Antología Poética - Rosario Castellanos

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Antología Poética – Rosario Castellanos

Literatura NM

Génesis de una embajadora

SI USTED, querido lector (sí, usted, no se haga el disimulado y no vale la pena que se esconda puesto que yo sé
que existe), se estaba haciendo las ilusiones de que iba a ponerme a hablar, en este espacio que EXCELSIOR pone
semanalmente a mi disposición, del Sol y de la Luna y de los abstractos problemas del desarrollo del silogismo o
de cualquier otro asunto que no sea el que me trae alborotada, está usted en un error. Y no me culpe de ello. Porque
ha tenido el tiempo suficiente como para saber que mi columna es el espejito, espejito al que cada sábado le
pregunto quién es la mujer más maravillosa del planeta y, como en el cuento de hadas, siempre me contesta que
Blanca Nieves.

Pero no importa. Yo insisto. Quien quita y un día de puro distraído me dice que yo, que, como usted está enterado
ya por todos los medios masivos de comunicación, acabo de ser dada a luz por enésima vez.

Porque esto del nacimiento es un acto tan trascendental y tan importante pero que requiere tanto esfuerzo, tanto
trabajo y tantas incomodidades, que la mayor parte de la gente se conforman con hacerlo una vez en la vida. Yo,
como la otra menor parte, soy de las que encontraron que el acontecimiento era tan maravilloso que valía la pena
que se repitiera. Aparte de que la repetición podía traer la remota esperanza del perfeccionamiento.

Pues en mi caso particular mi primera aparición en el mundo fue más bien decepcionante para los espectadores, lo
cual, como era de esperarse, me produjo una frustración. Por lo pronto yo no era un niño (que es lo que llena de
regocijo a las familias), sino una niña. Roja y berreante en los días iniciales, pataleadora y sonriente en los que
siguieron, no alcanzaba yo a justificar mi existencia ya no digamos con alguna virtud como la belleza o la gracia,
pero ni siquiera con el parecido a algún antepasado de esos que, como dejan herencia, son siempre recordados entre
suspiros.

Por mi parte, nada. Y en cuanto empecé a hablar ¿qué dije? Las tonterías de costumbre y ni siquiera lo
suficientemente mal pronunciadas como para hacer reír a los que tenían la obligación de cuidarme y de vigilar mi
crecimiento.

Con el que yo me negaba colaborar rechazando la comida, los ejercicios que fortifican el cuerpo, la inhalación del
aire puro y el entrenamiento en los juegos propios de la infancia.

En cuanto padecí de cierto grado de conciencia me di cuenta de que andaba yo en muy malos pasos. Y de que si
seguía por ese camino dejaría de ser considerada como superflua (que ya lo era) para entrar en la categoría de
eliminable.

Claro que estoy hablando en sentido figurado. Nadie, en una casa tan grande como lo era la nuestra y con tantas
personas que entraban y salían sin que su presencia fuera registrada, iba a tomarse el trabajo de matarme. Pero
tampoco nadie iba a tomarse el trabajo de mirarme con atención. Por el rumbo que llevaban los acontecimientos yo
era el candidato perfecto al ninguneo.

Ensayé lo que ensayan todos los niños para ser tomados en cuenta: el berrinche, la simulación de las enfermedades
que era entonces capaz de imaginar. Pero como no tuve éxito me vi obligada a ensayar otras vías. Y así fue como
escribí y publiqué mis primeros versos. A los diez años ya estaba perfectamente instalada en poetisa.

Fue como si hubiera vuelto a nacer ¡pero bajo qué apariencia! Mis condiscípulas se carcajeaban de las
consonancias tanto como de las asonancias. Y los muchachos evitaban mi presencia como podían haber evitado la
Medusa porque me suponían una cabellera paralizante hecha de serpientes.

Fingí conformidad, unción, pero en el fondo estaba desesperada. Como al personaje de la égloga de Garcilaso, no
me hubiera gustado cambiar de condición sino de suerte. Con la de una vampiresa, por ejemplo, de esas que van
dejando tras de sí un reguero de cadáveres de hombres que se suicidan antes la imposibilidad de ser correspondidos
en su pasión.

Sufrí las metamorfosis de la adolescencia con el secreto anhelo de que al final (como al final de un túnel) yo me
encontraría con la imagen seductora de una real hembra. Y hasta intenté coadyuvar a mi transformación rapándome
a ver si del cráneo me brotaba algo maravilloso que no sugiriera ideas macabras a quienes me contemplaran.

Pues… les diré. Después de muchos ires y venires que, semejantes a los de la ardilla, no tuvieron ninguna utilidad;
después de las consabidas crisis fisiológicas, vocacionales y emotivas, volví a nacer. Igual de poetisa que antes,
sólo que ahora un poquito menos flaca y con el cabello trenzable, aunque con una miopía digna de un lector más
asiduo que el que entonces ya era.

Citando a Amado Nervo puedo decir que “amé y fui amada y el sol acarició mi faz”, pero que todo ello ocurría en
la Facultad de Filosofía y Letras, en los pasillos que llevaban de un aula a otra, de una lección mal apuntada, de
una carta de pasante a un título profesional.

