Santo Tomás de Aquino Biografia y Obras
Santo Tomás de Aquino Biografia y Obras
Santo Tomás de Aquino Biografia y Obras
Durante estos años estuvo al cuidado de San Alberto Magno, con quien entabló
una duradera amistad. Les unía -además del hecho de pertenecer ambos a
la Orden dominica- una visión abierta y tolerante, aunque no exenta de
crítica, del nuevo saber grecoárabe, que por aquellas fechas llegaba
masivamente a las universidades y centros de cultura occidentales. Tras
doctorarse, ocupó una de las cátedras reservadas a los dominicos, tarea
que compatibilizó con la redacción de sus primeras obras, en las cuales
empezó a alejarse de la corriente teológica mayoritaria, derivada de las
enseñanzas de San Agustín de Hipona.
En 1259 regresó a Italia, donde permaneció hasta 1268 al servicio de la
corte pontificia en calidad de instructor y consultor del Papa, a quien
acompañaba en sus viajes. Durante estos años redactó varios comentarios
al Pseudo-Dionisio y a Aristóteles, finalizó la Suma contra los gentiles, obra en la
cual repasaba críticamente las filosofías y teologías presentes a lo largo de
la historia, e inició la redacción de su obra capital, la Suma Teológica, en la
que estuvo ocupado entre 1267 y 1274 y que representa el compendio
último de todo su pensamiento.
Tomás de Aquino supo resolver la crisis producida en el pensamiento
cristiano por el averroísmo, interpretación del pensamiento aristotélico que
arranca del filósofo árabe Averroes (1126-1198). El averroísmo resaltaba la
independencia del entendimiento guiado por los sentidos y planteaba el
problema de la doble verdad, es decir, la contradicción de las verdades del
entendimiento y las de la revelación.
En oposición a esta tesis, defendida en la Universidad de París por Siger de
Brabante, afirmó la necesidad de que ambas fueran compatibles, pues,
procediendo de Dios, no podrían entrar en contradicción; ambas verdades
debían ser, además, complementarias, de modo que las de orden
sobrenatural debían ser conocidas por revelación, mientras que las de
orden natural serían accesibles por el entendimiento; filosofía y teología
son, por tanto, distintas y complementarias, siendo ambas racionales, pues
la teología deduce racionalmente a partir de las premisas reveladas.
A medio camino entre el espiritualismo agustiniano y el naturalismo
emergente del averroísmo, defendió un realismo moderado, para el cual los
universales (los conceptos abstractos) existen fundamentalmente in re (en
las cosas) y sólo formalmente post rem (en el entendimiento). En último
término, Tomás de Aquino encontró una vía para conciliar la revalorización
del mundo material que se vivía en Occidente con los dogmas
del cristianismo, a través de una inteligente y bien trabada interpretación de
Aristóteles.
Tomás de Aquino
Autor: Stephen L. Brock
Índice
1. Vida
2. Obras
2.7. Tratados
6. Metafísica
7. Filosofía moral
8. Bibliografía
8.4. Biografías
8.5. Bibliografía selecta sobre el pensamiento filosófico de Tomás de
Aquino
8.5.3. Metafísica
1. Vida
Tomás nació entre 1224 y 1225 en Roccasecca, el castillo de su padre
Landolfo (hoy en ruinas), en el Reino de Nápoles, a mitad de camino entre
Roma y la ciudad de Nápoles[1]. Su padre era caballero; su madre,
Teodora, Condesa de Teathe. La familia gozaba de importantes conexiones
políticas, y los padres de Tomás alimentaban la esperanza de que se
convirtiera en una persona influyente, quizás incluso abad del cercano
monasterio benedictino de Monte Casino, como su tío paterno. Alrededor de
los cinco o seis años, fue enviado allí como oblato para comenzar su
educación en artes liberales. La leyenda cuenta que siendo aún muy joven,
asediaba a su tutor con la pregunta Quid sit Deus? ¿Qué es Dios?
Fue también en Nápoles donde Tomás tomó contacto con la nueva orden
de frailes mendicantes, los dominicos (fundados en Toulouse en 1215), y
pronto decidió sumarse a sus filas. Su decisión se topó con una severa
oposición familiar, y durante más de un año sus parientes emplearon
diversos medios para intentar disuadirlo, incluyendo el confinamiento
forzado en la fortaleza de Roccasecca, durante el cual se dice que sus
hermanos llegaron incluso a tenderle trampas contra la virtud de la castidad.
Viendo que la voluntad del novicio permanecía firme, la familia terminó por
ceder, y, poco después, probablemente en 1245, sus superiores lo enviaron
al priorato dominico de St. Jacques en París para continuar sus estudios de
filosofía. Allí, entre otras cosas, habría leído parte, al menos, de las obras
éticas de Aristóteles.
