Tres en El Infierno - Peter Debry
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Peter Debry
Tres en el infierno
Bolsilibros: Servicio Secreto - 123
ePub r1.0
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Título original: Tres en el infierno
Peter Debry, 1952
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CAPÍTULO PRIMERO
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regimental de Plana Mayor. Dos mesas, dos sillones, un armario-archivo, dos mesitas
con máquina de escribir.
Una puerta posterior conducía a los alojamientos de oficiales y subordinados;
estos últimos tenían a su cargo la complicada maraña de la receptora-emisora
instalada en un sótano, y también cuidaban de llevar al día, sobre mapas luminosos, el
posible camino de los enviados a las zonas de guerra, con misiones secretas.
Aquella noche en que partían camiones llevando fuerzas a un puerto para
embarcar con rumbo a los fiordos noruegos, en el despachó donde, hasta entonces,
sólo hubo dos mesas y dos sillones para jefes, varios soldados acababan de instalar
una tercera mesa y un tercer sillón giratorio.
Se marcharon los soldados, y poco después aparecía un comandante francés,
clásico, representante de la «vieja escuela», formado en Namur, procedente de la
Politécnica.
El comandante Nerval parecía muy orgulloso. Mantenía rígida la nuca y muy
abombado el torso. Los soldados pretendían que llevaba corsé y «se había tragado
una escoba». En él «Deuxième Bureau» sabían que aquel envaramiento procedía de
la extracción de una bala en peligrosa cercanía de la espina dorsal, que paralizando a
medias el torso del comandante, le hizo retirarse a la fuerza del servicio activo.
Duro, de ironía cortante y extremadamente cortés, lo cual aún resultaba peor,
Nerval afectaba una insensibilidad completa.
Su compañero de servicio, aquella noche, era el Mayor Perkins, un especialista
del espionaje en la India. Llevaba monóculo, y tenía una agradable sonrisa. Era
exteriormente todo un caballero benévolo, e íntimamente una máquina bien
organizada, por completo insensible.
Al entrar fue también a instalarse tras, su mesa. Tenía por costumbre, cuando le
tocaba turno con el comandante Nerval, esperar a que éste hablase, porque su genio y
humor eran muy variables, según le dolieran o no las esquirlas de hierro que una
granada le incrustó en el muslo derecho.
Y aquella noche le dolía el muslo derecho al comandante Nerval, que mirando
con desdén la tercera mesa, desocupada, comentó:
—Empieza por demostrar poca puntualidad su hermano, Mayor.
—¿Mi hermano? —sonrió, amable, Perkins.
De raza. Lamento comunicarle, Mayor, que los yanquis llevan un gran porcentaje
de sangre británica, por si lo ignoraba.
—Depende, porque si el capitán Maloney, procede del Sur, llevará una buena
dosis de sangre francesa, comandante.
—Debía estar aquí a las nueve, y son ya las nueve y dos minutos. Hay cosas que
escapan a mi compresión. Naturalmente, yo no pretendo ser un genio, pero, en la
medida de mis posibilidades, estimo que hasta hoy no necesitaba de ayuda yanqui. Ni
tampoco considero oportuno tener a imprudentes «gangsters» a mi lado…
—Por favor, comandante… Esta mañana ya calificó de «gángster» al capitán
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Maloney. ¿No le parece duro el epíteto? El capitán Ross Maloney pertenece a la
marina estadounidense, y es de agradecer que voluntariamente venga a unirse a
nosotros, para iniciar la labor de su organismo.
—¿Organismo? No me haga reír, Perkins, ¡maldición! ¿Que organismo es el que
usted cita? ¿La anatomía del capitán Maloney? Porque hasta ahora, como
organización de contraespionaje, los yanquis sólo nos han remitido tres mayúsculas:
«O. S. S.».
—«Office Strategycal Service».
—Hágame el favor de no tomarme por un campesino francés, Perkins. Le hablo
en inglés, ¿no? Y por lo tanto no necesito traductores. Ya sé lo que significan esas tres
mayúsculas… ¡Significan que vamos a tener aquí a un aprendiz! Como si no
tuviéramos ya bastante que aprender nosotros, para que encima nos envíen un
«gángster».
—Usted no lleva perilla ni toca el acordeón, Nerval. Tampoco todos los
americanos son «gangsters».
—Pero yo sí.
Las tres palabras, dichas en tono humorístico por el que entraba, hicieron que
aumentara, el envaramiento del comandante Nerval, y la amabilidad de la sonrisa del
Mayor Perkins.
El que entraba era un individuo alto, pelirrojo.
Vestido con uniforme azul de capitán mercante, pero sobre el emblema mercante,
llevaba los galones añadidos de su honorario empleo de capitán de la Armada.
Era un hombre zanquilargo, de estrecha cintura, que casi podía parecer flaco. Pero
hombros y brazos rellenaban apretadamente, la guerrera.
La cara enjuta, bronceada, era la de un hombre en la madurez vigorosa de la edad.
Unos cuarenta y cinco años, máximo, calculó Nerval, que poniéndose en pie,
devolvió el saludo algo campechano del yanqui.
El Mayor Perkins efectuó la presentación:
—Comandante Nerval, capitán Maloney. Bienvenido, capitán. Me llamo Perkins,
y vamos a ser compañeros. ¿Tuvo buen viaje?
—Soberbio. A mitad del Atlántico, un torpedo hizo saltar el casco en que venía, y
nos recogió un petrolero, que se hundió chocando con una mina, y me recogió un
hidroavión, de donde salí proyectado con el paracaídas, terminando el viaje en un
camión, que es el qué me ha traído sin contratiempos hasta aquí. Un viaje delicioso.
—¿Desea beber un legítimo «Scotch», o un buen, coñac francés? —invitó
Perkins.
El americano fue a sentarse en el sillón de la tercera mesa, y quitándose la gorra,
arrellanándose, replicó:
—No bebo. Hace quince años, agoté el alcohol de las tabernas de Chicago, y juré
no beber más.
—Un humorismo amable, ¿verdad, comandante Nerval? —dijo,
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diplomáticamente, el británico.
Nerval, con sequedad, asintió. Ross Maloney, mirándole, añadió:
No es humorismo, sino realidad. A los dieciséis años, fui grumete de un mercante
francés, hasta que conseguí mi propio barco, con el que hice algunos paseos desde
Pekín a Saigón.
—He estado en Saigón —anunció Nerval—. ¿Cómo se llamaba su barco, capitán
Maloney?
—«Furia», comandante.
Alain Nerval pestañeó, y de pronto una sonrisa, tanto más radiante, por cuanto
raramente aparecía en su rostro, le iluminó todos los rasgos faciales. Se levantó, y,
tendida la diestra, declaró:
—Ya me decía yo que tu cara no me era desconocida, muchacho, Y debí recordar
tu nombre, ¡maldición! ¿Conque eres el famoso bandido Ross «Pantera», eh?
Boquiabierto, el Mayor Perkins veía a los dos hombres sacudirse la diestra con
vigor, pero lo que le colmaba de sorpresa, era ver por primera vez la radiante
luminosidad sonriente de la siempre hosca faz del comandante Nerval.
—Oiga, Perkins —continuó Nerval, sentándose a medias sobre un lado de la
mesa, tras la que volvió a sentarse el americano—. Estamos de suerte. No nos han
enviado un aprendiz, ni un pedante. Usted conoce la India, pero no estuvo en
Conchinchina. Un verdadero infierno, por el que este, muchacho se paseaba a sus
anchas. Tuvo sus dificultades con los servicios nuestros, pero sacó del atolladero a
muchos franceses. Bien, bien, muchacho… ¿Conque tú eres el primar enviado de la
«O. S. S.»?
—Me han designado para, mandar el grupo tercero, comandante.
—Llámame Nerval, ¡maldición! ¿Conque el grupo tercero, eh? ¿Cuántos son?
—Por ahora, yo. Pero traigo un nombre apuntado. El de un soldado que está en
este campamento. Un voluntario que se enroló con los franceses. Es yanqui, pero hijo
de madre francesa. Se llama Kirk Silverton.
—¿Silverton? —Hizo memoria Perkins—. ¡Diablos! Éste es el tipo descarado,
mujeriego y bravucón, que…
—Este mismo —sonrió, complacido, Maloney—. Pero también existe una
opinión, dada por un alto jefe francés, que define a Kirk Silverton como la imagen
musculada y arrogante de la fuerza tranquilla y reflexiva. Casi lo consideran un
superdotado, con un cerebro que es una máquina de calcular y unos ojos escrutadores
que retratan como el más detallista de los objetivos —y terminó zumbón—: Éste es el
pájaro.
—Bien dicho, capitán —intervino Perkins—. Porque está enjaulado. Lo sé, ya
que organizó un escándalo también superdotado. Maduro para el consejo de guerra,
¡vaya que sí!
—Me agradaría oírle. ¿Puedo recibirle aquí mismo?
—Indudablemente, muchacho —y fue Nerval, el más severo adalid de la
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disciplina, el que personalmente dio la orden para que fuera conducido al instante, el
soldado Kirk Silverton, voluntario de la 15.ª Brigada, en el calabozo desde principios
del actual mes de diciembre.
Tres minutos después, entraba Kirk Silverton, quedando fuera los dos soldados
que le habían escoltado.
«Un tío guapo de Verdad», pensó el Mayor Perkins.
Un «sinvergüenza inteligente», meditó el comandante Nerval.
El capitán Ross Maloney, dijo:
—Usted es Kirk Silverton y yo soy Ross Maloney de Kansas. En éste,
campamento empieza a funcionar desde ahora un servicio de espionaje, cuyo mando
me han encomendado. Tengo informes, según los cuales, usted es todo un talento, y
además habla el alemán como su propia lengua nativa. ¿Es así?
Kirk Silverton tenía unos ojos grises, que acreditaban la existencia de la frase tan
repetida: «De acero, que parecían barrenar»…
Hubo en ellos un destello divertido, al contestar:
—Sí, mi capitán. A los ocho años conocí a una institutriz alemana, muy buena y
simpática. También era, bonita. Me enseñó su lengua durante cinco años…
—Se asfixiaría, porque eso de tener la lengua fuera cinco años, debe resultar
pesado —comentó, muy serio, Maloney.
El Mayor Perkins forzó la sonrisa. El humorismo supuesto de los yanquies, le
parecía infantil y estúpido. El comandante Nerval rió. Se veía que cualquier cosa que
dijera o hiciera Ross «Pantera», le causaría gran satisfacción.
Kirk Silverton se limitó a sonreír. Le estaba, gustando «el de Kansas», tan distinto
al envarado francés orgulloso, y al hipócrita inglés.
—Bueno, muchacho, al parecer estaba usted en chirona y pendiente de consejo de
guerra. Usted va a decirme la verdad lisa y llana. Andando. Desembuche.
El inglés torció la boca. ¿Qué clase de oficial era aquél, que empleaba un estilo
más apropiado para una película de pistoleros que para un campamento británico?
—El caso fue así, mi capitán —empezó a exponer Silverton—. El sargento furriel
y yo fuimos a aprovisionar con otros dos soldados. Como nos sobraban dos horas,
hicimos dos turnos. Una hora por turno, y fuimos a una cantina. El sargento furriel,
que es un gran chico, sacó a bailar a una muchacha. Y entonces, vino un oficial de
aviación y se metió con el sargento. Yo intervine. Eso es todo.
—Eso y nada, lo mismo. No soy idiota, pero no he entendido, Silverton.
—Verá, mi capitán. Yo le dije al oficial aviador, que a ras de tierra y en la cantina,
todos aterrizábamos igual, y puesto que la señorita había aceptado la invitación del
sargento, no había mal.
—¿No hubiera sido mejor, dejar hablar al sargento?
—Estaba cohibido y no defendía sus derechos. Respetuosamente, callaba,
Entonces, el aviador me empujó, yo le empujé el volvió a empujarme…
—Ahora comprendo. ¿Se armó mucha zarabanda?
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Fue el Mayor Perkins el que lo explicó:
—Tuvo que intervenir la policía militar, capitán Maloney, porque la pacifica
cantina, se dividió en dos bandos, apenas apareció el soldado Kirk Silverton. Hay
mobiliario roto, escándalo público y notorio, y ocho hospitalizados, entre ellos el
oficial aviador. Si bien, éste, no quiere dar parte por escrito, llevando su
caballerosidad al extremo de considerarse culpable, ya que no debió intervenir.
—No debió intervenir —reconoció el comandante Nerval—. Era cantina para
suboficiales y tropa. Además, ¡maldición!, usted necesita a este muchacho ¿no,
Maloney? Arreglaremos esto, Perkins. Sacar al soldado Silverton de un calabozo,
para que debuté en la «O. S. S.», creo que no es hacerle ningún favor. Dejemos el
despacho al capitán Maloney, Perkins. Seguro que deseará hablar a solas con el
soldado Silverton.
Los dos salieron, y entonces Maloney le señaló, la mesa a Kirk Silverton:
—Siéntese, Kirk. Me han dicho que usted es de la raza de los que se juegan la piel
por deporte. Habla el alemán perfectamente, así como él francés. Le creen inteligente,
y me agradaría que lo demostrase. No tardarán los nuestros en meterse en el
«fregado». Carecemos de un contraespionaje bien organizado. Somos principiantes, y
en este campamento se instala el grupo tercero de la «O. S. S.», Oficina de Servicios
Estratégicos. Yo soy el número, uno, y me parece que usted es de mi pasta.
—Me gustaría ser el número dos, capitán.
—Me llamo Maloney, Kirk. Bueno, chóquela. Sí fuma, hágalo. También habrá
humo y fuego donde voy a mandarle.
—No viene mal el fuego en diciembre, capitán.
—Los servicios francés e inglés nos llevan muchos años de ventaja. Emplean
mucho el cerebro, y son nuestros maestros. Pero hay que procurar hacer honor a los
maestros. Por el camino, he venido enterándome de que hay una operación que
llaman «3 en el infierno», en la que han caído ya cuatro de los mejores agentes-
espías. Dos ingleses y dos franceses. En síntesis, la operación «3 en el Infierno»,
consiste en encontrar allá en la frontera alemana con Holanda, una colaboración,
porque es imposible efectuarla sin esta ayuda. Hasta ahora, los dos grupos o parejas
que han ido, han fracasado. Los dos franceses tuvieron mejor suerte, porque los
mataron a tiros. Los dos ingleses, un hombre, y una mujer, han tenido peor final:
fueron atrapados con vida. A los dos franceses, los delató el mismo supuesto
«resistente», cuando estaban próximos al éxito. Bien, pues, esta operación me parece
que encaja en nuestras posibilidades. Sí, he dicho «nuestras»… Fue la condición que
impuse, cuando me ofrecieron este sillón de oficina. Más tarde, podré enviar a otros a
sacar las castañas del fuego. Pero estas primeras castañas, muy calentitas, las vamos a
ir a sacar usted y yo. Éste es el mapa, y ahora le iré dando los detalles preliminares,
porque dentro de dos horas, un avión tratará de depositarnos suavemente en la región
holandesa que lleva el endemoniado nombre de provincia de Overijssel…
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CAPÍTULO II
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británicos.
Lo que no comprendían, era por qué había holandeses, y precisamente del
Overijssel, que también gustaban de vestir uniforme y viajar en ruidosas
motocicletas, escoltados por otros motoristas, armados hasta los dientes:
Y habían surgido calificativos nuevos: «resistente», «saboteador», que eran los
que enfurecían al ocupante alemán, y «quislings», que así llamaban a los holandeses
que vestían uniforme azul obscuro.
Eran calificativos difíciles de entender, pero había en cambio nombres que todos
comprendían al instante. Tal, por ejemplo, el de Karl Münster. Un holandés, natural
de Kampen, en el propio Overijssel, que viajaba mucho. Aparecía de pronto en
cualquier ciudad de la comarca, y al día siguiente el periódico daba una larga lista de
ejecutados.
Al parecer, aquel Karl Münster era un hombre de plena confianza de una
Asociación llamada «Gestapo». Eso explicaban los cabezas de familia, añadiendo
que, además, el tal Karl Münster, era un espíritu diabólico.
No sabían explicar por qué, generalmente, el itinerario que seguía Karl Münster
bordeaba la red de canales, en especial el Gran Canal que iba desde la frontera
alemana en Denekamp, hasta Hengelo.
Ésta era la descripción que, a grandes rasgos, había hecho de la situación en
Overijssel, el comandante Nerval. El Mayor Perkins había añadido, que el holandés
Karl Münster era muy inteligente, aunque fuese un canalla, y que a su cargo corría la
inspección y vigilancia de la red de canales al Este de Overijssel.
La ropa más común por las riberas de aquellos canales, era una tela embreada de
confección especial, muy semejante a la usada por los pescadores escoceses. En
invierno, unas botas altas y un sombrero con visera muy larga delante y atrás
protegiendo la nuca, como llevaban también los balleneros del mar del Norte.
Este equipo lo vestirían, tan pronto pisaran suelo holandés, Maloney y Silverton.
Así lo explicó Maloney, mientras, en el camión militar, se dirigían los dos hacia un
aeródromo.
—Creo que he tratado de resumir la cuestión, Kirk. Ahora pase el examen. ¿En
qué consiste la operación «3 en el Infierno»?
Dócilmente, Kirk Silverton fue demostrando que tenía memoria:
—La costa del Zuiderzee está artillada magníficamente para los alemanes, pero
en forma molestísima para los aliados. La barrera de antiaéreos del Zuiderzee hace
imposible toda incursión de aparatos ingleses sobre las zonas fabriles y objetivos
importantes en el territorio holandés. Se supone que el material de guerra que
consumen las baterías del Zuiderzee es traído desde Hanover por alguno de los
centenares de canales de la provincia holandesa de Overijssel. Si en determinado
momento, se viera interrumpido el suministro durante veinticuatro horas, las naves y
aviones ingleses, podrían realizar un fuerte ataque contra el Zuiderzee. Esta
interrupción, tan ansiada, se califica de «3 en el Infierno», porque sólo pueden
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realizarla dos agentes en colaboración con algún «resistente», y meterse en la zona de
canales vigilada por Karl Münster, se considera tan dificultoso como pretender salir
del Infierno.
—Sobresaliente. Cíteme los nombres de los dos primeros agentes franceses,
muertos a tiros por Karl Münster y su cuadrilla.
—Albert Robic y Jacques Marchal. La última noticia que de ellos se tuvo, es que
estaban sitiados en un almacén de granos de Hengelo. Después, se supo que habían
muerto acribillados, entre las llamas del incendio provocado en el almacén para
echarlos fuera, por los energúmenos a la orden de Karl Münster.
—Oiga, usted tiene una calculadora en la cabeza, Kirk.
—Gracias. Siempre he sido un memorión. De pequeño me llamaban el papagayo,
porque imitaba enseguida cuantos ruidos o palabras oía. Tenía entonces cuatro años
—aclaró modestamente.
El camión rodaba hacia la costa. Iban bastante incómodos en el banco de la caja
posterior, entre fardos.
—Los delató un «resistente», que era, en realidad, un agente del contraespionaje a
las órdenes de Münster —siguió recitando Kirk Silverton—. Después, fueron
enviados por el «Intelligence» dos agentes. Un periodista llamado Sam Levin…
—Un nombrecito que apesta a judío. Escribía unos reportajes muy sensacionales
el mozo. Se acompañó de una inglesa llamada Cinthya Cheynard, elegida porque
tenía un aspecto muy germánico, y era discreta. Habían logrado trabar contacto con
un «resistente» legítimo, según su última comunicación. Después, transcurrió sin
noticias el tiempo suficiente para dar por seguro que cayeron prisioneros. Y ahora
vamos nosotros, capitán.
—El charlar instruye. Le dije que nos depositarían suavemente, porque no nos
sembrarán en paracaídas, sino que aterrizaremos normalmente, como es mi deseo, en
Zurich, que es dónde el profesor de idiomas Víctor Gruber, nos facilitará el camino
hacia Overijssel. Víctor Gruber pertenece al «Intelligence» y al «DB» francés. Han
mudado la contraseña para trabar contacto con él, en evitación de que el tormento
hubiera hecho hablar a Sammy o a Cinthya. Yo no quisiera ofenderle, muchacho…
—Usted no puede ofenderme, capitán, porque tiene derecho a llamarme novato.
—Bien, esto le iba a llamar, pero también yo soy novato.
—En Holanda, tal vez, pero usted se afeitó por vez primera entre la piratería
china, según me ha dicho con gran admiración el comandante Nerval. Y yo estaba
seguro de que el comandante Nerval sólo admiraba a dos personas en el mundo:
Napoleón y a él mismo.
—Usted tiene el espíritu deportivo, pero en la excursión que vamos a gozar, la
lealtad y la nobleza brillan por su ausencia. Toda sospecha que se le ocurra,
comuníquemela, aun la más disparatada. ¿Alguna pregunta, Kirk?
