Silver Kane - Oro Rojo

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El

hombre comenzó a acercarse lentamente. Sus manos se dirigieron hacia la


muchacha.
Nada haría retroceder a un tipo como Lugan. Nada, ni una bala entre las cejas le haría
cambiar de propósito en aquellos trágicos momentos.
Coral no gimió. ¿De qué iba a servirle? No trató de huir tampoco. Tenía la pared a su
espalda, mediante un ágil movimiento, podría tal vez llegar hasta el tabique de su
izquierda. Pero allí aguardaba el escorpión, con la cola erguida, furiosa y atento. El
hombre la atraparía igualmente, estrujándola entre sus manazas duras como piedras,
y, sin embargo, viscosas y ágiles como el cuello de un reptil. La única salida de la
casa era la que precisamente Lugan guardaba con su cuerpo.

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Silver Kane

Oro rojo
Bolsilibros: Oeste Silver Kane - 002

ePub r1.4
Titivillus 27.07.2019

ebookelo.com - Página 3
Silver Kane, 1970

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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CAPÍTULO PRIMERO

HA VUELTO KENT MALONE

El hombre comenzó a acercarse lentamente. Sus manos se dirigieron hacia la


muchacha.
Nada haría retroceder a un tipo como Lugan. Nada, ni una bala entre las cejas le haría
cambiar de propósito en aquellos trágicos momentos.
Coral no gimió. ¿De qué iba a servirle? No trató de huir tampoco. Tenía la pared a su
espalda, mediante un ágil movimiento, podría tal vez llegar hasta el tabique de su
izquierda. Pero allí aguardaba el escorpión, con la cola erguida, furiosa y atento. El
hombre la atraparía igualmente, estrujándola entre sus manazas duras como piedras,
y, sin embargo, viscosas y ágiles como el cuello de un reptil. La única salida de la
casa era la que precisamente Lugan guardaba con su cuerpo.
Para salir, no quedaba más remedio que echarse encima de él.
Y Coral lo intentó.
Su gemido se mezcló esta vez con la imprecación del hombre. Coral era joven y ágil,
pero no lo bastante para aquellas circunstancias. Su salto quedó cortado a mitad de
camino por las manazas de Lugan. Éste la estrujó, la zarandeó salvajemente, la besó
en la boca.
El escorpión, excitado, se acercó, haciendo rápidos movimientos con la cola. Lugan
tuvo la suficiente serenidad, aún en medio de su locura, para propinarle un puntapié y
enviarlo contra la pared del fondo. El caparazón del animal produjo un ruido sordo al
chocar contra la madera. Pero la cola siguió levantada.
—¡Suélteme! ¡Suélteme, granuja!
La voz de Coral se ahogaba entre las paredes carcomidas, sobre el suelo de arena, en
que los escorpiones habían construido una madriguera. El sol inclemente, rojo,
entraba por las aberturas del techo, concentrando el calor en la pequeña habitación.
Coral sintió que el aire espeso la ahogaba, dejándola sin fuerzas.
—¡Canalla! —repitió sordamente—. ¡Canalla!
De nada servían las palabras, sin embargo. Ella lo sabía bien. Lugan se llevaría una
sarta de insultos, pero acabaría consiguiendo su propósito. Y aun esos insultos
habrían resbalado indiferentes sobre su piel dura, tostada. Para él, eran casi como
caricias.
La besó otra vez en la boca, más fuertemente que antes.
Y entonces, Coral se desmayó. O mejor, estuvo a punto de desmayarse.
Se recuperó al escuchar, en el silencio cargado de amenazas de la casa, una profunda
y metálica voz.
—¿Es usted Lugan, amigo?

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El hombre que tenía sujeta a Coral se volvió con una rapidez meteórica, «sacando».
Tenía fama de ser uno de los hombres más rápidos de Idaho, y sus enemigos muertos
formaban ya legión, tras las fronteras del Más Allá. Disparar rápido, no preguntar
jamás: éste era su lema. Y lo puso en práctica ahora, pero el hombre que tenía tras él
parecía haber aprendido en la misma escuela. A través de la funda disparó contra el
revólver derecho de Lugan, el que éste iba a emplear, cuando aún no había salido al
aire. La bala partió el cañón, segándolo limpiamente como un tallo de maíz.
—No me gustan que interpreten mal mis palabras —dijo el hombre—. Yo sólo quería
saludarle, e incluso le he llamado amigo. Pero al oírme, ha pensado que soy tan
granuja como usted, poniéndose en seguida en guardia. Y eso no me gusta.
Lugan, atónito, miró al aparecido.
—¡Kent Malone! —exclamó, como si no diera crédito a sus ojos—. ¡Kent Malone!
Coral, bruscamente libre de los brazos que la estrujaban, había caído al suelo.
Desde allí contempló al hombre que la había salvado. Era un tipo alto, delgado, y
tendría unos veinticinco años. Desde su sitio, Coral sólo podía distinguir que el
desconocido tenía una espléndida figura, pero no si era guapo o feo. El sol le daba en
los ojos y la tenía completamente deslumbrada. Cierto que el aspecto del recién
venido le importaba poco, pues Coral, en aquellos momentos, hubiera saludado con
alegría la llegada de una legión de leprosos.
—¡Kent Malone! —repitió Lugan, como hipnotizado.
—Sí. ¿Qué ocurre? Ni que mi nombre se te hubiera quedado grabado en la lengua.
¿Tan sorprendente es que aún siga vivo?
Lugan acercó suavemente su mano al revólver. Si fingía estar asustado, tal vez…
—Yo no fui quien mató a tu hermano. Yo sólo le perseguía. Fueron Calbert y Brent
quienes le torturaron. ¡Tú lo sabes, Kent Malone! ¡Fueron ellos!
El otro se pasó las manos por la pechera de la camisa, como limpiándoselas. Aquella
camisa era a cuadros azules, muy oscura. Su pantalón tejano también era azul y sus
botas negras. Llevaba al cinto dos revólveres y un largo cuchillo.
—¡Oh, no he venido por eso, Lugan! ¿No he comenzado por decir que sólo quería
saludarte?
—¡No te creo, Kent! ¡Pero no me mates! ¡Sobre todo, comprende mi situación! ¡No
me mates!
—Tienes un escorpión a tu espalda, Lugan.
El amenazado no se volvió. Sin duda, Kent quería distraerle para dejarle seco de un
balazo. Tensó todos sus músculos, dispuesto a seguir hasta el fin con la estratagema.
—Si lo deseas, te ayudaré a buscar a Calbert.
—Tal vez me interese…
Kent Malone parecía distraído. Aquélla era la oportunidad de Lugan.
Nuevamente, su imprecación se mezcló a un chillido de la muchacha. Ahora por
causas bien diferentes. Mientras Lugan «sacaba» se inclinó un poco para disparar
mejor. Kent, sin inmutarse, disparó otra vez a través de la funda. Aquello parecía no

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importarle gran cosa y diríase que estaba asistiendo a un juego estúpido. Su disparo ni
siquiera fue a matar. Alcanzó en una pierna a Lugan antes de que éste lograra apretar
el gatillo, y le hizo caer hacia atrás. Coral ya se había levantado y el cuerpo de Lugan
encontró arena al desplomarse. Arena blanda y caliente, por donde el escorpión se
movía a gusto, excitado, moviendo con saña su cola venenosa. Coral jamás visto un
hombre atacado por una alimaña semejante. Chilló histéricamente al ver que el
escorpión se pegaba a la cabeza de Lugan, levantando más la cola. Cuando Kent
disparó, deshaciéndolo, ya había clavado tres veces el aguijón en la mejilla izquierda
de Lugan. Éste gritó y quedó rígido, con la manos crispadas sobre la arena.
—¡Dios mío! —susurró Coral. La frase surgió sola del caos de sus pensamientos—.
¡Esto es horrible!
—Ni usted ni yo tenemos la culpa —dijo Kent, acercándose y enfundando el revólver
derecho—. Ha sido el escorpión, es decir, el destino.
Al acercarse el hombre, Coral vio que, desde luego, no era feo. Nada de eso. Tenía
unas facciones rígidas, un poco cuadradas y duras, intensamente viriles. Sus labios
delgados parecían en su rostro una línea profunda y seca.
—Pero ese hombre no ha muerto todavía —barbotó la muchacha—. El veneno de los
escorpiones…
—Sí, ya sé. No es de efectos instantáneos. Pero fíjese en las picaduras. Dos en la
mejilla izquierda y una en la sien. Acérquese a ese hombre y verá que está más
muerto que el inventor de la horca.
Coral, con visible repugnancia, pero animada por un sincero deseo caritativo, se
acercó a Lugan y le puso una mano sobre el corazón. Luego el oído. No había duda.
Estaba muerto.
—¡Ha sido horrible! —repitió.
—Me parece que su situación hace unos momentos no era mucho mejor que la de
Lugan ahora. ¿Cómo diablos se le ocurrió acercarse aquí?
La muchacha le miró con sus profundos ojos negros. Tenía una mirada obsesionante,
acostumbraban a decir los hombres. Y ella lo creía.
—Cuando vine aquí, creí que estaría sola.
—Ya.
—¿Qué quiere decir «ya»?
—Que me parece usted una palomita. Siga.
—Ese hombre, Lugan, iba tras de mí. Intentó…
—Me lo imagino. Era un hombre muy bien educado.
Coral se llevó una mano a la frente. Estaba abrumada.
—Y ahora, ¿qué piensa usted hacer?
—No lo sé. Lo más curioso de todo es que no va usted mal vestida.
La muchacha, en efecto, lucía un vestido blanco de amplio escote que no estaba al
alcance de cualquier bolsillo y que no podía comprarse en cualquier poblacho. Eso sí,
la tela estaba rota, pero Kent, con mirada insistente, supo ver que el tejido era nuevo.

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—Vas bien vestida… —dijo otra vez.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Mucho. Lo lógico es que hubieses entrado en los terrenos de Brikatell para robar.
Para robar pepitas de oro.
La muchacha parecía sinceramente sorprendida.
—¿Hay oro aquí?
—Sí, y mucha gente entra en los terrenos y liega al riachuelo para apoderarse de
ellas, haciendo caso omiso de que estos terrenos sean propiedad del todopoderoso
Brikatell, y de que estén guardados por gorilas como Lugan. Incluso entran mujeres,
ésa es la verdad, pero todas van detestablemente vestidas.
Chasqueó la lengua. Coral le miró con creciente curiosidad.
—Parece muy enterado. ¿Cómo sabe usted todo eso?
—¡Oh, porque yo mismo he entrado para robar! —dijo amigablemente, dando un
paso hacia la joven y añadió—: No es la primera vez.
Sus ojos eran negros, profundamente negros. Coral los contempló. Aquel hombre
daba la sensación de estar sonriendo con la mirada y sin embargo, no era difícil
comprender que aquellos ojos también podían significar una sentencia de muerte.
—No he venido aquí para robar —dijo Coral—. ¿Me cree usted capaz de una cosa
semejante? Venía en la diligencia cuando nos asaltó una cuadrilla. El carruaje volcó y
todos huimos por donde nos fue posible.
—Sí, ya he visto una galera volcada a cosa de dos millas de aquí. Hay un hombre
muerto entre las ruedas y ni rastro de los pasajeros. Pero ni rastro, tampoco, de los
bandidos.
Se acercó perezosamente a la muchacha. Ésta se dio cuenta entonces de que el
hombre llevaba lazo negro para cerrar su camisa. Fijándose en él, podía advertirse
que en sus facciones había una tristeza oculta, profunda.
—¿Se llama, en efecto, Kent Malone?
—Sí.
—Y ese Lugan… ¿le conocía de verdad?
—Mucho. ¿No conocería usted al que le hubiese cercenado un dedo?
Y señaló el cadáver. La muchacha pudo entonces darse cuenta de que a Lugan le
faltaba el pulgar de la mano derecha.
Todo aquello no le gustó. Estaba, sin duda, junto a un pistolero profesional, un tipo
quizá tan temible y perverso como el que ahora yacía muerto a sus pies.
—Estoy encantada de conocerle, señor Malone —dijo precipitadamente—. Y ahora,
permítame marchar.
El joven no hizo nada por detenerla. Únicamente en sus labios flotaba una media
sonrisa burlona. Coral no supo por qué, pero lo averiguó al dar dos pasos hacia la
puerta.
—¡Cuidado!

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Un resquicio del techo, justo sobre la cabeza de la muchacha, seguía dejando filtrar el
sol. Pero ahora de una forma extraña. Porque un gigantesco escorpión se había
deslizado hasta allí, no se sabía cómo, y estaba a punto de dejarse caer sobre la
muchacha.
Coral oyó un ruido metálico a su espalda y luego un disparo.
El escorpión cayó justamente a sus pies, pero ya con el cuerpo limpiamente atravesó
por una bala.
—Hace usted mal en aventurarse sola por esta tierra. Está llena de escorpiones, de
pistoleros y de trampas.
La muchacha, con el sobresalto, había permitido que asomara la punta de una bolsita
de piel que ocultaba en su escote. Malone, de un manotazo, con una mueca fría y seca
en los labios, se la arrebató. Luego, mientras la abría, dejó que en su rostro flotara la
misma sonrisa burlona.
La bolsa contenía numerosas pepitas de oro.
—¿De modo que no robabas? Estoy conmovido ante tu sinceridad y tus buenos
sentimientos, muñeca. Hay aquí una buena cantidad en pepitas de oro. ¿Te han
llovido del cielo?
Coral guardó un silencio hostil, apretando los labios en una mueca de despecho.
—Eso a usted no le importa.
—Al contrario, muñeca. Esto me importa tanto que me quedaré con el botín. Al fin y
al cabo, yo había venido a buscar algo semejante.
Contempló con atención el borde de la falda de la muchacha y pareció decirse que en
todo aquello algo no marchaba bien.
—Es imposible que tú, con esa ropa, te hayas dedicado a lavar en el río. ¿Tienes
alguien que trabaja para ti?
Coral se mordió los labios.
—Aquí todo el mundo trabaja para Brikatell. Pretender acercarse al río para sacar
pepitas es jugarse la vida. Este oro se le cayó a uno de los viajeros de la diligencia.
—Te creo, uno de los viajeros de la diligencia. Sigue, ¿cómo sabes tú lo que ocurre
en los terrenos de Brikatell, si vienes de lejos?
—Usted mismo me ha hablado de ello hace muy poco. Y lo he oído decir en otros
sitios.
Tierras de Brikatell, tierras de muerte. Un viejo me explicó que aquí el oro es de color
rojo. Malone guardó la bolsita en uno de sus bolsillos.
—Puede.
Miró fijamente a la muchacha y luego lanzó como un silbido.
—Lárgate.
En cierto modo, Coral lo estaba deseando. A pesar de la pérdida que acababa de
sufrir, gustosamente renunciaba a todo con tal de escapar de aquella casa y de la
proximidad del horrible cadáver de Lugan. Pero le sorprendió que Malone se lo
ordenara de una manera tan seca, tan intempestiva.

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—Si alguien, quiero decir, si alguno de los guardianes de Brikatell aparece por el
camino, le diré que usted se dedica a robar oro —amenazó.
—¡Oh, no se inquiete por eso! Diga tan sólo que ha visto a Kent Malone. Ellos ya
imaginarán lo demás.
La muchacha se encaminó a la puerta, tras dirigirle una mirada de rencor. Pero antes
de trasponer el umbral, se volvió para decirle:
—En cuanto a ese oro, haré que me lo pague, Malone.
—Cuando guste.
Con los ojos entornados vio salir a la muchacha. Con los ojos entrecerrados
contempló cómo se alejaba bajo el sol, bordeando peligrosamente las piedras
plagadas de escorpiones. Lástima de chica, debía estar liada con alguien para robar
oro en las tierras de Brikatell. Un mal asunto. Sobre el fin que le aguardaba no era
muy difícil hacer suposiciones.
Morir de un disparo de rifle o tal vez algo peor. Los gorilas como Lugan sabían lo
que quería decir «algo peor».
Empezó a puntapiés con las tablas que formaban las paredes y desmontó unas cuantas
para tapar el cadáver de Lugan. Hecho esto, se sintió más tranquilo, a pesar de que
tuvo que luchar a patadas con los tres o cuatro escorpiones furiosos, a los que había
interrumpido su siesta.
Coral no era ya más que una mancha blanca en el camino pedregoso. Lástima de
chica, volvió a pensar Malone. Ladrona como él. No iba a ser agradable su destino.
Y sin embargo, ésta no era la vida que a Kent Malone le hubiera gustado vivir.
Parecía aceptarla complacido, o cuando menos, indiferente, pero la verdad es que
sólo tres años antes no hubiese creído que éste tuviera que ser su destino. Tres años
antes había disputado legalmente aquellas tierras a los gorilas de Brikatell…
Echó a andar por el camino pedregoso, achicharrado por el sol, en pos de la
muchacha, pero sin apresurarse. Sus ojos seguían entrecerrados.
Ocho años atrás, cuando su hermano y él eran unos chiquillos, Glenn Malone había
muerto, dejándoles aquella tierra. Total, nada. Dos casas en un terreno quemado por
el sol, centenares de piedras donde anidaban los escorpiones y, entre todo esto, dos
millas del río más perezoso que una tortuga, lleno de curvas y meandros y donde para
que no faltara nada, no era posible pescar ni un pez. Su hermano Bob y él habían
vuelto del entierro de Glenn Malone con la convicción de que eran endiabladamente
pobres.
Y lo fueron durante cinco años, viviendo casi exclusivamente de la caza y soñando en
conocer algún día tierras nuevas más al este o más al sur, como la turbulenta Nevada,
por ejemplo. Pero entonces intervino Brikatell.
Decían que era judío. Eso jamás pudo averiguarse. Posiblemente no tenía
nacionalidad. Habría nacido en alguna gruta de lagartos. Pero Brikatell era joven,
astuto, valiente… y venía rodeado por una brillante corte de pistoleros, tan numerosa
y bien armada como jamás en Idaho se viera otra.

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Brikatell fue el primero en descubrir que los meandros del río propiedad de los
Malone eran, no aguas inservibles como los jóvenes creyeran, sino verdaderas
riquezas, verdaderos depósitos de oro.
Entonces vino lo de los documentos. Resultó que el viejo Malone había vendido
aquellas tierras a Brikatell, a quien no había visto jamás. Las había vendido y cobrado
en buena moneda del tío Sam o en whisky del mejor, que para el caso era lo mismo.
Lo cierto era que las tierras estaban pagadas. Los jóvenes protestaron y Bob murió…
a latigazos.
Kent entrecerró aún más sus ojos al recordar aquello. Al recordar cómo él había
tenido que salir de sus tierras, desangrándose por cuatro heridas.
Pero ahora, años después, exactamente tres años después, él había vuelto.

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CAPÍTULO II

LA GUARIDA DEL LOBO

Hay cosas en ese mundo que no están bien. Por ejemplo, que un tipo como Brikatell
pudiera dormir sobre colchón de plumas, con sábanas de seda y con la habitación
llena de recuerdos de mujeres a las que había conquistado. Y que, entretanto, Kent
Malone hubiera de dormir en una especie de cueva llena de arañas gordas como
puños y de gusanos que continuamente estaban disputando su lugar a las arañas. Eso
no estaba bien, pensaba Kent filosóficamente. Un tipo como él, debería estar
durmiendo en la cárcel y uno como Brikatell en el rincón más inhabitable de
cualquier tumba.
Pero las cosas son como son y uno no puede cambiarlas. Kent tuvo que conformarse
con expulsar a los gusanos y las arañas, que contraatacaron varias veces durante la
noche, mientras Brikatell se estiraba perezosamente entre sus sábanas de seda,
pensando en la fiesta que iba a dar con motivo de su próxima boda.
Porque Brikatell, además de mucho oro y muchos pistoleros, tenía una novia
suculenta. No una novia muy cariñosa, ésa es la verdad, porque todo no se ha de tener
en este mundo. Pero sí con unos ojos, una boca y unas caderas que, puestos a escoger
entre ella y el jarro de agua fría en el centro del desierto, uno escogía la chica.
Aunque luego, claro está, tipos como Brikatell y Kent Malone se bebieran también el
agua.
En la intención de Brikatell, aquélla tenía que ser la fiesta más suntuosa de cuantas se
habían celebrado en Idaho en muchos años.
Había repartido invitaciones por toda la comarca, enviándolas también, mediante
correos a caballo, a los más apartados lugares del Estado. El día en que a Kent
Malone se le ocurrió poner de nuevo los pies en aquella tierra, varias docenas de
lujosos carruajes se dirigían desde los más diversos lugares a la suntuosa residencia
de Brikatell. En ellos viajaban hombres ricos e influyentes y mujeres hermosas, cosas
ambas que suelen ser inseparables una de la otra.
Kent Malone, después de su noche infernal en la cueva de las arañas, iba caminando
por una de las rutas polvorientas que convertían a Idaho en una especie de paraíso
para los asmáticos, cuando uno de los lujosos carruajes que se dirigían a la mansión
de Brikatell estuvo a punto de arrollarle.
—¡Aparta de ahí, cerdo! —rugió el mayoral, haciendo silbar el látigo—. ¡No debería
permitirse que la carroña fuese por las carreteras!
Kent se apartó, no gracias a tan amables palabras, sino porque las ruedas habían
estado a punto de triturarle.
—¡Detente! —rugió—. ¡Tengo que enseñarte unas cuantas fórmulas de cortesía!

