La Revolucion Feminista Geek - Kameron Hurley
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Kameron Hurley
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Título original: The Geek Feminist Revolution
Kameron Hurley, 2016
Traducción: Alexander Páez García
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Para Joanna
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INTRODUCCIÓN
Bienvenidas a la revolución
Hay una revolución en marcha. Estamos presenciando algunas de las batallas más
estridentes y violentas que tienen un lugar aparentemente extraño: los medios de las
comunidades de fans y de los autores de ciencia ficción y fantasía. Estas batallas se
libran en las secciones de comentarios de webs personales y profesionales, en
subforos como /r/fantasy y, cada vez más, en canales de noticias que van desde la
NPR hasta el New York Times. Los fandoms que han surgido alrededor de las novelas
de ciencia ficción y fantasía, juegos y otros medios, antes confinados a revistas para
fans (tanto online como fuera de Internet) y antiguas comunidades de LiveJournal y
listservs, se han vuelto convencionales. A los periodistas de fuera les gusta hablar de
«la era geek». Dentro de los círculos geek, en qué consiste y cómo se define se está
convirtiendo en un tema cada vez más controvertido. La cobertura convencional de
estos problemas de crecimiento se ha centrado principalmente en geeks, casi siempre
hombres blancos, que sufren una aguda nostalgia por aquellos días en que se daba por
sentado que ellos eran el público de las novelas pulp y los videojuegos.
Y aun así las mujeres siempre han sido geeks. Han sido gamers y escritoras,
lectoras de cómics y fans apasionadas, desde Conan el Bárbaro hasta Star Trek.
Entonces, ¿a qué se debe la reacción negativa? Se debe a que el número de mujeres
en estos ámbitos ha crecido en la última década. El público femenino de los
videojuegos ha pasado de representar el veinticinco-treinta por ciento de hace diez
años a más del cincuenta por ciento hoy en día, y además ya constituyen entre el
cuarenta y el cincuenta por ciento de los autores. El cuarenta por ciento de los
escritores de ciencia ficción son mujeres, así como el sesenta por ciento de los
lectores de géneros especulativos. Sus voces y su presencia no pueden ser negadas ni
desestimadas con referencias al tokenismo o inclusión simulada o al
excepcionalismo. Las mujeres están aquí.
Mujeres como yo.
Los seres humanos nunca dejan de defender su relato de lo que se supone que
debe ser el mundo, sin importar que dicho mundo haya existido realmente alguna vez.
Si nos preguntamos a qué se debe la explosiva reacción contra las mujeres en la
cultura popular y geek, hay un motivo: el statu quo y las concepciones
convencionales sobre cómo funciona el mundo deben ser mantenidas por aquellos
que se benefician de ellas, y para lograrlo, las voces que hablan sobre la realidad o un
futuro diferente han de ser silenciadas.
Es decir, yo. Y quizá tú. Y mucha gente que conoces. Implica silenciar, por lo
menos, a la mitad del mundo.
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Llevo mucho tiempo luchando contra este relato, porque no se limita a la cultura
popular. La cultura popular solo es un microcosmos de nuestra cultura en general. Y
vivimos en una cultura en la que las mujeres deben luchar para que sus voces sean
valoradas. Y esta lucha pasa factura. Soy imperfecta, estoy cansada, y ahora que
estoy a mitad de la treintena he visto que los ciclos de rabia e invisibilización se
suceden una y otra vez, y sí, al final termina frustrando.
Al mismo tiempo que las oportunidades para las mujeres en los espacios geek han
crecido, lo hace el rechazo. La popular serie de vídeos educativos Tropes vs. Women
in Video Game, de Anita Sarkeesian, que trata sobre la problemática representación
de las mujeres en los videojuegos consiguió casi 160.000 dólares en Kickstarter y
convirtió a su creadora en uno de los mayores objetivos de acoso en Internet; lo que
no es hazaña pequeña si consideramos lo enorme que puede llegar a ser la rabia de la
bestia online. Un solo hilo en un foro escrito por un desdeñado exnovio desató en
Internet un aluvión de amenazas contra la creadora de videojuegos Zoe Quinn, y en
poco tiempo estas amenazas se organizaron bajo el hashtag Gamergate, un
grupúsculo online que supuestamente comentaba «la ética en el periodismo de los
videojuegos», pero que sobre todo se dedicaba a acosar a mujeres. Aprovechándose
del éxito de Gamergate llegó la SadPuppyGate, una reacción organizada contra el
creciente número de mujeres y libros «literarios» que aparecían en las votaciones de
los premios populares de ciencia ficción y fantasía, en particular el prestigioso premio
Hugo. En 2011, 2012 y 2013, las mujeres fueron el cuarenta por ciento neto de los
nominados en las votaciones de los premios Hugo. Pero alineándose con el
movimiento Gamergate para copar los nominados con una lista de candidatos
seleccionados previamente, un pequeño grupo de escritores blancos, hombres y
conservadores en su mayoría (que se autodenominaban Sad Puppies) logró meter a
casi todos los de su lista entre los finalistas de los premios Hugo de 2014. Debido a la
dispersión del voto, las mujeres nominadas descendieron hasta un veinte por ciento
del total, el porcentaje más bajo desde 2009. La lista de nominados incluía nueve
obras asociadas con una pequeña editorial fundada por un extremista de ultraderecha
que no cree que las mujeres deban tener derecho a votar, y otra a una editorial
llamada (sin ironía) Patriarchy Press. La lista fue rechazada sin contemplaciones en la
votación final, y ni una sola obra de las que incluía, excepto Guardianes de la galaxia
(la única que tenía posibilidades de haber entrado en las votaciones sin la lista), ganó
el premio, y las demás acabaron las últimas en el apartado de «no premiada».
Las campañas de odio no funcionan. Las listas preseleccionadas no funcionan. Y
aun así estas campañas de odio y abuso han servido a su propósito de otro modo: han
alejado a algunas mujeres de distintas razas, hombres de color y personas queer, trans
y no binarias de la red y les han disuadido de escribir obras de géneros de ficción
especulativa.
Pero no a todas nosotras. No a todas nosotras. Porque decirle a alguien que se
calle en Internet para evitar el abuso o el acoso es como decirle a una mujer que la
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mejor manera de evitar que la violen es no salir a la calle. Somos muchas más las que
no vamos a ser silenciadas, porque que les jodan.
Lo que los haters organizados nunca anticiparon fue que el abuso también
inspiraría su propia resistencia. Crecí con las historias de mi abuela, que vivió en la
Francia ocupada por los nazis. Mi bisabuelo era miembro de la resistencia. En mi
máster estudié los movimientos de resistencia en Sudáfrica. Cuando alguien te obliga
a retroceder, sé cómo responder con más fuerza. Tengo una gran perspectiva sobre
cómo es el verdadero terror del estado, y el abuso online palidece en comparación.
Esta corrosiva reacción ha inspirado y sigue inspirando a una generación de fans
y autoras apasionadas que se niegan a ser silenciadas.
Yo soy una de ellas.
Una de tantas.
¿Qué arriesgamos por hacernos oír? Todo, desde luego. Pero mucho más
arriesgado es no alzar la voz. El futuro más peligroso es aquel en el que todas
tenemos más miedo a que un demente enfurecido por algo que ha leído online
empotre un coche en nuestra casa que a ser atropelladas por un autobús en la calle.
Estoy lo suficientemente cuerda como para darme cuenta de que las probabilidades
de lo último, por ahora, son mayores que las de lo anterior.
Lo cierto es que gran parte del odio dirigido hacia nosotras es por el miedo que
nos tienen. Ya sea como ensayista o como autora de ciencia ficción y fantasía, escribo
sobre y para el futuro. Hablo sobre el pasado para recordar que aquello que siempre
hemos creído que era cierto —que hombres y mujeres son de algún modo categorías
inalterables, o que lo normal siempre ha sido que los hombres tengan el poder, o que
las relaciones amorosas entre personas del mismo sexo son necesariamente tabú— no
siempre ha sido así. A lo largo del tiempo ha variado enormemente quiénes somos,
cómo nos definimos o cómo estructuramos las sociedades. Hablo sobre esto porque si
damos por sentado que el mundo siempre fue de un modo determinado, entonces el
cambio no solo resulta más terrorífico («Pero ¿¡qué pasará si cambiamos!?»), sino
que parece imposible («¡Nunca se ha hecho nada igual!»). Lo cierto es que el cambio
se produce continuamente. Se está produciendo a nuestro alrededor. Mientras escribo
esto, el Tribunal Supremo de Estados Unidos acaba de fallar que el matrimonio entre
personas del mismo sexo es legal. Si hace veinte años me hubieras dicho que vería
algo parecido antes de llegar a los cuarenta, me habría partido de risa.
Le diría a cualquier mujer que escribe en la red que este es uno de los mejores
momentos para ser una autora geek en Internet. Porque lo que los rabiosos grupillos
de detractores saben, y lo que estamos empezando a comprender, es que hay una
revolución en marcha, y que la estamos ganando. Hay mucho en juego: no solo
quiénes participan, quiénes crean, sino también qué voces se oyen. Las adaptaciones
de cómics que triunfan en taquilla son los relatos del mundo geek que animan nuestra
cultura e influyen en ella. Es una revolución que se disputa a todos los niveles del
mundo geek, tanto por escritores y autores como por lectores y fans.
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He escrito de forma activa en espacios feministas geek durante una década. Lo he
hecho, y he logrado éxitos, a pesar del acoso online, de las amenazas y de las quejas
para que me callara y me fuera a casa. En esta década me he convertido en una autora
premiada, una de las muchas que construyen los relatos que a través del tamiz de
nuestra cultura conformarán las historias del futuro. Durante este tiempo mi pasión ha
sido comprender y examinar las responsabilidades de los creadores hacia su público y
hacia la cultura en general. Si las historias que contamos no solo se convierten en
libros, sino también en tebeos, en series de televisión, en películas y en campañas de
promoción, entonces lo que estamos haciendo ahora podría tener un profundo
impacto en las narraciones del futuro, lo que influiría en el comportamiento de toda
nuestra sociedad. Podemos escoger mantener el statu quo. Podemos escoger el
camino seguro. O podemos escoger tomar parte en la construcción de algo mejor.
Yo escojo construir un futuro mejor.
En el fondo, esta colección es una guía para sobrevivir no solo al mundo online y
a las grandes empresas de medios que lo usan para alimentar sus relatos, también al
sexismo en el mundo. Debería animar a cada lectora, a cada fan, a cada autora a
unirse a la construcción de un mundo mejor.
Para conseguirlo hemos de convertirnos en mejores narradoras, perfeccionar
nuestras habilidades y seguir trabajando en la industria de la narración, ya sea como
novelistas, creadoras de videojuegos, de películas, de televisión o de medios de
comunicación online.
En La revolución feminista geek exploro esta revolución desde cada ángulo,
comenzando con los creadores que deciden de qué tratan las historias y quién es el
héroe, y cómo enfrentarse a las reacciones negativas cuando nuestra representación es
errónea, o se nos critica por perpetuar las mismas tediosas historias. La primera
sección de esta colección, Subir de nivel, incluye ensayos sobre cómo mejorar el
oficio y persistir ante las dificultades, con frecuencia abrumadoras. La capacidad de
persistir muchas veces es mejor indicador de éxito en este campo que el talento sin
más.
Interpelar a los medios de comunicación disfuncionales también es clave para
enseñaros cómo crear mejores historias. Para la sección Geek he recogido piezas
clave de críticas en los medios y todo tipo de cosas geek. Los ensayos más personales
(al fin y al cabo, si no nos entendemos a nosotras mismas y nuestras motivaciones,
¿cómo podemos entender a los demás?) están en la parte En lo personal.
La última parte, Revolución, cubre exactamente eso. Son los textos que se
adentran en el tema de forma más general, así como en nuestros procesos y sistemas
fallidos, y retira la cortina de la sociedad «normal» que se presenta como tal en los
medios de comunicación. Llaman al cambio. Llaman a la revolución. Te llaman a ti y
a todas las que son como tú, a todas las que siempre se han sentido fuera de lugar,
como si algo estuviera mal, como si el mundo no estuviera hecho para ellas, para que
mires atentamente qué es lo que en realidad falla (pista: no eres tú). Cada feminista
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geek y aspirante a feminista geek, cada revolucionaria cultural, cada joven
enfurecida, que chilla, que se queja y que quiere ser una heroína, pero no está segura
de por dónde empezar; todas las que soñaron que podían construir algo mejor. Esta
sección es para ti.
Una vez me preguntaron cuál era mi meta, refiriéndose a mi carrera como
escritora, y la respuesta surgió con facilidad sin pensarla mucho: «Quiero cambiar el
mundo».
Eso es lo que pretende La revolución feminista geek: inspirar a las personas que
cambian el mundo. Quizá no te lo creas todavía, pero también te incluye a ti. Tu voz
es poderosa. Tu voz tiene significado. Si no lo tuviera, no se esforzarían tanto para
silenciarte.
Recuérdalo.
Soy consciente de que formar parte de una revolución cultural es un juego a largo
plazo, una partida de perseverancia. A veces también necesito levantarme,
recuperarme y volver a empezar. No soy perfecta. No siempre estoy segura de mí
misma. No siempre tengo la energía para enfrentar el día. Pero ahora somos
muchísimas más, conectadas a través de canales online, y todas las que estamos
alzando la voz al mismo tiempo somos más fuertes que cualquiera de nosotras
alzando la voz sola.
No estás sola.
Al fin y al cabo, la perseverancia no es el final del camino. La perseverancia es la
partida. El relato que vence es el que persevera por más tiempo con todo en contra.
Este libro es parte de ese relato.
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Perseverancia, y el gran engaño de convertirse en
escritora de éxito
«PERSEVERANCIA»
Esta fue la respuesta del escritor de ciencia ficción Kevin J. Anderson cuando le
preguntaron en una entrevista qué necesitaba un escritor para tener éxito en la
profesión.
Leí la entrevista a los diecisiete años mientras exploraba con ansia las estanterías
de la librería local B. Dalton en busca de consejo sobre cómo convertirme en
escritora. Ya había vendido un ensayo de no ficción a un diario local, y un texto de
ficción por 5 dólares a una revista online recién estrenada.
Tenía la sensación de que me encontraba en el camino del éxito. A los
veinticuatro me imaginaba que podía vivir de escribir. Llevaba escribiendo con la
intención de dedicarme a ello desde los doce años, y había enviado ficción a varias
revistas en los últimos dos años. Dos años parecen muchísimo tiempo cuando tienes
diecisiete.
Las cartas de rechazo se acumulaban. Necesitaba algo de motivación.
Entonces escribí «Perseverancia» en una nota adhesiva y la pegué en mi enorme
portátil.
Todavía la tengo en el monitor de mi ordenador.
Perseverancia.
La pregunta era: ¿durante cuánto tiempo?
No tardé en darme cuenta de que la perseverancia no tenía fin. Era el nombre del
camino.
Como joven autora me obsesionaba descubrir si era «buena» o no. En todos los
talleres de escritura a los que llevaba acudiendo desde los catorce años, siempre era la
mejor o, por lo menos, la autora con más experiencia del grupo. A los doce años
comencé a escribir y a estudiar ficción, y a los quince a enviar textos para que me los
publicaran. Fue muy frustrante. Cuando estás en un grupo de personas donde tú tienes
más experiencia que nadie, es poco probable que aprendas cosas a menos que seas tú
quien enseña al resto. Y, seamos realistas, nadie quiere aprender nada de una engreída
chica de dieciséis años que sabe cómo pulir una oración.
Así que este anhelo perduró. Quería alguien que fuera bueno, muy bueno, con
muchísima más experiencia que yo para que me dijera que valía. Que se acercara, me
sacara de la refriega, me estrechara la mano y me dijera: TÚ ERES LA ELEGIDA.
Es una fantasía adolescente habitual.
Crecer con un montón de novelas de fantasía y ciencia ficción a menudo implica
quedarte despierta por la noche con el anhelo de ser especial tú también. De no ser
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una simple bolsa de carne quejicosa que se arrastra para conseguir un salario
suficiente para vivir y para la hipoteca. Todo el mundo piensa que podría ser Lessa de
Pern, Alanna de Trebond, Ender Wiggin, si alguien le diera la oportunidad. Si alguien
le viera.
Uno de los momentos que me abrieron los ojos con más crudeza fue cuando acudí
al taller de escritores Clarion, y uno de los instructores dijo algo como: «Escuchad,
no os voy a consentir ni a deciros que tenéis talento. El hecho de que estéis en
Clarion quiere decir que habéis conseguido cierto nivel. Así que partamos de ahí y
empecemos a trabajar para mejorar un poco».
Recuerdo pavonearme de esto porque era la primera vez que un escritor
profesional decía que era buena. La cosa es que también lo era el resto de la clase. Y
el resto de las clases de Clarion.
Y esos son muchísimos escritores «buenos». Y ni siquiera se acercaba al número
de «buenos» escritores profesionales.
Tras Clarion iba a librerías, cogía libros y me cabreaba porque pensaba que
muchos de ellos no eran ni mejores ni peores que nada de lo que yo había escrito.
¿Qué les hacía especiales? ¿Por qué a ellos les publicaban y a mí no?
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Pero cuanto más me hundía en la depresión, más dolorosas eran las cartas de
rechazo. Más parecía un arduo esfuerzo que no conducía a nada. Cuando llegué al
punto más bajo, comencé a fantasear con diferentes formas de morir. Pasé muchísimo
tiempo llorando en el baño.
Y entonces, un día, mientras escribía sobre un escenario norteño destruido en uno
de mis relatos, comencé a buscar cuánto costaban los billetes a Alaska. Pensé:
«Bueno, ¿qué es más chiflado… comprar un billete de ida a Alaska o suicidarme?».
La relación se terminó. La sobreviví, a pesar de todos los gritos y las amenazas.
Un año más tarde, compré un billete de ida a Fairbanks, Alaska.
Tengo la impresión de que la gente no suele darse cuenta de que a menudo «bueno»
solo quiere decir «competente».
Al escribirme con algunos autores jóvenes comencé a reflexionar sobre el
«talento» y la necesidad de que alguien lo reconozca. Recuerdo lo importante que era
para mí que alguien me dijera que valía mientras sudaba tinta a lo largo del camino.
Hay autores mucho más jóvenes que yo escribiendo cosas que son mucho mejores
que las que yo escribo ahora. Y veo a estos escritores veinteañeros y pienso: Ay, dios,
resistid.
Porque tengo que decíroslo: ser buena, tener talento, es la parte más sencilla de
este oficio. Es cuando las cosas acaban de empezar.
El autor de ciencia ficción Samuel R. Delany dijo que, para tener éxito escribiendo,
tuvo que sacrificar todo lo demás. Sacrificó su salud y sus relaciones para alcanzar la
meta de ser el mejor en lo que hacía. Los ganadores trabajaron más duro que los
otros. Estaban dispuestos a sacrificar más.
Tras romper con mi novio del instituto no tuve relaciones con nadie durante cinco
años.
Creí que quizá estaba siendo patológica. Pero si yo fuera un tío, ¿quién lo
cuestionaría? ¿Cuántas veces Hemingway cerró la puerta y exigió una habitación para
él solo?
Si las relaciones implicaban abandonar la escritura, a tomar por culo las
relaciones.
Cuando no estaba completamente borracha (y a veces, incluso así), me pasaba
casi todas las noches en la habitación de mi residencia en la Universidad de Alaska,
en Fairbanks, trabajando en textos cortos, y coleccionando más cartas de rechazo. Mi
gran victoria durante mis dos años de repiquetear el teclado en la universidad fue que
me aceptaran en el taller de escritores Clarion a los veinte años. Ya está, pensé. En un
par de años, seguro que lo consigo. Tan solo tengo que perseverar. Puedo lograrlo.
Me preparé para el largo viaje. Decidí que volvería al loco sueño que tenía
cuando era pequeña, vivir con un par de perros husky en una cabaña en el bosque de
Alaska escribiendo libros. Escribiría libros hasta que me sangraran los dedos.
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Estaba claro que nunca había meado en un retrete exterior a treinta bajo cero.
Tras hacerlo unas cuantas veces, decidí que había llegado el momento de pasar
página.
Este negocio es inflexible con el talento. Incluso quienes por arte de magia cosechan
un gran éxito de ventas con su primer trabajo publicado, a menudo desaparecen del
mapa tras uno o dos libros. Algunos solo tenían un libro dentro. Pero con más
frecuencia es por el intenso escrutinio. Los aspectos internos del negocio son duros:
ventas, marketing y toneladas de problemas de distribución que escapan a tu control.
Y además las críticas, el acoso online y la especulación constante de extraños.
Si todo esto te afecta demasiado, te olvidas del motivo por el que querías escribir.
No hay nadie ahí fuera esperándote para regodearse en tu genialidad. Al contrario,
muchos esperan para destrozarte y luego cagarse encima.
Esto implica que tienes que trabajar más duro. Implica que, para destacar, debes
ser ocho veces mejor que el resto. Da asco. Es exigente. Puede acabar contigo. Pero
ser buena solo te va a llevar hasta ahí. Para construir una carrera tienes que ser mejor
que buena. Y, más importante, tienes que ser ser obstinada, resistir.
Durban, Sudáfrica. Cucarachas. Humedad. Temperaturas Celsius que son una locura.
Sin aire acondicionado. Dos botellas de vino. Un paquete de cigarrillos Peter
Stuyvesant. Una tesis de máster y una novela que reclama mi atención.
Viví en un apartamento de una habitación y media desde la que alcanzaba a ver
un poco del océano Índico, con nada más que una cama y algunas cajas de cartón
como muebles. Me pasé casi todo el tiempo tecleando en el «medio dormitorio»,
sentada sobre una alfombra en el suelo, con el portátil sobre una caja de cartón
cubierta con un pañuelo. Tenía libros apilados junto al rodapié de la habitación, el
escondite perfecto para las cucarachas.
Mientras fumaba cigarrillos le daba vueltas a la idea de que por fin llevaba un
estilo de vida de escritora pobre bohemia. Pero como orinar en un retrete exterior en
Alaska a treinta bajo cero, la realidad no era tan glamurosa como se suponía.
Presenté mi primera novela a varias editoriales a los veintidós años. Enviaba las
propuestas y los capítulos desde la sala de correo de la universidad. Había llegado el
momento de ser famosa.
Todas las editoriales me rechazaron.
A mitad de la veintena vivía en Chicago y a veces me iba a dar un paseo sola por el
centro. No tenía planes concretos. No tenía una meta. Tan solo deambulaba entre la
aglomeración de personas y fingía que mi vida iba mejorando, como el resto. Chicago
es una enorme ciudad radiante. Como Oz floreciendo sobre las praderas del Medio
Oeste.
Una noche llegué a casa sobre las diez de la noche tras pasar horas caminando
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sola por el centro. Tan solo… caminando. Una de esas divagaciones sin rumbo en
plan «¿Qué cojones estoy haciendo con mi vida?» que me dejaban más confundida
que al inicio.
Subí tropezándome escaleras arriba hasta la tercera planta, entré y comprobé mi
correo. Había un sobre remitido por mí: yo, escribiéndome a mí misma. Por aquel
entonces, cuando enviabas propuestas por correo convencional —que casi nadie las
aceptaba por email—, adjuntabas el sobre para que el editor pudiera enviarte una
carta de aceptación o de rechazo sin tener que pagar el sello.
Había puesto el nombre de la revista a la que había enviado mi historia al dorso
de la carta. Era una de las revistas más importantes de entonces.
Abrí el sobre con una sensación de vértigo, medio esperanzada, medio aterrada,
que me crecía en la boca del estómago.
Era una carta de rechazo estándar. La cuarta o la sexta o la octava o la décima o…
las que fueran aquel mes. Era incapaz de llevar la cuenta. Todos los relatos, y todos
los rechazos, se entremezclaban entre ellos.
No tenía ni idea de qué estaba haciendo con mi vida, excepto esto. Sabía que
quería esto. Aunque «esto» solo fuera una revista importante que me aceptaba algo.
Pero «esto» era un largo camino de rechazos y decepciones.
Es extraño, pero no recuerdo el nombre de la revista, ya que entre tanto ha
cerrado.
Sí recuerdo que me senté en el suelo de la cocina, abatida, con la carta estrujada
entre los dedos.
Con veintiséis años me desperté en la UCI tras dos días en coma y me diagnosticaron
una enfermedad crónica. Varios agentes rechazaron un libro nuevo no mucho tiempo
después. Uno de ellos expresó su indignación ante mi atrevimiento al comparar el
libro que les ofrecía con la obra de Robert Jordan o de George R. R. Martin, a pesar
de que la guía que había leído aconsejaba que te compararas con obras de éxito
comercial. Guardé las cartas de rechazo y me pregunté si alguna vez vendería un
libro. Quizá estaba loca. Quizá había renunciado a todo por nada.
Unos meses después perdí mi trabajo en un estudio de ingeniería y arquitectura de
Chicago. Y, unos meses más tarde, la relación con mi mejor amiga, antigua novia y
compañera de piso, terminó.
Acabé metiendo todas mis pertenencias en una camioneta de alquiler junto a un
par de generosos amigos y conduje mi vida hasta Dayton, Ohio.
Me sentía como si hubiera fracasado en todo. La vida era una ruina.
Comencé a vivir en la habitación para invitados en casa de un amigo,
desempleada, hasta el cuello de deudas médicas, y enfrentándome a una nueva
novela, de la cual había terminado tres cuartos.
Cuando abrí el portátil, la nota adhesiva me devolvió la mirada: PERSEVERANCIA.
En todo. En escribir. En la vida.
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Terminé el libro.
Había alcanzado un punto en mi vida en el que no sabía hacer otra cosa que no
fuera terminar el puto libro.
Un año después de que el anterior se cancelara me llegó otro contrato editorial, esta
vez uno que sí se hizo realidad. Libros en estanterías. Júbilo. Alegría. Fin de un largo
camino, ¿no?
No. Tan solo el comienzo.
Discusiones con mis editores sobre personajes blanqueados en las cubiertas de los
libros. Retrasos en las liquidaciones. El dinero deja de llegar. Entonces la editorial
cesa, vende todos sus bienes… incluidos mis libros y yo.
Tómalo o déjalo. Lucha contra este despropósito. Rabia.
Pura y absoluta rabia porque el trabajo al que había dedicado toda la vida para ver
publicado fuera ahora un «activo», una «propiedad», una baja de las prácticas
despreciables de este negocio.
Enfrento la situación. Persisto.
Firmo un nuevo contrato.
La especia vuelve a fluir.
Pero he perdido el gusto por la ficción.
Estoy en el bar en una convención de ciencia ficción. El año pasado gané siete mil
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dólares con mis obras de ficción. He pedido una bebida carísima que declararé como
gastos de trabajo, porque en unos meses probablemente pierda un treinta por ciento
de esos siete mil dólares en impuestos.
Mientras espero, escucho por encima a un autor de éxito autopublicado charlar
con un grupo de personas sobre cómo se puede conseguir un montón de dinero
autopublicando y sobre lo jodida que está la publicación tradicional. He oído esto mil
veces. Kickstarter es la clave, dice. Puedes financiar con antelación todo el trabajo y
generar ingresos. Se jacta de cómo le dio este consejo a muchos autores que se
conformaban con adelantos míseros, gente que recibía «esos adelantos de siete o diez
mil dólares», los cuales evidentemente eran muy poca cosa. Habla como un gurú de
autoayuda. Hace que escribir libros parezca un plan para hacerse rico de la noche a la
mañana.
Me termino mi bebida. No la derramo por su cabeza.
Recuerdo que esto es un juego de resistencia. Recuerdo que tanto los autores
autopublicados como los publicados de forma tradicional tienen el mismo puñado de
éxitos y el mismo gigantesco y patético lodazal que «el resto» reclamando algo de
atención en la larga cola.
Creo que he permanecido en la larga cola durante largo tiempo, pero cuanto más
hablo con otros escritores, más me doy cuenta de que todo ese esfuerzo —el
apartamento de mierda con el novio de mierda, los helados retretes exteriores en
Alaska, la lucha contra las cucarachas en Sudáfrica— no era ni el principio. No era la
parte en que las cosas se ponen interesantes de verdad.
Era conseguir el primer libro. Era tras el primer libro. Era enfrentarme al hecho
de que escribir es un negocio, y que las expectativas son destruidas muy a menudo, y
que las probabilidades de destacar son desalentadoras.
Es persistir en el juego después de saber de qué va esto. Después de que pierda su
brillo. Es persistir después de que todas tus esperanzas y aspiraciones se estrellan de
cabeza contra la realidad.
Ahí es cuando comienza. El resto de tu vida no era más que un calentamiento.
Quien te diga lo contrario está intentando venderte algo.
Anoche llegué de una convención en Detroit a las seis de la tarde y me quedé hasta la
una de la mañana poniéndome al día con los emails y preparando publicaciones para
el blog. Sigo trabajando en una empresa y también hago muchos trabajos como
redactora autónoma. Juntando todos estos ingresos gano casi noventa mil dólares al
año. Pero solo me he aproximado a esa cifra dos años. Hace seis meses despidieron a
la mitad de mi departamento. Estoy a la espera de que caiga el martillo en cualquier
momento.
En cualquier momento, todo arderá y tendré que comenzar de nuevo.
Estoy metida en otra trilogía. En dos, de hecho. Trato de no mirar demasiado las
cifras de mis ventas anteriores. Podría afectar a mi juego.
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Trabajo todo el tiempo.
En mi primera novela, God’s War, mi protagonista tiene un momento decisivo con
la antagonista del libro, la cual le dice: «No hay finales felices, Nyxnissa». Y Nyx
responde: «Lo sé. La vida sigue».
Lo sé.
Estoy recogiendo mis cosas al término de una charla que he dado sobre todo tipo
de temas a otros escritores, aspirantes a escritores y fans. Estoy agotada y exhausta.