—¿Por qué han ido en pareja?
—Será para que quede uno de recambio —sonrió Maloney—. En nuestro caso,
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por una razón sencillísima: Usted habla alemán, y yo, en alemán, sólo conozco dos
palabras: Kaiser y Hitler.
El camión se detuvo, y saltaron a tierra los dos componentes del grupo tercero de
la «O. S. S.», la naciente organización yanqui del contraespionaje.
Casi había que avanzar a tientas por el aeródromo, obscurecido con camuflajes
transportables de lonas y caucho que imitaban vegetación.
Les precedía un individuo, qué advirtió:
—Mejor que se cojan de la mano, señores, o empleen el sistema de aquí. Como
en presidio.
Y cada uno colocó la mano en el hombro del que le precedía. Así subieron por
una pasarela, penetrando en un estrecho compartimiento. El guía se fue, después de
desearles un buen viaje.
Alguien cerró una puerta, y sólo entonces se encendió una luz. Era la cóncava
porción de un avión, y el que había cerrado la puerta y encendido la luz, vestía el
mono forrado de pieles de piloto.
Saludó, tendiendo la diestra:
—Algernon Crafts, señores. Tendré el honor de dejarles en Zurich. Hice lo mismo
con… los anteriores viajeros, y espero que esta vez, tendremos más suerte.
Pertenezco al «Intelligence», y estas dos maletas son su equipo, remitido por el
Mayor Perkins. Nuestra ruta se aleja de los campos de batalla. Primero al Sur,
después al Este, por el Sur de Francia, y por fin, al Norte, por Suiza. Estas dos literas
son confortables. En los termos tienen bebida fresca, y café caliente. Les deseo buen
viaje, señores.
Desapareció hacia delante, cerrando tras sí otra puerta. Kirk Silverton miró en
rededor el blindaje hermético. Contempló las dos literas superpuestas. Rosa Maloney
se quitó la guerrera, y abrió la maleta más próxima. Silverton hizo lo mismo con la
segunda maleta.
Sandalias de gruesa suela, medias de lana, un pantalón de golf, una camisa a
cuadros, un grueso jersey, una cazadora y un pasamontañas…
—El equipo para Zurich —explicó Maloney.
Debajo, una corta automática, una pistola metralleta y una porra de goma.
—El equipo más práctico e internacional —aprobó Maloney.
Su forma de comprobar los cargadores, cierres y seguros, hablaban de una
profunda experiencia. De reojo, vio cómo Silverton manoseaba también diestramente
las dos armas de fuego, yacentes sobre él tercer equipo: la gorra embreada, las botas
altas y la cazadora y pantalón, corriente atuendo de los habitantes cercanos a los
canales de Overijssel.
—Yo prefiero la de arriba —indicó Maloney, que cerró la maleta, y se encaramó
en la litera superior, quedando sentado en su borde.
Kirk Silverton se sentó sobre la maleta, dando frente a las dos literas. El avión
trepidaba ya.
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—Lo mejor será apagar, y hacer provisión de sueño, Kirk. No creo que podamos
dormir muy tranquilos, apenas nos metamos entre holandeses. Y repito, cualquier
sospecha, aun la más absurda, comuníquemela.
—¿El piloto, qué?
—Controlado. Sometido a todas las pruebas para aquilatar su pureza patriótica.
Por este lado no hay cuidado, si como supongo no es Rick Carter.
—¿Quién es Rick Carter, capitán?
—Sucedió en Kansas —dijo Maloney sacándose los zapatos, que tiró al suelo,
procediendo a quitarse el cinturón—. Resulta que un hombre de negocios que tenía
mucha prisa, saltó de su coche a un aeródromo particular de Kansas, y viendo que un
piloto se disponía a emprender el vuelo. Le hizo agitadas señales. El piloto aguardó, y
el financiero, tras saber que el piloto se llamaba Rick Carter, le pidió precio para
dejarle en la ciudad, donde le urgía llegar. Rick Carter le señaló el asiento posterior;
era un biplaza de turismo, y el financiero, muy satisfecho, montó. El avión empezó a
subir por los aires, y el piloto empezó a reír suavemente. Pero ya llevaba mucho
tiempo riendo y estalló en carcajadas, y el financiero, extrañado, le preguntó por qué
se reía tan alegremente. Rick Carter le contestó: «Es que estoy pensando en la cara
que pondrán los del manicomio cuando se den cuenta de que me he escapado».
Ross Maloney tiró al suelo sus pantalones. El avión remontaba ya, abandonando
el aeródromo. Empezó Silverton a desnudarse. Preguntó:
—¿Llegó bien el financiero de Kansas?
—Me marché antes de saber el final. Apague la luz, muchacho, cuando se haya
limpiado los dientes.
—Sí, capitán.
En paños menores, y antes de apagar, declaró, Silverton:
—Tengo que decirle, capitán Maloney, que me satisface mucho instruirme en su
compañía.
Tendido, bostezando, Ross Maloney agitó una mano:
—Así sea hasta, el final. Amén.
Poco después, Ross Maloney respiraba con rítmica y creciente sordina. Kirk
Silverton tardó, mucho más en dormir. Él no había convivido quince años entre
piratas chinos…
Aquélla era la gran aventura, la excitante empresa en que podía demostrar lo que
valía. Por fin, el monótono rumor y el crujir del rápido avión, le sumieron en
profundo sueño.
Sonreía beatíficamente, porque una espléndida holandesa, de largas trenzas, le
cosquilleaba con ellas… Despertó bruscamente.
Las trenzas soñadas eran los pelos de una brocha de afeitar, seca, que Ross
Maloney acababa de pasarle por la nariz.
—Faltan quince minutos, según el piloto, para llegar, Kirk. Un buen síntoma su
modo de dormir. Con la misma calma que si se dispusiera a pasar unas vacaciones en
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Miami. Debajo del equipo para los canales, encontrará un magnifico estuche de aseo,
de piel de cerdo. Una delicada atención del comandante Nerval, o ¿será una
malintencionada insinuación del Mayor Perkins, aludiendo a nuestras propias pieles?
Como en las tarjetas postales, todo, era nieve en rededor. No había sol, y el
aeródromo aparecía envuelto en brumas. El piloto Crafts volvió a estrechar las
diestras de los dos americanos, despidiéndolos con afectuosas palmadas en los
hombros.
Echando a andar por la húmeda pista, comentó Maloney:
—Palmadas como ésas las reparten en los entierros, Kirk.
Kirk Silverton estaba ya equipado como cualquier turista que se dispone a pasar
una tranquila quincena en Suiza. Formaban, los dos una pareja de magnifica virilidad,
en contraste con el hombre que les cerró el paso.
Un individuo rechoncho, de cara redonda, con bigote y perilla reuniéndose en
espesa masa, en torno a la boca; gafas ribeteadas de oro, y una cartera de documentos
bajo el brazo.
Un largo abrigo de piel de camello, le llegaba casi a los tobillos. Llevaba un
pequeño sombrero tirolés, rematado en pluma de gallo, y lo levantó, mostrando un
cráneo completamente calvo, que cubrió rápidamente, porque a las nueve de la
mañana hacía mucho frío en aquel abierto paraje.
—Profesor Gruber —se presentó en inglés—. He efectuado los trámites
necesarios, y no registrarán sus maletas, señores. ¿Tienen la bondad de seguirme
hasta el coche?
No estaba muy lejos el viejo «Daimler» cuatro plazas, atravesado en una alameda
entre dos pistas de aterrizaje.
Instaladas, las dos maletas, y sentándose atrás, Kirk Silverton agradeció la tibieza
interior del coche, una vez cerradas las puertas.
Al lado del volante, Ross Maloney dijo:
—«Mi anillo de turquesas me lo regaló Leah».
El profesor Víctor Gruber, poniendo el motor en marcha, replicó:
—«No lo habría dado siquiera por un bosque lleno de monos».
El «Daimler» arrancó, demostrando que su motor estaba en mejores condiciones
que el chasis. Ross Maloney comentó:
—Bien, usted es Víctor Gruber, porque la contraseña tiene miga. Y ya que de ella
hablo, ¿qué significa? Le notifico que soy un inculto yanqui.
—«El Mercader de Venecia», acto tercero —aclaró Gruber, con benévola sonrisa
—. Les conduzco ahora a mi casa, modesta, pero disfrutando de uno de los más
bellos paisajes de Zurich: las cataratas del Rhin.
El coche no se dirigía hacia la ciudad, sino hacia el Norte, por una autopista
amplísima, cortada en su centro por una raya blanca. Llovizneaba en menudos y
frigoríficos copos, que se diluían antes de tocar el asfalto.
—Un mal tiempo para recibirles, amigos míos, pero favorable para nuestro
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propósito. Esta vez he elegido otro camino. Pudiera ser que ante la fuerza
conminatoria de las circunstancias, los infortunados Levin y Cheynard se vieran
obligados a citarme, o aludir al medio de transporte con ellos empleado.
—Si el servicio de Münster sabe ya que usted es él guía desde Suiza, profesor, tal
vez sería mejor no ir a su casa.
—No hay cuidado. Nadie ronda ni pisa mis dominios, sin que yo lo sepa al
instante. Tengo que llevarles forzosamente a mi casa, porque en su base está la
«punter» con la que llegarán a los linderos de Overijssel sin contratiempo.
—¿«Punter»?
—Es la barca con la que los campesinos transportan por el Rhin sus productos.
Debo yo también transformarme, y ser el campesino qué lleva la «punter». En caso
de ser sorprendidos por alguna patrulla fluvial, no hay peligro, porque es corriente
que viajen en «punter», turistas como ustedes dos.
Kirk Silverton, atrás se reprochaba de ser demasiado imaginativo. No le gustaba
el profesor Gruber…
El coche a buena velocidad, dejaba atrás, espaciados chalets, típicamente suizos.
La carretera dominaba ahora una vertiente, en la que serpenteaba un ancho y plácido
rió: el padre Rhin.
Pero el plácido y paternal río se encrespaba al fondo, para despeñarse en cascada
fragorosa. Un viraje de la carretera ocultó la caída del agua, pero no su rugir…
El «Daimler» penetró en un sendero lateral flanqueado de altísimos abetos, a cuyo
final había, un pequeño chalet de rústico aspecto.
—Mi solitario hogar, amigos míos —dijo el suizo, deteniendo el coche ante el
pórtico. Y, bajando, corrió hacia la puerta, que abrió sobre un vestíbulo amplio,
iluminado por el resplandor de un fuego de leños ardiendo en dos hogares, ocupando
dos esquinas—. Una temperatura verdaderamente acogedora. Perdonen unos
instantes.
Los dos americanos depositaron sus maletas en el suelo alfombrado. Y ambos se
aproximaron al hogar más cercano, tendiendo las manos…
Casi se volvían, la espalda. Un reloj de pared emitió un ronco sonido, y por dos
veces asomó al extremo de su flexible muelle, un pájaro de madera.
—«Cú, cú» —imitó Maloney—. El bicho nos dice que son las nueve y media,
Kirk.
—¿Y si fueran las dos de la mañana, qué haría el bicho?
—Asomaría también dos veces, pero cantando más tiempo. Un trasto antipático.
—Muy antipático.
Reaparecía Gruber. Cubría su calva con un gorro de lana, y no llevaba las gafas.
Un grueso chaquetón de piel gris le cubría hasta las rodillas. Llevaba gruesos guantes,
y altas botas.
—Si desean beber algo o desayunar, amigos míos.
—Lo hicimos ya. Gracias.
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No tengo servicio, ni familia. La discreción es una virtud obligatoria en esta casa.
Síganme, por favor.
Al fondo del vestíbulo abrió una puerta, que daba a una terraza lateral, de la que
partían unos peldaños de piedra, en descenso muy inclinado.
Unos arcos de alambre sostenían el techo artificial de ramas de arbusto que
protegían la escalera de la llovizna.
Al final de la larga escalera, había otra terraza, la cual terminaba junto al río, de
nuevo plácido y anchuroso. Remontaba hacia el Norte. El día se obscurecía, al irse
aglomerando las nubes en el cielo.
Alzando el cuello de su cazadora, Kirk Silverton empezó a pensar que el
«infierno» que se aproximaba carecía de calefacción, a juzgar por el indicio.
A la izquierda de la terraza, una escalerilla vertical de hierro se sumergía en las
agua del rió. A ella estaban enlazadas las dos amarras de proa y popa de una barca
plana, con cabina a popa.
—La «punter» —explicó, innecesariamente, Gruber, que saltó a cubierta con
mayor agilidad de la que cabía esperar de su rechoncha persona.
Desapareció en el centro, por una abertura, y poco después se oían los dos
motores, de aceite pesado, en funcionamiento.
Maloney y Silverton fueron a dejar sus maletas en el interior de la cabina, que en
realidad no era más que un compartimiento de tres tabiques y una lona delantera que
se alzaba, y por todo mobiliario una mesa y un banco.
—Quédese aquí, muchacho. Yo ayudaré a Gruber.
—Bien, capitán.
A proa se apilaban cestas, y en rededor de la entrada a la pequeña cala y
máquinas, jarras. Emergió la cabeza de Gruber, cuyas manos empuñaban el timón.
—Puede soltar las amarras, amigo mío —le dijo a Maloney.
Ross Maloney desanudó y empujó sobre los barrotes verticales. La «punter» se
deslizó sin dificultad. Era ligera, pero podía transportar mucha carga.
Vino a sentarse, con las manos hundidas en los bolsillos, sobre el recuadro de
madera. La cabeza de Gruber quedaba a la altura de sus corvas. Se inclinó un poco.
—Caso de verme desde cualquiera de esos oteadores —y con avance del rostro,
señaló Maloney hacia las cumbres del Norte, por entre las que corría navegable el
Rhin—. ¿Qué sucedería?
—Nada en absoluto. Es libre navegación para las «punter» basta Lorrainbrück.
Allí está el primer control alemán.
—¿Dónde paran las máquinas?
—En Simmel, una aldea, donde atracaremos. Allí termina mi misión, amigo mío.
Yo en Simmel daré media vuelta, después de ponerle en contacto con Helma.
—¿Helma?
—Una «resistente» de Overijssel, que les aguarda. Pero ella no sabe la
contraseña.
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—«La flecha doble ha de dar en diana» —recitó Maloney.
Víctor Gruber dio una, cabezada de asentimiento.
—Ya me comunicó el servicio nuestro, la contraseña, amigo mío. Helma, se
encargará de hacerla circular.
—¿Falla mucho para llegar a Simmel?
—Unas tres horas, amigo mío.
—Prefiero ir adentro. Hace aquí un frío que corta el forro de las narices, amigo
mío.
Ross Maloney se levantó para dirigirse a la cabina, dejando caer tras él la lona.
—¿Le gusta el profesor de idiomas, Kirk?
—De hombres entiendo poco, capitán.
Olvide eso. Es hora de que me llame algo biensonante por los senderos que
vamos a pisar; por ejemplo, Johan. Un hombre bonito, y holandés, ¿no?
—Sí, Johan.
—Cuando tengamos cerca oídos, no me hable, Kirk. Me encantará pasar por su
hermano mudo e idiota. En Simmel, una aldea a tres horas de distancia, Gruber dará
media vuelta, después de dejarnos en la compañía de Helma, una «resistente» de
Overijssel… ¡Diablos! Al oír el artículo femenino, se le han alegrado las mirillas,
muchacho.
—Nada perjudica, mientras no se abusa. Creo que es usted un Don Juan.
—Un desgraciado. Creo conquistarlas, y me apabullan.
Ross Maloney empezó a cambiarse las prendas inferiores, para calzar los
pantalones embreados y las botas altas. Sobre el jersey, se colocó el rígido chaquetón.
Le imitaba Kirk Silverton, que también comprobó que el flotante casacón era
ideal, porque entre la piel de cordero interior y la tela había dos fundas en que se
ajustaron a medida la automática y la metralleta.
Bajo el jersey se ciñó el cinto de municiones, y el volver a sentarse, respiró con
satisfacción.
—Tenía ya ganas de soltar la maleta, Johan. A cada instante me parecía que
estábamos ofreciendo aspiradoras eléctricas, o conservas de jamón y «salema».
La ropa aumentaba sus estaturas. Ross Maloney sin sentarse, rozaba el sólido
techo con su pelirrojo cabello.
—Oiga, Kirk… Cuando lleguemos a Simmel, procure no extrañarse de nada,
¿quiere?
—Sí, señor.
—Ahora, vuelvo a dormitar un poco. Haré reservas.
Buena idea. No me interesa este paisaje. Ya lo retrataré cuando termine la guerra,
y venga a recorrer estos parajes.
Maloney durmió. Silverton meditó.
La barca plana se deslizaba velozmente por la anchurosa corriente, cuyo curso
natural favorecía el impulso de los motores. El día iba haciéndose, más densamente
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obscuro, aumentando con ello las sombras que arrojaban sobre el agua, las elevadas
masas montañosas.
Ross Maloney debía tener un cronómetro invisible, porque no habían transcurrido
más de dos horas y tres cuartos cuando se levantó del banco, y sus amplias espaldas
abandonaron el apoyo del tabique de aquel compartimiento destinado a carga que no
debía mojarse.
Al alzar la lona, dijo:
—Venga, conmigo, Kirk. Si no le fallan los cálculos al profesor, estamos ya cerca
de Simmel.
Se colocaron los gorros embreados. Llovía mansamente, y siendo mediodía
parecía que era el crepúsculo. Una neblina a ras de agua, emblanquinaba el horizonte
a menos de veinte pasos.
—¿Falta mucho, profesor? —inquirió Maloney.
—Escasamente un par de millas, amigo mío. Esta vez, el lugar de contacto ha
sido elegido con mayor prudencia. Helma espera en el primer «hoe» de Simmel, una
choza aislada, sobre la misma ribera occidental. Ya hemos pasado algún «hoe». Son
fáciles de construir, pero poco agradables de ocupar. Troncos empotrados en el barro,
y en alto de ellos una plataforma con cuatro paredes. Esta punta meridional del
Overijssel es pobre y lúgubre.
—Usted habrá adivinado ya que somos americanos, ¿no, profesor? Y por esto
mismo, ya que lo comprendió en nuestro acento, no, ha de extrañarle que siendo
como somos bisoños en estas faenas, le hagamos preguntas un poco estúpidas.
—Estoy a su entera disposición, amigo mío.
—Deseo saber sí la llamada Helma es de plena confianza, porque no puedo
olvidar que dos que nos precedieron fueron delatados por el que creían un
«resistente» legítimo.
—Garantizo plenamente a Helma —y la voz del suizo se hizo áspera, casi
reprobatoria—. Ella es la hija de un catedrático de Kampen, fusilado. Fui amigo del
padre, que venía a pasar temporadas en Zurich. Y últimamente, Helma vino a
visitarme. Quería hacer algo, trabajar, ofrecer su vida con una sola intención.
Conseguir, la muerte de Karl Münster, autor moral de la ejecución del catedrático
Holten. Fue entonces, cuando prometí a Helma Holten que tan pronto hubiera
ocasión, yo la avisaría. La he avisado, como convinimos ella y yo, esta misma noche,
apenas recibí la orden por radio, de enlazar con ustedes, amigos míos. Muy
importante es Helma Holten. Juventud universitaria, ¿comprenden? Ella les conducirá
a grupos jóvenes, valientes, temerarios…
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La lancha iba abandonando el centro del curso fluvial, para acercarse de babor a
la ribera. Era como si a su proa se apartaran cortinas blanquecinas, que como telón
alzábase, mostraban después de tres horas de constante horizonte líquido y grandes
sombras de montañas, húmedas; riberas fangosas.
Y de pronto aparecieron estacas puntiagudas formando como una barrera, que era
una entrada hacia el «hoe». La barca penetró por entre las dos hileras de estacas
cuyas puntas eran cada vez más sobresalientes, hasta quedar amarrada por las bandas
a dos de ellas.
Víctor Gruber supo aprovechar el impulso final de la hélice, al parar los motores,
y lanzó ahora con maestría los dos lazos finales de las amarras.
Aquel pequeño túnel era formado por el suelo de la choza. Una escalera de
madera quedó rozando la banda de estribor. Se sumergía en el agua, y terminaba
arriba en una obscura claraboya alzada.
—Les presentaré a Helma Holten, y mi misión habrá terminado, amigos míos.
Permitan que suba el primero, ya que Helma me conoce, y no tiene aún el honor de
conocerles.
Subió por la escalera. Y detrás Maloney, seguido por Silverton. La escalera
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sobresalía un metro del nivel del suelo, para facilitar la entrada.
Olía a húmedo, y todo estaba cerrado. Un quinqué, sobre una mesita baja,
desparramaba una luz rojiza, tenue, pero suficiente para distinguir una figura
femenina, en pie, al fondo.
Femenina, porque se divisaba la aureola rubia de unas trenzas en diadema
enmarcando un rostro blanco, lechoso, donde destacábanse la línea roja de los labios,
y las pupilas muy azules.
