A. Rolcest - Antorcha de Guerra
A. Rolcest - Antorcha de Guerra
A. Rolcest - Antorcha de Guerra
***
Al día siguiente
Harvey desistió de
cambiar de indu-
mentaria. Por lo
tanto, las maletas
continuaron en su
habitación, y no en
la estación de dili-
gencias.
—Seguiré un día
más en el hotel —
dijo en conserjería.
—Como quiera.
¡Lo de ayer tarde es-
tuvo bueno, señor
Ressler! Tumbó us-
ted al tipo que hasta
ahora se había va-
nagloriado de ser el
mejor luchador.
Eso ya se lo habían
dicho la noche ante-
rior, en los dos
saloons que visitó.
Fue a ver el caba-
llo. El que lo guar-
daba dijo:
—Lo esperaba esta
madrugada.
—Saldré mañana.
—Cuando le acon-
sejé que comprara
este caballo temía
que usted no pudie-
ra con el bicho. Es
muy resistente, pero
sabe demasiado. Y
temí que si notaba
que el jinete era no-
vato... Pero usted no
es un novato. Monta
con un estilo que
aquí no se usa —
rompió a reír, agre-
gando—: ¡Y golpea
también de una ma-
nera que aquí no
hemos visto! ¿Dón-
de se ha ejercitado?
—En varias ciuda-
des del Este. Monto,
peleo y disparo por
mero deporte.
—Pues procúrese
unos «Colt» y prac-
tique todo lo que
pueda. Nunca sabrá
bastante.
—Ya lo tengo en
cuenta. Y en mi ho-
tel guardo las ar-
mas.
—Sería mejor que
las llevara encima.
El tipo de ayer por
la tarde es de los
vengativos.
—¿Usted vio el ja-
leo?
—¡Por fortuna!
¡Me hubiera mordi-
do los puños si me
llegan a contar lo
que pasó!
—¿Vio a la mucha-
cha y a su padre?
—Sí, unos momen-
tos. Se fueron con
usted. ¡Guapa chica!
¿De dónde venían?
—¿Usted nunca los
había visto?
—Nunca.
Que el lloriqueante
hombre del chaque-
tón mentía, ya lo
adivinó Harvey du-
rante la cena.
Luego, en los dos
saloons que visitó,
no se atrevió a pre-
guntar si eran cono-
cidos, por lo menos
el viejo, que decía
tener una mina que
no «valía nada».
Se limitó a hacer
preguntas indirectas
por si salía alguien
que les conociera.
—Voy a dar un pa-
seo. Quizá vuelva a
la tarde.
Antes de irse acari-
ció el caballo. Pen-
sando en los ojos
azul claro de la mu-
chacha, surgió el
nombre: «Zarco».
Hasta el último
momento renunció
a buscarle un nom-
bre al caballo. «So-
bre la marcha lo
pensaré».
Bien, ya había apa-
recido. Y pensando
en la muchacha, rec-
tificó:
—Ella no es un
gato, sino una gace-
la.
Iba abstraído. Un
vecino que estaba
en un soportal ad-
virtió:
—Lleve cuidado,
forastero. Los hay
que tienen mal per-
der. No me mire.
Ahí arriba le espe-
ran.
El que le dio el
alerta se volvió de
espaldas. Harvey no
se detuvo. Sin aban-
donar la actitud dis-
traída siguió ade-
lante y en seguida
advirtió que algu-
nas cabezas asoma-
ban y desaparecían
por la puerta de un
saloon.
Cuantos se asoma-
ban miraban a Har-
vey unos instantes,
con gesto divertido.
Ya llegando al
saloon oyó que al-
guien gritaba junto
a la puerta.
—¡Aquí lo tienes,
Marks! Correrá una
botella por mi cuen-
ta si nos das otra
«función» como la
de ayer —y hablan-
do abrió los batien-
tes, para dirigirse a
Harvey—: Creo que
aquí le esperan.
Era un individuo
gordo, de cara en-
carnada. Reía fuerte
y el vientre se le
movía.
—¿Usted me cono-
ce? —preguntó cor-
tésmente Harvey.
—¡Oh, claro! ¡Mire
quién está allí!
Se apartó de la
puerta, dejándole
paso. Harvey vio al
grandote que dejó
tendido en medio
de la calle.
—Y usted paga
una botella...
—¡Desde luego!
¡Siempre que se re-
pita la «función» de
ayer!
De nuevo su vien-
tre acusó sacudidas,
por la risa. Marks, el
individuo que suje-
tó a la muchacha, se
acercó a Harvey,
mirándolo con saña.
—Ayer dejé que
me pegara, porque
ése era el trato.
—No entiendo.
—El viejo del cha-
quetón me dio diez
dólares para que yo
me metiera con su
hija, cuando usted
fuera a entrar en el
hotel.
—Eso no tiene sen-
tido.
Harvey recordó
que la cena costó
menos de diez dóla-
res.
—¿Entonces me
llama embustero?
—No fue esa mi
intención,
Marks, el grando-
te, no lo dejó seguir,
creciéndose:
—Aaah... Luego se
disculpa —y miró al
gordo que pagaba
una botella.
—Ha de haber ja-
leo. Yo no pago si
no se repite lo de
ayer —condicionó
el gordo.
—¡Va a repetirse lo
de ayer! —rugió
Marks—. Pero con
otro resultado.
Iba a abalanzarse
contra Harvey,
cuando éste levantó
las manos, aconse-
jando calma.
—¿Usted puede
demostrar que hubo
un trato?
—¿No basta que
yo se lo diga?
—No. Quiero que
lo repita ante el vie-
jo.
—¡A saber dónde
estarán ahora! Ano-
che mismo desapa-
recieron.
Eso ya lo suponía
Harvey. Y quedó
unos momentos
pensativo. ¿Qué
buscaban con el in-
cidente?
Marks interpretó
mal la actitud pasi-
va de Harvey.
—¡Vamos! ¡Dé la
cara!
Y sin más, le dispa-
ró un puñetazo. Ins-
tintivamente lo es-
quivó Harvey.
Súbitamente todo
quedó olvidado: los
ojos de la gacela, los
lamentos del viejo,
el motivo que pu-
diera haberlos im-
pulsado a preparar
aquella trifulca.
Sólo quedó presen-
te el tipo grandote,
con su cara hincha-
da por los golpes
del día anterior. Lo
veía con los ojos en-
cendidos por la ira,
dispuesto a tomar la
revancha ante sus
amigotes.
El gordo se había
situado a un extre-
mo del mostrador,
cruzando las manos
sobre el vientre y
mirando a cuantos
había en el local
como diciendo:
«Ahora nos diverti-
remos».
Harvey se puso a
golpear, quizá con
más elegancia que
la tarde anterior,
pero con más efica-
cia, porque no em-
pleó tanto tiempo,
para derribar a su
contrincante.
Dos golpes en las
mandíbulas basta-
ron para que Marks
rebotara contra el
suelo de madera,
produciendo un es-
truendo que hizo
que el gordo entor-
nara los ojos beatífi-
camente, diciendo;
—¡Qué delicia!
Los abrió al sentir-
se agarrado por el
vientre. Con la iz-
quierda Harvey lo
sujetaba, obligándo-
lo a colocarse a los
pies de Marks.
Disparó el puño
derecho y en segui-
da se volvió, sin es-
perar el resultado.
De todas formas, no
era necesario. El es-
truendo que produ-
jo el gordo al dar
contra las tablas fue
mayor que el de
Marks.
—Pago yo la bote-
lla —dijo Harvey,
dejando un billete
sobre el mostrador.
Esperó el cambio.
Nadie chistó. Se
guardó el dinero y
ya saliendo, dijo:
—He recorrido al-
gunos pueblos del
Oeste, pero nunca
había visto uno más
estúpido que Hor-
ner. Procuraré olvi-
darme rápidamente
de su nombre.
Marchó a las cua-
dras para anunciar
que tuvieran el ca-
ballo listo.
Después fue al ho-
tel. Tenía que cam-
biar de indumenta-
ria y dejar las male-
tas listas para que
las llevaran a la es-
tación de diligen-
cias.
Se puso la ropa de
vaquero. Dudó en
ponerse el cinto con
doble pistolera,
pero recordó lo que
le dijo el que cuida-
ba del caballo.
Se lo abrochó y re-
visó las armas. Sin
alardes, pero con
una sencillez que
denotaba mucha
práctica, sacó y me-
tió los «Colt» en las
fundas, varias ve-
ces.
Haciendo esto re-
paró en una maleta
que había dejado
abierta sobre la
cama. Era en la que
tenía que colocar el
traje que se había
quitado.
Allí había una car-
tera de cuero, con la
pequeña cerradura
arrancada de la
tapa, a punta de cu-
chillo.
Después de com-
probar que no con-
tenía todo lo que en
ella dejó la tarde an-
terior, llamó al con-
serje.
—¡Le aseguro que
todo el personal de
la casa es muy hon-
rado! ¡Y en cuanto a
la mujer que ha en-
trado a limpiar la
habitación, puedo
jurarle que...!
—No pienso en el
personal del hotel
—cortó Harvey—.
Ayer por la tarde to-
davía estaba en esa
cartera lo que echo
de menos. ¿No ha
habido huéspedes
nuevos?
—Desde ayer a
mediodía, ninguno.
—¿Alguien se ha
ido?
—Nadie.
Después de obser-
var la habitación,
Harvey preguntó:
—¿Hoy han lavado
el suelo?
—Supongo que no.
La que limpia las
habitaciones me ha
preguntado si esta
habitación quedaba
desocupada hoy y
le he contestado que
usted se iría la pr-
óxima madrugada.
¿Por qué lo dice?
—Mire allí.
Harvey señaló al
suelo, junto a la
ventana. Se notaban
restregones de ba-
rro, medio borrados
por el paso de la es-
coba con el trapo
que la empleada ha-
bía utilizado, en una
limpieza de rutina.
Harvey se asomó a
la ventana. Daba a
una callejuela muy
estrecha, sin aceras.
En el centro había
barro y charcos, por
el agua que des-
aguaba del saloon
que había enfrente.
—Esta callejuela es
una porquería —
dijo el conserje—.
Ya nos hemos que-
jado muchas veces,
para que el agua
salga por otra parte,
pero no hacen caso.
—Mire ahí —y
Harvey señaló una
estrecha cornisa.
Se veían marcas de
barro, de pies pe-
queños.
—¿Cómo? ¿Supo-
ne usted que han
subido por ahí?
—¿Por qué no? En-
ganchando un gar-
fio a la ventana, y
por medio de una
cuerda...
—¡Pero este marco
saltaría! No es tan
resistente.
—Supongamos
que pesara poco.
Los pies no parecen
grandes.
El conserje, des-
pués de observar la
pared, casi total-
mente lisa, rechazó:
—¡Eso no puede
ser! ¡Ni que el tipo
fuera una lagartija o
una araña!
—Tal vez tenga
mucho de araña o
de lagartija.
Observó cuidado-
samente el marco de
madera y no en-
contró la menor ras-
padura.
—Ese gancho que
usted supone, hu-
biera arañado el
marco. ¿No cree?
—Si estaba forrado
con tela o cuero...
Pero no. Mire a la
esquina
—Harvey señaló la
que daba al campo
—. Por allí ha podi-
do subir y alcanzar
la cornisa. ¿Advier-
te las huellas de ba-
rro?
El conserje movió
la cabeza, asombra-
do.
—¡Por una cornisa
tan estrecha! ¿Cómo
es posible?...
Harvey procedió a
cerrar las maletas.
El conserje cada vez
parecía más descon-
certado.
—¿Es mucho lo
que le han quitado?
—Un paquete de
cartas.
El conserje ahora
estaba abatido.
—¡Qué descrédito
para el hotel cuando
el sheriff venga a in-
vestigar!
—No se preocupe.
No voy a presentar
ninguna demanda.
Me marcho en se-
guida.
Poco después,
cuando llegó a las
cuadras, ya tenía el
caballo ensillado,
con el equipo de
marcha atado a la
grupa. En las alfor-
jas llevaba las provi-
siones que adquirió
el día anterior.
Lo sacó todo, como
para comprobar que
nada había olvida-
do. Pero lo que hizo
cuando las alforjas
estuvieron vacías
fue tantear el fondo.
El forro ocultaba lo
que a Harvey le in-
teresaba en aquellos
momentos.
Volvió a meter
todo en las alforjas.
Tan pronto acampa-
ra sacaría lo que
ocultaba el forro y
lo escondería en
otro sitio, en el cinto
o en las botas. Pero
desde luego se lo
llevaría con él.
—El jinete es bue-
no y el caballo tam-
bién —dijo el de las
cuadras—. ¿Me deja
ver los revólveres?
Harvey se los dio.
El hombre, apenas
mirarlos, aprobó:
—¡Muy buenos!
¿Hay puntería? —
preguntó, al devol-
vérselos.
Dando el efecto de
que no apuntaba,
contestó Harvey:
—Voy por esas dos
cuerdas.
Se refería a dos pa-
quetes de pieles que
sujetos por cuerdas
colgaban del techo,
bastante distancia-
dos.
Disparó las dos ar-
mas al mismo tiem-
po, sin parecer que
apuntaba. Los pa-
quetes cayeron.
—¡Válgame!... —
prorrumpió el de
las cuadras.
Harvey le largó un
billete.
—Para unas nue-
vas cuerdas y para
unas copas.
El hombre estuvo
un rato en la puerta
viendo cómo Har-
vey se alejaba lle-
vando la montura
en alegre trote.
Algunos vecinos se
habían acercado,
por el ruido de los
disparos.
—¿Ha disparado
él? —preguntó un
vecino. Sin esperar
respuesta, volvió a
preguntar—:
¿Contra quién ha
disparado?
Uno que había es-
tado en la pelea del
saloon, contestó:
—Quizá contra el
nombre de nuestro
pueblo. Prometió ol-
vidarlo.
—¡Pobre del que se
ponga ante ese mu-
chacho! —exclamó
el de las cuadras, ya
que todavía no se
había repuesto del
asombro que le ha-
bía producido la
puntería de Harvey
Ressler.
Visitó dos pueblos,
sin parecer que in-
dagaba el paradero
del viejo y la mu-
chacha.
En el segundo se
dio cuenta de que
también a él le se-
guían los pasos.
Cuando, atardecien-
do, dejó el caballo
en la cuadra de al-
quiler y se fue al ho-
tel, dos individuos
se situaron en el so-
portal de enfrente.
Harvey, después
de escribir su nom-
bre en el libro de re-
gistro, dirigióse ha-
cia la escalera,
acompañado de un
empleado.
Pero al llegar al
principio del corre-
dor, Harvey se de-
tuvo y preguntó al
empleado:
—¿Qué aposta-
mos?
—¿Sobre qué?
