Antología Poética - Rosario Castellanos
Antología Poética - Rosario Castellanos
Antología Poética - Rosario Castellanos
Literatura NM
SI USTED, querido lector (sí, usted, no se haga el disimulado y no vale la pena que se esconda puesto que yo sé
que existe), se estaba haciendo las ilusiones de que iba a ponerme a hablar, en este espacio que EXCELSIOR pone
semanalmente a mi disposición, del Sol y de la Luna y de los abstractos problemas del desarrollo del silogismo o
de cualquier otro asunto que no sea el que me trae alborotada, está usted en un error. Y no me culpe de ello. Porque
ha tenido el tiempo suficiente como para saber que mi columna es el espejito, espejito al que cada sábado le
pregunto quién es la mujer más maravillosa del planeta y, como en el cuento de hadas, siempre me contesta que
Blanca Nieves.
Pero no importa. Yo insisto. Quien quita y un día de puro distraído me dice que yo, que, como usted está enterado
ya por todos los medios masivos de comunicación, acabo de ser dada a luz por enésima vez.
Porque esto del nacimiento es un acto tan trascendental y tan importante pero que requiere tanto esfuerzo, tanto
trabajo y tantas incomodidades, que la mayor parte de la gente se conforman con hacerlo una vez en la vida. Yo,
como la otra menor parte, soy de las que encontraron que el acontecimiento era tan maravilloso que valía la pena
que se repitiera. Aparte de que la repetición podía traer la remota esperanza del perfeccionamiento.
Pues en mi caso particular mi primera aparición en el mundo fue más bien decepcionante para los espectadores, lo
cual, como era de esperarse, me produjo una frustración. Por lo pronto yo no era un niño (que es lo que llena de
regocijo a las familias), sino una niña. Roja y berreante en los días iniciales, pataleadora y sonriente en los que
siguieron, no alcanzaba yo a justificar mi existencia ya no digamos con alguna virtud como la belleza o la gracia,
pero ni siquiera con el parecido a algún antepasado de esos que, como dejan herencia, son siempre recordados entre
suspiros.
Por mi parte, nada. Y en cuanto empecé a hablar ¿qué dije? Las tonterías de costumbre y ni siquiera lo
suficientemente mal pronunciadas como para hacer reír a los que tenían la obligación de cuidarme y de vigilar mi
crecimiento.
Con el que yo me negaba colaborar rechazando la comida, los ejercicios que fortifican el cuerpo, la inhalación del
aire puro y el entrenamiento en los juegos propios de la infancia.
En cuanto padecí de cierto grado de conciencia me di cuenta de que andaba yo en muy malos pasos. Y de que si
seguía por ese camino dejaría de ser considerada como superflua (que ya lo era) para entrar en la categoría de
eliminable.
Claro que estoy hablando en sentido figurado. Nadie, en una casa tan grande como lo era la nuestra y con tantas
personas que entraban y salían sin que su presencia fuera registrada, iba a tomarse el trabajo de matarme. Pero
tampoco nadie iba a tomarse el trabajo de mirarme con atención. Por el rumbo que llevaban los acontecimientos yo
era el candidato perfecto al ninguneo.
Ensayé lo que ensayan todos los niños para ser tomados en cuenta: el berrinche, la simulación de las enfermedades
que era entonces capaz de imaginar. Pero como no tuve éxito me vi obligada a ensayar otras vías. Y así fue como
escribí y publiqué mis primeros versos. A los diez años ya estaba perfectamente instalada en poetisa.
Fue como si hubiera vuelto a nacer ¡pero bajo qué apariencia! Mis condiscípulas se carcajeaban de las
consonancias tanto como de las asonancias. Y los muchachos evitaban mi presencia como podían haber evitado la
Medusa porque me suponían una cabellera paralizante hecha de serpientes.
Fingí conformidad, unción, pero en el fondo estaba desesperada. Como al personaje de la égloga de Garcilaso, no
me hubiera gustado cambiar de condición sino de suerte. Con la de una vampiresa, por ejemplo, de esas que van
dejando tras de sí un reguero de cadáveres de hombres que se suicidan antes la imposibilidad de ser correspondidos
en su pasión.