Como todos esos amores se quedaron en agua de borrajas decidí rectificar, esto es, nacer de nuevo. Ahora sub
specie mysthica. Me hice un moño bien apretado, me despojé de todos los afeites y me fui a Chiapas a trabajar
entre los indios.

Fui feliz, todo lo feliz que puede serlo una mujer sin hijos. Pero para que un hijo me naciera era indispensable que
yo volviera a nacer de nuevo. Me quité los moños, me puse lentes de contacto, me compré una colección de
vestidos nuevos. En fin, tomé todas las providencias que toman los animales cuando se trata de perpetuar la
especie. Y ¿para qué le cuento, en detalle, todos los trámites que tuve que cumplir, todos los fracasos previos que
tuve que soportar? Usted sabe que, al dar a luz a Gabriel, me di a luz a mí misma como madre, un papel para el que
no estaba entrenada, pero que trato de desempeñar lo mejor que puedo.

Madre y poetisa como que no riman, pero ahí se van. Y de pronto otra encarnación: encargada de una oficina
burocrática de la Universidad bajo el rectorado del doctor Chávez. Al principio titubeos; luego una lenta
acumulación de experiencias y al fin, seguridad. Exactamente en el momento en el que el doctor Chávez se veía
obligado a renunciar y quienes habíamos sido sus colaboradores a buscar otros modos de sobrevivir.

Yo encarné como maestra de literatura en el extranjero y luego en México. Al principio no le atinaba, pero acabé
por darle el golpe. Y de pronto ¡zas! que me nombran embajadora. Otro oficio, otros horizontes, una vida nueva. Yo
acepté porque –como decía antes- me encanta estar naciendo. Y porque tengo confianza no tanto en mis propias
habilidades como en la generosidad de los demás.
Autorretrato

Yo soy una señora: tratamiento 
arduo de conseguir, en mi caso, y más útil 
para alternar con los demás que un título 
extendido a mi nombre en cualquier academia. 

Así, pues, luzco mi trofeo y repito: 
yo soy una señora. Gorda o flaca 
según las posiciones de los astros, 
los ciclos glandulares 
y otros fenómenos que no comprendo. 

Rubia, si elijo una peluca rubia. 
O morena, según la alternativa. 
(En realidad, mi pelo encanece, encanece.) 

Soy más o menos fea. Eso depende mucho 
de la mano que aplica el maquillaje. 

Mi apariencia ha cambiado a lo largo del tiempo 
—aunque no tanto como dice Weininger 
que cambia la apariencia del genio—. Soy mediocre. 
Lo cual, por una parte, me exime de enemigos 
y, por la otra, me da la devoción 
de algún admirador y la amistad 
de esos hombres que hablan por teléfono 
y envían largas cartas de felicitación. 
Que beben lentamente whisky sobre las rocas 
y charlan de política y de literatura. 

Amigas... hmmm... a veces, raras veces 
y en muy pequeñas dosis. 
En general, rehuyo los espejos. 
Me dirían lo de siempre: que me visto muy mal 
y que hago el ridículo 
cuando pretendo coquetear con alguien. 

Soy madre de Gabriel: ya usted sabe, ese niño 
que un día se erigirá en juez inapelable 
y que acaso, además, ejerza de verdugo. 
Mientras tanto lo amo. 

Escribo. Este poema. Y otros. Y otros. 
Hablo desde una cátedra. 
Colaboro en revistas de mi especialidad 
y un día a la semana publico en un periódico. 

Vivo enfrente del Bosque. Pero casi 
nunca vuelvo los ojos para mirarlo. Y nunca 
atravieso la calle que me separa de él 
y paseo y respiro y acaricio 
la corteza rugosa de los árboles. 

Sé que es obligatorio escuchar música 
pero la eludo con frecuencia. Sé 
que es bueno ver pintura 
pero no voy jamás a las exposiciones 
ni al estreno teatral ni al cine­club. 

Prefiero estar aquí, como ahora, leyendo 
y, si apago la luz, pensando un rato 
en musarañas y otros menesteres. 

Sufro más bien por hábito, por herencia, por no 
diferenciarme más de mis congéneres 
que por causas concretas. 

Sería feliz si yo supiera cómo. 
Es decir, si me hubieran enseñado los gestos, 
los parlamentos, las decoraciones. 

En cambio me enseñaron a llorar. Pero el llanto 
es en mí un mecanismo descompuesto 
y no lloro en la cámara mortuoria 
ni en la ocasión sublime ni frente a la catástrofe. 

Lloro cuando se quema el arroz o cuando pierdo 
el último recibo del impuesto predial.
Se habla de Gabriel

Como todos los huéspedes mi hijo me estorbaba
ocupando un lugar que era mi lugar,
existiendo a deshora,
haciéndome partir en dos cada bocado.

Fea, enferma, aburrida
lo sentía crecer a mis expensas,
robarle su color a mi sangre, añadir
un peso y un volumen clandestinos
a mi modo de estar sobre la tierra.

