeles.

Ahora bien, Tomás no piensa que el ser que se le atribuye a los seres
materiales es exactamente del mismo tipo que el que se atribuye a los seres
inmateriales. Esa sería una visión cuasi platónica. Los entes materiales son
seres según su modo propio, que difiere del de las cosas inmateriales, y el
metafísico trabaja para formular y explicar en qué consiste este modo propio
y para determinar cómo se diferencia del de las cosas inmateriales. De
todas formas, el interés del metafísico en el “lado material” de las cosas
materiales es mínimo. La física presta una gran atención a las precisas
características sensibles y otras disposiciones materiales de las cosas,
porque estas tienen una relación esencial con su movimiento. Por contraste,
el metafísico se conforma con una consideración sumaria de las mismas
[para un ejemplo, ver Sententia super Metaphysicam, lib. VII, lect. 10, n.
1489 (Marietti)], porque ellas contribuyen poco a dar razón del mismo ser de
las cosas [cf. ibid., lib. III, lect. 4, n. 384]. Lo que principalmente le interesa
de ellas es su forma. Por supuesto, el físico está asimismo interesado en las
formas, porque ellas son también principios del movimiento, “naturalezas”.
Pero el físico no se preocupa precisamente de las formas en cuanto
principios del ser de las cosas, ni de su propio estatus como seres.

Más adelante se dirá algo acerca del especial interés del metafísico en la
forma. Sería un error, sin embargo, pensar que el metafísico, según Tomás,
simplemente deja de lado las características sensibles y cinéticas de las
cosas materiales y que trata su ser aislado de éstas. Su perspectiva no es
como la del matemático, que considera la cantidad aislada de tales
características. Pues el “ser”, a diferencia de la cantidad, no es solo una
característica más entre otras tantas que las cosas pueden tener. Todas las
características de las cosas son también seres. De alguna manera existen.
Las cualidades sensibles, el movimiento y la materia en sí misma
considerada son seres también, y el metafísico tiene algo que decir acerca
de su ser. Tendrá algo que decir incluso acerca del ser de los objetos
matemáticos, y también acerca de los objetos de la lógica, los “entes de
razón”.

Esto está conectado con el hecho de que la metafísica es una clase en sí


misma. Esto no significa que ella no tenga nada que ver con las otras
ciencias. Por el contrario, la metafísica tiene una relación única y
fundamental con todas ellas. Si, al considerar el ser de las cosas, la
metafísica no puede simplemente dejar de lado sus características más
propias, tampoco las otras ciencias pueden dejar de lado el ser y sus
atributos como si éstos fueran accidentales para sus objetos. El matemático
puede dejar de lado las características sensibles y físicas de los cuerpos
porque son accidentales para su objeto, que es la cantidad. El hecho de que
algo es de tal tamaño o posee tal cantidad, por sí mismo, no dice nada
acerca de cómo la cosa afecta a los sentidos o de cómo se mueve. Pero el
hecho de que algo es un hombre o una estrella, o incluso de tal tamaño o tal
número, dice inmediatamente algo sobre cómo es, sobre su estatus como
ser. Las otras ciencias no hacen simplemente caso omiso de las nociones
de ser y sus atributos. Constantemente usan estas nociones en sus propias
consideraciones. Pero las toman por descontadas y no se focalizan en ellas.
Ésta es la tarea del metafísico. Trata de alcanzar el significado exacto de
cada noción —la mayoría de las cuales, de hecho, tienen varios significados
—. Esto la habilita para “juzgar” las verdades basadas en estas nociones o
para darles una precisa y rigurosa formulación, pues son las verdades que
se aplican a todas las cosas, las más comunes y por tanto los auténticos
“primeros principios”, como el principio de no contradicción. Clarificándolas,
el metafísico es capaz de defenderlas contra las dudas o las aparentes
objeciones, mostrando que estas descansan sobre algún tipo de confusión e
iluminando la manera en que el objetor mismo debe estar asumiéndolas.
[Summa theologiae, I–II, q. 66, a. 5, ad 4]. Al hacerlo, el metafísico clarifica y
defiende absolutamente toda la actividad científica y filosófica.

En su consideración el metafísico no se limita únicamente a las máximas


generalidades. También examina los objetos propios de las otras ciencias.
Que las otras ciencias den por sentado el estatus de sus objetos como
“seres” significa que dan por supuesta la existencia misma de sus objetos.
Si alguien negara la existencia de su objeto, la ciencia que estudia tal objeto
no tendría nada que decir sobre esta cuestión. Negar el objeto es también
negar la propia ciencia. Parménides, por ejemplo, niega la existencia del
movimiento. Al hacerlo, está llamando al físico, cuyas argumentaciones
asumen siempre el movimiento, al silencio. Responder a Parménides es una
tarea metafísica. En efecto, Parménides está diciendo que la naturaleza del
ser, “lo que existe”, excluye el movimiento. El metafísico tiene que
demostrar que no es así, mostrando cómo la naturaleza del movimiento “se
resuelve” en la naturaleza del ser. Y al hacerlo se da también al mismo
movimiento su formulación definitiva. Aristóteles define el movimiento como
la actualidad de lo que está en potencia, en cuanto que está en potencia
[Física III.1, 201a12]. Comentando esto, Tomás observa que la potencia y el
acto se encuentran entre las “primeras diferencias del ser” [Expositio libri
Physicorum, lib. III, lect. 2, n. 285 (Marietti)]. Pertenecen al ser en cuanto
ser; son metafísicas. El metafísico ha examinado la naturaleza del ser y ha
encontrado en él la distinción entre acto y potencia —una distinción que
Parménides pasó por alto—, y explica el movimiento en términos de esta
distinción. Al hacerlo, confirma la existencia del movimiento.
Tomás considera generalmente que pertenece a la metafísica el
confirmar tanto la existencia como la definición esencial —el “qué es”— de
los objetos de las otras ciencias [Sententia super Metaphysicam, lib. VI, lect.
1, nn. 1147-1151 (Marietti)]. El geómetra, por ejemplo, obtiene la definición
de magnitud o tamaño de la metafísica [ibid., no. 1149]. Y aunque la filosofía
natural pueda obtener directamente definiciones de las cosas físicas a
través de la experiencia sensible, pertenece a la metafísica “determinar”
esas definiciones [ibid.], sometiendo sus términos al análisis más completo.

Lo que esto significa puede ser tal vez ilustrado de la siguiente manera.
La filosofía natural puede definir al hombre como animal racional. La
actividad racional es observable a través de la experiencia sensible, y el
filósofo natural puede decir que lo que distingue al hombre de los demás
animales es que tienen un principio de tal actividad. Desde un punto de vista
metafísico, sin embargo, se pone de manifiesto que “racional” puede
significar tanto el poder de la razón, que es una cierta cualidad, un
accidente, como también el modo substancial de ser, al que tal poder
guarda proporción [Summa theologiae, I, q. 77, a. 1, ad 7]. Sustancia y
accidente son también diferencias del ser en cuanto ser. Es en el sentido de
algo sustancial que “racional” entra en la definición que indica la esencia del
hombre. La distinción entre esencia y potencia puede ser de poco o ningún
interés para el filósofo natural. Él solamente está buscando dar cuenta de la
actividad que observa. La esencia y la potencia obran juntas como
principios de la actividad, y puesto que son totalmente inseparables, poco le
importa al físico que sean o no completamente idénticas. Para el metafísico,
por el contrario, esto importa y mucho. Borrar la distinción entre esencia y
potencia tendría como resultado suprimir la distinción entre creatura y
creador; es decir, entre una simple parte del ens commune y su causa
primera y universal. Sólo en Dios, sostiene Tomás, pueden ser idénticos
esencia y potencia [Summa theologiae, I, q. 54, a. 3].

En resumen, la metafísica de Tomás no sólo se superpone con las otras


ciencias, sino que también las penetra. Ella llega al meollo de todo tipo de
cosas, observándolas desde el punto de vista del ser. Toda ciencia alcanza
la verdad en su campo, pero la metafísica es la ciencia maestra, la misma
“ciencia de la verdad”. Esto se debe a que considera las causas más altas,
aquellas de las que dependen el ser de todas las cosas, y porque el orden
del ser es el mismo que el orden de la verdad [Sententia super
Metaphysicam, lib. II, lect. 2, nos. 290-298]. La metafísica «juzga y ordena
acerca de todas las cosas, porque no puede haber un juicio perfecto y
universal sino por medio de la reducción a las primeras causas» [Summa
theologiae, I-II, q. 57, a. 2], y es por esta razón que juzga y defiende los
primeros principios de todas las ciencias [Summa theologiae, I-II, q. 66, a. 5,
ad 3].

Así, al determinar los principios propios de las otras ciencias, la


metafísica no renuncia a su punto de vista universal. Ella resuelve esos
principios en los principios del ser. Esto es, a su vez, parte de su esfuerzo
por rastrear el origen de las cosas hasta dar con su causa primera y
universal. Y es sobre todo esta actitud la que la pone en una categoría
aparte [véase Summa theologiae, I–II, q. 57, a. 2]. Las otras ciencias se
centran en causas particulares, en las causas que hacen referencia a un
aspecto restringido de la realidad. Éstas son las causas por las que primero
nos preguntamos y somos capaces de descubrir. Eventualmente, vemos
que ellas también necesitan una explicación, lo que es lo mismo que decir
que sólo son causas causadas, causas secundarias. Sin embargo, para
Tomás es importante señalar que, al elevarnos a la causa primera y
universal del ser, no estamos anulando las causas inferiores. Tampoco
estamos dejándolas de lado, apelando a fenómenos que ellas no explican y
que indican una causa adicional y más oculta. Tal causa sería meramente
una causa más junto a las otras, una causa particular con su propio campo
particular de influencia. El Dios de Tomás no es un God of the gaps (“Dios
que tapa los huecos”). Esto es muy claro en sus “Cinco Vías”
[véase Summa theologiae, I, q. 2, a. 3, esp. ad 2]. Y es sólo en la
consideración de Dios como la causa más alta que la búsqueda de la
comprensión alcanza su fin. Tal consideración, por lo tanto, merece un
nombre distintivo, la “sabiduría”. Entre las ciencias filosóficas, sólo a la
metafísica se aplica este nombre sin otra cualificación.

6.2. Metafísica, realidad inmaterial y ángeles


Si cuando trata de las cosas materiales la metafísica no renuncia a su
perspectiva universal, tampoco pierde de vista su principal campo de
interés, que son las cosas inmateriales. Tomás dice que la metafísica se
ocupa de las sustancias materiales en tanto que son sustancias y seres, y
en tanto que a través de ellas somos “guiados como de la mano” al
conocimiento de las sustancias inmateriales [Sententia super
Metaphysicam, lib. VII, lect. 11, n. 1526 (Marietti)]. La metafísica se ocupa
especialmente de la realidad inmaterial en cuanto tal. En parte, esto se debe
simplemente a que no hay otra ciencia que trate de este asunto. Las otras
ciencias se centran en cosas que existen sólo en la materia. Pero también
se debe a que lo inmaterial tiene una especial conexión con la naturaleza
del ser en cuanto ser.

El metafísico encuentra esta conexión en su análisis de las mismas cosas


corporales. Dijimos que la metafísica de Tomás está principalmente
interesada en las formas de tales cosas. Una forma puede inherir en la
materia, pero no contiene en sí misma materia. El metafísico está
interesado en la forma porque su objetivo es el ser. Aunque el ser de una
cosa material depende tanto de su materia como de su forma, depende
mucho más verdadera y propiamente de la forma. Esto se debe a que “un
ser”, en el sentido propio, significa algo en acto [Summa theologiae, I, q. 5,
a. 1, ad 1], y cada cosa está en acto a través y de acuerdo con su forma. La
materia es sólo potencia. Es posible que no todo ser actual tenga materia,
pero todos tienen una forma. La forma es una de las causas del ser en
cuanto ser, y Tomás dice que la metafísica “máximamente” considera la
causa formal [Sententia super Metaphysicam, lib. III, lect. 4, n. 384
(Marietti)]. También encuentra que la bondad de una cosa, su causalidad
final, se “funda” en su forma [Summa theologiae, I, q. 5, a. 4, c. & ad 1].

Es considerando a la forma como “causa del ser de la materia”, juzga


Tomás, que podemos discernir la posibilidad misma de que haya seres que
existen separadamente de la materia. Pues por lo general, «en las cosas
que están tan relacionadas entre sí, al punto que una es la causa del ser de
la otra, aquello que funciona como causa puede tener el ser sin la otra, pero
no a la inversa» [De ente et essentia, c. 3; véase De separatis substantiis ,
c. 8]. Es decir, la “naturaleza misma de la forma” no depende de la materia.
Por supuesto que muchos tipos específicos de forma dependen de la
materia. Pero investigando las formas de las cosas corporales, el metafísico
también encuentra que algunas dependen de la materia menos que otras.
Por ejemplo, la forma de un ser vivo —su alma— lo mantiene en el ser a
través de un flujo constante de materia. La forma no está estrictamente
ligada a la porción de la materia en la que inhiere en este preciso momento.
Además, como hemos visto, las almas de los animales y de los hombres
son principios de actividad que “se elevan por encima” de la materia —esto
es, la actividad cognoscitiva y apetitiva. Y con el alma humana, cuya
actividad intelectual es en absoluto intrínsecamente material, alcanzamos
una forma que “subsiste”, un genuino sujeto del ser por derecho propio. Más
aun, el intelecto en sí tiene una conexión especial con el ser. Su objeto
propio es el ser universal, y es “de alguna manera todas las cosas”. Las
características trascendentales de la verdad y la bondad se atribuyen al ser
en vista de su relación con el alma intelectual [De veritate, q. 1, a. 1]. El
individuo intelectual, como tal, también goza en un alto grado de causalidad
final o bondad; es un ser “libre”, fin de sí mismo [Sententia super
Metaphysicam, lib. I, lect. 3, nn. 58-60 (Marietti); Summa theologiae, I, q. 21,
a. 1, ad 3]. Gracias a tales consideraciones, la mente es “llevada como de la
mano” hacia la idea de que los primeros seres, las más altas causas, son
inmateriales.

No es de extrañar, entonces, que Tomás diga que, mientras la metafísica


no considera las sustancias materiales en cuanto son materiales, sino sólo
en la medida en que son sustancias y seres, ella considera las sustancias
inmateriales, precisamente en cuanto son inmateriales [Sententia super
Metaphysicam, lib. VII, lect. 11, n. 1526 (Marietti)]. Con “inmaterialidad”
Tomás no se refiere sólo a una negación, a la ausencia de materia. Aunque,
en su opinión, la materia no es positivamente mala, hace de límite o
“contrae” las formas que inhieren en ella, en sí mismas y en su eficacia.
“Inmaterialidad” es sinónimo de un alto grado de perfección de la forma; ser
inmaterial es ser una forma subsistente. Así, Tomás argumenta que, puesto
que Dios es el “primer” ser, anterior a todos los demás, y dado que todo
acto es anterior a la potencia, Él debe estar totalmente en acto y de ninguna
manera en potencia, y, por tanto, debe ser absolutamente inmaterial. Y esto
es equivalente a decir que Él es “esencialmente una forma” [Summa
theologiae, I, q. 3, a. 2; cf. a. 1]. En efecto, esto significa que Dios es «en el
máximo grado posible una forma simple» [Summa theologiae, I q. 13, a. 12,
obj. 2]. Al estar Dios “en la cima de la inmaterialidad” también está «en la
cima del conocimiento» [Summa theologiae, I, q. 14, a. 1].