Sufrí las metamorfosis de la adolescencia con el secreto anhelo de que al final (como al final de un túnel) yo me
encontraría con la imagen seductora de una real hembra. Y hasta intenté coadyuvar a mi transformación rapándome
a ver si del cráneo me brotaba algo maravilloso que no sugiriera ideas macabras a quienes me contemplaran.
Pues… les diré. Después de muchos ires y venires que, semejantes a los de la ardilla, no tuvieron ninguna utilidad;
después de las consabidas crisis fisiológicas, vocacionales y emotivas, volví a nacer. Igual de poetisa que antes,
sólo que ahora un poquito menos flaca y con el cabello trenzable, aunque con una miopía digna de un lector más
asiduo que el que entonces ya era.
Citando a Amado Nervo puedo decir que “amé y fui amada y el sol acarició mi faz”, pero que todo ello ocurría en
la Facultad de Filosofía y Letras, en los pasillos que llevaban de un aula a otra, de una lección mal apuntada, de
una carta de pasante a un título profesional.
Como todos esos amores se quedaron en agua de borrajas decidí rectificar, esto es, nacer de nuevo. Ahora sub
specie mysthica. Me hice un moño bien apretado, me despojé de todos los afeites y me fui a Chiapas a trabajar
entre los indios.
Fui feliz, todo lo feliz que puede serlo una mujer sin hijos. Pero para que un hijo me naciera era indispensable que
yo volviera a nacer de nuevo. Me quité los moños, me puse lentes de contacto, me compré una colección de
vestidos nuevos. En fin, tomé todas las providencias que toman los animales cuando se trata de perpetuar la
especie. Y ¿para qué le cuento, en detalle, todos los trámites que tuve que cumplir, todos los fracasos previos que
tuve que soportar? Usted sabe que, al dar a luz a Gabriel, me di a luz a mí misma como madre, un papel para el que
no estaba entrenada, pero que trato de desempeñar lo mejor que puedo.
Madre y poetisa como que no riman, pero ahí se van. Y de pronto otra encarnación: encargada de una oficina
burocrática de la Universidad bajo el rectorado del doctor Chávez. Al principio titubeos; luego una lenta
acumulación de experiencias y al fin, seguridad. Exactamente en el momento en el que el doctor Chávez se veía
obligado a renunciar y quienes habíamos sido sus colaboradores a buscar otros modos de sobrevivir.
Yo encarné como maestra de literatura en el extranjero y luego en México. Al principio no le atinaba, pero acabé
por darle el golpe. Y de pronto ¡zas! que me nombran embajadora. Otro oficio, otros horizontes, una vida nueva. Yo
acepté porque –como decía antes- me encanta estar naciendo. Y porque tengo confianza no tanto en mis propias
habilidades como en la generosidad de los demás.
Autorretrato
Yo soy una señora: tratamiento
arduo de conseguir, en mi caso, y más útil
para alternar con los demás que un título
extendido a mi nombre en cualquier academia.
Así, pues, luzco mi trofeo y repito:
yo soy una señora. Gorda o flaca
según las posiciones de los astros,
los ciclos glandulares
y otros fenómenos que no comprendo.
Rubia, si elijo una peluca rubia.
O morena, según la alternativa.
(En realidad, mi pelo encanece, encanece.)
Soy más o menos fea. Eso depende mucho
de la mano que aplica el maquillaje.
Mi apariencia ha cambiado a lo largo del tiempo
aunque no tanto como dice Weininger
que cambia la apariencia del genio. Soy mediocre.
Lo cual, por una parte, me exime de enemigos
y, por la otra, me da la devoción
de algún admirador y la amistad
de esos hombres que hablan por teléfono
y envían largas cartas de felicitación.
Que beben lentamente whisky sobre las rocas
y charlan de política y de literatura.
Amigas... hmmm... a veces, raras veces
y en muy pequeñas dosis.
En general, rehuyo los espejos.
Me dirían lo de siempre: que me visto muy mal
y que hago el ridículo
cuando pretendo coquetear con alguien.
Soy madre de Gabriel: ya usted sabe, ese niño
que un día se erigirá en juez inapelable
y que acaso, además, ejerza de verdugo.