En junio de 1259 Tomás fue convocado para formar parte del capítulo
general de los dominicos en Valenciennes, en el que fueron tomadas
importantes decisiones en relación con los estudios de los frailes. Después
de la finalización del año académico viajó al sur, pasando los siguientes diez
años en diversos lugares de Italia. Entre 1261 y 1265 estuvo mayormente
en el convento dominico de Orvieto (no en la corte papal, como se suele
decir), y desde 1265 hasta 1268, principalmente en Roma. Durante esta
década sus responsabilidades como maestro, consultor y predicador fueron
numerosas, y en Roma elaboró algunos de sus escritos más importantes,
incluyendo la Summa contra gentiles (una obra que frecuentemente releyó y
retocó en los años subsiguientes), su propio comentario a los Nombres
Divinos del pseudo-Dionisio, un comentario sobre el libro de Job,
probablemente los comentarios a algunas epístolas de San Pablo, el
comentario al De Anima de Aristóteles, tres series de cuestiones disputadas
—Sobre el poder de Dios, Sobre el alma y Sobre las criaturas espirituales
— y la Primera Parte de la Summa theologiae.
Tomás fue enviado a París nuevamente en 1268 para hacerse cargo de
la cátedra dominicana en Teología por segunda vez. El motivo de su retorno
es incierto, pero en seguida se vio envuelto en una serie de graves
controversias. Una de ellas fue la renovada contienda entre clérigos
seculares y mendicantes. Otras, estaban más directamente relacionadas
con cuestiones filosóficas. Estas últimas muestran a las claras la medida en
que el pensamiento de Tomás se movía fuera de las corrientes
predominantes en la universidad.
— De anima (1266-1267)
— De virtutibus (1271-1272)
2.7. Tratados
— De ente et essentia (~1252-1256)
— Hymnum Adoro te devote (1264?)
— Collationes in decem praecepta (1261-1268?)
Una lista completa de las fuentes que cita Tomás debería incluir muchos
otros autores menos significativos. Otro factor principal en la configuración
de su pensamiento era su interacción con otros pensadores del siglo XIII.
Esto es mucho más difícil de documentar en detalle. Tomás rara vez cita al
pie de la letra a sus contemporáneos y casi nunca los nombra, ni siquiera en
sus escritos polémicos. En algunas ocasiones dirá que “cierta persona” o
“ciertas personas” sostienen tal o cual posición; en otras, lo que dice es un
claro eco de lo que sostiene algún otro autor, aunque no cite a nadie en
concreto. En aquella época había poca o ninguna noción de propiedad
intelectual.
Es cierto que aun esta tesis —que el fin del hombre excede a la razón—,
se conoce con certeza sólo por revelación. La razón fundamental que
Tomás da de la necesidad de la teología es en sí misma teológica. El
Aquinate no basa la necesidad de la teología, a la que habitualmente llama
“doctrina sagrada”, en verdades filosóficas o en cualesquiera otras verdades
no teológicas. Por norma general, sostiene que la teología, en sí misma, es
totalmente autosuficiente. Algunas de sus enseñanzas dependen de otras
—contiene tanto los principios como las conclusiones— pero ninguna de
ellas depende de principios extraños o tiene que ser verificada a la luz de
conocimientos no teológicos. Sus principios no necesitan ser probados por
la filosofía. Se sostienen en la fe, en la creencia en la Palabra de Dios como
tal.
Sin embargo, Tomás juzga que la filosofía —la filosofía sólida, aquella
consistente con sus propios principios— es de gran utilidad en la teología.
Acude en ayuda de la debilidad de nuestra mente al enfrentarse con la
verdad divina. La teología se sirve de otras ciencias para lograr una “mayor
claridad” de sus enseñanzas. Esto se debe a que «a partir de las cosas que
son conocidas por la razón natural, de las que proceden las otras ciencias»,
el intelecto humano «es más fácilmente llevado de la mano (manuducitur) a
las cosas que superan a la razón, que se transmiten en esta ciencia»
[Summa theologiae , I, q. 1, a. 5, ad 2]. La relación que se establece entre la
teología y las otras ciencias es equivalente a la que se establece entre una
disciplina superior o arquitectónica y las inferiores y subordinadas, como el
arte de gobernar respecto de las artes militares [Ibidem. Véase también I, q.
1, a. 8, ad 2]. Tomás encuentra que la filosofía es útil a la teología por tres
motivos [Super Boetium De Trinitate, pars 1, q. 2, a. 3]: porque le
proporciona semejanzas o analogías que ayudan a comprender lo
sobrenatural a partir de las cosas que son naturalmente cognoscibles;
porque la ayuda a argumentar contra las posiciones contrarias a la fe, ya
sea probando que son falsas o demostrando que no son necesariamente
ciertas; y porque le permite probar los llamados praeambula fidei. Estos
últimos son verdades cognoscibles para la razón que están ligadas a las
verdades sobrenaturales de la revelación, como, por ejemplo, la existencia
de Dios. Estas verdades también han sido reveladas, y los creyentes
pueden muy bien mantenerlas por la fe, pero la revelación misma nos
enseña que la razón puede entenderlas [Romanos 1, 19], y al hacerlas más
evidentes, tal conocimiento facilita su consideración y uso. Podríamos
añadir también una cuarta forma en que Tomás encuentra a la filosofía útil
para la teología: para eliminar los malos argumentos a favor de las verdades
reveladas, como, por ejemplo, los intentos de algunos por demostrar que el
mundo tuvo un comienzo temporal. Tomás piensa que tales argumentos
hacen más mal que bien [Summa theologiae, I, q. 46, a. 2]. En general, la
relación que Tomás ve entre la teología y las otras ciencias es la que se
establece entre una disciplina superior o arquitectónica y las inferiores y
subordinadas, como el arte de gobernar respecto de las artes militares
[Ibidem. Véase también I, q. 1, a. 8, ad 2].
