La Revolucion Feminista Geek - Kameron Hurley

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«La

revolución feminista geek» es una colección de ensayos de Kameron


Hurley sobre feminismo, la cultura, experiencias personales, las relaciones
de poder o las redes sociales. Comprende numerosas entradas de su blog,
así como ensayos escritos específicamente para este libro. Con un estilo
beligerante y directo, al tiempo que cuidadosamente elaborado, reflexiona
sobre cuestiones como la lucha contra la invisibilización de las mujeres, la
perseverancia necesaria para progresar como escritora, la importancia del
cambio cultural… que encuentran eco en muchas personas, interesadas o no
en la cultura geek. Su escritura elocuente, provocadora y brutalmente
honesta, es universal.

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Kameron Hurley

La revolución feminista geek


ePub r1.0
Watcher 30-04-2018

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Título original: The Geek Feminist Revolution
Kameron Hurley, 2016
Traducción: Alexander Páez García

Editor digital: Watcher


ePub base r1.2

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Para Joanna

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INTRODUCCIÓN

Bienvenidas a la revolución

Hay una revolución en marcha. Estamos presenciando algunas de las batallas más
estridentes y violentas que tienen un lugar aparentemente extraño: los medios de las
comunidades de fans y de los autores de ciencia ficción y fantasía. Estas batallas se
libran en las secciones de comentarios de webs personales y profesionales, en
subforos como /r/fantasy y, cada vez más, en canales de noticias que van desde la
NPR hasta el New York Times. Los fandoms que han surgido alrededor de las novelas
de ciencia ficción y fantasía, juegos y otros medios, antes confinados a revistas para
fans (tanto online como fuera de Internet) y antiguas comunidades de LiveJournal y
listservs, se han vuelto convencionales. A los periodistas de fuera les gusta hablar de
«la era geek». Dentro de los círculos geek, en qué consiste y cómo se define se está
convirtiendo en un tema cada vez más controvertido. La cobertura convencional de
estos problemas de crecimiento se ha centrado principalmente en geeks, casi siempre
hombres blancos, que sufren una aguda nostalgia por aquellos días en que se daba por
sentado que ellos eran el público de las novelas pulp y los videojuegos.
Y aun así las mujeres siempre han sido geeks. Han sido gamers y escritoras,
lectoras de cómics y fans apasionadas, desde Conan el Bárbaro hasta Star Trek.
Entonces, ¿a qué se debe la reacción negativa? Se debe a que el número de mujeres
en estos ámbitos ha crecido en la última década. El público femenino de los
videojuegos ha pasado de representar el veinticinco-treinta por ciento de hace diez
años a más del cincuenta por ciento hoy en día, y además ya constituyen entre el
cuarenta y el cincuenta por ciento de los autores. El cuarenta por ciento de los
escritores de ciencia ficción son mujeres, así como el sesenta por ciento de los
lectores de géneros especulativos. Sus voces y su presencia no pueden ser negadas ni
desestimadas con referencias al tokenismo o inclusión simulada o al
excepcionalismo. Las mujeres están aquí.
Mujeres como yo.
Los seres humanos nunca dejan de defender su relato de lo que se supone que
debe ser el mundo, sin importar que dicho mundo haya existido realmente alguna vez.
Si nos preguntamos a qué se debe la explosiva reacción contra las mujeres en la
cultura popular y geek, hay un motivo: el statu quo y las concepciones
convencionales sobre cómo funciona el mundo deben ser mantenidas por aquellos
que se benefician de ellas, y para lograrlo, las voces que hablan sobre la realidad o un
futuro diferente han de ser silenciadas.
Es decir, yo. Y quizá tú. Y mucha gente que conoces. Implica silenciar, por lo
menos, a la mitad del mundo.

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Llevo mucho tiempo luchando contra este relato, porque no se limita a la cultura
popular. La cultura popular solo es un microcosmos de nuestra cultura en general. Y
vivimos en una cultura en la que las mujeres deben luchar para que sus voces sean
valoradas. Y esta lucha pasa factura. Soy imperfecta, estoy cansada, y ahora que
estoy a mitad de la treintena he visto que los ciclos de rabia e invisibilización se
suceden una y otra vez, y sí, al final termina frustrando.
Al mismo tiempo que las oportunidades para las mujeres en los espacios geek han
crecido, lo hace el rechazo. La popular serie de vídeos educativos Tropes vs. Women
in Video Game, de Anita Sarkeesian, que trata sobre la problemática representación
de las mujeres en los videojuegos consiguió casi 160.000 dólares en Kickstarter y
convirtió a su creadora en uno de los mayores objetivos de acoso en Internet; lo que
no es hazaña pequeña si consideramos lo enorme que puede llegar a ser la rabia de la
bestia online. Un solo hilo en un foro escrito por un desdeñado exnovio desató en
Internet un aluvión de amenazas contra la creadora de videojuegos Zoe Quinn, y en
poco tiempo estas amenazas se organizaron bajo el hashtag Gamergate, un
grupúsculo online que supuestamente comentaba «la ética en el periodismo de los
videojuegos», pero que sobre todo se dedicaba a acosar a mujeres. Aprovechándose
del éxito de Gamergate llegó la SadPuppyGate, una reacción organizada contra el
creciente número de mujeres y libros «literarios» que aparecían en las votaciones de
los premios populares de ciencia ficción y fantasía, en particular el prestigioso premio
Hugo. En 2011, 2012 y 2013, las mujeres fueron el cuarenta por ciento neto de los
nominados en las votaciones de los premios Hugo. Pero alineándose con el
movimiento Gamergate para copar los nominados con una lista de candidatos
seleccionados previamente, un pequeño grupo de escritores blancos, hombres y
conservadores en su mayoría (que se autodenominaban Sad Puppies) logró meter a
casi todos los de su lista entre los finalistas de los premios Hugo de 2014. Debido a la
dispersión del voto, las mujeres nominadas descendieron hasta un veinte por ciento
del total, el porcentaje más bajo desde 2009. La lista de nominados incluía nueve
obras asociadas con una pequeña editorial fundada por un extremista de ultraderecha
que no cree que las mujeres deban tener derecho a votar, y otra a una editorial
llamada (sin ironía) Patriarchy Press. La lista fue rechazada sin contemplaciones en la
votación final, y ni una sola obra de las que incluía, excepto Guardianes de la galaxia
(la única que tenía posibilidades de haber entrado en las votaciones sin la lista), ganó
el premio, y las demás acabaron las últimas en el apartado de «no premiada».
Las campañas de odio no funcionan. Las listas preseleccionadas no funcionan. Y
aun así estas campañas de odio y abuso han servido a su propósito de otro modo: han
alejado a algunas mujeres de distintas razas, hombres de color y personas queer, trans
y no binarias de la red y les han disuadido de escribir obras de géneros de ficción
especulativa.
Pero no a todas nosotras. No a todas nosotras. Porque decirle a alguien que se
calle en Internet para evitar el abuso o el acoso es como decirle a una mujer que la

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mejor manera de evitar que la violen es no salir a la calle. Somos muchas más las que
no vamos a ser silenciadas, porque que les jodan.
Lo que los haters organizados nunca anticiparon fue que el abuso también
inspiraría su propia resistencia. Crecí con las historias de mi abuela, que vivió en la
Francia ocupada por los nazis. Mi bisabuelo era miembro de la resistencia. En mi
máster estudié los movimientos de resistencia en Sudáfrica. Cuando alguien te obliga
a retroceder, sé cómo responder con más fuerza. Tengo una gran perspectiva sobre
cómo es el verdadero terror del estado, y el abuso online palidece en comparación.
Esta corrosiva reacción ha inspirado y sigue inspirando a una generación de fans
y autoras apasionadas que se niegan a ser silenciadas.
Yo soy una de ellas.
Una de tantas.
¿Qué arriesgamos por hacernos oír? Todo, desde luego. Pero mucho más
arriesgado es no alzar la voz. El futuro más peligroso es aquel en el que todas
tenemos más miedo a que un demente enfurecido por algo que ha leído online
empotre un coche en nuestra casa que a ser atropelladas por un autobús en la calle.
Estoy lo suficientemente cuerda como para darme cuenta de que las probabilidades
de lo último, por ahora, son mayores que las de lo anterior.
Lo cierto es que gran parte del odio dirigido hacia nosotras es por el miedo que
nos tienen. Ya sea como ensayista o como autora de ciencia ficción y fantasía, escribo
sobre y para el futuro. Hablo sobre el pasado para recordar que aquello que siempre
hemos creído que era cierto —que hombres y mujeres son de algún modo categorías
inalterables, o que lo normal siempre ha sido que los hombres tengan el poder, o que
las relaciones amorosas entre personas del mismo sexo son necesariamente tabú— no
siempre ha sido así. A lo largo del tiempo ha variado enormemente quiénes somos,
cómo nos definimos o cómo estructuramos las sociedades. Hablo sobre esto porque si
damos por sentado que el mundo siempre fue de un modo determinado, entonces el
cambio no solo resulta más terrorífico («Pero ¿¡qué pasará si cambiamos!?»), sino
que parece imposible («¡Nunca se ha hecho nada igual!»). Lo cierto es que el cambio
se produce continuamente. Se está produciendo a nuestro alrededor. Mientras escribo
esto, el Tribunal Supremo de Estados Unidos acaba de fallar que el matrimonio entre
personas del mismo sexo es legal. Si hace veinte años me hubieras dicho que vería
algo parecido antes de llegar a los cuarenta, me habría partido de risa.
Le diría a cualquier mujer que escribe en la red que este es uno de los mejores
momentos para ser una autora geek en Internet. Porque lo que los rabiosos grupillos
de detractores saben, y lo que estamos empezando a comprender, es que hay una
revolución en marcha, y que la estamos ganando. Hay mucho en juego: no solo
quiénes participan, quiénes crean, sino también qué voces se oyen. Las adaptaciones
de cómics que triunfan en taquilla son los relatos del mundo geek que animan nuestra
cultura e influyen en ella. Es una revolución que se disputa a todos los niveles del
mundo geek, tanto por escritores y autores como por lectores y fans.

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He escrito de forma activa en espacios feministas geek durante una década. Lo he
hecho, y he logrado éxitos, a pesar del acoso online, de las amenazas y de las quejas
para que me callara y me fuera a casa. En esta década me he convertido en una autora
premiada, una de las muchas que construyen los relatos que a través del tamiz de
nuestra cultura conformarán las historias del futuro. Durante este tiempo mi pasión ha
sido comprender y examinar las responsabilidades de los creadores hacia su público y
hacia la cultura en general. Si las historias que contamos no solo se convierten en
libros, sino también en tebeos, en series de televisión, en películas y en campañas de
promoción, entonces lo que estamos haciendo ahora podría tener un profundo
impacto en las narraciones del futuro, lo que influiría en el comportamiento de toda
nuestra sociedad. Podemos escoger mantener el statu quo. Podemos escoger el
camino seguro. O podemos escoger tomar parte en la construcción de algo mejor.
Yo escojo construir un futuro mejor.
En el fondo, esta colección es una guía para sobrevivir no solo al mundo online y
a las grandes empresas de medios que lo usan para alimentar sus relatos, también al
sexismo en el mundo. Debería animar a cada lectora, a cada fan, a cada autora a
unirse a la construcción de un mundo mejor.
Para conseguirlo hemos de convertirnos en mejores narradoras, perfeccionar
nuestras habilidades y seguir trabajando en la industria de la narración, ya sea como
novelistas, creadoras de videojuegos, de películas, de televisión o de medios de
comunicación online.
En La revolución feminista geek exploro esta revolución desde cada ángulo,
comenzando con los creadores que deciden de qué tratan las historias y quién es el
héroe, y cómo enfrentarse a las reacciones negativas cuando nuestra representación es
errónea, o se nos critica por perpetuar las mismas tediosas historias. La primera
sección de esta colección, Subir de nivel, incluye ensayos sobre cómo mejorar el
oficio y persistir ante las dificultades, con frecuencia abrumadoras. La capacidad de
persistir muchas veces es mejor indicador de éxito en este campo que el talento sin
más.
Interpelar a los medios de comunicación disfuncionales también es clave para
enseñaros cómo crear mejores historias. Para la sección Geek he recogido piezas
clave de críticas en los medios y todo tipo de cosas geek. Los ensayos más personales
(al fin y al cabo, si no nos entendemos a nosotras mismas y nuestras motivaciones,
¿cómo podemos entender a los demás?) están en la parte En lo personal.
La última parte, Revolución, cubre exactamente eso. Son los textos que se
adentran en el tema de forma más general, así como en nuestros procesos y sistemas
fallidos, y retira la cortina de la sociedad «normal» que se presenta como tal en los
medios de comunicación. Llaman al cambio. Llaman a la revolución. Te llaman a ti y
a todas las que son como tú, a todas las que siempre se han sentido fuera de lugar,
como si algo estuviera mal, como si el mundo no estuviera hecho para ellas, para que
mires atentamente qué es lo que en realidad falla (pista: no eres tú). Cada feminista

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geek y aspirante a feminista geek, cada revolucionaria cultural, cada joven
enfurecida, que chilla, que se queja y que quiere ser una heroína, pero no está segura
de por dónde empezar; todas las que soñaron que podían construir algo mejor. Esta
sección es para ti.
Una vez me preguntaron cuál era mi meta, refiriéndose a mi carrera como
escritora, y la respuesta surgió con facilidad sin pensarla mucho: «Quiero cambiar el
mundo».
Eso es lo que pretende La revolución feminista geek: inspirar a las personas que
cambian el mundo. Quizá no te lo creas todavía, pero también te incluye a ti. Tu voz
es poderosa. Tu voz tiene significado. Si no lo tuviera, no se esforzarían tanto para
silenciarte.
Recuérdalo.
Soy consciente de que formar parte de una revolución cultural es un juego a largo
plazo, una partida de perseverancia. A veces también necesito levantarme,
recuperarme y volver a empezar. No soy perfecta. No siempre estoy segura de mí
misma. No siempre tengo la energía para enfrentar el día. Pero ahora somos
muchísimas más, conectadas a través de canales online, y todas las que estamos
alzando la voz al mismo tiempo somos más fuertes que cualquiera de nosotras
alzando la voz sola.
No estás sola.
Al fin y al cabo, la perseverancia no es el final del camino. La perseverancia es la
partida. El relato que vence es el que persevera por más tiempo con todo en contra.
Este libro es parte de ese relato.

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Perseverancia, y el gran engaño de convertirse en
escritora de éxito
«PERSEVERANCIA»
Esta fue la respuesta del escritor de ciencia ficción Kevin J. Anderson cuando le
preguntaron en una entrevista qué necesitaba un escritor para tener éxito en la
profesión.
Leí la entrevista a los diecisiete años mientras exploraba con ansia las estanterías
de la librería local B. Dalton en busca de consejo sobre cómo convertirme en
escritora. Ya había vendido un ensayo de no ficción a un diario local, y un texto de
ficción por 5 dólares a una revista online recién estrenada.
Tenía la sensación de que me encontraba en el camino del éxito. A los
veinticuatro me imaginaba que podía vivir de escribir. Llevaba escribiendo con la
intención de dedicarme a ello desde los doce años, y había enviado ficción a varias
revistas en los últimos dos años. Dos años parecen muchísimo tiempo cuando tienes
diecisiete.
Las cartas de rechazo se acumulaban. Necesitaba algo de motivación.
Entonces escribí «Perseverancia» en una nota adhesiva y la pegué en mi enorme
portátil.
Todavía la tengo en el monitor de mi ordenador.
Perseverancia.
La pregunta era: ¿durante cuánto tiempo?
No tardé en darme cuenta de que la perseverancia no tenía fin. Era el nombre del
camino.

Como joven autora me obsesionaba descubrir si era «buena» o no. En todos los
talleres de escritura a los que llevaba acudiendo desde los catorce años, siempre era la
mejor o, por lo menos, la autora con más experiencia del grupo. A los doce años
comencé a escribir y a estudiar ficción, y a los quince a enviar textos para que me los
publicaran. Fue muy frustrante. Cuando estás en un grupo de personas donde tú tienes
más experiencia que nadie, es poco probable que aprendas cosas a menos que seas tú
quien enseña al resto. Y, seamos realistas, nadie quiere aprender nada de una engreída
chica de dieciséis años que sabe cómo pulir una oración.
Así que este anhelo perduró. Quería alguien que fuera bueno, muy bueno, con
muchísima más experiencia que yo para que me dijera que valía. Que se acercara, me
sacara de la refriega, me estrechara la mano y me dijera: TÚ ERES LA ELEGIDA.
Es una fantasía adolescente habitual.
Crecer con un montón de novelas de fantasía y ciencia ficción a menudo implica
quedarte despierta por la noche con el anhelo de ser especial tú también. De no ser

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una simple bolsa de carne quejicosa que se arrastra para conseguir un salario
suficiente para vivir y para la hipoteca. Todo el mundo piensa que podría ser Lessa de
Pern, Alanna de Trebond, Ender Wiggin, si alguien le diera la oportunidad. Si alguien
le viera.
Uno de los momentos que me abrieron los ojos con más crudeza fue cuando acudí
al taller de escritores Clarion, y uno de los instructores dijo algo como: «Escuchad,
no os voy a consentir ni a deciros que tenéis talento. El hecho de que estéis en
Clarion quiere decir que habéis conseguido cierto nivel. Así que partamos de ahí y
empecemos a trabajar para mejorar un poco».
Recuerdo pavonearme de esto porque era la primera vez que un escritor
profesional decía que era buena. La cosa es que también lo era el resto de la clase. Y
el resto de las clases de Clarion.
Y esos son muchísimos escritores «buenos». Y ni siquiera se acercaba al número
de «buenos» escritores profesionales.
Tras Clarion iba a librerías, cogía libros y me cabreaba porque pensaba que
muchos de ellos no eran ni mejores ni peores que nada de lo que yo había escrito.
¿Qué les hacía especiales? ¿Por qué a ellos les publicaban y a mí no?