En la visión metafísica de Tomás, sin embargo, Dios no es en absoluto el


único ser que existe separado de la materia. Anteriormente hemos
mencionado su desacuerdo con la opinión de que todas las cosas
subsistentes excepto Dios contienen algún tipo de materia. Junto con esto,
es oportuno señalar que Tomás a menudo sigue a Aristóteles al decir que la
metafísica se ocupa de las más altas “causas” en plural. Esto puede parecer
extraño, ya que, obviamente, Tomás sostiene que sólo hay un Dios, un
“primer ser” del que depende todo el orden de los seres. Se podría
conjeturar que está pensando en el hecho de que aunque Dios es un único
ser, ejerce diversos tipos de causalidad: eficiente, ejemplar y final [Summa
theologiae, I, q. 44]. A veces, sin embargo, resulta claro que entre las
“causas universales y primeras del ser”, Tomás quiere incluir no sólo a Dios
sino también a otras sustancias separadas llamadas “inteligencias” [véase,
por ejemplo, Sententia super Metaphysicam, Proem.]. Tomás las identifica
con lo que los teólogos llaman ángeles. Pero, desde ya, los ángeles son
supuestamente seres causados, criaturas. Por eso, podría parecer como si
Tomás desdibujara la diferencia entre la creatura y creador, haciendo de
Dios un mero “primero entre iguales”.

Ahora bien, la “causalidad universal” que Tomás atribuye a los ángeles


sólo tiene una universalidad cualificada. No son causas del ens
commune como un todo. En ese caso, serían causas de sí mismos.
Ninguna criatura puede ser causa de la misma “naturaleza del ser”, ni puede
causar todo lo que pertenece al ser de una cosa. No puede producir algo ex
nihilo o crear [véase Summa theologiae, I, q. 45, a. 1, esp. ad 1], y no puede
producir materia prima [Summa theologiae, I, q. 65, a. 3]. Pero los ángeles
tendrían una cierta causalidad universal con respecto a las cosas
materiales, al menos en lo que respecta a su movimiento. Tomás sigue a
Aristóteles al plantear la existencia de una multitud de sustancias separadas
que serían las causas inmediatas de la rotación perpetua de los cuerpos
celestes. La primera causa es Dios, pero Tomás cree que las rotaciones
probablemente son ejecutadas por las sustancias separadas menores que
actúan bajo el comando de Dios[6]. En la tierra todos los movimientos
dependen de la influencia de los cuerpos celestes, y entre los movimientos
terrestres se incluyen los procesos cíclicos a los cuales todas las cosas
generables y corruptibles, que son cosas terrestres, están sujetas. Por lo
tanto, gobernando todos los movimientos terrestres, los ángeles cooperan
con Dios en la conservación del ser mismo de todas las cosas generables y
corruptibles. De esa manera tienen un cierto tipo de causalidad universal
cualificada incluso con respecto al ser. Esto está vinculado a su
inmaterialidad, porque está ligado a su intelectualidad. Pueden trabajar para
conservar ese tipo de cosas porque las conocen [Sententia super librum De
caelo et mundo, lib. II, lect. 13, nos. 417–418], habiéndoles sido infundido
este conocimiento en la mente por el creador [Summa theologiae, I, q. 65, a.
4].
Evidentemente, la cosmología de Tomás es obsoleta. Pero muchos
intérpretes del siglo XX han sostenido que incluso en el pensamiento
puramente filosófico de Tomás, los ángeles tienen, en el mejor de los casos,
un papel poco seguro. La única base firme para afirmar su existencia sería
la Revelación. Esto se debería principalmente a que su filosofía llega a una
causa primera que es omnipotente, capaz de dar el ser a cualquier cosa que
pueda ser [Summa theologiae, I, q. 25, a. 3]. Cualquier efecto visible que
pueda presentarse a posteriori para demostrar la existencia de los ángeles,
como por ejemplo las rotaciones celestes, podría siempre haber sido
causado directamente por Dios. Es cierto que Tomás ofrece también
argumentos a priori, de las causas a los efectos [Summa theologiae, I q, 50,
a. 1; De spiritualibus creaturis, q. un., a. 5]. Pero estos no están basados en
la propia causa eficiente. Esa sería Dios, y Dios actúa libremente, es decir,
sin estar jamás determinado por naturaleza a producir ningún tipo de efecto
particular. Esto significa que los efectos que no podemos ver o deducir a
partir de lo que vemos pueden ser conocidos con certeza sólo por la
Revelación. Los argumentos a priori de Tomás parten de una causa final,
una causa remota —un fin general o bien que puede suponerse que el
creador busca en las criaturas y que requiere de los ángeles—. Los
intérpretes encuentran que estos argumentos demuestran solamente la
posibilidad de la existencia de los ángeles, pero no puede decirse que
estrictamente la prueben.

Un estudio reciente, sin embargo, ha mostrado de manera persuasiva


que, mientras Tomás parece considerar el movimiento celeste sólo como
una probable evidencia de la existencia de los ángeles, contempla los
argumentos a priori como pruebas sólidas de la misma [Doolan 2012]. Y en
todo caso, debemos tener en cuenta lo que Tomás mismo estima como
implicaciones de la causalidad omniabarcante de Dios. Toda la
argumentación de Summa theologiae I, q. 50, a. 1 apunta a señalar que la
perfección de la causalidad de Dios, lejos de hacer innecesarias o dudosas
otras causas, ofrece un motivo más para suponerlas —especialmente la de
aquellas cuya causalidad más se parece a la suya, puesto que tienen un
objeto universal, “no determinado por el aquí y ahora”—.

En la siguiente sección se explica cómo fundamenta Tomás la distinción


entre los ángeles y Dios. Pero debemos hacer ahora una advertencia, que
se refiere también a la causalidad universal de Dios. A veces se dice que la
doctrina de la creación hace de todo, excepto Dios, algo “radicalmente
contingente”. Dios sería el único ser necesario. Decididamente no es este el
punto de vista de Tomás. Lo necesario y lo contingente, dice, son divisiones
o grados del ser en cuanto ser, y ambos son efectos de Dios. Ciertamente el
Dios de Tomás es libre, puesto que tiene en sí mismo el poder de crear o no
crear; pero no todas las criaturas tienen en sí mismas la potencia de ser o
de no ser. Algunas, como los ángeles, sólo tienen potencia para ser. Son
incapaces de no ser, son necesarias, si bien se trata en su caso de una
necesidad causada [Summa theologiae, I, q. 50, a. 5, ad 3; cf. I, q. 2, a. 3,
“Tercera Vía”].

6.3. La “distinción real”


La necesidad de Dios no es causada. Esto es así porque su ser, su esse,
no es causado. No es el efecto de ninguna otra cosa, ya sea exterior o
incluso interior a Él. Es verdad, como hemos visto, que Tomás insiste en
que Dios tiene —o mejor, es— una forma. Hemos visto también que la
forma es generalmente una “causa del ser”. Sorprendentemente, Tomás no
rechaza por completo utilizar el lenguaje de la “causa formal” para referirse
a lo que sucede en Dios [Summa theologiae, I, q. 39, a. 2, ad 5]. Pero esto
se debe solamente a que una causa formal no necesita ser distinta de
aquello de lo que es causa [ibid.]. En cualquier cosa inmaterial, la forma no
es distinta de aquello que tiene el esse según ella. La cosa no adquiere
el esse por medio de un principio formal distinto de ella, sino que ya es
simplemente un ser [Summa theologiae, I, q. 75, a. 5, ad 3]. Y en Dios, la
forma no es ni siquiera distinta del esse mismo. Dios, su forma, y su esse no
se distinguen en Él de ninguna manera. Se distinguen solo en nuestros
conceptos.

Así es como en primer lugar contrasta Tomás a Dios con las criaturas en
general. En todas las criaturas, la cosa que es, quod est, es realmente
distinta de y entra en composición con su esse, su quo est. Es sobre todo
en el contexto de la diferenciación entre las criaturas inmateriales y Dios, sin
embargo, que Tomás invoca la “distinción real”. De las otras criaturas ya se
diferencia por el hecho de ser éstas materiales.

La distinción real ha sido objeto de numerosísimas discusiones a lo largo


de los siglos, con respecto a diversas cuestiones: su validez, cuán original
es Tomás al hablar de ella, su mismo significado. Muchos son los modos en
que el mismo Tomás trata del tema y entre estos se aprecian variaciones
significativas. Wippel ofrece un panorama muy completo [Wippel 2000: 132–
176]. El objetivo principal de la exposición siguiente, por fuerza incompleta y
selectiva, es simplemente dar una idea de la complejidad del tema.

Un primer punto a considerar es el significado de “esse” (ser) en este


contexto. Tomás encuentra que la palabra puede significar distintas cosas.
Una es la verdad de una proposición. Por ejemplo, al decir que el mal “es” o
existe, nos referimos a que se dice con verdad de algo [Summa theologiae,
I, q. 48, a. 2]. La verdad de una cosa, sin embargo, no está en la cosa
misma, sino en la mente. La “distinción real” se encuentra entre los factores
que componen la cosa misma. No es lo mismo que la distinción que se da
en la mente entre el concepto de una cosa y su juicio de que la cosa existe.
A veces —sobre todo en las primeras obras— Tomás presenta una cierta
correlación entre estas dos distinciones [Wippel 2000: 137–150], pero es
importante notar que allí se está refiriendo, no a cualquier concepto de una
cosa, sino a aquel que expresa perfectamente su esencia, lo que es. De no
ser así, la distinción real se encontraría también en Dios, ya que nuestro
concepto de Dios —que es un concepto deficiente— difiere de nuestro juicio
de que Él existe [Summa theologiae, I, q. 2, a. 1; I, q. 3, a. 4, ad 2].

Otro significado de esse hace referencia a la propia esencia de una cosa,


“lo que es”. Tomás encuentra que Aristóteles usa a menudo “esse” (einai)
en este sentido. La esencia de una cosa (que no se identifica con el
concepto que la representa) está sin duda en la cosa misma. Y, en efecto,
Aristóteles señala que en muchas cosas —todas ellas corpóreas— la cosa
en sí no es idéntica a su esencia. Qué es lo que Aristóteles quiere decir con
esto fue tema de discusión ya en el tiempo de Tomás (y lo sigue siendo
actualmente). Averroes sostuvo que la esencia de una cosa no es más que
su forma. Tomás sostiene que en lo corporal, la esencia incluye también la
materia —pero sólo hasta cierto punto—. La esencia incluye todo lo
significado en la definición de especie de una cosa, y esto abarca no sólo la
forma específica sino también los factores materiales requeridos por la
forma y comunes a todos los miembros de la especie. Lo que cae fuera de
la esencia son los factores materiales que no están determinados por la
forma y que distinguen a cada miembro de los otros. Tanto para Averroes
como para Tomás, sin embargo, las cosas que no son más que formas,
como las sustancias separadas, son realmente idénticas a sus esencias.
Pero la “distinción real” de Tomás se refiere al esse todavía en un tercer
sentido, de acuerdo con el cual difiere realmente de la esencia, incluso en
las criaturas que son formas puras. En este sentido, el esse no es la propia
esencia, y ni siquiera es parte de ella. Es más bien la actualidad
misma de la esencia y de la propia forma. Es esto lo que Tomás llama
ocasionalmente “actus essendi”.

Averroes negó la existencia de tal cosa. Al hacerlo pensaba en Avicena,


que de hecho ya había distinguido entre esencia y esse, presentando a la
esencia como la cosa meramente “posible” y al esse como algo accidental a
ella. Averroes sostuvo que el único esse que es distinto de la forma de una
cosa y accidental a ella es el esse considerado en el sentido de verdad,
pues la verdad está fuera de la cosa. Tomás, por su parte, niega que
el actus essendi sea accidental a la esencia. No es otra naturaleza o forma
añadida a la esencia, como en el caso de las categorías accidentales. Antes
bien, es sustancial y pertenece a la cosa per se, siendo «constituido a
través de los principios de la esencia» [Sententia super Metaphysicam, lib.
IV, lect. 2, n. 558 (Marietti)]. Pero no es la esencia ni tampoco el principio
dominante de la misma, es decir, su forma. Tomás no dice exactamente que
la esencia es la cosa “posible”, sino que dice más bien que ésta se relaciona
con el esse como la potencia al acto. Incluso la esencia de una forma
subsistente creada, es decir, de un ángel, se relaciona con su esse de esta
manera.

Si Averroes no veía tal distinción, era sin duda en parte porque pensaba,
con Aristóteles, que la forma en sí es acto. ¿Cómo puede ser ésta entonces
potencia para algún otro acto? Esta pregunta plantea una duda sobre la
propia coherencia de la perspectiva de Tomás, porque el propio Tomás
insiste en que la forma, en cuanto forma, es acto [Summa theologiae, I, q.
75, a. 5]. La cuestión de la coherencia también se ha planteado en términos
históricos más amplios [Brock 2006]. La distinción entre forma y esse se
puede rastrear a través de una larga línea de pensadores neoplatónicos,
varios de los cuales han influenciado directamente a Tomás, como por
ejemplo, el mismo Avicena, Proclo, y Boecio. Esta influencia se manifiesta
en el lenguaje de la “participación” que a menudo Tomás utiliza en la
formulación de la distinción. Sólo Dios es su esse y es ser (ens) por su
misma esencia; todos los demás seres “participan” en su esse y son seres
únicamente por participación. Esto suena casi como si Dios fuera una “Idea”
platónica de ser. Y estas afirmaciones son difíciles de cuadrar no sólo con la
concepción aristotélica de la forma como acto, sino también con sus críticas
a la concepción platónica del ser. Desde un punto de vista aristotélico,
Tomás parece estar convirtiendo el ser en algo demasiado uniforme o
unívoco, haciéndolo reducible a una sola esencia. También parece estar
comprometiendo la trascendencia de Dios, ya que todo estaría
compartiendo Su misma esencia.

Sin embargo, Tomás cree estar expresando una opinión compartida por
Platón y Aristóteles [Summa theologiae, I, q. 44, a. 1; De substantiis
separatis, c. 9]. En lo que respecta a la cuestión de la “uniformidad” de su
manera de entender el esse, puede ser útil ver un poco más en detalle
cómo entiende la “participación” de las criaturas en el esse. Esto nos trae de
vuelta a la cuestión de cómo la forma creada puede ser esencialmente acto
y, al mismo tiempo, potencia para el esse. La trascendencia del Dios de
Tomás será considerada en el apartado siguiente.

Que una criatura “participa” en el esse significa que el esse no es idéntico


a la criatura, sino algo recibido en ella. Esto se ve en el hecho de que
el esse de una criatura es siempre, en cierto sentido, “parcial”. Ninguna
criatura singular contiene toda la perfección que un ser podría tener. Si lo
hiciera, sería capaz, por sí sola, de producir todos los tipos posibles de los
seres. Sería Dios. Tomás explica la parcialidad del esse en una criatura
diciendo que es recibido en algo distinto de él. Se trata de algo análogo al
modo en que una forma recibida en la materia es contraída y limitada por la
materia. Un ser humano individual es sólo una parte de la humanidad; la
forma humana se extiende más allá de cualquier individuo determinado,
siendo limitada por la materia del individuo a unas particulares condiciones
de tiempo y lugar. Sólo cuando está en la mente —sin materia— se refiere a
la entera especie. De manera semejante, subyaciendo al esse de una
criatura, hay un factor que lo condiciona y lo limita. Y tal factor se relaciona
con él como la materia se relaciona con la forma, es decir, como la potencia
con el acto.