Su cuerpo me pidió nacer, cederle el paso;
darle un sitio en el mundo,
la provisión de tiempo necesaria a su historia.

Consentí. Y por la herida en que partió, por esa
hemorragia de su desprendimiento
se fue también lo último que tuve
de soledad, de yo mirando tras de un vidrio.

Quedé abierta, ofrecida
a las visitaciones, al viento, a la presencia.
Destino

Matamos lo que amamos. Lo demás


no ha estado vivo nunca.
Ninguno está tan cerca. A ningún otro hiere
un olvido, una ausencia, a veces menos.
Matamos lo que amamos. ¡Que cese ya esta asfixia
de respirar con un pulmón ajeno!
El aire no es bastante
para los dos. Y no basta la tierra
para los cuerpos juntos
y la ración de la esperanza es poca
y el dolor no se puede compartir.

El hombre es animal de soledades,


ciervo con una flecha en el ijar
que huye y se desangra.

Ah, pero el odio, su fijeza insomne


de pupilas de vidrio; su actitud
que es a la vez reposo y amenaza.

El ciervo va a beber y en el agua aparece


el reflejo de un tigre.

El ciervo bebe el agua y la imagen. Se vuelve


-antes que lo devoren- (cómplice, fascinado)
igual a su enemigo.

Damos la vida sólo a lo que odiamos.


Amor

Sólo la voz, la piel, la superficie


Pulida de las cosas.

Basta. No quiere más la oreja, que su cuenco


Rebalsaría y la mano ya no alcanza
A tocar más allá.

Distraída, resbala, acariciando


Y lentamente sabe del contorno.
Se retira saciada
Sin advertir el ulular inútil
De la cautividad de las entrañas
Ni el ímpetu del cuajo de la sangre
Que embiste la compuerta del borbotón, ni el nudo
Ya para siempre ciego del sollozo.

El que se va se lleva su memoria,


Su modo de ser río, de ser aire,
De ser adiós y nunca.

Hasta que un día otro lo para, lo detiene


Y lo reduce a voz, a piel, a superficie
Ofrecida, entregada, mientras dentro de sí
La oculta soledad aguarda y tiembla.
El Otro

¿Por qué decir nombres de dioses, astros
espumas de un océano invisible,
polen de los jardines más remotos?
Si nos duele la vida, si cada día llega
desgarrando la entraña, si cada noche cae
convulsa, asesinada.
Si nos duele el dolor en alguien, en un hombre
al que no conocemos, pero está
presente a todas horas y es la víctima
y el enemigo y el amor y todo
lo que nos falta para ser enteros.
Nunca digas que es tuya la tiniebla,
no te bebas de un sorbo la alegría.
Mira a tu alrededor: hay otro, siempre hay otro.
Lo que él respira es lo que a ti te asfixia,
lo que come es tu hambre.
Muere con la mitad más pura de tu muerte.
El Pobre

Me ve como desde un siglo remoto,


como desde un estrato geológico distinto.

Del idioma que algunos atesoran


le dieron de limosna una palabra
para pedir su pan y otra para dar gracias.
Ninguna para el diálogo.

El domador, con látigo y revólveres,


le enseña a hacer piruetas divertidas,
pero no a erguirse, no a romper la jaula,
y lo premia con una palmada sobre el lomo.

Aunque son tantos (nunca se acabarán, prometen


las profecías) cada uno
cree que es el último sobreviviente
-después de la catástrofe- de una especie extinguida.

Allí está; receptáculo


de la curiosidad incrédula, del odio,
del llanto compasivo, del temor.

Como una luz nos hace


cerrar violentamente los ojos y volvernos
hacia lo que se puede comprender.
Nadie, aunque algunos juren en el templo, en la esquina,
desde la silla del poder o sobre
el estrado del juez, nadie es igual
al pobre ni es hermano de los pobres.

Hay distancia. hay la misma extrañeza interrogante


que ante lo mineral. Hay la inquietud
que suscita un axioma falso. Hay
la alarma, y aun la risa,
de cuando contemplamos
nuestra caricatura, nuestro ayer en un simio.

Y hay algo más. El puño se nos cierra


para oprimir; y el alma
para rechazar lejos al intruso.

¡Qué náusea repentina


(su figura, mi horror)
por lo que debería ser un hombre y no es!

Agonía fuera del muro

Miro las herramientas,


El mundo que los hombres hacen, donde se afanan,
Sudan, paren , cohabitan.

El cuerpo de los hombres prensado por los días,


Su noche de ronquido y de zarpazo
Y las encrucijadas en que se reconocen.

Hay ceguera y el hambre los alumbra


Y la necesidad, más dura que metales.

Sin orgullo (¿qué es el orgullo? ¿Una vértebra


Que todavía la especie no produce?)
Los hombres roban, mienten,
Como animal de presa olfatean, devoran
Y disputan a otro la carroña.