Harvey se acuclilló
e hizo que el otro le
imitara. Asomando
un poco la cabeza
podían ver el mos-
trador de recepción.
No tuvieron que
aguardar más de un
minuto. Los dos in-
dividuos que se de-
tuvieron en el so-
portal se hallaban
ahora mirando el li-
bro. En seguida se
marcharon.
—Estos cinco dóla-
res son para ti —
dijo Harvey al em-
pleado—. Los has
ganado en la apues-
ta.
—¡Pero yo no he
apostado nada!
—¿No? Entonces
he apostado conmi-
go mismo. Bien,
para ti los cinco dó-
lares. Habrá otros
cinco si averiguas
de dónde proceden
esos individuos —
en seguida rectificó
—: Perdona. Ya sé
que eso es muy difí-
cil en estas latitu-
des. Aquí no se so-
portan preguntas.
—Algunas gentes,
no. Y ésos tienen la
traza de rehuir pre-
guntas.
—Me bastará con
que sepas adonde se
dirigen ahora.
—¡Descuide! —y
entregándole la lla-
ve—: Al final del co-
rredor tiene su habi-
tación.
Cuando Harvey
terminaba de asear-
se y se disponía a
bajar al comedor,
llegó el empleado.
—Se han acercado
a la cuadra donde
dejó usted el caba-
llo. Le han hecho
preguntas al viejo
Choy. Este los ha
mandado al diablo.
Y los individuos se
han marchado, aun-
que de muy mal hu-
mor.
Por las pocas pala-
bras que Harvey
cruzó con el viejo de
la cuadra, tuvo la
impresión de que
era un hombre brus-
co, pero que ante un
caballo se suaviza-
ba.
Cuando Harvey le
confió su caballería,
se puso a acariciar-
la, y a musitarle pa-
labras cariñosas.
Esto contrastaba
con la aspereza que
contestaba a Har-
vey.
—¿Es raro ese vie-
jo? —preguntó.
—Está un poco
trastornado. Una
vez unos cuatreros
le dieron un golpe
en la cabeza y se lle-
varon casi todos los
caballos que tenía
en la cuadra.
—¿Los captura-
ron?
—¡Ya lo creo! ¡Y
fueron linchados!
—¿Nada te ha di-
cho el viejo sobre lo
que querían saber
esos individuos?
—No me he atrevi-
do a interrogarlo. Sé
que me habría man-
dado al cuerno.
—Después de ce-
nar iré a verle.
El viejo Choy tenía
la vivienda al lado
de la cuadra, situa-
da en un extremo de
la calle.
Después de cenar
Harvey salió del ho-
tel. Y vio a los dos
individuos en el so-
portal de antes. Uno
permanecía recosta-
do contra una co-
lumna.
Harvey anduvo un
rato, como aburri-
do, y por fin se me-
tió en un saloon,
muy pequeño. Se
sentó a una mesa.
Los dos individuos
entraron y se situa-
ron en el mostrador.
El barman acudió a
servir a Harvey.
—¿Tiene salida por
la parte posterior?
—preguntó, al tiem-
po que dejaba un bi-
llete sobre la mesa.
—Sí. Esa puertecita
que tiene a su iz-
quierda da al alma-
cén. Si quiere dejaré
abierta la puerta
que da al campo.
—Me interesa.
Esos dos tipos que
están en el mostra-
dor buscan que cho-
que con ellos y he
cabalgado demasia-
do para estar con
ganas de camorra.
—No se preocupe.
Abriré la puerta.
Momentos des-
pués el barman se si-
tuaba en el mostra-
dor. Sirvió a los dos
individuos. Por el
espejo observaba a
Harvey. Este per-
manecía como ensi-
mismado.
Los dos individuos
se miraron. Dejaron
una moneda sobre
el mostrador y salie-
ron.
Harvey hizo seña
al barman para que
se asomara a la
puerta.
—Van calle abajo
—dijo el del saloon.
—¡Me lo imagina-
ba! ¡Esos buscan mi
caballo!
—¿Lo tiene en la
cuadra del viejo
Choy? —preguntó
el barman, mientras
lo acompañaba a la
puerta trasera—.
¡Siga esos corrales!
Podrá llegar sin que
lo vean.
Pero la noche esta-
ba demasiado oscu-
ra y se desorientó.
Cuando consiguió
localizar la cuadra,
el viejo Choy estaba
tendido de bruces
en la puerta de su
vivienda.
Dentro de la cua-
dra había una débil
luz. Se oía un cuchi-
cheo.
—¡Habrá que des-
tripar la silla!
—¿Y si lo lleva en-
cima?
—Si no lo en-
contramos aquí
aguardaremos a que
regrese al hotel.
Harvey se desliza-
ba tras unas pacas
de heno. Había va-
rias sillas de montar
juntas.
—Esa nueva debe
de ser la suya.
Harvey salió de la
barrera de heno.
—Os equivocáis.
Los individuos se
estremecieron. Sus
manos acudieron
rápidas a las pisto-
leras. Uno se volvió,
ya disparando.
El otro corrió hacia
los caballos.
Harvey había cam-
biado de sitio antes
de que el adversario
disparara. Y contes-
tó, poniendo en ac-
ción los dos «Colt».
Cayó el individuo,
soltando un alarido.
El otro, aterroriza-
do, gritó:
—¡Mataré tu caba-
llo si no sueltas las
armas! ¡Le estoy
apuntando!
Apenas llegaba la
luz al sitio donde se
encontraban los ca-
ballos y Harvey no
podía comprobar si
lo que decía el indi-
viduo era verdad,
que le estaba apun-
tando a «Zarco».
De todas formas,
significaba lo mis-
mo que estuviera
encañonando a otra
bestia.
—Soltaré las armas
si me explicas qué
buscabais en mi si-
lla.
—¡Demasiado lo
sabes! ¡Tus maletas
han sido registra-
das! Una que pare-
cía tener un doble
fondo la hemos
roto. ¿Dónde están
las cartas?
—¿Es que una «la-
gartija» no se las lle-
vó del hotel de Hor-
ner?
—¡No eran esas
cartas! ¡No conte-
nían más que estu-
pideces!
La voz de Harvey
se hizo ronca.
—¡Cuidado con lo
que dices! Ahí fuera
habéis golpeado a
un viejo; ahora estás
amenazando a un
caballo.
—¡No cambies de
tema! ¡Las cartas
que llevabas en tu
cartera eran una en-
gañifa! ¡Sólo conte-
nían majaderías!
—Las escribió una
muchacha que ya
no vive.
—¡Bien muerta es-
tá!
Después de un
breve silencio, au-
guró Harvey:
—No verás el nue-
vo día.
—¡Tampoco tu ca-
ballo!
Desde el rincón
más oscuro de la
cuadra surgió una
voz que era todo un
rugido:
—¡No caerá el ca-
ballo!
Era el viejo Choy.
El fogonazo que
surgió de su escope-
ta iluminó la cua-
dra. Los caballos se
espantaron.
El viejo había dis-
parado a lo alto,
para no herir a nin-
guna bestia y crear
unos segundos de
confusión.
Harvey supo apro-
vecharlos. El indivi-
duo, queriendo
apartarse de los ca-
ballos, dio un salto,
para alcanzar una
paca de heno.
En el aire lo sor-
prendió Harvey.
Disparó varias ve-
ces. Dio el efecto de
que los proyectiles
impedían que el in-
dividuo cayera de
golpe.
Fue a parar bajo
las caballerías.
El estruendo atrajo
a varios vecinos. El
viejo Choy tenía
una herida en la
nuca.
Después que lo cu-
raron, se puso a reír.
Mirando a Harvey,
dijo:
—¡Bien, mucha-
cho! Por los caballos
ibas a soltar las ar-
mas. Eso me gusta.
¿Cuándo te mar-
chas?
—Mañana tem-
prano.
Estuvieron un rato
hablando a solas.
—Esos tipos me
preguntaban por tus
alforjas.
—Están en el hotel.
Pero nada hubieran
encontrado en ellas.
—¿Qué cartas bus-
can?
—Unas que escri-
bió una persona que
ya no vive. Esas car-
tas son la llave para
abrir un rancho que
desde hace muchos
años está cerrado. Y
al parecer, alguien
tiene interés en que
todo permanezca
como está.
El viejo Choy, con
la cabeza vendada,
la pipa en la boca,
se quedó unos mo-
mentos mirando a
Harvey.
En la cuadra había
vecinos, y el sheriff
retirando los cadá-
veres.
—¿De dónde vie-
nes?
—Del Este. Antes
de llegar a mi des-
tino, trato de acli-
matarme.
—Lo haces de pri-
sa. Con lo que he
visto antes... Pocos
te la pegarán.
—No crea. Siem-
pre hay sorpresas.
¿Sabe qué me ocu-
rrió en Horner?
Refirió lo de la «la-
gartija». Lo de la ga-
cela de ojos azul cla-
ro. Lo del viejo que
parecía tener una
cara de goma, por lo
flexible.
El viejo Choy rom-
pió a reír. En segui-
da se agarró la cabe-
za, por el dolor de
la herida. Y volvió a
reír.
—¡Pero si es
Momo Gabel y su
«troupe»! No hace
mucho pasaron por
aquí. ¡Muy de prisa!
Cenaron en esta ha-
bitación. Charlamos
un rato. Cuando le
pregunté a Momo si
iban a darnos fun-
ción contestó: «¡No,
no! ¡Queremos al-
canzar una feria!» Y
antes de que amane-
ciera se marcharon
en su carreta.
Conocía a Momo
Gabel desde mu-
chos años. Refirien-
do cosas que le ha-
bían ocurrido, el
viejo Choy no cesa-
ba de reír.
Sus risas se oían
desde la cuadra y
los vecinos estaban
admirados.
—Es lo que ocurre,
cuando un golpe
trastorna a uno. Se
recibe otro, y todo
queda en su sitio —
manifestó un sabi-
hondo.
Cuando Harvey se
dirigió al hotel, iba
repitiendo:
—Momo Gabel y
su «troupe»... ¡Vaya
pandilla!
Ya acostado, se
puso a pensar en
todo lo que el viejo
Choy le había conta-
do sobre el hombre
de la cara de goma
y sus «hijos».
Localizar una ca-
rreta como la que
llevaban no iba a re-
sultar difícil. Y pen-
só en recrearse ob-
servando la pieza,
antes de cazarla.
—Ahora llega mi
turno.
Erik, un larguiru-
cho con cara de
atontado, era el con-
torsionista. Si el vie-
jo Momo tenía la
cara de goma, el
cuerpo de Erik era
una varilla de plo-
mo que se podía
torcer en todas di-
recciones; se podía
doblar para atrás y
para adelante; me-
tiendo la cabeza por
entre las piernas,
podía caminar con
las manos y tener
los pies en alto, for-
mando las astas de
un toro absurdo.
Billy, un chiquillo
de unos doce años,
era de una agilidad
extraordinaria. Pero
lo que más destaca-
ba en él era su cuali-
dad para adherirse
a las paredes, como
si dispusiera de
ventosas en sus ma-
nos y pies.
Momo Gabel grita-
ba, mirando al pú-
blico:
—¿Por qué facha-
da quiere el respeta-
ble público que tre-
pe el gran Billy?
Estaban en el sitio
donde la calle ma-
yor de Cherfa se ha-
cía más ancha.
Varios del público
señalaron la fachada
de un hotel, porque
era la más lisa.
Y el gran Billy em-
pezó a deslizarse
pared arriba. Alcan-
zó el balcón que cu-
bría la fachada, se
asomó a una de las
habitaciones y en
seguida, mirando al
público, hizo gestos
de picardía, como si
hubiera sorprendi-
do alguna escena
escabrosa.
El público enten-
dió la mímica y
rompió a reír,
aplaudiendo.
El chiquillo des-
cendió con la misma
facilidad que había
subido.
—¡Y ahora, respe-
table público, la
amazona Arle! ¡La
desesperación de to-
dos los jinetes!
De la vivienda am-
bulante, la carreta
de Momo Gabel y
tu «troupe», surgió
la muchacha de ca-
bellera rubia y ojos
azul claro.
Llevaba una falda
muy corta, llena de
lentejuelas. Todos
pudieron admirar el
impecable trazo de
sus piernas y el sua-
ve contorno del bus-
to.
Parecía efectiva-
mente una muñeca,
al saltar sobre la
jaca, y quedar sobre
ella en pie, mientras
el animal empren-
día un gracioso ga-
lope.
La montaba a pelo.
Se dejó caer, abrien-
do las piernas, y la
jaca aceleró.
Arle, agarrándose
a las crines, saltó a
tierra, y apenas ro-
zar con los pies el
suelo, pareció dis-
parada por potentes
muelles, pasando
por encima de la
jaca, para tocar el
suelo otra vez, pero
por el otro lado de
la bestia.
Así estuvo hacien-
do un recorrido en
círculo, sin que el
público cesara de
aplaudir y de dedi-
car elogios a la ama-
zona y a su belleza.
Algunos piropos
llevaban mucha car-
ga de basura, pero
Momo Gabel y su
«troupe» sabían no
oír lo que no conve-
nía.
El chiquillo Billy
saltó sobre la grupa
y mientras cabalga-
ban Arle y el peque-
ño. Momo Gabel,
con la cara pintarra-
jeada, llevando un
saco a la espalda
que había sacado de
la carreta, se ponía a
cojear, tratando de
seguir a la jaca.
Por fin, como ago-
tado, dejó el saco en
el suelo, se quitó el
bombín y se puso a
abanicarse. El saco
se movió.
El viejo Gabel dio
un salto hacia atrás,
como espantado. El
saco volvió a mo-
verse.
Arle hizo que la
jaca fuera estrechan-
do el círculo. Billy
se inclinó, cogió un
extremo del saco y
tiró hacia arriba.
Salió algo rodan-
do. Parecía una
bola. Y fue a quedar
en el centro de la re-
plaza.
Momo Gabel,
siempre pareciendo
asustado, se acercó
con cautela. Tocó la
bola con el pie y se
desplegó el cuerpo
del contorsionista
Erik.
La gente aplaudía
y reía a carcajadas.
Era el momento de
la recaudación.
—¡Y como despe-
dida haremos un
número de regalo!
—prometió Momo
Gabel.
Arle, Erik y el chi-
quillo procedieron a
pasar sendos som-
breros.
La muchacha pro-
curaba quedar siem-
pre fuera del públi-
co. Había miradas
encendidas, reco-
rriendo los delica-
dos contornos de la
muñeca.
No se portaron
mal en Cherfa.
Cuando el viejo
Momo vio la recau-
dación, declaró:
—¡Aquí saben
apreciar el arte! ¡Va
el número de rega-
lo!
Eran los palitro-
ques. Se los tiraban
unos a otros, cada
uno adoptando una
actitud.