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El otro siguió haciendo silbar el látigo y riéndose de aquellas amenazas estúpidas,
pero cuando sucedió lo increíble se detuvo. Y lo increíble fue que una bala de Kent
partió el látigo limpiamente, junto a la empuñadura, a pesar de que el mayoral no
había dejado de moverlo.
Cuando un tipo que hace alardes de puntería de esa clase manda algo, lo mejor es
obedecer.
—Suelta el rifle.
El mayoral lo lanzó al suelo, por encima del carruaje.
—Está bien. Intenta ahora una jugada y te aso.
El conductor no la intentó. Kent abrió la puerta e instantáneamente se hizo a un lado.
La bala silbó junto a su cabeza.
Mientras se lanzaba al suelo, Kent cruzó el hueco de la portezuela e hizo fuego. Un
tipo de unos cuarenta años, que era el que había usado el revólver, se encogió,
soltándolo, con la mano atravesada.
—Sólo me gustan las bromas si se me avisa con una hora de anticipación. Intenta
algo más y le volaré la cabeza.
El hombre no lo intentó. Kent llevaba una barba inquietante y el fulgor de sus ojos
hubiera puesto la carne de gallina a un muerto.
—Sin embargo, eres un hombre guapo.
Kent desvió la mirada. Se dio entonces cuenta de que el carruaje iba ocupado por el
hombre a quien acababa de herir y dos mujeres por las que hubiera valido la pena
beberse toda el agua del lago Salado. Jóvenes, bien vestidas, finas… y provocativas,
le dejaron sin saliva en la boca. La que estaba más cerca era la que, sin encomendarse
a Dios ni al diablo, le había llamado guapo.
En este momento, sus ojos chispeantes y burlones le recorrían de arriba abajo, sin
sentir la menor inquietud por la presencia amenazadora del revólver. Y comprobó que
aquel hombre, pese al polvo que cubría sus ropas y la barba que ensuciaba su rostro,
era uno de los tipos más arrogantes y atractivos que ella había visto nunca.
—No me gusta que se rían de mí —dijo secamente Kent Malone.
—¿Dices lo mismo siempre que le gustas a una mujer?
Kent, temiendo una trampa, hizo más clara la amenaza de sus revólveres.
—¿Quiénes son estas damas? —preguntó al individuo, que seguía apretándose la
mano—. Mi prometida Elsa y mi prima Leonor. Leonor es la que ha tenido el mal
gusto de llamarle guapo. Ambas son cantantes y actuarán en la fiesta de Brikatell.
—¿En la fiesta de quién?
—Comprendo que un patán como usted no haya oído jamás ese nombre. ¡De
Brikatell! De ese modo fue cómo Kent Malone se enteró de que su mortal enemigo
preparaba una fiesta.
—Tienen aspecto de venir de muy lejos y no lo hubieran hecho tratándose de una
fiesta ordinaria. ¿Qué celebra Brikatell?
Leonor puso los ojos en blanco.

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—Su próxima boda. ¿Le parece poco?
Kent tragó saliva.
—¿Pero hay alguna mujer que acceda a casarse con un tipo como Brikatell?
El de la mano herida sonrió desdeñosamente.
—No creo que un individuo como usted tenga nada que decir en cuanto a la elegancia
y la moralidad de los otros hombres.
—No, ciertamente. Pero ésa es cuestión aparte. Tienen ustedes una invitación, ¿no?
—Tres invitaciones —dijo Leonor, con una sonrisa prometedora o más bien
comprometedora.
—Necesito una.
Los tres ocupantes del carruaje se miraron con cierto asombro. Leonor fue la primera
en reaccionar y la que extrajo de su bolso una cartulina amarilla.
—Espero que tengamos el honor de verle por allí, míster…
—Malone. Kent Malone.
Tomó la cartulina y, sin leerla, la guardó en uno de sus bolsillos.
—Nada más. Pueden continuar.
Extrañado el mayoral de que la aventura les hubiese salido por tan buen precio, no
dio a Malone ninguna oportunidad para arrepentirse. Excitó a los caballos y un
minuto después, el carruaje corría alocadamente, con la portezuela aún abierta.
Kent miró la cartulina amarilla.
¡De modo que Brikatell daba una fiesta!
Cuando un hombre ha estado esperando durante años la oportunidad de su venganza,
cualquier proyecto, por atrevido que sea, le parece bien, con tal de llevarla a cabo.
«Iré a esa fiesta», se dijo para sí mismo.
La pompa y el boato de que sin duda se rodearía Brikatell, constituirían el mejor
ceremonial para acompañar su muerte.
Aquella noche, Kent Malone se presentó ante la suntuosa casa que ocupaba su
enemigo.
Había sido un palacio durante la época colonial. Era amplio, bien construido y
suntuoso. Decían que era la mejor casa de Idaho y que sólo sus cortinajes valían una
fortuna. Brikatell la compró cuando sus sicarios empezaron a sacar montañas de
pepitas de las arenas que lavaban en el río.
Ante la casa, Kent Malone no sintió envidia. No pensó siquiera que en buena ley,
todo aquello debió haber sido suyo. Recordó solamente que de niño jugaba con Bob
por los jardines semisalvajes de la casa. Y recordó que el muchacho había muerto a
latigazos, tras una insufrible agonía, para que Brikatell la ocupara.
Y ahora, con su presencia, la estaba manchando.
No fue por envidia por lo que Kent decidió actuar aquella noche. Fue por el recuerdo
de Bob.
Vestido andrajosamente como iba, se ocultó entre los arbustos y esperó a que pasara
por allí cerca algún invitado solitario que le pareciera conveniente.

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Éste no se hizo esperar. Era un tipo joven, de expresión altiva, y Kent calculó que sus
medidas correspondían más o menos a las de su cuerpo. Serviría. Antes había tenido
que dejar pasar a dos por demasiado gruesos y a uno por demasiado flaco.
—¿Quiere enseñarme su reloj, amigo?
Kent había surgido entre los arbustos, encañonando al joven. Éste estuvo a punto de
chillar, pero el revólver clavado en su estómago le cortó la respiración en menos de
un segundo.
—¿Mi…, mi qué?
—Vamos, menos comedia. Necesito su reloj, sus adornos y sus ropas. Por adornos
entiendo esa estúpida camisa de puntillas que se ha puesto usted sobre el pecho.
También necesitaré sus armas.
—No… No llevo.
Kent le palpó. Si él hubiese asistido a una fiesta como aquélla, habría llevado, al
menos, un revólver de plata, pequeño, parecido a los que usaban las damas. Pero el
tipo aquel no llevaba ni eso. Debía ser muy amigo de Brikatell o muy tonto.
—Está bien. Desnúdate.
Durante la tarde, Kent se había afeitado en Lineman, que era la población más
cercana a la residencia de Brikatell, pero aun así, su aspecto resultaba muy poco
tranquilizador. El amenazado, tras una leve vacilación, obedeció.
Estaban ocultos entre los arbustos y, desde su escondite, oían perfectamente las voces
de los otros individuos que se acercaban a la casa. Un solo grito hubiese significado
la muerte para Kent, pues Brikatell tenía a varios de sus gorilas desparramados por
los alrededores, pero se propuso disparar si aquel jovenzuelo lanzaba una sola voz de
alarma.
Esta decisión estaba tan claramente impresa en sus ojos, que el otro no lo intentó.
—¿La ropa interior también? —preguntó, lleno de vergüenza.
—No. Solamente la externa. Y ahora prepárate, amigo, porque vas a descansar un
rato.
Le propinó un culatazo en la nuca, que le hizo caer sin sentido a sus pies. Luego lo
ató fuertemente a un árbol, empleando nudos de marinero que había aprendido en su
largo peregrinaje de tres años. No podría desatarse por sí solo ni aunque se pasase
toda la vida intentándolo. Por fin lo amordazó sólidamente, introduciéndole, además,
un pañuelo en la boca.
Podría estar tranquilo durante la fiesta. Se vistió con las ropas recién adquiridas, y
unos instantes después, estaba convertido en un pomposo caballero, capaz de hacer
lanzar suspiros hasta a la prometida de Brikatell. Por cierto, ésta debía ser ciega o
tener cara de caballo. De otro modo, su compromiso no se explicaba.
Se acercó a la puerta, ostentando su tarjeta amarilla. Dos pomposos y gruesos lacayos
la examinaron por turno. Ninguno de ellos hizo objeciones.
Una extraña emoción sobrecogió a Kent Malone al entrar en la casa de su mortal
enemigo. Una emoción que hizo lo posible por vencer, pero que se adueñó de sus

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nervios, haciéndole sentirse poco menos que indefenso en aquella ratonera.
Eran docenas los invitados a la fiesta. Hombres elegantemente vestidos, según la
última moda de las cortes europeas, y mujeres que en nada tenían que envidiar a las
de Nueva York o Filadelfia, pululaban por la sala, dedicados por el momento a
presentarse mutuamente, a observar y criticar. Luego se abriría el baile,
probablemente, y al fin se serviría una cena. En un inmenso salón contiguo se veían
ya dispuestas las mesas. Una orquesta ocupaba un estrado en un ángulo de la sala de
baile, cuya decoración estaba al nivel de la elegancia de los invitados.
«Todo esto parece un sueño —se dijo para sí—. Un sueño que puede acabar en la
muerte».
Pese a ir vestido de aquella manera, no dudaba de que Brikatell le reconocería
instantáneamente. También le reconocería Calbert, su esbirro más eficaz, el que había
matado a latigazos a su hermano. Cuando se encontrase frente a esos dos, les vaciaría
limpiamente los revólveres en el cráneo, sin hacer ninguna clase de preguntas. Pero lo
malo era si Leonor, Elsa o el tipo que les acompañaba le veían en la fiesta y le
reconocían antes de que Brikatell y Calbert apareciesen. En tal caso, tendría que
sostener una desesperada lucha a muerte con los gorilas de guardia antes de conseguir
su objetivo. En cambio, lo que pudiera ocurrirle después de eliminar a sus dos
mortales enemigos le tenía absolutamente sin cuidado.
Se mantuvo, por tanto, semioculto entre unos cortinajes, procurando no llamar la
atención.
Creyó haberlo conseguido. Nadie se fijaba en él. Hasta que de repente, aquella voz
suave, dulce, lánguida, pero maldita…
—Hola, guapo.
Se volvió para encontrarse con Leonor. La muchacha le había visto desde lejos,
indudablemente, y se había acercado a él dando la vuelta a la sala, para no ser
advertida.
Ahora lucía la más picara de sus miradas y la mejor de sus sonrisas.
—Empezaba a temer que no viniera usted a la fiesta, míster…
—Te dije antes que me llamaba Malone. Kent Malone. Si quieres no olvidarlo más, te
grabaré mi nombre en la piel con una uña.
La muchacha no pareció inmutarse demasiado por la amenaza. Ni siquiera pestañeó.
—Los hombres siempre dicen cosas así: te voy a deshacer con un beso, te voy a
asfixiar en mis brazos, te voy a convertir en la esclava de mi corazón. Nunca se les
ocurre decir que le van a regalar a una un palacio como éste. En fin, estas ropas no te
sientan del todo bien. ¿Las conseguiste del mismo modo que la invitación para la
fiesta?
La muchacha iba vestida de un modo que mareaba. Kent Malone tuvo que mirar
hacia otro sitio.
—Sí. Y agradezco que no hayáis advertido a nadie.

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—Es que… la verdad, no creíamos que viniera. Pensábamos que habías robado la
invitación para comértela entre dos rebanadas de pan.
Los labios de Kent Malone se entreabrieron en una sonrisa. Pero ésta no duró ni
medio minuto. Al instante, en el otro extremo de la sala, retumbó una voz:
—¡Míster John Brikatell Horst y prometida!
Todos los invitados dirigieron sus ojos hacia la monumental escalera de mármol. Por
ella descendía Brikatell, orondo y satisfecho como nunca, embutido en un traje que al
menos había costado ochocientos dólares. Daba el brazo a una dama. A una dama
celestial.
Kent Malone abrió y cerró los ojos cinco veces en cinco segundos. No porque la
dama fuera hermosa. Eso le tenía sin cuidado. Sino porque era la misma a quien había
sorprendido robando pepitas de oro en la cabaña de los escorpiones.

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CAPÍTULO III

LA VIDA ES DE LOS PODEROSOS

A Kent Malone le habían pasado muchas cosas en su vida y, principalmente, en sus


tres años de vagabundo. Ninguna como aquélla.
Quiso tragar saliva y notó que ésta se le había atascado, formando una bola en su
garganta.
—¿Qué ocurre? —preguntó Leonor, a quien la reacción del joven no había pasado
desapercibida—. No me vas a decir que esa mujer es tu madre o algo parecido…
—¡Cállate de una vez!
Kent Malone había venido dispuesto a no gastar cortesías con un tipo del calibre de
Brikatell. Verlo, «sacar» y dejar roto el gatillo de tanto hacer disparos. Eso era lo que
se había propuesto, por muy poco elegante que fuera. Pero al ver a Coral del brazo de
aquel hombre, sintió que el misterio le obsesionaba y que la sorpresa le ocasionaba
una especie de dolor en el pecho.
—¿Conoces tú a esa mujer? —susurró, mirando a Leonor—. ¿Quién es? —¡Vaya! Un
flechazo, ¿no?
—¡No! Únicamente te he preguntado quién cuernos es esa mujer.
—Una señorita del Este. Vino hace un año y Brikatell se enamoró de ella. No dejó de
asediarla hasta que accedió a ser su prometida. Bueno, esto es lo que se dice por ahí.
Yo, personalmente, opino que ella ha sabido emplear la táctica más adecuada.
Kent no respondió. Brikatell y Coral habían terminado de bajar las escaleras y ahora
iban estrechando la mano por turno a los invitados que, casi en tropel, se habían
acercado a ellos. La muchacha estaba algo pálida, pero sonreía del modo más alegre y
natural del mundo. Kent llegó a pensar si no se encontraría ante un caso de hermanas
gemelas, como en una novela que leyera tiempo atrás y que terminaba con el
protagonista loco, por no saber con cuál de las dos casarse.
Se aproximó un paso a la escalera, sin darse cuenta. Leonor le siguió.
—¿A qué has venido aquí en realidad, Kent? —Su voz era dulce, armoniosa, pero
denotaba inquietud—. ¿Qué es lo que te propones?
El no contestó. Miraba como obsesionado al pie de la gran escalera de mármol y se
iba acercando a ella, sin tener en cuenta el peligro que correría si era reconocido.
—Tienes que decirme a qué has venido aquí, Kent.
La voz de Leonor pareció sacarle de un profundo sueño.
—¿Yo? A pedir limosna. Me han dicho que la gente que asiste a esta clase de fiestas
suele ser caritativa.
Kent se hallaba cerca de la escalera y es posible que, de no estar tan asediado,
Brikatell le hubiera visto ya. Además, Kent llamaba particularmente la atención,

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porque era el único en la fiesta que llevaba revólveres. Los guardaespaldas de
Brikatell los llevaban de corto calibre y escondidos debajo de las levitas, de modo
que no se advirtieran. El, no. El los paseaba con más orgullo que un sheriff recién
estrenado.
En aquel momento, la suerte vino en su ayuda. Brikatell, sin duda molesto por tanto
apretón de manos, hizo una señal casi imperceptible a los músicos, y éstos atacaron
sin dilación el primer minué. Los invitados, sonrientes, se colocaron en dos filas,
hombres frente a mujeres, para empezar la danza. Kent Malone se encontró frente a
Leonor, casi sin saber cómo.
—A mí me gusta bailar otras cosas —dijo ella—. Por ejemplo, el vals. Podría
sujetarme por la cintura y yo no protestaría.
—Es que a lo mejor protestaba yo… —Gruño Kent.
Y mientras decía esto, un horrible pensamiento vino a su cerebro: él no sabía bailar.
—Yo te guiaré —susurró Leonor, adivinando su problema—. Haz todo lo que yo te
iré diciendo en voz baja.
No muy lejos estaban Elsa y su prometido. Le habían visto claramente, pero no se
atrevían a intervenir, al parecer, hasta estar bien seguros del juego que Leonor se traía
entre manos.
Resultó que bailar era más difícil de lo que parecía a primera vista. Uno tenía que
hacer reverencias aquí, allá, dar primero una mano, luego otra… Era inútil que
Leonor le fuese dando nerviosas instrucciones en voz baja. Además, Leonor se
alejaba. Y lo más gracioso era que Coral se había ido acercando a él en los sucesivos
cambios de pareja; un minuto más y estarían frente a frente.
Estuvieron frente a frente.
Coral quedó blanca, al ver quién era el que le daba la mano. Luego cerró los ojos e
hizo un enérgico ademán con los labios, tratando de disimular su turbación. Fue en
aquel momento cuando Kent adivinó que ella era una mujer capaz de arrostrarlo todo.
—Nuestro segundo encuentro resulta muy diferente del primero —musitó Kent.
—¡Cállese! ¿Cómo se ha atrevido?
—Eso es lo que yo te pregunto.
Coral le dirigió una mirada relampagueante que denotaba cualquier cosa menos
amistad… Iba a responder cuando en ese momento, cesó la música.
—Iré a la terraza —dijo Kent—. Necesito hablar contigo.
Dio media vuelta y salió por una amplia puerta del fondo a la gran terraza contigua al
jardín, donde el invitado a quien atacara aún debía estar tragándose el pañuelo. Tenía
la casi absoluta seguridad de que Brikatell no le había visto, y por eso salió con
naturalidad y sin adoptar ninguna clase de precauciones. Pero una vez en la terraza se
situó en una zona de sombra. Porque estaba igualmente seguro de que Coral
advertiría la anormalidad a su flamante prometido, aunque ella también tuviera cosas
que callar.

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La noche era fresca y apacible. A través de las ventanas llegaba ahora un sonido de
violines. Daba gusto estar allí.
Aguardó unos cinco minutos, con las manos colocadas como por distracción a la
altura de los revólveres. Temía que fuese Leonor la que apareciera por allí, pero en
lugar de ella, fue Coral la que al fin salió, buscándole con los ojos.
Kent había encendido un cigarro hallado en la levita. Dio una fuerte chupada y la leve
claridad de la lumbre le identificó a los ojos de Coral. La muchacha se dirigió sin
vacilaciones hacia allí.
—Hola, buena pieza —dijo Kent, lanzando el humo al aire—. ¿Se ha dado cuenta
Brikatell de que venías hacia aquí?
—No tardará ni dos minutos en advertirlo. Y, oiga usted, pobre majadero, infeliz rata
de cuartel, pistolero sin gatillo; si he salido a verle es porque hace muy poco me salvó
de un grave peligro y debo estarle agradecida. Por eso le digo: recoja velas y lárguese
con viento fresco. Brikatell le matará. Tiene guardianes en todos los puntos de la
casa.
—¿Matarme? —suspiró Kent blandamente—. Si estoy aquí es porque me ha invitado
él.
La sorpresa hizo parpadear a la muchacha.
—No lo comprendo. Si es su amigo, ¿por qué liquidó a Lugan, uno de sus mejores
lugartenientes…? ¿Por qué le dijo él no sé qué de que iba a matar a Calbert? ¿Y por
qué se porta de este modo, hijo de los demonios?
Kent dio otra chupada al cigarro. Sabía amargo y lo arrojó al suelo. Para el precio que
le había costado…
—Olvidas que tú también tienes cosas que explicarme, Cenicienta. ¿Qué cuerno
hacías en aquella casa llena de escorpiones y por qué llevabas encima la bolsa de
pepitas de oro? No es que la cosa me importe demasiado, pero antes de matar a
Brikatell, quiero descifrar este enigma.
La muchacha calló, confusa, no sabiendo qué responder a preguntas tan directas.
Kent, por su parte, estaba más perplejo. Que Coral era una dama, no cabía duda
alguna, viendo la distinción con que lucía su vestido y las costosísimas joyas que la
adornaban. Además, bailando era una perfección, una mujer hecha armonía,
elegancia y ritmo. En Idaho, desde luego, no le habían enseñado a moverse así. Por
otra parte, había en cada uno de sus gestos una distinción, una pulcritud, que a Kent
Malone le hacían sentirse algo así como un caballo amaestrado que se está volviendo
viejo.
—¿Quiere matar a Brikatell? —susurró ella, por toda respuesta.
Los ojos de Kent adquirieron un brillo metálico.
—Sí.
La muchacha se encogió. «Ahora correrá a avisarle —se dijo Kent—. Tendré que
atizarle un culatazo. Y es una lástima, porque una cabeza como ésa derretirá el
revólver…».