Y cuando bailan, cuando se deslizan


O cuando burlan una ley o cuando
Se envilecen, sonríen,
Entornan levemente los párpados, contemplan
El vacío que se abre en sus entrañas
Y se entregan a un éxtasis vegetal, inhumano.
Yo soy de alguna orilla, de otra parte,
Soy de los que no saben ni arrebatar ni dar,
Gente a quien compartir es imposible.

No te acerques a mi, hombre que haces el mundo,


Déjame, no es preciso que me mates.
Yo soy de los que mueren solos, de los que mueren
De algo peor que vergüenza.
Yo muero de mirarte y no entender.

Misterios Gozosos

Ah, nunca, nunca más la conocida


ternura, la palabra pequeña, familiar,
que cabía en mi boca.

Nunca ya mi cabeza
segada dulcemente por la mano más próxima.

Nunca la juventud como una casa


espaciosa, asoleada de niños y de pájaros.
Adiós para la tierra que en mi torno bailaba.

Voy a entrar en tu hora, soledad; en tu mano, destino.

Aquí tienes mi mano, la que se levantó


de la tierra, colmada como espiga en agosto.
Aquí están mis sentidos
de red afortunada,
mi corazón, lugar de las hogueras,
y mi cuerpo que siempre me acompaña.

He venido, feliz como los ríos,


cantando bajo un cielo de sauces y de álamos
hasta este mar de amor hermoso y grande.

Yo ya no espero, vivo.

Día del esplendor


y la abundancia.
La cosecha me pesa
sobre la falda.

Abrid puertas, amigos,


y ventanas
convidando las gentes
a mi casa.

Dad a todos el pan,


la posada.
No ahuyentéis las palomas
si bajan.

Con un gesto de tierra abro los brazos.


Con un gesto de tierra
cuyo regazo acuna a todas las criaturas.
El amor me levanta,
me sostiene, extasiada como en una gran luz,
cantando mi destino de raíz
y mi obediencia.

Yo no le busco el rostro a esta maternidad


que colma las medidas.
Vosotros no busquéis la muchedumbre de hijos.
Pero ved mis acciones
manando como la leche espesa y silenciosa.

Este lugar que soy, como arena con ríos,


hace tiempo conoce la visita del cielo.
Sobre mi rostro cruza la procesión de pájaros
y yo voy extasiada, persiguiéndolo,
sin sentir que las piedras me golpean, me rompen,
me rechazan.

Camino sin medir fatiga ni distancia.

Ay, alcanzaré el mar, y el cielo irá volando más allá.


6

A veces tan ligera


como un pez en el agua,
me muevo entre las cosas
feliz y alucinada.

Feliz de ser quien soy,


sólo una gran mirada:
ojos de par en par
y manos despojadas.

Seno de Dios, asombro


lejos de las palabras.
Patria mía perdida,
recobrada.

Esta tierra que piso


es la sábana amante de mis muertos.
Aquí, aquí vivieron y, como yo, decían:
Mi corazón no es mi corazón,
es la casa del fuego.
Y lanzaban su sangre como un potro vehemente
a que mordiera el viento
y alrededor de un árbol danzaban y bebían
canciones como un vino poderoso y eterno.

Ahora estoy yo aquí. Que nadie me salude


como a un recién llegado. Si camino así, torpe,
es porque voy palpando y voy reconociendo.
No llevo entre las manos más que una breve brasa
y un día para arder.
¡Alegría! ¡Bailemos!
Quiero jurarlo aquí, amigos: otra vez
como la primavera
volveremos.

Yo, pájaro cogido


y garganta prestada,
vendo a dar obediencia,
Señor de mano abierta
y poderosa casa.

A cantar en los patios,


con las otras mujeres
destrenzadas,
himnos de gratitud
y coros de alabanza.

Desde el anochecer
hasta la madrugada.
Señor de mano abierta
y poderosa
casa.

Como Abel a Caín


para que lo guardase
me dieron don precioso
como de llamas y aire.

Las sendas de la tierra


las recorro temblando.
¡Ladrones de caminos,
no me vaciéis las manos!

Pues Dios reclamará


el tesoro confiado,
y yo ¿qué le daría
más que un oscuro rostro avergonzado?

10

Alrededor de mí —lo estoy mirando


como en torno de un huérfano
un grupo de mujeres solícitas, piadosas—
mueve su lenta ronda protectora
la casa.

Madre que abre las puertas como abriera los brazos,


que ha levantado el techo igual que se levanta
la mano en bendición por sobre mi cabeza,
y que ofrece el arrimo de sus paredes sólidas
como quien da a un polluelo el hueco de sus alas.

Yo ya no puedo hablar. No tengo más palabras


que las que el amor urge y santifica
para mostrar aquí mi corazón
contento y sosegado,
en medio de la casa durmiendo, como aljibe
colmado.

11
Me quedo en las palabras
igual que en un remanso, contemplando
cielos altos, profundos y tranquilos.

Por nada cambiaría


mi destino de sauce solitario
extasiado en la orilla.

Si alguna vez me voy me iré llevando


una mirada limpia
donde los otros beban el resplandor ausente.

12

El que buscó mi mano


para cortar racimos,
deje mi mano suelta
sin fruto y sin anillo.

