Carrigan Lou Una Muerte en Cada Vida

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EL FUGITIVO

CAPÍTULO I
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
ESTE ES EL FINAL
LOU CARRIGAN
UNA MUERTE EN CADA VIDA

— oOo —
EL FUGITIVO

Los tres hombres estaban sentados alrededor de la fogata, tomando café tras la tardía cena. Habían cabalgado mucho aquella tarde, incluso ya de
noche, aprovechando la claridad de la luz lunar. Y posiblemente habrían cabalgado unas cuantas millas más si la luna no hubiera quedado oculta por los
nubarrones. Muy pronto, ni siquiera se vio una estrella, y fue entonces cuando, de mala gana, decidieron hacer la acampada.
—Habría sido idiota continuar cabalgando y rompernos la cabeza por caer del caballo —comentó uno de los hombres.
—Seguro que sí, Jasper —dijo otro—. Además, seguro que no nos siguen. No debió vernos nadie.
—De todos modos las precauciones no están de más, Foster —dijo el tercero—. Nuestra escapada no debe saberla nadie.
—Bueno, Martin, tú dirás lo que quieras, pero...
—Ssst —siseó de pronto el llamado Jasper—. Me ha parecido oír un ruido.
Martin y Foster se quedaron mirando a su amigo Jasper, mientras aguzaban el oído. Estaban acampados junto a la orilla derecha del Little River,
entre la localidad de este mismo nombre y la de Roger. En realidad, podrían haber llegado a cualquiera de estas dos poblaciones en lugar de acampar
al raso, pero era evidente que no teman la menor intención de ser vistos.
—Yo no oigo nada —dijo Foster.
—Debe ser el río —encogió los hombros Martin—. O quizá ya está lloviendo por aquí cerca y oyes caer el agua, Jasper.
—No, no —negó Jasper—. Juraría que he oído algunos caballos.
—Serán los nuestros, hombre —sugirió Foster.
—O la lluvia —insistió Martin—. Nos va a caer una tormenta de las buenas. Creo que deberíamos sacar los impermeables de las alforjas.
—Maldita sea —masculló Foster—. ¡Con lo poco que llueve por estos lugares y va a llover precisamente esta noche!.
—¿De qué te quejas? —rió burlonamente Martin—. Si nos han seguido, el agua borrará nuestras huellas. Pero no creo que sean tan listos. Ni
remotamente pensarán que nosotros tres...
—Callaos —exigió Jasper—, Os digo que estoy oyendo algo. Agarrad las armas.
Mientras decía esto, Jasper echó sobre el fuego el resto del café. Se oyó el chisporroteo, apareció una pequeña humareda blanca, y, como si todo
fuese un juego de magia, justo en ese momento sonó la voz, fuerte y firme:
—¡Quietos los tres! ¡Levanten las manos y no se muev...?.
El desconcierto de los tres hombres duró apenas un segundo. Inmediatamente, mientras aquella voz, que ciertamente no había brotado del humo,
seguía sonando, los tres se movieron a la vez, saltando ágilmente hacia donde habían dejado sus sillas de montar con sus rifles.
El salto hacia allí tenía más sentido en cuanto a protegerse con las sillas de montar que a recurrir a sus rifles, pues los tres acampados llevaban
revólver. Y a los revólveres recurrieron mientras saltaban en busca de la protección de las sillas de montar.
Fue un acto suicida, en realidad.
De sobras tenían que haber comprendido que nadie daba órdenes como la que habían oído sin tener bien controlada la situación. Pero, al parecer,
los tres hombres preferían morir matando que dejarse sorprender.
Uno de ellos incluso consiguió disparar su revólver un par de veces, o quizá tres. No se pudo saber con exactitud, porque en el mismo instante en
que aquel hombre comenzaba a disparar, alrededor de ellos, excepto por la parte donde tenían los caballos, sonaron los estampido de varios rifles y
revólveres, y la oscuridad del entorno se llenó de rojos puntos de luz; rojiza, amarillenta, violácea. Era como una mezcla de colores, de fuegos;
El que había conseguido sacar primero su revólver y hasta hacer dos o tres disparos fue el que recibió más plomo, pues lógicamente los disparos
de los invisibles atacantes se centraron más sobre él que sobre los otros dos. Se le vio como una sombra iluminada por los fogonazos, encogiéndose,
saltando, crispándose, soltando el revólver...
Los otros dos cayeron al otro lado de las sillas, desde donde todavía hubo uno que consiguió disparar una vez. El otro se puso en pie de pronto,
chillando, con la cara llena de sangre... y fue acogido con otra granizada de balas que lo derribó hacia atrás violentamente, lanzándolo hacia la total
oscuridad.
Las sillas de montar, las alforjas, las culatas de los rifles,de los tres hombres fueron acribilladas, el aire se llenó de humo de pólvora, de zumbidos,
de gritos, de relinchos...
—¡Los hemos cazado! —se elevó una voz en aquel estruendo de disparos, relinchos y gritos—. ¡Vamos a ver si queda alguno vivo para...!
Dos disparos partieron de la posición que ocupaban los dos supuestos cadáveres, y la voz del hombre que gritaba enmudeció. Inmediatamente,
otra descarga partió de las sombras hacia las sombras. Cerca del fuego, el hombre que había sido alcanzado en primer lugar yacía de bruces,
ensangrentado, crispadas las manos en la tierra, como garras convulsas.
De pronto se hizo el silencio, roto sólo por los gruñidos del hombre que había resultado herido del grupo de atacantes... El silencio duró quizá diez
segundos.
Y de pronto, como apagado, se oyó el galopar de un solo caballo. Hubo un instante de estupor, de desconcierto, antes de que se oyera la voz:
—¡Se escapa uno! ¡Vamos a por los caballos!
Varias sombras se movieron y se desplazaron velozmente hacia donde habían dejado los caballos. Y otras sombras fueron apareciendo alrededor
de la fogata, acercándose a ésta, cuyo resplandor era mínimo, pues el café la había apagado casi completamente. Seguía oyéndose el galopar de un
solo caballo.
—De todos modos, no irá muy lejos —sonó otra voz—; está montando a pelo, y seguramente lo hemos herido. El sheriff y los demás lo alcanzarán
enseguida.
Justo en ese momento, por fin, comenzó a llover.
CAPÍTULO I

Conrad Tritton llevaba ya varios minutos inmóvil ante las tumbas, sombrero en mano. Pero, ciertamente, no le importaba lo más mínimo el
implacable sol de cien mil demonios que caía sobre su cabeza.
No sentía nada: Se limitaba a mirar las tumbas, primero una, luego otra. En una de las tumbas estaba enterrado Edward Howells. En la otra, Lilliam
Tritton, aunque en la tumba constaba el apellido Howells, el de su marido, que yacía a su lado para siempre. La inscripción en la losa clavada
verticalmente al pie de ambas tumbas indicaba que ambos habían muerto el mismo día.
Un poco alejado de Conrad Tritton, el sheriff de Granger, Charles Malone, contemplaba sombríamente al forastero. Aunque no del todo. Conrad
Tritton no vivía en Granger, cierto, pero Malone le había visto varias veces con anterioridad en el pueblo, cuando acudía a visitar a su hermana Lilliam, y
a su cuñado Edward Howells. Ahora, la visita había tenido que hacerla Conrad Tritton al cementerio: su hermana y su cuñado no le habían esperado,
como otras veces, en su casita fuera del pueblo...
De pronto. Conrad Tritton dio media vuelta y se dirigió hacia la salida del cementerio. Malone se colocó a su lado cuando llegó a su altura, y
caminaron ambos en silencio hasta salir del soleado y silencioso lugar. Allí mismo esperaban los caballos de ambos.
—Bueno, señor Tritton —masculló Malone—, lo siento de veras. Ya le he dicho que todos queríamos mucho en Granger a su hermana y a Ed.
—Gracias —murmuró Conrad.
Charles Malone se movió, incómodo.
—La casa de Ed y Lilliam es ahora de usted... ¿Va a quedarse a vivir en Granger, tal vez?
Conrad Tritton fijó sus oscuros ojos en los azules del sheriff.
—Tal vez —dijo lentamente—, pero no todavía. Antes tengo algo que hacer.
—Le comprendo a usted —movió la cabeza Malone—, pero será inútil. Si no lo cazamos aquella noche, comprenda que ya no será posible
encontrarlo.
—Me pregunto cómo un hombre, montado a pelo, y posiblemente herido, pudo escapar a toda una partida.
—Estaba lloviendo —gruñó Malone—. Llovía como sólo llueve por estas tierras una vez cada cinco o seis años. Los caballos comenzaron a
resbalar en el barro, nosotros no veíamos nada... Y el ruido de la lluvia nos impedía oír al fugitivo. Además, nos hicimos un lío, nos perdimos por el
campo... Escuche, señor Tritton, llovía de verdad, ¿me comprende?
—Para el fugitivo también llovía, ¿no?
Sí, pero él sólo tenía que esconderse y dejarnos pasar. Aunque... no hizo eso, porque entonces le habríamos encontrado por la mañana. No crea
que nos fuimos de allí conformándonos con haber cazado a dos. En cuanto amaneció buscamos al tercero... Bueno, pronto nos convencimos de que
había estado cabalgando alejándose de allí, no había ni rastro de él. ¡La maldita lluvia lo borró todo!
Conrad Tritton asintió, sacó dos retorcidos cigarros y ofreció uno a Malone, que aceptó. Ya fumando los dos, y mirando Conrad el humo de su
cigarro, murmuró:
—Si los dos muertos eran de Rockdale seguramente también es de allí el que escapó.
—Claro. Bueno, ya pensamos eso, claro... Pero cuando supimos los nombres de los dos muertos y de dónde eran había pasado casi una semana.
Aun así, yo mismo fui a Rockdale y tuve una larga entrevista con el sheriff de allá. Se llama Joe Markan. Un tipo un poco... abúlico, por decirlo así, pero
me atendió muy bien, naturalmente. Bueno, los de Rockdale habían estado buscando a Martin Ambler y Foster Shields varios días, hasta que se
enteraron de lo sucedido aquí, en Granger. Cuando le dije a Markan lo que sus dos vecinos y otro que había escapado habían hecho en Granger me dijo
que estaba loco, y que tanto Ambler como Shields habían sido siempre unos buenos muchachos.
—Ya, ya. Tan buenos muchachos que entre los dos y otro más asesinaron a Edward y a mi hermana..., después de violarla a ella. Mire, Malone, yo
no quiero palabras hechas con mentiras o tonterías: quiero saber quién fue el tercero. Y la cosa no parece demasiado difícil: tanto Shields como Ambler
debían tener un amigote con el que se dedicaban a esa clase de correrías, ¿no? Y ese amigote tiene que ser de Rockdale, tiene que estar allí ahora.
—Es posible. Pero ¿cómo encontrarlo?
—Usted me ha dicho que el fugitivo iba herido. Pues bien, imagino que debieron preguntar al sheriff Markan cuál de sus vecinos era amigo de
Ambler y Shields y estaba herido.
—Martin Ambler y Foster Shields tenían muchos amigos..., y ninguno de ellos estaba herido. Preguntamos al doctor Pinkham, de Rockdale, si en la
última semana había atendido a alguno de sus vecinos de una herida de bala, y el hombre dijo que no. Últimamente las cosas están un poco tensas por
Rockdale y creo que hace poco hubo disparos, pero entonces la cosa estaba más calmada, y si alguien hubiera estado herido, el doctor Pinkham lo
hubiera sabido. Claro que, por otra parte, si el tercer hombre pudo escapar es porque estaba menos malherido de lo que nosotros pensábamos, y es
posible que se curase él solo la herida, sin que nadie se enterase de nada.
—Ya veo. Sin embargo, ese hombre debe estar en Rockdale. ¡Tiene que ser un amigo de los otros dos y tiene que estar allí!
—No digo que no. En todo caso, si es posible encontrarle tendrá que hacerlo Joe Markan, el sheriff de Rockdale. Yo no puedo meterme en su
jurisdicción. Le avisé, le facilité todos los datos que teníamos aquí. ¿Qué más podía hacer?
—Yo voy a ir a Rockdale —dijo fríamente Conrad—, y ya veremos si se puede hacer algo o no.
—Escuche, han pasado dos meses desde aquello... El tercer hombre, si estaba herido, ya estará bien. ¿Cómo va a encontrarlo? Lo único que
puede conseguir es que él se entere de que usted está investigando el asunto, y, en un momento cualquiera, le meta un par de balas en la espalda. Y de
nuevo será imposible encontrarlo.
—Si me dispara por la espalda, no disparará dos veces, se lo aseguro.
—¿Qué quiere decir?
—Que si no me mata a la primera, ya no volverá a disparar. Y si me mata a la primera, ¿para qué volver a disparar?
Charles Malone frunció el ceño. Sus ojos recorrieron de arriba abajo la figura de Conrad Tritton, deteniéndose de modo especial en el revólver.
Alto, delgado, ojos oscuros, largos cabellos castaños, rostro seco y boca delgada de gesto hostil, Conrad Tritton parecía, en efecto, un mal enemigo.
Pero, y esto lo sabían muy bien los dos, nadie tiene ojos en la espalda.
—Bueno —susurró Malone por fin—, quizá el asesino tenga suficiente con una sola bala. Piense en ello, señor Tritton.
Este asintió, fumó de nuevo de su cigarro y se quedó mirando el blanquecino humo.
—¿Dónde vive el señor Waverly? —preguntó.
—Muy cerca de donde vivía su hermana. Puedo indicarle la casa de regreso al pueblo. Pero el señor Waverly no va a recordar ahora más cosas de
las que me dijo a mí hace dos meses.
—Tal vez yo consiga hacerle recordar algún detalle.
—No pretendo molestarle, pero dudo mucho que a usted se le ocurran más preguntas que a todos nosotros, en caliente, cuando estábamos locos
por encontrar al tercer hombre.
—Pero no tiene nada de malo que yo vaya a charlar con el señor Waverly, ¿verdad?
—Claro que no. Su tiempo es suyo, señor Tritton. Pero lo siento por Adam Waverly: el pobre hombre no parece el mismo desde que vio aquello.
Conrad se pasó la lengua por los labios.
—Iré a hablar con él —susurró.
***

Adam Waverly tenía entre cuarenta y cuarenta y cinco años. Era un hombre alto, fuerte, saludable, muy interesante con sus canas en las sienes y su
rostro quemado por el sol..., aunque en aquel momento se le viera pálido. Su esposa, siete u ocho años más joven que él, era muy bonita, toda una
dama. Hacía muchos años que los Waverly se habían establecido en Granger, y desde el primer momento se mostraron como unos vecinos amables y
generosos.
Los Waverly habían recibido impresionados pero muy amablemente a Conrad Tritton, y ahora, los tres en la sala de la casa, conversaban sobre el
tema que interesaba al visitante.
—En realidad —susurró Adam Waverly—, preferiría haberlo olvidado, señor Tritton, pero lo cierto es que no lo consigo. Fue algo... Bueno...
—Tengo entendido que fue usted el primero en encontrar a William y Edward.
—Sí, creo que sí.
—Pero antes vio a los tres jinetes.
—Sí, sí. Pero no les concedí importancia. Además, estaban ya un poco lejos de la casa cuando los vi. Pensé que podían ser tres vaqueros de
cualquier rancho cercano. Bueno, uno ve siempre algún que otro jinete por aquí, señor Tritton.
—Es natural. Bien, vio usted a los tres jinetes y siguió cabalgando hacia la casa de Lilliam.
—Sí, claro. Muchas tardes pasaba por allí. Si estaba Ed, siempre me convidaba a un trago, como hacíamos nosotros cuando pasaba él por aquí,
claro está. Y si estaba sola Lilliam charlábamos un rato, yo le... le decía unos cuantos... requiebros... Ella siempre se reía... ¡Dios mío, qué bonita era!
La... la vi... Aquella tarde, la... vi... tendida... ¡Por Dios!
Adam Waverly tomó su vaso de whisky, y lo vació de un trago. Estaba lívido. Conrad hizo un gesto de disculpa.
—Siento forzarle a recordar todo aquello, señor Waverly.
—Le comprendo a usted. Pero fue tan... Me llevé un susto espantoso. Primero... primero vi a Ed, que estaba... tendido de cara al suelo cerca de la
chimenea. Yo ya estaba sorprendido de que ninguno de los dos contestara a mi saludo desde fuera de la casa, pero como el caballo de Ed estaba allí
sabia que él había regresado de los pastos. Pensé en marcharme, creyendo que quizá estaban... No sé...
—¿Haciendo el amor? —sugirió Conrad, con prieta sonrisa.
—Pues la verdad es que sí. Bueno, entienda usted: cuando yo regreso de estar todo el día por ahí cabalgando estoy deseando quitarme las botas y
sentarme en este sillón a tomar un trago, pero yo no tengo la edad de Ed... Bien, los dos eran muy jóvenes, fuertes, estaban... estaban muy enamorados,
y... Bueno, le vi a él en cuanto entré en la casa. Lo hice porque encontré la puerta abierta y pensé... que quizá no estaban dentro de la casa, sino en el
granero... O algo así...
—Vamos, Adam, dile la verdad al señor Tritton —murmuró la señora Waverly.
—¿Qué verdad? —alzó vivamente la cabeza Conrad.
—Es que... Verá usted —se turbó Waverly—, una tarde, hace cinco o seis meses, pasé también a saludarles, o a charlar un rato con Lilliam, y...
Bueno, estuve llamando un poco y como no me contestaba nadie, me quedé afuera, esperando, mientras fumaba un cigarrillo. Pensaba marcharme si,
al terminarlo, ellos no había aparecido. Pero... antes de que yo terminase el cigarrillo, ellos... ellos salieron del granero, y... y Lilliam se estaba
abotonando la blusa y Ed pues... Ella tenía la cabellera llena de briznas de paja, los dos reían... Cuando me vieron se quedaron tan sorprendidos y
turbados como yo. Fue un momento... un poco violento, la verdad. Así que cuando la última vez no contestaron tampoco a mi saludo, pensé que estarían
otra vez en el granero, y no quise pasar otra vez aquel rato incómodo. Me dije que si dejaba mi caballo junto al de Ed lo verían al salir del granero, y
comprenderían que yo estaba dentro de la casa, y podrían... Bueno, arreglarse un poco, ¿comprende?
—Claro, señor Waverly.
—Me pareció feo marchar como... sigilosamente, como si hubiera ido allí a espiarlos, o algo así, de modo que me pareció más natural esperarlos...
Bueno, vi a Ed allá, tendido boca abajo. Cuando me acerqué a él estaba tan desconcertado que no podía pensar nada. Y entonces vi la sangre en su
espalda y comprobé que estaba muerto. No sé por qué se me ocurrió entrar en... en el dormitorio... ¡Ojalá no lo hubiera hecho nunca!
—Tal vez entró usted porque relacionó la muerte de Ed con los tres jinetes y ya intuyó lo que podía haber ocurrido, señor Waverly.
—No, no. ¡Le juro que no pensé nada de eso todavía! Estaba tan aturdido... Bueno, entré en el dormitorio y vi a Lilliam en la cama. Estaba... estaba
completamente desnuda, y... y la... Bueno, su cuerpo... Tenía... tenía...
Conrad también estaba pálido ahora.
—Señor Waverly —musitó—, vamos a ahorrarnos todos esos... detalles. Desdichadamente, con lo que sé ya puedo imaginarme más o menos lo
que usted encontró allí dentro. Mire, yo no he venido a perturbarle a usted con esas cosas, en realidad. Todo lo que deseo es que haga usted un
esfuerzo, que recuerde algo... algo especial en alguno de aquellos, tres hombres:... ¡Tuvo usted que ver algo!
—No, no, no... ¡He intentado a solas encontrar algún detalle como el que usted me pide, recordar algo, pero no lo he conseguido! Yo vi a tres
jinetes, eso es todo. Los recordé al cabo de unos minutos, cuando me disponía a ir al pueblo para decir lo que había ocurrido. Era todo lo que había
visto, lo único que podía decir, así que eso fue lo primero que le dije a Charlie..., a Malone, claro. Lo primero que hicimos todos fue volver a la casa de
ellos, pero en seguida Charlie dijo que para arreglar las cosas allí no hacia falta tanta gente, y que los demás teníamos que salir detrás de los tres
jinetes. Encontramos las huellas y las seguimos. Al principio todos temíamos que nos condujesen a alguno de los ranchos, que hubiera sido alguien del
condado, pero no... Las huellas iban hacia el Norte, y hacia allá fuimos. Anocheció, pero los tres hombres no se detenían. De cuando en cuando, lejos y
siempre hacia el Norte, oíamos sus caballos. Bueno, en fin, los alcanzamos cuando finalmente se detuvieron. Dejamos los caballos lejos, los
acorralamos..., o así lo creímos... Ellos debían creerse a salvo ya, charlaban...
—Todo eso ya me lo explicó el sheriff, señor Waverly.
—¡Es que yo no puedo decirle nada más! Escuche, si hubiera visto algo especial, yo mismo sería capaz de...
—Adam, por favor —suplicó su esposa.
—Sí, tienes razón. Me gustaría ayudarle a encontrar al que escapó, señor Tritton, pero ¿qué puedo decirle? Charlie estuvo investigando en
Rockdale con el sheriff de allá, lo intentaron todo. ¡Yo no puedo hacer nada más!
—Creo que el fugitivo estaba herido, ¿no?
—Pues no estoy seguro, la verdad. Todos pensamos que sí, pero un hombre herido no escapa así como así. Además, todos habíamos gritado,
tuvimos un herido, los caballos relinchaban... Creo que si los hubiéramos atrapado vivos los habríamos linchado, francamente, aunque estuviera allá
Charlie. Pero cuando Charlie les dijo que permanecieran quietos hicieron todo lo contrario, y el lío fue tremendo. Y para colmo, empezó a llover en
seguida. ¡Maldita sea, se nos escapó como un conejo entre las piernas...! ¡Hijo de puta, que el diablo...!
Adam Waverly calló bruscamente, quizá debido a la mirada de súplica que le dirigió su esposa. Sacó un pañuelo, y se lo pasó por la frente. Se oía
su agitada respiración. Conrad Tritton se puso en pié, se acercó a la ventana, y estuvo unos segundos mirando hacia el llano.
Por fin, se volvió hacia los Waverly.
—Salgo hoy mismo hacia Rockdale —murmuró—, pero no estaré allá con mi verdadero nombre, sino con el de Howard Masterson. Y ello porque
no quiero dar al tercer hombre la oportunidad de saber que le está buscando el hermano de la mujer que él violó y asesinó... No va a tener aviso alguno,
eso es todo.
—Pero... ¿de verdad espera encontrarlo? —brillaron los ojos de Adam Waverly.
—Cuando menos, lo intentaré. Hay un favor que quiero pedirle, señor Waverly.
—¡El que sea!
—No deje de pensar en lo que sucedió. Y si de pronto recordase algún detalle que pudiera ayudarnos a encontrar a ese asesino, avíseme de un
modo u otro en Rockdale. No olvide que estaré allí con el nombre de Howard Masterson.
CAPÍTULO II

