Selección de Cuentos

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Fábula

(Para ejercitar verbos)

Estando un labrador muy cercano a la muerte, …………..(llamar) a sus hijos, y les …………(decir) que cuantos bienes
…………-(poseer) los…………(dejar) en la viña de su propiedad, y que así, cuando quisiesen partirlos entre ellos, sólo en
la viña ……..(deber) buscarlos, que allí los ……….. (hallar)

Después de haber fallecido el padre, se …….. (ir) los hijos a la viña a buscar los referidos bienes, pero por más que
……. …(cavar)con mucho afán, creyendo encontrar un tesoro, nada …………. (encontrar). No obstante, como la viña
……..(ser) muy cavada, ……………(dar) muchos frutos aquel año, y al repartirlos entre sí, ………. (decir) uno de ellos:

-Indudablemente el tesoro que nuestro padre nos dejó ………(ser) los frutos de esta viña.

El trabajo …………(ser) el verdadero tesoro del hombre.

LOS HUMANOS EN EL ESPACIO

Desde 1961, casi 400 hombres y mujeres han viajado al espacio. Sólo 26 de ellos salieron de la órbita terrestre y
visitaron la Luna. Aunque resulte increíble, los primeros viajeros al espacio no fueron humanos. Entre las primeras
criaturas vivas en vuelos espaciales hubo perros y monos. El éxito de estos viajes llevó al espacio a los primeros seres
humanos. Tanto la Unión Soviética como Estados Unidos se prepararon para lanzar un hombre al espacio. El primer
vuelo – en 1961- de 108 minutos, fue el del ruso Yuri Gagarin, En junio de 1963, una astronauta rusa fue la primera
mujer que viajó al espacio. El primer hombre que pisó la Luna fue el norteamericano Neil Armstrong, en julio de
1969. En julio de 1975, una nave estadounidense, Apolo 18, y otra rusa, Soyuz 19, se acoplaron en el espacio por
primera vez. El cuerpo humano no está hecho para vivir en el espacio. Por eso, los viajeros deben llevar todo lo
necesario para sobrevivir: desde alimentos hasta aire para respirar, pues deben enfrentar la ingravidez del medio.
Debido a que en el espacio no existe la gravedad, ni el astronauta ni los objetos tienen peso. Sin embargo, los
viajeros tienen que continuar haciendo sus actividades cotidianas, como dormir, comer y trabajar, pero en estado de
ingravidez, es decir, que realizan estas acciones suspendidos en el aire. Dentro de un transbordador espacial hay
aire, literas para dormir, un área para comer y un retrete. Los astronautas pueden trabajar en el interior de la nave o
salir para hacer algunas tareas. Por ejemplo, si deben reparar un satélite, su trabajo puede durar varias horas porque
tienen que atraparlo, arreglarlo y volver a soltarlo en el espacio. Toda salida al exterior requiere de un traje especial,
denominado extravehicular, el cual sólo se utiliza fuera de la nave. Su función es proteger al astronauta de la
radiación y de las temperaturas extremas del espacio. En sus salidas al exterior, el astronauta está unido a la nave
para no alejarse flotando. A veces, lleva un dispositivo propulsor autónomo, que es un sistema de cohetes que le
permite controlar sus movimientos y la dirección. Enciclopedia de las Ciencias. Editorial Salvat. Barcelona, 1996.

En el siguiente texto aparece un problema para resolver. Se han quitado algunas letras. Para reponerlas leelo hasta
el final y luego escribí la letra que corresponda.

El olea...e golpeaba una y otra vez contra los acantilados. El color plomi...o de las aguas se volvía blanco por la a...ión
de la espuma. La som...ra de las nubes y una vaporo...a cortina de humedad se interponían entre la mirada y las
rocas le...endarias, inmóviles desde tiempos remotos. El para...e era solitario, silencio...o y a la vez ...ivificante. Lo
único que se escuchaba era el rugido del mar. Nunca ha…ía estado tan conmovido como en aquel in...ierno.

EL TESTAMENTO CONFUSO Se cuenta que un señor, por ignorancia o malicia, dejó al morir el siguiente testamento
sin signos de puntuación:

«Dejo mis bienes a mi sobrino Juan no a mi hermano Luis tampoco jamás se pagará la cuenta al sastre nunca de
ningún modo para los jesuitas todo lo dicho es mi deseo».

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¿Cómo interpretar este confuso testamento? El juez encargado de resolverlo reunió a los posibles herederos, es
decir, al sobrino Juan, al hermano Luis, al sastre y a los jesuitas. Les entregó una copia del testamento para que le
ayudaran a resolver el dilema. Al día siguiente, cada heredero aportó al juez una copia del testamento con signos de
puntuación, adjudicándose la herencia a sí mismo.

- Juan, el sobrino: «Dejo mis bienes a mi sobrino Juan. No a mi hermano Luis. Tampoco, jamás, se pagará la cuenta al
sastre. Nunca, de ningún modo, para los jesuitas. Todo lo dicho es mi deseo».

- Luis, el hermano:

- El sastre:

- Los jesuitas:

- El juez todavía pudo añadir otra interpretación para que la herencia no fuera para nadie y poder incautarla en
nombre del Estado:

La soledad
Marco Denevi

Dispuesto a convertirse en el primer orador de la ciudad, se encerró en su casa y a


solas, durante muchos años, practicó el arte de la oratoria. Pulía cada frase, cada
inflexión de la voz, cada silencio. Ensayaba ademanes, gestos, pasos. Era capaz de
repetir una y mil veces un vocablo hasta que el sonido alcanzase la perfección. Y
entretanto se negó a recibir a nadie, a conversar con nadie. Temía que los demás le
corrompiesen el estilo, le contagiasen sus trivialidades, sus torpezas de dicción, esas
rústicas modulaciones con que habla el pueblo. Cuando, finalmente, decidió que no
le quedaba nada por aprender, salió de su casa, se encaminó al ágora y en presencia
de la multitud pronunció su primer discurso. Nadie entendió una palabra. “¿Qué idioma es ese?”, preguntaban
los curiosos. Algunos se rieron, otros le arrojaron piedras, la mayoría se fue a presenciar las exhibiciones de
los cómicos.
FIN

Las tres pipas

Una vez un miembro de la tribu se presentó sacudió las cenizas y decidió volver a hablar con
furioso ante su jefe para informarle que estaba el jefe para decirle que lo había pensado mejor,
decidido a tomar venganza de un enemigo que lo que era excesivo matar a su enemigo pero que si
había ofendido gravemente. ¡Quería ir le daría una paliza memorable para que nunca se
inmediatamente y matarlo sin piedad! olvidara de la ofensa.

El jefe lo escuchó atentamente y luego le propuso Nuevamente el anciano lo escuchó y aprobó su


que fuera a hacer lo que tenía pensado, pero decisión, pero le ordenó que ya que había
antes de hacerlo llenara su pipa de tabaco y la cambiado de parecer, llenara otra vez la pipa y
fumara con calma al pie del árbol sagrado del fuera a fumarla al mismo lugar. También esta vez
pueblo. el hombre cumplió su encargo y gastó media hora
El hombre cargó su pipa y fue a sentarse bajo la meditando.
copa del gran árbol. Después regresó a donde estaba el cacique y le
dijo que consideraba excesivo castigar
Tardó una hora en terminar la pipa. Luego físicamente a su enemigo, pero que iría a echarle
en cara su mala acción y le haría pasar vergüenza tanto. Iré donde me espera mi agresor para darle
delante de todos. un abrazo. Así recuperaré un amigo que
seguramente se arrepentirá de lo que ha hecho".
Como siempre, fue escuchado con bondad pero
el anciano volvió a ordenarle que repitiera su El jefe le regaló dos cargas de tabaco para que
meditación como lo había hecho las veces fueran a fumar juntos al pie del árbol, diciéndole:
anteriores. "Eso es precisamente lo que tenía que pedirte,
pero no podía decírtelo yo; era necesario darte
El hombre medio molesto pero ya mucho más tiempo para que lo descubrieras tú mismo".
sereno se dirigió al árbol centenario y allí sentado
fue convirtiendo en humo, su tabaco y su bronca. Mamerto Menapace. Buenos Aires, Editorial
Patria Grande, 1992.
Cuando terminó, volvió al jefe y le dijo:
"Pensándolo mejor veo que la cosa no es para
La intrusa
Pedro Orgambide
Ella tuvo la culpa, señor Juez. Hasta entonces, hasta el día en que llegó, nadie se quejó de mi conducta. Puedo decirlo
con la frente bien alta. Yo era el primero en llegar a la oficina y el último en irme. Mi escritorio era el más limpio de
todos. Jamás me olvidé de cubrir la máquina de calcular, por ejemplo, o de planchar con mis propias manos el papel
carbónico.
El año pasado, sin ir muy lejos, recibí una medalla del mismo gerente. En cuanto a ésa, me pareció sospechosa desde
el primer momento. Vino con tantas ínfulas a la oficina. Además ¡qué exageración! recibirla con un discurso, como si
fuera una princesa. Yo seguí trabajando como si nada pasara. Los otros se deshacían en elogios. Alguno deslumbrado,
se atrevía a rozarla con la mano. ¿Cree usted que yo me inmuté por eso, Señor Juez? No. Tengo mis principios y no los
voy a cambiar de un día para el otro. Pero hay cosas que colman la medida. La intrusa, poco a poco, me fue invadiendo.
Comencé a perder el apetito. Mi mujer me compró un tónico, pero sin resultado. ¡Si hasta se me caía el pelo, señor, y
soñaba con ella! Todo lo soporté, todo. Menos lo de ayer. “González -me dijo el Gerente- lamento decirle que la
empresa ha decidido prescindir de sus servicios”. Veinte años, Señor Juez, veinte años tirados a la basura. Supe que
ella fue con la alcahuetería. Y yo, que nunca dije una mala palabra, la insulté. Sí, confieso que la insulté, señor Juez, y
que le pegué con todas mis fuerzas. Fui yo quien le dio con el fierro. Le gritaba y estaba como loco. Ella tuvo la culpa.
Arruinó mi carrera, la vida de un hombre honrado, señor. Me perdí por una extranjera, por una miserable
computadora, por un pedazo de lata, como quien dice.

EL HOCKEY EN ARGENTINA (texto para agregar adjetivos)

Argentina fue el primer país sudamericano en el que se practicó el


hockey sobre césped. Este_____________ deporte se practica en el país
desde la primera década del siglo XX, principalmente a partir de la
influencia de la ____________comunidad inmigrante británica, que lo
adoptó como uno de los deportes _________ para ser difundidos a
través de las escuelas y colegios "ingleses", de gran predicamento en los
sectores medios y altos. En 1908 se fundó la Asociación argentina de
Hockey, adherida a la Hockey Association of England. Por la _________
participación femenina desde sus inicios, se trata de uno de los deportes
que más impulsaron el ingreso de las mujeres al deporte en la Argentina.
El hockey sobre césped es practicado masivamente en colegios y clubes en todo el país, sobre todo entre las
__________mujeres.
Argentina mantiene una __________ superioridad deportiva en la práctica del hockey sobre césped en el continente
americano, tanto en mujeres como en varones, habiendo ambos ganado la mayoría de las medallas de oro
panamericanas y sin haber dejado de disputar ninguna final.

LIONEL MESSI (Adjetivos)


Lionel Andrés Messi Cuccittini, es un maravilloso futbolista argentino que nació en Rosario, provincia de Santa Fe,
el 24 de junio de 1987 y juega como delantero o extremo derecho en Barcelona. Viene de una familia humilde. El
genial futbolista, comenzó su formación en el año 1992, cuando tenía 5 años, acompañado de su comprensible y
amable abuelo. Primero, juego en el “Abanderado Grandoli, en segundo lugar en Newll´s Olds Boys y en tercer lugar
en el F.C.Barcelona.

Lionel Andrés Messi Cuccittini, es un futbolista que nació en Rosario, provincia de Santa Fe, el 24 de junio de 1987 y
juega como delantero o extremo derecho en Barcelona. Viene de una familia humilde. El futbolista, comenzó su
formación en el año 1992, cuando tenía 5 años, acompañado de su abuelo. Jugó en el “Abanderado Grandoli, en
Newll´s Olds Boys y en el F.C.Barcelona.

La capacidad de relacionarse.

La primera: “si quieres quedarte con la miel, no patees el panal”, porque para relacionarse con los demás las
críticas no sirven, como también es inútil condenar y recriminar. La crítica es peligrosa porque hiere el
orgullo de la gente y suscita resentimientos. Todos somos capaces de condenar, criticar y recriminar, pero
se necesita autocontrol para comprender y perdonar. Pero concretamente, ¿cómo ser bien recibido? Una
respuesta puede ser la de estudiar la técnica del más grande conquistador de amigos de todos los tiempos.
El perro es el único animal que no trabaja para vivir. Vive del amor que nos da. No tiene necesidad de leer
un libro de psicología. Sabe por instinto una gran lección de vida: es posible hacer más amigos en dos
meses mostrándote interesado por los demás que no en dos años tratando que los demás se interesen por
vos.

Existen distintas capacidades de relación fundamentales para tratar a los demás y ganárselos como amigos.

En conclusión, sigamos esta ley de oro: hagamos a los demás lo que quisiéramos que hicieran por
nosotros… y hagámoslo siempre y en todas partes con la mayor sinceridad.

Finalmente, ¿cómo caerles simpáticos a los demás? Dar a los demás la impresión de que ellos son
importantes. El deseo de sentirse importantes y ser apreciados en una necesidad primaria de la naturaleza
humana. Siempre se necesita la aprobación de quienes están en contacto con uno. Nada de adulación falsa,
sino de aprobación sincera.

Otra manera para hacernos querer por los demás es una buena sonrisa. Es por eso que los perros caen
simpáticos: cuando ven a su patrón parecería que enloquecen de alegría. Si queremos que la gente esté
contenta de estar con nosotros, también nosotros debemos demostrar que estamos contentos en su
compañía.

ROBOTS QUE IMITA A SERES VIVOS Y LUCHAN POR SOBREVIVIR


Los robots inteligentes están escapando de las novelas de ciencia ficción y vienen hacia el mundo real. Alguno,
incluso cargan sus baterías y toman decisiones por sí mismo. Tal es el caso de los llamados presa y depredador, dos
tipos de robots que habitan el Magma Science Adventure Centre, un centro de investigación de Rotherdam, una
pequeña ciudad del norte de Inglaterra.
La misión de estos robots es inusual. Su inteligencia artificial no intenta emular el intelecto sino que pretende imitar
el comportamiento animal, ya que forman parte de un experimento que estudia la evolución artificial (en términos
darwinianos)

En sistemas naturales, la energía puede entrar a un ecosistema mediante la luz solar, que puede ser absorbida por
las plantas. Y estas plantas puedes servir de alimento para pequeños animales, que a su vez se transforman en
comida de depredadores. Esta cadena alimentaria es la que se intenta realizar de manera artificial. Para ello el
científico Noel Sharkey ideo dos tipos de robots: los presa y los depredadores. Los presa cargan sus baterías
“pastando” debajo de unos árboles artificiales brillantes. Allí deben colocar sus paneles solares, en un lugar exacto.

Por su parte, los depredadores deben tomar la energía de los presa para mantenerse “con vida”. De lo contrario
morirían. Tienen que capturar a un presa, inmovilizarlo, y después extraer su energía mediante un colmillo.

Ambos tipos de robots se mueven gracias a motores impulsores. Además, cuentan con sensores infrarrojos que les
permiten andar sin toparse con objetos, huir y buscar, según el caso

LAS PRIMERAS CIVILIZACIONES


Los primeros reinos surgidos en el ámbito griego fueron potencias comerciales y guerreras. Su auge y su
decadencia estuvieron signados por la llegada de sucesivos movimientos migratorios que desarticularon a las
sociedades existentes
La civilización cretense
Aproximadamente entre 2500 y 1500 a.C., en la isla de Creta se erigió un importante centro económico y cultural que
ejerció gran influencia sobre parte de la Grecia insular y también continental.
Los palacios y los templos controlaban la economía, que estaba centrada en la producción artesanal y especialmente
el comercio, ya que se aprovechaba la estratégica posición geográfica de la isla.
A partir del 1700 A.C se produjo su apogeo. El dominio del mar habría convertido a esta civilización en una talasocracia,
cuya zona de influencia abarcaba desde la propia isla hasta las costas de la península griega y desde Sicilia hasta Asia
Menor. Esta primacía probablemente les permitió obtener tributos de las poblaciones sometidas a su poder.
Una teoría muy difundida sostiene que la caída de la civilización minoica se inicia con la erupción del volcán de la isla
de Tera (la actual Santorini), ocurrida poco antes del 1600 a. C., que generó un maremoto de tal magnitud que alcanzó
con enorme fuerza las costas de Creta y debió destruir gran parte de su flota. A partir de entonces, los aqueos
intentaron invadir la isla, hasta conseguirlos aproximadamente en el 1400 a. C.
Estos pueblos indoeuropeos habían llegados a la península griega hacia 2000 a. C. junto con los jonios y los eolios. Los
aqueos se instalaron en el Peloponeso, en torno a la ciudad de Micenas, en tanto que los jonios hicieron otro tanto en
el Ática, alrededor de Atenas, y los Eolios se asentaron en Beocia.
Los invasores micénicos se encontraron allí con una arquitectura mucho más compleja que la propia. Ellos tenían
palacios fortificados y cerrados sobre sí mismos, construidos en la altura para prevenir los ataques enemigos, con
habitaciones destinadas a la familia y a las reuniones del poder político (el mégaron o gran sala principal en la que se
hallaba el trono del rey habría sido utilizada para ese fin). Los cretenses, en cambio, tenían un sinnúmero de pasadizos
y habitaciones pequeñas para el depósito de mercaderías. Dichos palacios cumplían funciones de administración
comercial, además de las políticas y religiosas. Ese modo de construcción debe haber resultado “laberíntico” a los ojos
de los invasores.
En aquellos palacios se encontraban abundantes figuras representativas de toros --- animales a los que los cretenses
vinculaban con sus juegos y con el culto, y que encarnaban la fuerza y el valor--- así como el símbolo de las hachas
dobles, llamados lábrys en griego antiguo. De esa palabra procede originariamente el término “laberinto”.
La religión cretense era politeísta; adoraban diversos elementos de la naturaleza y rendían culto a una diosa madre,
que simbolizaba la fertilidad. Celebraban ceremonias públicas al aire libre , que consistían en danzas rituales y juegos
taurinos, en las que eran corrientes los sacrificios humanos.
Todos estos elementos han justificado una interpretación que encuentra una profunda raíz histórica en la leyenda
mitológica. La historia del minotauro y de Teseo, el héroe fundamental del Ática, seria así como una reformulación
poética que representa el modo en el que concluyó el yogo cretense.
La llegada de los dorios
Aproximadamente hacia 1200 a.C. llego al actual territorio de Grecia una nueva oleada de migraciones indoeuropeas,
procedentes del norte. Estaba conformada por los Dorios , que hablaban una variante lingüística de la que derivo el
idioma griego.
Su manejos de armas de hierro y de la técnica militar del combate a caballo garantizó su triunfo sobre la civilización
micénica. La victoria de los dorios implicó la desaparición de los grandes palacios, de la escritura y de las formas de
organización propias de la sociedad micénica. Comenzó en la historia griega una etapa caracterizada por la fusión
cultural de los dorios con los pueblos vencidos, aun cuando tendieron a imponer sus valores.
Fuentes: ciencias sociales 1, Estación Mandioca, 2010.
Mitos en acción 2, Amor y aventura, La estación, 2009.

LOS JUEGOS OLÍMPICOS


Según el poeta griego Píndaro, fue Heracles quien llamó “Juegos Olímpicos a una serie de eventos
deportivos en honor a su padre Zeus y estableció la costumbre de celebrarlos cada cuatro años. Además, se
cree que después de completar sus doce trabajos, construyó el estadio olímpico.
Para los antiguos griegos, el deporte era parte de la formación del ciudadano y se consideraba un
entrenamiento para la guerra. Los deportes eran muy competitivos, en ocasiones de una extrema dureza, la
disciplina era severa y la violación de las reglas se castigaba con azotes.
En las principales ciudades se celebraban competiciones atléticas en honor de los dioses: en honor de
Poseidón en Corinto, en honor a Apolo en Delfos, y dedicados a Zeus los de Nemea y los de Olimpia.
Los juegos más importantes eran los que se celebraban en la ciudad sagrada de Olimpia, una pequeña
población en el noroeste de la península del Peloponeso, situada a los pies del Monte Olimpo, la montaña más
alta de Grecia.
Cada cuatro veranos, gentes venidas de toda Grecia, incluso de las colonias, llegaban a la ciudad de
Olimpia con el fin de asistir a los juegos, durante los cuales se suspendían las guerras. Además de las
ceremonias y sacrificios rituales, había actuaciones teatrales, recitales poéticos, discursos, desfiles y
banquetes. Solamente podían competir los hombres, que participaban desnudos. No había deportes por
equipos.
Los primeros Juegos Olímpicos se remontan, según la tradición, a 776 a. C. La última Olimpiada data
de 393 d.C., año en que en el que el emperador Teodosio II prohibió los festejos e incluso mandó incendiar el
templo de Zeus, pues Roma ya había adoptado el cristianismo. Las olimpiadas servían para el cómputo del
tiempo (se decía “año tal de la olimpiada tal”). Al principio los juegos duraban solo un día, pero acabaron
prolongándose a lo largo de varias jornadas.
Tras los sacrificios a Zeus y demás ceremonias de apertura, se celebraban durante tres días las
competiciones en el siguiente orden: carrera, lucha, pugilato y pancracio. La carrera constaba de cuatro partes:
estadio (el trayecto más corto), resistencia (24 vueltas a la pista), dromos (casi 200 metros) y carrera sencilla
(ida y vuelta al estadio). En la lucha vencía quien lograba derribar a su adversario haciéndolo tocar el suelo
con ambos hombros. El pugilato se parecía al boxeo actual y los púgiles podían parar los puñetazos con las
manos y las muñecas, que se llevaban protegidas (al comienzo con tiras de cuero y luego con manguitos
metálicos). El pancracio era una combinación de lucha y pugilato. El cuarto día se celebraba la carrera de
carros (cuadrigas y bigas), de caballos y el pentatlón, que incluía salto de longitud, lanzamiento de discos, de
jabalina, carrera con armadura completa y lucha realizadas por un único atleta como prueba combinada.
Durante la quinta jornada se repartían los premios y se celebraba un banquete amenizado con música y
recitales poéticos.
Los vencedores, al regresar a su patria, era objeto de los máximos honores. Al principio los premios
tenían algún valor material, perlo luego pasaron a ser simbólicos: coronas trenzadas con laureles y otras
plantas. En algunos relatos posteriores, se recoge la creencia popular que consideraba a estos hombres como
semidioses, cuyas estatuas por sí solas podían obrar milagros.
Actualmente, el símbolo olímpico consiste en cinco anillos que representan los cinco continentes del
mundo: África, América, Asia, Europa y Oceanía. Están entrelazados para simbolizar la amistad deportiva de
todos los pueblos.
Además, en los juegos olímpicos se revive el mito de Prometeo al encender la antorcha de fuego, como
símbolo de que la humanidad sobrepasó los límites divinos y que puede ganar lo que se proponga.
La antigua Grecia, Tikal Ediciones, Madrid

Los actores y el vestuario


Todos los personajes, aun los famosos, eran encarnados exclusivamente por hombres. Se los llamaba hipocritai
(hipócritas). Los papeles eran desempeñados por tres actores llamados respectivamente protagonistas,
deuteragonistas y tritagonistas. Debían alternarse para representar las diversas partes, ya que en escena no podía
haber simultáneamente más de tres personajes. El elenco teatral se completaba con una variada cantidad de
personajes mudos y comparsas que representaban a soldados, miembros de un séquito, etc., además de diversos
animales.
Además de la peluca y el tocado que respondía a las características del personaje, todos usaban una máscara que
reproducía, aproximadamente, el rostro de la figura encarnada. Había una serie de modelos que reflejaban diversas
expresiones anímicas, según el sexo, la edad y el temperamento del personaje evocado. Estas máscaras tenían,
además, un dispositivo que ampliaba el volumen de la voz, lo que permitía que fueran escuchados por todo el público
y le daba un tono profundo y solemne a los parlamentos.
Otro elemento importante del atuendo de los actores eran los coturnos, un calzado con suela muy gruesa que los
hacía más altos, por lo que debían rellenarse algunas partes del cuerpo para equilibrar la figura.
El coro estaba formado por doce o quince coreutas que bailaban y cantaban ordenados en hileras paralelas. Su
atuendo era más sencillo que el de los actores.
La sala teatral
Los teatros, construidos con madera y luego con piedra, podían albergar entre 15.000 y 30.000 espectadores y estaban
ubicados al aire libre, en un anfiteatro, generalmente al pie de la colina. En la parte central estaba el altar en el que
supuestamente se realizaban las ceremonias dedicadas a Dionisos antes de comenzar el espectáculo. La orquesta era
el sitio por donde se desplazaba el coro y que rodeaba al altar. En torno de la orquesta se extendía el auditorio, una
serie de gradas sobre la colina, que ocupaban los espectadores.
En la parte inferior de ese hemiciclo, en plateas de privilegio se ubicaban las personalidades destacadas. La escena
ocupaba el tercio restante de ese círculo. Representaba generalmente la fachada de un templo o de un palacio y servía
de fondo para la representación. En su interior estaban los camarines. Esta fachada tenía tres o cinco puertas, y según
por cuál de ellas hacía su entrada el intérprete, indicaba de donde procedía el personaje (si del sitio donde transcurría
la acción, se de algún lugar lejano o bien del interior del palacio o templo representado en esa fachada). Estas
convenciones eran conocidas por los espectadores. Frente al auditorio estaba el proscenio, donde se desarrollaba el
espectáculo.
Los mecanismos escenográficos
Aunque se utilizaban diversos mecanismos para satisfacer exigencias del argumento. Se puede citar:

 El enquiclema: que se utilizaba para mostrar a los espectadores lo sucedido fuera de escena (muertes,
homicidios, aun ficticios, no podían mostrarse en el teatro que era sagrado). Consistía en una plataforma
rodante que se introducía y luego se retiraba;
 El teologeion que consistía en una plataforma elevada en la que aparecían los dioses para intervenir en
conflictos humanos;
 Las tramoyas, que permitían elevar y bajar a los dioses y héroes sobre el escenario, y otros mecanismos para
producir sonidos como truenos y relámpagos.