Por tanto, hay espacio para otra “teología”, cuya objeto es la naturaleza
divina misma. Esa ciencia debe ser revelada, no puede ser obra de la razón
humana. Pues, de nuevo en oposición a Averroes, Tomás niega que la
razón natural pueda alguna vez alcanzar una comprensión adecuada de la
naturaleza de cualquier sustancia puramente incorpórea, menos aún de
Dios, como para ser capaz de generar una ciencia que tenga esa naturaleza
por tema. Piensa que la opinión de Aristóteles, con la que está de acuerdo,
es que la comprensión natural de la mente humana está siempre ligada a
las imágenes —los “fantasmas”— de las cosas sensibles. Con sus solas
fuerzas puede conocer a Dios sólo a través de los fantasmas de
sus efectos [Summa theologiae, I, q. 12, a. 12, ad 2], es decir,
precisamente, como causa de algún otro objeto. Sólo Dios mismo y aquellos
que disfrutan de la visión sobrenatural de su esencia, conocen su naturaleza
como es en sí misma. Por revelación se nos comunica algo de ese
conocimiento. Participamos de él al modo en que el estudiante que todavía
no domina una materia participa del conocimiento que su maestro tiene de
la misma, a saber, recibiendo instrucción del maestro y creyendo en ella.
Incluso para la idea de la fe como una forma de compartir conocimiento,
Tomás se apoya en Aristóteles, que dice que «el que quiera aprender debe
creer» [Aristóteles, Refutaciones sofísticas, c. 2, 165b3; ver Summa
theologiae, II-II, q. 2, a. 3].
Por tanto, Tomás no hace distinción tajante entre la filosofía natural y las
ciencias naturales. De todas formas, divide el estudio de las cosas naturales
en diferentes campos. Lo divide también con arreglo a niveles de
generalidad o especificidad. Su De principiis naturae, como la Física de
Aristóteles, pertenece a un nivel más general, y se centra en las
características más comunes de las cosas naturales. El siguiente apartado
ofrece un esbozo de algunas de sus principales enseñanzas referidas a este
nivel.
Ahora, puesto que lo que sea que funcione como materia prima es
ingenerable e incorruptible, si ella misma es una especie de sustancia,
entonces, todos los cambios físicos, y todas las formas que se adquieren o
se pierden a través de ellos, deben ser meramente accidentales. No habría
cambios sustanciales. Y la naturaleza esencial de todas las cosas físicas, su
naturaleza sustancial, será la naturaleza de la materia prima. Todas las
demás características de las cosas físicas serían reducibles a ella. Esto
sería válido incluso si hubiera más de un tipo de cuerpo que sirviera como
materia prima. Estos diversos tipos podrían mezclarse entre sí o estar
dispuestos de distintas maneras, pero nunca llegarían a ser o dejarían de
existir, y todas sus mezclas y arreglos sólo serían accidentales. Aristóteles
nos dice que así es como Empédocles considera a los cuatro elementos,
tierra, agua, aire y fuego [Metafísica, I.3, 984a7-11]. Del mismo modo,
Demócrito postulaba la existencia de una multitud de pequeños cuerpos, de
gran movilidad e indivisibles —“atómicos”, en el sentido original de la
palabra— como el sustrato primario de todos los cambios. Para él las
sustancias reales son los átomos [Metafísica, VII.13, 1039a7-11]. También
en estas posturas, la naturaleza de la materia prima es la naturaleza
esencial del todo físico, y todos los fenómenos físicos son reducibles a ella.