El que llamó a mi cuerpo


para nacer, se calle.
No ponga en mi cintura
la guirnalda de madre.

Adiós, adiós los nombres,


las máscaras, la casa.
Yo no soy, yo no soy
más que un pequeño cauce amoroso del agua.

13

Señor, agua pequeña,


sorbo para tu sed
espera.

Señor, para el invierno,


alegre,
chisporroteante hoguera.

Señor, mi corazón,
la uva
que tu pie pisotea.

14

Sólo como de viaje, como en sueños.

Como quien ama un río,


como quien hace casa para el viento.
Sólo como quien deja un palomar
abierto.

15

Toda la primavera
ha venido a mi casa
en una flor pequeña
sólo flor y fragancia.

Yo rondo este perfume


como una enamorada,
voy y vengo buscando
loores, alabanzas.

Con el amor me crece


la ola de nostalgia.
¡Cómo serán los campos
en donde fue cortada!

16

Heme aquí en los umbrales de la ley.

El mundo que venía como un pájaro


se ha posado en mi hombro
y yo tiemblo lo mismo que una rama
bajo el peso del canto
y del vuelo un instante detenido.

17

Más hermosa que el mundo tu mirada


¡y el mundo es tan hermoso!
Preferible tu amor
a los frutos amables de la tierra,
a la embriaguez amante de los aires.

Tu presencia más grande que los mares.

Yo he buscado a los hombres


que llevan la justicia a sentarse en los pórticos
y vigilan el fiel de su balanza,
para cambiar las joyas y las túnicas
y los dones preciosos
por la menor de todas tus palabras.

18
El centro de la llama
mi centro.
Aquí arder, aquí hablar
lo verdadero.

Yo no me fui,
no he vuelto;
yo siempre estuve aquí
viviendo

sin ayer, sin mañana,


ni próximo, ni lejos,
este minuto único
y eterno.

Entrevista de prensa

Pregunta el reportero, con la sagacidad


que le da la destreza de su oficio:
—¿por qué y para qué escribe?

—Pero, señor, es obvio. Porque alguien


(cuando yo era pequeña)
dijo que la gente como yo, no existe.
Porque su cuerpo no proyecta sombra,
porque no arroja peso en la balanza,
porque su nombre es de los que se olvidan.
Y entonces....Pero no, no es tan sencillo.

Escribo porque yo, un día, adolescente,


me incliné ante un espejo y no había nadie.
¿se da cuenta?. El vacío. Y junto a mi los
otros chorreaban importancia.

No, no es envidia. Era algo más grave. Era otra cosa.


¿Comprende usted? Las únicas pasiones
lícitas a esa edad son metafísicas.
No me malinterprete.

Y luego, ya madura, descubrí


que la palabra tiene una virtud:
si es exacta es letal
como lo es un guante envenenado.
¿Quiere pasar a ver mi mausoleo?
¿Le gusta este cadáver? Pero si es nada más
una amistad inocua.
Y ésta una simpatía que no cuajó y aquél
no es más que un feto. Un feto.

No me pregunte más. ¿Su clasificación?


En la tarjeta dice amor, felicidad
lo que sea. No importa.

Nunca fue viable. Un feto es un frasco de alcohol.


Es decir un poema
del libro del que usted hará el elogio.

Falsa Elegía

Compartimos sólo un desastre lento


Me veo morir en ti, en otro, en todo
Y todavía bostezo o me distraigo
Como ante el espectáculo aburrido.

Se destejen los días,


Las noches se consumen antes de darnos cuenta;

Así nos acabamos.

Nada es. Nada está.


Entre el alzarse y el caer del párpado.

Pero si alguno va a nacer (su anuncio,


La posibilidad de su inminencia
Y su peso de sílaba en el aire),
Trastorna lo existente,
Puede más que lo real
Y desaloja el cuerpo de los vivos.
Jornada de la Soltera

Da vergüenza estar sola. El día entero
arde un rubor terrible en su mejilla.
(Pero la otra mejilla está eclipsada.)

La soltera se afana en quehacer de ceniza,
en labores sin mérito y sin fruto;
y a la hora en que los deudos se congregan
alrededor del fuego, del relato,
se escucha el alarido
de una mujer que grita en un páramo inmenso
en el que cada peña, cada tronco
carcomido de incendios, cada rama
retorcida, es un juez
o es un testigo sin misericordia.

De noche la soltera
se tiende sobre el lecho de agonía.
Brota un sudor de angustia a humedecer las sábanas
y el vacío se puebla
de diálogos y hombres inventados.

Y la soltera aguarda, aguarda, aguarda.
y no puede nacer en su hijo, en sus entrañas,
y no puede morir

en su cuerpo remoto, inexplorado,
planeta que el astrónomo calcula,
que existe aunque no ha visto.

Asomada a un cristal opaco la soltera
­astro extinguido­pinta con un lápiz
en sus labios la sangre que no tiene

y sonríe ante un amanecer sin nadie.