Alguien del público se acerca y me agradece la charla sobre mi trabajo diario.
«Parece que tienes tanto éxito —dice—… tienes varios libros publicados y asistes a
convenciones».
Más tarde, alguien en el bar me comenta que cada vez que pincha en un enlace
parece que le lleva a una de mis publicaciones en el blog.
Yo no pienso que tenga éxito.
Pero me ha hecho recapacitar. ¿Cuál es mi medida del éxito? ¿Es el dinero? ¿Los
ejemplares vendidos? ¿O es el propio acto de la perseverancia, de no dejar de escribir
cuando todo el mundo te dice que no merece la pena y que deberías hacer de tripas
corazón y dejarlo?
Me di cuenta de que la perseverancia no era la meta final. Era el juego mismo.
Tenía todas las papeletas del mundo para dejarlo. Cualquier persona racional
probablemente lo habría hecho. Pobreza, desempleo, relaciones tóxicas, enfermedad
crónica, una editorial que cesó… Podría haberlo dejado. Podría haber dicho: «A
tomar viento todo».
Pero tras cabrearme por Internet o beberme una botella de vino o dar un largo
paseo en bici, vuelvo al teclado. Siempre. Siempre vuelvo.
La mayoría no.
No les culpo.
Así que cuando la gente me pregunta (en charlas, online, en el bar): «¿Qué se
necesita para ser escritor de éxito?», sé la respuesta. Hoy más que nunca, porque sé lo
que significa realmente. Sé que no es solo una palabra. Es un modo de vida.
Sé cómo es el éxito.
«Perseverancia», respondo.
Y me tomo otra bebida.
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Prepararé unas tortitas: sobre entrar y salir del
juego de la escritura
Bienvenida a hacerte oír en los espacios públicos: online, en papel impreso, incluso
en carteles publicitarios, si tienes suerte. Bienvenida a ser una mujer con opiniones
que circulan por la corte de la opinión pública. Por mi parte, he reivindicado en voz
alta mi opinión en Internet y en publicaciones en papel durante quince años, y las
cosas no mejoran cuando la burbujeante fosa séptica de Internet empieza a supurar
trolls de combate que sueltan amenazas de muerte y de acoso sexual. No, esto nunca
es fácil, pero en cierto punto, para mí, se volvió más sencillo de soportar.
Me di cuenta de que no estaba sola ahí fuera. Formaba parte de algo mucho
mayor, y mucho más importante.
Siempre habrá trolls, aquellos que te piden que te suicides, los que te dicen que
van a ir a tu casa a violarte y, acto seguido, que eres demasiado asquerosa como para
que alguien te folle. Te exigirán tus fuentes y que demuestres con abundantes pruebas
tu experiencia. Habrá hombres, sí, montones de hombres, que darán por sentado que
escribes géneros que no escribes, como si las mujeres solo escribieran sobre vampiros
y hombres lobo; menos oportunidades para ti, como mujer, de tener críticas;
compañeros en coloquios que comienzan conversaciones con: «No quiero ser sexista,
pero…», y cubiertas de tu libro de ciencia ficción descarnada que parecen un anuncio
de Tampax. Todo esto va a ocurrir durante una temporada. Y cada pocos años tendrás
que luchar por el respeto y ser escuchada por una nueva generación que no conoce tu
trabajo o tus credenciales y que por lo tanto te juzgan exclusivamente por el género y
la apariencia que un medio de comunicación ha determinado sobre ti. Y tendrás que
hacerte valer de nuevo.
Es una mierda. Es duro. Aunque si te quedas en la partida, te prometo que
acabarás siendo una experta en este juego. También avanzarás mucho en la escritura.
Y en los negocios. Ahí mejorarás. Te harás más dura y más insensible, y estarás más
cabreada, al mismo tiempo que te conviertes en una escritora mejor, más elocuente y
más respetada.
Pero también es agotador.
No juzgo a las mujeres que abandonan esta partida. Conozco a muchas blogueras
feministas de los comienzos de los blogs que cerraron el tenderete tras recibir oleada
tras oleada de insultos, acosos, amenazas y accidentes en la vida real donde «amenaza
de Internet», se convirtió en «amenaza en tu puta cara». Conozco a mujeres que
escribían ciencia ficción dura o fantasía épica que tiraron la toalla, o que se pasaron a
géneros como la fantasía urbana o el romance, mejor dispuestos hacia las mujeres
autoras. Conozco a mujeres que se encogieron de hombros y pasaron por ponerse
pseudónimos masculinos y de género neutro, mientras se reían de todos a sus
espaldas.
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Así que no te voy a decir que te quedes en este juego.
En vez de ello, te voy a decir que sé que es duro.
Y te voy a decir por qué, a pesar de toda la mierda, sigo aquí.
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carrera de escritora, la gente daba ciertas cosas por supuestas. Recuerdo que en una
fiesta prenatal me preguntaron si escribía libros infantiles. Descubrí que era difícil
incluso responder a aquello porque acababa de publicar una novela de ciencia
ficción-fantasía oscura sobre una cazarrecompensas bisexual que decapita a la gente
para ganarse la vida. Por supuesto, no tiene nada de malo escribir libros infantiles,
pero no pude evitar preguntarme qué habría supuesto aquella persona si yo hubiera
sido un tío.
Durante un tiempo me entusiasmó la idea del «feminismo del poder» o la popular
cultura del «apoyo», que pasa por ser el feminismo blanco mayoritario en estos
momentos. Simplemente teníamos que ser más listas, más rápidas, mejores. Teníamos
que pedir aumentos, exigir mejor trato. El sexismo era culpa nuestra, por caer en la
misoginia y actuar como si estuviéramos en desventaja.
Pero lo que gran parte de esa cultura del «apoyo» no reconoce es que, de hecho, sí
actuamos en situación de desventaja impuesta por los supuestos de quienes ostentan
el poder y que, por tanto, algunas pueden «apoyarse» más que otras. Si trabajo en el
sector del comercio y pido 10,50 dólares la hora en vez de 10 dólares, en la mayoría
de los casos estarán encantados de echarme y reemplazarme por otra desesperada que
acepte 10 dólares la hora. No hay competencia. Ese es el juego. Así es cómo está
organizado. Y esto sin mencionar cómo reaccionaría alguien a esa reivindicación si
eres una persona de color, o gay, o trans, o inmigrante, o tu actitud es demasiado
«arrogante» para cómo suponen que debería actuar alguien «como tú». En algunos
casos, ser «arrogante» no solo recibirá como respuesta la pérdida del trabajo o gestos
de desaprobación, sino violencia.
Puedes pelear todo lo que quieras para conseguir victorias personales, pelear para
ser la mujer «excepcional», pero siempre que haya opresión institucionalizada,
prejuicios y el rampante capitalismo desregulado que trata a las personas como
objetos de usar y tirar, eres una excepción, no la regla. Una sola victoria no significa
nada mientras la gente con poder (para contratarte y despedirte, para aprobar o
denegar tu crédito, o para ponerte una multa por velocidad) te mire a través de la
lente del racismo, del sexismo, de la homofobia o cualquier otro «ismo»
institucionalizado que han aprendido a través de relatos, vídeos, medios de
comunicación y de otros individuos con prejuicios.
No podemos llevar a cabo el verdadero cambio solas.
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enfrentaba a supuestos estúpidos sobre quién era, lo que quería, lo que escribía. Y no
era la única que a menudo estaba confusa por las expectativas de la sociedad en
contraposición a lo que yo deseaba.
Cuantas más mujeres leía, desde Margaret Atwood y Octavia Butler hasta
Charlotte Perkins Gilman y Toni Morrison, menos sola me sentía, y más comenzaba a
verme como parte de algo más.
Ya no se trataba de una mujer luchando contra el universo. Se trataba de todas
nosotras caminando juntas, gritando en un negro e inhóspito lugar que no nos
quedaríamos calladas, que no nos silenciarían, que no dejaríamos de expresarnos, que
no nos daríamos por vencidas.
Joanna Russ murió en 2011, el año en que se publicó mi primera novela, God’s War.
Recuerdo que estaba sentada mirando fijamente la pantalla del ordenador y
pensaba: «Oh, Dios mío, ¿y ahora qué?», porque todavía no me lo acababa de creer.
Ah, desde luego podía admitir y procesar la noticia de su muerte, pero todavía no
sabía qué significaba. Russ apenas había publicado desde finales de los años noventa;
estaba enferma y, sospecho, exhausta de este juego de mierda. Es duro. Es brutal. No
es divertido.
Pero, aunque llevaba un tiempo apartada del juego, había cierta confianza y
seguridad al saber que todavía estaba viva. Que su voz estaba ahí. Existía. Su obra
estaba disponible. No la iban a callar.
Me di cuenta de que, con su voz ahí, no sentía tanta presión para dar un paso
adelante.
Ella estaba ahí para hacerlo.
No era necesario que lo hiciera yo.
Pero, en aquel momento, miré mi libro en la estantería, el cual aún no había
vendido muchos ejemplares, ni había ganado premios. Tan solo era mi pequeña
novela de ciencia ficción feminista. Supuse que vendería tres mil ejemplares y
desaparecería.
No ocurrió.
Pero entonces no lo sabía.
Todo lo que sabía era que no había más Joanna Russ, y que yo iba a tener que
encontrar otra voz rabiosa, sincera, y que llamara a las cosas por su nombre para que
lanzase esa rabia al mundo.
Es fácil hacer como que esto no va contigo cuando se te ocurre. Es fácil señalar a
otros escritores y decir: «Oye, deberías hacer/ser esta voz», u «Oye, ¿por qué no
recogéis este testigo?», o «En realidad deberías…», o «Los escritores X, Y, y Z ya lo
están haciendo», pero lo cierto es que es un espectáculo muy duro, mucha gente sale
y entra, y nunca sabes cuánto tiempo van a estar por aquí.
Me di cuenta de que podía seguir haciendo como que no iba conmigo, y limitarme
a señalar a otras autoras que se dirigían sin tapujos al poder, porque desde luego que
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había muchas.
Pero había otra opción.
En vez de decir a los demás que dieran un paso adelante… Bueno… Yo podía ser
la que lo hiciera. Yo podía ser una de esas voces.
Porque, joder: he estado gritando en Internet durante diez años. ¿Qué son
cuarenta más?
En ocasiones no tengo muchas cucharas[1] para manejar este maldito juego. Padezco
una enfermedad crónica. Tengo que ir a trabajar todos los días. Tengo plazos de
entrega para libros y calendarios de promoción y asistencias a convenciones. Pero
algo que me enseñó la muerte de Russ fue que no puedes confiar en que la voz de
otras personas vaya a estar siempre ahí. A veces debe ser tu voz. En ocasiones, si
nadie más se dirige sin miedo al poder, o se arriesga a hablar en público sobre el Gran
Autorazo X, o dice «que le den por culo a mi carrera», entonces debes ser tú.
Hay algunos días en los que siento que grito a solas en una isla, como deben
sentirse las jóvenes escritoras cuando leen la última idiotez sobre que van a recibir
menos críticas, que van a tener menos tirada y que van a ser propuestas para menos
premios que sus compañeros.
Pero el hecho es que no estoy sola. Y ellas tampoco. Hay un enorme, apasionado
y enfurecido grupo de personas que no están contentas con el statu quo, y que de
forma activa protestan contra él; solo en Twitter sigo a casi trescientas. Hay grandes
comunidades de escritoras feministas, y escritoras que llaman a las cosas por su
nombre, mujeres y hombres y cualquiera a lo largo y fuera de ese continuo, que alzan
la voz.
También son más fáciles de encontrar hoy en día que hace veinte años, porque
existe Twitter, Tumblr, Youtube y plataformas sencillas para blogs. Acceso a lugares
donde pueden expresarse con mayor facilidad. Ya no me siento aislada, tirada en la
cama con un libro de Joanna Russ, tratando de fingir que no estoy sola y escribiendo
con rabia en un bloc de notas. Soy yo conectada a un diálogo activo con personas que
piensan parecido; incluso si a menudo discutimos entre nosotras en Twitter, y nos
criticamos nuestros argumentos de mierda, puntos muertos y gilipolleces.
Y a veces, cuando sus voces me reconfortan, me doy cuenta de que la mía
también debe ser reconfortante. Cuando puedo permitirme el riesgo, es mi
responsabilidad dar un paso adelante. Porque si la suficiente gente hace ver que no va
con ellos y fingen que es el problema de otra persona, entonces se convierte en el
problema de nadie, retrocedemos, desandamos esos diez pasos y volvemos a la casilla
de salida.
A veces asumen ellas el riesgo; a veces lo hago yo. Lo hacemos juntas. Nos
apoyamos entre nosotras. Discutimos entre nosotras. Lo que importa es darnos cuenta
de que no estamos solas en esto.
Por eso sigo en este juego. Porque comprendo que gran parte del troleo en
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Internet, los ataques personales, los actos pasivos y activos de opresión tratan de
sacarme fuera a mí y a la gente como yo. Tratan de crear un discurso protegido que
no me incluya a mí ni a la gente como yo. Y yo a eso lo llamo una mierda.
No os puedo garantizar, jóvenes escritoras, que las cosas vayan a mejorar. No voy
a fingir que no os van a trolear, acosar, amenazar u hostigar.
Pero lo que sí puedo prometeros es que no estáis solas en esta lucha. No os
expresáis solas, y vosotras y vuestro trabajo y vuestra voz y vuestra pasión existen en
un largo continuo de voces como la vuestra, que ha librado las mismas batallas que
vosotras libráis, y las cuales todavía están aquí, y todavía en esto.
Igual que tú.
Y no te culpo si es demasiado. No te juzgo por decirle a este género o a cualquier
otro que se vaya a la mierda. Pero si te quedas, junto a mí, y junto a todas las otras
mujeres y hombres y toda la fabulosa plétora de personas que se identifican de modos
distintos, comprometidas en reescribir el relato de lo que es la ciencia ficción, te
apoyaremos, te defenderemos, y lucharemos contigo.
Eso es lo que tengo para ti. En ocasiones no será suficiente. En ocasiones será lo
que te levante del suelo. Así que ármate. Prepararé unas tortitas. Y de vuelta al
trabajo.
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Lo que el marketing y la publicidad me enseñaron
sobre el valor del fracaso[2]
Trabajar en una agencia de marketing es como ser terapeuta. La gente acude a ti
porque saben que algo va mal y quieren arreglarlo. Irrumpen en tu oficina y dicen que
necesitan algo de ti: un folleto, un anuncio de radio o un nuevo logo. Algunas
relaciones con clientes no pasan de eso. En una agencia para la que trabajé tuvimos
un cliente que nos obligó a dar infinitas vueltas a un nuevo logo, acumulando miles
de dólares en horas facturadas. Al final, expuso los diseños a sus empleados para que
los votaran y descubrió que la mayoría prefería el logo antiguo. No entendían por qué
quería cambiarlo. Cuando se sentó y reflexionó sobre ello, él tampoco estaba seguro.
Los clientes acuden a ti porque las ventas son bajas, o porque ha aparecido un
nuevo competidor, o porque les han dicho que necesitan «una web» o «un anuncio de
radio». Y gran parte del tiempo te limitas a tomar pedidos y hacer esas cosas, incluso
sabiendo que no son el problema real. Es como ir a tu terapeuta y decirle que tienes
depresión, pero lo que realmente necesitas para mejorar es una chocolatina Snickers,
por lo que sería estupendo si te diera una, y te marchas tan contento. Tres meses más
tarde, te preguntas por qué todavía estás tan deprimido si el terapeuta te dio la
chocolatina Snickers que pediste, así que concluyes que el terapeuta es una mierda.
Siento un profundo y duradero amor por la publicidad porque reconozco su
potencial para modificar el comportamiento humano. Hasta ahora se ha explotado
para vendernos dispositivos, pero han sido campañas de publicidad las que han
disminuido la conducción en estado de embriaguez, ayudado a eliminar el hábito de
fumar (tras primero hacernos fumar) y conseguido que nos pongamos los cinturones
de seguridad. Lo que motiva a los humanos me parece apasionante. Descubrieron que
el motivo para que la gente dejara de fumar no fueron los anuncios contándote lo
terrible que era ese hábito; fueron los que dijeron que era terrible para tus hijos.
Todavía recuerdo cuando mi padre comenzó a fumar fuera de casa justo por este
motivo (lo cual llevó al primero de los tres intentos de dejarlo; al tercero lo logró). El
mensaje sobre «fumadores pasivos» llevó a más gente a dejarlo o a reducir el
consumo de cigarrillos que cualquier otra cosa. Pero obligó a los publicistas a hacer
numerosos estudios y sondeos, y, todo sea dicho, lanzar un montón de anuncios
malísimos que no funcionaban para descubrir cómo romper el hechizo de «guay» que
primero le habían imbuido al hábito de fumar.
Y eso lleva a otro de los desafíos divertidos de lo que hago: no vas a conseguirlo
a la primera, pero eso no significa que tus intentos sean fracasos.
Trabajé en una gran compañía de software que producía una ingente cantidad de
marketing por email. Hacíamos tanto que las exclusiones voluntarias se volvieron un
problema. Peor, tan solo el cincuenta por ciento de las campañas que creábamos
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conseguían algún tipo de respuesta. No el cincuenta por ciento de los emails
enviados, sino el cincuenta por ciento de las campañas. Eso quería decir que
podíamos enviar diez emails a cuarenta mil personas y solo cinco de esos emails
recibían algún tipo de respuesta; e incluso así, el número de respuestas con frecuencia
era de un dígito. Como organización de marketing cuyo éxito se medía en los
posibles interesados que pudiéramos pasar a ventas para hacer el seguimiento, esto
era atroz. Hubiera sido lo mismo que tirar una moneda al aire. Pero en vez de
deprimirme por estas estadísticas, descubrí que me fortalecían. Estudié las
comunicaciones que habían salido a diferentes mercados. Modifiqué las líneas del
asunto. Las hice más centradas en el consumidor. Identifiqué los puntos que
motivaban las decisiones de compra de los clientes. Me metí en un mercado
particularmente complicado, el de profesionales de ventas (los comerciales venden
cosas; te ven venir a un kilómetro de distancia) e hice un simple cambio. En vez de
usar una proposición de valor como «El producto X te ayuda a organizarte», lo
reposicioné como «El producto X te ayuda a organizarte mejor». No es que «El
producto X te convierta en una superestrella», es que «Sabemos que eres una
superestrella. Y con el Producto X, te convertirás en una megaestrella». Halagar
funciona en muchos mercados, pero especialmente bien con los comerciales. Tuve
que mandar un fracaso de email y dos emails reguleros para entrar en este mercado.
Tuve que probar y probar con el equipo antes de dar con el mensaje adecuado, pero
cuando lo conseguimos, fue profundamente satisfactorio.
El marketing utiliza los miedos y los deseos más profundos de las personas para
motivarles a tomar acciones. Lo que sean esas acciones depende por completo de la
gente que paga a los publicistas, y sí, mucho marketing está mal hecho. Pero el
motivo por el que la gente sigue pagando publicistas es porque los que lo hacen bien,
lo hacen muy, muy bien, y les llevó una extraordinaria cantidad de fracasos
conseguirlo. Por eso, en la agencia Wieden+Kennedy tienen en la pared una enorme
señal hecha con chinchetas donde pone «Fracasa de nuevo. Fracasa mejor». Nuestro
trabajo como publicistas es fracasar mucho para llegar a conseguir un gran éxito. Me
gustaría deciros que el cincuenta por ciento del fracaso se debía a que expandíamos
los límites y aprendíamos de nuestros errores, pero lo cierto es que en ese caso
particular buena parte del marketing que producíamos estaba motivado por el pánico.
El fracaso solo es útil cuando aprendes de él. El fracaso porque has entrado en pánico
y has lanzado mierda es simplemente fracaso.
Y esa es la mayor lección que trasladé del marketing a la escritura. Si voy a
escribir un fracaso comercial, debe serlo de un modo que me impulse hacia delante.
Si estoy fracasando al escribir ficción vampírica juvenil, entonces solo he aprendido
que no soy Stephenie Meyer. Podría haberlo aprendido sin haber invertido noventa
mil palabras en ello. Si voy a manufacturar un fracaso, quiero que fracase mejor. Así
abordé la escritura de mi primera saga de fantasía épica, que comienza con el libro
titulado The Mirror Empire. Como todos mis libros, es un desastre, pero es un
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desastre de un modo muy concreto. Me planteé crear un mundo de fantasía que nadie
hubiera visto antes, con sociedades de las que nadie hubiera oído hablar, y quería que
el villano no fuera menos que los protagonistas. Es una meta muy ambiciosa para
cualquier novela. Pero ¿iba a gustar igual que un libro de Stephenie Meyer? Es
posible que no. Ese no era su propósito.
No siempre escribo un libro con la intención de que guste.
No creo campañas de marketing para que gusten.
Creo obras para conmover e inspirar, y la mitad de mi trabajo para conseguirlo es
fracasar y aprender de ello, y fracasar incluso mejor la próxima vez. A diferencia de
las novelas, la comunicación de marketing como los emails, las páginas web o las
suscripciones por correo se pueden escribir bastante rápido, por lo que sé que este
proceso de vuelve a fracasar, fracasa mejor, puede funcionar al final. El problema es
que la industria editorial no te da doce fracasos para encarrilar un triunfo. La industria
editorial te da una oportunidad, quizá dos, y entonces de vuelta a las galeras de la
autopublicación o Kickstarter a demostrar que vales. Lo cual me parece bien, pero
¿en serio?
La industria editorial es una bestia disfuncional que todavía sigue operando con
los mismos periodos de liquidaciones, márgenes y anticipos que tenía ¿hace cien
años? Me encontré con el mismo problema en grandes compañías que insistían en
que el marketing siempre se había hecho de ese modo, siempre habían lanzado
mensajes directos y ¿por qué tendríamos que cambiar aunque la gente que compra
nuestros productos ha revolucionado la forma de comprar?
Dos grandes bestias. Titanics que puede que no tengan suficiente tiempo para
virar.
Debemos conocer a nuestro consumidor. Debemos ir a donde está. Debemos
adaptarnos o morir, y adaptarse requiere una increíble cifra de fracasos antes de
acertar en la combinación ganadora que permita a un organismo desarrollarse en un
nuevo entorno.
La evolución requiere cambio. Si no nos adaptamos, nos hundimos, morimos.
Somos como un panda sentado en solitario en el borde de un bosque de bambú
agonizante y al que ya no le queda nada para comer.
Algunos cambiarán. Otros no. Quizá porque, como el panda, no pueden. Esto es
todo lo que podemos y podremos saber. Pero para el resto, aquellos sin miedo al
fracaso, a fracasar más rotundamente y a fracasar mejor: puede que todavía tengamos
futuro.
Es un futuro que controlaremos. Un futuro que escribiremos. Pero no debemos
tenerle miedo.
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Asumir la responsabilidad al escribir historias
problemáticas
Asumir la responsabilidad de las palabras que pongo sobre el papel fue una lección
que aprendí pronto. Escribí un relato la segunda semana del taller de escritores
Clarion, un campamento intensivo de seis semanas muy exigente con los autores y
bastante bueno para desmontar su prosa a fin de que los puntos débiles salieran a la
luz. La escena inicial del relato presentaba a un chico moribundo, torturado y que
había sufrido abusos, cubierto de sangre y semen. Como acto de misericordia, ya que
están a semanas de recibir ayuda en medio de un inhóspito desierto, el oficial al
mando le abre la garganta y le abandona para que muera.
Por varias razones, el tutor de escritura de aquella semana la tomó con esta
historia. Dijo que adolecía de déficit de imaginación y que debía tener en cuenta lo
que estaba dispuesta a entregar para el consumo público. «Como escritores —dijo—,
debemos asumir la responsabilidad de las imágenes que ponemos en el papel».
Mi reacción ante esta crítica fue revisar el relato y eliminar todas las partes
ofensivas. Evisceré la historia, dejando apenas un cascarón de lo que era. Uno de mis
compañeros lo comparó a cortar las partes irregulares de una geoda y alisarla hasta
convertirla en una brillante esfera sin facetas. Lo que debería haber hecho en vez de
aquello era transformar las partes espinosas en verdaderos ganchos, y añadir unos
cuantos puntos mientras suavizaba los bultos feos. En vez de ello, le saqué las
entrañas a la historia del mismo modo que lo había hecho con los personajes, y acabé
con un relato que no solo no era ofensivo, sino que no conseguía evocar emoción
alguna en nadie.
Si iba a escribir una historia problemática, tenía que arreglarla o asumir la
responsabilidad.
Paso mucho tiempo hablando en conferencias sobre las responsabilidades de ser una
autora, y sobre cómo lo que ponemos en el papel puede significar algo muy personal
para alguien. Pasé una absurda cantidad de tiempo leyendo libros de investigación,
buscando de todo en Internet, escudriñando relatos de cosas en primera persona y
evaluando mis propios prejuicios, y sabéis, a veces todo esto puede volverse
agotador. A veces pierdes el norte. A veces te olvidas de por qué lo haces.
Y a veces, como todo el mundo, meto la pata. Escribo una historia problemática
que no puedo arreglar.
Tras una de mis intervenciones en la Convención Mundial de Ciencia Ficción de
2012 en Chicago, una lectora se acercó a decirme que había escogido mi novela
God’s War para su club de lectura. Resultó que, según me dijo, en este había cierta
cantidad de hombres gays, y varios de ellos se ofendieron cuando uno de mis
personajes principales (y el único personaje gay del libro) muere a un tercio de
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terminar la novela.
Porque, claro, el gay siempre muere[3].
Cuando llevaba tres cuartos de la novela me di cuenta de este particular y
problemático tropo. La escasez de personajes gays en la ficción convencional a
menudo lleva a personas bienintencionadas a introducirlos como secundarios para
después eliminarlos sin tener en cuenta la larga tradición de matar a propósito a
personajes gays de la ficción tan solo por serlo. Mostrar el final trágico de un
personaje gay servía para sostener el orden social percibido en la cultura occidental:
si vas a ser gay, la cosa puede acabar de forma trágica. Mejor amoldarse.
Una vez que me di cuenta de lo que había hecho, reorganicé todos mis personajes
para tratar de reescribir una salida al problema sin matar la historia. Ya había
finalizado el primer borrador por entonces y no conseguía descubrir un modo de
reescribirlo sin reestructurar por completo otro personaje o añadir a alguien más.
Sabía que la muerte del amigo gay era un cliché habitual, por lo que, si no podía
eliminar la muerte, por lo menos podía mejorar la representación de personajes gays
(ya tenía un buen número de mujeres lesbianas y bisexuales en el libro, pero este
tropo se resistía). Escribí una escena en la que él y su novio se encontraban y
discutían qué iba a ocurrir con ellos ahora que él tenía que esconderse ya que los
sicarios bel dame del país les perseguían. Traté de descubrir otras menciones a la
homosexualidad masculina en el mundo. Como me había deshecho de tantos
personajes masculinos enviándoles a la guerra como parte del concepto del libro, me
parecía que si trataba de meter con calzador a alguien parecería forzado.
Y aunque me quedé allí charlando con la lectora sobre todas las cosas que había
tratado de hacer en este y en libros posteriores para mitigar aquella muerte
problemática, el hecho es que el tipo gay muere de todas formas. Seguía cayendo en
el estereotipo. Y ese estereotipo aún hace daño a la gente.
Me encantaría ser uno de esos escritores que dicen: «Oye, ¡es un mundo brutal!
¡Todos acaban igual de destrozados y asesinados!», pero eso no es cierto realmente.
Es como si alguien dice que el motivo por el que todos sus personajes femeninos son
pasivas damiselas a las que violan y que existen para ser salvadas por el héroe es que
su novela es «realista».
¿Como qué? ¿Realista en qué mundo? Y, ¿te has olvidado de que escribes
fantasía?
A veces las cosas ocurren en un libro porque esa es la razón de ser del libro. A
veces también ocurre que el personaje que debe morir es gay. El problema viene
cuando es el único gay en el libro. El problema viene cuando lees muchos libros y el
único personaje gay es el que muere en cada novela.
Entiendo que mi trabajo —y el de cada autor— no se lee en el vacío. Tenemos
que cuestionar lo que hacemos y ser conscientes de cómo se puede leer en un
contexto más amplio. Y aunque para mí fue un puñetazo en el estómago que me
recordaran que ver a otro hombre gay sacrificado en aras de la historia de otra
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persona hiere a la gente, no me duele tanto como a la persona que de hecho lo ha
leído por tercera, cuarta, o quinta vez y tiró el libro por la ventana porque, joder, ¿por
qué cojones muere siempre el tipo gay?
De ahí la exigencia, tanto a otros escritores como a mí misma, de cuestionar
estereotipos y de esforzarnos por comprender cómo el trabajo puede ser leído en otros
contextos. Porque lo que hacemos tiene la capacidad de inspirar y deleitar, o de herir
y frustrar. A veces en la misma medida.
Muchas veces fallo en esto, como he demostrado con el ejemplo. Me encuentro
cometiendo los mismos errores que los demás. No hay excusas, y solo puedo intentar
hacerlo mejor la próxima vez y asegurarme de que, cada vez que emplee un tropo, sea
muy consciente de que lo estoy haciendo por una buena razón que todavía soy
incapaz de soslayar porque carezco de la habilidad o la práctica para ello. Porque,
aunque nuestras historias sean ficción, las personas que las leen no lo son.
Así que ahora quizá te preguntes: ¿Y si al quitarlo destroza mi relato, del mismo
modo que tú mataste al tuyo en el taller de escritura?
Cómo responder cuando alguien nos dice que un tropo o una historia es
problemático, o que debemos asumir esa responsabilidad, es de vital importancia. No
siempre quiere decir «Quémalo». Significa que esta pieza falla y hay que
planteárselo. Y si estás dispuesto a vivir con esa pieza fallida, implica admitirlo, decir
sí, sé que hiere a personas, y lo reconozco. ¿Estás dispuesto a eso? Más tarde, hubo
ocasiones en que estuve dispuesta a poner cosas en mis novelas (el abuso de un
joven, un violento agresor) que sabía que suscitarían el rechazo de muchos lectores y
podían contribuir a un problema más general de representación. Pero me parecía que
eran vitales para la historia; eliminarlas habría convertido el relato en una brillante
canica sin caras.