Elementos de una tragedia


Cuando se habla del Teatro Griego, forzosamente hay que distinguir entre piezas teatrales trágicas y obras cómicas.

El Prólogo. Es simplemente una introducción, aunque su tratamiento varíe según los autores. Para muchos se trata no
del comienzo de la acción propiamente dicha, sino la parte en que se pone al espectador en antecedentes del
argumento y se explica el "conflicto" que la obra va a dramatizar.

La Párodos. Con ella se iniciaba realmente el desarrollo de la acción y consistía en el canto de entrada del Coro. Por
los accesos laterales del teatro arriba mencionados entraba el coro y se dirigía hacia la orquestra, lugar en que
permanecía toda la representación. En este primer canto solía hacerse alusión a circunstancias previas a la acción
dramática y relevantes para la misma, como luego comprobaremos en el estudio detallado de Edipo Rey

Los Episodios. Constituían los pasajes dramáticos "intercalados entre los cantos corales" y eran partes dialogadas en
las que actuaban los actores. En Edipo Rey el actor-Protagonista se encargaría del papel de Edipo y
un Deuteragonista asumiría los de Creonte, Tiresias y el mensajero, puesto que estos no coinciden en la escena; por
último, un actor-Tritagonista encarnaría el personaje de Yocasta y los papeles del sacerdote y el criado.

Los Estásimos. Eran los cantos del Coro que "sin moverse" de la orquestra ejecutaba acompañándolos en ocasiones
de sonidos instrumentales y de danza. Para muchos, el coro no es propiamente un actor o personaje, sino que se
situaba, en el plano dramático, a mitad de camino entre los actores y los espectadores: era espectador de la acción
que en la escena los actores reproducen, pero también el Coro mismo, los Coreutas, o su director, el Corifeo, pueden
entablar diálogo con los actores: a estos diálogos líricos se les denomina "Como" (en griego el término alude a la
lamentación ante la muerte, y solían aparecer en los momentos de mayor importancia dramática con los que se
subrayaba la acción. En cualquier caso, la misión del Coro sería la de comentar la acción dramática o la de aconsejar,
o reprochar, animar o impugnar las acciones y palabras de los actores. En cuanto a las intervenciones exclusivas
del Coro, su canto solía tener tres partes: la "estrofa", durante la cual los componentes danzaban hacia un lado. La
"antístrofa", en la que los miembros del coro danzaban hacia el lado contrario, quedando como estaban al principio.
Y el "epodo", compuesto por varios versos que se cantaban por si alguno de los del coro había quedado descolocado
al hacer la estrofa o la antístrofa, y así poder alinearse.

Estas dos partes (Episodios y Estásimos) se alternaban libremente en las obras.

El Éxodo. Es el canto final del Coro mientras "sale" del teatro al finalizar la tragedia. En Edipo Rey el éxodo se reduce a
la despedida del Corifeo, quien, como es frecuente en la tragedia, lo hace diciendo una frase significativa con un fin
de enseñanza.

“El origen del teatro”


El teatro nace en Grecia aproximadamente en el siglo V antes de Cristo con carácter religioso. Dionisios, dios del vino
(Baco entre los romanos), simbolizaba la vida. En las fiestas llamadas dionisíacas celebradas en su honor, están los
orígenes del teatro. Durante estas conmemoraciones, los habitantes de varias localidades agrícolas, luciendo máscaras
y trajes confeccionados con pieles de animales, presentaban escenas míticas de la vida de Dionisios.

El coro, formado por bailarines, cantantes y recitadores, evocaba la muerte del dios, su descuartizamiento para
fecundar la tierra y su posterior resurrección y glorificación. Con el paso del tiempo, un actor se separó del coro (recibe
el nombre del corifeo) y comenzó a narrar las hazañas del dios y el grupo le respondía. Habiendo actor y diálogo, ya
puede hablarse de espectáculo teatral propiamente dicho.

Los personajes de la tragedia eran eran reyes, dioses, semidioses o héroes, su lenguaje era elevado o acorde a su
categoría y el desenlace doloroso. En la comedia los personajes eran seres corrientes de la vida diaria, su lenguaje era
coloquial y el final era feliz.

Tragedia

La palabra “tragedia” significa la canción del macho cabrío, mostraba la lucha entre el héroe y los dioses. A pesar de
que el ser humano sabía que iba a ser vencido, que iba a morir, siempre luchaba por lo que consideraba justo.

En las tragedias, el error humano (hamartía) se produce cuando el hombre pierde su objetividad y se deja llevar por
sus pasiones sin tener en cuenta la advertencia de los dioses o cuando estos le inducen a cometer un error. Como
oposición a la hamartía aparece la anagnórisis en donde el héroe reconoce su error, se responsabiliza por su falta y
acepta el castigo.

En las tragedias clásicas, el motivo del infortunio es la hybris, o el orgullo desmedido que hace a los mortales creerse
superiores a los dioses, que no los necesitan ni les deben honor. La hybris es considerada como el más grave de los
defectos. De este modo la tragedia también alecciona y enseña al espectador respecto a los valores de la religión
clásica. La catarsis es, pues, el medio por el cual los espectadores pueden evitar caer en la hybris.

Las tragedias posteriores reutilizaron la mitología para hacer visibles problemas políticos y sociales más actuales de la
sociedad. Estas, buscaban producir la catarsis que es la facultad de la tragedia de redimir o purificar al espectador de
sus propias bajas pasiones, al verlas proyectadas en los personajes de la obra, y al permitirle ver el castigo merecido e
inevitable de estas; pero sin experimentar dicho castigo. Al involucrarse en la trama, la audiencia puede experimentar
dichas pasiones junto con los personajes, pero sin temor a sufrir sus verdaderos efectos.

Los trágicos más importantes fueron Esquilo, Sófocles y Eurípides que vivieron en el siglo V a.C.

El poeta Esquilo fue durante un tiempo el maestro indiscutido de la escena ateniense. Introdujo algunas innovaciones
que consolidaron la tragedia. Incorporó un segundo actor y disminuyo el protagonismo del coro con lo que adquirió
importancia la parte dialogada. Sus temas se centraban en las relaciones de dioses con hombres y en las nociones de
culpa, castigo, desmesura.

El segundo de los grandes trágicos fue Sófocles, sus personajes son parecidos a nosotros por su humanidad,
despertaban temor y piedad. Entre sus innovaciones puede mencionarse: la incorporación de la escenografía y de un
tercer actor lo que permitió ahondar en la psicología de sus personajes; la reducción de la participación del coro, al
que limitó a presenciar los acontecimientos.

Euripides, coetáneo de Sófocles. Denunció los prejuicios que existían en Atenas, lo que le valió el repudio de los
conservadores pero el aplauso de los jóvenes. Sus personajes, conflictivos pero humanos, presentan una sólida
estructura psicológica.

Comedia

Al igual que en el caso de la tragedia, el origen de la comedia no es sencillo de resolver. Según algunas evidencias
proporcionadas por la literatura y la arqueología, en Atenas y en otras poblaciones menores, se realizaba una
celebración denominada comos, cuyos antecedentes serían muy antiguos. Estas celebraciones rituales se celebraban
en primavera para festejar el renacimiento de la naturaleza y estaban destinadas a honrar a deidades de la fertilidad,
de la agricultura y, por supuesto Dionisos.

El máximo exponente de la comedia “antigua” fue Aristófanes (450-390 a.C). Los temas eran tomados de las leyendas
y mitos con espíritu poco respetuoso, los dioses y héroes aparecían presentados como delincuentes o estafadores.
Estos recordaban a los hombres que los vicios y virtudes humanas también estaban presentes en los dioses.

La comedia, tanto en Grecia como en Roma, con la risa y el tono burlón enmascaraba la crítica de defectos y vicios
sociales y políticos. Ella imita los risible y feo de hombres inferiores, de manera que en ella se representa “un defecto
y una fealdad que no causa dolor ni ruina”, pero tiende a presentar los hombres peores de lo que son, a diferencia de
la tragedia.

EL PEZ PAYASO
Los peces payaso son famosos sobre todo desde la película “Buscando a Nemo”, personaje al que le
sirvieron de modelo. La película cuenta las aventuras y travesuras de un Pez Payaso, y el hermoso Pez
Doncella, los cuales se encuentran en los primeros lugares de la lista de peces tropicales de mayor
comercialización.
El Pez Payaso, Amphiprion ocellaris, es uno de los peces más atractivos y conocidos entre los aficionados a
la acuariofilia marina. Nativo de una amplia variedad de aguas cálidas en el Océano Pacífico, vive en las
zonas tropicales en los arrecifes de coral conjuntamente con las anémonas – en teoría una especie
depredadora – de la cual obtiene protección frente a posibles ataques de otros depredadores.
Puede medir entre los 5 y los 8 centímetros. Se caracteriza por su llamativo color rojo, rosa fuerte o naranja
y tres franjas blancas que dividen el cuerpo, el cual le sirve de perfecto camuflaje.
El grupo siempre está dirigido por una hembra, la de mayor tamaño; el resto son todos machos aunque solo
uno de ellos formará pareja con la hembra. Cuando se elige la pareja correcta, el macho se mostrará sumiso,
normalmente este comportamiento se debe a que la hembra se mostrará agresiva con el macho.
Forma una comunidad estrecha con las anémonas, en la que coloca sus huevos. Tras nacer, las larvas son
arrastradas por las corriente a mar abierto, donde pasan los siguientes 10 a 20 días. Luego nadan de vuelta a
sus arrecifes o a otros con características similares guiándose por señales olfativas.
El pez Payaso es omnívoro, por lo que su alimentación es sumamente variada.
Este pez tropical enfrenta la extinción después que Disney lanzó el film mencionado. Según los científicos si
bien el cambio climático juega un papel importante en este problema, la desaparición progresiva de esta
especie responde principalmente a que ocupa el primer lugar en la demanda de los niños que quieren tenerlo
como mascota.

LA APUESTA
La vieja tenía fama de bruja. Muchas viejas la tienen, pero esta había justificado esa creencia engualichando a diecisiete
solterones, enmudeciendo a un insoportable peluquero charlatán, logrando que un sordo hablara y llevando la buena
y la mala suerte a uno u otro hogar, según los encargos...

Cuando murió —acababa de cumplir noventa y cinco años— mucha gente experimentó un gran alivio, sintiéndose a
salvo de sus hechicerías, verdaderas o no. Claro que siempre hay algún nefasto descreído. Y precisamente uno de los
que siempre se habían burlado de sus poderes era el ayudante de la estación de servicio, un muchacho común cuyos
únicos rasgos sobresalientes eran su descreimiento y el desmedido gusto por las apuestas.

Tras la muerte de la anciana, el muchacho apostó a que visitaría la tumba durante la noche. En prueba del
cumplimiento de tal desafío dijo a sus dos compañeros de trabajo que pintaría la lápida de verde.

A las doce de la noche se despidió de sus amigos en la misma estación de servicio y montó a su bicicleta llevando una
linterna y un aerosol en el bolsillo de su campera.

En los alrededores del cementerio la oscuridad era absoluta. La débil claridad lunar dejaba ver la entrada —tres altas
columnas blanquecinas que apuntalaban a dos portones de hierro—, recortándola sobre los oscuros y altísimos
eucaliptos que se bamboleaban suavemente a sus costados. El muchacho dejó la bicicleta sobre unos matorrales y con
decisión trepó por el enrejado.

En toda la tarde, desde que se le había ocurrido jugar esa apuesta, no había sentido miedo, pero empezaba a
inquietarse ahora que caminaba por la galería principal del cementerio, su calle central, a cuyos flancos se levantaban
las altas bóvedas de mármol donde moraban los muertos más sobresalientes del pueblo (no los gordos narigones,
orejudos, cabezones, etc., sino los de cuentas bancarias sobresalientes). Según recordaba, la tumba de la vieja estaba
en el otro extremo y para llegar a ella debería salir de ese camino e internarse en un angosto sendero que conducía a
la parte pobre, donde se deposita a los muertos en tierra y se los cubre con una loza de cemento, una humilde
inscripción en hierro y un recipiente para las flores.

Reparó en el silencio que había allí. Y qué pretendía que hubiera ¿música cuartetera? Por más que se empeñara en
amortiguar las pisadas y caminar casi sin hacer contacto con el suelo, los golpes de sus zapatos resonaban sobre las
baldosas produciendo ecos lejanos. Pensó luego que una vez que pintara la lápida de la vieja tendría que regresar
hasta la puerta del cementerio dándole la espalda a esa tumba. Era una tontería, sí, pero por un momento no pudo
apartar su pensamiento de ello.

En fin, ya no podía volverse atrás. Continuó, ahora echando rápidos vistazos a los costados, fugaces vueltas de cabeza
hacia atrás, alerta, presintiendo que algo se deslizaba detrás de sí. Él conocía el cementerio de día, iluminado, no así
poblado por las sombras de la alta noche. Pero llegó el momento en que tuvo que detenerse: claramente había
escuchado un ruido. Mantuvo la respiración, apoyó la espalda contra una pared de nichos superpuestos y se animó a
sacar la linterna del bolsillo aunque no a encenderla. Sintió otro roce. Cerró los ojos. Algo le tocaba las piernas: no
tuvo coraje ni para retirar el pie. Tardó una eternidad en deducir que se trataba de un gato.

Demoró dos o tres minutos en recuperar la respiración normal y en acallar a su corazón que latía como un
bombeador de agua. Retornó la marcha hacia la tumba de la hechicera.

Fue necesario que prendiera la linterna para ubicar la tumba de la vieja, y al hacerlo, al tener en su mano un
tembloroso haz de luz, se sintió más expuesto. Como si los muertos necesitaran de la luz para ver a alguien que anda
recorriendo las tumbas a las doce de la noche, se dijo.

Al fin la encontró.

No quiso demorar un instante más en preguntarse si luego no se arrepentiría de lo que estaba haciendo. Se dijo que
no y empezó a rociar la lápida con la pintura verde de su aerosol.

Poco después se incorporó dando por terminado el trabajo. Pensó que, de ocurrir algo sobrenatural (aunque pensar
eso era una tontería), de ocurrir algo sobrenatural como una aparición o una venganza llevada a cabo por la vieja cuyo
cadáver yacía ahí nomás debajo de una capa de tierra a centímetros de donde estaba él parado, de ocurrir algo así,
tendría lugar en ese mismo instante en que, terminada su profanación, debía salir del cementerio. Un prolongado
estremecimiento recorrió su cuerpo. Ya no pudo mantener la calma: empezó a caminar apurado hacia la salida como
si algo lo persiguiera. Esta vez no se atrevió a mirar hacia atrás.

Ni él mismo hubiera podido explicar cómo llegó hasta la bicicleta. Recién a las seis o siete cuadras del cementerio
pudo recuperar la calma. A las diez cuadras ya se felicitaba por su valentía y pensaba en, la cara de sus amigos cuando
les dijera que acababa de cumplir con su apuesta y que al día siguiente podían ir hasta el cementerio a ver la lápida
pintada de verde.

Llegó a la estación de servicio, apoyó la bicicleta en la pared y se dirigió al despacho donde permanecían sus
compañeros cuando no había clientela que atender. Empujó la puerta de vidrio y se paró ante los dos hombres que se
encontraban jugando a las cartas. Ambos alzaron la vista al oír que se abría la puerta. Estaba por decirles que había
cumplido con la apuesta, pero se contuvo porque vio la extraña expresión de sus rostros.

Los dos hombres lo miraron espantados. Después se cubrieron la cara y se precipitaron a la puerta trasera llevándose
todo por delante. El muchacho hizo dos pasos hasta el espejo, pero antes de mirarse lo comprendió todo. Afuera uno
de sus amigos seguía gritando: “¡la viejaaa!”.

Cuentos espantosos. Ricardo Mariño. Bs. As., Sudamericana, 2002. 1ª ed.: Quirquincho, 1991.

TECNOLOGÍA INFORMÁTICA
La computación digital se ha convertido en un aspecto importante de la vida diaria desde sus comienzos
en 1.940. La innovación llevó a la invención de computadoras móviles, asistentes personales digitales y
teléfonos celulares. El concepto “era de la información” fue acuñado para los tiempos modernos, debido al rol
central de las computadoras. La investigación y el desarrollo apuntan a computadoras más compactas,
versátiles y universales, con mayor velocidad y confiabilidad de procesamiento.
La tecnología informática se usa en casi todos los aspectos de la vida diaria. Hoy está completamente
integrada con los objetos cotidianos: desde electrodomésticos hasta marcapasos, pasando por autos,
teléfonos celulares, relojes, sistemas de entretenimiento hogareño y de seguridad.

POR LOS JÓVENES


Tengo 17 años, estoy por finalizar la escuela secundaria y creo que la solución para cambiar el país es la educación.
Hoy, un 55% de los jóvenes no asiste a la escuela. Es una pena tener una generación que no puede capacitarse y
crecer, que los chicos lleguen a la escuela y se tengan que volver porque los profesores se ausentaron o la portera
está de paro. Es una pena ver cómo esos jóvenes se rinden, como pasan de irse a acostar a las 10:00 de la noche
para asistir al colegio a la mañana siguiente a estar paseando por la calle un día de semana a las 11:00 de la noche.
Es una pena que ya no haya nadie que les enseñe lo que son el respeto, la paciencia y el compromiso; saber que los
sueños para el futuro, al no recibir una adecuada educación, no podrán ser alcanzados. ¿Cómo pretende el señor
Presidente que los jóvenes lo apoyen o entiendan la difícil situación del país si más adelante no sabrán lo que son el
FMI, el G-20, las Lebac, los bonos, ni por qué sube el dólar? Y, más allá de la deserción, es también preocupante el
sistema de evaluación del alumno. Estamos más enfocados en sacar buenas notas para no tener que concluir el año
lectivo en diciembre en lugar de esforzarnos por tener una mejor comprensión de los temas y, gracias a ello, obtener
buenos resultados en las evaluaciones. Es triste tener todos los días enfrente a algunos profesores que se rinden,
que ya no tienen la capacidad de enseñar ni la paciencia para explicar
Los jóvenes argentinos deben tener una oportunidad, porque son el futuro. Jóvenes que puedan crear grandes
cosas, que sueñen con una argentina mejor.
Inés Castello
La Nación, 1 de octubre de 2018

NECESITAMOS EL HOSPITAL
Señor director:

“La presente es para manifestar una gran preocupación, acompañada de bronca e impotencia, ante el inminente
cierre, en nuestra localidad, del hospital María Clara Morgan. Hecho que, creo, pudo ser evitado.

“La institución tiene una larga trayectoria y ha cubierto todas las ramas de atención a la salud, con un equipamiento
y el personal, todo, digno de destacar. Administrado por las hermanas Hijas de San Camilo.

“Esta administración ha comunicado su decisión de dejar de funcionar como hospital de agudos y atender un
geriátrico (actividad que también se desarrolla actualmente).

“A mi humilde entender, la determinación se toma exponiendo causas no muy claras, actitudes no convincentes y
poca apertura al diálogo. Si bien las órdenes pueden ser impartidas por sus superiores, manejando la frialdad de los
números de la economía y de las estadísticas, al estar a muchos kilómetros de distancia, los que comparten los
vaivenes cotidianos de los habitantes de esta comuna saben que la cobertura de la salud siempre estuvo a cargo de
dicha institución y del hospital municipal.

“Por ello cabe llamar a la reflexión: ¿a quién beneficia el cambio? ¿cómo se cubrirán los servicios que ya no se
brindan? ¿es necesario aumentar la incertidumbre e inestabilidad laboral? ¿alguien se replanteará lo que significa
vocación de servicio, bien común, etcétera?”

María Luisa Campo


DNI: 11923.29
San Antonio de Areco (Bs As)
La nación, 18 de mayo de 2017

El agua es una sustancia cuya molécula está formada por dos átomos de hidrógeno y uno de
oxígeno (H2O). El término agua generalmente se refiere a la sustancia en su estado líquido, aunque
la misma puede hallarse en su forma sólida llamada hielo, y en su forma gaseosa denominada
vapor. El agua cubre el 71 % de la superficie de la corteza terrestre. Se localiza principalmente en
los océanos, donde se concentra el 96,5 % del agua total; los glaciares y casquetes polares poseen
el 1,74 %; los depósitos subterráneos y los glaciares continentales suponen el 1,72 % y el restante
0,04 % se reparte en orden decreciente entre lagos, humedad del suelo, atmósfera, embalses, ríos
y seres vivos. El agua es un elemento común del sistema solar, hecho confirmado en
descubrimientos recientes. Puede encontrarse, principalmente, en forma de hielo; de hecho, es el
material base de los cometas y el vapor que compone sus colas.
Desde el punto de vista físico, el agua circula constantemente en un ciclo de evaporación,
precipitación y desplazamiento hacia el mar.
Se estima que aproximadamente el 70 % del agua dulce se destina a la agricultura, es decir al
conjunto de técnicas y conocimientos para cultivar la tierra. El agua en la industria absorbe una
media del 20 % del consumo mundial, empleándose en tareas de refrigeración, transporte y como
disolvente de una gran variedad de sustancias químicas. El consumo doméstico absorbe el 10 %
restante.
El agua es esencial para la supervivencia de todas las formas de vida conocidas por el hombre,
incluida la humana. El acceso al agua potable se ha incrementado durante las últimas décadas
en la superficie terrestre; por ejemplo en la provincia de Mendoza cada habitante consume
diariamente 500 litros de agua, mientras que en Arabia Saudita cada familia consume 50 litros
por día. Sin embargo, estudios de la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la
Alimentación y la Agricultura) estiman que uno de cada cinco países en vías de desarrollo tendrá
problemas de escasez de agua antes de 2030; en esos países es vital un menor gasto de agua en
la agricultura modernizando los sistemas de riego.
José Lui López. Licenciado en Recursos Renovables. Texto extraído de Enciclopedia
Espasa.