Mientras tanto lo amo.
Escribo. Este poema. Y otros. Y otros.
Hablo desde una cátedra.
Colaboro en revistas de mi especialidad
y un día a la semana publico en un periódico.
Vivo enfrente del Bosque. Pero casi
nunca vuelvo los ojos para mirarlo. Y nunca
atravieso la calle que me separa de él
y paseo y respiro y acaricio
la corteza rugosa de los árboles.
Sé que es obligatorio escuchar música
pero la eludo con frecuencia. Sé
que es bueno ver pintura
pero no voy jamás a las exposiciones
ni al estreno teatral ni al cineclub.
Prefiero estar aquí, como ahora, leyendo
y, si apago la luz, pensando un rato
en musarañas y otros menesteres.
Sufro más bien por hábito, por herencia, por no
diferenciarme más de mis congéneres
que por causas concretas.
Sería feliz si yo supiera cómo.
Es decir, si me hubieran enseñado los gestos,
los parlamentos, las decoraciones.
En cambio me enseñaron a llorar. Pero el llanto
es en mí un mecanismo descompuesto
y no lloro en la cámara mortuoria
ni en la ocasión sublime ni frente a la catástrofe.
Lloro cuando se quema el arroz o cuando pierdo
el último recibo del impuesto predial.
Se habla de Gabriel
Como todos los huéspedes mi hijo me estorbaba
ocupando un lugar que era mi lugar,
existiendo a deshora,
haciéndome partir en dos cada bocado.
Fea, enferma, aburrida
lo sentía crecer a mis expensas,
robarle su color a mi sangre, añadir
un peso y un volumen clandestinos
a mi modo de estar sobre la tierra.
Su cuerpo me pidió nacer, cederle el paso;
darle un sitio en el mundo,
la provisión de tiempo necesaria a su historia.
Consentí. Y por la herida en que partió, por esa
hemorragia de su desprendimiento
se fue también lo último que tuve
de soledad, de yo mirando tras de un vidrio.
Quedé abierta, ofrecida
a las visitaciones, al viento, a la presencia.
Destino
¿Por qué decir nombres de dioses, astros
espumas de un océano invisible,
polen de los jardines más remotos?
Si nos duele la vida, si cada día llega
desgarrando la entraña, si cada noche cae
convulsa, asesinada.
Si nos duele el dolor en alguien, en un hombre
al que no conocemos, pero está
presente a todas horas y es la víctima
y el enemigo y el amor y todo
lo que nos falta para ser enteros.
Nunca digas que es tuya la tiniebla,
no te bebas de un sorbo la alegría.
Mira a tu alrededor: hay otro, siempre hay otro.
Lo que él respira es lo que a ti te asfixia,
lo que come es tu hambre.
Muere con la mitad más pura de tu muerte.
El Pobre
Misterios Gozosos
Nunca ya mi cabeza
segada dulcemente por la mano más próxima.
Yo ya no espero, vivo.
Desde el anochecer
hasta la madrugada.
Señor de mano abierta
y poderosa
casa.
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Me quedo en las palabras
igual que en un remanso, contemplando
cielos altos, profundos y tranquilos.
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Señor, mi corazón,
la uva
que tu pie pisotea.
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Toda la primavera
ha venido a mi casa
en una flor pequeña
sólo flor y fragancia.
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El centro de la llama
mi centro.
Aquí arder, aquí hablar
lo verdadero.
Yo no me fui,
no he vuelto;
yo siempre estuve aquí
viviendo
Entrevista de prensa
Falsa Elegía
Da vergüenza estar sola. El día entero
arde un rubor terrible en su mejilla.
(Pero la otra mejilla está eclipsada.)
La soltera se afana en quehacer de ceniza,
en labores sin mérito y sin fruto;
y a la hora en que los deudos se congregan
alrededor del fuego, del relato,
se escucha el alarido
de una mujer que grita en un páramo inmenso
en el que cada peña, cada tronco
carcomido de incendios, cada rama
retorcida, es un juez
o es un testigo sin misericordia.
De noche la soltera
se tiende sobre el lecho de agonía.
