Cartas A Un Amigo Alemán

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PRIMERA CARTA (de Cartas a un amigo alemán)

Me decía usted: “La grandeza de mi país no tiene precio. Cuanto contribuya a llevarla a
cabo es bueno. Y en un mundo en el que ya nada tiene sentido, quienes como nosotros,
los jóvenes alemanes, tienen la fortuna de encontrarle sentido al destino de su nación y
deben sacrificárselo todo”. Por aquel entonces contaba usted con mi cariño, pero en eso
me distanciaba ya de usted, “No” le decía yo, “no puedo creer que haya que supeditarlo
todo a la meta perseguida. Hay medios que no se justifican. Y me gustaría poder amar a
mi país sin dejar de amar la justicia.
No deseo para él cualquier tipo de grandeza, y menos todavía la de la sangre y la mentira.
Quiero que la justicia viva con él y le dé vida”, “Pues no ama usted a su país”, me
contestó usted.
Hace de eso cinco años, estamos separados desde entonces y puedo decir que no ha
pasado un solo día en estos largos años (¡tan breves y fulgurantes para usted!) en que no
me haya venido esa frase a la mente. “¡No ama usted a su país!”. Cuando pienso hoy en
esas palabras, se me hace un nudo en la garganta. No, no lo amaba, si no amar es
denunciar lo que no es justo en lo que amamos, si no amar es exigir que el ser amado y la
más hermosa imagen que de él nos forjamos coincidan. Hace de eso cinco años y
muchos hombres pensaban como yo en Francia. Algunos de ellos, sin embargo, se han
encontrado ya ante los doce ojillos negros del destino alemán. Y esos hombres, que
según usted no amaban a su país, han hecho más por él de lo que nunca hará usted por
el suyo, aunque le fuera posible dar cien veces la vida por él. Porque antes han tenido
que vencerse a sí mismos y en eso estriba su heroísmo. Pero hablo aquí de dos tipos de
grandeza y de una contradicción sobre la cual le debo una explicación. Nos veremos
pronto si es posible. Pero para entonces se habrá roto nuestra amistad. Estará usted
acaparado por su derrota y no se avergonzará de su antigua victoria, antes bien, la
añorará con todas sus aniquiladas fuerzas. Hoy, todavía estoy cerca de usted en el
espíritu. Soy su enemigo, cierto, pero sigo siendo un poco su amigo puesto que lo hago
partícipe de lo que pienso. Mañana, todo habrá acabado. Lo que su victoria no haya
podido mermar, lo consumará su derrota. Pero al menos antes de que nos enfrentemos a
la indiferencia, quiero aclararle lo que ni la paz ni la guerra le han enseñado a conocer
sobre el destino de mi país.
Quiero primero explicarle qué clase de grandeza nos mueve. O sea, cuál es el valor que
aplaudimos, que no es el suyo. Porque poca cosa es saber correr al combate cuando
lleva uno toda la vida ejercitándose para ello y la carrera le es más consustancial que el
pensamiento. […] Es mucho combatir despreciando la guerra, aceptar el perderlo todo
conservando el amor a la felicidad, correr a la destrucción con la idea de una civilización
superior. En eso hacemos mucho más que ustedes porque tenemos que superarnos.
Ustedes no tienen nada que vencer ni en su corazón ni en su inteligencia. […] Para
presentarnos ante ustedes, hemos tenido que salvar un abismo. Y de ahí nuestro retraso
respecto a toda Europa, que se precipitaba en la mentira en cuanto era menester,
mientras nosotros nos dedicábamos a buscar la verdad. Por eso hemos empezado por la
derrota, mientras ustedes se nos arrojaban encima, preocupados por definir en nuestros
corazones si nos asistía la razón.
Hemos tenido que vencer nuestro amor al hombre, la imagen que nos forjábamos de un
destino pacífico, esa honda convicción de que ninguna victoria compensa, en tanto que
toda mutilación del hombre es irreversible. […]
[…] Y, sin duda, lo hemos pagado con humillaciones y silencios, con amarguras, en
cárceles con madrugadas de ejecuciones, con abandonos, separaciones, hambres