Pero desde el cuello hasta media pierna, un impermeable marrón, hacía recta la
silueta, y las negras botas también ocultaban la línea de las piernas.
Víctor Gruber avanzó, saludando efusivamente con las dos manos tendidas, en
inglés:
—¡Albricias, Helma! Has conseguido lo que querías. Dos magníficos auxiliares,
que harán provechosa tu juvenil actitud patriótica.
En pie, tras Gruber, Maloney y Silverton esperaban. El suizo se volvió:
—Ésta es la señorita Helma Holten, amigos míos. Les encomiendo protejan sus
pasos.
—Pasos que me gustaría saber, profesor —dijo Maloney—. Usted debe irse.
—Sí, pero la señorita Holten sabrá a dónde llevarles, mejor que el más experto
guía. No hay rincón del Overijssel que ella no conozca; ¿verdad, Helma?
Ella habló, y su voz tenía matices graves, casi roncos. Su inglés era perfecto,
salvo en el acento. Un inglés más bien gramatical.
—Usted es un buen amigo de los holandeses que sufren, profesor Gruber.
—Y recibirá su recompensa —intervino Maloney—. Kirk cuida de que la señorita
Holten, no emita ruidos naturalmente sorprendidos. Pronto.
Kirk Silverton reaccionó antes que Víctor Gruber, ante el inesperado acto de Ross
Maloney, que apoyaba su diestra en el hombro del suizo. La diestra pasó a su nuca,
obligándole a adelantar la cara, y a la vez en seco gancho hacia arriba ascendió el
puño izquierdo. Un puñetazo magistral, que restalló compacto…
—Por favor —susurró, atribulado, Silverton, a la vez que colocaba su índice en la
boca de la holandesa.
Reprimió un gruñido, porque ella mordió, y hurgó en el bolsillo de su
impermeable…
Maloney, sujetando con ambas manos por el pecho al desvanecido profesor,
indicó:
—No chille, Helma. Y usted, muchacho, no pegue. Usted callará, Helma. Pero
sujétele la muñeca, Kirk, o se pondrá nerviosa ella. Así… La contraseña, Helma
Holten, es: «No hay molinos en el Sur». Conteste, por favor, Helma.
Ella dejó de debatirse, sujeta, su muñeca derecha por Silverton. Replicó:
—«Seis al paraíso de los valientes». Pero escuchen: ¿qué significa lo que ha
hecho usted con el profesor Gruber?
—Lo sabrá y pronto. Porque lo que he hecho no es nada, comparado con lo que
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voy a hacer con el muy cerdo de Víctor Gruber.
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CAPÍTULO III
Ross Maloney sostenía ahora doblados hacia atrás los brazos del semiconsciente
suizo, y empujándole, lo mantuvo casi en vilo en una extraña presa donde su propio
brazo penetró por entre los omoplatos y los dos brazos doblados.
Lo izó un poco más, reclinándolo sobre su hombro izquierdo, y, asiéndose con la
diestra al primer barrote, empezó a bajar la escalera.
A ras del suelo, dijo:
—Pueden oír, asomándose. Si es Espectáculo poco grato a su vista, Helma, cierre
los ojos y no intervenga. Recuerde al catedrático Holten, del que este cerdo decía ser
amigo.
Desapareció hacia abajo, hasta pisar la cubierta de la barca amarrada. Un remate
de cuerda enlazó los dos codos, y, pasando por las axilas, terminó en cerrado anillo
alrededor de las rodillas del suizo, qué iba recuperándose.
Sangraba por la boca, y se teñía de rojo su barbilla negra. La escasa luz que de
arriba procedía, daba un rosado resplandor al suizo tendido boca arriba, y sobre cuyo
estómago se sentó Maloney.
Víctor Gruber pretendió incorporarse… Con indiferencia, Maloney dio un
codazo.
Alcanzado en plena nariz, el Suizo volvió a quedar de espaldas sobre la cubierta,
con la que chocó inertemente su cabeza.
Ross Maloney iba registrando metódicamente los bolsillos del prisionero,
arrugando los forros, pasando los dedos por las costuras…
En el borde de la abierta claraboya, Helma Holten, miraba, sintiendo nacer en su
cerebro una creciente sospecha.
A su lado, Kirk Silverton, de perfil, echaba ojeadas de vez en cuando a la puerta
que daba acceso al «hoe», desde tierra.
—Este hombre es el que mandó al otro mundo a los que nos precedieron, Kirk —
fue diciendo desde abajo Maloney, que seguía en su meticuloso registro,
amontonando a un lado lo que iba sacando—. Existían ya sospechas de que era un
agente doble, es decir, que vendía informes a ingleses y alemanes. Antes de ser
atrapado, el periodista Sammy Levin, dijo algo por su emisora portátil, que extrañó.
Lo citó sin saber la importancia que tenía, aludiendo a que el legítimo «resistente»
con quien él y Cinthya habían trabado contactó, por mediación de Gruber, estaba muy
seguro del escondrijo, cuya existencia sólo conocía Gruber. Y poco después, los
cuadrilleros de Münster los copaban.
Terminado el registro, Maloney abandonó su asiento sobre el estómago del agente
doble, y procedió a desatarle las piernas, conservando entre las manos el remate de la
cuerda.
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Luego lo lanzó por la borda al río, como quien hace descender un cubo a un pozo,
y mantuvo su busto fuera del agua gélida.
—El agua le reanimará —comentó el americano—. Vigila la puerta, Kirk, aunque
no creo que la intención sea cogernos a nosotros tres solos, sino ver dónde nos había
de llevar Helma, y copar otro.
El suizo pareció atacado de epilepsia, al sentir la mordedura helada del agua que,
penetrando por entre su ropa, le hizo reaccionar vivamente.
—Silencio, profesor —dijo amablemente, Maloney. Y el pie que apoyaba en la
borda, empujó con la suela el rostro, mientras soltaba un poco más de cuerda.
El suizo se sumergió repentinamente… Maloney volvió a izar, hasta dejar fuera la
cabeza de Gruber.
—Un aviso, profesor, amigo mío… Si intentas chillar tragarás mucha más agua
de la que cabe en tu barril seboso. Voy a probar hasta dónde llega tu inteligencia. Si
contestas, mejor para ti. Si te callas, te haré saber prácticamente, todos los juegos que
me enseñaron los piratas chinos en mis navegaciones. He navegado mucho, profesor,
amigo mío, y me está mal el decir, que necesito muchos Gruber para naufragar.
¿Conque por radio te habían dado ya mí consigna de enlace con los «resistentes»,
verdad, amigo mío?
Iba el suizo a contestar, pero de nuevo, suavemente, la suela de la pesada bota se
aplicó en su rostro, y se sumergió un instante. Al volver a ser izado, daba boqueadas
entre escalofríos. Arriba, Kirk Silverton pensó que el simpático Maloney, era bastante
bestia cuando se lo proponía…
Helma Holten se había sentado, permaneciendo inmóvil, como una colegiala que
de pronto descubre toda, la maldad humana…
—Escucha, profesor, amigo mío… ¿Conque el servicio nuestro te había ya
comunicado la consigna especial de enlace, no? «La flecha doble ha de dar en diana»,
te dije, cuando hábilmente comentaste que Helma no sabía la contraseña. Y claro, yo
un novato yanqui, confiando en la lealtad ajena, te la dije. Te brillaron satisfechos los
ojillos, profesor. Pero resulta que esta contraseña era la, que empleaban los indios
cheyenes en Kansas, allá por el 1880. Y dudó que ningún cheyene, desde su tumba,
comunique en radio contigo. Ésta fue la prueba clásica, y picaste, Gruber. Te
pasmaría saber cuántas veces este ingenuo truco me ha dado resultado. Claro, que era
en China, y allí todos nos engañamos como chinos. ¿Hace frío, profesor, amigo mío?
—Sá-que-me.
Fueron tres sílabas emitidas a sacudidas, entre castañeos de dientes.
Ross Maloney izó, y con el pie empujó chorreante suizo, hasta depositarlo sobre
cubierta.
—Yo encendería fuego, profesor, amigo, mío, pero pudiera ser que estuvieran a la
vista los esbirros de Münster…
—No… no… hay…
Helma Holten iba bajando la escalera vertical. Pisó cubierta, y fue a inclinarse
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sobre el amasijo de objetos que Maloney había sacado de los bolsillos de Gruber.
Tendió el índice enguantado hacia un rectángulo azul, transparentado por mica,
reforzada con cantoneras de metal, y susurró:
—El salvoconducto de Karl Münster.
El suizo, en el suelo, intentó virar sobre un costado… De su pacífica
contemplación horrorizada, Helma Holten pasaba de pronto a un frenético ataque de
furia vengativa.
Sus «katiuskas» amortiguaban mucho los puntapiés que propinaba al hombre
atado, y de pronto sacó su diestra armada de corta pistola.
Ross Maloney hizo un gesto sencillo: dar con el canto de la mano sobre la
muñeca femenina; y a la vez, con la otra mano, recogió la pistola, al abrirse
nerviosamente los dedos de ella, bajo el golpe certero.
—Sin ruido, Helma. Muerto, no nos serviría de nada este profesor de traiciones.
Déjele recuperarse.
Ella fue aquietándose, y murmuró:
—Perdóneme…
—Es muy natural, Helma. ¿Qué es eso del salvoconducto?
—He visto alguno de ellos. Son Armados, personalmente por Münster, quien los
da a muy pocas personas; tienen que ser de su plena confianza. Nadie puede transitar
por ciertos canales, sin este documento.
—Qué buen chico eres, profesor. ¿Por qué te molestaste tanto en busca de un pase
de favor para nosotros? ¡Aúpa, Kirk!
Arrojó Maloney a lo alto el extremo de la soga, que recogió Silverton. Éste izó
con fuerza al chorreante y aterido agente doble, que, balanceándose, fue chocando
con los barrotes hasta quedar invisible en el interior del «hoe».
Helma Holten murmuró:
—Ahora comprendo muchas cosas, señor. Nunca pude sospechar de Gruber,
porque era amigo nuestro.
—Repetía demasiado el calificativo de «amigo mío», y con una entonación que
me recordaba a un cantonés llamado Kuen-Song, que me llamaba también «amigo
mío», mientras ponía al rojo vivo un hierro, destinado a calentarme la planta de los
pies.
Subió por la escalera, y mentalmente aprobó la actividad de Kirk Silverton, que
acababa de atar en pie a Gruber contra un saliente lateral, entre la cerrada puerta y el
marco de la contraventana.
Maloney dio vuelta, a la llave del quinqué, hasta obtener mayor luz. Había bajado
la trampa que comunicaba con el río, cerrándola.
Quedó ahora bien iluminada la estancia.
—Quién esté a la vista, pensará que Gruber está conversando con nosotros,
terminando de sonsacarnos lo que pueda. Por si acaso, Kirk, permanece junto a la
puerta. En los silencios, aguza el oído. No quisiera que alguien pretendiera oírnos.
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Helma Holten se apoyaba contra los barrotes de la escalera, con manos en los
bolsillos. No le había devuelto Maloney su pistola.
Intervino plácidamente, pero sus azules ojos brillaban mucho:
—Esta puerta comunica con la cocina y establo, una sola pieza.
Kirk Silverton abrió, y avanzando, Maloney recorrió con la mirada la vasta
estancia donde, a la izquierda, había aún restos de pesebres, y a la derecha la obra en
piedra de una gran chimenea.
—Trae al amigo profesor, Kirk. Tal vez la vista de la chimenea le caliente los
huesos. Venga, Helma, y explíqueme cómo ha llegado hasta aquí, y si ha venido sola.
Helma Holten, llevando en alto el quinqué, fue a colocarlo en la repisa sucia de la
chimenea. El frío era, mayor en la gran sala, donde un año antes vivían, en
hermandad, vacas y personas.
—He venido sola desde Bockel. Fue el propio Gruber quien me señaló este «hoe»
como lugar de enlace. Este «hoe» es conocido por que en él fueron ahorcados por
Münster los dueños, acusados de conspirar.
Kirk Silverton empujó al aterido Gruber, que cayó sentado a un lado de la boca de
la cochina chimenea. Se encaminó hacia la puerta, al fondo lateral izquierdo, que
antiguamente era acceso al establo y casa.
El establo era el natural calefactor, formando capa de vaho caluroso entre el frío
exterior, y la cocina-comedor. En la sala de la escalera vertical se almacenaba el
pescado en salmuera y los productos que el frío natural conservaba mejor.
—Esta puerta es la única de acceso desde tierra —explicó ella, añadiendo—:
Desde allí ni pueden vernos ni oírnos, pero también creo que no estarán cerca. Nos
habrían dejado salir, para que yo me reuniera con los míos, y…
—Cálmese, Helma.
Maloney la contuvo por los hombros. Cuando ella dominó su arrebato, la soltó, y
alzando una mano hizo señas a Kirk Silverton de que regresara.
Desde la chimenea a la puerta de salida, había una larga distancia,
aproximadamente de una treintena de metros.
En el suelo húmedo y resquebrajado, Víctor Gruber trataba de rodar sobre un
costado…
—No hay nadie rondando, o si no este cerdo habría gritado. Es como usted dice,
Helma. Nosotros tres, sin saberlo, hubiéramos guiado a los de Münster, hasta la caza
mayor. Seguramente saben ya que usted en Bockel dejó alguien esperando. No le
pasará nada. El plan está claro. Quieren hacer un copo general. A los otros, agentes
que nos procedieron no les cogieron a la llegada, sino cuando ya habían establecido
contacto con «resistentes» y dado contraseñas, armas, emisoras, en fin, el material
necesario para organizarles a ustedes.
Ross Maloney miró al que, reptando de lado, iba alejándose, y que libres las
piernas, se arrodilló para ponerse en pie, con salvaje energía, y correr…
Tras él arrastraba la cuerda. Y casi sin moverse, avanzó Maloney un pie, pisó, y
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detenido en su carrera, el suizo, atado de busto, forzó los músculos.
Ross Maloney recogió la cuerda, y atrajo… Cayó de espaldas Gruber. Kirk
Silverton habló por vez primera:
—No creo que esté traidor hable, capitán Maloney.
—Soy Johan, tu hermano mudo e idiota —sonrió secamente Maloney, que miró a
la holandesa—. Basta con el salvoconducto para saber la clase de Judas que es el
profesor Gruber. Ha enviado a la muerte a dos muchachos franceses, y al suplicio a
una mujer inglesa en compañía de Sammy Levin, así como a varios «resistentes», que
cogieron por culpa de sus delaciones. Pero podría ser que los esbirros de Münster
deseen oír la «punter» regresando al chalet de las cataratas. Víctor Gruber regresará, a
su chalet.
—¡Capitán Maloney! —exclamó Helma Holten, avanzando.
—Soy Johan, el hermano idiota de Kirk —y mordió las sílabas Maloney—.
Tenemos que complacer a los espías de Karl Münster, y déjenme llevar el timón.
Ahora hemos de actuar plenamente de acuerdo con lo normal. Allá por el Amarillo,
lo llamamos a eso «dar querencia al pescador». Si no hubiéramos descubierto la
doblez del profesor, los acontecimientos se habrían desarrollado de la siguiente
manera: él nos deja a los tres, y tan pronto llega, a su chalet, comunica a los de
Münster, que para introducirse en el círculo de la juventud universitaria y
«resistente», la contraseña es X. X. Mientras, a nosotros tres, nos señalan el camino,
es decir, que por donde vayamos seremos controlados, hasta que puedan ellos hacer
el copo. Tenemos pues tres horas de tiempo, o cuatro, porque la «punter» navegará
ahora río arriba, contra el curso de la corriente. ¿Qué tardaremos en llegar a Bockel,
Helma?
—Apenas media hora, andando.
—Por tanto, nos sobrarán cerca de tres. Esperen aquí, y ojo alerta, Kirk. Como
dicen en los circos, un error infinitesimal en los cálculos, puede producir la muerte
del trapecista.
Kirk Silverton sacó su metralleta, ajustando el peine semilunar, y levantando el
seguro. Se encaminó hacia la puerta, seguido por Helma Holten.
Ross Maloney repitió, su llave extraña, introduciendo su brazo izquierdo entre la
espalda y los codos atados del prisionero, al que alzó, cargándolo sobre su hombro.
Poco después lo depositaba en el suelo del compartimiento de timón y máquinas.
Corrió la lona que, en forma de toldo, recubría por encima aquella abertura.
—Vas a escoger, profesor. Te ataré al vástago del timón, y abriendo una vía de
agua, irás con tu sucia lancha al fondo del Rhin, o recordarás que recibías la paga del
«Intelligence», y te queda una posibilidad de escape. Mejor estarás unos años en una
cárcel inglesa, que mojando tu esqueleto en el barro del fondo del río.
Lo iba atando de espaldas a la barra vertical, sentado, después de haber rodeado
sus rodillas con el remate de la soga.
—Por ahora eres una asquerosa lombriz viva, una polilla fétida, y de ti depende el
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convertirte en una piltrafa hinchada. Estáis muy repulsivos los cerdos ahogados.
Hizo una pausa Maloney, quedando arrodillado. Gruber habló, roncamente.
—Münster supo que yo pasé a los dos agentes franceses. Vino a verme, y… me
dio miedo. Juré lo que quiso hacerme jurar. Me dijo que si el servicio aliado seguía
confiando en mí, él podría descubrir los núcleos resistentes alrededor del Gran Canal
de Denekamp a Hengelo. Me ofreció en dólares oro, diez veces más…
La mano zurda de Maloney chocó suavemente contra la boca del suizo. Más que
un golpe, fue un afrentoso gesto de asco.
—No cites ese argumento que empleó Münster para persuadirte, profesor.
Comprendo que le tuviste miedo, que supo aterrorizarte, y que como tantos otros
asalariados, jugaste doble. Bien, yo te pongo la baraja a la vista. O pudrirte en el
fondo del agua, o rescatar tu traición, yendo a una cárcel inglesa. Si tus informes me
ayudan, así lo indicaré, a nuestro servicio.
Víctor Gruber, sin el gorro, tenía el aspecto de un tártaro con su mondo cráneo
calvo y su mostacho que se confundía en la perilla en rededor de rajados labios…
Hacía frío, aunque el día aclarara y la lluvia, decrecía. Unas gotas de sudor
abrillantaban la superficie pulida de la calva…
—Karl Münster me dijo que estaba interesado en descubrir si Helma Holten
conspiraba contra el «Wolskaung», el partido holandés, colaboracionista. Ella es muy
inteligente, y no se comprometía. Me obligó a ponerla en relación con los agentes que
enviasen los aliados, después de la captura de Levin y la inglesa.
—¿Y ahora qué debías hacer, de no haber «tropezado»?
—Regresar al chalet. No tenía nada que comunicar, puesto que… los de Münster
saben que en el «hoe» os reuníais con ella. Las deducciones que usted ha hecho con
acertadas. Los dejarán libres hasta que… Helma reúna, a todos los jóvenes
universitarios conspiradores.
Ross Maloney asintió, y el suizo añadió:
—Sé que usted va a matarme y resultaría inútil que le dijera que me arrepiento.
Usted no sabe al infierno en que va a meterse, capitán Maloney, que así le llamó su
joven compañero, el novato. Yo vendí a Sam Levin y Cinthya Cheynard. Soy un
canalla, pero… usted no conoce a Karl Münster…
—Sigue, Gruber. Empiezas a parecerme menos alimaña.
El suizo respiró hondamente, añadiendo:
—Mentí al decir que no tenía familia. Mi esposa y mis dos hijos…, están en algún
sitio del Overijssel. Como rehenes de que cumpliré. Esto me dijo Münster.
—Puede ser mentira, puede ser verdad. Consta en tu filiación que tienes esposa y
dos hijos, pero pudiste tú mismo enviarlos a otro rincón de Suiza. ¿Si los espías de
Münster te vieran con nosotros, se extrañarían?
Afanosamente, tartajeando desesperanza, contestó Gruber:
—No. Déjeme… rescatar mi vileza, capitán Maloney.
—¿O intentar otra jugarreta, profesor?
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—Usted no es un novato. Estoy sin armas. Póngame a prueba.
—¿A prueba de qué?
—Yo puedo serle muy útil.
—Tengo tu salvoconducto, sin retrato. Me basta.
—Yo podría llegar hasta Karl Münster, y también averiguar lo que desea saber el
«Intelligence». Yo podría enterarme de la ruta que siguen Las municiones hacia la
costa del Zuiderzee… Tengo ya la certeza de que si no me mata usted, me mataran
los de Münster, pero quisiera no morir inútilmente. Puedo intentar rescatar a los míos
o salvar a los dos agentes ingleses, si no han muerto. Puedo…
—El, que va camino del patíbulo, proclama que será siempre un buen chico.
Dices que podrías llegar junto a Karl Münster. ¿Y qué le dirías, al verle?