A media tarde, cuando Howard Masterson se hallaba, según sus cálculos, a unas tres millas de Rockdale, vio la bandada de buitres planeando muy
bajos.
La primera idea que pasó por su mente fue que había alguna res muerta, pero tras breve reflexión se dijo que podía perfectamente invertir unos
minutos en convencerse de ello. No le pareció bien seguir su camino sin cerciorarse, pues también podía tratarse de una persona, en cuyo caso habría
que enterrarla... O bien, si todavía no había muerto, auxiliarla.
Aunque los buitres volaban tan bajo que no cabía esperanza alguna respecto a esto último. Con seguridad, res o persona, el festín de los buitres ya
estaba a punto.
Un par de minutos más tarde lo divisaba. No era una persona, se dio cuenta en seguida. Pero tampoco se trataba de una res, sino de varias reses,
sobre algunas de las cuales los más atrevidos carroñeros habían iniciado ya su banquete.
Se acercó más. Tanto, que los buitres que arrancaban pedazos de carne y él pudieron mirarse.
Una seca sonrisa pasó fugaz por los labios de Howard Masterson.
—Mucha hambre debéis tener para plantarme cara —dijo en voz alta.
Desde arriba, otra pareja de pajarracos descendió sobre otra res. Comenzaba a declinar la tarde, pero el sol todavía era de bochorno, de una
calidez sofocante.
«Es extraño —pensó Howard—. Encontrar una res muerta es corriente, pero varias a la vez me parece muy extraño.»
Se acercó un poco más y entonces reparó en lo muy hinchados que estaban los vientres de las reses muertas. Hinchados y tensos, como suele
ocurrir cuando ingieren alguna hierba venenosa. Howard movió la cabeza, pensando que hasta los animales cometen tonterías. Le pareció
comprensible que el par de terneros no hubieran identificado las hierbas venenosas, pero ya no tan comprensible que las varias vacas viejas hubieran
comido lo mismo.
Todavía se acercó un poco más. Los buitres graznaron, se elevaron sin dejar de protestar, y comenzaron a describir sus círculos encimare Howard,
que los miró irónicamente. Si le esperaban a él, tenían para tiempo.
Desmontó y se acercó a una de las vacas. Yacía de costado, con los ojos abiertos; parecían de cristal blando u opaco. Algunas moscas Zumbaban
alrededor de los ojos.
El galope de varios caballos hizo volver la cabeza a Howard hacia su derecha. Vio el tropel de jinetes recién salidos del grupo de cércanos cedros,
como si hubieran estado esperando allí, ocultos entre los árboles.
No se movió. Es decir, giró un cuarto de vuelta para darles frente y entonces permaneció inmóvil. En cuestión de segundos, los jinetes se
detuvieron ante él. Tal vez había un par de vaqueros identificables por su aspecto y porque empuñaban rifles. Los demás hombres, no eran vaqueros,
Howard lo comprendió en seguida; llevaban revólveres, y sus posturas a caballo, su actitud indolente y fría, le advirtió de su condición de pistoleros.
Frente al grupo, un hombre de unos cincuenta años, de rostro bronceado y facciones grandes y enérgicas, miraba con fría atención a Howard
Masterson. Vestía mejor que todos los demás. Sus largos cabellos grises escapaban por los lados del sombrero formando una melena rizada y
rebelde.
Este hombre fue el que preguntó:
—¿Quién es usted?
Howard se permitió alzar una ceja.
—¿Y usted?—preguntó a su vez.
Uno de los vaqueros gruñó algo y comenzó a orientar su rifle hacia Howard, pero el otro le detuvo con un gesto y dijo:
—Soy Steve Devonshire, propietario de estas tierras.
—Yo soy Howard Masterson.
—¿Se dirige usted a Rockdale?
—Así es.
—¿Para qué?
Howard se limitó a ladear la cabeza. No despegó los labios. El mismo vaquero de antes farfulló:
—Le han hecho una pregunta, amigo.
Howard le miró. Luego miró de nuevo al llamado Devonshire.
—Saldré de sus tierras inmediatamente, si le molesta mi presencia en ellas. No he pretendido molestar.
Comenzaba a volverse hacia su caballo cuando uno de los pistoleros dijo, lentamente, con voz calmosa:
—Será mejor que conteste a la pregunta del señor Devonshire.
Howard lo miró. Volvió a mirar a Devonshire. Paseó la mirada por el resto de los hombres, qué le observaban fijamente.
—Voy de paso, eso es todo —dijo.
—Entonces, siga su camino.
—Gracias —sonrió Howard—. Es usted muy amable.
Tal vez captaron su tono irónico, tal vez no. Howard montó en su caballo y, sin mirar a nadie, prosiguió la marcha hacia Rockdale. Pero de nuevo
habría de detenerse. Y esta vez, ante algo que lo dejó perplejo, y en bastante medida irritado: una alambrada de espinos. Continuó hasta detenerse
delante mismo de las metálicas púas, y miró entonces a derecha e izquierda. Por uno y otro lado la alambrada se perdía de vista.
Tras él oyó el galopar de tres o cuatro caballos. Volvió el torso, apoyando una mano en la grupa del caballo, y se quedó mirando a los tres jinetes
que se acercaban. Eran los dos vaqueros de los rifles y el pistolero que había intervenido en la conversación.
—Le vamos a hacer un favor, amigo —sonrió el pistolero.
Howard no dijo nada. Los dos vaqueros desmontaron, pero ya no con el rifle en las manos, sino con unos grandes alicates; con los que procedieron
a cortar rápidamente una buena brecha en la alambrada. Howard les contemplaba en silencio.
—¿Quizá no le gusta lo que estamos haciendo? —preguntó el pistolero.
—Me tiene sin cuidado.
—¿No le gustan las alambradas?
—No me gustan, pero si alguien las ha puesto, por algo será.
—Si piensa así no vamos a ser buenos amigos. —sonrió el pistolero.
—Eso también me tiene sin cuidado.
—Es usted todo un gallito, ¿eh?
—Gallo a secas. Y usted una gallina: cacarea demasiado.
Los dos vaqueros se volvieron vivamente hacia ellos y se quedaron mirando pasmados a Howard. El otro se limitó a sonreír, sólo con los labios,
gruesos y extrañamente rojos.
—Me llamo Cranston —dijo—, y es la primera vez que me llaman gallina. Quizá a usted le gustaría ver cómo pongo un huevo.
—Sería curioso —sonrió Howard Masterson—. Pero para poner huevos primero hay que tenerlos.
—¿Cree que no tengo huevos?
—No creo nada.
—Usted también habla demasiado.
—Sólo cuando la conversación es interesante.
—¿Y ésta lo es?
Howard encogió los hombros.
—Sería más interesante verle poner un huevo..., pero me parece que usted sólo cacarea. ¿O quizá sabe hacer algo más?
Los dos vaqueros miraban a Howard como si éste estuviera loco. Cranston le observaba con frío gesto especulativo. De pronto, volvió a sonreír
sólo con los gruesos y rojos labios.
—¿Le gustaría verlo? —preguntó.
—¿Por qué no? —sonrió también Howard.
—Oye, Cranston —intervino uno de los vaqueros—, nada de líos ahora. Los agricultores deben estar cerca, y si oyen disparos vendrán en el acto.
Así que vámonos de aquí: tenemos que cortar más trozos de alambrada en otros sitios.
Pareció que ni Cranston ni Howard hubieran oído al vaquero. Por fin, tras unos segundos de mirarse fijamente, Cranston volvió a sonreír.
—Está usted de suerte, amigo. Siga su camino.
Howard Masterson asintió, y cruzó a la otra parte de la alambrada. Se volvió en la silla, miró a Cranston y dijo:
—No deje de avisarme cuando vaya a poner un huevo.
Cranston apretó los labios. Howard se desentendió de él y reanudó de nuevo su marcha hacia Rockdale. Se volvió una sola vez, y vio a Cranston y
a los dos vaqueros alejándose a caballo, en dirección adonde habían quedado Steve Devonshire y los demás.
Muy poco más allá, Howard se detuvo en la orilla del riachuelo, que debía ser un afluente del San Gabriel, el cual discurría algo más al Norte, según
sus cálculos. Desmontó y se acercó al agua llevando por las bridas el caballo. El animal quiso beber, pero Howard se lo impidió, tirando de las bridas y
manteniéndole la cabeza alta.
—Tranquilo, compañero —susurró—. Vale más pasar un poco de sed que convertirse en pitanza para buitres.
El animal no se movió más. Howard se acuclilló, metió una mano en el agua y recogió una poca. La olió primero, y la probó acto seguido...,
mientras miraba el grupo de jinetes que se acercaban por el otro lado del riachuelo.
Se irguió, soltó las bridas, y el caballo se puso a beber sosegadamente. Howard, simplemente, miraba a los jinetes, que se detuvieron a unos ocho
metros de él, al otro lado del vado.
—¿Se ha divertido usted mucho? —preguntó uno de ellos.
Howard tardó un poco en responder. Miraba al hombre, de cerca de sesenta años, alto, grueso, fuerte. Sostenía en sus enormes y deformadas
manos una carabina Marlin. Era un sujeto bronceado, rudo, hosco. Con él habían llegado tres o cuatro parecidos, pero, además, había otros tres
hombres que parecían copiados de Cranston y sus amigos pistoleros.
El cuadro era nítido para Howard: unos cuantos agricultores y unos cuantos ganaderos se estaban enfrentando, cada cual, lógicamente,
defendiendo sus intereses..., que debían oponerse a los del otro bando.
—Divertirme..., ¿de, qué modo? —preguntó Howard.
—Cortando nuestra alambrada. Le hemos visto.
—Su vista no es muy buena, entonces. Yo no he cortado nada.
—Pero estaba con ellos.
—También estoy ahora con usted, y no somos amigos, ¿verdad? Escuche, me llamo Howard Masterson, me dirijo hacia Rockdale, de paso hacia
otro lugar más lejano, y no tengo nada que ver con lo que esté ocurriendo por aquí. ¿Me he explicado?
—¿No trabaja usted para Devonshire?
—No, señor. No trabajo para él, ni para nadie. Ya le he dicho que estoy de paso, eso es todo.
Uno de los jinetes dijo, con voz que sorprendió a Howard:
—Yo creo que dice la verdad, papá. Si trabajase para ellos no se habría acercado él solo al vado.
Howard contempló con interés disimulado a la muchacha, en la que no había reparado como tal antes. Para él había sido un jinete más de los que
tenía al otro lado del vado. Pero ahora pudo verla bastante bien. Era pelirroja, tenía la cara llena de pecas, los ojos verdes, un aspecto muy saludable y
un bonito cuerpo que, debido a sus ropas masculinas, sólo se evidenciaba en el pecho. Grandes, hermosos pechos, sin duda alguna.
—Muy bien, señor Masterson —dijo el hombre—, siga su camino... sin detenerse. Estos lugares no son seguros.
Howard asintió. Esperó a que su caballo terminase de beber, y montó. La muchacha pelirroja le observaba con interés. Howard cruzó el vado, la
miró directamente a los ojos, y sonrió levemente. Un destello que quizá prometía una sonrisa apareció en los ojos de la muchacha, pero la promesa no
se cumplió.
—Buenas tardes —saludó Howard;
Nadie contestó. Un poco más allá, Howard volvió la cabeza y vio vuelta hacia él la de la pelirroja. Preciosa muchacha. Era una brutalidad que
estuviese allá, con un rifle en las manos.
«No sé por qué —pensó Howard— me parece que llego a Rockdale en muy mal momento.»
Divisó el pueblo poco después. Le pareció un pueblo agradable, simpático. El puntiagudo campanario de la iglesia se recortaba contra el cielo
nítidamente azul... Por detrás de Howard, lejanos, muy amortiguados, sonaron unos disparos de rifle.
Sí, en muy mal momento: Pero a fin de cuentas, lo que ocurriese en Rockdale no era cuenta suya. El iba allí a otra cosa muy concreta y muy
personal.
Cuando entró en el pueblo la calle principal estaba muy animada. Parecía haber de todo allí: un par de saloons, una taberna, almacén, barbería...
De todo. La iglesia estaba en la plaza, que era simplemente un ensanchamiento de la calle mayor. El Ayuntamiento estaba al otro lado de la plaza, y
cerca vio la oficina del sheriff y la estafeta de Correos.
El hotel estaba un poco más allá de la plaza. Estaba pintado de un color ocre muy discreto. En el porche había dos grandes macetones. Howard
Masterson se daba perfecta cuenta de la atención que estaba despertando, y eso le intrigó un poco. No era un hombre de los que pasan
desapercibidos, pero tampoco había para tanto.
Desmontó ante el hotel, amarró el caballo al atamulas y subió al porche. Cuando se volvió, varias cabezas giraron rápidamente. Encogió los
hombros y entró en el hotel.
Lo primero que vio fue al muchacho sentado en una silla de ruedas, con una manta sobre las piernas. Casi estuvo a punto de detenerse en seco,
impresionado. El muchacho también le miró, con una cierta expresión de impaciencia, quizá de desencanto; como si estuviera allí esperando a otra
persona.
—Buenas tardes —saludó Howard, acercándose al mostrador.
—Buenas tardes, señor —le recibió con cierta circunspección el hombre que había tras el tablero—. ¿En qué puedo servirle?
Howard se quedó mirándole primero sorprendido, luego con cierto sarcasmo. Señaló con el pulgar por encima del hombro.
—He visto ahí fuera un gran cartel que dice que esto es un hotel.
—Así es, señor.
—Bien, en ese caso tal vez pueda alojarme aquí.
—¿En el hotel, señor?
Howard decidió tomárselo por el lado amable.
—¿Cree que me aceptarían como huésped en la cuadra?
—No, señor —respingó el hombre—. ¡No he pretendido...!
Howard se desentendió del encargado del hotel, volviéndose para mirar directamente al muchacho de la silla de ruedas, que había soltado una
carcajada, y ahora sonreía, divertido. Era muy atractivo, de facciones finas pero enérgicas. Estaba pálido. Howard le calculó unos veinticinco años. El
muchacho seguía sonriendo, y Howard sonrió a su vez, regresando su atención al conserje.
—De todos modos, sin duda hay una cuadra en Rockdale, ¿no es así?
—Por supuesto, señor.
—En ese caso, alojaré allá mi caballo. ¿O tal vez le parece más apropiado que mi caballo se quede aquí y yo me vaya al establo público?
—No... No, señor...
El muchacho volvió a reír, y Howard le miró sonriente. El conserje puso sobre el mostrador el libro registro, y Conrad Tritton escribió en él su falso
nombre de Howard Masterson. El conserje le entregó una llave.
—Si lo desea, señor Masterson —dijo tras mirar el nombre escrito en el libro—, me encargaré de que su caballo sea acomodado. En la cuadra,
por supuesto.
—Gracias, pero siempre me encargo de eso personalmente. Hasta luego.
Con la llave en la mano izquierda, Howard Masterson se volvió hacia la puerta, justo en el momento en que ésta se abría. Entraron un hombre y una
mujer. Pero Howard prácticamente no vio al hombre. Su mirada quedó fija en la mujer, que, sin verlo a él, se acercó inmediatamente al muchacho
atractivo de la silla de ruedas.
Howard tardó quizá tres segundos en sobreponerse a su impresión. La muchacha era morena, de grandes ojos oscuros y boca grande y
sonrosada. Era bellísima, y su cuerpo estaba en perfecta armonía con la belleza del rostro. El vestido era discreto, pero no podía ocultar la forma de los
pechos, que se veían un poco debido al escote. A Howard Masterson le pareció que la cabellera de la muchacha era como una resplandeciente ala
negra totalmente desplegada...
—... con el doctor Pinkham, querido.
Ella le estaba hablando al muchacho. Tenía una voz preciosa, tibia, dulce. La muchacha era tan sencillamente encantadora que Howard no podía
dejar de mirarla... Pero de pronto, el nombre que había oído pareció resonar en su memoria. ¿Doctor Pinkham?
Miró al hombre que había entrado con la muchacha. Debía tener unos sesenta años, era bajito, calvo, de rostro bonachón, afable. Estaba dando
golpecitos en un hombro al muchacho guapo, y decía algo que parecía alegrarle... Muy bien, allá tenía al médico de Rockdale, el hombre que, si dos
meses atrás, alguien del pueblo o de un lugar, vecino hubiera llegado herido, sabría quién era ese alguien. Pero no, porque eso ya se había investigado,
y nadie había llegado herido por aquellas fechas.
Y de pronto, Howard Masterson miró al muchacho. Evidentemente, no podía caminar. Estaba inválido... o herido. Bueno, seguramente estaba
pensando tonterías, y eso dejando aparte que no le parecía que el muchacho fuese de los que van por ahí asesinando hombres y violando mujeres para
luego estrangularlas...
Oyó la risa cristalina y desvió en el acto la mirada hacia la muchacha, que era la que había reído. Le estaba mirando a él, pero en cuanto Howard la
miró desvió la mirada. El doctor Pinkhan y el muchacho sonreían, pero también evitaron su mirada. Tras el mostrador, el conserje parecía un tanto
sofocado. Howard comprendió que el muchacho había explicado lo qué tanta gracia le había hecho... La risa de ella todavía resonaba en sus oídos. Era
lo más delicioso que había oído en su vida.
De pronto, reaccionando por fin, Howard se dirigió hacia la puerta, la abrió y salió como de golpe al porche.
Mientras se dirigía hacia la cuadra llevando de las bridas a su caballo, su memoria proyectó la imagen de los ojos y la boca de la muchacha que
había llamado «querido» al guapo inválido. ¿Su marido, tal vez?
De todos modos, pensó que le gustaría morderle los labios a la muchacha.
CAPÍTULO III