diarias, con niños consumidos y más que nada en penitencias forzosas. Pero era lo que
correspondía. Hemos necesitado todo ese tiempo para saber si teníamos derecho a matar
hombres, si nos estaba permitido contribuir a la gran miseria del mundo. Y ese tiempo
perdido y recobrado, esa derrota aceptada y superada esos escrúpulos pagados con
sangre, son los que nos autorizan, a nosotros los franceses, a pensar hoy que habíamos
entrado en esta guerra con las manos puras, con la pureza en este caso, de una gran
victoria ganada contra la injusticia y contra nosotros mismos. Porque venceremos, eso a
usted le consta. Pero venceremos gracias a esa misma derrota […]
[…] Hemos aprendido el secreto de toda victoria y, si no lo perdemos algún día,
conoceremos la victoria definitiva. Hemos aprendido que, contra lo que a veces
pensábamos, el espíritu nada puede contra la espada, pero que el espíritu unido a la
espada vencerá eternamente a ésta utilizada por sí sola. Por eso la hemos aceptado
ahora, tras cerciorarnos de que el espíritu estaba con nosotros. Para ello, nos hemos he
visto obligados a ver morir y exponernos a morir, a presenciar el paseo matinal de un
obrero francés caminando hacia la guillotina por los pasillos de una cárcel y exhortando a
sus compañeros, de puerta en puerta, a mostrar su valor. Nos hemos visto obligados a
padecer la tortura de nuestra carne. Solo se posee del todo lo que se ha pagado. Hemos
pagado muy caro y seguiremos pagando. Pero tenemos nuestras certezas, nuestras
razones, nuestra justicia: la derrota de ustedes es inevitable.
Jamás he creído en el poder la verdad por sí misma. Pero ya es mucho que a igual
energía, la verdad triunfe sobre la mentira. Ese difícil equilibrio es lo que hemos logrado, y
hoy los combatimos amparados en ese matiz. Me atrevería a decirle que luchamos
precisamente, por matices, pero por unos matices que tienen la importancia del propio
hombre. Luchamos por ese matiz que separa el sacrificio de la mística; la energía de la
violencia; la fuerza, de la crueldad; por ese matiz aún más leve que separa lo falso de los
verdadero y al hombre que esperamos, de los cobardes dioses que ustedes soñarán.
Eso es lo que quería decirle, pero sin situarme al margen del conflicto, entrando de lleno
en él. Eso es lo quería contestar a ese “no ama usted a su país” que continúa
obsesionándome. […]
[…] Creo que Francia ha perdido su poder y su reino por mucho tiempo y que durante
mucho tiempo necesitará una paciencia desesperada, una tenaz rebeldía para recobrar la
parcela de prestigio que requiere toda cultura. Pero creo que todo eso lo ha perdido por
razones puras. Y por eso no renuncio a la esperanza. Ese es todo el sentido de mi carta.
El hombre a quien compadecía usted, cinco años atrás, por mostrarse tan reticente
respecto a su país, es el mismo que quiere decirle hoy, a usted y a todos nuestros
coetáneos de Europa y del mundo: “pertenezco a una nación admirable y perseverante
que, al margen de su bagaje de errores y debilidades, no ha dejado morir la idea que
constituye su grandeza, que su pueblo siempre, sus élites en ocasiones, intentan de
continuo formular cada vez mejor. Pertenezco a una nación que desde hace cuatro años
ha comenzado un nuevo recorrido de toda su historia y, entre los escombros, se dispone
serena, segura, a rehacer otra y a tentar la suerte en un juego para el que parte sin rumbo
alguno. Ese país merece que lo ame con el difícil y exigente amor que es el mío. […] Y
afirmo que, por el contrario, la nación de usted no ha recibido de sus hijos sino el amor
que merecía que era ciego. No nos justifica cualquier amor. Eso es lo que los pierde a
ustedes. Y si ya estaban vencidos en sus mayores victorias, qué ¿no será con la derrota
que se avecina?
Julio de 1943

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