Los escritores gritan: «¡Censura!», cuando los lectores y los críticos señalan este
tipo de problemas, pero la realidad es que los escritores pueden escribir lo que
quieran. Tan solo deben asumir la responsabilidad que conlleva. Deben ser capaces
de dormir por la noche sabiendo a qué han contribuido sus decisiones y qué mundo
están ayudando a construir.
Por lo tanto, ¿qué mundo estás dispuesto a construir? ¿Cómo dormirás por la
noche? Son preguntas que deberías hacerte cada vez que pulsas una tecla.
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Desentrañar el mito de «los escritores de verdad
tienen talento»
Hace unos años di una clase de escritura publicitaria, algo que no hago por norma
general. Las aulas no están hechas para mí. Las apariciones públicas son agotadoras,
y dar una clase te implica completamente. Después estás tan exhausta que necesitas
recuperarte durante una semana y volver a empezar de nuevo.
Pero lo que me encantó de esta oportunidad fue que pude impartir algo de
sabiduría a la gente sobre cómo ganar dinero escribiendo. Cuando empecé con el
marketing y la publicidad, una de las cosas que me sorprendieron fue que nadie había
pensado en decirme que podía escribir textos para ganarme la vida y… de hecho…
vivir con ese dinero. Siempre era: «Oye, puedes enseñar inglés, o ser camarera, o
realizar trabajos administrativos mientras escribes tus libros y conformarte con ser
pobre».
Resulta que vender cosas con palabras es una habilidad que nuestra chiflada
cultura consumista valora muchísimo.
Muy pocas personas pueden comunicar bien, y menos todavía por escrito. Yo
tenía la ventaja de que, en mi adolescencia, ya había empezado a teclear frases
resueltamente, por lo que, a mediados de la veintena, tenía cierto rodaje con mis
habilidades que podía aplicar a ese trabajo.
Cuando empecé a redactar mis primeros textos, no estaba muy segura de lo que
hacía. No había recibido preparación. Iba a tientas, a menudo acudía a grandes
campañas comerciales que me gustaban (¡Chipotle!) y estudiaba sus técnicas.
Siempre que me daban algo para escribir que no había experimentado antes
(¡Publicidad radiofónica! ¡Publicidad televisiva! ¡Biografías!) recurría a Google y
leía ejemplo tras ejemplo, del mismo modo que leía libros para tener una idea de
cómo escribir uno.
De hecho, no empecé a sentir que realmente sabía qué demonios estaba haciendo
hasta los últimos años, cuando entré a trabajar en una empresa internacional. Esto
tuvo que ver con un par de cosas: la enorme cantidad de trabajo, y el hecho de que
analizábamos la efectividad de cada campaña.
Escribir tantas piezas —y ser capaz de ajustar algunas posteriores al mismo
público si las cifras no eran buenas— tuvo un profundo efecto en cómo me veía como
escritora. Antes de aquello escribía cosas, las lanzaba ahí fuera y esperaba que algo
funcionara. Y mucha gente me comentaba: «Vaya, tiene buena pinta», porque la
mayoría de ellos tampoco tienen ni idea de escribir.
Sin embargo, una de las cosas más valiosas para mi carrera fue dar aquella clase
de escritura publicitaria. Estoy completamente convencida de que se puede enseñar a
escribir porque, en esencia, la forma escrita básica es solo una fórmula, y las fórmulas
se pueden enseñar. Y las personas que tienen dificultades deben trabajar mucho más
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duro.
Para hacerlo tuve que descubrir mi propio proceso y luego comunicarlo a otras
personas. Me obligó a ver con ojo crítico algunas de mis campañas publicitarias
preferidas, y averiguar por qué algunas funcionaban y otras no. También leí más a
buenos escritores publicitarios. Leerles me dio formas de hablar sobre cosas que ya
hacía, pero para las que no tenía nombre.
Los anuncios son en realidad fórmulas simples: Promesa (¡Serás feliz si compras
Coca-Cola!), Prueba (¡Toda esta gente es feliz y bebe Coca-Cola!), Precio (¡Un pack
de doce por 4,99 dólares! ¡Y además un cupón de descuento de 1 dólar!). O,
Problema (¿Tienes acné?), Solución (¡Podemos curar tu acné!), Llamada a la Acción
(¡Llama hoy a 1-800-ACNE!). Me atrevería a asegurar que todos los anuncios de
éxito siguen este tipo de fórmula (con algunas variaciones en la extensión, como
añadir más pruebas), pero no era algo que me enseñaran de forma explícita, era algo
que había absorbido con la práctica constante. Recuerdo la revelación que supuso
darme cuenta de que existían nombres para todo esto. Quizá debería haber dedicado
un tiempo a estudiar cómo ser redactora publicitaria antes de comenzar a escribir
publicidad, pero si miro atrás, a mi época escolar, no puedo recordar ni una sola clase
que enseñara redacción publicitaria. Tan solo era algo que se suponía que aprenderías
por tu cuenta, o no. Que viene a ser como pedirle a alguien que simplemente
«aprenda por su cuenta» álgebra.
Estudiar a publicistas y enseñar lo aprendido a otras personas me ayudó a
codificar mi propio proceso, por lo que cuando un proyecto me agobiaba, o le daba
vueltas erráticamente, podía volver a lo básico. Tuve esta sensación la otra mañana
cuando me senté a redactar un nuevo email para el mismo producto, para el mismo
público. Estos emails han funcionado bien, pero enviarles lo mismo que ya han
recibido no va a conectar con la gente que no lo hizo en el anterior mensaje. Me di
cuenta de que tenía que volver de nuevo al principio del proceso (investigar el
producto y el público objetivo), para tratar de ver nuevos enfoques al mismo material.
Tienes que buscar los puntos críticos (el problema) y los beneficios del producto (la
solución) y pensar nuevas e interesantes formas de comunicarlos de un modo que sea
persuasivo.
Es un reto, y me gustan los retos.
La experiencia de enseñarme a escribir textos de marketing es uno de los motivos
por los que siempre me exaspera cuando la gente me dice que escribir no se puede
enseñar; que lo tienes (donde «lo» es el talento o algo así) o no.
Lo cual es básicamente una gilipollez.
El otro día leía un blog de «aspirantes» a escritores donde soltaban un rollazo
quejándose de que no tenía sentido escribir porque hay muchísima gente en el mundo
con más talento que ellos, y que tendrían que trabajar durísimo para ser siquiera la
mitad de buenos, y yo en plan «Sí, ¿y? Te toca trabajar duro. Asúmelo y ponte manos
a la obra».
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Porque cuando oigo hablar de «talento», lo que interpreto es que quieren decir
que a algunas personas les resulta más fácil escribir que a otras, y que eso significa
que solo deberían intentarlo aquellas para las que es «fácil». Sin embargo, muy a
menudo, el «talento» existe porque: 1) esa persona disfruta escribiendo, lo ha hecho
durante muchos más años que los demás. De forma muy ocasional significa: 2)
descubrir cómo escribir un libro les ha costado muy poco esfuerzo porque tras unos
pocos intentos han interiorizado la forma con facilidad.
Todos nos hemos encontrado con gente para la que la clase de matemáticas es un
paseo o que se sientan al piano y pueden tocar en pocas semanas lo que a otros les
lleva años. Pero miro las carreras de mis colegas y compañeros, y lo que veo es
muchísimo trabajo duro. Millones y millones de palabras de trabajo duro y disciplina.
¿A algunos autores les resulta más fácil que a mí escribir cosas extraordinarias o
terminar un libro? Desde luego. Pero ¿sabes qué quiere decir eso? Que tengo que
trabajar más duro para ser igual de buena, o igual de rápida, o para escribir una frase
mejor. Y en vez de verlo como un obstáculo en el camino, o algo desalentador, lo veo
como un gran reto.
Y me gustan los retos.
Recuerdo que, cuando vivía en Chicago, recibí una carta de rechazo de Ellen
Datlow, la por entonces editora de la revista Sci Fiction, y una de las editoras más
importantes en este campo. Había sido un día muy largo, me deslicé hasta el suelo de
la cocina y lloré desconsolada. Estaba tan cansada. Tan, tan cansada de escribir una
historia tras otra. Más tarde descubriría que el problema con mis relatos era que en
realidad no me gustaba la ficción breve, y no había leído muchos. Eso hacía que
escribirlos me resultara un poco difícil, y además no tenía el suficiente «talento
natural» para aprenderlo tras leer unos cuantos. Pero al cabo de muchos, muchos
años, vendí varios relatos. Y después algunos libros. Porque no me tomé cada rechazo
como un golpe contra mi «talento» inherente. Me los tomé como una señal de que
debía trabajar más duro.
Muchísimo más duro.
Hoy en día puedo redactar un email de marketing bastante decente, pero tuve que
escribir casi mil para llegar a ser así de buena. ¿Y novelas? God’s War fue la tercera
novela que traté de vender y la novena que escribí, y fue rechazada y cancelada en
varias ocasiones. Cuando hablo con otros autores y descubro que vendieron el primer
libro que escribieron (o, mi historia preferida sobre autores: «Se me ocurrió esta idea
para una novela cuando estaba colocándome con mis colegas, la escribí en un año
más o menos, ¡y un editor me pagó un anticipo de cinco ceros por ella! ¡Menuda
pasada!»), quiero golpearme la cabeza contra el escritorio.
Pero lo cierto es que escribir un libro que a mí me parecía bueno y que un
editor/el mercado pensara que valía la pena me llevó un montonazo de tiempo. Y
muchos fracasos. Fracasos continuos. Y cada vez que fracasaba me cabreaba con el
mundo, lo superaba y lo intentaba con más empeño.
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Porque solo fracasas realmente cuando te rindes.
Así que cuando leo elucubraciones sobre el talento y sobre cómo algunos
escritores «lo tienen» y otros no solo pongo cara de impaciencia, porque suena a algo
que dirías para desanimar a la gente; peor aún, suena a esa idiotez antigua de «lo lleva
en la sangre», como si el éxito literario estuviera basado en la genética.
Doble gilipollez.
Si hubiera abandonado la redacción de textos publicitarios tras mi primer email, o
le hubiera dicho a mi jefe: «Lo siento, no sé escribir anuncios radiofónicos. Tienes
que contratar a otra persona», no estaría donde estoy en mi trabajo.
Si no escribes bien, supéralo.
El mundo está lleno de gente que escribe mal pero con pasión, y de otros que
pueden pergeñar buenas frases, pero sin sentimiento detrás. Todo lo que tienen en
común es que no se rinden cuando la gente les dice que son escritorzuelos sin talento.
Y ambos tipos de autores tienen su público.
Creo que la escritura puede enseñarse —por eso di aquella clase de redacción
publicitaria—, pero también debes querer ser buena. Si me dijeras: «Me gustaría ser
un buen abogado, pero no tengo talento para ello», entonces te contestaría que en
realidad quizá no quieres ser abogado. (Si argumentas que no tienes dinero, eso ya es
otro asunto).
O lo quieres, o no. O le dedicas tiempo, o no.
Así que no me digas que no eres «tan buena» como Margaret Atwood, Elizabeth
Bear o Mary Renault.
Desde luego, es probable que no seas «tan buena» como alguien que lleva
escribiendo una década, dos décadas, seis décadas más que tú, cada día, a menudo
hasta el punto de enfermar.
No me digas que no tienes talento, o que alguien tiene más. Eso es solo una
excusa. Si es lo que quieres, supéralo y trabaja más duro. Porque de eso va este
asunto.
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Algunos hombres son más monstruosos que otros:
hombres y monstruos en True Detective
A los dieciséis años, salí con un tipo que tenía el síndrome de virgen/puta. Por aquel
entonces yo no sabía de qué se trataba, ya que era una joven de pueblo donde
denigrar a las mujeres como zorras o putas era bastante habitual. O eras «la clase de
mujer con la que se casan los hombres», o eras… bueno, con toda probabilidad una
zorra. Todo lo que sabía es que cuando hablaba de mí, decía que era una especie de
diosa transformativa, superior a todas las mujeres (más lista y más atractiva), y que
las demás mujeres de las que hablaba eran guarras o putas. Faltaba el respeto a su
madre y a su abuela; se peleaba con ellas a gritos y las denigraba. No tenía amigas.
Me pareció un pobre chico que había sufrido abusos, mal encaminado y demasiado
listo para su propio bien.
Los chicos que reaccionaban de forma violenta debían tener nuestra compasión y
nuestra simpatía. Simplemente habían tenido una vida dura. Tenías que empatizar con
ellos, y yo podía, desde luego que podía, porque el mundo estaba repleto de historias
de hombres que habían pasado por situaciones duras, y que atacaban a otras personas
por ello. Tenía un puñado de excusas, igual que él. Teníamos el relato en la televisión,
en las películas. Los hombres te perseguían, te gritaban y se enfadaban contigo
porque te querían. Los hombres eran agresivos, quizá, incluso… porque te querían.
Conocemos esta historia.
Sin embargo, lo primero que me molestó de verdad fue que se burló de una
antigua amiga mía porque estaba gorda. Esto puede parecer raro en esa situación.
Pero el motivo por el que me irritó fue porque mientras la describía despectivamente
como la «novia gorda» de otro hombre, no pude evitar fijarme en que, de hecho,
estaba más delgada que yo.
Sus extremos elogios hacia mí no tenían nada que ver conmigo: recrearme como
una diosa particular era su modo de justificar su relación conmigo. Porque si todas las
mujeres eran guarras y putas, el hecho de que tuviera una relación con una mujer
debía significar que yo era otra cosa. Algo más. Así que me transformó en algo que
no era: una imagen perfecta de la femineidad. Una diosa coronada.
Pero ay de la diosa que caiga.
No hace falta decir que yo no era una imagen perfecta de la femineidad, y nunca
lo he sido. Todo comenzó a irse a pique como siempre, cuando estos tipos comienzan
a apartarte de la familia y los amigos. Al mudarnos para vivir juntos a cinco horas en
coche de la ciudad donde residían nuestras familias, las cosas se pusieron muy feas.
No es que antes fuera para tirar cohetes. Traté de cortar con él tres veces durante los
dos años de nuestro noviazgo previo a ir a vivir juntos, en una ocasión porque me
engañó con otra, y en dos ocasiones por estallidos temperamentales y gritos. Pero
entonces llegaban los lloriqueos, las disculpas sobre lo imperfecto que era y que yo
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era una diosa, y que por favor le diera otra oportunidad…
En cuanto nos fuimos a vivir juntos estos cambios se volvieron más extremos.
Peleábamos a gritos. Tiraba cosas. Comencé a engordar y a llevar ropa desaliñada,
con la secreta esperanza de que ello le hiciera romper conmigo. Como no funcionó,
una vez le golpeé en el hombro durante una pelea, esperando que me devolviera el
golpe y así tendría una justificación para marcharme. Me planteé el suicidio;
cualquiera cosa con tal de salir de aquello.
Al final, se alistó en el ejército como represalia contra su abuela. Ella le había
dejado de enviar dinero para la universidad. Aquella ruptura me dio la oportunidad de
llamar a mis padres y volver a casa. Cuando volvió del campamento militar,
quedamos de vez en cuando durante semanas. Tratábamos de «ser amigos». Aquello
no funcionó y comenzaron las amenazas.
Así que comprendo los problemas inherentes de ser la diosa de alguien. En parte,
es esta empatía lo que hizo que la primera temporada de True Detective me resultara
tan cautivadora. Nos invita a un viaje a través del pobre y rural Sur de los años
noventa —cuando yo era adolescente—, siguiendo a una extraña pareja de policías
que rastrean a un asesino en serie ocultista que tiene como objetivo a mujeres y niños.
El primer cuerpo que descubren es una mujer a la que han colocado una corona de
astas de ciervo construida por el asesino. Pude adivinar hacia dónde iba a parar todo
esto.
Estoy muy quemada con las series de asesinos que muestran una y otra vez
mujeres muertas, pero me intrigó lo insólito del asesinato inicial junto al curioso
bromance de la pareja interpretada por Woody Harrelson y Matthew McConaughey.
En esta serie hay ciertos elementos dignos de elogio desde el punto de vista
narrativo. Salta entre acontecimientos que ocurren en 1995, 2002 y 2012 de un modo
muy bien hilado. El guion es excelente. Incluso series de televisión que me parecen
«excelentes» no tienen esta ambición narrativa. A diferencia de la televisión
tradicional, e incluso de otras series de la propia HBO, True Detective confía en que
los espectadores unirán los puntos; nos invita a dar un salto de fe.
Me agradó ver un poco de mi propio humor negro en el carácter introvertido y
pesimista de Rust, interpretado por Matthew McConaughey, pero el personaje que me
hizo reír fue Marty, interpretado por Woody Harrelson.
¿Por qué Marty? Porque, como le dije a mi cónyuge durante el primer o segundo
episodio: «¡No me jodas! ¡Yo salí con ese tío!».
Mi cónyuge puso la apropiada expresión de horror, porque una cosa es escuchar
lo que alguien te cuenta, y otra cosa muy distinta es verlo. Ver a Marty incorporar a la
perfección distintos aspectos de su vida, contando mentiras sobre cómo vive y su
moral, creyéndoselas mientras retoza con jovencitas, y colocando a su mujer en un
pedestal me causaba una catarsis muy extraña, porque era una confirmación de que
este tipo de personas existen, y son, de hecho, un tipo de monstruos.
True Detective es un bromance hasta el tuétano. Si crees que no es un romance, te
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desafío a que veas la escena final en el cubil del monstruo, donde Marty va hacia
Rust y le acuna en su regazo, y entonces me dices que no es una mierda romántica de
esas griegas. Es una historia de hombres incapaces de vivir en la misma sociedad que
pretenden proteger.
Pero, al contrario que Marty, Rust es consciente de su monstruosidad. Entiende
que debe convertirse en el mal para combatir el mal.
Marty sigue pensando que su comportamiento es normal, y que se le recompensa
por ello. Al final, incluso recibe un perdón parcial de su familia durante una tibia
reunión en la habitación del hospital.
El fallo de True Detective es el mismo que el de sus héroes: el fracaso de no
empatizar con las propias mujeres y niños que estos hombres insisten en que deben
proteger de otros hombres mucho más monstruosos que ellos mismos.
La incapacidad de Marty para trazar esta línea (por si no quedaba clara antes) se
hace evidente al final de la serie, cuando termina follándose a la antigua prostituta de
dieciséis años a la que le había dado unos cuantos cientos de dólares para ayudarla a
dejar esa vida. Rust dijo sarcásticamente en aquella ocasión: «¿Es un anticipo?», y
desde luego, es lo que acaba siendo.
La serie se muestra muy comedida con Marty cuando, hacia el final, presenta a la
chica como la instigadora de esta relación. No tiene los cojones de hacer que sea
Marty quien la persiga, aunque hubiera sido una elección narrativa mucho más
acertada. No me sorprendería que hubiera sido el propio Harrelson quien lo reescribió
para que Marty fuera más agradable, presentando a la mujer como el problema
principal. Al perpetuar esta narración de la atractiva instigadora, a Marty se le
representa como un crío irresponsable que no puede resistirse a las tentaciones de una
antigua prostituta de veintitrés años. Pero ¿qué tío puede controlar su polla?
(Contrapunto: ¡El agente Cooper de Twin Peaks![4]) No obstante, a pesar de lo mucho
que tratan de soslayarlo, el texto sigue ahí. Las mujeres en la vida de Marty son
vírgenes y putas: su mujer y todas las demás.
Cuando pierde los papeles con la amante por contarle a su mujer su aventura, se
muestra su verdadera naturaleza. Incluso más que cuando trata de controlar con quién
queda su amante e irrumpe en su casa sin avisar para pegar una paliza al hombre con
el que está, es la conversación telefónica donde dice: «¡Voy a reventarte la puta
cabeza!» lo que realmente le quita la máscara de afable hombre de familia para
revelar al iracundo y venenoso monstruo que hay debajo.
Por el contrario, Rust comprende sus impulsos oscuros. Curiosamente, su
trasfondo no era una mujer frígida, sino una hija frígida; esperaba cierta pereza
narrativa al contar cómo su familia se había ido al traste, pero en cambio, en vez de
hablar de la incapacidad sexual de la mujer, se explica que perdió a la hija en un
accidente. Cuando se descontrola y se convierte en el terror, reconoce que no sirve
para relacionarse con cada mujer y niño que trata de proteger del asesino en serie.
No se hace ilusiones de lo que es.
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Que parezca comedido no le hace menos monstruoso. Esto está representado con
brillantez una y otra vez, pero sobre todo en su pelea con Marty, cuando deja que este
le pegue una buena paliza hacia el final de la serie. Años atrás, cogió a Marty por las
manos y le dijo que se las rompería, y ahora le sujeta los muñecas, con expresión
decidida, y sabes que va a cumplir su amenaza. Sabes que le va a romper las
muñecas. Ves que no va soltarlo. Ves al monstruo en sus ojos. Sabes que Marty no
podrá sostener un arma nunca más. Entonces otro grupo de hombres aparta a Rust, y
Marty conserva las manos.
Monstruos peleando con monstruos.
Tampoco nos engañamos después de ver el caótico tiroteo cuando Rust se une a
una banda de moteros para asaltar la casa de un traficante de drogas en un barrio de
negros. Lo que comienza siendo un robo se convierte en un tiroteo que aterroriza a
una comunidad entera a medida que se extiende por todo el barrio y la policía hace
acto de presencia. Aunque se le concede el momento de «salva al gatito» cuando
ayuda a un joven en la casa donde están robando, al que le dice que se quede en
silencio en la bañera en vez de dispararle, y aunque trata de incapacitar en vez de
asesinar con brutalidad a los vecinos cuando intentan defenderse, está claro que sabe
con exactitud qué es y de qué es capaz.
Siempre he tenido cierta obsesión con los monstruos que deambulan entre
nosotros. En especial los que la sociedad justifica y apoya. Me interesa el discurso
narrativo en el que para combatir a los monstruos debes, por necesidad, convertirte en
uno.
Rust y Marty van por la vida rengueando, tratando de encontrar un modo de vivir
como monstruos ocasionales en una sociedad civilizada, pero, al final —como se ve
en el breve y cómico, aunque un tanto triste, resumen de sus vidas en el presente,
justo antes de su última pelea—, han fracasado.
Marty está sentado en casa cenando comida basura frente a la televisión,
divorciado y apartado de sus hijas. Rust se ha pasado siete años trabajando en un bar
cuatro días a la semana, borracho perdido los otros tres. Todo lo que saben hacer es
combatir monstruos, porque los conocen. Los entienden. Es algo único para pelear
contra ellos.
Porque son monstruosos.
A menudo digo que hay una diferencia entre una serie que muestra la misoginia y
una que lo es. Mad Men muestra la misoginia. Por desgracia, True Detective es
misógina. Representa el mundo desde el punto de vista de sus héroes monstruosos,
por lo que no debería ser ninguna sorpresa que acabe siéndolo. Pero esto es lo que,
para mí, marca la diferencia:
La mujer de Marty, Maggie, trata de dejarle una y otra vez. Pregunta a Rust si
Marty tiene alguna aventura. Rust sabe que sí, pero protege a Marty (recordad, esto es
un bromance). Al final, la amante se presenta, así que coge sus cosas y deja a Marty
durante unos meses.
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Pero conozco a Marty. He salido con Marty. Conozco su modus operandi. Y
tienen hijas. Las hijas complican las cosas.
Vuelve a recuperarla. Se arrodilla. Le dice lo que ella quiere oír y se disculpa.
Hace pequeñas concesiones. Van a terapia. Deja la bebida. Pero cuando sus hijas
crecen, vemos aflorar otra vez su naturaleza controladora; le da una paliza al joven
que se está acostando con su hija. La llama puta. Critica su forma de vestir en una
divertida escena en la que ella le dice con la voz altanera de una adolescente
disgustada: «No puedes controlar lo que se ponen las mujeres, papá».
Y, años después, tiene otra aventura. Esta vez, Maggie lo sabe. Esta vez, llama a
Rust de nuevo para que se lo confirme. Rust vuelve a fingir ignorancia.
Maggie sabe que necesita dejar a Marty. Sabe que necesita un argumento mayor
que el de «tienes una aventura», porque se da cuenta de lo que va a ocurrir. Marty se
arrodillará. Se disculpará. Pondrá excusas.
Pero hay algo por lo que él no va a pasar: que un hombre toque lo que él
considera suyo. Ella se ha pasado toda la vida peleando con este monstruo. Le conoce
íntimamente. Comprende lo que debe hacer para vencerle. Así que comienza una
aventura. Trata de ligarse a un hombre en un bar, pero es demasiado impersonal.
Conoce bien a su marido, sabe cómo piensa, y sabe exactamente lo que más daño le
hará y pondrá fin a la relación sin lloriquear excusas y promesas de mejora. Se
emborracha y va a por Rust, y le convence para que se acueste con ella.
Sabía el porqué exacto de aquella elección, y la entendí. Sabía que ella tenía
razón. Había estado en su lugar; arrinconada, incapaz de descubrir un modo de
escapar. Yo no tuve hijos. Pude empaquetar mis cosas y mudarme a Alaska.
Maggie no tuvo esa suerte.
Por lo tanto, Maggie echa un polvo rápido con Rust.
Después se queda sentada en la cocina con una copa de vino, espera a que Marty
llegue a casa a oscuras y por fin se siente segura. Porque sabe que esto le destrozará.
Sabe que, después de todo este tiempo, por fin le puede ganar la partida. Porque
comprende lo que ella representa para él —una posesión— y que el único modo de
bajarse de ese pedestal en el que él la ha colocado es descubrirse como una puta.
Como todo el mundo, odié a Maggie por esto, lo cual me sorprendió. Conocía a
Maggie. ¡Pero la narración! Oh, ya conocemos la narración de la mujer que lo echa
todo a perder. Por supuesto, Marty y Rust se pelean tras este incidente y dejan de ser
amigos. Parece que ella ha jugado sucio, y así es en realidad. Pero la comprendí y
simpaticé con ella. Supe que había tomado la única decisión posible para liberarse de
su situación; algo terrible para escapar de algo incluso peor.
Pero cuestioné el modo en que se había mostrado todo esto. ¿Cuántas personas
habían visto las circunstancias como yo? ¿Quién había simpatizado con su situación?
¿Cuánta gente la consideraba, como Marty, una puta mezquina?
Porque cuando al final de la serie ella aparece para ver a Rust, incluso sabiendo lo
que sabía y simpatizando con ella, la odié. Odié que hiriera sus sentimientos. Tuve
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que recordarme que, en cierto modo, ella había querido herir a Rust porque este había
sabido desde el principio que Marty tenía aventuras, y le había mentido. Le protegió,
y ese era el motivo más poderoso que este jodido y misógino mundo había dado a
Maggie para decir «que te den».
Se me ocurrió que, en un mundo gobernado por monstruos misóginos, son ellos
los que terminan empujando a la gente a que se transforme en los mismos
estereotipos que han creado en su cabeza. Me volvió a la mente el tiroteo en el barrio
negro: los cuatro hombres blancos que aterrorizan a todo el vecindario, obligándole a
defenderse, y los polis y los helicópteros que irrumpen en escena. Me imaginé la
escena en las cabezas de los polis que llegaban: «Esos negros violentos», dirían,
cuando han sido matones blancos los que han instigado la violencia en primer lugar.
A través de la fuerza, del abuso de poder físico y social, y de la negligencia, estos
hombres perpetúan las narraciones que han creado en su cabeza. Crean el mundo que
han imaginado, y es un lugar horrible.
Gran parte del furor inicial creado por la primera temporada de True Detective se
centró en la incorporación de aspectos ocultos. ¿Cuántas pistas iba a incluir sobre los
Mitos de Cthulhu, además de las referencias a El Rey de amarillo, el clásico de
ficción weird? Al final no se cumplieron las expectativas de muchas personas, y creo
que es porque se les escapó de lo que iba realmente la serie. Es una historia sobre
monstruos humanos. Se desarrolla en un mundo de fantasía, pero no el que la gente
esperaba. Es un mundo de fantasía construido por dos hombres destrozados que
luchan por extinguir una oscuridad mayor que la suya propia para expiar y justificar
la negrura que ellos han volcado sobre el mundo.
Si ha existido alguna vez una serie que representara tan a la perfección el cliché
de «las mujeres se juntan con hombres para que las protejan de otros hombres», es
esta. Lo que True Detective deja claro es que ese dicho puede convertirse con
facilidad en «las mujeres deben juntarse con monstruos para que las protejan de otros
monstruos».
Por eso las últimas frases de la serie, pronunciadas por Marty, tienen un
significado diferente del que parece obvio al principio.
Rust dice que, cuando miras al cielo, todo es oscuridad, y que la oscuridad está
ganando. Marty no está de acuerdo porque, desde luego, al principio solo había
oscuridad, pero ahora el sol sale una y otra vez. Así que, para él, la luz está
progresando.
Para mí, esto no era tanto una referencia a la gloriosa batalla mítica entre la luz y
la oscuridad como una referencia figurativa: la batalla entre la oscuridad y la luz
sucede en el interior de cada uno de nosotros, sobre todo de los hombres, dado el
poder que ostentan: el arma y la placa, la espada y la balanza.
El poder es algo curioso, porque si preguntaras a estos hombres si lo poseen, te
dirían que no. Te responderían que están desamparados luchando contra un sistema
corrupto.
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Cuando lo miras fríamente —cuando ves a Marty maltratar a los detenidos y
llamar puta a su hija, y a Rust cubrirse en el tiroteo con un hombre esposado y
burlarse de Maggie— reconoces que toda su vida ha consistido en combatir la
oscuridad para cubrir la suya propia, y mostrar su furia hacia los hombres poderosos
porque les tratan del mismo modo que ellos tratan a sus mujeres y a sus hijas.