Mi primera relación fue con un adolescente chulito y asustadizo que no tardó en


convertirse en un joven violento y delirante. Nada más cumplir los dieciocho nos
fuimos a vivir juntos a un piso de dos habitaciones. Al no tener una tercera
habitación, la segunda se convirtió en nuestra oficina compartida. Ponía a todo
volumen canciones interminables de Rush y se pasaba las horas navegando por
Internet, mientras yo trataba de escribir, inclinada sobre mi escritorio, con los
auriculares puestos.
No pasó mucho tiempo antes de que mi intensidad productiva empezara a hacer
mella en su autoestima. Por lo visto, tenía que prestarle más atención cuando estaba
en casa, especialmente cuando estábamos en la misma habitación. No tardé mucho en
darme cuenta de que esta extraña insistencia era parte de una pauta de
comportamiento más amplia que consistía en aislarme de mis amigos y mi familia,
para así controlar más y más aspectos de mi vida. La pauta clásica de un maltratador
que no fui capaz de definir como tal hasta que, a los veintipocos años, comencé a leer
teoría feminista y descubrí que su comportamiento tenía nombre.
Todo lo que sabía por aquel entonces era que toda la atención que dedicaba a la
escritura se había convertido en un motivo de discordia. Dio lugar a muchas peleas a
gritos y actitudes pasiva agresivas por su parte. Pero al mismo tiempo que las cosas
empezaban a descontrolarse en aquel pequeño apartamento, descubrí que escribir era
lo único que me pertenecía. Me ayudó a superarlo. Aunque a duras penas saliera
adelante como camarera en una pizzería y casi no pudiera pagar las facturas a tiempo,
podía construir mundos enteros que controlaba por completo. Podía comunicar
historias. Podía sobrevivir.

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Pero cuanto más me hundía en la depresión, más dolorosas eran las cartas de
rechazo. Más parecía un arduo esfuerzo que no conducía a nada. Cuando llegué al
punto más bajo, comencé a fantasear con diferentes formas de morir. Pasé muchísimo
tiempo llorando en el baño.
Y entonces, un día, mientras escribía sobre un escenario norteño destruido en uno
de mis relatos, comencé a buscar cuánto costaban los billetes a Alaska. Pensé:
«Bueno, ¿qué es más chiflado… comprar un billete de ida a Alaska o suicidarme?».
La relación se terminó. La sobreviví, a pesar de todos los gritos y las amenazas.
Un año más tarde, compré un billete de ida a Fairbanks, Alaska.

Tengo la impresión de que la gente no suele darse cuenta de que a menudo «bueno»
solo quiere decir «competente».
Al escribirme con algunos autores jóvenes comencé a reflexionar sobre el
«talento» y la necesidad de que alguien lo reconozca. Recuerdo lo importante que era
para mí que alguien me dijera que valía mientras sudaba tinta a lo largo del camino.
Hay autores mucho más jóvenes que yo escribiendo cosas que son mucho mejores
que las que yo escribo ahora. Y veo a estos escritores veinteañeros y pienso: Ay, dios,
resistid.
Porque tengo que decíroslo: ser buena, tener talento, es la parte más sencilla de
este oficio. Es cuando las cosas acaban de empezar.

El autor de ciencia ficción Samuel R. Delany dijo que, para tener éxito escribiendo,
tuvo que sacrificar todo lo demás. Sacrificó su salud y sus relaciones para alcanzar la
meta de ser el mejor en lo que hacía. Los ganadores trabajaron más duro que los
otros. Estaban dispuestos a sacrificar más.
Tras romper con mi novio del instituto no tuve relaciones con nadie durante cinco
años.
Creí que quizá estaba siendo patológica. Pero si yo fuera un tío, ¿quién lo
cuestionaría? ¿Cuántas veces Hemingway cerró la puerta y exigió una habitación para
él solo?
Si las relaciones implicaban abandonar la escritura, a tomar por culo las
relaciones.
Cuando no estaba completamente borracha (y a veces, incluso así), me pasaba
casi todas las noches en la habitación de mi residencia en la Universidad de Alaska,
en Fairbanks, trabajando en textos cortos, y coleccionando más cartas de rechazo. Mi
gran victoria durante mis dos años de repiquetear el teclado en la universidad fue que
me aceptaran en el taller de escritores Clarion a los veinte años. Ya está, pensé. En un
par de años, seguro que lo consigo. Tan solo tengo que perseverar. Puedo lograrlo.
Me preparé para el largo viaje. Decidí que volvería al loco sueño que tenía
cuando era pequeña, vivir con un par de perros husky en una cabaña en el bosque de
Alaska escribiendo libros. Escribiría libros hasta que me sangraran los dedos.

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Estaba claro que nunca había meado en un retrete exterior a treinta bajo cero.
Tras hacerlo unas cuantas veces, decidí que había llegado el momento de pasar
página.

Este negocio es inflexible con el talento. Incluso quienes por arte de magia cosechan
un gran éxito de ventas con su primer trabajo publicado, a menudo desaparecen del
mapa tras uno o dos libros. Algunos solo tenían un libro dentro. Pero con más
frecuencia es por el intenso escrutinio. Los aspectos internos del negocio son duros:
ventas, marketing y toneladas de problemas de distribución que escapan a tu control.
Y además las críticas, el acoso online y la especulación constante de extraños.
Si todo esto te afecta demasiado, te olvidas del motivo por el que querías escribir.
No hay nadie ahí fuera esperándote para regodearse en tu genialidad. Al contrario,
muchos esperan para destrozarte y luego cagarse encima.
Esto implica que tienes que trabajar más duro. Implica que, para destacar, debes
ser ocho veces mejor que el resto. Da asco. Es exigente. Puede acabar contigo. Pero
ser buena solo te va a llevar hasta ahí. Para construir una carrera tienes que ser mejor
que buena. Y, más importante, tienes que ser ser obstinada, resistir.

Durban, Sudáfrica. Cucarachas. Humedad. Temperaturas Celsius que son una locura.
Sin aire acondicionado. Dos botellas de vino. Un paquete de cigarrillos Peter
Stuyvesant. Una tesis de máster y una novela que reclama mi atención.
Viví en un apartamento de una habitación y media desde la que alcanzaba a ver
un poco del océano Índico, con nada más que una cama y algunas cajas de cartón
como muebles. Me pasé casi todo el tiempo tecleando en el «medio dormitorio»,
sentada sobre una alfombra en el suelo, con el portátil sobre una caja de cartón
cubierta con un pañuelo. Tenía libros apilados junto al rodapié de la habitación, el
escondite perfecto para las cucarachas.
Mientras fumaba cigarrillos le daba vueltas a la idea de que por fin llevaba un
estilo de vida de escritora pobre bohemia. Pero como orinar en un retrete exterior en
Alaska a treinta bajo cero, la realidad no era tan glamurosa como se suponía.
Presenté mi primera novela a varias editoriales a los veintidós años. Enviaba las
propuestas y los capítulos desde la sala de correo de la universidad. Había llegado el
momento de ser famosa.
Todas las editoriales me rechazaron.

A mitad de la veintena vivía en Chicago y a veces me iba a dar un paseo sola por el
centro. No tenía planes concretos. No tenía una meta. Tan solo deambulaba entre la
aglomeración de personas y fingía que mi vida iba mejorando, como el resto. Chicago
es una enorme ciudad radiante. Como Oz floreciendo sobre las praderas del Medio
Oeste.
Una noche llegué a casa sobre las diez de la noche tras pasar horas caminando

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sola por el centro. Tan solo… caminando. Una de esas divagaciones sin rumbo en
plan «¿Qué cojones estoy haciendo con mi vida?» que me dejaban más confundida
que al inicio.
Subí tropezándome escaleras arriba hasta la tercera planta, entré y comprobé mi
correo. Había un sobre remitido por mí: yo, escribiéndome a mí misma. Por aquel
entonces, cuando enviabas propuestas por correo convencional —que casi nadie las
aceptaba por email—, adjuntabas el sobre para que el editor pudiera enviarte una
carta de aceptación o de rechazo sin tener que pagar el sello.
Había puesto el nombre de la revista a la que había enviado mi historia al dorso
de la carta. Era una de las revistas más importantes de entonces.
Abrí el sobre con una sensación de vértigo, medio esperanzada, medio aterrada,
que me crecía en la boca del estómago.
Era una carta de rechazo estándar. La cuarta o la sexta o la octava o la décima o…
las que fueran aquel mes. Era incapaz de llevar la cuenta. Todos los relatos, y todos
los rechazos, se entremezclaban entre ellos.
No tenía ni idea de qué estaba haciendo con mi vida, excepto esto. Sabía que
quería esto. Aunque «esto» solo fuera una revista importante que me aceptaba algo.
Pero «esto» era un largo camino de rechazos y decepciones.
Es extraño, pero no recuerdo el nombre de la revista, ya que entre tanto ha
cerrado.
Sí recuerdo que me senté en el suelo de la cocina, abatida, con la carta estrujada
entre los dedos.

Con veintiséis años me desperté en la UCI tras dos días en coma y me diagnosticaron
una enfermedad crónica. Varios agentes rechazaron un libro nuevo no mucho tiempo
después. Uno de ellos expresó su indignación ante mi atrevimiento al comparar el
libro que les ofrecía con la obra de Robert Jordan o de George R. R. Martin, a pesar
de que la guía que había leído aconsejaba que te compararas con obras de éxito
comercial. Guardé las cartas de rechazo y me pregunté si alguna vez vendería un
libro. Quizá estaba loca. Quizá había renunciado a todo por nada.
Unos meses después perdí mi trabajo en un estudio de ingeniería y arquitectura de
Chicago. Y, unos meses más tarde, la relación con mi mejor amiga, antigua novia y
compañera de piso, terminó.
Acabé metiendo todas mis pertenencias en una camioneta de alquiler junto a un
par de generosos amigos y conduje mi vida hasta Dayton, Ohio.
Me sentía como si hubiera fracasado en todo. La vida era una ruina.
Comencé a vivir en la habitación para invitados en casa de un amigo,
desempleada, hasta el cuello de deudas médicas, y enfrentándome a una nueva
novela, de la cual había terminado tres cuartos.
Cuando abrí el portátil, la nota adhesiva me devolvió la mirada: PERSEVERANCIA.
En todo. En escribir. En la vida.

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Terminé el libro.
Había alcanzado un punto en mi vida en el que no sabía hacer otra cosa que no
fuera terminar el puto libro.

Conseguí el primer contrato editorial a los veintiocho años.


Llegó en un momento en que había tocado fondo profesional, económica y
emocionalmente. Llegó justo cuando lo necesitaba. No era un millón de dólares. Eran
diez mil dólares por libro, y eran tres libros. Era suficiente dinero para liquidar las
deudas de tres de mis cuatro tarjetas de crédito y mudarme de aquella habitación de
invitados.
Me pagaron incluso aunque el contrato se canceló y los libros no llegaron a
publicarse en aquella editorial. Cobré el dinero. Treinta mil dólares por un trabajo que
nunca hice, por un trabajo que no iban a publicar.
Pensé en todo aquel trabajo. En todas aquellas peleas a gritos en la habitación de
trabajo compartida con mi ex, y en las frías y ebrias noches en Alaska, y en las
sábanas que tenía que sacudir infestadas de bichos en Sudáfrica y pensé: ¿esto es
todo? ¿De esto iba la cosa?
Aquel dinero me salvó la vida. Pero tras pagar las facturas y volver a poner la
vida en orden, me pregunté para qué escribía además de por dinero. Tras escribir con
la intención de ser escritora durante quince años, ahora que ya no me moría en la
pobreza, el dinero por sí solo no me satisfacía. No era suficiente. No era la
motivación.
Y eso hizo que me preguntara qué demonios estaba haciendo.

Un año después de que el anterior se cancelara me llegó otro contrato editorial, esta
vez uno que sí se hizo realidad. Libros en estanterías. Júbilo. Alegría. Fin de un largo
camino, ¿no?
No. Tan solo el comienzo.
Discusiones con mis editores sobre personajes blanqueados en las cubiertas de los
libros. Retrasos en las liquidaciones. El dinero deja de llegar. Entonces la editorial
cesa, vende todos sus bienes… incluidos mis libros y yo.
Tómalo o déjalo. Lucha contra este despropósito. Rabia.
Pura y absoluta rabia porque el trabajo al que había dedicado toda la vida para ver
publicado fuera ahora un «activo», una «propiedad», una baja de las prácticas
despreciables de este negocio.
Enfrento la situación. Persisto.
Firmo un nuevo contrato.
La especia vuelve a fluir.
Pero he perdido el gusto por la ficción.

Estoy en el bar en una convención de ciencia ficción. El año pasado gané siete mil

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dólares con mis obras de ficción. He pedido una bebida carísima que declararé como
gastos de trabajo, porque en unos meses probablemente pierda un treinta por ciento
de esos siete mil dólares en impuestos.
Mientras espero, escucho por encima a un autor de éxito autopublicado charlar
con un grupo de personas sobre cómo se puede conseguir un montón de dinero
autopublicando y sobre lo jodida que está la publicación tradicional. He oído esto mil
veces. Kickstarter es la clave, dice. Puedes financiar con antelación todo el trabajo y
generar ingresos. Se jacta de cómo le dio este consejo a muchos autores que se
conformaban con adelantos míseros, gente que recibía «esos adelantos de siete o diez
mil dólares», los cuales evidentemente eran muy poca cosa. Habla como un gurú de
autoayuda. Hace que escribir libros parezca un plan para hacerse rico de la noche a la
mañana.
Me termino mi bebida. No la derramo por su cabeza.
Recuerdo que esto es un juego de resistencia. Recuerdo que tanto los autores
autopublicados como los publicados de forma tradicional tienen el mismo puñado de
éxitos y el mismo gigantesco y patético lodazal que «el resto» reclamando algo de
atención en la larga cola.
Creo que he permanecido en la larga cola durante largo tiempo, pero cuanto más
hablo con otros escritores, más me doy cuenta de que todo ese esfuerzo —el
apartamento de mierda con el novio de mierda, los helados retretes exteriores en
Alaska, la lucha contra las cucarachas en Sudáfrica— no era ni el principio. No era la
parte en que las cosas se ponen interesantes de verdad.
Era conseguir el primer libro. Era tras el primer libro. Era enfrentarme al hecho
de que escribir es un negocio, y que las expectativas son destruidas muy a menudo, y
que las probabilidades de destacar son desalentadoras.
Es persistir en el juego después de saber de qué va esto. Después de que pierda su
brillo. Es persistir después de que todas tus esperanzas y aspiraciones se estrellan de
cabeza contra la realidad.
Ahí es cuando comienza. El resto de tu vida no era más que un calentamiento.
Quien te diga lo contrario está intentando venderte algo.

Anoche llegué de una convención en Detroit a las seis de la tarde y me quedé hasta la
una de la mañana poniéndome al día con los emails y preparando publicaciones para
el blog. Sigo trabajando en una empresa y también hago muchos trabajos como
redactora autónoma. Juntando todos estos ingresos gano casi noventa mil dólares al
año. Pero solo me he aproximado a esa cifra dos años. Hace seis meses despidieron a
la mitad de mi departamento. Estoy a la espera de que caiga el martillo en cualquier
momento.
En cualquier momento, todo arderá y tendré que comenzar de nuevo.
Estoy metida en otra trilogía. En dos, de hecho. Trato de no mirar demasiado las
cifras de mis ventas anteriores. Podría afectar a mi juego.

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Trabajo todo el tiempo.
En mi primera novela, God’s War, mi protagonista tiene un momento decisivo con
la antagonista del libro, la cual le dice: «No hay finales felices, Nyxnissa». Y Nyx
responde: «Lo sé. La vida sigue».
Lo sé.
Estoy recogiendo mis cosas al término de una charla que he dado sobre todo tipo
de temas a otros escritores, aspirantes a escritores y fans. Estoy agotada y exhausta.
Alguien del público se acerca y me agradece la charla sobre mi trabajo diario.
«Parece que tienes tanto éxito —dice—… tienes varios libros publicados y asistes a
convenciones».
Más tarde, alguien en el bar me comenta que cada vez que pincha en un enlace
parece que le lleva a una de mis publicaciones en el blog.
Yo no pienso que tenga éxito.
Pero me ha hecho recapacitar. ¿Cuál es mi medida del éxito? ¿Es el dinero? ¿Los
ejemplares vendidos? ¿O es el propio acto de la perseverancia, de no dejar de escribir
cuando todo el mundo te dice que no merece la pena y que deberías hacer de tripas
corazón y dejarlo?
Me di cuenta de que la perseverancia no era la meta final. Era el juego mismo.
Tenía todas las papeletas del mundo para dejarlo. Cualquier persona racional
probablemente lo habría hecho. Pobreza, desempleo, relaciones tóxicas, enfermedad
crónica, una editorial que cesó… Podría haberlo dejado. Podría haber dicho: «A
tomar viento todo».
Pero tras cabrearme por Internet o beberme una botella de vino o dar un largo
paseo en bici, vuelvo al teclado. Siempre. Siempre vuelvo.
La mayoría no.
No les culpo.
Así que cuando la gente me pregunta (en charlas, online, en el bar): «¿Qué se
necesita para ser escritor de éxito?», sé la respuesta. Hoy más que nunca, porque sé lo
que significa realmente. Sé que no es solo una palabra. Es un modo de vida.
Sé cómo es el éxito.
«Perseverancia», respondo.
Y me tomo otra bebida.