Aunque la pregunta de por qué esta noción de materia prima como pura
potencia no tiene cabida en la ciencia moderna es demasiado amplia para
responderla aquí en su totalidad, pueden hacerse algunas
observaciones[4]. Es claro que la razón no reside en que la ciencia postule
hoy día la existencia de cuerpos indestructibles que subyacen a todo, como
hicieran los predecesores de Aristóteles. Los “átomos” de la ciencia
moderna no son ciertamente cuerpos de este tipo; ni siquiera son
indivisibles. Evidentemente, ninguna de las partículas subatómicas que se
han identificado son indestructibles tampoco. Sin embargo, no hay que
olvidar que en el período naciente de la ciencia moderna, hubo de hecho
teorías que postularon la existencia de este tipo de cuerpos. Descartes, por
ejemplo, sostuvo que la “sustancia” de las cosas corporales no era más que
“realidad extensa” —podríamos decir “cuerpo puro”— ingenerable e
incorruptible. Otros propusieron teorías verdaderamente atomistas. Y al
menos hasta cierto punto, aún hoy la ciencia generalmente procede
descomponiendo fenómenos grandes y complejos, como los que percibimos
directamente, en sus componentes más pequeños o simples; explicando los
fenómenos, en la medida de lo posible, en términos de las propiedades que
esos componentes presentan de forma aislada. En efecto, la ciencia
moderna tiende a tratar a estos fenómenos “como si” fueran mecánicos; de
algún modo en la forma en que, según Aristóteles, la geometría trata las
líneas y figuras como si existieran separadas de las propiedades sensibles o
físicas [véase Metafísica, VII. 10, 1036a11-12; XI.3, 1061a29-b3]. Esto es
legítimo, ya que esas propiedades son meramente accidentales para lo que
concierne al geómetra. Del mismo modo, la existencia de “totalidades
sustanciales” o “formas sustanciales” en la naturaleza puede ser meramente
accidental en lo que concierne a los científicos. Se puede prescindir de
ellas. El científico no necesita negarlas positivamente; su existencia es una
cuestión que simplemente no reviste algún interés especial para él. Y
tampoco la cuestión de la materia prima. Pues esa pregunta gira totalmente
en torno a la cuestión de la sustancia y del cambio sustancial.
Las almas separadas también siguen siendo siempre distintas las unas
de las otras. Cada una de ellas informó un cuerpo distinto, y separada
mantiene la misma existencia diferenciada que tenía cuando estaba unida a
un cuerpo [Summa theologiae, I, q. 76, a. A.2 ad 2]. Cada una conserva
también una afinidad especial con esa porción particular de materia de la
que fue separada [Summa theologiae, Suppl., Q. 79, a. 1, ad 3]. Su
“reencarnación” en cualquier otra materia sería antinatural para ella [ibid.,
co.].
6. Metafísica
La metafísica es la ciencia filosófica a la que Tomás dedicó sus mejores
esfuerzos y en la que más destacó. Es probablemente también el área de
su pensamiento que ha recibido mayor atención por parte de los expertos.
La literatura secundaria es cuantiosa [véase Villagrassa 2009] y cuenta con
diferentes corrientes de interpretación. El estudio más comprensivo al
respecto es el de Wippel 2000.
Ahora bien, Tomás no piensa que el ser que se le atribuye a los seres
materiales es exactamente del mismo tipo que el que se atribuye a los seres
inmateriales. Esa sería una visión cuasi platónica. Los entes materiales son
seres según su modo propio, que difiere del de las cosas inmateriales, y el
metafísico trabaja para formular y explicar en qué consiste este modo propio
y para determinar cómo se diferencia del de las cosas inmateriales. De
todas formas, el interés del metafísico en el “lado material” de las cosas
materiales es mínimo. La física presta una gran atención a las precisas
características sensibles y otras disposiciones materiales de las cosas,
porque estas tienen una relación esencial con su movimiento. Por contraste,
el metafísico se conforma con una consideración sumaria de las mismas
[para un ejemplo, ver Sententia super Metaphysicam, lib. VII, lect. 10, n.
1489 (Marietti)], porque ellas contribuyen poco a dar razón del mismo ser de
las cosas [cf. ibid., lib. III, lect. 4, n. 384]. Lo que principalmente le interesa
de ellas es su forma. Por supuesto, el físico está asimismo interesado en las
formas, porque ellas son también principios del movimiento, “naturalezas”.
Pero el físico no se preocupa precisamente de las formas en cuanto
principios del ser de las cosas, ni de su propio estatus como seres.
Más adelante se dirá algo acerca del especial interés del metafísico en la
forma. Sería un error, sin embargo, pensar que el metafísico, según Tomás,
simplemente deja de lado las características sensibles y cinéticas de las
cosas materiales y que trata su ser aislado de éstas. Su perspectiva no es
como la del matemático, que considera la cantidad aislada de tales
características. Pues el “ser”, a diferencia de la cantidad, no es solo una
característica más entre otras tantas que las cosas pueden tener. Todas las
características de las cosas son también seres. De alguna manera existen.
Las cualidades sensibles, el movimiento y la materia en sí misma
considerada son seres también, y el metafísico tiene algo que decir acerca
de su ser. Tendrá algo que decir incluso acerca del ser de los objetos
matemáticos, y también acerca de los objetos de la lógica, los “entes de
razón”.
Lo que esto significa puede ser tal vez ilustrado de la siguiente manera.