La imagen de la muchacha morena persistía en la mente de. Howard Masterson cuando regresó al hotel, ya de noche, después de cenar y de
tomar un par de whiskys en uno de los saloons. Ni mucho menos era tarde, pero ciertamente no esperaba volver a verla, en el mismo sitio, sentada en
una butaca del vestíbulo del hotel junto al inválido.
Su hermoso rostro pareció llenarlo todo ante los ojos de Howard, pero en seguida se dio cuenta de que ahora había bastante más gente en el
vestíbulo.
—¡Hombre, el gallito! —oyó.
Howard localizó el rostro de Cranston, vuelto hacia él, mostrando una expresión sardónica. También estaba allá el tal Devonshire, y dos pistoleros
más. El médico no estaba. Pero sí estaba el sheriff; su placa de latón, prendida en la cazadora, relucía bajo las luces de gas del hotel.
Volvió a mirar a Cranston, esbozó una mueca lo más parecida a una sonrisa, y, sin más, se dirigió hacia la amplia escalera que conducía al primer
piso, sacando ya la llave de su habitación.
—¡Kikirikíiii...! —cantó Cranston.
Howard Masterson miró a Cranston, ladeó la cabeza, y eso fue todo. Reparó un instante en la tensa expresión de la muchacha, apretó los labios, y
continuó escaleras arriba, haciendo caso omiso de las risas de Cranston y los otros dos pistoleros. Oyó decir algo a Devonshire, pero no le interesó.
Hacía apenas un minuto que había entrado en su habitación cuando sonó la llamada a la puerta. Howard, que estaba ante la ventana mirando hacia
la calle, se revolvió, muy despacio.
«Como vuelvas a cacarear será la última vez que lo hagas», se dijo.
Abrió la puerta con la mano izquierda. No era Cranston, sino el sheriff. Howard frunció el ceño. El sheriff sonrió.
—¿Puedo pasar, señor Masterson?
—De acuerdo.
—Soy Joe Markan, sheriff de Rockdale—dijo éste, entrando—. Tengo entendido que no trabaja usted para el señor Devonshire.
—No.
—¿Tal vez para Rupert Embury?
—No sé quién es Rupert Embury.
Markan esbozó una mueca.
—Es el hombre con el que usted estuvo conversando en el vado. Le vieron.
—Ya. Bueno, no sabía con quién hablaba.
—Entonces, ¿realmente está aquí de paso?
—Así es.
—Muy bien. Se lo digo porque si trabajase para alguno de esos dos chiflados no podría permanecer en el pueblo. Tendría que marcharse del hotel,
¿comprende?
—Me parece que sí. Y comprendo ahora lo que creyó el encargado cuando llegue: que era un empleado de uno de esos dos señores, y por eso le
extrañó que quisiera quedarme en el hotel.
—En efecto. Pero si usted no tiene nada que ver; con nadie, no pasa nada, tranquilo. Es que esos dos idiotas están complicando las cosas y
cuando se decidan a matarse prefiero que lo hagan fuera del pueblo. La gente de aquí no tiene la culpa de sus cosas, ¿no le parece?
—Sí.
—Bien. Muy bien. Eso es todo, señor Masterson.
Oh, bueno, disculpe a Perkins, pero el aspecto de usted le hizo creer lo qué no es.
—¿Perkins es el encargado del hotel?
—Sí —Joe Markan sonrió—. Creyó que usted era un pistolero. Qué tontería, ¿verdad?
—Sí —sonrió Howard—. Una gran tontería.
—Seguro que sí. Ya no le molesto más, señor Masterson...
—¿De qué parte está usted?
—¿Yo? ¿Se refiere a Devonshire y Embury?
—Claro.
—De ninguna, naturalmente —gruñó Markan—. Si por mí fuese, a los dos los emplumaría, malditos idiotas que el diablo se lleve.
—Le están complicando la vida, ¿no es, cierto?
—Mucho. Hace ya cuatro o cinco meses que la cosa empezó, y cada día se pone peor. Pero todo se arreglará: se matarán unos a otros y,
entonces, todos tranquilos.
—Creo que están envenenando ganado—deslizó Howard—. Y juraría que lo hacen echando algo al agua, a los arroyos.
—Allá ellos.
—No opino yo así. Alguna persona, o animales, pueden beber ésas mismas aguas y pagar las consecuencias de algo que no tiene nada que ver
con ellos. Por ejemplo, mi caballo podría haber muerto si yo me hubiera descuidado y el arroyo hubiera sido de los envenenados. Y hasta yo mismo
podría haber muerto, en ese caso, o haber enfermado gravemente. Una cosa es que maten ganado a tiros y pongan alambradas los agricultores, y que
los ganaderos quemen sus cosechas, y otra cosa es el envenenamiento de las aguas. No creo que esto sea difícil de entender.
Joe Markan, que le miraba mosqueado, gruñó:
—Usted está de paso, ¿no es así?
—Sí.
—Lástima. Si se quedara, podría encargarse de mi puesto, que le regalaría con mucho gusto, y así arreglaría de una vez por todas la situación.
¿Qué le parece?
—Es una idea a considerar —sonrió Howard.
—¿Sí? Pues considérela. Parece que realmente es usted muy gracioso, señor Masterson.
—Cuando menos, lo suficiente para hacer reír a un inválido —deslizó Howard—. ¿Quien es ese muchacho?
—Jasper Evans.
—Evidentemente, forma parte del grupo de los ganaderos. ¿Está así debido a algún enfrentamiento con los agricultores?
—No. Se cayó del caballo, eso es todo, y se rompió ó dislocó algo de la columna vertebral, no sé bien. Ni el propio doctor Pinkham lo sabe. Están
preparando el viaje del muchacho a Houston, para ver si allí pueden operarlo.
—Ya. Bueno, me alegraría mucho que todo fuese bien. Parece un joven inteligente... Para su esposa debe ser terrible verlo en ese estado.
—¿Qué esposa?
—Bueno, me pareció que la muchacha que...
—Ah, no. Es su hermana Georgia.
—¡Ah! Bueno, en fin... ¿Hace mucho que ese muchacho está así?
—Un par de meses... Otra cosa, señor Masterson: guárdese de ese pistolero, el tal Cranston. Tiene muy mala sangre. He oído lo que pasó entre
ustedes, así que le sugiero que no se descuide.
—Es usted muy amable al preocuparse por mí.
—Hombre —sonrió irónicamente Markan—, ¿cómo no habría de hacerlo, si en cualquier momento usted podría resolver el problema que tenemos
con ese maldito asunto? Sería un desperdicio que le ocurriese algo.
—Es verdad —casi sonrió Howard.
Joe Markan estuvo tres o cuatro segundos mirándole fijamente a los ojos. Luego asintió, se volvió y asió el pomo de la puerta.
—Que pase buena noche, señor Masterson.
—Lo mismo le deseo.
No hacía ni cinco minutos que se había marchado el sheriff cuando sonó otra llamada a la puerta. Howard, que se había desabrochado ya el cinto,
volvió a colocárselo antes de abrir. Consiguió permanecer impasible al ver ante él los grandes ojos oscuros, pero no pudo evitar sentir como un súbito
vacío en el estómago.
Ella estaba allí, un poco turbada, mirándole como si no estuviera segura de salir bien librada del encuentro.
—¿Sí? —murmuró Howard.
—Señor Masterson, soy Georgia Evans. Nos hemos visto antes, abajo... Estoy alojada en el hotel, con mi hermano. Bueno, es el que se rió cuando
el conserje y usted... hablaban.
—Recuerdo al muchacho —asintió Howard—. Y también a usted, naturalmente. ¿Puedo servirla en algo?
—Mi hermano querría hablar con usted, señor Masterson, si no tiene inconveniente. Pero si le parece que es demasiado tarde, tal vez mañana
podría...
—Hablaré ahora con su hermano, señorita Evans.
Salió del cuarto, cerró la puerta, y miró interrogante a la muchacha, que comprendió.
—Estamos en dos habitaciones de abajo. Como Jasper está así, no podemos instalarnos donde haya escaleras.
—Lo comprendo.
Bajaron en silencio, y Georgia le guió hacia el fondo del vestíbulo, donde había cuatro puertas. Empujó una de ellas y se apartó, per o Howard le
hizo un gesto para que pasara ella en primer lugar. Georgia cerró la puerta cuando hubo entrado Howard, que miraba inexpresivamente a Jasper
Evans. Este, siempre en su silla de ruedas, le sonrió débilmente.
—Gracias por venir, señor Masterson. Por favor, siéntese.
Howard miró a Georgia, que se apresuró a sentarse en el borde de la única cama, dejándole el sillón, que él ocupó tras un breve titubeo.
—Si lo desea, podemos pedirle a Perkins que nos traiga una botella, señor Masterson —ofreció Jasper Evans.
—No es necesario, gracias.
—Bien... Bueno, todo se sabe; usted ya comprende. Tengo entendido que esta tarde, cuando venía hacia Rockdale, tuvo usted un par de
encuentros que no debieron gustarle.
—Me dejaron indiferente —aseguró Howard.
—Eso dice mucho en favor de su carácter. Bueno, usted estuvo hablando primero con el señor Devonshire y luego con el señor Embury, ¿no es
así?
—Sí, así es.
—Es evidente que no tiene usted nada que ver con todo esto, pero he pensado... que quizá le interesaría tomar parte.
—¿En qué sentido?
—Los ganaderos tenemos más dinero que los agricultores, y estamos más que hartos de esas alambradas que...
—...Que ponen los agricultores para que sus rebaños no devoren sus cosechas.
—Sí, claro, eso es cierto. Pero mire usted, nosotros estábamos aquí antes que ellos. Al principio los toleramos, porque eran sólo unos pocos, pero
se han extendido demasiado. ¿Le gustan a usted las alambradas, señor Masterson?
—No. Pero si fuese agricultor tampoco me gustaría que las vacas se comieran mi cosecha. Señor Evans: ¿qué desea usted de mí?
—Usted le gustó al señor Devonshire. Y a mí también me gusta. Podemos pagarle muy bien, señor Masterson.
—Es decir, que quiere contratarme como pistolero. Más o menos como a Cranston.
—¿Le parece mal?
—Dígame una cosa, muchacho: ¿qué ganarían ustedes, los ganaderos, si yo aceptase ese trabajo?
—Tendríamos un hombre más, y...
—¿Quiere decir otro revólver más?
—Bueno, claro,,pero tengo... la impresión de que es usted un hombre inteligente. Lo que quiero decir es que quizá con su inteligencia podría...
hacer las cosas de modo que todo se solucionase de una vez por todas.
—¿Matando al señor Embury, por ejemplo?
—¿Por qué a él? —palideció Jasper Evans.
—Es el jefe de los campesinos, según entiendo, ¿no? Si se le corta la cabeza a la serpiente, ya no hay que temer nada de la cola, ¿no está de
acuerdo?
Jasper Evans permaneció mudo. Howard miró a Georgia, que le contemplaba con los ojos muy abiertos y casi tan pálida como su hermano...,
aunque más horrorizada.
—Me parece que no les gusta la idea —sonrió Howard—. Quizá les gustaría más que simplemente matásemos a los pistoleros del señor Embury.
Eso ya sería otra cosa, ¿verdad? Al fin y al cabo, sólo morirían unos cuantos tipos de revólver, gente sin importancia. ¿Quién habría de echarlos de
menos? Por ejemplo, si yo le mato a usted, su hermana le echaría a faltar. Pero si alguien me matase a mí, ¿qué importaría? ¡Nadie me encontraría a
faltar! ¿Es eso lo que ha pensado usted, muchacho?
—Lo que usted dice es horrible —jadeó Georgia.
—¿He dicho algo que se aparte de la verdad, señorita Evans? —la miró Howard.
—¡Nosotros no pretendemos que usted asesine a nadie!
—Menos mal. Entonces, dígame de qué otro modo puedo trabajar para ustedes.
—Me parece —murmuró Jasper— que no tiene usted gran interés en ello.
—Francamente, no.
—En ese caso... me parece que le hemos molestado para nada, señor Masterson.
—No ha sido molestia — Howard se puso en pie—. Buenas noches.
—Señor Masterson...
—¿Sí, señor Evans?
—Bueno, usted vio... vio al señor Embury...
—En efecto.
—¿Quién... quién había con él?
—No me fijé bien. Dos o tres pistoleros, quizá cuatro; y unos cuantos agricultores a los que los rifles les sientan tan bien como a mí unas plumas de
indio. Ah, también había una muchacha vestida como un hombre. Una pelirroja. Muy bonita, por cierto.
—Debía ser Berenice... Es la hija del señor Embury.
—Ah, muy bien.
—Es una chica pelirroja, con muchas pecas en la cara y tiene... tiene...
—Los ojos verdes —sonrió Howard.
—Sí, creo... creo que los tiene verdes, creo que sí.
—Yo estoy seguro de ello: verdes. Muy bonitos, por cierto. A decir verdad, me pareció una chica encantadora... Lástima que ande por ahí vestida
de hombre y con un rifle en las manos.
—¿Qué quiere decir? —palideció Jasper.
—Quiero decir que desde lejos alguien podría confundirla con un hombre y meterle una bala en su bonito pecho.
Jasper Evans tragó saliva.
—Pero ella... ¿estaba bien? —murmuró.
—Me pareció una muchacha de lo más saludable. Los agricultores suelen serlo casi todos. Gente dura. Entiendo que conocen ustedes a esa chica,
y a su padre, claro.
—Sí, por supuesto, pero hace... algún tiempo que no nos vemos. Bien... Bueno, señor Masterson, gracias por venir.
Howard miró de uno a otro hermano. Jasper seguía un poco pálido. Georgia sostuvo su mirada un instante nada más.
—No se merecen —sonrió.
Se dirigió hacia la puerta. Georgia se puso en pie y se acercó rápidamente. Cuando Howard abríos ella estaba allí, y volvió a mirarle un instante, a
los ojos.
—Buenas noches, señor Masterson.
—Buenas noches, señorita Evans.
Cuando Howard Masterson llegó a su habitación tenía el ceño fruncido. Pero al mismo tiempo sonreía como divertido.
Cuando se durmió, no había conseguido dejar de ver con la imaginación los grandes y oscuros ojos de Georgia Evans.
CAPÍTULO IV