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Prepararé unas tortitas: sobre entrar y salir del
juego de la escritura
Bienvenida a hacerte oír en los espacios públicos: online, en papel impreso, incluso
en carteles publicitarios, si tienes suerte. Bienvenida a ser una mujer con opiniones
que circulan por la corte de la opinión pública. Por mi parte, he reivindicado en voz
alta mi opinión en Internet y en publicaciones en papel durante quince años, y las
cosas no mejoran cuando la burbujeante fosa séptica de Internet empieza a supurar
trolls de combate que sueltan amenazas de muerte y de acoso sexual. No, esto nunca
es fácil, pero en cierto punto, para mí, se volvió más sencillo de soportar.
Me di cuenta de que no estaba sola ahí fuera. Formaba parte de algo mucho
mayor, y mucho más importante.
Siempre habrá trolls, aquellos que te piden que te suicides, los que te dicen que
van a ir a tu casa a violarte y, acto seguido, que eres demasiado asquerosa como para
que alguien te folle. Te exigirán tus fuentes y que demuestres con abundantes pruebas
tu experiencia. Habrá hombres, sí, montones de hombres, que darán por sentado que
escribes géneros que no escribes, como si las mujeres solo escribieran sobre vampiros
y hombres lobo; menos oportunidades para ti, como mujer, de tener críticas;
compañeros en coloquios que comienzan conversaciones con: «No quiero ser sexista,
pero…», y cubiertas de tu libro de ciencia ficción descarnada que parecen un anuncio
de Tampax. Todo esto va a ocurrir durante una temporada. Y cada pocos años tendrás
que luchar por el respeto y ser escuchada por una nueva generación que no conoce tu
trabajo o tus credenciales y que por lo tanto te juzgan exclusivamente por el género y
la apariencia que un medio de comunicación ha determinado sobre ti. Y tendrás que
hacerte valer de nuevo.
Es una mierda. Es duro. Aunque si te quedas en la partida, te prometo que
acabarás siendo una experta en este juego. También avanzarás mucho en la escritura.
Y en los negocios. Ahí mejorarás. Te harás más dura y más insensible, y estarás más
cabreada, al mismo tiempo que te conviertes en una escritora mejor, más elocuente y
más respetada.
Pero también es agotador.
No juzgo a las mujeres que abandonan esta partida. Conozco a muchas blogueras
feministas de los comienzos de los blogs que cerraron el tenderete tras recibir oleada
tras oleada de insultos, acosos, amenazas y accidentes en la vida real donde «amenaza
de Internet», se convirtió en «amenaza en tu puta cara». Conozco a mujeres que
escribían ciencia ficción dura o fantasía épica que tiraron la toalla, o que se pasaron a
géneros como la fantasía urbana o el romance, mejor dispuestos hacia las mujeres
autoras. Conozco a mujeres que se encogieron de hombros y pasaron por ponerse
pseudónimos masculinos y de género neutro, mientras se reían de todos a sus
espaldas.

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Así que no te voy a decir que te quedes en este juego.
En vez de ello, te voy a decir que sé que es duro.
Y te voy a decir por qué, a pesar de toda la mierda, sigo aquí.

En mayo de 2006 estaba en la WisCon, una gran convención de ciencia ficción


feminista, cuando Joanna Russ hizo la que creo que fue su última intervención
pública. La salud de Russ era precaria, por lo que se entrevistó con Samuel R. Delany
por teléfono. Por aquel entonces, Russ era una de mis heroínas. Me parecía que era
una de las escritoras de ciencia ficción más airadas y vehementes de todas las que
había leído; comparada con Russ, Le Guin era de un conservador aburridísimo.
Russ expresaba la intensa rabia que sentí yo al descubrir que el juego estaba
amañado en mi contra desde el principio, y que no importaba lo igualitaria que yo
creyera ser, el mundo iba a tratarme como a una mujer, me gustara o no. Su novela El
hombre hembra tiene una vehemencia tan rabiosa, tan de rechinar los dientes, que no
pude acabarla las primeras veces que lo intenté. El título también expresaba algo que
yo sentía por aquel entonces: que era humana, un hombre, no en el sentido de
sentirme separada de mi cuerpo femenino, sino de que yo también me había tragado
lo de que las mujeres eran de algún modo «otras» y como yo no era de las «otras»,
debía de ser un hombre, un ser humano real ¿o no? Había interiorizado una increíble
cantidad de misoginia de la que no me di cuenta hasta cumplir veinte años.
De joven me creí bastante la política de divide y vencerás, clasificando a las
mujeres en campos: aquí están las mujeres fuertes y marimachos. Aquí están las
débiles, femeninas e inútiles, las que aparecen en la tele y necesitan que las rescaten.
Yo nunca era Willie; siempre era Indiana Jones. Me esforzaba por estar entre las
mujeres «humanas»: las fuertes, las marimachos. Pero como mi cuerpo estaba
codificado como hembra, nunca se supuso que yo tendría los mismos conocimientos
y la misma credibilidad que un hombre. Para quienes no me conocían, por mucho que
tratara de mostrarme machona, o que intentara «demostrar» mis credenciales geek o
mi sensibilidad masculina, siempre era una mujer en cuanto me veían. Me ignoraron
para los aumentos de sueldo. Me relegaron a trabajos administrativos. Recibí ofertas
de trabajo por menos dinero del que ofrecían mis colegas masculinos.
Lo que aprendí es que debía trabajar más duro que los tíos. Tuve que asumir que
cuando la gente me miraba, me iban a dar automáticamente las peores ofertas.
Supondrían que era más estúpida de lo que era. Me prestarían menos atención. Me
juzgarían por mi género, por mi aspecto, por el peso antes que por cualquier otra
cosa. Automáticamente comenzaba cada interacción en desventaja.
En cierto modo, ser consciente de ello hacía las cosas más fáciles. Ya no contaba
con la supuesta igualdad. Asumí que siempre comenzaba diez pasos por detrás.
Aprendí que debía luchar con más fuerza, gritar más alto y exigir más solo para
conseguir cinco pasos de ventaja, para no empezar demasiado detrás a los ojos de
quienes me juzgaban, desde jefes hasta compañeros y nuevos amigos. Incluso en mi

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carrera de escritora, la gente daba ciertas cosas por supuestas. Recuerdo que en una
fiesta prenatal me preguntaron si escribía libros infantiles. Descubrí que era difícil
incluso responder a aquello porque acababa de publicar una novela de ciencia
ficción-fantasía oscura sobre una cazarrecompensas bisexual que decapita a la gente
para ganarse la vida. Por supuesto, no tiene nada de malo escribir libros infantiles,
pero no pude evitar preguntarme qué habría supuesto aquella persona si yo hubiera
sido un tío.
Durante un tiempo me entusiasmó la idea del «feminismo del poder» o la popular
cultura del «apoyo», que pasa por ser el feminismo blanco mayoritario en estos
momentos. Simplemente teníamos que ser más listas, más rápidas, mejores. Teníamos
que pedir aumentos, exigir mejor trato. El sexismo era culpa nuestra, por caer en la
misoginia y actuar como si estuviéramos en desventaja.
Pero lo que gran parte de esa cultura del «apoyo» no reconoce es que, de hecho, sí
actuamos en situación de desventaja impuesta por los supuestos de quienes ostentan
el poder y que, por tanto, algunas pueden «apoyarse» más que otras. Si trabajo en el
sector del comercio y pido 10,50 dólares la hora en vez de 10 dólares, en la mayoría
de los casos estarán encantados de echarme y reemplazarme por otra desesperada que
acepte 10 dólares la hora. No hay competencia. Ese es el juego. Así es cómo está
organizado. Y esto sin mencionar cómo reaccionaría alguien a esa reivindicación si
eres una persona de color, o gay, o trans, o inmigrante, o tu actitud es demasiado
«arrogante» para cómo suponen que debería actuar alguien «como tú». En algunos
casos, ser «arrogante» no solo recibirá como respuesta la pérdida del trabajo o gestos
de desaprobación, sino violencia.
Puedes pelear todo lo que quieras para conseguir victorias personales, pelear para
ser la mujer «excepcional», pero siempre que haya opresión institucionalizada,
prejuicios y el rampante capitalismo desregulado que trata a las personas como
objetos de usar y tirar, eres una excepción, no la regla. Una sola victoria no significa
nada mientras la gente con poder (para contratarte y despedirte, para aprobar o
denegar tu crédito, o para ponerte una multa por velocidad) te mire a través de la
lente del racismo, del sexismo, de la homofobia o cualquier otro «ismo»
institucionalizado que han aprendido a través de relatos, vídeos, medios de
comunicación y de otros individuos con prejuicios.
No podemos llevar a cabo el verdadero cambio solas.

Cada escritora es una isla.


A menudo nos complicamos pensando que nuestras experiencias son singulares,
que nadie antes ha caminado por este sendero o se ha enfrentado a estos problemas, o
ha sentido esta rabia ante el estado de la profesión que han escogido como escritores
de ficción, o cualquier otra cosa. Una de las cosas que sentí al leer a Russ fue que no
estaba sola. Cuando leí On Strike Against God o El hombre hembra me vi como parte
de algo mucho más grande que yo. No era la única cabreada. No era la única que se

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enfrentaba a supuestos estúpidos sobre quién era, lo que quería, lo que escribía. Y no
era la única que a menudo estaba confusa por las expectativas de la sociedad en
contraposición a lo que yo deseaba.
Cuantas más mujeres leía, desde Margaret Atwood y Octavia Butler hasta
Charlotte Perkins Gilman y Toni Morrison, menos sola me sentía, y más comenzaba a
verme como parte de algo más.
Ya no se trataba de una mujer luchando contra el universo. Se trataba de todas
nosotras caminando juntas, gritando en un negro e inhóspito lugar que no nos
quedaríamos calladas, que no nos silenciarían, que no dejaríamos de expresarnos, que
no nos daríamos por vencidas.

Joanna Russ murió en 2011, el año en que se publicó mi primera novela, God’s War.
Recuerdo que estaba sentada mirando fijamente la pantalla del ordenador y
pensaba: «Oh, Dios mío, ¿y ahora qué?», porque todavía no me lo acababa de creer.
Ah, desde luego podía admitir y procesar la noticia de su muerte, pero todavía no
sabía qué significaba. Russ apenas había publicado desde finales de los años noventa;
estaba enferma y, sospecho, exhausta de este juego de mierda. Es duro. Es brutal. No
es divertido.
Pero, aunque llevaba un tiempo apartada del juego, había cierta confianza y
seguridad al saber que todavía estaba viva. Que su voz estaba ahí. Existía. Su obra
estaba disponible. No la iban a callar.
Me di cuenta de que, con su voz ahí, no sentía tanta presión para dar un paso
adelante.
Ella estaba ahí para hacerlo.
No era necesario que lo hiciera yo.
Pero, en aquel momento, miré mi libro en la estantería, el cual aún no había
vendido muchos ejemplares, ni había ganado premios. Tan solo era mi pequeña
novela de ciencia ficción feminista. Supuse que vendería tres mil ejemplares y
desaparecería.
No ocurrió.
Pero entonces no lo sabía.
Todo lo que sabía era que no había más Joanna Russ, y que yo iba a tener que
encontrar otra voz rabiosa, sincera, y que llamara a las cosas por su nombre para que
lanzase esa rabia al mundo.
Es fácil hacer como que esto no va contigo cuando se te ocurre. Es fácil señalar a
otros escritores y decir: «Oye, deberías hacer/ser esta voz», u «Oye, ¿por qué no
recogéis este testigo?», o «En realidad deberías…», o «Los escritores X, Y, y Z ya lo
están haciendo», pero lo cierto es que es un espectáculo muy duro, mucha gente sale
y entra, y nunca sabes cuánto tiempo van a estar por aquí.
Me di cuenta de que podía seguir haciendo como que no iba conmigo, y limitarme
a señalar a otras autoras que se dirigían sin tapujos al poder, porque desde luego que

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había muchas.
Pero había otra opción.
En vez de decir a los demás que dieran un paso adelante… Bueno… Yo podía ser
la que lo hiciera. Yo podía ser una de esas voces.
Porque, joder: he estado gritando en Internet durante diez años. ¿Qué son
cuarenta más?

En ocasiones no tengo muchas cucharas[1] para manejar este maldito juego. Padezco
una enfermedad crónica. Tengo que ir a trabajar todos los días. Tengo plazos de
entrega para libros y calendarios de promoción y asistencias a convenciones. Pero
algo que me enseñó la muerte de Russ fue que no puedes confiar en que la voz de
otras personas vaya a estar siempre ahí. A veces debe ser tu voz. En ocasiones, si
nadie más se dirige sin miedo al poder, o se arriesga a hablar en público sobre el Gran
Autorazo X, o dice «que le den por culo a mi carrera», entonces debes ser tú.
Hay algunos días en los que siento que grito a solas en una isla, como deben
sentirse las jóvenes escritoras cuando leen la última idiotez sobre que van a recibir
menos críticas, que van a tener menos tirada y que van a ser propuestas para menos
premios que sus compañeros.
Pero el hecho es que no estoy sola. Y ellas tampoco. Hay un enorme, apasionado
y enfurecido grupo de personas que no están contentas con el statu quo, y que de
forma activa protestan contra él; solo en Twitter sigo a casi trescientas. Hay grandes
comunidades de escritoras feministas, y escritoras que llaman a las cosas por su
nombre, mujeres y hombres y cualquiera a lo largo y fuera de ese continuo, que alzan
la voz.
También son más fáciles de encontrar hoy en día que hace veinte años, porque
existe Twitter, Tumblr, Youtube y plataformas sencillas para blogs. Acceso a lugares
donde pueden expresarse con mayor facilidad. Ya no me siento aislada, tirada en la
cama con un libro de Joanna Russ, tratando de fingir que no estoy sola y escribiendo
con rabia en un bloc de notas. Soy yo conectada a un diálogo activo con personas que
piensan parecido; incluso si a menudo discutimos entre nosotras en Twitter, y nos
criticamos nuestros argumentos de mierda, puntos muertos y gilipolleces.
Y a veces, cuando sus voces me reconfortan, me doy cuenta de que la mía
también debe ser reconfortante. Cuando puedo permitirme el riesgo, es mi
responsabilidad dar un paso adelante. Porque si la suficiente gente hace ver que no va
con ellos y fingen que es el problema de otra persona, entonces se convierte en el
problema de nadie, retrocedemos, desandamos esos diez pasos y volvemos a la casilla
de salida.
A veces asumen ellas el riesgo; a veces lo hago yo. Lo hacemos juntas. Nos
apoyamos entre nosotras. Discutimos entre nosotras. Lo que importa es darnos cuenta
de que no estamos solas en esto.
Por eso sigo en este juego. Porque comprendo que gran parte del troleo en

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Internet, los ataques personales, los actos pasivos y activos de opresión tratan de
sacarme fuera a mí y a la gente como yo. Tratan de crear un discurso protegido que
no me incluya a mí ni a la gente como yo. Y yo a eso lo llamo una mierda.
No os puedo garantizar, jóvenes escritoras, que las cosas vayan a mejorar. No voy
a fingir que no os van a trolear, acosar, amenazar u hostigar.
Pero lo que sí puedo prometeros es que no estáis solas en esta lucha. No os
expresáis solas, y vosotras y vuestro trabajo y vuestra voz y vuestra pasión existen en
un largo continuo de voces como la vuestra, que ha librado las mismas batallas que
vosotras libráis, y las cuales todavía están aquí, y todavía en esto.
Igual que tú.
Y no te culpo si es demasiado. No te juzgo por decirle a este género o a cualquier
otro que se vaya a la mierda. Pero si te quedas, junto a mí, y junto a todas las otras
mujeres y hombres y toda la fabulosa plétora de personas que se identifican de modos
distintos, comprometidas en reescribir el relato de lo que es la ciencia ficción, te
apoyaremos, te defenderemos, y lucharemos contigo.
Eso es lo que tengo para ti. En ocasiones no será suficiente. En ocasiones será lo
que te levante del suelo. Así que ármate. Prepararé unas tortitas. Y de vuelta al
trabajo.