Víctor Gruber trató de encoger los hombros. Su mirada era ahora directa, como la
del hombre dispuesto a todo.
—Si usted me deja libre, es como sí me perdonará la vida, por considerarme un
canalla asqueroso. Esto lo leo yo en su semblante, capitán Maloney. Caben dos
posibilidades: que yo, al estar ante Münster experimente de nuevo, cobarde afán de
vivir, y le explique lo sucedido, o que le diga que usted trae un vasto plan de sabotaje,
para cuya realización cuenta con núcleos importantes de «resistentes» que irán
agrupándose en determinado lugar, que averiguaré, porque gozo de su plena
confianza. Tendrá así usted las manos libres, y cuanto yo sepa se lo diré a usted. Un
doble juego de nuevo, Maloney…, pero para vengarme del terror que me impuso
Münster llevándose a mi esposa y mis dos hijos. Aquí, en esa caja a la derecha de la
batería, está la emisora, con la que debo comunicar, a Londres que ustedes han
penetrado, ya en Overijssel. El código es sencillo…
—Me lo sé. ¿Y qué, profesor?
—Comunique que no envíen más agentes por conducto mío.
—Voy a hacerlo. ¿Qué más?
—Si me deja vivir, no permita que vuelva Helma Holten a mirarme como lo
hizo… y pegarme como una niña enfurecida.
—Puede que le deje vivir, Gruber. Total, un adversario más o menos, no
empeorará mi situación, y recuérdelo, Gruber: El traidor que persiste en jugar doble
juego, se ahorca a sí mismo.
—Gracias capitán Maloney. Espero redimirme. Y se lo demostraré.
Manipuló Maloney en la radio, transmitiendo en lenguaje cifrado:
—Queda libre de escoger, profesor. Puedo engañarme, pero creo que ahora va
usted a jugar el gran juego.
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Deshizo los nudos terminales que afianzaban al suizo contra el vástago. Se dirigió
hacia la escalera:
—Puede decir que cayó al agua, y perdió su salvoconducto. Puede también
decirle a Karl Münster, que a usted le he perdonado yo la vida…
—Münster no comprende el significado de la palabra perdón. Un momento,
capitán Maloney —dijo el suizo, que iba desatándose las piernas, frotándoselas a la
vez enérgicamente.
Ross Maloney dio media vuelta. Lo que estaba diciendo ahora Víctor Gruber era
muy curioso, verdaderamente digno de ser oído.
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CAPÍTULO IV
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barca plana no había oído el ruido de los motores al ponerse en marcha.
Bajó las escaleras, y cuando sus botas rozaban el agua, miró en rededor. No había
rastro de embarcación ni de Rose Maloney…
Una desaparición misteriosa, y aunque sintiera algo parecido a pena, decidió
obedecer lo pactado. Había transcurrido más de una hora…
También en Dunkerke había perdido de pronto, amistades recientes, forjadas
sólidamente por el común y constante riesgo.
Volvió a subir, y al penetrar en la amplia estancia donde ella aguardaba, dijo:
—Ni rastro de Gruber… y mi compañero. Debemos marcharnos, Helma.
Introdujo su metralleta en la funda de la rígida y amplia chaqueta. Ella había
recogido ya de la repisa el salvoconducto y cuantos objetos pertenecieron al profesor
suizo.
—Ya oyó lo que dijo el capitán. «Debemos dar querencia al pescador». Iremos a
Bockel, donde aguardan los suyos, y después… ya veremos. No me diga que tiene
miedo, porque es usted muy valiente.
—Espero serlo.
Sopló ella la llamita del cristal, y la negrura invadió el recinto. Ella abandonó su
diestra en la del espía novato.
Susurró:
—Su compañero se llevó mi pistola, Kirk.
—Muy bien hecho. No la necesita, usted, yendo conmigo.
Andaban hacia la puerta.
—En el Overijssel hay una ley marcial, Kirk.
—Me lo supongo.
—Quien sea sorprendido llevando arma, será fusilado.
—Para mí, esta ley no cuenta, porque si me pillan, aunque sólo me encuentren un
palillo de dientes, me fusilarán igualmente.
Tantearon los dos hasta tocar la larga barra que, encajando en dos resaltes, servía
para asegurar por dentro de la puerta.
La alzaron, y abrieron. Faltaban minutos para las dos de la tarde. El gris se había
aclarado, y aunque sin sol, verdeaban los contornos de las praderas, al norte.
No se divisaba humaba presencia. Remontado el sendero de salida, al llegar al
pequeño altozano, ya sin niebla, tuvo Silverton el primer atisbo de la clásica
conformación de los Países Bajos.
Extensa llanura, surcada por el damero de canales, entre los cuales, verdes
caminos y parcelas cultivadas, ponían notas de color, y de trecho en trecho los
molinos con sus cuatro aspas arcaicas, y en algunas riberas, junto a los caminos,
barcas planas, inmovilizadas.
—No hay tulipanes —sonrió Silverton.
Ella también forzó la sonrisa, porque veía que el joven se imponía la obligación
de olvidarse de la suerte que podía haber corrido Ross Maloney.
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—Más al oeste, abundan. Por aquí no hay tulipanes ni patrullas, Kirk. Pero si
antes de llegar a Bockel, apareciera alguien, usted… yo diré que es mi hermano. Y
bastará con que enseñe el salvoconducto del traidor Gruber.
Ella caminó delante, a través de un ancho campo devastado, que aún conservaba
huellas de los embudos de obuses y las cadenas de tanques.
Kirk Silverton adquiría la sensación de que aquel paisaje desolado, estaba por
completo fuera del mundo, como un paisaje lunar, sin habitantes.
Dejaba atrás un poblado de «hoes», donde tampoco parecía alentar la vida
humana. Y ella, sin volverse, pareció adivinar su pensamiento, porque explicó,
siempre andando:
—Los habitantes, de la frontera fueron invitados a trasladarse a otras poblaciones
del interior.
Salvo por los cabellos, Helma Holten hubiera podido pasar por un adolescente
deportivo, caminando con paso elástico y presuroso hacía, un café, donde otros
compañeros le esperarían para jugar al dominó o al billar.
Y sin embargo, cada uno de sus pasos, seguía un sendero de muerte.
El panorama monótono, uniforme, repetido en sus canales, molinos y parcelas,
fue ahora adquiriendo más vida, al surgir, tras una pequeña duna, un apretado bosque
de cipreses y álamos.
Entre los troncos se divisaban los colores rojizos de techos, y las manchitas de
azul y blanco, de ventanas y puertas.
—Bockel —indicó ella.
Descendió la ladera arenosa, encaminándose hacia un caserón de madera.
Explicó:
—He dejado el coche en este garaje.
La puerta del caserón se abrió. Kirk Silverton asió por el codo, a Helma Holten,
avisando:
—Ahora, ando yo delante, Helma.
—Es mi amiga, que estaría inquieta.
—¿Su amiga?
A la vez que preguntaba, empujó Silverton la entornada puerta. El interior estaba
alumbrado. Había tres coches y varias bicicletas.
Silverton arqueó las cejas, mirando a la que había abierto. También un
impermeable rectilíneo, unas botas, y sobre los cabellos negros, un gorro de pieles,
ladeado.
Un rostro sonrosado, pero de negros ojos.
—Mi amiga Vera Hasselt.
—Deliciosa y encantadora —aprobó Silverton, entre dientes—. De costumbre la
visión de una mujer hermosa me enternece, y si veo dos, a cuál más bonita, en su
estilo, me fundo como un sorbete al sol… pero ¡diantres!, yo no he venido a jugar a
las damas. Entonces, Vera y usted, son las dos terroristas temibles con las que tengo
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que contar para meter mano a los Canales y a Münster. Una perspectiva estupenda.
En un país que no conozco, y con dos nenas por fuerza de choque.
Vera Hasselt, en inglés, igualmente acentuado como el de Helma, y mirando casi
con desprecio a Silverton, replicó:
—Por lo que oigo, es usted un orgulloso británico, de los que creen que las
mujeres somos unos seres molestos e inútiles.
—Escuche, hermana —y al estilo del ausente Maloney, mordió él las palabras—.
Esto lo discutiremos luego. Por si no lo sabe, tengo que decirle que los pistoleros de
Münster no ignoran que estoy aquí dentro y con ustedes dos. Que sé lo que tengo que
hacer; pero no sé cómo ni por dónde empezar. Que éste es un garaje público; aquello
son bicicletas, y acaricio la esperanza de que no tendré que montar en un cacharro de
ésos, y usted, Helma tendrá un coche de verdad, con cuatro ruedas.
—«DKW» —dijo Helma Holten, designando el pequeño cuatro plazas que
ocupaba el centro, entre dos otros—. Me permitirá, mientras, que le explique a Vera
lo sucedido.
Kirk Silverton fue a examinar los tres coches. Más que un garaje era aquel
caserón un lugar de aparcamiento cubierto. Oyó cómo, en alemán, explicaba Helma
Holten:
—Gruber traicionaba, y lo descubrió el capitán ingles que iba con éste. Alguna
trampa debió preparar Gruber, y el capitán inglés ha desaparecido. La gente de Karl
está espiándonos, y nos dejarán libres porque desean descubrir todo nuestro grupo.
Ésa es la situación, Vera, y te ruego seas, amable con el inglés, porque él sabe dónde
encontrar armas y explosivos.
—Trataré de ser amable, pero para mí tanto los alemanes como los ingleses, son
extraños, invasores, que destruirán, nuestra patria, los unos para hacernos mejores,
según ellos, y los otros, para devolvernos la libertad. Trataré de ser amable.
Kirk Silverton estaba ya seguro de que no había nadie más en aquel caserón. Por
el otro lado del «DKW», Vera Hasselt abrió la portezuela, y doblando el asiento,
penetró atrás, volviendo a enderezar el asiento para que entrase Helma, que ocupó el
volante.
Kirk Silverton fue a abrir la puerta del garaje, y regresó para sentarse junto a
Helma, que puso el contacto.
—Antes de arrancar, Helma, ¿puede decirme qué ruta piensa escoger?
—Desde Bockel solo hay una ruta para coches, Kirk. La que va a Delden por el
norte, que es a donde debemos ir.
—Lo cual quiere decir que saben los de Münster que este coche va a Delden.
—De allí hemos venido. Hay apenas treinta millas. Hablaremos por el camino.
Arrancó y bordeando los álamos y cipreses, penetró en una cinta asfaltada amplía,
por entre praderas. Atrás, Vera Hasselt dijo:
—Excúseme si fui algo brusca, Kirk.
—No hay de qué. Lo fuimos los dos, y no se preocupe. Me cogió de sorpresa
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verme ante otra preciosa muchacha. Conduce usted maravillosamente, Helma. Si no
supiéramos que Münster sabe… ¿qué hubieran hecho, hermanas?
—No somos hermanas.
—Para si caso, estamos formando la confraternidad de los despistados. Repito,
¿desde Delden, a dónde habrían ido?
—A Oldenzaal, a medio camino entre Hengelo y Denekamp.
—¿Por qué a Oldenzaal?
—Porque es donde debíamos reunimos con la baronesa.
—¡Ay, Dios! —gimió Silverton, cerrando los ojos—. ¿Otra mujer? Creo que es
un castigo merecido… Oigan, hermanas, que no va de chiste. No me digan que la
tercera fuerza de choque es otra mujer. Yo adoro a las mujeres, me deleitan, me
despepitan, pero me han enviado para armar ruido, y no para jugar a prendas.
—También Karl Münster tiene un mal concepto de las mujeres, en el sentido de
fuerza rebelde —explicó sonriendo Helma Holten, que conducía con seguridad,
aunque la larga recta permitía no quitar el pie del acelerador a fondo—. Estima que
son un adorno, y por esto, nosotras nos hemos reunido. Hasta hoy no fuimos
importunadas, porque en el piso de la baronesa se reunían muchos jóvenes, y
poníamos la gramola, bailábamos… pero estábamos esperando la ocasión. Y cuando
Gruber me comunicó que me pondría en contacto con dos agentes británicos, que nos
proporcionarían un plan concreto, y armas, nos sentimos muy contentos, porque
llegaba el momento de actuar.
—Münster sabe, pues, que la baronesa y ustedes dos, son grandes amigas. Y si
vamos a Oldenzaal, nos coparán. Hay dos cosas que urgen. Despistar a los que en
Delden nos esperan, y después ver el modo de avisar a la Baronesa, y que busquemos
otro punto de reunión. Vayan pensando en esto.
Guardó silencio. Silverton. Pensaba que estaría más satisfecho si tuviera a su lado
al eficaz Maloney, pero ya que estaba solo, trataría de superarse. Al cabo de un
instante de silencio, creyó necesario aclarar:
—Ustedes se juegan la hermosa piel por afán de puro patriotismo. Yo, por gusto.
No quiero presumir de valentón, pero habrán comprendido ya que si estoy sentado en
un «DKW» que galopa hacia Delden y la gente de Münster, ya no me queda más
remedio, que apechar y no achicarme. Usted lleva, el volante, Helma, pero déjeme a
mí conducir la operación, Allá, de donde vengo, llaman «3 en el infierno» a éste,
proyecto, en que han fracasado ya cuatro veteranos. Yo soy un novato, y hubiese
preferido encontrarme con hombres, y no con baronesas y colegialas. Pero ya estoy
en el «taxi», y voy donde pueda ir.
Atrás, Vera Hasselt contestó:
—Lo comprendemos perfectamente, señor inglés.
—Pues entonces, vamos sobre ruedas, hermana —y el yanqui se retrepó en el
asiento.
Canales, molinos, barcas planas, parcelas verdes… Todo desfilaba a los lados de
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la carretera, que había ya cruzado varios puentes.
Veíanse ya las señales de normal actividad. Gente en las granjas, ciclistas de
ambos sexos, y de vez en cuando, un coche ocupado por uniformes azules obscuros,
pasaba raudo.
Aclaró Helma Holten:
—El uniforme azul obscuro, pertenece al «Wolskaung», el partido de Karl
Münster. Holandeses germanófilos.
—Estoy de Karl Münster hasta la coronilla. Por lo visto, hasta para respirar hay
que pedirle permiso al tipo ése. Y a lo mejor, es un sapo gordo y sesentón…
—Es un hombre guapo, fuerte, amable, y que no ha cumplido los veinticinco años
—dijo, atrás, Vera Hasselt.
—Por mí, ¡ojalá no los cumpla!
Una pancarta sostenía un letrero con varias flechas blancas, señalando diversas
orientaciones y nombres.
«DELDEN» era el nombre señalado por la flecha hacia el nordeste.
—Normalmente, ¿qué hubiesen hecho ahora?
—Aparcar el coche ante la «Groote Drink», la posada, y comer.
—Pues a ello.
La carretera iba ya bordeándose de casas cada vez más apiñadas, hasta que el
coche penetró en una gran plaza con soportales, en cuyo centro había una fuente
rematada en estatua de bronce.
Atrás, susurró Vera Hasselt:
—Míralos.
Se refería a los cinco hombres uniformados en azul obscuro, que acababan de
bajar de un coche, deteniéndolo delante de una terraza protegida por cristaleras, sobre
la que un letrero decía:
«Groote Drink».
Helma Holten detuvo también su coche ante la terraza.
—No puede pasar nada, porque esperarán a saber dónde terminamos el viaje.
Pero si usted lo prefiere, Kirk, no entraremos.
—Nunca me ha gustado ser ratón. Vuelva, a poner en marcha. Si ahora, yo, un
espía inglés, entrase ahí, demostraría demasiada confianza. Les extrañaría a los
policías de Münster. Lo natural es que yo, al verles allí pierda el apetito. Tengo un
hambre atroz, pero comeremos en otro lado.
—Como quiera, y es razonable su argumentación, Kirk. Pero si no podemos ir a
Oldenzaal…
—¿Quién ha dicho que no vamos a Oldenzaal? ¿Muy lejos?
—Cuarenta y siete millas.
—Son pocas.
El «DKW» viró, para emprender la marcha por una calle, a cuyo final otra
pancarta, decía:
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«OLDENZAAL, 47. Ms».
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CAPÍTULO V
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El policía miró el vergajo que subía y bajaba, en golpecitos lentos, sobre la piel
larga del guante.
Chocando los tacones, informó:
—El servicio de draga está sondeando los ramales, señor. El coche sólo pudo
hundirse en uno de los cuatro ramales, señor. Ninguno de sus ocupantes pudo
sobrepasar el cruce, señor.
Karl Münster ordenó sombríamente:
—Asegúrese de que nadie puede escapar de Ostern, sargento. Y si… pereció
ahogada la señorita Helma Holten… venga al instante a comunicármelo. ¡Vaya!
Apresuradamente, el sargento abandonó el redondo recinto inferior del molino.
Karl Münster, «el hombre de hielo», «el verdugo fratricida», apenas volvió a
quedarse solo, hizo un gesto extraño. Alzó el vergajo, y con saña mordió los nudos.
Había presenciado centenares de ejecuciones, había torturado personalmente a
cientos de compatriotas, sin que se alterase un solo rasgo de su varonil semblante.
Y ahora, crispadas las facciones, había empañamiento húmedo en sus azules ojos,
porque, no podía resistir el pensamiento de que Helma Holten, la dulce y cariñosa
Helma de dos años antes, podía salir hinchada y deforme, suspendida al extremo de
un garfio o en la capa metálica de una draga…
Se volvió de espaldas a la puerta, al oír pasos.
Fue serenándose… y en su palma enguantada de negro, el vergajo volvió a
chasquear.
Era un taconeo femenino, y sabía quién era la que, entrando, saludó:
—Buenas noches, Karl.
Sin volverse, Karl Münster dijo secamente.
—Son las seis, y hace ya más de dos horas que mis hombres, están buscando el
coche conducido por Helma, baronesa. ¿Te anunció ella algo referente a esta
incomprensible desaparición?
La mujer, rondando ya los treinta, alta y majestuosamente formada, casi gruesa,
pero hermosamente lozana, se aproximó a las amplías espaldas recubiertas de tela
gris verdosa.
—Nadie me ha visto venir, Karl, porque el coche, cerrado…
—¡Contesta, condenación!
Karl Münster viró sobre los tacones, chispeantes los ojos.
La baronesa Ana van Borch retrocedió un paso, y replicó apresuradamente:
—Helma se marchó con Vera Hasselt esta madrugada. Dijo que iba a recoger con
su coche los dos espías ingleses, y que a media tarde estaría en mi piso. No hizo
comentario alguno, y yo di por descontado que a la media tarde estaría en mi piso. No
sé más, Karl, y no debes enojarte conmigo, ya que yo… te sirvo en todo.
—Haz memoria.
—Por el camino, tu hombre de confianza Dergoes, me ha explicado esta
incomprensible desaparición del coche conducido por Helma. Y yo he procurado
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recordad si algo de lo que me dijera Helma, desde que recibió la noticia de que
Gruber la pondría en contacto con dos espías ingleses podía explicar la desaparición
del coche. No me dijo nada, que no te haya comunicado, Kart.
—Bien. Vuelve a tu piso, y espera. ¡Vete!
Ella titubeó un instante, pero algo en la mirada de Münster la decidió a regresar al
coche cerrado en que esperaba Dergoes, el lugarteniente del «gauleiter» de
Overijssel.
—A casa —dijo ella.
El chofer esperó. Dergoes, bajo, grueso, rubio y, muy roja la piel, ordenó:
—A casa de nuestra amiga, la baronesa, Hugo.
Solo, entonces arrancó el potente «Benz». Dergoes se arrellanó más
cómodamente. Ana van Borch susurró:
—Karl está furioso.
—Sus motivos tiene.
—Por un instante creí que me iba a golpear.
—Karl es incapaz de maltratar ni de palabra a quien le es fiel, pero si es un
artífice muy orgulloso del perfecto engranaje de un mecanismo que percibe un fallo
incomprensible, se impacienta hasta no encontrar la avería. La avería ha tenido lugar
en el cruce de Ostern, mi muy deseada y esquiva, baronesa.
* * *
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la torre cuadrada?
—Vera ha adivinado mi absurda idea, Kirk. La torre tiene un foso, seco en la
primera mitad. Un foso recubierto, cuya entrada está al lado de esta misma carretera
en descenso muy inclinado.
—Y entrando con el coche, ¿qué sigue?
—Agua.
—¿Qué más?
—Si cree necesario, eludir la vigilancia, porque considere que empieza a ser
peligrosa, yo no tengo inconveniente en sacrificar el coche. Y a pie, podemos intentar
salir por los «Hunnebeden», que es el cementerio y mausoleo de los antiguos Hunos.
—Trato de entender. Supongamos que usted lanza el coche por la rampa lateral al
llegar a la base de la torre cuadrada, y frena junto, al agua, y saltamos a tierra,
abandonando el coche a la rampa, para que se hunda. Entonces, ¿no nos ven entrar en
el «Hunnebeden»?