La filosofía natural puede definir al hombre como animal racional. La
actividad racional es observable a través de la experiencia sensible, y el
filósofo natural puede decir que lo que distingue al hombre de los demás
animales es que tienen un principio de tal actividad. Desde un punto de vista
metafísico, sin embargo, se pone de manifiesto que “racional” puede
significar tanto el poder de la razón, que es una cierta cualidad, un
accidente, como también el modo substancial de ser, al que tal poder
guarda proporción [Summa theologiae, I, q. 77, a. 1, ad 7]. Sustancia y
accidente son también diferencias del ser en cuanto ser. Es en el sentido de
algo sustancial que “racional” entra en la definición que indica la esencia del
hombre. La distinción entre esencia y potencia puede ser de poco o ningún
interés para el filósofo natural. Él solamente está buscando dar cuenta de la
actividad que observa. La esencia y la potencia obran juntas como
principios de la actividad, y puesto que son totalmente inseparables, poco le
importa al físico que sean o no completamente idénticas. Para el metafísico,
por el contrario, esto importa y mucho. Borrar la distinción entre esencia y
potencia tendría como resultado suprimir la distinción entre creatura y
creador; es decir, entre una simple parte del ens commune y su causa
primera y universal. Sólo en Dios, sostiene Tomás, pueden ser idénticos
esencia y potencia [Summa theologiae, I, q. 54, a. 3].
Así es como en primer lugar contrasta Tomás a Dios con las criaturas en
general. En todas las criaturas, la cosa que es, quod est, es realmente
distinta de y entra en composición con su esse, su quo est. Es sobre todo
en el contexto de la diferenciación entre las criaturas inmateriales y Dios, sin
embargo, que Tomás invoca la “distinción real”. De las otras criaturas ya se
diferencia por el hecho de ser éstas materiales.
Si Averroes no veía tal distinción, era sin duda en parte porque pensaba,
con Aristóteles, que la forma en sí es acto. ¿Cómo puede ser ésta entonces
potencia para algún otro acto? Esta pregunta plantea una duda sobre la
propia coherencia de la perspectiva de Tomás, porque el propio Tomás
insiste en que la forma, en cuanto forma, es acto [Summa theologiae, I, q.
75, a. 5]. La cuestión de la coherencia también se ha planteado en términos
históricos más amplios [Brock 2006]. La distinción entre forma y esse se
puede rastrear a través de una larga línea de pensadores neoplatónicos,
varios de los cuales han influenciado directamente a Tomás, como por
ejemplo, el mismo Avicena, Proclo, y Boecio. Esta influencia se manifiesta
en el lenguaje de la “participación” que a menudo Tomás utiliza en la
formulación de la distinción. Sólo Dios es su esse y es ser (ens) por su
misma esencia; todos los demás seres “participan” en su esse y son seres
únicamente por participación. Esto suena casi como si Dios fuera una “Idea”
platónica de ser. Y estas afirmaciones son difíciles de cuadrar no sólo con la
concepción aristotélica de la forma como acto, sino también con sus críticas
a la concepción platónica del ser. Desde un punto de vista aristotélico,
Tomás parece estar convirtiendo el ser en algo demasiado uniforme o
unívoco, haciéndolo reducible a una sola esencia. También parece estar
comprometiendo la trascendencia de Dios, ya que todo estaría
compartiendo Su misma esencia.
Sin embargo, Tomás cree estar expresando una opinión compartida por
Platón y Aristóteles [Summa theologiae, I, q. 44, a. 1; De substantiis
separatis, c. 9]. En lo que respecta a la cuestión de la “uniformidad” de su
manera de entender el esse, puede ser útil ver un poco más en detalle
cómo entiende la “participación” de las criaturas en el esse. Esto nos trae de
vuelta a la cuestión de cómo la forma creada puede ser esencialmente acto
y, al mismo tiempo, potencia para el esse. La trascendencia del Dios de
Tomás será considerada en el apartado siguiente.
Por último, parece ser, precisamente, en este sentido, que, para Tomás,
la forma es esencialmente “acto”. «Toda cosa que sea es un ser (ens) en
acto a través de la forma, por lo cual cada forma es acto» [De spiritualibus
creaturis, q . un., a. 3]. No hay dos actos. La forma no tiene ningún tipo de
actualidad propia anterior al esse que ella trae. Más bien, el término “acto”
tiene dos significados. El principal es esse. Algo está “en acto” sólo en la
medida en que tiene esse. Pero el esse es siempre según una forma, y aun
cuando la forma es distinta del esse y es potencia para el esse, éste se
sigue inmediatamente de la forma, per se. Y así, en un sentido secundario,
tal forma también es “acto”: aquélla por la cual, per se, una cosa está en
acto. El esse es como si fuera la misma actualitas de este acto. Sin
embargo, no parece del todo correcto decir que, para Tomás, la forma es
secundaria en cuanto forma, o incluso que es secundaria en el sentido más
propio de “forma”. Porque Tomás postula una forma que es idéntica a
su esse, y que es forma “en el máximo grado”. Esto es concebible, porque
el esse mismo es lo «más formal de todo» [Summa theologiae, I, q. 7, a. 1].