Comprendes que no pueden soportar ese tipo de abuso de hombres poderosos. No
pueden convertirse en mujeres en su propio mundo.
El cuerpo que descubrieron en la plantación de caña de azúcar no despertó
simpatía en ellos porque fuera la muerte de un ser humano, de una mujer. No, les
molestó porque reconocieron la mano de un hombre que se creía más poderoso que
ellos, que estaba desplegando una liza intelectual sobre cuerpos de mujeres, como
tantas otras guerras entre monstruos que se han librado antes.
Retrospectivamente, al ver series como esta y recordar mis propias experiencias,
lo que me fascinó fue que tengamos tantas historias como esta que nos empujan a
empatizar con los hombres monstruosos. «Sí, estos hombres tienen fallos, pero no
son tan malvados como este hombre». Todavía más espeluznante, suelen ser historias
que muestran a las mujeres como obstáculos en el camino, agresoras, antagonistas,
complicaciones… pero solo en el contexto en el que son putas, zorras, vírgenes. Las
mujeres nunca son personas.
Las historias sobre hombres monstruosos no están ahí para enseñarnos cómo
empatizar con las mujeres y los niños asesinados, sino con los hombres que luchan
sobre los cadáveres.
Como mujer amenazada por monstruos, me parece particularmente interesante
que me borren de una narración pensada para explicar por qué se echan a perder los
hombres, si no para justificarlo. Claro que hay series mucho mejores sobre este tema
que no sacan a la mujer de la historia (Mad Men es la primera que me viene a la
cabeza, y Juego de tronos), pero True Detective se lleva la palma.
Las mujeres aterrorizadas por monstruos en la vida real son agentes activos. Son
cazadoras de monstruos, pacificadoras de monstruos, alimentadoras de monstruos,
adversarias de monstruos… y algunas de ellas también son monstruos. Lo cierto es
que, si queremos contar una historia de quienes luchan contra monstruos, me alucina
que no narremos más historias de mujeres después de haber pergeñado tantas
narraciones como True Detective que muestran a las claras la trampa de la
masculinidad sexista que convierte a tantos hombres en aquello que desprecian.
¿Dónde están las mujeres que luchan contra ellos? ¿Quién se alía con ellas?
¿Quién les vence? ¿Quién pelea contra sus propios monstruos para pelear contra
monstruos mayores?
Porque he sido y sigo siendo una de esas mujeres que se abren paso por un mundo
que parece un espectáculo de terror repleto de monstruos y hombres enajenados.
Somos mujeres que escribimos libros y ganamos premios y libramos batallas y
construimos vidas extraordinarias a partir de las ruinas y las cenizas. No somos
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escenarios de fondo, con nuestras voces silenciadas y nuestras motivaciones y
métodos reducidos al sexo.
No culpo a los hombres de la serie por olvidarlo; han creado el mundo tal y como
lo ven. Pero puedo dar un toque de atención a sus excepcionales guionistas, porque al
eliminar de la narración a aquellas personas cuya propia existencia se ve amenazada
constantemente por esos monstruos, incluidos esos monstruos de confianza cuya
naturaleza cambia abruptamente, se han aliado con los monstruos.
No soy un personaje secundario en una historia de monstruos. Pero al perpetuar
narraciones de este estilo en nuestros medios, no me sorprendería si mi necrológica
fuera un catálogo de los hombres que me trataron con condescendencia, que me
follaron y que me cortejaron.
Historias que no son la mía.
Qué gracioso, ¿no? El poder de los relatos.
Por eso cogí un bolígrafo.
Yo también cazo monstruos.
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La jungla de cristal, hetairas y pin-ups
problemáticas: una queja
Los populares calendarios pin-up han servido para financiar varias organizaciones
benéficas inauguradas por escritores de ciencia ficción y fantasía, incluido el taller de
escritores Clarion. Estos proyectos me dejaban una sensación incómoda, pero solo
comprendí por qué me molestaban tanto los calendarios pin-up como proyecto
profesional para recaudar fondos cuando comencé a juntar las piezas sobre por qué
creía que eran problemáticos.
Veo La jungla de cristal por lo menos un par de veces al año; tiene uno de los
mejores guiones nunca escritos. Pero hay dos momentos en la película que siempre
me dejan perpleja, incluso cuando la veía de pequeña. Hay un momento en el que
John McClane está en los pisos superiores en construcción, pensando cómo conseguir
la atención de la policía ya que las líneas de teléfono están cortadas. Durante esta
escena de gran tensión, la atención de la cámara y la de John descienden hasta el
edificio al otro lado de la calle, donde una mujer desnuda está hablando por teléfono,
y la cámara permanece ahí unos segundos mientras él la contempla boquiabierto.
Justo después de este instante, activa la alarma de incendios para avisar a las
autoridades, por lo que imaginé que esta escena estaba ahí para mostrarnos de alguna
manera su proceso reflexivo (Oye, en el edificio de al lado hay otras personas que
tienen teléfonos. ¿Qué otras formas de comunicación tenemos?), además de ser una
escena de disfrute para la audiencia masculina.
Hace poco leí el guion y descubrí que se trata de una escena que no es nada más
que eso: John contemplando a una mujer desnuda al teléfono en el edificio
colindante. No tenía que llevar a otra revelación. No era una escena puente entre
«¿Qué hago?» y «Activar la alarma de incendios».
Tan solo era un tío mirando a una mujer desnuda.
Hay otro momento interesante mientras McClane corre por la azotea del edificio.
Entonces toma un atajo a través de los vestuarios y ve un calendario pin-up de
Playboy colgado de la pared. Le están persiguiendo literalmente hombres armados, y
él se toma un instante para mirar a la pin-up. Más tarde, llega hasta el punto de dar un
golpecito a la pin-up (¿para que le dé suerte, quizá?) cuando la situación se pone peor.
La jungla de cristal es una película de los ochenta, y su principal conflicto
emocional está centrado en un cambio social que se estaba produciendo en aquella
época: mujeres ascendiendo a posiciones ejecutivas que comenzaban a ganar más que
sus maridos. ¿Dónde estaba el sitio de los hombres en un mundo así? ¿Cómo defines
qué es ser un hombre si ya no es el que trae el pan a casa? ¿Qué implicaba ser un tío
cuando ya no quedaban monstruos por combatir y tu mujer es directora ejecutiva?
Aquí es donde la película hace hincapié en la masculinidad de John McClane. No
solo es un poli duro con recursos para proteger a su mujer del peligro «real» (al
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contrario que las grandes corporaciones), sino que es un tipo de sangre caliente con
impulsos sanos y lujuriosos hacia las mujeres. La película insiste en que, aunque su
mujer tenga más poder económico, esto no implica que él sea un calzonazos, un
sumiso, un cornudo o poco hombre. Estas pequeñas alusiones —aunque resulten
extrañas en el contexto de la narración: un tipo que está siendo perseguido por un
montón de terroristas—, que le muestran participando en la cosificación «normal» de
la mujer, creo que están pensadas para ser reconfortantes.
Aunque suene extraño.
Del mismo modo que un soldado en la Segunda Guerra Mundial pintaría a una
lujuriosa pin-up en su avión, o guardaría la imagen doblada en el bolsillo de su
chaqueta, McClane reconoce a la suya y le da una palmadita, para que le dé suerte.
Ella no está concebida como una persona real, por supuesto. La mujer real —la
persona problemática y complicada— es su mujer. La pin-up es el reemplazo fácil,
dócil, siempre ahí, reconfortante. Las pin-ups son cosificaciones, personas que
pueden pertenecer a alguien y a las que se puede recurrir siempre que se las necesite.
Existen como cosas, y existen para un solo propósito.
El contexto es esencial al crear una obra de arte. Conocer y entender cómo se va a
leer o interpretar dicha obra dentro del contexto histórico de otras obras de arte es
vital para comprender cómo la van a leer los demás y para formular la defensa de
nuestras decisiones a pesar de dicho contexto. Soy alguien que escribe series de
novelas muy violentas, con un elenco de personajes que en ocasiones utilizan
palabras árabes, por lo que estoy bastante familiarizada con este proceso.
Contexto, o falta del mismo, fue uno de los motivos por los que me pareció que la
iniciativa para recaudar fondos con un calendario pin-up[5] era nociva y deprimente.
Porque a pesar de las declaraciones de sus defensores (que a los participantes en la
iniciativa les pareciera que tenían que defenderla incluso antes de que se pusiera en
marcha ya era muy revelador) y del hecho de que el último fuera para apoyar el taller
de escritores Clarion, el proyecto se iba a encuadrar dentro de la historia del pin-up.
Sin importar lo mucho que la gente quisiera evitar esto.
Y eso es lo que vi. Cómo iban a ser utilizadas aquellas imágenes, por quién y para
qué.
Pero por aquel entonces evité la discusión sobre el tema, porque ¿acaso no era
obvio? ¿De verdad valía la pena?
El pin-up data de finales del siglo XIX, y era una especie de marketing que se
utilizaba para bailarinas y actrices. Hubo quienes lo interpretaron como un acto de
rebeldía, un desafío a la sensibilidad victoriana sobre el lugar de la mujer en el hogar,
y no en la esfera pública. Pero no siempre fueron actrices o bailarinas las que creaban
el pin-up, y por mucho que haya gente que esté convencida de que «empoderaba»,
quiero señalar que, en realidad, no era más que una forma de publicidad. Eran
actrices y bailarinas vestidas como muñecas, lo más atractivas posible, y que vendían
espectáculos que se basaban en su seductor encanto; y la gran mayoría estaban
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retocadas, acicaladas y arregladas como el peor retoque de photoshop de hoy en día.
El pin-up ya era problemático desde el principio, pues debió de evocar la pornografía.
Fingir la perfección del cuerpo para sobrevivir en un mundo en el que la mujer en
particular estaba vista como un bien de consumo también tenía una larga y sórdida
historia. ¿Sabíais que las hetairas (mujeres que hacían de compañeras y cortesanas)
en la antigua Atenas se rellenaban la ropa para aparentar que tenían pechos y traseros
más voluptuosos? Vendaban y alisaban los cuerpos flácidos. Se ponían pelucas si era
necesario. Fingían.
Pero ¿por qué? ¿Para qué tanto fingimiento? ¿Por qué debían parecer perfectas las
mujeres, o, al menos, perfectas cuando se vendían como pin-ups?
Porque en muchas culturas —y en la historia de muchas culturas— a las mujeres
se las considera mercancías. Objetos. Su valor se mide en belleza. Tanto si eres tú
quien me está vendiendo esa idealización de ti misma como si lo hace otra persona, la
triste realidad es que obligarnos a esta mierda de fingimientos forma parte de una
dilatada historia de cosificar a las personas, lo mismo si nos vendamos nosotras
mismas que si lo hacen otros. ¡Y sí, la gente puede ser atractiva de muchas formas
diferentes! Es cierto. Las personas son atractivas. Pero este tipo de representación de
lo «atractivo» no se parece a la sensualidad real más de lo que una película porno se
asemeja a tu(s) pareja(s) y tú teniendo sexo. Es un engaño. Es marketing. Está ideada
para crear un deseo —para que lo quieras, o quieras aspirar a ello— que solo puede
satisfacer el objeto.
Por supuesto, las personas han follado y procreado felizmente, repletas de
imperfecciones, durante cientos de miles de años. Pero no se nos da tan bien celebrar,
o aceptar, esto como borrar las imperfecciones de las personas y convertirlas en
heroínas y diosas de mármol que podemos fingir que nos pertenecen, o que se pueden
comprar. Porque decir a las personas que son atractivas tal y como son, o que una
mujer no es una cosa que alguien pueda poseer para mitigar sus problemas, no es algo
que dé mucho dinero. La gente todavía quiere creer que hay mujeres, sobre todo, que
servirán a sus deseos y necesidades y dejarán de ser complicadas directoras ejecutivas
de una compañía para que se cumplan estos deseos.
De esto va el tema pin-up. De posesión. De incitar deseo. De hacer que la gente
crea que puede poseer algo, viendo a una actriz durante su trabajo, o contratándola
para un espectáculo. Se trata de vender el deseo de posesión.
Tras una larga investigación sobre la esclavitud en la antigüedad para mi nueva
saga, me resulta muy complicado mostrarme entusiasta con el empoderamiento
cuando veo a gente que trata de hacer atractiva la perfección y/o la sumisión forzada.
Detrás de esto hay una historia demasiado terrible.
El entusiasmo con el empoderamiento de este tipo me recuerda a la historia de
una mujer que había sido «liberada» llamada Neaera, en Atenas, una antigua
prostituta cuya «libertad» fue comprada por dos de sus pretendientes más fogosos.
Por ley, estaba obligada a dividir su tiempo entre ambos, aunque por ley también se la
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consideraba «libre»[6]. Por muy bonito que pudiera ser pensar que tuvieron algún tipo
de relación poliamorosa feliz, o que lo hicieron movidos por el Amor Verdadero, al
leer los relatos de esta particular transacción se ve que ella siguió acostándose con
ambos cada cierto tiempo (no vivía con ellos, pero les visitaba de forma ocasional
para tener sexo) porque les pertenecía; estaba en deuda con ellos. Así que era «libre»,
claro, pero solo libre de ser forzada a acostarse con mucha gente, para hacerlo solo
con estos dos. Y, claro, podría ser mucho más complicado. El síndrome de Estocolmo
y todo eso. A menudo acabamos enamorándonos de nuestros opresores, porque, de lo
contrario, nos volveríamos locas. Quizá ella sentía una atracción genuina por ellos.
Quizá también les gustaba a ellos, aunque sospecho que si ese hubiera sido el caso,
uno de los dos se habría casado con ella, o la habría ayudado a vivir bien aparte de
follar con ellos.
Esto ocurría con mucha frecuencia en la antigüedad. Hombres que compraban la
«libertad» de una mujer (o de otros hombres) y seguían practicando sexo con ella,
solo que «gratis». Lo mismo que buena parte de mi investigación sobre Atenas, todo
esto me crispaba sobremanera, porque en el sistema educativo de los Estados Unidos,
Atenas es una especie de utopía moderna, cuando lo cierto es que un pequeño grupo
del uno por ciento gobernaba sobre una vasta y estratificada sociedad de personas en
distintos grados de esclavización.
Esta clasificación de la posesión corporal en distintos niveles es completamente
repulsiva.
Y en esa sociedad de esclavización y sumisión, en una cultura de personas como
cosas, esclavos, hetairas y demás también comprendieron la importancia del
marketing. Por ese motivo falsearon su apariencia con cosméticos, postizos de pelo y
traseros abultados. Porque ellos o sus dueños sabían que solo tenían valor si eran
percibidos como objetos sexuales o, por lo menos, objetos de deseo por los que ese
uno por ciento pelearía.
Desde que Justin Landon volvió a plantear lo problemáticos que eran como
recurso de financiación en el blog de crítica literaria Staffer’s Musings[7], no había
pensado mucho en el molesto tema de los calendarios pin-up literarios. Ha sido una
de esas molestias de baja intensidad con las que he aprendido a vivir a lo largo de los
años. ¿Por qué denunciar que es una forma problemática de recaudar dinero —una
venta de cuerpos ficticios de mujeres— cuando hay tantos problemas en el mundo?
Pero una mañana hice clic en un enlace que llevaba a las fotos de una mujer que
se había sometido a varias operaciones quirúrgicas debido a tres tipos de cáncer.
Vestida, de cuello para arriba, darías por sentado que se trata de una persona
privilegiada, y desde luego, vestida, con su esbelta figura y sus rasgos simétricos,
parece que disfruta de una buena posición en este enorme y cruel mundo.
Pero lo que hizo fue quitarse la ropa, no para ser una atractiva pin-up, sino para
mostrar la realidad de un cuerpo que había sobrevivido a tres cánceres. Había
recibido cirugía reconstructiva en los pechos y no tenía pezones. Una ancha cicatriz
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le cruzaba el estómago. Más cicatrices en las piernas, los brazos; le colgaba la piel
flácida por las abruptas pérdidas de peso debido a la enfermedad. Y aunque su rostro
estaba perfilado con esmero como el de una pin-up, su cuerpo mostraba una imagen
mucho más real; atestiguaba lo que había vivido. Era el cuerpo de una persona que ha
pasado por algo durísimo y ha sobrevivido, no un cuerpo que invita a ser poseído.
Al ver esta imagen volvió a enojarme la idea de que se utilizaran calendarios pin-
up para apoyar fundaciones literarias. Porque en ese instante se derrumbaron todas las
justificaciones alambicadas a las que la gente había recurrido para apoyar el
calendario.
Vendemos fantasías.
Como escritores de género fantástico, de ficción, vendemos fantasía. Lo pillo.
Pero la fantasía no son cuerpos. Son historias. Lo que ofrecemos no puede estar al
servicio de una narración que cosifica.
En cualquier caso, no vendo relatos sobre personas perfectas que puedes apilar
ordenadamente en la estantería. Y creo que pocos autores lo hacen. Muestro
personajes imperfectos, furiosos, maltratados, destrozados y perturbados que no van a
ser tus putos amigos. No están ahí para cumplir tus deseos. No están ahí para que los
contemplen, o los posean. De hecho, cuando escribo «fin», me esfuerzo para que mis
personajes tengan una vida que sigue tras la última página, una vida en la que pienses
de vez en cuando; que te preguntes en qué andarán metidos. Pero no es una vida que
te pertenezca, no más que la mía. Es una vida en la que quizá puedes participar un
tiempo. Pero después ellos se van a casa, y tú a la tuya.
Cuando intenté imaginarme cómo quedarían los personajes de mis libros en un
calendario pin-up, me quedé en blanco, porque mis personajes no venden sus
cuerpos. No están concebidos como objetos sexuales singularizados, ni como actrices
(o actores). Están concebidos como personas. Personas que no son poseídas.
Acabarías con algo como Nyx —la mercenaria malhablada y cortacabezas de mi
serie God’s War— sentada en el lavabo, con la tripa sobresaliendo, cicatrices en los
muslos, pelos en las piernas, escupiendo en el suelo con la boca amoratada. Estaría
ahí sentada, con la piel llena de cicatrices y estrías, quizá hojeando una revista de
boxeo, que le den al mundo, no le interesas, pechos flácidos sin sostén y caídos sobre
el estómago. Y le importaría una mierda lo que opinaras. No le atañen tus problemas
ni quiere darte una palmadita en el hombro o desearte un poquito de suerte cuando te
vayas a arrojar desde una azotea perseguido por terroristas alemanes.
Y ella solo es a la que no le importa lo más mínimo estar desnuda. Hay infinidad
de personajes que te escupirían a la cara antes de posar como objetos, de ser aislados
y cosificados; implicaría rechazar todo lo que eran, todo en lo que creían, para posar
como un objeto perfecto en la posesión de un extraño. Me imagino que si alguien
propusiese esta idea a Lilia —la protagonista principal de mi nueva saga, con su cara
destrozada, la mano contraída y coja, cuya existencia ha transcurrido en una cultura
tolerante donde las personas conservan una autonomía absoluta sobre sí mismas, sus
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cuerpos y sus deseos—, ella arrugaría el ceño en plan «¿Que quieres qué?».
No os confundáis, desde el inicio las pin-ups se inventaron para sacar partido de
los deseos de los demás. Son un instrumento de la publicidad. Su cometido es
vendernos una fantasía idealizada, objetos perfectos, cosas, y lo hacen presentando a
personas del mismo modo que si fuera una nueva y atractiva lavadora o un pato
horneado listo para comer. «Aquí tienes algo que puede ser tuyo», decimos. «Algo
que solo te pertenece a ti».
Y los cuerpos que les presentamos son objetos sin ninguna imperfección, bellas
representaciones.
Esto te pertenece. Sé esto. Haz esto.
Pero yo no vendo cuerpos. Vendo historias.
Historias.
Y así de fácil, tras ver aquella imagen por la mañana, pensé en todos los
calendarios que promovemos, calendarios que nos resultan aceptables y formas de
empoderamiento solo porque caemos en un tramposo «doblepensar». Y reflexioné
sobre cómo ese discurso de «seamos atractivas y tomemos el control de la narración»
en realidad no era más que parte de una narración basura. Otro ejemplo más de
presentar cuerpos sin imperfecciones para el consumo rápido, en vez de historias.
Con todo el esfuerzo que dedicamos a defender decisiones problemáticas, a veces
no nos centramos en cómo salvar el mundo, o acabar con el sexismo, o empoderar a
las mujeres con baile en barra. Es más, a veces nos limitamos a hacer como un tío que
contempla a una mujer desnuda en el edificio de enfrente, pasar el rato hasta que
llegue el próximo giro de guion.
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Mujeres, caudillos de guerra y refugiados: la
economía de la gente en Mad Max
No tenía la intención de ver la nueva versión de Mad Max, titulada Mad Max: Furia
en la carretera.
No me malinterpretéis: soy una apasionada de las películas apocalípticas de los
años ochenta (¡he escrito toda una saga homenajeándolas!). Me encanta la estética, la
desesperación, los personajes duros y la masculinidad monstruosa que tanto hombres
como mujeres deben adoptar para sobrevivir. Pero he visto cómo arruinan a las
heroínas de esas épicas y oscuras películas que tanto me gustaban, cómo las han
apartado y eliminado en los últimos veinte años. Si ves una película de 1979 con
personajes femeninos más duros y complejos que los de una película rodada en 2012,
algo anda mal. (Te miro a ti, Riddick, cuyo director argumentó que varios intentos de
violación, amenazas y dos segundos de perfil de una teta y el pezón eran una parte
vital de su visión artística en vez de perezosos clichés). He visto que la política
inherente en este tipo de historias es ignorada a favor de secuencias de acción vacías
e inconexas con criaturas resplandecientes que no tienen ninguna relación con la
trama de los humanos. En estas películas, los guionistas y los directores se han
olvidado de lo más obvio del mundo postapocalíptico: cada recurso es valioso. Cada
persona —y, por lo tanto, cada escena— tiene que contribuir a la trama. Solo
sobreviven los más duros o los más valiosos. Y las historias que recordamos, las que
perduran, tratan de los que luchan por sobrevivir en medio de las terribles dificultades
que presentan tanto el paisaje como sus compañeros de viaje.
Se gimotea mucho actualmente sobre la «ficción con mensaje», lo que resulta
insólito porque cada historia es un «mensaje» o no sería una historia. Pedir «historias
sin mensajes» me hace pensar que se trata de una forma codificada de pedir una dieta
de reality shows vacíos en televisión. Pero es que los realities sí que tienen mensaje:
vender y reforzar el capitalismo, la ignorancia y el statu quo. La realidad es que cada
historia es política, y las que más se me quedan grabadas son las más increíbles y
transparentes. Existe un motivo por el cual recordamos Rebelión en la granja,
Cántico por Leibowitz y 1984. Hay una razón por la cual no puedo dejar de pensar en
La parábola del sembrador. Las historias postapocalípticas siempre tienen mucho
que decir sobre la dirección que tomaremos si no corregimos nuestros errores. Nos
alertan sobre la utilización constante de combustibles fósiles, el abuso del medio
ambiente y a dónde nos lleva todo esto. Nos avisan del inevitable futuro que
construimos con las guerras, y qué comporta para la humanidad basar nuestro sistema
económico en la esclavitud. Las historias postapocalípticas no existen sin la política.
Supe que Mad Max: Furia en la carretera iba bien encaminada desde el inicio,
cuando Imperator Furiosa, la mano derecha del tirano Immortan Joe, conspira para
ayudar a sus mujeres a escapar de la servidumbre. Cuando Immortan Joe se da cuenta
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de que Imperator Furiosa se la ha jugado, corre a abrir la gigantesca puerta de la
cámara. Supe al instante lo que él esperaba ver tras esa puerta. Va a comprobar sus
posesiones más valiosas. Personas con la capacidad de engendrar. Cuando vives en
un mundo postapocalíptico donde la fertilidad está envenenada y los recursos son
escasos, controlar a las personas que pueden tener bebés es de importancia extrema.
Las que pueden tenerlos son los medios de esa producción. Consigue el control sobre
los medios de producción y controlarás el mundo.
Y aquí es donde la película representa correctamente el tema de la violencia
contra la mujer, porque lo sitúa de forma audaz y honesta donde debe estar,
despojándolo de la mirada masculina, de la sexualidad, de incontrolables urgencias
masculinas. En pantalla no aparecen amenazas de violación, intentos de violación o
violaciones porque le quitarían valor al planteamiento. Tienes que eliminar todo eso
para ver el problema real: el sexismo va sobre el poder. El sexismo va sobre controlar
los medios de producción.
En esencia, el sexismo tiene muy poco que ver con el acto sexual.
Por eso vemos una enorme sala repleta de mujeres bien alimentadas, conectadas a
máquinas de ordeñar (sí, máquinas de ordeñar), ya que todo lo que beben en este
mundo es agua y leche, y todo lo se les ve comer son bichos y lagartos. Los animales
están muertos. Esto nos deja solo a las mujeres. Y esas mujeres pertenecen totalmente
a Immortan Joe, quien controla todos los medios de producción. Suyas son el agua y
las mujeres.
Una vez que tiene esas dos cosas, posee el mundo y sus habitantes. Ha
consolidado el poder absoluto transformando a la gente en ganado.
En este mundo las que pueden engendrar bebés son ganado. Las usan para parir a
más soldados y proveer la vital leche para la élite. Son carne de cañón para generar
más carne de cañón.
Max (que, de hecho, está loco en esta entrega; no cabreado, loco) también es
ganado. Le capturan y le mantienen con vida como una «bolsa de sangre» para
proporcionar valiosas transfusiones a los soldados que están enfermos o moribundos.
Es carne de cañón para mantener a los soldados.
Los chicos de la guerra de Immortan Joe son ganado, engendrados y criados en
una religión que celebra su sacrificio en la batalla. Son carne de cañón para la
maquinaria de guerra.
«Somos iguales», dice Splendid, una de las mujeres de Immortan Joe fugadas, a
Nux, un chico de la guerra fugitivo. Los que ostentan el poder quieren que ambos
crean que son cosas, pertenencias con un único propósito.
Las mujeres y los soldados son lo mismo y están manipulados por la misma élite
terrible para que sacrifiquen sus cuerpos en interés de un hombre poderoso. «No
somos cosas», escriben las mujeres en las paredes de la prisión donde las tenían
encerradas.
Vivimos en un mundo que ha convertido a las personas en cosas. El mundo de
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Max no trata de ocultarlo. No hay nada que te impida verlo. El único medio para
convencer de lo contrario a los habitantes de este mundo es la religión, y esta se
utiliza una y otra vez para demostrar lo mucho que puede contribuir a manipular y
controlar al mismo tiempo que proporciona un propósito y esperanza. Para los chicos
destrozados y moribundos en el desierto, la esperanza en el Valhalla es reconfortante.
Y esto nos lleva a Furiosa, nuestra heroína. Como sabe la mayoría de la gente que
ha visto otras películas de Mad Max, este deambula por esos extraños enclaves, da
por saco y después se vuelve a largar. Es un viajero, un testigo de sus historias. Y de
este modo, topa con la de Furiosa. Con esta compleja y enorme historia que lleva
siendo planeada desde hace mucho tiempo y que ya se ha puesto en marcha con furia.
Max no es el héroe. Es el testigo. Los chicos de la guerra se gritan unos a otros
«¡Mírame!», pero él es el que sigue, el que perdura. Es ese héroe masculino de las
películas apocalípticas de los ochenta, ligado a nada ni a nadie. Debe ser así para que
al final pueda largarse —igual que ocurre aquí de forma inevitable— y dejar a los
héroes de verdad el trabajo sucio de limpiar y gobernar un mundo nuevo.
Dar el papel de Furiosa a Charlize Theron fue una elección extraordinaria. Yo no
me enteré de que estaba en la película hasta pocos días antes del estreno. Recuerdo a
Ridley Scott en una entrevista donde declaró que había contratado a los mejores
actores que pudo encontrar para Alien porque quería centrarse por completo en la
parte de la criatura, ya que sabía que estas escenas iban a ser las más complicadas.
Me dio la sensación de que Miller hizo algo parecido; con tantas secuencias
increíbles de acción para filmar, necesitaba actores excelentes para que pudieran
trabajar con muy poco diálogo. Y Theron es tan potente y desgarradora que me
maravilló cómo era capaz de comunicar tantísimo en una sola mirada. Hay un
momento en que vuelve dentro del camión de guerra después de que Max lo aleje del
ataque de una banda de moteros, y le mira de arriba abajo mientras él se pasa al otro
asiento, y… no sonríe… pero le dirige una mirada casi aprobadora o cómplice que
nos indica que se ha ganado su confianza, y que ahora él estará en su bando. Hay un
montón de momentos como este a lo largo de la película, donde lo único que tenemos
para contarnos todo es la mirada de Theron, y lo hace de un modo extraordinario.
Otra cosa asombrosa que ocurre en esta película que poca gente ha mencionado, y
que yo quiero resaltar, es la ausencia de la cámara pervertida. La conocemos. Es la
cámara que enfoca el culo, las piernas y los torsos de las mujeres y sexualiza sus
cuerpos. Como si la cámara misma las estuviera lamiendo para el espectador
masculino. Lo vemos en muchas películas, desde Transformers o Sucker Punch hasta
Bounty Killer o Grindhouse. Se ha extendido tanto que recuerdo ver el final de
Gravity, cuando la cámara se detiene en el trasero de Sandra Bullock, y dije «Oh, no,
por favor». Y me sorprendió, me sorprendió de verdad que la cámara la filmara del
mismo modo que lo haría en una película seria protagonizada por un personaje
masculino en vez de cómo filmaría a una mujer en una película porno softcore. Y
George Miller —aunque vista a las esposas rebeldes en bikinis de muselina blanca—
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no filma ni una toma de porno softcore. Max se topa con ellas cuando se están
lavando con una manguera y aunque es una escena chocante tras tanta arena y
violencia, no es erótica. Las mujeres se lavan como lo harían personas prácticas, no
fantasías sexuales masculinas, y la cámara las captura de ese modo. Incluso cuando la
película tiene la oportunidad de una escena con un desnudo frontal (con la matriarca
motera sobre la pértiga eléctrica rota como cebo) se niega. Es una película para
adultos, pero los desnudos no son necesarios para la trama.