La materia de una criatura corporal es en sí misma un factor tal, limitante


y condicionante de su esse. Pero Tomás insiste en que la forma creada es
también un factor limitante y condicionante del ser. Pues cada una de las
cosas que tienen distintas formas tiene alguna perfección con las que las
demás no cuentan, y la materia por sí sola no puede ser la razón de este
hecho. Incluso las formas menos perfectas tienen alguna perfección de la
que carecen las más perfectas. En conjunto, el hombre es más perfecto que
otros animales, pero estos disfrutan de características que él no tiene. Y
nuevamente, ni siquiera las más altas, las formas puras, tienen lo que se
necesita para producir todo lo demás. Tomás dice que el esse de cada
criatura está “determinado a” alguna naturaleza especial [Summa
theologiae, I, q. 50, a. 2, ad 4] o “terminado en” tal o cual especie [De
potentia, q. 1, a. 2]. Para un ángel, ser es ser tal tipo de ángel; para un
caballo, es ser ese tipo de animal; y así sucesivamente. Esto es así porque
el esse es recibido de acuerdo con la condición de la forma de la cosa.

En estas consideraciones Tomás parece estar concibiendo el esse como


algo no del todo uniforme. En cada caso, el esse es “constituido a través de
los principios de la esencia”. El esse creado se presenta en diversos grados
de perfección del ser, y las diferencias no son meramente cuantitativas, sino
también, por así decirlo, cualitativas. En cosas diversas el esse en sí mismo
es algo diverso. Qué es en concreto, es, en cada cosa, una función de lo
que la cosa es en sí misma, directamente proporcional a la composición
esencial de la cosa, y, más inmediatamente, a su forma.

Esto a su vez significa que la relación de la esencia o la forma con


el esse se asemeja a la relación de la materia con la forma sólo hasta cierto
punto. La materia de una cosa es la potencia de su forma, y es ella la que
recibe y condiciona la forma; pero la forma no es una función inmediata de
la misma. La materia es potencia para muchas diversas formas. Es una
potencia indeterminada. La forma que tiene no se sigue de ella per se, sino
que depende de cómo ha sido actuada sobre ella. La materia puede
también ser separada de la forma que tiene y recibir otra en su lugar. Tener
esta forma y no otra es para ella algo accidental. Por el contrario, una vez
que una forma se ha producido, el esse proporcionado a ella está ya
determinado, y se sigue en ella de modo inmediato y de manera
inseparable.

No es que la forma de una cosa sea la causa eficiente de su esse. No


produce el esse; más bien la causa eficiente da el esse a una cosa dándole
su forma, a través de la cual, inmediatamente, se recibe el esse. Tomás
dice que Dios no crea ninguna cosa por medio de alguna causa eficiente
secundaria, pero que crea la cosa —le da el esse— por medio de una causa
formal [De veritate, q. 27, a. 1, ad 3]. El agente le da la forma, y le da
el esse través de la forma. La forma sólo “da el ser” a causa de la influencia
del agente. Sin embargo, el ser se sigue inmediata y necesariamente, per
se, a la forma. Esto se debe a que la presencia misma de la forma ya
supone la influencia del agente.

Por ejemplo, el esse que es proporcional al tipo de forma que se llama


alma es una vida [Sentencia Libri De anima, II, lect. 7, n. 319 (Marietti)].
Para un alma dada corresponde una sola vida. Una forma es una potencia
determinada para el esse. No puede tener un esse distinto del que tiene. Y
no puede ser separada del que tiene. Un ser vivo, para perder su vida, debe
perder su alma. La vida se sigue del alma per se, y el esse se sigue de la
forma per se. Esta es precisamente la razón por la que las formas
subsistentes —el alma humana y los ángeles— son incorruptibles, carecen
de potencia para dejar de ser. En cuanto potencia, su forma limita su ser;
pero es estrictamente potencia para ser, no para no ser. Esto es
decididamente una perfección, el poder ser —virtus essendi [Summa contra
gentiles, lib. I, c. 22, n. 174, y lib. II, c. 30, n. 73 (Marietti); Sententia super
librum De caelo et mundo, lib. I, lect. 6, n. 62 [5] (Marietti)].

Por último, parece ser, precisamente, en este sentido, que, para Tomás,
la forma es esencialmente “acto”. «Toda cosa que sea es un ser (ens) en
acto a través de la forma, por lo cual cada forma es acto» [De spiritualibus
creaturis, q . un., a. 3]. No hay dos actos. La forma no tiene ningún tipo de
actualidad propia anterior al esse que ella trae. Más bien, el término “acto”
tiene dos significados. El principal es esse. Algo está “en acto” sólo en la
medida en que tiene esse. Pero el esse es siempre según una forma, y aun
cuando la forma es distinta del esse y es potencia para el esse, éste se
sigue inmediatamente de la forma, per se. Y así, en un sentido secundario,
tal forma también es “acto”: aquélla por la cual, per se, una cosa está en
acto. El esse es como si fuera la misma actualitas de este acto. Sin
embargo, no parece del todo correcto decir que, para Tomás, la forma es
secundaria en cuanto forma, o incluso que es secundaria en el sentido más
propio de “forma”. Porque Tomás postula una forma que es idéntica a
su esse, y que es forma “en el máximo grado”. Esto es concebible, porque
el esse mismo es lo «más formal de todo» [Summa theologiae, I, q. 7, a. 1].

No es este el lugar para evaluar la validez de la distinción que hace


Tomás entre esencia y esse. Lo que debe quedar claro, sin embargo, es
que se trata de una distinción extremadamente fina, especialmente cuando
se refiere a las criaturas cuyas esencias son simples, las formas
subsistentes. Forma y esse no son exactamente lo mismo, pero se
encuentran estrechamente proporcionadas la una a la otra, y son totalmente
inseparables. Sin embargo, Tomás considera que su distinción es suficiente
para constituir una diferencia clara entre cualquier criatura y Dios; una que
resulta ser ciertamente grande.

6.4. La trascendencia de Dios


Los elementos filosóficos contenidos en la enseñanza de Tomás acerca
de Dios son numerosos, e incluso una simple lista de todos los textos
relevantes sería demasiado larga para ser de alguna utilidad. Algunas de
sus ideas ya han sido mencionadas. En este apartado la atención estará
puesta en explicar cómo piensa Tomás que su acercamiento a Dios como
“causa universal de ser” establece una base rigurosa para afirmar la
trascendencia de Dios, es decir, su independencia absoluta del mundo y su
diferencia con respecto a todo lo que hay en él, incluyendo cualquier cosa
que podamos imaginar o propiamente concebir.

Tomás sostiene ciertamente que la razón natural puede alcanzar un


conocimiento verdadero de Dios. Todo este conocimiento requiere algún
razonamiento, a partir de la experiencia de las cosas sensibles. Es cierto
que la esencia de Dios es idéntica a su esse, de manera que la adecuada
comprensión de su esencia debería incluir el conocimiento de que Dios
existe; pero no tenemos esa comprensión, y lo que entendemos por la
palabra “Dios” no garantiza inmediatamente la verdad de su existencia. El
famoso argumento “ontológico” de Anselmo podría ser usado para probar lo
contrario, pero Tomás no lo cree así. De hecho parece juzgar el argumento
falaz en sí mismo, al implicar una petitio principii [Summa theologiae, I, q. 2,
a. 1]. Cree, sin embargo, que la experiencia ordinaria proporciona una base
sobre la que casi todo el mundo puede hacer un tipo de inferencia
espontánea acerca de la existencia de algo divino —algo que rige el orden
de la naturaleza y que constituye un objeto apropiado de adoración—. La
concepción de la deidad que se forma sobre esta base puede ser bastante
cruda. Pero también hay caminos de reflexión filosófica que sirven tanto
para verificar la realidad de lo divino como para refinar el concepto de la
misma. Como es bien sabido, en Summa theologiae, I, q. 2, a. 3 Tomás
presenta cinco caminos o “vías”. Sus propias palabras no dejan lugar a
dudas de que considera que son rigurosas y científicas, y de que son
formas en que la existencia de Dios “puede ser probada”. Cada una de ellas
se detiene en un aspecto de las cosas tal como las conocemos en el mundo
y procede, a partir de ese aspecto, a mostrar cómo este implica que ellas
han sido causadas por algo con características que lo hacen digno de ser
llamado un “Dios”.

Aunque no es difícil percibir la influencia de otros pensadores en


cualquiera de las “cinco vías”, la única vez que se hace mención de uno de
ellos es en la cuarta vía, en la que Tomás cita la Metafísica de Aristóteles.
Esto es notable, ya que la cuarta vía es generalmente considerada como la
más “platónica” de las vías. La esencia de esta vía es que para cualquier
perfección que se encuentra en las cosas en diverso grado de intensidad,
tiene que haber algo que posea esa perfección con la mayor intensidad
posible y que sea la causa de que todas las otras cosas la tengan. Entre
tales perfecciones se cuentan la verdad, la bondad, la nobleza y el ser
mismo. Así que debe haber algo que sea lo más verdadero, lo más noble, y
“el máximo ser”, y que «para todos los seres es la causa de del ser y la
bondad y de cualquier otra perfección; y a esto llamamos Dios». Evaluar
este argumento va más allá de nuestro actual objetivo, pero puede
sorprendernos la brevedad del razonamiento mediante el cual Tomás llega
a la concepción de Dios como “causa universal del ser”. También es
extremadamente conciso al extraer de aquí algunas consecuencias
importantes.

Una es que Dios produce las cosas “de la nada”, ex nihilo. No hay en
ellas factor alguno que su producción presuponga. Cualquiera de estos
factores pertenecería a su ser, y Él es la causa de todo lo que se refiere de
cualquier manera al ser de las cosas. La causa universal del ser en cuanto
ser, debe causar incluso la materia prima, que es potencia para un ser. Es
cierto, como se ha mencionado anteriormente, que Tomás niega la
posibilidad de demostrar que el mundo ha tenido un comienzo temporal o
que ha sido producido “después” de la nada, post nihilum. Una producción
sin comienzo es concebible. Pero esto no se debe a que haya un sustrato
eterno que Dios no ha producido. Más bien se debe a que la producción del
mundo no presupone nada y por lo tanto no consiste en cambiar algo. La
producción es una pura relación causal, que no se mezcla con el cambio.
Por tanto, aunque de hecho el mundo tuvo un comienzo, su producción no
supone ni un cambio ni una sucesión de tiempo, ni siquiera una meramente
subjetiva o imaginaria. El agente universal produce tanto la realidad de su
efecto como el tiempo por medio del cual se miden sus cambios. El propio
“ser del tiempo” se deriva de Él. Su propia duración “incluye y sobrepasa”
todos los tiempos. Se mide, no por el tiempo, sino por aquella medida
simple y sin sucesión llamada “eternidad” [Véase Summa theologiae, I, q.
46, a. 2].

No hay sucesión de tiempo en Dios porque no puede haber ningún


cambio en Él, y lo que muestra esto es que Él es la causa universal del ser
—el ser primero, anterior a todos los demás—. Esto implica no sólo que no
puede tener materia, sino también que Él no puede tener potencialidad de
ningún tipo, y el cambio requiere potencialidad [Summa theologiae, I, q. 9, a.
1]. Debe ser no sólo una forma que subsiste separada de la materia, sino
también una forma cuya esencia no es distinta de, o potencial para, su
propia actualidad, su propio esse [ibid., q. 3, a. 4]. Debe ser un esse que
subsiste en sí mismo. Ninguna otra cosa puede ser de este tipo.
El esse subsistente podría multiplicarse sólo si tuviera varios recipientes,
pero si tiene un recipiente entonces no subsiste. Los seres distintos de Dios
se diversifican según diversas y más o menos perfectas “participaciones”
del esse. De nuevo, en esto coincidirían las enseñanzas de Platón y
Aristóteles [ibid, q. 44, a. 1].

Al igual que la duración de Dios es simple y sin partes sucesivas, su


realidad es simple y sin partes componentes. El ser primero no puede estar
compuesto; todo ser compuesto depende y es posterior a sus componentes.
Y una forma subsistente, especialmente tratándose de un esse subsistente,
no puede contener nada ajeno a sí misma. Pero al mismo tiempo, así como
la duración simple de Dios “incluye” todas las partes del tiempo, también su
realidad simple “contiene” todas las perfecciones de las cosas. Esto es muy
difícil de entender, y Tomás lo sabe. Como señala, en las cosas corporales
accesibles a nuestra experiencia, los seres más simples son también
meramente parciales e imperfectos [Summa theologiae, I, q. 3, Proem.].
Para nuestra manera de pensar, simplicidad y perfección prácticamente se
oponen entre sí. En la Summa theologiae, Tomás insiste en este punto
tratando de la perfección de Dios inmediatamente después de la
simplicidad. Y es manteniendo estos dos elementos juntos que pone de
manifiesto la trascendencia de Dios sobre todo lo demás, incluyendo todo lo
que podemos concebir.

Dios debe contener todas las perfecciones de las cosas, porque, como
argumenta la cuarta vía, las produce todas. Sin embargo, no tienen por qué
existir en Él como lo hacen en las cosas mismas; la causa, como tal, tiene
un modo más alto de perfección que el efecto en cuanto tal [Summa
theologiae, I, q. 4, a. 2]. Y las perfecciones pueden existir en Él de una
manera simple, no con la multiplicidad que tienen en las cosas, porque su
sencillez es la de un esse subsistente. Dado que su esse no es recibido en
nada, no está limitado o contraído; contiene «toda la perfección del esse»
[ibid.]. Y absolutamente toda perfección “pertenece” a la perfección
del esse, ya que las cosas son perfectas sólo en la medida en que
tienen esse. Sin duda, hay perfecciones que no son en sí mismas el esse,
tales como las formas; pero estas también pertenecen a la perfección
del esse, ya que las cosas tienen esse través de ellas. Las formas por las
que las cosas se distinguen y diversifican entre sí existen en Dios, sin
perjuicio de su sencillez [ibid., ad 1].

Por supuesto, esto significa que ninguna perfección en las cosas semeja
o representa perfectamente a Dios. Por un lado, su propia perfección
incluye también todas las demás perfecciones de las cosas. Pero ni siquiera
la combinación de todas las perfecciones semeja o representa
perfectamente la suya, porque la suya no es una combinación. Es una
forma simple. Por lo tanto, ninguna perfección en las cosas se asemeja
perfectamente a la perfección misma tal como se da en Dios. No se trata
simplemente de una diferencia de cantidad o intensidad. Cada perfección
está en Dios de tal manera que lo que ella es en Él, no es lo mismo que lo
que es en las criaturas. Hay, por cierto, una semejanza; y la semejanza es
por “la comunión en la forma”. Pero no hay forma que tenga la misma
definición tal como se encuentra en las criaturas y tal como está en Dios,
nada que sea lo mismo en especie o incluso en género. Dios no está
contenido dentro de ninguna especie o género, ni siquiera de los géneros
últimos, las categorías del ser; Dios es la causa de todos ellos. La
semejanza de una criatura con Dios es sólo una “analogía”,
una proporción de cada ser al «principio primero y universal de todos los
seres» [Summa theologiae, I, q. 4, a. 3].