Una es que Dios produce las cosas “de la nada”, ex nihilo. No hay en
ellas factor alguno que su producción presuponga. Cualquiera de estos
factores pertenecería a su ser, y Él es la causa de todo lo que se refiere de
cualquier manera al ser de las cosas. La causa universal del ser en cuanto
ser, debe causar incluso la materia prima, que es potencia para un ser. Es
cierto, como se ha mencionado anteriormente, que Tomás niega la
posibilidad de demostrar que el mundo ha tenido un comienzo temporal o
que ha sido producido “después” de la nada, post nihilum. Una producción
sin comienzo es concebible. Pero esto no se debe a que haya un sustrato
eterno que Dios no ha producido. Más bien se debe a que la producción del
mundo no presupone nada y por lo tanto no consiste en cambiar algo. La
producción es una pura relación causal, que no se mezcla con el cambio.
Por tanto, aunque de hecho el mundo tuvo un comienzo, su producción no
supone ni un cambio ni una sucesión de tiempo, ni siquiera una meramente
subjetiva o imaginaria. El agente universal produce tanto la realidad de su
efecto como el tiempo por medio del cual se miden sus cambios. El propio
“ser del tiempo” se deriva de Él. Su propia duración “incluye y sobrepasa”
todos los tiempos. Se mide, no por el tiempo, sino por aquella medida
simple y sin sucesión llamada “eternidad” [Véase Summa theologiae, I, q.
46, a. 2].
Dios debe contener todas las perfecciones de las cosas, porque, como
argumenta la cuarta vía, las produce todas. Sin embargo, no tienen por qué
existir en Él como lo hacen en las cosas mismas; la causa, como tal, tiene
un modo más alto de perfección que el efecto en cuanto tal [Summa
theologiae, I, q. 4, a. 2]. Y las perfecciones pueden existir en Él de una
manera simple, no con la multiplicidad que tienen en las cosas, porque su
sencillez es la de un esse subsistente. Dado que su esse no es recibido en
nada, no está limitado o contraído; contiene «toda la perfección del esse»
[ibid.]. Y absolutamente toda perfección “pertenece” a la perfección
del esse, ya que las cosas son perfectas sólo en la medida en que
tienen esse. Sin duda, hay perfecciones que no son en sí mismas el esse,
tales como las formas; pero estas también pertenecen a la perfección
del esse, ya que las cosas tienen esse través de ellas. Las formas por las
que las cosas se distinguen y diversifican entre sí existen en Dios, sin
perjuicio de su sencillez [ibid., ad 1].
Por supuesto, esto significa que ninguna perfección en las cosas semeja
o representa perfectamente a Dios. Por un lado, su propia perfección
incluye también todas las demás perfecciones de las cosas. Pero ni siquiera
la combinación de todas las perfecciones semeja o representa
perfectamente la suya, porque la suya no es una combinación. Es una
forma simple. Por lo tanto, ninguna perfección en las cosas se asemeja
perfectamente a la perfección misma tal como se da en Dios. No se trata
simplemente de una diferencia de cantidad o intensidad. Cada perfección
está en Dios de tal manera que lo que ella es en Él, no es lo mismo que lo
que es en las criaturas. Hay, por cierto, una semejanza; y la semejanza es
por “la comunión en la forma”. Pero no hay forma que tenga la misma
definición tal como se encuentra en las criaturas y tal como está en Dios,
nada que sea lo mismo en especie o incluso en género. Dios no está
contenido dentro de ninguna especie o género, ni siquiera de los géneros
últimos, las categorías del ser; Dios es la causa de todos ellos. La
semejanza de una criatura con Dios es sólo una “analogía”,
una proporción de cada ser al «principio primero y universal de todos los
seres» [Summa theologiae, I, q. 4, a. 3].
A la luz de esto, parece posible decir que cuando Tomás llama a Dios
“causa universal del ser”, lo dice en un sentido muy formal. De hecho,
difícilmente pueda decirlo en sentido material, es decir, como equivalente a
“Dios es causa de todos los seres”. Porque Dios mismo es “un ser”, un ser
incausado [Summa theologiae, I. q. 44, a. 1, ad 1]. En este sentido, Dios es
solamente la causa de todos los otros seres, o de todos aquellos que son
seres por participación, los que tienen esse pero no son su esse. Pues
Tomás entiende que Dios es la causa de la naturaleza misma del ser. Esto
es posible, porque su propia naturaleza la excede.
7. Filosofía moral
Tomás escribió sobre temas morales a lo largo de toda su obra. Entre sus
escritos más importantes se encuentran amplias secciones del Comentario
sobre las Sentencias y del De veritate, el inconcluso De regno ad regem
Cypri, el último tercio del libro III de la Summa contra gentiles, el De malo,
los comentarios sobre la Ética a Nicómaco de Aristóteles y la Política (este
último interrumpiéndose en el libro III, capítulo 6), las cuestiones
disputadas De virtutibus, y la Secunda pars de la Summa theologiae, donde
encontramos su tratamiento más completo de la vida moral. Naturalmente,
gran parte de este material es de carácter teológico, pero, como es típico de
Tomás, contiene también gran cantidad de elementos filosóficos.
Volviendo a la división de las ciencias según los cuatro órdenes que ellas
consideran, resulta claro que esta división es en sí misma un ordenamiento.