Arle, con elegan-
cia, haciendo movi-
mientos de «ballet».
Erik, el contorsio-
nista, pareciendo
que iba a desmon-
tarse en multitud de
piezas, cada vez que
cogía o tiraba una
birla.
El lagartija Billy
daba volteretas,
cuando recogía o ti-
raba. Y Momo Ga-
bel, tieso, muy serio,
como pensando en
las nubes, apenas
movía las manos
para coger o lanzar.
—¡Ahora más difí-
cil!
Y Arle se sentó en
la parte trasera de la
carreta, de espaldas
al interior. En el
pescante se puso
Momo Gabel.
A un lado, en la
parte delantera, Bi-
lly. En la parte pos-
terior, Erik.
—¡Más difícil! —
gritaba Momo.
Las birlas pasaban
de Billy a Erik, de
éste a Arle. La mu-
chacha, sin volver-
se, las arrojaba por
encima de sus hom-
bros, las birlas cru-
zaban la carreta y
Momo, sentado en
el pescante, sin mi-
rar atrás, cogía y ti-
raba de nuevo a Bi-
lly.
El público estaba
entusiasmado.
—Es arte, ¿verdad?
—preguntó Momo
—. ¡Pues va a ser to-
davía más difícil!
¡Con riesgo para
nuestros bolsillos!
¡Que caiga un pali-
troque no significa
nada! Pero ¿qué
ocurriría si fueran
botellas de whisky?
¡Botellas de marca!
¡Y ahí las hay! —se-
ñaló un saloon, cuyo
soportal estaba
lleno de gente—.
¡Yo las he visto en la
estantería, alineadi-
tas, las muy conde-
nadas! ¡Vengan seis
botellas! ¡Quien
rompe, paga!
Hubo consultas
entre el público. El
del saloon preguntó;
—¿Pagará, si rom-
pe?
—¡Momo Gabel
sólo tiene una pala-
bra!
Seis botellas de
whisky, con su cor-
cho lacrado, pasa-
ron a manos del
contorsionista Erik.
Este tiró una a
Arle, que seguía
sentada en la parte
posterior de la ca-
rreta.
La muchacha la ti-
ró por encima del
hombro.
Momo Gabel, sen-
tado en el pescante,
movió la mano iz-
quierda, cogió la bo-
tella y la tiró a Billy.
Pasaron las seis bo-
tellas.
Y el espectáculo
terminó.
Las seis botellas
volvieron al saloon.
—Nada se ha roto.
Nada se paga. ¡Has-
ta la vuelta, amigos!
La carreta de
Momo Gabel y su
«troupe», partió sin
mucha prisa.
Pero ya en las
afueras. Momo rom-
pió a reír al tiempo
que hostigaba las
caballerías.
—¡A correr, «Ni-
ñas»!
En el pescante iban
el viejo, Erik y Billy.
La muchacha esta-
ba en el interior de
la carreta, cambián-
dose de ropa.
Mientras se peina-
ba, mirándose en un
trozo de espejo, dijo
Arle:
—¡Ya verás un día,
«jefe»!
—¿Qué va a pasar?
—y el viejo siguió
riendo
—¡Sigo pensando
que no hay necesi-
dad de esto!
—¡Vamos, Arle! —
y dando con el codo
al contorsionista
Erik—: ¿Qué te pa-
rece la niña?
Erik, con su cara
atontada, movió la
cabeza, pero sin de-
cir nada.
—Está rara, ¿ver-
dad, hijos míos?
¡Todo le disgusta!
¡Todo lo ve mal!
Y se puso a cantar,
llevando ladeado el
bombín, las riendas
en las manos.
«¿Quién entiende a
la niña Arle?
¿Quién la entien-
de?
¿Quién la entien-
de?..,»
Lo repitió varias
veces.
—¡Seguidme, hijos
míos! —indicó a
Erik y a Billy.
Y los tres se pusie-
ron a cantar. La mu-
chacha abrió Ja
puerta posterior de
la carreta.
La jaca iba atada a
la parte trasera. La
desató y montando
a pelo, la lanzó al
galope, rebasando
la carreta.
Llevaba pantalo-
nes de hombre y
chaquetilla de pana.
Quedó al viento la
cabellera rubia.
El viejo, el tontaina
de Erik y el cara de
ardilla de Billy, si-
guieron cantando:
«¿Quién entiende
a la niña Arle?...»
No era la primera
vez que los dejaba
atrás. Más adelante
la encontrarían
como siempre, cal-
mada, el gesto ale-
gre, sin acordarse
de que había tenido
una rabieta.
Por ambos lados
de la carreta pasa-
ron en tromba va-
rios jinetes. En se-
guida formaron un
muro.
Momo Gabel tiró
de las riendas. Entre
los jinetes iba el she-
riff.
—¡Vuelta al pue-
blo! —ordenó el de
la estrella.
Algunos de los
acompañantes ha-
cían esfuerzos por
mantenerse serios.
—¿Qué ocurre,
sheriff?
—¡Lo han deman-
dado por estafa!
—¿A mí? ¿Sabe lo
que dice, sheriff?
—En el pueblo ha-
brá toda clase de ex-
plicaciones. Yo me
limito a cumplir con
mi obligación. Está
denunciado por es-
tafa. Dé la vuelta.
Y la vivienda am-
bulante de Momo
Gabel maniobró
emprendiendo el re-
greso a Cherfa.
El pequeño Billy
ya estaba arrepenti-
do de haber secun-
dado al «jefe» en su
canción de burla.
—¡Nos separamos
de Arle! —exclamó,
a punto de llorar.
—Calla, hijito —
cortó el viejo—. Ella
nos sacará de apu-
ros.
La muchacha no
podía saber lo que
le ocurría al grupo
porque había reba-
sado una curva de
la carretera.
Iba amainando la
marcha, pero su dis-
gusto no desapare-
cía. Echaba pestes
contra el viejo.
—¿Hay suerte,
muchacha? —pre-
guntó un jinete que
acababa de surgir
de un lado del ca-
mino.
Arle dio una brus-
ca frenada y duran-
te unos instantes no
hizo más que parpa-
dear, insinuar un
gesto de alegría, y a
continuación otro
de temor.
—¡Muy mala suer-
te, se lo dije aquella
noche! —contesto
Arle.
—¿Y por qué? En
el pueblo que dejáis
atrás habéis recau-
dado bastante.
—¿Usted estaba
allí?
—Desde anoche.
—Desde anoche
estamos nosotros,
en las afueras.
—Lo sé. Parece
que vuestra carreta
siempre se queda en
las afueras, como en
Horner.
La muchacha se
hizo la desentendi-
da.
—Si tuviéramos
que pagar hospeda-
je, no tendríamos ni
para respirar. ¿Es
que le extrañó que
desapareciéramos
de Horner? Tenía-
mos que ir a una fe-
ria.
—Comprendo.
Puesto que nada da-
ban por la «mina».
Tu padre es un gran
actor.
—No es mi padre,
pero como si lo fue-
ra. Los cuatro for-
mamos una familia.
—La «troupe» de
Momo Gabel. No
está mal. ¿Cómo no
tenéis un circo?
—¡No le hable de
circos al «jefe»! Se
ha pasado la vida
en ellos. Como to-
dos nosotros. ¿Y
qué hemos sacado?
Mucha hambre. ¿Y
desgracias! En el úl-
timo que estuvimos
hubo un incendio.
Mi padre murió en-
tonces. Y otros artis-
tas. Tratando de
apagar el fuego,
quedaron aprisiona-
dos por unos made-
ros. ¿Y quiere saber
qué hizo el empre-
sario? ¡Desaparecer
con todo el dinero!
¡Y ahí queda eso!
Entonces Momo Ga-
bel nos reunió a
Erik, a Billy y a mí y
nos dijo: «La gloria
y la fortuna me sal-
drán de cara. Quien
quiera compartir mi
suerte, que me
siga.» Y lo nombra-
mos "jefe”.
—¿Hace mucho de
esto?
—Tres años.
–¿Y llegan?
—¿Quién?
—La fortuna y la
gloria...
Por unos momen-
tos Arle pareció que
fuera a mostrarse
vencida. De pronto
se irguió, con los
ojos brillantes.
—¡Sí! ¡Nos dirigi-
mos a la capital!
¡Allí nos esperan
muy buenos contra-
tos!
—¿Para trabajar en
circos? —preguntó
Harvey, zumbón.
—No. Yo y Billy
seremos «jockeys».
Erik y el "jefe" se en-
cargarán de cuidar
los caballos, y de
administrar las
apuestas. De mo-
mento tenemos dos
buenas cuadras a
nuestra disposición.
Iba a seguir, pero
Harvey la interrum-
pió;
—Tendrás tiempo
de contarme todas
esas cosas. Ahora
sucede algo que de-
bes atender, antes
que nada. Regrese-
mos.
Ella le miró des-
concertada.
—¿Adónde?
—Adónde va tu
«familia».
La muchacha se
extrañó entonces de
que la carreta no
hubiese aparecido
en la curva.
Y alarmada, pre-
guntó:
—¿Qué sucede?
—El sheriff les ha
obligado a regresar.
—¡Las condenadas
mafias de ese viejo
estúpido! ¡Perra
suerte!
Siguió despotri-
cando mientras po-
nía la jaca al galope.
camino del pueblo.
Harvey procuraba
cabalgar a su altura,
para no perderse el
espectáculo.
Valía la pena ver
los finos labios de
Arle soltando jura-
mentos, maldicio-
nes y pintorescos ta-
cos.
Las mejillas las te-
nía encendidas. Las
aletas de su fina na-
riz se ensanchaban,
buscando aire para
hacer los disparos
con más potencia.
—¿Qué suerte va a
tener, si todas sus
artimañas las ven
hasta los más ton-
tos?
—¿Por qué crees
que ha intervenido
el sheriff?
—¡Por las botellas!
¿Es que no vio el
juego?
—¡Sí! ¡No rompis-
teis ninguna!...
La muchacha tiró
de las riendas, enfu-
recida. También
Harvey se detuvo,
pero frente a ella.
—¿Se burla?
—No. ¿Por qué te-
nía que hacerlo?
Nunca me río de las
desgracias ajenas.
¿Qué sucede con las
botellas?
Arle, al encontrar-
se con los ojos de
Harvey, miró para
otro sitio. Con aire
azorado, preguntó:
—¿Creyó de veras
la «escena» en la ca-
lle de Horner?
—Al principio, sí.
—¿Y en el restau-
rante?
—Tu «padre» llo-
raba con demasiada
facilidad.
—Todavía no ha
salido una plañide-
ra que supere al
«jefe».
—Lo que no com-
prendo es que por
una cena que costó
menos de diez dóla-
res... Porque el indi-
viduo que fue con-
tratado para provo-
car el incidente reci-
bió de Momo Gabel
diez dólares.
—¿Qué diablos
diez? ¡Veinte!
—Diez me dijeron.
Arle miró iracunda
en dirección al pue-
blo.
—¡Diez que se em-
bolsó! A él le dieron
veinte para que bus-
cara a un camorris-
ta.
—Del asunto de
Horner, como de mi
cartera de cuero, ha-
blaremos en otro
momento.
Arle hizo un gesto
de comprensión.
—Ya. Es usted
quien nos ha de-
nunciado. ¡Pero us-
ted no tiene pruebas
de que fuéramos
nosotros quienes lo
robaron las cartas!
—Todavía no he
dicho que me hayan
robado unas cartas.
Arle se mordió los
labios. Cada vez es-
taba más aturdida.
—A usted le faltan
unas cartas. Yo se
las quité.
—Tú estabas ce-
nando conmigo,
mientras ese demo-
nio de Billy arries-
gaba el melón que
tiene por cabeza.
—¡Billy nunca se
cae! —declaró, con
orgullo de artista!
—Esta vez os ha-
béis caído todos.
Arle fue encogién-
dose, mientras se-
guían hacia el pue-
blo. En las afueras
se veían grupos, es-
perando a la amazo-
na y a Harvey.
La muchacha mira-
ba a hurtadillas a
Harvey.
—Le dije aquella
noche que había
sido una mala suer-
te dar con un tipo
como usted. Prime-
ro me supo mal que
fuera usted tan... tan
simpático. Luego,
tan comprensivo.
Pero creo que ya
presentí que en us-
ted había un tipo
duro de roer. Ahora
va a ensañarse con
nosotros. Veremos
qué dice el «jefe».
La muchacha creía
que iban a dirigirse
a la oficina del sheri-
ff. Pero ya dentro
del pueblo vio la ca-
rreta detenida en el
mismo sitio en que
actuaron.
El soportal del
saloon estaba lleno
de gente, con cara
de estar pasándolo
muy bien.
—El gato se ensaña
con el ratón —co-
mentó Arle, adop-
tando un tono dra-
mático—. Ellos son
el pie y nosotros el
gusano. Al primer
pisotón se acabó.
— A quiénes te es-
tás refiriendo? ¿A
los que nos miran?
— ¡A todos, inclu-
yéndolo a usted!
La gente que se en-
contraba en el so-
portal abrió un pasi-
llo. Del saloon salió
el sheriff.
Se quedó mirando
a los dos.
—¿Es que no daba
con ella? —pregun-
tó a Harvey.
—¿Tanto hemos
tardado?
El sheriff miró esca-
mado a Harvey:
—¡Hombre! ¡Mien-
tras usted se pasea
con esta gatita de
uñas largas, aquí es-
tamos a punto de
quedar inundados!
—¡Sin insultar, she-
riff! ¿De acuerdo?
¡Ni soy gatita ni yo
me estoy paseando
con este hombre!
—Calma, mucha-
cha —aconsejó el
sheriff—. Guarda las
energías para nadar
ahí dentro. ¡Qué tío
el tal Momo! ¡Y có-
mo llora!
Sí, dentro del
saloon estaban
Momo Gabel, el
contorsionista Erik,
la araña Billy y un
gran número de
hombres que fueron
testigos del fraude.
Nada más los testi-
gos. El sheriff no
consintió que entra-
ran otros, porque de
lo contrario no po-
dría desenvolverse
como era debido.
En el fondo del lo-
cal estaban los tres.
Momo, con la cara
hecha un borrón,
por las lágrimas y la
pintura.
Arle corrió hacia
ellos, conmovida.
—¿De qué se nos
acusa?
—¡Todavía, no lo
han dicho!... ¡Espe-
raban que es tuvie-
ras tú! ¡Hijita...!
La muchacha se
sentó frente a
Momo. Y le susurró:
—¡No es por las
botellas! ¡Es por lo
de Horner! ¡Nadie
sabe nada! ¿De
acuerdo? ¡Solamen-
te hablaré yo! Har-
vey había estado
hablando con el she-
riff. Cuando termi-
nó, fue acercándose
a la mesa de Momo
y la «troupe».