Nuestro conocimiento de las perfecciones de las cosas se toman de las


cosas mismas, y nuestros primeros conceptos de ellas las expresan como
se encuentran en las cosas. Cuando atribuimos estas perfecciones a Dios,
podemos utilizar las mismas palabras, pero hay que hacer algunos ajustes
en el concepto significado. No se puede usar la palabra unívocamente.
Algunas perfecciones ni siquiera se pueden decir propiamente de Dios,
porque sus propias naturalezas excluyen alguna otra perfección del sujeto;
por ejemplo, la esencia de león (o de hombre, o incluso de ángel) [Summa
theologiae, I, q. 13, a. 3]. Dios tiene toda la perfección de la naturaleza
leonina, pero es “un león” sólo metafóricamente. Otras no excluyen per
se ninguna perfección, y se pueden decir propiamente de Él. Sin embargo,
para aplicarse a Dios, sus conceptos deben ajustarse. Esto se debe sobre
todo a que, si bien no excluyen positivamente otras perfecciones del sujeto,
nuestros conceptos originales de ellas expresan a cada una de ellas
como distintas de las otras [Summa theologiae, I, q. 13, a. 5]. Nuestras
concepciones de ellas son definiciones, cada una de las cuales
“circunscribe” la cosa definida y la distingue de los objetos de otras
concepciones. Y, de hecho, así es como se encuentran en las cosas de
nuestra experiencia. Pero no es así como están en Dios. En Dios, la
perfección de la “sabiduría” no es distinta de la de “esencia” o de “poder” o
de “esse”. Cuando atribuimos una perfección a Dios, el concepto de la
misma debe incluir la negación de su ser definido o comprehendido por ese
mismo concepto; debe expresar su “exceder” ese concepto. De esta
manera, el concepto permite la identidad real de esta perfección con sus
otras perfecciones. Esto no quiere decir que nuestros conceptos de las
perfecciones de Dios sean todos el mismo concepto; cada uno de ellos
expresa algo que los demás no expresan, si bien la realidad que expresan
es la misma. Ninguno de ellos comprehende esa realidad o la expresa tal y
como es en sí misma. No tenemos ningún concepto de Dios que
comprehenda lo que expresa, ningún concepto de lo que es ser Dios, la
esencia divina: una realidad a la vez simple y que contiene todas las
perfecciones de todas las cosas.

Ni siquiera nuestro concepto de esse es tal concepto. Este concepto


expresa el esse como se da en las criaturas, una perfección distinta de las
demás, si bien la perfección de todas las demás. El esse creado está en
realidad circunscrito de acuerdo con el concepto de esse; es, por así decirlo,
“ninguna otra cosa que ser”. Pero «la esencia divina es algo que no puede
ser circunscrito, pues contiene en sí misma supereminentemente todo lo
que puede ser significado o comprendido por el entendimiento creado; y
esto de ninguna manera puede ser representado por alguna semejanza
creada (species), porque cada forma creada es determinada de acuerdo
con algún concepto, ya sea de la sabiduría, o de poder, o del esse mismo, u
otros semejantes» [Summa theologiae, I, q . 12, a. 2, la cursiva es añadida].
En otras palabras, Dios es esencialmente un esse subsistente, pero lo
que Dios es y lo que el esse es no son lo mismo. Es decir, no son lo mismo
lo que su esse es y lo que el esse es. Su esse excede o trasciende lo que
el esse es, incluyendo también la perfección de lo que la “esencia” es, lo
que el “poder” es, lo que la “sabiduría” es, y así sucesivamente. El esse que
cae dentro del concepto de esse, el esse creado, es algo que Dios mismo
concibió primero, como una mera semejanza imperfecta de sí. «Si
(el esse creado) se compara con esse increado, se lo encuentra deficiente y
con la determinación de su propio concepto, desde la previsión de la mente
divina» [Super librum Dionysii De divinis nominibus, c. 13, lect. 3, n. 989
(Marietti)]. Hay una “Idea” tomista de esse sólo en la mente de Dios. No es
su misma naturaleza.

A la luz de esto, parece posible decir que cuando Tomás llama a Dios
“causa universal del ser”, lo dice en un sentido muy formal. De hecho,
difícilmente pueda decirlo en sentido material, es decir, como equivalente a
“Dios es causa de todos los seres”. Porque Dios mismo es “un ser”, un ser
incausado [Summa theologiae, I. q. 44, a. 1, ad 1]. En este sentido, Dios es
solamente la causa de todos los otros seres, o de todos aquellos que son
seres por participación, los que tienen esse pero no son su esse. Pues
Tomás entiende que Dios es la causa de la naturaleza misma del ser. Esto
es posible, porque su propia naturaleza la excede.

7. Filosofía moral
Tomás escribió sobre temas morales a lo largo de toda su obra. Entre sus
escritos más importantes se encuentran amplias secciones del Comentario
sobre las Sentencias y del De veritate, el inconcluso De regno ad regem
Cypri, el último tercio del libro III de la Summa contra gentiles, el De malo,
los comentarios sobre la Ética a Nicómaco de Aristóteles y la Política (este
último interrumpiéndose en el libro III, capítulo 6), las cuestiones
disputadas De virtutibus, y la Secunda pars de la Summa theologiae, donde
encontramos su tratamiento más completo de la vida moral. Naturalmente,
gran parte de este material es de carácter teológico, pero, como es típico de
Tomás, contiene también gran cantidad de elementos filosóficos.

En líneas generales, la principal fuente filosófica de Tomás para las


cuestiones morales es, sin duda, Aristóteles. De hecho, los comentarios
sobre la Ética y la Política, así como la Tabula Libri Ethicorum, parecen
haber servido como preparación directa para la Secunda pars [Torrell 2008:
331-337, 341][7]. La presencia de Aristóteles es notable incluso en el
tratamiento que Tomás hace de las virtudes teologales, sobre todo de la
caridad. Tomás entiende la caridad como una especie de amistad —amistad
con Dios—, y su concepción de la amistad en general debe mucho a lo
expuesto en los libros VIII y IX de la Ética a Nicómaco. Por otra parte,
Tomás ordena las virtudes morales en torno a las cuatro virtudes llamadas
“cardinales”, y, al hacerlo, es consciente de no estar siguiendo a Aristóteles
[Sententia Libri Ethicorum, Lib. I, lect. 16, n. 193 (Marietti)], sino a autores
cristianos, como Ambrosio, Agustín y Gregorio Magno. Para temas
puntuales, otras fuentes importantes son Cicerón, Séneca, los juristas
romanos, Macrobio, El De natura hominis de Nemesio (que Tomás atribuye
a Gregorio de Nisa), y Maimónides.

Tomás ha contribuido significativamente a esclarecer muchas cuestiones


específicas de la filosofía moral. Sin embargo, si hay algo que caracteriza
de modo particular su tratamiento general de este tema, es, tal vez, la
tendencia a abordar las cuestiones desde un punto de vista abiertamente
metafísico [Dewan 2007]. Esto es especialmente claro en la Secunda pars,
pero también es observable en sus otros escritos morales, incluyendo sus
comentarios a los libros éticos aristotélicos. Por supuesto, se pueden
encontrar en el propio Aristóteles conexiones importantes entre la ética y la
metafísica. Por ejemplo, en el Libro I de la Ética a Nicómaco [1096b30],
Aristóteles relega el tratamiento más preciso de lo bueno a “otra parte de la
filosofía”, que es sin duda la metafísica, y el libro IX de la Metafísica trata de
dos elementos sumamente importantes de su pensamiento moral: la
distinción entre operación inmanente y transitiva, o acción y producción, y el
hecho de que las facultades racionales estén abiertas a formas opuestas de
funcionamiento, el cual queda determinado en uno u otro sentido por
elección. Pero los tratamientos metafísicos de las cuestiones morales son
mucho más abundantes en Tomás. Esto no debería ser demasiado
sorprendente, ya que Tomás tiene mucho más que decir acerca de la
relación del hombre con Dios.

Por estos motivos, la siguiente exposición prestará especial atención a lo


que podríamos llamar, a falta de una expresión mejor, la metafísica
tomasiana de la moral.
7.1. La filosofía moral y las otras ciencias
Al comienzo de su comentario a la Ética a Nicómaco, Tomás presenta
una amplia división de las ciencias humanas. El criterio de división se funda
en la noción de orden. Comprender el orden, dice Tomás, es propio de la
razón, y poner las cosas en su debido orden pertenece de manera especial
a la perfección mayor de la razón, que es la sabiduría. Pero el orden se
relaciona con la razón de cuatro maneras distintas. En primer lugar, existe
un orden que la razón no hace, sino que sólo considera. La consideración
de este tipo de orden corresponde a la “filosofía natural”. Aquí Tomás utiliza
esta expresión de un modo amplio, a la manera de los estoicos, para
referirse a todas las ciencias especulativas; es decir, no sólo a la ciencia de
las cosas móviles, sino también a las matemáticas y la metafísica. Luego,
hay tres campos en los que la razón considera y hace el orden: sus propias
operaciones, que pertenecen a la lógica; las operaciones de la voluntad o
acciones voluntarias —también llamadas acciones humanas— que
pertenecen a la filosofía moral; y las cosas externas que causa la razón, que
pertenecen a las artes mecánicas.

Tomás también observa que el orden puede considerarse de dos modos.


Las partes de un todo o de una multitud se ordenan las unas a las otras, y el
todo se ordena a su fin. El orden al fin tiene aquí prioridad, ya que el otro
existe sólo por el bien de éste, así como el orden entre las partes de un
ejército está en función de la ordenación del ejército en su conjunto hacia su
comandante. Más adelante, Tomás razona que, así como el sujeto de la
filosofía natural (tomada en sentido estricto) es el movimiento o la realidad
móvil, del mismo modo, el sujeto de la filosofía moral es la operación
humana ordenada a un fin, o incluso el hombre, en cuanto que actúa
voluntariamente hacia un fin. Al hacer esta comparación, tal vez tiene en
mente que el movimiento también implica un orden a un fin.

Luego Tomás divide en tres partes la filosofía moral. La primera se refiere


a las acciones de los individuos. La llama monastica (del griego mónos,
único). Esto no es una referencia a la vida monástica. Se trata simplemente
de aquello de lo que se ocupa la Ética a Nicómaco, que nosotros
llamaríamos simplemente “ética”. Las otras dos partes de la filosofía moral
se ocupan de las multitudes a las que los seres humanos pertenecen por
naturaleza a causa de su falta de autosuficiencia individual: la familia o
comunidad doméstica, de la que se ocupa la oeconomica (del
griego oikos, hogar), y la sociedad civil, de la que trata la politica (del
griego pólis, ciudad). Estas multitudes, dice Tomás, sólo tienen un tipo
cualificado de unidad, la unidad de orden. En una multitud con este tipo de
unidad, no todas las operaciones de las partes son operaciones del
conjunto. Esta es la razón por la que la oeconomica y la politica se
distinguen la una de la otra y de la monastica.

El grueso de los escritos de Tomás sobre cuestiones morales se ocupan


de la ética. La mayor parte de lo que ha dicho sobre la vida doméstica se
halla en sus tratamientos sobre el sacramento del matrimonio, siendo el
más largo el Scriptum super libros Sententiarum, Lib. IV, dd. 26-42[8]. Sus
dos obras abiertamente políticas, el comentario Sobre la Política y el De
Regno, quedaron inconclusos y no ofrecen una teoría política completa[9].
Sin embargo, la Secunda pars de la Summa theologiae presta una gran
atención a temas de evidente resonancia política, como el derecho, la virtud
de la justicia, el bien común, y la “economía” en el sentido moderno del
término. El tratamiento de la ley antigua [I-II, q. 98-105] contiene una larga
discusión acerca de la situación política en el antiguo Israel.

Volviendo a la división de las ciencias según los cuatro órdenes que ellas
consideran, resulta claro que esta división es en sí misma un ordenamiento.
Cada ciencia considera el orden en algún campo particular, pero hay
también un orden entre las ciencias. Aquí se las distingue según las
relaciones de sus objetos a la razón, y el orden en el que Tomás las
enumera parece ser también el orden en el que piensa que, en general, sus
objetos caen bajo la aprehensión de la razón. En otros lugares, Tomás
indica que la razón considera en primer lugar cosas cuyo orden sólo conoce
y no hace —las cosas naturales sensibles—. Luego considera sus propias
operaciones; más tarde las acciones voluntarias o morales; y, finalmente,
cosas exteriores producidas por y para beneficio de las acciones morales. Al
menos en este sentido, la filosofía natural o especulativa tiene prioridad
sobre la filosofía moral.

¿Cuál es la ciencia que considera esta cuádruple división y su orden?


Con seguridad no es la filosofía moral. En ese caso, nos estaríamos
refiriendo a un orden relativo a la actividad voluntaria, uno que la razón no
sólo conoce sino que también hace. Esto no puede ser correcto. La razón
misma no es la causa del hecho de que lo que ella considera se relacione
con ella de esta cuádruple manera. Sólo puede considerar este hecho. La
cuádruple división pertenece a la naturaleza misma de la razón, división que
la razón no hace. La división es algo “natural”, en el sentido de algo
especulativo. Por otra parte, en su conjunto, la división cubre absolutamente
todo lo que la razón puede considerar, lo cual significa, todos los seres. Su
consideración pertenece a la metafísica. Las cosas que la razón causa —
sus propias operaciones, las acciones voluntarias, los artefactos— son
seres también, y caen dentro del dominio de la metafísica. Evidentemente,
no es casual que Tomás comience la discusión con una referencia a la
sabiduría, siendo éste —dentro de la filosofía— otro nombre para designar a
la metafísica. En el comentario a la Ética, es el Tomás metafísico quien nos
introduce a la filosofía moral.

7.2. La sabiduría y la moral


Lo que acabamos de decir no debe ser llevado demasiado lejos. Tomás
reconoce la existencia de una forma de juzgar todas las ciencias, incluyendo
la metafísica, que pertenece a la filosofía moral misma. Tanto la Ética a
Nicómaco (Libro VI) como la Secunda pars de la Summa theologiae (en
diversos lugares) ofrecen extensas discusiones sobre las virtudes
intelectuales, entre las que se encuentran las ciencias. Lo que la filosofía
moral determina sobre las ciencias no son sus objetos y cómo éstos se
relacionan con la razón humana, sino cómo las ciencias mismas se
relacionan con la voluntad humana. Todas las virtudes intelectuales son
bienes humanos o perfecciones humanas, es decir, posibles objetos de la
voluntad humana; y su adquisición y ejercicio, siendo actividades
voluntarias, están sujetas a la dirección de la razón práctica [Summa
theologiae, II-II, q. 47, a. 2, ad 2]. La razón considera tanto como causa un
orden en la búsqueda y en el uso de las virtudes intelectuales, incluyendo
las ciencias, y el tratamiento de estos asuntos es tarea de la filosofía moral.
La cuestión de cómo dar a la metafísica su lugar adecuado en la vida
humana considerada como un todo es una cuestión moral.

Por otra parte, la respuesta a esta pregunta requiere un juicio sobre cuál
sea ese lugar adecuado. Al comienzo del comentario a la Ética Tomás nos
informa su parecer: la sabiduría es la perfección más importante de la
razón, y por lo tanto del hombre. Igualmente se refiere al ejercicio de la
sabiduría, a la contemplación sapiencial, como a la más alta actividad
humana. La vida que es más satisfactoria para el hombre, la que logra una
felicidad completamente proporcionada a la naturaleza humana, es la vida
filosófica. La vida activa, dedicada principalmente a asuntos externos, sólo
alcanza una forma secundaria de felicidad. La razón principal por la que
Tomás sostiene este punto de vista, que toma de Aristóteles, es que la
sabiduría considera los seres que son mejores que el hombre, los seres
divinos. Esto es tanto como decir que si no hubiera nada divino, el valor del
pensamiento puramente especulativo en la vida humana se vería muy
reducido. En esta línea, Tomás dice que si el hombre fuera su propio fin
último, su felicidad consistiría en la actividad del intelecto práctico al
considerar y ordenar sus acciones y pasiones [Summa theologiae, I-II, q. 3,
a. 5, ad 3]. La razón por la que el hombre no es su propio fin último es que
hay algo superior a lo que se ordena, lo divino. Se debe notar, además, que
la tarea de juzgar la sabiduría de esta manera —mediante la comparación
de su objeto con el de las otras virtudes— pertenece a la sabiduría misma.
No es el pensamiento moral quien determina el objeto de la sabiduría o el
que clasifica a su objeto en relación con los de los otros hábitos de la
mente. El pensamiento moral sólo recibe este orden y lo usa como una guía
para la acción.