Cada ciencia considera el orden en algún campo particular, pero hay
también un orden entre las ciencias. Aquí se las distingue según las
relaciones de sus objetos a la razón, y el orden en el que Tomás las
enumera parece ser también el orden en el que piensa que, en general, sus
objetos caen bajo la aprehensión de la razón. En otros lugares, Tomás
indica que la razón considera en primer lugar cosas cuyo orden sólo conoce
y no hace —las cosas naturales sensibles—. Luego considera sus propias
operaciones; más tarde las acciones voluntarias o morales; y, finalmente,
cosas exteriores producidas por y para beneficio de las acciones morales. Al
menos en este sentido, la filosofía natural o especulativa tiene prioridad
sobre la filosofía moral.
Por otra parte, la respuesta a esta pregunta requiere un juicio sobre cuál
sea ese lugar adecuado. Al comienzo del comentario a la Ética Tomás nos
informa su parecer: la sabiduría es la perfección más importante de la
razón, y por lo tanto del hombre. Igualmente se refiere al ejercicio de la
sabiduría, a la contemplación sapiencial, como a la más alta actividad
humana. La vida que es más satisfactoria para el hombre, la que logra una
felicidad completamente proporcionada a la naturaleza humana, es la vida
filosófica. La vida activa, dedicada principalmente a asuntos externos, sólo
alcanza una forma secundaria de felicidad. La razón principal por la que
Tomás sostiene este punto de vista, que toma de Aristóteles, es que la
sabiduría considera los seres que son mejores que el hombre, los seres
divinos. Esto es tanto como decir que si no hubiera nada divino, el valor del
pensamiento puramente especulativo en la vida humana se vería muy
reducido. En esta línea, Tomás dice que si el hombre fuera su propio fin
último, su felicidad consistiría en la actividad del intelecto práctico al
considerar y ordenar sus acciones y pasiones [Summa theologiae, I-II, q. 3,
a. 5, ad 3]. La razón por la que el hombre no es su propio fin último es que
hay algo superior a lo que se ordena, lo divino. Se debe notar, además, que
la tarea de juzgar la sabiduría de esta manera —mediante la comparación
de su objeto con el de las otras virtudes— pertenece a la sabiduría misma.
No es el pensamiento moral quien determina el objeto de la sabiduría o el
que clasifica a su objeto en relación con los de los otros hábitos de la
mente. El pensamiento moral sólo recibe este orden y lo usa como una guía
para la acción.
Ahora bien, Tomás no piensa que Aristóteles sostuviera que era posible
lograr una visión de la esencia divina en esta vida. A menudo le atribuye a
Aristóteles la opinión de que, dado que nuestro conocimiento en esta vida
comienza a partir de las cosas sensibles, éste no puede alcanzar la esencia
de ninguna sustancia inmaterial, por no hablar de la de Dios. Al poner la
bienaventuranza en esta vida, Aristóteles la estaría haciendo consistir en un
deficiente conocimiento de Dios. Se trataría de una bienaventuranza
meramente imperfecta. [Summa contra gentiles, Lib. III, cap. 48, nn. 2254-
2261 (Marietti). Allí Tomás dice que Aristóteles “parece” haber sostenido
que el hombre sólo puede alcanzar la bienaventuranza imperfecta propia de
esta vida.] En el comentario de Mateo, sin embargo, no se dice que el error
de Aristóteles sea hacer consistir la bienaventuranza en un conocimiento
deficiente, sino sólo que es con respecto al tiempo. Tomás no lo dice
explícitamente, pero bien podría estar pensando que, aun si Aristóteles no
puede ser culpado por no haber conocido la revelación y la promesa de la
visión de Dios, debería al menos haber entrevisto la posibilidad de una
bienaventuranza más perfecta después de esta vida.
La cuestión aquí tratada es aún más fundamental que aquella del tiempo
de la realización de la bienaventuranza (ahora o en el más allá), o incluso
que la de su objeto (Dios representado por sus efectos, o Dios en su propia
esencia). Se refiere al verdadero fin de la bienaventuranza humana —fin en
el sentido de la-persona-por-amor-a-la-cual es ésta principalmente deseada
—. Para utilizar el ejemplo citado al comienzo del comentario a la Ética, es
en este sentido en que el fin de un ejército es su comandante. Él no es su
fin “práctico”, es decir, el objetivo por el que se realiza una acción militar. El
fin práctico del ejercito es la victoria. Pero el comandante es el fin, en el
sentido de que el ejército lucha por la victoria sobre todo por amor a él.
Sin embargo, ¿es la exigencia de amar a Dios por encima de uno mismo
—de actuar como lo hacen los “santos”— un principio de filosofía moral?