—Buenos días, doctor Pinkham —saludó, llevándose dos dedos al ala del sombrero—. Soy Howard Masterson y estoy alojado en el hotel. Tal vez
me viera usted ayer por la tarde.
—Le recuerdo, en efecto —asintió Pinkham—. ¿Puedo hacer algo por usted?
—Le agradecería mucho que me dedicase unos minutos, para una charla profesional.
—¿Es usted médico? —se pasmó Pinkham.
—Yo no —sonrió Howard—, usted. Naturalmente, le pagare la consulta.
—Me disponía a salir para visitar algunos enfermos, señor Masterson, pero pase usted, si sólo se trata de unos minutos.
Jess Pinkham se apartó de la puerta, cediendo el paso a Howard, qué nada más entrar vio sobre una silla el maletín y la chaqueta del médico, que
se la puso y señaló una puerta. Entraron en el consultorio, y Pinkham fue a sentarse tras su mesa. Howard ocupó una silla frente a él.
—Tengo entendido que se dispone usted a enviar o acompañar a Jasper Evans a Houston, con el fin de que sea operado allí. ¿Es así?
—En efecto.
—Bien. Tengo un amigo que está en las mismas condiciones que el señor Evans, pero hace ya tiempo que el médico que le atendió desistió de
cualquier intento para conseguir su curación: La verdad es que a nadie nos sorprendió esa decisión, pues ya dábamos por seguro que mi amigo jamás
volvería a caminar.
—Generalmente, no vuelven a caminar, señor Masterson.
—Sin embargo, usted no se da por vencido con respecto a Jasper Evans. ¿Eso es debido a su gran tenacidad profesional o a su mucho afecto por
el muchacho?
—Ambas cosas.
—Entiendo que aprecia usted mucho a Jasper Evans.
—Le conozco desde que nació —sonrió Pinkham—. Para ser más exacto, yo ayudé a su madre a traerlo a este mundo. Y lo mismo hice con su
hermana Georgia.
—Comprendo. Bueno, en definitiva usted tiene alguna esperanza de que en Houston podrían operar satisfactoriamente a Evans.
—Todo lo qué se pierde intentándolo es algo de tiempo y de dinero. Y Jasper dispone de ambas cosas.
—Mi amigo también podría resolver esa parte. Pero no sé, eso de sacar una Dala de la columna vertebral... Me gustaría saber si en Houston
consiguen hacerlo con Jasper Evans, y entonces...
—Espere un momento —susurró Pinkham, súbitamente pálido—. ¿De dónde saca usted que Jasper tiene una bala en la columna vertebral?
—¿No es así?
—No. Se cayó del caballo, eso es todo.
—Ah. Bueno, yo creí...
—Creyó usted mal, señor Masterson.
—Lo siento. Es que mi amigo sí tiene una bala alojada en la espalda y creí.
—Si se trata de un balazo, la cosa cambia mucho —murmuró Pinkham, que se iba recuperando de su palidez—. No es lo mismo un golpe por
caída que una bala que entra y rompe todo lo que encuentra.
—Sí, claro. Bueno, de todos modos, si usted va a Houston con Jasper Evans tal vez podría consultar allá sobre las posibilidades de mi amigo.
—Lo haré con mucho gusto. Y ahora, señor Masterson, debe disculparme, pero como le he dicho antes, tengo que hacer varias visitas.
—Por supuesto —Howard se puso en pie—. Gracias por atenderme. Si me dice cuánto le debo...
—Nada —se puso en pie Pinkham—, no se preocupe.
—No voy a insistir, porque veo que es sincero —Howard Masterson sonrió de nuevo, de un modo que llevó frío a la espalda del médico—. Estoy
seguro de que es un hombre honesto, doctor.
—Creo serlo —murmuró Pinkham—: Y le agradezco su juicio.
—Y yo su amabilidad. Buenos días.
Segundos más tarde, la puerta se cerraba a espaldas de Howard Masterson. Este cruzó la calzada lentamente, hacia la barbería, haciendo caso
omiso a las miradas de curiosidad que le dirigían algunos vecinos de Rockdale.
Cuando entró en la barbería vio el sillón vacío, y al barbero desocupado, pero le hizo una seña para que esperase, y se colocó a un lado del
ventanal en el que en negras letras de puntas cuadradas se indicaba la condición del local.
No tuvo que esperar más de dos minutos para ver salir al doctor Pinkham, con su maletín. El hombre tenía ante la puerta de su casa un calesín ya
preparado, pero, tras titubear, se dirigió presurosamente calle abajo, por la acera de tablas. Poco después, Howard le veía entrar en el hotel.
Apretó un instante los labios, se volvió hacia el expectante barbero y asintió con la cabeza, murmurando:
—Ahora sí. Afeitar, nada más.
Treinta o cuarenta minutos más tarde, Howard Masterson regresó al hotel, cuya puerta se abrió apenas había puesto un pie en el primer escalón
del porche. Georgia Evans salió, cargada con una maleta, y sus miradas parecieron chocar. Howard se quitó el sombrero y sonrió.
—Buenos días, señorita Evans.
—Buenos días —murmuró la muchacha.
Estaba pálida. Y asustada. Estaba verdaderamente asustada, aunque conseguía aceptablemente disimularlo. Howard amplió su cortés, simpática,
casi afectuosa sonrisa.
—Un hermoso día, en efecto. Lo suficiente para que una jovencita como usted se acalore cargando con una maleta tan grande.
—Oh, no, está... está vacía...
—Bueno, una maleta vacía siempre es más útil que una maleta llena, ¿no le parece? La maleta llena ya no sirve para nada y, en cambio, la maleta
vacía puede utilizarse para poner cosas en ella.
—Sí... Claro —se desconcertó la muchacha—. Sí, sí. Bien, adiós, señor Masterson.
—¿Me permite que le lleve la maleta? Aunque esté vacía y pese poco temo que la va a llevar poco menos que arrastrando, pues es muy grande. En
cuanto a mí, como soy más alto, seguro que no la arrastraré.
—Le... le agradezco mucho su amabilidad, pero no...
—Le aseguro que no será ninguna molestia —Howard se hizo cargo de la maleta, sin oposición por parte de Georgia—. ¿Hacia dónde vamos?
—Al establo. Ricky debe tener ya preparada mi calesa.
—Muy bien —echaron a andar por la acera—. ¿Entiendo que se va usted de viaje con una maleta vacía?.
—¡Claro que no!
—Claro. Sería una cosa muy tonta..., y usted me parece muy inteligente. Y su hermano también. A propósito, ¿cómo está él?
—Bien. Oh, bueno, quiero decir...
—La he comprendido. Está bien... dentro de lo que cabe. Me imagino que debe estar impaciente por emprender ese viaje a Houston. ¿Se irán muy
pronto allá?
—¿Cómo sabe usted eso? —exclamó Georgia.
—No es que me haya inmiscuido en sus vidas, créame. Me he ido enterando casualmente. Y me he interesado por el asunto de modo especial
porque un amigo está más o menos en las mismas condiciones que su hermano. Digo más o menos, porque mi amigo lo que tiene es un balazo.
—Mi... mi hermano se... se cayó del caballo...
—Sí, lo sé. Precisamente hace un rato estuve conversando con el doctor Pinkham sobre todo esto, y me dijo que su hermano se había caído del
caballo. Es un hombre muy amable el doctor Pinkham. Apuesto a que aunque es temprano ya ha visitado a su hermano esta mañana.
—No... No, no. Ya no tiene objeto. Ahora, todo lo que tenemos que hacer es ir a Houston.
—Les deseo mucha suerte.
—Gracias... Ya hemos llegado. Le agradezco...
—¿Va usted muy lejos? Ahora, quiero decir.
—No. Voy a casa..., al rancho, a recoger algunas cosas mías y de mi hermano para el viaje.
—Ahora entiendo lo de la maleta vacía —sonrió Howard—. ¿Tiene un rancho? Imagino que será confortable, así que me sorprende que estén
alojados en el hotel.
—Estamos preparando el viaje con el doctor Pinkham. Hay que enviar telegramas, esperar respuestas... Y además, Jasper está más seguro aquí,
que en casa.
—¿Qué me dice? ¿Y eso por qué?
—Bueno, el pueblo es terreno... neutral, ya sabe a qué me refiero, y aquí nadie vendrá a... a molestar a un inválido.
—Ya entiendo. Caramba, se me está ocurriendo que quizá yo debería acompañarla, señorita Evans. Sería muy desagradable que alguien la
molestase a usted a la idea o a la vuelta de su rancho.
—¿A mí? ¡Claro que no! ¡Soy una mujer, señor Masterson!
—Le aseguro —deslizó suavemente Howard, mirando sus ojos y su boca— que no he dudado eso en ningún momento. Es más: en cuanto la vi
ayer tarde me dije: «He ahí una mujer.»
—Usted... usted se está burlando de mí —jadeó Georgia, que había enrojecido intensamente.
—De ninguna manera. Lo que trataba de decirle es que, según mi impresión, también es una mujer esa encantadora pelirroja llama Berenice
Embury, ya sabe, esa chica que va por ahí vestida de hombre y armada con un rifle... Se me ha ocurrido que alguien podría pensar que también usted
lleva un rifle, y molestarla por ello. Eso me preocuparía mucho, de modo que, si no le molesta, la acompañaré.
—Bu... bueno, yo... Realmente... Bien, si usted lo desea...
—No hay nada que desee más en este momento. Y a decir verdad, no se me ocurre que pueda desear ninguna otra cosa en ningún otro momento.
El sonrojo de Georgia Evans persistía, y su mirada iba de un lado a otro, incapaz de sostener la de Howard. Por suerte para ella, el encargado del
establo apareció, asegurando que tenía preparada la calesa, enganchado el caballo...
Un minuto más tarde, Georgia y Howard, éste llevando las riendas, se dirigían en la calesa hacia la salida del pueblo. La muchacha permanecía
sentada un tanto rígida, fija la mirada al frente. Howard la miró de reojo.
—Usted dirá, señorita Evans.
—¿Eh...? ¿Qué?
—Dígame hacia dónde cae su rancho.
—Oh, sí... Claro.
Ella le dio unas indicaciones y él asintió... El sol se iba alzando, era una enorme bola de fuego amarillo. Muy cerca de Rockdale, en el camino, se
cruzaron con un par de vaqueros que se quedaron mirándoles estupefactos.
—Espero que nadie se moleste conmigo por acompañarla—dijo Howard—. Y ojalá que tampoco nadie se enfade con usted por ir en mi compañía.
—¿Qué quiere decir? ¿Por qué conmigo?
—Se me ocurre que quizá su novio, ó...
—No tengo que dar explicaciones a nadie sobre estas cosas, señor Masterson.
—Ah, magnífico.
—¿Y usted?
—¿Yo?
—Se me ocurre que seguramente incluso está casado.
—No.
—¿No tiene familia?
Por un brevísimo instante, el gesto de Conrad Tritton se endureció, se crispó acto seguido. Pero su voz sonó natural, tranquila, con su arrastrado
acento tejano:
—No, no tengo familia.
—Pero sí debe tener un hogar. ¿Vive usted muy lejos de aquí?
—A decir verdad, no vivo en parte alguna. Voy de un lado para otro siempre. Me gusta... Aunque a veces, en algunos sitios, se entera uno de cosas
terribles, así que tal vez sería mejor vivir en un sitio fijo donde nunca pasara nada... o casi nada.
—¿De qué cosas terribles se ha enterado usted?
—De muchas. Por ejemplo, hace un par de días estuve en Granger —la miró, y vio su rostro lívido—. ¿Conoce usted Granger?
—No —casi ni se oyó la voz de Georgia—. No, no.
—Es un pueblo parecido a Rockdale, y no está a más de veinticinco millas de aquí. De allá venía cuando llegué a Rockdale.
—¿Y qué... qué pasó en Granger?
—Según me contaron en la cantina, hace un par de meses tres hombres pasaron por allí, por la tarde. No por el pueblo, sino por un ranchito. Allá,
asesinaron a un hombre y violaron y luego estrangularon a su mujer. Pero los tres criminales no tuvieron demasiada suerte: los alcanzaron y mataron a
dos.
—¿Y... y el tercero?
—El tercero escapó, montado a pelo en uno de sus caballos, pero se asegura que lo hirieron. De todos modos, no consiguieron dar con él. Pero,
señorita Evans, ahora que caigo, ¡usted tiene que conocer ya esa historia! Si no recuerdo mal, los tres hombres asesinos, o al menos los dos que
mataron, eran de Rockdale. Incluso recuerdo sus nombres... Martin Ambler y Foster Shields. ¿No los conocía usted?.
—Sí... Sí, es verdad. Yo... yo había... olvidado eso...
—Caramba, pues no es cosa fácil de olvidar. Pero hace usted bien: cosas como ésa es mejor olvidarlas.
—Sí... Claro que sí.
—Siento mucho haberlas despertado en su memoria. ¿Conocía usted a aquellos dos hombres, ha dicho?
—Sí... Sí, eran... vecinos, amigos de todos... ¡Y nadie de Rockdale creyó que ellos hubieran hecho eso!
—No se enfade usted conmigo, señorita Evans. Le aseguro que yo no tuve nada que ver en aquel asunto. Cuando ocurrió, estaba muy lejos de
Grahger. No me va nada en ello.
—Entonces, ¿por qué se interesa tanto por lo sucedido?
—¿Tanto? Simplemente, estábamos charlando. Espero no haberla molestado. Discúlpeme si ha sido así.
—No, no... Lo siento, señor Masterson. Es que al recordar todo aquello... Además, me ha parecido... que usted se interesaba de modo especial
por lo sucedido. ¿Por qué?
Howard encogió los hombros.
—Se equivoca, no siento especial interés por nada.
—Pues me pareció... ¿Estará usted mucho tiempo en Rockdale?
—El necesario —la miró Howard atentamente.
—El necesario ¿para qué?
—Para hacer mi trabajo.
—¿Qué... qué trabajo?
—Vender armas. Me dedico a eso desde hace años, y por tal motivo tengo que estar siempre de un lado a otro de Texas. Tengo un catálogo muy
interesante en el hotel. Casi todo son armas largas: rifles, carabinas, escopetas de caza...
—Debe ser usted un experto en armas, entonces.
—Pues... no tuve más remedio que aprender a manejarlas todas. Comprenderá que no voy a presentarme ante un cliente y no poder hacerle una
demostración, o contestar a cualquier pregunta sobre cualquiera de las armas que vendo.
—Sí, claro. Anoche... anoche oí decir que posiblemente maneja usted el revólver... muy bien.
—No lo hago mal. Bueno, mire, a usted no quiero engañarla, señorita Evans; lo cierto es que manejo el revólver como pocos hombres en Texas.
Soy lo que suelen llamar un diablo, disparando.
—Me pregunto... si ha matado a alguien, señor Masterson.
—No siempre he conseguido hacer comprender a mi prójimo que era mejor no molestarme.
—Se siente usted muy seguro, ¿verdad?
—Sí. Con un revólver soy capaz de cualquier cosa. Espero que no lo divulgue usted. Siempre resulta molesto verse contemplado como un bicho
raro... o peligroso. Ciertamente, soy peligroso —la miró sonriente—, pero ya le digo: sólo cuando me molestan de veras. Me parece, por las
indicaciones que usted me dio, que estamos llegando a su casa.
Señaló con la barbilla hacia delante, y Georgia asintió. Poco después cruzaban el galón de la entrada, del cual pendía el cartel con la inscripción
«Evans Ranch». Algunos vaqueros dejaron de faenar para mirar en silencio la calesa que se dirigía hacia la casa.
Cuando se detuvieron ante ésta, Howard se apresuró a saltar a tierra, y tendió una mano a Georgia, que se tomó de ella tras brevísimo titubeo. Los
fuertes dedos de Howard apretaron los suyos, y Georgia miró vivamente a su acompañante, que sonrió.
—Perdone —se disculpó—. No estoy acostumbrado a tocar manos como la suya. Espero no haberla lastimado.
—No... No, no.
Howard, que todavía tenía la mano de Georgia entre sus dedos, volvió éstos con los nudillos hacia abajo, y se quedó mirando aquella pequeña
mano que descansaba sobre su palma. Cuando alzó la mirada hasta los ojos de Georgia Evans, ésta mostraba un sofoco intenso.
—Sus manos son muy bonitas —susurró Howard.
Ella la retiró vivamente. Parecía no saber qué hacer ni adonde mirar. En aquel momento una mujer de edad madura apareció en el porche,
lanzando exclamaciones de alegría, y Georgia acudió a su encuentro y la abrazó. Howard Masterson descargó la maleta y subió al porche. En éste, la
mujer que tan alegremente había recibido a Georgia se estaba interesando por Jasper con notable anhelo, preguntando qué decía el doctor Pinkham,
cuándo se iban a Houston... Howard Masterson contemplaba en silencio a la mujer, pensando que su cariño por Jasper era más que notorio. Y lo mismo
por Georgia, la cual, de pronto, se volvió hacia él.
—Ella es Anne, señor Masterson. Siempre... siempre ha estado con Jasper y conmigo.
—¡Y siempre lo estaré! —exclamó Anne, abrazando de nuevo a Georgia—. ¡Mi pobre niña, qué malos tiempos para los Evans! ¡Quiera Dios que
Jasper...!
—Bueno, bueno, no vayas a ponerte a llorar ahora, mujer —la consoló Georgia—. Ya verás como todo se arreglará. Anne, el señor Masterson ha
sido tan amable de acompañarme para ayudarme... Creo que deberíamos ofrecerle algo.
—¡Claro que sí! Pase, pase, señor Masterson... ¿Quiere usted café? Oh, bien, si prefiere whisky...
—Prefiero el café —murmuró Howard—. Gracias, Anne.
CAPÍTULO V