Esta tierra que piso

Esta tierra que piso


es la sábana amante de mis muertos.
Aquí, aquí vivieron y, como yo, decían:
Mi corazón no es mi corazón,
es la casa del fuego.
Y lanzaban su sangre como un potro vehemente
a que mordiera el viento
y alrededor de un árbol danzaban y bebían
canciones como un vino poderoso y eterno.

Ahora estoy yo aquí. Que nadie me salude


como a un recién llegado. Si camino así, torpe,
es porque voy palpando y voy reconociendo.
No llevo entre las manos más que una breve brasa
y un día para arder.
¡Alegría! ¡Bailemos!
Quiero jurarlo aquí, amigos: otra vez
como la primavera
volveremos.
Telenovela

El sitio que dejó vacante Homero,


el centro que ocupaba Scherezada
(o antes de la invención del lenguaje, el lugar
en que se congregaba la gente de la tribu
para escuchar al fuego)
ahora está ocupado por la Gran Caja Idiota.

Los hermanos olvidan sus rencillas


y fraternizan en el mismo sofá; señora y sierva
declaran abolidas diferencias de clase
y ahora son algo más que iguales: cómplices.

La muchacha abandona
el balcón que le sirve de vitrina
para exhibir disponibilidades
y hasta el padre renuncia a la partida
de dominó y pospone
los otros vergonzantes merodeos nocturnos.

Porque aquí, en la pantalla, una enfermera


se enfrenta con la esposa frívola del doctor
y le dicta una cátedra
en que habla de moral profesional
y las interferencias de la vida privada.

Porque una viuda cosa hasta perder la vista


para costear el baile de su hija quinceañera
que se avergüenza de ella y de su sacrificio
y la hace figurar como una criada.

Porque una novia espera al que se fue;


porque una intrigante urde mentiras:
porque se falsifica un testamento;
porque una soltera da un mal paso
y no acierta a ocultar las consecuencias.

Pero también porque la debutante


ahuyenta a todos con su mal aliento.
Porque la lavandera entona una aleluya
en loor del poderoso detergente.
Porque el amor está garantizado
por un desodorante
y una marca especial de cigarrillos
y hay que brindar por él con alguna bebida
que nos hace felices y distintos.

Y hay que comprar, comprar, comprar, comprar.


Porque compra es sinónimo de orgasmo,
porque comprar es igual que beatitud,
porque el que compra se hace semejante a dioses.

No hay en ello herejía.


Porque en la concepción y en la creación del hombre
se usó como elemento la carencia.
Se hizo de él un ser menesteroso,
una criatura a la que le hace falta
lo grande y lo pequeño.

Y el secreto teológico, el murmullo


murmurado al oído del poeta,
la discusión del aula del filósofo
es ahora potestad del publicista.

Como dijimos antes no hay nada malo en ello.


Se está siguiendo un orden natural
y recurriendo a su canal idóneo.

Cuando el programa acaba


la reunión se disuelve.
Cada uno va a su cuarto
mascullando un -apenas- "buenas noches".

Y duerme. Y tiene hermosos sueños prefabricados.


Desamor

Me vio como se mira al través de un cristal


o del aire
o de nada.

Y entonces supe: yo no estaba allí


ni en ninguna otra parte
ni había estado nunca ni estaría.

Y fui como el que muere en la epidemia,


sin identificar, y es arrojado
a la fosa común.
Presencia

Algún día lo sabré. Este cuerpo que ha sido


Mi albergue, mi prisión, mi hospital, es mi tumba.

Esto que uní alrededor de un ansia,


De un dolor, de un recuerdo,
Desertará buscando el agua, la hoja,
La espora original y aun lo inerte y la piedra.

Este nudo que fui (inextricable


De cóleras, traiciones, esperanzas,
Vislumbres repentinos, abandonos,
Hambres, gritos de miedo y desamparo
Y alegría fulgiendo en las tinieblas
Y palabras y amor y amor y amores)
Lo cortarán los años.

Nadie verá la destrucción. Ninguno


Recogerá la página inconclusa.
Entre el puñado de actos
Dispersos, aventados al azar, no habrá uno
Al que pongan aparte como a perla preciosa.
Y sin embargo, hermano, amante, hijo,
Amigo, antepasado,
No hay soledad, no hay muerte
Aunque yo olvide y aunque yo me acabe.

Hombre, donde tú estás, donde tú vides


Permaneceremos todos.

Memorial de Tlatelolco

La oscuridad engendra la violencia


y la violencia pide oscuridad
para cuajar el crimen.

Por eso el dos de octubre aguardó hasta la noche


para que nadie viera la mano que empuñaba
el arma, sino sólo su efecto de relámpago.

Y a esa luz, breve y lívida, ¿quién? ¿Quién es el que mata?


¿Quiénes los que agonizan, los que mueren?
¿Los que huyen sin zapatos?
¿Los que van a caer en el pozo de una cárcel?
¿Los que se pudren en el hospital?
¿Los que se quedan mudos, para siempre, de espanto?

¿Quién? ¿Quiénes? Nadie. Al día siguiente, nadie.