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Lo que el marketing y la publicidad me enseñaron
sobre el valor del fracaso[2]
Trabajar en una agencia de marketing es como ser terapeuta. La gente acude a ti
porque saben que algo va mal y quieren arreglarlo. Irrumpen en tu oficina y dicen que
necesitan algo de ti: un folleto, un anuncio de radio o un nuevo logo. Algunas
relaciones con clientes no pasan de eso. En una agencia para la que trabajé tuvimos
un cliente que nos obligó a dar infinitas vueltas a un nuevo logo, acumulando miles
de dólares en horas facturadas. Al final, expuso los diseños a sus empleados para que
los votaran y descubrió que la mayoría prefería el logo antiguo. No entendían por qué
quería cambiarlo. Cuando se sentó y reflexionó sobre ello, él tampoco estaba seguro.
Los clientes acuden a ti porque las ventas son bajas, o porque ha aparecido un
nuevo competidor, o porque les han dicho que necesitan «una web» o «un anuncio de
radio». Y gran parte del tiempo te limitas a tomar pedidos y hacer esas cosas, incluso
sabiendo que no son el problema real. Es como ir a tu terapeuta y decirle que tienes
depresión, pero lo que realmente necesitas para mejorar es una chocolatina Snickers,
por lo que sería estupendo si te diera una, y te marchas tan contento. Tres meses más
tarde, te preguntas por qué todavía estás tan deprimido si el terapeuta te dio la
chocolatina Snickers que pediste, así que concluyes que el terapeuta es una mierda.
Siento un profundo y duradero amor por la publicidad porque reconozco su
potencial para modificar el comportamiento humano. Hasta ahora se ha explotado
para vendernos dispositivos, pero han sido campañas de publicidad las que han
disminuido la conducción en estado de embriaguez, ayudado a eliminar el hábito de
fumar (tras primero hacernos fumar) y conseguido que nos pongamos los cinturones
de seguridad. Lo que motiva a los humanos me parece apasionante. Descubrieron que
el motivo para que la gente dejara de fumar no fueron los anuncios contándote lo
terrible que era ese hábito; fueron los que dijeron que era terrible para tus hijos.
Todavía recuerdo cuando mi padre comenzó a fumar fuera de casa justo por este
motivo (lo cual llevó al primero de los tres intentos de dejarlo; al tercero lo logró). El
mensaje sobre «fumadores pasivos» llevó a más gente a dejarlo o a reducir el
consumo de cigarrillos que cualquier otra cosa. Pero obligó a los publicistas a hacer
numerosos estudios y sondeos, y, todo sea dicho, lanzar un montón de anuncios
malísimos que no funcionaban para descubrir cómo romper el hechizo de «guay» que
primero le habían imbuido al hábito de fumar.
Y eso lleva a otro de los desafíos divertidos de lo que hago: no vas a conseguirlo
a la primera, pero eso no significa que tus intentos sean fracasos.
Trabajé en una gran compañía de software que producía una ingente cantidad de
marketing por email. Hacíamos tanto que las exclusiones voluntarias se volvieron un
problema. Peor, tan solo el cincuenta por ciento de las campañas que creábamos

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conseguían algún tipo de respuesta. No el cincuenta por ciento de los emails
enviados, sino el cincuenta por ciento de las campañas. Eso quería decir que
podíamos enviar diez emails a cuarenta mil personas y solo cinco de esos emails
recibían algún tipo de respuesta; e incluso así, el número de respuestas con frecuencia
era de un dígito. Como organización de marketing cuyo éxito se medía en los
posibles interesados que pudiéramos pasar a ventas para hacer el seguimiento, esto
era atroz. Hubiera sido lo mismo que tirar una moneda al aire. Pero en vez de
deprimirme por estas estadísticas, descubrí que me fortalecían. Estudié las
comunicaciones que habían salido a diferentes mercados. Modifiqué las líneas del
asunto. Las hice más centradas en el consumidor. Identifiqué los puntos que
motivaban las decisiones de compra de los clientes. Me metí en un mercado
particularmente complicado, el de profesionales de ventas (los comerciales venden
cosas; te ven venir a un kilómetro de distancia) e hice un simple cambio. En vez de
usar una proposición de valor como «El producto X te ayuda a organizarte», lo
reposicioné como «El producto X te ayuda a organizarte mejor». No es que «El
producto X te convierta en una superestrella», es que «Sabemos que eres una
superestrella. Y con el Producto X, te convertirás en una megaestrella». Halagar
funciona en muchos mercados, pero especialmente bien con los comerciales. Tuve
que mandar un fracaso de email y dos emails reguleros para entrar en este mercado.
Tuve que probar y probar con el equipo antes de dar con el mensaje adecuado, pero
cuando lo conseguimos, fue profundamente satisfactorio.
El marketing utiliza los miedos y los deseos más profundos de las personas para
motivarles a tomar acciones. Lo que sean esas acciones depende por completo de la
gente que paga a los publicistas, y sí, mucho marketing está mal hecho. Pero el
motivo por el que la gente sigue pagando publicistas es porque los que lo hacen bien,
lo hacen muy, muy bien, y les llevó una extraordinaria cantidad de fracasos
conseguirlo. Por eso, en la agencia Wieden+Kennedy tienen en la pared una enorme
señal hecha con chinchetas donde pone «Fracasa de nuevo. Fracasa mejor». Nuestro
trabajo como publicistas es fracasar mucho para llegar a conseguir un gran éxito. Me
gustaría deciros que el cincuenta por ciento del fracaso se debía a que expandíamos
los límites y aprendíamos de nuestros errores, pero lo cierto es que en ese caso
particular buena parte del marketing que producíamos estaba motivado por el pánico.
El fracaso solo es útil cuando aprendes de él. El fracaso porque has entrado en pánico
y has lanzado mierda es simplemente fracaso.
Y esa es la mayor lección que trasladé del marketing a la escritura. Si voy a
escribir un fracaso comercial, debe serlo de un modo que me impulse hacia delante.
Si estoy fracasando al escribir ficción vampírica juvenil, entonces solo he aprendido
que no soy Stephenie Meyer. Podría haberlo aprendido sin haber invertido noventa
mil palabras en ello. Si voy a manufacturar un fracaso, quiero que fracase mejor. Así
abordé la escritura de mi primera saga de fantasía épica, que comienza con el libro
titulado The Mirror Empire. Como todos mis libros, es un desastre, pero es un

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desastre de un modo muy concreto. Me planteé crear un mundo de fantasía que nadie
hubiera visto antes, con sociedades de las que nadie hubiera oído hablar, y quería que
el villano no fuera menos que los protagonistas. Es una meta muy ambiciosa para
cualquier novela. Pero ¿iba a gustar igual que un libro de Stephenie Meyer? Es
posible que no. Ese no era su propósito.
No siempre escribo un libro con la intención de que guste.
No creo campañas de marketing para que gusten.
Creo obras para conmover e inspirar, y la mitad de mi trabajo para conseguirlo es
fracasar y aprender de ello, y fracasar incluso mejor la próxima vez. A diferencia de
las novelas, la comunicación de marketing como los emails, las páginas web o las
suscripciones por correo se pueden escribir bastante rápido, por lo que sé que este
proceso de vuelve a fracasar, fracasa mejor, puede funcionar al final. El problema es
que la industria editorial no te da doce fracasos para encarrilar un triunfo. La industria
editorial te da una oportunidad, quizá dos, y entonces de vuelta a las galeras de la
autopublicación o Kickstarter a demostrar que vales. Lo cual me parece bien, pero
¿en serio?
La industria editorial es una bestia disfuncional que todavía sigue operando con
los mismos periodos de liquidaciones, márgenes y anticipos que tenía ¿hace cien
años? Me encontré con el mismo problema en grandes compañías que insistían en
que el marketing siempre se había hecho de ese modo, siempre habían lanzado
mensajes directos y ¿por qué tendríamos que cambiar aunque la gente que compra
nuestros productos ha revolucionado la forma de comprar?
Dos grandes bestias. Titanics que puede que no tengan suficiente tiempo para
virar.
Debemos conocer a nuestro consumidor. Debemos ir a donde está. Debemos
adaptarnos o morir, y adaptarse requiere una increíble cifra de fracasos antes de
acertar en la combinación ganadora que permita a un organismo desarrollarse en un
nuevo entorno.
La evolución requiere cambio. Si no nos adaptamos, nos hundimos, morimos.
Somos como un panda sentado en solitario en el borde de un bosque de bambú
agonizante y al que ya no le queda nada para comer.
Algunos cambiarán. Otros no. Quizá porque, como el panda, no pueden. Esto es
todo lo que podemos y podremos saber. Pero para el resto, aquellos sin miedo al
fracaso, a fracasar más rotundamente y a fracasar mejor: puede que todavía tengamos
futuro.
Es un futuro que controlaremos. Un futuro que escribiremos. Pero no debemos
tenerle miedo.

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Asumir la responsabilidad al escribir historias
problemáticas
Asumir la responsabilidad de las palabras que pongo sobre el papel fue una lección
que aprendí pronto. Escribí un relato la segunda semana del taller de escritores
Clarion, un campamento intensivo de seis semanas muy exigente con los autores y
bastante bueno para desmontar su prosa a fin de que los puntos débiles salieran a la
luz. La escena inicial del relato presentaba a un chico moribundo, torturado y que
había sufrido abusos, cubierto de sangre y semen. Como acto de misericordia, ya que
están a semanas de recibir ayuda en medio de un inhóspito desierto, el oficial al
mando le abre la garganta y le abandona para que muera.
Por varias razones, el tutor de escritura de aquella semana la tomó con esta
historia. Dijo que adolecía de déficit de imaginación y que debía tener en cuenta lo
que estaba dispuesta a entregar para el consumo público. «Como escritores —dijo—,
debemos asumir la responsabilidad de las imágenes que ponemos en el papel».
Mi reacción ante esta crítica fue revisar el relato y eliminar todas las partes
ofensivas. Evisceré la historia, dejando apenas un cascarón de lo que era. Uno de mis
compañeros lo comparó a cortar las partes irregulares de una geoda y alisarla hasta
convertirla en una brillante esfera sin facetas. Lo que debería haber hecho en vez de
aquello era transformar las partes espinosas en verdaderos ganchos, y añadir unos
cuantos puntos mientras suavizaba los bultos feos. En vez de ello, le saqué las
entrañas a la historia del mismo modo que lo había hecho con los personajes, y acabé
con un relato que no solo no era ofensivo, sino que no conseguía evocar emoción
alguna en nadie.
Si iba a escribir una historia problemática, tenía que arreglarla o asumir la
responsabilidad.

Paso mucho tiempo hablando en conferencias sobre las responsabilidades de ser una
autora, y sobre cómo lo que ponemos en el papel puede significar algo muy personal
para alguien. Pasé una absurda cantidad de tiempo leyendo libros de investigación,
buscando de todo en Internet, escudriñando relatos de cosas en primera persona y
evaluando mis propios prejuicios, y sabéis, a veces todo esto puede volverse
agotador. A veces pierdes el norte. A veces te olvidas de por qué lo haces.
Y a veces, como todo el mundo, meto la pata. Escribo una historia problemática
que no puedo arreglar.
Tras una de mis intervenciones en la Convención Mundial de Ciencia Ficción de
2012 en Chicago, una lectora se acercó a decirme que había escogido mi novela
God’s War para su club de lectura. Resultó que, según me dijo, en este había cierta
cantidad de hombres gays, y varios de ellos se ofendieron cuando uno de mis
personajes principales (y el único personaje gay del libro) muere a un tercio de

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terminar la novela.
Porque, claro, el gay siempre muere[3].
Cuando llevaba tres cuartos de la novela me di cuenta de este particular y
problemático tropo. La escasez de personajes gays en la ficción convencional a
menudo lleva a personas bienintencionadas a introducirlos como secundarios para
después eliminarlos sin tener en cuenta la larga tradición de matar a propósito a
personajes gays de la ficción tan solo por serlo. Mostrar el final trágico de un
personaje gay servía para sostener el orden social percibido en la cultura occidental:
si vas a ser gay, la cosa puede acabar de forma trágica. Mejor amoldarse.
Una vez que me di cuenta de lo que había hecho, reorganicé todos mis personajes
para tratar de reescribir una salida al problema sin matar la historia. Ya había
finalizado el primer borrador por entonces y no conseguía descubrir un modo de
reescribirlo sin reestructurar por completo otro personaje o añadir a alguien más.
Sabía que la muerte del amigo gay era un cliché habitual, por lo que, si no podía
eliminar la muerte, por lo menos podía mejorar la representación de personajes gays
(ya tenía un buen número de mujeres lesbianas y bisexuales en el libro, pero este
tropo se resistía). Escribí una escena en la que él y su novio se encontraban y
discutían qué iba a ocurrir con ellos ahora que él tenía que esconderse ya que los
sicarios bel dame del país les perseguían. Traté de descubrir otras menciones a la
homosexualidad masculina en el mundo. Como me había deshecho de tantos
personajes masculinos enviándoles a la guerra como parte del concepto del libro, me
parecía que si trataba de meter con calzador a alguien parecería forzado.
Y aunque me quedé allí charlando con la lectora sobre todas las cosas que había
tratado de hacer en este y en libros posteriores para mitigar aquella muerte
problemática, el hecho es que el tipo gay muere de todas formas. Seguía cayendo en
el estereotipo. Y ese estereotipo aún hace daño a la gente.
Me encantaría ser uno de esos escritores que dicen: «Oye, ¡es un mundo brutal!
¡Todos acaban igual de destrozados y asesinados!», pero eso no es cierto realmente.
Es como si alguien dice que el motivo por el que todos sus personajes femeninos son
pasivas damiselas a las que violan y que existen para ser salvadas por el héroe es que
su novela es «realista».
¿Como qué? ¿Realista en qué mundo? Y, ¿te has olvidado de que escribes
fantasía?
A veces las cosas ocurren en un libro porque esa es la razón de ser del libro. A
veces también ocurre que el personaje que debe morir es gay. El problema viene
cuando es el único gay en el libro. El problema viene cuando lees muchos libros y el
único personaje gay es el que muere en cada novela.
Entiendo que mi trabajo —y el de cada autor— no se lee en el vacío. Tenemos
que cuestionar lo que hacemos y ser conscientes de cómo se puede leer en un
contexto más amplio. Y aunque para mí fue un puñetazo en el estómago que me
recordaran que ver a otro hombre gay sacrificado en aras de la historia de otra

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persona hiere a la gente, no me duele tanto como a la persona que de hecho lo ha
leído por tercera, cuarta, o quinta vez y tiró el libro por la ventana porque, joder, ¿por
qué cojones muere siempre el tipo gay?
De ahí la exigencia, tanto a otros escritores como a mí misma, de cuestionar
estereotipos y de esforzarnos por comprender cómo el trabajo puede ser leído en otros
contextos. Porque lo que hacemos tiene la capacidad de inspirar y deleitar, o de herir
y frustrar. A veces en la misma medida.
Muchas veces fallo en esto, como he demostrado con el ejemplo. Me encuentro
cometiendo los mismos errores que los demás. No hay excusas, y solo puedo intentar
hacerlo mejor la próxima vez y asegurarme de que, cada vez que emplee un tropo, sea
muy consciente de que lo estoy haciendo por una buena razón que todavía soy
incapaz de soslayar porque carezco de la habilidad o la práctica para ello. Porque,
aunque nuestras historias sean ficción, las personas que las leen no lo son.
Así que ahora quizá te preguntes: ¿Y si al quitarlo destroza mi relato, del mismo
modo que tú mataste al tuyo en el taller de escritura?
Cómo responder cuando alguien nos dice que un tropo o una historia es
problemático, o que debemos asumir esa responsabilidad, es de vital importancia. No
siempre quiere decir «Quémalo». Significa que esta pieza falla y hay que
planteárselo. Y si estás dispuesto a vivir con esa pieza fallida, implica admitirlo, decir
sí, sé que hiere a personas, y lo reconozco. ¿Estás dispuesto a eso? Más tarde, hubo
ocasiones en que estuve dispuesta a poner cosas en mis novelas (el abuso de un
joven, un violento agresor) que sabía que suscitarían el rechazo de muchos lectores y
podían contribuir a un problema más general de representación. Pero me parecía que
eran vitales para la historia; eliminarlas habría convertido el relato en una brillante
canica sin caras.
Los escritores gritan: «¡Censura!», cuando los lectores y los críticos señalan este
tipo de problemas, pero la realidad es que los escritores pueden escribir lo que
quieran. Tan solo deben asumir la responsabilidad que conlleva. Deben ser capaces
de dormir por la noche sabiendo a qué han contribuido sus decisiones y qué mundo
están ayudando a construir.
Por lo tanto, ¿qué mundo estás dispuesto a construir? ¿Cómo dormirás por la
noche? Son preguntas que deberías hacerte cada vez que pulsas una tecla.