ARIADNA Y TESEO
(Versión de Guillermo Cácharo)

La nave proveniente de Atenas se acerca a la playa de Creta una vez más. Cada año ocurre lo mismo, Egeo, rey
de Atenas, debe enviarle a Minos como tributo una nave con siete jóvenes y siete doncellas para ser devorados por
el Minotauro[1]. La proa[2] roja del barco que se distingue en el horizonte parece una herida de sangre que brota del
negro casco, un anticipo sombrío de lo que va a ocurrir cuando los catorce jóvenes penetren en el Laberinto, para no
salir jamás.
Por fin comienza el desembarco. Una vez en la arena, los siete muchachos y las siete doncellas comienzan a
caminar lentamente hacia la ciudad, escoltados por la guardia cretense. La hija del rey Minos, Ariadna, observa los
cuerpos y los rostros desfallecidos y desanimados de los atenienses. De todos menos de uno.
El primero en pisar tierra, el primero en emprender el camino, delante de la fila acongojada que lo sigue, es
diferente de todos los que han llegado antes, distinto de cuantos jóvenes ha conocido Ariadna. En su manera de mirar
a los cretenses reunidos allí no hay ningún temor, sino más bien una serenidad desafiante. Su paso es señal de una
fuerte convicción. Ariadna mira a ese joven y entiende lo que el joven sabe: que no ha venido a Creta a morir.
En ese momento un bramido[3] feroz, siniestramente humano, va ganando el aire hasta cubrirlo por completo.
Todos enmudecen; nadie puede evitar estremecerse cuando el Minotauro reclama por sus víctimas, cuando empieza
a impacientarse. Minos también lo ha escuchado; el sonido lo enfurece y descarga contra los objetos que tiene a su
alcance su ira, que también su culpa y su oprobio [4]. Al rey le pesa aún más el castigo de Poseidón le ha enviado por
su ingratitud. El dios había ayudado a Minos a convertirse en el rey de Creta, y este en vez de cumplir con el sacrificio
solicitado, quiso engañar al dios. Poseidón, enfurecido por la afrenta, decidió vengarse: la presencia del Minotauro,
una criatura cruel y monstruosa, sería el mejor castigo para tan terrible falta.
La guardia encierra a los atenienses, los viste para el sacrificio y los abandona en una fría habitación a la espera
del funesto encuentro con el Minotauro. De pronto, se escucha con mayor ferocidad el rugido de la fiera abominable.
Los cautivos comienzan a sollozar al oírlo. Se abrazan unos con otros en el interior de la habitación para darse
consuelo. Teseo se pasea con firmeza de un lado a otro, tratando de calmar a sus compañeros de infortunio[5]. Al
acercarse a la puerta, descubre unos ojos que lo observan por la abertura que utilizan los guardias para vigilarlos.
Pero esos ojos no son de ningún guardia. Son los de una mujer.
- ¿Quién eres? –pregunta Teseo.
Una dulce voz responde desde el otro lado:
- Mi nombre es Ariadna, soy la hija del rey.
- No me agrada saberlo –dice Teseo-. Si vienes a burlarte de nuestra desgracia…
- No se trata de eso –lo corta Ariadna-. Sé cuán terrible es lo que ha hecho mi padre. Lo lamento más de lo que puedes
imaginar. Me duele ver tanta muerte para complacer a un monstruo. Querría que todo esto terminara de una vez.
Quiero irme de aquí.
Teseo escruta la mirada de Ariadna y ve que sus ojos no mienten. Entonces dice:
- Si termino con el monstruo, ¿vendrás conmigo?
La muchacha siente que el Destino está de su parte, que Teseo ha venido a salvarla de su suerte y por eso ella
quiere ayudarlo: le entrega una pequeña espada y un ovillo.
- Esto te ayudará a cumplir tu voluntad. Escóndelo en tu ropa. Si atas el extremo del hilo en la entrada del Laberinto,
sabrás cómo salir después de matar al Minotauro.
Los jóvenes se despiden con la promesa y la esperanza de volverse a ver luego del enfrentamiento entre Teseo y
la bestia. Momentos después, el eco de un nuevo rugido lejano y ansioso del Minotauro cruza la noche.
La mañana ha llegado. Los atenienses son conducidos hasta las puertas gigantescas del Laberinto. Teseo es el
primero en atravesar, con decisión, las puertas que han tenido que mover cuatro hombres juntos.
Apenas transpone el umbral, Teseo ata un extremo del hilo en una saliente de la pared y busca entre sus ropas la
pequeña espada. Sin soltar el ovillo, desenrollándolo lentamente avanza por el primer pasadizo hacia su derecha.
Detrás de él se oyen los gemidos de los otros jóvenes atenienses.
Teseo avanza con cautela. Los corredores son estrechos y se bifurcan[6] constantemente: a poco de andar se da
cuenta de que ha perdido la orientación. Alza la vista hacia el cielo. Tan altas son las murallas que resulta casi
imposible distinguir desde dónde llega la luz del sol. El laberinto es inmenso. Falta poco para que el ovillo llegue a
su fin cuando Teseo presiente que no está solo son sus compañeros. Se da vuelta rápidamente. Desde el final del
pasillo en el que se encuentran, una figura espantosa corre hacia ellos.
Echando vapor por la nariz de toro y espuma por la boca, bramando con los ojos como fuego, el Minotauro llega
hasta Teseo y se balanza sobre él.
Teseo calcula el movimiento con cuidado, y en el momento preciso, salta hacia el costado, lo necesario para
esquivar la embestida[7]. Con furor, descarga toda la potencia de su puño sobre la cabeza de la bestia. El Minotauro
tambalea un poco. Frena y se vuelve con rabia. Repite la acometida. Otra vez Teseo consigue saltar de lado y descarga
sobre la bestia uno, dos, tres golpes, como si su brazo fuera la poderosa maza de un herrero. El monstruo tropieza.
Está apenas atontado, pero de su sien brota ya un hilo de sangre. Teseo aprovecha la situación. Antes de que recupere
fuerzas, salta hacia el Minotauro y le hunde la espada en la garganta. El Minotauro cae sobre su espalda. Sus ojos van
perdiendo brillo, hasta que por fin los apaga la sombra de la muerte.
Cuando están todos convencidos del triunfo, los atenienses corren a abrazar a Teseo, a besarle las manos. Varios
se hincan[8]ante él.
- No perdamos un segundo, amigos –los incita Teseo-. Todavía debemos salir del Laberinto y de esta isla aborrecida.
Recoge entonces el pequeño resto del ovillo, que ha caído a tierra durante la lucha, y con premura lo va enrollando
para deshacer el camino hacia la playa.
- ¡No hay tiempo! –grita el héroe-. ¡Debemos zarpar antes de que lleguen las fuerzas de Minos!
Unos instantes después, la negra nave de proa roja vuelve a cortar las aguas rumbo a casa. Ariadna se abraza a
Teseo en la cubierta y mira el horizonte, donde una nueva vida la aguarda.
Teseo da indicaciones para que la nave se dirija a la isla de Naxos, donde buscarán provisiones y descansarán para
luego continuar viaje a Atenas.
Luego del arribo, los hombres encienden fuegos en la playa y recorren las cercanías en procura de agua y víveres
para el resto de la travesía. Con las otras mujeres, Ariadna busca algún lugar donde puedan pasar la noche. Tan
cansada se siente, que cuando encuentra un sitio de pasto mullido, reparado por unas rocas, se recuesta y se queda
profundamente dormida.
Al despertar, Ariadna comprueba que ya es de mañana. Se incorpora y aguza el oído en busca de las voces de sus
compañeros de viaje. Nada.
Entonces corre hacia la costa, llamando y gritando:
-¡Teseo!
No obtiene respuesta. En los lugares donde los hombres encendieron los fuegos solo quedan cenizas. Hay rastros
de movimiento en la arena, pero allí no están las mujeres ni los hombres. Ariadna gira hacia todos lados para
cerciorarse. Y con terror reconoce su situación: ya no está allí la nave. Otra vez busca, hurga [9] el espacio con sus
ojos. Finalmente la ve. Lejos, muy lejos, rumbo a Atenas, sin ella.
En la cubierta de su barco, Teseo está sombrío [10], cabizbajo. No ha respondido a las preguntas de sus
compañeros. Temerosos de enojarlo, de provocar su ira, ellos han decidido no preguntar más. Nadie sabrá nunca por
qué el héroe abandonó a Ariadna en la isla de Naxos. Algunos dicen que no estaba enamorado de ella, sino de otra
mujer. Hay quienes suponen, son los menos, que al no poder encontrarla la dio por perdida, y resignado reemprendió
el viaje. Otros cuentan que un dios se le apareció y le dio la orden de dejarla allí para hacerla su esposa.
Sea como fuere, Teseo hace el resto de la travesía hundido en su tristeza. Que no ha de ser la última.
Durante varios días, el rey Egeo, padre de Teseo, ha escrutado el horizonte desde un acantilado del extremo sur
de Ática[11]. Al fin la nave aparece, inconfundible. Tarda horas en hacerse más visible, mientras el corazón del rey
late de ansiedad. Cuando está a la vista, el dolor se apodera de su alma.
-¡Son negras! –exclama-. ¡Las velas son negras!
Egeo no sabe que su hijo está vivo, que vuelve victorioso del enfrentamiento con el Minotauro, que en su
aflicción[12] ha olvidado cambiar las velas por unas blancas tal como se lo había pedido su padre antes de partir.
El rey, desesperado frente a la supuesta muerte del hijo, se arroja desde la altura de un acantilado y muere en
las azules aguas del mar. El mar que, desde ese día, lleva su nombre.
En Mitos en acción 2, Bs. As., La estación, 2009. (Adaptación)

[1] Minotauro: ser mitológico, con cabeza de toro y cuerpo de hombre.


[2] Proa: parte delantera de la embarcación.
[3] Bramido: la voz del toro en este caso.
[4] Oprobio: vergüenza, culpa.
[5] Infortunio: desgracia
[6] Bifurcar: dividirse en dos ramales.
[7] Embestir: ir con ímpetu sobre alguien o algo.
[8] Hincarse: arrodillarse.
[9] Hurgar: revisar.
[10] Sombrío: melancólico.
[11] Ática: región de la península griega donde se encuentra Atenas.
[12] Aflicción: que causa tristeza, inquietud.

LA PELOTA
Felisberto Hernández
Cuando yo tenía ocho años pasé una larga temporada con mi abuela en una casita pobre. Una tarde le pedí
muchas veces una pelota de varios colores que yo veía a cada momento en el almacén. Al principio mi abuela
me dijo que no podía comprármela, y que no la cargoseara; después me amenazó con pegarme; pero al rato
y desde la puerta de la casita -pronto para correr- yo le volví a pedir que me comprara la pelota. Pasaron
unos instantes y cuando ella se levantó de la máquina donde cosía, yo salí corriendo. Sin embargo ella no
me persiguió: empezó a revolver un baúl y a sacar trapos. Cuando me di cuenta de que quería hacer una
pelota de trapo, me vino mucho fastidio. Jamás esa pelota sería como la del almacén. Mientras ella la forraba
y le daba puntadas, me decía que no podía comprar la otra. Y que no había más remedio que conformarse
con esta. Lo malo era que ella me decía que la de trapo sería más linda; era eso lo que me hacía rabiar.
Cuando la estaba terminando, vi cómo ella la redondeaba, tuve un instante de sorpresa y sin querer hice una
sonrisa; pero enseguida me volví a encaprichar. Al tirarla contra el patio el trapo blanco del forro se ensució
de tierra; yo la sacudía y la pelota perdía la forma: me daba angustia de verla tan fea; aquello no era una
pelota; yo tenía la ilusión de la otra y empecé a rabiar de nuevo. Después de haberle dado las más furiosas
“patadas” me encontré con que la pelota hacía movimientos por su cuenta: tomaba direcciones e iba a
lugares que no eran los que yo imaginaba; tenía un poco de voluntad propia y parecía un animalito; le venían
caprichos que me hacían pensar que ella tampoco tendría ganas de que yo jugara con ella. A veces se
achataba y corría con una dificultad ridícula; de pronto parecía que iba a parar, pero después resolvía dar
dos o tres vueltas más. En una de las veces que le pegué con todas mis fuerzas, no tomó dirección ninguna
y quedó dando vueltas a una velocidad vertiginosa. Quise que eso se repitiera pero no lo conseguí. Cuando
me cansé, se me ocurrió que aquel era un juego muy bobo; casi todo el trabajo lo tenía que hacer yo; pegarle
a la pelota era lindo; pero después uno se cansaba de ir a buscarla a cada momento. Entonces la abandoné
en la mitad del patio. Después volví a pensar en la del almacén y a pedirle a mi abuela que me la comprara.
Ella volvió a negármela pero me mandó a comprar dulce de membrillo. (Cuando era día de fiesta o estábamos
tristes comíamos dulce de membrillo.) En el momento de cruzar el patio para ir al almacén, vi la pelota tan
tranquila que me tentó y quise pegarle una “patada” bien en el medio y bien fuerte; para conseguirlo tuve
que ensayarlo varias veces. Como yo iba al almacén, mi abuela me la quitó y me dijo que me la daría cuando
volviera. En almacén no quise mirar la otra, aunque sentía que ella me miraba a mí con sus colores fuertes.
Después que nos comimos el dulce yo empecé de nuevo a desear la pelota que mi abuela me había quitado;
pero cuando me la dio y jugué de nuevo me aburrí muy pronto. Entonces decidí ponerla en el portón y
cuando pasara uno por la calle tirarle un pelotazo. Esperé sentado encima de ella. No pasó nadie. Al rato me
paré para seguir jugando y al mirarla la encontré más ridícula que nunca; había quedado chata como una
torta. Al principio me hizo gracia y me la ponía en la cabeza, la tiraba al suelo para sentir el ruido sordo que
hacía al caer contra el piso de tierra y por último la hacía correr de costado como si fuera una rueda.

Cuando me volvió el cansancio y la angustia le fui a decir a mi abuela que aquello no era una pelota, que era
una torta y que si ella no me compraba la del almacén yo me moriría de tristeza. Ella se empezó a reír y a
hacer saltar su gran barriga. Entonces yo puse mi cabeza en su abdomen y sin sacarla de allí me senté en una
silla que mi abuela me arrimó. La barriga era como una gran pelota caliente que subía y bajaba con la
respiración y después yo me fui quedando dormido.

FIN

ÚLTIMO HOMBRE

López había cumplido siempre. Había ganado y perdido, cosa por cierto evidente. Pero jamás había abandonado su
puesto. Jamás había sacado el cuerpo por cobardía. Jamás había temido hacer un sacrificio.
Era un back enérgico y silencioso, lector de buenos libros. No le molestaba jugar de último hombre. Ni que la pelota
estuviese, en sus pies, eternamente de paso. Hacía el quite, buscaba con la mirada a los vociferantes mediocampistas,
y se la sacaba de encima con algo de premura y una cierta mácula de torpeza. No se sentía menos por ello. Sabía que,
sin su presencia allí, en el fondo, el equipo podía venirse en picada, por más que los delanteros se florearan con toques
y gambetas. ¿No había sido una catástrofe, acaso, aquella segunda rueda el otro año, cuando él había estado parado
por la operación de meniscos? Al técnico casi lo internan del disgusto: los contrarios se hicieron festines memorables.
La defensa, sin él, era un colador endemoniado, un puente cándido por el que podía pasar hasta una anciana en
muletas y llegar cara a cara con el arquero. De modo que, aunque a veces le produjera cierto hastío el desdén de los
volantes, la cómoda pereza de los delanteros, la pegajosa y algo inútil admiración de los laterales, López era un hombre
en paz.

La noche definitiva era una de esas noches en las que llueven lluvias mansas, parsimoniosas, leves y frías. Irían, cuanto
mucho, veinte minutos del segundo tiempo. Cero a cero, trabado en el medio, cosa natural en dos equipos jugados al
empate en el afán de sacarle el cuello a la guillotina del descenso. López hacía lo suyo. Trababa. Ordenaba. Sometía al
árbitro al consabido rosario de jeringueos y reproches.

La hecatombe no se anunció a través se señales contundentes. Simplemente se inició cuando López salió a cortar una
pelota dividida con el siete contrario, un jovencito rápido y atrevido, que siempre amagaba por adentro y salía por
afuera. López no se inquietó, aunque su rival llegó a bajar la pelota un segundo antes que él cortara. Lo dejó en cambio
detenerse en seco, hamacarse, sobrarlo. Y cuando el otro por fin disparó por afuera, López se lanzó a la pileta húmeda
del lateral con la certeza de que sus 95 kilos serían suficientes para trabar el balón y proyectar al jovencito hacia los
carteles del costado.

Cuando se incorporó, la pelota descansaba junto a su botín izquierdo. El otro yacía, aturdido, en un charco cercano al
banderín del córner. Había cumplido según el manual del perfecto zaguero, y algunos aplausos regados desde la grada
semidesierta le entibiaron el alma. Faltaba únicamente buscar con la mirada al tres o a algún volante, para que abrieran
el juego. Pero entonces pasó lo que nunca había pasado antes. López bajó de nuevo los ojos. Vio sus pies embarrados,
su rodilla raspada, sus medias bajas, y la pelota brillante, reluciente. Los gritos desde el medio le llegaron de inmediato,
pero López decidió que debía esperar a que algo terminase de tomar forma dentro suyo. Tal vez el nueve contrario
advirtió sus vacilaciones, porque se le vino al humo con la lengua afuera para atorarlo en su torpeza. López llegó a oír
que el técnico le gritaba que la colgara, que la colgara, pero en lugar de obedecer no pudo evitar bajar de nuevo la
cabeza y volver a verla, como nunca hasta entonces, hasta enamorarse de ella hasta el último rincón de su alma.
Entrecerró los ojos. Inspiró profundamente. Oyó con una nitidez absoluta el galope tendido del delantero, notó su
respiración agitada, le vio la codicia ególatra que siempre llevan en el rostro los delanteros.

Nunca supe lo que López sintió en ese momento. Yo supongo que fue una súbita intuición de la negritud insoslayable
de la muerte. De hecho, cuando el contrario se le tiró a los pies, López hamacó sus 95 kilos, balanceó su cadera
inexperta, y dejó que el botín acariciara levísimamente la pelota. A los treinta y tres años Juan López acababa de tirar
un caño en el borde del área. El técnico escupió el pucho y le gritó que la largase. López lo contempló sin prisa y sin
cariño. Cuando adelantó el balón y se lanzó tras él al trote, lo había olvidado para siempre. Llegó hasta el mediocampo
sin que le salieran al cruce. El único estorbo eran los gritos de los suyos, que sin comprender el milagro se la pedían
como si tal cosa, como si él no fuese capaz de avanzar con la cabeza en alto, con el gesto sereno, con una libertad
indómita que le nacía en el vientre y lo invitaba a seguir yendo.

El técnico, fuera ya de sus cabales, lo insultaba en escalas polícromas y lo conminaba a largarla y a volverse. El iluso no
sabía que López corría irrevocable a su destino, o al menos a uno de todos los destinos que habitan la vida de un
hombre. Cuando al fin le salió el volante central López le amagó por dentro y se le escabulló por el callejón del diez.
Pero en su apuro inexperto la tiró algo larga, de modo que el ocho de ellos se le vino al humo, seguro de llegar primero.
Para entonces el técnico acababa de cruzar el umbral del desconsuelo. López había pasado a dos contrarios, pero había
metido tal desbarajuste en los relevos que nadie sabía dónde cuernos pararse. No estaban listos para eso. López nunca
había subido. Retacón como era, no servía para ir a buscar los centros. De modo que el otro central trataba de
acomodar a los dos laterales, en la seguridad de que el contraataque era inminente y los iba a agarrar papando moscas;
mientras los volantes chillaban pidiendo una pelota ya definitivamente perdida.

Pese a todo, y cuando el marcador se lanzaba con los botines de punta, López adelantó la diestra con la presteza de
un delantero consumado y empujó con lo justo el balón un metro escaso. Sintió el dolor inconfundible de un tobillo
aplastado bajo los tapones del rival, pero ni siquiera sopesó la posibilidad de detenerse. Ahora corría cerca de la raya,
y de vez en cuando la alejaba de la línea con sutiles toques de una zurda que hasta entonces le había servido sólo para
apretar el embrague. Eufórico, seguro de sí, estiró el brazo derecho, señalando la extensa pampa abierta a las espaldas
del marcador de punta. «Carucha» Pontón, el win izquierdo, le entendió la seña y salió disparado. López, sin mirarlo,
le puso una pelota inaudita con la cara externa del pie derecho, para que la bola pasase por fuera del marcador e
hiciese la comba volviendo hacia la cancha, justo a tiempo para que Carucha la cazara, al vuelo, y picara hasta el fondo
bien habilitado.

Por primera vez en su vida, López encorvó el cuerpo y se lanzó en velocidad hacia el área. Uno de los centrales le hizo
el honor de pretender sacarlo con el cuerpo. Pero López no era uno de esos contrahechos que suelen jugar de nueve
para no transpirar ni despeinarse. Se lo sacó de encima con un par de forcejeos del brazo izquierdo. Mientras seguía
lanzado en su carrera entendió que había elegido bien a quién lanzar el pelotazo: Carucha, Dios lo bendiga, estaba
llegando al banderín y sacudiendo la cabeza buscándolo a él, a López, al seis, al último hombre de toda la vida, para
que la mandara guardar de una buena vez por todas. No buscaba a esos amargos pseudo infalibles de corazón tibio
que se consideran elegidos para el terso destino de la delantera. No, nada de eso. Lo buscaba a él, a López, al burro
de carga, al percherón del lechero, para que tentara el destino de convertir un gol de hazaña.

Deslumbrado, como un recién nacido, López cruzó como una exhalación la medialuna del área. Dio dos pasos y se
elevó en el aire. Sintió las gotas de lluvia en el rostro. Sintió la luz de los flashes. Sintió la bocina de un tren que pasaba
por detrás de la popular visitante. Y sintió la caricia abrupta del balón impactándole en la frente, abandonándolo
rumbo al arco, dejándole una mancha de barro sobre la ceja, cerrándole para siempre la puerta al miedo y al olvido.
Termino mi relato aquí, temiendo que algún lector futbolero se sienta defraudado al desconocer el destino final del
cabezazo. No voy a rematar la historia apuntando si el balón se colgó de un ángulo, o si salió ocho metros por encima
del travesaño. Si me explayo en esa materia estaré distrayendo la atención hacia un detalle intrascendente. Lo
inolvidable, lo sagrado para mí, que estuve presente en la noche final en que López decidió cortar la soga, es su imagen
al volver desde el área contraria. Sereno. Feliz. Altivo. La camiseta fuera del pantalón. Las medias bajas. El barro en las
pantorrillas. Y una mirada absorta, emocionada, enternecida en la intuición de su libertad recién alumbrada. Una
mirada sin destino fijo, apoyada en todo caso en un punto cualquiera del horizonte; de esas que los hombres sólo usan
para mirarse a sí mismos.
Eduardo Sacheri.

LA PROMESA
Decime vos para qué cuernos te hice semejante promesa. Se ve que me agarraste con la defensa baja y te dije que sí sin
pensarlo. Pero esta mañana, cuando me levanté, y tenía un nudo en la garganta, y una piedra que me subía y me bajaba
desde la boca hasta las tripas, empecé como loco a buscar alguna excusa para hacerme el otario. Pero no me animé a
fallarte, y a los muchachos los había casi obligado a combinar para hoy, así que no podía ser yo quien se borrara.

-¿A dónde vas? -me preguntó Raquel, cuando vio que a las doce dejaba el mate e iba a vestirme.

-A la cancha, con los muchachos -le dije. No agregué palabra. Ella, que no sabía nada, pobre, se moría por preguntarme. De
entrada había pensado en contarle. Pero viste cómo son las minas. Capaz que las agarras torcidas y te empiezan con que
no, con que cómo se te ocurre, con que yo que Rita los saco a escobazos, a vos te parece hacer semejante cosa. Y yo no
estaba de ánimo como para andar respondiendo cuestionamientos. Por eso no abrí la boca. Y Raquel daba vueltas por la
pieza mientras yo me ponía la remera y me ataba los cordones. Me ofrecía un mate más para el estribo. Me decía te preparo
unos sandwiches y te los comés por el camino. Me seguía por la casa secundando mis preparativos. A la altura del zaguán
no pudo más:

-Pensé que habían dejado de ir -me soltó. Me volví a mirarla. No era su culpa.

-Pero hoy vamos -respondí. La besé y me fui.

Eran las doce y cuarto. Llegué a lo de Beto a la una menos veinte.

-Pasa que estoy terminando de embolsar el papel. Dame una mano. -Me hizo pasar a un comedor sombrío, donde el rigor
del mediodía de noviembre se había convertido en una penumbra agradablemente fresca.- Llená esa bolsa, que yo termino
con ésta. -Lo obedecí. Al salir pasó llave a la puerta y me dio una de las dos bolsas para que cargara.- Metéle pata que
llegamos al de menos cinco.

Con la lengua afuera subimos al tren y nos tiramos en un asiento de cuatro. Casi no hablamos en todo el viaje. Cuando
bajamos, el Gordo estaba sentado en los caños negros y amarillos del paso a nivel. Nos hizo una seña de saludo y se
desencaramó como pudo.

