Trabajo Práctico Cuento Fantastico

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TRABAJO PRÁCTICO Nº 3

El cuento fantástico ( copiar este texto en el área de lengua)


En muchos de los cuentos que conocemos, las acciones se desarrollan en espacios que podemos
encontrar en la realidad: una casa, un club, la escuela, el cumpleaños de un familiar. Pero en muchos de
ellos, en determinado momento hay un giro: ocurre algo fuera de lo común: un sonido extraño, un ser
que no existe, un objeto que funciona de un modo no habitual. Esto hace que los lectores y muchas
veces el narrador y los personajes se hagan preguntas sobre lo que está sucediendo.
A este tipo de textos se los denomina cuento fantástico. Lo fantástico es una mezcla entre lo natural y lo
sobrenatural y, habitualmente, existe una explicación racional y una irracional para explicar lo que ha sucedido y
el lector no puede decidirse entre una y otra.

➢ Elegir un cuento, leerlo, copiarlo en el apartado “Somos escritores”.

En una cartulina o cualquier otro soporte


➢ Realizar la ficha literaria , la misma debe contener, titulo, autor, lugar,
tiempo, personaje principal y secundaria, comentar brevemente el inicio, el
conflicto y descenlace de la historia.
➢ Completar el siguiente cuadro:
Acciones que realiza el personaje en Hecho inusual que rompe con lo
forma cotidiana cotidiano

La casa encantada
Una joven soñó una noche que caminaba por un extraño sendero campesino, que ascendía por una colina
boscosa cuya cima estaba coronada por una hermosa casita blanca, rodeada de un jardín. Incapaz de
ocultar su placer, llamó a la puerta de la casa, que finalmente fue abierta por un hombre muy, muy
anciano, con una larga barba blanca. En el momento en que ella empezaba a hablarle, despertó. Todos los
detalles de este sueño permanecieron tan grabados en su memoria, que por espacio de varios días no pudo
pensar en otra cosa. Después volvió a tener el mismo sueño en tres noches sucesivas. Y siempre
despertaba en el instante en que iba a comenzar su conversación con el anciano.
Pocas semanas más tarde la joven se dirigía en automóvil a una fiesta de fin de semana. De pronto, tironeó
la manga del conductor y le pidió que detuviera el auto. Allí, a la derecha del camino pavimentado, estaba
el sendero campesino de su sueño.
-Espéreme un momento -suplicó, y echó a andar por el sendero, con el corazón latiéndole alocadamente.
Ya no se sintió sorprendida cuando el caminito subió enroscándose hasta la cima de la boscosa colina y la
dejó ante la casa cuyos menores detalles recordaba ahora con tanta precisión. El mismo anciano del sueño
respondía a su impaciente llamado.
-Dígame -dijo ella-, ¿se vende esta casa?
-Sí -respondió el hombre-, pero no le aconsejo que la compre. ¡Un fantasma, hija mía, frecuenta esta casa!
-Un fantasma -repitió la muchacha-. Santo Dios, ¿y quién es?

-Usted -dijo el anciano, y cerró suavemente la puerta.

Tiempo libre
Todas las mañanas compro el periódico y todas las mañanas, al leerlo, me mancho los dedos con tinta. Nunca me
ha importado ensuciármelos con tal de estar al día en las noticias.
Pero esta mañana sentí un gran malestar apenas toqué el periódico. Creí que solamente se trataba de uno de mis
acostumbrados mareos. Pagué el importe del diario y regresé a mi casa. Mi esposa había salido de compras. Me
acomodé en mi sillón favorito, encendí un cigarro y me puse a leer la primera página. Luego de enterarme de que
el jet se había desplomado, volví a sentirme mal; vi mis dedos y los encontré más tiznados que de costumbre. Con
un dolor de cabeza terrible, fui al baño, me lavé las manos con toda la calma y, ya tranquilo, regresé al sillón.
Cuando iba a tomar mi cigarro, descubrí que una mancha negra cubría mis dedos. De inmediato retorné al baño,
me tallé con zacate, piedra pómez y, finalmente, me lavé con blanqueador; pero el intento fue inútil, porque la
mancha creció y me invadió hasta los codos. Ahora, más preocupado que molesto, llamé al doctor y me
recomendó que lo mejor era que tomara unas vacaciones, o que durmiera.