El viejo, al recono-
cerlo con ropa de
vaquero, dio un sal-
to y el bombín se
fue a lo alto.
—¡Ay, mi madre!
Iba a romper en
llanto, cuando Har-
vey, sentándose al
lado de Arle, acon-
sejó:
—Guarde silencio.
El sheriff va a hablar.
—¡Han presentado
una denuncia! —
empezó el de la es-
trella—. Y es nece-
sario reconstruir los
hechos.
—Este sheriff me
cae gordo —comen-
tó Momo, súbita-
mente serio.
—Explíquese, Sam
—dijo al barman—.
Todo con sus pasos
contados.
Y el sheriff se cruzó
de brazos, recostado
de lado contra el
mostrador.
—El pueblo sabe
que ese viejo titirite-
ro —empezó Sam el
dueño del saloon.
—¡Protesto! —se
levantó Momo Ga-
bel—. ¡No soy titiri-
tero!
—Bueno, quiero
decir el volatinero.
Iba de nuevo a
protestar, pero Arle
lo contuvo, dicién-
dole, amargada:
—¡Y tú sin darte
cuenta de que esto
es serio!
—Se callo. Pero
que no insulte.
—Siga. Sam —pi-
dió el sheriff.
—Todos saben que
ese hombre me pi-
dió seis botellas
«marca».
—Se lo sabemos.
—Y se las di, con la
condición de que si
rompía alguna…
—…¡Y no rompí
ninguna! —chilló
Momo Gabel—. ¡Ni
tampoco mis «hi-
jos»! ¡Somos artis-
tas!
Harvey permane-
cía como ajeno a
todo, abstraído.
Arle empezó a mi-
rarlo con menos du-
reza. Veía que el
asunto era por lo de
las botellas.
Eso significaba que
Harvey no tenía
nada que ver en la
denuncia.
—...Las seis bote-
llas volvieron al
saloon —explicaba
Sam.
—¡Ah, hinojo!
¡Volvieron las bote-
llas! —exclamó
Momo—. ¿Lo han
oído? ¡Volvieron!
El barman, obede-
ciendo los gestos
que le hacía el sheri-
ff, prosiguió, como
si no hubiera habi-
do ninguna inte-
rrupción:
—...Coloqué las
seis botellas sobre el
mostrador, para po-
nerlas de nuevo en
la estantería. Enton-
ces un hombre dijo:
«Pago las seis bote-
llas e invito a todos.
Hay que celebrar la
actuación de esos
artistas». Y todos los
que están aquí pre-
sentes se situaron a
lo largo del mostra-
dor. Voy, destapo
una...
Dejó un silencio.
Momo Gabel había
inclinado la cabeza,
apenas oír que des-
taparon una botella.
Pero no era sola-
mente una.
—¡Destapamos las
seis! ¡Y todas conte-
nían agua con un
colorante del diablo!
—chilló Sam.
Los testigos que se
quedaron sin beber
asintieron.
—¡Agua con por-
quería!
—¡Agua sucia!
El sheriff levantó
las manos.
—¡Silencio! Ya he-
mos reconstruido
una parte de los he-
chos. Ahora faltan
las pruebas. Tene-
mos que registrar la
carreta. ¿Me acom-
paña, Momo Gabel?
El viejo rompió a
llorar. El tontaina de
Erik miraba a todos
como si estuviera en
otro mundo.
El pequeño Billy,
con su cara de ardi-
lla, hacia guarros al
público, como cuan-
do trepó al balcón
del hotel, simuló
sorprender una es-
cena escabrosa.
Arle estaba aver-
gonzada e indigna-
da.
—¡Los hay mez-
quinos! —prorrum-
pió, levantándose
de un salto.
Fue hacia el sheriff.
Le hizo una seña
para que lo acompa-
ñara y el de la estre-
lla obedeció.
Harvey se unió a
ellos cuando la mu-
chacha ya estaba
saltando al interior
de la carreta. Levan-
tó una tabla y se
puso a sacar bote-
llas.
—¡Diablo! ¡Tenéis
botellas de todas las
marcas! —exclamó
el sheriff.
—Pero son filfa —
contestó Arle.
—¿Y cómo es que
antes de «trabajar»
estudiáis el terreno?
—¡Qué remedio!
—¡Explícanos el
truco, muchacha! —
pidió uno del públi-
co.
—¡Sí! ¡Que haga
una demostración
de cómo cambian
las botellas al cruzar
la carreta!
Ya todo era aplau-
dir y reír a carcaja-
das. La muchacha
vio una posibilidad
de salir del pueblo
sin complicaciones
y fue en busca del
«jefe» y la «troupe».
Nunca lloró el vie-
jo con tanta abun-
dancia. Era como si
fueran a emplumar-
lo.
—¡Descubrir nues-
tros trucos es un
deshonor!
— ¡Es peor ir a la
cárcel! —le replicó
Arle.
En el pescante se
sentó Momo. En tie-
rra, a la izquierda
del viejo, se colocó
Billy.
Erik también en
tierra, quedó en lí-
nea de la parte pos-
terior de la carreta.
Sentada, con las
piernas colgando,
estaba Arle. Ya ha-
bía preparado el in-
terior de la carreta.
Líos de ropa y col-
chonetas se halla-
ban situados for-
mando seis compar-
timentos.
—¡Miren al jefe! —
indicó Arle.
Todos pasaron a la
parte delantera de
la carreta. Como si
lo llevaran a la hor-
ca. Momo movió la
mano izquierda.
Tras de él tenía
seis botellas «de
marca».
—Usted dio a Erik
las buenas —dijo
Arle, dirigiéndose al
barman,
—Sí, a este fideo se
las di.
—Échame una,
Erik.
La cogió al vuelo y
explicó;
—Mi habilidad es
calcular las distan-
cias. Ahora tiro ésta
por encima de mi
hombro, procuran-
do que caiga en el
primer comparti-
miento acolchona-
do.
La tiró. La botella
cayó sobre un mon-
tón de ropa. En ese
momento Momo ti-
ró la que había cogi-
do de las que tenía
alineadas detrás.
—Procurar que
cada botella caiga
separada de las
otras, para que no
se rompan, esa es
mi única habilidad
—dijo sencillamente
Arle, después que
hubo demostrado
que las seis botellas
podían entrar en la
carreta sin que cho-
caran.
Nunca recibieron
una ovación más
grande. Pero Momo
no dejaba de llorar.
—Pero ¿no lo ves,
«jefe»? ¡Nos están
aplaudiendo! —dijo
Arle, corriendo a su
lado—. ¡Nada nos
va a pasar!
—¡Nunca me he
sentido más deses-
perado! —prorrum-
pió dramáticamente
Momo Gabel.
—¡Anime esa cara,
viejo! —dijo el sheri-
ff—. Acaban de reti-
rar la demanda, y le
regalan las seis bo-
tellas «buenas».
Repentinamente
dejó de llorar.
—¿Es cierto?
El sheriff asintió. El
barman, riendo, fue
a disculparse.
—Es que me llevé
el gran chasco cuan-
do empecé a desta-
par botellas. El que
las pagó se enfadó:
«¿Qué burla es és-
ta?» ¡Pero hemos
pasado un buen
rato! ¡Todo arregla-
do!
—¡Pues nos va-
mos! —gritó Momo
—. ¡En marcha, Erik
y Billy saltaron al
pescante! Arle fue
adonde estaba la
jaca. Allí se en-
contraba Harvey,
con el caballo el
equipo de marcha
sujeto a la grupa.
Montaron, sin mi-
rarse. Y ellos inicia-
ron la marcha.
La carreta los si-
guió. Atrás quedó
una polvareda de ri-
sas y aplausos.
Ya en las afueras,
Arle exclamó;
—¡Quién sería el
mezquino!...
—Yo, soy ese «me-
zquino» y vosotros
los trúhanes que
por un puñado de
dólares os prestáis a
desvalijar a un hom-
bre que cometió el
error de salir en de-
fensa de un gato.
—Ella iba a espo-
lear la jaca, pero
Harvey alargó la
mano y le cogió las
riendas.
—¡Sin juegos aho-
ra! —su voz era au-
toritaria.
Al mirarle la mu-
chacha, la réplica
que tenía preparada
se esfumó, ante la
dura mirada de
Harvey.
—Cuando acampe-
mos hablaremos de
las cartas —dijo
Harvey después de
un largo silencio.
Desde el pescante
los observaban.
Tanto Erik como el
pequeño Billy mira-
ban al «jefe» espe-
rando encontrar en
su cara algo que les
orientara de que, si
Harvey se había
agregado a la «trou-
pe», era para bien o
para mal.
Pero precisamente
en aquel momento
en que la cara de
goma expresaba lo
que Momo sentía,
Erik y Billy se que-
daron sin entender.
La cara del viejo
expresaba confu-
sión. No sabía si ale-
grarse o maldecir.
Los dos jinetes ca-
balgaban a la misma
altura, pero separa-
dos, callados los
dos, como ignorán-
dose.
El tontaina de Erik
empezó a cantu-
rrear:
«¿Quién entiende
a la niña Arle...?»
Cuando se dispu-
sieron a reanudar la
marcha, el viejo re-
nunció a ir en el
pescante.
—Estoy muy can-
sado —dijo.
Billy y Erik se en-
cargaron de condu-
cir la carreta. Arle
montó la jaca.
Harvey estaba co-
locando las alforjas
sobre «Zarco». En el
suelo todavía se en-
contraba el hatillo
donde iban las man-
tas.
—Eso podría ir en
la carreta —dijo la
muchacha.
—No. «Zarco» está
acostumbrado a lle-
varlo.
—¡No se fía de no-
sotros! ¿Verdad?
La muchacha que-
ría echarlo a broma,
pero Harvey se dio
cuenta de que esta-
ba dolida.
—No es por eso.
Me gusta la inde-
pendencia. En cuan-
to pude, me deshice
de las maletas...
que, por cierto, han
sido registradas, y
creo que alguna está
rota.
Ya en marcha,
Harvey refirió el en-
cuentro que tuvo
con los dos indivi-
duos que se metie-
ron en la cuadra del
viejo Choy.
—¡Quizá fueran
los que nos encaño-
naron! —exclamó
Arle.
—Es posible.
—¿Por qué ese in-
terés por un rancho?
¿A quién pertenece?
—Hace años yo di
el dinero que pe-
dían por él.
—¿Hace años? ¿Y
va a ocuparlo aho-
ra?
Harvey asintió en
silencio.
—No lo entiendo.
Usted no es vaque-
ro. Usted es un
hombre del Este,
¿verdad?
Otra vez asintió,
sin hablar.
—¿A qué se dedi-
caba?
—Estudié, me di-
vertí... Y luego me
dediqué a negocios.
¿Alguna pregunta
más?
—Una sola. ¿Por
qué de repente deci-
de ir a ese rancho?
—No ha sido de
repente. Hace más
de tres años que hu-
biera ido a Zirlay.
Pero «todo» estaba
demasiado vivo en
mi recuerdo...
—¿Ella?
—Ella.
Después de una
pausa:
—¿Está enterrada
allí?
—Si —contestó
Harvey, muy que-
do.
—¿De qué murió?
—La mataron.
La muchacha aho-
gó una exclamación.
En seguida miró in-
trigada a Harvey.
—¿Y qué hizo us-
ted? ¿Se vengó?
El rostro de Har-
vey fue contrayén-
dose.
—¡Ojalá hubiera
podido!...
Arle quedó muy
confusa. No le cabía
en la cabeza que un
hombre como Har-
ley se estuviera
quieto.
—¿Quién era el
asesino? ¿Acaso al-
guien muy podero-
so?
—Demasiado po-
deroso: su padre.
La muchacha incli-
nó la cabeza, abru-
mada.
—¡Eso es mons-
truoso!
—No la mató di-
rectamente. Ese
hombre vivía en
constante lucha con
otros rancheros. Se
preparaban embos-
cadas... Ella quiso
un día intervenir,
para poner paz. Y
fue cogida entre dos
fuegos. Natural-
mente, nadie se dio
cuenta de que era la
hija del ranchero
Hog Mulligan...
—¡Y después fue-
ron los lamentos!
—Sí. Sólo después.
Hicieron un tra-
yecto callados. De
pronto, Arle pro-
nunció:
—Ossie.
Harvey volvió rá-
pido la cabeza.
—¿Quién te ha di-
cho el nombre?
Arle se azoró.
—Antes de entre-
gar las cartas, las leí.
¡No me parecieron
tonterías! ¡Le juro
que no!... ¡Eran co-
sas muy bonitas!
Harvey hizo un
gesto sardónico:
—¿Por qué tenía
que reprocharte que
las leyeras?
La muchacha en-
tendió y dio la res-
puesta:
—Eso: ¿Por qué te-
nía que reprochár-
melo si hice algo
peor: robarlas?
—No te culpo a ti.
Ni a tus compañe-
ros...
—¿Tampoco al
«jefe»?
—Tampoco.
La muchacha hizo
un gesto de satisfac-
ción. Luego, muy
seria:
—Sí, fue una mala
suerte encontrarnos
con un tipo como
usted. Nos achica su
nobleza...
Allá detrás se oye-
ron gritos. Eran Bi-
lly y Erik, llamán-
doles.
Los dos jinetes re-
gresaron al galope.
—¿Qué ocurre? —
preguntó Harvey.
—¡Escuche!
Dentro de la carre-
ta se oía a Momo
Gabel:
—¡Siempre... he te-
nido suerte!... ¡Siem-
pre... he sido el
hombre más afortu-
nado!... ¡Viva yo!...
Arle lo entendió en
seguida.
—¡Está borracho!
—y corrió a la parte
trasera de la carreta.
Billy, haciendo un
gesto pícaro, dijo:
—¡Lleva una
mona!...
—El «jefe», cuando
se pipa, suelta la llo-
rona, en vez de co-
gerla —co-
mentó el tontaina y
contorsionista Erik.
Casi toda una bo-
tella se había zam-
pado. La carreta es-
taba parada.
—¡Conque estabas
cansado! —le recri-
minó Arle.
Le quitó la botella
y lo obligó a echar-
se, mientras Momo
Gabel soltaba carca-
jadas y daba vivas a
su «suerte».
—Acamparemos
pronto —dijo Har-
vey, ya en marcha
—. Debemos dete-
nernos en un lugar
seguro.
—¿Es que recela
que tengamos «visi-
ta»?
—Todo hay que
esperarlo.
La muchacha iba a
permanecer en si-
lencio, pero no
pudo.
—¿Por qué demo-
nios, al cabo de tres
años, quiere ir a ese
pueblo?
—Porque allí olvi-
dan demasiado
pronto.
—¿Se refiere al pa-
dre de Ossie?