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Desentrañar el mito de «los escritores de verdad
tienen talento»
Hace unos años di una clase de escritura publicitaria, algo que no hago por norma
general. Las aulas no están hechas para mí. Las apariciones públicas son agotadoras,
y dar una clase te implica completamente. Después estás tan exhausta que necesitas
recuperarte durante una semana y volver a empezar de nuevo.
Pero lo que me encantó de esta oportunidad fue que pude impartir algo de
sabiduría a la gente sobre cómo ganar dinero escribiendo. Cuando empecé con el
marketing y la publicidad, una de las cosas que me sorprendieron fue que nadie había
pensado en decirme que podía escribir textos para ganarme la vida y… de hecho…
vivir con ese dinero. Siempre era: «Oye, puedes enseñar inglés, o ser camarera, o
realizar trabajos administrativos mientras escribes tus libros y conformarte con ser
pobre».
Resulta que vender cosas con palabras es una habilidad que nuestra chiflada
cultura consumista valora muchísimo.
Muy pocas personas pueden comunicar bien, y menos todavía por escrito. Yo
tenía la ventaja de que, en mi adolescencia, ya había empezado a teclear frases
resueltamente, por lo que, a mediados de la veintena, tenía cierto rodaje con mis
habilidades que podía aplicar a ese trabajo.
Cuando empecé a redactar mis primeros textos, no estaba muy segura de lo que
hacía. No había recibido preparación. Iba a tientas, a menudo acudía a grandes
campañas comerciales que me gustaban (¡Chipotle!) y estudiaba sus técnicas.
Siempre que me daban algo para escribir que no había experimentado antes
(¡Publicidad radiofónica! ¡Publicidad televisiva! ¡Biografías!) recurría a Google y
leía ejemplo tras ejemplo, del mismo modo que leía libros para tener una idea de
cómo escribir uno.
De hecho, no empecé a sentir que realmente sabía qué demonios estaba haciendo
hasta los últimos años, cuando entré a trabajar en una empresa internacional. Esto
tuvo que ver con un par de cosas: la enorme cantidad de trabajo, y el hecho de que
analizábamos la efectividad de cada campaña.
Escribir tantas piezas —y ser capaz de ajustar algunas posteriores al mismo
público si las cifras no eran buenas— tuvo un profundo efecto en cómo me veía como
escritora. Antes de aquello escribía cosas, las lanzaba ahí fuera y esperaba que algo
funcionara. Y mucha gente me comentaba: «Vaya, tiene buena pinta», porque la
mayoría de ellos tampoco tienen ni idea de escribir.
Sin embargo, una de las cosas más valiosas para mi carrera fue dar aquella clase
de escritura publicitaria. Estoy completamente convencida de que se puede enseñar a
escribir porque, en esencia, la forma escrita básica es solo una fórmula, y las fórmulas
se pueden enseñar. Y las personas que tienen dificultades deben trabajar mucho más

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duro.
Para hacerlo tuve que descubrir mi propio proceso y luego comunicarlo a otras
personas. Me obligó a ver con ojo crítico algunas de mis campañas publicitarias
preferidas, y averiguar por qué algunas funcionaban y otras no. También leí más a
buenos escritores publicitarios. Leerles me dio formas de hablar sobre cosas que ya
hacía, pero para las que no tenía nombre.
Los anuncios son en realidad fórmulas simples: Promesa (¡Serás feliz si compras
Coca-Cola!), Prueba (¡Toda esta gente es feliz y bebe Coca-Cola!), Precio (¡Un pack
de doce por 4,99 dólares! ¡Y además un cupón de descuento de 1 dólar!). O,
Problema (¿Tienes acné?), Solución (¡Podemos curar tu acné!), Llamada a la Acción
(¡Llama hoy a 1-800-ACNE!). Me atrevería a asegurar que todos los anuncios de
éxito siguen este tipo de fórmula (con algunas variaciones en la extensión, como
añadir más pruebas), pero no era algo que me enseñaran de forma explícita, era algo
que había absorbido con la práctica constante. Recuerdo la revelación que supuso
darme cuenta de que existían nombres para todo esto. Quizá debería haber dedicado
un tiempo a estudiar cómo ser redactora publicitaria antes de comenzar a escribir
publicidad, pero si miro atrás, a mi época escolar, no puedo recordar ni una sola clase
que enseñara redacción publicitaria. Tan solo era algo que se suponía que aprenderías
por tu cuenta, o no. Que viene a ser como pedirle a alguien que simplemente
«aprenda por su cuenta» álgebra.
Estudiar a publicistas y enseñar lo aprendido a otras personas me ayudó a
codificar mi propio proceso, por lo que cuando un proyecto me agobiaba, o le daba
vueltas erráticamente, podía volver a lo básico. Tuve esta sensación la otra mañana
cuando me senté a redactar un nuevo email para el mismo producto, para el mismo
público. Estos emails han funcionado bien, pero enviarles lo mismo que ya han
recibido no va a conectar con la gente que no lo hizo en el anterior mensaje. Me di
cuenta de que tenía que volver de nuevo al principio del proceso (investigar el
producto y el público objetivo), para tratar de ver nuevos enfoques al mismo material.
Tienes que buscar los puntos críticos (el problema) y los beneficios del producto (la
solución) y pensar nuevas e interesantes formas de comunicarlos de un modo que sea
persuasivo.
Es un reto, y me gustan los retos.
La experiencia de enseñarme a escribir textos de marketing es uno de los motivos
por los que siempre me exaspera cuando la gente me dice que escribir no se puede
enseñar; que lo tienes (donde «lo» es el talento o algo así) o no.
Lo cual es básicamente una gilipollez.
El otro día leía un blog de «aspirantes» a escritores donde soltaban un rollazo
quejándose de que no tenía sentido escribir porque hay muchísima gente en el mundo
con más talento que ellos, y que tendrían que trabajar durísimo para ser siquiera la
mitad de buenos, y yo en plan «Sí, ¿y? Te toca trabajar duro. Asúmelo y ponte manos
a la obra».

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Porque cuando oigo hablar de «talento», lo que interpreto es que quieren decir
que a algunas personas les resulta más fácil escribir que a otras, y que eso significa
que solo deberían intentarlo aquellas para las que es «fácil». Sin embargo, muy a
menudo, el «talento» existe porque: 1) esa persona disfruta escribiendo, lo ha hecho
durante muchos más años que los demás. De forma muy ocasional significa: 2)
descubrir cómo escribir un libro les ha costado muy poco esfuerzo porque tras unos
pocos intentos han interiorizado la forma con facilidad.
Todos nos hemos encontrado con gente para la que la clase de matemáticas es un
paseo o que se sientan al piano y pueden tocar en pocas semanas lo que a otros les
lleva años. Pero miro las carreras de mis colegas y compañeros, y lo que veo es
muchísimo trabajo duro. Millones y millones de palabras de trabajo duro y disciplina.
¿A algunos autores les resulta más fácil que a mí escribir cosas extraordinarias o
terminar un libro? Desde luego. Pero ¿sabes qué quiere decir eso? Que tengo que
trabajar más duro para ser igual de buena, o igual de rápida, o para escribir una frase
mejor. Y en vez de verlo como un obstáculo en el camino, o algo desalentador, lo veo
como un gran reto.
Y me gustan los retos.
Recuerdo que, cuando vivía en Chicago, recibí una carta de rechazo de Ellen
Datlow, la por entonces editora de la revista Sci Fiction, y una de las editoras más
importantes en este campo. Había sido un día muy largo, me deslicé hasta el suelo de
la cocina y lloré desconsolada. Estaba tan cansada. Tan, tan cansada de escribir una
historia tras otra. Más tarde descubriría que el problema con mis relatos era que en
realidad no me gustaba la ficción breve, y no había leído muchos. Eso hacía que
escribirlos me resultara un poco difícil, y además no tenía el suficiente «talento
natural» para aprenderlo tras leer unos cuantos. Pero al cabo de muchos, muchos
años, vendí varios relatos. Y después algunos libros. Porque no me tomé cada rechazo
como un golpe contra mi «talento» inherente. Me los tomé como una señal de que
debía trabajar más duro.
Muchísimo más duro.
Hoy en día puedo redactar un email de marketing bastante decente, pero tuve que
escribir casi mil para llegar a ser así de buena. ¿Y novelas? God’s War fue la tercera
novela que traté de vender y la novena que escribí, y fue rechazada y cancelada en
varias ocasiones. Cuando hablo con otros autores y descubro que vendieron el primer
libro que escribieron (o, mi historia preferida sobre autores: «Se me ocurrió esta idea
para una novela cuando estaba colocándome con mis colegas, la escribí en un año
más o menos, ¡y un editor me pagó un anticipo de cinco ceros por ella! ¡Menuda
pasada!»), quiero golpearme la cabeza contra el escritorio.
Pero lo cierto es que escribir un libro que a mí me parecía bueno y que un
editor/el mercado pensara que valía la pena me llevó un montonazo de tiempo. Y
muchos fracasos. Fracasos continuos. Y cada vez que fracasaba me cabreaba con el
mundo, lo superaba y lo intentaba con más empeño.

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Porque solo fracasas realmente cuando te rindes.
Así que cuando leo elucubraciones sobre el talento y sobre cómo algunos
escritores «lo tienen» y otros no solo pongo cara de impaciencia, porque suena a algo
que dirías para desanimar a la gente; peor aún, suena a esa idiotez antigua de «lo lleva
en la sangre», como si el éxito literario estuviera basado en la genética.
Doble gilipollez.
Si hubiera abandonado la redacción de textos publicitarios tras mi primer email, o
le hubiera dicho a mi jefe: «Lo siento, no sé escribir anuncios radiofónicos. Tienes
que contratar a otra persona», no estaría donde estoy en mi trabajo.
Si no escribes bien, supéralo.
El mundo está lleno de gente que escribe mal pero con pasión, y de otros que
pueden pergeñar buenas frases, pero sin sentimiento detrás. Todo lo que tienen en
común es que no se rinden cuando la gente les dice que son escritorzuelos sin talento.
Y ambos tipos de autores tienen su público.
Creo que la escritura puede enseñarse —por eso di aquella clase de redacción
publicitaria—, pero también debes querer ser buena. Si me dijeras: «Me gustaría ser
un buen abogado, pero no tengo talento para ello», entonces te contestaría que en
realidad quizá no quieres ser abogado. (Si argumentas que no tienes dinero, eso ya es
otro asunto).
O lo quieres, o no. O le dedicas tiempo, o no.
Así que no me digas que no eres «tan buena» como Margaret Atwood, Elizabeth
Bear o Mary Renault.
Desde luego, es probable que no seas «tan buena» como alguien que lleva
escribiendo una década, dos décadas, seis décadas más que tú, cada día, a menudo
hasta el punto de enfermar.
No me digas que no tienes talento, o que alguien tiene más. Eso es solo una
excusa. Si es lo que quieres, supéralo y trabaja más duro. Porque de eso va este
asunto.

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Algunos hombres son más monstruosos que otros:
hombres y monstruos en True Detective
A los dieciséis años, salí con un tipo que tenía el síndrome de virgen/puta. Por aquel
entonces yo no sabía de qué se trataba, ya que era una joven de pueblo donde
denigrar a las mujeres como zorras o putas era bastante habitual. O eras «la clase de
mujer con la que se casan los hombres», o eras… bueno, con toda probabilidad una
zorra. Todo lo que sabía es que cuando hablaba de mí, decía que era una especie de
diosa transformativa, superior a todas las mujeres (más lista y más atractiva), y que
las demás mujeres de las que hablaba eran guarras o putas. Faltaba el respeto a su
madre y a su abuela; se peleaba con ellas a gritos y las denigraba. No tenía amigas.
Me pareció un pobre chico que había sufrido abusos, mal encaminado y demasiado
listo para su propio bien.
Los chicos que reaccionaban de forma violenta debían tener nuestra compasión y
nuestra simpatía. Simplemente habían tenido una vida dura. Tenías que empatizar con
ellos, y yo podía, desde luego que podía, porque el mundo estaba repleto de historias
de hombres que habían pasado por situaciones duras, y que atacaban a otras personas
por ello. Tenía un puñado de excusas, igual que él. Teníamos el relato en la televisión,
en las películas. Los hombres te perseguían, te gritaban y se enfadaban contigo
porque te querían. Los hombres eran agresivos, quizá, incluso… porque te querían.
Conocemos esta historia.
Sin embargo, lo primero que me molestó de verdad fue que se burló de una
antigua amiga mía porque estaba gorda. Esto puede parecer raro en esa situación.
Pero el motivo por el que me irritó fue porque mientras la describía despectivamente
como la «novia gorda» de otro hombre, no pude evitar fijarme en que, de hecho,
estaba más delgada que yo.
Sus extremos elogios hacia mí no tenían nada que ver conmigo: recrearme como
una diosa particular era su modo de justificar su relación conmigo. Porque si todas las
mujeres eran guarras y putas, el hecho de que tuviera una relación con una mujer
debía significar que yo era otra cosa. Algo más. Así que me transformó en algo que
no era: una imagen perfecta de la femineidad. Una diosa coronada.
Pero ay de la diosa que caiga.
No hace falta decir que yo no era una imagen perfecta de la femineidad, y nunca
lo he sido. Todo comenzó a irse a pique como siempre, cuando estos tipos comienzan
a apartarte de la familia y los amigos. Al mudarnos para vivir juntos a cinco horas en
coche de la ciudad donde residían nuestras familias, las cosas se pusieron muy feas.
No es que antes fuera para tirar cohetes. Traté de cortar con él tres veces durante los
dos años de nuestro noviazgo previo a ir a vivir juntos, en una ocasión porque me
engañó con otra, y en dos ocasiones por estallidos temperamentales y gritos. Pero
entonces llegaban los lloriqueos, las disculpas sobre lo imperfecto que era y que yo

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era una diosa, y que por favor le diera otra oportunidad…
En cuanto nos fuimos a vivir juntos estos cambios se volvieron más extremos.
Peleábamos a gritos. Tiraba cosas. Comencé a engordar y a llevar ropa desaliñada,
con la secreta esperanza de que ello le hiciera romper conmigo. Como no funcionó,
una vez le golpeé en el hombro durante una pelea, esperando que me devolviera el
golpe y así tendría una justificación para marcharme. Me planteé el suicidio;
cualquiera cosa con tal de salir de aquello.
Al final, se alistó en el ejército como represalia contra su abuela. Ella le había
dejado de enviar dinero para la universidad. Aquella ruptura me dio la oportunidad de
llamar a mis padres y volver a casa. Cuando volvió del campamento militar,
quedamos de vez en cuando durante semanas. Tratábamos de «ser amigos». Aquello
no funcionó y comenzaron las amenazas.
Así que comprendo los problemas inherentes de ser la diosa de alguien. En parte,
es esta empatía lo que hizo que la primera temporada de True Detective me resultara
tan cautivadora. Nos invita a un viaje a través del pobre y rural Sur de los años
noventa —cuando yo era adolescente—, siguiendo a una extraña pareja de policías
que rastrean a un asesino en serie ocultista que tiene como objetivo a mujeres y niños.
El primer cuerpo que descubren es una mujer a la que han colocado una corona de
astas de ciervo construida por el asesino. Pude adivinar hacia dónde iba a parar todo
esto.
Estoy muy quemada con las series de asesinos que muestran una y otra vez
mujeres muertas, pero me intrigó lo insólito del asesinato inicial junto al curioso
bromance de la pareja interpretada por Woody Harrelson y Matthew McConaughey.
En esta serie hay ciertos elementos dignos de elogio desde el punto de vista
narrativo. Salta entre acontecimientos que ocurren en 1995, 2002 y 2012 de un modo
muy bien hilado. El guion es excelente. Incluso series de televisión que me parecen
«excelentes» no tienen esta ambición narrativa. A diferencia de la televisión
tradicional, e incluso de otras series de la propia HBO, True Detective confía en que
los espectadores unirán los puntos; nos invita a dar un salto de fe.
Me agradó ver un poco de mi propio humor negro en el carácter introvertido y
pesimista de Rust, interpretado por Matthew McConaughey, pero el personaje que me
hizo reír fue Marty, interpretado por Woody Harrelson.
¿Por qué Marty? Porque, como le dije a mi cónyuge durante el primer o segundo
episodio: «¡No me jodas! ¡Yo salí con ese tío!».
Mi cónyuge puso la apropiada expresión de horror, porque una cosa es escuchar
lo que alguien te cuenta, y otra cosa muy distinta es verlo. Ver a Marty incorporar a la
perfección distintos aspectos de su vida, contando mentiras sobre cómo vive y su
moral, creyéndoselas mientras retoza con jovencitas, y colocando a su mujer en un
pedestal me causaba una catarsis muy extraña, porque era una confirmación de que
este tipo de personas existen, y son, de hecho, un tipo de monstruos.
True Detective es un bromance hasta el tuétano. Si crees que no es un romance, te

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desafío a que veas la escena final en el cubil del monstruo, donde Marty va hacia
Rust y le acuna en su regazo, y entonces me dices que no es una mierda romántica de
esas griegas. Es una historia de hombres incapaces de vivir en la misma sociedad que
pretenden proteger.
Pero, al contrario que Marty, Rust es consciente de su monstruosidad. Entiende
que debe convertirse en el mal para combatir el mal.
Marty sigue pensando que su comportamiento es normal, y que se le recompensa
por ello. Al final, incluso recibe un perdón parcial de su familia durante una tibia
reunión en la habitación del hospital.
El fallo de True Detective es el mismo que el de sus héroes: el fracaso de no
empatizar con las propias mujeres y niños que estos hombres insisten en que deben
proteger de otros hombres mucho más monstruosos que ellos mismos.
La incapacidad de Marty para trazar esta línea (por si no quedaba clara antes) se
hace evidente al final de la serie, cuando termina follándose a la antigua prostituta de
dieciséis años a la que le había dado unos cuantos cientos de dólares para ayudarla a
dejar esa vida. Rust dijo sarcásticamente en aquella ocasión: «¿Es un anticipo?», y
desde luego, es lo que acaba siendo.
La serie se muestra muy comedida con Marty cuando, hacia el final, presenta a la
chica como la instigadora de esta relación. No tiene los cojones de hacer que sea
Marty quien la persiga, aunque hubiera sido una elección narrativa mucho más
acertada. No me sorprendería que hubiera sido el propio Harrelson quien lo reescribió
para que Marty fuera más agradable, presentando a la mujer como el problema
principal. Al perpetuar esta narración de la atractiva instigadora, a Marty se le
representa como un crío irresponsable que no puede resistirse a las tentaciones de una
antigua prostituta de veintitrés años. Pero ¿qué tío puede controlar su polla?
(Contrapunto: ¡El agente Cooper de Twin Peaks![4]) No obstante, a pesar de lo mucho
que tratan de soslayarlo, el texto sigue ahí. Las mujeres en la vida de Marty son
vírgenes y putas: su mujer y todas las demás.
Cuando pierde los papeles con la amante por contarle a su mujer su aventura, se
muestra su verdadera naturaleza. Incluso más que cuando trata de controlar con quién
queda su amante e irrumpe en su casa sin avisar para pegar una paliza al hombre con
el que está, es la conversación telefónica donde dice: «¡Voy a reventarte la puta
cabeza!» lo que realmente le quita la máscara de afable hombre de familia para
revelar al iracundo y venenoso monstruo que hay debajo.
Por el contrario, Rust comprende sus impulsos oscuros. Curiosamente, su
trasfondo no era una mujer frígida, sino una hija frígida; esperaba cierta pereza
narrativa al contar cómo su familia se había ido al traste, pero en cambio, en vez de
hablar de la incapacidad sexual de la mujer, se explica que perdió a la hija en un
accidente. Cuando se descontrola y se convierte en el terror, reconoce que no sirve
para relacionarse con cada mujer y niño que trata de proteger del asesino en serie.
No se hace ilusiones de lo que es.