¿Te has enterado, HBO? No hay desnudos gratuitos en esta historia. No los
necesita. Por lo tanto, no hay necesidad de incluirlos.
Y ni siquiera me voy a molestar en comentar nada sobre el matriarcado de
moteras, porque ¿qué más se puede decir? Pero por dios, matriarcado de moteras,
¿dónde has estado toda mi vida?
Pero sí quiero decir algo sobre la multitud de refugiados que se doblegan y arañan
el polvo bajo las torres de Immortan Joe, suplicando un poco de agua. Para mí puede
que sea lo más extraño de la construcción del mundo y me sacó de la historia. (Y me
trago sin asomo de duda el guerrero guitarrista, en serio). Porque tenemos a esta
muchedumbre, pero no parecen servir a ningún propósito real. No trabajan. ¿Se
supone que son mineros o algo parecido? ¿Acaso son, literalmente, masas acampadas
fuera con la esperanza de recibir algunas migajas? ¿Cómo sirven a la maquinaria de
guerra? ¿Hay algún giro del estilo Cuando el destino nos alcance que nos hayamos
perdido? Y, porque su ausencia se nota mucho, ¿dónde está la gente negra en el
futuro? Si se supone que es Australia en un futuro lejano, ¿dónde están los asiáticos y
los aborígenes? Pude contar las veces que aparecen entre los secundarios e incluso
como personajes de contexto con los dedos de una mano, lo cual era otra cosa que me
sacaba del mundo.
Pues vaya.
Me doy cuenta de que no he hablado mucho de Furiosa, pero ¿qué puedo decir?
Es la heroína de la película, la reina guerrera, la que tiene el coraje y la fortaleza para
sacar a cinco mujeres de su prisión y lanzarse al desierto en busca de un lugar medio
borroso en sus recuerdos. Es la que al final debe tomar la decisión de cruzar el
desierto o dar la vuelta y enfrentarse a Immortan Joe. Todo lo que Max puede hacer
es sugerir. Toda la acción de la película recae sobre Furiosa.
Y es esto lo que hace que esta película sea tan brillante y que me parezca mucho
más feminista que El destino de Júpiter. Porque toda la historia no va de lo que le
ocurre a Furiosa. Va sobre lo que hace Furiosa con la situación. He oído todo tipo de
teorías sobre el pasado de Furiosa, pero escuchad: está metida en esto porque ella
también necesita redención. Ha apoyado el patriarcado de ese tipo toda su vida. Ha
sido cómplice al permitir que estas mujeres sirvan de criadoras. Un destino que por
algún motivo ella ha podido evitar, ya fuera porque no podía quedarse embarazada o
porque era demasiado valiosa como emperatriz, o ambas cosas. Y al asumir ese rol se
convirtió en parte del problema. Defendió las reglas de Immortan Joe. Había llegado
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el momento de redimirse. Ella es la que impulsa esta narración con firmeza, y nada
ocurre sin que tenga que tomar una decisión. Está a cargo de su propia historia.
Las esposas rebeldes también tienen mucho protagonismo en la película. Al
contrario que muchas heroínas que se mantienen a la sombra del personaje
masculino, está claro que, en este mundo, si no le echas valor no vas a durar mucho y
estas mujeres pelean de un modo que es coherente con el modo en que fueron criadas.
No, no van por ahí dando patadas de kung fu, pero agarran herramientas para golpear,
usan cadenas para apartar a Max de Furiosa, cuentan las balas, vigilan, ayudan a
desatascar el camión y toda suerte de cosas que hay que improvisar en un lugar en el
que la supervivencia está en juego. Nadie sobrevive, escapa a la esclavitud sexual y
luego se disgusta porque se ha roto una uña mientras gira una manivela, por el amor
de Dios, aunque muchas películas te hagan creer lo contrario. En realidad, lo único
que tengo que objetar aquí es que hayan elegido claramente a modelos para estos
papeles, y en términos de la construcción del mundo, deberían haber sido mujeres
rollizas: las mismas mujeres que proporcionan leche serían las que dan a luz a los
bebés.
En esta película todos hacen algo.
Lo más sorprendente es lo sorprendente que resulta ver esto en un film de 2015.
La película nos dice: «Las personas no son cosas» y, de hecho, utiliza la cámara
para apoyar esta posición política en la que las personas no son cosas.
Puede que para mí esto sea lo verdaderamente refrescante de la película. En vez
de mujeres que desempeñan un papel secundario en la historia de algún tipo, que le
acompañan en su viaje, es Max quien se tropieza con la historia de Furiosa y se une a
ella sin más. Él recuerda al prototipo de hombre encantador e idealista que siempre
acaba marchándose. Se topa con ella y le sugiere que vuelva atrás y tome ella misma
la fortaleza, pero cuando ha salido victoriosa y ocupa su lugar legítimo como Reina
Furiosa, él se marcha para ayudar a que la justicia prevalezca en algún otro lugar.
Max no saca nada de todo esto. Lo único que gana es ver que se ha corregido una
injusticia.
¡Un héroe que hace algo porque es lo correcto y recupera su humanidad, en vez
de hacerlo por una mujer o por una recompensa! ¡Dios mío!
Y en aquel momento, mientras veía a Max galopar figuradamente hacia la puesta
de sol, me di cuenta de que hemos echado de menos a estos héroes. Es cierto que
aquellos tipos solitarios de los ochenta que me gustaban tanto estaban destrozados; no
sabían relacionarse con la gente. Eran monstruosos. Pero hacían uso de esa
monstruosidad para conseguir que el mundo fuera una pizca mejor y no para sus
propios fines. Lo más común era verlos emparejados con alguien más idealista, un
héroe de verdad, una Furiosa. De hecho, estaban expiando su incapacidad para amar.
No esperaban nada a cambio. Sus nombres no quedaban escritos. No se convertían en
reyes. Pero el mundo era un poco mejor porque habían ayudado a alguien en una
batalla contra la injusticia.
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Me encantan mis historias de fantasía y ciencia ficción oscuras. Pero admito que
estoy un poco cansada de los villanos que torturan y destruyen edificios sin pensar en
quién hay dentro. Estoy preparada para ver héroes nihilistas con conflictos internos
que accidentalmente se ven inmersos de nuevo en la esperanza, héroes con la
convicción de que se puede salvar alguna cosa, incluso si hay que sacarles la
humanidad a golpes.
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Té, cuerpos y negocios: rehacer el arquetipo de
héroe
Héroe.
Vale, detente aquí.
Piensa en lo que has imaginado cuando has leído «héroe».
SIN TRAMPAS.
¿Qué ha sido en lo primero que has pensado al leer la palabra?
Héroe.
¿Quién es?
¿Quién es… él?
Últimamente, cuando leo la palabra «héroe» la primera imagen que me viene a la
cabeza es algún superhéroe, porque estoy inmersa en imágenes de películas de
Marvel. Me imagino a Thor. Quizá, si llevo un tiempo sin ver películas, es Conan.
Héroe: un tío. Músculos. Blanco. Machote.
Héroe. Primera imagen. Siempre.
Necesito cierta reflexión adicional, cierto entrenamiento, para imaginar algo que
no sea ese arquetipo cuando pienso en «héroe». Tengo el mismo problema con cada
término que decimos que es neutro o totalmente inclusivo… pues… parece que no lo
son tanto. Esto se debe a que cuando aprendemos el significado de las palabras,
tenemos ciertas imágenes ante nosotros. Aprendemos a asociar esas imágenes con las
palabras.
Engullimos lo que las historias y los medios nos ofrecen y, por eso, seguimos
imaginándolas una y otra vez al leer tales palabras en un texto o al escucharlas en una
conversación. Llevamos las expectativas a cuestas. Por eso nos molesta o nos
sorprende tanto cuando el héroe en el libro no se ajusta a la imagen que hemos
aprendido.
Subvertir las expectativas se ha convertido en la marca distintiva de la fantasía
gris y grimdark, e incluso la obsesión más oscura de mitificar asesinos en serie en
medios más populares (Bates Motel, Hannibal) elevándolos, si no a héroes, a
protagonistas complejos que merecen que su historia sea contada; es cultivar
compasión por los asesinos. Y aún así, estos antihéroes son iguales que los héroes:
blancos, hombres, machotes.
Tan solo me vienen a la cabeza dos películas con asesinas pensadas para que
simpaticemos con ellas, y ambas porque habían sufrido abusos sexuales: Thelma y
Louise y Monster. Y si tengo que ser sincera, no me imagino a nadie diciendo que las
protagonistas son heroínas. Red Sonja, la popular mercenaria del cómic, quizá sea
una verdadera heroína, pero de nuevo su motivación deriva de un abuso sexual. Los
héroes son heroicos por lo que les ha ocurrido a las mujeres de sus vidas, a menudo el
hijo asesinado o la mujer asesinada. Las heroínas también son heroicas por lo que les
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ha ocurrido a las mujeres… a ellas mismas.
Con demasiada frecuencia construimos a los héroes basándonos en hechos
terribles que les ocurren a mujeres, en vez de crear héroes que simplemente actúan y
perseveran aunque tengan muy pocas probabilidades de éxito porque es lo correcto.
Entonces no es extraño que, aunque soy conocida por escribir sobre antihéroes y
héroes grises y moralmente ambiguos, no me suelan pedir que escriba sobre «héroes»
en artículos de este tipo.
En cambio, es más frecuente que me soliciten escribir sobre «heroínas» o
«heroínas femeninas» y qué hace que esas personas de un género concreto sean súper
únicas comparadas con otros héroes. Y por «otros» me refiero a esa primera imagen,
ese estallido inicial del arquetipo que nos viene a la mente cuando decimos «héroe»,
es decir, hombres. El héroe típico. Esto es, la imagen de referencia con la que
comparamos a nuestras heroínas; ellas no aparecen junto a nuestros embozados
héroes masculinos.
Puede que no te percates de la diferencia, pero yo sí la veo ahora. La escucho
cada vez que me piden que participe en una conferencia sobre «personajes femeninos
fuertes» o «mujeres en la ciencia ficción». Está implícita cuando la gente pregunta, y
la implicación es que no hablamos de personajes femeninos y de las mujeres en la
ciencia ficción o la fantasía en otras conferencias, en otros espacios o al tratar otros
temas, por lo que ellas (nosotras) necesitan un lugar especial para asegurarnos cinco
minutos en los que alguien se acuerde de que las mujeres somos heroínas, escritoras
y… personas.
Quiero que vuelvas a mirar el título de este artículo, y veas lo que puse. Este
artículo trata de héroes. No de heroínas, ni de heroínas femeninas. Héroes. Así es.
Nyx, la protagonista de mi novela God’s War, es una antihéroe bastante estándar.
La creé a partir de los huesos de Conan y Mad Max. Es todo lo que me encanta de los
héroes de las películas de acción de los años ochenta, y eso incluye agudeza
sarcástica, perseverancia infinita, incapacidad para comprometerse y la profunda
lealtad de aquellos que la rodean. Me encantaba verlos crecer; me encantaba leer
sobre ellos en novelas negras o en thrillers de ciencia ficción. No entendía por qué
todos eran hombres, por qué ninguno podía ser una mujer. No sabía por qué ellas
siempre eran segundonas, obstáculos en la trama o premios, cuando todas las mujeres
de mi entorno, yo incluida, éramos héroes en nuestras propias vidas. ¿Qué querían
transmitir todas estas historias, de forma colectiva, sobre mi capacidad para ser
heroica en mi propia vida?
Cuando Nyx se sienta con un cliente o un contratante que le ofrece té, ella no se
lo bebe; pide whisky. Cuando quieren hablar del tiempo, o de los sentimientos, o de
la historia del mundo, ella les interrumpe. Quiere hablar de negocios. Recompensas.
Cabezas. Es una cazarrecompensas, y los cuerpos son su negocio. Es su vida. Así es
ella. No es una segundona en la historia de otra persona. Ella es la historia y a
menudo termina las historias de los demás.
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En mi nueva novela, The Mirror Empire, construí sociedades con un enfoque
similar para las historias heroicas, para crear personas, no arquetipos ni las mismas
viejas imágenes que nos han hecho engullir desde pequeños. Me esforcé mucho por
recordar a la otra mitad del mundo cuando decía «héroe». Todos los héroes
pertenecen a la misma lista, a la misma conferencia; todos deberían estar aquí cuando
hablamos de heroicidades, cuando creamos protagonistas fuertes. No necesitan que
les dediquen un libro, ni una conferencia, ni un artículo especial.
Resulta que en The Mirror Empire terminé con varios soldados, comandantes y
generales que estaban por encima de políticos, huérfanos, pastores y aprendices de
mago, y recuerdo que esto me preocupó en un momento determinado porque me di
cuenta de que uno era el jefe de la milicia en un país, el otro era el ministro de guerra
en un segundo país y, en un tercero, tenía un comandante de la legión. ¿Por qué
preocuparme? Al fin y al cabo, estos personajes aparecen una y otra vez en la fantasía
épica. Los libros están repletos de ellos.
Pero en este caso, cuando escribí «jefe de la milicia», «ministro de guerra» y
«comandante de la legión» todos eran personajes femeninos. Tuve ese instante
irracional en el que pensé: «¡Oh, no! No puedo poner a tantas mujeres en posiciones
de poder marcial. La gente las va a confundir».
Porque si tenemos a una «heroína fuerte» solo puede haber una, ¿no? Una mujer
que justifique los estereotipos. Solo hay una pitufina.
Sacarme esta idea de la cabeza me costó lo suyo. Tuve que reimaginar mi propia
visión de qué tipos de personas ocupaban estos roles y si eso era «correcto» o no.
Cuando alguien me pregunta: «¿Por qué es una mujer el personaje X?», le contesto:
«¿Por qué no?».
Porque no hay un motivo legítimo para que no lo sea.
Lo repetiré: no hay un motivo legítimo para que las historias que creamos, las
historias que leemos, no puedan incluir una representación verídica de la
composición del mundo en el que vivimos.
Recuerdo que sentí mucha inquietud al cambiarle el género a un personaje en The
Mirror Empire. Había tomado el tropo de «¡Luke, soy tu padre!» y estaba intentando
representarlo como «¡Luke, soy tu madre!». Tenía cierta resistencia mental, pues la
Revelación Parental Secreta no funcionaría con una madre del mismo modo que con
un padre. Pero resultó que no había motivos de peso para no hacerlo: simplemente
tengo que reconocer que mis expectativas para el tropo estaban basadas en Star Wars,
donde la revelación se refiere a un padre.
Me limitaban las historias que habían surgido antes que la mía.
Muy a menudo nos limitan nuestras propias expectativas de las historias, las
historias que aparecieron antes, los héroes que ya existen… ¿Cómo podemos vivir
con nosotros mismos, como lectores y narradores, si nos tragamos todas esas
limitaciones sin cuestionarlas?
Me gusta desafiar las expectativas de una historia. Me gusta desafiar la forma en
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que aprendí el lenguaje. Me gusta derribarlo y rehacerlo, porque, en muchos casos,
me doy cuenta de que lo que me sirvieron en bandeja era algo que favorecía la
narración de otra persona, el deseo de alguien de cómo debía ser el mundo: un mundo
que no me incluía a mí, ni a personas como yo, un mundo que finge que nunca
existimos.
Ese no es mi mundo. Y no es el mundo sobre el que escribo.
Cuando nuestros héroes no nos valen, nos toca a nosotras rehacerlos.
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La complejidad de los deseos: expectativas sobre
el sexo y la sexualidad en la ciencia ficción
«Vale —me escribió mi editor en el margen de una página al comienzo de mi primer
libro—, lo pillamos. Tiene sexo con mujeres y hombres».
Al escribir el personaje de Nyx —una cazarrecompensas bisexual con la
sensibilidad bruta de Conan y el optimismo sombrío de un yonki de la lotería— fue la
primera vez que me propuse crear un personaje que deseaba explícitamente a gente
sin tener en cuenta su sexo. Lo que deseaba en las personas tendía a variar, pero en
general le fascinaba en la misma medida lo demasiado bonito y lo decididamente feo:
lo bonito porque parecía fuera de lugar en un mundo tóxico y contaminado, y lo feo
porque representaba cierto grado de resistencia; le gustaba pensar que podía leer
historias en sus rostros.
Comunicar algo así debería haber sido sencillo. Al fin y al cabo, yo tampoco soy
de lo más convencional. Pero, por algún motivo, me pareció que era necesario dejar
muy claros sus deseos, y mi torpe intento de autora resaltaba como una huella dactilar
en la página. MIRA VES LE GUSTAN LOS TÍAS Y LAS TÍOS MIRA MIRA.
Estaba escribiendo con una mirada masculina, blanca y heterosexual en mente.
Escribía con la idea de que su deseo era distinto, algo que había que explicar a un
lector para el que la heterosexualidad era la norma. Al señalarlo con tanto énfasis lo
caracterizaba automáticamente como algo fuera de lo común.
Pero estaba escribiendo sobre un mundo en el que lo normal es que las mujeres
fueran bisexuales y lesbianas, y eso tenía que notarse en todo lo que hiciera. Desde el
modo en que la gente no reacciona —y, de hecho, espera— cuando las mujeres se
casan entre ellas o tienen como amantes a otras mujeres, hasta cómo hablan sobre el
amor, el deseo y el sexo. Tenía que reconstruir la narración que consiste en «asumir
que la gente solo se siente atraída por personas del sexo biológico opuesto» (y la
asunción de que la intersexualidad y las personas trans no existen) desde la base.
Por supuesto que la base asumida es una mentira. Siempre lo ha sido. Pero los
lectores la asumen. Los escritores la asumen. Las sociedades la asumen. Desafiarla es
una tarea monumental.
Para empezar, implicaba eliminar las líneas adicionales en las que explicaba a los
lectores que Nyx era bisexual, porque, para ser sincera, en este mundo no existía una
categoría así. Si el deseo fuerte femenino y el deseo fuerte por otras mujeres fueran la
norma, no sería necesario resaltarlo. Piénsalo de este modo: si hubiera un hombre
contemplando a una mujer en una historia y pensando lo mucho que le gustaría
acostarse con ella, no diría después: «En Macholandia era normal que a los hombres
les gustaran las mujeres como esa. Incluso puede que después pasaran por un periodo
de cortejo que condujese a un matrimonio monógamo, una especie de ceremonia para
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comprometerse a la que a menudo están invitados allegados y amigos para presenciar
el evento».
No. Haría notar la atracción. Fin de la historia.
Lo bueno de la narrativa es que cuanto más te adentras en el relato, más normal se
vuelve para ti como escritor (y, esperemos, como lector). Porque la sociedad que creé
hubiera enviado a todos los hombres a la guerra, y la cultura y las expectativas
habrían cambiado. Desde un punto de vista narrativo, quería construir todo un mundo
donde «mujer» era la norma y las mujeres tenían privilegios automáticos, pero
hacerlo de un modo que surgiera de la propia historia, al mismo tiempo que
deconstruía ideas relacionadas con los supuestos de la sexualidad.
Pero ¿por qué me preocupaba? ¿Por qué me importaba tanto exponerlo bien?
Había leído muchísima ciencia ficción en mi adolescencia y quizá se me perdone
por haber creído que las ideas más radicales sobre sexo y sexualidad eran las
relaciones poliamorosas (que a menudo tienden a la poliginia) desde el curioso punto
de vista masculino de Heinlein, personas que tenían extrañas relaciones
aparentemente heterosexuales con alienígenas y el ocasional «homosexual trágico».
Si esto hubiera sido todo, habría pensado que Nyx era de algún modo revolucionaria.
Y no tendría a nadie a quien pedir ayuda para hacer que su mundo fuera real.
Pero la ciencia ficción ha cambiado mucho desde los alegres años cincuenta y
pude acudir a muchas otras obras para construir un mundo con una narración
diferente. En particular se publicaron trabajos fascinantes en la segunda mitad del
siglo de autoras feministas de ciencia ficción. Sé que llegados a este punto todos citan
a Le Guin, pero cuando se trata de obras radicales, pienso en Joanna Russ, Naomi
Mitchison y Sam Delany. Más tarde, Joan Slonczewski[8], Gwyneth Jones e incluso
Storm Constantine, con muchos títulos, pero especialmente en Wraeththu, imaginó
diferentes modos en que la biología humana y las concepciones en que se sustentaba
el deseo normalizado podían cambiar. Y Ammonite, de Nicola Griffith, es uno de los
primeros libros publicados, ya siendo yo adulta, en el que se exploraba un mundo
completamente femenino.
Obras más recientes como Ascension, de Jacqueline Koyanagi, o Ash y Huntress,
de Malinda Lo, reescriben antiguas narraciones (space opera y cuentos de
hadas/mitología) que nos explican qué tipos de deseos son normales, esperados o
convencionales. Jacqueline Carey desafía hábilmente las actitudes tradicionales hacia
el sexo en las novelas de Kushiel, donde el propio acto sexual se considera santo y
sagrado, y el placer erótico se asemeja a una plegaria. Elizabeth Bear toca relaciones
y deseos muy variados en toda su obra, pero me parece que Dust, Chill y Grail
siempre han sobresalido por su enorme diversidad.
Lo fascinante al comparar la ciencia ficción y la fantasía actuales con las antiguas
es que, evidentemente, los deseos de los seres humanos como tales no han cambiado
en solo cincuenta años. Pero nuestra capacidad para reconocerlos, comprenderlos y
expresarlos ha sido transformada por nuestra reescritura cultural de la narración que
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define la sexualidad humana «normal».
Cuando comento con la gente algunas de mis inquietudes sobre lo esenciales que
son las historias para el modo en que contemplamos nuestras vidas y deseos, y por
qué las palabras importan (incluso en publicaciones de Reddit), no creo que mucha
gente comprenda cuántos regímenes han intentado y conseguido reescribir nuestro
pasado. En los Estados Unidos, la década de los cincuenta fue una época de mucho
miedo. Enseñamos homogeneidad. Enseñamos que todo lo que no estuviera
encuadrado en una estrecha categoría predefinida tenía que considerarse sospechoso:
una potencial amenaza terrorista roja. El gobierno, las escuelas y el sector de los
medios de comunicación modelaron una historia sobre lo que era aceptable, normal,
decente, y todos nos esforzamos lo máximo posible para encajar, aunque esta historia
sea una invención. ¿Acaso sorprende que la narración del «hombre de las cavernas»
que sale a cazar carne para la tribu mientras la «mujer de las cavernas» se queda en el
hogar y cuida a los pequeños se difundiera en los libros de texto estadounidenses en
esta época… en la que también apoyamos la idea de que era «normal» que los
hombres salieran a trabajar mientras las mujeres se quedaban en casa? (Fue una
narración construida en parte para animar a las mujeres a dejar de ser mano de obra
para que los veteranos que volvían de la guerra pudieran ocupar sus puestos en las
fábricas). En los últimos veinte años ha sido muy entretenido ver a los arqueólogos
modernos desmontar la vida de los primeros homínidos del marco de la década de los
cincuenta.
Las historias tienen una importancia poderosísima para las personas que buscan
dar sentido a sus vidas. Las historias de lo que es posible abren puertas. La gente que
arruga la nariz ante el poder de un relato debe preguntarse por qué los gobiernos
buscan con tanto interés el control sobre las ideas: libros, medios e información. ¿Por
qué destruyen libros los regímenes totalitarios? ¿Por qué se encarcela a las personas
con ideas radicales sobre cómo organizar a la gente?
Por las ideas. El conocimiento de que las cosas pueden ser distintas.
El libro que me abrió los ojos fue On Strike Against God, de Joanna Russ.
Desde pequeña siempre me consideré heterosexual. Era una narración sencilla.
Me gustaba salir con tíos, así que nunca lo puse en duda.
Hasta… bueno. Hasta que perdí la cabeza por una compañera de la clase de
discurso oral en el instituto a los diecisiete años, una joven brillante y tempestuosa
con una sonrisa que te desarmaba completamente. Cuando me ocurrió, cuando lo
sentí, no pude racionalizarlo. Me dije que era diferente de la atracción que sentía por
un tío. Porque en las fantasías en las que estaba con ella, no era yo, Kameron la
mujer, con la que salía. Era yo, Kameron el tío. O, mejor aún, me transportaba a
alguna otra identidad: un tipo llamado, bueno, lo que fuera, con otra vida y un buen
trabajo y una sonrisa fácil y buen sentido del humor. Solía fantasear sobre cómo, si
fuera un hombre, charlaría con ella, le pediría salir, y lo bien que nos lo pasaríamos y
lo genial que sería, y sobre cómo viajaríamos juntas por el mundo.
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Si tan solo… si tan solo fuera un hombre.
No podía concebir un deseo fuera del heterosexual. Todo lo que veía, todo lo que
engullía eran mujeres que deseaban hombres. En libros. En la televisión. En
películas. En los cuentos de hadas. Conocía aquel deseo. Sabía qué hacer con él. Pero
esto era diferente. Incomprensible. No podía darle ningún nombre. Existía en algún
reino fantástico donde yo era un tío.
Al fin fui a la universidad, y estoy segura de que ella tuvo una vida estupenda.
Pero aquella fantasía volvía de vez en cuando. La fantasía de ser un hombre y, por lo
tanto, de ser libre de pronto para rondar a una mujer si me atraía. Sinceramente —en
serio— no lo percibí como una «cosa lesbiana». No tenía una historia para ello. Una
narración. Tan solo era algo que ocurría de vez en cuando. Y no ocurría con la
suficiente frecuencia como para considerarlo un «problema» serio sobre el que
tuviera que reflexionar y recapacitar. Sentía un deseo «normal y hetero» por los
hombres, lo cual ocurría más a menudo y era mucho más fácil de gestionar. No había
estigma social. No había incómodas conversaciones trampa más allá de las que veías
en las malas comedias románticas. Como mujer, no podía imaginarme en una relación
con otra mujer.
Y entonces leí On Strike Against God, el libro semiautobiográfico de Joanna Russ
sobre la aceptación de su propia sexualidad. Por aquel entonces yo tenía veinticuatro
años y creía que tenía las cosas claras. Russ habla de los constructos sociales que la
irritaban sobre el matrimonio y la trampa de tener hijos. Habla sobre lo que es estar
casada. Y entonces, más adelante, habla sobre esta extraña compulsión que tiene…
Explica que está sentada en el coche a la entrada de un bar y se imagina flirteando
con una de las mujeres que hay ahí. Aunque para que funcione, se imagina que es un
hombre. No puede poner sobre el papel la narrativa de este deseo de ningún otro
modo. Es demasiado ajeno. Es demasiado nuevo. Y en ese momento se da cuenta de
que para nada quiere ser un hombre; está muy cómoda con su cuerpo de mujer. Lo
que quiere es libertad para sentir que puede actuar de acuerdo con sus impulsos.
Me quedé sentada en la cama mirando fijamente la página. Nunca jamás había
visto a otra persona poner en palabras aquella extraña fantasía ocasional que tuve, y
darle nombre: deseo.
Menuda tontería, ¿no?
Pero cuando puedes vivir con comodidad dentro de la categoría heterosexual es
fácil no cuestionarse. Es fácil meter estas extrañas compulsiones bajo la alfombra. Es
fácil fingir que eres «normal», como todo el mundo.
Pero la normalidad es una mentira. La normalidad es una historia.
Como escritora, es mi trabajo construir nuevas normalidades para la gente. Me
toca a mí mostrar a las personas qué es posible. Es mi trabajo reescribir narraciones.
Porque podemos cambiar esas narraciones. Podemos escoger unas mejores. Podemos
destruirlo todo y volver a construirlo. Esto nos convierte en las personas peor pagadas
del mundo, pero en las más poderosas. Y me tomo ese poder con toda la seriedad
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posible.
Por lo tanto, cuando mi editor escribió: «Vale, lo pillamos. Tiene sexo con
mujeres y hombres», taché la línea de la narrativa estúpida. Entonces volví atrás y
suprimí un poco más. Hice que el mundo de Nyx fuera normal.
Y al hacerlo, al construir algo diferente, pude mostrar que quizá, tan solo quizá,
hay otros modos de ser. Quizá no este modo —Nyx no es la mejor persona del
mundo, y su planeta tiene algunos problemillas—, pero desde luego la gente puede
vivir de diferentes maneras. Solo somos tan normales como las historias que nos
contamos.
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¿Y qué es lo que asusta tanto de los personajes
femeninos fuertes?[9]
Hay una mujer en el callejón de la que deberías tener miedo, pero no es así, y no
sabes muy bien por qué. La conoces:
Es la mujer en la cubierta de esas novelas de fantasía urbana. Es Buffy
Cazavampiros. Es la mujer de esa serie, ya sabes, de todas las series: lleva pantalones
de cuero ajustados, pintalabios brillante y quizá un arma o acaso sepa lanzar un buen
derechazo.
Pero si te la encuentras en un callejón en vez de en una comisaría, lo más
probable es que la confundas con una fiestera o quizá con una trabajadora sexual, y
ahí reside la fuente real del tropo que pretende evocar en un público masculino joven.
No está ideada para asustar, aunque lleve un arma y vista más cuero que un
motero. Tiene tatuajes, pero no muchos. Lleva maquillaje, pero no mucho. No es ni
demasiado masculina, ni demasiado femenina. La audiencia objetivo de gran parte de
la programación televisiva sigue siendo hombres (generalmente blancos) jóvenes, de
entre dieciocho y treinta y cuatro años. Por eso tantas series en el canal Syfy parecen
buscar excusas para desnudar a sus heroínas sin motivo aparente. Y por eso la mujer
en el callejón, la mujer cubierta de cuero y tatuajes (pero no demasiados), no asusta.