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La muchacha dio un paso hacia atrás, y Kent la sujetó por un brazo y por la cintura.
Jamás había tenido una cosa tan fina, tan bella y tentadora entre las manos. Coral se
revolvió.
—¡No me toque!
—¡No te preocupes! Me marea rozar la seda.
En aquel momento apareció Brikatell. Venía sofocado y con los ojos chispeante de
ira. Reconoció a Kent Malone, sin duda, pero no hizo ningún ademán agresivo. Kent
debió haber comprendido en aquel momento que algo se tramaba a su espalda, de
otro modo, Brikatell no habría actuado así. Pero no lo comprendió, o lo comprendió
demasiado tarde.
El culatazo se abatió sobre su cráneo con una violencia salvaje, inaudita.
Kent Malone cayó.
Pero ya su padre, muchos años antes, había tratado de darle un buen escarmiento
rompiéndole una carabina en las costillas. Y la rompió tan al primer golpe, que desde
entonces no volvió a intentarlo más. Kent no recordaba que aquello le hubiese
producido el menor daño.
El golpe de ahora le nubló la vista, pero no le hizo perder el conocimiento totalmente.
Cayó mientras desenfundaba su revólver izquierdo. Antes de tocar el suelo, había
hecho fuego ya, en un alarde de pasmosa agilidad, y su atacante se encogía, herido en
una pierna. El pesado «Colt» 45 resbaló de entre sus dedos.
Como entre sombras, Kent vio a Coral apoyada en un rincón de la terraza, mirándole
obsesionada.
Un nuevo esbirro se lanzó sobre Kent. Éste no hizo fuego, al adivinar que querían
capturarle vivo. En buena ley, no podía responder con el revólver a los que le
atacaban con las manos y las culatas. Extendió la pierna, zancadilleando a su
adversario, y éste, un gigantón, cayó cuan largo era entre unas matas de helechos.
—¡Dale fuerte, Calbert!
Tenía que ser Calbert. El destino siempre se complace en hacer beber hasta la última
copa del vaso de hiel. Fue Calbert el que le venció. Kent le vio venir cuando aún
estaba medio aturdido, sin haber podido levantarse del suelo. Su enemigo, un gigante
de dos metros de estatura, se dejó caer sobre él, le apresó la cabeza entre las manos y
golpeó con ella en el suelo. Había logra poner previamente las rodillas sobre sus
brazos abiertos, de modo que Kent no hubiese podido disparar aun en el caso de
haberlo deseado. Sintió el mazazo en todos los rincones de su cráneo. Luego otro,
otro… Calbert empezó a reír. Siempre reía así cuando veía a un enemigo
desmoronarse. El ritmo de sus manos al golpearle se volvió frenético. Kent, que tenía
los ojos en blanco, acabó por no verle. No vio tampoco las luces del jardín, no vio
nada…, excepto su propio dolor, que era como una aguja brillante que se clavaba
cada vez más en el fondo de su cerebro.

* * *

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Debió recobrar el conocimiento al menos una hora más tarde. Se sentía descansado.
Es más, de tanto estar tendido le dolían los músculos y los huesos de la espalda.
Notó que estaba en mangas de camisa, atado de pies y manos. Atado sobre una mesa
larga, muy ancha.
Por su cabeza resbalaba algo caliente. Sin duda tenía una herida en ella, por donde
seguía manando sangre.
Estaba en un sótano de gruesas paredes de piedra.
Probablemente, el mismo sótano del que el pobre Bob le hablara, entre atroces
dolores, minutos antes de morir.
Y entonces vio otra vez a Calbert.
Calbert era un tipo de treinta años, ni uno más ni uno menos. Tenía un sobresaliente
abdomen y unos brazos de campeón, largos y elásticos, de tan acostumbrados a
manejar el látigo. Además, tenía risa de tiburón. Soltaba unas extrañas carcajadas,
con los labios doblados hacia abajo, en cuanto tenía una buena víctima en qué
ejercitarse.
—Hola, Malone —silbó nada más entrar—. Me alegra verte así, tan bien, con la piel
tan fina.
Kent le imitó, doblando también los labios hacia abajo.
—Y a mí me regocija verte, Calbert, tan reluciente y tan redondito…
El esbirro de Brikatell hizo un gesto de desprecio y luego escupió sobre Kent. Eso
cambió las cosas en un instante. Dentro del sótano, la tensión y el odio se hizo
insoportable, brutal. Los dientes de Kent Malone rechinaron sordamente.
—Vine a matarte, Calbert —dijo con voz concentrada y lenta—. ¡Y lo haré! ¡Te
vaciaré en el cuerpo un cilindro por mí y otro por mi hermano!
Calbert cerró el puño y lo aplastó contra la cara de Kent, produciéndole un dolor tan
insufrible, que éste tuvo que morderse los labios para no chillar. A consecuencia del
terrible impacto en la nariz, ésta sangró, y los ojos se le llenaron de lágrimas.
—El principio —anunció Calbert—. Sólo el principio de lo que va a ocurrir. ¿Sabes
qué me ha ordenado Brikatell?
—Me lo imagino.
—Yo te lo diré para afianzarte más en tus convicciones. Me ha ordenado que acabe
contigo. «Igual que con Bob —me ha dicho—. Un buen trabajo».
Bob. Ya estaba otra vez allí aquel nombre, bailando delante de sus ojos. Kent sintió
que una ira irresistible le abrasaba el corazón.
—Un cilindro por mi hermano Bob, recuérdalo —escupió—. Y procuraré dispararlo
de forma que no mueras. Luego, otro por mí.
Con una sonrisa desdeñosa, Calbert descolgó el largo látigo que pendía de uno de los
muros de piedra.
—¡Para esa clase de bravatas, yo tengo una sola respuesta, Kent Malone!

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Hizo silbar el látigo dos veces por encima de la cabeza del joven, antes de dejarlo
caer. La cinta de cuero le hizo un desgarrón en la camisa, obligándole a encogerse de
dolor.
Lo dejó caer dos veces más, con todas sus fuerzas, complaciéndose en aquella tortura
insufrible.
—No pienso quitarte la camisa —jadeó—. Esperaré a que se convierta en trizas
encima de tu piel.
Kent hizo desesperados esfuerzos por librarse, pero las ligaduras que le sujetaban a la
mesa eran sólidas, y los nudos estaban hechos con habilidad envidiable. Comprendió
que por sus propios medios jamás lograría salir de allí.
El látigo bajó otras veces, y surcos sangrientos empezaron a cruzar el pecho de Kent
Malone.
—¡Perro! —jadeó—. ¡Mil veces perro!
Y el otro empezó a reír, con los labios vueltos hacia abajo.
En aquel momento se abrió la puerta y entró Coral.
Era como si la luna plateada hubiese entrado en aquel miserable rincón de tinieblas.
Coral llevaba aún el vestido de la fiesta y estaba radiante como una diosa. Sus labios
intensamente rojos se curvaron, al verle, en un mohín de desprecio.
—¿Aún no ha terminado, Calbert?
El de la risa de tiburón se enjugó la frente y se inclinó un poco ante la muchacha,
devorándola con los ojos. Era evidente que sentía envidia de Brikatell y que no le
hubiese importado perder su sueldo de dos años, con tal de quitarle la novia.
—¡Oh, no, miss Ramsey! Su prometido me ha encargado que haga con este sujeto un
trabajo de calidad. Durará todavía una hora.
—Mi prometido es un hombre de gran iniciativa. ¿Sabe usted cómo le llamo para mí
misma, Calbert? Le llamo «el monarca». Llegará a serlo.
Y los ojos de Coral brillaron de admiración. Calbert llegó a olvidarse de su risa de
tiburón y de su látigo.
—¿Está usted muy enamorada de él, miss Ramsey?
—¡Oh, esto son preguntas indiscretas!
La situación, para Kent, era grotesca. Pero como aquello le concedía un ligero alivio
y una posibilidad, aunque remota, de salvarse, la aceptaba complacido.
—Si usted estuviese realmente enamorada de él, no diría que esa pregunta es
indiscreta —bramó Calbert, excitado ante la presencia de la muchacha—. Contestaría
sencillamente que sí. Su respuesta, indica que no está segura. ¿Y por qué va a casarse
con él, si no le ama?
La muchacha, bailando coquetonamente sobre las puntas de los pies, dio una vuelta
completa a la mesa. Estaba así, jugueteando, más bella y arrebatadora que nunca.
Kent Malone la siguió con los ojos y se preguntó si aquella mujer era una
inconsciente o una desalmada.
—Brikatell es rico —susurró—. Y un hombre de grandes iniciativas. Ya lo he dicho.

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—Yo también tengo iniciativas —susurró Calbert—. Y si tú quisieras…
—Demasiadas iniciativas —silbó la mujer entre dientes—. Puedo avisar a Brikatell
de que eres un perro infiel, Calbert.
Kent cada vez comprendía menos aquello. ¿Qué misterio envolvía a la muchacha?
¿Cuál era la auténtica personalidad de ésta?
Coral iba dando otra alegre vuelta a la mesa, excitando cada vez más las dormidas
pasiones de Calbert. De improviso, cuando éste no podía ver su espalda, la muchacha
abrió el puño, que había mantenido cerrado durante la breve conversación, y un
estilete fino, agudísimo, cayó sobre la mano izquierda de Kent.
Coral se apoyó de espaldas en el borde de la mesa, tapando precisamente aquella
mano. Kent, que tenía los dedos ágiles y la mente más despierta que la de una ardilla,
comenzó a trabajar al instante. El estilete tenía el filo más agudo que el de un bisturí
y comía las cuerdas con una velocidad insospechada. Dos minutos le bastaron para
tener libre la mano izquierda.
No se movió todavía, sin embargo. Le quedaba lo más difícil.
—Es peligroso lo que está usted haciendo, Calbert —decía en aquel momento Coral
Ramsay.
—No olvides que he acompañado a Brikatell desde el principio. Sé de sobra cuáles
son sus procedimientos. ¿Y crees que me da miedo? ¡No! —Su exclamación parecía
un golpe de maza—. ¡No tengo miedo a Brikatell, porque estoy acostumbrado a jugar
con sus mismas armas! Dame una sola esperanza, Coral, y…
La muchacha debió calcular que Kent había tenido tiempo suficiente para liberarse la
mano izquierda. Lenta y cadenciosamente, caminó hacia la puerta, como si fuera a
marcharse. Kent estuvo a punto de llamarla: «¡Eh, oiga, Cenicienta, no deje las cosas
a la mitad!».
Pero lo había hecho para que Calbert volviera la espalda y no pudiese ver lo que
ocurría en la mesa.
—No digo del todo que no —susurró, poniéndose repentinamente seria—. Pero éste
es un juego muy peligroso. ¿Qué seguridad me ofreces, Calbert?
El hizo ademán de estrecharla entre sus brazos, pero Coral esquivó.
—Puedo darte tanto como Brikatell.
La muchacha, sonriendo incrédula, abrió la puerta. Pero no se marchó aún. Kent vio
que Calbert estaba vibrando.
—Lo pensaré, enanito. Hasta entonces, más vale que te preocupes de ese amigo. Y
cerró la puerta a su espalda, sin perder un segundo su encantadora sonrisa. Calbert,
más furioso que nunca, retorció el látigo entre sus manos.
—¡Tú pagarás esto! —rugió, volviéndose hacia Kent Malone.
Pero éste ya le esperaba en pie y con una fría sonrisa en los labios.

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CAPÍTULO IV

CANDIDATO A LA MUERTE

Kent Malone apretó las mandíbulas. Sus labios trazaron una línea más recta que el
cañón de un rifle y más seca que el desierto de Arizona.
—Estoy muy asustado, conquistador —dijo con sorna—. ¡Mi vida va a ser un
suplicio, si tengo que pagar todos tus desastres amorosos!
Los ojos de Calbert parecían dos platos.
—Tú…, tú… —Sólo supo decir, como si estuviese aprendiendo a hablar por aquel
entonces.
—¡Magia! ¡Magia en las manos, amigo! ¡Soy capaz de librarme de cualquier clase de
nudos!
Y mostraba las manos vacías, con una mirada burlona. Calbert sintió que tenía unos
deseos espantosos de saltar sobre aquel hombre y estrangularle con sus dedos.
No obstante, pensó que lo más prudente era emplear el revólver y llevó rápidamente
la mano hacia su costado derecho. Pero la funda estaba vacía. Recordó que siempre
se quitaba el arma para «trabajar», porque le molestaba. Y ahora la tenía colocada
sobre una repisa, no muy lejos, a su izquierda.
Hizo con el látigo un movimiento de abanico, para obligar a Kent a alejarse, y tendió
la mano hacia el arma, que estaba cargada y a punto para disparar.
Pero no llegó a tocarla.
Es muy difícil lanzar un estilete que apenas tiene peso y clavarlo en el lugar deseado.
Pero para un tipo que se ha ganado la vida en Texas, dando clase de lucha a los
matones, la cosa ya no es tan complicada. Y Kent se había ganado la vida muy bien
en Texas ejerciendo esa clase de profesorado.
El estilete se clavó por entero en la muñeca izquierda de Calbert. Le segó una arteria
e inmediatamente comenzó a producirse la hemorragia.
Tenía la sensación de que a él no le liquidaría nadie, de que era invencible. Y Kent
Malone, muy castigado ya por los latigazos, era menos que nadie.
—¿Tenías un arma, granuja? ¿Quién te la ha dado?
Sus ojos se volvieron rojos, al comprender. Tembló de rabia su barbilla.
—Sí, me la ha dado ella. Y al arriesgarse a hacerlo, ha quedado ya bien entendida una
cosa entre los dos. ¡Tú no puedes salir vivo de aquí, porque eso significaría su
muerte!
Los ojos de Kent Malone se hicieron pequeños, brillantes como dos chispas negras.
Calbert comprendió que aquel hombre tenía ya tantos motivos para matarle, que la
lucha entre los dos sería despiadada y salvaje, una auténtica lucha hasta el fin.

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Se arrancó el estilete de la muñeca y lo arrojó contra Kent, recto a los ojos. Éste se
inclinó. La afilada aguja fue a rebotar en la piedra de la pared frontera.
Ahora Calbert levantó el látigo otra vez. Le hizo trazar una amplia curva y enlazó con
él el cuello de Kent Malone. Tiró con todas sus fuerzas, haciendo girar a su enemigo
como una peonza. Kent, que no había previsto ni podido evitar aquel golpe, cayó al
suelo, en el cuello marcada una trágica línea de sangre, sufriendo ya los primeros
síntomas de la estrangulación.
Era la ocasión que Calbert había preparado. Soltó el látigo y su mano derecha, sana,
fue en busca del revólver. Lo empuñó con los dientes apretados y una salvaje
expresión de placer en los ojos.
—¡Yo habré acabado con los dos hermanos! —aulló—. ¡Con los dos locos que
pretendían ser dueños de esta tierra!
Hizo fuego. Pero Kent no estaba vencido, como él había supuesto. La desesperación
le dio fuerzas. Una ágil media vuelta sobre sí mismo le bastó para colocarse bajo la
mesa. La bala resbaló sobre la sólida plancha de madera, sin penetrar en ella,
trazando únicamente una profunda línea a lo largo.
Y entonces, la mesa se movió. Parecía increíble que un hombre sólo pudiera levantar
tanto peso y con aquella facilidad. Y no únicamente levantarla, sino lanzarla también.
Calbert se la vio encima antes de poder reponerse de su asombro. La enorme mole de
madera en que solía atormentar a sus víctimas, casi le aplastó.
Hizo fuego otra vez, pero al azar. El tremendo golpe le hizo caer al suelo, gimiendo y
maldiciendo como un condenado.
Entonces Kent Malone se puso en movimiento.
Parecía tener a su disposición un verdadero repertorio de tretas y procedimientos de
lucha. Cuando Calbert esperaba verlo aparecer por encima de la mesa, se sintió
estirado por una pierna y volteado. Quedó cara a tierra, sin poder utilizar el revólver y
con el canto de la mesa clavado en los riñones. En aquel momento tuvo la sensación
de que el mundo entero se había desplomado sobre él.
Kent le torció el pie, sin hacer caso de los aullidos impresionantes de su enemigo.
—¿Hiciste tú caso a Bob? —rugió.
Un esfuerzo más y el pie derecho de Calbert habría quedado roto completamente por
el tobillo, pero la bota hizo un movimiento extraño y resbaló de entre los dedos de
Kent. El pie volvió a su posición normal, aunque tan bruscamente, que el dolor
estuvo a punto de hacer perder el conocimiento a Calbert.
Éste trató de girar sobre sí mismo, a pesar de todo, para manejar libremente el
revólver. Pero Kent se dejó caer sobre la mesa, añadiendo su peso y su impulso a la
presión que ya soportaba la cintura de Calbert. Éste lanzó un alarido. Posiblemente el
golpe le desplazó alguna vértebra. Sintió que no podía mover la cintura, que estaba
perdido ya.
Pero si Kent quería matarle tendría que hacerlo a latigazos, cosa que, sobre ir en
contra de su conciencia, le ocuparía demasiado tiempo, o tenía que apoderarse del

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revólver. Y esto sí que estaba dispuesto a defenderlo Calbert con todas las fuerzas de
su vida.
Kent apartó la mesa y se arrojó sobre la espalda de su enemigo, que aún no había
conseguido volverse. Con las dos manos enlazadas le propinó un terrible golpe en la
nuca, sin conseguir que perdiera el conocimiento. Lo repitió. Calbert lanzó un gemido
y quedó exánime.
Bueno, eso es lo que creyó Kent Malone.
Cuando tendió la mano para apoderarse del revólver, las cosas cambiaron.
Calbert, que aunque medio «grogui», había tenido serenidad suficiente para fingir lo
que más le convenía, logró apresar la mano derecha de Kent.
—¡Aún no estoy vencido!
Utilizando todos los recursos de su gigantesca musculatura, hizo saltar a Kent por
encima de su cabeza y lo proyectó contra la pared. El joven, tras la breve sensación
de salir despedido, notó dos cosas: el choque de su cabeza contra la pared y el
latigazo de la bala a quemarropa con que había querido obsequiarle Calbert. El
proyectil se había estrellado a una pulgada de su sien, y varias esquirlas de piedra le
saltaron a los ojos.
Ahora Calbert sólo tendría que disparar otra vez, y la pelea habría terminado. Kent
estaba junto a él, semiatontado, sin posibilidad de moverse.
Pero el tremendo esfuerzo que Calbert había tenido que hacer para voltear a su
enemigo, esfuerzo casi exclusivamente de riñones y cintura, había herido gravemente
sus vértebras. Los golpes infligidos por Kent no lo habían sido en vano. Calbert lanzó
varias boqueadas angustiosas, tratando de sobreponerse y sintiendo en su espalda el
dolor más espantoso que le acometiera en todos los días de su vida. Quería disparar y
no podía. El dolor era superior a él; ningún músculo obedecía su mandato. Cuando, al
fin, se repuso, había transcurrido un largo minuto, tiempo más que suficiente para que
Kent, a su vez, pudiera pasar a la ofensiva.
Apoderándose de la mano armada de Calbert, la retorció, cuidando al mismo tiempo
de levantarla con bruscos y repentinos impulsos. De este modo seguía castigando la
cintura de Calbert.
Éste le atenazó el cuello con la mano izquierda. Apretó.
Y entonces se entabló un duelo entre dos resistencias, entre dos fuerzas. El cuello de
Kent tendría que resistir más que la diestra de Calbert o estaría perdido. La diestra y
la cintura de Calbert tendrían que soportar aquel terrible suplicio o Kent podría
disparar a bocajarro, rematándole.
Calbert venía gimiendo ya desde un rato antes. Ahora empezó a gemir Kent Malone.
No podía resistir más y no le quedaba el recurso de liberarse soltando a su enemigo.
Hizo un último y desesperado esfuerzo, y los huesos de Calbert cedieron. Lanzó un
aullido mientras el revólver caía al suelo. La mano quedó rígida, tensa, con los dedos
agarrotados, pero él siguió apretando con la otra. No quiso ceder. Apretó hasta que la
muerte penetró en sus ojos, por su boca.