La plaza amaneció barrida; los periódicos


dieron como noticia principal
el estado del tiempo.
Y en la televisión, en la radio y el cine
no hubo ningún cambio de programa,
ningún anuncio intercalado ni un
minuto de silencio en el banquete.
(Pues prosiguió el banquete.)

No busques lo que no hay: huellas, cadáveres,


que todo se le ha dado como ofrenda a una diosa:
a la Devoradora de Excrementos.

No hurgues en los archivos pues nada consta en actas.

Ay, la violencia pide oscuridad


porque la oscuridad engendra sueño
y podemos dormir soñando que soñamos.

Mas he aquí que toco una llaga: es mi memoria.


Duele, luego es verdad. Sangra con sangre.
Y si la llamo mía traiciono a todos.

Recuerdo, recordamos.

Esta es nuestra manera de ayudar a que amanezca


sobre tantas conciencias mancilladas,
sobre un texto iracundo, sobre una reja abierta,
sobre el rostro amparado tras la máscara.

Recuerdo, recordemos
hasta que la justicia se siente entre nosotros.

Trayectoria del polvo

VII
He aquí que la muerte tarda como el olvido.
Nos va invadiendo, lenta, poro a poro.
Es inútil correr, precipitarse,
huir hasta inventar nuevos caminos
y también es inútil estar quieto
sin palpitar siquiera para que nos oiga.

Cada minuto es la saeta en vano


disparada hacia ella,
eficaz al volver contra nosotros.

Inútil aturdirse y convocar a la fiesta


pues cuando regresamos, inevitablemente,
alta la noche, al entreabrir la puerta
la encontramos inmóvil esperándonos.

Y no podemos escapar viviendo


porque la Vida es una de sus máscaras.
Y nada nos protege de su furia
ni la humildad sumisa hacia su látigo
ni la entrega violenta
al círculo cerrado de sus brazos.

Economía doméstica

He aquí la regla de oro, el secreto del orden:


Tener un sitio para cada cosa
y tener
cada cosa en su sitio. Así arreglé mi casa.
Impecable anaquel el de los libros:
Un apartado para las novelas,
otro para el ensayo
y la poesía en todo lo demás.

Si abres una alacena huele a espliego


y no confundirás los manteles de lino
con los que se usan cotidianamente.
Y hay también la vajilla de la gran ocasión
y la otra que se usa, se rompe, se repone
y nunca está completa.
La ropa en su cajón correspondiente.

Y los muebles guardando las distancias


y la composición que los hace armoniosos.
Naturalmente que la superficie
(de lo que sea) está pulida y limpia.

Y es también natural
Que el polvo no se esconda en los rincones.
Pero hay algunas cosas
que provisionalmente coloqué aquí y allá
o que eché en el lugar de los trebejos.
Algunas cosas. Por ejemplo, un llanto
que no se lloró nunca;
una nostalgia de que me distraje,
un dolor, un dolor del que se borró el nombre,
un juramento no cumplido, un ansia.

Que se desvaneció como el perfume


de un frasco mal cerrado
y retazos de tiempo perdido en cualquier parte.
Esto me desazona. Siempre digo: mañana…
y luego olvido. Y muestro a las visitas,
orgullosa, una sala en la que resplandece
la regla de oro que me dio mi madre.

"Y las madres, ¿qué opinan?"