Emprendieron el regreso a Rockdale hora y media más tardé, cuando ya el sol era de cien mil demonios. Viajaban en silencio, llevando atrás la
maleta, que Anne había llenado, asegurando que ella sabía mejor que Georgia y Jasper lo que éstos tenían que llevar en aquel viaje.
Pero esto había pasado a segundo plano. Y otras muchas cosas. Riendas en mano, perdida la mirada hacia el frente, Howard Masterson se sentía
entre confundido y emocionado por lo que había ocurrido en la casa.
Durante unos minutos, Georgia estuvo en el piso de arriba con Anne, pero luego se reunió con él en la sala y se encargó de servirle personalmente
el café, en taza, que Howard se había quedado mirando sombríamente. Estaba sentado en el sofá y ella, tras servirle el café, se sentó a su lado.
—Espero que le guste el café —dijo.
—De momento, me gusta la taza —la miró Howard—. No estoy acostumbrado. Suelo, beber el café en pote.
—¿Y eso por qué?
—Sería gracioso llevar una taza en las alforjas, ¿no le parece?
—Sí —rió ella—. Seguramente debe acampar solo muchas noches durante sus viajes, señor Masterson.
—Sí. En realidad, siempre voy solo.
—¿De verdad no tiene amigos, ni familia..., nada?
—Nada —susurró Howard.
—Eso debe ser triste, ¿no? Nosotros, Jasper y yo, quiero decir, perdimos a nuestros padres hace tiempo, pero al menos tenemos muchos amigos.
—Lo comprendo.
Pero en realidad, Howard no comprendía nada. Sus sospechas se estaban centrando en Jasper Evans y estaba dispuesto a llegar hasta el último
extremo de sus indagaciones, fuese como fuese. ¿Por qué tenía que creer que el muchacho se había caído del caballo? ¿Y precisamente dos meses
atrás, cuando ocurrió lo de Ed y Lilliam? Tal vez lo que tenía Jasper Evans era una bala en la espalda, y el doctor Pinkham había mentido para ayudar al
muchacho al que había ayudado a venir al mundo.
Sí, el doctor Pinkham debía querer mucho a Georgia y Jasper. Igual que Anne. Igual que Steve Devonshire, que acudía a Rockdale para interesarse
por el muchacho y su viaje. Igual que los vaqueros del rancho, cuyas miradas de afecto hacia Georgia no se le habían pasado por alto. Y luego, estaba
el propio Jasper Evans, con su rostro pálido, y su mirada noble, inteligente, directa. Y su risa clara y espontánea. ¿Un muchacho así había violado y
estrangulado a su hermana Lilliam, había asesinado al bueno de Ed?
—¿Le ocurre algo, señor Masterson?
La voz de Georgia le llegó como de muy lejos. Miró a la muchacha, que le contemplaba atentamente a su vez.
—¿Qué? —murmuró Howard.
—Se ha quedado usted abstraído... Parecía que ni siquiera estuviera aquí.
Howard asintió, bebió café y dejó la taza sobre la mesita que tenía frente a él. Se estaba bien allí. Había una paz insólita en la sala casi en
penumbra. Afuera se oían gritos de algunos vaqueros trabajando en las corralizas.
—No suelo ser tan grosero —intentó mostrarse con naturalidad Howard—. Perdóneme. ¿Me estaba diciendo algo que no he escuchado?
—Le decía que puesto que tiene usted un amigo que está más o menos en las condiciones de Jasper, quizá sería buena idea que se llegara usted
a Houston para ver si... se podría hacer algo por su amigo.
—Sí —parpadeó Howard—, quizá sería una buena idea.
—Nosotros nos iremos pasado mañana, seguramente. Se me ha ocurrido... Bueno, no se si para entonces usted ya habrá... hecho su trabajo en
Rockdale, pero si fuera así podríamos... hacer el viaje juntos. A mi hermano le resulta usted muy simpático, a pesar de lo de anoche.
—¿Y a usted? ¿Le resulto simpático?
Georgia bajó la mirada, sin contestar. Durante unos segundos, Howard estuvo esperando en vano la respuesta. Por fin, sonrió secamente.
—Comprendo —dijo.
—Me parece que no —le miró ella de pronto.
Sus grandes ojos relucían intensamente. Howard bajó la mirada a la boca de la muchacha y volvió a mirar los ojos: Por un instante, miró el escote
de fina y turgente carne y luego se quedó mirando sus manazas. Le pareció que estaba viendo un espejismo cuando una mano de Georgia apareció y
se posó sobre las suyas. Estuvo unos segundos mirándola, blanca en contraste con las suyas bronceadas. Y tan pequeña... Fuerte, pero pequeña y
blanca.
Por fin, muy despacio, Howard Masterson volvió a mirar los ojos de Georgia Evans, que le parecieron. Henos de luz en la penumbra; Cuando una
vez más miró su boca, la vio entreabierta. Howard retuvo con la mano derecha la de Georgia, deslizó la izquierda hacia la nuca de la muchacha y la
atrajo. Ella cerró los ojos. Howard notó brevemente en su rostro el entrecortado aliento femenino. Luego, sorbió ese aliento, al tomar la boca de Georgia
con la suya. Sus dedos se hundieron en aquella negra ala de seda que era la cabellera de la muchacha, y llegaron a la nuca. Notó el estremecimiento de
Georgia.
Entonces, le mordió el labio inferior, casi salvajemente, porque aquel deseo se había ido incubando en él hasta convertirse en un anhelo vital. Sintió
entre sus dientes la turgencia del labio gordito y tierno. Y Georgia no protestó. Por el contrario, se abrazó a su cuello, y se acercó más, hasta que sus
senos se aplastaron en el pecho de Howard, ambos sentados ahora de lado en el sofá.
Howard tuvo la sensación de que se hundía en un nido caliente y suave mientras seguía besando a Georgia, que estaba intentando, a su vez,
morderle el labio, e encontraron sus lenguas, y Howard experimentó entonces, bruscamente, la más elemental reacción masculina. Su mano derecha se
deslizó por el costado de la muchacha, hasta el seno, que oprimió por un lado. Ella expulsó aire por la nariz, caliente, y se apartó un poco. La mano de
Howard se deslizó entre ambos, hasta el seno femenino. Notó la carne sedosa, prieta, tibia.
No supo cuánto tiempo pasó hasta que, ella, suspirando, retiró su boca, se apartó un poco más, y puso una mano sobre la que él tenía sobre sus
pechos.,—Nunca... nunca había sentido... nada parecido —susurró.
El miró el tono oscuro de su mano sobre el blanco seno. Sentía el violento latir del corazón femenino.
—No me importa lo que hagas —susurró..
Howard la volvió a besar, de nuevo largamente. El tiempo ya no existía. Cuando se separaron, fue por breve tiempo, porque ella atrajo el rostro de
él hacia su seno. Los labios de Howard se posaron entre los pechos, y segundos más tarde, cuando ella se hubo desabotonado el vestido, pudo sentir
en su boca la turgente delicia de un pezón. El corazón de Georgia parecía enloquecido, y su respiración era entrecortada, ahogada. Gimió cuando las
manos de él se apoderaron de los pechos, y echó la cabeza hacia atrás. Howard la besó en la garganta, de nuevo en la boca, larga, largamente...
Un seco trallazo sobre su cabeza arrancó a Howard bruscamente de sus recientes recuerdos.
Luego, sonó el disparo de rifle, en alguna parte, apenas medio segundo mas tarde.
Junto a Howard, Georgia respingó y sus ojos se volvieron, muy abiertos, hacia él, que ya estaba desplazándose velozmente en el asiento,
empujándola... Todavía resonaba el eco del disparo cuando los dos caían al otro lado de la calesa..., y sonaba el estampido de otro disparo. Pero esta
vez la bala no pasó zumbando por encima de la cabeza de Howard, sino que dio en la llanta de una rueda y rebotó con fortísimo tañido como de
campana, que se prolongó extrañamente.
El caballo se asustó, y emprendió un enloquecido galope, arrastrando la calesa dando tumbos cualquiera de los cuales podía hacerla volcar en
cualquier momento.
El tercer disparo se produjo cuando Georgia se disponía a gritar, y la bala alzo un surtidor de polvo en el camino, muy cerca de ambos...
—¡Ven! —gritó Howard, incorporándose—. ¡Ven, corre!
La agarró de una mano y tiró de ella, corriendo ambos hacia un grupo de robles cercano al camino, tras el primero de los cuales se arrojó Howard
arrastrando a la muchacha..., en el momento en que otro disparo arrancaba un puñado de cortezas del roble.
Sacando el revólver, Howard jadeó:
—¡Tiéndete boca abajo y no te muevas!
Se puso en pie, siempre protegido por el roble. O al menos así le pareció que lo hacía juzgando la dirección de los disparos de rifle. Un rifle contra
un revólver. Y ni siquiera sabía dónde estaba exactamente el agazapado tirador. Por supuesto, adjudicándole una mínima inteligencia, debía estar en
una posición fuera del alcance de tiros de revólver...
Sí, era listo. Pero no demasiado buen tirador. Incluso se le podía catalogar de deficiente. Porque fallar los disparos últimos estaba dentro de lo
normal, ya que tanto Howard como Georgia se habían movido después del primero. Pero fallar el primer disparo, ciertamente, no era de un gran tirador.
Ya no sonaban más disparos.
En cambio, Howard sí oyó, o le pareció oír, el galope de un caballo alejándose. ¿O dos caballos? No habría podido asegurarlo.
Se volvió a mirar a Georgia, que permanecía como él le había indicado. La muchacha tenía alzada la cabeza, forzando un poco el cuello, y le
miraba con expresión tensa. La idea pasó de pronto por la mente de Howard. Una idea inoportuna, brutal incluso: ¿sabía „ Georgia que les iban a
disparar?
De nuevo, en un instante, recordó la escena del salón de la casa de ella, su tierna y cálida boca, la tersura delicada de sus senos rotundos. ¿Así de
simple? No hacía ni veinticuatro horas que se habían conocido, y ella ya le había dicho: no me importa lo que hagas...
Ahora todo era silencio, pero a los pocos segundos Howard comenzó a oír el nutrido galope, y algunos gritos. Apartó de su mente la idea que
parecía pincharle en el pecho, dejándola para ocasión más oportuna, y dedicó toda su atención a la nueva situación.
Los jinetes aparecieron a los pocos segundos, al parecer procedentes del rancho de Georgia, o al menos de aquella dirección. Howard calculó que
no eran menos de media docena. Amartilló el revolver, y miró de nuevo a Georgia.
—Ven aquí conmigo —murmuró—. Ahí estás a tiro, ahora.
Ella se puso rápidamente en pie y se acercó a él. Se abrazó a su cintura, de modo que el roble casi los oculta completamente a ambos. Howard
rodeó la cintura de Georgia con un brazo, y por un instante miró su escote, y tuvo la sensación de que olía de nuevo la fragancia de la carne palpitante.
—¡Señorita Evans! —llegó una voz—. ¡Señorita Evans!
Georgia lanzó un suspiro de alivio.
—Son algunos de mis vaqueros, Howard —susurró:
Este asintió. Había identificado ya a Cranston y a otros dos pistoleros de los ganaderos. Había, además, cuatro vaqueros en total, todos ellos
empuñando sus rifles. Cranston y sus colegas de revólver no se molestaban en exhibir sus armas.
Dos de los vaqueros continuaron cabalgando en pos de la calesa, y el resto de los jinetes se detuvieron ante el grupo de robles, desmontando
rápidamente los dos vaqueros, que estaban pálidos.
—¡Señorita Evans! ¿Está usted bien?
Howard enfundó el revólver y salió de la protección del roble, con Georgia todavía abrazada a él.
—Estamos bien, Jim —dijo la muchacha.
—Pero si es otra vez el gallito —dijo muy sonriente Ira Cranston—. ¿Qué pasó? ¿Le han arrancado algunas plumas?
Howard le miró torvamente y, sin más, se acercó a él y puso la mano izquierda en la funda del rifle de Cranston, por encima del, cañón. Estaba frío.
Sin decir palabra, efectuó la misma maniobra con los rifles de los otros dos pistoleros, que le contemplaban hoscamente.
—Me parece —dijo Cranston— que no me gusta lo que está pensando, gallito.
Howard miró al vaquero que se había interesado por la salud de Georgia.
—¿Estos tres sujetos estaban con Ustedes cuando sonaron los disparos? —preguntó secamente.
—No exactamente —dijo el vaquero, todavía tenso—. Estaban muy cerca, pero ellos se ocupan de sus cosas y nosotros de las nuestras.
—Lo que usted quiere decir es que mientras ustedes trabajan ellos haraganean.
El vaquero se quedó mirando a Howard, miró luego de reojo a los tres pistoleros, y encogió los hombros. Cranston tenía el ceño fruncido.
—Me parece —dijo— que voy a ser yo quien le arranque unas cuantas plumas, Masterson.
—Ya basta —dijo Georgia, que había recobrado la serenidad—. Será mejor que vuelvan a sus ocupaciones. El señor Masterson y yo seguiremos
nuestro camino de regreso a Rockdale.
—Lo que ustedes necesitan es una escolta —sonrió nuevamente y de pronto Cranston—. No va usted muy segura con el gallito, señorita Evans.
Apuesto a que han sido los hombres de los agricultores los que les han disparado, y no me extrañaría que volvieran a hacerlo.
Nadie dijo nada. Los dos vaqueros que habían galopado en pos de Ja calesa regresaban, uno de ellos llevando las riendas y tranquilizando al
caballo.
—Bueno —dijo Jim, como molesto—, lo que dice Cranston tiene sentido, señorita Evans. Si vuelven a atacarles...
—¿De verdad cree usted que han sido ellos? —le interrumpió Howard.
—¿Quién si no?
—Yo he oído un solo caballo. Quizá dos, pero juraría que uno solo. ¿Cree que un solo hombre de los agricultores se apostaría por aquí a
esperarnos?
—Seguro que no les cae usted bien —rió Cranston—. Lo que no me extraña nada, nada, nada.
Howard lo miró de nuevo, pero una vez más decidió ignorar la provocación. Tomó de un brazo a Georgia, la llevó hacia la calesa y la ayudó a subir
al asiento, mientras Cranston desmontaba junto a él, diciendo:
—Será mejor que vaya yo con la señorita Evans. Es demasiado linda para...
Howard Masterson giró, disparó su puño derecho y el estómago de Cranston resonó como un tambor. El pistolero emitió un bufido, se llevó las
manos al lugar golpeado..., y el puño izquierdo de Howard entró en acción, impactando con seco chasquido en la barbilla del pistolero, que retrocedió y
cayó sentado.
Sin transición, como si todo fuese un paso de baile perfectamente ensayado, Howard giró un cuarto de vuelta más, y su mano derecha tiró del
revólver, el brazo se extendió, y el arma quedó apuntando a los otros dos pistoleros, que habían llevado su mano al revólver.
Se quedaron con la mano en la culata, lívidos, plasmado en su rostro y en sus ojos el tremendo sobresalto ante la velocidad de Howard Masterson
en desenfundar. Los vaqueros habían lanzado exclamaciones, y se quedaron mirando incrédulamente a Howard, que sonrió y preguntó:
—¿Iban a decir algo?
Las bocas de los dos pistoleros permanecieron mudas, mientras Cranston, turbia la mirada todavía, sacudía la cabeza. No se había enterado de
nada.
—Demonios —jadeó uno de los vaqueros—. ¡Demonios, qué saque!
Howard miró a Cranston que, todavía sentado en el suelo, le miraba ahora expectante.
—Ya que estás con el culo en el suelo, Cranston, mira a ver si has puesto un huevo... ¡Te digo que mires!
Cranston se pasó la lengua por los labios. Luego, despacio, se pasó una mano bajo el trasero, entre éste y el suelo. Miró de nuevo a Howard,
hoscamente.
—¿No lo has puesto?. —No —susurró Cranston.
—Bueno, sigue insistiendo. Acabarás por conseguirlo.
—Nos volveremos a ver, Masterson.
Este enfundó el revólver, subió al asiento junto a la todavía sobresaltada Georgia y tomó las riendas. Entonces, volvió a mirar a Cranston.
—Será mejor para ti que no —dijo despaciosamente—, porque si vuelves a fastidiarme, te mataré.
Movió las riendas, y el caballo emprendió la marcha.
—Dios mío —gimió Georgia.
Howard la miró.
—Supongo que sabes dónde viven los Embury —dijo.
—Sí... Claro.
—Muy bien. Indícame el camino.
CAPÍTULO VI