—A él mismo.
—¿Qué hace? ¿Di-
vertirse?
—Eso no sería cen-
surable. Si la vida
de su hija sirvió
para restablecer la
paz, algo se consi-
guió... Pero no creo
que sea eso. Quien
me escribió es una
persona allegada al
ranchero Mulligan.
Una persona que es-
toy seguro ha de-
seado que ese hom-
bre viviera tranqui-
lo. Y me escribe pi-
diéndome que vaya
para que mi presen-
cia... le haga «recor-
dar».
—¿Cuántas veces
ha estado usted en
Zirlay?
—Nunca.
—¿Y dónde cono-
ció a Ossie?
—En Baltimore,
donde ella tenía fa-
miliares... Por en-
tonces ya estaba yo
metido en negocios.
Ella despertó en mí
el deseo de poseer
un rancho... Y a ella
le mandé el dinero
para que adquiriera
uno que estaba en
venta. El título de
propiedad lo tiene
Mulligan...
—¡Qué tonto! ¿Y
por qué no lo recla-
mó?
—Porque no lo
consideraba opor-
tuno. El me escribió
una vez preguntán-
dome qué decidía
sobre el rancho. Le
contesté que todo
debía permanecer
como estaba. Yo sa-
bía que esto pesaba
sobre Mulligan y so-
bre las gentes que se
divirtieron tendién-
dose emboscadas.
Sabían todos que
aquel rancho lo es-
cogió Ossie para
ella y para mí. Du-
rante este tiempo, la
inactividad de ese
rancho ha sido una
acusación para la
comarca...
—¿Nadie hay allí?
—Nadie. Pero la
casa está en condi-
ciones. Y los pabe-
llones también. La
persona allegada a
Mulligan se ha en-
cargado durante es-
tos años de hacer
que reparen todos
los desperfectos que
han podido ir pro-
duciéndose en el
rancho.
Arle movía la ca-
beza, haciendo fren-
te a multitud de
ideas.
—Esto huele a ma-
niobra de fullero.
Cuando nos «con-
trataron» nos dije-
ron que era un
tahúr, que había ga-
nado el rancho ha-
ciendo trampas.
¿Por qué buscan las
cartas y no el título?
Está claro: porque lo
tienen, y con toda
seguridad no consta
a su nombre.
—Ossie era menor
de edad. La opera-
ción la efectuó su
padre.
—Con romper to-
dos los documentos
que puedan acredi-
tar a usted como
dueño, rancho birla-
do.
—Eso ya deben de
haberlo hecho. Pero
están las tres últi-
mas cartas que me
escribió Ossie, ha-
blándome de cómo
se había conseguido
el rancho. Esas tres
cartas no estaban en
el paquete...
—¡Por eso estaban
tan furiosos los ti-
pos que nos «con-
trataron»!...
—Lo que más les
interesa es una ter-
cera carta, que no
escribió Ossie, por-
que ya hacía más de
un año que estaba
enterrada. Es la que
me escribió su pa-
dre, preguntándo-
me qué hacía del
rancho...
—¡Ya! —Arle hizo
un gesto de infantil
entusiasmo—. ¡Con
esa carta, usted hace
un repóquer!...
¿Dónde la guarda?
En seguida se mor-
dió los labios, dis-
gustada consigo
misma.
—¡Perdone!... Me
olvidaba que...
—Las cuatro cartas
las llevo encima:
dos en cada bota. Te
lo digo por si me su-
cediera algo. Me
descalzas, montas
sobre «Zarco» y te
diriges a Rhawor.
Queda cerca de Zir-
lay. Allí preguntas
por el juez Woolsey.
Me conoce. Y hace
días le escribí anun-
ciándole que estaba
en camino.
Arle pareció al
principio muy afec-
tada, ante la idea de
que Harvey dejara
de existir. Luego
consideró una prue-
ba de confianza lo
que él estaba reve-
lándole, y lo miró
agradecida.
De pronto excla-
mó, crispada:
—¿Por qué se bur-
la?
—No me burlo.
—¡Si yo me pre-
sento a un juez y
digo quién soy, me
ahorca, acusándome
de su muerte!
—Pues tu nombre
ya debe de tenerlo
el juez Woolsey.
—¡Mi nombre! ¡Us-
ted no lo conoce!
—Arle.
—¿Y qué más?
—Basta tu nombre,
tu cara y tu forma
de montar la jaca.
Con eso te identifi-
cará el juez.
Se habían separa-
do mucho de la ca-
rreta.
—Si no es broma...
¿cómo ha enviado el
nombre?
—El sheriff de
Cherfa es una buena
persona y conoce al
juez Woolsey. A él
le di el texto del te-
legrama, para que
lo cursara una hora
después que saliéra-
mos del pueblo.
—¿Por qué una
hora después? ¿Por
qué no lo cursó, us-
ted?
—Porque recelo
hasta de mi sombra.
Alguien puede estar
siguiéndonos.
Estaba muy bonita,
con aquella alegría
en los ojos, apenas
terminar Harvey de
hablar.
—Recela hasta de
su sombra... ¿y de
mí no?
—De ti no.
Tras un silencio,
declaró Arle:
—¡Nunca me ha-
bían dicho nada tan
bonito!
Momentos más
tarde, Harvey seña-
laba un sitio donde
acampar.
Esperaron la carre-
ta.
—¿Cómo va el vie-
jo? —preguntó Har-
vey.
—¡Menuda juma!
—contestó Billy, gi-
rando los ojos.
Momo Gabel no
despertó ni siquiera
a la hora de cenar.
***
***
Ya habían visitado
dos saloons y en to-
dos la belleza de
Arle había produci-
do la misma sen-
sación.
Entraban solamen-
te Harvey y la mu-
chacha. Se detenían
unos momentos en
el mostrador y se
quedaban mirando
las mesas.
Los clientes sus-
pendían el juego.
—¡Eso es una chica
con planta!
—¡Y qué cara tie-
ne, la condenada!
Pero, en realidad,
quien más los intri-
gaba era Harvey.
Algunos ya lo ha-
bían visto horas an-
tes por la calle.
—¿Quién demo-
nios es ese vaquero?
En los dos saloons
estuvieron muy
poco tiempo.
—¿Se encuentra
aquí el señor Mulli-
gan? —preguntaba
Harvey—. Me han
dicho que un gran
número de noches
las pasa en el pue-
blo, en un hotel, por
no regresar al ran-
cho tan tarde.
—Así es —contes-
tó el barman del pri-
mer saloon—. Algu-
na vez viene a esta
casa. Quizá se en-
cuentre en el esta-
blecimiento de aquí
al lado.
Afuera, donde ha-
bía menos luz,
aguardaban Erik y
Billy.
Pasaron al otro
saloon. Interrupción
de juego y exclama-
ciones de estupor,
por la arrogante fi-
gura de Arle. Lue-
go, el interés por sa-
ber quién era el va-
quero.
—¿El señor Mulli-
gan? Hace muy
poco salió con el se-
ñor Groder.
—¿No sabe a dón-
de iban?
—No. Quizá a casa
del señor Groder...
No puedo asegurar-
lo.
—Gracias. Seguire-
mos buscando.
Ya en la calle, Har-
vey preguntó a un
vaquero si sabía
dónde estaba la casa
de Weg Groder.
—Ahí enfrente la
tienen.
Y señaló un edifi-
cio aislado, rodeado
por un jardín. En
una de las ventanas
del primer piso se
veía luz.
Al quedar solos,
Harvey dijo:
—Esa casa nos in-
teresa.
—¿Es que sabe
quién es ese hom-
bre?
—Weg Groder era
el que mantenía el
fuego en el bando
contrario de Hog
Mulligan.
—¡Y ahora van
juntos!...
—Ossie contribuyó
a la paz. Vamos a
visitar otro local.
Por la otra acera,
Erik y Billy se desli-
zaron, para detener-
se de nuevo frente
al establecimiento
donde Harvey y
Arle entraron.
Apenas mirar las
mesas, Harvey dijo
a la muchacha:
—Creo que los dos
individuos que os
contrataron están
aquí.
Para el caso de que
fuera cierto, Arle ya
tenía instrucciones
de Harvey sobre lo
que debía hacer.
—¿Está aquí el se-
ñor Mulligan? —
preguntó al barman.
Se había situado
de espaldas a las
mesas.
—No está aquí —
contestó el que esta-
ba al otro lado del
mostrador.
Arle se arrimó a
Harvey, mantenién-
dose de cara al sala,
y lo tocó con el
codo.
—¡Son ellos! —dijo
muy bajo, aprove-
chando que el bar-
man servía a un
cliente situado a un
extremo del mostra-
dor.
—Sigue mirándo-
los.
—¡Ya me han reco-
nocido!
—Sigue mirándo-
los.
El barman se acer-
có.
—Le he dicho que
no se encuentra
aquí el señor Mulli-
gan.
—Pero podrá ser-
virme una copa,
¿verdad?
—Y cuatro tam-
bién —con el gesto
indicó a la mucha-
cha. No había teni-
do tiempo de verle
la cara—. ¿También
a ella?
—Arle se volvió.
—No, gracias —y
siguió mirando a los
dos individuos.
El barman, al ver su
rostro de niña, sin
afeites, se azoró.
—Perdone —dijo a
Harvey—. Creí
que...
El vaquero hizo un
gesto con la mano,
no dando importan-
cia.
Apuró la copa y
pidió otra. Por el es-
pejo veía a los dos
individuos. Ambos
rebasaban los trein-
ta y cinco años. Ves-
tían de forma igual
que en ciudad.
Los dos parecían
muy meticulosos en
la ropa, en peinarse,
en la manera de ac-
cionar. Con ellos ha-
bía dos hombres de
más edad.
Uno de ellos lleva-
ba la estrella de she-
riff. Era precisamen-
te éste quien estaba
hablando.
Se dirigía al otro
hombre de edad,
que vestía traje ne-
gro.
Los que hicieron el
contrato no podían
rehuir la mirada de
la joven.
Se había interrum-
pido el juego y to-
dos, menos el sheriff
y el del traje negro,
miraban hacia el
mostrador.
Por fin el de la es-
trella se dio cuenta.
También el otro.
El de la estrella sol-
tó un bufido.
—¿De dónde habrá
salido esa preciosi-
dad? ¡Y nos mira!...
¿Acaso estará pi-
diéndome ayuda?
¿Quién es el que la
acompaña?
Harvey, por el es-
pejo, adivinó que el
sheriff iba a levantar-
se y liquidó la cuen-
ta. Dio propina y
dijo;
—Si viniera el se-
ñor Mulligan, dígale
que espere. Dentro
de un cuarto de
hora pasaremos por
aquí.
—De acuerdo.
Salieron. Cruzaron
la calzada y Harvey
murmuró:
—Van a salir. Ya
sabéis...
—De acuerdo, «pa-
trón» —contestó
Erik, en la oscuri-
dad.
Harvey y Arle se
alejaron. Desde
donde estaban Erik
y Billy pudieron ver
impunemente a los
dos individuos fren-
te al mostrador, con
el sheriff, interrogan-
do al barman. Los
batientes se habían
abierto varias veces,
clientes que entra-
ban o salían.
—Ahí los tenemos
—dijo Erik.
—A seguirlos —
contestó Billy.
Los dos individuos
habían salido y se
quedaron mirando
hacia el extremo de
la calle por donde
iban Harvey y Arle.
El barman les había
comunicado que en
quince minutos más
tarde volverían, por
si aparecía el ran-
chero Hog Mulli-
gan.
—¡Vamos! —dijo
uno.
Cruzaron la calza-
da. Subieron a la
otra acera casi enci-
ma de donde esta-
ban el contorsionis-
ta y Billy.
—¡Nos vamos a
ganar la gran bron-
ca! —dijo un indivi-
duo, inquieto.
—Pero no tenemos
más remedio que
avisar que están
aquí.
Fueron hacia la
casa que tenía un
jardín, cercado por
una valla de made-
ra.
Llamaron, después
de cruzar el jardín,
Un criado abrió la
puerta y, al recono-
cerlos, los dejó pa-
sar.
Erik y Billy ya ha-
bían saltado la cer-
ca. Entre los arbus-
tos quedaron las
dos chaquetas y los
pantalones.
El traje de malla
los borró totalmen-
te. Sólo podían cla-
rear la cara, y las
manos, pero procu-
raban permanecer
de espaldas a la ca-
lle.
Billy llevaba a la
cintura una cuerda,
con un garfio, rápi-
damente trepó, al-
canzó el largo bal-
cón de la fachada,
atisbó al interior de
la casa, y enganchó
la cuerda.
Subió Erik. Apenas
salvar la baranda, se
plegó en un rincón.
Parecía un montón
de trapos.
La luz no alcanza-
ba los extremos del
balcón. En una de
las habitaciones, cu-
yas puertas de cris-
tales estaban abier-
tas, había cuatro
hombres.
Eran Weg Groder,
el ranchero Hog
Mulligan y los dos
individuos.
—Le buscan a us-
ted, señor Mulli-
gan...
—¿A mí? ¿Quién?
Harvey y Arle ha-
bían llegado casi a
un extremo de la ca-
lle.
—Regresemos. La
antorcha de guerra no
debe salir a escam-
pado en plena no-
che —dijo Harvey.
—¿Qué teme?
—Tutéame.
—¿Por qué?
—Porque convie-
ne.
Los dos procura-
ban disimular la in-
quietud que sentían
por la suerte que
podían estar co-
rriendo Erik y Billy.
—No hay cuidado
—dijo Arle, después
de un silencio—.
Los dos son muy
hábiles.
—Menos para
abrir cerraduras de
cartera. A punta de
cuchillo abrieron la
mía.
Arle rompió a reír.
Pero eran nervios.
En el soportal del
saloon donde queda-
ron en volver aguar-
daba el sheriff.
—Buenas noches
—saludó el de la es-
trella.
—Buenas noches
—contestó Harvey.
—¿Buscan al señor
Mulligan? Creo que
se encuentra en casa
del señor Groder. Y
han ido a averiguar-
lo.
—Son muy ama-
bles. ¿Usted es el
sheriff Mansker?
—Yo mismo. ¿Por
qué?
—Tengo entendido
que está en el cargo
más de cuatro años.
—Cinco, exacta-
mente.
—Entonces tuvo
que apechugar con
los malos tiempos.
Me refiero a las tri-
fulcas de los ranche-
ros...
—¡Ah, sí! Por for-
tuna eso ya se ter-
minó. ¿Vienen uste-
des de lejos?
—De muy lejos.
Yo, por lo menos...
El sheriff se inclinó
mirando a la otra
acera.
—Ahí tienen al se-
ñor Mulligan.
Un hombre de
unos cincuenta
años, de mediana
talla, figura maciza,
cruzó la calzada.
Llevaba chaqueta.