—El foso está cubierto, y fue antiguo osario. Comunica con el «Hunnebeden»,
que tiene muros altos y estrechos corredores. Es desagradable recórrelo de noche,
pero a media tarde…
—Estamos ya recorriendo el cementerio. ¿A dónde salimos?
—A la carretera de Hengelo, de libre circulación porque no bordea canales
considerados militares. Y pasan autocares, taxis y camiones.
—La gloria —sonrió Silverton—. Retiro lo dicho, hermanas. Hay sesos en esas
dos hermosas cabecitas. Y usted conduce bien, Helma.
Atrás, Vera Hasselt suspiró, antes de objetar:
—Hay dos guardianes en el «Hunnebeden», Helma.
—Empleados de museo dirás, porque es un conjunto de monumentos considerado
de gran valor arqueológico.
—Aquello es Ostern —señaló Vera Hasselt.
A una milla, en la rectísima carretera, coincidían como los radios de una gran
rueda, canales y carreteras. Una torre cuadrada en el centro producía la impresión
óptica de ser el eje convergente, si bien estaba a un lado de las dos principales
carreteras.
Aumento Helma la velocidad, murmurando:
—Viraré a la derecha, frenando lo justo, Kirk.
Cogiéndose al borde de la portezuela, replicó él:
—Me encantan las montañas rusas…
Aspiró aire, sin embargo, porque la maniobra, que acreditaba a la conductora
como as del volante, era preferible contemplarla desde una tribuna.
Fue un viraje seco, como si se hubiera roto la dirección, y embalado, el «DKW»,
saltaba de la carretera para hundirse en un foso seco. Bajó raudo por una pendiente
pronunciada, y sólo entonces chirriaron los frenos.
El coche patinó de un costado y Silverton saltó a tierra. La rampa descendente
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distaba apenas una decena de metros. Una luz opaca, rojiza, emanaba de varias
linternas suspendidas de vigas metálicas que se arqueaban en el túnel.
Al fondo, el agua brillaba, porque recibía la luz diurna; al terminarse del túnel. A
un lado del coche, Helma Holten se inclinó, soltando la palanca del freno. Dijo con
melancolía:
—Adiós.
El coche resbaló, primero lentamente, y por fin adquirió velocidad, penetrando en
ángulo dentro del agua, sumergiéndose…
Vera Hasselt corría ya hacia un lado del túnel, en el que había una verja,
mohosa… y cerraba.
Se aferró a los barrotes mirando los peldaños que ascendían hacia el dédalo del
cementerio arcaico, monumento nacional.
A su lado, Helma Holten sacudió los barrotes, pero la verja no se movió.
Kirk Silverton indicó:
—Algo se salvó del desastre, Helma.
Mostraba la palanca, mango del «gato», y que había cogido del suelo del coche
antes de saltar. Alardeó:
—Pensé que podía servir, porque no hace ruido.
Lo introducía ya entre la pared y uno de los recios goznes, cuando aparecieron
dos piernas, y casi al instante, el cuerpo entero de un individuo que bajaba las
escaleras, al otra lado de la verja.
Era un hombre viejo, que, llevaba un uniforme negro con galones dorados.
Parecía un ujier de universidad. Habló cansinamente:
—No deben destrozar la puerta, jóvenes. Yo tengo las llaves.
Rápidamente, Helma Holten tradujo, y añadió en alemán:
—No debe hacerlo, abuelo. Luego, los diablos de Münster le pueden torturar.
El viejo guardián abrió la verja, y encogiéndose de hombros, replicó, mientras
pasaban los tres:
—Oí frenar el coche, y pensé que ustedes serían los que esperan los diablos de
Münster. Y basta que Münster —y el anciano escupió, volviendo a cerrar la verja—
de tanta importancia a un coche con dos señoritas y un forastero, para que yo me
sienta muy contento de ayudarles. Síganme, que les llevaré por el mejor y más corto
camino.
Al término de las escaleras, había una rotonda cubierta. Helma Holten, que había
ya traducido, creyendo que Silverton desconocía el alemán, volvió a insistir:
—Cuando no nos encuentren, los de Münster vendrán aquí, abuelo.
—Y podré enseñarles las tumbas bien conservadas, señorita. Yo soy un viejo fósil
más. Nunca sospecharán que yo, un fósil, me he atrevido a dar la huida a benditos
enemigos de Karl Münster.
Volvió a escupir, y haciendo tintinear sus llaves como un cicerone que conduce
turistas, fue explicando:
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—Ahora pasamos por la galería cubierta que fue edificada en 786 por el poderoso
Frison…
Kirk Silverton empezó a saber lo que significaba el término «alucinante». Era
alucinante seguir a un viejo guardián, acompañado de dos muchachas, por entre
hileras de tumbas, en altos muros, a lo largo de estrechos pasadizos, en una gran
extensión blanqueada, y oír la voz asmática del viejo explicando historia de siglos
anteriores.
Y también cruzaba por su mente la posibilidad, de que aquel anciano fuera un
satélite de Münster…
Calculó en más de dos kilómetros el trecho recorrido, no en línea recta, hasta que
el viejo, abriendo otra puerta, dijo:
—La carretera de Hengelo. Dios os proteja, y os ampare.
Helma y Vera a la vez, y desde cada lado, estamparon un beso en la rugosa
mejilla. El viejo sonrió… y fue una sonrisa tan extraña, tan por encima de egoísmos y
turbias pasiones, que Silverton comprendió que aquel anciano, moriría entre mil
torturas, con tal de poder contribuir a engañar a Karl Münster.
Tendió la diestra, y el guardián la, sacudió, repitiendo:
—Dios te proteja y ampare, extranjero.
La carretera tenía dos hileras de sauces llorones, que añadían mayor tristeza al
empapado paisaje de los «polders».
Caminaron los tres por el ribazo de la derecha, hasta que llegaron a un cobertizo.
—Aquí paran los autocares de línea —explicó Vera Hasselt.
—Ellos nos buscarán en Oldenzaal, y por lo tanto, no irán allá. No hay tiempo
para discutir, hermanas. Cogerán ustedes un autocar en dirección opuesta, dándome
un sitio de cita. Yo iré a visitar a la baronesa. Denme su dirección y bastará.
—Pero… ¡si usted solo, no podrá! ¡Claro, que Ana habla inglés, como todas
nosotras, pero…!
—¡La dirección, cáscaras!
—Regentahl, 78, en el piso tercero.
—Ahora, busque y escarbe un escondrijo seguro para nosotros.
—La granja de Helmut, en Goor —insinuó Vera Hasselt.
Entendidos, entonces. Voy a Regentahl, 78, tercero, y aviso a la baronesa Ana,
que se cambia el sitio de reunión.
—Pero… allí puede haber gente de Münster.
—Por eso mismo, yo a solas, viajaré mejor. Y regresaré a la granja de Helmut, en
Goor, con la baronesa Ana, y quien sea.
Pasaban coches, bicicletas, y uno tras otro, en sentido inverso, dos autocares.
Helma Holten titubeó al decir:
—Cuidado, mucho cuidado, Kirk.
—Lo tengo desde que he empezado a ver los dichosos molinos. ¿Dónde está
Goor?
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—Al sudeste, y van autocares cada media hora.
—Cuando las vea dentro de un autocar, esperaré el mío.
—Entregue dos «pfelden» al cobrador, y bastará. Es la cantidad a pagar hasta
Oldenzaal. Si le pregunta algo, usted gruña, como si estuviera de mal humor.
—De acuerdo, hermana —replicó en inglés, como hasta entonces habían hablado,
añadiendo Silverton en excelente alemán, con locuciones proverbiales—: «A hombre
hablador e indiscreto no confíes un secreto, y si a río revuelto ganancia de
pescadores, al buen entendedor pocas palabras bastan».
La expresión de honda sorpresa de las dos, le satisfizo, y en alemán, concluyó
modestamente:
—En Nueva York, donde nací, yo era el chico más listo de la calle. ¡Un autocar!
—El nuestro. Cuidado, Kirk… pero ya creo que usted… Le esperamos, no lo
olvide, y confiamos…
Casi las empujó, y las dos alzaron las manos. El autocar frenó, y luego, desde la
ventanilla, ellas miraron con trágica sonrisa… Trágica, porque quería ser alegre.
A solas, Silverton dejó de agitar la diestra en saludo. Se acercaban dos individuos,
que al llegar bajo el cobertizo saludaron:
—Buenas tardes.
—Buenas tardes —replicó, también en alemán.
Poco después, otro autocar se detenía. Un servicio regular y bien organizado,
pensó Silverton, acomodándose.
Tendió uno de los billetes holandeses de los que iba provisto, y con los que se
familiarizó en el viaje.
—Hasta el final.
El cobrador le tendió un billete, sin replicar. Los dos individuos que habían
subido en la misma parada, estaban sentados tras él.
En la diestra, sintió Silverton el contacto de un rectángulo plano. Ahora
comprendía que era el salvoconducto de Gruber, que le había introducido en el
bolsillo Helma Holten, al despedirse.
No le gustaban aquellos dos sujetos, porque parecían muy deseosos de estar cerca
de él, sobrando sitios.
Miró distraídamente el paisaje, más renovado ahora, al aparecer poblaciones
apiñadas a lo largo del trayecto. Pequeños pueblos de provincia, pero que rompían la
monotonía de los «polders».
Cerró los ojos, dispuesto a interpretar todos los ruidos. Cada vez que hacía una
parada el autocar, miraba. Si Helma había dicho que desde Delden había cuarenta y
siete millas hasta Oldenzaal, que daban aún una veintena.
Le tocaron el hombro, cuando llevaba una hora en el coche.
—Perdone, caballero. ¿Baja usted en Oldenzaal?
—Sí.
Y ladeado en su asiento, Silverton miró a los dos. No había ya más pasajeros en el
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autocar, que se detuvo. El conductor y el cobrador se apearon.
—¿Les importa mucho a dónde voy?
—Policía, amigo. Venga con nosotros.
Se levantó. Silverton, asintiendo.
—A dónde quieran, amigos.
Los dos policías intercambiaron una mirada, pero seguían con las manos en los
bolsillos de sus impermeables. Unos bolsillos abiertos, sin forro, que comunicaban
con su cinto, y la funda pistolera.
—Baje primero.
Descendió Silverton. Una larga calle desierta, entrada a una ciudad. El cobrador y
el conductor, fingían estar muy absortos en revisar las ruedas.
—Hacia allí, amigo —dijo uno de los policías, señalando calle abajo.
—Hacia donde me digan.
Cada uno se colocó a un lado del que caminó resuelto, con paso aplomado.
—¿Cómo se llama usted, amigo?
—Víctor Gruber, profesor suizo, en viaje de turismo. Y francamente, les felicito,
porque veo que tienen cuidado en ganarse el sueldo, y saben adivinar cuándo uno es
forastero.
—Tenga usted cuidado con sus manos, amigo.
—Mi documentación, nada más.
El rectángulo de mica, conteniendo el papel azul, extendido a nombre de Victor
Gruber, súbdito suizo, profesor de idiomas, libre de transitar por el Overijssel, y
firmado por Karl Münster, con los sellos identificables, hizo variar la actitud de los
dos policías.
Uno de ellos, al devolverlo, se tocó el borde del sombrero impermeable.
—Dispense, señor Gruber. Nosotros hemos cumplido.
—Y lo agradezco. Pero no han terminado su servicio. He de ir precisamente a
efectuar una visita, y no creo que ustedes me estorben, sino todo lo contrario.
—Diga, señor Gruber —sonrió uno de los policías.
—Me envía el firmante de mi pase a cierta dirección, donde he de entrevistarme
con una dama. Ella me supone un espía, ¿comprende? Ustedes me van a ayudar. Así
no tendré que ir a solicitar otra, ayuda, y seguramente estará muy contento nuestro
jefe, cuando sepa que me facilitaron la tarea. Es en Regentahl, 78, tercer piso.
Baronesa Ana.
—¡La Van Borch! Ya suponía yo que era una «resistente»… ¿Sabes quién es,
Frans? Esa que paga los estudios a jovencitas pobres, y que dicen organiza bailoteos
en su piso…
—Esa misma aprobó, gravemente, Silverton.
Parecía dirigir el paso de los tres, pero en cada esquina, se amoldaba a la directriz
de los dos policías, hasta que en una gran avenida, también fatalmente al borde de
otro canal, leyó el nombre en la metálica pancarta de un farol:
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«REGENTAHL».
Ante el número 78, en una gran puerta zaguán, varios individuos que parecían pasear,
cambiaron un saludo discreto con los dos policías.
Subiendo las escaleras, comentó el llamado Frans:
—Ya vigilan abajo, ¿vio, señor Gruber? Se ve que el asunto es importante.
—Si estoy aquí, amigos, es porque es importante —dijo severamente Silverton.
—Naturalmente, naturalmente —se apresuró a reconocer Frans.
Algunas puertas se abrían, volviéndose a cerrar rápidamente, hasta que en el
cuarto rellano, alfombrado, suntuoso, uno de los policías indicó una puerta.
Kirk Silverton pulsó repetidamente el timbre. Pasaron largos minutos… Una
mujer apareció en la escalera. Dijo sombríamente:
—La baronesa salió hará cosa de quince minutos.
—Vuelva a su cueva, bruja y silencio —conminó Frans.
—Exacto. ¡Silencio, vejestorio! —Casi ladró el otro policía.
La portera desapareció, oyéndose sus pasos acelerados. Kirk Silverton señaló el
cerrojo, comentando:
—No me digan que no tienen llaves maestras.
Presuroso, Frans se acercó, y sacando un objeto parecido a un largo y ancho
cortaplumas, creyó conveniente congraciarse con el poseedor de uno de los escasos
pases libres qué firmaba Münster:
—Tratamos de ser eficientes y útiles, profesor Gruber.
Hurgaba en el cerrojo, y el otro empujó. Abierta la puerta, indicó Silverton:
—Asegúrense de que no hay nadie. Usted a la derecha, Frans… Y usted amigo…
—Gotlieb, profesor.
—Usted, Gotlieb, al otro lado.
Encendida la luz, veíase un vestíbulo suntuoso. Kirk Silverton cerró la puerta. Vio
cómo los dos policías, cada uno por un lado, pistola en mano, se dirigían hacia
puertas opuestas.
Caminó tras Gotlieb, que iba pulsando interruptores, al pasar de una habitación a
otra. Al penetrar en una alcoba, cuyo lecho simulaba una góndola, con sedas rosas y
encajes negros, el policía silbó admirado.
Tras él, Silverton abatió la culata de la pistola con la suficiente fuerza para saber
que, al menos durante unas horas, el policía Gotlieb quedaba fuera de servicio.
Descaminó lo andado hasta que tropezó con Frans, que salía de un despacho
coquetón.
—Nadie, profesor.
—Vaya a reunirse con Gotlieb en la alcoba, y esperen allí.
—Sí, profesor.
El cráneo de Frans era más duro que el de Gotlieb, porque la culata rebotó con
mayor fuerza. Silverton arrastró por un tobillo al segundo policía «fuera de servicio»,
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hasta dejarlo junto a Gotlieb. Fue apagando las luces cuando hubo amordazado y
atado a los dos malheridos. Se sentó en la salita, a obscuras, en mullido diván. Era
necesario esperar, pero la informalidad de la tal baronesa le molestaba. Había
salido… y no a la fuerza, puesto que en los planes de caza de Münster, no podía
figurar el apresar a la Baronesa Ana van Borch antes del «copo» general.
Un piso como aquél, sin servidumbre, ya era una rareza. Pero era aún más raro
que, sabiendo que no podían tardar en venir las dos muchachas con los esperados
agentes ingleses, la tal baronesa se fuera a pasear. No era lógico.
Entre dientes, susurró el refrán escéptico:
—Pedirle lógica a una mujer, es como invitar a un caballo a escribir al dictado
una carta a máquina.
Un piso que olía a esencia química de rosas. Demasiados dorados, tapices y
cacharros, meditó. La tal baronesa debía ser una cursi amanerada e insoportable.
Al extremo de la salita, a su frente, había un cortinaje entreabierto, sostenido a un
lado del umbral, por una lazada roja.
Desde su asiento veía perfectamente al fondo del vestíbulo, el marco blanco de la
puerta, en cuya madera se incrustaban rosetones dorados.
¿Por qué tardaba tanto ella?, pensó de nuevo, al cabo de mucho tiempo, que
calculó en dos horas. Necesitaba, un reloj, porque el suyo, de fabricación americana,
lo había dejado en el campamento; era un recuerdo de familia.
Sonrió. «Un recuerdo de familia», y era pueril que lo hubiera dejado, ya que si
moría, ¿qué importaba que se perdiera: el reloj? Había, cosas incomprensibles en los
humanos actos…
Se irguió en el diván, para pasar tras el respaldo. Alguien hurgaba legítima o
fraudulentamente en el cerrojo. La puerta se abrió, y encendiendo la luz del vestíbulo,
una mujer alta, al quitarse el abrigo de pieles, reveló, la opulencia de sus formas
moldeadas en traje de lana.
Con ella iba un individuo bajo, grueso, de cara colorada… Ella dijo:
—Beba y váyase, Dergoes.
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CAPÍTULO VI
Tras el amplio respaldo del diván, Silverton pestañeó. ¿Dergoes? Era el apellido del
«brazo derecho» de Münster, según constaba en la documentación que le hizo
aprenderse el capitán Maloney.
La voz femenina, impaciente, añadía, cada vez más próxima:
—El ser usted lugarteniente de Karl, no me obliga a soportar sus impertinentes
galanteos, Dergoes. He accedido a servirle una copa de champaña francés, como me
ha pedido, pero… nada más.
Ella arrojaba el abrigo de pieles sobre una mesa, mientras el hombre, penetrando
en la salita, replicaba:
—Primero el deber, y luego la devoción, Ana. Usted sabe perfectamente que me
tiene loco.
—No sea grotesco, Dergoes, y no me refiero a su aspecto, sino a su ofensiva
suposición de que sea una mujer fácil. En aquel estante… ¡Quietas las manos,
imbécil!
Se oyó un leve forcejeo, y por fin un sonoro bofetón. Dergoes se acarició la
mejilla, y, acercándose al diván, masculló:
—Yegua brava, ¿no?
—Tiene usted una finura en sus métodos conquistadores, que le acreditan de
irresistible —sonó burlona la voz femenina—. Este estilo solo pueden permitírselo
los jóvenes guapos e inteligentes, y usted es viejo, feo y casi estúpido. En paz,
querido Dergoes.
En el diván, separado de Silverton por el muelle espesor del respaldo, el
lugarteniente de Münster, rió cavernosamente, tosiendo al final, para replicar,
mientras se oían tintineos de cristales:
—Usted sabe, mi adorada Ana, que después de Karl, yo soy el hombre, más
poderoso del Overijssel, y créame, cuando la veo tan hermosa, tan arrogante, hasta
siento… deseos de pedirla en matrimonio.
Desgranó ella una carcajada… Tras el diván Kirk Silverton tenía en ebullición de
contradicciones sus pensamientos.
—En algo ha de verse que soy una «resistente» mi suspirante Quentin. Resisto su
asedio, y prefiero continuar soltera. Sería excesivamente peligroso ser su esposa,
Quentin Dergoes. Su difunta esposa, sufrió mucho. Dicen que usted la encerraba en
un desván, y la fustigaba con sádica crueldad… Un momento, Dergoes… ¿No ha
oído usted algo? ¿Cómo un deslizar de pasos allí… en mi alcoba?
Quentin Dergoes se puso en pie, con agilidad, desabrochando su funda pistolera,
mientras ella, dejando en la mesa las copas y botella permaneció escuchando.
Fue el momento que Silverton estimó urgente y propicio. No podía permitir que
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Dergoes viera en la alcoba a los dos policías…
Se alzó y a la vez golpeó certeramente la gruesa nuca colorada, y apremió:
—¡No grite, baronesa! Me envía Helma… ¡No grite!
Ella, rígida, con la boca abierta, alzó las dos manos, cubriéndose con ellas los
labios, mientras, pesadamente, Quentin Dergoes se desplomaba de frente sobre el
mullido tapiz.
—¿Quién… quién es usted? —inquirió Ana van Borch trémula.
—Siento haberme presentado tan alevosamente, baronesa. Pero por lo visto, este
esbirro la tenía a usted medio secuestrada, con una nube de policías vigilando la calle,
para la llegada de Helma y Vera con dos agentes ingleses. Luego le explicaré. Yo soy
Kirk Silverton. En su alcoba, hay dos policías amarrados. Seguramente alguno, medio
recuperado, trata de rodar y llamar la atención. Creo que convendrá asegurarse de que
Dergoes permanezca en silencio, pero no definitivo. No soy ningún fantasma,
créame.
Ella, iba recobrando su habitual carácter dominante y rápido en decisiones.