Rupert Embury estaba inclinado sobre la tierra cuando oyó las pisadas de varios caballos; Se irguió, y bajo el refulgente sol vio la calesa que se
acercaba, escoltada por dos hombres a caballo. Bajo el ala del sombrero sus ojos relucieron al reconocer a la mujer que iba sentada muy tiesa en el
asiento. Luego, miró al hombre que llevaba las riendas, y su ceño se frunció. Dejó la azada y se acercó adonde tenía el rifle, que empuñó resueltamente.
Aunque no hacía falta, pues los dos jinetes que escoltaban la calesa eran de su grupo de pistoleros, de modo que Masterson estaba bien
controlado.
Se quedó inmóvil, metidos los pies en el profundo surco, fija la mirada en Howard Masterson. Solo cuando la calesa se detuvo cerca de él, en el
camino, miró Embury a la muchacha.
—Buenos días, Georgia —murmuró.
—Buenos días, señor Embury —murmuró también la muchacha.
—Señor Embury —se acercó uno de los pistoleros—, este tipo dice que quiere hablar con usted.
—Muy bien —Embury miró a Howard—. Hable.
—Hace un rato —dijo Howard, calmoso— un hombre nos ha tiroteado a la señorita Evans y a mí, señor Embury. He venido a preguntarle si usted ha
tenido algo que ver con eso.
—Usted está loco —gruñó Rupert Embury.
—Gracias. Es todo cuanto quería saber. Buenos días.
—Un momento, un momento —farfulló Embury—. De modo que viene usted aquí a pasarme por las narices la acusación de que yo he ordenado
que disparen contra Georgia y ahora pretende largarse tan tranquilo.
Howard le miró como divertido.
—¿Qué otra cosa puedo hacer? —se interesó.
—No me ha gustado lo que ha insinuado, Masterson.
—Lo comprendo. Pero yo tenía que estar seguro.
—¿Y lo está? ¿Quiere decir que simplemente me ha creído?
—Por supuesto. Mientras veníamos hacia aquí la señorita Evans me ha asegurado que usted no habría dado jamás esa orden, pero he preferido
asegurarme personalmente.
—Yo podría estar mintiéndoles a los dos.
—Sí podría —sonrió Howard—, pero no lo ha hecho. ¿Puedo marcharme ya o tiene algo más que decir, señor Embury?
—Le diré sólo una cosa. Está claro que se ha puesto usted del lado de ellos —señaló con la barbilla a Georgia—, así que a partir de ahora será
mejor que no meta sus botas en mis tierras. ¿Me ha entendido?
—Perfectamente.
—Pues largo de aquí.
—El caballo está sediento, señor Embury. ¿Le importaría a usted que nos acercásemos a su casa para que beba? Supongo que tiene allá un
abrevadero.
—¿Está bromeando? —farfulló Embury.
—Espero que no tenga usted nada contra un caballo.
—Vayan al vado.
—Ah: No tengo ganas de que nos vuelvan a tirotear.
—Escuche, Masterson, no sé qué pretende demostrar, pero a mí no me impresiona usted. De modo que déle de beber al caballo y lárguese. ¿Algo
más?
—No, señor, salvo desearle buena cosecha.
Georgia se encogió, cerrando los ojos, como quien teme que algo se desplome sobre su cabeza. Pero no pasó nada. Embury entornó los
párpados, y se quedó mirando fríamente a Masterson, que tras una última sonrisa movió las riendas, y el caballo reanudó la marcha. Los dos pistoleros
se dispusieron a partir en pos de la calesa, pero se detuvieron al oír el gruñido de Embury.
—¿Adonde van ustedes?
—Con él —se sorprendió uno de los pistoleros—. Descuide, que no vamos a perderle de vista, señor Embury.
—Déjenle tranquilo. No hará nada que pueda preocuparnos.
—Pero, señor Embury...
—¡He dicho que le dejen en paz! Y otra cosa: si yo me entero de que alguno de ustedes anda disparando por ahí sin haber recibido órdenes en ese
sentido o siguiendo las instrucciones concretas referidas a las alambradas y los sembrados, se las verán conmigo. ¿Está claro?
Los dos pistoleros contemplaban con sorprendida ironía a Rupert Embury. De pronto, sonrieron los dos, y uno de ellos dijo:
—Está muy claro, desde luego, señor Embury.
—Pues vuelvan a su puesto, a vigilar las alambradas y los sembrados.
Los dos pistoleros se miraron, se encogieron de hombros y se alejaron en dirección opuesta a la seguida por Howard y Georgia. Estos se hallaban
ya muy cerca de la casa de los Embury, y Howard contuvo una sonrisa cuando vio ante la puerta la silueta qué casi parecía masculina, y que sostenía un
rifle en fas manos. El sol ponía destellos como furiosos en los rojos cabellos de la muchacha.
Cuando Howard detuvo la calesa cerca de ella, sonrió al captar el gesto huraño de Berenice Embury.
—Buenos días, señorita Embury —saludó—. Tenemos permiso de su padre para abrevar el caballo. ¿Contamos también con su permiso?
La muchacha miró en la distancia hacia donde estaba su padre, miró de nuevo a Howard y asintió.
—Basta el permiso de mi padre.
—Es usted muy amable.
Howard saltó del asiento y llevó el caballo hasta el abrevadero, pero el animal no pareció sentir gran interés por el agua. Georgia estaba mirando a
Berenice, la cual a su vez contemplaba el caballo.
—No parece que tenga mucha sed —dijo acremente.
—En cambio, yo sí tengo. Hace calor, ¿no le parece? Me pregunto si mientras el caballo se decide a beber podría ofrecerme un poco de agua a
mí. Y por favor, no me diga que beba con él caballo. Apuesto a que tienen ustedes un botijo a la sombra. Es un gran invento esto del botijo, ¿verdad? A
los mexicanos les gusta mucho.
Las dos muchachas miraban a Howard sin comprender bien qué se proponía éste. Estaban desconcertadas. De pronto Berenice enrojeció, y miró
a Georgia.
—¿Tú también tienes sed, Georgia?
—No, gracias, Berenice —musitó Georgia—. ¿Cómo estás?
—Bien... Bien. ¿Y...? Bueno... ¿Cómo... cómo estás tú?
—Muy bien también, gracias.
Howard miraba de una a otra con rostro inescrutable ahora, pero con unas chispitas de burla en los ojos. Las dos muchachas quedaron
silenciosas, turbadas.
—¿Y el botijo? —preguntó Howard.
—Sí... En el porche.
Berenice se dirigió hacia el porche, y Howard la siguió. La muchacha señaló el recipiente, colgado de un grueso clavo en uno de los postes.
Howard lo descolgó, y bebió un corto trago, suspirando satisfecho acto seguido.
—Esto ya es otra cosa. Tengo un recado para usted, Berenice.
—¿Qué?
—Un recado para usted. Pero quizá no le interese escucharlo, porque es de Jasper Evans.
La muchacha enrojeció tan bruscamente y con tal intensidad que su rostro casi tomó el color de sus cabellos. Howard contuvo como pudo una
sonrisa.
—Eso es mentira—jadeó Berenice.
—¿El qué es mentira?
—Jasper no le ha dado ningún recado para mí.
—¿Ah, no? Bueno, pues en ese caso no vale la pena que sigamos hablando. Gracias por el agua.
—Espere... Espere. ¿Qué... qué recado?
—¿Le gusta escuchar mentiras?
—¿Qué recado?
—Estuve hablando con él unos minutos anoche, y me dijo algo así: «Señor Masterson, si alguna vez ve una chica pelirroja, preciosa, de grandes
ojos verdes y boca de beso, esa es Berenice Embury, así que dígale de mi parte que nunca la olvidaré.
Berenice Embury estaba pálida como un cadáver. Su mano izquierda se posó sobre el corazón y su boca quedó entreabierta en un gesto como de
ahogo. Howard reparó también en la agitación de su pecho. No necesitaba más. Colgó el botijo, regresó a la calesa y ocupó su asiento. Berenice
continuaba como petrificada en el porche. El tejano se llevó dos dedos al ala del sombrero.
—Adiós, señorita Embury.
No hubo reacción por parte de Berenice. Y Georgia esperó a que estuviesen de nuevo en el camino para preguntar:
—¿Qué le has dicho que se ha impresionado tanto?
—Que me parece una chica preciosa.
Georgia palideció ligeramente y se mordió los labios. Howard la miró de reojo. Sus pensamientos volvieron de nuevo a la escena de la salita, y con
la imaginación vio los pechos de Georgia cerca de sus labios. Incluso le pareció sentir en éstos el contacto de la tibia piel. Y todo esto le produjo una
sensación de doloroso vacío en el pecho.
Pero solamente un tonto habría dejado de darse cuenta del interés de Georgia Evans por él; un interés súbito, producido sin duda tras la visita que
el doctor Pinkham había efectuado aquella mañana al hotel, visita que Georgia había negado. Ella sabía perfectamente qué él se interesaba por alguien
herido hacía dos meses, sí, lo sabía. Le había hecho muchas preguntas, las suficientes para obtener conclusiones.
Sin embargo, Howard Masterson se negaba a admitir que Georgia Evans le hubiese dicho a alguien: «Voy a llevarme a Masterson a la pradera,
para que lo mates...»
Un solo jinete. Desde luego, no podía ser Jasper Evans, su hermano. Se imaginó al viejo doctor Pinkham disparándole con un rifle, agazapado en
una loma. Absurdo. ¿Quién, entonces?
Cuando Howard detuvo la calesa delante del hotel, ninguno de los dos había vuelto a hablar. Howard desmontó, rodeó el vehículo y tendió una mano
a Georgia, que la miró.
—Quizá preferirías ofrecer tu ayuda a Berenice Embury —murmuró.
—No creo que ella la pagase tan generosamente como tú.
Georgia palideció ahora intensamente, mientras un gemido quedaba ahogado en su garganta. Saltó del asiento sin aceptar la ayuda de Howard, y
entró corriendo en el hotel. Howard descargó la maleta, entró a su vez en el hotel y fue directo a la habitación en fue la noche anterior había conversado
con Jasper Evans. Empujó la puerta sin molestarse en llamar. Georgia no estaba allí, pero sí su hermano, que miró con malcontenido sobresalto a su
visitante.
—Señor Masterson... ¿Qué hace usted con esa maleta? ¿Dónde está mi hermana?
—En su habitación —sonrió Howard, cerrando la puerta.
—Ah... Bueno, no comprendo...
—Me permití acompañar a su hermana al rancho de ustedes, y ha sido un gran placer ayudarla en pequeñas cosas. He conocido a la simpática y
cariñosa Anne, quien asegura que aquí dentro tienen todo cuanto pueden necesitar para el viaje.
Depositó la maleta en el suelo y se quedó mirando a Jasper. Este tenía la mano derecha bajo la manta que cubría sus piernas desde las ingles
hasta los pies y Howard se imaginó sin esfuerzo alguno la presencia de un revólver en la oculta mano del inválido.
—Ha sido usted muy amable —susurró Jasper.
—No tiene importancia. Tal como están las cosas entre ganaderos y agricultores me pareció que su hermana estaría más segura en mi compañía.
—Oh, bueno, no creo que molesten a Georgia, francam...
—Pues nos tirotearon.
—¿Qué? —palideció Jasper.
—Un tirador de rifle, al que no pudimos ver. Por cierto, un mal tirador.
—Bu-bueno, supongo que hay que... alegrarse de eso, de... de que fuese un mal tirador i —Por supuesto. Me han dado recuerdos para usted,
señor Evans.
—¿Para mí? ¿Quién?
—La pelirroja de los ojos verdes: Berenice Embury.
Jasper Evans pareció recibir un mazazo en la cabeza. Se quedó tan aturdido que tardó casi diez segundos en poder murmurar:
—No es cierto.
—¿Me llama embustero? —frunció el ceñó Howard.
—Bueno, lo... lo que he querido decir... Ella no ha podido darte recuerdos para mi, eso es todo.
—¿No? ¿Por qué?
—Porque no.
—Ya. Entonces..., ¿no quiere escuchar el resto del mensaje de la muchacha?
—¿Un mensaje? ¿De Berenice para mí?
—Claro. Me ha dicho que le traspase sus cariñosos recuerdos, y que le desea de todo corazón que las cosas le salgan bien en Houston, pero que
aunque no sea así...
—¿Qué?, —casi gritó Jasper.
—Lo siento, pero ella no dijo nada más.
—No creo nada de lo que usted ha dicho.
—¿Tal vez lo creería si se lo dijera ella misma?
—¡Su padre jamás le permitiría volver a relacionarse conmigo! —exclamó Jasper, lívido.
—Eso es lamentable —movió la cabeza Howard Masterson—. Verdaderamente la situación está bastante difícil. Y a propósito, mucnacho, se me
ha ocurrido que tal vez tengan ustedes... contratiempos en ese viaje a Houston. ¿Quiénes van allá?
—Mi hermana, el doctor Pinkham y yo.
—¿Solos? Caramba... Bueno, espero que al menos vayan armados. ¿Está usted armado?
—No —susurró Jasper—. No.
Howard entornó tanto los párpados que fue imposible que Jasper se diera cuenta de que miraba el bulto bajo la manta.
—Pues debería procurarse un arma —deslizó suavemente—. Pero desde luego llevarla bien a la vista. Se lo digo porque si alguien le ve armado,
la cosa está clara. Pero si le ven desarmado y piensan que usted esconde un arma, la cosa podría complicarse. Usted me entiende, ¿verdad?
En el momento en que Jasper iba a contestar se abrió la puerta de la habitación y entró Georgia, que se detuvo en seco al ver a Howard. Este se
dio cuenta de que la muchacha había estado llorando y que había esperado a serenarse antes de entrar a ver a su hermano.
—Ah, señorita Evans, está aquí. Su hermano y yo estábamos hablando de...
—Márchate —le interrumpió ella, con voz crispada—. ¡Quiero que salgas de aquí inmediatamente!
Howard se quedó mirándola. Se acercó a ella, le tomó el rostro entre las manos y murmuró:
—Creo que será lo mejor —la besó suavemente en los labios—. Adiós, Georgia.
—Te odio —casi sollozó la muchacha—. ¡Te odio!
—Puedo comprender eso —susurró Howard—. Os deseo suerte en Houston, deseo de todo corazón que tu hermano se reponga completamente y
que regrese en perfectas condiciones. Yo le estaré esperando aquí, en Rockdale.
Soltó a Georgia, abrió la puerta y salió..., sin que ninguna bala se hundiera en su espalda.
Cuando salió del hotel casi tropezó en el porche con el sheriff Markan, que le puso una mano en el pecho.
—Caramba, hola, señor Masterson... ¿Cómo le va?
—Me irá mejor si aparta esa mano.
—Tranquilo —sonrió Markan, retirando la mano—, no se ponga nervioso.
—No es fácil.
—¿Sabe que se está haciendo muy popular?
—¿Yo? ¿Por qué?
—Las noticias vuelan, amigo. Y en todas partes hay ojos que lo ven todo. Es usted todo un carácter, ¿eh? Primero se va con Georgia, luego va a
visitar a los Embury... Chocante, ¿no le parece?
—Oiga, usted es el sheriff de aquí, ¿verdad?
—Seguro —se tocó la placa Markan—. ¡Seguro!
—Pues quiero hacer una denuncia.
—¿Una qué? —se pasmó Markan.
—Una denuncia. Hace una hora y pico alguien nos tiroteó con un rifle a la señorita Evans y a mí. Creo que eso se llama intento de asesinato,
¿verdad?
—Pues sí, sí, claro.
—Muy bien. Pues la denuncia está hecha y si quiere se la firmo. Ahora, muévase; busque a ese tirador asesino. Es su obligación, ¿no?
—Sí —murmuró Markan.
—Pues gánese el sueldo.
—Me gustaría —farfulló Markan—, pero eso no es tan fácil. Demonios, se diría que está usted de mala leche, ¿eh?
—Ocúpese de sus asuntos.
—De acuerdo, de acuerdo. Vamos al lugar donde les dispararon a ustedes y...
—No me fastidie. Estoy seguro de que a estas horas todo el mundo sabe dónde fue y cómo fue, del mismo modo que saben tantas otras cosas
sobre lo que yo hago o dejo de hacer. De modo que pregunte y haga su trabajo, yo tengo otras cosas que nacer.
—¿Sí? ¿Qué cosas, por ejemplo?
—Emborracharme. ¿Tiene algo que oponer?
CAPÍTULO VII