No está ideada para ser más peligrosa que una atracción de feria, sino para ser un
catalizador para la aventura, para el despertar del deseo sexual masculino de los
jóvenes; está disponible, pero no es dependiente. Es la tía que te follas, no con la que
te casas.
Hasta que no me di cuenta de esto, no entendí por qué todos esos «personajes
femeninos fuertes» que aparecían en muchas películas y en series de televisión, e
incluso en tantas novelas, no eran las heroínas fuertes que yo quería. Estas mujeres no
habían sido creadas para mí.
Peor, al presentar a este tipo de «mujer fuerte» como si fuera la única clase de
«mujer fuerte» que existe, estamos diciendo a una generación de mujeres que el único
modo en que las van a tomar en serio es si cogen una pistola y se hacen un tatuaje.
Las armas y los tatuajes están bien, pero no son un método tan eficaz de conseguir el
empoderamiento como las matemáticas y las reformas políticas. Nuestra sociedad
puede que respete el palo, pero quien tiene más poder en nuestra cultura es quien
controla a la persona con el palo, no la que lo lleva.
Y aun así siguen proliferando estas mujeres en gran parte de las obras de ciencia
ficción: desde libros a películas y televisión. La heroína de fantasía urbana post-Buffy
se ha convertido en un cliché, en gran medida debido a que las cubiertas donde
aparece se asemejan mucho unas a otras. Pantalones sugerentes, tatuajes, miradas por
encima del hombro; en general son heroínas sin rostro, mujeres en cuya piel la lectora
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puede meterse con facilidad. Son ingeniosas y saben usar un arma, pero ahí se acaba
la faceta atemorizante. Si los pantalones de cuero no eran una pista, las posturas
atractivas deberían haberte encendido la bombilla. Estas mujeres no están pensadas
para ser amenazadoras. Incluso si eres un vampiro y ella mata vampiros, tienes las
mismas posibilidades de que se acueste contigo o de que te pegue un tiro. Al fin y al
cabo, ese es el conflicto.
Pero es un conflicto que no asusta en absoluto. Se limita a la tensión sexual
presentada de otra forma. Son mujeres rudas como fetiche, no como personas reales.
La primera vez que alguien escribió un plagio de Buffy era tan bueno como la
primera vez que alguien hizo lo mismo con Tolkien, y a partir de ahí todo comenzó a
desmoronarse. No es que no haya un montón de copias buenas, pero, al final, hay más
imitaciones que nuevas creaciones. O evoluciones.
Por desgracia, cuando una estrategia de marketing se pone en marcha es muy
complicado sacar tu libro de ahí. Conozco a un autor que incluyó de forma tangencial
a una mujer con una espada en su libro, pero, mira por dónde, en la cubierta pusieron
una mujer con una espada y ropa ajustadísima con la pose de mirar por encima del
hombro.
No recelo de la fantasía urbana como género. Puede ser muy divertida para los
lectores, aunque en general no es mi estilo. Lo que me molesta del género es que
parece reafirmar algo que sospecho desde hace tiempo:
A las mujeres no se las permite dar miedo. Atemorizar de verdad. No de un modo
no sexualizado ni fetichista.
¿Por qué todos esos pantalones sugerentes y tatuajes en la espalda? ¿Por qué la
simbología de la dureza en vez de terror real en un callejón oscuro? ¿Por qué
celebramos el «poder de una chica» y ridiculizamos el «poder de una mujer»?
Aseguraría que es porque las mujeres pueden ser, y son, increíblemente
aterradoras, e incluso si eso es algo poderoso sobre lo que nos gustaría leer, tenemos
que maquillarlo como algo distinto. Algo con lo que podamos identificarnos. Más
seguro. Algo que no ofenda a los nuestros y nos asegure que todavía somos queridos
y respetados, y no abroncados, perseguidos o ridiculizados por disfrutar con historias
sobre mujeres que pueden hacer que un tipo se cague en los pantalones en un
callejón.
La fantasía urbana es un gran medio para explorar la interacción con el poder de
las mujeres en el mundo real, pero las heroínas luchan con el mismo medio-poder
empalagoso que sufren sus equivalentes en el mundo real. Quiero ser dura pero
adorable. Quiero molar pero ser aceptable. Quiero poder pero no todo el estigma que
comporta. Quiero ser especial, pero no tan especial de modo que nadie me quiera.
Soy igual, bien, entonces, ¿por qué todavía siento que debo casarme, tener pareja o
engendrar un montón de niños para ser una persona real? Y, si soy tan igual y se me
da tan bien matar demonios, ¿por qué gano menos que los tíos? Y si soy tan igual,
¿por qué me aterran todos los hombres que veo en un callejón oscuro?
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Son grandes preguntas, y es divertido explorarlas, pero no me interesan. Me
interesa lo que ocurre cuando a las mujeres ya no las asusta el tipo del callejón. Me
interesa lo que pasa si es la mujer en el callejón la que provoca terror. ¿Puede existir
un mundo así? ¿Cómo sería? Quiero mostrar y reimaginar cómo sería una verdadera
heroína libre y poderosa. Quiero una mujer Conan, que pueda destrozar monstruos y
acostarse con quien desee sin miedo a las repercusiones o a los remordimientos.
¿Quién es ella? ¿En qué mundo vive?
Y, más importante todavía… ¿por qué no la vemos más a menudo?
¿Tenemos tanto miedo a escribir sobre ella como a imaginarla en ese callejón
oscuro a la espera, con la pistola desenfundada, sin piedad o simpatía por un hombre,
una bestia, un vampiro o un crío, lista para volarle la tapa de los sesos y pasarse por
el bar de camino a casa antes de sumirse en un merecido y plácido sueño: el sueño de
quienes están libres de restricciones, de remordimientos, el sueño de los poderosos?
Su poder, el poder real, amenaza nuestro orden social establecido. Las mujeres con
poder real pueden usarlo contra los hombres. Las mujeres con poder real no están ahí
para que las mires. Están ahí para actuar.
Ella no es una Protagonista Femenina Fuerte. Ella es la Protagonista Femenina
Aterradora, y no la vemos suficiente.
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En defensa de las mujeres desagradables
«Un borracho venido a menos, terrible con las relaciones y que toma algunas
decisiones egoístas y cuestionables, va en busca del amor, y fracasa».
Esta es la sinopsis de la trama de dos películas: la exitosa y aclamada por la
crítica Entre copas[10] y la mucho más denostada y controvertida Young Adult[11].
Una cuenta la historia de un perdedor borracho y desaliñado que roba dinero a su
madre para que su mejor amigo, a punto de casarse, le sea infiel a su futura esposa.
La otra película gira en torno a una perdedora borracha y desaliñada que va a una
pequeña ciudad de Minnesota para intentar acostarse con su exmarido, que ahora está
felizmente casado. Ambas películas configuran un retrato sobrio y conmovedor de la
patología de los protagonistas y de su incapacidad para conectar con los demás.
¡Incluso ambos son escritores! En mi opinión, la mayor diferencia en la recepción de
estas películas radica en que una presenta a un protagonista masculino, y por lo tanto
tuvo muy buenas críticas. La otra cuenta la historia de una mujer imperfecta, y se
convirtió al instante en «controvertida» debido a su «profundamente desagradable»
heroína.
También veo este doble rasero en libros. Perdonamos a nuestros héroes incluso
cuando son brutos alcohólicos sin objetivo o imperfectas figuras sombrías que fuman
demasiado y son incapaces de mantener una relación estable. Lo cierto es que
simpatizamos con estos héroes y los aplaudimos; Conan gusta tanto por sus
emociones descarnadas, sus instintos viscerales, su tendencia a solucionar problemas
mediante la fuerza de su voluntad. Pero los rasgos que nos gustan de tantos héroes
masculinos —la complejidad, la confianza, el ocasional egoísmo caprichoso—,
cuando se trata de heroínas, se convierten en marcas de los temidos «personajes
desagradables».
En una entrevista, la autora Claire Messud aborda este problema sin ambages
cuando el entrevistador[12] le dice que su protagonista es demasiado oscura y si no le
preocupa que el lector no quiera entablar amistad con ella. Messud contesta:
Por el amor de Dios, ¿qué tipo de pregunta es esa? ¿Querrías ser amiga de Humbert Humbert? ¿Querrías ser
amigo de Mickey Sabbath? ¿De Saleem Sinai? ¿De Hamlet? ¿De Krapp? ¿De Edipo? ¿De Oscar Wao? ¿De
Antígona? ¿De Raskólnikov? ¿De cualquier personaje de Las correcciones? ¿De cualquier personaje de La
broma infinita? ¿De cualquier personaje de todo lo que ha escrito Pynchon? ¿O Martin Amis? ¿U Orhan
Pamuk? ¿O Alice Munro, puestos a eso? Si buscas amistades en la lectura, tienes un gran problema.
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también, y más importante todavía, ser vulnerables. Si no lo son, es muy probable
que causen rechazo en los lectores y las tachen de desagradables.
Escribí un artículo[13] en el que comenté que, estudiando el posgrado, a veces me
bebía dos botellas de vino de una sentada y fumaba cigarrillos. Un par de personas
comentaron en otro foro que yo debía ser una alcohólica irresponsable. No pude
evitar preguntarme cómo hubiera sido su reacción de haber escuchado que un
estudiante universitario de veintitrés años a veces se bebía dos botellas de vino de una
sentada.
Cosas de tíos, ¿no? Pero las mujeres somos alcohólicas.
Y así con todo.
Pero ¿por qué? ¿Por qué interpretamos los mismos comportamientos de un modo
tan distinto dependiendo del sexo de la persona que los realiza?
Diría que se debe a que a las mujeres se las ha presentado con tanta frecuencia
como madres, madres potenciales, cuidadoras, sirvientas, asistentas y criadas de todo
tipo que se ha vuelto una expectativa consciente e incluso inconsciente que
cualquiera que no lo sea —por lo menos, parte del tiempo— debe ser intrínsecamente
antinatural. Y cuando encontramos a una mujer que no se ajusta a este modelo, nos
esforzamos para devolverla al molde, porque si se sale, bueno… puede que eso
implique que tiene la capacidad de desarrollar multitud de roles.
En serio: si las mujeres fuéramos algo de forma «natural», las sociedades no
dedicarían tanto tiempo en tratar de controlar cada aspecto de nuestras vidas.
Disfruto escribiendo personas complejas. Disfruto escribiendo sobre mujeres. Por
tanto, las mujeres y los hombres sobre los que escribo son imperfectos y complejos.
Tienen sus propias motivaciones tortuosas. No siempre hacen lo correcto. No tiene
por qué haber un final emocionante donde todo el mundo se da cuenta de que eran
unos capullos y se dan un buen abrazo. La vida es mucho más complicada, y las
mujeres también. No somos ni mejores ni peores que nadie. Yo soy imperfecta. A
menudo tomo decisiones equivocadas. Y muy a menudo soy egoísta.
Como muchos de los personajes sobre los que escribo. Y para ser completamente
sincera, os diré que me gustan muchísimo más así. Roxane Gay ofrece varios
ejemplos de heroínas perfectamente desagradables en la ficción en su artículo «No
estamos aquí para hacer amigos»[14]. Gay dice:
Esto es lo que en muy pocas ocasiones se dice sobre las mujeres desagradables en la ficción: que no fingen,
que no quieren o no pueden fingir ser alguien que no son. Ni tienen las ganas para ello, ni el deseo… Las
mujeres desagradables rechazan caer en esa tentación. En cambio, son ellas mismas. Aceptan las
consecuencias de sus elecciones y dichas consecuencias se convierten en historias que vale la pena leer.
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comportan de este modo. Las tildamos de brujas egoístas. De madrastras pérfidas. Ver
que estas mujeres se abren paso en las páginas de nuestra ficción provoca el mismo
efecto. Las mujeres deberían dedicarse al cuidado de otros. Su presencia debería ser
reconfortante. Deberían ser sensatas.
Las heroínas deben representar el papel de la diligente Wendy, mientras que los
héroes son Peter Pan.
Está claro que señalar esta narración no va a corregirla. Pero espero que haga a la
gente consciente de ello. Cuando lees sobre un héroe apocalíptico estilo Mad Max,
bebedor y de gatillo fácil, que te gustaría mucho si fuera un tío, pero que te incomoda
enormemente cuando descubres que se trata de una mujer, detente un instante y
pregúntate por qué. ¿Es porque se trata realmente de una persona con la que no
puedes empatizar, o porque alguien te ha dicho que ella debería estar de vuelta
jugando a ser mamá con los Jóvenes ocultos, en vez de estar apuñalando a su casero,
robando una moto o salvando el mundo?
Los relatos nos enseñan a empatizar, y limitar la expresión de la humanidad de
nuestros héroes basándola totalmente en el sexo o el género nos crea un gran
perjuicio. Restringe lo que consideramos humano, y esto deshumaniza a las personas
que no encajan en nuestra estrecha definición de lo que es admisible.
Nos guste o no, la incapacidad de empatizar con las mujeres desagradables de la
ficción con frecuencia también puede conducir a la incapacidad de empatizar con
mujeres que no siguen todas las normas en la vida real. Lo noto continuamente en
conversaciones tanto con hombres como con mujeres. Son estas mismas cuestiones
que surgen cuando una mujer se atreve a denunciar un abuso. ¿Qué vestía? ¿Le
provocó al contestarle? ¿Era una mala esposa? ¿Una mala novia? ¿Era una buena
mujer, o una mala mujer? No plantearíamos jamás este tipo de interrogantes, y los
supuestos que los motivan, a sus equivalentes masculinos… a no ser que se trate de
hombres de color. ¿Llevaba pantalones cortos cuando le robaron? ¿Gritó a su vecino
antes de que le pegara un tiro? ¿Fumó porros en algún momento de su vida antes de
que un policía le pegara un tiro en la calle? ¿Era un buen hombre, o un mal hombre?
Esta justificación de la violencia contra aquellos que se salen de los roles en los
que les coloca la cultura dominante, puede ser reforzada o desafiada por las historias
que contamos. Las historias no solo nos cuentan quiénes somos, sino también quiénes
podemos ser. Pintan las estrechas casillas de comportamiento en las que nos situamos
nosotros mismos y a quienes conocemos. Pueden estimular la compasión, la bondad y
la aceptación, o la violencia, la intolerancia y la venganza. Todo se filtra de la página
o de la pantalla al mundo real. ¿Quién merece perdón? Espero que todos.
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Mujeres y caballeros: desenmascarando la
instructiva realidad de los personajes
hipermasculinizados
En la película La joya del Nilo, la secuela de Tras el corazón verde, la autora de
novelas románticas Joan Wilder se sitúa a sí misma en una posición sin salida. Los
piratas han abordado el barco en el que se encuentran la heroína y su amante.
Primero, Wilder escribe que el héroe se sacrifica a los piratas, permitiendo que la
heroína se salve en un bote de remos; al fin y al cabo, las mujeres y los niños
primero.
Pero Wilder se siente muy insatisfecha con este giro de los acontecimientos.
Después de todo, es muy cliché, y era 1985: la liberación de las mujeres y todo eso.
Así que lo reescribe de forma que la heroína se sacrifique para que el amante escape.
Bloqueada con ella en manos de los piratas y el previamente intrépido héroe huyendo
acobardado en el bote de remos, Wilder, frustrada con sus decisiones, lanza la
máquina de escribir por la borda.
Cualquier opción hace que todo parezca ridículo. Tras casi veinte años
escribiendo ficción, es un impulso con el que simpatizo.
Cuando empecé a escribir ficción breve, muchos de mis primeros relatos fueron
de espada y brujería. Escribía sobre mujeres que esgrimían espadas y magia, que se
sacrificaban por causas mayores, cuyas preocupaciones eran amantes y niños. Si las
hubiera cambiado de mujeres a hombres, quizá se las habría considerado héroes más
blandos: buenazos, un poco demasiado cariñosos, un poco demasiado dispuestos a
sacrificarse. Para ser chicos, claro.
Es extraño, pensé, que lea estos personajes de un modo distinto al cambiarles el
género. ¿Por qué?
Había algo que me irritaba sobre cómo describía a estas mujeres. Les ponía una
espada en la mano y eso no las cambiaba. Era como si no tuviera en cuenta cómo una
vida de violencia transforma a una persona. No valoré que entrenar a una persona
para matar, y colocarla en situaciones violentas, afectaría al modo en que
interactuaría con el resto del mundo fuera del campo de batalla.
Como Wilder, sentí que ponía a mis personajes en escenarios que simplemente no
eran satisfactorios.
Me encantaban las películas postapocalípticas de los años ochenta y las de ciencia
ficción clásicas. Héroes solitarios sin familias, incapaces de mantener relaciones a
largo plazo, valorados por su capacidad para echar paredes abajo y disparar a los
malos, pero a menudo incapaces de vivir en la sociedad civilizada. Los contemplaba
y me preguntaba si animaríamos y apoyaríamos sin cuestionarlo su comportamiento
antisocial con tanto entusiasmo si fueran mujeres.
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Por lo que comencé a escribir sobre el tipo de héroes que tanto me gustaban
(alcohólicos, de gatillo fácil, lobos solitarios) y les hice mujeres.
Al principio pensé que sería divertidísimo. Disponía de estas intrépidas y heroicas
mujeres, fraguadas para la batalla, a las que no les importaba nadie ni nada. Y claro,
en gran parte fue entretenido. Pero entonces comenzó a ocurrir algo interesante.
Al convertir en mujeres a escuadras de soldados que cometen crímenes de guerra
en mi relato «Wonder Maul Doll»[15] y fuerzas invasoras en «The Women of Our
Occupation»[16], comencé a eliminar las capas de «normalidad» que otorgamos a esta
masculinidad extrema y empecé a descubrir la podredumbre en su núcleo, al mismo
tiempo que creaba visiones de mujeres mucho más interesantes y complejas.
En mi novela God’s War creé a una antigua asesina del gobierno, ahora
cazarrecompensas, que además era una veterana de guerra. Podía cometer insensatos
actos de violencia. Nadie era capaz de acabar con ella. Pero convertirse en una
máquina de matar tiene su precio. Pese a toda la sangre y la gloria, alcanzar este
pináculo de fuerza y perfección que su sociedad fomentaba la obligaba a renunciar a
ser funcional dentro de cualquier civilización. No podía desarrollar relaciones
normales. Lo tenía difícil para hacer amigos. Se automedicaba con whisky y
narcóticos suaves. La idea de la maternidad le parecía, como poco, sospechosa.
Me di cuenta de que había creado un monstruo.
Había creado a un héroe de acción de los años ochenta.
Al colocar a mujeres en estos roles hipermasculinizados, estaba desafiando la
representación de las mujeres en la ficción como las personas a las que se les hacen
cosas (en oposición a las personas que hacen cosas) al mismo tiempo que animaba a
los lectores a echar otro vistazo a las ventajas y las serias desventajas de ese tipo de
masculinidad.
Arrojamos a los hombres a las fauces de la guerra y les llamamos débiles o
decimos que están conmocionados o locos por volver físicamente afectados.
Llamamos abusón y cobarde a un hombre que golpea a mujeres y niños, pero le
tachamos de débil por expresar emociones que van más allá de la rabia y la ira.
Colocar a personajes femeninos en esta trampa de la masculinidad, donde se espera
que actúen con violencia y repriman las emociones, me ofreció una nueva perspectiva
de lo que esperamos de muchos hombres en esta sociedad, y estas expectativas
permanecen en los medios generalistas incluso cuando nosotros, como individuos,
clamamos por un cambio.
Podemos interiorizar todavía las expectativas de masculinidad porque, hasta
cierto punto, todavía vemos el comportamiento «masculino» como el normal, el que
se sobreentiende, y el «femenino» como el «otro». Si crees que no es así, mira qué
ocurre si envías a tu hijo a la escuela con un vestido. Podemos fingir que hay
igualdad para las mujeres, pero mientras hombres y mujeres sigamos reprimiendo los
aspectos más generales de la humanidad que tildamos de «femeninos», todos estamos
jodidos.
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Porque son esas cosas que celebramos como lo «otro» las que nos hacen
verdaderamente humanos. Es lo que calificamos de «blando» o «femenino» lo que
hace posible la civilización. Es la empatía, la capacidad de preocuparse, cuidar y
conectar. Es la capacidad de agruparse. De construir. De rehacer. Pedir a los hombres
que se deshagan de sus rasgos «femeninos» es decirles que se arranquen la mitad de
su humanidad, igual que pedir a las mujeres que supriman sus rasgos «masculinos»
equivale a pedirles que renuncien a su plena autonomía.
Lo que nos hace humanos no es una cosa u otra —el puño o la mano abierta—, es
nuestra capacidad para incorporar ambas, y escoger la acción apropiada para la
situación en que nos encontremos. Porque negar una mitad —quemar el mundo o
negarse a defenderlo de aquellos que quieren quemarlo— es negar nuestra humanidad
y convertirnos en algo menos que humano.
Al ver a otros escritores[17] celebrar sus historias masculinas en mundos que son
un noventa por ciento de hombres, suelo preguntarme si se han olvidado de buena
parte de la humanidad de las personas sobre las que escriben. Si son incapaces de ver
y plantear qué ocurre cuando eliminan la mitad de un individuo, y la mitad del
mundo, adolecen de una increíble falta de imaginación. De una ceguera voluntaria. Es
celebrar un mundo disfuncional que nunca fue.
Yo también crecí con las historias de Conan y Mad Max. Crecí celebrando a los
peligrosos machos alfa que follaban, bebían y daban palizas por doquier sin
consecuencias. Pero mientras que otros autores, quizá, crecieron para emular esta
escritura y construir estos héroes hipermasculinizados sin cuestionárselo demasiado,
yo empecé a pensar en cómo le iría a Conan en el mundo. Empecé a pensar cómo esta
hipermasculinización afectaría a la calidad de vida de los personajes. Me di cuenta de
que Conan jamás tendría un final feliz. No sé si eso es algo que debemos celebrar o
no. Pero es algo sobre lo que deberíamos hablar.
Lo que descubrí al comenzar a explorar todo el potencial de mis personajes fue
que mis historias también mejoraban. No lastraba a mis personajes con estereotipos
forzados, conflictos predecibles y fracasos imaginativos. Buscaba las distintas formas
en que expresamos nuestra humanidad.
Escribía sobre personas. No caricaturas.
Cuando nos planteamos forjar nuevos mundos —fantásticos o de ciencia ficción
— no está de más recordar que las personas que los habitan están construidas al igual
que nuestros mundos. Creamos compartimentos y colocamos a la gente en ellos, sin
tener en cuenta su capacidad intrínseca para luchar, educar, construir o destruir. Cómo
afronten estos personajes dichas expectativas y responsabilidades sociales tiene
menos que ver con el sexo físico que con el modo en que escogen sustentar o
combatir esas expectativas.
Por lo tanto, puede que sea tu héroe, o tu heroína, quien salte al bote de remos.
Pero lo cierto es que acaso haya otra opción: que se vuelvan y luchen juntos contra
los piratas. Es posible que incluso puedan disuadirles del saqueo con una ingeniosa
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historia bien elegida o con una hábil estratagema. Puede que haya otra salida. Quizá
no se trate de una disyuntiva.
Esa historia sería la más interesante: aquella en la que a nuestros personajes se les
permite ser personas, no parodias de nuestras marchitas expectativas.
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Género, familia, sexo: la frontera especulativa
En una ocasión alguien me preguntó por qué los «machos alfa» eran tan populares en
muchas ficciones especulativas románticas, y dudé antes de responder. No porque no
lo supiera, sino porque tenía claro que me iba a meter en una espinosa discusión
sobre las diferencias entre encontrar placer en algo que te parece genuinamente
placentero, y encontrar placer en algo que se supone que vas a encontrar placentero.
Es una cuestión ardua para quien se la plantea: ¿de verdad te deleitas al mostrar
ciertos tipos de comportamiento, o cuando los demás muestran ciertos
comportamientos, o tan solo te han dicho que se supone que debe gustarte, por lo que
te autoconvences de que es genial?
Vivimos en una cultura que controla a la gente a través de una implacable
jerarquía. Cualquiera que haya sufrido acoso escolar sabe exactamente a qué me
refiero, y cómo busca mantenernos a todos en nuestro sitio; los que están arriba
trabajan para establecer su dominación y el poder. Son los que tienen éxito, porque el
juego está amañado a su favor. Al incorporar a las mujeres a esa jerarquía, cuando
hace unos cincuenta años no podían comprar una casa o tener una tarjeta de crédito
sin el permiso de sus maridos, tiene sentido que se alíen con matones. Estos pueden
protegerlas de otros hombres que las tengan en su punto de mira. El matón que
conoces es mucho menos terrorífico que el desconocido. Convertir en un fetiche ese
comportamiento cuando tus opciones son limitadas no es sorprendente.
Es curioso que esta tolerancia con los matones se resquebraja cuanto más
igualitaria es una sociedad. Solo hay que echar un vistazo a las desternillantes
hazañas de los artistas del ligoteo que tratan de anular a las mujeres en Ámsterdam y
Canadá para descubrir que el fetiche del matón no se sustenta cuando la jerarquía se
derrumba. No obstante, cuando veo a mis colegas escribiendo sobre futuros muy
lejanos, o mundos secundarios, el fetiche del abusón les acompaña, incluso en
mundos que han reescrito como igualitarios. Pero ¿a qué se debe? Bueno, porque así
es como se cuenta la historia. Es lo que esperamos.
Por eso seguimos escribiendo.
La semana pasada estaba viendo una antigua película ochentera titulada Al filo de
la noticia. Trata de una ambiciosa realizadora de televisión a la que le gusta un
presentador de informativos un poco cabezahueca pero atractivo, y de un
inteligentísimo periodista de aspecto anodino que ha sido su mejor amigo durante
mucho tiempo. Me encantó la heroína: lo primero es su trabajo, después trata de
acostarse con el presentador atractivo cuando le conoce (él la rechaza con
amabilidad), y lleva condones en su bolso. (¿Qué ocurrió con estas heroínas de los
ochenta? ¿En qué medios están hoy en día?). Pensé que era una típica comedia
romántica, y me la vi esperando un final típico de comedia romántica. Al fin y al
cabo, la realizadora de televisión debe escoger a uno de estos tipos, ¿no? Pero según
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avanzaba la película, descubrí que cada vez estaba más confundida con la idea de que
no acabaría con ninguno de los dos. Ninguno encajaba. El atractivo era demasiado
tonto para ella, y no compartía su ética periodística. Y el supuesto «buen tío» reveló
una faceta mezquina al ser rechazado que le definía sin atisbo de duda como uno de
esos «pseudo-buenos tipos» que solo son amables hasta que les dejas claro que no te
acostarás con ellos. Así que imagina mi sorpresa cuando (¡spoilers!) llega el final y
ella no escoge a ninguno. Consigue un ascenso, y damos un salto al futuro, donde
todos siguen con sus exitosas vidas, amigos de nuevo, y ella ha estado viéndose con
otra persona desde hace unos meses. Me recordó al alivio que sentí cuando Buffy
salió airosa sin necesidad de una cita al final de la serie.
Pero las expectativas que tenía sobre la película eran expectativas de comedia
romántica: así es como funciona la fórmula. Así es como funcionarían estos
humanos. Como si los seres humanos y las relaciones fueran piezas de rompecabezas
con una sola solución posible. De hecho, la vida es mucho más complicada, pero no
siempre queremos verlo en nuestra ficción. Queremos creer que todo es muy sencillo.
Desde una perspectiva de lectora, la simplicidad está genial. Pero desde la
perspectiva de escritora —sobre todo de una que escribe en los límites de la
imaginación—, el modo en que los novelistas de ciencia ficción y fantasía crean
futuros que se parecen tanto a nuestros propios supuestos sobre cómo funciona el
mundo hoy en día no es simplicidad, es pereza.
Incluso la no ficción perpetúa esta idea de que ahora somos como siempre hemos
sido, o siempre seremos. No hace mucho que vi por primera vez unos episodios de
Cosmos, un programa que probablemente hubiera cuestionado menos antes de
comenzar a desenredar los relatos que nos decimos que son historia. Como con
cualquier representación de los «primeros humanos», esta mostraba un grupo familiar
que nos era reconocible: mujeres sosteniendo niños, un par de hombres de caza, quizá
una abuela a un lado. Recordaban a los reducidos grupos familiares que conocemos
por los medios populares en vez de a los seguramente mucho más complejos que
tenían estos antepasados en sus tiempos: cuatro mujeres y dos hombres descuartizan
un cadáver, dos hombres recolectan fuera, un anciano cuida de los pequeños, dos
ancianas atienden el fuego. Lo cierto es que cada arqueólogo e historiador está
limitado por su propio presente al interpretar el pasado. Por lo tanto, cuando los
norteamericanos y los europeos hablan de los primeros humanos, apenas mencionan a
los primeros humanos en África, incluso si todos provenimos de allí. Cuando
hablamos de los primeros humanos, siempre son individuos pálidos y peludos, que
visten pieles y sobreviven como pueden en un páramo helado. Los hombres siempre
están fuera cazando (¡como los buenos oficinistas de los años cincuenta!), mientras
que las mujeres se quedan en el campamento para acunar a los bebés sobre las
rodillas. Es más, los pequeños grupos familiares como estos no pudieron permitirse
una especialización en roles hasta la llegada de la agricultura. Antes, las personas
tenían que trabajar codo con codo para sobrevivir y cada miembro aportaba su
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esfuerzo, ya fuera vigilando a los niños, recolectando comida o conduciendo a
manadas de grandes mamíferos hacia un barranco y destripándolos para conseguir la
carne[18].