—Me impresionó su brusca aparición, señor Silverton. Bienvenido, porque
realmente su intrépida intervención ha sido, además de milagrosa, oportunísima.
Alguien debió advertir a Dergoes que estaba yo esperando a espías… agentes
ingleses, porque, como ha comprobado usted, puso policías en la calle. Pero me
estaba diciendo al subir las escaleras, que al parecer, el coche que conducía Helma se
esfumó en un lugar llamado Ostern, y que ya tienen rodeado. Ni él… ni yo
suponíamos que usted…
Mientras escuchaba, Silverton empleó las esposas que encontró en el bolsillo
posterior del pantalón «breeche» de Dergoes, para encerrarle las muñecas a la
espalda.
Después procedió a amordazarlo con un pañuelo de seda, que le tendió ella. Ana
van Borch descorchó la botella de champaña, y escanció en las dos copas. Bebió
ansiosamente.
—¿Qué piensa hacer ahora, señor Silverton?
—Beber.
Y el americano apuró una copa, observando mientras a la que, sonriente, tendió la
suya vacía. Sirvió Silverton el espumoso, pero él no repitió, alegando:
—No estoy habituado a champaña francés, baronesa. ¿Puede decirme «cómo está
el patio»?
—Habla usted el alemán como un nativo. Le felicito. También me agrada el argot.
El «patio» está de la siguiente manera: abajo, el coche particular de Dergoes,
esperándole con su chofer personal, Hugo. Una docena de policías fingiendo ser
transeúntes. Si le han visto…
—Me vieron, como la portera, pero acompañado de otros dos satélites de
Münster, a los que convencí gracias a llevar en el bolsillo el especial salvoconducto
extendido a nombre del profesor Víctor Gruber.
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—¿Gruber? Era el suizo que debía, poner a Helma en contacto…
—Lo hizo. De momento, estamos aquí muy confortablemente, baronesa, pero
hemos de ir pensando en el mejor medio de salir ilesos, y reunimos con Helma y
Vera.
—¿Dónde están ellas?
—Algo lejos, Seamos discretos, porque puede usted ignorarlo, pero a lo mejor
siendo usted eminentemente sospechosa, los de Münster pueden haber colocado
algún micrófono.
—Si lo hubiera, estarían ya aquí. Tiene usted un modo de mirar, señor Silverton,
y excúseme, algo original, algo descarado, diría yo…
—El deber no excluye la devoción, y perdóneme, pero soy muy devoto de las
femeninas plenitudes.
Rió ella, y señaló en el suelo al inmovilizado Dergoes.
—También él. Créame que me tenía asustada, aunque yo fingiera llevarle la
corriente. Por segunda vez en pocas horas, logra usted envenenar a Karl Münster, le
pondría furioso al ver esfumarse coche, y cuando sepa lo que aquí ha sucedido…
porque usted matará a Dergoes como a los dos otros, ¿no?
—He pegado tres veces desde atrás y por la espalda, muy a disgusto. Pero,
Gotlieb y Frans pueden seguir viviendo, por lo que a mí respecta. En cuanto a este
importante y poderos gordito, tal vez resultaría de utilidad llevárnoslo, si es que
podemos llevarnos algo además de nuestras dos personas, fuera de esta deliciosa sala,
donde las rosas pierden su aroma, ante… Bien, no sigo. Comprendo por su mirada,
que estima poco propicio el momento para conatos de poético piropeo.
—Es usted originalísimo, Silverton. De verdad, que le encuentro, además de
interesante, muy intrépido y audaz.
—¿De verdad de la buena?
Kirk Silverton, en pie, distaba apenas un paso de la que, sentada, en alto el rostro
sensual, sabía hacerse insinuante sin vulgar provocación.
No retiró ella el rostro cuando en sus, labios se posaron con súbita fuerza, los
masculinos… Volvió a enderezarse Silverton:
—Gracias, baronesa. Ha sabido usted interpretarlo como un mensaje de amistad
que le envía Gran Bretaña. Si a esto le llaman «3 en el infierno», me enrolo
definitivamente en la legión de los pecadores empedernidos y sin derecho a
misericordia.
—Un poco frívolo, ¿no? —sonrió ella, poniéndose en pie—. Supuse de otro
modo a los agentes británicos. La casa está cercada, ha maltratado usted al
lugarteniente de Münster, y parece usted olvidar qué no se encuentra en Londres, sino
en… ¿Por cierto? ¿Qué quiere, significar con eso de «3 en el infierno»?
—Es la etiqueta que han colocado para designar determinada operación, que debo
verificar con la ayuda de un «resistente» conocedor de la ramificación de canales.
Supongo que si Dergoes prolonga un poco su permanencia aquí, lo imaginarán
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cortejándola, ya que vino aquí solo.
—Abajo tiene su blindado particular, al que siempre sigue otro blindado con seis
guardianes personales.
En el suelo, se removió Quentin Dergoes, hasta quedar sobre un costado. Sus
ojillos inyectados en sangre, relucían de intenso furor.
Kirk Silverton parecía pensar en voz alta al decir:
—Salir de aquí será complicado, salvo si contase con la ayuda de este cerdo bien
cebado. Sería mejor que él me facilitase la salida, y así no tendría yo que sangrarlo
inútilmente. Escuche, baronesa: le ruego que emplee sus dotes persuasivas, mientras
voy a comprobar si Frans y Gotlieb siguen sin novedad. Haga comprender a Dergoes
que necesitamos salir de aquí, y que él puede vivir a cambio de facilitarnos la huida.
Silverton abandonó la salita, saliendo al corredor para encaminarse hacia la
alcoba.
Ana van Borch susurró rápidamente:
—Él sabe dónde está Helma. Estará muy contento Karl, si usted le proporciona…
—¡Quítame estas esposas, pronto! —ordenó, casi sofocándose, el holandés,
removiéndose en el suelo, para incorporarse.
Ella se arrodilló, para objetar:
—Lo que usted quiera, Quentin, pero cuando Karl sepa que hemos podido
averiguarlo todo, y no sólo ha preferido usted saciar una venganza por soberbia
humillada, sino que además ha terminado con mi papel de confidente segura, porque
luego…
—Está bien. Cállese, pero recuerde que cuando yo lo indique, usted debe
facilitarme la libertad de acción, sonsáquele antes de que lleguemos al escondite de
Helma.
Ella se retiró para correr hacia su alcoba. Encontró a Silverton acabando de
registrar a los dos policías, cuyas armas y documentación introducía en un pequeño
maletín neceser femenino, que había cogido de un armario.
—Dergoes está aterrorizado, y creo que puede usted sacar el máximo partido de
esta ventajosa condición, Kirk.
—No quiero ofenderla, pero aún está a tiempo de apartarse, baronesa. Si sigue el
juego, se aproximará a las llamas.
—Antes que nada, soy una patriota, y he ofrecido en holocausto mi vida.
Kirk Silverton se encogió, de hombros, y llevándose el maletín, pasó a la salita,
donde procedió a recoger cuanto encontró en los bolsillos de Dergoes, así como sus
armas: una pistola y dos «puños ingleses».
—Tiene la mordaza suelta, Dergoes, y podría haber llamado en su auxilio —
sugirió Silverton, contemplando cómo trabajosamente el esposado se ponía en pie.
El holandés replicó, casi con amabilidad:
—No me gusta, clamar en el desierto. Si no es mucho preguntar, ¿puedo indagar
lo que se dispone a hacer, señor inglés?
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—Irme a reunir con Helma Holten, cosa que no ignoran ustedes. Pero la casa está
cercada, y si he de abrirme paso a tiros, usted será el primero que caiga.
—Preferiría negociar, señor inglés.
—Habla usted inteligentemente. Me han elegido, porque, al parecer, me gusta la
intranquilidad de los riesgos. Veo que su nuca ha encajado bien el golpe. Espero
comprobar que también su mente encaja. Le soltaré un brazo, advirtiéndole que si
piensa convertirme en sujeto de malas experiencias, se dará cuenta tarde de su error.
—Le aprecio en todo lo que vale, y no cometeré error.
Kirk Silverton abrió las esposas, dejándole un cerco en la muñeca derecha. Se
encerró él la muñeca izquierda, y dobló el codo.
—Podemos parecer dos buenos amigos, Dergoes. Saldremos así, brazo sobre
brazo, y usted tratará de reír, si sabe. La baronesa no renuncia al juego, y estará a su
otro costado. Naturalmente, si algo falla, le meteré a usted una barrena de plomo en la
sien y en la nuca, para asegurarme de que me precede en el último viaje, sin vuelta.
¿Dispuesta, baronesa?
Ella recogió su abrigo de pieles, y Silverton le tendió el maletín, con la
documentación y las armas.
Echó Silverton el capote de Dergoes, sobre los dos antebrazos unidos por las
esposas. Le tendió la gorra, que se encasquetó Dergoes.
—Si lo que pretendo es excesivo, puede brindarme otra sugerencia Dergoes.
Entré aquí gracias a la amable complacencia de dos policías. ¿Puedo aspirar a que
usted me lleve en su blindado hasta, determinado punto?
—Ya le he dicho que prefiero negociar.
Cerró ella la puerta, y empezó a bajar las escaleras. Surgieron dos individuos
uniformados, en el segundo rellano. Quentin Dergoes, guturalmente ordenó:
—¡Paso libre, imbéciles!
Los dos se apartaron, y Quentin Dergoes rió, continuando el descenso, al parecer
enlazado su brazo con el de un amigo, al que contestó:
—Como ve, mi querido profesor, nunca puedo estar completamente solo. Karl me
aprecia mucho.
Llegaban al amplio zaguán, donde surgieron otros cuatro de la guardia personal.
Ahora fue Silverton el que, riendo, comentó:
—Cada vez que visite usted a una dama, se enterarán en todo el barrio.
Dergoes rió como si oyera algo muy gracioso. Hugo, el chofer, seguía al volante,
y se limitó a tocar la visera de su gorra.
El coche, azul oscuro, tenía, estrechas ventanillas, altas.
—Usted primero, mi querida Ana —dijo, galantemente, el holandés.
Desde dentro hizo funcionar Hugo el mecanismo de apertura. Subió Ana van
Borch, y tras ella Dergoes, seguido por Silverton.
Un interior amplio y confortable, con luz azul.
—Usted dirá —invitó Dergoes, arrellanándose entre ella y el espía novato.
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—Carretera; a Hengelo. Avisaré por el camino.
—Se olvida del otro blindado, Kirk —reprochó Ana van Borch.
—Cuantos más seamos, más reiremos. Dígale al chofer el camino, Dergoes.
Por debajo de su codo, sentía Dergoes la presión del cañón de una pistola. Pero el
maletín sobre las rodillas de su cómplice, le hacía regocijarse en la espera de su
pronto desquite.
Alargó la izquierda, cogiendo el tubo acústico:
—Carretera de Hengelo, Hugo. Aprisa.
El coche arrancó, y por la estrecha rendija posterior, divisó Kirk Silverton, entre
el aguanieve y los cercos rojizos de los faroles, al otro coche idéntico, con seis
hombres de la guardia personal de su prisionero, que se ponía en movimiento. Sonrió
eufórico:
—Una escolta segura, baronesa. Así tendremos paso libre hasta la granja de
Helmut, en Goor.
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CAPÍTULO VII
Sobre la palma del guante negro, la fusta ambarina y nudosa, chasqueaba lentamente,
con exasperante y matemática regularidad, mientras Karl Münster miraba fijamente a
los dos guardianes del cementerio, «Cama de los Hunos», que acababan de traer
cuatro policías.
—Trataré de haceros comprender lo que acabo de saber. Informan que una draga
ha extraído un coche «DKW» del ramal que bordea el muro Sur del cementerio. No
hay la menor duda que sus ocupantes arrojaron voluntariamente al agua el coche,
cuyas, puertas estaban cerradas, sin rotura de cristales. Sólo pudieron escapar por el
cementerio, pero la verja no presenta señal alguna de fractura. Por si lo ignoráis me
llamo Karl Münster, y aun contra la misma voluntad de los idiotas, los protejo.
—Misericordia para, mí, «Gauleiter», que soy incapaz de meterme en
complicaciones políticas. Yo soy solamente…
Uno de los guardianes, temblando, suplicó.
La fusta surcó veloz el rostro del que hablaba, y que a los golpes, fue
retrocediendo. Se detuvo en la fustigación Münster, porque el otro guardián, mucho
más viejo, hablaba con sequedad:
—Este desgraciado no sabe nada. Dormía, y estaba yo de turno. Yo fui quien
abrió la verja.
Karl Münster hizo una señal con la fusta, y los cuatro policías se llevaron entre sí
al medio conmocionado guardián. Miró ahora al viejo que, llameantes los ojos,
añadió:
—Eres un cobarde, Karl Münster. Siendo fuerte y joven, te vales de nubes de
verdugos para, hacerte respetar.
Karl Münster torció la boca en rictus extraño, mientras colocando bajo su axila la
fusta, apoyaba la diestra en la culata que sobresalía de la funda de su cinto.
—¿Eres uno de esos que os llamáis «resistentes», viejo carcamal?
—Soy simplemente un holandés, que te escupe por trai…
Al avanzar los labios para escupir, el viejo guardián, cerró repentinamente los
ojos, porque el fogonazo del disparo a quemarropa, le proyectó hacia atrás, rota la
frente.
Karl Münster enfundó su pistola, y se volvió de espaldas, mientras irrumpían
algunos de sus guardianes personales.
—Enterradlo —ordenó sin moverse—. Y al otro, fusiladle, para que aprenda a no
estar dormido, mientras yo necesito la colaboración de todos los patriotas.
No quería que le vieran sonreír. Ella no había muerto. Y no tardaría en caer
prisionera, gracias, a Ana van Borch. Y una vez prisionera, él conocía medios para
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persuadirla. Sentía una extraña sequedad en la garganta siempre que pensaba, en
Helma Holten…
Abandonó el molino, para subir a su, blindado.
Qué arrancó seguido por el de escolta, y precedido por dos motocicletas.
Tenía su residencia y cuartel en Denekamp, en una villa suntuosa, que al avance
alemán habían abandonado sus propietarios.
Una villa de tres pisos, donde antes se reunía la buena sociedad de Denekamp, y
que ahora tenía una fama tétrica. Se rumoreaba que cuando sonaba el melódico y
amplio fuelle del órgano de la capilla particular de la villa, era porque con sus
musicales lamentos cubría los alaridos de dolor de los torturados.
Por dos veces, unos desesperados habían intentado atacar la villa. Fueron
destrozados por el fuego certero de los ocultos ametralladores, distribuidos muy
estratégicamente.
En la verja de entrada, montaban la guardia cuatro centinelas en paseo solemne,
que saludaron con rígida marcialidad, al pasar el blindado en cuyo interior Karl
Münster seguía soñando en domar la altiva actitud desdeñosa de Helma Holten, de
cuyo amor, dos años antes, no dudaba.
Uno de los salones había sido convertido en sala particular del «gauleiter» de
Overijssel. Una hileras de timbres sobre una mesa, le servía para llamar a los
secretarios de cada servicio especial.
Varios dictáfonos encendían sus diversas luces cuando había comunicaciones
urgentes. Al entrar en el salón, y echar el capote sobre un sillón, parpadeaba la luz
verde de un dictáfono.
Pertenecía al despacho de información secreta. Fue a sentarse, y bajó la palanca.
—Comunique.
La voz, respetuosamente replicó:
—El agente «V. G.» llegó esta mañana, y espera a ser recibido por Su Excelencia.
—Denle paso.
Karl Münster se quitó los guantes, examinándose las uñas pulidas. Había pasado
unas horas molestas, creyendo en la muerte de Helma Holten. Estaba de buen
humor…
La puerta, custodiada por tres selectos atletas, se abrió, y entró Víctor Gruber, que
saludó profundamente.
—Muy interesante ha de ser el motivo por el cual me visita usted, profesor. Tome
asiento. Noto en su rostro huellas de violencias. Siéntese, profesor.
—Gracias, Excelencia. Estoy profundamente apenado, por si desgraciadamente
he incurrido en torpeza involuntaria.
—Sin rodeos, profesor. Exponga.
—Puse en contacto los dos espías ingleses con Helma Holten, pero uno de los
espías llamado Maloney me golpeó, acusándome de haber sido yo quien vendiera a
los otros agentes. Era un bruto, y vi que trataba de intimidarme. Ordenó al otro agente
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que se marchase con Helma Holten, y que se reuniría en el sitio convenido. Me ató al
timón de la barca, y procedió a interrogarme. Negué, y comprendí que iba a matarme.
Entonces… y ahora Su Excelencia juzgará si fui torpe, me declaré autor del doble
juego. Le juré que yo quería vivir, y qué yo tenía acceso hasta este despacho, y que
podría conseguir los informes que él necesitaba. Era un americano, y me creyó. Soltó,
las amarras, empujando sin ruido la barca, al yo proponerle que la hundiera, para
borrar nuestras huellas. Supe ser patético, y le convencí. Le dije que yo obedecía por
terror, que tenía mi familia prisionera… Era un americano ingenuo.
—Hasta ahora no veo dónde está su torpeza, profesor.
—Tuve que matar al capitán Maloney, porque me sorprendió cuando yo intentaba
hacer funcionar la emisora. Él estaba abriendo una vía de agua con un hacha. Se
revolvió un poco tarde.
—Bien, y lo mató. Pero tiene usted expresión de ocultar algo muy importante,
profesor.
Víctor Gruber sacó del bolsillo de su abrigo de pieles una cartera de hule. Extrajo
un plano al ferroprusiato, que, adelantando el busto, Münster cogió con curiosidad.
Representaba la red de canales que, desde la frontera de Hanover, surcaba la
provincia holandesa de Overijssel. En ciertas ramificaciones, el piano presentaba un
círculo rojo.
—Lo llevaba el americano.
—Estos círculos debían ser los sitios donde ellos pensaban sabotear, en
complicidad con «resistentes». Pero necesitaban para ello armas y explosivos. Los
dos prisioneros no han confesado aún quién, y dónde, debía proporcionarle las armas.
Usted, con toda su habilidad, no ha sabido aún averiguarlo, profesor.
—El otro espía que se marchó con Helma Holten, Excelencia, llevará a sus
hombres al sitio de las armas.
—De momento, mi querido profesor, tanto el espía como Helma Holten, están
libres y escaparon de mi cerrada vigilancia.
Una luz roja, vibró intensamente. Bajó la palanca de transmisión Münster, y
ordenó:
—Comunique.
—El puesto de mando de Ruijen, Excelencia, acaba de informar que el coronel
Hammerfurter, inspector general de la Schufzstaffel, se dirige con su escolta hacia
Denekamp.
—Comuníquenme a su debido tiempo la llegada del coronel.
Cerró Münster, que murmuró con aprensión:
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—Estaba anunciada para fin de semana la inspección del coronel Hammerfurter.
¡Condenación! Es un prusiano colérico y… —se interrumpió porque estaba pensando
en voz alta, olvidándose de qué le escuchaba un testigo, al que miró malévolo—:
Tendré que informar al coronel de su torpeza, profesor. Mientras, espere usted en la
cámara destinada a sus colegas.
Víctor Gruber volvió a saludar profundamente, mientras se dirigía dando la
espalda a la puerta.
Apenas hubo salido, Münster habló por un teléfono:
—Lleven a «V. G.» a la capilla.
Empezó a pasear nerviosamente por la gran estancia. Las repentinas inspecciones
de los jefes de la «S. S.», le inquietaba siempre. Había algunos que eran casi
campechanos, pero en su mayoría eran severamente exigentes.
Otro dictáfono le sacó de su abstracción. Era del despacho particular, y fue el
propio Quentin Dergoes el que pidió:
—¿Puedo verte ahora mismo, Karl? Buenas noticias…
—Las necesito y pronto, Quentin. Ven.
Quentin Dergoes llegó al poco. Llevaba vendado el cuello.
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—Resuelto todo, Karl. Fui con Ana a su casa, y debo confesarte que intenté como
siempre vencer su…
—¡Pronto, sátiro! —masculló, ceñudo, Münster—. De un instante a otro llegará,
el coronel Hammerfurter, y no le voy a contar, para contentarle, tus fracasos o éxitos
de alcoba.
—Estás nervioso, Karl.
—No hay para menos. Viene el coronel Hammerfurter, y tiene justa fama de ser
implacable con los incapaces.
—Tú no eres un incapaz. Ni yo tampoco. Estando en la sala con Ana, me dio un
bestial puñetazo en la nuca un individuo que estaba oculto tras un diván. Era uno de
los espías ingleses, llamado Kirk Silverton. Creyó que yo tenía aterrorizada a la
baronesa.
—Vamos bien —sonrió, satisfecho, Münster—. Pero ¿cómo logró entrar en el
piso de Ana?
—Tumbó a dos policías, a los que engañó porque llevaba el salvoconducto de
Víctor Gruber.