Después, llamé a las oficinas del periódico para elevar mi más rotunda protesta; me contestó una voz de mujer,
que solamente me insultó y me trató de loco. En el momento en que hablaba por teléfono, me di cuenta de que,
en realidad, no se trataba de una mancha, sino de un número infinito de letras pequeñísimas, apeñuscadas, como
una inquieta multitud de hormigas negras.
Cuando colgué, las letritas habían avanzado ya hasta mi cintura. Asustado, corrí hacia la puerta de entrada; pero,
antes de poder abrirla, me flaquearon las piernas y caí estrepitosamente. Tirado bocarriba descubrí que, además
de la gran cantidad de letras hormiga que ahora ocupaban todo mi cuerpo, había una que otra fotografía. Así
estuve durante varias horas hasta que escuché que abrían la puerta. Me costó trabajo hilar la idea, pero al fin
pensé que había llegado mi salvación.

Entró mi esposa, me levantó del suelo, me cargó bajo el brazo, se acomodó en mi sillón favorito, me hojeó
despreocupadamente y se puso a leer.
Guillermo Samperio. En “Cuentos Extraños”

Noche de pesca
Eduardo Medina
Carlos era operario en una fábrica que realizaba conservas. Su trabajo de turnos rotativos lo ponía de mal
humor; especialmente aquel que iba desde las catorce hasta las veintidós. Odiaba ese horario más que a
cualquier otra cosa en el mundo.

Para él era un castigo que cada dos semanas recibía por parte de la vida, por no haber aceptado las
migajas de la herencia que una tía le había dejado para ser repartida junto a sus tres hermanos mayores.

Mantuvo firme la postura de no acceder a los pesos que había dejado la difunta, que, si bien no eran
muchos, habría logrado cierta oportunidad de emprender algo productivo, como lo hicieron sus
hermanos al abrir un negocio de fumigaciones para comercios de la zona. Decía que la vieja había dejado
solo migajas de pan para que el cardumen de mojarrones se peleara dando mordiscos a diestra y
siniestra.

Cada vez que le tocaba aquel nefasto turno parecía que una oscura nube cubría su semblante y
desdibujaba de su rostro toda expresión. Aquel horrible turno no le permitía hacer lo que más le
gustaba; salir unas horas a “revolear el anzuelo”.

La pesca era una obsesión para Carlos; tenía una debilidad casi enfermiza por esta actividad. Cada vez
que el reloj marcaba las seis de la tarde, salía de su casa en su motocicleta PUMITA, cruzaba el pueblo, se
habría paso por la Ruta 10 hasta desembocar en el río Lavallén, seguía por un camino vecinal y llegaba al
puente viejo.

Una vez allí, preparaba la caña y “revoleaba el anzuelo” sobre la correntada que a esas horas se
arrastraba baja, golpeteando las piedras; luego amarraba la caña en unos arbustos y encendía una fogata
para prepararse el mate cocido. Su afición a la pesca iba mucho más allá de los resultados obtenidos, que
generalmente era “hacer papa”, como dicen los ancianos a una pesca nula. Para Carlos era esa una
sensación extraordinaria, su contacto con la naturaleza en la más pura expresión, que lo sacaba de todo
tedio y rutina; el simple acto de revolear el anzuelo provocaba una especie de liberación de toda atadura
que su existencia le proponía a diario.