Brota un sudor de angustia a humedecer las sábanas
y el vacío se puebla
de diálogos y hombres inventados.
Y la soltera aguarda, aguarda, aguarda.
y no puede nacer en su hijo, en sus entrañas,
y no puede morir
en su cuerpo remoto, inexplorado,
planeta que el astrónomo calcula,
que existe aunque no ha visto.
Asomada a un cristal opaco la soltera
astro extinguidopinta con un lápiz
en sus labios la sangre que no tiene
y sonríe ante un amanecer sin nadie.
La muchacha abandona
el balcón que le sirve de vitrina
para exhibir disponibilidades
y hasta el padre renuncia a la partida
de dominó y pospone
los otros vergonzantes merodeos nocturnos.
Memorial de Tlatelolco
Recuerdo, recordamos.
Recuerdo, recordemos
hasta que la justicia se siente entre nosotros.
VII
He aquí que la muerte tarda como el olvido.
Nos va invadiendo, lenta, poro a poro.
Es inútil correr, precipitarse,
huir hasta inventar nuevos caminos
y también es inútil estar quieto
sin palpitar siquiera para que nos oiga.
Economía doméstica
Y es también natural
Que el polvo no se esconda en los rincones.
Pero hay algunas cosas
que provisionalmente coloqué aquí y allá
o que eché en el lugar de los trebejos.
Algunas cosas. Por ejemplo, un llanto
que no se lloró nunca;
una nostalgia de que me distraje,
un dolor, un dolor del que se borró el nombre,
un juramento no cumplido, un ansia.
1. En los últimos años se ha debatido con pasión, con violencia y hasta con razonamientos, el problema del
control de la natalidad. Desde el punto de vista religioso, es un delicadísimo asunto que pone en crisis las
concepciones ancestrales acerca del respeto incondicional a la vida humana en potencia y que obligaría a la
revisión de muchos dogmas morales que rigen nuestra conducta. Los economistas, por su parte, se atienen a
las cifras y éstas indican lo que se llama en términos técnicos una explosión demográfica que seguirá una
curva ascendente hasta el momento en que ya no haya sitio para nadie más en el planeta ni alimentos
suficientes para el exceso de la población. Esta sombría perspectiva no tenemos que imaginarla para darnos
cuenta de su gravedad sino que basta con que ampliemos nuestra visión actual de los países en los que la
miseria es regla y la opulencia la excepción de la que gozan hasta reventar, unos cuantos; en los que el
hambre es el estado crónico de la mayoría; en los que la educación es un privilegio; en los que, en fin, la
salud es la lotería con la que resultan agraciados unos cuantos pero que ninguna de las condiciones
propician, ninguna institución preserva y ninguna ley asegura.
2. Los sociólogos ponen el grito en el cielo clamando por un remedio, tanto para lo que ya sucede como para
evitar que la catástrofe prevista se consume. Los sicólogos estudian los inconvenientes y las ventajas de las
familias numerosas y de las constituidas por los padres y un hijo único. Los políticos calculan de qué
manera pesará, en las asambleas mundiales, la voluntad de un país cuando cuenta (o no cuenta) con el brazo
ejecutor de una multitud que sobrepasa cuantitativamente, como decía la Biblia, las estrellas de los cielo y a
las arenas del mar.
3. Entre tantos factores que intervienen para hacer de este problema uno de los más complejos y arduos con
los que se enfrenta el hombre moderno, se olvida uno, que acaso no deja de tener importancia y que es el
siguiente: ¿quién tiene los hijos? Porque un niño no es sólo un dato que modifica las estadísticas ni un
consumidor para el que no hay satisfactores suficientes ni la ocasión de conflictos emocionales ni el
instrumento para acrecentar el poderío o para defender las posiciones de una nación. Un niño es, antes que
todo eso (que no negamos, pero que posponemos), una criatura concreta, un ser de carne y hueso que ha
nacido de otra criatura concreta, de otro ser de carne y hueso también y con el que mantiene –por lo menos
durante una época–, una relación de intimidad entrañable. Esta segunda criatura a la que nos hemos referido
es la madre.