Cerró los párpados Münster, hasta que, reflexionado, comentó:
—Claro que el otro, al pegar a Gruber, le quitaría el salvoconducto. Sigue,
Quentin.
—Silverton, creyendo siempre que la baronesa era la gran amiga de Helma,
sugirió que para escapar podía emplear mi coche. Me había esposado, y yo decidí
correr el riesgo, avisando a Ana que tan pronto el inglés confesase dónde se hallaba
Helma, me diese libertad de acción. No tuvo ella que esforzarse. Dentro del coche, el
inglés triunfante, dijo que Helma estaba en Goor, en la granja de un tal Helmut.
—¡Magnífico! Precisamente junto al canal Shipbeek.
—Apenas lo hubo dicho, cuando Ana, con mucha destreza, hizo lo inesperado.
Fingió querer humillarme, y por lo visto, como antes el inglés la besó, ella le rodeó el
cuello con sus brazos, besándole… mientras a espaldas de él, me tendió una pistola,
con cuya culata devolví el golpe al inglés, que pasó, del éxtasis de un beso, a la
inconsciencia, de la que aún no se ha recuperado. Está «aspeado» en la capilla, a tu
disposición, Karl.
—¡Magnífico! —repitió—. Redada completa. ¿Ana?
—En espera de tu decisión, sigue pareciendo una «resistente», y también
«aspeada».
—Muy hábil, Quentin. Eres el holandés más inteligente de todos.
—Después de ti, jefe —dijo, servilmente, Dergoes.
—Vamos a echar un vistazo a este insolente inglés que se creía que podía viajar
tranquilamente en tu propio coche.
Entre tanto, en la antigua capilla, Kirk Silverton se pasaba la lengua por los
labios. Conservaba aún en ellos el sabor de un beso experto, apasionado.
Pero le dolía enormemente la nuca. Intentó hacer memoria aunque los párpados le
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pesaban como el plomo…
Eso era. La baronesa, espléndida criatura, le besaba, en el interior de un coche,
después de reírse de un grueso holandés…
Abrió los párpados, con la sensación de que delante de sus ojos estallaban cohetes
en frenético fuego de artificio.
No cabía duda que era irrespetuoso hacer fuegos de artificio en una capilla, cuya
triple bóveda veía…
¿Qué era aquello? Veía la triple bóveda, porque estaba en una muy rara posición.
Sobre un tablero inclinado, como si fuera una mesa de dibujo, no las piernas y los
brazos abiertos, con un roce afelpado, pero sólido, en muñecas y tobillos…
Un aspa humana.
Y pestañeó repetidamente. Debía estar delirando… A su lado, y en idéntica
postura, en tablero medio inclinado, estaba Ana van Boch.
Y al frente, en aspa, un individuo de cabello crespo, rostro redondo, de pugilista,
tenía a su lado, en otro tablero, a una muchacha de rubio cabello y sonrosadas
mejillas.
Hizo chocar los dientes, hasta comprobar que si oía el castañeo era porque estaba
bien despierto. Rezongó, en inglés:
—Corríjame si me equivoco, baronesa. ¿Es usted la que juega conmigo a un
juego que debe ser holandés, pero que no me agrada?
Ella, casi con reproche, replicó:
—Usted me besó, y entonces fue cuando el chofer le pegó, y… estamos
prisioneros de Karl Münster.
—Trato de recordar si yo besé, o fue usted quien me…
—¡Un momento, un momento! —atajó, gruesa y roncamente la voz del
desconocido que daba frente a Silverton—. Tendrán tiempo para discutir después tan
importante asunto. Me llamo Sam Levin, y mi compañera es Cinthya Cheynard.
—¡Dios! Ustedes dos son los agentes que me precedieron —comentó, aturrullado,
Kirk Silverton.
—Tanto gusto —gruñó Levin—. Renuncio ya a toda esperanza, ya que el
«Intelligence» manda a tipos como usted, que al recobrar el sentido empiezan a
discutir quién estaba besándose. ¡Y pensar que llaman a nuestro servicio el
«Intelligence»!
Una voz intervino:
—La inteligencia no ha sido nunca una exclusiva insular y británica, señor Levin.
Karl Münster y Quentin Dergoes entraban en el recinto circular, que fuera antes
baptisterio.
Münster estaba de excelente humor, y enguantado de nuevo, su fusta rozó
suavemente la barbilla de Ana van Borch.
—Excelente arma es la poderosa seducción de una hermosa como usted,
baronesa. Un beso… y aquí está el inteligente joven, audaz y temerario, que debió
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pensar que mi lugarteniente era un torpe y obtuso bebedor de cerveza, cultivador de
tulipanes.
La fusta tocó ahora, con la misma suavidad una mejilla de Kirk Silverton, que
enrojeció. Quentin Dergoes rió hondamente divertido.
—Es extraño que un inglés sea tan apasionado, por muy bella, y lo admito, que
sea nuestra baronesa —prosiguió Münster—. Detrás de mí, señor Silverton, notará
usted que hay dos personas en la misma molesta postura a la que le ha conducido un
beso prolongado. Es un periodista hebreo, y una simpática miss… Debieron de pensar
que viajar por los canales del Overijssel, sería una excursión más. Ellos podrán
atestiguar que no han sido torturados. No lo han sido; ¿verdad, Miss Cheynard?
Giró sobre sus tacones Münster, y ahora la fusta rozó el cuello de la joven inglesa,
que guardó silencio.
Sam Levin masculló:
—No hemos sido torturados; doy fe.
Un fustazo restalló contra el pecho del periodista, espía. Y Karl Münster
amablemente, reconvino:
—Estos chicos de la Prensa, siempre indiscretos. Hablará cuando le pregunte,
cochino judío. Me gustaría oírla decir, Miss Cheynard, que yo no soy un verdugo
como se pretende.
Cinthya Cheynard trató de ser animosa.
—Físicamente, nada nos ha sucedido. Pero hace ya muchos días, que en esta
postura nos dan de comer y beber a la fuerza, repitiendo constantemente la misma
pregunta.
—En efecto. Y demuestra mi gran paciencia.
Viró de nuevo sobre los tacones Karl Münster, diciendo:
—La pregunta es sencilla, señor Silverton, y usted la puede contestar: ¿Quién
debía proporcionarle los explosivos? ¿Y dónde se ocultan? No he podido esperar a su
compañero, porque el profesor Gruber, lo mató a hachazos. El profesor está en aquel
confesionario, en espera de superior decisión. ¿Sería tan galante, señor Silverton, que
contestara a mis dos preguntas?
—Ser galante me ha traído aquí, señor Münster. Y su amabilidad, me produce el
mismo efecto que una patada en la espinilla. ¿Qué tiene que ver la galantería con sus
preguntas?
—Me temo que la baronesa sufrirá las consecuencias de su silencio. Ella es una
«resistente». Pero será mejor empezar por Miss Cheynard, y después… Tú mismo,
Quentin, sugiere…
Quentin Dergoes señaló a la inglesa, que tenía cerrados los ojos.
—Es una raza orgullosa, Karl. Pero los tratas demasiado cariñosamente. Yo
propongo que me dejes ablandar a latigazos a la espía inglesa. Nunca comprendí por
qué no lo hiciste desde un principio.
—En espera de que cayera otro, y que voluntariamente… antes de ser ejecutados,
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hablasen estos dos. Por última vez, señor Silverton: ¿Quieres contestar a mis dos
preguntas?
—Bien quisiera, pero se da el caso que yo soy un espía novato, cosa que no
necesita elocuencia para demostrarlo. A mí no me fue dicho dónde encontrar armas.
—¡Mientes! —exclamó Dergoes, cuyo puño derecho se aplastó contra la nariz de
Silverton.
—No te fatigues, Quentin —intervino Münster.
Resoplando dio un paso atrás Dergoes, Kirk Silverton, sangrando copiosamente
por la nariz, sacudió la cabeza, como el boxeador «sonado».
Cinthya Cheynard movía los labios en tenue susurro. A su lado, Sam Levin
mordíase los labios, para no gritar incoherentemente.
Karl Münster estaba aplicando lentos y progresivamente más fuertes fustazos a
Cinthya Cheynard…
Ana van Boch fingía estar desmayada.
Karl Münster retrocedió, y la fusta volvió a chasquear sobre la palma del negro
guante.
El vestido de Cinthya Cheynard tenía surcos rojizos…
—Es lamentable esta terquedad, Miss Cheynard. Está por llegar el coronel
Hammerfurter, de las «S. S.», y quizá sus métodos serán más escocedores.
—Siempre será preferible un coronel alemán, que un muchachito perverso como
tú, Münster —apostrofó Sam Levin.
—Muy listo, desviar mi atención hacia ti, ¿no, judío? No te preocupes por tener
que esperar. Por favor, Miss Cheynard… Conteste a mis dos preguntas…
Ella, medio desvanecida, sacudió la cabeza en negativa. Kirk Silverton gritó:
—¡Ya basta, Münster! Hablaré… Pero tiene que prometerme que… Oiga, me
metí en esto, sin saber a dónde iba. Escuche, Münster, usted es un hombre civilizado
e instruido.
—Tiene gracia el inglés —sonrió, duramente, Münster—. ¿Qué creía, pues? ¿Qué
sólo había vacas en Holanda, y fabricantes de quesos de bola?
—Las armas están…
—¡Cállate, maldición sobre ti, cobarde! —gritó, enfurecido, Levin.
Quentin Dergoes Le aplicó un culatazo en una sien Kirk Silverton murmuró:
—Las armas y explosivos están en el campanario de la aldea de Ommen. Las
fueron almacenando hace dos meses unos agentes que las llevaron en camiones de
reparto de pienso.
—Si es una invención para ganar tiempo, lo sentirás mucho, cobarde espía
novato.
Se oyeron pasos apresurados fuera del círculo de luz. Una voz, respetuosamente,
informó:
—¡El coronel Hammerfurter y su escolta están llegando, Excelencia!
Karl Münster y Quentin Dergoes corrieron apresuradamente hacia la nave de
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salida.
Ana van Borch murmuró:
—¿Le duele, el puñetazo, Kirk?
—Tengo la nariz flexible, baronesa.
—No debió decir dónde estaban los explosivos, Kirk. No logrará con ello salvar
la vida.
—Pero al menos, no estropearán la escultura de Cinthya. ¿A mí qué me importan
los explosivos? En cambio, moriré por donde más he pecado, y por culpa de un beso
muy sabroso, pero no puedo consentir que maltraten a una chica tan bonita.
Cinthya Cheynard forzó una débil sonrisa. Era inútil. La mentira, de Kirk
Silverton sólo retrasaba unas horas el final, porque cuando los enviados de Münster
descubrieran que no había armas ni explosivos en el campanario de la aldea de
Ommen… Sam Levin debía, tener la cabeza a prueba de dinamita, porque estaba
mascullando con los ojos cerrados:
—Además de imbécil donjuán, es un cochino cobarde este novato.
—Eso me lo dice usted, aprovechándose de que no podemos discutir la cosa fuera
del local, ya que no tengo costumbre de pelear delante de señoras.
—Es penoso ver que no pierden el humorismo, ni en situaciones como ésta, tan
desesperada —comentó Ana van Borch—. ¿No han oído que ha llegado el coronel
Hammerfurter?
—Escuche, baronesa de mi último pecado. Aunque viniera en persona el propio
Himmler, no saldríamos peor tratados. El bicho ese de Münster es un sádico. ¿Qué
tal, Cinthya? Lamento conocerla en tan mala postura, Pero espero que…
¡Oh, cállate ya, idiota! —gritó, exasperado, Levin—. Te estás haciendo el valiente
guapo, y…
Sonó taconeo de botas, susurros, pasos precipitados, y por fin, la voz de Münster
diciendo con servil respeto:
—Éstos son los espías ingleses, mi coronel.
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CAPÍTULO VIII
Poco antes, en rígida postura de saludo militar, Karl Münster vio desfilar primero dos
motocicletas, cuatro sidecars, precediendo un coche, tras el que iban otros dos
sidecars, y por último, un camión.
Evolucionaron diestramente, hasta que el coche se detuvo junto a la escalinata, y
Karl Münster corrió a abrir la portezuela.
Volvió a erguirse, mientras bajaba el temible visitante, coronel inspector.
Un uniforme negro, botas charoladas, la gorra de alta visera, un rostro duro, en
que brillaba el monóculo incrustado en la órbita izquierda, completaban la elevada
estatura marcial del coronel Hammerfurter, que devolvió el saludo con seca sacudida
del brazo.
Después, tendiendo la diestra, dijo incisivamente:
—En Ruijen, su puesto avanzado de vigilancia del ramal izquierdo, ha sido
arrestado en bloque por negligencia en el servicio, Münster. El sargento tuvo la
osadía de insinuar que mi inspección no era esperada hasta la semana entrante. ¡El
inmundo cretino debe regresar a su establo de origen. Münster!
—Sí, mi coronel —asintió Münster siguiendo a un lado la larga zancada del que
hablaba con incisivo acento prusiano. «Los temibles prusianos», pensaba Münster,
mientras sus guardianes personales, tras abrir puertas, se mantenían tiesos como
títeres alámbricos.
En la sala, el coronel Hammerfurter se encaminó rectamente al sillón,
examinando sobre la mesa, las alineadas carpetas.
—Estaré dos días en Denekamp, Münster. Podré cerciorarme de si, realmente, es
usted merecedor del aprecio del III Reich.
Tras el saludo y el vítor rituales, el coronel Hammerfurter añadió:
Corre el rumor de que los enemigos intentan cortar la línea de suministro de
municiones a la costa. ¿Qué hay de esto, Münster?
—Tengo el honor de informar a usía que tengo en mi poder todos los
componentes de la conspiración.
—¡Bravo, mi joven amigo! Que sean fusilados inmediatamente.
—Es que… falta comprobar un dato, mi coronel. La detención de los espías, es
reciente y… estaba yo interrogándolos, cuando me fue comunicada la grata noticia de
su llegada, mi coronel.
—Grata noticia relativa, mi buen Münster —y por primera vez, los labios del
prusiano se fruncieron en algo semejante a un sonrisa—. En secreto le diré que
tenemos buenos informes de su celo, pero por su cargo, ha de dar usted el máximo
rendimiento. Trate de resumir claramente la situación creada por el espionaje
enemigo.
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—En Zurich, mi coronel…
—Ya sé. El agente Gruber. Estamos informados, mi joven amigo. Prosiga, pero
cronológicamente a la inversa, por lo más reciente, y que aún no ha comunicado al
cuartel general.
—Los dos últimos agentes enviados por el «Intelligence» fueron puestos en
contacto con una joven holandesa, Helma Holten, escondida ahora en una granja de
Goor. Mi agente doble, la baronesa de Borch, ha logrado la captura del agente
superviviente…
—¡Abrevie! ¿Propósito de los conspiradores?
—Hacer saltar los cruces principales para interrumpir el suministro de
municiones. Haré cambiar las señales, salvo su mejor parecer, mí coronel.
—Explíquese documentalmente.
La sequedad del tono alarmó a Münster. Informó ansioso:
—Fui felicitado por el Cuartel General al proponer el cambio de la ruta con
frecuencia, en los canales, valiéndome de las señales por las aspas de los antiguos
molinos, sin empleo. Mis hombres, atendiendo a mis instrucciones, señalan el camino
a, seguir a las embarcaciones de municiones, con simples variaciones en la posición
de las aspas, de los viejos molinos. Así ha de fracasar el espionaje interno que pudiera
existir.
—Muy bien. ¿Sabe ya dónde están las armas de que disponían los conspiradores?
—Si el inglés no ha mentido, están en un campanario de Ommen. Los ingleses
están en la capilla. Me he permitido colocar como presunta prisionera a la baronesa…
—Muy hábil, mi joven amigo. Creo que mi informe final será favorable. Veamos
si personalmente, puedo cerciorarme de la sinceridad del espía inglés.
—Por aquí, mi coronel.
—Comunique al capitán Pfeizer, de mi escolta, que conserve en marcha los
motores. Me interesará verle actuar, mi joven amigo. Comunique también a su escolta
personal que se prepare a tomar el camino que luego le indicaré.
Karl Münster, por el dictáfono transmitió las órdenes recibidas, intentando
también ser «prusiano». Poco después, al lado del coronel Hammerfurter, y seguidos
por Dergoes y cuatro de la «Wolskaung», entraban en la capilla luterana.
Kirie Silverton cerró los ojos, apretó las mandíbulas, y su cuerpo tembló…
mientras el coronel Hammerfurter se plantaba en el centro del cerco de luz, entre los
cuatro tableros inclinados.
A su lado, Münster informó:
—El agente Gruber está allí, esperando su decisión, mi coronel, porque cometió
la torpeza de hacerse desenmascarar, si bien mató al agente inglés.
—Quisiera saber una cosa, «gauleiter». Münster —y la voz del pelirrojo coronel
vibraba estridente—. Usted parece ignorar que nuestros bravos soldados necesitan
alimentarse con toda abundancia. ¿Qué significan estos prisioneros, bocas inútiles…?
¡Cállese! ¡Capitán Pfeizer! ¡Al instante, aquí!
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Quentin Dergoes salió corriendo, y por fuera se oyó su voz, llamando al aludido
capitán.
—Dígame, «gauleiter». Münster, ¿por qué mantiene a estos prisioneros? ¡Cállese!
Una nota desfavorable. Una vez interrogados, no deben privar de necesarias
provisiones a nuestros bravos soldados.
Un capitán rubicundo, grueso, vino a chocar los tacones, y mantener en ángulo su
brazo derecho ante el militar pelirrojo, que ordenó:
—¡Forme el pelotón de ejecución en el patio, capitán! Llévense estos grotescos
tableros, al instante, con sus ocupantes. Dejen a esta mujer y a éste espía. ¡Al
instante, capitán Pfeizer!
Reinó una actividad dinámica, colaborando Pfeizer, Dergoes y los cuatro
holandeses en levantar los tableros con su humana carga. Cuando hubieron
desaparecido, y sólo quedaron Münster, Silverton y la baronesa, dijo el pelirrojo:
—Traiga aquí al agente Gruber.
Karl Münster obedeció, corriendo hacia la izquierda. El «coronel», miró a la
baronesa van Borch, saludándola secamente:
—Estoy informado de su eficaz labor, señora. Tengo el honor de hacer cesar ya
por inútil, su incómoda postura.
Quitó las manijas de cuero que rodeaban los tobillos y muñecas de Ana van
Borch, a la cual Silverton miró repentinamente furioso…
Víctor Gruber, en compañía de Münster, pareció a punto de arrodillarse:
—¡A la orden, mi coronel!
—Ya… Éste es el hombre cuya fidelidad nos está garantizada, por tener en rehén
a su esposa y sus dos hijos, en la sala anexa a la capilla. ¿No, mi joven amigo?
—¡Sí, mi coronel!
—Que vaya a abrazarlos. No hemos de ser rigurosos con los que intentan
servirnos en la medida de sus posibilidades.
Münster señaló una dirección al suizo, que se alejó. Restalló, estruendosa, una
descarga cerrada.
—Dos bocas menos —comentó el pelirrojo, quitándose el monóculo—. Entonces,
este joven novato, es el que se permitió emplear el coche de su lugarteniente, y besar
a la baronesa… ¡Cállese, imbécil! Ha dicho usted que las armas están en el
campanario de Ommen. Lo comprobaremos. Usted Münster, asegúrese bien del
inglés, que vendrá con nosotros. Nos acompañará también la baronesa, porque
primero recogeremos a la joven Helma. Le advierto, joven imbécil que si ha mentido,
y al llegar a Ommen, desea decir la verdad, está ahora a tiempo de anticiparse.
—No dije la verdad, señor —masculló, tartajosamente, Silverton—. Es en la
granja de Goor donde están los explosivos.
—Este imbécil miente más que habla. Asegúrele las muñecas, y cuídese de él,
Münster. Lo fusilarán si ha vuelto a mentir, novato.
Dócilmente, sin resistencia, Kirk Silverton fuera del tablero, con los codos atados,
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percibió en su espalda el contacto de la pistola de Karl Münster. Murmuró:
—Me engañó esta maldita jamona…
—¡Cállese, novato! —atajó Ross Maloney, el pseudo coronel, dando un empujón
a Silverton. Ofreció su brazo doblado a la baronesa, que con respeto lo enlazó.
—Adelante, Münster, y terminaremos pronto.
En el pórtico, el capitán Pfeizer saludó:
—¡Ejecutada la sentencia, mi coronel!
—Mi coche, capitán.
Los faros rasgaban con haces luminosos la noche lluviosa. Karl Münster empujó a
Silverton, y subió, agradecido al honor, cuando Ross Maloney en su interpretación
del prusiano, ladró:
—Terminemos pronto, Münster. Siéntese con el novato. Usted atrás conmigo, mi
bella baronesa.
En los dos taburetes plegables, en el ancho espacio posterior, quedaron Münster y
Silverton. En el amplio tapizado gris de asiento doble, separado por un brazal, se
instaló Ana van Borch, y a su lado, Ross Maloney.