Ni el sheriff Markan tuvo nada que oponer, ni Howard Masterson se emborrachó. Pero, ciertamente, sí estaba de pésimo humor a última hora de la
noche, sentado solo a una mesa colocada en un rincón del saloon que había elegido para rumiar su situación.
Una situación pésima. Por un lado, estaba plenamente convencido ya de que Jasper Evans era el tercer hombre, el que había conseguido escapar
pese a ser alcanzado por un balazo en la espalda. Por otro lado, estaba Georgia Evans, y ella era la que convertía en pésima la situación de Conrad
Tritton, alias Howard Masterson. Sencillamente, se había enamorado de la muchacha. Sencillamente. Y para complicarlo más, estaba la invalidez de
Jasper Evans. El no podía ir a ver al muchacho y meterle una bala en el corazón. Sencillamente, no podía hacer eso con un hombre en aquellas
condiciones. Sencillamente.
Así que tendría que esperar. Tendría que esperar a que la operación saliera bien en Houston, y que Jasper Evans regresara en perfectas
condiciones, para matarlo. Y si hacía eso, ¡adiós para siempre, amada Georgia!
Otra alternativa: ir a ver a Markan y exigirle que examinase la espalda de Jasper Evans. Si lo que se veía allí era la herida de una bala, Jasper
Evans tendría que dar muchas explicaciones... que no convencerían a nadie. Lo operasen o no, quedase paralítico para siempre o sanase, sería
juzgado y condenado. Y de nuevo, ¡adiós para siempre, amada Georgia!.
Y junto con todo esto, Howard pensaba en su entrevista con Adam Waverly en el rancho de éste en Granger, recordaba la expresión demudada del
hombre al recordar lo que había visto al entrar en la casa, cómo había encontrado a Lilliam en la cama, violada, arañada, golpeada... y estrangulada.
¿Cómo podía titubear a la hora de aplicar el castigo al asesino que quedaba vivo?
«Quizá —pensó Howard— tendría que haber sido yo quien encontrase a mi hermana de aquel modo, en lugar del señor Waverly, y entonces no
vacilaría en absoluto.»
La aparición del sheriff en el vacío saloon no mejoró su estado de ánimo, ni mucho menos. Desde detrás del mostrador, el propietario del saloon
esperaba pacientemente a que su último cliente de la noche decidiera marcharse. Si se hubiera tratado de cualquier otro ya le habría advertido de la
conveniencia de abandonar el local para que él pudiese cerrar, pero no se atrevía ni a dirigirle la palabra al tal Masterson, cuya expresión no auguraba
nada bueno..
Por todo esto, el propietario del saloon sí se alegró de la aparición de Markan, con la esperanza de que éste se las arreglaría para sacar de allí al
forastero de la mirada ardiente.
—¿Qué tal, Masterson? —saludó Markan.
Howard alzó el vaso, miró al sheriff a través de} whisky y masculló:
—Lárguese y déjeme en paz.
Joe Markan acercó una silla, se sentó frente a Howard y metió la mano derecha en un bolsillo de su cazadora, que luego colocó extendida en el
centro de la mesa. Howard se quedó mirando, los relucientes cartuchos de rifle.
—Son de un Winchester 73 —murmuró Markan—.
Los encontré cerca del lugar desde el cual les dispara ron a usted y a Georgia.
—¿Y qué?
—Todo lo que tenemos que hacer es buscar a alguien que tenga un Winchester 73. No hay demasiados por aquí..En realidad, muy pocos, que yo
sepa.
—De modo que ha estado trabajando, ¿eh? —sonrió torcidamente Howard.
—Lo hago de cuando en cuando. Sabía que estaba usted aquí, pero hubiera preferido hablar en su habitación..., sólo que me he cansado de
esperar por ahí fuera. ¿Está borracho?
—Como una cuba.
—No creo —sonrió Markan—. Los hombres como usted nunca se emborrachan. Son demasiado cautos. Mire, no se moleste, pero Baxter está
esperando para cerrar. ¿Salimos?
Howard miró torvamente al propietario del saloon, que se apresuró a desviar la mirada. Luego, cogió la botella, se puso en pie y se dirigió hacia la
puerta, dejando de pasada un par de monedas sobre el mostrador. Markan salió tras él, mostrándole de nuevo las balas.
—Sería más fácil si buscásemos ese rifle entre los dos, Masterson.
Howard tomó una bala, se la metió en un bolsillo y dio una cabezada.
—Por ejemplo —murmuró—, ¿sabe usted si tiene un Winchester 73 el doctor Pinkham?
—¿Jess? —se pasmó Markan— ¿Jess Pinkham, el médico?
—Eso he dicho.
—Claro que no. Jess lleva una escopeta de dos cañones en su calesín, eso es todo. Y sólo se atrevería a usarla contra el ataque de una alimaña.
—Ya.
—Empiezo a temer que sí está como una cuba —gruñó Markan—. ¿Qué tiene que ver Pinkham con esto?
—¿Y usted? ¿Qué rifle tiene usted?.
—¡Esta es buena...!
—¿Qué rifle tiene?
—Un Winchester 73 —sonrió Joe Markan—. ¿No es gracioso?
—Graciosísimo. ¿Y dónde estaba usted esta mañana?
—Por ahí.
Howard se quedó mirando fijamente a Markan, que sonreía un tanto hoscamente. De pronto, Howard le puso la botella de whisky en la mano libre a
Markan, y dijo:
—Tenga, eche un trago antes de acostarse. Se lo ha ganado.
—Nos veremos por la mañana.
Markan saludó con un alzamiento de cejas y se alejó, guardándose los cartuchos de rifle. Howard permaneció en el porche del saloon, en cuya
puerta apareció el propietario, que cerró. La calle quedó solitaria, llena de sombras en las cercanías de los faroles alimentados con gas queroseno. El
silencio era total. Howard sacó la bala de rifle y la estuvo mirando unos segundos. Acabó por encogerse de hombros, guardó el cartucho y se dirigió
hacia el hotel...
El estampido del revólver se produjo justo cuando Howard bajaba de la acera, cortada por la salida del callejón que desembocaba en la calle
Mayor, y el plomo le golpeó, más bien le mordió ferozmente, en el costado izquierdo, hacia la espalda, y le hizo girar, gritando, mientras desenfundaba
velozmente su revólver.
Todavía, mientras giraba, vio en alguna parte el fogonazo del nuevo disparo, y mientras caía situó el resplandor del disparo en el fondo del callejón.
Cayó de bruces, giró una vez hacia su derecha, y apuntó hacia el fondo del callejón, donde brotaba en aquel momento otro fogonazo y resonaba el
tercer estampido. La segunda bala disparada por el agresor había zumbado sobre, la cabeza de Howard. La tercera rebotó ante él en el polvo, que
saltó hacia los ojos de Howard, y al rebote pasó rozando su cuello, produciéndole la sensación de un hierro al rojo vivo.
Con todo, y pese a que en aquel momento no veía absolutamente nada, Howard Masterson comenzó a disparar hacia el fondo del callejón. Oyó los
impactos de las balas en alguna parte, un par de rebotes... Sólo eso, ya no le disparaban más. Pero., en cuanto su revólver emitió el conocido «clic» del
percutor golpeando en vacío, Howard se puso en pie y se tiró de costado donde, según sus cálculos, estaba la acera, buscando la protección de la
esquina de la casa.
Rebotó en las tablas, se puso, en pie y, todavía ciego, comenzó a recargar el revólver, retirando de las presillas los cartuchos con dedos firmes, sin
nerviosismo, qué habría servido únicamente para dificultar la labor.
—¡Masterson! —oyó la voz de Markan—. ¡Masterson, ¿dónde demonios está? ¡Masterson!
Howard no contestó. Tanteó en busca de la pared, la encontró y se deslizó unos metros más allá, oculto en las sombras... Oyó otras voces, ruido de
puertas y ventanas.
—¡Masterson! —llamó de nuevo Markan.
Howard se pasó la mano izquierda por los ojos. Consiguió recuperar parcialmente la visión con el derecho. Vio llegar a Markan corriendo, revólver
en mano. Ahora había más luz en la calle. Desde la otra acera legaba luz de algunas ventanas, y Markan pudo ver por fin al silencioso Howard, y llegó
ante él jadeante.
—¿Qué ha pasado? —aulló—. ¿Qué demonios ha pasado...? ¡Está herido!
Se acercó más a Howard, en cuyo cuello relucía la sangre que brotaba de la herida causada por el rebote de la tercera bala. Howard consiguió ver
bien a Marcan con el ojo derecho, y comenzó a recuperar parcialmente la visión del izquierdo.
—En el callejón —dijo—. He disparado hacia allí, pero no creo haber acertado.
—No se mueva de aquí... ¡Iré a echar un vistazo! ¡Quizá haya acertado algún disparo!
Cuando Markan regresó del callejón, acompañado de varios hombres en bata, Howard comprendió que no habían encontrado nada, y el sheriff lo
confirme moviendo negativamente la cabeza. Algunas personas estaban con Howard, que apretaba los labios. El doctor Pinkham apareció, enfundado
en un viejo abrigo oscuro y portando su maletín, pero, comenzó a refunfuñar.
—Necesitamos más luz... ¿Puede usted caminar, señor Masterson?
—Sí.
—Entonces será mejor que venga a mi casa. ¡Apartaos, maldita sea!
—Vuelvan a sus casas —masculló Markan—. Yo iré con el doctor y con Masterson. ¡Venga, todos a dormir, maldita sea!
Un minuto más tarde, la puerta de la casa de Jess Pinkham se cerraba tras los tres hombres. Y otros dos minutos más tarde, ya desnudo Howard
de cintura para arriba, Pinkham movía la cabeza con gesto tranquilizador.
—Ha tenido suerte —murmuró—. Lo del cuello no es nada, un simple rasponazo, pero si la bala que le ha alcanzado aquí hubiera entrado sólo dos
dedos más la izquierda estaría usted en grave estado, señor Masterson. Bueno, bájese los pantalones y tiéndase en la camilla, boca abajo. Dejaremos
lo del cuello para el final, no tiene importancia.
Howard se tendió en la camilla, siempre en silencio. Markan estaba sombrío.
—Esta vez ha sido con revólver —murmuró—. Y nada de pensar que atentaba contra Georgia Evans, ¿verdad? La cosa va directa contra usted,
Masterson... ¿Qué pasa ahora?
Había sonado la insistente llamada a la puerta de la casa, y Markan fue a abrir. Regresó detrás de Georgia Evans, que entró precipitadamente,
pálida, muy abiertos los ojos.
—Howard —jadeó—. ¡Oh, Dios mío!
Howard cerró los ojos. Oyó la voz de Pinkham:
—No es nada, Georgia.
Howard Masterson notó el suave contacto en su mano derecha, colocada sobre la camilla a la altura de su rostro. Abrió un ojo y vio la mano de ella
sobre la suya. Volvió a cerrar el ojo. El dolor era intenso, pero soportable. Como de lejos, le llegó de nuevo la voz del doctor Pinkham:
—Bueno, ya digo que no es grave, pero la bala está aquí. Esto le va a doler, señor Masterson..
Oyó el sollozo de Georgia y apretó los dientes. ¿A qué estaba jugando ella ahora? Tanto Georgia como Jasper y él sabían a qué atenerse, los tres
habían comprendido cómo estaban las cosas. ¿A qué venía ahora tanta comedia por parte de ella?
De pronto, todo el cuerpo de Howard Masterson se tensó, se crispó fuertemente. Tuyo la sensación de que le arrancaban la mitad de su cuerpo, la
cabeza le dio vueltas, presintió un sueño profundo... y eso fue todo.
Lo primero que vio al abrir los ojos fue la mano de Georgia sobre la suya. Suspiró y le pareció que una brasa cobraba vida en su costado, hacia la
espalda... El rostro de Georgia apareció ante el suyo.
—Howard, ¿cómo te sientes?
Howard desvió la mirada. Markan estaba allí, de pie, mirándole atentamente. Un poco más allá, Pinkham se estaba lavando las manos.
—¿Te duele mucho? ¿Estás...?
—Cállate —dijo secamente Howard.
Probó a moverse y lo consiguió. Cuando quedó sentado en la camilla captó la irritada mirada de Pinkham.
—Allá usted, señor Masterson. Le he sacado la bala y está bien vendado, tanto en el cuello como en el torso, pero yo de usted no me movería
demasiado.
—¿Puedo marcharme?
—Claro. Pero créame: acuéstese y no salga de la cama por lo menos en un par de días. Por la mañana iré a verle para cambiarle el vendaje.
—Gracias. Y buenas noches.
—Le acompaño —dijo Markan—. Si quiere que...
—Yo le acompañaré —le interrumpió Georgia.
—Déjenme en paz los dos, ¿quieren? —gruñó Howard.
Recogió su cazadora y la camisa, ambas perforadas y manchadas de sangre, y salió al vestíbulo. Segundos después salía a la calle. El aire fresco
acabó de reanimarlo. Markan apareció tras él y masculló:
—Váyase al infierno. Tal vez le acierten si vuelven a dispararle.
Howard no le hizo caso. Se dirigió lentamente hacia el hotel. Cuando entraba en éste vio a pocos pasos tras él a Georgia. Y la volvió a ver tras él
cuando se disponía a abrir la puerta de su habitación.
—¿Qué quieres? —gruñó.
—Asegurarme de que estás bien.
—¿Qué te importa eso a ti?
Empujó la puerta, entró y, antes de que tuviese tiempo de cerrar, Georgia se coló en la habitación. Howard la contemplo con hostilidad, pero cerró
la puerta y fue a tenderse en la cama. Georgia acercó una silla y se sentó junto a él.
—Estás buscando a alguien y crees que es mi hermano, ¿verdad? —susurró.
—Déjame en paz.
—Si crees que es él, ¿por qué no lo has matado? Para un tirador como tú eso sería muy fácil.
—Si yo fuese un asesino, sí.
—¿Qué eres? ¿Quién eres?
—Muy bien, hablemos claro por fin. Mi verdadero nombre es Conrad Tritton y soy hermano de Lilliam Tritton es decir, de la señora Howells, esposa
de Edward Howells. Y como tengo la certeza de que conoces toda la historia, no hace falta que hablemos más.
—Sí, lo comprendo. Cuando estés mejor, mañana mismo...
—No. No quiero verte más. Ni mañana ni nunca. Vete. Y dile a quien corresponda qué la próxima vez ya no me pillará desprevenido. ¿Está claro?
—Estás equivocado.
—Ya. Y ahora vas a decirme que tu hermano ni siquiera estuvo nunca en Granger, y que no iba con los dos hombres que alcanzaron y mataron
cuando se resistieron.
—No voy a decir semejante cosa. Jasper iba con ellos, con los dos: Foster Shields y Martin Ambler. Es el que escapó herido, y consiguió llegar a
casa con un balazo en la espalda. Yo avisé al doctor Pinkham y él lo curó, pero dijimos que Jasper se había caído del caballo cuando él nos contó lo
ocurrido.
Howard miraba con incrédula fiereza a la muchacha.
—¿Os contó lo que hicieron los tres? ¿Os dijo que él y sus amigos asesinaron a mi cuñado y violaron y estrangularon a mi hermana?
—Ellos no lo hicieron, Howard. No me mires así... Sé que no me crees, ahora, pero quizá me creas si te lo explico todo.
—No pierdo nada escuchándote.
—Mi hermano y sus dos amigos salieron de aquí para ir a Waco...
—¿Para ir a Waco? ¿Y para ir a Waco tenían que pasar por Granger?
—Sí, porque no querían que nadie supiera que iban a Waco. Los agricultores estaban contratando pistoleros, y mi hermano y sus amigos
decidieron hacer lo mismo, pero no querían que los agricultores supieran nada hasta que regresaran con los pistoleros. Por eso dieron ese rodeo,
simulando que iban hacia el Oeste, para luego ir hacia el Norte, a Waco. Habían salido de Rockdale a media tarde, y querían cabalgar toda la noche,
para estar en Waco a primera hora del día, contratar unos cuantos hombres y volver, ya directamente, a Rockdale. Cuando los alcanzaron los de
Granger, ellos no tenían ni idea de lo que había sucedido con los Howells.
—¿Y por qué no se limitaron a dejarse detener y luego aclarar las cosas?
—Porque cuando los amenazaron creyeron que eran algunos de los pistoleros de los agricultores que los habían seguido para matarlos lejos de
aquí. Todo el rato temían eso, y por ello estaban dispuestos a cabalgar toda la noche, siempre atentos, pero se nubló, ya no podían ver nada, y no
tuvieron más remedio que acampar. Para entonces, estaban tranquilos, convencidos de que nadie había podido seguirles. Pero cuando les
amenazaron... reaccionaron como habrías reaccionado tú si temieras que te engañaran para asesinarte. De modo que el sheriff de Granger y los
hombres que iban con el mataron a dos inocentes y dejaron inválido a otro... quizá para siempre. Mi hermano y sus amigos ni siquiera sabían quiénes
eran los Howells.
—¿Y cuándo lo supisteis?
—Al día siguiente, después que el doctor Pinkham hubo atendido la herida de Jasper. El doctor Pinkham se fue a Granger, para enterarse de lo
sucedido con Ambles y Shields, y entonces oyó lo que se decía allí respecto a tres hombres que habían asesinado a un joven matrimonio. Con esta
noticia, el doctor Pinkham regresó a mi casa sin darse a conocer en Granger, y cuando comprendieron lo que había pasado pensaron decir la verdad.
—Pensaron, ¿eh? ¿Y por qué no la dijisteis entonces?
—Por dos motivos. Uno que posiblemente no querrían creer a Jasper y lo detendrían, quizá incluso querrían lincharlo. Dos, que Jasper prefirió no
complicar más las cosas, hasta que él estuviera bien; entonces, él iría a Granger para aclararlo todo y buscar al verdadero asesino o asesinos. Pero...
ya ves que no ha podido ser. Tiene la bala tocando la columna vertebral, y el doctor Pinkham no se ha atrevido a operarle él. Por eso vamos a Houston,
ahora que Jasper está bien..., quiero decir lo bastante fuerte para poder resistir la operación.
Durante casi un minuto, Howard estuvo contemplando en silencio a Georgia Evans, fijamente, fijamente. Por fin, murmuró:
—Entonces, ¿no habéis sido vosotros, o algún amigo vuestro, quien ha querido matarme hoy por dos veces?
—No... ¡No!
—¿Eso quiere decir que tú no me has mentido en ningún momento? ¿No has estado... sonsacándome?
—Sí... Eso sí. Quería... queríamos saber qué buscabas. El doctor Pinkham vino a decirnos por la mañana lo que habíais estado hablando, nos
asustamos. Por eso yo quise saber quien eras... y hasta dónde estabas dispuesto a llegar. Y me pareciste... Bueno, no me pareciste una persona...
peligrosa. Quiero decir que pensé... que no podíamos esperar de ti nada malo.
—Sin embargo, esta mañana tu hermano tenía un revólver bajo la manta. ¿No es cierto?
—Estamos asustados. Howard. Y ahora más, después de todo esto que han intentado contra ti. ¡Tienes que creerme!
—Pero si no fueron tu hermano y sus dos amigos..., ¿quién fue?
—Nosotros hemos pensado que pudo ser alguien de aquí, de Rockdale, que quizá seguía a mi hermano ya los otros dos, en efecto. Debieron
pasar tras ellos cerca de la casa de tu hermana, la vieron... Decían... decían que era... muy bonita.
—Según eso, quizá algunos pistoleros de los agricultores que seguían a tu hermano pasaron por la casa de mi hermana, la vieron y decidieron
dedicarse a otra cosa en lugar de continuar detrás de tu hermano, pensando que a él podrían alcanzarlo más adelante. Pero ya no pudieron hacerlo,
porque llegaron el sheriff y el grupo que había salido de Granger detrás de ellos.
—A nosotros no se nos ocurre otra cosa —murmuró Georgia.
—Pero... ¿quién?
—Si no son los pistoleros de los agricultores, no sé, no se me ocurre nada... ¡Howard, te he dicho la verdad!
—Los pistoleros de los agricultores —susurró Howard—. ¿Cuántos son en total?
—Alrededor de una docena. Más o menos tenemos los mismos en cada bando, actualmente.
—Doce hombres... ¿Cómo voy a ir preguntando a doce hombres si han sido ellos los que hicieron aquello con mi hermana? Pero hay otra cosa
que me tiene intrigado... y desconcertado: ¿cómo pueden saber esos pistoleros, o quien sea, que yo estoy en Rockdale por ese asunto? Lo sabéis tú,
tu hermano y el doctor Pinkham... ¿Lo habéis comentado con alguien?
—¡Claro que no!
—En ese caso... Un momento. También hablé de esto con Markan, con el sheriff. Bueno, sólo le hice algunas preguntas sobre tu hermano,
mencionamos su lesión en la espalda debido a una caída del caballo... Markan no es tonto. No, no es tonto.
—¡Pero no irás a sospechar del sheriff! —protestó Georgia.
—¿Por qué no? Si he sospechado de ti, más puedo sospechar de él, ¿no te parece? Además, ¿por qué he de creerte a ti? ¿Por que demonios
tengo que creer a nadie, por qué tengo que confiar en nadie?
—Tal vez confiarías más en Berenice Embury —susurró Georgia.
—No has podido olvidar lo que te dije, ¿verdad?
—Me hiciste mucho daño. Si fui... generosa contigo no fue porque espérase... engañarte de algún modo. Yo ya sabía para entonces que fueras;
quien fueses y buscaras lo que buscases, no eras un sanguinario, así que siempre se podría dialogar contigo. Además... no hice ni te dejé hacer nada
que no estuviese deseando yo misma.
—En ese caso —aventuró un tanto cruelmente Howard—, no te importará que lo vuelva a hacer.
Georgia Evans aspiró hondo, se desabrochó la parte superior del vestido y se sentó en el borde de la cama. Howard deslizó su mano derecha en
busca de los tibios y turgentes pechos, sin dejar de mirar los ojos de la muchacha. Pero dejó de verlos cuando ella, estremecida bajo su caricia, se
inclinó para ofrecerle la boca.
CAPÍTULO VIII

Todavía no estaba Markan despierto del todo cuando se llevó la primera sorpresa del día. Por entré el humo del cigarrillo que colgaba
lánguidamente de sus labios, lo vio, y se negó a creerlo durante unos segundos. Por fin, exclamó:.
—¿Está loco? ¿Qué demonios hace levantado? ¡El doctor dijo...!
—He venido a aceptar su oferta —sonrió Howard Masterson.
—¿Mi oferta? ¿Qué oferta?
—Si me nombra legalmente su ayudante, para este mediodía no queda un solo pistolero por estos alrededores.
A Joe Markan casi se le cayó el cigarrillo de la boca. Pensó que todavía estaba durmiendo. Pero, no. Por la ventana de su oficina veía el resplandor
del sol del recién comenzado día. De pronto, despertó del todo. Y sin más, sacó una placa de un cajón de su mesa, se puso en pie junto a Howard con
la placa en la palma de su mano izquierda, y alzó la derecha.
—Ponga su mano izquierda sobre la placa, alce la derecha como yo, y repita conmigo: «Juro respetar y» hacer respetar la ley y el orden, y
permanecer al servicio de la justicia mientras esté en uso de este distintivo.»
—«Juro respetar y hacer respetar la ley y el orden, y permanecer al servicio de la justicia mientras esté en uso de este distintivo.»
—Muy bien —gruñó Markan, prendiendo la estrella de cinco puntas en la agujereada cazadora de Howard—, ya es usted mi ayudante. ¿Y ahora?
—Monte en su caballo, vaya a buscar al señor Devonshire, y dígale que se presente en el pueblo a las once de la mañana con todos sus pistoleros.
Pero a las diez, asegúrese de que no queda en la calle nadie que pueda resultar herido. Me refiero, claro está, a la gente del pueblo.
—¿Está seguro de lo que hace?
—Sí.
Markan soltó otro gruñido, recogió el sombrero, se lo puso y, sin más, salió de su oficina. Pocos segundos después salió Howard, que se fue
directo a las cuadras. Cuando, cinco minutos más tarde, salía montando su caballo, Georgia Evans llegaba corriendo del hotel. Howard sonrió al verla
despeinada, anhelante la expresión. La recordaba pocos minutos antes, dormida junto a él en la cama, donde la muchacha había pasado la noche,
vestida, pues se había negado a dejarlo solo estando herido. Y recordaba los besos que Georgia había aceptado de él, y sus caricias...
—¡Howard! ¿Qué estás haciendo?
—Voy a visitar a Berenice Embury —sonrió él.
—¡No!
—Georgia, ve a la habitación de tu hermano, enciérrate allí con él y disparad contra cualquiera que pretenda entrar sin antes identificarse como
amigo vuestro. ¿Me has entendido?
—¡No puedes cabalgar, estás herido!
—Puedo cabalgar. Ve a hacer lo que te he dicho.
Y sin más, Howard Masterson hizo volver grupas a su caballo y se dirigió hacia la salida del pueblo.

***

Berenice Embury lo vio desde una ventana y se quedó mirándolo alterada. Allá estaba el hombre que el día anterior le había dado un recado de
Jasper. Al pensar en ello, y en la posibilidad de que le trajese otro recado, el corazón de la muchacha se desboco. Estaba tan alterada que no se le
ocurrió coger el rifle antes de salir al porche de la casa.
De todos modos, no era necesario. No sólo porque las intenciones de Masterson no parecían malas, sino porque, como el día anterior, dos de los
pistoleros contratados por los agricultores llegaban con él.
—Buenos días, señorita Embury. Este tipo dice que tiene una cita con usted aquí mismo y ahora.
Berenice miró a Howard, que sonreía tranquilamente, y murmuró, sin mirar a los pistoleros:
—Sí, es cierto. Pueden marcharse.
—Vayan a decirle al señor Embury que acuda sin falta esta mañana a las once a Rockdale. Díganle que es de parte del sheriff Markan.
Berenice reparó entonces en la placa que relucía sobre la cazadora de Howard este desmontó, despacio, y la muchacha captó el leve gesto de
dolor. Luego vio el vendaje en el cuello de Howard, bajo el pañuelo.
—¿Qué le ha ocurrido?
—Nada importante. ¿Puedo beber agua de su formidable botijo? Mientras tanto, usted puede ensillar su caballo.
—¿Para qué?
—Tengo un recado para usted de parte de Jasper Evans: quiere despedirse antes de partir hacia Houston..., de donde quizá no vuelva.
—Dios mío —gimió Berenice, palideciendo.
—Me pregunto si va a negarse usted a acompañarme, Berenice.
—No... No.
—Lo suponía.
Howard subió el porche, descolgó el botijo y bebió un largo trago, observado por Berenice, que de pronto corrió a ensillar su caballo. Howard dejó
el botijo, se sentó en un escalón del porche y procedió a liar un cigarrillo..., pero mirando a lo lejos, en todas direcciones, moviendo sólo los ojos.
—Sé que lo volverás a intentar —susurró—. Y sé que estás cerca de mí ahora, pero no te atreves. No te preocupes: te daré buenas oportunidades.
Berenice estuvo lista en cinco o seis minutos. Howard tiró la colilla del cigarrillo, montó y señaló en dirección al pueblo. Sus ojos se movían de un
lado a otro, escrutando especialmente el terreno cuando la configuración de éste era adecuada para una emboscada.
Pero no se produjo ninguna emboscada. Sí aparecieron tres jinetes, que Howard identificó en seguida. Poco después los dos pistoleros de antes y
Rupert Embury detenían sus caballos ante él y Berenice. Embury miró la placa que lucía Howard, y masculló:
—¿Qué demonios de juego se trae usted, Masterson?
—A las once, en el pueblo, señor Embury. Con todos sus amigos y todos sus pistoleros. Le aseguro que mi propuesta va a interesarle.
—Lo dudo —la mirada de Embury fue hacia su hija—. ¿Adonde vas?
—Voy a Rockdale a ver a Jasper, papá. Quizá él nunca pueda volver a Rockdale... vivo.
Rupert Embury frunció el ceño y su titubeo fue visible. Howard le miraba fijamente a los ojos y sonrió cuando el agricultor le miró de pronto y
murmuró:
—Si algo le ocurre a mi hija, Masterson, suicídese; le irá mejor que si yo le cazo vivo.
Howard no se molestó en contestar. El y Berenice pasaron entre los dos pistoleros y continuaron el camino hacia Rockdale.
Poco después, cuando apenas Berenice había entrado en el hotel, todo el pueblo estaba enterado de los nuevos acontecimientos. Joe Markan,
que iba advirtiendo a todos que a las diez no debía quedar nadie en la calle, partió por fin en busca de Steve Devonshire para darle el recado.
Y mientras tanto, Georgia había abierto la puerta de la habitación de su hermano, el cual, al ver a Berenice Embury en el umbral, palideció y quedó
inmóvil... También Berenice había palidecido, y su voz apenas se oyó cuando preguntó:
—¿Cómo... cómo estás, Jasper?
Este la miraba, y eso era todo. Howard tomó de un brazo a Georgia y la sacó de la habitación, cerrando la puerta de modo que Jasper y Berenice
quedaron solos.
—Acompáñame —dijo Howard—. Mejor dicho, mientras yo voy a comprarme una camisa y una cazadora, ve a decirle a tu amigo el doctor
Pinkham que lo prepare todo para hacerme otra cura. Estoy empapado.
—¡Oh, Dios mío, Howard, no deberías...!
—Vamos, Georgia, haz lo qué te digo —Howard tomó entre sus manos el rostro de la muchacha—. Si todo sale bien, dentro de poco podré
descansar todo cuanto quiera.
—Pe... pero estás... perdiendo sangre...
—Tengo mucha —Howard la besó en la boca—. Salgamos de aquí. Y no se te ocurra interrumpir a tu hermano ya Berenice antes de media hora
por lo menos...