-Quedé con Rita que pasábamos una y media. Métanle que vamos retrasados. ¿Se puede saber por qué tardaron tanto?

-Cómo se ve, Gordo, que esta mañana no tuviste que hacer un carajo -le marcó Beto, con un gesto hacia las bolsas repletas
de papelitos.

Caminamos las tres cuadras en silencio. Rita estaba esperándonos, porque apenas el Gordo hizo sonar el timbre nos abrió
y nos hizo pasar a la sala. Nos turnamos para intercambiar besos y palmadas, pero después no supimos qué decir y nos
quedamos callados. En eso se sintió ruido de tropilla por el pasillo, y entró Luisito hecho una tromba pateando la número
cinco contra las paredes y vociferando goles imaginarios. Cuando nos vio, largó la pelota y vino a abrazarnos entre gritos de
alegría.

-¿Te gusta, tío Ernesto? -me preguntó mientras estiraba con ambas manos la camiseta lustrosa que tenía puesta.
-Che, dejáme mirarte un poco. -Hice un silencio de contemplación admirativa.- Pero ya parecés de la Primera, Luisito.
¿Vieron muchachos?

Los otros asintieron con ademanes grandilocuentes.

-Andá a buscarte el abrigo, Luis -mandó Rita, y dirigiéndose a nosotros: -¿Toman algo, chicos?

-No, nena, gracias. Vamos un poco atrasados -respondí por todos.

-Vení, Ernesto, acompañáme.

Rita me hizo seguirla hasta el dormitorio, mientras el Gordo y Beto le tomaban lección a Luisito sobre la formación del
equipo en las últimas dos campañas.

-La verdad, es que mucho no lo entiendo, Ernesto. Pero bueno, si te lo pidió habrá sido por algo.

Yo, para variar, no supe qué decir. Preferí preguntar: -¿A Luisito qué le dijiste?

Me miró con ojos húmedos -Le dije la verdad. -Y luego, dudando:- ¿Hice mal?

¿Y yo qué sé?, pensé. -Quedáte tranquila, nena. Hiciste bien -respondí.

Cuando volvimos a la sala, el Gordo me informó en tono solemne que el pibe se había trabucado únicamente con el
reemplazante de Cajal entre la quinta y la décima fecha del torneo anterior.

-Por lo demás estuvo perfecto -concluyó sonriendo.

Nos turnamos para estrechar, ceremoniosos, la mano del aprendiz, que no cabía en sí del orgullo. Después nos despedimos
de Rita y partimos.

En la esquina compramos una Coca grande. Nos la fuimos pasando mientras esperábamos el colectivo.

-El que toma el último sorbo, la liga -lancé.

-No seas asqueroso -me reconvino Beto.

-Y vos no seas pelotudo -lo cortó el Gordo. Valió la pena la chanchada sólo por verle la cara de repugnancia al pobre Beto.
Como es de práctica en estos casos, el último trago se fue prolongando hasta límites inverosímiles. Y se cruzaron acusaciones
recíprocas de: «¡Che, vos no tomaste, escupiste!», y otras por el estilo. El Gordo, en un acto de arrojo, terminó con el suplicio
cerrando los ojos y bebiendo de un trago. Ahí Beto pudo desquitarse con cinco o seis cachetazos a la espalda monumental
del otro. Luisito se reía como loco. Y yo por un ratito me olvidé del asunto que traíamos entre manos.

Bajamos del colectivo a cuatro cuadras de la cancha, en la parada de siempre. Eran las dos y media, más o menos.

-¿Alguno sabe cómo cuernos vamos a pasar los controles de la cana? -A veces Beto y su buen criterio me sacan de quicio.

-Dame una de las dos bolsas -le contesté haciéndome el impaciente.

Porque en el fondo tenía razón. Si nos paraba la cana, ¿qué decíamos? Disimulé el asunto cuanto pude, entre los rollos de
cinta y papel de diario picado. Se la di a Luisito. Rita tenía razón, pensé. Mejor que el pibe sepa.

-Ustedes esperen acá a que entremos. Nos vemos en la puerta tres.

Si pasamos acá ya está, me dije mientras nos acercábamos al cordón policial. Caminábamos sin apurarnos. Mi mano
descansaba en el hombro de Luisito. Me nacía llevarlo de la mano, pero como ya cumplió los diez pensé que a lo mejor lo
ponía incómodo. A él lo revisó una mujer policía, que apenas hojeó por encimita el contenido de la bolsa. A mí faltó que me
sacaran radiografía de tórax y me pidieran el bucodental, pero finalmente pasé. En el acceso mostré los carnets y seguimos
viaje. Menos mal que había ido a pagar las cuotas atrasadas en la semana, porque cuando pasamos por la ventanilla vi que
la cola era un infierno. Entramos a la cancha y me fui derechito adonde me pediste: contra el alambrado, debajo del acceso
tres, a mitad de camino entre el mediocampo y el área. Un lugar de mierda, bah. Para el arco más cercano te da el sol de
frente desde media tarde. El otro arco no se ve, apenas se adivina. Desde esa altura te lo tapa desde el juez de línea hasta
el pibe que alcanza la pelota. Además, cualquier tumulto que haya en las gradas se te vienen encima y te dejan hecho puré
contra los alambres. Pero al mismo tiempo es un lugar histórico: el único sitio que supimos conseguir aquella tarde gloriosa
en que salimos campeones por primera (y hasta ahora única) vez en nuestra perra y sufrida vida. Por eso me lo pediste. Y
por eso enfilamos para ahí apenas entramos.

Beto y el Gordo llegaron a los cinco minutos.

-¿Cuándo empieza la reserva? -preguntó el Gordo, que venía jadeando.

-En diez minutos -contesté.

-No es por nada, pero ¿vieron la altura que tiene el alambrado? -Beto seguía empeñado en su maldito sentido común.

-Ya veremos -lo fulminé con una mirada de no hinches más, te lo pido por lo que más quieras.

-Déjense de pavadas y vamos a jugar a algo. -El Gordo estaba decidido a cumplir los rituales adecuados. Se plantó contra el
alambrado y nos invitó a acompañarlo.

-Ahora vas a ver cómo matan el tiempo los turros de tus tíos -le expliqué a Luisito.

-¿Cuál querés? -El Gordo le cedió la iniciativa a Beto.

-Dame al cuatro de ellos.

-Como quieras. Yo me quedo con el diez nuestro.

-¿A qué juegan, tío?

-Esperá -contesté-. Esperá y vas a ver.

Apenas empezó el partido de reserva le vino un cambio de frente al diez de nuestro equipo. Como la cancha es un picadero,
la pelota tomó un efecto extraño y se le escapó por debajo de la suela.

-¡Dale pibe! -tronó la voz frenética del Gordo-. ¡A ver si te metés un poco en el partido! -El muchacho pareció no darse por
enterado.

Al rato el cuatro visitante pasó como una exhalación pegado al lateral y tiró un centro precioso, aunque ningún compañero
llegó a cabecearlo. Beto se colgó bien del alambrado e inició su participación en la competencia.

-¡Levantá la cabeza, pescado! ¡Hacé la pausa! ¿Siempre el mismo atorado? ¿Será posible? -Beto vociferaba mientras el
cuatro intentaba volver a recuperar las marcas.

Luego el diez nuestro eludió a un par de tipos y largó la pelota a tiempo. Enseguida se volvió hacia el alambrado y buscó al
que lo había increpado, como diciendo a ver qué pavada decís ahora. El Gordo no perdió tiempo.

-¡Por fin, muerto! ¡Por fin diste un pase como la gente, finadito!

Beto estaba nervioso. Su candidato estaba muy tirado atrás, y no frecuentaba nuestro territorio. El Gordo se encaminaba a
una victoria indiscutible. Su hombre recibió el balón cerquita nuestro, lo protegió, y antes de que pudiera hacer más recibió
la atropellada de un rival que lo dejó tendido encima de la línea de cal.

-¡Ma sí! ¡Lo mejor de la tarde! ¡Partílo en dos, total, pa' lo que sirve...! ¿Qué hacés juez? ¿A quién vas a amonestar? ¿Por
qué mejor no lo echas al petiso ése, que tiene menos huevos que mi tía la soltera?

El diez, pobre pibe, saturado, apenas se puso de pie se acercó al alambrado, lo ubicó al Gordo y le vomitó todos los insultos
que pudo antes de que el línea lo llamara al orden. Era el final.

-¡Tiempo! -gritó el Gordo, con los brazos en alto-. ¡Beto, pagá los panchos!
-Si serás turro, Gordo, no te gano desde el año pasado...

-Es una ciencia, pibe, es una ciencia -agregó el Gordo con aires de importancia, mientras se sacaba la camisa empapada en
el sudor del esfuerzo.

La verdad es que mientras los escuchaba me divertí de lo lindo. Creo que hasta por un momento me olvidé de toda nuestra
tormenta, de toda la bronca que teníamos adentro, de toda la rabia que juntamos desde abril hasta la semana pasada. Pero
apenas volvimos de comprar los panchos y nos tiramos en las gradas a comerlos, el asunto se impuso en todo su tamaño.

-Vamos a tener que hacernos caballito -de nuevo la voz de Beto, llamándome a la realidad. Miraba el alambrado de arriba
a abajo, tratando de calcular la altura-. Está mucho más alto que cuando dimos la vuelta, ¿no?

-No, lo que pasa es que ahora sos quince años más viejo, nabo. -El Gordo era un optimista de raza, no cabían dudas.

-Déjate de joder, que hablo en serio. Cuando salimos campeones nos hicimos caballito y saltamos enseguida. Y aparte no
estaba el de púas arriba de todo. ¡Mirá ahora!

-Tiene razón, Gordo -intervine-. Por las púas no te preocupes. Para eso me traje la campera gruesa. Lo que me da miedo es
la cana. No nos van a dejar ni mamados.

Pero el Gordo no era hombre de dejarse derrotar rápidamente.

-¿Y vos te pensás que con la gente que va a haber a la hora del partido se van a andar fijando? No te calentés, Ernesto.

-Ojalá, Gordo. Ojalá sea como vos decís.

-La única es hacerlo rápido, en medio del kilombo de la entrada. -Beto hablaba mirándose los zapatos. Estaba tenso.

-Creo que Beto tiene razón -concedí-. Igual tenemos que apurarnos.

Terminamos los panchos y volvimos al alambrado. La cancha se iba llenando de a poco. Pensé que era una suerte. Porque
así, a cancha llena, era mejor. Somos una manga de ilusos, me dije: ganamos tres partidos y venimos como chicos a esperar
que rompan la piñata. Cuando terminó el preliminar, la gente que estaba sentada tuvo que pararse porque ya no se veía
nada. Habían llegado las banderas. Un par de pibitos las ataban en la parte alta del alambrado. Estaban sonando los bombos.
De repente, un cantito nació del codo más cercano a la platea. La gente empezó a prenderse. Nosotros también cantamos.
Cuando Luisito se sacó la camiseta y empezó a revolearla por sobre su cabeza, y le vi los hombritos pálidos y las pecas,
retrocedí treinta años, me acordé de vos y me puse a llorar como un boludo. Beto me pegó dos bifes y me sacudió la
melancolía:

-No seas imbécil, a ver si te ve el pibe.

El Gordo cantaba como un poseído. Desde el codo llegó otro canto a encimarse con el primero. Pero ahora la gente saltaba.
Y yo sentí esa sensación indescriipt ible de estar en una cancha envuelto por el canto de la hinchada nuestra, el vértigo del
piso moviéndose bajo los pies y ese canto que cinco mil tipos vociferan desafinados pero que todo junto suena precioso,
como si hubiesen estudiado música.

Corrieron la tapa del túnel y el Gordo hizo una seña. Se plantó bien firme sobre las dos piernas abiertas y se agarró fuerte
del alambrado. Beto se le trepó como pudo, escalando la carne rosada de la espalda del otro.

-¡Aaaaayyyyyy! ¿Para qué mierda venís a la cancha en mocasines, tarado?

-¡Calláte y quedáte quieto, Gordo, que me estoy cayendo al carajo!

-¡Metánlé, metanlé! -Yo miraba para todos lados buscando a los canas, pero no se veía nada.

Beto llegó por fin hasta los hombros del otro, atenazó el alambrado con las manos finitas y me gritó que subiera. Me di
vuelta hacia Luisito, que interrumpió la revoleada de camiseta para darme un abrazo tan fuerte que me temblaron de vuelta
las piernas.
-Gracias, tío -me dijo. ¿Te das cuenta, el mocoso? Va y me dice gracias, tío. Y yo con esta cara de boludo, llorando como una
madre, semejante grandulón de cuarenta y tres pirulos, pelado como felpudo de ministerio, socio conocido y respetado de
la institución, subiéndome a babuchas de un gordo que insulta en dos idiomas mientras sostengo entre los dientes una bolsa
de papel picado.

Pero por otro lado, mejor, porque el llanto y la sensación de ridículo me lavan, ¿entendés?, me purifican. Porque mientras
le piso la cabeza al Gordo suelto una risita al escuchar su puteada, y mientras flameo a punto de caerme, y me agarro como
puedo de la camisa de Beto y siento cómo ceden las costuras, empiezo a ver la cancha como aquella vez, hasta las manos
de gente, ¿te acordás? Un gentío increíble, mientras subíamos al alambrado para tirarnos a dar la vuelta. La soñada, la
prometida, la imprescindible vuelta olímpica que nos juramos dar cuando fuimos por primera vez a la cancha los cuatro, un
miércoles que nos rateamos de séptimo grado, y aunque perdimos tres a cero dijimos «el fin de semana volvemos», y
volvimos a perder como perros, pero de nuevo juramos «hasta que salgamos campeones vamos a seguir viniendo». Y ese
día, el glorioso, vos me decías: «¿Viste, Ernesto?, ¡mira lo que es esto, mira lo que es esto!», y desde lo alto del alambre me
mostrabas las dos cabeceras llenas, el hervidero del sector Socios, la platea enloquecida. Y ahora es casi igual, porque
mientras me acomodo en los hombros de Beto y trato de recuperar el aliento veo a todo el mundo saltando y gritando, y
escucho los petardos, y veo las banderas que brillan en el sol de noviembre y es casi lo mismo, porque viendo la cancha así
pienso que si salimos campeones una vez podremos salir de nuevo, y me duelen los dientes de tan apretados que los tengo
sobre la bolsa pero no me importa, ni me importan los cuatro policías que vienen abriéndose paso entre la gente para bajar
a esos tres boludos que se creen equilibristas soviéticos. Porque al final entiendo todo, porque ahora se me borra el dolor
de tu ausencia, o mejor dicho ahora te encuentro, y me parece que todo cierra, que nos rateamos en séptimo y que vinimos
en las buenas y en las malas y que te enfermaste y que me pediste y que te prometí solamente para esto, para que yo me
estire y me agarre del alambre de púas y con la mano libre abra la bolsa y hurgue en el fondo y encuentre bien guardada la
cajita. Para que vocifere dale campeón, dale campeón, junto con el Gordo, con Beto, con Luisito y con los otros cinco mil
enajenados; para que la abra mientras miro al cielo y al sol que se recuesta sobre la tribuna visitante, para que entienda al
fin que allí te vas y te quedás para siempre, en ese grito tenaz, en ese amor inexplicable, en las camisetas que empiezan a
asomar desde el túnel, y en ese vuelo último y triunfal de tus cenizas.

Eduardo Sacheri

LA GALLINA DEGOLLADA

Horacio Quiroga
Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían
la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí
se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían
fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin
estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera
comida.
Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían
asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre
estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas
colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco
de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y
Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo.
¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de
un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su
felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una
noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa
atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el
instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre
las rodillas de su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su
idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí!… ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que…?
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón
que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos
del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de
su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de
risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y
al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre
todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal.
Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre
la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que
arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir,
cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los
obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando
veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí
bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo
ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron.
Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la
desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de
culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrías tener más limpios
a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, ¿me parece?
—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!… ¡No faltaba más!… —murmuró.
—¿Qué no faltaba más?
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres decir…
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble
arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció,
sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites
del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros.
Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor
grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora
afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo
para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto
emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es,
cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que
éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro
habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de
comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco,
abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las
golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor
a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces…?
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!
—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti… ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste?…
—¡Nada!
—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has
tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido
hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor
culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una
de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que
se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran los
agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían,
sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se
atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una
gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al
animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura
de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados
uno a otro, mirando estupefactos la operación… Rojo… rojo…
—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada,
podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e
hija, más irritado era su humor con los monstruos.
—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar
el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba
a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería
observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al
fin decidióse por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto
topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y
cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos
lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los
ojos de su hermana mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente
avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del
otro lado, seguramente sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse
arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran
plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la
gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
—Me parece que te llama—le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba
dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de
sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con
otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él
con un ronco suspiro.

EL HOMBRE MUERTO

La aldeíta donde nos detuvimos con nuestros carros, después de efectuar por largo tiempo una mensura en el
despoblado, contaba con un loco singular, cuya demencia consistía en creerse muerto.
Había llegado allí varios meses atrás, sin querer referir su procedencia, y pidiendo con encarecimiento
desesperado que le consideraran difunto.
De más está decir que nadie pudo deferir a su deseo; por más que muchos, ante su desesperación, simularan y
aquello no hacía sino multiplicar sus padecimientos.
No dejó de presentarse ante nosotros, tan pronto como hubimos llegado, para implorarnos con una desolada
resignación, que positivamente daba lástima, la imposible creencia. Así lo hacía con los viajeros que, de tarde
en tarde, pasaban por el lugarejo.
Era un tipo extraordinariamente flaco, de barba amarillosa, envuelto en andrajos, un demente cualquiera; pero
el agrimensor resultó afecto al alienismo, y no desperdició la ocasión de interrogar al curioso personaje. Este
se dio cuenta, acto continuo, de lo que mi amigo se proponía, y abrevió preámbulos con una nitidez de
expresión, por todos conceptos discorde con su catadura.
-Pero yo no soy loco -dijo con una notable calma, que mal velaba, no obstante, su doloroso pesimismo-. Yo
no soy loco, y estoy muerto, efectivamente, hace treinta años. Claro. ¿Para qué me morí?
Mi amigo me guiñó disimuladamente. Aquello prometía.
-Soy nativo de tal punto, me llamo Fulano de Tal, tengo familia allá…
(Por mi parte, callo estas referencias, pues no quiero molestar a personas vivientes y próximas.)
-Padecía de desmayos, tan semejantes a la muerte, que después de alarmar hasta el espanto, concluyeron por
infundir a todos la convicción de que yo no moriría de eso. Unos doctores lo certificaron con toda su ciencia.
Parece que tenía la solitaria.
“Cierta vez, sin embargo, en uno de esos desmayos, me quedé. Y aquí empieza la historia de mi tormento; de
mi locura…
“La incredulidad unánime de todos, respecto a mi muerte, no me dejaba morir. Ante la naturaleza, yo estaba
y estoy muerto. Mas para que esto sea humanamente efectivo, necesito una voluntad que difiera. Una sola.
“Volví de mi desmayo por hábito material de volver; pero yo como ser pensante, yo como entidad, no existo.
Y no hay lengua humana que alcance a describir esta tortura. La sed de la nada es una cosa horrible.”
Decía aquello sencillamente, con un acento tal de verdad, que daba miedo.
-¡La sed de la nada! Y lo peor es que no puedo dormir. ¡Treinta años despierto! ¡Treinta años en eterna
presencia ante las cosas y ante mí no ser!
En la aldea habían concluido por saber aquello de memoria. Pasaron a ser vulgares sus reiteradas tentativas
para obligarlos a creer en su muerte. Tenía la costumbre de dormir entre cuatro velas. Pasaba largas horas
inmóvil en medio del campo, con la cara cubierta de tierra.
Tales narraciones nos interesaron en extremo; más cuando nos disponíamos a metodizar nuestra observación,
sobrevino un desenlace inesperado.
Dos peones que debían alcanzarnos en aquel punto, arribaron la noche del tercer día con varias mulas
rezagadas.
No los sentimos llegar, dormidos como estábamos, cuando de pronto nos despertaron sus gritos. He aquí lo
que había sucedido.
El loco dormía en la cocina de nuestro albergue, o aparentaba dormir entre sus velas habituales -la única
limosna que nos había aceptado.
No mediaban dos metros entre la puerta donde se detuvieron cohibidos por aquel espectáculo, y el simulador.
Una manta le cubría hasta el pecho. Sus pies aparecían por el otro extremo.
-¡Un muerto! -balbucearon casi en un tiempo. Habían creído en la realidad.
Oyeron algo parecido al soplo mate de un odre que se desinfla. La manta se aplastó como si nada hubiera
debajo, al paso que las partes visibles -cabeza y pies- trocáronse bruscamente en esqueleto.
El grito que lanzaron púsonos en dos saltos ante el jergón.
Tiramos de la manta con un erizamiento mortal.
Allá, entre los harapos, reposaban sin el más mínimo rastro de humedad, sin la más mínima partícula de carne,
huesos viejísimos a los cuales adhería un pellejo reseco.
FIN
LA CONFESIÓN, DE MANUEL PEYROU
En la primavera de 1232, cerca de Aviñón, el caballero Gontran D’Orville mató por la espalda al odiado conde Geoffroy,
señor del lugar. Inmediatamente confesó que había vengado una ofensa, pues su mujer lo engañaba con el Conde.
Lo sentenciaron a morir decapitado, y diez minutos antes de la ejecución le permitieron recibir a su mujer, en la celda.
-¿Por qué mentiste? -preguntó Giselle D’Orville-. ¿Por qué me llenas de vergüenza?
-Porque soy débil -repuso-. De este modo simplemente me cortarán la cabeza. Si hubiera confesado que lo maté porque era
un tirano, primero me torturarían.

LA FOTO” DE ANDERSON IMBERT

Jaime y Paula se casaron. Ya durante la luna de miel fue evidente que Paula se moría. Apenas unos pocos meses de
vida le pronosticó el médico. Jaime, para conservar ese bello rostro, le pidió que se dejara fotografiar. Paula, que
estaba plantando una semilla de girasol en una maceta, lo complació: sentada con la maceta en la falda sonreía y…
¡Clic!
Poco después, la muerte. Entonces Jaime hizo ampliar la foto -la cara de Paula era bella como una flor-, le puso vidrio,
marco y la colocó en la mesita de noche.
Una mañana, al despertarse, vio que en la fotografía había aparecido una manchita. ¿Acaso de humedad? No prestó
más atención. Tres días más tarde: ¿qué era eso? No una mancha que se superpusiese a la foto sino un brote que
dentro de la foto surgía de la maceta. El sentimiento de rareza se convirtió en miedo cuando en los días siguientes
comprobó que la fotografía vivía como si, en vez de reproducir a la naturaleza, se reprodujera en la naturaleza. Cada
mañana, al despertarse, observaba un cambio. Era que la planta fotografiada crecía. Creció, creció hasta que al final
un gran girasol cubrió la cara de Paula.

APOCALIPSIS
Marco Denevi
La extinción de la raza de los hombres se sitúa aproximadamente a fines del siglo XXXII. La cosa ocurrió
así: las máquinas habían alcanzado tal perfección que los hombres ya no necesitaban comer, ni dormir, ni
leer, ni hablar, ni escribir, ni hacer el amor, ni siquiera pensar. Les bastaba apretar botones y las máquinas
lo hacían todo por ellos. Gradualmente fueron desapareciendo las biblias, los Leonardo da Vinci, las mesas
y los sillones, las rosas, los discos con las nueve sinfonías de Beethoven, las tiendas de antigüedades, el
vino de Burdeos, las oropéndolas, los tapices flamencos, todo Verdi, las azaleas, el palacio de Versalles.
Sólo había máquinas. Después los hombres empezaron a notar que ellos mismos iban desapareciendo
gradualmente, y que en cambio las máquinas se multiplicaban. Bastó poco tiempo para que el número de
los hombres quedase reducido a la mitad y el de las máquinas aumentase al doble. Las máquinas
terminaron por ocupar todo el espacio disponible. Nadie podía moverse sin tropezar con una de ellas.
Finalmente los hombres desaparecieron. Como el último se olvidó de desconectar las máquinas, desde
entonces seguimos funcionando.