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Que parezca comedido no le hace menos monstruoso. Esto está representado con
brillantez una y otra vez, pero sobre todo en su pelea con Marty, cuando deja que este
le pegue una buena paliza hacia el final de la serie. Años atrás, cogió a Marty por las
manos y le dijo que se las rompería, y ahora le sujeta los muñecas, con expresión
decidida, y sabes que va a cumplir su amenaza. Sabes que le va a romper las
muñecas. Ves que no va soltarlo. Ves al monstruo en sus ojos. Sabes que Marty no
podrá sostener un arma nunca más. Entonces otro grupo de hombres aparta a Rust, y
Marty conserva las manos.
Monstruos peleando con monstruos.
Tampoco nos engañamos después de ver el caótico tiroteo cuando Rust se une a
una banda de moteros para asaltar la casa de un traficante de drogas en un barrio de
negros. Lo que comienza siendo un robo se convierte en un tiroteo que aterroriza a
una comunidad entera a medida que se extiende por todo el barrio y la policía hace
acto de presencia. Aunque se le concede el momento de «salva al gatito» cuando
ayuda a un joven en la casa donde están robando, al que le dice que se quede en
silencio en la bañera en vez de dispararle, y aunque trata de incapacitar en vez de
asesinar con brutalidad a los vecinos cuando intentan defenderse, está claro que sabe
con exactitud qué es y de qué es capaz.
Siempre he tenido cierta obsesión con los monstruos que deambulan entre
nosotros. En especial los que la sociedad justifica y apoya. Me interesa el discurso
narrativo en el que para combatir a los monstruos debes, por necesidad, convertirte en
uno.
Rust y Marty van por la vida rengueando, tratando de encontrar un modo de vivir
como monstruos ocasionales en una sociedad civilizada, pero, al final —como se ve
en el breve y cómico, aunque un tanto triste, resumen de sus vidas en el presente,
justo antes de su última pelea—, han fracasado.
Marty está sentado en casa cenando comida basura frente a la televisión,
divorciado y apartado de sus hijas. Rust se ha pasado siete años trabajando en un bar
cuatro días a la semana, borracho perdido los otros tres. Todo lo que saben hacer es
combatir monstruos, porque los conocen. Los entienden. Es algo único para pelear
contra ellos.
Porque son monstruosos.
A menudo digo que hay una diferencia entre una serie que muestra la misoginia y
una que lo es. Mad Men muestra la misoginia. Por desgracia, True Detective es
misógina. Representa el mundo desde el punto de vista de sus héroes monstruosos,
por lo que no debería ser ninguna sorpresa que acabe siéndolo. Pero esto es lo que,
para mí, marca la diferencia:
La mujer de Marty, Maggie, trata de dejarle una y otra vez. Pregunta a Rust si
Marty tiene alguna aventura. Rust sabe que sí, pero protege a Marty (recordad, esto es
un bromance). Al final, la amante se presenta, así que coge sus cosas y deja a Marty
durante unos meses.

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Pero conozco a Marty. He salido con Marty. Conozco su modus operandi. Y
tienen hijas. Las hijas complican las cosas.
Vuelve a recuperarla. Se arrodilla. Le dice lo que ella quiere oír y se disculpa.
Hace pequeñas concesiones. Van a terapia. Deja la bebida. Pero cuando sus hijas
crecen, vemos aflorar otra vez su naturaleza controladora; le da una paliza al joven
que se está acostando con su hija. La llama puta. Critica su forma de vestir en una
divertida escena en la que ella le dice con la voz altanera de una adolescente
disgustada: «No puedes controlar lo que se ponen las mujeres, papá».
Y, años después, tiene otra aventura. Esta vez, Maggie lo sabe. Esta vez, llama a
Rust de nuevo para que se lo confirme. Rust vuelve a fingir ignorancia.
Maggie sabe que necesita dejar a Marty. Sabe que necesita un argumento mayor
que el de «tienes una aventura», porque se da cuenta de lo que va a ocurrir. Marty se
arrodillará. Se disculpará. Pondrá excusas.
Pero hay algo por lo que él no va a pasar: que un hombre toque lo que él
considera suyo. Ella se ha pasado toda la vida peleando con este monstruo. Le conoce
íntimamente. Comprende lo que debe hacer para vencerle. Así que comienza una
aventura. Trata de ligarse a un hombre en un bar, pero es demasiado impersonal.
Conoce bien a su marido, sabe cómo piensa, y sabe exactamente lo que más daño le
hará y pondrá fin a la relación sin lloriquear excusas y promesas de mejora. Se
emborracha y va a por Rust, y le convence para que se acueste con ella.
Sabía el porqué exacto de aquella elección, y la entendí. Sabía que ella tenía
razón. Había estado en su lugar; arrinconada, incapaz de descubrir un modo de
escapar. Yo no tuve hijos. Pude empaquetar mis cosas y mudarme a Alaska.
Maggie no tuvo esa suerte.
Por lo tanto, Maggie echa un polvo rápido con Rust.
Después se queda sentada en la cocina con una copa de vino, espera a que Marty
llegue a casa a oscuras y por fin se siente segura. Porque sabe que esto le destrozará.
Sabe que, después de todo este tiempo, por fin le puede ganar la partida. Porque
comprende lo que ella representa para él —una posesión— y que el único modo de
bajarse de ese pedestal en el que él la ha colocado es descubrirse como una puta.
Como todo el mundo, odié a Maggie por esto, lo cual me sorprendió. Conocía a
Maggie. ¡Pero la narración! Oh, ya conocemos la narración de la mujer que lo echa
todo a perder. Por supuesto, Marty y Rust se pelean tras este incidente y dejan de ser
amigos. Parece que ella ha jugado sucio, y así es en realidad. Pero la comprendí y
simpaticé con ella. Supe que había tomado la única decisión posible para liberarse de
su situación; algo terrible para escapar de algo incluso peor.
Pero cuestioné el modo en que se había mostrado todo esto. ¿Cuántas personas
habían visto las circunstancias como yo? ¿Quién había simpatizado con su situación?
¿Cuánta gente la consideraba, como Marty, una puta mezquina?
Porque cuando al final de la serie ella aparece para ver a Rust, incluso sabiendo lo
que sabía y simpatizando con ella, la odié. Odié que hiriera sus sentimientos. Tuve

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que recordarme que, en cierto modo, ella había querido herir a Rust porque este había
sabido desde el principio que Marty tenía aventuras, y le había mentido. Le protegió,
y ese era el motivo más poderoso que este jodido y misógino mundo había dado a
Maggie para decir «que te den».
Se me ocurrió que, en un mundo gobernado por monstruos misóginos, son ellos
los que terminan empujando a la gente a que se transforme en los mismos
estereotipos que han creado en su cabeza. Me volvió a la mente el tiroteo en el barrio
negro: los cuatro hombres blancos que aterrorizan a todo el vecindario, obligándole a
defenderse, y los polis y los helicópteros que irrumpen en escena. Me imaginé la
escena en las cabezas de los polis que llegaban: «Esos negros violentos», dirían,
cuando han sido matones blancos los que han instigado la violencia en primer lugar.
A través de la fuerza, del abuso de poder físico y social, y de la negligencia, estos
hombres perpetúan las narraciones que han creado en su cabeza. Crean el mundo que
han imaginado, y es un lugar horrible.
Gran parte del furor inicial creado por la primera temporada de True Detective se
centró en la incorporación de aspectos ocultos. ¿Cuántas pistas iba a incluir sobre los
Mitos de Cthulhu, además de las referencias a El Rey de amarillo, el clásico de
ficción weird? Al final no se cumplieron las expectativas de muchas personas, y creo
que es porque se les escapó de lo que iba realmente la serie. Es una historia sobre
monstruos humanos. Se desarrolla en un mundo de fantasía, pero no el que la gente
esperaba. Es un mundo de fantasía construido por dos hombres destrozados que
luchan por extinguir una oscuridad mayor que la suya propia para expiar y justificar
la negrura que ellos han volcado sobre el mundo.
Si ha existido alguna vez una serie que representara tan a la perfección el cliché
de «las mujeres se juntan con hombres para que las protejan de otros hombres», es
esta. Lo que True Detective deja claro es que ese dicho puede convertirse con
facilidad en «las mujeres deben juntarse con monstruos para que las protejan de otros
monstruos».
Por eso las últimas frases de la serie, pronunciadas por Marty, tienen un
significado diferente del que parece obvio al principio.
Rust dice que, cuando miras al cielo, todo es oscuridad, y que la oscuridad está
ganando. Marty no está de acuerdo porque, desde luego, al principio solo había
oscuridad, pero ahora el sol sale una y otra vez. Así que, para él, la luz está
progresando.
Para mí, esto no era tanto una referencia a la gloriosa batalla mítica entre la luz y
la oscuridad como una referencia figurativa: la batalla entre la oscuridad y la luz
sucede en el interior de cada uno de nosotros, sobre todo de los hombres, dado el
poder que ostentan: el arma y la placa, la espada y la balanza.
El poder es algo curioso, porque si preguntaras a estos hombres si lo poseen, te
dirían que no. Te responderían que están desamparados luchando contra un sistema
corrupto.

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Cuando lo miras fríamente —cuando ves a Marty maltratar a los detenidos y
llamar puta a su hija, y a Rust cubrirse en el tiroteo con un hombre esposado y
burlarse de Maggie— reconoces que toda su vida ha consistido en combatir la
oscuridad para cubrir la suya propia, y mostrar su furia hacia los hombres poderosos
porque les tratan del mismo modo que ellos tratan a sus mujeres y a sus hijas.
Comprendes que no pueden soportar ese tipo de abuso de hombres poderosos. No
pueden convertirse en mujeres en su propio mundo.
El cuerpo que descubrieron en la plantación de caña de azúcar no despertó
simpatía en ellos porque fuera la muerte de un ser humano, de una mujer. No, les
molestó porque reconocieron la mano de un hombre que se creía más poderoso que
ellos, que estaba desplegando una liza intelectual sobre cuerpos de mujeres, como
tantas otras guerras entre monstruos que se han librado antes.
Retrospectivamente, al ver series como esta y recordar mis propias experiencias,
lo que me fascinó fue que tengamos tantas historias como esta que nos empujan a
empatizar con los hombres monstruosos. «Sí, estos hombres tienen fallos, pero no
son tan malvados como este hombre». Todavía más espeluznante, suelen ser historias
que muestran a las mujeres como obstáculos en el camino, agresoras, antagonistas,
complicaciones… pero solo en el contexto en el que son putas, zorras, vírgenes. Las
mujeres nunca son personas.
Las historias sobre hombres monstruosos no están ahí para enseñarnos cómo
empatizar con las mujeres y los niños asesinados, sino con los hombres que luchan
sobre los cadáveres.
Como mujer amenazada por monstruos, me parece particularmente interesante
que me borren de una narración pensada para explicar por qué se echan a perder los
hombres, si no para justificarlo. Claro que hay series mucho mejores sobre este tema
que no sacan a la mujer de la historia (Mad Men es la primera que me viene a la
cabeza, y Juego de tronos), pero True Detective se lleva la palma.
Las mujeres aterrorizadas por monstruos en la vida real son agentes activos. Son
cazadoras de monstruos, pacificadoras de monstruos, alimentadoras de monstruos,
adversarias de monstruos… y algunas de ellas también son monstruos. Lo cierto es
que, si queremos contar una historia de quienes luchan contra monstruos, me alucina
que no narremos más historias de mujeres después de haber pergeñado tantas
narraciones como True Detective que muestran a las claras la trampa de la
masculinidad sexista que convierte a tantos hombres en aquello que desprecian.
¿Dónde están las mujeres que luchan contra ellos? ¿Quién se alía con ellas?
¿Quién les vence? ¿Quién pelea contra sus propios monstruos para pelear contra
monstruos mayores?
Porque he sido y sigo siendo una de esas mujeres que se abren paso por un mundo
que parece un espectáculo de terror repleto de monstruos y hombres enajenados.
Somos mujeres que escribimos libros y ganamos premios y libramos batallas y
construimos vidas extraordinarias a partir de las ruinas y las cenizas. No somos

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escenarios de fondo, con nuestras voces silenciadas y nuestras motivaciones y
métodos reducidos al sexo.
No culpo a los hombres de la serie por olvidarlo; han creado el mundo tal y como
lo ven. Pero puedo dar un toque de atención a sus excepcionales guionistas, porque al
eliminar de la narración a aquellas personas cuya propia existencia se ve amenazada
constantemente por esos monstruos, incluidos esos monstruos de confianza cuya
naturaleza cambia abruptamente, se han aliado con los monstruos.
No soy un personaje secundario en una historia de monstruos. Pero al perpetuar
narraciones de este estilo en nuestros medios, no me sorprendería si mi necrológica
fuera un catálogo de los hombres que me trataron con condescendencia, que me
follaron y que me cortejaron.
Historias que no son la mía.
Qué gracioso, ¿no? El poder de los relatos.
Por eso cogí un bolígrafo.
Yo también cazo monstruos.

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La jungla de cristal, hetairas y pin-ups
problemáticas: una queja
Los populares calendarios pin-up han servido para financiar varias organizaciones
benéficas inauguradas por escritores de ciencia ficción y fantasía, incluido el taller de
escritores Clarion. Estos proyectos me dejaban una sensación incómoda, pero solo
comprendí por qué me molestaban tanto los calendarios pin-up como proyecto
profesional para recaudar fondos cuando comencé a juntar las piezas sobre por qué
creía que eran problemáticos.
Veo La jungla de cristal por lo menos un par de veces al año; tiene uno de los
mejores guiones nunca escritos. Pero hay dos momentos en la película que siempre
me dejan perpleja, incluso cuando la veía de pequeña. Hay un momento en el que
John McClane está en los pisos superiores en construcción, pensando cómo conseguir
la atención de la policía ya que las líneas de teléfono están cortadas. Durante esta
escena de gran tensión, la atención de la cámara y la de John descienden hasta el
edificio al otro lado de la calle, donde una mujer desnuda está hablando por teléfono,
y la cámara permanece ahí unos segundos mientras él la contempla boquiabierto.
Justo después de este instante, activa la alarma de incendios para avisar a las
autoridades, por lo que imaginé que esta escena estaba ahí para mostrarnos de alguna
manera su proceso reflexivo (Oye, en el edificio de al lado hay otras personas que
tienen teléfonos. ¿Qué otras formas de comunicación tenemos?), además de ser una
escena de disfrute para la audiencia masculina.
Hace poco leí el guion y descubrí que se trata de una escena que no es nada más
que eso: John contemplando a una mujer desnuda al teléfono en el edificio
colindante. No tenía que llevar a otra revelación. No era una escena puente entre
«¿Qué hago?» y «Activar la alarma de incendios».
Tan solo era un tío mirando a una mujer desnuda.
Hay otro momento interesante mientras McClane corre por la azotea del edificio.
Entonces toma un atajo a través de los vestuarios y ve un calendario pin-up de
Playboy colgado de la pared. Le están persiguiendo literalmente hombres armados, y
él se toma un instante para mirar a la pin-up. Más tarde, llega hasta el punto de dar un
golpecito a la pin-up (¿para que le dé suerte, quizá?) cuando la situación se pone peor.
La jungla de cristal es una película de los ochenta, y su principal conflicto
emocional está centrado en un cambio social que se estaba produciendo en aquella
época: mujeres ascendiendo a posiciones ejecutivas que comenzaban a ganar más que
sus maridos. ¿Dónde estaba el sitio de los hombres en un mundo así? ¿Cómo defines
qué es ser un hombre si ya no es el que trae el pan a casa? ¿Qué implicaba ser un tío
cuando ya no quedaban monstruos por combatir y tu mujer es directora ejecutiva?
Aquí es donde la película hace hincapié en la masculinidad de John McClane. No
solo es un poli duro con recursos para proteger a su mujer del peligro «real» (al