—¡A Goor, sargento! —ordenó Maloney, a la vez que, alargando el brazo, cerraba
la semiabierta ventanilla de separación.
El coche arrancó con su escolta. Maloney palpó la culata del fusil ametrallador en
pie, reclinado a su lado contra la ventanilla opaca.
—Hay algo que ignora, Münster. He recibido privados informes de que han sido
depositadas cargas explosivas, de dispositivo eléctrico y sumergible, en cinco
esclusas.
A medias, vuelto en el «strapontin», Münster replicó enérgicamente:
—Puedo afirmar a usía que es imposible, porque, nadie circula por los
alrededores de las esclusas de paso del convoy a la costa, sin gozar de mi entera
confianza.
—Tengo informes de que entre los suyos hay elementos infiltrados, Münster.
—Puedo afirmar a usía que es imposible, porque someto a constantes pruebas y
depuraciones, mi partido.
Kirk Silverton no pudo contenerse. Rió a borbotones… Ross Maloney atajó el
gesto agresivo de Münster:
—Déjelo. Es un pobre novato, medio enloquecido de terror; Trata de hacernos
creer que es un inglés humorista, pero está profundamente humillado. Creyó ser un
conquistador, y aquí está.
Karl Münster tendió el oído, y Maloney tocó en el cristal de separación. El coche
frenó.
—Una explosión, ¿no? ¿Oyó la explosión, capitán Pfeizer?
El hombre sentado junto al chofer, replicó:
—Sí, mi coronel. Bombas de mano, allá, hacia el Oeste.
—Lo que me suponía. Sigan.
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El coche volvió a arrancar. Karl Münster, lívido, murmuró:
—Con permiso, mi coronel. Me ha parecido que… ¡Son bombas de mano en mi
cuartel general!
—Entonces, tengo razón. Se han infiltrado elementos extraños a su partido en
pleno corazón de su organismo. Por suerte mi escolta ha salido ya hacia allí.
Tranquilícese, Münster, aunque tendrá que responder de esta negligencia lamentable.
—Ruego… suplico a usía me permita comprobar…
—No se inmiscuya en asuntos de mi personal incumbencia, Münster.
Asomándose, vio Münster sus dos coches blindados, siguiendo a una veintena de
metros. A lo lejos unos resplandores, y el crepitar intermitente de ametralladoras, y
decrecientes y muy espaciadas explosiones de bombas de mano.
—Mi escolta está limpiando de elementos indeseables su cuartel general,
Münster. Tranquilícese… Todo está en orden.
Durante unos minutos reinó silencio, Por fin, Ana van Borch, nerviosamente,
susurró:
—No quisiera parecer estúpida, mí coronel, pero la cara del capitán Pfeizer me
resulta conocida.
—No veo en ello estupidez, baronesa.
—Es que… se parece mucho a uno de los holandeses que debía reunirse en mi
piso con Helma Holten, y los dos ingleses.
—Estos holandeses suelen tener caras coloradas, pero no quisiera, prolongar su
intriga, baronesa. ¡Abra la ventanilla, Münster!
Ross Maloney, inclinado hacia delante, asió la cuerda que unía los codos de
Silverton. Preguntó al rubicundo holandés:
—Capitán Pfeizer: ¿Puede informar si es usted un holandés numerado el «75»
entre los «resistentes» que debían manejar armas y explosivos almacenados en las
cercanías de Ruijen?
El «resistente» holandés sonrió ampliamente, asintiendo. Karl Münster,
plenamente desconcertado, acabó de perder el raciocinio, porque contra su mandíbula
chocó la culata del fusil ametrallador esgrimido por el «coronel». Hammerfurter.
—Sigamos, capitán Pfeizer. Ha sido un simple alto en el camino.
Ana van Borch rió histéricamente, porque veía en la diestra de Kirk Silverton una
pistola ametralladora, sacada, de la funda de Karl Münster que yacía de costado.
—Soy poco galante, baronesa. Tal como está, conservará el hermoso semblante.
Me llamo Ross Maloney, y no soy novato enamoradizo. Hace veinte años yo también
perdía el seso por unos labios sabrosos. No aprietes tanto la cuerda, Kirk.
—Usted… me dijo que no sabía una sola palabra de alemán, capitán Maloney —
sonrió Silverton mientras acababa de atar a Münster.
—Quieta, baronesa, porque me dolería romperle un hueso… Fue Gruber el que
me inspiró el mejor plan… Al parecer, le fui simpático. Me indicó que Münster tenía
un respeto rayano en idolatría a un uniforme negro, y que estaba esperando la
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inspección de un tal Hammerfurter. Añadió que él podía convocar a ochenta y siete
«resistentes», los cuales, si yo les proporcionaba armas, sabrían encontrar los
preciosos uniformes negros. El coronel Hammerfurter no había aún visitado el
Overijssel. Atacamos con los «resistentes» el destacamento de Ruijen. Desde allí
avisamos la visita. Y Münster, viéndome, barrió el suelo con el rabo.
Miró hacia atrás, pero su diestra se apoyaba cariñosamente en un hombro de Ana
van Borch.
—Los dos blindados llevan dentro a Sam Levin, Cinthya Cheynard y la familia de
Gruber, además de varios «resistentes», bien provistos de explosivos. Una vez dentro,
le resultó fácil a mi primera escolta tomar posiciones. Los demás «resistentes»,
esperaban el turno de entrar en acción. Ya es asunto muy de ellos coger los planos y
sembrar explosivos por los canales, donde están pasando las barcazas. Saltarán cinco
esclusas, y quedará interrumpido el tráfico más de cuarenta y ocho horas.
Kirk Silverton intervino:
—¿A dónde vamos ahora, capitán?
—A la granja de Helmut, en Goor. Es allí donde está Helma, y convendría
convencerla de la necesidad de viajar a Suiza en compañía de los Gruber y los dos
agentes que nos precedieron.
Ana van Borch, pálida, murmuró:
—Ella… me matará, capitán Maloney.
—Nunca me gustaron las mujeres que se meten a labores impropias de su sexo
baronesa. Vea con qué respeto nos van saludando, al paso de nuestros coches. Aquí,
al ver blindados y uniformes negros; todos se arrodillan. El infierno del terror
organizado.
—Creo que Münster está conmocionado, capitán. Le dio usted algo fuerte.
—Me ha dicho Gruber que Münster está enamorado de Helma. Ella fue su
primera novia, y al parecer, él quería complicarla, para intentar persuadirla de servir
en su partido. Son gente muy cerebral estos europeos; ¿verdad baronesa?
—Ustedes son dos hombres, y no consentirán que me maten. No saben las
barbaridades de que son capaces…
—Como botón de muestra, me bastó la capilla. Aunque quisiera, ya no puedo
hacer nada. He desencadenado las furias infernales, y ahora son los holandeses los
que se las entienden con otros holandeses. Yo me metí a encender la mecha… El
infierno ha empezado a arder, y yo no soy bombero.
Kirk Silverton tosió antes de decir:
—Oiga, capitán Maloney… Ya ha triunfado en su misión… Dele un empujoncito
a la baronesa, fuera del coche, y… me parece que yo volvería a Inglaterra más
satisfecho. Al fin y al cabo, es una mujer y holandesa.
—Que estaba engatusando a un centenar de holandeses que la tenían por una fiel
amiga. Escucha, muchacho… Dos lecciones: cuando beses, asegúrate que nadie está
a tu espalda, y si te sientes generoso, debes pensar en las posibles víctimas de tu
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generosidad. Abre la ventanilla. Oiga, Pfeizer… ¿Qué supone usted que se merece la
señora Ana van Borch?
El holandés trató de dominar el apasionado temblor de su voz al contestar:
—Es respuesta que a Holanda pertenece, señor capitán Maloney. Nosotros
destruiremos nuestras esclusas, para que sus aviones puedan destruir más tierra
holandesa. Pedimos, pues, el derecho de juzgar a los demás holandeses. Y no lo tome
a mal, señor.
—No puedo ofenderme, porque le sobra la razón, Pfeizer.
Atrás, uno de los coches se desvió por una carretera lateral.
—La señora Gruber e hijos, con Sam Levin y Cinthya, camino de Suiza —
comentó—. Un coche que es mejor que un tanque. Le abren paso, sin ruido. No
pongas cara de reprimida rabia, muchacho. También yo, cuando era más joven, fui un
sentimental. Desembucha.
—Me hace, el efecto de que llevando a esta hermosa a la granja de Goor somos
un poco como proveedores del verdugo, ¿no capitán?
—Porque es mujer y bonita.
—Así fuera vieja y jorobada, capitán.
—Cambiaría. Una vieja jorobada, no hará mucho daño. Pero Ana van Borch,
seguirá besando a espías novatos.
—Ya no. Ya saben que es una… chivata, y perdona, guapa.
Ella sonrió entre lágrimas, replicando:
—Gracias, Kirk Silverton.
—Gracias, Kirk —remedó, cruelmente, Maloney—. Y mañana, si quedase libre,
no pararía hasta cortarte el cuello, novato. Hombre, parece que mi joven amigo ya
respira… Dale masaje en el cuello, novato. Lo tiene algo, torcido.
Karl Münster abrió los ojos. Tardó en concentrarse. Por fin, dijo:
—No saldrán con vida del Overijssel, ingleses. ¡No pueden, escapar!
—No te canses, Karl. Vamos en coche, y cómodos.
—Cercarán la granja de Goor.
—Tal vez mañana, o pasado. Y caerán mezclados patos y cerdos, mientras salten
las esclusas, y entone su música la dinamita.
—No puede ser… —murmuró, como alelado, el poco antes dueño y señor del
Overijssel.
—Es.
—¿Por qué… estoy vivo?
—Holanda te responderá, Karl Münster. Me dijo Gruber que firmaste la sentencia
de fusilamiento del padre de Helma, tu novia. Y que no eras un idealista, sino un
soberbio sádico aprovechado. Que te sentencien a ti y a la baronesa, los que son tus
compatriotas. Nosotros ya hemos realizado nuestra misión. Cuando te dejemos en
Goor, habremos terminado.
—Sería más humano disparar tu ametrallador, inglés.
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—Inglés de Kansas, pero da igual, Münster. Yo disparo contra quien puede
dispararme. Tú ya no puedes. Y cállate, ¿quieres? Huele demasiado a sangre la fusta
que está en el suelo.
Karl Münster hizo una mueca extraña, al doblar el busto, y quedar con la cara
entre las manos. Parecía morder sus ligaduras.
Kirk Silverton gruñó:
—Se acabó, capitán. Cuando lleguemos a Londres, que me envíen de nuevo a las
trincheras. Allí se está mejor. Yo vine a meter dinamita en los canales, y lo que estoy
haciendo es permanecer sentado en un coche de carnicería que va al matadero con
dos reses, una de las cuales me importa poco que la descuarticen, pero la otra…
El coche se detuvo, y saltó a tierra Pfeizer, abriendo la portezuela. Estaban
detenidos bajo un cobertizo, junto a un caserón en tinieblas.
—Goor, capitán Maloney. La granja de Helmut.
—Vaya a avisar a Helma, Pfeizer, y llévese con su compañero a Münster. Mi
joven amigo tiene que despedirse de la baronesa.
Cuatro manos asieron con avidez a Karl Münster, sacándolo en vilo del coche,
Ross Maloney se reclinó hacia atrás:
—Puedes despedirte de ella por el camino, Kirk. Pero no tardes, porque tengo
prisa.
Kirk Silverton descendió, y en sus hombros se apoyó temblorosa, incapaz de
sostenerse de pie, Ana van Borch.
En vilo, abrazándola él la llevó a un lado del cobertizo.
—Déjame huir, Kirk… Déjame huir, por lo que más quieras…
—Adiós, y suerte, baronesa. Eres una desgraciada más en un infierno.
Ella le besó con violencia y por primera vez, torpemente. Se deslizó fuera del
cobertizo. Kirk Silverton permaneció unos instantes mirando la silueta que corría
desesperadamente, con frenesí de terror…
Regresó al coche, y sentándose de espaldas al volante, en el «strapontin», dijo:
—Gracias, capitán Maloney.
—¿De qué, novato?
—Usted sabía que yo la dejaría escapar.
—Yo no sé nada. Ahora cuando venga alguno de esos patos, y empiece a graznar,
tú rebuznas, ¿estamos?
—Es usted el tío más simpático que me he tirado a la cara, «Kansas». Con usted
iría yo… ¡al infierno!
—Ahí viene una diablesa.
Helma Holten se aproximaba. Miró al interior del coche. Tras ella, Pfeizer y dos
hombres calzando zuecos, y llevando al hombro una guadaña, esperaban.
—¿Ana van Borch? —preguntó secamente ella.
No era una plácida estudiante. Era ya una «resistente» más.
Kirk Silverton sonrió.
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—La llevé hasta la puerta. ¿Es que no la han visto?
Pfeizer lanzó una gutural exclamación, y con los otros dos, partió corriendo.
Helma Holten tardó unos instantes en dar su opinión:
—Le creía menos blando, capitán Maloney.
Ross Maloney se rascó la sien, mientras bajo su bota crujía el monóculo que
estaba aplastando. Se desabrochó la guerrera:
—Oiga, hermana… A mí que me registren. Yo le dije al muchacho que llevara a
la baronesa a visitar la granja. ¿Qué pasó, Kirk?
—Váyanse —susurró ella—. Tal vez Pfeizer regrese enojado, y…
—Que se refresque —atajó, bruscamente, Silverton—. Le hemos servido en
bandeja a Münster, ¿no? Tienen ustedes ahora armas y explosivos, para hacer ruido,
¿no? ¿A qué esperamos para irnos, capitán?
—A que cojas el volante, novato.
Kirk Silverton se apeó, y al estar junto a Helma Holten, murmuró:
—No me tenga inquina, hermana.
Ella replicó:
—Mejor que se vaya antes que vuelva Pfeizer.
Dio media vuelta, alejándose hacia el interior de la granja con paso decidido. En
el volante, Silverton sentenció:
—La gratitud femenina es relumbrante por su inexistencia, capitán Maloney.
Usted me guía, usted es mi faro.
—Espera. Que vuelva Pfeizer.
—¡Gracias, mi capitán! —exclamó, gozoso, Silverton.
Se acodó en el volante, mientras atrás, Maloney estiraba las piernas, sentado de
lado.
En la granja, Karl Münster, en pie, lívido, veía el cerco de miradas hostiles.
Pero le hería con mayor ardor la mirada de Helma Holten, antaño tan cariñosa…
Y el silencio parecía espesarse, adquirir presencia corpórea. Sólo dos mujeres,
jóvenes. Cinco granjeras, con guadaña al hombro, y dos mujeres ya maduras,
sentadas haciendo calceta, en la gran cocina. Vera Hasselt dijo, al cabo del largo
silencio:
—Debemos dejar a Helma que ejecuté. Es su derecho.
Las dos mujeres, sin dejar de hacer calceta, abandonaron sus sillas. Tras ellas, los
cinco granjeros salieron.
Karl Münster habló:
—Tú me faltabas, Helma… Sin ti, me faltaba algo. Contigo, hubiera podido ser
otro.
—Mi padre murió fusilado, Karl —dijo ella, dura la línea de sus labios al callar.
—Lo condenaron otros. Yo tuve que firmar.
—Ellos han decidido ya, Karl.
—¡Tú no puedes… matarme, Helma! ¡Yo siempre te he querido! Yo te escribí
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pidiéndote ayuda… Sin ti…
Ella sintió que iba a recordar al amable estudiante. Apretó el gatillo…
Demasiadas veces, porque al segundo disparo Karl Münster estaba muerto…
Después dejó caer la vacía pistola, y lloró mansamente, sin ruido. La que más
tarde sería la más temible adversaria de los alemanes, implacable, cruel, era aún una
mujer llorando ante el hombre que fue su primer amor.
Fuera, Kirk. Silverton pareció despertarse:
—Ocho tiros uno tras otro, capitán.
—Sé sumar, muchacho. ¡Arranca ya!
—Pero ¿no quedamos que…?
—¡Arranca ya, maldición!
Pisó el desembrague Silverton, galvanizado por la furiosa exclamación del que
añadió:
—Al viraje izquierdo, a toda marcha, novato.
—Pero, habíamos quedado que…
Frenó Silverton en seco. Veía a Pfeizer y los dos granjeros llevando a rastras tras
ellos, un cuerpo destrozado. Un cuerpo que había sido viva estatua en carne sensual.
—¡No, muchacho! En paz la pólvora… ¡Arranca ya, maldición, o te arreo un
piñazo!
Kirk Silverton obedeció, y el coche saltó hacia delante como un corcel mal
conducido. Poco después, al virar, Silverton era de nuevo un conductor normal.
Pasaron unos instantes…
—Según el plano, ahora a la izquierda, el primer cruce, Kirk. Presta atención,
porque si no en vez de ir a Suiza, nos meteremos en Berlin.
—Gracias otra vez, por querer evitar que viera… lo que vi. ¿Sabe una cosa
capitán? Bórreme de la lista del Grupo Tercero. Apúnteme mejor en los que pelan
patatas.
—Tú vales, y seguirás conmigo.
—No le hago falta. Usted habla el alemán como yo mismo.
—Escucha, y que se te incruste en la mollera, novato. Para cada trabajo, tiene que
haber un hombre. Esta vez no has salvado a la doncella de las garras del dragón, pero
a la próxima…
—Yo con usted iría a cualquier sitio, pero está gente no me gusta. Respira odio
por todos los poros. Sudan odio, huelen a odio…
Ross Maloney, con voz lenta, recitó el famoso poema de Kipling:
—«Mientras en tu rededor los demás pierdan la cabeza, y tú la tuya conserves
serena, serás más que un héroe, hijo mío, ¡serás un hombre…!».
—Si usted nace mujer hubiera tenido muy convencidos a sus pretendientes,
capitán.
—Carretera principal; tuerce ahora a la derecha, dice el plano. Si yo hubiera
nacido mujer —prosiguió— sólo de pensarlo me dan fatigas. Hubiera encontrado a
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un novato que me hubiera besado, y hay cosas que sólo pensarlas, estremecen.
El coche remontaba ahora una carretera en pendiente. Quedaban atrás los canales
y molinos…
—Oiga, capitán… Cinthya Cheynard parecía una colegiala. Estaba magnífica.
¿Es novia del periodista?
—En Londres te lo dirán. Tendremos que informar allá.
* * *
FIN
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Pedro Víctor Debrigode Dugi (1914-1982) es uno de los grandes autores de la novela
popular española en su época de esplendor, aquella que va desde los años cuarenta
hasta inicios de los año setenta del siglo XX, cuando la televisión cambia
definitivamente los hábitos de consumo de la sociedad española. Fue autor de
centenares de títulos en la amplia diversidad de géneros que caracterizaba esta
manifestación cultural aunque destacó en el terreno de la novela de aventuras y de la
novela policíaca.
Nació en Barcelona el 13 de octubre de 1914, siendo su padre francés y su madre
corsa. Educado en un ambiente culto —su padre era ingeniero aeronáutico— tuvo
una esmerada educación. Estudió la carrera de Derecho aunque no la pudo finalizar
pues el año 36, viviendo en Santa Cruz de Tenerife, se vio alistado en las filas del
bando nacional al inicio de la Guerra Civil; tras solicitar su traslado a la Península se
vio envuelto en extrañas circunstancias que le llevaron a ser acusado de espionaje.
Tras ser liberado por falta de pruebas, intentó pasar a Francia pero no lo consiguió
siendo nuevamente detenido acusado no sólo de espionaje sino de abandono de
destino y malversación de caudales. Tras pasar por distintos penales y ser condenado,
finalmente salió en libertad en octubre de 1945. Empezó a escribir desde la prisión y
se casó por primera vez en 1949 teniendo cuatro hijas a medida que iba consolidando
su dimensión de escritor profesional. La familia combinó la residencia en diversas
poblaciones de Cataluña y se trasladó posteriormente a Santa Cruz de Tenerife. Desde
1957 hasta 1963 Debrigode se estableció en Venezuela donde trabajó como
corresponsal de la Agencia France Press y como relaciones públicas de un hotel.
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Vuelto a España, su esposa falleció en 1967. Se volvió a casar en 1972 y fijó su
residencia en La Orotava a partir de 1974; falleció en febrero de 1982 a la edad de
sesenta y ocho años dejando tras de sí una ingente producción literaria.
Utilizó un amplísimo abanico de pseudónimos aunque los más importantes fueron
Peter Debry —con él creó la mayoría de su narrativa policíaca y del oeste— y
Arnaldo Visconti —con esta máscara presentó toda su narrativa de aventuras— pero
también firmo sus obras como P. V. Debrigaw, Arnold Briggs, Geo Marvik, Peter
Briggs, V. Debrigaw, y Vic Peterson.
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