“PIERNA DORMIDA” ENRIQUE ANDERSON IMBERT:

Esa mañana, al despertarse, Félix se miró las piernas, abiertas sobre la cama, y, ya dispuesto a levantarse, se dijo: “y
si dejara la izquierda aquí?” Meditó un instante. “No, imposible; si echo la derecha al suelo, seguro que va a arrastrar
también la izquierda, que lleva pegada. ¡Ea! Hagamos la prueba.”

LA MUERTE
La automovilista (negro el vestido, negro el pelo, negros los ojos, pero con la cara tan pálida, que

a pesar del mediodía parecía que en su tez se hubiese detenido un relámpago), la automovilista vio
en el camino a una muchacha que hacía señas para que parara. Paró.

—¿Me llevas? Hasta el pueblo no más —dijo la muchacha.


—Sube —dijo la automovilista. Y el auto arrancó a toda velocidad por el camino que bordeaba la

montaña.
— Muchas gracias — dijo la muchacha con un gracioso mohín1— ,

pero ¿no tienes miedo de levantar por el camino a personas desconocidas?


Podrían hacerte daño. ¡Esto está tan desierto!

—No, no tengo miedo.


—¿Y si levantaras a alguien que te atraca2?

—No tengo miedo.


—¿Y si te matan?
—No tengo miedo.

1 Mohín: gesto gracioso y fingido.


2 Atracar: asaltar, robar.
—¿No? Permíteme presentarme —dijo entonces la muchacha, que tenía los ojos grandes,

límpidos, imaginativos y enseguida, conteniendo la risa, fingió una voz cavernosa—. Soy la Muerte,
la M-u-e-r-t-e.

La automovilista sonrió misteriosamente. En la próxima curva el auto se desbarrancó. La


muchacha quedó muerta entre las piedras. La automovilista siguió a pie y al llegar a un cactus

desapareció.
Enrique Anderson Imbert

La flor del ceibo

Se la llamaba Anahí porque tenía el canto más bello que ninguna otra mujer a todo lo largo del Paraná.
Anahí, la de la voz como pájaro.
Anahí era la hija de un cacique guaraní, señor de un amplio territorio y de miles de guerreros fieles y
valientes. Aunque ya era una joven mujer, Anahí no se había casado ni prometido con hombre alguno. Era
arisca y no gustaba de adornos ni vestidos ornamentados. Prefería andar entre la selva para confundir su
canto con el de los pájaros o acompañar a los cazadores tras las pistas de la bestias. Su padre, el cacique,
la apañaba en sus caprichos y no le exigía que eligiera varón y le diera un nieto para que heredara el
cacicazgo de la tribu.
Así, Anahí vivió a su gusto en las tierras ancestrales hasta que el desastre cayó sobre los guaraníes y
la paz se perdió para siempre.
Desde poblaciones lejanas comenzaron a llegar rumores de desesperación. Casas flotantes habían
atracado en las orillas distantes y de ellas habían descendido hombres pálidos y con el rostro lleno de pelos.
Eran guerreros y estaban cubiertos por placas brillantes que los defendían de las flechas y lanzas de los
guaraníes.
—Fantasmas blancos, monstruos que devoran almas— se decía.
Anahí y su padre, a pesar de estos rumores, comprendían que no se trataba de seres infernales sino
de hombres que venían a conquistar y a dominarlos.
Habían llegado los españoles. Buscaban nuevas tierras y las dominaban con violencia y eran terribles
porque los movía la ambición.
Un día, mientras Anahí cantaba para su pueblo durante un ritual de agradecimiento a Tupá, su Dios
creador, los españoles cayeron sobre ellos. Los guaraníes se defendieron con fiereza, pero la realidad del
enemigo superaba todos los rumores. Anahí observó con horror que los españoles lanzaban sobre ellos la
furia del trueno y que los guerreros guaraníes caían heridos sin que se viera flecha alguna. Las armas de
los blancos hacían un ruido ensordecedor y llenaban el aire de humo acre. Sin importarle el riesgo, Anahí
ayudó en el rescate de los heridos y en el traslado de los débiles.
Horas después, de los guerreros del padre de Anahí no quedaban más que unos pocos. Los españoles
habían incendiado el poblado y los sobrevivientes habían huido hacia la selva y se reagrupaban lentamente.
Anahí fue de un lugar a otro organizando la tribu, curando heridos y buscando desesperadamente a su
padre. Por fin, ya en la oscuridad, uno de los últimos grupos de guerreros que volvían de la batalla le llevó
a Anahí el cuerpo sin vida del cacique.
Durante toda la noche, Anahí realizó los ritos funerales para su padre. Estuvo en silencio durante
horas, con la mirada ardiente. El dolor y la ira la atormentaban.
Al amanecer, Anahí fue a ver a los guerreros sobrevivientes, que discutían el futuro de la tribu. En un
rincón, apartada, la joven escuchó la discusión de los hombres.
Algunos querían rendirse a los españoles para salvar la vida. Otros se oponían a eso, ya que el dolor
de ser esclavos de los blancos era demasiado grande. Tampoco se ponían de acuerdo en quién debía liderar
lo que quedaba de la tribu. Anahí no se había casado, por lo tanto no aportaba ni marido ni hijo que heredara
la jefatura.
A causa de estas dudas, de la falta de un líder, del temor por sus familias y del miedo a morir o a ser
esclavos, el grupo de guerreros de la tribu corría riesgo de desmembrarse. Entonces, Anahí se presentó
ante ellos.
—Soy la heredera de mi padre y señora de la tribu, y no permitiré que perdamos la libertad. Debemos
dejar un recuerdo de libertad para los que vengan después de nosotros—. A pesar de ver entre ellos rostros
hostiles, indiferentes, siguió hablando.
—He pensado el modo de enfrentar a este enemigo de armas de trueno y vestiduras impenetrables.
Habló durante largo rato y les contó el plan madurado durante la noche de luto y tristeza. Los guerreros
escucharon y encontraron sabiduría y coraje en sus palabras y reconocieron en ella el mismo espíritu de su
padre.
Al día siguiente, con Anahí como cacique, los guaraníes comenzaron su resistencia frente a los
españoles. Día a día, hora tras hora, Anahí mantenía a sus guerreros ocultos en la selva porque sabía que
no podían ganarle al enemigo en una batalla abierta. Así, con la ventaja de conocer el territorio, atraían a
los españoles hacia la selva en pequeños grupos y allí los atacaban con éxito. Hasta los niños pequeños se
atrevían a servir de señuelos para que los enemigos se adentraran en la selva, y Anahí los admiraba porque
veía que la semilla de la libertad prendía en las nuevas generaciones.
Entre los españoles comenzó a extenderse el terror. Hablaban de un terrible cacique guaraní, alto y
feroz, más bestia que humano, que comandaba a sus guerreros con poder sobrenatural y cazaba a los
españoles como si fueran animales indefensos.
Era Anahí. La joven no conocía esos rumores, pero tenía un ansia tan intensa de liberar su tierra de
los enemigos, que podía llegar a extremos de valentía y fuerza increíbles. Sin embargo, la joven guaraní no
era invencible.
Uno de sus guerreros reconoció al hombre que había matado al cacique y Anahí decidió tomar
venganza. Una noche en que el español estaba de guardia, la muchacha se acercó al campamento, lo
suficiente para matar al asesino. No dudó en hacerlo.
Luego recordó las muchas bondades de su padre y cumplió la venganza. Pero la audacia la traicionó
y el asesino de su padre lanzó un grito antes de morir. La princesa huyó desesperada mientras el
campamento despertaba y salía en su persecución. No se atrevió a refugiarse donde estaba su gente por
temor de guiar a los españoles sobre ellos; entonces fue capturada.
Los conquistadores la llevaron atada de pies y manos ante su comandante. Anahí mantuvo su mirada
en alto y una actitud digna mientras el jefe español la interrogaba en un idioma extraño que ella no
comprendía. Ella no suplicó por su vida.
Cuando la llevaron, por fin, hacia el linde de la selva, entendió que había sido condenada a muerte. La
ataron a un árbol de pequeña talla. Anahí conocía ese árbol desde niña. Había jugado y trepado por sus
ramas. Miraba esa amada copa sin flor por encima de su cabeza mientras los españoles le prendían fuego
debajo de sus pies para cumplir su sentencia de muerte.
Cuando el humo y las llamas envolvieron a Anahí y al árbol, un canto bellísimo surgió de la hoguera.
Un canto que hizo huir a los españoles.
La noche pasó y ocultó la desgracia. Al día siguiente, los conquistadores fueron a ver las cenizas, pero
encontraron que el árbol no se había quemado, sino que tenía su copa cubierta por flores de un color rojo
intenso y textura aterciopelada. Los españoles le tomaron temor al árbol y no quisieron acercarse nunca
más a sus ramas.
Los guaraníes, en cambio, comprendieron que las flores rojas eran el regalo de Anahí al morir para
que la lucha de los guaraníes por la libertad no fuera olvidada.
De este modo nació la flor de ceibo, que tiene la forma de las llamas que quemaron a Anahí y el color
rojo de su sangre ofrendada para la libertad de su pueblo.

Versión de Mónica No (Seudónimo de Laura Schillaci)


Texto 2
La flor del ceibo (leyenda del este)
Anahí, la hermosa doncella, alegraba con su presencia la tierra de los guaraníes. Se adornaba con
abundantes collares y pulseras y contemplaba inocente su belleza en los riachos que desembocan en el
Paraná.
En sus diarios paseos fue descubierta entre la maleza por un soldado español, de esos que habían
venido con el propósito de quitar el suelo a sus mayores.
Anahí sólo recordaba que esos hombres blancos eran malos y crueles con sus hermanos de raza.
Y viéndolo y creyéndose motivo de sus burlas, le disparó una flecha certera.
Cayó el soldado herido de muerte, mientras Anahí huía con la rapidez del gamo.
Pero no tardaron en advertir lo acontecido los compañeros del soldado, quienes pudieron apresar a la
joven para someterla a un horrible castigo.
La ataron fuertemente a un árbol, ciñendo su cuerpo con abundantes ligaduras, mientras ella intentaba
vanamente desasirse. Luego buscaron ramas por los alrededores y, apilándolas al pie del árbol, les
prendieron fuego.
No demoraron las llamas en surgir del suelo, en forma de puntas onduladas. La joven estaba
condenada a morir quemada. Consumada así la venganza, los soldados se alejaron.
La noche cubrió el paisaje. La luz del amanecer permitió apreciar una mudanza en él.
El árbol que había unido su destino al de la bella indígena no mostraba, como era de suponer, los
rastros de la acción del fuego. Lejos de eso, se presentaba verde y lozano en su ramaje. Vistosas flores
rojas lo hacían más apreciable.
Las llamas, al envolver el cuerpo de Anahí, se habían prendido de las ramas sin causar daño, pues la
joven, en su inmenso amor al suelo donde nació, había aplicado su sacrificio para embellecer el paisaje, que
desde entonces contaría con un árbol nuevo.
Y por esto, el ceibo adorna la región, recreando la vista de todos.

Gómez Reynoso, Clelia (comp.) “Leyendas para niños”. En: Del folklore argentino

LA CAJA DE PANDORA
Zeus y el resto de los dioses vivían en el monte Olimpo. En la tierra el titán Prometeo creó la raza humana a
la que dotó de conocimientos y le enseñó a respetar a los dioses. A Zeus le gustó mucho lo que había
hecho Prometeo y quiso darle un premio. Ordenó al dios Hefesto que creara la primera mujer de la tierra
para regalársela a Prometeo. Hefesto modeló con arcilla una bellísima mujer que llamó Pandora. La belleza
de Pandora impresionó a todos los dioses del Olimpo y cada dios le fue concediendo una cosa. Atenea la
dotó de sabiduría, Hermes de elocuencia y Apolo de dotes para la música. El don de Zeus consistió en una
hermosa caja, que se suponía contenía tesoros para Prometeo, pero le dijo a Pandora que la caja no podía
abrirse bajo ningún concepto, lo que Pandora prometió a pesar de su curiosidad. Pandora y su caja fueron
ofrecidos a Prometeo, pero este no se fiaba de Zeus y no quiso aceptar los regalos. Para que Zeus no se
ofendiera Prometeo entregó ambos regalos a su hermano Epimeteo y le dijo que guardara bien la llave de
la caja para que nadie pudiera abrirla. Cuando Epimeteo conoció a Pandora se enamoró locamente y se
casó con ella aceptando la caja como dote. Un día Pandora, que era muy curiosa, no pudo aguantar más, le
quitó la llave a Epimeteo y abrió la caja, de la que salieron cosas horribles para los seres humanos como
enfermedades, guerras, terremotos, hambres y otras muchas calamidades. Al darse cuenta de lo que había
hecho Pandora intentó cerrar la caja, pero sólo consiguió retener dentro la esperanza que, desde entonces,
ayuda a todos los hombres a soportar los males que se extendieron por toda la tierra.

El Hornero
El Hornero es un pajarito que arma su nido, por lo general, en la cercanía de los humanos, el nido
tiene dos compartimentos, en el cual el más protegido es el de la hembra. Se dice que romper
nido de horneros atrae a la tormenta. Cuando llueve se pasea por el nido, alborozado, dejando
sus huellas.

Esta leyenda, de origen, nos cuenta que Jahé, hijo único de su padre, salió
a cazar un carpincho, luego de una larga jornada, el cansancio lo hizo
dormirse a orillas del río. Al despertar vio salir de las aguas a una hermosa
joven y quedó totalmente enamorado, para poder pretender a la joven
debía someterse a una prueba como el resto de los jóvenes: se envolvían
en cueros mojados de animales (retobar) que a medida que se secaban
iban achicharrando a los muchachos. Al final sólo quedaron 2: Jahé y
Aguará. Cuando Aguará pidió que lo sacaran, todos acudieron a ayudarlo y por unos segundos se
olvidaron de Jahé. Al ir a aflojar su tortura, vieron que de adentro del cuero salía un pajarito
pequeño, esta avecita hizo su nido con paja y barro y que la joven de la cual Jahé se enamoró, se
convirtió en pájaro y fue su compañera.
Anécdota:
nos contó el querido Hipólito Marcial, que en su Santa María natal, vio de niño cuando
un tordo se adueñó del nido de una pareja de horneritos. Al no poder correr al intruso,
las laboriosas aves empezaron a revolotear el horno en forma infructuosa, entonces,
aprovechando que el tordo se encontraban en el interior, directamente comenzaron a
tapiar la entrada a gran velocidad hasta que la cerraron casi por completo; de
inmediato se dirigieron a otro árbol y comenzaron una nueva vivienda.

EL MITO DE PROMETEO
Cuentan los griegos que hace muchos, muchísimos años, solo existían los dioses inmortales. Hasta que un
día, decidieron crear a los seres mortales para que poblaran la Tierra. Dentro de una cueva, modelaron con
barro todas las especies animales y también a los humanos. Cocieron las figuras y, antes de darles vida, les
encargaron a Prometeo y a su hermano Epimeteo una misión: debían distribuir entre las especies las
capacidades necesarias para sobrevivir. Luego de oír la misión que les encomendaban, Epimeteo le pidió a
su hermano que le permitiera realizarla solo. Prometeo era sabio, astuto, y tenía el don de conocer el
futuro. En cambio, Epimeteo era un poco torpe y hacía las cosas sin pensar. Por eso, Prometeo dudó.
Entonces Epimeteo le propuso que, al terminar su tarea, él la inspeccionara, y así lo convenció. De
inmediato Epimeteo se puso a distribuir las capacidades, de modo que ninguna raza aniquilara a otra. A
unos les concedió la fuerza y a los débiles, la velocidad. Si a los grandes su tamaño los ayudaba a
defenderse, los pequeños recibieron alas para huir o el poder de excavar túneles donde resguardarse. Y a
todos los dotó de garras o pezuñas, y los recubrió con mucho pelo o dura piel para que se protegieran del
frío en invierno y del calor en verano. Después, repartió el modo de alimentarse: algunos comerían
hierbas, frutos o raíces, y los otros los cazarían para devorar su carne. Pero para que no desaparecieran, los
herbívoros tendrían muchos hijos. En cambio los carnívoros, pocos. Todo esto le parecía muy justo y
equilibrado. Hasta que, de pronto, se dio cuenta de que había gastado todos los dones en los animales y no
le quedaba ninguno para darle a la especie humana. Se quedó perplejo, sin saber qué hacer. Justo en ese
momento llegó su hermano a inspeccionar su trabajo, tal como habían acordado. Prometeo amaba a los
humanos más que a todos los otros seres mortales. Es que a él le había tocado modelarlos y los había
hecho semejantes a los dioses. Por eso caminaban erguidos, mirando de frente, y no en cuatro patas como
los animales. Pero ahora, sin fuerza, ni velocidad, ni garras, ¿cómo podrían defenderse del ataque de las
fieras? Con esa piel delgada y sin pelos, ¿cómo se protegerían del helado invierno y del sol veraniego?
¡Debía hacer algo y rápido! Los dioses ya le habían dado vida a toda la creación e, irremediablemente, los
humanos se extinguirían en poco tiempo. Entonces, se le ocurrió una idea: les daría algo que hasta
entonces solo los dioses tenían. De inmediato fue a la morada de Hefesto, el dios del fuego. Entró sin que
nadie lo viera, atrapó una chispa que volaba por el aire y la guardó en la rama hueca de una planta. La
chispa ardió en el interior de la rama y Prometeo se la llevó, también sin que nadie lo notara. Rápidamente
llegó adonde los humanos vagaban aterrorizados por la muerte. Les entregó el fuego y les dijo cómo
usarlo. Pronto abandonaron las oscuras cuevas donde vivían como hormigas, porque Prometeo les enseñó
a construir casas de ladrillos y madera. También, a reconocer las estaciones del año, a labrar la tierra, a
domesticar los animales, a trabajar los metales, a construir carros y barcos. Les enseñó los números, las
letras, las artes y a elaborar medicamentos para defenderse de las enfermedades. Y con todos estos
regalos, nació entre ellos la esperanza. El tiempo no corre igual para los inmortales que para los mortales.
Por eso, recién siglos más tarde, Zeus, el padre de los dioses, se dio cuenta de lo que sucedía en la Tierra.
¿El fuego estaba en poder de esa raza insignificante? Eso lo enfureció y, como dominaba los truenos, rayos
y relámpagos, desató una terrible tormenta. Pero ya no podía deshacer lo hecho por Prometeo así que
decidió castigarlo. De inmediato les ordenó a sus ayudantes, Violencia y Furor, que atraparan a Prometeo y
que lo llevaran hasta la cima de una alta montaña. Después, mandó a Hefesto a que fabricara unas cadenas
irrompibles y que, con ellas, lo encadenara en la piedra, de modo que estuviera siempre de pie, sin poder
descansar. Y no solo eso. Además, envió un águila monstruosa para que, durante el día, le devorara el
hígado. Prometeo era inmortal así que, como no podía morir, cada noche su hígado volvía a crecer. Pero a
la mañana siguiente el águila lo atacaba y todo comenzaba de nuevo. Pasaron cientos, miles de años. Hasta
que un día, Hércules, el hijo de Zeus, llegó a la montaña. Iba de camino a cumplir con uno de sus doce
trabajos. Cuando vio el sufrimiento de Prometeo, se apiadó de él y decidió liberarlo, aunque sabía que eso
significaba desobedecer a su padre. De un flechazo, mató al águila y, con su fuerza sobrehumana, rompió
las cadenas. En ese instante, Zeus se presentó, encolerizado. Entonces Prometeo decidió que había llegado
el momento de hacer valer una profecía que había ocultado hasta ese día. Le dijo a Zeus que algo terrible
le sucedería en el futuro, pero que solo se lo revelaría si lo liberaba de su castigo. Zeus aceptó el trato y así
se enteró de que, si tenía un hijo con la diosa Tetis, ese hijo le quitaría su trono. Hacía tiempo que Zeus
quería conquistar a esa hermosísima diosa, pero más le interesaba conservar su poder. Así que, agradecido
por haberle hecho esta revelación, liberó a Prometeo. Sin embargo, como había jurado que el castigo sería
eterno, no podía romper ese juramento. Por eso, le ordenó que, a partir de ese día, llevara un anillo
fabricado con el acero de sus cadenas y un trozo de roca a la que había estado encadenado. De ese modo,
todos recordarían que no se puede desafiar a los dioses sin sufrir las consecuencias. -Fin-

HÉRCULES, SÍMBOLO DE LA FUERZA Y EL HÉRCULES

Heracles, Hércules para los romanos, fue el más grande de todos los héroes griegos. Nacido de Zeus, que
tomó la imagen del rey Anfitrión para seducir a su esposa Alcmena, padeció como ningún otro la ira de la
celosa Hera, esposa de Zeus. Salió triunfador de cuantas trabas y pruebas la diosa le impuso y se convirtió
en símbolo de la superación del hombre. Consiguió la inmortalidad y ocupó un lugar junto a los dioses
olímpicos. Pero por ser hijo de una mortal, Hércules no era inmortal, así que Alcmena, trazó
cuidadosamente un plan con la ayuda de Atenea, para hacer que Hera amamantara a Hércules y así éste se
volvería inmortal. Entonces, colocaron al niño en una canasta al lado de un río que era frecuentado por
Hera y Atenea. Al encontrarlo, Atenea indujo a Hera a que lo amamantara, alegando que era un pobre niño
abandonado y tenía hambre. Pero cuando Hera fue a darle de mamar al niño, Hércules la mordió, haciendo
que salieran unas gotas de lecha que según el mito, formaron la Vía Láctea. Hera furiosa, juró vengarse del
niño y de su madre. Unos pocos meses después de su nacimiento, Hera envió dos serpientes a matarlo
mientras dormía en su cuna. Heracles estranguló una serpiente con cada mano y fue hallado por su niñera
jugando con sus cuerpos exangües como si fueran unos insignificantes juguetes. Heracles creció sano y
fuerte. Su fuerza física sería su característica más apreciada Más tarde, en su edad adulta, Hera hizo que
Hércules enloqueciera y asesinara a sus hijos y a su esposa Megara, por lo que el oráculo de Apolo lo
condenó a que trabajara durante doce años bajo las órdenes de Euristeo, rey de Micenas. Así, le sería
concedido el perdón, pero nunca le sería concedido el olvido. Hera, al enterarse de esta decisión puso de
su lado a Euristeo, con el fin de hacerle más difícil el trabajo a Hércules.

La Yerba Mate
De noche Yací, la luna, alumbra desde el cielo misionero las copas de los árboles y platea el agua
de las cataratas. Eso es todo lo que conocía de la selva: los enormes torrentes y el colchón verde
e ininterrumpido del follaje, que casi no deja pasar la luz. Muy de trecho en trecho, podía colarse
en algún claro para espiar las orquídeas dormidas o el trabajo silencioso de las arañas. Pero Yací
es curiosa y quiso ver por sí misma las maravillas de las que le hablaron el sol y las nubes: el
tornasol de los picaflores, el encaje de los helechos y los picos brillantes de los tucanes.

Pero un día bajó a la tierra acompañado de Araí, la nube, y juntas, convertidas en muchachas, se
pusieron a recorrer la selva. Era el mediodía y, el rumor de la selva las invadió, por eso era
imposible que escucharan los pasos sigilosos del yaguareté que se acercaba, agazapado, listo
para sorprenderlas, dispuesto a atacar. Pero en ese mismo instante una flecha disparada por un
viejo cazador guaraní que venía siguiendo al tigre fue a clavarse en el costado del animal. La
bestia rugió furiosa y se volvió hacia el lado del tirador, que se acercaba. Enfurecida, saltó sobre
él abriendo su boca y sangrando por la herida pero, ante las muchachas paralizadas, una nueva
flecha le atravesó el pecho.

En medio de la agonía del yaguareté, el indio creyó haber advertido a dos mujeres que
escapaban, pero cuando finalmente el animal se quedó quieto no vio más que los árboles y más
allá la oscuridad de la espesura.

Esa noche, acostado en su hamaca, el viejo tuvo un sueño extraordinario. Volvía a ver al
yaguareté agazapado, volvía a verse a sí mismo tensando el arco, volvía a ver el pequeño claro y
en él a dos mujeres de piel blanquísima y larguísima cabellera. Ellas parecían estar esperándolo y
cuando estuvo a su lado Yací lo llamo por su nombre y le dijo:

- Yo soy Yací y ella es mi amiga Araí. Queremos darte las gracias por salvar nuestras vidas.
Fuiste muy valiente, por eso voy a entregarte un premio y un secreto. Mañana, cuando
despiertes, vas a encontrar ante tu puerta una planta nueva: llamada caá. Con sus hojas,
tostadas y molidas, se prepara una infusión que acerca los corazones y ahuyenta la soledad. Es
mi regalo para vos, tus hijos y los hijos de tus hijos...