¿No es acaso un principio revelado, que pertenece al dominio teológico? La
respuesta de Tomás a la segunda pregunta parece ser: sí y no. ‘No’ lo es en
la medida en que amar a Dios por encima de uno mismo es una exigencia
de la naturaleza y de la razón natural. Se trata de un precepto fundamental
de la ley natural [Summa theologiae, I-II, q. 100, a. 3, ad 1], que fluye de la
verdad naturalmente cognoscible de que la totalidad de nuestro propio ser
es para Él y de que todo nuestro bien es más para Él que para nosotros
mismos [véase Summa theologiae, I, q. 60, a. 5, I-II, q. 26, a. 3]. En este
sentido, no es un principio exclusivamente teológico o revelado. Por otra
parte, Tomás también sostiene que en el actual estado del hombre caído,
acatar este precepto es imposible sin la gracia [Summa theologiae, I-II, q.
109, a. 3], y que el pecado ha “oscurecido” su conocimiento natural a tal
punto que se ha hecho necesario revelarlo [Summa theologiae, I-II, q. 100,
a. 5, ad 1]. En este segundo sentido, es de suponer que la respuesta ha de
ser sí, que se refiere a la teología. Pero dado que, al menos en principio, se
trata de un punto racionalmente cognoscible, ¿no debería permitírsele
entrar a formar parte del discurso filosófico? Similares consideraciones y
preguntas pueden hacerse acerca de la conveniencia de orientar la propia
conducta en vistas de la vida futura.
La razón por la que los principios más generales son más conocidos es el
hecho mismo de que sus términos son más generales, más abstractos, y
por tanto más simples. Su formación en nuestra mente es “naturalmente”
anterior a la formación de verdades más concretas o particulares en las que
esos términos están implícitos [Summa theologiae, I, q. 85, a. 3]. Por
supuesto, para Tomás, nacemos no sabiendo cosa alguna. Y con el fin de
captar hasta los principios más simples y generales, necesitamos
experimentar instancias singulares a partir de las cuales los términos que
componen esos principios puedan ser aprehendidos [Summa theologiae, I-
II, q. 51, a. 1]. Pero Tomás está convencido de que los principios prácticos
son aplicaciones particulares de unos principios generales que
aprehendemos por primera vez, no a partir de cosas prácticas que causa
nuestra propia razón, sino de las cosas que nosotros sólo observamos —de
las cosas sensibles y naturales—. Al señalar la presencia de los principios
generales en el mundo natural comúnmente observable, nos indica que
nuestro acceso a ellos es a su vez muy natural. No se necesita ninguna
instrucción especial. De este modo, muestra que sus aplicaciones al ámbito
de lo práctico son principios prácticos que son conocidos “comúnmente por
todos” [Summa theologiae, I-II, q. 94, a. 2]. La ciencia moral puede, por
tanto, darlos por sentados.
Quien aquí habla es, por supuesto, el Tomás teólogo. Y no está él, de
ninguna manera, olvidando la propia tendencia del pecado original a
debilitar la disposición natural de la voluntad a seguir la verdad. Pero
encuentra que la luz natural de la razón sigue orientándonos a todos en la
dirección correcta —hacia Dios—. Parece razonable suponer que, en su
opinión, una filosofía moral sólida e integral debería hacer lo mismo. Su
juicio sobre qué tan explícita o elaboradamente debería hacerlo, sin
embargo, no es tan evidente.
8. Bibliografía
8.1. Principales ediciones de las obras de Tomás de
Aquino
Leonina: Sancti Thomae Aquinatis doctoris angelici Opera omnia iussu
Leonis XIII. P. M. edita, cura et studio fratrum praedicatorum,
Romae 1882–. La edición todavía está en curso. Es la edición
más autorizada de las obras de Tomás. Al día de hoy han sido
publicados alrededor de 40 volúmenes. Sin embargo, los
volúmenes 2 a 15, que incluyen la Summa theologiae (vols. 4-
12), la Summa contra gentiles (vols. 13-15), y cuatro
comentarios a las obras físicas de Aristóteles fueron elaborados
sin utilizar todas las técnicas modernas de edición crítica.
8.4. Biografías
CHESTERTON, G. K., Saint Thomas Aquinas. The Dumb Ox, Image Books,
Garden City 1964 (trad. Santo Tomás de Aquino, Homo
Legens, Madrid 2009).
8.5.3. Metafísica
PEGIS, A., St. Thomas and the Problem of the Soul in the Thirteenth
Century, Pontifical Institute of Medieval Studies, Toronto 1934.
BERTI, E., The Historical Basis of S.T. I-II, q. 94, art. 2: The Aristotelian
Notion of Nature as a Generation Principle, in The Human
Animal: Procreation, Education, and the Foundations of Society,
Proceedings of the X Plenary Session of the Pontifical Academy
of St Thomas Aquinas (Doctor Communis 2011, fasc. 1-
2), Pontificia Academia Sancti Thomae Aquinatis, Vatican City
2011, pp. 28-40.
Notas
1 Los datos biográficos se toman principalmente de Torrell 2008.
2 De aquí en adelante las obras de Tomás se citan con los títulos que
generalmente se aceptan en la actualidad. En muchos casos los
pasajes las citas se hacen según la numeración de las ediciones de
Marietti, porque éstas son de acceso más fácil para el lector. Sin
embargo, cuando existe para una obra concreta, la edición Leonina
ofrece para ella una lectura más autorizada.