La filosofía moral no es, entonces, la mayor de las ciencias. De hecho, ni


siquiera es la mayor virtud intelectual relativa a la acción humana. Esa
virtud, la sabiduría “práctica”, es la prudencia. La ciencia moral, como tal, se
limita a las consideraciones universales, mientras que la acción se realiza
en lo particular. La prudencia es el hábito que perfecciona plenamente la
capacidad de la razón para poner un orden bueno en acción. Sin embargo,
la prudencia también está subordinada a la sabiduría propiamente dicha. La
prudencia no gobierna sobre la sabiduría, dice Tomás (de nuevo siguiendo
a Aristóteles), sino sólo «introduce en ella, preparando el camino hacia ella,
como hace el portero con el rey» [Summa theologiae, I-II, q. 66, a. 5; véanse
también algunas consideraciones más generales en Sententia Libri
Ethicorum, Lib. I, lect. 2, nn. 25-31 (Marietti)].

En todo caso, entonces, es la sabiduría o metafísica quien gobierna a la


prudencia, y por lo tanto a la filosofía moral. En parte, esto se debe
simplemente a que ella gobierna todas las disciplinas humanas. Tomás
afirma esto claramente en el Proœmium de su comentario a
la Metafísica. Siempre que muchas cosas se ordenan a un fin, dice, una de
ellas debe gobernar sobre las demás. Todas las ciencias y las artes se
ordenan a la perfección del hombre, que es la felicidad, y la que gobierna
sobre todas ellas se llama sabiduría. Luego identifica la sabiduría con la
metafísica. ¿En qué consiste su función rectora universal? Esto no lo dice
allí, pero en el comentario a la Ética, dice que «la sabiduría dirige todas las
otras ciencias, en la medida en que todas éstas toman sus principios de
aquélla» [Sententia Libri Ethicorum, Lib. VI, lect. 6, n. 1184 (Marietti)]. Se
trata de la misma cuestión que se discutió anteriormente [sección 6.1]. La
metafísica es la “ciencia de la verdad”. Todas las ciencias, en cuanto tales,
se ordenan hacia la verdad, y es así como, tomadas en su conjunto,
contribuyen a la felicidad. Cada ciencia es un hábito que permite alcanzar
conclusiones verdaderas mediante un razonamiento correcto a partir de
ciertos primeros principios. Cada una está ordenada hacia la verdad en
virtud de sus principios. Pero la metafísica juzga y confirma los principios
mismos. Al hacer esto, está ordenando o dirigiendo las ciencias hacia la
verdad.

Por cierto que no se trata aquí de algún tipo de dirección práctica. Se


trata sólo del contenido de las ciencias, no de su búsqueda o ejercicio. La
metafísica es una ciencia puramente especulativa [Summa theologiae I, q.
1, a. 4; II-II, q. 45, a. 3, obj. 1]. El pensamiento especulativo no pretende otra
cosa que la consideración de la verdad. De todas formas, es evidente que
esto no significa que la función de gobierno o dirección de la metafísica se
extienda sólo a las otras disciplinas especulativas. Las disciplinas prácticas
también buscan la verdad. Lo que las distingue es que la buscan, no por sí
misma, sino con el fin de orientar la acción por medio de ella. Pero con
respecto a la naturaleza de la verdad, esta diferencia es accidental. El
intelecto puede funcionar de modo especulativo o práctico, pero su
naturaleza es la misma, y, por lo tanto, también lo es la naturaleza de la
verdad, que es su objeto propio [Summa theologiae, I, q. 79, a. 11; véase I-
II, q. 64, a. 3]. La metafísica puede perfectamente tener un papel en la
dirección de las disciplinas prácticas hacia la verdad, en la medida en que
éstas tienen también principios acerca de cuya verdad puede aquélla juzgar
y confirmar.

En el caso de la filosofía moral, estos principios son múltiples. Uno de


ellos es la misma existencia y naturaleza de su sujeto, la acción voluntaria o
libre. Tomás ofrece un prolijo análisis de la naturaleza de la voluntad
humana y de su libertad —análisis absolutamente metafísico, que se
retrotrae hasta la causalidad de Dios—. Otro principio de la filosofía moral
es el objeto de la voluntad, lo bueno, y su opuesto, lo malo. La filosofía
moral toma por sentadas las nociones de bien y mal. Desde un punto de
vista absoluto, se trata de nociones metafísicas, y la determinación de su
naturaleza —la determinación de si existe o no tal cosa como su
“naturaleza”, de si se trata de algo “objetivo”— es un problema metafísico al
que Tomás dedica un esfuerzo considerable. También trata del bien y del
mal propios de las acciones humanas, del bien y del mal moral, desde un
punto de vista abiertamente metafísico [Summa theologiae, I-II, q. 18]. Lo
mismo hace con otros principios de la acción humana distintos de la
voluntad, como las pasiones, los hábitos (virtudes y vicios) y la ley. En las
siguientes secciones, se dirá más sobre el modo en que Tomás se ocupa de
los principios morales.

7.3. La filosofía moral y la teología moral


Para Tomás, el primer principio del pensamiento moral es la verdad
acerca del fin primario de las acciones voluntarias en cuanto tales —el “fin
último” del hombre, cuyo logro se llama felicidad o bienaventuranza—. El
papel fundamental del fin último plantea una cuestión importante sobre la
relación entre la filosofía moral y la teología moral en el pensamiento de
Tomás. Tomás sostiene que la verdadera bienaventuranza del hombre, lo
único que puede satisfacerle plenamente, es la visión de la esencia divina.
Se trata, por tanto, de una participación en la bienaventuranza divina, la cual
no puede alcanzarse en esta vida. De hecho, excede completamente la
capacidad de la naturaleza humana, y la mera razón natural o filosofía no
bastan para dirigirnos a ella. Sólo la revelación y la teología pueden hacerlo.
Si el sano pensamiento moral depende por encima de todo de la verdad
sobre el fin último, y ésta es teológica, ¿qué pasa con la filosofía moral?

Se han propuesto diversas respuestas a este problema. Hace varias


décadas, Jacques Maritain argumentó que, si bien puede haber una filosofía
moral distinta de la teología moral, no puede ser totalmente independiente
de ésta [Maritain 1933 y 1935]. La razón natural puede proporcionar alguna
dirección buena a la vida humana, pero una “filosofía moral adecuadamente
considerada” debe estar “subordinada” a la teología moral. Es decir, debe
suponer un principio tomado de la teología moral: el principio que se refiere
al verdadero fin último del hombre. Si no supusiera el verdadero fin último,
supondría uno falso y estaría viciada de raíz. Sin embargo, se trataría de
algo diferente de la teología moral, ya que consistiría únicamente en un
direccionamiento parcial o imperfecto hacia el fin último que la razón natural
puede brindar.
Contra este punto de vista y a favor de una filosofía moral independiente,
Santiago Ramírez invocó la reiterada afirmación de Tomás de un “doble” fin
último o felicidad, uno de ellos natural —proporcionado a la naturaleza
humana y naturalmente cognoscible— y otro, sobrenatural [Ramírez
1935 y 1936]. La filosofía moral prescindiría de la bienaventuranza
sobrenatural. Esto no la haría falsa por dos razones. En primer lugar,
porque no trataría la felicidad natural como la perfección absolutamente
última del hombre. No excluiría positivamente la posibilidad del hombre de
tomar parte en la bienaventuranza divina. Simplemente se limitaría a la
felicidad “humana”. Aristóteles ya había dejado en claro que su ética sólo se
ocupaba de la felicidad del hombre en esta vida —su beatitud “como
hombre” [Ética a Nicómaco, I.11, 1101a22]—. Tomás la llama una
“bienaventuranza imperfecta” [véase Summa theologiae, I-II, q. 3, a. 2, ad 4;
a. 6, ad 1]. Y en segundo lugar, porque Tomás juzga que esta
bienaventuranza imperfecta, lejos de oponerse a, o desviarse de la
bienaventuranza sobrenatural, es muy apta para ser ordenada hacia ella.
Incluso, llama al ejercicio de las virtudes especulativas —la contemplación
filosófica— una inchoatio de la felicidad perfecta [Summa theologiae, I-II, q.
57, a. 1, ad 2; q. 66, a. 3, ad 1; q. 66, a. 5, ad 2; q. 69, a. 3]. Esto, conviene
insistir, se debe, sobre todo, a a que la contemplación filosófica tiene a Dios
como su tema principal —no, por supuesto, según su forma propia o su
esencia, sino por medio y en términos de sus efectos naturalmente
cognoscibles [ver arriba, 6.4]—. En opinión de Ramírez, entonces, la
filosofía moral tomista resulta muy similar a la de Aristóteles.

En la década de 1960, Wolfgang Kluxen argumentó la posibilidad de


hallar en Tomás una filosofía moral completamente autónoma, cuyos
principios no dependerían ni de la teología ni de la metafísica [Kluxen 1980].
Después de todo, Tomás habla de la filosofía moral como de una ciencia
por derecho propio. El comienzo del comentario a la Ética es un ejemplo de
esto. En opinión de Kluxen, Dios no tendría ningún papel en la filosofía
moral, al menos a nivel de sus principios. Hace hincapié en que, para
Tomás, el conocimiento metafísico de Dios no es un conocimiento práctico,
y que sólo la consideración teológica de Dios contiene principios prácticos
[véase Summa theologiae, I, q. 1, a. 4; II-II, q. 45, a. 3, obj. 1]. Más
recientemente, John Finnis y Martin Rhonheimer han ofrecido a este
respecto interpretaciones similares a las Kluxen [Finnis 1998, Rhonheimer
2006].
En el otro extremo de Kluxen, Denis Bradley ha sostenido recientemente
que las opiniones de Tomás no permiten de manera alguna hablar de una
filosofía moral distinta [Bradley 1997]. Con Maritain, Bradley insiste en el
hecho de que la visión de Dios es la bienaventuranza verdadera y perfecta
del hombre; contra Maritain, sostiene que una ciencia subordinada a la
teología es en sí misma formalmente teológica, y que la distinción sobre la
dirección hacia la beatitud perfecta que la razón natural puede proporcionar
es arbitraria y artificial. La teología moral de Tomás incorpora mucha
argumentación filosófica, ética y metafísica, pero este material no constituye
una ciencia distinta por sí sola. En cuanto al sentir de Ramírez acerca de
una doble bienaventuranza, Bradley encuentra que está endilgando a
Tomás la noción escolástica posterior de una hipotética “naturaleza humana
pura” que no estaría realmente ordenada a la visión de la esencia divina.
Según la interpretación de Bradley, la bienaventuranza “imperfecta” de la
que habla Tomás no es formalmente distinta de la bienaventuranza
perfecta; no sería otra cosa que la participación menos imperfecta en la
bienaventuranza perfecta que puede alcanzarse en esta vida. Lo decisivo,
para Bradley, es la afirmación de Tomás de que existe en el hombre un
deseo natural de la visión de Dios. Bradley cree que esto significa que la
visión es algo proporcionado a la naturaleza humana. Es sobrenatural sólo
en cuanto a su realización, que requiere la gracia, y en cuanto al
conocimiento de su accesibilidad, que requiere la revelación. Una vez que
se conoce su accesibilidad, no queda ya espacio para una ciencia moral
puramente racional o filosófica, que dirige solamente hacia un fin
naturalmente asequible. Bajo sus propios criterios, las necesidades de la
naturaleza humana, una ciencia tal sería deficiente. Sólo hay espacio para
una teología moral que hace uso ponderado de materiales filosóficos, como
los de Aristóteles.

Esta cuestión es demasiado compleja para abordarla aquí de manera


completa. El punto de vista de Maritain es más una propuesta propia que
una interpretación de Tomás, y éste no es el lugar para evaluar su validez
teórica, por lo que puede ser dejada de lado. Sin embargo, resulta
pertinente hacer algunas observaciones sobre las otras interpretaciones
citadas.

La interpretación de Bradley se enfrenta a serias dificultades. Después de


todo, parece claro que Tomás reconoce que hay una distinción entre la
teología moral y la filosofía moral, incluso en la misma Secunda pars [I-II, q.
71, a. 6, ad 5]; y no sólo utiliza la Ética de Aristóteles, sino también la
comenta por separado y considerándola como un todo. Además, y más
importante aún, la posición de Bradley depende de una interpretación de la
idea de Tomás del deseo natural de la visión de Dios, que es muy similar a
la que hizo famosa Henri de Lubac en Surnaturel. En esta lectura, tal deseo
no es un “acto elícito”, es decir, un resultado consciente del conocimiento de
la existencia de Dios; se trata más bien de una inclinación innata anterior a
todo conocimiento, como si fuera una ordenación “estructural” de la
naturaleza humana hacia la visión. Recientemente, sin embargo, en un
estudio exhaustivo de la cuestión, Lawrence Feingold ha reunido evidencia
masiva de la insostenibilidad de esta interpretación [Feingold 2010]. Decir
que la visión de Dios es la máxima perfección del hombre no quiere decir
que su naturaleza esté intrínsecamente proporcionada con ella. Significa
solamente que la naturaleza del hombre está en potencia de tal proporción.
Sólo la gracia la actualiza. La perfección naturalmente proporcionada con el
hombre es formalmente distinta, y tiene un objeto formal distinto [Summa
theologiae, I-II, q. 5, a. 5, ad 3].

En cuanto al punto de vista de Kluxen, es cierto que Tomás no presenta


la filosofía moral como una parte o una rama de la metafísica. Según Tomás
esta comienza a partir de genuinos primeros principios —verdades básicas
e indemostrables—. La metafísica no los demuestra. Sin embargo, como se
ha explicado anteriormente, el carácter puramente especulativo de la
metafísica no le impide tener un papel directivo sobre el pensamiento
práctico. Tiene la tarea de juzgar, ordenar y confirmar los principios morales
(De esto se tratará en la sección 7.5). Por otra parte, decir que la
consideración metafísica de Dios no incluye en sí misma principios prácticos
no quiere decir que los principios prácticos no puedan depender de tal
consideración de alguna manera. Como se ha mencionado, existe por lo
menos un principio práctico acerca de dicha consideración: la aserción de
que es la mejor actividad humana.

Acerca de estos puntos hay pasajes en Aristóteles a los que Tomás


puede apelar y de hecho apela. Y, en general, la versión fuertemente
aristotélica que Ramírez da de la filosofía moral de Tomás parece estar más
cerca de lo que Tomás dice y hace que la de los otros autores citados.
¿Podemos decir, entonces, que Tomás encuentra —o cree que encuentra—
una explicación adecuada de los fundamentos de la filosofía moral en
Aristóteles? Esto sería temerario. Las dudas pueden presentarse en al
menos dos aspectos sumamente fundamentales: cuál es la perspectiva
racional acerca de la bienaventuranza que se puede alcanzar en esta vida,
y cuál es el modo racional en el que Dios pueda funcionar como un factor de
motivación en la acción humana.