Debajo se advertía
el cinto con doble
pistolera.
—¿Son ustedes los
que me buscaban?
—Sí —contestó
Harvey—. ¿Pasa-
mos ahí? Usted pue-
de acompañarnos,
sheriff.
El de la estrella no
deseaba otra cosa.
Fue él quien empujó
los batientes, para
dejar paso a Arle.
—No es un lugar
adecuado para una
señorita como usted,
pero ya que su
acompañante quiere
que sea aquí...
—No se preocupe,
sheriff —contestó
Arle—. He frecuen-
tado sitios peores.
—Quiero que sea
un local público
porque me importa
que haya testigos —
manifestó Harvey,
ya los cuatro dentro.
Hog Mulligan y el
sheriff lo miraron,
intrigados, pero
Harvey no habló
hasta que estuvie-
ron sentados, con
una botella en el
centro de la mesa y
tres vasos.
Los llenó. Dejó la
botella y mirando a
Mulligan, dijo;
—Creo que lo hu-
biera reconocido,
aunque nadie me
diera de usted el
menor indicio. Ha
envejecido bastante,
pero hay rasgos en
usted que me fue-
ron descritos con
mucha claridad...
hace algún tiempo.
—¿Quién le habló
de mí?
—Ossie.
Hog Mulligan acu-
só un estremeci-
miento. Y mirando
a Harvey, comenzó
a palidecer
—¿Quién... es us-
ted? —balbució.
—El que usted
imagina. El que iba
a casarse con su
hija.
El sheriff tragó sali-
va. Alargó la mano,
cogió un vaso y lo
apuró de un trago.
Hog Mulligan, sin
dejar de mirarlo,
asintió con movi-
mientos de cabeza.
Luego murmuró:
—Ossie... también
supo describirlo...
Conozco de usted
hasta su forma de
reaccionar...
—No se confíe.
Puedo haber cam-
biado en estos tres
años, señor Mulli-
gan. ¿Cuándo supo
que estaba en ca-
mino?
El ranchero hizo
un gesto de estupor.
—¿Por qué tenía
que saberlo? ¿Acaso
usted lo ha anuncia-
do a alguien de
aquí?
El de la estrella, ya
medio repuesto de
la sorpresa, miraba
alternativamente a
Harvey y a Arle.
—«Alguien» de
aquí sabía que ve-
nía. Bien. Esperare-
mos a mañana. Ten-
go muchas cosas
que averiguar. ¿Me
acompañará al ran-
cho, señor Mulli-
gan?
—¿A qué rancho?
—Al mío.
El sheriff no pudo
contenerse e inter-
vino:
—Pero, ¿tiene us-
ted un rancho aquí?
No será el que esco-
gió la pobre Ossie,
para cuando se ca-
saran...
—No he comprado
otro.
El sheriff miró a
Mulligan, sorpren-
dido.
—Ya hace algún
tiempo oí decir que
ese rancho se había
vendido.
—Rumores falsos.
¿Verdad, señor Mu-
lligan? —preguntó
Harvey.
El ranchero no sa-
bía a dónde mirar.
Por momentos esta-
ba más nervioso.
—Es muy tarde.
Esta noche pernoc-
taré en mi rancho —
dijo, mirando al she-
riff—. Nos veremos
mañana. ¿Le parece
bien, Harvey?
—Si he podido es-
perar tres años...
Pero antes de lar-
garse dígame cómo
se encuentra Elaine.
—Ah, muy bien.
—¿Se ha casado?
—¡No, no!...
El sheriff, con la
mejor buena fe, re-
sultaba un cotilla.
—Pero está en ca-
mino...
—¡Cállese! —cortó
el ranchero, con du-
reza.
Harvey, como no
dando importancia
a la interrupción,
dijo:
—Yo aprecio mu-
cho a Elaine. Gra-
cias a ella conocí a
su hermana Ossie.
«La pequeña»,
como solía decir
Elaine. No se lleva-
ban tantos años,
¿verdad? Sin em-
bargo, Elaine era
como una madre...
—¿Por qué no deja
de hablar de Ossie?
¿Por qué?
Se había levanta-
do, con el rostro
contraído, los puños
cerrados.
—¡Está muerta!
¡Era mi hija preferi-
da!
—Era mi prometi-
da, señor Mulligan.
Precisamente por-
que me era doloroso
acercarme a algo
que estuviera rela-
cionado con ella,
rehuía este viaje...
—¡Y viene ahora...
acompañado! —se
quedó mirando a
Arle como al peor
enemigo, por su vi-
talidad y por su be-
lleza—. ¡Ya tiene
quien reemplaza a
Ossie!
La joven, muy
afectada, lo cogió de
un brazo.
—¡Oh, no, señor
Mulligan! ¡No es lo
que usted se imagi-
na! Yo no significo
nada para Harvey.
Ni él para mí... Mi
familia está en el
hotel. Harvey se ha
ofrecido a mostrar-
me de noche un tí-
pico pueblo del
Oeste. Eso es todo...
Hog Mulligan se
quedó mirando la
mano que Arle tenía
sobre un brazo del
ranchero.
—¡Quita esa
mano... volatinera!
—No me ofende.
Soy lo que ha dicho.
Harvey, de pie
frente al ranchero,
mirándole fijamente
a los ojos, manifes-
tó:
—Ha cometido us-
ted una gran torpe-
za, señor Mulligan.
—¿Por qué?
—No debió revelar
que conocía el oficio
de esta muchacha.
Le hubiera sido más
fácil encerrarse en la
actitud del padre
abatido por la
muerte de su «hija
preferida». He teni-
do muchos tropie-
zos antes de llegar
aquí.
—¿Y yo qué tengo
que ver en sus pro-
blemas?
—Buscaban unas
cartas que podían
servirme de prueba
como propietario
del rancho que esco-
gió Ossie. Me roba-
ron unas..., pero no
las que importaban.
Por desgracia para
mí...
Harvey se dejó
caer en la silla, en
actitud derrotada,
Hog Mulligan lo
miraba con ansie-
dad.
—¿Qué le ha ocu-
rrido? —preguntó el
sheriff.
—Por todas partes
me salían pistoleros.
Entonces me agre-
gué al grupo de titi-
riteros. En la carreta
escondía tres cartas
de Ossie, que habla-
ban del rancho, y
una de usted, señor
Mulligan, pregun-
tándome qué debía
hacer de esa hacien-
da... Y todo desapa-
reció.
Refirió el ataque y
el incendio de la ca-
rreta.
—En un rancho de
la comarca de Des-
cor nos acogieron.
Fue avisado el sheri-
ff...
—El sheriff de Des-
cor es amigo mío —
dijo el de la estrella.
—Pues él podrá
darle una descrip-
ción de los dos indi-
viduos que resulta-
ron muertos. En
cuanto a los restos
de la carreta, en el
sitio donde ocurrió
el ataque se pueden
ver...
Hog Mulligan pa-
recía obsesionado.
—¿Y usted cree
que esos pistoleros
procedían de aquí?
—preguntó el sheri-
ff, desconcertado.
Harvey se limitó a
mover los hombros,
y a sonreír.
—¿Usted me jura-
ría, Harvey, que las
cartas que le quita-
ron no tenían nin-
guna relación con el
rancho? —preguntó
Mulligan.
—Por la memoria
de Ossie se lo juro
—contestó Harvey.
—También yo pue-
do jurarlo —dijo
Arle—. Yo leí esas
cartas.
El sheriff la miró es-
camado.
—¿Es que él se las
dio a leer? ¿Cartas
de otra novia le dio
a leer?
—Harvey no me
las dio. Ni siquiera
me conocía enton-
ces. Bueno, sí, me
conocía..., pero de
otra manera.
—¿Cómo de otra
manera?
Arle quería decir
que la conocía como
hija de un «minero
desgraciado». Pen-
saba en el incidente
que motivó que él y
ella se conocieran.
—Verá, sheriff. A
Harvey le robaron
las cartas.
—Sí, eso ha dicho.
—Pues yo fui el
gancho.
—¿Para qué?
—Para que se las
quitaran.
—¡Atiza! —el she-
riff miró a Harvey
como preguntándo-
le: «¿Me toma el
pelo?»
Pero Harvey sólo
atendía los cambios
que se producían en
Hog Mulligan. Por
momentos, parecía
más tranquilo, hasta
casi contento.
—Me marcho. Ma-
ñana hablaremos,
Harvey. ¿Me acom-
paña, sheriff?
—¡Hombre!, si es
para algo urgente...
—Es sobre el gana-
do que he echado
de menos esta ma-
ñana.
El de la estrella en-
tendió que lo que
Mulligan buscaba
era un pretexto para
separarse de Har-
vey.
—Iré con usted —
dio unos pasos y se
volvió—. Pero oiga,
linda ratita: eso de
que sirvió de gan-
cho..., ¿este hombre
lo pasa por alto?
Harvey, sonriendo,
dijo:
—Ya lo ve —y diri-
giéndose a Mulligan
—: ¿Vendrá usted
por mí, o voy yo a
su rancho?
—Tal vez le envíe
a un vaquero para
que lo acompañe.
—Muy bien. Dé
mis saludos a Elai-
ne.
Al marcharse Mu-
lligan y el sheriff.
Arle se quedó mi-
rando a Harvey, in-
decisa.
—¿Qué piensas? —
preguntó él.
—Temo... que no
haya salido como tú
esperabas.
—Hay algo extra-
ño en esto. Mulligan
no ha parecido pres-
tar atención a lo que
he dicho sobre las
cuatro cartas.
—Estoy segura de
que no ha creído
que se quemaran en
la carreta.
—No es eso lo que
me intriga. A él so-
lamente parece
preocuparle que las
cuatro cartas que se
refieren al rancho
estuvieran o no en
las que me robaron.
Tan pronto le he di-
cho que no pudie-
ron quitármelas, ha
parecido revivir.
Un larguirucho,
que vestía chaqueta
y en vez de camisa
llevaba una coraza
de malla negra, se
acercó a la mesa.
—Ya está...
—¿Tenéis las car-
tas? —Arle estaba
transfigurada por la
alegría.
Erik movió la cabe-
za, asintiendo.
—Billy las tiene.
Nos aguarda en un
solar... Creo que me
siguen...
Los dos individuos
que salieron antes,
para ir a casa de
Weg Groder, apare-
cieron, con gesto
torvo.
—Ahí están los
que os contrataron
—dijo Harvey.
Otros dos indivi-
duos entraron a
continuación y se si-
tuaron en el mostra-
dor. Hicieron como
que no conocían a
los dos primeros.
—Tenemos trampa
—dijo Arle.
—Haremos frente.
Siéntate, Erik. ¿Có-
mo ha ido la cosa?
—¡Cómo chillaba
ese Groder! Sacó el
paquete de cartas y
lo dejó sobre la
mesa escritorio,
dando puñetazos,
mientras dirigía in-
sultos a los dos ti-
pos de marras.
—¿Nombró a Mu-
lligan?...
—Sí. Fue cuando
dio un puñetazo a
las cartas: «¡Por
suerte, Mulligan
cree otra cosa!».
Algo así dijo...
—¿Que cree otra
cosa? —los ojos de
Harvey se ilumina-
ron de alegría—. Si-
gue.
—El tal Groder les
ordenó: «¡Terminad
con ellos!». Yo le
dije a Billy: «Me pa-
rece que va por no-
sotros...»
Uno de los indivi-
duos se acercaba a
la mesa.
—...Y ese Groder
acompañó a los dos
tipos hasta la escale-
ra. Entonces... Las
cartas estaban enci-
ma de la mesa...
—¿Qué hacemos,
Harvey? —pregun-
tó la muchacha—.
No queremos estor-
barte.
—Conque os apar-
téis tan pronto se
ponga la cosa al rojo
vivo...
—¿Sólo debemos
apartamos?
—Y no perder de
vista a los dos tipos
que siguen en mos-
trador.
Los que contrata-
ron a la «troupe» de
Momo Gabel iban,
uno tras de otro, ha-
cia la mesa. Se ha-
bían quitado la cha-
queta y mostraban
el cinto, con doble
pistolera.
El que iba delante
se esforzaba por
mantener un gesto
alegre, más bien de
burla, mirando a
Arle y a Erik.
—¡Cómo se pro-
gresa! —exclamó,
apoyando una
mano sobre un
hombro del contor-
sionista. Avanzó la
otra mano para to-
car el cuello de Arle
—. ¿De dónde has
sacado ese vestido?
La muchacha se in-
clinó a un lado, es-
quivándolo.
—Roza nada más
con tus pezuñas el
vestido de esta mu-
chacha y...
Esto lo dijo Har-
vey, mirando fija-
mente al individuo.
El otro se acercó.
—¿Qué pasa? —
preguntó el segun-
do.
Harvey miró a la
muchacha.
—¿Este par de cer-
dos son los que no
cumplieron lo acor-
dado?
—Ellos son. No pa-
garon lo convenido
y se burlaron —con-
testó Arle—. Pero
tienen dos caras,
¿sabes, Harvey?
Cuando quieren son
muy corteses, muy
relamidos.
—¿Cuánto os deja-
ron a deber?
—Cuatrocientos
dólares.
Los dos indivi-
duos, mirando a
Arle y a Harvey, no
habían tenido tiem-
po de hablar.
Por fin uno pre-
guntó:
—¿De qué estáis
hablando?
—De las cartas que
les pedisteis que me
«sustrajeran». Ven-
gan esos cuatrocien-
tos dólares —y Har-
vey movió los de-
dos, invitando a que
soltaran el dinero.
—Tú buscas jaleo,
¿verdad? —pregun-
tó uno.
—Y lo tendrás —
contestó el otro, in-
clinándose como
para besar a Arle en
el cuello.
Harvey dio con las
manos sobre la
mesa. Era la señal.
Arle y Erik salta-
ron, colocándose
cada uno a un lado
de la sala.
Harvey se levantó.
—Si no pagáis vo-
sotros, lo hará vues-
tro jefe... Me refiero
a Weg Groder.
Esto fue definitivo:
que nombrara al pa-
trón. Saltaron hacia
atrás, abriéndose la
chaqueta, y desen-
fundaron, al tiempo
que uno gritaba:
—¡Ahora!
Los dos que esta-
ban en el mostrador
giraron, con las ar-
mas en las manos.
Harvey ya estaba
apretando los gati-
llos.
Una botella cruzó
la sala. En seguida
otra. Y otra.
—¡Ahí va, Arle! —
decía Erik, lanzán-
dole una botella que
había cogido de una
mesa donde había
unos vecinos viejos,
con cara de estar
oyendo llover.
—¡Ahí va otra!
Arle las cogía en el
aire, todavía con li-
cor, y las disparaba
hacia donde estaban
los otros dos indivi-
duos.