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contrario que las grandes corporaciones), sino que es un tipo de sangre caliente con
impulsos sanos y lujuriosos hacia las mujeres. La película insiste en que, aunque su
mujer tenga más poder económico, esto no implica que él sea un calzonazos, un
sumiso, un cornudo o poco hombre. Estas pequeñas alusiones —aunque resulten
extrañas en el contexto de la narración: un tipo que está siendo perseguido por un
montón de terroristas—, que le muestran participando en la cosificación «normal» de
la mujer, creo que están pensadas para ser reconfortantes.
Aunque suene extraño.
Del mismo modo que un soldado en la Segunda Guerra Mundial pintaría a una
lujuriosa pin-up en su avión, o guardaría la imagen doblada en el bolsillo de su
chaqueta, McClane reconoce a la suya y le da una palmadita, para que le dé suerte.
Ella no está concebida como una persona real, por supuesto. La mujer real —la
persona problemática y complicada— es su mujer. La pin-up es el reemplazo fácil,
dócil, siempre ahí, reconfortante. Las pin-ups son cosificaciones, personas que
pueden pertenecer a alguien y a las que se puede recurrir siempre que se las necesite.
Existen como cosas, y existen para un solo propósito.
El contexto es esencial al crear una obra de arte. Conocer y entender cómo se va a
leer o interpretar dicha obra dentro del contexto histórico de otras obras de arte es
vital para comprender cómo la van a leer los demás y para formular la defensa de
nuestras decisiones a pesar de dicho contexto. Soy alguien que escribe series de
novelas muy violentas, con un elenco de personajes que en ocasiones utilizan
palabras árabes, por lo que estoy bastante familiarizada con este proceso.
Contexto, o falta del mismo, fue uno de los motivos por los que me pareció que la
iniciativa para recaudar fondos con un calendario pin-up[5] era nociva y deprimente.
Porque a pesar de las declaraciones de sus defensores (que a los participantes en la
iniciativa les pareciera que tenían que defenderla incluso antes de que se pusiera en
marcha ya era muy revelador) y del hecho de que el último fuera para apoyar el taller
de escritores Clarion, el proyecto se iba a encuadrar dentro de la historia del pin-up.
Sin importar lo mucho que la gente quisiera evitar esto.
Y eso es lo que vi. Cómo iban a ser utilizadas aquellas imágenes, por quién y para
qué.
Pero por aquel entonces evité la discusión sobre el tema, porque ¿acaso no era
obvio? ¿De verdad valía la pena?
El pin-up data de finales del siglo XIX, y era una especie de marketing que se
utilizaba para bailarinas y actrices. Hubo quienes lo interpretaron como un acto de
rebeldía, un desafío a la sensibilidad victoriana sobre el lugar de la mujer en el hogar,
y no en la esfera pública. Pero no siempre fueron actrices o bailarinas las que creaban
el pin-up, y por mucho que haya gente que esté convencida de que «empoderaba»,
quiero señalar que, en realidad, no era más que una forma de publicidad. Eran
actrices y bailarinas vestidas como muñecas, lo más atractivas posible, y que vendían
espectáculos que se basaban en su seductor encanto; y la gran mayoría estaban

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retocadas, acicaladas y arregladas como el peor retoque de photoshop de hoy en día.
El pin-up ya era problemático desde el principio, pues debió de evocar la pornografía.
Fingir la perfección del cuerpo para sobrevivir en un mundo en el que la mujer en
particular estaba vista como un bien de consumo también tenía una larga y sórdida
historia. ¿Sabíais que las hetairas (mujeres que hacían de compañeras y cortesanas)
en la antigua Atenas se rellenaban la ropa para aparentar que tenían pechos y traseros
más voluptuosos? Vendaban y alisaban los cuerpos flácidos. Se ponían pelucas si era
necesario. Fingían.
Pero ¿por qué? ¿Para qué tanto fingimiento? ¿Por qué debían parecer perfectas las
mujeres, o, al menos, perfectas cuando se vendían como pin-ups?
Porque en muchas culturas —y en la historia de muchas culturas— a las mujeres
se las considera mercancías. Objetos. Su valor se mide en belleza. Tanto si eres tú
quien me está vendiendo esa idealización de ti misma como si lo hace otra persona, la
triste realidad es que obligarnos a esta mierda de fingimientos forma parte de una
dilatada historia de cosificar a las personas, lo mismo si nos vendamos nosotras
mismas que si lo hacen otros. ¡Y sí, la gente puede ser atractiva de muchas formas
diferentes! Es cierto. Las personas son atractivas. Pero este tipo de representación de
lo «atractivo» no se parece a la sensualidad real más de lo que una película porno se
asemeja a tu(s) pareja(s) y tú teniendo sexo. Es un engaño. Es marketing. Está ideada
para crear un deseo —para que lo quieras, o quieras aspirar a ello— que solo puede
satisfacer el objeto.
Por supuesto, las personas han follado y procreado felizmente, repletas de
imperfecciones, durante cientos de miles de años. Pero no se nos da tan bien celebrar,
o aceptar, esto como borrar las imperfecciones de las personas y convertirlas en
heroínas y diosas de mármol que podemos fingir que nos pertenecen, o que se pueden
comprar. Porque decir a las personas que son atractivas tal y como son, o que una
mujer no es una cosa que alguien pueda poseer para mitigar sus problemas, no es algo
que dé mucho dinero. La gente todavía quiere creer que hay mujeres, sobre todo, que
servirán a sus deseos y necesidades y dejarán de ser complicadas directoras ejecutivas
de una compañía para que se cumplan estos deseos.
De esto va el tema pin-up. De posesión. De incitar deseo. De hacer que la gente
crea que puede poseer algo, viendo a una actriz durante su trabajo, o contratándola
para un espectáculo. Se trata de vender el deseo de posesión.
Tras una larga investigación sobre la esclavitud en la antigüedad para mi nueva
saga, me resulta muy complicado mostrarme entusiasta con el empoderamiento
cuando veo a gente que trata de hacer atractiva la perfección y/o la sumisión forzada.
Detrás de esto hay una historia demasiado terrible.
El entusiasmo con el empoderamiento de este tipo me recuerda a la historia de
una mujer que había sido «liberada» llamada Neaera, en Atenas, una antigua
prostituta cuya «libertad» fue comprada por dos de sus pretendientes más fogosos.
Por ley, estaba obligada a dividir su tiempo entre ambos, aunque por ley también se la

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consideraba «libre»[6]. Por muy bonito que pudiera ser pensar que tuvieron algún tipo
de relación poliamorosa feliz, o que lo hicieron movidos por el Amor Verdadero, al
leer los relatos de esta particular transacción se ve que ella siguió acostándose con
ambos cada cierto tiempo (no vivía con ellos, pero les visitaba de forma ocasional
para tener sexo) porque les pertenecía; estaba en deuda con ellos. Así que era «libre»,
claro, pero solo libre de ser forzada a acostarse con mucha gente, para hacerlo solo
con estos dos. Y, claro, podría ser mucho más complicado. El síndrome de Estocolmo
y todo eso. A menudo acabamos enamorándonos de nuestros opresores, porque, de lo
contrario, nos volveríamos locas. Quizá ella sentía una atracción genuina por ellos.
Quizá también les gustaba a ellos, aunque sospecho que si ese hubiera sido el caso,
uno de los dos se habría casado con ella, o la habría ayudado a vivir bien aparte de
follar con ellos.
Esto ocurría con mucha frecuencia en la antigüedad. Hombres que compraban la
«libertad» de una mujer (o de otros hombres) y seguían practicando sexo con ella,
solo que «gratis». Lo mismo que buena parte de mi investigación sobre Atenas, todo
esto me crispaba sobremanera, porque en el sistema educativo de los Estados Unidos,
Atenas es una especie de utopía moderna, cuando lo cierto es que un pequeño grupo
del uno por ciento gobernaba sobre una vasta y estratificada sociedad de personas en
distintos grados de esclavización.
Esta clasificación de la posesión corporal en distintos niveles es completamente
repulsiva.
Y en esa sociedad de esclavización y sumisión, en una cultura de personas como
cosas, esclavos, hetairas y demás también comprendieron la importancia del
marketing. Por ese motivo falsearon su apariencia con cosméticos, postizos de pelo y
traseros abultados. Porque ellos o sus dueños sabían que solo tenían valor si eran
percibidos como objetos sexuales o, por lo menos, objetos de deseo por los que ese
uno por ciento pelearía.
Desde que Justin Landon volvió a plantear lo problemáticos que eran como
recurso de financiación en el blog de crítica literaria Staffer’s Musings[7], no había
pensado mucho en el molesto tema de los calendarios pin-up literarios. Ha sido una
de esas molestias de baja intensidad con las que he aprendido a vivir a lo largo de los
años. ¿Por qué denunciar que es una forma problemática de recaudar dinero —una
venta de cuerpos ficticios de mujeres— cuando hay tantos problemas en el mundo?
Pero una mañana hice clic en un enlace que llevaba a las fotos de una mujer que
se había sometido a varias operaciones quirúrgicas debido a tres tipos de cáncer.
Vestida, de cuello para arriba, darías por sentado que se trata de una persona
privilegiada, y desde luego, vestida, con su esbelta figura y sus rasgos simétricos,
parece que disfruta de una buena posición en este enorme y cruel mundo.
Pero lo que hizo fue quitarse la ropa, no para ser una atractiva pin-up, sino para
mostrar la realidad de un cuerpo que había sobrevivido a tres cánceres. Había
recibido cirugía reconstructiva en los pechos y no tenía pezones. Una ancha cicatriz

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le cruzaba el estómago. Más cicatrices en las piernas, los brazos; le colgaba la piel
flácida por las abruptas pérdidas de peso debido a la enfermedad. Y aunque su rostro
estaba perfilado con esmero como el de una pin-up, su cuerpo mostraba una imagen
mucho más real; atestiguaba lo que había vivido. Era el cuerpo de una persona que ha
pasado por algo durísimo y ha sobrevivido, no un cuerpo que invita a ser poseído.
Al ver esta imagen volvió a enojarme la idea de que se utilizaran calendarios pin-
up para apoyar fundaciones literarias. Porque en ese instante se derrumbaron todas las
justificaciones alambicadas a las que la gente había recurrido para apoyar el
calendario.
Vendemos fantasías.
Como escritores de género fantástico, de ficción, vendemos fantasía. Lo pillo.
Pero la fantasía no son cuerpos. Son historias. Lo que ofrecemos no puede estar al
servicio de una narración que cosifica.
En cualquier caso, no vendo relatos sobre personas perfectas que puedes apilar
ordenadamente en la estantería. Y creo que pocos autores lo hacen. Muestro
personajes imperfectos, furiosos, maltratados, destrozados y perturbados que no van a
ser tus putos amigos. No están ahí para cumplir tus deseos. No están ahí para que los
contemplen, o los posean. De hecho, cuando escribo «fin», me esfuerzo para que mis
personajes tengan una vida que sigue tras la última página, una vida en la que pienses
de vez en cuando; que te preguntes en qué andarán metidos. Pero no es una vida que
te pertenezca, no más que la mía. Es una vida en la que quizá puedes participar un
tiempo. Pero después ellos se van a casa, y tú a la tuya.
Cuando intenté imaginarme cómo quedarían los personajes de mis libros en un
calendario pin-up, me quedé en blanco, porque mis personajes no venden sus
cuerpos. No están concebidos como objetos sexuales singularizados, ni como actrices
(o actores). Están concebidos como personas. Personas que no son poseídas.
Acabarías con algo como Nyx —la mercenaria malhablada y cortacabezas de mi
serie God’s War— sentada en el lavabo, con la tripa sobresaliendo, cicatrices en los
muslos, pelos en las piernas, escupiendo en el suelo con la boca amoratada. Estaría
ahí sentada, con la piel llena de cicatrices y estrías, quizá hojeando una revista de
boxeo, que le den al mundo, no le interesas, pechos flácidos sin sostén y caídos sobre
el estómago. Y le importaría una mierda lo que opinaras. No le atañen tus problemas
ni quiere darte una palmadita en el hombro o desearte un poquito de suerte cuando te
vayas a arrojar desde una azotea perseguido por terroristas alemanes.
Y ella solo es a la que no le importa lo más mínimo estar desnuda. Hay infinidad
de personajes que te escupirían a la cara antes de posar como objetos, de ser aislados
y cosificados; implicaría rechazar todo lo que eran, todo en lo que creían, para posar
como un objeto perfecto en la posesión de un extraño. Me imagino que si alguien
propusiese esta idea a Lilia —la protagonista principal de mi nueva saga, con su cara
destrozada, la mano contraída y coja, cuya existencia ha transcurrido en una cultura
tolerante donde las personas conservan una autonomía absoluta sobre sí mismas, sus

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cuerpos y sus deseos—, ella arrugaría el ceño en plan «¿Que quieres qué?».
No os confundáis, desde el inicio las pin-ups se inventaron para sacar partido de
los deseos de los demás. Son un instrumento de la publicidad. Su cometido es
vendernos una fantasía idealizada, objetos perfectos, cosas, y lo hacen presentando a
personas del mismo modo que si fuera una nueva y atractiva lavadora o un pato
horneado listo para comer. «Aquí tienes algo que puede ser tuyo», decimos. «Algo
que solo te pertenece a ti».
Y los cuerpos que les presentamos son objetos sin ninguna imperfección, bellas
representaciones.
Esto te pertenece. Sé esto. Haz esto.
Pero yo no vendo cuerpos. Vendo historias.
Historias.
Y así de fácil, tras ver aquella imagen por la mañana, pensé en todos los
calendarios que promovemos, calendarios que nos resultan aceptables y formas de
empoderamiento solo porque caemos en un tramposo «doblepensar». Y reflexioné
sobre cómo ese discurso de «seamos atractivas y tomemos el control de la narración»
en realidad no era más que parte de una narración basura. Otro ejemplo más de
presentar cuerpos sin imperfecciones para el consumo rápido, en vez de historias.
Con todo el esfuerzo que dedicamos a defender decisiones problemáticas, a veces
no nos centramos en cómo salvar el mundo, o acabar con el sexismo, o empoderar a
las mujeres con baile en barra. Es más, a veces nos limitamos a hacer como un tío que
contempla a una mujer desnuda en el edificio de enfrente, pasar el rato hasta que
llegue el próximo giro de guion.

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Mujeres, caudillos de guerra y refugiados: la
economía de la gente en Mad Max
No tenía la intención de ver la nueva versión de Mad Max, titulada Mad Max: Furia
en la carretera.
No me malinterpretéis: soy una apasionada de las películas apocalípticas de los
años ochenta (¡he escrito toda una saga homenajeándolas!). Me encanta la estética, la
desesperación, los personajes duros y la masculinidad monstruosa que tanto hombres
como mujeres deben adoptar para sobrevivir. Pero he visto cómo arruinan a las
heroínas de esas épicas y oscuras películas que tanto me gustaban, cómo las han
apartado y eliminado en los últimos veinte años. Si ves una película de 1979 con
personajes femeninos más duros y complejos que los de una película rodada en 2012,
algo anda mal. (Te miro a ti, Riddick, cuyo director argumentó que varios intentos de
violación, amenazas y dos segundos de perfil de una teta y el pezón eran una parte
vital de su visión artística en vez de perezosos clichés). He visto que la política
inherente en este tipo de historias es ignorada a favor de secuencias de acción vacías
e inconexas con criaturas resplandecientes que no tienen ninguna relación con la
trama de los humanos. En estas películas, los guionistas y los directores se han
olvidado de lo más obvio del mundo postapocalíptico: cada recurso es valioso. Cada
persona —y, por lo tanto, cada escena— tiene que contribuir a la trama. Solo
sobreviven los más duros o los más valiosos. Y las historias que recordamos, las que
perduran, tratan de los que luchan por sobrevivir en medio de las terribles dificultades
que presentan tanto el paisaje como sus compañeros de viaje.
Se gimotea mucho actualmente sobre la «ficción con mensaje», lo que resulta
insólito porque cada historia es un «mensaje» o no sería una historia. Pedir «historias
sin mensajes» me hace pensar que se trata de una forma codificada de pedir una dieta
de reality shows vacíos en televisión. Pero es que los realities sí que tienen mensaje:
vender y reforzar el capitalismo, la ignorancia y el statu quo. La realidad es que cada
historia es política, y las que más se me quedan grabadas son las más increíbles y
transparentes. Existe un motivo por el cual recordamos Rebelión en la granja,
Cántico por Leibowitz y 1984. Hay una razón por la cual no puedo dejar de pensar en
La parábola del sembrador. Las historias postapocalípticas siempre tienen mucho
que decir sobre la dirección que tomaremos si no corregimos nuestros errores. Nos
alertan sobre la utilización constante de combustibles fósiles, el abuso del medio
ambiente y a dónde nos lleva todo esto. Nos avisan del inevitable futuro que
construimos con las guerras, y qué comporta para la humanidad basar nuestro sistema
económico en la esclavitud. Las historias postapocalípticas no existen sin la política.
Supe que Mad Max: Furia en la carretera iba bien encaminada desde el inicio,
cuando Imperator Furiosa, la mano derecha del tirano Immortan Joe, conspira para
ayudar a sus mujeres a escapar de la servidumbre. Cuando Immortan Joe se da cuenta