7.4. La bienaventuranza en esta vida, el amor de Dios y la


filosofía moral
Hay un lugar en el que Tomás dice explícitamente que la visión
aristotélica de la bienaventuranza es errónea. Se trata de su comentario
sobre el discurso de las Bienaventuranzas, que se encuentra en el capítulo
5 del Evangelio de San Mateo [Lectura super Matthaeum, cap. 5, lect. 2].
Allí, dice Tomás, el Señor rechaza varias opiniones falsas acerca de lo que
es la bienaventuranza. Entre ellas se encuentra la opinión sostenida por
algunos, “como Aristóteles”, de que consiste en las virtudes de la vida
contemplativa. Contra esto se dice en el versículo 8, “Bienaventurados los
limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”. Tomás sostiene que al decir
“ellos verán” y no “ven” se demuestra que la concepción de Aristóteles está
equivocada “en relación con el tiempo”. Aristóteles ha supuesto
correctamente que la bienaventuranza del hombre está en la contemplación
de las cosas divinas, pero se equivocó al identificarla con el ejercicio de las
virtudes especulativas en esta vida.

Ahora bien, Tomás no piensa que Aristóteles sostuviera que era posible
lograr una visión de la esencia divina en esta vida. A menudo le atribuye a
Aristóteles la opinión de que, dado que nuestro conocimiento en esta vida
comienza a partir de las cosas sensibles, éste no puede alcanzar la esencia
de ninguna sustancia inmaterial, por no hablar de la de Dios. Al poner la
bienaventuranza en esta vida, Aristóteles la estaría haciendo consistir en un
deficiente conocimiento de Dios. Se trataría de una bienaventuranza
meramente imperfecta. [Summa contra gentiles, Lib. III, cap. 48, nn. 2254-
2261 (Marietti). Allí Tomás dice que Aristóteles “parece” haber sostenido
que el hombre sólo puede alcanzar la bienaventuranza imperfecta propia de
esta vida.] En el comentario de Mateo, sin embargo, no se dice que el error
de Aristóteles sea hacer consistir la bienaventuranza en un conocimiento
deficiente, sino sólo que es con respecto al tiempo. Tomás no lo dice
explícitamente, pero bien podría estar pensando que, aun si Aristóteles no
puede ser culpado por no haber conocido la revelación y la promesa de la
visión de Dios, debería al menos haber entrevisto la posibilidad de una
bienaventuranza más perfecta después de esta vida.

Esto último viene sugerido por una puntualización que se encuentra en el


comentario a la Ética, en relación con el pasaje en el que Aristóteles llama a
aquellos que son bendecidos en esta vida bendecidos “en cuanto hombres”
[Sententia Libri Ethicorum, Lib. I, lect. 16, n. 202 (Marietti)]. Una vez más,
Tomás llama a esta bienaventuranza “imperfecta”. Sin embargo, no la
compara con la beatitud sobrenatural o con la visión de Dios, sino con las
condiciones generales de la felicidad que Aristóteles mismo había
establecido, en particular la de la estabilidad. En esta vida los hombres
están sujetos al cambio, dice Tomás, por lo que no pueden tener una
felicidad perfecta. Luego añade un pensamiento que no se encuentra en
la Ética: ya que, naturalmente, desean la felicidad perfecta, y ya que un
deseo natural no es nunca ocioso, «puede bien ser juzgado que la felicidad
perfecta está reservada al hombre después de esta vida». Ciertamente
Tomás podría estar pensando en que Aristóteles debería haberlo juzgado
así, ya que es el propio Aristóteles el que enseña que lo que es natural, no
es nunca ocioso [De caelo, I.4, 271a33]. Tomás también piensa que el
propio Aristóteles demostró la inmortalidad del alma intelectual [Sentencia
Libri De anima, III, lect. 10, n. 743 (Marietti)].

Hay también otra manera en la que Tomás parece considerar que la


visión aristotélica de la felicidad humana es insuficiente. Como se mencionó
anteriormente, Tomás toma de Aristóteles la idea de que la contemplación
sapiencial es la mejor actividad humana, ya que se refiere a la realidad
mejor. Este acuerdo, sin embargo, debe ser considerado junto con una
distinción bastante radical que hace Tomás entre dos posibles motivos para
buscar la contemplación [Scriptum super libros Sententiarum, Lib. 3, d. 35,
q. 1, a. 2, qc. 1]. Los “filósofos”, dice, desearon la contemplación por amor
propio (ex amore sui). Es decir, lo que los movió fue el pensamiento de
cómo la actividad contemplativa perfecciona a la persona involucrada en
ella. Por el contrario, dice, los “santos” desean la contemplación por el amor
de su objeto —el amor a Dios—. Tomás no está diciendo que los filósofos
sólo querían contemplar, al tiempo que no estaban interesados en lo que el
objeto de su contemplación era. Lo que más deseaban era contemplar el
objeto mejor. Pero lo hicieron sólo porque esa era la mejor contemplación —
porque era, por así decirlo, la mejor manera de disfrutar—. Los santos, por
supuesto, disfrutan también de ella, pero la quieren sobre todo porque los
hace agradables a aquel que se contempla.

La cuestión aquí tratada es aún más fundamental que aquella del tiempo
de la realización de la bienaventuranza (ahora o en el más allá), o incluso
que la de su objeto (Dios representado por sus efectos, o Dios en su propia
esencia). Se refiere al verdadero fin de la bienaventuranza humana —fin en
el sentido de la-persona-por-amor-a-la-cual es ésta principalmente deseada
—. Para utilizar el ejemplo citado al comienzo del comentario a la Ética, es
en este sentido en que el fin de un ejército es su comandante. Él no es su
fin “práctico”, es decir, el objetivo por el que se realiza una acción militar. El
fin práctico del ejercito es la victoria. Pero el comandante es el fin, en el
sentido de que el ejército lucha por la victoria sobre todo por amor a él.

Tomás no inventó este ejemplo. Lo tomó de Aristóteles. Aparece en el


libro XII de la Metafísica, en el discurso sobre el modo en que el motor
inmóvil es el bien supremo, el fin principal, tanto del universo como del
orden de sus partes. Tomás identifica el motor inmóvil con Dios [Sententia
super Metaphysicam, Lib. XII, lect. 12, n. 2663 (Marietti)]. Encuentra
también que Aristóteles concibe a Dios como un providente comandante o
señor de todas las cosas [De substantiis separatis, cap. 3, n. 60 (Marietti)].
Incluso encuentra que Aristóteles sostiene que es el amor o deseo de Dios
el que mueve a las sustancias separadas inferiores a poner por obra sus
órdenes de mover a las esferas celestes [Sententia super Metaphysicam,
Lib. XII, lect. 7, n. 2529; lect. 8, n. 2536 (Marietti)].

Estas interpretaciones de Aristóteles son discutibles [Brock 2012]. Pero el


punto es que, a pesar de ellas, Tomás nunca atribuye a Aristóteles, o a
cualquier otro pagano, la idea de que debemos actuar más por amor a Dios
que por amor a nosotros mismos. Es acerca del papel que le corresponde a
Dios como motivo de la acción humana en que el pensamiento moral de
Tomás puede ser menos atribuido a Aristóteles.

Sin embargo, ¿es la exigencia de amar a Dios por encima de uno mismo
—de actuar como lo hacen los “santos”— un principio de filosofía moral?
¿No es acaso un principio revelado, que pertenece al dominio teológico? La
respuesta de Tomás a la segunda pregunta parece ser: sí y no. ‘No’ lo es en
la medida en que amar a Dios por encima de uno mismo es una exigencia
de la naturaleza y de la razón natural. Se trata de un precepto fundamental
de la ley natural [Summa theologiae, I-II, q. 100, a. 3, ad 1], que fluye de la
verdad naturalmente cognoscible de que la totalidad de nuestro propio ser
es para Él y de que todo nuestro bien es más para Él que para nosotros
mismos [véase Summa theologiae, I, q. 60, a. 5, I-II, q. 26, a. 3]. En este
sentido, no es un principio exclusivamente teológico o revelado. Por otra
parte, Tomás también sostiene que en el actual estado del hombre caído,
acatar este precepto es imposible sin la gracia [Summa theologiae, I-II, q.
109, a. 3], y que el pecado ha “oscurecido” su conocimiento natural a tal
punto que se ha hecho necesario revelarlo [Summa theologiae, I-II, q. 100,
a. 5, ad 1]. En este segundo sentido, es de suponer que la respuesta ha de
ser sí, que se refiere a la teología. Pero dado que, al menos en principio, se
trata de un punto racionalmente cognoscible, ¿no debería permitírsele
entrar a formar parte del discurso filosófico? Similares consideraciones y
preguntas pueden hacerse acerca de la conveniencia de orientar la propia
conducta en vistas de la vida futura.

En ninguna parte indica Tomás cómo el amor a Dios, o las implicaciones


de la inmortalidad del alma, podrían pasar a formar parte de una filosofía
moral adecuada para un programa de estudios cristiano. Parece considerar
que los escritos morales aristotélicos que comenta son aceptables, al
menos hasta donde éstos lleguen. Sin embargo, no hay que olvidar esa
observación del comentario a la Ética acerca de la importancia de
establecer que la felicidad perfecta está reservada a la vida futura. Se trata
de una observación muy discreta, pero que pone todo el resto en una cierta
perspectiva. Tal vez la referencia al ejército y a su comandante que se hace
al principio de ese comentario sea un modo todavía más discreto de
insinuar tal perspectiva.

7.5. La razón práctica, el orden natural y la política


De todas formas, en el Proœmium a su comentario sobre
la Política encontramos un ejemplo llamativo del modo en que Tomás aplica
un punto de vista metafísico al análisis del orden moral. Como de
costumbre, comienza con una sentencia aristotélica: “el arte imita a la
naturaleza”. Pero inmediatamente aplica esta idea —cosa que Aristóteles
nunca hace— a la relación de la mente humana con la mente divina. La luz
inteligible de la mente humana, dice, deriva de la mente divina, de acuerdo
con una cierta semejanza. Como resultado, existe una relación proporcional
de semejanza entre las obras de la mente humana, que son obras de “arte”,
y las de la mente divina, que son cosas naturales. Las cosas naturales son
como ejemplos preparados por un maestro artesano para que los imiten sus
aprendices. Las cosas que la mente humana produce deben estar
“informadas por la inspección de las cosas hechas naturalmente”.

Tomás también nos recuerda que la mente humana no puede hacer


cosas naturales, sino sólo conocerlas. Éstas son objeto de la ciencia
especulativa. Las cosas que el hombre conoce y produce, las cosas que
son producto de su “arte”, son objeto de las ciencias «prácticas u operativas
de acuerdo con una cierta imitación de la naturaleza». Más adelante, Tomás
distinguirá entre la razón operando en la modalidad de “producción”
(factionis), cuyo efecto se imprime en una materia exterior y que cae bajo el
dominio del arte mecánico, y la razón operando en el modo de “acción”
(actionis), cuyo efecto permanece en el agente, tal como ocurre en los
casos de deliberar, elegir y querer. A esta última operación se refieren las
ciencias morales, entre las que se encuentra la política. Notablemente
Tomás asegura que también en este caso se está poniendo por obra una
cierta imitación de la naturaleza. Se trata de algo digno de mención, porque
las operaciones naturales que podemos “inspeccionar” son aquellas de
naturaleza física, y éstas son producciones realizadas por agentes físicos
sobre una materia exterior. Sin embargo, Tomás encuentra que la acción
moral y política imitan también a la naturaleza. Ésta, observa, pasa de las
cosas simples e imperfectas a las cosas compuestas y perfectas, y lo
mismo ocurre con la razón práctica; y esto se aplica no sólo al modo en que
la razón dispone de las cosas que el hombre utiliza, sino también al modo
en que dispone de los propios hombres, que son gobernados por la razón.
La razón ordena a los hombres en comunidades, y de éstas, la más
compleja y perfecta, y el fin al que las otras se ordenan, es la comunidad
cívica. Con esto Tomás quiere explicar por qué, entre las disciplinas
prácticas, la política es la más alta.

Aquí hallamos implícita una “ontología” de la comunidad cívica que


merece ser considerada. Una ciudad es un todo compuesto cuyos
elementos o componentes más simples son las personas humanas. Como
Tomás dijo en el comentario a la Ética, se trata de una multitud con una
“unidad de orden”. Su principio ordenador es la razón. Sin embargo, a pesar
de que los seres humanos son sus elementos, la “materia” de este todo —
cuya forma es su orden—, no deberíamos suponer que nos encontramos
ante un caso de la razón actuando según aquel modo de operación que
pasa a la materia exterior, es decir, en el modo de producción. Este todo
ordenado existe, no como consecuencia de una producción, sino por medio
de la acción —es decir, de aquella operación que permanece en el agente
—. Esto implica que la forma propia del todo permanece en el agente. Pero
aquí la forma es un orden, y los sujetos de un orden son cada una de las
cosas ordenadas [Summa theologiae, III, q. 75, a. 4, ad 1]. Por lo tanto,
cada una de las personas, que forma parte de este todo, es también un
agente del mismo. De hecho, cada uno es un agente voluntario, el tipo de
agente que considera la ciencia moral. Parece evidente, entonces, que no
hay tal cosa como una persona que sea ciudadana, o una multitud que
constituya una ciudad, de modo involuntario. La unidad de la ciudad, y por lo
tanto su propio ser, residen principalmente en las almas de los ciudadanos,
en la disposición de sus voluntades.

Esto no significa solamente que la ciudad sea un efecto de sus


voluntades. Quiere decir también que la unidad de una
ciudad consiste principalmente en el deseo de los ciudadanos de estar
unidos. La ciudad no es un producto de su voluntad. Un producto puede
seguir existiendo después de que la producción del mismo ha cesado. Si la
ciudad fuera un producto, incluso una producida por las voluntades de sus
ciudadanos, su continuidad no dependería necesariamente de la voluntad
de éstos. Incluso podría continuar existiendo contra su voluntad, por
ejemplo, bajo una fuerza despótica. Pero en este caso hablaríamos de
esclavos, no ya de ciudadanos. Serían herramientas humanas, “cosas que
el hombre utiliza”. Y tal multitud no sería una ciudad, sino la corrupción de la
misma [Sententia Libri Politicorum, Lib. III, lect. 5, n. 390 (Marietti)]. La
unidad civil es un orden asentado en la acción continua de las voluntades
de los ciudadanos. Se trata de una especie de amistad [Sententia Libri
Ethicorum, Lib. IX, lect. 9-11]. La amistad no es un producto, y tampoco lo
es una verdadera ciudad.

Sobre este punto resulta instructivo comparar el Proœmium del


comentario a la Política con la Introducción al Leviatán de Hobbes. Hobbes
parte también de la idea de que el arte imita a la naturaleza. Pero no hace
ninguna distinción entre acción y producción. Esta distinción parece no tener
lugar en su pensamiento. Habla únicamente en términos de producción. Y la
semejanza que señala no está en el modo en que la naturaleza y el arte
operan, sino en sus productos. Su ciudad es un “hombre artificial”, con
partes que son como las partes del cuerpo humano, y cuya “alma” o dador
de “vida y movimiento” es el soberano. Más tarde, Hobbes dirá que el
soberano y el déspota tienen los mismos “derechos”, y que sólo se
diferencian en la forma en que han sido instituidos [Leviatán, parte II, cap.
20].

Sería difícil exagerar la importancia que da Tomás a la necesidad natural


que el ser humano tiene de la amistad —cívica y de otros tipos—, como
factor constitutivo del orden moral; o en otras palabras, la importancia que
da a la sociabilidad natural del hombre. Los bienes humanos predominantes
son todos bienes “comunes”, aptos para ser compartidos por muchos, y, en
conjunto, tienen prioridad sobre los bienes puramente individuales [De
Koninck 1943]. En gran medida, para determinar la bondad o maldad de la
conducta humana es necesario establecer con precisión la relación de esta
conducta con los verdaderos bienes comunes a los que la persona está
ordenada [Summa theologiae, I, q. 90, a. 2, ad 3; Jensen 2010].