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Kent, después del disparo, hundió la cabeza entre los brazos, jadeando. Estaba
completamente deshecho. Tuvo que permanecer tres largos minutos quieto, a riesgo
de mancharse con la sangre de Calbert, antes de reunir las fuerzas suficientes para
ponerse en pie.
Miró a su alrededor, vacilando. Todo parecía dar vueltas.
—Bob, estás vengado —susurró—. Estás vengado en un cincuenta por ciento.
Se arregló la camisa como pudo y buscó sus armas. Vio que sólo podía disponer del
revólver que ya tenía en la mano.
Un instante después estaba fuera. Vio que se encontraba en un viejo pabellón de
piedra, aislado de la mansión de Brikatell, que se distinguía al fondo. Hacía una
noche apacible, serena, y había luna.
Presintió a la mujer antes de verla. Olió su excitante perfume, aquella especie de cosa
enervante que emanaba de todo su ser.
Coral le aguardaba en pie, las espaldas apoyadas en la columna de un pequeño porche
adornado de flores.
—¿Y bien? —dijo ella, sin mirarle, apenas se le acercó.
—Calbert ha muerto.
Se apoyó también en una columna frontera, desfallecido. Su pecho subía y bajaba
siguiendo el ritmo muy irregular, casi angustioso de su respiración.
—Calbert ha muerto —repitió—. Era el primero.
Contempló a la muchacha, que seguía sin mirarle. Se dijo, de repente, que ella era
muy valerosa.
—¿Qué hubiese sucedido de salir Calbert? —preguntó—. ¿No tenía usted miedo? —
No.
—Gracias por la confianza puesta en mí. De vencer Calbert, lo que ha hecho hubiera
podido costarle la vida.
Coral sonrió en la oscuridad. Sus hermosos dientes brillaron un instante.
—Sabía que vencerías tú.
—¿Por qué?
—Porque yo lo deseaba.
Echó a andar a lo largo del porche, dándole la espalda. De repente se volvió.
—¿Qué buscas aquí, Kent Malone?
—En primer lugar, vengar a mi hermano. Y en segundo lugar… Pero creo que esa
misma pregunta podría hacértela yo a ti, y con mayor motivo. ¿Qué es lo que esperas
conseguir, rondando cerca de Brikatell?
Coral se apoyó en otra columna. Estaba así más hermosa que nunca.
—Busco apoderarme de todo lo suyo —dijo con un hilo de voz—. Apoderarme de
todo lo que tiene, de todo lo que espera tener.
—Y de momento, ¿cómo piensas conseguirlo?
—He introducido entre los que trabajan las arenas del río a varios hombres que me
son fieles. Les doy una parte de lo obtenido y trabajan gustosos para mí, a pesar del

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riesgo.
Brikatell cree, por el momento, que ya no hay tanto oro en su territorio.
—Bien, pero ¿y los guardianes?
—He empezado por decir que hay riesgo. Dos de los guardianes, no obstante, son
también cómplices míos. Les he prometido buenos beneficios cuando todo este
territorio me pertenezca.
Kent tragó saliva.
—Cuando todo este territorio te pertenezca. Y el orangután de Lugan, ¿era uno de
esos cómplices tuyos?
—Lugan era un granuja. Siempre había estado enamorado de mí…, igual que Calbert.
Un día en que fui al río se dio cuenta de mis intenciones. Me siguió hasta la cabaña
de madera. Y me prometió que no diría nada a cambio de…
Bueno, no quise. Las cosas se complicaron y entonces, llegaste tú.
Kent volvió a tragar saliva. Ésta era muy espesa, muy amarga, muy viscosa.
Necesitaba beber.
—Todas esas cosas son muy arriesgadas —dijo en voz baja—. Lugan pudo haberte
matado, y si no él, otro. ¿Por qué sufres tanto, si casándote con Brikatell todo va a ser
tuyo igualmente?
—Porque no quiero que Brikatell tenga el menor derecho sobre Calbertmí.
La voz de la muchacha era enérgica, reflejaba una inquebrantable decisión. Kent
Malone, a pesar suyo, la admiró. Pero quedaba un detalle.
—Me temo, delicada flor de invernadero, que tú y yo vamos a ser enemigos. Coral le
miró intensamente a los ojos.
—¿Por qué?
—Porque, más o menos, yo pretendo lo mismo. Apoderarme de todo lo de Brikatell.
Kent vio brillar los ojos de Coral. Los vio brillar peligrosamente en la noche.
—En tal caso, haré que Brikatell te mate… antes de que puedas hablar.
—Una aventurera —dijo Kent Malone con una sonrisa fría—. Creí que era otra cosa,
pero se trata tan sólo de una aventurera.
La mujer levantó la mano derecha, como si fuera a abofetearle.
—¿Y tú? ¿Eres algo mejor?
—No —gruñó Kent—. Pero tengo ciertos derechos.
La mujer rió. Su risa hizo daño a Kent. De repente, se cerraron sus labios y guardó un
hosco silencio.
—¿No oyes, Kent? —dijo al fin.
—Sí. Pasos. ¿Qué significa eso?
Coral rió otra vez, pero ahora mirándole triunfalmente a los ojos.
—Eso significa que los gorilas de Brikatell vienen a ver si Calbert ha terminado. Y
que te encontrarán aquí.

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CAPÍTULO V

LOS GORILAS

Se apostó entre los arbustos, tras el porche, aguardando a que sus enemigos se
acercasen más.
Al cabo de un minuto los vio. Eran cinco.
—Hasta para recoger mi cadáver tienen miedo —susurró—. Hasta para una cosa tan
sencilla vienen cinco gorilas.
Vio que Coral se había evaporado. La muchacha no quería, naturalmente, que la
relacionasen de algún modo con la fuga de Kent Malone.
Los cinco hombres sé acercaron arrogantemente a la puerta y el primero de ellos, con
un gesto olímpico, la abrió de un puntapié. Luego entraron todos.
«Ahora empezará lo divertido», se dijo Malone.
Y empezó.
Primero fue un grito de alarma. Luego una exclamación de sorpresa. Y por fin, una
sarta de maldiciones que hubiesen puesto colorado a un fabricante de sogas para
horca.
Kent apretó el revólver.
Los cinco hombres salieron en tropel, con sus armas desenfundadas, y uno de ellos
comenzó a distribuir órdenes.
—No estará muy lejos. ¡Hay que registrar el jardín!
Los cuatro hombres restantes obedecieron, desplegándose en guerrilla, con los
revólveres a punto.
Kent vio que uno avanzaba hacia él. Se mordió los labios.
Por un momento, tuvo la esperanza de que se desviara, pero el otro no lo hizo. Siguió
avanzando en línea recta hacia Kent, aunque era evidente que no le había visto.
—¡Idiota! —murmuró Kent—. ¡Tú te lo has buscado!
Se lanzó de improviso por un costado de su enemigo, brotando del arbusto que lo
ocultaba con la rapidez de una serpiente. El otro ni siquiera le vio. Antes de que
pudiera darse cuenta de nada, ya había recibido dos culatazos en el cráneo y estaba en
el suelo, soñando que una muchacha guapa, con una faldita sólo hasta las rodillas, le
invitaba a beber, pagando ella.
Pero Kent había hecho ruido. Los otros cuatro hombres, descubierto su escondrijo,
corrieron hacia allí. Aunque no le veían, porque estaba parcialmente cubierto por los
cercanos árboles, hicieron fuego. Las balas silbaron trágicamente alrededor de Kent,
y el estruendo de las detonaciones, ensordeció la noche.
Agazapado, empezó a retroceder. Tuvo la suficiente serenidad para mirar cuántas
balas quedaban en su revólver. Dos. Y se maldijo por no haber arrebatado las armas

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del enemigo a quien derribara.
Uno de los gorilas de Brikatell corrió más que los otros. Vio a Kent y lanzó un
aullido, mientras levantaba sus dos revólveres.
Kent hizo lo mismo, y la vida fue del más rápido.
Las dos balas del gorila de Brikatell rozaron a Kent, y una incluso le arañó su ya
destrozada camisa, pero sin herirle. La de Malone, en cambio, le atravesó de parte a
parte la cabeza. No le hizo sufrir.
Había quitado de en medio a dos enemigos, uno de ellos sólo momentáneamente,
pero quedaban tres, que conocían ahora ya su situación exacta, se lanzó a tierra,
imaginando lo que sucedería, y no anduvo equivocado. Un segundo de indecisión y
no hubiera llegado a tiempo. El huracán de plomo pasó aullando por encima de su
cabeza, arrancó hojas de los arbustos y dejó marcados los troncos de los más cercanos
árboles.
Kent empezó a arrastrarse. Sabía que sólo una bala quedaba en su revólver, pero sus
enemigos ignoraban este importante detalle. Casi los tres al mismo tiempo, pensaron
que era peligroso correr al descubierto, como hizo su compinche ya cadáver, y se
arrojaron al suelo también.
Kent Malone empezó a retroceder. Su intención era alejarse un poco de los que le
perseguían, y luego perderse en la noche, buscando cobijo en la pradera, aun cuando
la luna que había servido para realzar la belleza de Coral serviría también para
descubrirle a cien yardas de distancia.
Sin embargo, al volver la cabeza, vio luces a su espalda. Alguien más le buscaba con
antorchas por el otro lado, haciendo imposible la escapatoria. En menos de diez
minutos, Brikatell había organizado una batida en regla o, mejor aún, una cacería.
Vio a su izquierda una pequeña choza de piedra y se dirigió hacia allí, gateando. Era
como meterse él mismo en la ratonera, pero no tenía otra oportunidad.
Consiguió llegar a la puerta, que estaba tan sólo entornada, sin que nadie advirtiera su
maniobra. La casa estaba a oscuras, pero de todos modos, la luna reveló el
movimiento de la puerta al abrirse y cerrarse instantáneamente. Uno de los
perseguidores lo advirtió.
—¡Allí! ¡En la casa!
Kent oyó aquella voz. Y se dijo que su última bala sería para el primero que se
atreviese a abrir la puerta.
Era extraña la serenidad con que logró vivir aquellos momentos, probablemente los
últimos de su vida. Todo consistía en esperar a que alguien abriese la puerta, disparar
y… resignarse a que le despedazasen la cabeza. Todo sería tan rápido y sencillo, que
ya no le causaba la menor preocupación.
Vio que la casa (o la cabaña, mejor) tenía una sola pieza y, desde luego, una ventana,
pero tan pequeña que no hubiese permitido el paso ni de un hombre ágil y delgado
como él.
No había más que resignarse a la suerte que él mismo había escogido.

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Pero en aquel momento sucedió algo. Y fue que la luz lunar que penetraba a raudales
por la pequeña ventana desapareció. Algunos nubarrones debían haber cubierto el
astro, y la noche era ahora absolutamente tenebrosa. Kent decidió aprovechar
aquellos momentos.
Salió otra vez, pegándose a un costado de la puerta. Los hombres de Brikatell se
acercaban corriendo, pero no los veía. Sólo lograba percibir el ruido de sus pisadas y
las sordas maldiciones que lanzaban al avanzar. Kent se dijo que tampoco le verían a
él.
Llegaron junto a la puerta, y el más cercano, la abrió de un puntapié, mientras se
hacía rápidamente a un lado y vaciaba en el interior la mitad de la carga de sus
revólveres.
Naturalmente, no obtuvo la menor respuesta.
—Tiene que estar ahí dentro. ¡Vamos allá! —Y añadió, para dar ánimos a sus no muy
decididos compañeros—: Probablemente está herido; debimos alcanzarle con una de
nuestras balas.
Entraron los tres a la vez, disparando simultáneamente toda su artillería. Durante
unos instantes, lo que se escuchó dentro de la casa fue algo así como el bombardeo y
la destrucción de Atlanta. Kent, apretando los dientes, se dijo que aquél era el
momento ideal para escapar. Y escapó.
Bien, ésa fue su intención, al menos.
No dejó de comprender que, si avanzaba, encontraría a los tipos de las antorchas,
cada vez más cercanos. Si retrocedía tendría que regresar adonde se hallaba el cuerpo
de Calbert, perseguido, además, por los tres gorilas que no tardarían en salir de la
casa, al darse cuenta de su error, Y si se quedaba allí era lo mismo que ofrecerse a sus
enemigos como un pajarillo incauto.
Retrocedió.
Se dijo que los tres de dentro de la casa no tardarían en perseguirle. Su situación
seguía siendo desesperada, pero aún le quedaba una remota posibilidad de vivir por el
hecho de que seguía con una bala en el cilindro y las piernas en buena disposición de
correr. Miró hacia atrás, esperando ver salir de la casa a los tres gorilas. Pero éstos
aún no parecían haberse dado cuenta del engaño y seguían en ella.
De todos modos aquello no duraría mucho.
Kent Malone siguió corriendo. Tropezó de repente con el tipo a quien golpeara
primero, que empezaba a reponerse ahora de los efectos del culatazo y miraba al
mundo, al que acababa de volver, con los ojos torcidos y la boca entreabierta. Apenas
distinguió a Malone como una forma inconcreta que se le veía encima, pero cuando le
tuvo cerca vio su cara y trató de cubrirse, poniendo una inolvidable expresión de
asombro.
¡Plaf!
La culata se aplastó otra vez sobre su cabeza. El hombre cayó hacia adelante, con la
misma rigidez que un poste de telégrafo derribado por los sioux.

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Kent soltó su revólver y se apoderó de los dos de su enemigo, que debían estar
cargados.
Volvió a mirar hacia la casucha de piedra. Era inexplicable, pero los tres gorilas que
había dejado en su interior no habían salido aún para perseguirle.
Kent creía estar soñando, lo mismo que el tipo que tenía derribado a sus pies.
Y entonces los nubarrones pasaron y volvió a surgir la luna.
Kent, a pesar de la distancia, vio con claridad la puerta y algo que brillaba en ella, en
el lugar correspondiente a la cerradura. ¡Una llave! ¡Y él recordaba perfectamente
que no había ninguna cuando salió de allí!
Inmediatamente, llegó a sus oídos el ruido producido por seis puños al aporrear la
puerta. Los secuaces de Brikatell estaban encerrados dentro, y eso significaba… ¡Eso
significaba que alguien había ayudado a Kent!

* * *

Un nombre vino inmediatamente a ocupar los pensamientos del joven: Coral, la


extraña prometida de Brikatell.
Pudo más la curiosidad que la sensación del peligro que le rodeaba. Kent, en lugar de
huir, se fuerte acercando a la casa.
Naturalmente, y como siempre pasaba por el mismo sitio, que era el más protegido,
sucedió lo que tenía que suceder: tropezó otra vez con el individuo a quien había
golpeado ya en dos ocasiones.
El tipo empezaba a recobrar el conocimiento, quizá porque el segundo golpe no había
sido tan fuerte como el primero o porque ya empezaba a ser un veterano en eso de
recibir. Tenía los ojos más desviados y la boca mucho más torcida que antes. Cuando
vio a Malone de nuevo estuvo a punto de sufrir un síncope.
—¡No! —dijo, abriendo mucho la boca.
Y cuando el joven levantaba el revólver, el tipo cayó. Kent hubiese jurado que había
ya perdido el conocimiento antes de que le atizase.

* * *

Fue hacia la casa de piedra y dio la vuelta por detrás, mirando a través de la ventana.
En aquel momento, los secuaces de Brikatell parecieron recobrar la inteligencia y
dispararon todas sus armas contra la cerradura, en vez de hacer tanto ruido,
aporreando la puerta.
Kent vio cómo temblaba sobre sus goznes, a punto de abrirse.
Los tipos iban a salir de un momento a otro. Convenía emigrar.

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Un poco más allá de la casa se iniciaba un sendero enarenado que conducía
directamente a la mansión de Brikatell. En ese sendero se hallaba un coche con
caballos a punto y un tipo medio dormido en el pescante.
Aquello era la salvación para Kent. Se dirigió al coche en línea recta.
Abrió la portezuela, encañonando el interior, que estaba oscuro como el estómago de
un topo.
—Hola, guapo.
¡Otra vez aquella voz! Otra vez la sorprendente, inexplicable y suculenta Leonor.
Kent adivinó sus formas en la oscuridad, como algo caliente y suave que le aguardara
más allá de las tinieblas.
—Tú… ¿Qué haces aquí?
—Eso mismo debería preguntarte yo. ¡Ah, y a propósito! ¿Te has divertido en la
fiesta?
Kent se mordió los labios.
—Basta de ironías. ¿Puedo subir a este cacharro?
—No acostumbro a recibir visitas de caballeros por la noche, pero como tú no eres un
caballero, puedes pasar.
Kent Malone se introdujo en el carruaje y, antes de poder darse cuenta de lo que
sucedía, estaba ya poco menos que en los brazos de Leonor. Se sintió más prisionero
que si le hubiesen sujetado a la vez todos los gorilas de Brikatell.
—¿Fuiste tú quien cerró la puerta? —preguntó en voz baja.
—Tal vez.
Kent iba a darle las gracias casi conmovido, pero temió hacer el ridículo. En realidad,
no estaba seguro de que fuese aquella mujer quien la había ayudado. También podía
haber sido Coral, que sin duda rondaba cerca. No estaba seguro de nada.
—Bueno, ¿podemos marcharnos de aquí?
—Si nos marchamos ahora, todos esos tipos que rodean el parque sospecharán algo.
Es mejor quedarnos aquí y esperar que se acerquen.
Malone pensó si lo que querría aquella mujer sería entregarle a los buitres de
Brikatell, con el exclusivo objeto de hacer méritos ante éste. Todo era posible en
situaciones como aquélla. Pero le dio confianza pensar que tenía dos revólveres
cargados en las manos.
—Haremos lo que tú quieras —silbó.
—Así me gusta.
Aquello fue un cara o cruz. Si llegaban los gorilas que iban registrando el parque con
antorchas, no había duda de que verían a Kent en el interior del carruaje. Si, por el
contrario, llegaban los que habían estado encerrados en la casa, que no disponían de
luz, era posible que el joven saliese bien librado de aquella situación.
Mientras esperaba a que esto se resolviese, no dejó de pensar que la mujer que le
había ayudado debía poseer por fuerza una elevada dosis de audacia. En efecto; había
sido preciso acercarse mucho a la puerta, quitar la llave al ocultarse la luna y, antes de

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que saliera Kent, cerrar después de la salida de éste, una vez hubieron penetrado los
de Brikatell y huir sin ser vista. Si aquello lo había hecho Leonor, es que era todo un
monumento. Kent sintió por ella una violenta admiración y hasta estuvo a punto de
decírselo, pero en aquel momento se acercaron pasos al carruaje.
—Ya están aquí —dijo Leonor.
Y cruzó una pierna sobre otra, sin preocuparse de ajustar mucho la falda. Kent bajó la
cortinilla de la portezuela opuesta a aquélla en cuya dirección se oían los pasos. De
este modo, a pesar de la luna, el interior del vehículo quedaría casi completamente a
oscuras.
Salió cara y no cruz. Los tipos que abrieron la portezuela fueron los que habían
estado encerrados en la casucha de piedra.
Y lo primero que vieron fue a Leonor, sentada de aquel modo. Bueno, lo primero, lo
segundo y lo tercero que vieron. Porque ninguno de ellos se preocupó ya de mirar
nada más.
No es que la postura de la mujer fuera insolente, ni mucho menos. Era un poco
desenvuelta tan sólo. Pero estaba tan bien formada, resultaba tan atractiva en todos
sus gestos, que se explicaba el pasmo de unos tipos acostumbrados a ver nada más las
arenas auríferas del río y la cara de codicia de Brikatell cuando atesoraba los lingotes.
—¿Qué hace usted aquí? —Logró gruñir uno de ellos, al fin, tras tragar saliva cuatro
o cinco veces.
—¿Cómo que qué hago aquí? ¡Soy una de las invitadas de míster John Brikatell!
La muchacha estaba sentada de modo que casi se echaba encima de la portezuela. De
este modo los pistoleros no podían ver casi absolutamente nada de lo que había en el
interior del carruaje.
—Bien, pero ¿por qué no se marchó con los otros? La fiesta ha concluido hace rato.
—No he marchado por una sencilla razón: se están oyendo disparos delante, detrás y
a los lados de este maldito camino. ¿Adónde quieren que vaya? He pensado que lo
más prudente era quedarse aquí, hasta que pasase todo.
El cerebro del pistolero debió empezar a chirriar como una máquina a la que falta
aceite.
—Bien, claro… No deja de tener razón. ¿Sabe por qué hemos disparado?
—¿Yo? ¡Pobre de mí!
—Perseguimos a un tipo —dijo el gorila, con gesto orgulloso, exagerando la
importancia de su misión—. Un tipo peligroso y armado hasta los dientes, que tiene
cómplices en todas partes. Resulta enormemente difícil darle caza. Y a propósito, ¿no
le ha visto usted?
—¿Un tipo armado hasta los dientes y con muchos cómplices? ¡Oh, no!
El otro se mordió los labios. Y eso que no captó toda la ironía contenida en las
palabras de la joven.
—Bueno, he querido decir un tipo alto, moreno, con cara de mal genio…
Leonor rompió a reír.

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—Si le encuentro ya les escribiré una carta para comunicárselo. ¿Puedo marcharme
ya o van ustedes a gastar más balas?
—No. Puede marcharse. En esta parte, la cosa acabó.
La muchacha les sonrió encantadoramente, pero cerró la portezuela en sus narices. Y
como si el del pescante no hubiera esperado más que aquella señal, se despabiló de
repente y puso los caballos al trote.
Instantes después salían del parque que rodeaba la mansión de Brikatell sin que nadie
más les molestara. Leonor sonreía de una manera extraña, misteriosa, que hacia más
atractivo su rostro.