Las botellas les da-
ban de lleno en la
cara. Se agacharon,
pero entonces las
botellas les alcanza-
ron la cabeza y do-
blaron, en el mo-
mento en que el she-
riff, atraído por los
estampidos, empu-
jaba los batientes.
—¡Diablo! —excla-
mó, viendo a los
que estaban como
dormidos, al pie del
mostrador.
Fue después, al ver
muertos a los dos
con quienes estuvo
hablando, sentados
a la misma mesa,
cuando el sheriff pa-
reció verdadera-
mente impresiona-
do.
—¿Qué ha hecho
usted? ¡Estos dos
hombres son...!
—Unos granujas. Y
unos cobardes —lo
interrumpió Harvey
—. ¿Tienen las ar-
mas fuera de las
fundas?
—Sí. Pero ellos no
son camorristas. Es-
taban a las órdenes
del señor Groder.
Aquí hubo jaleos en
otros tiempos, usted
ya lo sabe...
—Demasiado. ¿Y
ese Groder tiene a
su servicio pistole-
ros?
—Que tenga a dos
hombres, para su
seguridad, es lógico.
—Vea a los que es-
tán junto al mostra-
dor. También tienen
los revólveres fuera
de las fundas. De-
téngalos, por inten-
to de asesinato. Yo
presento esa de-
manda.
—Y si duda de la
palabra de Harvey
—intervino la mu-
chacha—, pregunte
a los de la sala. ¿Ha-
bía encerrona, seño-
res?
La mayoría temía a
Weg Groder. Sola-
mente contestaron
los viejos de cuya
mesa desapareció la
primera botella que
utilizó Erik.
—Había encerro-
na.
—Una cobarde en-
cerrona, sheriff.
El hombre de
edad, que estuvo
antes con los dos
muertos y el de la
estrella, procuró pa-
sar inadvertido.
Luego saldría para
ir en busca de Gro-
der.
—Los detendré —
dijo el sheriff.
En ese momento,
Harvey se inclinaba
y registraba los bol-
sillos de los dos
muertos. Sacó dine-
ro.
—¿Qué hace? —
preguntó el sheriff.
Harvey se puso a
contar billetes.
—¿Eran cuatro-
cientos exactos? —
preguntó a Arle y a
Erik.
Los dos asintieron.
—Ahí va el dinero
—se lo dio a Erik—.
Y este billete por las
botellas rotas.
Lo dejó en el mos-
trador. El dinero
que sobraba se lo
entregó al sheriff.
—Dígale a Weg
Groder que de mo-
mento hay una
cuenta saldada...
El sheriff, con el di-
nero en las manos,
la boca entreabierta,
se puso a mover la
cabeza, asintiendo.
Erik se quedó mi-
rándolo, como envi-
diando su expresión
atontada.
Harvey, Arle y el
contorsionista salie-
ron a la calle.
De un solar oscuro
saltó Billy.
Dio el paquete de
cartas a Harvey y se
abrazó a Arle, tem-
bloroso.
—¡He pasado mu-
cho miedo..., por si
no salíais!...
Arle lo besó, tam-
bién muy afectada.
Se metieron en el
hotel. El conserje es-
taba adormilado.
—¡Oh, buenas no-
ches! —y sacudió la
cabeza, para despe-
jar el sueño—. De
recorrer el pueblo,
¿eh? Se habrán
dado cuenta de que
es un pueblo tran-
quilo... Esto ya no es
lo que era antes...
Los acompañó has-
ta el pie de la escale-
ra. Cuando regresó
al mostrador, se
apoyó las mandíbu-
las en las manos y
entornó los ojos:
—¡Pero qué cara
más divina tiene esa
joven!...
Momo Gabel, cum-
pliendo la consigna,
tardó en abrir. Tu-
vieron que identifi-
carse los cuatro.
—¡A mí trucos, no!
¡Cualquiera podía
imitar vuestra voz!
—dijo, ya todos
dentro—. Y bien:
¿Qué habéis hecho
en total?
—Nada más que
todo lo que afecta a
ustedes —contestó
Harvey—. A partir
de ahora, es trabajo
exclusivamente
mío...
—¡Pero estaremos
a tu lado! —dijo
Arle.
—¿Y para qué?
Que nos pague y
nos vamos —dijo
Momo.
Harvey estaba mi-
rando las cartas, de
espaldas a todos. La
muchacha se plantó
ante Momo Gabel,
acuchillándolo con
los ojos:
—¡Quita esa idea
de esa caja de víbo-
ras que tienes por
cabeza! ¡Seguiremos
aquí, hasta que todo
termine!...
Momo Gabel no se
atrevió a replicar.
Pero luego, cuando
Arle no podía oírle,
le dijo a Erik;
—Ella no com-
prende que lo he di-
cho por su bien.
Harvey es gafe con
las novias. Ya es
bastante con que
haya una muerta...
A las siete en pun-
to, tal como estaba
convenido por la
«troupe», Erik emi-
tió un silbido.
Y empezaron a
abrirse las puertas
de paso.
La de la habitación
de Harvey comuni-
caba con la del con-
torsionista y la de
Billy. La de éstos,
con la de Arle. A
continuación, venía
la de Momo Gabel.
Todos cumplieron.
Harvey entró en la
de los muchachos y
los encontró termi-
nando de vestirse.
—Arle ya estaba
con ropa de calle. Y
el viejo, con el cabe-
llo revuelto, en
mangas de camisa,
apareció tocándose
el estómago.
—¡El desayuno!
¡Que traigan el des-
ayuno! Pero que se
note que estamos en
un buen hotel.
Billy iba a salir,
pero Harvey lo de-
tuvo.
—Ya están avisa-
dos. Lo traerán en
seguida.
—Arle fue la que
se dio cuenta de que
Harvey no parecía
haberse levantado
de la cama momen-
tos antes.
—Seguro que has
salido a la calle —
dijo.
Amaneciendo. Ne-
cesitaba dar este pa-
seo. Quería compro-
bar si el pueblo era
como lo imaginaba.
Como seguramen-
te se lo describió
Ossie multitud de
veces. Esto entendió
Arle.
—¿Es diferente?
—La calle estaba
muy solitaria. Lo
comprobaré cuando
tome vida... A me-
dia mañana.
Trajeron un des-
ayuno abundante.
Pero Momo Gabel
dijo:
—No hay ni, para
empezar.
El camarero fue a
la cocina.
—¡Qué familia! —
dijeron allí.
Terminando la se-
gunda embestida
del desayuno, lla-
maron a la puerta
de la habitación de
Harvey.
Cruzó las habita-
ciones. Ya en la
suya, preguntó:
—¿Quién?
—¡Soy yo, Harvey!
—¡Elaine!
Abrió la puerta.
Apareció una mujer
de unos treinta
años, alta, de rostro
agradable. Pero en
su forma de vestir y
de peinarse, se nota-
ba como un afán
por apagar los en-
cantos de su cuerpo
bien formado.
—¡Harvey!
Y llorando se abra-
zó a él. Más de tres
años hacía que no se
habían visto.
Arle permanecía
en la habitación de
Erik y Billy, mirán-
dolos. «Esta es la
persona "allegada”
que cuida del ran-
cho», pensó.
—¡Anoche hirieron
a papá! ¡Vengo por
vosotros!
La puerta seguía
abierta. En el corre-
dor había dos va-
queros.
—¿Cómo ocurrió?
—¡No lo sé!... Papá
se ha recobrado esta
madrugada. Y me
pide que os lleve al
rancho... ¡No me ex-
plica nada! Sólo
dice: «¡Ve por Har-
vey y los volatine-
ros, antes de que sea
tarde!». Abajo hay
un coche. Y vaque-
ros nuestros.
Harvey hizo que
Elaine se calmara y,
pasándole un brazo
por la espalda, a la
altura de los hom-
bros, dijo:
—Conocerás pri-
mero a Arle.
Momo Gabel, Erik
y Billy, no se sepa-
raban de la mesa,
sin dejar de engu-
llir.
Después de salu-
darse las dos muje-
res, Elaine se quedó
mirando a Arle.
—No soy lo que su
padre imaginó ano-
che. Yo no le impor-
to a Harvey, ni él a
mí. Entre nosotros
sólo existe un con-
trato...
—Ya se lo explica-
rás en el camino —
la interrumpió Har-
vey. Y dirigiéndose
a la «troupe»—:
Hay que hacer las
maletas. Por cierto,
que todavía tengo
que recuperar las
mías. Hice que las
llevaran al pueblo
vecino. Telegrafia-
ré...
Las cuatro habita-
ciones parecieron
sacudidas por un
vendaval. De los ar-
marios empezaron a
salir maletas y ropa.
Minutos más tar-
de. Momo Gabel y
la «troupe» bajaban
apresuradamente
las escaleras. El con-
serje estaba asom-
brado.
—¿Se van?
—¡Sí! ¡Su cocina
deja mucho que de-
sear! —contestó el
viejo.
Elaine y Arle ya es-
taban en el coche.
Harvey hablaba con
el sheriff.
—Ya estoy entera-
do de que el señor
Mulligan fue herido
anoche.
—Del saloon salió
con usted —observó
Harvey.
—Pero me dejó en
seguida. Dijo que
tenía prisa por re-
gresar al rancho.
—¿Está seguro de
que montó a caballo
y salió del pueblo,
sin hablar con na-
die?
Tras unos momen-
tos de vacilación,
contestó:
—Me parece que
entró en la casa del
señor Groder... Ya
debe de saber por
Elaine lo que hay
entre ella y él...
—Entre Elaine ¿y
quién?
—Y el señor Gro-
der... Es una boda
que se alarga dema-
siado, según la opi-
nión de muchos...
El sheriff miró para
otro sitio. Incluso
volvió la cara, es-
quivando la mirada
escrutadora de Har-
vey.
—No le gusta esa
boda ¿verdad? —
preguntó Harvey.
El sheriff movió los
hombros.
—Mi opinión y la
de algunos cuenta
poco. Lo importante
es que Elaine esté
ilusionada.
—...Y no lo está.
—Pues no.
Las maletas iban
siendo colocadas
arriba y atrás del co-
che. La gente se de-
tenía, para ver a
Momo Gabel y a la
«troupe». Ya se es-
taba corriendo la
voz de que eran vo-
latineros.
—Tengo entendido
que Weg Groder ati-
zaba el bando con-
trario al de Hog
Mulligan...
—Bueno, eso ya
pasó. Había diferen-
cias entre los ran-
cheros. Los más
destacados, el señor
Mulligan y el señor
Groder, encabeza-
ron distintos ban-
dos...
—Para ver quién
podía más y cogía
las riendas de la co-
marca. Y pudo Weg
Groder...
—En realidad, nin-
guno venció. La
desgracia de Ossie...
Perdone, Harvey.
Tengo entendido
que ustedes se que-
rían mucho. ¡Era
una gran muchacha!
Generosa, alegre...
Con todos confra-
ternizaba, ¿sabe? —
y se quedó mirando
hacia el coche, don-
de estaba Arle, ha-
blando con
Elaine—. Esa mu-
chachita, por su
desenvoltura..., por
la manera que son-
ríe..., me recuerda a
Ossie. Fue muy bo-
nito lo que le dijo al
señor Mulligan,
cuando él le mandó
que le soltara el bra-
zo. ¡Con qué senci-
llez y con qué digni-
dad lo dijo!...
Harvey lo inte-
rrumpió:
—Quiero hablar
con Groder. ¿Me
acompaña?
—No está en su
casa. Tal vez se ha
ido al rancho. Él tie-
ne su domicilio en
el pueblo. Al rancho
va muy pocas veces.
Pero parece que
anoche...
—Está bien. Si lo
ve dígale que lo
busco. ¿Siguen en la
celda los dos que
quedaron tumbados
en el saloon?
Iba a contestar afir-
mativamente. Pero,
en súbita resolu-
ción, declaró:
—¡No están! ¡Du-
rante la noche forza-
ron la puerta de la
oficina! Nunca ha-
bía ocurrido esto. Ni
siquiera en los días
de revuelta.
Elaine había traído
caballos de silla
para Billy y Erik.
Todos no cabían en
el coche.
Harvey ya tenía
ensillado a «Zarco».
Todos estaban es-
perando que Har-
vey terminara de
hablar con el sheriff.
—Hará mucho
bien a la comarca,
sheriff, si hace llegar
a Groder mi recado,
lo antes posible.
—¿Que usted quie-
re verlo?
—Dígale algo más.
Que quien perdió a
Ossie como futura
esposa ha estado
mucho tiempo du-
dando en venir. Y
puesto que ha veni-
do, que cuente Gro-
der con que la paz
no está totalmente
restablecida. He ve-
nido a matarle... Dí-
gaselo.
Sin esperar a ver el
efecto que producía
en el sheriff, se diri-
gió a donde tenía el
caballo. Iba a cabal-
gar. Pero dentro del
coche vio a Momo
Gabel hablando y
hablando a Elaine.
Ella le escuchaba
por cortesía.
Arle estaba indig-
nada contra el viejo.
Entonces, Harvey
decidió sujetar el ca-
ballo a la parte tra-
sera del coche y se
metió en el carruaje,
sentándose al lado
de Arle.
—¡Conque ustedes
tienen caballos de
carreras! —decía
Momo Gabel—. ¡No
saben que la fortuna
va a entrar en su
rancho! Por malos
que sean los caba-
llos, mis «hijos» los
convertirán en el
asombro de los hi-
pódromos.
—¡A digerir el des-
ayuno! —le ordenó
Harvey.
El viejo se cruzó de
brazos, apoyó la ca-
beza contra un án-
gulo del coche y se
dispuso a dormitar.
Ya fuera del pue-
blo, Harvey pregun-
tó:
—¿Qué significa
Weg Groder para ti,
Elaine?
—¡Un sarcasmo a
la tumba de la pe-
queña Ossie!
Y prorrumpió en
sollozos. Arle se in-
clinó sobre ella,
para acariciarla.
—¡Oh! ¡No llore
así!
Elaine la miró
agradecida. Más tar-
de, ya tranquiliza-
da, manifestó:
—Ossie y yo repro-
chábamos a papá su
ambición por llegar
a ser el más fuerte
de la comarca. Y al
morir la pequeña,
quedó como deshe-
cho... Groder vino al
rancho, para ofre-
cerle la paz... Papá
no deseaba otra
cosa.
—Y Groder se eri-
gió en el hombre
fuerte. Ya me di
cuenta anoche, en el
saloon, que muchos
temían atestiguar
contra tipos relacio-
nados con él.
—Papá ha ido ce-
diendo... A todas las
exigencias de Gro-
der se limitaba a
asentir con el silen-
cio. Solamente pro-
testó cuando me pi-
dió en matrimonio.
—¿No crees que
esté enamorado de
ti? Eres bonita, Elai-
ne...