4. Al pronunciar la palabra “madre” los señores se ponen en pie, se quitan el sombrero y aplauden, con
discreción o con entusiasmo, pero siempre con sinceridad. Los festivales de homenaje se organizan y los
artistas consagrados acuden a hacer alarde gratuito de sus habilidades mientras el auditorio llora conmovido
por este acto de generosidad que es apenas débil reflejo de la generosidad en que se consumió su vida la
cabecita blanca que casi no alcanza ya a darse cuenta de lo que sucede a su alrededor, por lo avanzado de su
edad, lo que la hace doblemente venerable.
5. Pues bien, aunque nos cueste trabajo reconstruir el pasado, esa anciana que suscita paroxismos de gratitud
fue, en su hora, la protagonista del drama sublime de la maternidad. Durante los consabidos nueve meses,
sirvió de asilo corporal a un germen que se desarrolló a expensas suyas, que hizo uso y abuso de todos los
órganos en su propio provecho y que cuando fue apto para soportar otras condiciones rompió con los
obstáculos que le impedían el acceso al mundo exterior.
6. Después vienen la lactancia o sus equivalentes y las noches en vela y los cuidados especiales que deben
prodigarse a quien no se aclimata con facilidad en la tierra, que es frágil, que es precioso.
7. Las responsabilidades se multiplican con los años. Ya no es únicamente la atención al bienestar físico sino
la vigilancia de la evolución intelectual y del equilibrio de los sentimientos. Y la preocupación por equipar,
lo mejor posible, a quien pronto ha de apartarse del seno materno para su viaje y su aventura, para la lucha
y el éxito.
8. Si la tarea de ser madre consume tantas energías, tanto tiempo y tanta capacidad, si es tan absorbente que no
se encuentra raro que sea exclusiva, lo menos que podían hacer quienes deliberan en torno al asunto del
control de la natalidad, es qué opinan de él las madres.
9. Porque tanto si se mantienen los tabús que hasta ahora han tenido vigencia como si se destruyen; tanto si la
natalidad continúa asumiéndose como una de las fatalidades con que la Naturaleza nos agobia como si se
extendiese hasta allí el campo del dominio del hombre, vale la pena plantearse, como si nunca se hubiera
hecho (y a propósito, ¿se hizo alguna vez?...¿cuándo?, ¿con qué resultados?), un cuestionamiento acerca de
lo que la maternidad significa no como proceso biológico sino como experiencia humana.
10. Porque a ratos se dicta, como un axioma, la sentencia de que la maternidad es un instinto que marcha con
absoluta regularidad tanto en la mujer como en las hembras de la especies animales superiores. Si esto es
verdad (lo que habría que probar primero porque luego nos salen los investigadores con el domingo siete de
que el instinto maternal en los animales es esporádico, se extingue una vez cumplido cierto plazo con una
absoluta indiferencia de la suerte que corran las crías, aumenta, disminuye o desparece por variaciones de la
dieta, de las hormonas, etc. –por lo que, como fatalidad es bastante deficiente–), sería un atentado contra
ese instinto impedir que se ejercite con plenitud y sacrificarlo a otros intereses.
11. Súbitamente se recuerda entonces que en el nivel de la conciencia los instintos se supeditan a otros valores.
Y que la maternidad, en el mundo occidental, ha sido uno de los valores supremos al que se inmolan
diariamente muchas vidas, muchas honras, muchas felicidades.
12. Pero es un valor que, según demuestran la historia y la antropología, no estiman por igual todas las culturas
y aun se da el caso de que en algunas sea lo contrario de un valor. Así que no puede tener pretensiones
absolutistas y si las tiene debe renunciar a ellas.
13. La consecuencia es que resulta un atentado contra la libre determinación individual imponer
obligatoriamente la maternidad a mujeres que la rechazan porque carecen de vocación, que la evitan porque
es un estorbo para la forma de vida que eligieron o de la que se alejan como de un peligro para su integridad
física.
14. Mas para proceder de esta manera se necesitaría, previamente, considerar a las mujeres no como lo que se
les considera hoy: meros objetos, aparatos (por desgracia, insustituibles) de reproducción o criaturas
subordinadas a sus funciones y no personas en el completo uso de sus facultades, de sus potencialidades y
de sus derechos.
6 de noviembre, 1965