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CAPÍTULO VI

PELIGRO EN EL VALLE

El carruaje de Leonor se detuvo a unas millas de la mansión de Brikatell, en un punto


situado entre montañas, donde no se hubiera quedado a dormir ni siquiera un indio
borracho.
El aullido de los coyotes se escuchaba por delante, por detrás, por los lados y hasta
dentro del carruaje. Claro que allí dentro estaba Leonor para hacer olvidar todo lo que
no fuera agradable. Leonor, cuyos ojos rutilaban en la noche de un modo casi mágico.
—Gracias por haberme salvado —dijo Kent, hablando por primera vez—. De no ser
por ti, ésta hubiera sido la última noche de mi vida.
—También hubiera sido la última para alguno de los hombres de Brikatell. Tienes dos
revólveres cargados, ¿no?
—Los tengo. Se los arrebaté a un individuo a quien le estará doliendo la cabeza por lo
menos una semana. Pero, de todos modos, me hubiesen cribado. Eran muchos para un
hombre solo.
Kent abrió la puerta.
—Repito que te estoy muy agradecido, Leonor. Si alguna vez puedo hacer algo por
ti…
La mujer sonrió.
—Sí, puedes hacer algo. Ahora…
—¿El qué?
—Dame un beso.
Y la mujer cerró los ojos. Kent besó sus labios húmedos, tibios, unos labios hechos
para adueñarse de la voluntad de los hombres. También se adueñaron de la suya,
claro. Habría estado besándolos hasta que los caballos que tiraban del coche se
hubiesen muerto de viejos.
—Es bastante, Kent. Muchas gracias.
El tuvo que darse un fuerte golpe contra la mejilla para despertar del todo.
—Estoy dispuesto a recompensarte así durante una semana entera, si quieres.
—Entonces tal vez sería yo la que acabase necesitando socorro.
Kent sonrió. El tipo del pescante parecía haber vuelto a dormirse.
—¿Dónde conseguiste todo esto? Quiero decir coche, caballos y un cochero que se
duerma.
—Para una mujer como yo, nada es difícil.
Y cerró la puerta, tras dirigirle otra de sus más encantadoras sonrisas. El carruaje
arrancó. Kent Malone quedó solo como un fumador a quien han quitado la pipa,
como un bebedor a quien han quitado la botella o como un gun-man a quien un

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bromista ha dejado sin gatillos en los revólveres. Quedó con la única compañía de los
coyotes, quienes, al fin y al cabo, pasaban una vida mucho más tranquila y agradable
que la suya.
Echó a andar, aunque no estaba muy seguro de adónde iría. Pero sin duda, un paseo
bajo la noche le dejaría más tranquilo, calmándole los nervios.
Trató entonces de hacer un resumen de la situación.
Brikatell había conseguido una gran fortuna con las arenas del rió, logrando
estructurar una especie de territorio en el que era el rey y en el que no permitía entrar
a nadie. Un verdadero ejército de pistoleros guardaban las fronteras de aquel nuevo y
peligroso estado, donde no imperaban más leyes que el terror y el capricho del jefe.
Éste era uno de los peligros contra los que tenía que luchar, aunque en cierto modo lo
había vencido, puesto que ya había estado dentro del territorio y, afortunadamente,
tenía aún todas las costillas en su sitio.
Otra cosa evidente era que Brikatell tenía fuertes enemigos, aparte de él. Coral, que
pretendía hacerse con todo lo suyo, y Leonor, cuyos verdaderos móviles aún no
estaban nada claros. Estas dos mujeres, aunque no usaban revólveres ni parecían
peligrosas, lo eran en realidad mucho más que cualquier banda de pistoleros.
De todas formas, Kent Malone reconocía que era muy difícil seguir luchando solo.
Podría acabar con varios pistoleros, pero Brikatell reclutaría otros con facilidad, pues
lo que sobraba en Idaho y los Estados vecinos eran matones a sueldo. La única cosa
realmente decisiva consistiría en acabar con el mismo Brikatell, pero Kent dudaba
que pudiera tener otra oportunidad tan buena como la de aquella noche.
Caminaba ahora por el fondo de un valle, a través del cual se deslizaba el río.
Avanzaba con ciertas precauciones, pues aquellos terrenos estaban vigiladísimos aun
durante la noche, y en cualquier momento era de temer un tropezón con cualquier
cuadrilla de gorilas. Muchos pobres buscadores de oro independientes trataban de
lavar por la noche las arenas del río y eran muertos a balazos o ahorcados, igual que
en algunas concesiones rusas de California.
Los terrenos que ahora atravesaba Kent no habían sido propiedad de su padre, y eso
le trajo una idea. Sin duda, Brikatell había tratado de adueñarse de una zona muy
extensa del río, pues no era de suponer que el oro se hallase única y exclusivamente
en el terreno de los Malone. Posiblemente eran varios los rancheros engañados y
despojados como ellos. Tal vez media docena.
Se dijo que si lograba unirlos, quizá entre todos constituirían una fuerza capaz de
enfrentarse a Brikatell.
Como una muda respuesta a su pregunta, vio cerca las luces de una casa. Ésta se
hallaba muy próxima al río y era pequeña, construida casi enteramente con troncos
sin desbastar. Contiguo al río había un pequeño prado, donde reposaban alrededor de
una docena de vacas.
Era extraño que a aquella hora hubiese gente levantada en el pequeño rancho, cuyo
laboreo exigía acostarse con la llegada de la noche y levantarse con el alba.

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Kent se acercó y llamó a la puerta, golpeando con los puños en ella.
Le abrió un viejo. Un viejo armado con un revólver.
—¡Lárguese de aquí!
La recepción no era muy amable, pero Kent prefería aquello a seguir toda la noche
deambulando en medio de sus contradictorias reflexiones.
—Es usted muy simpático, amigo. ¿Qué teme? ¿Que venga a robarle la barba?
El otro examinó a Kent Malone, sin dejar de encañonarle, y el examen no debió
satisfacerle del todo, a juzgar por la cara que puso. Pero lo que sí vio fue que el joven
no parecía abrigar sentimientos hostiles. Su sonrisa era simpática, diríase que alegre
incluso.
—¿No es usted uno de los granujas de Brikatell?
—Puedo asegurarle que no.
—¿De dónde viene? Tiene parte de las ropas destrozadas, pero se ve que son buenas.
—Vengo de estropearle una fiesta a Brikatell. Sus gorilas me han perseguido hasta
cerca de aquí.
En este momento, tras el viejo apareció una mujer. Tendría tan sólo unos treinta años,
pero se la adivinaba agotada y deshecha por toda clase de sufrimientos. Vestía
sencillamente y en sus manos empuñaba un anticuado «Sharp».
—Déjale pasar, John.
El viejo se hizo a un lado, y Kent penetró en la habitación principal de la casa. Ésta
consistía en un comedor, sala y cocina, todo a un tiempo, donde, además del viejo y
la mujer, había un hombre de unos treinta años, encogido junto a una ventana, un
chico de unos trece años y una niña de ocho. El hombre de la ventana y el muchacho
también tenían revólveres en las manos. Era evidente que todos estaban esperando
algo así como un ataque en masa.
—¿Qué ocurre? —preguntó Kent—. ¿Qué es lo que temen ustedes?
La mujer bajó el cañón del rifle.
—Si es cierto que viene de las tierras de Brikatell, lo supondrá. Esta zona aún no le
pertenece, y quiere conseguirla. Dice que sus ganancias disminuyen y es porque el
oro se ha desplazado hacia esta zona del río.
Kent cerró un momento los ojos. Rancheros pobres, como su padre, a los que la
codicia de Brikatell había destrozado la vida.
—Y aquí no hay oro, se lo aseguro —tartamudeó el viejo—. Alguna vez hemos
intentado lavar las arenas del río, pero sin encontrar absolutamente nada.
—Tal vez ustedes no saben hacerlo bien… —sugirió Malone.
—Razón demás para no vender el rancho. No queremos deshacernos de él, aun
siendo pobre, porque en él hemos vivido y peleado. Si hay oro en el río, muchísimo
menos.
Gentes tercas, apegadas a la tierra, sobre la que luchaban, trabajaban y morían. En
aquel mundo de ganancias fáciles, de pistoleros, cuatreros y desalmados como

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Brikatell, había que reconocer que la única auténtica grandeza del país provenía de
gentes como las que Kent tenía ante los ojos. El oro se acaba; la tierra, no.
—¿Brikatell ha intentado comprarles el rancho? —susurró—. Veo que empieza a
emplear procedimientos legales.
—¡Procedimientos legales…! ¿Sabe qué cantidad nos ha ofrecido? ¡Ni la mitad de lo
que vale esta simple casa! Es como despojarnos tranquilamente de todo. Es como
echarnos de aquí.
Kent notó que el muchacho y la niña iban vestidos de luto, y que las personas
mayores de la casa llevaban en sus ropas algún detalle análogo.
—Sin duda, al conocer su negativa, ha intentado ya algo… —Silbó con los dientes
apretados y una nueva luz de fiereza en sus ojos.
—Sí. Mi…, mi… marido —susurró la mujer.
—¿Le llenaron el cuerpo de plomo?
—Algo peor aún. Lo capturaron y lo ahorcaron —su voz era sólo un susurro. Y
añadió, cerrando los ojos en un gesto de patético dolor—: Hace sólo una semana de
esto.
—¿Y después de lo ocurrido hemos de doblegarnos a los deseos de esos granujas? —
estalló el viejo—. Sabemos que el golpe siguiente consistirá en asaltar el rancho e
incendiarlo, pero estamos dispuestos a resistir. Todos estamos dispuestos menos ese
cobarde de Bruce. ¡Mírelo cómo tiembla junto a la ventana!
El viejo John se refería, sin duda alguna, al hombre que estaba encogido con un
revólver en la derecha. Se adivinaba por sus facciones que era hermano de la mujer y
cuñado del ahorcado. Se adivinaba también que estaba muerto de miedo. La mano
con que sostenía el revólver temblaba visiblemente, y por sus mejillas corrían
regueros de sudor, que sin duda había provocado la angustia.
—Cuando los hombres de Brikatell vengan, ninguno de nosotros quedará con vida —
susurró.
—Llega un momento en que una cosa así no tiene importancia —dijo sobriamente la
mujer—. Cuando uno defiende a sus hijos, el morir o no, es un simple detalle.
Kent Malone volvió el rostro hacia aquella mujer, envolviéndola en una mirada
admirativa. Una expresión fiera, pero noble, alentaba en sus ojos. Kent se dijo que su
madre, a la que no conoció, pues había muerto cuando él era un niño, durante un
ataque sioux, debió haber sido una mujer así.
—¿Cómo se llaman ustedes? —preguntó en voz baja—. ¿Qué rancho es éste?
—Este lugar se llama rancho Farwell.
Kent miró al viejo, que era el que le había dado la respuesta, y trató de recordar.
¡Farwell! Antes de su partida había escuchado varias veces aquel nombre. En
realidad, las gentes que ahora tenía delante habían sido vecinos suyos durante muchos
años, aun cuando hubieran tenido muy pocos contactos. Pero, sin duda, recordarían
su apellido.
—Yo me llamo Malone —susurró—. Kent Malone.

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—¡Kent, el hermano de Bob! —exclamó la mujer, con un brillo nuevo en los ojos—.
¡Ustedes también fueron despojados de sus tierras!
—Cierto, lo fuimos. Pero ahora he vuelto.
Extrajo un revólver y revisó la munición. Luego, el otro.
—Calbert ya ha caído —dijo—. Y un tipo llamado Lugan. Y caerán muchos más.
Hasta que caiga Brikatell.
—¡Ése no morirá nunca! —Silbó Bruce desde su rincón—. Acabar con Calbert no era
fácil ni difícil. Cualquiera que no fuese usted, pudo haberlo conseguido. Pero
Brikatell no es un ser humano. ¡Nadie puede con él! ¡Y nosotros somos muy poca
cosa para oponernos a su fuerza!
El viejo estuvo a punto de abalanzarse sobre Bruce, pero Kent le detuvo con un seco
movimiento de su brazo.
—¡Cobarde! ¡Granuja!
—Déjelo.
—¡Trata de desmoralizarnos! ¡Si teme morir en el rancho, que se vaya de él y no
vuelva nunca más!
Kent se puso frente al viejo, tapando parcialmente a Bruce.
—¿Hace mucho tiempo que viven en estado de alarma?
—Desde que ahorcaron a mi esposo —sollozó la mujer—. Hace una semana. Pero
esta noche estoy segura de que vendrán. Brikatell ha dado una fiesta… ¡y todos sus
festejos son de sangre! Ya durante la tarde, varios jinetes se han aproximado por las
montañas cercanas, como observando.
—Sin duda son varios los rancheros expoliados —comentó Kent. Y preguntó—:
¿Quedan algunos en la situación de ustedes? ¿Se podría formar con ellos una fuerza
común?
El viejo John hizo un ademán de desaliento.
—Desgraciadamente, no. Los ranchos expropiados son seis, entre ellos, el que
perteneció a su padre, el viejo y simpático Malone, uno de los bebedores de cerveza
más colosales que han pisado Idaho. Le sigue en importancia el de Flower, un pobre
viejo que vivía con su nieta, y al que llenaron el cuerpo de plomo. Ése fue el primer
rancho que ocuparon, casi tres años antes que el de ustedes. Menos mal que la nieta,
que entonces tenía unos catorce años, fue recogida por una diligencia que la llevó al
Este, de donde no ha vuelto ni volverá jamás. Los otros rancheros eran más pobres
aún. Ya se sabe que esta tierra no es demasiado buena. Hasta ayer no faltaban más
que dos ranchos para que Brikatell poseyera todo este territorio. El nuestro y el de
Ramírez. Pero el de Ramírez…
—¿Qué? —cortó Kent, con los labios apretados.
—Lo incendiaron ayer. Sólo quedamos nosotros. Dos niños, una mujer, un viejo y un
cobarde —dijo John—. ¡Valiente tropa!
—Olvida contarme a mí —dijo Kent—. Ahora son ustedes dos niños, una mujer, un
viejo, un cobarde… y un pistolero.

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* * *

Acarició sus revólveres. Los acarició de un modo extraño, brillándole siniestramente


los ojos.
—Puede que me haya olvidado de tirar —susurró, torciendo los labios en una mueca
—, pero antes lo hacía bien.
Y en aquel momento se oyó el ruido de los caballos. Era un ruido espeso, monótono,
espectral, que llegaba de los cuatro puntos cardinales y parecía llenar la noche.
—¡Ya están ahí! —chilló Bruce, hundido en un mar de sudor—. ¡Ya están ahí! ¡Nos
acorralan!
—¡Cállese!
Ahora era Kent el que había hablado, dirigiéndole una mirada furibunda.
—¡Empuñe bien su revólver o le levanto la tapa de los sesos!
Pero ya el efecto desmoralizador se había producido.
Todos estaban expectantes, silenciosos, escuchando el siniestro piafar de los caballos
en la noche, sabiendo que no eran más que una lucecita en un valle, aislada de todos,
rodeada por todas partes de enemigos que en un instante podían deshacerlos.
Durante un largo minuto, el sonido de los caballos al avanzar, llegó a hacerse
obsesionante, angustioso.
La niña se puso a llorar.
—Colóquenla bajo la mesa —ordenó Kent.
—¡Tal vez quieran parlamentar! —dijo Bruce—. ¿Quién nos asegura que piensan
destruir el rancho? ¡Podemos hablar con ellos, ofrecerles…!
—A esta hora no se viene a parlamentar —cortó Kent secamente—. Sólo se viene a
repartir la muerte.
—¡De todos modos, yo hablaré! —chilló Bruce, en el paroxismo del terror—.
¡Dejadme!
Abrió la puerta violentamente, con los brazos medio en alto, mostrando bien
claramente que no llevaba armas. Había soltado el revólver al ponerse en pie.
Cualquiera hubiese sabido ver que su actitud no era provocativa.
Pero los que rodeaban ya la casa, no quisieron verlo. Un disparo de rifle, largo y
ululante, rasgó la noche.
Bruce, alcanzado en la cabeza, cayó hacia atrás, mientras se llevaba las manos a la
frente y lanzaba un grito de indecible angustia. La mujer chilló también, dominada
por el pánico.
Dos balas más atravesaron la abierta entrada, aullando como lobos rabiosos en el
interior de la habitación.
—¡Todos a tierra!
Kent, de un balazo, apagó la luz de petróleo que colgaba sobre la mesa. En el interior
se produjeron las tinieblas, y dejaron de ser visibles para la cuadrilla que estaba fuera

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de la casa. Entonces, Kent decidió aprovechar el momento. Puesto que si tenían que
resistir un sitio algo largo resultaría insoportable hacerlo con un cadáver dentro,
empujó violentamente el cuerpo de Bruce hacia el exterior. Al hacer esto se hallaba
ya convencido de que era absolutamente innecesario prestarle ninguna ayuda.
Cerró de un golpe la puerta de troncos, en el momento en que tres balas restallaban
contra ella.
—Vendrán a por nosotros —silbó—. ¿Tiene alguna otra ventana la casa?
—Sí, una en el dormitorio.
—Pues vaya usted, John, y defiéndala con su revólver. No tire hasta que los enemigos
estén cerca. Usted, señora, Colóquese a un lado de esa ventana, en el lugar que
ocupaba Bruce, y tenga presto su rifle. Yo iré de un sitio a otro, según convenga, y
vigilaré la puerta. El muchacho cargará las armas.
Sin darse cuenta, sin proponérselo siquiera, se había convertido en jefe del pequeño
grupo. Todos corrieron instantáneamente a hacer lo que él había ordenado.
El viejo John ocupó una ventana, la mujer otra, apoyando en el alféizar el cañón de su
«Sharp», el muchacho junto a ella, inclinado para no ofrecer blanco, y él pegado a la
puerta, con sus dos revólveres a punto.
No tuvieron tiempo de dormirse, desde luego. La fiesta comenzó en seguida.

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CAPÍTULO VII

LA MUERTE ES GENEROSA

Y empezó como suelen empezar esa clase de fiestas.


Primero los asaltantes dispararon una verdadera traca contra las paredes y las
ventanas del rancho, para desmoralizar a los que estaban dentro y hacerles
comprender, ya en seguida, que era inútil toda resistencia. Pero habían cometido la
imprudencia de matar a Bruce fríamente, y ahora todos los del rancho sabían que,
rindiéndose o no, les aguardaba la muerte. Era mejor, pues, recibirla con las armas en
la mano. Durante el angustioso minuto en que las balas silbaron como canes rabiosos
por el interior de la habitación, todos pensaron lo mismo.
Kent, que era el único que permanecía en pie, tuvo que arrojarse al suelo tras oír
silbar junto a sus oídos las balas de rifle que habían triturado las ventanas. El viejo
John, desde la del dormitorio, comenzó a lanzar maldiciones y a dirigir a los
asaltantes unos calificativos tan cariñosos que hubiesen hecho enrojecer a una hiena.
—¡Cállese! ¡No conviene que sepan que hay alguien ahí!
El viejo calló. Pero se oía su respiración afanosa desde el otro lado de la puerta.
Lanzada la primera andanada, y en vista de que no se percibía el menor movimiento
en el interior de la casa, los asaltantes se apearon de sus monturas a una respetable
distancia y, tras rodear el edificio, se acercaron lentamente, con las armas a punto.
Ahora un banco de nubes había ocultado casi por completo la luna, de modo que la
visibilidad era nula. Sólo los cañones de los rifles brillaban un instante en la
oscuridad, de vez en cuando, al acercarse los asaltantes a la casa.
Kent se preguntó cuántos serían. A juzgar por el ruido de caballos, bastantes, lo que
además estaba de acuerdo con la costumbre de Brikatell de obrar siempre sobre
seguro.
Entreabrió un poco la puerta, persuadido de que desde el interior de la casa no se
filtraba el menor resquicio de luz. Pudo distinguir, tras un intenso esfuerzo de
observación, que por aquel lado se acercaban cuatro hombres. Si como todo parecía
indicar, habían rodeado la casa metódicamente, y en igual número de hombres por
cada lado, el cálculo arrojaba dieciséis atacantes. Suponiendo que hubiesen dejado
uno para vigilar tan elevado número de caballos, el total era de diecisiete. ¡Diecisiete
pistoleros para destruir una familia que no contaba con un solo verdadero hombre!
Una rabia sorda, mordiente, acometió entonces a Kent Malone. Si no tenía aún
bastantes pruebas de que Brikatell era un asesino sin conciencia, aquella especie de
aplastamiento, aquella salvaje exterminación que dentro de unos instantes iba a
empezar, hubiera bastado para convencerle. Los revólveres le hicieron daño en las
manos, tan intenso era el deseo que sentía de ponerlos en acción.