Una de las mejores maneras de mantener a la gente a raya es decirle que cierto
comportamiento es «normal» y que «siempre se ha hecho así». A menudo oigo a
padres lamentarse sobre lo complicado que es criar a los hijos pequeños, dicen que
sienten que han fracasado, ya que deben salir al mundo a conseguir dinero, ser
buenos padres y buenas parejas, mientras se arreglan durmiendo lo mínimo mes tras
mes, año tras año. Lo cierto es que la llegada del hogar biparental es una invención
bastante moderna, las familias grandes han sido la norma general a lo largo de la
historia, a menudo con múltiples generaciones viviendo bajo el mismo techo. Nadie
en su sano juicio montaría un sistema donde solo dos adultos tienen que ocuparse de
los disparatados horarios de los bebés. Estas historias del pasado y de lo «normal»
nos muestran que somos nosotros los que no funcionamos, no las estructuras sociales
que hemos creado al servicio de una vida en la fábrica o en la oficina de ocho a cinco.
Aun así, veo esta estructura familiar desmoronándose en gran parte de la ficción
que leo, así como en los medios mucho más conservadores que consumo a través de
películas y televisión. No hace mucho que mostrar la vida de una madre soltera feliz
hacía que los ejecutivos y productores chascaran la lengua, y una familia interracial
era tabú en pantalla. Pero las novelas y las historias a menudo se ven limitadas por
menos restricciones. Tenemos menos jefazos que nos presionan. Así que lo único que
nos impide que mostremos formas nuevas y diferentes de comportamiento social es el
límite de nuestra propia imaginación, y nuestra voluntad de adoptar la narración
común de las estructuras familiares, de géneros binarios, de sexo convencional para
procrear.
Cada uno escribe ciencia ficción y fantasía por distintos motivos. Está claro. Pero
no estoy aquí para escribir y contar las mismas historias de siempre. No estoy aquí
para reconfortar a quienes han elegido vivir y organizarse de cierta manera y decirles:
«Sí, por supuesto. Siempre ha sido así. Siempre será así». Estoy aquí para crear
mundos realmente diferentes. Estoy aquí para desafiar la aceptación de lo normal, de
la jerarquía, de que los humanos siempre serán intimidantes o de que «hombre» y
«mujer» son algo más que endebles categorías lingüísticas, creadas por los humanos
para organizar lo que en realidad es un mundo no binario diverso e increíble, y
fantásticamente desordenado.
Escribo sobre culturas permisivas. Matriarcados. Terceros géneros. Escribo sobre
futuros en guerra y en paz. Futuros movidos por bichos, o por magia estelar, o por
Los Felinos Cósmicos. Si escribo sobre los límites de las cosas, entonces debo
salirme de los estrechos compartimentos narrativos de los medios más amplios y de
muchos de mis colegas, y buscar temas que los expanda, pinchando con un palo hasta
que se deshagan. Leo de todo, y trabajo a partir de los límites de mis predecesores.
Obras como The Warrior Who Carried Life, de Geoff Ryman, Black Wine, de Candas
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Jane Dorsey, Trouble on Triton, de Samuel Delany, When It Changed, de Joanna
Russ, y obras más actuales de autoras como Jacqueline Koyanagi, Ann Leckie y
Benjanun Sriduangkaew, que desafían lo que consideramos relaciones humanas
«normales» y modos de vida basados en el género.
El modo en que desafiamos las convenciones —ampliando los límites— con
frecuencia ocurre primero en la ficción, y desde ahí se filtra a fandoms más amplios,
desde los cómics al cine y la televisión, y me alegra ser parte de esta enorme presión
para expandir la imaginación y dinamitar las limitaciones que ponemos a nuestras
vidas.
Los relatos son poderosos. Nos pueden frenar. Encasillarnos. Pero también
pueden desafiar lo que damos por sentado. Enseñarnos a construir estructuras. O a
demolerlas y comenzar de nuevo.
Todo es posible. Pero para hacer que sea posible, antes toca reconocer que nada
de todo eso es normal.
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La rentabilidad decreciente de escribir historias
problemáticas
Mi cónyuge lleva un tiempo intentando que juegue a Space Run. Es un jueguecillo en
el que construyes tu propia nave espacial y sales a cumplir misiones. Jugué el tutorial
no hace mucho, y me molestó un poco que no pudiera escoger un personaje
femenino. El tutorial estaba bien. Continué con la primera misión, que una directora
ejecutiva te entrega a ti, el protagonista. Tras recibir esta misión, mi heroico avatar
sintió la necesidad de comentarle a su compañero androide lo «buena» que estaba la
mujer del encargo.
Apagué el juego.
Lo cierto es que tenía un buen puñado de juegos pendientes: Portal, Skyrim,
Monument Valley, The Room, y volver a Mass Effect 3 y Dragon Age: Origins. Sin
contar los libros que quería leerme como City of Stairs, Shield and Crocus, Hild y
Steles of the Sky, que eran un entretenimiento mucho mejor y no tenían gilipolleces
tan sexistas.
Fue en aquel instante cuando me di cuenta de la verdadera economía de lo que va
a impulsar el cambio de la narración. Veréis, lo habitual era consumir solo medios
racistas, sexistas y homófobos. Era todo lo que había. Así que, o lo engullías
torciendo el gesto, o lo dejabas de lado. (Yo aparté los cómics. Apenas los leía hasta
hace seis o siete años, ya que era complicado encontrar cosas que no fueran
directamente ofensivas). Pero ¿hoy en día? Bueno, hay muchísimos medios,
muchísimo entretenimiento y cada vez hay más historias diferentes donde escoger.
Ha llegado hasta el punto de que antes de escoger una película pregunto si
contiene abusos o amenazas de abusos para decidir si la veo o no. Cuando estoy
cabreada, estresada y agotada, no quiero pasar lo que debería ser mi tiempo de ocio y
entretenimiento apretando los dientes debido a incómodas microagresiones dirigidas
contra mujeres. Ya tengo suficiente de esto en mi día a día. Quiero puto escapismo. Y
si hay películas que me lo pueden dar, las voy a preferir antes que las que no.
Muchos aseguran que la demografía de los Estados Unidos obligará a muchas
compañías de medios de comunicación a realizar cambios. En 2050, el cincuenta por
ciento de la población de los Estados Unidos se compondrá de personas de color.
Pero las mujeres siempre hemos sido el cincuenta por ciento del país… entonces,
¿por qué no hemos visto más medios tratándonos como humanos? Hasta que
enfadada apagué Space Run, no se me ocurrió que lo que también va a cambiar las
cosas es que los propios medios se han vuelto más accesibles. Cualquiera puede crear
un juego y subirlo online. Cualquiera puede escribir un libro y publicarlo en una
plataforma de venta. Tenemos muchas más oportunidades de elección, y aunque los
grandes estudios de Hollywood y las editoriales todavía presentan principalmente
productos del statu quo, también están transformándose. Lo que ven es que, al tener
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más opciones que además pueden ser menos problemáticas, la gente a menudo las
escoge antes que su basura insultante.
Lo más gracioso de mi experiencia con Space Run es que ni siquiera era ofensivo.
He soportado cosas mucho peores (True Detective[19], BioShock Infinite) porque otros
aspectos de la narrativa eran muy buenos. Pero si me das una experiencia mediocre y
además me pegas un puñetazo en toda la cara, bueno, ya sabes… a pastar. Por eso
aguantaré Guardianes de la Galaxia, pese a su extraño héroe mujeriego y a que a su
única protagonista femenina la llaman puta, porque al menos ofrece otras cosas que
disfruto. Desde luego, seguiré criticando un comportamiento problemático, pero si el
resto de la película también fuera mierda, no me molestaría en darle mi dinero. Sin
embargo, lo que los estudios comienzan a comprender es que, si me dan divertimento
igual de bueno en una serie que tiene más heroínas, en la que no llaman puta a nadie,
y donde hay un héroe que sí es agradable y no confunde a las mujeres con servilletas
de papel para luego pretender que es un ser humano con sentimientos, será siempre
mi elección por encima de la más problemática Guardianes de la Galaxia[20].
Liberar plataformas narrativas —vídeo, publicaciones, juegos— para que más
gente pueda jugar desde luego ha generado una sobreabundancia de bazofia. Pero
también una sobreabundancia de opciones, y podemos escoger medios que no nos
insulten con mucha más facilidad que antes. Puedo sacar historias como Orphan
Black e incluso Snowpiercer de entre la basura, e ignorar lo que me molesta. Puedo
descubrir otras historias. Como autora, puedo escribir de forma activa otras historias,
y hacerlas llegar a la gente con mucha más facilidad. Y cada vez con más frecuencia
descubro que, aunque pensé que lo que escribía era minoritario, se acerca un poco
a… bueno… si no a lo mayoritario, por lo menos está creando su propio nicho entre
públicos como yo que están desconectándose de los productos basura porque saben
que hay obras mucho más interesantes ahí fuera.
Podemos quejarnos todo lo que queramos de lo complicado que es descubrir
cosas interesantes entre tanta basura, pero abrir las compuertas también ha hecho
posible la diversificación y el cambio en la narrativa. Me gusta tener más opciones.
Me gusta poder escoger mejores historias, en vez de verme obligada a soportar las
que son bazofia o a quedarme sin nada.
Postdata: Un año más o menos después de escribir esto se estrenó Jurassic World,
con su mezcolanza reduccionista de tropos de género y una mujer-con-carrera-que-
debería-ser-madre que imita a Indiana Jones, y recaudó quinientos millones de
dólares en la semana del estreno. Pero, por supuesto, recobré la fe en la humanidad
cuando Star Wars: El despertar de la fuerza —con una mujer en el papel principal y
protagonistas masculinos no blancos— dominó incluso a los dinosaurios en taquilla,
superando todos los récords previos. Todavía podemos tener esperanza.
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Lograr que a la gente le importe: la narrativa en la
ficción vs. el marketing
Voy a contarte una historia.
Trata de cómo empecé mi ensayo más popular hasta la fecha, «Siempre hemos
luchado», el cual ganó un premio Hugo a mejor obra relacionada, quedó nominado al
British Fantasy Award como mejor no ficción, se ha reeditado dos veces, y se ha
traducido a muchos idiomas.
Se podría pensar que no hay correlación entre cómo empecé este ensayo y su
éxito, permíteme que no esté de acuerdo. Lo cierto es que «Siempre hemos luchado»
no cuenta nada demasiado nuevo ni sorprendente sobre el papel de las mujeres en las
batallas a lo largo de la historia. Asiste a un curso sobre historia de las mujeres, lee
libros o pasa más de un rato muerto en Google investigando sobre el tema y llegarás a
algunas de las mismas conclusiones. Tenemos combatientes veteranas. Existen.
Siempre han existido. Pero no las vemos. No hablamos de ellas. No escribimos
suficientes historias sobre ellas.
Y cuando dejamos de contar historias sobre la gente, la olvidamos. La eliminamos
de la historia colectiva de nuestras vidas, de nuestras culturas.
Todo lo que hice fue contar una historia.
Escribo más o menos un libro al año además de mi trabajo diario como redactora
de textos publicitarios y de marketing. La gente me pregunta con frecuencia si el
trabajo de marketing no me roba mucha energía creativa para la ficción. Pero lo cierto
es que son distintos tipos de escritura. En la ficción, yo soy la única con un interés
directo. Me pueden aportar muchas sugerencias, pero no tengo por qué aceptarlas. En
el marketing, suelo estar al final en la jerarquía de decisiones. La gente acude a mí en
busca de palabras e ideas y se marchan con ellas, a menudo hasta tal punto que no
reconozco el producto final. Por supuesto, algunos proyectos tienen más éxito que
otros, y un buen proyecto publicitario es un verdadero trabajo en equipo en el que
todos aportan sus mejores ideas y los clientes reconocen que han acudido a ti por
ellas, en vez de ocultar lo que les ofreces con su propia visión.
¿Qué tiene esto que ver con la historia? Ya nos acercamos.
Una de las principales cosas que tienen en común estos dos tipos de trabajo es mi
meta de conseguir que la gente se preocupe por algo: en ambos casos puede verse
como un producto, ya esté vendiendo un libro o desinfectante para el inodoro. Sin
embargo, en el caso del libro, tratamos de que la gente se implique con los
personajes. Cuando las personas están implicadas emocionalmente en una historia es
mucho más probable que hablen de ella con entusiasmo a los demás. Y si no se
encariñan con los personajes, más te vale tener una historia verdaderamente
interesante. La historia, el «qué pasaría si…», mantiene a la gente pasando páginas
incluso si no se han encariñado con los personajes.
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Ocurre lo mismo con ciertos tipos de publicidad. Si no puedo lograr que tengas un
vínculo emocional con un lugar o un producto —Disney, Coca Cola y McDonalds
son maestros de este tipo de manipulación emocional—, entonces lo que tengo que
hacer es contar una historia tan apasionante que no puedas apartar la mirada. A las
marcas les gusta patrocinar a atletas y contar historias de superación para que asocies
la fuerza del cuerpo del atleta o la resolución (o ambos) con su producto. Es el tipo de
pensamiento mágico que dice: «¡Bebe PowerAde y tú también serás un gran atleta!».
En nuestras culturas hemos transmitido las costumbres sociales, la historia y la
moral a través de narraciones durante decenas de miles de años. La narración es
universal: todas las culturas la practican. Hay una buena razón por la que nuestros
libros religiosos no consisten simplemente en una lista de lo que se debe o no se debe
hacer. La moral y las enseñanzas están incorporadas en historias que se estudian, se
diseccionan y se transmiten; recordamos las historias de un modo en que no
recordamos las enumeraciones de cosas.
Narrar en vez de comunicar la información sin más es un conocido truco que
facilita mucho las cosas[21], pero quedan pocas personas que cuenten historias en vez
de relaciones de hechos. Incluso en los círculos del marketing, donde este es nuestro
negocio y deberíamos contar historias todo el tiempo, todavía recibo indicaciones de
los responsables, que quieren hechos y listas enumeradas. Oigo exclamaciones sobre
lo analítica que es la gente a la que nos dirigimos. Pero una persona analítica no es un
robot sin emociones.
En la vida, como en los negocios, para nosotros es mucho más sencillo
refugiarnos en la seguridad de la «lógica». Si somos lo bastante lógicos y razonables,
influiremos en quienes nos rodean. Pero a la gente no la persuade la lógica. La lógica
usa la lógica para reforzar sus decisiones emocionales.
Puedo repetirlo una y otra vez, o puedo contarte esta historia:
En mi trabajo llevábamos cierto tiempo intentando vender sin éxito la
actualización de un software a un grupo de usuarios. Nuestros índices de respuesta
eran casi nulos. Una de las cosas que me dijo el responsable de marketing fue que la
gente adoraba este producto; eran fans fieles, pero estaban tan unidos a la versión
actual que nadie veía un motivo razonable para actualizarla. Ya habían enviado
mensaje tras mensaje con listas de razones lógicas enumerando las ventajas de la
actualización y lo muchísimo mejor que era el producto, además de ofrecer
descuentos. No funcionó.
Mientras intercambiaba ideas con mi director creativo, dije: «¿Y si enviamos una
carta de amor del producto? Nada inapropiado, sino algo en plan ‘Hemos pasado
grandes momentos en el pasado, y me he esforzado en mejorar para que podamos
seguir trabajando juntos incluso mejor’»
Nos las arreglamos para que el director de marketing nos apoyara (todavía me
asombra que lo consiguiéramos), en gran parte porque lo demás no había funcionado.
El diseñador y el director creativo diseñaron un sobre muy bonito con relieves en
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forma de corazón y firmado con «XOXO», besos y abrazos. Planteé el texto como si
fuera de un compañero querido y digno de confianza que había estado mejorando
para el usuario. Incluimos un descuento en la actualización como cebo añadido.
El día después de enviar el correo, las respuestas comenzaron a llegar. La primera
fue de un cliente que dijo al vendedor de software: «¡Quiero usar mi cupón del
amor!».
Sí, les había entusiasmado.
De un día para otro pasamos de casi ninguna respuesta a un nivel de respuestas
estándar en la industria, todo porque encontramos un modo de contar una historia que
conectaba con gente apelando a lo emocional en vez de a lo lógico. Lo cierto es que
queremos enamorarnos. Queremos preocuparnos. Incluso cuando conocemos el
juego.
Esto funciona con gran variedad de públicos y es algo que tengo presente cuando
escribo piezas de marketing. Muchas veces sigo encontrando resistencia (escribo más
mensajes con enumeraciones de ventajas de los que te puedas imaginar), pero los que
hacen que la gente se preocupe, que sienta, que evocan una reacción emocional, son
los que perduran. Así es como consigues un cliente fiel, en vez de una venta rápida de
alguien que busca una oferta.
Resulta que las novelas son muy parecidas. La gente comparte los libros que ama.
Como autores nos vemos en la tesitura de descubrir qué «vende» libros. Y la realidad
es que se trata de escribir algo que las personas amen tanto, con lo que conecten
tanto, se emocionen tanto o conmuevan con tanta intensidad que quieran contárselo a
sus amigos para poder hablar sobre ello sin parar, escribir fanfiction, dibujar a los
personajes, vestirse como los personajes, tatuarse los símbolos o los personajes del
libro y celebrar la siguiente publicación de la saga como si fuera una fiesta. Es el
amor lo que vende libros, no las enumeraciones.
Sin embargo, no siempre es fácil deducir lo que más les gusta a los lectores y a
los clientes. A veces es un mero golpe de suerte, una casualidad, donde tu trabajo
encaja en el actual Zeitgeist cultural. En el momento adecuado y en el sitio adecuado.
Pero en el corazón de cada historia reside nuestro deseo de conexión emocional y
catarsis. He estado en reuniones creativas sobre productos de software en las que no
hablamos sobre las pantallas de producto o las expresiones de moda, sino sobre
clientes liberados de los ordenadores en la mesa de trabajo de su negocio que pueden
controlar sus asuntos desde su reloj inteligente durante el partido de béisbol de su
hijo. «No te pierdas ni un partido más, ni ninguna oportunidad de negocio». No
vendemos cosas. Ofrecemos la emoción, la experiencia, eso que nos otorga el objeto.
Y cuando escribo ensayo no te estoy vendiendo el truco para tratar mejor a la
gente. No te amonesto ni te doy hechos y estadísticas. Te cuento una historia sobre
llamas, sobre cómo escribimos acerca de ellas, y sobre cómo escribir acerca de ellas
las cambia tanto a ellas como a nosotros de modos que nunca hubiéramos imaginado.
«Voy a contarte una historia».
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La historia es quiénes somos. La historia es cómo cambiamos el mundo.
¿Cuál es tu historia?
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Nuestra distopía: imaginar futuros más
esperanzadores[22]
Si creciste en la década de los años cincuenta y sesenta te prometieron un futuro de
paz mundial y coches voladores, por lo que entiendo tu decepción con lo que nos ha
tocado. Pero si oigo a más gente decir que querían un coche volador les diré que
deberían haberlo construido ellos. La utopía de los coches voladores y las colonias
espaciales no es el futuro que hemos construido. Crecí leyendo ciencia ficción
posterior a 1980. Me prometieron una distopía ciberpunk gobernada por grandes
corporaciones, además de realities violentos en televisión y gobiernos autoritarios, y
bueno… aquí estamos. No hace mucho estaba viendo de nuevo la primera película de
Desafío total —con sus escáneres corporales de seguridad, taxis automáticos y
batallas entre terroristas— y no pude evitar admirar lo mucho que este futuro
reflejaba mi realidad. Puede que no estemos en Marte, pero las malignas
corporaciones omnipresentes y la tecnología invasiva desde luego que sí lo están.
Podemos enojarnos por el hecho de que este es el futuro que hemos creado o
podemos reconocer que, si esto es lo que decidimos construir, somos totalmente
capaces de crear algo diferente. ¿Queremos un futuro de paz mundial a lo Star Trek y
ajustados monos de trabajo? También es posible. Si podemos imaginarlo, podemos
hacerlo. Y esto es válido para las distopías y para las utopías.
Los autores de ciencia ficción crean todo tipo de futuros, eso está implícito en su
trabajo. Pero no es el tipo lo que importa —esperanzador u oscuro—, sino la variedad
que vemos como lectores. Es alimentar la imaginación de quienes crearán el mundo
que nos rodea. No solo la tecnología sino también las políticas sociales, las actitudes
hacia los recursos naturales, la realidad del cambio climático e incluso nuestra moral
en constante evolución.
A los veintipocos años vi El hombre que vino de las estrellas, de David Bowie,
porque había oído hablar mucho de esa película, y admito que no la entendí. Mi novia
de entonces buscó comentarios sobre la película y dijo que se suponía que era una
metáfora sobre cómo te hunde la vida. Bowie es un marciano que llega a la Tierra
para salvar a su familia, pero según pasan los años y sus planes para salvarles se
frustran con cada obstáculo burocrático, acaba rindiéndose. Se entrega a la bebida y a
las excentricidades. Su gente está muerta. ¿Por qué iba a preocuparse?
Quienes están en el poder cuentan con esta resignación cuando el futuro no es lo
que queríamos. Los sistemas son demasiado antiguos, están demasiado arraigados. El
poder es inamovible. Las estructuras siempre han estado ahí. Es el único futuro
posible.
Les encanta que pensemos así.
Sin embargo, como gran parte de lo que nos cuentan sobre el mundo, es una gran
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mentira. En realidad, no existe. El futuro es maleable. Eso es lo que no quieren que
sepas.
Cuando crees que la gente no puede cambiar el mundo, ellos ganan.
Por supuesto que la gente puede cambiar el mundo. ¿Cómo crees que hemos
llegado hasta aquí?
Cuando era pequeña no se hablaba mucho sobre un futuro maleable. Mi padre estaba
obsesionado con que nos infectaríamos de sida. Era lo más aterrador del futuro que
podía prever para sus hijas, y nos dio charlas sobre jovencitas que habían tenido sexo
en una ocasión, habían contraído el sida y habían muerto. El sexo como sentencia de
muerte. El futuro como muerte. Quizá por eso tengo tanta esperanza en el futuro: el
que pude imaginar a mitad de los años ochenta, con el creciente número de muertes
por sida, el miedo al apocalipsis de la Guerra Fría, el aumento de la delincuencia, los
disturbios en distintos países y las imágenes de la hambruna de Somalia, parecían
mensajes de un futuro que seguiría así invariablemente: un futuro de muerte,
violencia y desastre nuclear.
Supongo que nuestro futuro ciberpunk regido por grandes corporaciones no está
tan mal cuando piensas en lo que la mayoría de la gente de entonces creía que nos
aguardaba. Por lo menos, el futuro ciberpunk es un futuro. No un final en llamas.
Así que, en cierto modo, realmente obtuvimos el futuro más esperanzador que
escribimos.
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desastre.
Por mi parte, creo que lo que nos mantiene es una mezcla de miedo y esperanza.
Leer Cántico por Leibowitz, donde se plantea un futuro en el que nos autodestruimos
varias veces, y después ver varios episodios de Star Trek para equilibrar la balanza.
Es creer que es posible conseguirlo, al mismo tiempo que admitimos que puede que
no suceda pronto. Es decir, que estamos al borde del apocalipsis, pero que podemos
ser capaces de impedirlo un poquito más.
Por lo tanto, cuando la gente me pregunta dónde están los futuros esperanzadores,
yo respondo que también estoy escribiendo sobre esos, pero tienen que convivir con
los terribles, con los aterradores, el holocausto nuclear que apenas logramos evitar, la
epidemia de sida que pasó de sentencia de muerte a enfermedad crónica. Necesitamos
que existan a la vez porque si olvidamos el peor escenario, no podemos apreciar lo
que tenemos, y si no tenemos el final más esperanzador, no sabremos luchar por él.
Ni siquiera sabremos que es posible.
Estas son las historias que debemos tener, este balance entre luz y oscuridad,
esperanza y miedo. Es dar voz a las dos caras de nuestra naturaleza. Es reconocer un
futuro de múltiples posibilidades y permitir que coexistan de un modo que nunca
experimentaremos en la vida real. Este es el poder y la promesa de la ciencia ficción,
esta magia de crear y vivir en cada futuro posible. Es un poder que amo con toda mi
alma. Es un poder que conlleva una terrible responsabilidad, asegurarse de que
evitamos lo peor de lo que somos capaces mientras nos esforzamos por
transformarnos en lo mejor que puede llegar a ser la humanidad.
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¿Dónde están todas las mujeres? Reclamar el
futuro de la ficción
«Las mujeres no escriben fantasía épica».
Si me dieran un dólar cada vez que algún tipo en Reddit dice algo que comienza
con «Las mujeres no…», sería tan rica que no estaría leyendo Reddit.
La eliminación del pasado no siempre ocurre después de una gran purga o de un
gesto arrollador. No hay un gran movimiento legislativo o un grupo concertado de
pirómanos que incendian casas para destruir pruebas (eso se suele hacer para inspirar
terror). No, la eliminación del pasado ocurre despacio y a menudo en silencio, por
etapas.
En su libro How to Suppress Women’s Writing, la autora de ciencia ficción Joanna
Russ puso sobre el papel el primer cartón de bingo misógino de Internet… en 1983.
Enumeró las formas más habituales en que las obras de las escritoras —y, más en
general, sus logros y aportaciones a la sociedad— eran depreciadas y, en último
término, eliminadas en las conversaciones. Eran:
1. Ella no lo escribió.
La más simple, y a menudo la que aparece primero en la conversación, es
meramente «las mujeres no lo han hecho». Si esto se le dice a un público indiferente
o ignorante, aquí es con frecuencia donde la conversación se detiene, especialmente
si la persona que habla es un hombre que tiene cierta autoridad. «Las mujeres nunca
fueron a la guerra», o «Las mujeres no son grandes artistas», o «Las mujeres nunca
inventaron nada» son declaraciones comunes tan ridículas que refutarlas se vuelve
tedioso. Con el tiempo he dejado de hacer largas listas de mujeres que, de hecho, sí
que hacían todo eso. Por el contrario, respondo con la frase más sucinta: «Menudas
tonterías dices. Cállate». Sin embargo, si desafiamos a esa persona con pruebas de
que sí, que las mujeres han hecho y hacen, y aquí tienes los ejemplos y las listas, el
bingo conversacional de la misoginia pasa a…
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statu quo son tan políticas como las que lo desafían. Pero por algún motivo este tipo
de obras se consideran particularmente abominables cuando las escribe una mujer.
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falta de amplitud y profundidad lectora es del lector, no del autor. Pero vemos cómo
esto se atribuye constantemente a las autoras. «Sí, es una buena novela, pero solo
escribió un libro, así que, ¿hasta qué punto es genial o importante?», dice uno,
olvidando sus otros doce libros.
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ninja). Y lo ves en los premios y en las listas de «lo mejor de», a menudo, aunque no
siempre, escritas por hombres, que citan nueve novelas de hombres y una de una
mujer, y esa mujer a menudo es Ursula Le Guin, Robin Hobb o Lois Bujold. La
expectativa de la mujer única significa que cuando vemos más de una mujer en un
grupo, o en una lista, creemos que hemos conseguido paridad. Los estudios muestran
que cuando las mujeres constituyen el treinta por ciento de un grupo, tanto hombres
como mujeres creen que hay una cantidad pareja de hombres y mujeres en la sala.
Cuando hay un cincuenta por ciento de mujeres —una cifra que vemos tan poco
representada en los medios que parece anómala— creemos que las mujeres superan a
los hombres en el grupo. Lo que esto implica es que a cada escritora se le otorga una
tarea imposible: debe aspirar a ser esa «única» o ser eliminada.
Cuando comenzamos a enumerar a más de una científica («Sí, Marie Curie» suele
ser la respuesta cuando alguien pregunta por científicas), o astronauta, o piloto de
coches de carreras, o política, con frecuencia nos acusan de dar más peso a las
contribuciones de las mujeres que a las de los hombres. Aunque mi ensayo «Siempre
hemos luchado», sobre los papeles de las mujeres en el combate, fue bien recibido en
general, casi toda la crítica del texto se apoyaba en esta acusación: al centrarme en
recordar y acreditar los papeles de las mujeres en el combate, de algún modo
eliminaba o subestimaba los papeles de los hombres. «Sí, las mujeres lucharon»,
admitían los comentaristas (en su gran mayoría hombres), «pero eran anomalías».
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escritora, pero…
Cuando comienzas a ver reacciones hacia la obra de algunas de tus autoras preferidas,
observas estas excusas sobre por qué no es canon, o no se habla de ellas, o no se le
otorga premios, o no tiene críticas. Podría leer la sección de comentarios en la reseña
de una obra de una mujer, o en un post sobre cómo el sexismo reprime la memoria
cultural de las obras de las mujeres, y marcarlas todas.
Una vez que somos conscientes de estos modos comunes de desacreditar las obras
de las mujeres, la pregunta es ¿cómo lo combatimos? Estas formas de ignorar nuestro
trabajo existen desde hace siglos y se han convertido en algo tan común que los
hombres están acostumbrados a emplearlas sin que nadie replique para zanjar todo
debate.
Creo que el modo más sencillo de modificar un comportamiento es ser consciente
del mismo para empezar. Vigilarlo. Comprender por qué ocurre. Y entonces debes
desafiarlo. Suelo escribir «¡Bingo!» en la sección de comentarios cuando surgen
estos argumentos, y enlazo la lista de Russ. Cuando observamos comportamientos
sexistas y racistas, el único modo de cambiarlo es señalarlo y dejar claro que no es
aceptable. El motivo por el que la gente sigue involucrándose en ciertos tipos de
comportamientos es porque reciben comentarios positivos de sus colegas, y nadie
desafía sus afirmaciones. Si dejamos de tragarnos estas excusas, y de asentir cuando
la gente las utiliza, eliminamos el refuerzo positivo y la ausencia de retroceso que les
hace posible usar estos métodos de desacreditación.