***

—Son las once menos cinco —murmuró Joe Markan.


Howard Masterson se limitó a mirarlo, y terminó de escribir en un papel. Luego, metió el papel en un sobre, lo cerró, y se acercó a la ventana desde
la cual el sheriff atisbaba la solitaria y silenciosa calle. Un sol de cien mil demonios caía sobre el polvo de la calzada salpicado de boñigas.
—Dentro de este sobre —dijo Howard— hay un papel en el cual he escrito el nombre del asesino de mi hermana. Si me ocurriese a mí algo...
irreparable esta mañana, ábralo.
Markan tomó el sobre sin dejar de mirar a Howard.
—Está usted jugando muy fuerte, Masterson.
—Tritton —murmuró éste—. Conrad Tritton. Ya se lo he contado todo, así que no tiene objeto andar con tonterías. Markan, si a mí me ocurre algo
quiero que ahorquen a este hombre.
Joe Markan miró el sobre, asintió y se lo guardó. Volvió a mirar a la calle. El silenció no podía ser mayor. Markan sacó de nuevo su reloj y frunció el
ceño, Howard Masterson comenzó a liar, un cigarrillo.
Lo estaba encendiendo cuando se oyeron las primeras pisadas de caballo, en el extremo norte de la calle. Casi en seguida, comenzaron a oírse
también en el otro extremo.
—Esto es una locura —jadeó Markan.
—Usted vaya a por el señor Devonshire. Yo iré a por Embury.
Salieron los dos de la oficina de Markan, que se dirigió hacia el grupo de no menos de veinticinco jinetes encabezados por Steve Devonshire.
Howard se encaminó hacia el otro extremo de la calle, caminando despaciosamente, con largas zancadas aburridas.
Cuando se detuvo ante el tropel de jinetes miró socarronamente a Rupert Embury, que, rifle en mano, los encabezaba.
—Creí que no vendría usted, señor Embury.
—¿Dónde está mi hija?
—Venga conmigo. Y ustedes también, señores... No, vosotros, no. Los que os ganáis la vida a tiros quedaos aquí.
—¿Tenemos que hacer lo que dice este patoso, señor Embury? —preguntó uno de los pistoleros.
—Patoso, ¿eh? —lo miró aviesamente Howard—. ¿Y tú quién eres, cara de culo?
Se oyeron algunas risas entre los agricultores. El pistolero con la cara de culo palideció, y sus labios se apretaron un instante en dura mueca antes
de escupir:
—Me llamo Delaney. Y me gustaría saber si tienes cojones para repetir eso.
Howard ladeó la cabeza. Luego, miró a Embury, que miraba hacia el otro extremo de la calle, desde el cual se acercaba Markan con Devonshire y
los ganaderos. También allí los pistoleros habían quedado solos. Howard tocó en un brazo a Embury.
—Venga, señor Embury, hablaremos todos en el vestíbulo del hotel.
—¿Qué quiere decir todos?
—Todos.
Rupert Embury miró a sus compañeros agricultores, y percibió en todos los rostros la misma expresión de curiosidad, de interés. Asintió con un
gesto y se dirigieron en bloque hacia el hotel. Los ganaderos llegaron al porche casi al mismo tiempo, y hubo unos segundos de confusión. Markan
estaba aterrado, sus ojos iban de un lado a otro, poco menos que desorbitados. Sabía que en cualquier momento iba a comenzar la pelea... ¡Lo sabía!
Pero Howard tomó de un brazo a Devonshire y de otro a Embury, y entraron los tres a la vez en el hotel. Embury respiró hondo cuando vio a su hija
sentada en una silla junto a la de ruedas de Jasper Evans, pero su ceño se frunció cuando se dio cuenta de que las manos de Berenice retenían una de
Jasper. Junto a éste, de pie, Georgia Evans. El conserje Perkins estaba tras el mostrador, con la boca abierta por el pasmo y el miedo.
A medida que ganaderos y agricultores iban entrando, iban reparando en la actitud de Berenice Embury y Jasper Evans, los pocos comentarios se
iban acallando. Por fin, toda la atención estuvo centrada en los dos jóvenes. Sólo entonces dijo Howard Masterson:
—Señores, tengo el gusto de anunciarles la boda de la señorita Embury con el señor Evans y...
—¡Oiga usted...! —respingó Rupert Embury—. ¡Maldita sea su...!
—Es cierto, papá —dijo suavemente Berenice—. Me voy a marchar con Jasper a Houston, y estaré con él en todo momento. Tanto si la operación
sale bien como si sale mal, me casaré con él cuando regresemos a Rockdale. Y no digas nada: sabes que siempre le he amado. ¡Lo sabes! De modo
que nada de cuanto digas me hará cambiar mi decisión.
—Esto hay que celebrarlo —dijo Howard—. Supongo que nos convida usted a todos, señor Embury.
En alguna parte del vestíbulo sonó una risita, que quedó sofocada en el acto. Rupert Embury miraba de su hija a Jasper Evans y viceversa. Steve
Devonshire miró con mal talante a Howard.
—¿Nos ha reunido a todos aquí para anunciarnos la boda, Masterson? —gruñó.
—¿Prefieren que les anuncie sus funerales? Los de todos ustedes, quiero decir.
—¿De qué está hablando?
—Ustedes tienen dos alternativas, tal como están las cosas. Una de ellas consiste en retirar las alambradas los agricultores, poner unos cuantos
vaqueros más ustedes para vigilar que el ganado no se coma las cosechas y, en todo caso, pagar una multa compensatoria cuando así sea. A cambio
de eso, los agricultores seguirán con sus tierras, de modo que ustedes podrán seguir comiendo algo más que carne y, sobre todo, cuando llegue el
invierno podrán comprarles heno para sus sanados. Porque si yo fuese agricultor, señor Devonshire, le juro que ustedes no verían ni una brizna de paja
durante el invierno, y ya veríamos qué pasaba entonces con sus vacas. Y si fuese ganadero, no les vendería ni una libra de carne a los agricultores, y si
me tocan mucho las narices un día reuniría todos los rebaños y los lanzaría sobre los sembrados, de modo que no quedaría ni uno solo. Y así, unos
podrían ir haciéndose la puñeta a los otros hasta que todos quedasen arruinados. ¿No es mejor aceptar mi sugerencia de paz y convivencia?
Durante unos segundos no se oyó ni siquiera una respiración. Por fin, una voz se dejó oír en el grupo de agricultores:
—Usted ha mencionado dos alternativas. ¿Cuál es la otra?
—Es muy simple. Ustedes pueden seguir como ahora durante años, manteniendo pistoleros gandules que se les llevan muy buena parte de sus
ganancias y matándose poquito a poco, que es lo que les gusta a los pistoleros, para que les dure la sopa boba y darse la gran vida a cambio de algún
que otro tiro de cuando en cuando. Dentro de un tiempo, varios de ustedes habrán muerto, y los demás estarán arruinados, mientras que los pistoleros
tendrán los bolsillos llenos de su dinero. Pues bien, ¿para qué complicarse la vida y perder tiempo? Escuchen lo fácilmente que pueden resolver el
problema según la segunda alternativa: salgan ahí fuera todos, formen sus dos bandos, y empiecen a disparar hasta que mueran todos. Y si no mueren
todos, pues qué bien: los que queden vivos pueden quedarse con todo, con el ganado y las lechugas. ¿Qué alternativa les gusta más?.
El silencio era de muerte. Joe Markan estaba estupefacto. Nadie parecía encontrar nada que decir.
—Papá, por favor —dijo de pronto Berenice—, sal a decirle a esos hombres que ya no los necesitamos, que se marchen...
—Eso no es tan fácil, hija —murmuró Embury.
—Si yo se lo facilito, ¿lo haría usted, señor Embury? —preguntó rápidamente Howard.
—Bueno, no sé... ¿Qué dice usted, Devonshire?
—Podría estudiarse —masculló el ganadero.
—¡Pero qué demonios de podría estudiarse! —saltó por fin Joe Markan—. ¡Jolines, les están ofreciendo una solución a todos sus problemas!
—Pero quedan los pistoleros. No les gustará que los despidamos así, de pronto, sin más.
—El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó —sonrió fríamente Howard Masterson—. De todos modos les repito que no tienen que preocuparse por
esos hombres. ¿Quieren que yo los eche de aquí?
—¿Usted solo?
—Sí.
—¡Oh, no, Howard...! —gimió Georgia—. ¡No!
—Pero si es muy fácil —sonrió Howard—. ¿Lo hago o no lo hago?
—Yo podría... —empezó no muy convencido Markan.
—No. Yo solo. ¿Lo hago?
El silencio persistió, pero por poco rato. En menos de un minuto Devonshire hizo un comentario a propósito de las multas para el ganado, y Embury
farfulló algo respecto al precio de la paja para el invierno... Los demás comenzaron a intervenir en la conversación. Howard Masterson se dirigió hacia
la puerta, y desde allí se volvió. Georgia Evans, con lágrimas en los ojos, permanecía inmóvil mirándole.
Howard salió del hotel, y se fue directo hacia el grupo de pistoleros de los agricultores. Cuando estuvo a unos veinte pasos se detuvo, y llamó:
—Delaney.
—¿Qué pasa? —se destacó el pistolero.
—Eres un cara de culo.
Delaney se quedó unos segundos observando a Howard. Luego, despacio, desmontó y caminó hasta que la distancia entre ambos fue de unos
ocho o diez metros.
—¿Cómo has dicho? —murmuró.
—Que tu cara es de culo, y además eres sordo como un culo.
De nuevo se oyó alguna risa..., pero Delaney ya estaba moviendo velozmente la mano derecha. Llegó al revólver, lo desenfundó... y Howard
Masterson disparó entonces. Nadie había visto moverse su mano derecha. Simplemente, pareció que el fogonazo brotase de ésta, como si no se
hubiera movido... Pero se había movido, y la bala se hundió con fuerte impacto en el corazón de Delaney, derribándolo violentamente con los pies más
altos que la cabeza. Cayó sobre ésta, reboto, y eso fue todo. Quedó boca abajo, como si, realmente, estuviese mordiendo el polvo.
Howard paseó la mirada por el grupo de pistoleros.
—Muy bien, muchachos, os voy a decir algo: he matado a Delaney porque tenía cara de culo y me caía mal, pero contra vosotros no hay nada, de
modo que largaos antes de que la gente del pueblo empiece a disparar desde las ventanas. Os estoy haciendo un favor, creedme. Y olvidaos de
vuestros empleos, ¿de acuerdo? Hay otros sitios para ir a vivir de gorra. Claro que si alguno de vosotros prefiere quedarse en este poblacho para
siempre...
Los pistoleros miraron a derecha a izquierda, hacia puertas y ventanas, y no vieron a nadie. Pero precisamente eso les hizo temer que la situación
era mucho peor de lo que parecía.
Uno de los pistoleros volvió grupas, y dos le siguieron en seguida. En menos de diez segundos Howard Masterson sólo veía grupas de caballos
alejándose. Dio media vuelta y se encaminó hacia el otro grupo de pistoleros. Cuando se detuvo a una veintena de pasos de ellos su mirada fue directa
a los ojos de Ira Cranston, que le observaba ceñudamente.
—Muy bien, Cranston, tú eres el jefe de éstos, ¿no?
—Sí.
—Pues te diré lo mismo que a los otros. La broma ha terminado, y os habéis quedado sin empleo. Ahora, elegid entre marcharos tranquilamente
como buenos amigos o empezar a recibir plomo desde todas las ventanas que dan a la calle.
—Eres tú quien ha organizado todo esto, ¿verdad?
—Sí —sonrió Howard—. ¿No te ha gustado?
—Ni pizca.
—Paciencia. Y puedes estar contento de que no te obligue a poner un huevo.
—¿Y si yo te obligara a ti?
—Inténtalo, si quieres.
—¿Crees que me he asustado viéndote disparar?
—Cacareas demasiado, Cranston. O desmonta o lárgate.
—Creo qué voy a desmontar —sonrió Cranston.
—Si lo haces tus huevos irán a parar al suelo.
—Vamos a verlo.
Ira Cranston comenzó a desmontar, despacio, y su mirada se cruzó con la de uno de sus compañeros, que parpadeó levemente. La sonrisa de
Cranston se amplió. Pasó la pierna por encima de la grupa del caballo, y de pronto su mano izquierda desenfundó el revólver de este lado, lo asomó por
debajo del sobaco derecho...
La bala disparada por Howard le acertó en la frente y le arrancó parte de ésta y el sombrero, que saltó manchado de rojo y con cabellos
incrustados. Cranston ni siquiera tuvo tiempo de gritar. Cayó como un muñeco, su caballo se asustó, y emprendió un nervioso galope arrastrando por el
polvo y las boñigas el cadáver del pistolero.
Pero Howard no prestó atención a esto, de momento. Toda su atención estaba fija en el pistolero al que Cranston había mirado, así que cuando el
sujeto masculló algo mientras desenfundaba su revólver, no le pilló desprevenido en lo más mínimo. Disparó de nuevo, y el pistolero emitió un ronquido,
lanzó el revólver hacia arriba y él cayó hacia atrás, rebotó en la grupa de su caballo de un modo extraño, y finalmente se deslizó al suelo dejando como
una pincelada roja en la silla de montar.
Howard continuaba mirando a los pistoleros. Ya no se movió ninguno más. Howard enfundó el revólver.
—Si antes de un minuto no habéis salido del pueblo comenzarán a disparar contra vosotros —dijo serenamente.
—Según parece, todavía tenemos que estarte agradecidos—dijo uno de los pistoleros.
—Soy un buen muchacho —sonrió Howard.
—Que te den por...
Pero el pistolero ya volvía grupas, y en cuestión de segundos los demás le imitaron. Prácticamente en el centro del pueblo, el caballo de Cranston
se había, detenido, tranquilizado, pues el pie del pistolero ya se había soltado del estribo. Howard llegó junto a Cranston, que yacía de bruces, y se
quedó mirándole.
—Ya te dije que pondrías los huevos en el suelo —musitó:
—¡Howard! —sonó la voz de Georgia Evans—. ¡HOWARD!
El tejano se volvió, vio venir corriendo a la muchacha y se limitó a abrir los brazos.
ESTE ES EL FINAL

En la oscuridad, el rifle apuntó hacia la manta que envolvía el cuerpo de Howard Masterson, es decir, Conrad Tritton. Las manos que empuñaban el
rifle temblaron un instante, pero en seguida recuperaron una cierta firmeza.
"Esta vez no voy a fallar", se dijo el asesino.
Había seguido de lejos a Conrad Tritton cuando éste, tras despedirse de la gente de Rockdale, había emprendido el regreso a Granger. Había
visto, siempre de lejos, cómo se encendía la Fogata que ahora era apenas una mancha roja en la oscuridad. Y había invertido más de una hora en llegar
hasta el campamento de Conrad Tritton, extremando todas las precauciones y dando además tiempo a Conrad para dormirse.
Y ahora, lo tenía por fin a tiro. Había fallado dos veces anteriormente. Esta era la tercera. La definitiva. No había luna, pero eran suficientes las
estrellas para ver la posición de Conrad, su forma... Un poco más allá estaba el caballo.
Adiós, Conrad Tritton.
El rifle tronó por fin, y la bala fue a dar en el blanco elegido. El asesino lanzó una exclamación de alegría, movió velozmente la palanca del
Winchester 73 y disparó de nuevo, acertando igualmente. Por tres veces más, moviendo siempre a toda prisa la palanca de expulsión del cartucho
vacío, el asesino disparó contra Conrad Tritton, que no llego ni siquiera a moverse. Y por si todavía pudiera quedar algo de vida en el cuerpo de Conrad
Tritton, el asesino salió de su escondrijo entre los arbustos, se acercó a tres pasos y disparó todavía tres veces más.
Luego, riendo agudamente, nerviosamente, dejó el rifle a un lado, y, arrodillado, apartó las mantas para dejar al descubierto el cadáver, Quedó
inmóvil, en blanco su mente contemplando las mantas liadas que había bajo la que él había visto.
Detrás de él oyó el suave «cri-cri» de un percutor de revólver al ser alzado. Y detrás de él sonó la voz de Conrad Tritton:
—Sabía que vendría.
Adam Waverly se volvió rápidamente, y su desorbitada mirada se posó un instante en Conrad. Luego, lanzando un grito histérico, lanzó sus manos
en busca del rifle, pero sobre éste cayó un pie de Conrad., reteniéndolo contra el suelo. Acto seguido, el otro pie golpeó en el rostro de Adam Waverly,
derribándolo de espaldas, con la boca y la nariz sangrando.
—¡No, no, no! —aulló Waverly—. ¡Ya basta, ya basta!
—¿Ya basta? —jadeó Conrad Tritton—. ¿Ya basta con un par de golpes después de lo que hiciste con mi hermana? No solo la asesinaste a ella y
a su marido, sino que te las arreglaste para que creyeran que habían sido tres inocentes muchachos, dos de los cuales fueron muertos y el otro quizá
jamás vuelva a caminar... ¿Y dice ya basta?
—Piedad... ¡Piedad!
—Debes estar burlándote de mí —alentó apenas Conrad—. Te viniste detrás mío temiendo que yo descubriera la verdad, me has, disparado a
traición dos veces, y otra más ahora... Eres un asesino nato, una fiera sarnosa metida entre gente normal... ¡Incluso tu mujer saldrá ganando con tu
muerte!
—No... ¡No, por favor! ¡Se lo suplico!
—¿No te suplicó Lilliam a ti? ¡Estoy seguro de que lo hizo, tuvo que hacerlo después de que mataste a su marido y te cebaste en ella como una
alimaña...! Maldito hijoputa, ¿cómo tuviste entrañas para hacer aquello?
—No... no quería hacerlo... Sólo... sólo la deseaba... ¡La deseaba más que nada en este mundo, la deseaba! ¡Era tan hermosa...! La espiaba, la
deseaba, pero sabía que ella nunca... nunca querría... hacerlo conmigo. ¡La deseaba más que nada en el mundo!
—¿Y eso fue suficiente para tomar lo que no querían darte? Muy bien, yo voy a hacer lo mismo contigo, Adam Waverly: voy a tomar de ti lo que tú
no quieres darme, y eso es tu vida.
El revólver apareció en la mano de Adam Waverly, que lo sacó de un tirón de la funda axilar tras creer que había distraído lo suficiente a Conrad
Tritton. Pero no fue así, y el tejano disparó antes que el asesino, metiéndole una bala en el corazón.
Cuando, media hora más tarde, en plena noche, Conrad Tritton emprendía el galope en dirección a, Houston, convencido de que al amanecer
habría alcanzado a Georgia Evans, el cadáver de Adam Waverly pendía de un árbol por medio de un alambre de espino que rodeaba su cuello. Y el
único pesar que sentía Conrad Tritton era que sólo hubiera una muerte en cada vida, porque algunos seres merecen mil muertes.

— oOo —

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