1. En los últimos años se ha debatido con pasión, con violencia y hasta con razonamientos, el problema del
control de la natalidad. Desde el punto de vista religioso, es un delicadísimo asunto que pone en crisis las
concepciones ancestrales acerca del respeto incondicional a la vida humana en potencia y que obligaría a la
revisión de muchos dogmas morales que rigen nuestra conducta. Los economistas, por su parte, se atienen a
las cifras y éstas indican lo que se llama en términos técnicos una explosión demográfica que seguirá una
curva ascendente hasta el momento en que ya no haya sitio para nadie más en el planeta ni alimentos
suficientes para el exceso de la población. Esta sombría perspectiva no tenemos que imaginarla para darnos
cuenta de su gravedad sino que basta con que ampliemos nuestra visión actual de los países en los que la
miseria es regla y la opulencia la excepción de la que gozan hasta reventar, unos cuantos; en los que el
hambre es el estado crónico de la mayoría; en los que la educación es un privilegio; en los que, en fin, la
salud es la lotería con la que resultan agraciados unos cuantos pero que ninguna de las condiciones
propician, ninguna institución preserva y ninguna ley asegura.
2. Los sociólogos ponen el grito en el cielo clamando por un remedio, tanto para lo que ya sucede como para
evitar que la catástrofe prevista se consume. Los sicólogos estudian los inconvenientes y las ventajas de las
familias numerosas y de las constituidas por los padres y un hijo único. Los políticos calculan de qué
manera pesará, en las asambleas mundiales, la voluntad de un país cuando cuenta (o no cuenta) con el brazo
ejecutor de una multitud que sobrepasa cuantitativamente, como decía la Biblia, las estrellas de los cielo y a
las arenas del mar.
3. Entre tantos factores que intervienen para hacer de este problema uno de los más complejos y arduos con
los que se enfrenta el hombre moderno, se olvida uno, que acaso no deja de tener importancia y que es el
siguiente: ¿quién tiene los hijos? Porque un niño no es sólo un dato que modifica las estadísticas ni un
consumidor para el que no hay satisfactores suficientes ni la ocasión de conflictos emocionales ni el
instrumento para acrecentar el poderío o para defender las posiciones de una nación. Un niño es, antes que
todo eso (que no negamos, pero que posponemos), una criatura concreta, un ser de carne y hueso que ha
nacido de otra criatura concreta, de otro ser de carne y hueso también y con el que mantiene –por lo menos
durante una época–, una relación de intimidad entrañable. Esta segunda criatura a la que nos hemos referido
es la madre.
4. Al pronunciar la palabra “madre” los señores se ponen en pie, se quitan el sombrero y aplauden, con
discreción o con entusiasmo, pero siempre con sinceridad. Los festivales de homenaje se organizan y los
artistas consagrados acuden a hacer alarde gratuito de sus habilidades mientras el auditorio llora conmovido
por este acto de generosidad que es apenas débil reflejo de la generosidad en que se consumió su vida la
cabecita blanca que casi no alcanza ya a darse cuenta de lo que sucede a su alrededor, por lo avanzado de su
edad, lo que la hace doblemente venerable.
5. Pues bien, aunque nos cueste trabajo reconstruir el pasado, esa anciana que suscita paroxismos de gratitud
fue, en su hora, la protagonista del drama sublime de la maternidad. Durante los consabidos nueve meses,
sirvió de asilo corporal a un germen que se desarrolló a expensas suyas, que hizo uso y abuso de todos los
órganos en su propio provecho y que cuando fue apto para soportar otras condiciones rompió con los
obstáculos que le impedían el acceso al mundo exterior.
6. Después vienen la lactancia o sus equivalentes y las noches en vela y los cuidados especiales que deben
prodigarse a quien no se aclimata con facilidad en la tierra, que es frágil, que es precioso.
7. Las responsabilidades se multiplican con los años. Ya no es únicamente la atención al bienestar físico sino
la vigilancia de la evolución intelectual y del equilibrio de los sentimientos. Y la preocupación por equipar,
lo mejor posible, a quien pronto ha de apartarse del seno materno para su viaje y su aventura, para la lucha
y el éxito.
8. Si la tarea de ser madre consume tantas energías, tanto tiempo y tanta capacidad, si es tan absorbente que no
se encuentra raro que sea exclusiva, lo menos que podían hacer quienes deliberan en torno al asunto del
control de la natalidad, es qué opinan de él las madres.
9. Porque tanto si se mantienen los tabús que hasta ahora han tenido vigencia como si se destruyen; tanto si la
natalidad continúa asumiéndose como una de las fatalidades con que la Naturaleza nos agobia como si se
extendiese hasta allí el campo del dominio del hombre, vale la pena plantearse, como si nunca se hubiera
hecho (y a propósito, ¿se hizo alguna vez?...¿cuándo?, ¿con qué resultados?), un cuestionamiento acerca de
lo que la maternidad significa no como proceso biológico sino como experiencia humana.
10. Porque a ratos se dicta, como un axioma, la sentencia de que la maternidad es un instinto que marcha con
absoluta regularidad tanto en la mujer como en las hembras de la especies animales superiores. Si esto es
verdad (lo que habría que probar primero porque luego nos salen los investigadores con el domingo siete de
que el instinto maternal en los animales es esporádico, se extingue una vez cumplido cierto plazo con una
absoluta indiferencia de la suerte que corran las crías, aumenta, disminuye o desparece por variaciones de la
dieta, de las hormonas, etc. –por lo que, como fatalidad es bastante deficiente–), sería un atentado contra
ese instinto impedir que se ejercite con plenitud y sacrificarlo a otros intereses.
11. Súbitamente se recuerda entonces que en el nivel de la conciencia los instintos se supeditan a otros valores.
Y que la maternidad, en el mundo occidental, ha sido uno de los valores supremos al que se inmolan
diariamente muchas vidas, muchas honras, muchas felicidades.
12. Pero es un valor que, según demuestran la historia y la antropología, no estiman por igual todas las culturas
y aun se da el caso de que en algunas sea lo contrario de un valor. Así que no puede tener pretensiones
absolutistas y si las tiene debe renunciar a ellas.
13. La consecuencia es que resulta un atentado contra la libre determinación individual imponer
obligatoriamente la maternidad a mujeres que la rechazan porque carecen de vocación, que la evitan porque
es un estorbo para la forma de vida que eligieron o de la que se alejan como de un peligro para su integridad
física.
14. Mas para proceder de esta manera se necesitaría, previamente, considerar a las mujeres no como lo que se
les considera hoy: meros objetos, aparatos (por desgracia, insustituibles) de reproducción o criaturas
subordinadas a sus funciones y no personas en el completo uso de sus facultades, de sus potencialidades y
de sus derechos.

6 de noviembre, 1965

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