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Los atacantes se iban aproximando. Ahora se mostraban más claramente, lo que
parecía indicar que, ante el silencio imperante, habían ganado confianza.
Kent entreabrió un poco más la puerta, con el pie. No hizo ruido. Quedó un espacio
suficiente para poder manejar los revólveres con comodidad.
Y entonces le vio uno de los pistoleros.
Había asomado tan sólo un resquicio de luna. Un relámpago de luz. Pero fue
suficiente para que aquel hombre se diera cuenta de que algo acababa de moverse en
aquel lado de la casa. Estaba ahora a unos veinte pasos de ella y llevaba un moderno
«Winchester» en las manos. Fue a levantarlo, y esto le perdió.
Había procurado no hacer ruido, pero el cañón del arma brilló siniestramente un
segundo. Kent, apretando los dientes, disparó dos veces, tirando a matar. A aquella
distancia, aun sobre un blanco casi invisible, no podía fallar. El pistolero lanzó un
aullido, mientras soltaba el rifle, y cayó al suelo, con la cabeza atravesada.
Fue la señal.
Los atacantes se dieron cuenta de que aquel silencio había sido ficticio, de que habían
estado a punto de caer en una trampa, y se arrojaron a tierra como un solo hombre.
Pero ya el viejo John tenía encañonado a uno de ellos. Se oyó una seca carcajada,
mientras su revólver hacía fuego. El que él había elegido como víctima dio un
tragicómico salto hacia atrás y quedó doblado sobre su rifle, con un agujero redondo
en medio del corazón.
Por su parte, la mujer no se había sentido nerviosa un solo momento. Sabía que
aquella lucha estaba perdida desde el principio y sólo le preocupaba vender su vida lo
más cara posible. Hizo crepitar su rifle, y un individuo de los que se arrojaban al
suelo, cayó un poco más lentamente que los otros. Los vivos quisieron caer; él, que
ya estaba virtualmente muerto, aún pretendió mantenerse en pie. Pero las fuerzas le
fallaron, y al tocar tierra, un espeso hilo de sangre comenzó a manar de su boca.
—¡No disparéis más!
Los del interior de la casa oyeron perfectamente la orden de Kent, y la obedecieron, a
pesar de que el éxito inicial les impulsaba a apretar más veces el gatillo, un poco
alegremente, como queriendo demostrar a la cuadrilla que no iba a ser fácil su
trabajo.
—¡Colocaos a un lado de las ventanas y no respondáis al fuego! Se hartarán de tirar,
pero eso no importa. Sólo pueden alcanzaros si tratáis de tirar vosotros también.
Calculaba que los gruesos troncos con que la casa estaba construida podrían, en
efecto, resistir el impacto de cualquier clase de proyectil.
Como Kent había supuesto, los asaltantes no concibieron nada mejor que organizar
un auténtico bombardeo, cribando cada ángulo y cada resquicio de la casa. La
cantidad de balas que en esos minutos atravesaron las ventanas o chocaron contra la
parte exterior de los troncos, fue increíble, y capaz de acabar con la moral de
cualquiera que no estuviese tan desesperado como los miembros de aquel grupo. Pero

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eso mismo demostró a Kent Malone que los atacantes estaban desorientados, que en
realidad no sabían qué hacer.
Resolvió esperar. Los que les sitiaban eran lo bastante hábiles y experimentados para
no permanecer demasiado tiempo indecisos.
Minutos después, los disparos se espaciaron, y hasta dio la sensación de que parte de
los atacantes se habían retirado, olvidando su propósito de ocupar la casa. En realidad
aquello fue para Kent la señal de que lo importante y decisivo comenzaba en aquel
momento.
Cierto que sólo una mitad de los atacantes disparaba. Pero era porque la otra mitad
estaba avanzando sigilosamente, cubierta por el fuego, buscando apostarse junto a las
ventanas y disparar a bocajarro contra las cabezas de los sitiados.
Kent gateó primero hasta el lugar del viejo John.
—Va usted a hacer una cosa. Colóquese al lado derecho de la ventana y dispare un
par de veces hacia fuera, pero hacia el lado izquierdo. Un tipo se arrastrará hacia ese
costado para, levantándose de repente, cazarle de cara y, aprovechando la sorpresa,
vaciarle un tambor entre las cejas. Usted, sin embargo, se habrá pasado ya al lado
izquierdo. El disparará sobre el vacío, y en cuanto se adelante un poco, tratando de
verle mejor, le tritura. ¿Entendido?
—O. K.
Kent gateó luego hacia la ventana defendida por la mujer, y ordenó lo mismo.
Convenía obrar rápidamente, porque los que se arrastraban debían ya estar muy
cerca. La mujer dijo que sí, que le comprendía y que haría todo aquello. Dijo también
que ojalá Dios le perdonase.
Y en aquel crítico momento, la chiquilla se puso otra vez a llorar. La madre,
angustiada, volvió la cabeza.
Fue en ese instante cuando apareció el tipo en la ventana. Era alto, delgado, y tenía
movimientos de reptil. Debió ver la cabeza de la mujer, vuelta hacia atrás, e hizo
fuego. Pero sólo llegó a rozarla. En el momento de apretar el gatillo, Kent le había ya
atravesado el corazón.
El hombre cayó hacia adelante y quedó doblado sobre el alféizar de la ventana. La
mujer chilló, chilló con todas sus fuerzas, perdido por completo el control de sus
nervios.
Kent corrió hacia ella, tratando de evitar que abandonase su puesto.
Para el viejo John, en cambio, la cosa parecía ser extraordinariamente divertida.
Había hecho lo que Kent le dijera. Había visto aparecer un tipo por el costado hacia el
que él hizo los disparos, un tipo que se había levantado rápidamente y vaciado un
tambor en menos de seis segundos, creyendo haberlo cazado de frente. Pero John le
aguardaba en el costado opuesto de la ventana, con el revólver a punto. Cuando el
otro se adelantó un poco, sorprendido, silbó:
—Perdón, angelito.

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Y empleó dos balas en ahorrarle los sufrimientos de este mundo. El pistolero cayó
hacia atrás. Entonces John se puso a reír entre dientes, y su risa casi coincidió con el
grito angustioso de su hija.
Quedaban vivos unos once hombres, según calculó Kent. Número más que suficiente
para enviar a él y a toda aquella familia al valle de Josafat. Cosa que empezaría a
ocurrir, sin duda, en cuanto pusiesen en práctica el único método aconsejable en
aquellos momentos.
Dos costados de la casa tenían ventana, el otro puerta, y el cuarto sólo una pared lisa
de troncos. Cuatro asaltantes pudieron acercarse hasta ella sin correr el menor riesgo
y sin que nadie les estorbase. Al ver que la resistencia ofrecida era realmente seria y
sobre todo que estaba dirigida por un hombre frío y sereno, decidieron incendiar la
casa. Naturalmente, empezaron por aquella pared.
Varias pacas de paja que había cerca amontonadas para las necesidades del ganado,
fueron apiladas junto a la pared. Luego, les prendieron fuego. Varias antorchas
llameantes cayeron también sobre el techo.
Y los defensores del interior no podían hacer absolutamente nada ante aquella nueva
forma de plantear el ataque, tan semejante a las empleadas por los indios con las
caravanas sitiadas. No podrían, además, salir por puerta ni ventanas, cuando la casa
se incendiase, porque los pistoleros les aguardarían para rematarles uno a uno, con
entera comodidad.
Kent empezó a pensar que él tal vez no hubiera sido un tipo muy recomendable, pero
que, de todos modos, morir achicharrado vivo, resultaba un poco exagerado. Y
empezó a pensar también cómo podría evitarlo.
No se le ocurrió absolutamente nada.
Los sitiadores habían dejado de disparar y aguardaban, sin duda, los resultados de su
maniobra. En el interior de la casa todos guardaban un hosco y temeroso silencio, a
excepción de la niña, cuyo llanto se había hecho más intenso. Sus gemidos eran lo
único que se escuchaba sobre el tenue crepitar de las llamas.
—¡Hay aquí una niña! —rugió Kent Malone—. ¡Dejadla salir a ella! ¡Dejadla salir,
canallas!
Pero nadie respondió. Una ira más sorda e intensa que la que había sentido hasta
entonces se apoderó de él.
—Voy a abrir brecha —susurró—. Salgan ustedes detrás mío. No esperaremos a que
nos rodeen las llamas.
La luna se había ocultado de nuevo, pero los fulgores del incendio iluminaban los
alrededores con entera claridad. Cuando Kent empezó aquello, sabía que era
imposible pasar desapercibido.
Abrió de repente la puerta, haciéndose a Un lado. Como había supuesto, los sitiadores
no estaban distraídos, y un verdadero huracán de plomo penetró por el hueco.
Kent aguardó, con todos los nervios en tensión. Sabía que el suyo iba a ser un salto
sobre la muerte. Y ansiosamente, fue contando los minutos. Uno, dos…

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Su intención era que los que disparaban quedasen un momento asombrados al ver que
no salía nadie, momento que él notaría por la escasa intensidad del fuego. Ése sería el
instante elegido para saltar.
Tardó unos cuatro minutos en producirse aquello. Cuatro minutos durante los cuales
los que estaban al otro lado de la puerta agotaron casi por completo las municiones de
sus cilindros y las llamas devoraron medio techo, amenazando derrumbarlo.
Cuando entre los disparos se produjo una especie de paréntesis, tan breve que sólo un
oído muy experimentado podía advertirlo, Kent Malone saltó.
Lo hizo hacia un lado y con los revólveres por delante. Su agilidad tuvo mucha
semejanza con la de un gato rabioso.
Vio a los tipos que habían disparado. Tres, colocados casi juntos, tendidos en el suelo,
pero sin demasiada precaución. Al ver saltar de la casa un tipo tan joven y ágil,
cuando no esperaban encontrar más que gentes atemorizadas e inútiles, los tres al
unísono lanzaron una maldición.
Kent disparó con los dos revólveres a la vez. Falló una bala, pero colocó la otra. Uno
de los pistoleros se encogió, lanzando un chillido. La bala le había picado bajo el
cuello, igual que un reptil. Kent disparó otras dos veces, y ahora sobre seguro. Los
otros dos pistoleros fueron alcanzados en la cabeza y soltaron sus armas al mismo
tiempo, sufriendo una doble y violenta contracción. «Ocho enemigos —pensó Kent
—. Todavía ocho…».
Pero de momento la puerta había quedado libre. La mujer salió con su hija en brazos,
abandonando el rifle. Kent las vio escapar con una sonrisa. Que ellas, al menos, se
salvasen… Pero de repente su sonrisa quedó cortada para transformarse en una
mueca de furia.
La mujer se había encogido, como si le hubiera fallado un pie y tratase de recobrar el
equilibrio. De improviso se encogió un poco más. Kent había estado tan atento a su
marcha, que ni siquiera escuchó el disparo, producido unas yardas a su izquierda. Vio
entonces cómo la mujer caía, con el pecho atravesado por una bala, que antes había
cercenado la cabeza de su hija.
Kent distinguió al individuo que había hecho el disparo. Era un tipo alto, delgado,
con barba negra. Tenía los labios torcidos en una mueca de satánico gozo. Había
aparecido por un costado de la casa, viendo a la mujer que corría, pero no a Kent, que
estaba tumbado y hecho un ovillo entre dos rocas.
Y tenía que haber visto también que aquella mujer llevaba una niña en los brazos.
Kent pudo haber saltado el cráneo del hombre de un solo balazo, pero quiso que se
diera cuenta de que iba a morir. Le avisó:
—¡Chist!
El otro se volvió para encontrarse con una sonrisa amable, placentera… y el ojo de un
revólver.
—Me ha gustado tu puntería, hermano.

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Había tanto odio en la fría cortesía de Kent Malone, que el otro lanzó una especie de
chillido, levantando el revólver. No lo hizo con la suficiente rapidez, pues el asombro
aún le tenía petrificado. Kent disparó contra su mano, desarmándolo.
Luego la cosa fue sencilla.
En cualquier momento podía llegar otro de los gorilas y cribarle por la espalda, pero
eso no le importaba. Ahora aquel tipo era suyo. Y le obsequió con una bala en la
pierna derecha que le hizo levantarla, llevándose ambas manos a la herida. Luego,
Kent subió un poco más arriba. La cadera. Un poco más a la derecha. El vientre. Tres
nuevas balas, disparadas con una celeridad asombrosa, fueron subiendo desde el
pecho hasta la cabeza, donde se alojó la última.
Y hecho esto, Kent se volvió como un reptil, colocándose espaldas a tierra. Sabía que
alguien estaría acercándose a él. Y no se equivocó.
Dos hombres venían corriendo, desorientados aún, sin saber exactamente de dónde
procedían los disparos. Kent Malone los pudo cazar con facilidad. Casi fue
demasiado sencillo. Apretó dos veces el disparador, empleando sus dos últimas balas,
y ambos hombres cayeron a un tiempo, alcanzados mortalmente.
Aquello se estaba transformando en la derrota más sangrienta que jamás había sufrido
el granuja de Brikatell.
Kent había calculado que quedaban unos ocho hombres, de los cuales acababa de
eliminar a cuatro. Pero como uno estaría probablemente guardando los caballos, lo
más seguro era que allí cerca quedasen tan sólo tres enemigos en pie.
Se acercó, arrastrándose, a la casa. Tenía los revólveres descargados, y si en ese
momento hubiese aparecido un nuevo gorila, no hubiera dispuesto de ninguna
posibilidad de salvarse. Pensando en ello, Kent recorrió de un solo salto las últimas
yardas que le separaban del edificio en llamas.
Lo primero que vio fue al viejo John muerto en el umbral de la puerta que separaba
las dos habitaciones. Sin duda había intentado salir también, y una bala, entrando por
la ventana, le había atravesado la cabeza. Lo segundo que vio fue al hijo de la muerta,
el único superviviente de la familia, quien, sin dejarse dominar por el miedo, seguía
reuniendo las municiones y separándolas por calibres, a fin de no confundirse. Había
recogido además el revólver de su abuelo y en este momento lo estaba cargando
también.
Kent se dijo, admirado, que aquel muchacho era un valiente, un auténtico cachorro de
león.
—Vamos a salir de aquí —dijo—. ¡Dame ese revólver! El muchacho se lo lanzó,
recogiéndolo Kent en el aire.
—Haz lo que yo haga.
—Sí… Sí, señor…
Kent se acercó gateando a la puerta, sin hacer el menor ruido. Y eso le sirvió para
escuchar, a un costado de la abertura, una respiración afanosa e inquieta. Sin duda
uno de los pistoleros, no deseando incurrir en las mismas equivocaciones que sus

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secuaces, se había apostado allí, esperando que alguien apareciera para vaciarle un
tambor en el cuerpo.
Kent sonrió y luego miró al techo. Su sonrisa quedó cortada.
Lo más prudente era salir por una de las ventanas; claro. Pero para eso tenía que
aguantar el techo. Y el techo ofrecía aspecto de ir a desplomarse sobre sus cabezas,
envolviéndoles en llamas, de un momento a otro.
Kent supuso que los tres pistoleros se habrían distribuido del siguiente modo: uno
junto a la puerta y dos junto a las ventanas.
—No te muevas de aquí —dijo al muchacho—. Voy a intentar hallar una salida.
En ese momento se derrumbó parte del techo. El suelo de la casa quedó tapizado de
pedazos de madera ardiendo.
—Chilla —le dijo al muchacho—. Chilla, como si te estuvieses abrasando.
El otro comprendió y empezó a berrear de una forma que hacía polvo los nervios.
Kent se acercó a una de las ventanas, la del comedor, y arrojó por ella una almohada
que previamente había retirado del dormitorio. Dos balas la atravesaron antes de que
cayera al suelo, y las dos procedían del lado izquierdo.
En realidad, Kent, ya se había dado cuenta de ello, antes de que la pieza tocara tierra.
Su reflexión fue instantánea, y su actuación también. Sacó tan sólo un brazo por la
ventana y empezó a disparar como un loco, trazando con su revólver un movimiento
de arriba abajo. Una bala le atravesó los músculos, junto al hombro, pero no por eso
dejó de hacer fuego. Escuchó muy cerca la violenta contracción de su adversario,
alcanzado de lleno, y luego la caída. No se fió aún. Había reservado una bala y la
disparó hacia el suelo, justo en el instante de sacar la cabeza. El pistolero que, aún
mortalmente herido, se aprestaba a disparar, la recibió en el pecho y quedó inmóvil,
con los brazos abiertos.
Kent vio que el muchacho, con una diligencia extraordinaria, había cargado ya sus
dos revólveres, los mismos que él, al entrar, arrojara al suelo.
—Gracias. Sígueme.
Saltó por la ventana, sin que nadie le molestara. Pero apenas había puesto los pies en
el suelo, cuando el tipo que aguardaba junto a la puerta de la casa dobló la esquina de
ésta. Sin duda le habían alarmado los disparos y quería saber lo ocurrido. Kent lo
recibió con una doble descarga que lo abatió, antes que se diera cuenta de lo que
estaba sucediendo.
Probablemente solo quedaba un enemigo en torno a la casa. ¡Uno tan sólo, como
resto de la enorme cuadrilla que Brikatell enviara para exterminarlos!
Kent se dirigió al muchacho:
—¿Hay aquí algún sitio bueno para dejar los caballos?
—Una explanada a menos de media milla. Posiblemente los han dejado allí.
—¿Y los del rancho?
El muchacho bajó la cabeza.

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—Nos los mataron todos hace tres días. Por eso suponíamos que de un momento a
otro nos tocaría el turno.
—Está bien. Caminaremos media milla. Aunque forzosamente han debido dejar los
caballos más cerca, porque el ruido de los cascos se oía con mucha nitidez.
Kent y su joven amigo iban a marchar, haciendo caso omiso del pistolero
superviviente, pero en ese momento ocurrió algo.
Se derrumbó la casa.
El fuego había ya mordido en ella con tal intensidad, que el derrumbamiento fue
repentino, total. Con una especial angustia, Kent no pudo menos que pensar lo que
habría sido de ellos si se hubiesen entretenido un par de minutos más.
Y al derrumbarse la casa apareció el pistolero, que estaba al otro lado, apostado junto
a la ventana del dormitorio.
Fue cuestión de serenidad y rapidez. Los dos tuvieron ambas cosas y los dos
comprendieron que entre su vida y su muerte no mediaba más que una décima de
segundo. Al mismo tiempo, dispararon, pero Kent lo había hecho desde el suelo, al
que se había arrojado en seguida, mientras que su enemigo seguía en pie.
Por poco tiempo.
La bala disparada por Kent le alcanzó en un costado. Se inclinó, tratando de correr
hacia atrás y haciendo aún un esfuerzo desesperado para levantar su revólver. Una
bala más certera lo envió como fulminado hacia el suelo.
Kent, entonces, se levantó poco a poco. No había enemigo a la vista, pero convenía
alejarse de las llamas, porque el que, probablemente vigilaba los caballos podía
volver, y a la luz de la hoguera, el muchacho y él eran dos blancos difíciles de fallar.
Se alejaron, pues, unos treinta pasos, y desde allí, contemplaron el desastre.
Los sicarios de Brikatell habían conseguido, sin duda, su objetivo, que era destruir el
rancho y eliminar sin piedad a las gentes que lo ocupaban. ¡Pero a qué precio! Aquí y
allá yacían cadáveres en las posturas más variadas, unos sujetando aún el rifle, otros
con los brazos abiertos o arañando la tierra. Algunos, sin duda, debían estar
achicharrándose entre las pavesas de la casa que ellos mismos habían incendiado,
pero sin sufrir ya.
El muchacho, con lágrimas en los ojos, se persignó. Kent Malone le acarició la
cabeza.
Echaron a andar los dos juntos, con gran precaución, procurando hallar el sitio donde
los pistoleros habían dejado sus caballos. Lo encontraron fácilmente, porque el
camino del rancho conducía a él. Era una pequeña explanada donde diecisiete
caballos estaban amarrados por las bridas, unos a otros, vigilados por un hombre. Ese
hombre parecía el tipo más tranquilo del mundo.
Kent le vio encender un cigarro. Sin duda el pistolero había oído la fenomenal
zarabanda de disparos, pero interpretándola en el sentido de que sus compinches se
estaban divirtiendo de lo lindo con el trabajo. Ahora llegaba hasta él el resplandor de
las llamas, señal inequívoca de que todo había terminado, y debía estar esperando que

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la tropa de granujas llegase de un momento a otro. Mientras tanto, se había propuesto
contemplar las estrellas entre las volutas de humo de su cigarro.
Pero en lugar de los dieciséis pistoleros, lo que apareció fue un solo tipo. Un tipo
joven, alto, con las ropas destrozadas y una sombría expresión en el rostro.
Y debajo del rostro y de la sombría expresión, brillaba, siniestro, un revólver.
—¡Quietas las manos!
Al guardián se le iban los dedos hacia los revólveres. Pero aquella voz autoritaria y
seca bastó para inmovilizarle.
—No quiero matar a nadie más. Tienes suerte. ¡Desátate el cinturón!
En el mismo llevaba dos revólveres. Sus manos fueron lentamente hacia la hebilla,
pero en ese momento vio que su enemigo, sin duda reventado por la lucha, cerraba un
momento los ojos y respiraba fuerte, como si hubiese estado a punto de sobreponerse
a un desvanecimiento.
Era su oportunidad. Brikatell le cubriría de oro si le entregaba el cadáver del hombre
que había deshecho a la cuadrilla entera.
Vio que el joven, además, sostenía el revólver con la mano izquierda, porque en el
brazo derecho, junto al hombro, tenía una amplia mancha de sangre. No podría tirar
con la suficiente rapidez.
Desvió las manos y asió las culatas de sus revólveres.
—¡Cuidado!
El muchacho, que venía un poco detrás, había advertido a Kent.
—¡Maldito!
Kent Malone disparó cuando el otro ponía sus revólveres en línea de tiro. Disparó
todas sus balas, fríamente, aun sintiendo cómo un dolor sordo le estrujaba el corazón.
Aquella noche había sido la más sangrienta, la más terrible de su vida entera.
El pistolero cayó, atravesado, sin tiempo siquiera para apretar el gatillo una vez.
Diecisiete hombres.
Brikatell había quedado prácticamente sin cuadrilla. Hasta que la rehiciese
contratando a nuevos pistoleros, estaría a merced de cualquier hombre audaz.
Y Kent Malone se propuso aprovechar del todo aquella fantástica noche. Pero antes
tenía que encontrar un buen cobijo para el muchacho.

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CAPÍTULO VIII

EL TEMERARIO

—Bueno, jovencito. Es hora de que me digas cómo te llamas.