Al día siguiente, al salir de la gran casa común que alberga a las familias guaraníes, lo primero
que vieron el viejo y los demás miembros de su tevy fue una planta nueva de hojas brillantes y
ovaladas que se erguía aquí y allá. El cazador siguió las instrucciones de Yací: no se olvidó de
tostar las hojas y, una vez molidas, las colocó dentro de una calabacita hueca. Buscó una caña
fina, vertió agua y probó la nueva bebida. El recipiente fue pasando de mano en mano: había
nacido el mate.
 HUITZILOPOXTLI (México)
 LAS TRES PASCUALAS (Chile)
 LA CAJA DE PANDORA (Grecia)
 NARCISO Y ECO (Grecia)
 EL TIGRE DEL ESPEJO (China)
EL TATÚ Y SU CAPA DE FIESTA (Bolivia, cultura Ayma...
 HISTORIA DE LA MONTAÑA QUE TRUENA (Chile, cultura ...
 LIMAY, NEUQUÉN Y RAIHUÉ (Argentina, cultura mapuch...
 POPOL VUH. Fragmentos (Guatemala)
 LA LLORONA (Costa Rica)
 LA CREACION (relato nórdico)
 EL PALOMO, EL GAVILÁN Y EL ROBO DEL FUEGO (Austral...
 LA GOLDEN – EYE EMPOLLA AL MUNDO. (Finlandia)
HUITZILOPOXTLI (México)

Tuve que ir, hace poco tiempo, en una comisión periodística, de una ciudad frontera de los Estados Unidos, a un
punto mexicano en que había un destacamento de Carranza. Allí se me dio una recomendación y un salvoconducto
para penetrar en la parte de territorio dependiente de Pancho Villa, el guerrillero y caudillo militar formidable. Yo
tenía que ver un amigo, teniente en las milicias revolucionarias, el cual me había ofrecido datos para mis
informaciones, asegurándome que nada tendría que temer durante mi permanencia en su campo.
Hice el viaje, en automóvil, hasta un poco más allá de la línea fronteriza en compañía de mister John Perhaps,
médico, y también hombre de periodismo, al servicio de diarios yanquis, y del Coronel Reguera, o mejor dicho, el
Padre Reguera, uno de los hombres más raros y terribles que haya conocido en mi vida. El Padre Reguera es un
antiguo fraile que, joven en tiempo de Maximiliano, imperialista, naturalmente, cambió en el tiempo de Porfirio Díaz
de Emperador sin cambiar en nada de lo demás. Es un viejo fraile vasco que cree en que todo está dispuesto por la
resolución divina. Sobre todo, el derecho divino del mando es para él indiscutible.
—Porfirio dominó- decía—porque Dios lo quiso. Porque así debía ser.—¡No diga macanas! —contestaba mister
Perhaps, que había estado en la Argentina.—Pero a Porfirio le faltó la comunicación con la Divinidad... ¡Al que no
respeta el misterio se lo lleva el diablo! Y Porfirio nos hizo andar sin sotana por las calles. En cambio Madero...
Aquí en México, sobre todo, se vive en un suelo que está repleto de misterio. Todos esos indios que hay no respiran
otra cosa. Y el destino de la nación mexicana está todavía en poder de las primitivas divinidades de los aborígenes.
En otras partes se dice: «Rascad... y aparecerá el...». Aquí no hay que rascar nada. El misterio azteca, o maya, vive en
todo mexicano por mucha mezcla social que haya en su sangre, y esto en pocos.—Coronel, ¡tome un whisky! dijo
mister Perhaps, tendiéndole su frasco de ruolz.—Prefiero el comiteco— respondió el Padre Reguera, y me tendió un
papel con sal, que sacó de un bolsón, y una cantimplora llena de licor mexicano.
Andando, andando, llegamos al extremo de un bosque, en donde oímos un grito: «¡Alto!».
Nos detuvimos. No se podía pasar por ahí. Unos cuantos soldados indios, descalzos, con sus grandes sombrerones y
sus rifles listos, nos detuvieron.
El Viejo Reguera parlamentó con el principal, quien conocía también al yanqui. Todo acabó bien. Tuvimos dos mulas
y un caballejo para llegar al punto de nuestro destino. Hacía luna cuando seguimos la marcha. Fuimos paso a paso.
De pronto exclamé dirigiéndome al viejo Reguera:—Reguera, ¿cómo quiere que le llame, Coronel o Padre?—¡Como
la que lo parió! — bufó el apergaminado personaje.—Lo digo— repuse— porque tengo que preguntarle sobre cosas
que a mi me preocupan bastante.
Las dos mulas iban a un trotecito regular, y solamente mister Perhaps se detenía de cuando en cuando a arreglar la
cincha de su caballo, aunque lo principal era el engullimiento de su whisky.Dejé que pasara el yanqui adelante, y
luego, acercando mi caballería a la del Padre Reguera, le dije:
—Usted es un hombre valiente, práctico y antiguo. A usted le respetan y lo quieren mucho todas estas indiadas.
Dígame en confianza: ¿es cierto que todavía se suelen ver aquí cosas extraordinarias, como en tiempos de la
conquista?
—¡Buen diablo se lo lleve a usted! ¿Tiene tabaco?Le di un cigarro.
—Pues le diré a usted. Desde hace muchos años conozco a estos indios como a mí mismo, y vivo entre ellos como si
fuese uno de ellos. Me vine aquí muy muchacho, desde en tiempo de Maximiliano. Ya era cura y sigo siendo cura, y
moriré cura.
—¿Y... ?—No se meta en eso.—Tiene usted razón, Padre; pero sí me permitirá que me interese en su extraña vida.
¿Cómo usted ha podido ser durante tantos años sacerdote, militar, hombre que tiene una leyenda, metido por tanto
tiempo entre los indios, y por último aparecer en la Revolución con Madero? ¿No se había dicho que Porfirio le había
ganado a usted?
El viejo Reguera soltó una gran carcajada.
—Mientras Porfirio tuvo a Dios, todo anduvo muy bien; y eso por doña Carmen...—¿Cómo, padre?—Pues así... Lo
que hay es que los otros dioses...—¿Cuáles, Padre?—Los de la tierra...—¿Pero usted cree en ellos?—Calla,
muchacho, y tómate otro comiteco.—Invitemos —le dije— a míster Perhaps que se ha ido ya muy delantero.—¡Eh,
Perhaps! ¡Perhaps!No nos contestó el yanqui.—Espere— le dije, Padre Reguera; voy a ver si lo alcanzo.—No vaya—
me contestó mirando al fondo de la selva . Tome su comiteco.El alcohol azteca había puesto en mi sangre una
actividad singular. A poco andar en silencio, me dijo el Padre:—Si Madero no se hubiera dejado engañar...—¿De los
políticos?—No, hijo; de los diablos...—¿Cómo es eso?—Usted sabe.—Lo del espiritismo...—Nada de eso. Lo que hay
es que él logró ponerse en comunicación con los dioses viejos...—¡Pero, padre...!
—Sí, muchacho, sí, y te lo digo porque, aunque yo diga misa, eso no me quita lo aprendido por todas esas regiones
en tantos años... Y te advierto una cosa: con la cruz hemos hecho aquí muy poco, y por dentro y por fuera el alma y
las formas de los primitivos ídolos nos vencen... Aquí no hubo suficientes cadenas cristianas para esclavizar a las
divinidades de antes; y cada vez que han podido, y ahora sobre todo, esos diablos se muestran.Mi mula dio un salto
atrás toda agitada y temblorosa, quise hacerla pasar y fue imposible.
—Quieto, quieto— me dijo Reguera.Sacó su largo cuchillo y cortó de un árbol un varejón, y luego con él dio unos
cuantos golpes en el suelo.—No se asuste —me dijo—; es una cascabel.
Y vi entonces una gran víbora que quedaba muerta a lo largo del camino. Y cuando seguimos el viaje, oí una sorda
risita del cura...—No hemos vuelto a ver al yanqui le dije.—No se preocupe; ya le encontraremos alguna
vez.Seguimos adelante. Hubo que pasar a través de una gran arboleda tras la cual oíase el ruido del agua en una
quebrada. A poco: «¡Alto!»—¿Otra vez? — le dije a Reguera.—Sí —me contestó—. Estamos en el sitio más delicado
que ocupan las fuerzas revolucionarias. ¡Paciencia!Un oficial con varios soldados se adelantaron. Reguera les habló y
oí contestar al oficial:—Imposible pasar más adelante. Habrá que quedar ahí hasta el amanecer.
Escogimos para reposar un escampado bajo un gran ahuehuete.De más decir que yo no podía dormir. Yo había
terminado mi tabaco y pedí a Reguera.
—Tengo —me dijo— , pero con mariguana.Acepté, pero con miedo, pues conozco los efectos de esa yerba
embrujadora, y me puse a fumar. En seguida el cura roncaba y yo no podía dormir.
Todo era silencio en la selva, pero silencio temeroso, bajo la luz pálida de la luna. De pronto escuché a lo lejos como
un quejido largo y aullante, que luego fue un coro de aullidos. Yo ya conocía esa siniestra música de las selvas
salvajes: era el aullido de los coyotes.
Me incorporé cuando sentí que los clamores se iban acercando. No me sentía bien y me acordé de la mariguana del
cura. Si seria eso...
Los aullidos aumentaban. Sin despertar al viejo Reguera, tomé mi revólver y me fui hacia el lado en donde estaba el
peligro.Caminé y me interné un tanto en la floresta, hasta que vi una especie de claridad que no era la de la luna,
puesto que la claridad lunar, fuera del bosque era blanca, y ésta, dentro, era dorada. Continué internándome hasta
donde escuchaba como un vago rumor de voces humanas alternando de cuando en cuando con los aullidos de los
coyotes.
Avancé hasta donde me fue posible. He aquí lo que vi: un enorme ídolo de piedra, que era ídolo y altar al mismo
tiempo, se alzaba en esa claridad que apenas he indicado. Imposible detallar nada. Dos cabezas de serpiente, que
eran como brazos o tentáculos del bloque, se juntaban en la parte superior, sobre una especie de inmensa testa
descarnada, que tenía a su alrededor una ristra de manos cortadas, sobre un collar de perlas, y debajo de eso, vi, en
vida de vida, un movimiento monstruoso. Pero ante todo observé unos cuantos indios, de los mismos que nos
habían servido para el acarreo de nuestros equipajes, y que silenciosos y hieráticamente daban vueltas alrededor de
aquel altar viviente.
Viviente, porque fijándome bien, y recordando mis lecturas especiales, me convencí de que aquello era un altar de
Teoyaomiqui, la diosa mexicana de la muerte. En aquella piedra se agitaban serpientes vivas, y adquiría el
espectáculo una actualidad espantable.
Me adelanté. Sin aullar, en un silencio fatal, llegó una tropa de coyotes y rodeó el altar misterioso. Noté que las
serpientes, aglomeradas, se agitaban; y al pie del bloque ofídico, un cuerpo se movía, el cuerpo de un hombre Mister
Perhaps estaba allí.Tras un tronco de árbol yo estaba en mi pavoroso silencio. Creí padecer una alucinación; pero lo
que en realidad había era aquel gran círculo que formaban esos lobos de América, esos aullantes coyotes más
fatídicos que los lobos de Europa.
Al día siguiente, cuando llegamos al campamento, hubo que llamar al médico para mí.
Pregunté por el Padre Reguera.
—El Coronel Reguera— me dijo la persona que estaba cerca de mí—está en este momento ocupado. Le faltan tres
por fusilar...
LAS TRES PASCUALAS (Chile)

Las tres pascualas vivían en la naciente ciudad de Concepción, allá por el siglo XIX. Las tres eran hermanas. Ellas,
siendo jóvenes, lindas y lavanderas, solían ir diariamente a lavar la ropa en una laguna cercana. Allí, entre lavado y
lavado, cantaban canciones de amor. Y al caer la tarde, le pedían a la laguna que, por favor, les trajera el verdadero
amor de sus vidas.
Un día vieron llegar por la orilla opuesta a un gallardo joven que, al verlas, se acercó hacia ellas y les ofreció tertulia.
Compartieron con el joven su comida y este las acompañó hasta que el sol se puso. Las encontró muy lindas y
malvadamente se propuso hacerlas suyas.
Por otro lado, las tres Pascualas regresaron a su casa en silencio, arrobadas y cada una de ellas convencida de que el
hermoso joven había venido por ella ¡solo por ella!.
Por su lado, el joven regresó día a día a la laguna, dispuesto a rendirlas, una por una, a su pérfido deseo.
Llegaba por la mañana, ayudaba a la Pascuala menor a llevar la ropa a su cabaña, y en el trayecto, le declaraba su
ardiente amor. Cuando la Pascuala mayor partía al pueblo a comprar las provisiones, enamoraba a la de al medio. Y
cuando la menor preparaba la comida, juraba amor eterno a la mayor.
Así, las tres Pascualas se enamoraron locamente. Como cada una se sentía la elegida, no se atrevían a mirarse de
frente, temerosas de despertar sus celos. Ya no cantaban: solo suspiros llenaban el atardecer. La laguna ya no era
verde y clara, si no turbia y revuelta como sus pobres almas, que le habían dado todo a su bien amado.
Y, entonces, el dichoso bien amado, habiendo logrado su propósito, ya no acudió a la cita. Esperaron en vano, hora
tras hora, día tras día. Por fin, se miraron cara a cara y sus propios ojos revelaron su triste secreto.
Muertas de pena, fuéronse internando calladas en las aguas, estas se agitaron formando un remolino. Un temblor
sacudió su fondo. Las aguas se desbordaron, y al volver a su cauce, este tomó la forma de la luna en cuarto
menguante.
Según cuentan los lugareños, desde entonces ciertas noches suelen verse las tres Pascualas, luego de luna llena,
lavando y lavando en la laguna que lleva su nombre. Creen que sus aguas no son buenas y evitan su cercanía.

P U B L I C AD O P O R V I D EO J U E G O S E N 1 2 : 2 7 NO H A Y C OM E N T AR I O S:
LA CAJA DE PANDORA (Grecia)

Antes que fueran creados la tierra, el mar y los cielos, todas las cosas tenían el mismo aspecto, al que llamaban Caos,
una masa confusa y sin forma, un peso muerto en el cual, sin embargo, estaban las semillas de las cosas. Como la
Tierra, el Aire y el Agua estaban mezclados, la tierra no era sólida, el mar no era fluido ni el aire transparente.
Dios y la Naturaleza pusieron fin al desorden, separando la tierra del mar y al cielo de ambos dos. Luego, Dios y la
Naturaleza se las arreglaron para disponer mejor la Tierra y distribuyeron los ríos, las montañas y las bahías,
dibujaron los valles, los bosques y las planicies. El aire se esclareció y las estrellas fueron apareciendo. Los peces
tomaron posesión del mar, los pájaros del aire y las bestias de cuatro patas se apropiaron de la tierra.
Pero era necesario un animal más noble, y entonces se hizo al Hombre. Prometeo tomó un poco de tierra, donde
todavía se mezclaba con un poco de cielo, y mojándola con un poco de agua, moldeó en el barro al hombre,
haciéndolo a imagen de los dioses, erguido, para que al revés de los otros animales, el hombre se levante hacia los
cielos y observe las estrellas.
Prometeo fue uno de los Titanes, una raza de gigantes que habitó la Tierra antes de la creación del hombre. A él y a
su hermano Epimeteo fue encargada la tarea de hacer al hombre, y proveerlo, tal como a los otros animales, de las
facultades necesarias para su preservación. Epimeteo fue el obrero y Prometeo vigiló el trabajo. Así fueron
otorgando a los diferentes animales de coraje, fuerza, rapidez, sagacidad; garras para uno y alas para el otro, etc...
Pero cuando llegó el momento de dar sus dones al hombre, que tenía que ser superior a todos los demás animales,
Epimeteo había sido tan pródigo con sus recursos que ya no le quedaban dones.
Prometeo entonces, para subsanar la situación, subió al cielo y, con la ayuda de Atenea, encendió su antorcha en el
carro del Sol, y les regaló el fuego a los hombres. Este don hizo al hombre mucho más que todos los animales. El
fuego permitió al hombre fabricar armas para vencer a los animales y herramientas para cultivar la tierra, pudo
calentar su casa para independizarse del clima, y finalmente introdujo las artes y la moneda, lo que significa
intercambio y comercio.
La mujer todavía no había sido creada. La leyenda cuenta que Zeus hizo a la mujer y la envió a Prometeo y su
hermano para castigarlos por haber robado el fuego... y también para castigar al hombre por haber aceptado el don.
La primera mujer fue Pandora. Fue hecha en el cielo y todos los dioses contribuyeron en algo para perfeccionarla.
Afrodita le dio belleza, Hermes la persuasión, Apolo la música, etc. Así equipada, Pandora fue llevada a la Tierra y
presentada a Epimeteo que la aceptó feliz, a pesar de los temores de su hermano, que no confiaba en Zeus y sus
regalos.
Epimeteo tenía en su casa una habitación donde guardaba algunos objetos que no había alcanzado a repartir por la
Tierra. Entre ellos un baúl. Poco a poco fue creciendo en Pandora una gran curiosidad por conocer el contenido de
dicha caja; finalmente, un día quebró el sello y abrió la tapa para mirar dentro. Pero en ese mismo momento
escaparon de la caja una multitud de plagas para atormentar a los hombres, como la gota, el reumatismo y los
cólicos para el cuerpo, y la envidia, la ira y la venganza para el alma, y estos males se repartieron por todas partes.
Pandora se apresuró en cerrar la caja, pero ya era tarde, todo el contenido de la caja había escapado, exceptuando
una sola cosa que yacía confundida al fondo, esa era la esperanza. Desde entonces, aunque los males nos acechen, la
esperanza nunca nos deja por entero. Y mientras tengamos un poco de esperanza, ningún mal puede derrotarnos
completamente...

P U B L I C AD O P O R V I D EO J U E G O S E N 1 2 : 2 7 NO H A Y C OM E N T AR I O S:

NARCISO Y ECO (Grecia)

Eco era una joven ninfa de los bosques, parlanchina y alegre. Con su charla incesante entretenía a Hera, esposa de
Zeus, y estos eran los momentos que el padre de los dioses griegos aprovechaba para mantener sus relaciones
extraconyugales. Hera, furiosa cuando supo esto, condenó a Eco a no poder hablar sino solamente repetir el final de
las frases que escuchara, y ella, avergonzada, abandonó los bosques que solía frecuentar, recluyéndose en una cueva
cercana a un riachuelo.
Por su parte, Narciso era un muchacho precioso, hijo de la ninfa Liríope. Cuando él nació, el adivino Tiresias predijo
que si se veía su imagen en un espejo sería su perdición, y así su madre evitó siempre espejos y demás objetos en los
que pudiera verse reflejado. Narciso creció así hermosísimo sin ser consciente de ello, y haciendo caso omiso a las
muchachas que ansiaban que se fijara en ellas.
Tal vez porque de alguna manera Narciso se estaba adelantando a su destino, siempre parecía estar ensimismado en
sus propios pensamientos, como ajeno a cuanto le rodeaba. Daba largos paseos sumido en sus cavilaciones, y uno de
esos paseos le llevó a las inmediaciones de la cueva donde Eco moraba. Nuestra ninfa le miró embelesada y quedó
prendada de él, pero no reunió el valor suficiente para acercarse.

Narciso encontró agradable la ruta que había seguido ese día y la repitió muchos más. Eco le esperaba y le seguía en
su paseo, siempre a distancia, temerosa de ser vista, hasta que un día, un ruido que hizo al pisar una ramita puso a
Narciso sobre aviso de su presencia, descubriéndola cuando en vez de seguir andando tras doblar un recodo en el
camino quedó esperándola. Eco palideció al ser descubierta, y luego enrojeció cuando Narciso se dirigió a ella.
- ¿Qué haces aquí? ¿Por qué me sigues?
- Aquí... me sigues... -fue lo único que Eco pudo decir, maldita como estaba, habiendo perdido su voz.
Narciso siguió hablando y Eco nunca podía decir lo que deseaba. Finalmente, como la ninfa que era acudió a la ayuda
de los animales, que de alguna manera le hicieron entender a Narciso el amor que Eco le profesaba. Ella le miró
expectante, ansiosa... pero su risa helada la desgarró. Y así, mientras Narciso se reía de ella, de sus pretensiones, del
amor que albergaba en su interior, Eco moría. Y se retiró a su cueva, donde permaneció quieta, sin moverse,
repitiendo en voz queda, un susurro apenas, las últimas palabras que le había oído... "qué estúpida... qué estúpida...
qué... estu... pida...". Y dicen que allí se consumió de pena, tan quieta que llegó a convertirse en parte de la propia
piedra de la cueva...

Pero el mal que haces a otros no suele salir gratis... y así, Némesis, diosa griega que había presenciado toda la
desesperación de Eco, entró en la vida de Narciso otro día que había vuelto a salir a pasear y le encantó hasta casi
hacerle desfallecer de sed. Narciso recordó entonces el riachuelo donde una vez había encontrado a Eco, y sediento
se encaminó hacia él. Así, a punto de beber, vio su imagen reflejada en el río. Y como había predicho Tiresias, esta
imagen le perturbó enormemente. Quedó absolutamente cegado por su propia belleza, en el reflejo. Y hay quien
cuenta que ahí mismo murió de inanición, ocupado eternamente en su contemplación. Otros dicen que enamorado
como quedó de su imagen, quiso reunirse con ella y murió ahogado tras lanzarse a las aguas. En cualquier caso, en el
lugar de su muerte surgió una nueva flor al que se le dio su nombre: el Narciso, flor que crece sobre las aguas de los
ríos, reflejándose siempre en ellos.

EL TIGRE DEL ESPEJO (China)

Cuentan que hace muchísimos años, el mundo de los espejos y el de los humanos estaban comunicados. Cualquiera
podía entrar y salir de un espejo de pared, de un espejito de mano y hasta de los pequeñísimos fragmentos de un
espejo roto.
La gente de los espejos se parecía bastante a la gente humana, aunque eran más pálidos y brillaban en las noches de
luna. Los animales del mundo de los espejos tenían un pelaje cristalino, plumas transparentes y ojos de un color
plateado que centelleaba bajo la luz. El gran tigre era el más hermoso de estos animales, con sus rayas negras como
la noche y blancas como la luna. Sus dientes relucían como cuchillos de plata cuando se deslizaba silencioso a través
de un espejo para caminar por los larguísimos pasillos del palacio del Emperador Amarillo.
La vida de los dos mundos había transcurrido sin problemas hasta la noche en que el Emperador, desvelado, observó
desde su lecho imperial el paso del tigre frente a la puerta de su recámara. Inmediatamente quiso tenerlo cautivo en
su zoológico imperial y llamó a sus imperiales guardias para que lo apresaran. Éstos se acercaron medio muertos de
miedo y provistos de una enorme red. Se ubicaron temblando a ambos lados del final del pasillo y lanzaron la red
sobre el majestuoso animal. El rugido del tigre prisionero hizo temblar las paredes del palacio, rompió los vidrios de
los ventanales y, atravesando los espejos, llegó hasta los oídos de la gente del otro lado. Entonces, se declaró la
guerra.
La gente de los espejos se armó con lanzas de plata y espadas de cristal para rescatar al tigre. Los soldados del
Emperador se armaron con mazas de bronce y escudos de hierro para prevenir el ataque. Durante días y noches, los
dos ejércitos aguardaron, tensos y sin dormir, el momento de la batalla. Mientras tanto, el tigre recorría una y otra
vez su estrecha celda mordiendo los barrotes.
Por fin, una noche sin luna, la gente de los espejos cruzó el cristal que los separaba y arremetió, pálida y fantasmal,
contra los soldados del Emperador. La sangre de los humanos corrió roja como el coral y la sangre de sus rivales
corrió plateada como el mercurio. Una y otra vez ganaron y perdieron sendas batallas, con una tristísima pérdida de
vidas en los dos bandos. Sin embargo, la guerra no terminaba de definirse y el pueblo del Imperio Amarillo
empezaba a hartarse de ver morir a sus hijos por un capricho de su gobernante. Temeroso de perder su poder, el
Emperador Amarillo llamó a su palacio a un hechicero famoso.

—¿Cómo puedo ganar esta guerra sin perder a mi tigre? —preguntó.


—El secreto es el azogue, mi señor —respondió el hechicero—. El azogue es la base de los espejos y, si bañáis en él al
ejército enemigo, volverán adonde les corresponde.