7.6. La resolución metafísica de los principios prácticos, y


una ley natural que encamina a Dios
Para Tomás, la “imitación de la naturaleza” no siempre se refiere a la
producción de copias de productos naturales en materiales diferentes.
Cuando se aplica al campo moral, se refiere a principios de orden que la
razón discierne primero en las operaciones de naturaleza física y aplica
luego a las operaciones voluntarias. La razón por la cual las operaciones
voluntarias pueden ser ordenadas de manera similar a las de naturaleza es,
evidentemente, que su “condición” intrínseca, como la llama Tomás, es al
menos análoga a las de las operaciones naturales. Esta condición consiste
en las características comunes a todas las acciones voluntarias, ya sean
moralmente buenas o malas, es decir, tanto si caen dentro como fuera del
orden de la razón. Tomás somete esta condición de las acciones voluntarias
a un extenso análisis [Summa theologiae, I-II, q. 6-17], y tanto allí como en
otras partes propone numerosas comparaciones entre éstas y las
operaciones naturales [Brock 1998]. Por ejemplo, tanto los agentes
voluntarios como los naturales actúan en vista de fines. Esta característica
es común a ellos sólo por analogía, no unívocamente, porque está presente
en ellos de modos desiguales. Las operaciones naturales se ordenan a sus
fines por naturaleza, mientras que las acciones voluntarias se ordenan a sus
fines por decisión de sus propios agentes, típicamente por medio de una
deliberación [Summa theologiae, I-II, q. 1, a. 2; q. 6, a. 2].
Con bastante frecuencia, Tomás presenta los principios básicos del orden
o la rectitud de la conducta humana como aplicaciones en el dominio
voluntario de principios que también se aplican a las cosas naturales. Por
ejemplo, en muchos lugares determina las reglas para virtudes específicas
—hábitos de actuar según la razón— apelando al orden comúnmente
observable en las cosas naturales [para algunos ejemplos, véase Summa
theologiae, II-II, q. 50, a. 4; q. 64, aa. 1-2; q. 65, a. 1; q. 104, a. 1, q. 108, a.
2; q. 130, a. 1; q. 133, a. 1]. Incluso el principio general de que la bondad
moral consiste en seguir a la razón, y la maldad moral, en apartarse de ella,
es una aplicación del principio general de que «para todo ser, es bueno
aquello que se muestra adecuado a su forma, y malo, aquello que está
fuera del orden de la forma» —siendo la razón la forma del ser humano
[Summa theologiae, I-II, q. 18, a. 5; véase I-II, q. 21, a. 1, I-II, q. 94, a.
3; Sententia Libri Ethicorum, Lib. I, lect. 10]—. En un famoso pasaje, Tomás
presenta las primeras y “naturalmente” aprehendidas reglas de la razón
práctica como funciones de los objetos de las inclinaciones naturales del
hombre, muchos de los cuales son comunes al hombre y a las cosas no
racionales [Summa theologiae, I-II, q. 94, a. 2]. La regla más básica de
todas, “el bien debe hacerse y buscarse, y el mal evitarse”, se basa en un
concepción del bien, entendido como “aquello que todos desean”; y “todos”
(omnia) significa aquí absolutamente todos los seres [ibid; ver I, q. 5, a. 1].

Otro de estos principios es el amor a Dios por encima de todo lo demás.


«Cada cosa, en su propio modo, ama naturalmente a Dios más que a sí
mismo» [Summa theologiae, I, q. 60, a. 5]. Ésta es la instancia principal del
principio aún más general de que en la medida en que algo pertenece a otro
de acuerdo con lo que naturalmente es, naturalmente busca el bien del otro
más que el suyo. Los seres no racionales lo hacen así, y «la inclinación
natural de las cosas sin razón manifiesta la inclinación natural de la voluntad
de aquellos que poseen una naturaleza intelectual» [ibid.]. Aquí, de hecho,
el tema es el amor de los ángeles. Pero en el mismo texto Tomás también
apunta a un principio análogo que opera en el orden político, y que él
explica por el hecho de que la razón imita a la naturaleza.

En estas discusiones, Tomás no está diciendo que debemos actuar de tal


o cual manera porque las cosas naturales así lo hacen. Decir esto sería
postular, como principio práctico fundamental, que las acciones humanas
deben ajustarse a las operaciones de la naturaleza. Sería tanto como decir
que esa conformidad es el fin propio de la razón práctica. Tomás no postula
tal principio. Más bien, “resuelve” los principios fundamentales de la razón
práctica en verdades más generales, viéndolos como aplicaciones de estas
verdades. Las verdades generales también se aplican a las cosas naturales.
Tomás está considerando el orden práctico desde una perspectiva más
universal, desde una perspectiva metafísica. La verdadera medida a la que
la razón humana debe conformarse no es la naturaleza física en sí misma,
sino la razón divina de la que se deriva el orden de la naturaleza [Summa
theologiae, II-II, q. 31, a. 3; q. 130, a. 1].

Por otra parte, al presentar los principios prácticos fundamentales como


aplicaciones de unos principios más generales, Tomás no los está
demostrando. Él los considera como indemostrables, per se nota, conocidos
en virtud de sí mismos [Summa theologiae, I-II, q. 94, a. 2; para un estudio
comprensivo de la noción de per se notum en Tomás, véase Tuninetti 1996].
Esto significa que su verdad se explica inmediatamente, es decir, por el
significado de sus propios términos. Son “demasiado ciertos” para ser
demostrables. Una verdad demostrable sobre una cuestión determinada es
aquella cuya verdad se explica por medio de una verdad diferente referible a
ese mismo asunto. Por ejemplo, el eclipse de la luna se explica por el hecho
de que la iluminación de la luna por el sol queda bloqueada por la tierra.
Pero incluso una verdad indemostrable puede ser una aplicación particular
de una verdad más general. La verdad más general no es una verdad
diferente sobre el mismo asunto; es casi la misma verdad, sólo que
considerada de manera más abstracta, como aplicada a un asunto más
general. Por ejemplo, un principio práctico sería el que las comunidades
más simples a las que el hombre es capaz de pertenecer deben formarse
antes que las más complejas. El principio más general sería que las
totalidades más simples, a las que un conjunto de elementos pueden
pertenecer, deben formarse antes que las más complejas. Este principio se
aplica a todo, incluso a las cosas naturales.

Una vez más, la idea no es que la razón por la cual un principio es


verdadero y se aplica a la acción humana es que éste se aplica a las cosas
naturales. Cuando captamos la idea de que a partir de las cosas simples e
imperfectas se debe proceder a los compuestas y perfectas, vemos en
seguida que tiene sentido aplicar este principio a cualquier clase de cosas.
No tenemos que comprobar que las cosas naturales funcionan de esta
manera. Por otro lado, a pesar de que Tomás no está demostrando los
principios prácticos al resolverlos en formulaciones más generales, de
hecho los está “confirmando” al exhibir los “fundamentos” sobre los que se
apoyan. En suma, las consideraciones más generales son “mejor
conocidas” por nosotros y anteriores a nuestra comprensión de otras más
particulares. Decir que unas verdades son per se notae no significa que no
haya un orden entre ellas o que alcanzar algunas de ellas no suponga
alcanzar otras. Ninguna se demuestra por medio de las otras, pero puede
ser que algunas sean comprendidas a la luz de otras. Así, en Summa
theologiae, I-II, q. 94, a. 2, Tomás ordena los primeros principios prácticos
en sí mismos, desde el más general al más particular. Aquel sobre el cual
todos los demás se “fundan” —“lo bueno debe hacerse y buscarse, y lo
malo evitarse”— es el más general de todos. En los otros principios, se
aplica a determinados bienes y males. Los otros principios no se
demuestran por medio de él, pero captarlos supone captarlo a él.

En el mismo artículo, se refiere también Tomás al principio de no-


contradicción, diciendo que sobre él se “fundan” todas nuestras otras
verdades, sean estas especulativas o prácticas. Un ejemplo relacionado con
este principio puede ayudar a clarificar la idea general. Tomemos la
proposición “ser un ciudadano es incompatible con no ser un ciudadano”.
Esto es verdad, y no hay otra verdad acerca del ser ciudadano en razón de
la cual esto sea verdad. Es una verdad inmediata – per se nota,
indemostrable – acerca del ser ciudadano. Sin embargo, es también una
aplicación de la verdad sumamente general de que ser tal y tal cosa es
incompatible con no ser tal y tal cosa. Y conocemos mejor esta verdad
general. La conocíamos incluso mucho antes de tener el concepto de
ciudadano.

La razón por la que los principios más generales son más conocidos es el
hecho mismo de que sus términos son más generales, más abstractos, y
por tanto más simples. Su formación en nuestra mente es “naturalmente”
anterior a la formación de verdades más concretas o particulares en las que
esos términos están implícitos [Summa theologiae, I, q. 85, a. 3]. Por
supuesto, para Tomás, nacemos no sabiendo cosa alguna. Y con el fin de
captar hasta los principios más simples y generales, necesitamos
experimentar instancias singulares a partir de las cuales los términos que
componen esos principios puedan ser aprehendidos [Summa theologiae, I-
II, q. 51, a. 1]. Pero Tomás está convencido de que los principios prácticos
son aplicaciones particulares de unos principios generales que
aprehendemos por primera vez, no a partir de cosas prácticas que causa
nuestra propia razón, sino de las cosas que nosotros sólo observamos —de
las cosas sensibles y naturales—. Al señalar la presencia de los principios
generales en el mundo natural comúnmente observable, nos indica que
nuestro acceso a ellos es a su vez muy natural. No se necesita ninguna
instrucción especial. De este modo, muestra que sus aplicaciones al ámbito
de lo práctico son principios prácticos que son conocidos “comúnmente por
todos” [Summa theologiae, I-II, q. 94, a. 2]. La ciencia moral puede, por
tanto, darlos por sentados.

Ordenar los principios, confirmar los posteriores sobre la base de los


anteriores, y rastrear los orígines de los primerísimos principios en nuestra
experiencia común, es una tarea metafísica. La justificación última de
Tomás para considerar las cosas especulativas y prácticas juntas de este
modo, como pertenecientes a un orden común, es también eminentemente
metafísica: que ambas proceden de la causa suprema, la sabiduría divina.
Las operaciones de todas las cosas están naturalmente sujetas a la
ordenación de la providencia divina, que recibe el nombre de ley eterna.
Todas las cosas participan en ella de alguna manera. Tomás considera que
los primeros principios de la razón práctica son la manera propia en que la
naturaleza humana participa en la ley eterna. Esta participación se asienta
en la luz natural de la razón, que, como se dijo en el comentario a
la Política, deriva, según una cierta semejanza, de la luz divina. Vistos de
esta manera, los principios constituyen lo que se llama la ley natural
[Summa theologiae, I-II, q. 91, a. 2].

Esto no quiere decir que la comprensión de la verdad de estos principios


dependa del haber captado su origen divino. En el caso de aquellos
principios que no se refieren a Dios, podría ocurrir que comprenderlos ni
siquiera suponga el hecho de haber considerado a Dios. Sin embargo, la
comprensión natural de los principios lleva al hombre a considerarlo y a
tender hacia Él. ¿Qué tan espontáneamente ocurre esto, aun en el caso de
nuestra naturaleza caída? Se lo plantea Tomás al describir lo que ocurre
cuando un niño alcanza por primera vez el “uso de razón” y se convierte en
alguien moralmente responsable [Summa theologiae, I-II, q. 89, a. 6]. En
ese momento, el niño experimenta una necesidad perentoria de “deliberar
acerca de sí mismo”. Esto significa que se entiende a sí mismo como algo
“para un fin”. (A esto es precisamente a lo que se refiere la deliberación
[Summa theologiae, I-II, q. 14, a. 2]). Percibe que existe para algo, y se
pregunta cuál es este algo y qué requiere de él. Proseguir estos
cuestionamientos o no, sin embargo, depende de él. Habiendo llegado al
uso de razón, tiene ahora cierto control voluntario sobre sus propios actos e
incluso sobre sus propios pensamientos. Pero si busca la verdad de la
cuestión y “se ordena a sí mismo a su fin debido”, tan bien como le sea
posible —de acuerdo con sus mejores luces— entonces, en efecto, se
“volverá hacia Dios”. Esto es tan cierto que, si el niño no había sido aún
bautizado y se encontraba, hasta ese momento, en estado de pecado
original, éste le será ahora remitido por la gracia sobrenatural.

Quien aquí habla es, por supuesto, el Tomás teólogo. Y no está él, de
ninguna manera, olvidando la propia tendencia del pecado original a
debilitar la disposición natural de la voluntad a seguir la verdad. Pero
encuentra que la luz natural de la razón sigue orientándonos a todos en la
dirección correcta —hacia Dios—. Parece razonable suponer que, en su
opinión, una filosofía moral sólida e integral debería hacer lo mismo. Su
juicio sobre qué tan explícita o elaboradamente debería hacerlo, sin
embargo, no es tan evidente.

8. Bibliografía
8.1. Principales ediciones de las obras de Tomás de
Aquino
Leonina: Sancti Thomae Aquinatis doctoris angelici Opera omnia iussu
Leonis XIII. P. M. edita, cura et studio fratrum praedicatorum,
Romae 1882–. La edición todavía está en curso. Es la edición
más autorizada de las obras de Tomás. Al día de hoy han sido
publicados alrededor de 40 volúmenes. Sin embargo, los
volúmenes 2 a 15, que incluyen la Summa theologiae (vols. 4-
12), la Summa contra gentiles (vols. 13-15), y cuatro
comentarios a las obras físicas de Aristóteles fueron elaborados
sin utilizar todas las técnicas modernas de edición crítica.

Parma: Sancti Thomae Aquinatis Doctoris angelici ordinis praedicatorum


Opera omnia ad fidem optimarum editionum accurate
recognita, 25 vols., typis Petri Fiaccadori, Parmae 1852-1873;
Reimpresión: Musurgia, New York 1948-1950.
Vivès: Doctoris angelici divi Thomae Aquinatis sacri Ordinis F.F.
Praedicatorum Opera omnia sive antehac excusa, sive etiam
anecdota …, 34 vols., studio ac labore Stanislai Eduardi Fretté
et Pauli Maré Sacerdotum, Scholaeque thomisticae Alumnorum,
apud Ludovicum Vivès, Parisiis 1871-1872.

Los primeros tres de los cuatro libros del Scriptum super libros


Sententiarum todavía no han aparecido en la edición Leonina.
Además de las ediciones de Parma y Vivès, existe S. THOMAE
AQUINATIS, Scriptum super libros Sententiarum magistri Petri
Lombardi episcopi Parisiensis, vols. 1-4, MANDONNET, P.
– MOOS, M. F. (editores), P. Lethielleux, Paris 1929-1956. (El
cuarto volumen contiene sólo las primeras 22 de las
50 distinctiones del Libro IV.)

A mediados del siglo XX, la editorial Marietti (Turín-Roma) ha publicado


ediciones muy manejables de las obras principales de Tomás
de Aquino.

8.2. Traducciones al español


Suma contra los Gentiles, ROBLES CARCEDO, L. – ROBLES SIERRA, A.
(editores), BAC, Madrid 1967.

Suma de teología, 5 vols., BAC, Madrid 1988.

Opúsculos y cuestiones selectas, 4 vols., BAC, Madrid 2001-2007.

EUNSA, la editorial de la Universidad de Navarra (Pamplona, España), ha


publicado traducciones al español de muchas otras obras principales de
Tomás de Aquino:

Cuestiones disputadas sobre el mal, 1997.

Comentario a la Ética a Nicómaco de Aristóteles, 2001.

Comentario a la Física de Aristóteles, 2001.