El muchacho envolvió a Kent en una mirada de admiración. Le habían enseñado que
en el Oeste los revólveres eran la ley y que los que sabían manejarlos eran reyes.
Siendo así, el hombre que él había acompañado tras ayudar a su familia, debía ser una
especie de coloso, que podía hacer suyo cuanto apeteciera en la vida.
—Me llamo Edgar —dijo—, y tengo doce años.
—Buena edad. Pero… francamente, me sabe mal lo que voy a tener que hacer
contigo.
—¿Qué intenciones tiene? —preguntó Edgar, bruscamente alarmado—. ¿Va a
abandonarme?
—No es eso lo peor. Es que voy a tener que abandonarte en el dormitorio de una
mujer hermosa.
El muchacho se encogió de hombros, tratando de dominar su montura. Estaba claro
que lo de «mujer hermosa» no significaba nada para él.
—Y usted, ¿adónde va a ir?
—No te preocupes. Me quedaré cerca.
Moderaron más aún el paso de sus monturas. Se estaban acercando peligrosamente a
la mansión de Brikatell.
En ésta, al parecer, nada sabían aún de lo ocurrido. Kent había supuesto que si
liberaba a todos los caballos, éstos volverían en tropel hacia la cuadra, sembrando la
alarma al aparecer por allí sin jinetes. Por eso sólo se habían apropiado de dos,
dejando a los otros bien sujetos. A la mañana siguiente ya los desataría alguien, o
ellos mismos conseguirían liberarse, cuando tuviesen hambre.
Cerca del parque que había sido escenario de sus peleas durante la primera parte de la
noche, ambos descabalgaron, teniendo la precaución de atar sus caballos a un árbol.
—¿Dónde vamos? —preguntó Edgar en voz baja, casi inaudible, acercándose mucho
a él.
—A esa casa tan bonita que se ve entre las sombras. Procura no sorprenderte por nada
de lo que ocurra y, sobre todo, no te asustes.
—¿Asustarme yo?
Habían llegado ya al pie de la lujosa mansión, sin que nadie advirtiera su presencia.
Kent notaba un insufrible escozor en la herida, y la pérdida de sangre le había
debilitado en gran manera. Pero había comprendido ya que la bala no estaba alojada
en sus músculos, sino que le había rozado tan sólo, produciendo una herida que no
sería grave si conseguía que le atendiesen aquella misma noche. Ahora bien,

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conseguir que alguien le atendiese allí era como soñar en ver a Brikatell practicando
la caridad en una colonia de leprosos.
No fue difícil penetrar por una ventana de la planta baja. En las villas estilo colonial,
como la que ahora poseía Brikatell, todo estaba construido para vivir entre gentes de
confianza. Una vez dentro se encontraron en un pasillo que conducía a un gran
vestíbulo. Lo siguieron.
En el vestíbulo, como había supuesto, comenzaban unas hermosas escaleras de
madera labrada. Más allá, tras una gran puerta de cristales, estaba la sala donde
habían celebrado la fiesta. Kent y el muchacho subieron sigilosamente al piso
superior, donde sin duda estaban los dormitorios. Había allí, en efecto, al fin de la
escalera, otro vestíbulo rodeado de puertas cuidadosamente pintadas de blanco, tras
las que estaban sin duda el dormitorio de Brikatell, el de alguno de sus guardianes de
confianza y posiblemente, al menos por aquella noche, el de su flamante prometida.
Todo esto lo pensó Kent mirando las cerradas puertas. Y se preguntó entonces cuál
sería el dormitorio de Coral, único sitio lo bastante seguro en aquellos momentos para
dejar al muchacho.
En sus años de vagabundaje por los poblados del Oeste, había hecho de todo, incluso
evadirse algunas veces de la cárcel. Y eso le había dejado, entre otras habilidades, la
de abrir puertas sin causar el menor ruido. De modo que se decidió a correr el riesgo
de una equivocación.
Abrió con el mayor sigilo la puerta situada más a la izquierda. Vio que era un
dormitorio bastante bien instalado, sobre cuyo lecho descansaba un cow-boy vestido.
No se había quitado ni siquiera los revólveres, y en este momento fumaba
parsimoniosamente. Como estaba mirando al techo, no se dio cuenta de que la puerta
se abría un par de pulgadas. Kent, de todos modos, la cerró al instante, apretando la
culata de su revólver.
Fue a la puerta contigua. Ésta estaba cerrada por dentro con un pestillo, síntoma
indudable de precaución femenina. ¡Aquél era el dormitorio de Coral!
Kent se arriesgó. Llamó con los nudillos, muy suavemente, teniendo al mismo tiempo
preparado el revólver. En los bolsillos de Edgar quedaban aún suficientes balas para
cargarlo un par de veces. Si el pistolero de la habitación contigua asomaba la cabeza,
le vaciaría entre las cejas un tambor entero.
Pero no asomó la cabeza un pistolero, sino una especie de ángel. Siempre que Kent
veía a Coral le ocurría lo mismo. Se le nublaron los ojos, una cosa suave le obstruía la
garganta y sentía deseos de abofetear a aquella mujer o de besarla hasta que se
asfixiase. Todo esto resultaba muy intranquilizador y denotaba, sobre todo, que en
presencia de la mujer no era dueño de sus nervios. Ahora le ocurrió lo mismo. Pero
Coral se asustó tanto al verle, que fue ella la primera en perder la serenidad. Trató de
cerrar bruscamente la puerta.
—¡Tú! —barbotó, mientras hacía esfuerzos para impedirle la entrada.
—Sí, yo, paloma. ¿Tanto te sorprende?

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Dio un empujón a la puerta y la abrió por completo. La muchacha quedó en el
umbral, roja de indignación. Vestía un salto de cama vaporoso y suave que dejaba ver
un poco y adivinar mucho más. Kent empezó a pensar que iba a marearse.
—¿A qué has venido, granuja?
El joven hizo pasar a Edgar. Coral tuvo un sobresalto al ver allí a aquel muchacho
desconocido y con el rostro y las manos completamente negros de pólvora.
—Pero ¿qué es esto?
Kent cerró cuidadosamente la puerta. El pistolero de la habitación contigua podía
oírles.
—Este muchacho es el único superviviente de una familia a la que los pistoleros de
Brikatell han aniquilado. Eran los dueños del último rancho que le quedaba por
usurpar.
—Pero no les ha salido barato —susurró Edgar con una voz extrañamente fría para
un muchacho de sus pocos años—. ¡Han muerto diecisiete hombres!
Las facciones de Coral se habían ensombrecido de repente.
—Creía que Brikatell se había hecho ya con todos los ranchos contiguos al río —dijo.
—Quedaban dos. Y en ambos ha empleado el mismo método.
Kent vio que una luz especial había nacido en los ojos de la muchacha. Una luz llena
de cordialidad, de compasión, que hacía sus ojos doblemente hermosos. Parecía todo
lo contrario de una aventurera: una mujer que hubiese sufrido mucho, que hubiera
pasado por muchos trances y que ahora tratase de ayudar a alguien tan desvalido
como ella. Kent se sintió irresistiblemente atraído por la expresión de la muchacha,
pero se dijo, ya en aquel mismo instante, que ambos no eran sino dos enemigos.
—Quiero que ocultes a este muchacho —susurró—. No tiene adónde ir y yo no he
sabido en qué lugar ocultarlo. Tú conoces perfectamente la casa de Brikatell y sabrás
cómo protegerle.
Coral seguía mirando al muchacho. Éste se acercó y le tendió la mano.
—Me llamo Edgar —dijo.
—Yo me llamo Coral. Trataré de ayudarte.
Se estrecharon las manos. Kent, a pesar de su herida, a pesar del riesgo que corrían
todos en aquel momento, no pudo evitar que a sus labios asomase una conmovida
sonrisa.
De pronto, los ojos de la muchacha fueron hacia él.
—¡Estás herido! —susurró Coral, acercándose.
—Sí, una rozadura.
Coral examinó la herida, apartando los jirones de la camisa.
—No es grave, pero necesitarás limpiarla, al menos. Yo puedo hacerlo.
Se acercó al armario y extrajo de allí un maletín donde había todo lo necesario para
pequeñas curas. Volviéndose a Kent, ordenó:
—Siéntate. Tú, Edgar, échate un rato en la cama; tienes aspecto de estar reventado. Y
un sueño, aunque sea breve, te sentará bien.

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El muchacho obedeció. Jamás había estado en una cama tan grande, tan limpia y tan
perfumada como aquélla. Era tan bonita, que a uno le fastidiaba dormirse y dejar de
contemplarla. Kent, por su parte, tomó asiento en una pequeña butaca.
—Nunca me he arrodillado ante un granuja, pero esta vez lo haré —musitó Coral.
Recortó los jirones de la camisa y empezó a limpiarle la herida. Kent, viéndola
trabajar, pensaba que aquella muchacha era lo más delicado y apetecible que había
visto en su vida. Besar aquellos labios debía ser mucho más importante incluso que
besar los de la endiablada Leonor. Pero trató de dominarse pensando que, al fin, bajo
su apariencia de ángel, coral no era más que una aventurera dominada por la
ambición.
—Parece increíble que una mujer como tú haya pensado alguna vez en unirse a
Brikatell —dijo, apretando los labios.
—No lo he pensado. Ya te lo dije.
—Pero duermes en su casa…
—Con la puerta cerrada. Acabas de comprobarlo. Kent se mordió los labios otra vez.
—Cada uno lucha como puede— dijo Coral—. Cada uno lucha con sus armas.
—Todo esto estaría muy bien si no fueses una aventurera dominada por la ambición.
Si no tratases de apoderarte de lo que jamás ha sido tuyo.
—Tampoco ha sido Brikatell —cortó secamente ella—. Y por otra parte, tú intentas
lo mismo.
—Pero yo había sido dueño de casi todos los territorios que ahora domina ese tipo.
No trato más que de recobrar lo que fue mío.
Coral guardó silencio. Y en silencio terminó de lavar y vendar la herida.
—No es nada grave. Podrás mover bien el brazo dentro de quince días si esto no se
infecta. Pero no hagas tonterías.
—No las haré si no me obligan a ello.
Se puso en pie. Fue en aquel momento cuando, al dirigir una mirada de reojo hacia el
lecho, vio que Edgar se había dormido. Se había dormido llorando, además, porque
en sus mejillas se marcaban los surcos de las lágrimas. Sin duda, el recuerdo de los
suyos debía atormentarle. Y fue en ese momento precisamente cuando Kent Malone
sintió vivamente que estaban sin testigos frente a una mujer adorable, una mujer a la
que siempre había deseado besar. La tentación fue tan fuerte que tuvo que cerrar los
ojos para no caer en ella.
Coral le miraba sonriendo, con una especie de desafío. Lo vio al abrir los ojos de
nuevo.
Y entonces sus labios se cerraron sobre los de la mujer. Fue un beso rápido, pero
lleno de pasión y de violencia por su parte. Ella no se movió.
Al apartarse Kent, Coral seguía mirándole con la misma expresión de insolente
desafío.
—Nunca podremos ser nada uno para el otro —susurró Kent—. Sólo dos enemigos.

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La apartó con cierta violencia y salió de la habitación. En el vestíbulo superior,
aparentemente, todo seguía en calma. Descendió rápidamente por las escaleras y salió
empleando la misma ventana que había utilizado para entrar.
La noche era serena, quieta, y ahora una luna majestuosa navegaba por el horizonte.
Kent pensó que, a pesar de cuanto había dicho a la muchacha, ésta se hallaba,
dominándole como una obsesión, en todo su ser.
Y de pronto la oyó gritar. Eran unos gritos desgarradores, angustiosos. Sonaban en la
habitación que él había abandonado unos minutos antes.

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CAPÍTULO IX

SIN CONCIENCIA

Lo primero que pensó Kent fue entrar de nuevo en la casa e intervenir. Tenía en la
mano un revólver cargado y unas ansias locas de acabar con aquel granuja de
Brikatell. Si no había entrado en su dormitorio para descerrajarle un tiro mientras
descansaba es porque eso era propio de asesinos cobardes.
Siguiendo ese impulso, dio un salto hacia la ventana que aún continuaba abierta. Pero
de improviso lo pensó mejor.
Fuera cual fuese la clase de ataque que Coral acababa de sufrir, no había sonado un
solo disparo. Y eso parecía indicar que seguía viva.
Uno de los pistoleros preguntaba a Brikatell qué hacía con un muchacho al que había
sorprendido en la habitación de Coral y al que le había dado un par de culatazos
dejándolo sin sentido.
—Despáchalo —dijo Brikatell, sin dar la menor importancia a la orden—. Tú mismo.
Una bala en la cabeza.
El pistolero torció otra vez los labios.
—O. K.
Subió por la escalera, sin darse mucha prisa, repasando tranquilamente la carga de sus
revólveres. Kent Malone pensó en el pobre Edgar, sacrificado a los doce años por una
bestia como aquélla, y su ira fue tan intensa que enderezó el revólver y estuvo a punto
de apretar el gatillo cuando menos le convenía hacerlo.
Comprendió que tenía que darse prisa. El pistolero no perdería demasiado tiempo con
un chiquillo.
Esperó a que pasara junto a él el grupo conduciendo a la muchacha y sostuvo incluso
la respiración unos instantes, a fin de que no le oyeran. Tuvo que dominar un violento
deseo de vaciarle la cabeza a Brikatell. Si lo hacía eliminaba a su peor enemigo, pero
Edgar, y sin duda también Coral, morirían acribillados por los pistoleros. Había que
obrar, dentro de aquellas trágicas circunstancias, con toda la calma posible.
Se introdujo por la ventana abierta, penas Brikatell y sus gorilas se hubieron perdido
de vista. Evidentemente, nadie sabía que había estado allí, puesto que nadie parecía
buscarle.
Subió las escaleras con la agilidad y el silencio de un gato. En el vestíbulo superior
vio abiertas todas las puertas. Se dirigió en línea recta al dormitorio de Coral.
En estos momentos Edgar acababa de recobrar el conocimiento. Y vio frente a sí a
aquel tipo que, con una fría sonrisa en los labios, le encañonaba con su revólver.
—¡No! —susurró el muchacho—. ¡No!

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Cualquiera hubiese tenido, al menos, una frase de compasión para él. Hasta el más
desalmado de los pistoleros le hubiese dicho: «No sufrirás mucho», o algo por el
estilo. Pero aquel tipo le espetó solamente:
—¡Cállate, idiota!
Y levantó el martillo.
—Es extraño. Debe ser espíritu de imitación. Cada vez que veo disparar un revólver,
me entran ganas de hacer lo mismo.
El pistolero lanzó un aullido, volviéndose con la rapidez de un reptil Kent Malone, a
su espalda, tenía calculado el tiro para destrozarle el cuello apenas se volviese hacia
él. Pero falló el disparo. Únicamente le atravesó el brazo armado, haciéndole soltar el
revólver.
—¡Recógelo! ¡Muere con él en las manos!
El pistolero, con la boca entreabierta, temblando sus labios deformes, se inclinó. Pero
no para recoger el revólver. Apenas estuvo en una postura favorable, tomó impulso
con una pierna y se lanzó de cabeza contra Kent, esperando derribarle. Era ágil y
tenía una corpulencia de leñador de Washington. Kent, cogido de sorpresa, cayó hacia
atrás, sin acertar a apretar el gatillo. Los dedos de su enemigo burearon cruelmente
desgarrarle la herida, mientras con la otra mano trataba de sujetar el revólver.
A Kent no le importó que le hiciesen sangre otra vez. Hizo fuerza en el brazo
izquierdo para que su enemigo no pudiera inmovilizárselo. Levantó el revólver y vio
la cara de horror de su enemigo.
Pero no disparó. No quería que aquel tipo le manchase demasiado con su sangre. Un
poco sí. Con el cañón del revólver, manejando sabiamente el punto de mira, dio un
«repaso» a la cara de su adversario. Éste, con la piel cubierta de trazos
sanguinolentos, lanzó un aullido, mientras daba un salto hacia atrás.
Intentó recoger su revólver. Kent no lo impidió. Dejó que lo empuñase, que lo
levantase incluso poniéndolo en disposición de tirar.
Entonces dispararon. Dio la sensación de que lo habían hecho los dos a la vez. Pero
un oído acostumbrado a los disparos se habría dado cuenta de que el revólver de Kent
acababa de ladrar un décima de segundo antes. La nueva bala desarmó otra vez a su
enemigo, que se lanzó hacia atrás, hacia la ventana, con un gesto de horror. Llegó a
tocar el alféizar, pero al hacerlo una luz rojiza brilló antes sus ojos. Quedó tendido en
el suelo, con un agujero en la sien.
El muchacho, todavía mudo de horror, se acercó a Kent Malone.
—Es usted todo un tipo, señor —dijo balbuceando—. Jamás creí que se pudiera
disparar tan… tan… rápidamente.
—A mi lado aprenderías cosas peores aún, muchacho. Por eso he querido retenerte
conmigo el menos tiempo posible. Ahora vas a hacer dos cosas: darme las balas que
lleves encima y encerrarte en esta habitación a cal y canto, ¿entendido? Pero no dejes
de vigilar por la ventana. Si ves que se acercan los tipos que os golpearon hace poco,

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esperas a que entren en la casa y luego saltas tú. Asiéndote a esas enredaderas no te
será difícil.
El muchacho le tendió ocho proyectiles, que Kent guardó en sus bolsillos.
—Haré lo que usted diga.
Kent le acarició los cabellos con un rápido movimiento. Fue a salir y, ya en la puerta,
se volvió.
—Al entrar esos tipos aquí, ¿dijeron algo?
—Sí. Que habían estado preparados para capturar a aquella señorita mientras
durmiese. Pero el que parecía mandar a todos dijo, al verla despierta, que así sería
más divertido. Y salió de la habitación y de la casa. Parecía más que nunca un diablo
vengador, un diablo que aquella noche hubiese decidido alimentarse con sangre.

* * *

Coral, entretanto, había sido amarrada a la mesa.


—Todo va a ser muy divertido —dijo Brikatell—. Sujetadla bien. ¡Quiero que no
pueda mover un solo dedo!
Los dos esbirros lo hicieron así. Coral quedó brutalmente amarrada a la amplia mesa
de donde antes ayudara a huir a Kent. Sumariamente vestida, estaba arrebatadora. Era
como para no olvidar jamás que se había visto una mujer así, tan hermosa, tan pura.
Los ojos de Brikatell brillaron con una expresión donde el deseo se mezclaba al odio.
—¡Tú nos has traicionado! —rugió—. ¡Tú ayudaste a huir a Kent Malone!
Coral sonrió con una burlona expresión de desafío.
—Sí. Le ayudé a escapar. ¿Y qué?
Brikatell empuñó el látigo que había pertenecido a Calbert. Lo hizo silbar y lo aplastó
sin compasión sobre el pecho de Coral, que lanzó un incontenible aullido de dolor.
—¿Y qué? ¡Esto!
Frías gotitas de sudor perlaban su frente. Sus ojillos de reptil despedían chispas.
—Nos crees muy tontos —rugió—. ¿Imaginas que no te vio nadie entrar aquí
mientras Calbert se disponía a despachar a ese perro de Malone? ¿Supones que no
hubo nadie que luego te viera hablar con él?
—Cuando ayudé a Kent Malone sabía ya a lo que me exponía.
Brikatell hizo silbar el látigo de nuevo y lo aplastó contra la fina piel de la muchacha.
El golpe fue tan brutal que hasta sus dos guardaespaldas, que estaban acostumbrados
a todo, tuvieron que cerrar los ojos.
Hacía ya un par de minutos que Kent Malone escuchaba desde el otro lado de la
puerta.
El revólver le hacía daño en las manos, tan violento era de deseo que le dominaba de
empujar la puerta y emplearlo sin compasión. Pero se había propuesto conservar la

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serenidad, que era su mejor arma en aquellos momentos, y logró contenerse. Sólo al
oír el segundo chasquido del látigo sintió que un sabor a sangre le llenaba la garganta.
—¿Qué es lo que pretendías, estúpida? —rugió Brikatell—. ¿Destruirme?
¿Destruirme a mí?
Coral, pese al dolor que la destrozaba, rió secamente. Fue en aquel momento cuando
Kent sintió una violenta admiración hacia la muchacha, cuando se dijo que, además
de ser la más hermosa que había conocido en su vida, era también la más valiente.
—Quizá tuviste también algo que ver en la muerte de Lugan —silabeó Brikatell—.
Me he enterado de que tenías hombre trabajando por tu cuenta en el río. ¿Fueron
ellos?
La muchacha rió otra vez. Cada una de sus secas y breves carcajadas era para
Brikatell como el peor de los insultos.
—Lugan era un canalla —silbó—. Debí haberle matado yo, pero no pude. Fue Kent
Malone quien se encargó de hacerlo.
—¡Kent Malone!
Brikatell estuvo a punto de sufrir una crispación nerviosa. Rojo de ira, levantó dos
veces el látigo y dos veces lo dejó caer sobre la piel de la muchacha. Los gemidos de
ésta hicieron sufrir una crispación a todos los músculos de Kent Malone. Empezó a
contar hasta diez. Intervendría cuando hubiese terminado.
—¡Esta noche te arrepentirás de haber nacido!
Se oyó silbar el látigo otra vez. Brikatell no tenía tanta fuerza en el brazo como
Calbert, pues su especialidad era el revólver, pero aun así, el castigo que estaba
infligiendo a Coral era salvaje e inhumano. La muchacha se retorcía impotente, tras
haber llegado ya al paroxismo del dolor.
Kent levantó un poco el revólver, dispuesto a entrar «Para Brikatell la primera bala».
Pero en aquel momento bendijo la prudencia que le había impulsado a reservarse y no
obrar precipitadamente. Alguien se acercaba corriendo hacia allí. Era, sin duda, uno
de los gorilas de Brikatell y, de haber penetrado antes él, habría podido cazarle
fácilmente por la espalda.
Kent se hizo a un lado de la puerta, semiocultándose entre el ramaje.
Vio al que se acercaba. Era un cow-boy alto, delgado, de facciones depravadas. Venía
cubierto de sudor, y se adivinaba por la expresión de su rostro que era portador de
algún trascendental mensaje.
Su precipitación le impidió darse cuenta de la presencia de Kent. Entró como una
exhalación en busca de Brikatell.
—El rancho… —balbució.
—¿Qué rancho? ¿De qué hablas?
—Los diecisiete hombres que fueron a liquidar ese rancho junto al río. Todos…,
todos han muerto.
Dentro de la habitación se oyó un grito semejante al rugido de una fiera.
—¿Cómo lo sabes? ¿Los has visto tú mismo?