El Emperador encargó a los sabios y alquimistas que prepararan incontables recipientes repletos de azogue y simuló
una retirada de su ejército. Cuando la gente del espejo invadió la plaza imperial creyendo haber ganado la guerra,
desde lo alto de las murallas recibió un baño líquido y plateado que, poco a poco, los fue disolviendo y
devolviéndolos a su mundo. En algunas horas, la gente del espejo quedó prisionera detrás de los espejos de pared,
de los espejos de mano y hasta de los pequeñísimos fragmentos de un espejo roto.
Pero allí no se detuvo la venganza del Emperador, sino que los condenó a repetir para siempre los gestos de los
humanos. Por eso, desde ese momento, los espejos copian nuestras caras y nuestros gestos.
Sin embargo, la historia también dice que un día los seres humanos del espejo se despertarán de este sueño mágico,
y que el primero en despertarse será un nuevo tigre. Entonces, los espejos no nos devolverán nuestra imagen sino
otra diferente. Cada vez más diferente y cada vez más parecida al resplandor del tigre liberado...
EL TATÚ Y SU CAPA DE FIESTA (Bolivia, cultura Aymará)

Las gaviotas andinas se habían encargado de llevar la noticia hasta los últimos rincones del Altiplano. Volando de un
punto a otro, incansables, habían comunicado a todos que cuando la luna estuviera brillante y redonda, los animales
estaban cordialmente invitados a una gran fiesta a orillas del lago. El Titicaca se alegraba cada vez que esto sucedía.
Cada cual se preparaba con esmero para esta oportunidad. Se acicalaban y limpiaban sus plumajes y sus pieles con
los mejores aceites especiales, para que resplandecieran y todos los admiraran. Todo esto lo sabía Tatú, él
quirquincho, ya había asistido a algunas de estas fastuosas fiestas que su querido amigo Titicaca gustaba de
organizar. En esta ocasión deseaba ir mejor que nunca, pues recientemente había sido nombrado integrante muy
principal de la comunidad. Y comprendía bien lo que esto significaba... Él era responsable y digno. Esas debían haber
sido las cualidades que se tuvieron en cuenta al darle este título honorífico que tanto lo honraba. Ahora deseaba
íntimamente deslumbrarlos a todos y hacerlos sentir que no se habían equivocado en su elección.
Todavía faltaban muchos días, pero en cuanto recibió la invitación se puso a tejer un manto nuevo, elegantísimo,
para que nadie quedara sin advertir su presencia espectacular. Era conocido como buen tejedor, y se concentró en
hacer una tramafina, fina, a tal punto, que recordaba algunas maravillosas telarañas de esas que se suspenden en el
aire, entre rama y rama de los arbustos, luciendo su tejido extraordinario. Ya llevaba bastante adelantado, aunque el
trabajo, a veces, se lehacia lento y penoso, cuando acertó a pasar cerca de su casa el zorro, que gustaba de meter
siempre su nariz en lo que no le importaba.
Al verlo, le preguntó con curiosidad que hacía y este le respondió que trabajaba en su capa para ponérsela el día de
la fiesta en el lago, el zorro le respondió que cómo iba a alcanzar a terminarla si la fiesta era esa noche. El
quirquincho pensóque había pasado el tiempo sin notarlo. Siempre le sucedía lo mismo... Calculaba mal las horas...
Al pobre Tatú se le fue el alma a los pies. Una gruesa lágrima rodó por sus mejillas. Tanto prepararse para la
ceremonia... El encuentro con susamigos lo había imaginado distinto de lo que sería ahora. ¿Tendría fuerzas y
tiempo para terminar su manto tan hermosamente comenzado?
El zorro captó su desesperación, y sin decir más se alejó riendo entre dientes. Sin buscarlo había encontrado el modo
de inquietar a alguien...y eso le producía un extraño placer. Tatú tendría que apurarse mucho si quería ir con vestido
nuevo ala fiesta. Y así fue. Sus manitos continuaron el trabajo moviéndose con rapidez y destreza, pero debió
recurrir a un truco para que le cundiera. Tomó hilos gruesos y toscos que le hicieron avanzar más rápido. Pero, la
belleza y finura iniciales del tejido se fueron perdiendo a medida que avanzaba y quedaba al descubierto una
urdimbre más suelta. Finalmente todo estuvo listo y Tatú se engalanó para asistir a su fiesta.
Entonces respiró hondo, y con un suspiro de alivio miró al cieloestirando sus extremidades para sacudirse el
cansancio de tanto trabajo. En ese instante advirtió el engaño... ¡Si la luna todavía no estaba llena! Lo miraba curiosa
desde sus tres cuartos de creciente...
Un primer pensamiento de cólera contra el viejo zorro le cruzó su cabecita. Pero al mirar su manto nuevamente bajo
la luz brillante que caía también de las estrellas, se dio cuenta de que, si bien no había quedado como él lo
imaginara, de todosmodos el resultado era de auténtica belleza y esplendor. No tendría para qué deshacerlo. Quizás
así estaba mejor, más suelto y aireado en su parte final, lo cual le otorgaba un toque exótico y atractivo. El zorro se
asombraría cuando lo viera... Y, además, no le guardaría rencor, porque sido su propia culpa creerle a alguien que
tenía fama de travieso y juguetón. Simplemente él no podía resistir la tentación de andar burlándose de todos... y
siempre encontraba alguna víctima.
Pero esta vez todo salió bien: el zorro le había hecho un favor. Porque Tatú se lució efectivamente, y causó gran
sensación con su manto nuevo cuando llegó, al fin, el momento de su aparición triunfal en la fiesta de su amigo
Titicaca.

HISTORIA DE LA MONTAÑA QUE TRUENA (Chile, cultura mapuche)

Cuentan que hace muchísimo tiempo vivía en la cordillera un pueblo de guerreros, un pueblo al que los otros
llamaban "El enemigo invencible". No tenían vecinos ni aliados, porque el primero que se animaba a entrar en su
territorio sin autorización era esclavizado o aniquilado. Dicen que no hubo país donde las piedras y las flores fueran
más rojas, porque allí la sangre de las guerras había penetrado hasta las capas más profundas de la tierra. Entre los
invencibles no había lugar para los débiles: los niños mamaban el valor, de los pechos ceñidos de sus madres y allí
mentándose con carne cruda se convertían en hombres altos y fuertes como montes.
Este pueblo tuvo un jefe valiente y formidable llamado Linko Nahuel, el “tigre que salta”. Era tan valeroso como
feroz, y cuentan que si alguien hubiera podido navegar en los ríos de sus venas hubiera visto hervir la sangre. Entre
todas las montañas del país de Linko Nahuel se distinguía el pico nevado del cerro Amun-Kar, el monte sagrado que
es el trono de Dios. Dominaba el paisaje con sus laderas que subían verdes y boscosas. A veces, la montaña se
transformaba, lanzaba humo y fuego hacia el cielo, bombardeando a los Mapuches con rocas incandescentes que
parecían las tokikuras de Dios. Y la gente le tenía más miedo que a la furia de Linko Nahuel.
Un amanecer, mientras acampaban en el gran valle que se encontraba a los pies del Amun-Kar, los centinelas,
bajaron corriendo las laderas para contar lo que habían visto. Miles y miles de enanos armados, avanzaban por la
cuesta de la montaña sagrada.
Linko Nahuel sintió como la cólera le subía por el pecho, como sus brazos ansiaban descargar un golpe contra los
invasores que ni permiso habían pedido; él los aplastaría, una vez más la sangre correría por las sendas y los arroyos.
Pero Linko Nahuel también era astuto, y conocía el valor de los planes. Por eso llamó a sus segundos y les ordenó:
“Vayan a entrevistarse con el jefe de los enanos. Cúbranse con cueros de guanacos y puma, píntense la cara del
modo más horroroso y adórnense con las plumas de choike mas largas y oscuras que tengan. Y sobre todo, ya saben,
mirada severa y pocas palabras. Así los intimidaremos. Ya van a ver cuando comiencen la retirada, ahí caeremos
sobre ellos”.
Los emisarios se fueron confiados, pero volvieron humillados y furiosos a rendir cuentas ante Linko Nahuel: - “Los
enanos son gente de montañas y planean quedarse a vivir en el Amun-Kar, no conocen tu nombre y no tienen miedo
de la ira de Dios. Son tan chiquitos como un anchimallen, pero hay que reconocer que son valientes y tantos, que
cuando nos rodearon no veíamos nada mas allá”. Entonces Linko se dispuso para la guerra y partió. Trepaban la
cuesta, cuando sorpresivamente los enanos se lanzaron desde arriba sobre ellos, hiriéndolos con miles de flechas y
lanzas diminutas. Defenderse era difícil. Linko alentaba a los suyos para alcanzar a los pigmeos, pero estos se
protegían detrás de paredones y salientes, y desde allí empujaban la nieve y piedras que caían en alud sobre el
ejército invencible. Los enanos eran muchos y rodearon a los mapuches. La tierra y la nieve se teñían de sangre, y
Linko Nahuel, enfurecido, pedía refuerzos con gritos desaforados.
Los enanos se dieron vuelta y comenzaron a huir con extraordinaria agilidad montaña arriba dejando atrás a Linko
Nahuel, que los perseguía. Pero los guerreros de Linko eran gente de los valles y de las hondonadas y no podían
competir con sus enemigos, que milagrosamente se perdieron de vista. La trampa estaba tendida: los enanos
salieron de sus escondites y los atraparon uno por uno.
El cacique de los enanos dictaminó su sentencia: “Todos los prisioneros mapuches deberían subir hasta la cumbre y
desde allí serian precipitados; él último en caer sería Linko Nahuel, para que viera la muerte muchas veces antes de
dar su último salto”.
Penosamente subía el tigre derrotado pisando por primera vez las rocas de la cima. Cuando el enano dio la orden de
detenerse ataron a los prisioneros de pies y manos y comenzó el castigo.
Empujaron al primer mapuche al precipicio. Erguido y rígido, Linko miraba la distancia, ese paisaje nuevo que no lo
dejaba recordar, que aplacaba por primera vez su sangre huracanada. Entonces se escucho el primer estruendo, los
estallidos interiores de la montaña de Dios. Las rocas volaron en mil pedazos. Un viscoso lago de fuego arrastró a los
mapuches y enanos, que mezclaron sus gritos y quedaron confundidos en la misma ceniza.
Y Dios dispuso que los dos jefes se sentaran frente a frente, para que contemplaran juntos el horror, provocado por
la osadía de llevar la guerra a su montaña. Para que el castigo fuera eterno los convirtió en piedra; y desde ese
entonces fueron cubiertos muchas veces por la lava ardiente o el hielo, condenados a escuchar el tronar
intermitente de su furia. Por eso la gente del valle ya no llama al cerro Amun-Kar sino Tronador, y dicen los
mapuches que los dos caciques esperan en vano el día en que Dios se duerma y puedan despertar ellos para vengar
a sus pueblos...

LIMAY, NEUQUÉN Y RAIHUÉ (Argentina, cultura mapuche)


Se cuenta que Neuquén y Limay, grandes amigos, eran hijos de loncos (caciques) que tenían sus toldos, uno hacia el
norte y otro hacia el sur.
Los jóvenes solían salir juntos de cacería. Un día, mientras andaban detrás de un guanaco, escucharon una dulce voz
que provenía del Huechulafken (Lago Alto). Se trataba de una joven muchacha, tan bella y hermosa que ambos
amigos se enamoraron en el acto de sus largas trenzas morenas y sus expresivos ojos. Limay fue quien se atrevió a
preguntarle a la joven como se llamaba y así supieron que su nombre era "Raihué", palabra mapuche que significa
algo así como "capullo en flor".
El amor apasionado por la hermosa muchacha comenzó a distanciar a los dos amigos al punto que sus padres
finalmente lo notaron. Entonces buscaron encontrar una solución tratando de evitar herir susceptibilidades. Así, los
loncos se pusieron de acuerdo en ir a visitar a la machi para pedirle consejo.
La machi advirtió a los loncos sobre el origen del distanciamiento entre sus hijos y les aconsejó que pusieran a
prueba a los jóvenes.
Siguiendo esta sugerencia, los caciques le preguntaron a Raihué qué es lo que más le gustaría tener. Y la joven dijo
que deseaba una caracola para escuchar el rumor de las olas al acercarla s su oído. Entonces los loncos pensaron que
el desafío era justo y decidieron que el primero de los jóvenes que llegara a Futalafken y consiguiera aquel regalo
sería el que se casaría con la muchacha y de esta forma, se pondría fin a la disputa.
Siguiendo el consejo de los dioses, los jóvenes fueron convertidos en ríos por la machi de manera tal que cada uno
desde su "mapu" en el norte uno y en el sur, el otro, pudieran alcanzar el mar tras un largo y arduo viaje.
Y todo hubiera resultado de acuerdo a lo planeado si no fuera porque Cüref, el viento, se hubo sentido ofendido por
no haber sido consultado. Entonces, tomando revancha, susurraba al oído de la muchacha que las estrellas que
seducen a los jóvenes, esclavizarían a Neuquén y a Limay de modo tal que nunca más volvería a saber de ellos.
Poco a poco, el corazón de Raihué se fue marchitando de angustia y de dolor ante estos mensajes insinuantes. Y así
fue pasando el tiempo y como ninguno de sus enamorados regresaba, se dirigió a la orilla del Lago Alto donde todo
había comenzado y se ofreció a Nguenechén, el dios Todopoderso y le ofreció su vida a cambio de la salvación de los
jóvenes. El dios le concedió el deseo y la convirtió en una hermosa panta de frutos dulces y flores pulposas: el
michay (calafate).
Cüref, el viento, no satisfecho aún, fue a contarles a los jóvenes lo que había sucedido con la muchacha. Y sopló, y
sopló para desviar el curso a fin de darles la noticia a los dos juntos. Y cuando Limay y Neuquén se enteraron de que
Raihué había muerto, se abrazaron para consolarse mutuamente y unieron sus aguas para siempre. Y los dos
fundieron sus aguas rumbo al mar, vestidos de luto y dando origen al caudaloso Río Negro...

POPOL VUH. Fragmentos (Guatemala)


He aquí el relato de cómo todo estaba en suspenso, todo tranquilo, todo inmóvil, todo apacible, todo silencioso,
todo vacío, en el cielo, en la tierra. He aquí la primera historia, la primera descripción.
No había un solo hombre, un solo animal, pájaro, pez, cangrejo, madera, piedra, caverna, barranca, hierba, selva.
Sólo el cielo existía. La faz de la tierra no aparecía; sólo existían la mar limitada, todo el espacio del cielo. No había
nada reunido, junto. Todo era invisible, todo estaba inmóvil en el cielo.
No existía nada edificado. Solamente el agua limitada, solamente la mar tranquila, sola, limitada. Nada existía.
Solamente la inmovilidad, el silencio, en las tinieblas, en la noche. Sólo los Constructores, los Formadores, los
Dominadores, los Poderosos del Cielo, los Procreadores, los Engendradores, estaban sobre el agua, luz esparcida. Sus
símbolos estaban envueltos en las plumas, las verdes; sus nombres eran Serpientes Emplumadas. Son grandes
Sabios. Así es el cielo, así son también los Espíritus del Cielo; tales son, cuéntase, los nombres de los dioses.
Entonces vino la Palabra; vino aquí de los Dominadores, de los Poderosos del Cielo, en las tinieblas, en la noche: fue
dicha por los Dominadores, los Poderosos del Cielo; hablaron: entonces celebraron consejo, entonces pensaron, se
comprendieron, unieron sus palabras, sus sabidurías. Entonces se mostraron, meditaron, en el momento del alba;
decidieron construir al hombre, mientras celebraban consejo sobre la producción, la existencia, de los árboles, de los
bejucos, la producción de la vida, de la existencia, en las tinieblas, en la noche, por los Espíritus del Cielo llamados
Maestros Gigantes.
Maestro Gigante Relámpago es el primero. Huella del Relámpago es el segundo. Esplendor del Relámpago es el
tercero: estos tres son los Espíritus del Cielo. Entonces se reunieron con ellos los Dominadores, los Poderosos del
Cielo.
Entonces celebraron consejo sobre el alba de la vida, cómo se haría la germinación, cómo se haría el alba, quién
sostendría, nutriría. “Que eso sea. Fecundaos. Que esta agua parta, se vacíe. Que la tierra nazca, se afirme”, dijeron.
“Que la germinación se haga, que el alba se haga en el cielo, en la tierra, porque no tendremos ni adoración ni
manifestación por nuestros construidos, nuestros formados, hasta que nazca el hombre construido, el hombre
formado”: así hablaron, por lo cual nació la tierra.
Tal fue en verdad el nacimiento de la tierra existente. “Tierra”, dijeron y en seguida nació. Solamente una niebla,
solamente una nube fue el nacimiento de la materia.
Entonces salieron del agua las montañas: al instante salieron las grandes montañas. Solamente por Ciencia Mágica,
por el Poder Mágico, fue hecho lo que había sido decidido concerniente a las mentes, a las llanuras; en seguida
nacieron simultáneamente en la superficie de la tierra los cipresales, los pinares.
Y los Poderosos del Cielo se regocijaron así: “Sed los bienvenidos, oh Espíritus del Cielo, oh Maestro Gigante
Relámpago, oh Huella del Relámpago, oh Esplendor del Relámpago”. “Que se acabe nuestra construcción, nuestra
formación”, fue respondido.
Primero nacieron la tierra, los montes, las llanuras; se pusieron en camino las aguas; los arroyos caminaron entre los
montes; así tuvo lugar la puesta en marcha de las aguas cuando aparecieron las grandes montañas. Así fue el
nacimiento de la tierra cuando nació por orden de los Espíritus del Cielo, de los Espíritus de la Tierra, pues así se
llaman los que primero fecundaron, estando el cielo en suspenso, estando la tierra en suspenso en el agua; así fue
fecundada cuando ellos la fecundaron: entonces su conclusión, su composición, fueron meditadas por ellos.
En seguida fecundaron a los animales de las montañas, guardianes de todas las selvas, los seres de las montañas:
venados, pájaros, pumas, jaguares, serpientes, víboras, serpientes ganti, guardianes de los bejucos. Entonces los
Procreadores, los Engendradores, dijeron: “¿No habrá más que silencio, inmovilidad, al pie de los árboles, de los
bejucos? Bueno es, pues, que haya guardianes”; así dijeron, fecundando, hablando. Al instante nacieron los venados,
los pájaros. Entonces dieron sus moradas a los venados, a los pájaros. “Tú, venado, sobre el camino de los arroyos,
en las barrancas, dormirás; aquí vivirás, en las hierbas, en las malezas; en las selvas, fecundarás; sobre cuatro pies
irás, vivirás”. Fue hecho como fue dicho. Entonces fueron también dadas las moradas de los pajarillos, de los grandes
pájaros. “Pájaros, anidaréis sobre los árboles, sobre los bejucos moraréis; engendraréis, os multiplicaréis sobre las
ramas de los árboles, sobre las ramas de los bejucos”. Así fue dicho a los venados, a los pájaros, para que hiciesen lo
que debían hacer; todos tomaron sus dormitorios, sus moradas. Así los Procreadores, los Engendradores, dieron sus
casas a los animales de la tierra. Estando pues todos terminados, venados, pájaros, les fue dicho a los venados, a los
pájaros, por los Constructores, los Formadores, los Procreadores, los Engendradores: “Hablad, gritad; podéis gorjear,
gritar. Que cada uno haga oír su lenguaje según su clan, según su manera”. Así fue dicho a los venados, pájaros,
pumas, jaguares, serpientes. “En adelante decid nuestros nombres, alabadnos, a nosotros vuestras madres, a
nosotros vuestros padres. En adelante llamad a Maestro Gigante Relámpago, Huella del Relámpago, Esplendor del
relámpago, Espíritus del Cielo, Espíritus de la Tierra, Constructores. Formadores, Procreadores. Engendradores.
Habladnos, invocadnos, adoradnos”, se les dijo. Pero no pudieron hablar como hombres: solamente cacarearon,
solamente mugieron, solamente graznaron; no se manifestó ninguna forma de lenguaje, hablando cada uno
diferentemente. Cuando los Constructores, los Formadores, oyeron sus palabras impotentes, se dijeron unos a otros:
“No han podido decir nuestros nombres, de nosotros los Constructores, los Formadores”. “No está bien”, se
respondieron unos a otros los Procreadores, los Engendradores, y dijeron: “He aquí que seréis cambiados porque no
habéis podido hablar. Cambiaremos nuestra Palabra. Vuestro sustento, vuestra alimentación, vuestros dormitorios,
vuestras moradas, los tendréis: serán las barrancas, las selvas. Nuestra adoración es imperfecta si vosotros no nos
invocáis. ¿Habrá, podrá haber adoración, obediencia, en los seres que haremos? Vosotros recibiréis vuestro fardo:
vuestra carne será molida entre los dientes; que así sea, que tal sea vuestro fardo”. Así les fue entonces dicho,
ordenado, a los animalitos, a los grandes animales de la superficie de la tierra; pero éstos quisieron probar su suerte,
quisieron tentar la prueba, quisieron probar la adoración, mas no entendiendo de ningún modo el lenguaje unos de
otros, no se comprendieron, no pudieron hacer nada.
Tal fue, pues, el fardo de su carne; así el fardo de ser comidos, de ser matados, fue impuesto aquí sobre todos los
animales de la superficie de la tierra. En seguida fueron ensayados seres construidos, seres formados, por los
Constructores, los Formadores, los Procreadores, los Engendradores. “Que se pruebe todavía. Ya se acerca la
germinación, el alba. Hagamos a nuestros sostenes, a nuestros nutridores. ¿Cómo ser invocados, conmemorados, en
la superficie de la tierra? Ya hemos ensayado con nuestra primera construcción, nuestra formación, sin que por ella
pueda hacerse nuestra adoración, nuestra manifestación. Probemos, pues, a hacer obedientes, respetuosos
sostenes, nutridores”, dijeron. Entonces fue la construcción, la formación.
De tierra hicieron la carne. Vieron que aquello no estaba bien, sino que se caía, se amontonaba, se ablandaba, se
mojaba, se cambiaba en tierra, se fundía; la cabeza no se movía; el rostro quedábase vuelto a un solo lado; la vista
estaba velada; no podían mirar detrás de ellos; al principio hablaron, pero sin sensatez. En seguida, aquello se licuó,
no se sostuvo en pie. Entonces los Constructores, los Formadores, dijeron otra vez: “Mientras más se trabaja, menos
puede él andar y engendrar”. “Que se celebre, pues, consejo sobre eso”, dijeron. Al instante deshicieron,
destruyeron una vez más, su construcción, su formación, y después dijeron: “¿Cómo haremos para que nos nazcan
adoradores, invocadores?” Celebrando consejo de nuevo, dijeron entonces: “Digamos a Antiguo Secreto, Antigua
Ocultadora, Maestro Mago del Alba, Maestro Mago del Día: «Probad de nuevo la suerte, su formación»“. Así se
dijeron unos a otros los Constructores, los Formadores, y hablaron a Antiguo Secreto, Antigua Ocultadora. En
seguida, el discurso dicho a aquellos augures, a la Abuela del Día, a la Abuela del Alba por los Constructores, los
Formadores; he aquí sus nombres: Antiguo Secreto, Antigua Ocultadora. Y los Maestros Gigantes hablaron, así como
los Dominadores, los Poderosos del Cielo. Dijeron entonces a Los de la Suerte, los de su Formación, a los augures: “Es
tiempo de concertarse de nuevo sobre los signos de nuestro hombre construido, de nuestro hombre formado, como
nuestro sostén, nuestro nutridor, nuestro invocador, nuestro conmemorador. Comenzad, pues, las Palabras Mágicas,
Abuela, Abuelo, nuestra abuela, nuestro abuelo, Antiguo Secreto, Antigua Ocultadora. Haced pues que haya
germinación, que haya alba, que seamos invocados, que seamos adorados, que seamos conmemorados, por el
hombre construido, el hombre formado, el hombre maniquí, el hombre moldeado. Haced que así sea. Declarad
vuestros nombres: Maestro Mago del Alba, Maestro Mago del Día, Pareja Procreadora, Pareja Engendradora, Gran
Cerdo del Alba, Gran Tapir del Alba. Los de las Esmeraldas. Los de las Gemas, Los del Punzón, Los de las Tablas, Los
de la Verde Jadeita, Los de la Verde Copa, Los de la Resina, Los de los Trabajos Artísticos, Abuela del Día, Abuela del
Alba. Sed llamados así por nuestros construidos, nuestros formados. Haced vuestros encantamientos por vuestro
maíz, por vuestro tzité. ¿Se hará, acontecerá, que esculpamos en madera su boca, su rostro?” Así fue dicho a los de
la Suerte. Entonces se efectuó el lanzamiento de los granos, la predicción del encantamiento por el maíz, el tzité.
“Suerte, fórmate”, dijeron entonces una abuela, un abuelo. Ahora bien, este abuelo era El del Tzité, llamado Antiguo
Secreto; esta abuela era La de la Suerte, la de su formación, llamada Antigua Ocultadora con Gigante Abertura.
Cuando se decidió la suerte, se habló así: “Tiempo es de concertarse. Hablad; que oigamos y que hablemos, digamos,
si es preciso que la madera sea labrada, sea esculpida por Los de la Construcción, Los de la Formación, si ella será el
sostén, el nutridor, cuando se haga la germinación, el alba”. “Oh maíz, oh tzité, oh suerte, oh su formación, asíos,
ajustaos”, fue dicho al maíz, al tzité, a la suerte, a su formación. “Venid a picar ahí, oh Espíritus del Cielo. No hagáis
bajar la boca, la faz de los Dominadores, de los Poderosos del Cielo”, dijeron. Entonces dijeron la cosa recta: “Que así
sean, así, vuestros maniquíes, los muñecos construidos de madera, hablando, charlando en la superficie de la tierra”.
—”Que así sea”, se respondió a sus palabras. Al instante fueron hechos los maniquíes, los muñecos construidos de
madera; los hombres se produjeron, los hombres hablaron; existió la humanidad en la superficie de la tierra.
Vivieron, engendraron, hicieron hijas, hicieron hijos, aquellos maniquíes, aquellos muñecos construidos de madera.
No tenían ni ingenio ni sabiduría, ningún recuerdo de sus Constructores, de sus Formadores; andaban, caminaban sin
objeto. No se acordaban de los Espíritus del Cielo; por eso decayeron. Solamente un ensayo, solamente una
tentativa de humanidad. Al principio hablaron, pero sus rostros se desecaron; sus pies, sus manos, eran sin
consistencia; ni sangre, ni humores, ni humedad, ni grasa; mejillas desecadas eran sus rostros; secos sus pies, sus
manos; comprimida su carne. Por tanto no había ninguna sabiduría en sus cabezas, ante sus Constructores, sus
Formadores, sus Procreadores, sus Animadores. Éstos fueron los primeros hombres que existieron en la superficie
de la tierra.