Como escribo historias tan oscuras, mucha gente cree que soy una persona
pesimista. Pero eso no es cierto. Soy una sombría optimista. Comprendo que el
camino a un futuro mejor es largo, amargo y a menudo parece desesperanzador. Y
aun así, hay un cálido núcleo viscoso de esperanza que guardo en lo más profundo de
mí, y es la esperanza de alguien que sabe que el cambio es complicado, y parece
imposible, pero incluso una historia que ha suprimido y eliminado tanto no puede
ocultar el hecho de que el cambio es posible.
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Encontrar esperanza en la tragedia: por qué leo
ficción oscura
En 2006 desperté en la UCI, la sangre caía por el brazo donde un médico trataba
desesperadamente de ponerme una vía. Estaba arrodillado sobre una pierna, como si
fuera a proponerse, con mi brazo colgando frente a él.
—Lo siento —dijo—. Lo siento. Lo siento.
Siguió repitiéndolo. Una y otra vez. Mi novia estaba junto a mí, sujetándome la
mano. Sentía un intenso dolor, pero, aun así, no pude entender por qué seguía
disculpándose. Mi cerebro era un lodazal de papilla gris, pero entendí esto:
El dolor era necesario. Esperado.
Tenían que ponerme una vía porque me moría.
Y yo lo sabía.
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que seamos estudiantes universitarios sin nada que merezca la pena robar.
Nos apiñamos unos cuantos en la furgoneta y arrancamos hacia un maldito campo
cualquiera, no muy lejos del campus, pero, ya sabes… en Fairbanks, Alaska, no
tienes que alejarte mucho para estar en mitad de la nada.
No hay auroras boreales. Mucha gente está borracha.
Me apoyo en un lado de la furgoneta, con el viento soplándome en la cara.
Nunca me he sentido tan viva.
Lo cierto es que la vida puede ser dolorosa. Puede ser aterradora. Cuando me echaron
de mi trabajo en Chicago, seis meses después del viaje a la UCI, no tenía ahorros. No
tenía red de emergencia. Debido a las leyes de sanidad en los Estados Unidos de la
época, tenía que seguir pagando el seguro médico o arriesgarme a no ser asegurable
incluso con un contrato de trabajo. El seguro médico de entonces, sin trabajo, me
costaba 800 dólares al mes y además tenía que pagarme los 500 dólares mensuales
que costaba mi nueva medicación.
La enfermedad crónica es una putada enorme, como si os golpearan en toda la
cabeza con una pala. Me dicen que es un trastorno del sistema inmune y que no se
puede hacer nada excepto prevenirlo. Lo sentimos mucho. Qué pena. Podría ser peor.
Hay enfermedades más jodidas.
Comencé a intentar alargar mis dosis de medicina para que duraran más de lo
previsto. Al cabo de muy poco tiempo estaba utilizando medicamentos caducados
cuya eficacia era puesta en duda constantemente. ¿Sería hoy un buen día, o me
desmayaría por ahí?
Nunca había sentido la muerte tan cerca.
Durante la semana de vuelta a casa tras la visita a la UCI veía sangre cada vez que
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cerraba los ojos. Tenía los brazos llenos de marcas de pinchazos, cubiertos de
moratones. El dolor era tan intenso y yo estaba tan débil que ni siquiera podía
prepararme la comida. No tenía fuerza ni para sujetar un cuchillo.
Perdí una enorme cantidad de peso aquel año, y todavía más en la UCI. Era como
si viviera en el cuerpo de otra persona. Me sentía desconectada.
Por la noche yacía en la cama, y cuando cerraba los ojos me volvía a despertar de
pronto, acosada por los sonidos, los olores y aquella sangre que brotaba de mi brazo y
formaba un charco en el suelo. Podía oler el antiséptico del hospital.
La semana que pasé en el hospital estuve enganchada a un catéter. Me sacaban
sangre cada tres horas. En un momento dado, un sanitario me arrojó una toalla
húmeda y me dijo que me lavara. Me vino el periodo. El catéter goteaba. Me pasé un
día sobre mi propia sangre y orina.
Volvía cada vez que cerraba los ojos.
Pero no podía procesar lo que me había ocurrido. Debía miles de dólares en
facturas médicas. Tenía que pagar el alquiler. Tenía que volver al trabajo. No tenía
suficientes días de baja para faltar al trabajo. Tenía que volver al trabajo. Tenía que
volver a vivir.
Tenía que ir. Tenía que moverme.
Fingí no estar rota, porque si me permitía estarlo, no iba a salir de aquella.
No estoy muy segura de cuándo comencé a escribir ficción oscura. Sé que empecé a
escribir God’s War el año que me estaba muriendo. Perdí muchísimo peso y bebía
grandes cantidades de agua, pero nadie era capaz de saber qué me ocurría.
Lo cierto es que empezó como una breve historia oscura; un mundo harto de la
guerra, una protagonista harta de la guerra. Pero al volver del hospital, cuando
comencé a medir mi vida con la medicación, algo cambió.
Porque al ver toda aquella mierda médica que me mantenía con vida me di cuenta
de algo:
Cada vida es una tragedia.
Todos vamos a morir.
No hay otro final, con independencia de las decisiones que tomemos.
No estoy segura de cuándo adquirí esta capacidad para soportar cosas sin detenerme a
procesarlas. Creo que tiene algo que ver con la supervivencia. Mi madre también lo
hace, en momentos de gran estrés. Todo el mundo se desangra, y yo tengo esta
concentración milimétrica. Implica que soy increíblemente buena en momentos de
miedo, pánico y locura, pero pueden pasar días o semanas antes de que me derrumbe
y procese lo ocurrido.
Caí en la cuenta de que leer tragedias, conectar con personajes que perseveraban
ante las sombrías probabilidades y ciertos finales… para mí era reconfortante.
Aunque he reducido muchísimo aquellas críticas honestas, a veces las echo en falta.
Como también echo en falta decir lo que pienso en realidad. Mentiría si te dijera que
a veces no considero crearme otro personaje, un pseudónimo, que pueda soltar la
verdad rabiosa, cegadora y arriesgada que quiero desparramar por Internet algunos
días.
Pero entendí que esto es mi carrera. Soy una adulta. Me aguanto. Me guardo el
pseudónimo para otro día.
Sigo adelante.
Al haber estado al otro lado de la línea divisoria de la reseña, tengo una relación
particularmente saludable (¿?) con las críticas enfurecidas de mis propias obras, sobre
todo el tipo de críticas enfurecidas que han alcanzado el nivel de las de Requires
Hate, conocido por escribir críticas furiosas, repletas de odio y supurantes, tan
vitriólicas que eran terroríficas y entretenidas a partes iguales. Al final tuve que
bloquear a aquel crítico porque la gente no dejaba de darle retuits y aparecía en mi
timeline, y mi vida es demasiado corta para pasarla regodeándose en la mezquindad
de todo aquello. Y aun así, cuando Requires Hate reseñó God’s War no me supuso
problema alguno. La crítica se resumía en «Este libro es de un blanco tan obvio que
es blanquito blanco blancoso escrito por una blanquita» y yo en plan, bueno, sí, tienes
razón. No puedes discutir o gritar sobre ello. Y lo que quedaba enterrado y era útil no
era nada que no supiera ya. Me encogí de hombros y pasé página, porque, para ser
sincera, he leído críticas mucho peores de mis libros, y he escrito algunas reseñas
furibundas de libros de otras personas.
Soy una adulta con plazos para entregar novelas. Avanzo. Tengo cosas que hacer.
Las críticas de Requires Hate herían a los autores que las leían, claro (¡No hagáis
una ego-búsqueda!), y les quitaban las ganas a muchos lectores que quizá, de otro
modo, hubieran comprado los libros. Pero también herían al crítico, del mismo modo
que a mí me herían todas aquellas novelas sexistas que critiqué entre 2004 y 2006.
Comprendía la sensación, aunque me causara rechazo el modo de manifestarlo. Puede
que haya hecho que alguien perdiera algunos lectores, igual que una reseña negativa
en cualquier blog, pero no arruinaba la carrera de nadie. El daño no era un cuchillo en
la garganta, sino sentimientos heridos al señalar fallos obvios para el entretenimiento
de una horda de lectores que buscaban el destrozo público del trabajo de alguien.
A finales de 2012 descubrí un hermosísimo relato que me fascinó tanto que lo leí
entero en el teléfono móvil, escondida bajo mi escritorio en el trabajo para poder
terminarlo. Es el tipo de ficción que me gustaría escribir si tuviera suficiente talento.
Vi muchos de los mismos temas que me fascinan: la guerra, relaciones entre mujeres,
mundos de ciencia ficción que parecían más de fantasía. Pero la escritora sabía cómo
construir cada frase con mucha más belleza y pasión de lo que yo jamás sería capaz.
Era apabullante, doloroso, ver una escritura tan buena. Me enamoré al instante.
Resultó que toda la obra de aquella autora era igual: excepcional, intricada,
fabulosa. Voté por ella en el Campbell Award sin dudarlo un instante, y le dije a todo
el mundo que hiciera lo mismo. La seguí en Twitter. Tuvimos conversaciones
estupendas. Publicó tweets sobre abejas, maquillaje e historias hermosas.
Era fabulosa. La escritura era sublime. Estaba enamorada.
Todo era una mentira.
En 1967, una escritora llamada Alice Sheldon creó una nueva vida, un alias: James
Tiptree, Jr. Mantuvo esta ficción durante muchos años. Robert Silverberg dijo una
frase muy famosa sobre Tiptree: «Se ha sugerido que Tiptree es una mujer, una teoría
que me parece absurda, ya que hay algo ineludiblemente masculino en la escritura de
Tiptree».
Sheldon encontró un hermoso mundo particular en aquel personaje por muchos
motivos, entre ellos la confianza y la libertad que le otorgó. Cuando se descubrió que
era Tiptree en 1976 (los fans habían visto una carta de Tiptree sobre su madre, que se
estaba muriendo en Chicago, buscaron en el obituario e hicieron la conexión), dijo:
«Mi mundo secreto ha sido invadido y la atractiva figura de Tiptree —que era
atractiva para varias personas— ha resultado ser nada más que una vieja mujer en
Virginia».
Que la descubrieran fue devastador, pero el secreto, como todos los secretos, estaba
destinado a salir a la luz, y Sheldon seguro que lo sabía, del mismo modo que
Requires Hate cuando decidió comenzar a publicar ficción en los mismos sitios que
ella criticaba, entablando amistad con los mismos autores de los que se había burlado.
El castillo de naipes siempre se derrumba.
A veces estás preparado para ello. A veces has completado la transición y has
pasado página, como yo con Adam. A veces no.
Cuando los secretos se descubren, a veces la gente se siente traicionada. Estoy
segura de que Silverberg se sintió como un tonto, es posible que igual que cuando me
Hay mucho odio en el mundo. Mucha ira con aires de superioridad. Escupimos
palabras a la gente, y decimos cosas como: «¿Quién cojones te crees que eres?». Nos
enfadamos por sentirnos heridos, por sentirnos engañados, cuando la mejor forma de
responder cuando alguien juega de forma magistral es, simplemente, esta:
«Bien hecho. Eres una escritora sobresaliente. Te deseo éxito en tu carrera».
Decimos estas mierdas porque somos putos adultos. Porque alguien escribe bien.
Porque no estamos aquí para ser coleguitas. No me gustan muchos escritores. Pero si
su escritura no es basura la leo bastante a menudo. La identidad puede que sea una
mentira. Todas lo son. Joder, ¡la obra puede que sea mentira! Pero no estamos
enamorados de los píxeles en Internet; no estamos enamorados de las ideas de las
personas y de sus nimias peleítas para rascar un poco de atención. Estamos
enamorados de las obras.
Boicotea lo que te plazca. Enfadaros conmigo por engañaros, vosotros cuatro, los
escritores que entrevisté cuando era Adam, pero si vais a meter a la gente en una lista
negra por ser falsos, o por dar su opinión en Internet, o porque os envían su opinión
por email cuando la pedisteis, entonces metedme a mí también en la lista negra.
Nuestros actos tienen consecuencias. Me parece muy bien, y te apoyo cuando
dices: «Que le den, no voy a volver a leer a ese capullo, no voy a dejar que se una a
mi club, y voy a cortar todo contacto». ¡Totalmente justo y saludable, incluso
deseable! Pero, ¿ir más allá y alzar las horcas y las antorchas para destruir a alguien?
Quizá plantéate por qué estás dispuesto a quemar vivo a alguien. ¿Es porque te han
puesto un cuchillo en la garganta, o porque estás cabreado y herido porque dijeran
algo que es cierto? ¿Estás enfadado porque te engañaron? ¿Porque tienen talento?
¿Porque desempeñaron bien su papel? ¿Quieres devolverlo reduciendo todo a cenizas
por odio, por venganza, como un puto capullo?
Y eso no es más que la selección de los grandes éxitos. Al principio de ver estas
locuras me dije a mí misma que no valía la pena enfrentarse. Si lo hacía, me
acusarían de presionar a los fans, que tenían todo el derecho a decir esas cosas sobre
mí. Y sabéis, estoy de acuerdo: la gente tiene todo el derecho a decir lo que quiera
sobre mí. Es algo que necesitas entender como creadora. No vas a «ganar» en
ninguna de estas discusiones. Siempre serás vista como la persona con más poder.
Porque estos ejemplos son inofensivos en comparación con el autor que se pasó
meses investigando a una reseñadora en Goodreads y se presentó en su casa para
enfrentarse a ella, o con el autor que fue al trabajo de un reseñador y le golpeó en la
cabeza con una botella de vino. Los autores todavía se comportan mucho peor que
sus lectores, y a menudo tienen los medios y el capital social para hacerlo; y encima
les pagan para escribir una historia sobre ello.
Eso no significa que a veces no me enfade. He descubierto que mi mejor defensa
contra estas cosas son otros lectores. Si escribo con mucha claridad online y declaro
mi posición de tal modo que sea complicado tergiversarla, quienes tratan de
manipularla con frecuencia son corregidos por otros lectores que han leído la misma
pieza.
El mejor ejemplo de esto fue un artículo que escribí sobre una conocida troll de
Internet que también se presentó con otro nombre como una nueva autora dentro del
género de ciencia ficción y fantasía (incluido en esta colección como «Convertirte en
lo que odias»).
En su conjunto, el artículo recibió una buena acogida, pero hubo un par de
personas que lo leyeron muy por encima o que leyeron un resumen que alguien puso
online donde me metían en el saco de «defiende a quienes abusan», y se notaba que
no se habían leído el artículo. Cuando Internet traza líneas, tienes que plantarte con lo
que dijiste, y retirarte.
Releí el artículo varias veces para asegurarme de que decía lo que yo quería que
dijera. Una vez satisfecha, tuve que admitir que había gente que seguiría
tergiversando el texto.
Durante los siguientes días vi que gente que había leído con atención el artículo
discutía con otros que no lo habían hecho. Yo no me metí. Y al no meterme y dejar
que mis palabras hablaran por sí solas recibí tres disculpas de personas —tanto online
como por privado— que habían publicado respuestas instintivas producto de una
Crecí en una ciudad donde el noventa y ocho por ciento de la población era
blanca[33]. Décadas más tarde supe que estaba construida de ese modo a propósito,
como muchos otros lugares en los Estados Unidos. (California incluso llegó a
prohibir la inmigración de negros libres o esclavos en el estado[34], aunque eso no
evitó que los que allí vivían siguieran ganándose la vida a duras penas. Véanse
también las leyes de exclusión de Oregón[35], [36]).
A los tres o cuatro años mi familia me llevó a Reno, Nevada. Nos alojamos en el
Circus Circus Hotel, y mientras mi padre bajaba a jugar a cartas, mi madre pidió un
postre especial, pastel de queso, que nos llevaron de un modo totalmente nuevo para
mí: a través del servicio de habitaciones.
Oí que llamaban a la puerta. Mi madre abrió. Y allí estaba un hombre muy oscuro
vestido con una chaqueta muy blanca sujetando una bandeja plateada.
«¡Mamá! —dije, tenía tres o cuatro años y nunca había visto a alguien más oscuro
que un blanco bronceado—. ¿Por qué es tan negro este hombre?».
Mi madre, avergonzada, se rio y me indicó que me callara y, como después me
enteré, le dio una generosa propina al hombre. No eran preguntas educadas.
Revelaban dónde y cómo había crecido. La pregunta delataba la mentira construida
en la que vivía.
Cuando él se marchó, mi madre me dijo simplemente que algunas personas nacen
con diferentes colores de piel, como los diferentes colores del cabello. Con tres o
cuatro años me pareció una respuesta satisfactoria, y seguí comiendo tan contenta mi
pastel de queso. Sería cuatro o cinco años más tarde cuando me di cuenta de que, en
Un día me crucé con un hombre y su hijo que iban a un partido de fútbol. Por aquel
entonces las noticias estaban copadas por las protestas y los disturbios en la ciudad de
Ferguson, Missouri, donde las manifestaciones pacíficas por la muerte a tiros de un
adolescente desarmado encontraron una respuesta policial cada vez más agresiva.
Podríamos pensar que habría una profunda reacción contra la respuesta
militarizada de la policía, sin importar la raza de la víctima.
Pero estaríamos equivocados[46].
El padre y el hijo que cruzaban la calle hasta el estadio eran blancos; el chico
tendría unos ocho o nueve años, y preguntó: «Papá, ¿y si hubiera sido un poli negro
el que disparara a un chico negro? ¿O un poli blanco el que disparara a un chico
blanco? ¿Por qué la gente se enfada tanto porque fue un poli blanco el que disparó a
un niño negro? ¿Hubiera sido diferente de otro modo?».
Hubo un incómodo instante de silencio por parte del padre, y cuando respondió,
pude sentir la tensión en su voz. «No lo sé», dijo.
No lo sé.
Estas dos personas, que con toda probabilidad habían crecido en barrios
construidos tan artificialmente como el mío, no tenían ningún motivo para saber. No
se habían pasado toda su vida aterrorizados por la policía del mismo modo que las
personas no blancas[47]. No tenían familiares a los que les hubieran pegado un tiro a
la puerta de su casa, como sigue ocurriendo en comunidades principalmente negras e
inmigrantes. No han crecido en barrios donde solo por tener cierta apariencia era muy
probable que pasaran bastante tiempo en la cárcel[48]. Las estadísticas para estas dos
personas (un chico blanco, un hombre blanco) eran distintas que para los demás.
Por supuesto ellos no lo saben.
Quienes ostentan el poder no quieren que lo sepan. Quieren la fidelidad de estas
personas contra el Otro.
Escribo historias. Es lo que hago. Es lo que hacen mis colegas. Durante el día soy
redactora de marketing y publicidad, un campo que todavía es en gran parte blanco,
discriminatorio, mayormente de clase media alta y heterosexual. Casi todo masculino.
Pero como las voces que oímos diariamente son cada vez más difíciles de ignorar,
más difíciles de no ver, esto también está cambiando. Puedo colocar a diferentes
personas en la página, utilizar un lenguaje distinto; no solo en mi empleo diario,
también en mi trabajo nocturno. Mis novelas pueden darte un héroe de cualquier
género o sin género, de gran variedad de culturas de cada tipo, matiz y práctica. Mis
héroes pueden tener limitaciones mentales, físicas, limitaciones impuestas al nacer,
por circunstancias o por la sociedad, y seguir siendo héroes. Pueden ser todo esto y
más.
Pueden ser vistos.
Y los editores los comprarán. Y los lectores los leerán.
Mi miedo a no ser publicada, apartada, ignorada por ser quien soy o por lo que
escribo se está desvaneciendo.
Esto está cambiando no porque la propia gente esté ahí más o menos de lo que
solía (¡solíamos!) estar. El mundo siempre ha sido un interesante lugar de diversidad.
Pero con el auge de las redes sociales y las plataformas de comunicación instantánea
es más fácil organizarse y alzar la voz. Es más fácil juntarse. Es más fácil insistir en
ser vistos. Es más complicado olvidar o eliminar la historia que nos trajo a todos a los
Vivimos en el capitalismo. Su poder parece inevitable. Igual que el derecho divino de los reyes. Los seres
humanos pueden resistirse a cualquier poder humano y transformarlo. La resistencia y el cambio a menudo
comienzan en el arte, y muy a menudo en nuestro arte: el arte de las palabras.
La demografía de los Estados Unidos está cambiando (en 2050, las personas de
color serán más numerosas que las caucásicas)[63], y la visión de los jóvenes se
vuelve cada vez más liberal (casi el 61 por ciento de los jóvenes republicanos está a
favor del matrimonio del mismo sexo)[64]. Los efectos de esto se notan en todos los
Como alguien que tiene un conocimiento más que superficial de la historia, siento un
James Tiptree Jr. tiene una interesantísima historia titulada «Las mujeres que los
hombres no ven». La leí con veinte años, y reconozco que no entendí en ese momento
por qué generó tanta controversia. ¿Iba de esto? Pero… ¡esa no era la historia!
Estamos confinados en el interior de la mente del hombre durante toda la narrativa,
un tipo que apenas hace nada y que viaja con una mujer y su hija. Al igual que él,
A los dieciséis años escribí un texto apoyando la prohibición de que las mujeres del
ejército norteamericano entraran en combate. No hace mucho, rebuscando entre
papeles viejos, lo encontré. Decía que no debían ir al frente porque la guerra es algo
horrible y la familia es esencial, y si morían todos aquellos hombres, ¿por qué
querríamos que las mujeres también murieran?
Ese era todo mi argumento.
«Las mujeres no deberían ir a la guerra porque pueden morir, como los hombres».
Saqué una «A».
A menudo digo a la gente que soy la mayor misógina consciente que conozco.
Anoche escribía una escena sobre una general mujer y el hombre al que ayudó a
conseguir el trono. Comencé incorporando cierta tensión sexual y entonces caí en lo
perezoso que era algo así. Hay más tipos de tensión.
Había hecho una referencia de pasada a la esclavitud sexual que tuve que quitar.
El hombre casi se dirige a ella con un insulto sexista. Gruñí a la pantalla. Él quería
ayudarla a salvar a su hijo… no. ¿A su hermano?… Bien. Ella lo iba a traicionar.
Vale. Varias esposas que había tenido él habían muerto… Uf. No. ¿Consejeras?
¿Amigas? Quizá alguna… ¿le había dejado?
Incluso cuando una imagina sociedades en las que apenas existe la violencia
sexual, o ninguna violencia sexual contra las mujeres, me descubro escribiendo los
mismos tropos y motivaciones. «Vale, este es un tipo indeseable, y tiene que pasarle
algo traumático a la heroína, así que haré que la viole». Escribí esto en el primer
borrador de mi primer libro, que trata de una sociedad violenta donde había
veinticinco veces más mujeres que hombres. Porque, por supuesto, Es Lo Normal.
Hace poco vi un programa en la televisión que supuestamente trataba de una
experiencia traumática por la que había pasado una chica, aunque en realidad era una
excusa para que dos hombres se pelearan y discutieran sobre quién era el culpable del
trauma. Fue la eliminación del personaje femenino y su experiencia más flagrante que
he visto en mucho tiempo. Ella se encontraba en la sala mientras ellos se peleaban y
hablaban sobre sus características, mientras ella se difuminaba con el fondo.
Olvidamos de qué trata la historia. Borramos a las mujeres de nuestras historias,
mujeres que en nuestras propias vidas son personas fuertes, directas, inteligentes,
firmes. Las mujeres apuñalan y mutilan y asesinan y lideran y gestionan y poseen y
gobiernan. Lo sabemos. Lo experimentamos a diario. Las vemos.
¿Qué es «realismo»? ¿Qué es «verdad»? La gente dice que la verdad es lo que han
experimentado. Pero el problema es que resulta difícil diferenciar entre lo que
realmente hemos vivido de lo que se nos cuenta que hemos experimentado, o de lo
que deberíamos haber experimentado. Somos criaturas sociales, y falibles.
En una situación catastrófica, una persona pide una media de cuatro opiniones
antes de formarse la suya, antes de actuar[84]. A través de un entrenamiento riguroso
—como en el ejército—, se puede preparar a alguien para que reaccione con rapidez
ante este tipo de circunstancias, pero, en general, alrededor del setenta por ciento de
los seres humanos simplemente prefieren seguir con su rutina. Nos gusta nuestra
narración. Se necesitan pruebas abrumadoras y —más importante aún— las palabras
de muchas, muchísimas personas para que actuemos.
Lo vemos constantemente en grandes ciudades. Por eso la gente puede pelearse y
agredir a otras personas en aceras transitadas. Por eso se asesina a pleno día e incluso
se roba en casas de zonas en absoluto solitarias. La mayoría de las personas ignoran
las cosas que se salen de lo común. Peor aún, esperan que alguien se haga cargo de
ellas.
Recuerdo una ocasión en que me encontraba en el tren en Chicago con una
docena de personas. De pronto, en el otro extremo del vagón, un hombre se cayó del
asiento. Tan solo… se derrumbó en el pasillo. Comenzó a tener convulsiones. Había
tres personas entre él y yo. Pero nadie dijo nada. Nadie hizo nada.
Me levanté: «¿Señor?», pregunté, y fui hacia él.
Y en aquel instante todos empezaron a moverse. Pedí a alguien que estaba en la
parte trasera que pulsara el botón de alarma para avisar al conductor de que pidiera
una ambulancia en la siguiente parada. Después de que yo me levantara, de pronto
había conmigo otras tres o cuatro personas que intentaban socorrer al hombre.
Pero alguien tuvo que dar el primer paso.
Viajaba de pie en el vagón sin asientos de un tren abarrotado y vi a una joven
cerca de la puerta que cerró los ojos y se le cayeron al suelo unos papeles y la carpeta.
Estaba encajonada, rodeada de otras personas, y nadie dijo nada.
Empezó a desplomarse. «¿Estás bien?», pregunté en voz alta, acercándome a ella,
y entonces más gente miró, y ella se derrumbó, y empezó el barullo, y alguien gritó
desde la parte delantera del vagón que era médico, y alguien ofreció su asiento, y la
gente se movió, se movió, se movió.
Alguien tiene que ser quien diga que algo va mal. No podemos fingir que no
somos conscientes. Porque han asesinado y agredido a gente en esquinas por las que
circulaban cientos de personas, fingiendo que todo era normal.
Pero fingir que algo es normal no lo convierte en normal.
Alguien tiene que señalarlo. Alguien tiene que hacer que la gente se mueva.
Disparé mi primer arma en casa de mi novio cuando iba al instituto: primero un rifle,
y luego una escopeta recortada. Le he cogido el truco a disparar con una Glock, sigo
siendo malísima con el rifle, y tuve la oportunidad de probar un AK-47, el arma de
los ejércitos revolucionarios de todo el mundo, especialmente en la década de los
años ochenta.
Destrocé con los puños mi primer saco de boxeo de noventa kilos a los
veinticuatro años.
Golpear implicaba algo más. Cualquiera podía disparar un arma. Pero ahora sabía
cómo dar un buen derechazo en toda la cara. Duro.
Al crecer, me enteré de que las mujeres cumplían ciertos tipos de papeles y hacían
ciertos tipos de cosas. No es que yo no tuviera grandes modelos que seguir. Las
mujeres de mi familia fueron matriarcas trabajadoras. Pero las historias que veía en la
televisión y en las películas, e incluso en muchas novelas, contaban que eran
anomalías. Eran llamas peludas, no caníbales. Tan extrañas.
Pero todas las historias estaban equivocadas.
Pasé dos años en Sudáfrica, y una década más al volver a los Estados Unidos,
investigando acerca de todas las mujeres que habían combatido. Averigüé que han
luchado en todos los ejércitos revolucionarios, y que esos ejércitos están compuestos
por un veinte o treinta por ciento de mujeres. Pero ¿en qué pensamos cuando decimos
«ejército revolucionario»? ¿Qué imagen nos viene a la mente? ¿Tu ejército mental
está formado por tres mujeres y siete hombres? ¿Seis mujeres y catorce hombres?
Las mujeres no solo fabricaban bombas y armas de fuego en la Segunda Guerra
Mundial, sino que también empuñaron las armas y pilotaron tanques y aviones. La
Guerra Civil, la Guerra Revolucionaria: nombra una guerra y yo diré un caso en el
que una mujer recogió un sombrero y un arma de fuego, y se unió a esta. Y sí,
también había mujeres combatiendo con Shaka Zulú. Pero si decimos «combatientes
de Shaka Zulú», ¿qué imagen nos viene a la mente? ¿Pensamos en estas mujeres? ¿O
son ellas a las que no vemos? ¿De las que, si las incluimos en nuestros relatos, los
hombres dirán que no son «realistas»?
Por supuesto, hablamos de las mujeres que iban con Shaka Zulú. Al buscar en
Google «mujeres que lucharon junto a Shaka Zulú», lo encuentro todo sobre su
«harén de 1.200 mujeres». Y sobre su madre, claro. Y esta frase era muy típica:
«Mujeres, ganado y esclavos». De un tirón.
Es fácil creer que las mujeres nunca luchamos y nunca dirigimos, si nunca se nos
ve.
¿Qué importa, si contamos las mismas historias manidas, si compartimos las mismas
viejas mentiras? Si las mujeres luchan, dirigen y sostienen la mitad del cielo, ¿qué
importan las historias frente a la verdad? No cambiaremos la verdad eliminando a las
HOCKING HILLS
Verano de 2015
tumblr-to-accusations-of-sexual-abus#.huq15M01q <<
http://oregonencyclopedia.org/articles/exclusionlaws/#.VSfNvPnF-So <<
http://www.blackpast.org/perspectives/black-laws-oregon-1844-1857 <<
Gawker, http://gawker.com/what-is-gamergate-and-why-an-explainer-for-non-geeks-
1642909080 <<
amalelmohtar.com, http://amalelmohtar.com/2013/06/13/calling-for-the-expulsion-of-
theodore-beale-from-sfwa/ <<
sfwa/ <<
Telegraph, http://www.telegraph.co.uk/men/thinking-man/10679808/It-really-is-time-
people-stopped-hating-Jonathan-Ross.html <<
frozen-calm-of-normalcy-bias-486764924 <<