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—Sí. No podía comprender por qué no regresaban aún. Entonces he ido a galope
hasta allí. El rancho está incendiado y sus habitantes han muerto, pero también
nuestros hombres estaban todos rociados con plomo. Uno de ellos, Johnson, aún no
había muerto. Me dijo que se enfrentaron con Kent Malone.
—¡Kent Malone!
Otra vez aquel nombre escapó como un rugido de la garganta de Brikatell.
—¡No es posible! ¡Un hombre solo, aunque tire endiabladamente bien como ése, no
pudo acabar con diecisiete pistoleros escogidos! ¡En ningún lugar del Oeste se ha
visto jamás una cosa así!
—No fue él sólo quien los mató. Creo que organizaron la resistencia dentro de la
casa. Tiraron a dar, y a lo que parece, no perdieron una sola bala. Luego ese Kent
Malone salió. Y a campo abierto acabó con los que quedaban. Johnson fue de los
últimos en caer.
Brikatell pareció dominado por una crisis nerviosa. Se retorció, apretó los puños, se
mordió ferozmente los labios, hasta hacerse sangre.
—Si es así, ¿dónde está Kent Malone? ¡Tenéis que traerlo! ¡Buscadle por todas
partes! ¡Quiero saber dónde está!
Kent empujó suavemente la puerta. Empuñaba el revólver y una despectiva sonrisa
había florecido en sus labios.

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CAPÍTULO X

LUCHA A MUERTE

—¡Estoy a tu disposición, John Brikatell, cobarde asesino de niños y mujeres!


La voz de Kent había sonado como un trallazo. Brikatell, que llevaba el revólver
debajo de su levita —pues al esperar al fin de la noche para caer sobre Coral no había
creído que tuviera que hacer uso de las armas—, comprendió que no podría «sacar» a
tiempo, y se lanzó, aullando, bajo la mesa a la que estaba amarrada la muchacha. El
cow-boy que había traído el mensaje quedó quieto, atónito, sin comprender aún, no
sabiendo si aquello era realidad o un maldito sueño. Kent pudo haberle vaciado dos
balas en la cabeza, para eliminar enemigos, pero no lo hizo.
Le interesaban más los dos esbirros situados al fondo de la habitación. Éstos habían
recobrado la serenidad mucho más pronto.
Sacaron los dos simultáneamente, mientras Kent, encogiéndose, los dientes apretados
en una mueca de rabia, trazaba un alucinante movimiento de abanico con su revólver.
Dos balas aullaron en busca de sus presas, y ambos pistoleros cayeron con dos
heridas exactamente iguales: dos agujeros redondos, rojos, en el centro geométrico de
la frente.
El mensajero, entretanto, había salido de su marasmo. De haber obrado con rapidez
pudo haber acabado con Kent antes de que éste lograse desviar su revólver. Pero el
mismo miedo que le dominaba le perdió. Desenfundó su revólver con tal lentitud, con
tales ademanes de novato, que tuvo que terminar su trabajo en el otro mundo. Kent le
descerrajó dos balazos antes de que pudiera siquiera sacar medio cañón de la funda.
Quedaba Brikatell, el más importante. Éste había sacado ya, pero no estaba decidido
a enfrentarse en duelo, a aquella distancia, con el dueño de un revólver tan rápido. Se
irguió rápidamente, y antes de que Kent pudiera evitarlo apretando el gatillo, colocó
el cañón de su revólver junto a la sien de la muchacha.
—¡Dispara, Malone, y ella me acompañará al otro mundo!
Los labios del joven se fruncieron en una mueca nerviosa. Tembló el revólver
perceptiblemente entre sus dedos.
—¡Suelta tu arma! —rugió Brikatell, dándose cuenta de que había pasado a ser dueño
de la situación—. ¡Suéltala o abrasaré a la chica!
Ahora los ojos de Malone se entrecerraron hasta parecer tan sólo dos puntitos
brillantes en su rostro. Pero soltó el revólver. Este produjo al caer un sonido largo y
metálico, como el son de una campana funeraria.
—¡Je, je! —Brikatell rió nerviosamente—. Ahora estás desarmado frente a mí,
Malone. ¡Estás desarmado frente a Brikatell, tu buen amigo! ¡Cierra los ojos si no
quieres ver la muerte! ¡Voy a disparar!

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Y Brikatell levantó el revólver. Era cierto que dispararía. Traición más o menos no
tenía importancia para él. Kent sintió por anticipado en su frente, en su pecho, la
mordedura caliente de la bala.
Saltó.
No lo hizo hacia arriba, sobre Brikatell, pues ello hubiese equivalido a ser segado por
la bala a mitad de su camino. Saltó bajo la mesa en que estaba Coral, volcándola sin
contemplaciones encima de su enemigo.
Brikatell había disparado ya, pero la bala rebotó sobre las gruesas paredes de piedra.
Kent se había salvado de momento, pero sabía que Brikatell, ciego de furor, podía
disparar contra Coral en cualquier momento. Urgía, pues, hacer una nueva locura. Y
la hizo, saltando por encima de la mesa y arrojándose sobre el mismo Brikatell, sobre
su revólver. El agredido lanzó un chillido histérico mientras disparaba, sin apuntar. La
bala sólo rozó a Kent, pero en cambio, el fogonazo le dejó ciego unos instantes. Rodó
abrazado a su enemigo sin verlo, braceando desesperadamente para sujetar el
revólver. Fue tal su movilidad y tan ágiles sus contorsiones, que Brikatell, pese a sus
esfuerzos, no pudo colocar el arma en posición favorable. Coral, entretanto, lo veía
todo con ojos desencajados por el terror.
Kent parpadeó, tratando de dominar el escozor que le impedía mirar nada. Pudo ver a
Brikatell sobre él, tratando de colocar el revólver. Se lo sujetó con la mano izquierda,
y como con la derecha no podía apenas hacer fuerza, levantó rápidamente su cintura,
formando un puente con ella. Brikatell salió despedido hacia adelante, pero Kent no
le soltó la mano con que empuñaba el revólver.
Los dos enemigos, ahora frente a frente, sujetos por la mano, se levantaron casi a la
vez. Una mirada de odio relampagueaba en sus ojos. Kent se lanzó hacia adelante, en
una embestida de toro, y clavó la cabeza en el estómago de su enemigo. Éste vaciló,
quedando Kent encima.
El joven no dejó de comprender que con una sola mano difícilmente podría conseguir
que Brikatell soltase su arma. Pero empleando todos los recursos de la lucha, en que
era un maestro, tal vez le dejase sin sentido. Saltó, pues, con una agilidad increíble, y
colocó ambas rodillas sobre el plexo solar de Brikatell. Éste lanzó un aullido mientras
en sus labios se formaba una espuma blanca.
No estaba vencido, sin embargo. Era un hombre de tan sólo cuarenta años y
practicaba diariamente la lucha y el tiro con revólver. Rugió:
—¡Muere, estúpido!
El formidable gancho propinado con la izquierda le hizo saltar todos los dientes de la
boca. Sólo las muelas y los premolares continuaron en su sitio, aunque habían sufrido
una espantosa conmoción.
Kent se lo había jugado todo por todo y ahora, tras su primer golpe, era ya como una
fiera rabiosa. Volvió a mover el brazo izquierdo, cruzándolo y cazando otra vez el
mentón de Brikatell en un impacto que removió hasta las partes más protegidas de su
cerebro. Luego lanzó el puño de frente hacia el estómago. El golpe produjo un

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calambre a las piernas de Brikatell, y casi instantáneamente, lo acusó también en la
sien, en forma de pinchazo. Sus ojos se volvieron blancos. No había soltado el
revólver aún, pero era en sus manos ya como un peso inútil y muerto.
—¡Éste por todas las víctimas a las que has sacrificado antes de ahora, John Brikatell!
El cruzado, directo a los ojos, le hizo saltar una ceja. Una línea roja apareció entonces
sobre el párpado del hombre, cegándole.
—¡Éste por los del rancho que has hecho incendiar!
Un directo, recto hacia el párpado sano, dejó a Brikatell completamente ciego y con
una espantosa sensación de que algo le estrujaba y le oprimía el cerebro.
—¡Y éste por Bob, canalla!
A Kent le dolía ya el brazo izquierdo y tenía los nudillos bañados en sangre. Pero aún
pudo concentrar todas sus fuerzas en aquel golpe que había de ser decisivo. Su puño
aplastó completamente, deshaciéndola, la nariz de Brikatell. Sabía que éste se pondría
a llorar casi instantáneamente, pues el golpe había de producir esa reacción. Entre las
lágrimas y la sangre que le cegaba los ojos, era completamente imposible que pudiera
ya defenderse.
Brikatell, en un último esfuerzo, a ciegas, disparó, pero la bala mordió el suelo. Kent
Malone, de un puntapié, envió el revólver por los aires.
Luego se inclinó para recoger el suyo. Brikatell estaba ya tan muerto como si lo
hubiesen encerrado en el ataúd. No se dio prisa. Estaba dudando en realidad si no
sería cobarde matar así, fríamente, a aquel hombre.
Kent Malone parecía ignorar que cuando una serpiente está atontada hay que
rematarla sin darle tiempo a que se reponga. De lo contrario, volverá a atacar otra
vez. Y en aquella ocasión desestimó, además, la extraordinaria resistencia física de
Brikatell.
Éste, a pesar del terrible castigo sufrido, tuvo aún fuerzas para avanzar hacia la puerta
y abrirla. Tambaleándose, salió hacia el exterior, en el momento en que Kent
levantaba el revólver. La detonación restalló inútilmente en el interior de aquella
cámara de suplicios, mientras la bala mordía la gruesa madera de la puerta.
Kent fue a perseguir inmediatamente a su enemigo, pero en aquel instante un
pensamiento le detuvo: Coral. Es posible que Brikatell tuviera algún hombre al otro
lado de la puerta, a punto de disparar. Y si le alcanzaban, Coral estaría
irremisiblemente perdida. Había que librarla, al menos, de sus ligaduras, dándole una
oportunidad de escapar.
No tenía ningún cuchillo. Levantó la mesa y, con el revólver, disparó sobre los clavos
que sujetaban las ligaduras a la madera. Luego tiró enérgicamente de ellos y la
muchacha quedó libre.
—Gracias —susurró Coral—. Gracias.
Su aliento cálido, enervante, quemó las facciones del hombre.
—No es tiempo para agradecer nada. Sal detrás mío, pero procurando ocultarse.
Brikatell todavía dispondrá de algunos hombres para acorralarnos, si es preciso.

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La muchacha se puso en pie, acercándose a Kent.
—No le será fácil emplearlos. Yo también tenía algunos hombres en el río.
Precisamente esta noche debía reunirme con ellos y acordar un plan de acción. Tenía
que ser antes del alba. Pero Brikatell, enterado de mi juego, ha intervenido antes de
ese momento. Ahora, si temen que me ha ocurrido algo, tal vez se presenten aquí. ¿Es
cierto que Brikatell ha perdido diecisiete hombres?
—Sí.
—Pues era casi toda su plantilla. Si añadimos los que tú dejaste antes fuera de
combate, deben quedarle unos seis hombres en total, número insuficiente para
defender esta casa. Creo que si los partidarios que yo tenía en el río se enteran de esto
se envalentonarán. Quizá se han enterado ya. Y en tal caso su intervención es segura.
Kent se mordió los labios.
—De todos modos no hay que perder tiempo. Vamos allá.
Brikatell, en aquel momento, había corrido en busca del resto de sus hombres. Todos
tenían que estar a punto en cuanto oyesen disparos, y su lugar habitual de
concentración era un saloon que Brikatell había instalado en un ángulo de la casa.
Pero ya antes de llegar hasta allí, escuchó rumores de lucha. Entreabrió un poco los
batientes. En el interior, sus seis hombres útiles libraban una batalla campal a
botellazos, puñetazos, cuchilladas y disparos contra unos nueve individuos, entre los
que reconoció a varios trabajadores del río. Sobre el resultado de la lucha pocas dudas
cabían, porque Brikatell vio que tres de sus hombres estaban ya heridos. Otro corrió
hacia la puerta, lleno de miedo, pero una rociada de plomo le alcanzó cuando llegaba
junto a los batientes. Brikatell se hizo a un lado y el hombre logró salir. Pero no dio
siquiera tres pasos. Sus facciones se crisparon de repente, todo su cuerpo sufrió una
sacudida y cayó tratando desesperadamente de llevarse las manos a la espalda.
Brikatell echó a correr, jadeando, tratando de ocultarse entre la vegetación del parque
que rodeaba la casa. No quería penetrar en ésta porque sabía que le buscarían allí.
De repente se detuvo, bañado en, sudor, sintiendo también cómo la sangre resbalaba
por su rostro y le empapaba las ropas.
Estaba solo, completamente solo.
Kent Malone, entretanto, se disponía a salir, empujando la puerta. Coral se detuvo. —
Tengo que decirte algo, Kent— susurró.
—¿Qué es?
La muchacha entreabrió los labios.
—Sencillamente esto: Te quiero.

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CAPÍTULO XI

LA LUCHA FINAL

Kent Malone vio muy cerca aquellos labios tentadores. Vio muy cerca a la muchacha
palpitantes, tan hermosa como un sueño, ofreciéndosele sin reservas y sin temor en el
momento crucial de aquella fantástica noche.
Pero no la besó. Sus labios se cerraron y todo su rostro adquirió una seca rigidez.
—Somos enemigos —susurró—. Ésa es nuestra verdad, nuestra única verdad. Los
dos nos hemos encontrado en el camino de la aventura, pero cada uno trabaja por su
cuenta.
Coral sonrió. Acercó un poco más su rostro al rostro de Kent.
—Me juzgas mal. ¿Por quién me has tomado?
—Suelo ser sincero: por una aventurera.
La sonrisa de Coral se hizo un poco amarga.
—Puede que lo sea, pero no por mi propia voluntad. ¿Sabes cuándo empezó todo?
Cuando los hombres de Brikatell destruyeron mi rancho, aniquilaron a mi familia y
yo, siendo una niña, tuvo que marchar al Este. ¡Pero yo he vuelto! ¡He vuelto, sin que
nadie me reconociera, para aniquilarle!
Una nueva luz nació en los ojos de Kent Malone. Pareció como si con aquellas
simples palabras el horizonte entero de su vida hubiese variado por completo. Se
acercó a la mujer y estrechándola entre sus brazos la besó ansiosamente en la boca.
—Me hablaron de eso en el rancho donde estuve esta noche. Siento lo que he
pensado de ti, Coral. Obrabas con el mismo derecho que yo.
La muchacha no contestó. Simplemente se hundió con fervor en sus brazos, para que
la besara otra vez.
—Coral —dijo él, recibiendo aún en sus labios el aliento cálido de la muchacha—,
esto no ha terminado. Debemos salir de aquí. Haz lo que te he dicho.
—De acuerdo, Kent.
Se leía una firme decisión en los ojos de la joven. El recogió los dos revólveres que
había en la pieza y abrió la puerta, saliendo rápidamente y echándose al suelo, junto a
la pared. Pero nadie disparó contra él.
Coral salió a continuación, haciendo gala de una agilidad que hubiese enviado un
gato.
Se echó al suelo también, pero al otro lado de la puerta.
—Voy en busca de Brikatell —susurró Kent—. No te muevas de aquí.
Comenzó a deslizarse ágilmente por entre los arbustos, con los revólveres preparados
y mirando en todas direcciones. Si Brikatell se sentía acorralado sería doblemente
peligroso.

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En aquel momento llegaron gritos del saloon para uso exclusivo de los pistoleros, que
había a un lado de la casa. Unos cinco hombres armados salieron empujando los
batientes. Todos los guardianes de Brikatell habían muerto, sufriendo tres bajas los
que les habían atacado.
Coral reconoció las voces de aquellos hombres. Echó a correr hacia allí.
—¡Registrad la casa! —ordenó—. ¡Brikatell tiene que estar escondido en ella!
Kent estaba convencido de que se equivocaba, pero les dejó hacer. Siguió buscando
entre los arbustos del parque.
No dejó de comprender que Brikatell trataría de dirigirse hacia las cuadras, que eran
claramente visibles en un pabellón aislado de la casa. Por ello, Kent se movió
siguiendo una línea diagonal que cortaba aquel camino.
Nada se movía en la noche, quieta y oscura como las aguas de un lago. Faltaba
apenas una hora para el alba, pero parecía en aquel momento que la noche hubiese de
ser eterna.
Kent oyó un rumor a su izquierda. Se dirigió hacia allí.
Y calló en la trampa.
Fue más tarde cuando comprendió que Brikatell había arrojado una piedra, buscando
desorientarle. Y aquello le hubiese costado la vida, de no haber gritado Coral, desde
una de las ventanas de la casa:
—¡Cuidado, Kent!
Pudo ladear la cabeza, pero no evitar del todo el impacto de la gruesa piedra que
Brikatell sostenía en su derecha. Sintió que algo silbaba en su cráneo y cayó hacia
adelante, a punto de perder el conocimiento. Oyó el alarido de triunfo de Brikatell, a
su espalda, y eso le dio fuerzas.
Un segundo le bastó para dar una rapidísima media vuelta, levantando ambas piernas.
Brikatell, que iba a arrojarse sobre él, salió despedido, yendo a estrellarse su espalda
contra el grueso tronco de uno de los árboles.
Kent Malone se levantó, empuñando los revólveres. Ahora Brikatell era suyo.
Una expresión de horror, de rabiosa desesperación, apareció en los ojos del que hasta
pocas horas antes fuera el hombre más poderoso de Idaho y uno de los más
envidiados del noroeste.
Kent Malone levantó un revólver. El izquierdo.
—Ponte en pie, Brikatell. Sal al camino.
El amenazado obedeció. Sabía lo que aquello significaba. Iba a matarle delante de
todos, frente a lo que había sido su palacio.
—Está bien, Brikatell. Tengo la mala costumbre de dar a mis enemigos la
oportunidad de que se defiendan. Voy a arrojarte un revólver. Cuando lo alcances,
dispara. Yo voltearé el mío entretanto, para darte tiempo.
Un brillo de esperanza apareció en los ojos del asesino. No contestó.
Kent arrojó un revólver. El derecho. Hizo entretanto voltear el izquierdo en el aire. Si
no lo sujetaba bien, si fallaban sus dedos, podía considerarse muerto.

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Notó que Brikatell había empuñado antes el arma porque su aullido de triunfo se
escuchó en la noche.
Kent se lanzó al suelo, mientras aferraba la cuitada. Las balas silbaron junto a su
cuerpo. Disparó a su vez, con los ojos entrecerrados, y la enorme torre de músculos
que era Brikatell sufrió una sacudida. Kent disparó otra vez. Otra sacudida. Apretó el
gatillo de nuevo. No le quedaban más balas ni a Brikatell más vida.
Se levantó, soltando los revólveres. Vio entonces, con inaudita sorpresa, que Leonor
corría hacia él.
—Cariño —rió la muchacha—, ¿te casarás ahora conmigo, campeón?
Kent la detuvo con un brazo. No sonreía, pero en sus ojos se leía cordialidad. Esa
especie de cordialidad que tienen los viejos que ya los saben y lo comprenden todo.
Preguntó:
—Viniste aquí para «cazar» a Brikatell, ¿no? Eres simplemente una aventurera.
La muchacha se mordió los labios.
—Bueno, si quieres llamarlo así… En efecto, vine a ver si Brikatell, que era muy
rico, cambiaba de opinión al verme y olvidaba a su novia. Haciendo teatro y
cantando, mis compañeros y yo no ganábamos nada. Pero al ver la cara que Brikatell
tenía, cambié de opinión. Y te ayudé un poco, Kent. ¿Sabes? No…, no tendría
inconveniente en casarme contigo…
Kent sonrió ahora.
—Eres una jugadora; ésa es la verdad. Pero una jugadora simpática.
Guardó un instante de silencio, reflexionando. Miró la casa. Miró los árboles tras los
que se ocultaba el río lleno de oro, de un oro rojo y maldito. El era el dueño de todo
eso.
Era el dueño de todo lo que apeteciera.
Miró luego a Leonor. Y sonrió otra vez.
—Has ganado —dijo—. Podrás disfrutar de todo esto. Pero tendrás que educar a un
muchacho y trasladarle la fortuna a su mayoría de edad. Y tendrás que educarlo bien
o de lo contrario te ajustaré las cuentas. Lo encontrarás en la habitación que esta
noche ocupaba Coral…
Leonor se acercó un poco a él.
—Pero… ¿y tú?
—Yo he ganado un corazón que vale más que todo ese oro. —Contempló a Coral,
que se acercaba lentamente—. ¿Estás conforme con todo lo que he dicho, dama
peligrosa?
—Sí, Kent. Comprendo ahora con toda claridad que seguimos un mismo camino
desde que nuestros ojos se encontraron por primera vez. Y que debemos seguirlo
siempre.
Kent se acercó a ella y la abrazó, acariciándole suavemente los cabellos.
—Todo muy bonito —silbó Leonor—. Todo muy bonito. Pero yo me he quedado sin
novio. ¡Al menos, Kent, podías haberme nombrado tutora de un joven de veinticinco

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años!
Y los tres se echaron a reír. Sus carcajadas fueron coreadas al unísono por los cinco
hombres que habían salido después de registrar la casa. Y hasta por el joven Edgar,
que contemplaba la escena desde una ventana, y para quien aquella noche se habían
abierto las puertas de una nueva vida.

FIN

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