Aquel día, el ritual cotidiano de no más de dos horas iba a terminar una vez más en un fracaso. Era una
oración calurosa, del cielo prendían aún algunos telones carmines; sin embargo, una luna llena permitía
ver con cierta nitidez todo el paisaje que de a poco iba tomando un matiz gris plateado. Ya había
recogido todos los elementos usados durante el ritual de la pesca. Había sofocado el fuego y lavado el
tarro para hacer el mate. Siempre decía “no hay sabor más exquisito que un mate cocido realizado en
medio de la naturaleza”. A lo lejos podía oírse el motor de los vehículos sobre la carretera. Las charatas y
sus gritos desafinados ya habían cesado por completo, dando lugar al concierto de grillos y a los
tucutucus como pequeños farolitos verdes en la noche.

Solo restaba recoger la tanza que seguía luchando contra las aguas, que a esas horas había aumentado
considerablemente su caudal. El ril comenzaba a enrollar la tanza con total normalidad, hasta que, a
cierta distancia, algo la tensó y la estiró con fuerzas, a tal punto que la caña casi se le escapa de las
manos. Sin dudarlo, Carlos se afirmó bien inclinando para atrás su cuerpo y comenzó a luchar contra esa
presa que había aparecido al filo de su rutina.

Es ley entre los pescadores que, ante una presa grande, lo mejor es “hacerla cansar”. Ni lento ni
perezoso volvió a dar rienda suelta a la tanza y luego de unos segundos la frenaba en seco; así varias
veces frenaba, largaba y recogía la línea; sin embargo, la presa seguía resistiendo los embates de sus
brazos que ya comenzaban a amortiguarse.
Habría pasado tal vez media hora, cuando en otra recogida de tanza, Carlos la sintió liviana. –Una de dos-
se dijo a sus adentros. –O se cansó y se deja traer derrotado, o bien escapó-
Traía la línea con total normalidad, y cuando estuvo a escasos metros de recoger el anzuelo, otra vez vino
un tirón que por poco no lo voltea al agua. Asustado, Carlos, comenzó nuevamente la pelea, ya no tenía
tiempo de largar la tanza y luego recogerla, así que tiró con todas sus fuerzas la línea fuera del agua. La
presa se soltó y cayó unos metros atrás de su persona, en medio de un yuyaral. Carlos soltó la caña de
inmediato, buscó la linterna y se internó donde había caído el pescado. –Sería un bagre, o un dentudo,
tal vez un sábalo…- pensaba imaginando la cena, acompañada de un buen vinito Toro.
Los yuyos estaban crecidos, Carlos en medio de la maleza con la linterna que bailoteaba en sus manos,
no pudo encontrar la presa. Ya ofuscado por el esfuerzo, en silencio comenzó a alejarse del lugar. Estaba
saliendo de los yuyos, cuando escuchó claramente un aleteo. De inmediato giró sobre sus talones y
buscó el origen, a unos pasos del yuyaral.
Grande fue la sorpresa y el horror que se llevó al encontrar sollozando a un niño totalmente negro y
escamoso intentando sacarse el anzuelo ensangrentado de su boquita, apoyado contra un añoso árbol.
Carlos gritó desfallecido, soltó la linterna y se dirigió hacia la motocicleta envuelta en cadenas contra un
alambrado. No podía colocar las llaves, los nervios lo devoraban y amenazaban con comerle también el
corazón. Al fin pudo sacar la moto, de la caña y sus cosas no quiso hacerse cargo, salió corriendo hacia el
terraplén intentando patear el vehículo para que arrancase lo antes posible, pero no hubo caso.
Un estremecedor llanto provino del lugar donde vio a ese niño. En ese momento se sintió desfallecer.
Quiso abandonar la motocicleta y salir corriendo, pero en esas circunstancias no era opción. Intentó
calmarse, la pateó a conciencia y arrancó. De esa manera salió a la ruta y volvió a su casa, mudo del
terror.
A la mañana siguiente, se hizo acompañar por un vecino para recuperar sus pertenencias olvidadas.
En el lugar solo halló despojos de la caña. Las demás cosas, se habían perdido para siempre.
Al anzuelo, lo encontró debajo de aquel árbol.

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