Con los ojos hume-
decidos por las lá-
grimas, sonrió.
—Ya sé que no te
burlas, Harvey...
—Usted es bonita
—declaró Arle—. Y
si se dejara llevar
por mí, yo la trans-
formaría.
Lo dijo con tanta
sinceridad y calor,
que Elaine se quedó
unos momentos ob-
servándola, confu-
sa.
—Eres muy bon-
dadosa, Arle. Consi-
dérate mi amiga.
—Por una amiga la
tengo, desde el pri-
mer momento.
Harvey quería
aprovechar el tiem-
po. Deseaba enfren-
tarse con Mulligan
teniendo informes
de lo más importan-
te.
—Me escribiste
que viniera..., para
que alguien «recor-
dara». ¿Te referías a
tu padre?
—Sí. Protestó
cuando Groder me
pidió en matrimo-
nio: «Usted busca
quedarse con cuan-
to poseo». Y Groder
no se enfadó... Yo
estaba escuchando
desde otra habita-
ción. De pronto, ha-
blaron bajo. Y a par-
tir de entonces mi
padre ya no pareció
tomar a mal la ofer-
ta de Groder. Pero
yo lo he sorprendi-
do a veces muy aba-
tido...
—¿Y con mi ran-
cho? ¿Qué ocurre?
—Que Groder lo
quiere. No sé de qué
medios se valió
para que papá vaci-
lara. Parecía que iba
a acceder. Me indig-
né, y te escribí... So-
bre ese rancho sola-
mente podías deci-
dir tú.
—Y yo decidiré.
Ya los jinetes que
iban en vanguardia
estaban entrando en
la hacienda de Hog
Mulligan.
Había grandes ma-
nadas de vacuno.
Arle observaba todo
con mucho interés.
—Las yeguadas
quedan más lejos, al
otro lado de la casa
—dijo Elaine.
Momo Gabel dio el
efecto de que des-
pertaba.
—¿Yeguadas? ¡Ah!
¡Como haya caba-
llos medianamente
buenos! ¡La fortuna
les ha llegado con
nosotros!
***
***
No porque el sheri-
ff se fuera de la len-
gua, diciendo a los
vecinos el recado
que Harvey le había
dado para Weg
Groder.
Fue porque mu-
chos lo oyeron. Har-
vey procuró hablar
alto: «Dígale que he
venido a matarlo».
Y a medida que
iban transcurriendo
las horas, las cir-
cunstancias que ro-
dearon la muerte de
Ossie iban tomando
un perfil más acusa-
dor, siempre en di-
rección de Weg
Groder.
—¡Viene a vengar-
la! ¡Harvey ha sabi-
do esperar, para ha-
cerle el mayor daño
posible!
—¡Como se lo hi-
cieron a Harvey!
¡Cuando más ilusio-
nado estaba por
unirse con Ossie!...
—¡Harvey ha apa-
recido cuando Weg
Groder ya se consi-
dera el amo de la
comarca!
Estos eran los co-
mentarios del pue-
blo. A medida que
el día iba avanzan-
do, la hostilidad ha-
cia Groder crecía.
De todo esto tenía
noticia Weg Groder.
Ante la idea de que
Hog Mulligan y
otros rancheros se
lanzaran contra él,
para renovar las an-
tiguas emboscadas,
sintió miedo.
Y decidió marchar-
se. Por algún tiem-
po permanecería le-
jos de la comarca. O
quizá no volviera
nunca. Desde lejos
podía venderlo
todo. Ya había con-
seguido una fortu-
na.
Cerró la noche.
Iban transcurriendo
las horas. Los
saloons cerraron y la
calle Mayor de Zir-
lay quedó oscura,
en total silencio.
Algunos jinetes se
detuvieron tras la
casa de Weg Gro-
der.
—Basta con que
me acompañen dos.
Los demás alejaos
con los caballos.
Atentos a las seña-
les de luz que haré
en esas ventanas, si
hubiera peligro.
Y Groder señaló la
parte posterior de la
casa. Utilizando la
puerta de la cocina,
entraron Groder y
los dos individuos
que la noche ante-
rior fueron sacados
de la oficina del she-
riff.
Weg Groder lleva-
ba una gran cartera
de cuero.
Ya los tres dentro
de la casa, dijo el
patrón;
—Terminaré en
unos minutos. Su-
bid conmigo.
Habían encendido
una lámpara, man-
teniendo la luz al
mínimo. En el des-
pacho encendieron
otra, también procu-
rando que el área
iluminada fuera re-
ducida.
—Situaros ahí fue-
ra. ¡Y muy atentos!
—No se preocupe,
señor Groder.
Los dos individuos
se colocaron en el
pasillo desde el que
podían dominar la
escalera.
La lámpara la deja-
ron en el centro.
Weg Groder abrió
la caja fuerte y se
puso a sacar carpe-
tas. La cartera de
cuero la había deja-
do sobre la mesa es-
critorio.
Los dos individuos
de guardia tenían la
cabeza vendada por
los botellazos que la
noche anterior reci-
bieron en el saloon.
—¿Crees que sal-
dremos antes de
que amanezca? —
susurró uno.
—Ya has oído al
patrón. Es cuestión
de minutos. Él tiene
prisa.
—Es extraño que el
sheriff no haya he-
cho nada en todo el
día por dar con no-
sotros. Conozco al
sheriff. Es puntillo-
so...
—Bah. Él se aparta
del fuego, como
hace tres años... No
es tonto.
Uno hizo un estre-
mecimiento y los
ojos pareció que
fueran a salírsele.
No tuvo aliento
para hablar.
Su compañero si-
guió su mirada y
quedó como petrifi-
cado.
Avanzaba hacia
ellos una araña ne-
gra, monstruosa,
con, cara de perso-
na.
Las manos en el
suelo, las piernas
hacia atrás, tocando
también los pies el
suelo, en un prodi-
gioso arco del cuer-
po, como si fuera
una varilla de plo-
mo.
Un traje de malla
negro borraba los
miembros. Única-
mente se entreveía
la cara de Erik, bajo
los cuatro soportes:
las manos y los pies.
Fueron sólo unos
segundos de espan-
to. En seguida pen-
saron en el contor-
sionista.
Pero ya era tarde.
Otras dos figuras,
como si fueran de
humo, se situaron
detrás de los dos in-
dividuos en el mo-
mento en que éstos
se disponían a dis-
parar contra Erik.
Billy le pegó a la
cabeza del que tenía
más cerca. La otra
figura, que también
llevaba traje de ma-
lla, le atizó al otro.
Erik deshizo el lío
de piernas y brazos
y fue a ayudar a sus
compañeros.
En unos instantes
quedaron amorda-
zados.
Weg Groder se-
guía seleccionando
papeles. La puerta
del despacho gimió.
—¿Quién está ahí?
—preguntó Groder.
Nadie contestó. La
casa estaba en total
silencio.
—¿Quién está ahí?
—volvió a pregun-
tar.
La lámpara estaba
al mínimo. Se veían
las manos de Gro-
der, y parte del pe-
cho, pero no su
cara.
Fue retirándose de
la luz.
—¿Qué ocurre? —
preguntó, situado
en un ángulo del
despacho.
—Estoy aquí para
matarte —contestó
Harvey.
Weg Groder des-
enfundó. En la pe-
numbra brilló el
arma.
No disparó. Mira-
ba a un lado y otro,
como trastornado.
—¿Eres Harvey?
—¿Tú qué crees?
—¡Yo no maté a
Ossie! ¡Fue un acci-
dente!
—Tal vez lo fue...
Pero con la amargu-
ra de otros has afila-
do tu cuchillo. De-
jaste entrever que
Elaine podía correr
la misma suerte de
Ossie...
—¡Era una falsa
amenaza! —contes-
tó Groder, tratando
de ganar tiempo
para localizar a Har-
vey.
La voz de su ad-
versario tan pronto
sonaba en un lado
del despacho como
en otro.
—No debiste de-
cirlo. Ossie creó la
paz... Sólo los mal-
vados han podido
pensar en utilizar su
muerte como
arma... Perteneces a
los buitres que en-
gordan con los ar-
misticios. ¡Vas a
morir, Groder! ¡Mo-
rir!..., teniendo a la
vista todos esos pa-
peles que significan
tu triunfo...
Weg Groder creyó
tener localizado a
Harvey. La voz se
había mantenido en
un mismo punto...
Y disparó dos ve-
ces.
Desde el sitio que
menos esperaba
Groder, surgieron
llamaradas.
Harvey no dejó de
apretar los gatillos
hasta que los dos re-
vólveres quedaron
vacíos.
Cuando hizo que
la luz de la lámpara
creciera, lo vio
muerto, con la cabe-
za destrozada.
Harvey nunca lle-
gó a ver la cara de
Weg Groder. Tam-
poco lo deseó. Para
él no era un hom-
bre, sino un símbo-
lo…
El sheriff y varios
ayudantes aguarda-
ban en la calle. Al
sonar los disparos
se desplegaron,
para formar un cer-
co, a la casa.
Los subordinados
de Groder que esta-
ban con los caballos
emprendieron la re-
tirada.
Tan pronto se hi-
ciera de día se en-
tregarían. Los dos
que estaban mania-
tados se encargarían
de revelar las ma-
niobras de Weg
Groder.
El que disparó
contra el ranchero
Mulligan estaba tan
asustado, que para
congraciarse se
puso a hablar de co-
sas viejas.
—¡No es cierto que
no nos diéramos
cuenta de que era
Ossie la que se colo-
caba entre dos fue-
gos! ¡Avisamos al
patrón que era la
hija de Mulligan!
—¿Y qué contestó?
—preguntó el sheri-
ff.
—Riendo, disparó
el rifle dos veces
contra la muchacha.
Con el primer dis-
paro era suficiente.
Esto no lo oyó
Harvey. Entre el
personal de Groder
había demasiada
basura, y Harvey no
tenía por qué inter-
venir.
El sheriff Mansker
llamó al juez Wool-
sey. Durante días
hubo trabajo.
Los juzgaron en
Zirlay y los conde-
nados pasaron a
una prisión federal.
***
Lo que a Harvey
preocupaba durante
los minutos que es-
tuvo en el despacho,
retando a Groder,
fue la suerte que po-
dían haber corrido
Erik y el pequeño
Billy. Ellos dos so-
los, porque no con-
taba con que hubie-
ra un tercer «mai-
llot» negro.
Fue al salir del des-
pacho cuando vio la
llama de oro del ca-
bello de Arle.
La «troupe» per-
manecía junto a los
dos individuos ma-
niatados.
Harvey fue hacia
Arle. Cuando la co-
gió de los hombros,
la sintió desnuda.
—¿Por qué has ve-
nido? ¡Te dije!...
—Sí. Dijiste que
me quedara... Y a
Elaine le entregaste
tus «botas» para
que me las diera, si
no volvías.
—¿Y por qué no te-
nía que hacerlo?
Elaine ya sabe tu si-
tuación. Con ese
rancho...
—¡Cállate! Todo el
grupo estamos
«contratados». ¿No
es cierto? ¡Pues aquí
estamos..., menos el
viejo, porque sería
un estorbo!...
—Lo que no me
explico es cómo has
entrado. Yo estoy
aquí con Erik y Billy
desde mucho antes
que llegara Groder.
—Yo he entrado
momentos después
que lo hiciera Gro-
der...
—¿Paredes arriba?
La muchacha hizo
que bajara la voz.
—Que no lo oiga
Billy. Él se cree úni-
co... Pero a su edad,
yo era ya una lagar-
tija.
Las puertas ya es-
taban abiertas e
iban entrando los
ayudantes del sheri-
ff.
—No quiero que te
vean así —dijo Har-
vey.
Hasta los más le-
ves contornos se
perfilaban bajo el
traje de malla.
Momentos des-
pués, tres jinetes
con «maillot» negro,
y uno con ropa de
vaquero, cabalga-
ban hacia el rancho
de Hog Mulligan.
La jaca y las dos
caballerías, que tira-
ron de la carreta du-
rante tanto tiempo,
fueron traídas de la
posta donde las de-
jaron.
—Usted nos debe
la carreta —recordó
Momo Gabel.
—Y estoy dispues-
to a pagarle una
mejor que la que se
quemó. Pero, ¿de
veras la quiere?
Durante algunos
días. Momo Gabel
se mostró empeña-
do en que le dieran
otra carreta. Billy y
Arle probaban caba-
llos.
Erik hacía contor-
siones, para divertir
a los vaqueros...
Hog Mulligan iba
restableciéndose.
Una mañana Elai-
ne reunió a la «trou-
pe».
—¡No os vayáis!...
Desde que llegas-
teis, todos nos senti-
mos mejor. Habéis
traído la alegría...
Tenemos caballos
buenos. Billy es un
magnífico «jockey».
—Y yo soy un es-
tupendo corredor
de apuestas —apun-
tó Momo Gabel.
Elaine, que ya esta-
ba instruida por
Harvey, contestó:
—Usted adminis-
trará el grupo de ca-
ballos que mande-
mos a los hipódro-
mos. Erik podrá ser
un «jockey» cómico.
Gustará mucho. Los
vaqueros están cau-
tivados por sus con-
torsiones.
—¡Mira tú, Erik, si
con un poco de
suerte!... ¿Eh? ¡Mira
que si cambiaras el
estilo de montar!...
Y Momo Gabel se
puso a reír. Lo que
ignoraba erque sería
un «administrador»
constantemente su-
pervisado por un
vaquero de Mulli-
gan.
Lejos del grupo,
Harvey decía a
Arle:
—Yo liquidé mis
negocios en el Este.
Vine dispuesto a
quedarme. Ahora
eso depende de ti.
El rancho de Har-
vey estaba recibien-
do los últimos to-
ques para ser habi-
tado.
—¿Qué contestas?
—y le tocó la barbi-
lla, para que levan-
tara el rostro.
Los ojos azul claro
se humedecieron.
Apretó los labios.
Luego dijo:
—¡Si pudiera de-
cir... las cosas pre-
ciosas... que escribió
Ossie!...
—Tus ojos las es-
tán diciendo.
La estrechó contra
su pecho. Se besa-
ron con fuerza.
—Pero... si vivimos
aquí... Elaine y su
padre tal vez...
—Son ellos quie-
nes me han rogado
que te convenza.
Les recuerdas a Os-
sie... Y te quieren
como a ella.
Maquinalmente,
los dos se quedaron
mirando hacia el
monte donde estaba
el cementerio, bus-
cando con la imagi-
nación determinada
tumba, la más cui-
dada, la que siem-
pre tenía flores.
La de Ossie, la de
la muchacha que,
con su vida, pagó
un tributo para la
paz.
—Ella también
quiere... que nos
quedemos aquí... —
dijo Harvey.
FIN