En seguida llegó el fin, la pérdida, la destrucción, la muerte de aquellos maniquíes, muñecos construidos de madera.
Entonces fue hinchada la inundación por los Espíritus del Cielo, una «gran inundación fue hecha: llegó por encima de
las cabezas de aquellos maniquíes, muñecos construidos de madera. El tzité fue la carne del hombre: pero cuando
por los Constructores, los Formadores, fue labrada la mujer, el sasafrás fue la carne de la mujer.
Esto entró en ellos por la voluntad de los Constructores de los Formadores. Pero no pensaban, no hablaban ante los
de la Construcción. Los de la Formación, sus Hacedores, sus Vivificadores. Y su muerte fue esto: fueron sumergidos;
vino la inundación, vino del cielo una abundante resina.
El llamado Cavador de Rostros vino a arrancarles los ojos: Murciélago de la Muerte, vino a cortarles la cabeza: Brujo-
Pavo vino a comer su carne: Brujo-Búho vino a triturar, a romper sus huesos, sus nervios: fueron triturados, fueron
pulverizados, en castigo de sus rostros, porque no habían pensado ante sus Madres, ante sus Padres, los Espíritus del
Cielo llamados Maestros Gigantes. A causa de esto se oscureció la faz de la tierra, comenzó la lluvia tenebrosa, lluvia
de día, lluvia de noche.
Los animales pequeños, los animales grandes, llegaron: la madera, la piedra, manifestaron sus rostros. Sus piedras
de moler metales, sus vajillas de barro, sus escudillas, sus ollas, sus perros, sus pavos, todos hablaron; todos, tantos
cuantos había, manifestaron sus rostros. “Nos hicisteis daño, nos comisteis; os toca el turno; seréis sacrificados”, les
dijeron sus perros, sus pavos. Y he aquí lo que les dijeron sus piedras de moler: “Teníamos cotidianamente queja de
vosotros; cotidianamente, por la noche, al alba, siempre: «Descorteza, descorteza, rasga, rasga» sobre nuestras
faces, por vosotros. He aquí, para comenzar, nuestro cargo a vuestra faz.
Ahora que habéis cesado de ser hombres, probaréis nuestras fuerzas: amasaremos, morderemos, vuestra carne”, les
dijeron sus piedras de moler, Y he aquí que hablando a su vez, sus perros les dijeron: “¿Por qué no nos dabais
nuestro alimento? Desde que éramos vistos, nos perseguíais, nos echabais fuera: vuestro instrumento para
golpearnos estaba listo mientras comíais.
Entonces vosotros hablabais bien, nosotros no hablábamos. Sin ello no os mataríamos ahora. ¿Cómo no razonabais?
¿Cómo no pensabais en vosotros mismos? Somos nosotros quienes os borraremos de la haz de la tierra; ahora
sufriréis los huesos de nuestras bocas, os comeremos” así les dijeron sus perros, mostrando sus rostros. Y he aquí
que a su vez sus ollas, sus vajillas de barro, les hablaron: “Daño, dolor, nos hicisteis, carbonizando nuestras bocas,
carbonizando nuestras faces, poniéndonos siempre ante el fuego.
Nos quemabais sin que nosotros pensáramos mal; vosotros lo sufriréis a vuestro turno, os quemaremos”, dijeron
todas las ollas, manifestando sus faces. De igual manera las piedras del hogar encendieron fuertemente el fuego
puesto cerca de sus cabezas, les hicieron daño. Empujándose los hombres corrieron, llenos de desesperación.
Quisieron subir a sus mansiones, pero cayéndose, sus mansiones les hicieron caer. Quisieron subir a los árboles; los
árboles los sacudieron a lo lejos. Quisieron entrar en los agujeros, pero los agujeros despreciaron a sus rostros. Tal
fue la ruina de aquellos hombres construidos, de aquellos hombres formados, hombres para ser destruidos,
hombres para ser aniquilados; sus bocas, sus rostros, fueron todos destruidos, aniquilados.
Se dice que su posteridad son esos monos que viven actualmente en las selvas; éstos fueron su posteridad porque
sólo madera había sido puesta en su carne por los Constructores, los Formadores.
Por eso se parece al hombre ese mono, posteridad de una generación de hombres construidos, de hombres
formados, pero que sólo eran maniquíes, muñecos construidos de madera.

He aquí el comienzo de cuándo se celebró consejo acerca del hombre, de cuándo se buscó lo que entraría en la
carne del hombre. Los llamados Procreadores, Engendradores, Constructores, Formadores. Dominadores poderosos
del Cielo, hablaron así: “Ya el alba se esparce, la construcción se acaba. He aquí que se vuelve visible el sostén, el
nutridor el hijo del alba, el engendrado del alba. He aquí que se ve al hombre, a la humanidad, en la superficie de la
tierra”, así dijeron. Se congregaron, llegaron, vinieron a celebrar consejo en las tinieblas, en la noche. Entonces aquí
buscaron, discutieron, meditaron, deliberaron. Así vinieron, a celebrar Consejo sobre la aparición del alba:
consiguieron, encontraron, lo que debía entrar en la carne del hombre. Ahora bien, poco faltaba para que se
manifestasen el sol, la luna, las estrellas; encima, los Constructores, los Formadores.
En Casas sobre Pirámides, en Mansión de los Peces, así llamadas, nacían las mazorcas amarillas, las mazorcas
blancas. He aquí los nombres de los animales que trajeron el alimento: Zorro. Coyote, Cotorra. Cuervo, los cuatro
animales anunciadores de la noticia de las mazorcas amarillas, de las mazorcas blancas nacidas en Casas sobre
Pirámides, y del camino de Casas sobre Pirámides. He aquí que se conseguía al fin la sustancia que debía entrar en la
carne del hombre construido, del hombre formado: esto fue su sangre: esto se volvió la sangre del hombre: esta
mazorca entró en fin en el hombre por los Procreadores, los Engendradores.
Se regocijaron, pues, de haber llegado al país excelente, lleno de cosas sabrosas; muchas mazorcas amarillas,
mazorcas blancas; mucho cacao fino; innumerables los zapotillos rojos, las anonas, las frutas, los frijoles, los zapotes
matasanos, la miel silvestre; plenitud de exquisitos alimentos había en aquella ciudad llamada Casas sobre Pirámides
cerca de la Mansión de los Peces. Subsistencias de todas clases, pequeñas subsistencias, grandes subsistencias,
pequeñas sementeras, grandes sementeras, de todo esto fue enseñado el camino por los animales. Entonces fueron
molidos el maíz amarillo, el maíz blanco, y Antigua Ocultadora hizo nueve bebidas. El alimento se introdujo en la
carne, hizo nacer la gordura, la grasa, se volvió la esencia de los brazos, del los músculos del hombre. Así hicieron los
Procreadores, los Engendradores, los Dominadores, los Poderosos del Cielo, como se dice. Inmediatamente fue
pronunciada la Palabra de Construcción, de Formación de nuestras primeras madres, primeros padres; solamente
mazorcas amarillas, mazorcas blancas, entró en su carne: única alimentación de las piernas, de los brazos del
hombre. Tales fueron nuestros primeros padres, tales fueron los cuatro hombres construidos: ese único alimento
entró en su carne.

He aquí los nombres de los primeros hombres que fueron construidos, que fueron formados. He aquí el primer
hombre: Brujo del Envoltorio; el segundo: Brujo Nocturno; después, el tercero: Guarda-Botín; y el cuarto: Brujo
Lunar. Tales eran los nombres de nuestras primeras madres, primeros padres. Solamente construidos, solamente
formados; no tuvieron madres, no tuvieron padres; nosotros les llamamos simplemente Varones. Sin la mujer fueron
procreados, sin la mujer fueron engendrados, por Los de lo Construido, Los de lo Formado, los Procreadores, los
Engendradores. Solamente por Poder Mágico, solamente por Ciencia Mágica, fue su construcción, su formación, por
los Constructores, los Formadores, los Procreadores, los Engendradores, los Dominadores, los Poderosos del Cielo.
Entonces tuvieron apariencia humana, y hombres fueron; hablaron, dijeron, vieron, oyeron, anduvieron, asieron:
hombres buenos, hermosos; su apariencia; rostros de Varones. La memoria fue, existió. Vieron; al instante su mirada
se elevó. Todo lo vieron, conocieron todo el mundo entero; cuando miraban, en el mismo instante su vista miraba
alrededor, lo veía todo, en la bóveda del cielo, en la superficie de la tierra. Veían todo lo escondido sin antes
moverse. Cuando miraban el mundo veían, igualmente, todo lo que existe en él. Numerosos eran sus conocimientos.
Su pensamiento iba más allá de la madera, la piedra, los lagos, los mares, los montes, los valles. En verdad, hombres
a los que se les debía amar: Brujo del Envoltorio, Brujo Nocturno, Guarda-Botín, Brujo Lunar. Fueron entonces
interrogados por Los de la Construcción, Los de la Formación. “¿Qué pensáis de vuestro ser? ¿No veis? ¿No oís?
Vuestro lenguaje, vuestro andar, ¿no son buenos? Mirad pues y ved el mundo, si no aparecen los montes, los valles:
ved para instruiros”, se les dijo. Vieron en seguida el mundo entero, y después dieron gracias a los Constructores, a
Los Formadores. “Verdaderamente dos veces gracias, tres veces gracias. Nacimos, tuvimos una boca, tuvimos una
cara, hablamos, oímos, meditamos, nos movemos: bien sabemos, conocemos lejos, cerca. Vemos lo grande, lo
pequeño, en el cielo, en la tierra. ¡Gracias damos a vosotros! Nacimos, oh Los de lo Construido, Los de lo Formado:
existimos, oh abuela nuestra, oh abuelo nuestro”, dijeron, dando gracias de su construcción, de su formación.
Acabaron de conocerlo todo, de mirar a las cuatro esquinas, a los cuatro ángulos, en el cielo, en la tierra. Los de lo
Construido. Los de lo Formado, no escucharon esto con placer. “No está bien lo que dicen nuestros construidos,
nuestros formados. Lo conocen todo, lo grande, lo pequeño”, dijeron. Por lo tanto, celebraron consejo Los
Procreadores, los Engendrados. “¿Cómo obraremos ahora para con ellos? ¡Que sus miradas no lleguen sino a poca
distancia! ¡Que no vean más que un poco la faz de la tierra! ¡No está bien lo que dicen. ¿No se llaman solamente
Construidos, Formados? Serán como dioses, si no engendran, si no se propagan, cuando se haga la germinación,
cuando exista el alba; solos, no se multiplican. Que eso sea. Solamente deshagamos un poco lo que quisimos que
fuesen: no está bien lo que decimos, ¿Se igualarían a aquellos que los han hecho, a aquellos cuya ciencia se extiende
a lo lejos, a aquellos que todo lo ven?”, fue dicho por los Espíritus del Cielo, Maestro Gigante Relámpago, Huella del
Relámpago, Esplendor del Relámpago, Dominadores. Poderosos del Cielo. Procreadores. Engendradores. Antiguo
Secreto, Antigua Ocultadora, Constructora, Formadores. Así hablaron cuando rehicieron el ser de su construcción, de
su formación.
Entonces fueron petrificados los ojos de los cuatro por los Espíritus del cielo, lo que los veló como el aliento sobre la
faz de un espejo; los ojos se turbaron; no vieron más que lo próximo, esto sólo fue claro. Así fue perdida la Sabiduría
y toda la Ciencia de los cuatro hombres, su principio, su comienzo. Así primeramente fueron construidos, fueron
formados, nuestros abuelos, nuestros padres, por los Espíritus del Cielo, los Espíritus de la Tierra.
Entonces existieron también sus esposas, vivieron sus mujeres. Los dioses celebraron consejo. Así, durante su sueño,
los cuatro recibieron mujeres verdaderamente bellas, quienes existieron con Brujo del Envoltorio, Brujo Nocturno.
Guarda-Botín, Brujo Lunar. Cuando se despertaron, sus mujeres existieron: sus corazones se regocijaron al instante a
causa de sus esposas...

P U B L I C AD O P O R V I D EO J U E G O S E N 1 2 : 2 0 NO H A Y C OM E N T AR I O S:
LA LLORONA (Costa Rica)

En las altas horas de la noche, cuando todo parece dormido y sólo se escuchan los gritos rudos con que los boyeros
avivan la marcha lenta de sus animales, dicen los campesinos que allá, por el río, alejándose y acercándose con
intervalos, deteniéndose en los frescos remansos que sirven de aguada a los bueyes y caballos de las cercanías, una
voz lastimera llama la atención de los viajeros.
Es una voz de mujer que solloza, que vaga por las márgenes del río buscando algo, algo que ha perdido y que no
hallará jamás. Atemoriza a los chicuelos que han oído, contada por los labios marchitos de la abuela, la historia
enternecedora de aquella mujer que vive en los potreros, interrumpiendo el silencio de la noche con su gemido
eterno.
Era una pobre campesina cuya adolescencia se había deslizado en medio de la tranquilidad escuchando con agrado
los pajarillos que se columpiaban alegres en las ramas de los higuerones. Abandonaba su lecho cuando el canto del
gallo anunciaba la aurora, y se dirigía hacia el río a traer agua con sus tinajas de barro, despertando, al pasar, a las
vacas que descansaban en el camino.
Era feliz amando la naturaleza; pero una vez que llegó a la hacienda de la familia del patrón en la época de verano, la
hermosa campesina pudo observar el lujo y la coquetería de las señoritas que venían de San José. Hizo la
comparación entre los encantos de aquellas mujeres y los suyos; vio que su cuerpo era tan cimbreante como el de
ellas, que poseían una bonita cara, una sonrisa trastornadora, y se dedicó a imitarías.
Como era hacendosa, la patrona la tomó a su servicio y la trajo a la capital donde, al poco tiempo, fue corrompida
por sus compañeras y los grandes vicios que se tienen en las capitales, y el grado de libertinaje en el que son
absorbidas por las metrópolis. Fue seducida por un jovencito de esos que en los salones se dan tono con su cultura y
que, con frecuencia, amanecen completamente ebrios en las casas de tolerancia. Cuando sintió que iba a ser madre,
se retiró "de la capital y volvió a la casa paterna. A escondidas de su familia dio a luz a una preciosa niñita que arrojó
enseguida al sitio en donde el río era más profundo, en un momento de incapacidad y temor a enfrentar a un padre
o una sociedad que actuó de esa forma.
Después se volvió loca y, según los campesinos, el arrepentimiento la hace vagar ahora por las orillas de los
riachuelos buscando siempre el cadáver de su hija que no volverá a encontrar.
Esta triste historia que, día a día la vemos con más frecuencia que ayer, debido al crecimiento de la sociedad, de que
ya no son los ríos, sino las letrinas y tanques sépticos donde el respeto por la vida ha pasado a otro plano, nos lleva a
pensar que estamos obligados a educar más a nuestros hijos e hijas, para evitar lamentarnos y ser más consecuentes
con lo que nos rodea. De entonces acá, oye el viajero a la orilla de los ríos, cuando en callada noche atraviesa el
bosque, aves quejumbrosos, desgarradores y terribles que paralizan la sangre. Es la Llorona que busca a su hija...

El Taller de Arquímedes
Sagrario Lantarón Sánchez
Era una noche de tormenta. Los rayos dibujaban segmentos consecutivos en el cielo de este valle, mi valle, rodeado
de montañas senoidales. Nací a las 3 de la madrugada del primer día de abril de 1916. Hora 3:00, del 1 del 4 del 16.
(3.1416). Quizás fue un guiño del destino, un aviso que me indicaba que mi vida iba a estar ligada a las matemáticas.
Mi infancia transcurrió feliz, en este pequeño pueblo del norte que inundaba de verde mis pupilas y de frescor mis
pulmones. No eran tiempos de abundancia, por eso, aunque fui buen estudiante, tuve que dejar precozmente mis
estudios (muy a pesar de Don Elías, el maestro) para poder trabajar y ayudar con un jornal en casa. Trabajé en el
campo como ganadero, no tenía más expectativas en la vida que ganar lo suficiente para que en mi casa no faltara el
pan y leer… Leía, y leía todo lo que me recomendaba Don Elías, historia, geografía, ciencias naturales y matemáticas.
Me divertía resolver pequeños problemas matemáticos, eran para mí un pasatiempo y cada vez demandaba más al
profesor. De las ecuaciones pasé a la trigonometría, de las funciones a las derivadas, poco a poco iba centrándome
en las matemáticas dejando a un lado el resto de ciencias. De esta forma pasaros los años, llegando a los tiempos
difíciles del 36. El maestro, mi amigo, nunca había ocultado sus ideas y empezó a ser amenazado, perseguido. Llegó
el momento en el que su vida cotidiana se complicó demasiado, tanto que estuvo pensando en huir. Sin embargo,
esto no era tarea fácil, y hasta que le dieran el respaldo apropiado para su viaje podía pasar algún tiempo. Mi casa
tenía un desván bajo el tejado que sólo utilizábamos para guardar trastos viejos, se me ocurrió que quizás ese fuera
un buen lugar para esconder a Elías hasta que llegara el momento de huir a otro lugar. En principio, él no quiso, ya
que podía poner en peligro a mí y a mi familia, pero poco a poco le fui convenciendo, y una noche hicimos el
traslado. Nadie en mi casa lo sabía, por ello el maestro tenía que vivir sin apenas moverse para que ningún ruido
alertara de una presencia extraña. Elías pasaba las horas leyendo y, como lo que mejor hacía era enseñar, pasó a ser
mi profesor particular. Yo tenía la sabiduría de Elías a tiempo completo, sólo para mí. Me planteaba problemas
matemáticos, algoritmos, acertijos… También me contó con detalle su vida; cómo se había hecho maestro y por qué
la enseñanza de los niños le llenaba el corazón. Así, poco a poco, fue entrando en mí la noble profesión de profesor a
la vez que seguía investigando en las matemáticas y aprendiendo un poco más cada día. Pasaron los meses, y llegó el
momento de la despedida. Sabía que quizás no lo volvería a ver, pero mientras rodaban unas lágrimas por mis
mejillas me sentía feliz de que por fin mi maestro hubiera puesto término a esos meses de encierro. “Lucha por tus
sueños. Sé que lo conseguirás”, se despidió Elías. Mis sueños me darían el poder, algún día, de ejercer una profesión
en la que me rodearan libros matemáticos y poder inculcar esta ciencia a mentes jóvenes que pudieran comprender
su fortaleza. Mi vida había cambiado, y aunque en los tiempos revueltos por los que atravesaba España, no podía
pensar en otra cosa que no fuera sobrevivir de la mejor manera posible, ésta época pasaría…….y pasó. Llegó el
momento de proseguir mis estudios, mediante exámenes libres, ya que no podía dejar de trabajar. Pero poco a poco
iba consiguiendo mis objetivos. La época de exámenes fue dura, pero también muy rica ya que abrí mi vida a nuevas
personas. Hombres y mujeres que como yo estaban ansiosos por ampliar sus conocimientos y llegar a más en la vida.
Una de ellas fue Clara. Compartía conmigo el amor por la enseñanza y las matemáticas, y ese amor, poco a poco, se
extendió a nosotros. Soñábamos con ser maestros de un pueblo y hacer algo por extender las matemáticas entre los
jóvenes. En unos años habíamos sacado las oposiciones y conseguimos plaza en pueblos distintos, hasta que al fin
pudimos estar en el mismo pueblo. Entonces, Clara ya era mi mujer. Enseñábamos a los niños y niñas, por entonces
en aulas separadas, disfrutando plenamente de nuestro trabajo. Sin embargo, queríamos hacer algo más,
necesitábamos tener una idea, algo bonito para construir con los niños y las matemáticas. Juegos matemáticos,
geometría… un lugar donde los niños jugaran con las herramientas que les daba la matemática…. Sí, un taller
matemático. Decidimos destinar una sala del colegio sólo a este uso, la llamamos el taller de Arquímedes. El nombre
fue idea de Clara, que siempre me decía que yo debía haberme llamado Arquímedes, ya que éste sabio fue el que
obtuvo una de las primeras aproximaciones del número pi, en el año 250 adC, utilizando para sus estudios el valor
3.14163, y yo, a mi modo, aproximé el número con mi nacimiento. Los niños venían al taller un ratito cada tarde,
primero nos ayudaron a decorar las paredes, escribían ecuaciones, dibujaban gráficas de funciones, pintaban
triángulos rectángulos, circunferencias, y las fórmulas matemáticas más decorativas. Una vez que tuvimos el aula
decorada nos centramos en el trabajo, proponíamos acertijos, adivinanzas matemáticas, problemas a resolver; así
los niños iban mejorando sus habilidades y se veía cómo disfrutaban mientras aprendían. A veces me quedaba
pensativo, me acordaba mucho de Elías mi maestro, y parecía como si por un instante fuera él quién hablara por mi
boca y yo, uno de esos pequeños sedientos de aprender. Sí, estaba siguiendo tus pasos, amado maestro. Tanto
tiempo sin saber de tí, ¿qué habrá sido de tu vida? Me conformo con saber que estarías orgulloso de mí, que he sido
tu discípulo y he recogido tu legado, que sin tí yo no habría llegado donde estoy. De esta forma pasaron los años.
Clara y yo tuvimos tres hijos: Elías, Sofía (en honor de Germain) y María (en memoria de Sommerville). Fuimos muy
felices. Cumplí mis sueños. Cuando llegó el momento de mi jubilación, seguí en activo conservando el taller de
Arquímedes. Con ello mantuve el contacto con los niños y seguí divirtiéndome con las matemáticas. Por desgracia,
Clara no pudo acompañarme en esta etapa, una enfermedad se la llevó de mi lado aunque siempre la he sentido
unida a mi corazón en todo lo que he hecho. Ahora me animo a escribir estas líneas, sé que me queda poco de vida.
Mi mente de matemático busca alguna pista, algún número, alguna constante que me diga cuándo llegará el fin de
mi existencia, al igual que anunció mi nacimiento; cuándo podré reunirme contigo, mi amada Clara, y poder abrazar
de nuevo a mi profesor. Sé que pronto estaré con vosotros. Os dejo… Santiago, el maestro.

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