Comentario a la Política de Aristóteles, 2001.


Comentario a las sentencias de Pedro Lombardo (Vol. I/1. El misterio de
la Trinidad, 2002; Vol. I/2. Nombres y atributos de Dios, 2009; Vol.
II/1. La Creación: Ángeles, Seres Corpóreos, Hombre, 2005; Vol.
II/2. El libre arbitrio y el pecado, 2008).

Comentario a los libros de Aristóteles Sobre el sentido y lo sensible y


Sobre la memoria y la reminiscencia, 2001.

Comentario al libro de Aristóteles sobre el cielo y el mundo, 2002.

Comentario al libro de Aristóteles sobre la generación y la corrupción.


Los principios de la naturaleza y otros opúsculos cosmológicosv,
2005.

Comentario al libro de Aristóteles sobre la interpretación, 1999.

Comentario de los Analíticos Posteriores de Aristóteles, 2002.

Cuestiones disputadas sobre el alma, 2001.

Cuestiones disputadas sobre las virtudes en general, 2000.

El ente y la esencia, 2006.

Exposición sobre el «Libro de las causas», 2000.

Sobre el verbo. Comentario al prólogo del Evangelio de San Juan, 2005.

Sobre la unidad del intelecto contra los averroístas, 2005.

8.3. Instrumentos para la investigación


Corpus Thomisticum. Subsidia studii ab Enrique Alarcón collecta et
edita, http://www.corpusthomisticum.org/. Un portal muy útil,
que contiene las obras de Tomás en latín —incluyendo muchas
de las obras dudosas o espurias—, un motor de búsqueda
basado en el Index Thomisticus, una extensa bibliografía que
actualizan regularmente y mucha información más.

Index Thomisticus Sancti Thomae Aquinatis operum omnium indices et


concordantiae in quibus verborum omnium et singulorum
formae et lemmata cum suis frequentiis et contextibus variis
modis referuntur quaeque, 50 vols., BUSA, R. (editor),
Frommann-Holzboog, Stuttgart 1974. (Versión
electrónica: Thomae Aquinatis Opera Omnia cum hypertextibus
in CD-ROM, Editio secunda, Editoria Elettronica Editel, Milano
1996.)

Bibliographie thomiste 1800-1940, MANDONNET, P. – DESTREZ, J.


– CHENU, M. D. (editores), J. Vrin, Paris 1960.

Thomistic Bibliography, 1920-1940, BOURKE, V. J. (editor), The Modern


Schoolman [Supplement vol. 21], Saint Louis University, Saint
Louis 1945.

Thomistic Bibliography, 1940-1978, MIETHE, T. L. – BOURKE, V. J.


(editores), Greenwood Press, Westport 1980.

Thomas Aquinas International Bibliography 1977-1990, INGARDIA, R.


(editor), Philosophy Documentation Center, Bowling Green
1993.

Bulletin Thomiste, Le Saulchoir: Soisy (Seine) 1924-1965; continuado


por Rassegna di letteratura tomistica, Editrice domenicana
italiana, Nápoles, 1966-1993.

A Catalogue of Thomists, 1270-1900, KENNEDY, L. A. (editor), Notre Dame


Press, Notre Dame 1987.

8.4. Biografías
CHESTERTON, G. K., Saint Thomas Aquinas. The Dumb Ox, Image Books,
Garden City 1964 (trad. Santo Tomás de Aquino, Homo
Legens, Madrid 2009).

TORRELL, J.-P., O.P., Initiation à saint Thomas d'Aquin, Academic Press


Fribourg / Éditions du Cerf, Fribourg / Paris
2008 (trad. Iniciación a Tomás de Aquino: su persona y su obra,

EUNSA, Pamplona 2002).


TUGWELL, S., O.P., Thomas Aquinas: Introduction, en Tugwell, S.
(editor), Albert and Thomas: Selected Writings, Paulist Press,
New York, pp. 201-351.

WEISHEIPL, J. A., O.P., Thomas D’Aquino: His Life, Thought and Work,


The Catholic University of America Press, Washington 1974
(trad. Tomás de Aquino: vida, obras y doctrina, EUNSA,
Pamplona 1994).

8.5. Bibliografía selecta sobre el pensamiento filosófico de


Tomás de Aquino
8.5.1. Introducciones y estudios generales

BROCK, S. L., The Philosophy of Saint Thomas Aquinas: A Sketch,


Cascade Books, Eugene (Oregon, USA) 2015.

CHENU, M.-D., Toward Understanding St. Thomas, Regnery, Chicago


1964.

COPLESTON, F. C., S.J., Aquinas, Penguin Books, London 1955 (trad. El


pensamiento de Santo Tomás, Fondo de Cultura Económica,
México D.F. 1999).

DAVIES, B., The Thought of Thomas Aquinas, Clarendon Press, Oxford


1992.

FESER, E., Aquinas. A Beginner’s Guide, Oneworld Publications, Oxford


2009.

GILSON, É., El tomismo: introducción a la filosofía de santo Tomás de


Aquino, EUNSA, Pamplona 1978.

MARITAIN, J., El doctor angélico, Desclée de Brouwer, Buenos Aires 1944.

MARTIN, Ch., The Philosophy of Thomas Aquinas: Introductory Readings.


Routledge Kegan & Paul, London 1988.

MCINERNY, R., Aquinas, Polity Press, Cambridge 2004.


PIEPER, J., Introducción a Tomás de Aquino, Rialp, Madrid 2005.

PORRO, P., Tommaso d’Aquino. Un profilo storico-filosofico, Carocci,


Roma 2012.

STUMP, E., Aquinas, Routledge, London 2003.

VANNI ROVIGHI, S., Introduzione a Tommaso d’Aquino, Laterza, Roma-


Bari 1981 .2

8.5.2. Lógica y filosofía del conocimiento

JENKINS, J., Knowledge and Faith in Thomas Aquinas, Cambridge


University Press, Cambridge 1997.

O’CALLAGHAN, J., Thomist Realism and the Linguistic Turn: Toward a


More Perfect Form of Existence, University of Notre Dame
Press, Notre Dame 2003.

RAMÍREZ, J. M., O.P., De analogia, vols. 2.1-4 de la Edición de las obras


completas de Santiago Ramírez, RODRÍGUEZ, V., O.P. (editor),
Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid 1970-
1972.

SANGUINETI, J. J., La filosofía de la ciencia según Santo Tomás, EUNSA,


Pamplona 1977.

TUNINETTI, Luca, “Per se notum”. Die logische Beschaffenheit des


Selbstverständlichen im Denken des Thomas von Aquin, E. J.
Brill, Leiden 1996.

WALLACE, W. A., O.P., Causality and Scientific Explanation, University of


Michigan Press, Ann Arbor 1972.

WILHELMSEN, F., Man’s Knowledge of Reality: An Introduction to


Thomistic Epistemology, Prentice-Hall, Engelwood Cliffs 1956.

8.5.3. Metafísica

AERTSEN, J., Nature and Creature: Thomas Aquinas’ Way of Thought, E.


J. Brill, Leiden 1988.
DEWAN, L., O.P., Form and Being. Studies in Thomistic Metaphysics, The
Catholic University of America Press, Washington, D.C. 2006.

ELDERS, L., The Metaphysics of Being of St. Thomas Aquinas in a


Historical Perspective, E. J. Brill, Leiden 1993.

FABRO, C., Partecipazione e causalità secondo S. Tommaso d’Aquino,


SEI, Torino 1960.

MARTIN, Ch., Thomas Aquinas: God and Explanations, Edinburgh


University Press, Edinburgh 1997.

TE VELDE, R. A., Participation and Substantiality in Thomas Aquinas, E. J.


Brill, New York 1995.

WIPPEL, J., The Metaphysical Thought of Thomas Aquinas: From Finite


Being to Uncreated Being, The Catholic University of America
Press, Washington, D.C. 2000.

8.5.4. Filosofía de la naturaleza y filosofía del hombre

ELDERS, L., The Philosophy of Nature of St. Thomas Aquinas, Peter Lang,


Frankfurt am Main 1997.

PASNAU, R., Thomas Aquinas on Human Nature, Cambridge University


Press, New York 2002.

PEGIS, A., St. Thomas and the Problem of the Soul in the Thirteenth
Century, Pontifical Institute of Medieval Studies, Toronto 1934.

SANGUINETI, J. J., La filosofia del cosmo in Tommaso d’Aquino, Ares,


Milano 1986.

WALLACE, W., O.P., The Modeling of Nature, The Catholic University of


America Press, Washington 1996.

8.5.5. Filosofía moral

BRADLEY, D. J. M., Aquinas on the Twofold Human Good. Reason and


Human Happiness in Aquinas's Moral Science, The Catholic
University of America Press, Washington, D.C 1997.
BROCK, S. L., Action and Conduct. Thomas Aquinas and the Theory of
Action, T&T Clark, Edinburgh 1998 (trad. Acción y conducta.
Tomás de Aquino y la teoría de la acción, Herder, Barcelona
2000).

DE KONINCK, Ch., De la primauté du bien commun contre les


personnalistes, Laval University Press, Québec 1943 (trad. De
la primacía del bien común contra los personalistas, Cultura
Hispánica, Madrid 1952).

DEWAN, L., O.P., Wisdom, Law and Virtue: Essays in Thomistic Ethics,


Fordham University Press, New York 2007.

ELDERS, L., The Ethics of St. Thomas Aquinas, Peter Lang, Frankfurt am


Main 2005.

FINNIS, J., Aquinas: Moral, Political, and Legal Theory, Oxford University


Press, Oxford 1998.

FLANNERY, K., S.J., Acts Amid Precepts. The Aristotelian Logical Structure


of Thomas Aquinas’s Moral Theory, The Catholic University of
America Press, Washington, D.C. 2001.

JENSEN, S., Good and Evil Actions. A Journey through Saint Thomas


Aquinas, The Catholic University of America Press,
Washington, D.C. 2010.

MCINERNY, R., Ethica Thomistica: The Moral Philosophy of Thomas


Aquinas, The Catholic University of America Press, Washington
1997.

PILSNER, J., The Specification of Human Actions in St Thomas Aquinas,


Oxford University Press, Oxford 2006.

RAMÍREZ, S., La prudencia, Palabra, Madrid 1979.

—, In II P. Summae theologiae divi Thomae expositio, vols. 3-9 of Edición


de las obras completas de Santiago Ramírez, Rodríguez, V.,
O.P. (editor), Consejo Superior de Investigaciones Cientificas,
Madrid 1972-4.
RHONHEIMER, M., Ley natural y razón práctica. Una visión tomista de la
autonomía moral, EUNSA, Pamplona 2006.

8.6. Otras obras citadas en esta voz


BERGAMINO, F., Quaestio disputata de immortalitate animae. Traduzione
italiana e commento alla luce delle sue fonti e delle opere edite
di Tommaso d’Aquino, «Acta Philosophica» 20.1 (2011), pp. 73-
120.

BERTI, E., The Historical Basis of S.T. I-II, q. 94, art. 2: The Aristotelian
Notion of Nature as a Generation Principle, in The Human
Animal: Procreation, Education, and the Foundations of Society,
Proceedings of the X Plenary Session of the Pontifical Academy
of St Thomas Aquinas (Doctor Communis 2011, fasc. 1-
2), Pontificia Academia Sancti Thomae Aquinatis, Vatican City
2011, pp. 28-40.

BROCK, S. L., On Whether Aquinas’s Ipsum Esse is “Platonism,” «The


Review of Metaphysics» 60 (December 2006), pp. 269-303.

—, The Causality of the Unmoved Mover in Thomas Aquinas’s


Commentary on Metaphysics XII, «Nova et Vetera, English
Edition» 10.3 (2012), pp. 805–832.

DOOLAN, G. T., Aquinas on the Demonstrability of Angels, en HOFFMANN,


T. (editor), A Companion to Angels in Medieval Philosophy,
Brill, Leiden 2012, pp. 13-44.

FEINGOLD, L., The Natural Desire to See God according to St. Thomas


Aquinas and His Interpreters, Sapientia Press, Naples 2010 . 2

GILSON, É., In Quest of Matter, en Gilson, É., Three Quests in


Philosophy, MAURER, A. A. – FARGE, J. K. (editores), Pontifical
Institute of Mediaeval Studies, Toronto 2008, pp. 75-130.

HOCHSCHILD, J. P., The Semantics of Analogy. Rereading Cajetan’s De


Nominum Analogia, University of Notre Dame Press, Notre
Dame 2010.
KLUXEN, W., Philosophische Ethik bei Thomas von Aquin, Felix Meiner
Verlag, Hamburg, 1980 . 2

MARITAIN, J., De la philosophie chretienne, Desclée de Brouwer, Paris


1933 (esp. paragraphe 16 and Note II).

—, Science et sagesse, suivi d’éclaircissements sur la philosophie


morale, Labergerie, Paris 1935, Deuxième partie (trad. Ciencia
y Sabiduría, Desclée de Brouwer, Buenos Aires 1945).

MCINERNY, R. – O’CALLAGHAN, John, “Saint Thomas Aquinas,” Stanford


Encyclopedia of
Philosophy 2009, http://plato.stanford.edu/entries/aquinas/.

RAMÍREZ, S., Sur l’organisation du savoir moral, «Bulletin Thomiste» 12


(avril-juin 1935), pp. 423-32.

—, De philosophia morali christiana, «Divus Thomas» (Frib.) 14 (1936),


pp. 87-122, 181-204.

TE VELDE, R., Aquinas on God. The ‘Divine Science’ of the Summa


theologiae, Ashgate, Aldershot 2006.

TUNINETTI, L. F., L’argomentazione dialettica e il compito del sapiente


nella Summa contra Gentiles, en PÉREZ DE LABORDA, M.
(editor), Sapienza e libertà. Studi in onore del prof. Lluís Clavell,
ESC, Rome 2012.

VILLAGRASSA, J., Bibliografia sulla metafisica di Tommaso d’Aquino,


Ateneo Pontificio Regina Apostolorum, Roma 2009.

WIELOCKX, R., Poetry and Theology in the Adoro te deuote: Thomas


Aquinas on the Eucaristía and Christ’s Uniqueness, en Emery,
K. y Wawrykow, J. (editores), Christ among the Medieval
Dominicans. Representations of Christ in the Texts and Images
of the Order of Preachers, University of Notre Dame Press,
Notre Dame 1998.

Notas
1 Los datos biográficos se toman principalmente de Torrell 2008.

2 De aquí en adelante las obras de Tomás se citan con los títulos que
generalmente se aceptan en la actualidad. En muchos casos los
pasajes las citas se hacen según la numeración de las ediciones de
Marietti, porque éstas son de acceso más fácil para el lector. Sin
embargo, cuando existe para una obra concreta, la edición Leonina
ofrece para ella una lectura más autorizada.

3 Sobre la lectura que Tomás hace de la explicación aristotélica del cambio


en términos de materia y forma —en griego, ὕλη y μορφή, de donde
“hilemorfismo”—, véase McInerny - O'Callaghan 2009: arts. 6 y 8.

4 Para una discusión más completa, véase Gilson 2008.

5 Para un interesante intento de síntesis, véase Wallace 1996.

6 Tomás encuentra este parecer en Aristóteles, y también da sus propias


razones para sostenerlo.

7 Sobre el modo fundamentalmente aristotélico en que Tomás estructura el


pensamiento moral, véase Flannery 2001.

8 Gran parte de este material, aunque organizado según un orden diferente,


se encuentra recogido en la Summa theologiae, Supplementum, qq.
41-68.

9 Sobre la necesidad de proceder con cierta cautela en la lectura del De


regno, ver Torrell 2008: 247-249.

También podría gustarte