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de que Imperator Furiosa se la ha jugado, corre a abrir la gigantesca puerta de la
cámara. Supe al instante lo que él esperaba ver tras esa puerta. Va a comprobar sus
posesiones más valiosas. Personas con la capacidad de engendrar. Cuando vives en
un mundo postapocalíptico donde la fertilidad está envenenada y los recursos son
escasos, controlar a las personas que pueden tener bebés es de importancia extrema.
Las que pueden tenerlos son los medios de esa producción. Consigue el control sobre
los medios de producción y controlarás el mundo.
Y aquí es donde la película representa correctamente el tema de la violencia
contra la mujer, porque lo sitúa de forma audaz y honesta donde debe estar,
despojándolo de la mirada masculina, de la sexualidad, de incontrolables urgencias
masculinas. En pantalla no aparecen amenazas de violación, intentos de violación o
violaciones porque le quitarían valor al planteamiento. Tienes que eliminar todo eso
para ver el problema real: el sexismo va sobre el poder. El sexismo va sobre controlar
los medios de producción.
En esencia, el sexismo tiene muy poco que ver con el acto sexual.
Por eso vemos una enorme sala repleta de mujeres bien alimentadas, conectadas a
máquinas de ordeñar (sí, máquinas de ordeñar), ya que todo lo que beben en este
mundo es agua y leche, y todo lo se les ve comer son bichos y lagartos. Los animales
están muertos. Esto nos deja solo a las mujeres. Y esas mujeres pertenecen totalmente
a Immortan Joe, quien controla todos los medios de producción. Suyas son el agua y
las mujeres.
Una vez que tiene esas dos cosas, posee el mundo y sus habitantes. Ha
consolidado el poder absoluto transformando a la gente en ganado.
En este mundo las que pueden engendrar bebés son ganado. Las usan para parir a
más soldados y proveer la vital leche para la élite. Son carne de cañón para generar
más carne de cañón.
Max (que, de hecho, está loco en esta entrega; no cabreado, loco) también es
ganado. Le capturan y le mantienen con vida como una «bolsa de sangre» para
proporcionar valiosas transfusiones a los soldados que están enfermos o moribundos.
Es carne de cañón para mantener a los soldados.
Los chicos de la guerra de Immortan Joe son ganado, engendrados y criados en
una religión que celebra su sacrificio en la batalla. Son carne de cañón para la
maquinaria de guerra.
«Somos iguales», dice Splendid, una de las mujeres de Immortan Joe fugadas, a
Nux, un chico de la guerra fugitivo. Los que ostentan el poder quieren que ambos
crean que son cosas, pertenencias con un único propósito.
Las mujeres y los soldados son lo mismo y están manipulados por la misma élite
terrible para que sacrifiquen sus cuerpos en interés de un hombre poderoso. «No
somos cosas», escriben las mujeres en las paredes de la prisión donde las tenían
encerradas.
Vivimos en un mundo que ha convertido a las personas en cosas. El mundo de

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Max no trata de ocultarlo. No hay nada que te impida verlo. El único medio para
convencer de lo contrario a los habitantes de este mundo es la religión, y esta se
utiliza una y otra vez para demostrar lo mucho que puede contribuir a manipular y
controlar al mismo tiempo que proporciona un propósito y esperanza. Para los chicos
destrozados y moribundos en el desierto, la esperanza en el Valhalla es reconfortante.
Y esto nos lleva a Furiosa, nuestra heroína. Como sabe la mayoría de la gente que
ha visto otras películas de Mad Max, este deambula por esos extraños enclaves, da
por saco y después se vuelve a largar. Es un viajero, un testigo de sus historias. Y de
este modo, topa con la de Furiosa. Con esta compleja y enorme historia que lleva
siendo planeada desde hace mucho tiempo y que ya se ha puesto en marcha con furia.
Max no es el héroe. Es el testigo. Los chicos de la guerra se gritan unos a otros
«¡Mírame!», pero él es el que sigue, el que perdura. Es ese héroe masculino de las
películas apocalípticas de los ochenta, ligado a nada ni a nadie. Debe ser así para que
al final pueda largarse —igual que ocurre aquí de forma inevitable— y dejar a los
héroes de verdad el trabajo sucio de limpiar y gobernar un mundo nuevo.
Dar el papel de Furiosa a Charlize Theron fue una elección extraordinaria. Yo no
me enteré de que estaba en la película hasta pocos días antes del estreno. Recuerdo a
Ridley Scott en una entrevista donde declaró que había contratado a los mejores
actores que pudo encontrar para Alien porque quería centrarse por completo en la
parte de la criatura, ya que sabía que estas escenas iban a ser las más complicadas.
Me dio la sensación de que Miller hizo algo parecido; con tantas secuencias
increíbles de acción para filmar, necesitaba actores excelentes para que pudieran
trabajar con muy poco diálogo. Y Theron es tan potente y desgarradora que me
maravilló cómo era capaz de comunicar tantísimo en una sola mirada. Hay un
momento en que vuelve dentro del camión de guerra después de que Max lo aleje del
ataque de una banda de moteros, y le mira de arriba abajo mientras él se pasa al otro
asiento, y… no sonríe… pero le dirige una mirada casi aprobadora o cómplice que
nos indica que se ha ganado su confianza, y que ahora él estará en su bando. Hay un
montón de momentos como este a lo largo de la película, donde lo único que tenemos
para contarnos todo es la mirada de Theron, y lo hace de un modo extraordinario.
Otra cosa asombrosa que ocurre en esta película que poca gente ha mencionado, y
que yo quiero resaltar, es la ausencia de la cámara pervertida. La conocemos. Es la
cámara que enfoca el culo, las piernas y los torsos de las mujeres y sexualiza sus
cuerpos. Como si la cámara misma las estuviera lamiendo para el espectador
masculino. Lo vemos en muchas películas, desde Transformers o Sucker Punch hasta
Bounty Killer o Grindhouse. Se ha extendido tanto que recuerdo ver el final de
Gravity, cuando la cámara se detiene en el trasero de Sandra Bullock, y dije «Oh, no,
por favor». Y me sorprendió, me sorprendió de verdad que la cámara la filmara del
mismo modo que lo haría en una película seria protagonizada por un personaje
masculino en vez de cómo filmaría a una mujer en una película porno softcore. Y
George Miller —aunque vista a las esposas rebeldes en bikinis de muselina blanca—

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no filma ni una toma de porno softcore. Max se topa con ellas cuando se están
lavando con una manguera y aunque es una escena chocante tras tanta arena y
violencia, no es erótica. Las mujeres se lavan como lo harían personas prácticas, no
fantasías sexuales masculinas, y la cámara las captura de ese modo. Incluso cuando la
película tiene la oportunidad de una escena con un desnudo frontal (con la matriarca
motera sobre la pértiga eléctrica rota como cebo) se niega. Es una película para
adultos, pero los desnudos no son necesarios para la trama.
¿Te has enterado, HBO? No hay desnudos gratuitos en esta historia. No los
necesita. Por lo tanto, no hay necesidad de incluirlos.
Y ni siquiera me voy a molestar en comentar nada sobre el matriarcado de
moteras, porque ¿qué más se puede decir? Pero por dios, matriarcado de moteras,
¿dónde has estado toda mi vida?
Pero sí quiero decir algo sobre la multitud de refugiados que se doblegan y arañan
el polvo bajo las torres de Immortan Joe, suplicando un poco de agua. Para mí puede
que sea lo más extraño de la construcción del mundo y me sacó de la historia. (Y me
trago sin asomo de duda el guerrero guitarrista, en serio). Porque tenemos a esta
muchedumbre, pero no parecen servir a ningún propósito real. No trabajan. ¿Se
supone que son mineros o algo parecido? ¿Acaso son, literalmente, masas acampadas
fuera con la esperanza de recibir algunas migajas? ¿Cómo sirven a la maquinaria de
guerra? ¿Hay algún giro del estilo Cuando el destino nos alcance que nos hayamos
perdido? Y, porque su ausencia se nota mucho, ¿dónde está la gente negra en el
futuro? Si se supone que es Australia en un futuro lejano, ¿dónde están los asiáticos y
los aborígenes? Pude contar las veces que aparecen entre los secundarios e incluso
como personajes de contexto con los dedos de una mano, lo cual era otra cosa que me
sacaba del mundo.
Pues vaya.
Me doy cuenta de que no he hablado mucho de Furiosa, pero ¿qué puedo decir?
Es la heroína de la película, la reina guerrera, la que tiene el coraje y la fortaleza para
sacar a cinco mujeres de su prisión y lanzarse al desierto en busca de un lugar medio
borroso en sus recuerdos. Es la que al final debe tomar la decisión de cruzar el
desierto o dar la vuelta y enfrentarse a Immortan Joe. Todo lo que Max puede hacer
es sugerir. Toda la acción de la película recae sobre Furiosa.
Y es esto lo que hace que esta película sea tan brillante y que me parezca mucho
más feminista que El destino de Júpiter. Porque toda la historia no va de lo que le
ocurre a Furiosa. Va sobre lo que hace Furiosa con la situación. He oído todo tipo de
teorías sobre el pasado de Furiosa, pero escuchad: está metida en esto porque ella
también necesita redención. Ha apoyado el patriarcado de ese tipo toda su vida. Ha
sido cómplice al permitir que estas mujeres sirvan de criadoras. Un destino que por
algún motivo ella ha podido evitar, ya fuera porque no podía quedarse embarazada o
porque era demasiado valiosa como emperatriz, o ambas cosas. Y al asumir ese rol se
convirtió en parte del problema. Defendió las reglas de Immortan Joe. Había llegado

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el momento de redimirse. Ella es la que impulsa esta narración con firmeza, y nada
ocurre sin que tenga que tomar una decisión. Está a cargo de su propia historia.
Las esposas rebeldes también tienen mucho protagonismo en la película. Al
contrario que muchas heroínas que se mantienen a la sombra del personaje
masculino, está claro que, en este mundo, si no le echas valor no vas a durar mucho y
estas mujeres pelean de un modo que es coherente con el modo en que fueron criadas.
No, no van por ahí dando patadas de kung fu, pero agarran herramientas para golpear,
usan cadenas para apartar a Max de Furiosa, cuentan las balas, vigilan, ayudan a
desatascar el camión y toda suerte de cosas que hay que improvisar en un lugar en el
que la supervivencia está en juego. Nadie sobrevive, escapa a la esclavitud sexual y
luego se disgusta porque se ha roto una uña mientras gira una manivela, por el amor
de Dios, aunque muchas películas te hagan creer lo contrario. En realidad, lo único
que tengo que objetar aquí es que hayan elegido claramente a modelos para estos
papeles, y en términos de la construcción del mundo, deberían haber sido mujeres
rollizas: las mismas mujeres que proporcionan leche serían las que dan a luz a los
bebés.
En esta película todos hacen algo.
Lo más sorprendente es lo sorprendente que resulta ver esto en un film de 2015.
La película nos dice: «Las personas no son cosas» y, de hecho, utiliza la cámara
para apoyar esta posición política en la que las personas no son cosas.
Puede que para mí esto sea lo verdaderamente refrescante de la película. En vez
de mujeres que desempeñan un papel secundario en la historia de algún tipo, que le
acompañan en su viaje, es Max quien se tropieza con la historia de Furiosa y se une a
ella sin más. Él recuerda al prototipo de hombre encantador e idealista que siempre
acaba marchándose. Se topa con ella y le sugiere que vuelva atrás y tome ella misma
la fortaleza, pero cuando ha salido victoriosa y ocupa su lugar legítimo como Reina
Furiosa, él se marcha para ayudar a que la justicia prevalezca en algún otro lugar.
Max no saca nada de todo esto. Lo único que gana es ver que se ha corregido una
injusticia.
¡Un héroe que hace algo porque es lo correcto y recupera su humanidad, en vez
de hacerlo por una mujer o por una recompensa! ¡Dios mío!
Y en aquel momento, mientras veía a Max galopar figuradamente hacia la puesta
de sol, me di cuenta de que hemos echado de menos a estos héroes. Es cierto que
aquellos tipos solitarios de los ochenta que me gustaban tanto estaban destrozados; no
sabían relacionarse con la gente. Eran monstruosos. Pero hacían uso de esa
monstruosidad para conseguir que el mundo fuera una pizca mejor y no para sus
propios fines. Lo más común era verlos emparejados con alguien más idealista, un
héroe de verdad, una Furiosa. De hecho, estaban expiando su incapacidad para amar.
No esperaban nada a cambio. Sus nombres no quedaban escritos. No se convertían en
reyes. Pero el mundo era un poco mejor porque habían ayudado a alguien en una
batalla contra la injusticia.

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Me encantan mis historias de fantasía y ciencia ficción oscuras. Pero admito que
estoy un poco cansada de los villanos que torturan y destruyen edificios sin pensar en
quién hay dentro. Estoy preparada para ver héroes nihilistas con conflictos internos
que accidentalmente se ven inmersos de nuevo en la esperanza, héroes con la
convicción de que se puede salvar alguna cosa, incluso si hay que sacarles la
humanidad a golpes.

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Té, cuerpos y negocios: rehacer el arquetipo de
héroe
Héroe.
Vale, detente aquí.
Piensa en lo que has imaginado cuando has leído «héroe».
SIN TRAMPAS.
¿Qué ha sido en lo primero que has pensado al leer la palabra?
Héroe.
¿Quién es?
¿Quién es… él?
Últimamente, cuando leo la palabra «héroe» la primera imagen que me viene a la
cabeza es algún superhéroe, porque estoy inmersa en imágenes de películas de
Marvel. Me imagino a Thor. Quizá, si llevo un tiempo sin ver películas, es Conan.
Héroe: un tío. Músculos. Blanco. Machote.
Héroe. Primera imagen. Siempre.
Necesito cierta reflexión adicional, cierto entrenamiento, para imaginar algo que
no sea ese arquetipo cuando pienso en «héroe». Tengo el mismo problema con cada
término que decimos que es neutro o totalmente inclusivo… pues… parece que no lo
son tanto. Esto se debe a que cuando aprendemos el significado de las palabras,
tenemos ciertas imágenes ante nosotros. Aprendemos a asociar esas imágenes con las
palabras.
Engullimos lo que las historias y los medios nos ofrecen y, por eso, seguimos
imaginándolas una y otra vez al leer tales palabras en un texto o al escucharlas en una
conversación. Llevamos las expectativas a cuestas. Por eso nos molesta o nos
sorprende tanto cuando el héroe en el libro no se ajusta a la imagen que hemos
aprendido.
Subvertir las expectativas se ha convertido en la marca distintiva de la fantasía
gris y grimdark, e incluso la obsesión más oscura de mitificar asesinos en serie en
medios más populares (Bates Motel, Hannibal) elevándolos, si no a héroes, a
protagonistas complejos que merecen que su historia sea contada; es cultivar
compasión por los asesinos. Y aún así, estos antihéroes son iguales que los héroes:
blancos, hombres, machotes.
Tan solo me vienen a la cabeza dos películas con asesinas pensadas para que
simpaticemos con ellas, y ambas porque habían sufrido abusos sexuales: Thelma y
Louise y Monster. Y si tengo que ser sincera, no me imagino a nadie diciendo que las
protagonistas son heroínas. Red Sonja, la popular mercenaria del cómic, quizá sea
una verdadera heroína, pero de nuevo su motivación deriva de un abuso sexual. Los
héroes son heroicos por lo que les ha ocurrido a las mujeres de sus vidas, a menudo el
hijo asesinado o la mujer asesinada. Las heroínas también son heroicas por lo que les

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ha ocurrido a las mujeres… a ellas mismas.
Con demasiada frecuencia construimos a los héroes basándonos en hechos
terribles que les ocurren a mujeres, en vez de crear héroes que simplemente actúan y
perseveran aunque tengan muy pocas probabilidades de éxito porque es lo correcto.
Entonces no es extraño que, aunque soy conocida por escribir sobre antihéroes y
héroes grises y moralmente ambiguos, no me suelan pedir que escriba sobre «héroes»
en artículos de este tipo.
En cambio, es más frecuente que me soliciten escribir sobre «heroínas» o
«heroínas femeninas» y qué hace que esas personas de un género concreto sean súper
únicas comparadas con otros héroes. Y por «otros» me refiero a esa primera imagen,
ese estallido inicial del arquetipo que nos viene a la mente cuando decimos «héroe»,
es decir, hombres. El héroe típico. Esto es, la imagen de referencia con la que
comparamos a nuestras heroínas; ellas no aparecen junto a nuestros embozados
héroes masculinos.
Puede que no te percates de la diferencia, pero yo sí la veo ahora. La escucho
cada vez que me piden que participe en una conferencia sobre «personajes femeninos
fuertes» o «mujeres en la ciencia ficción». Está implícita cuando la gente pregunta, y
la implicación es que no hablamos de personajes femeninos y de las mujeres en la
ciencia ficción o la fantasía en otras conferencias, en otros espacios o al tratar otros
temas, por lo que ellas (nosotras) necesitan un lugar especial para asegurarnos cinco
minutos en los que alguien se acuerde de que las mujeres somos heroínas, escritoras
y… personas.
Quiero que vuelvas a mirar el título de este artículo, y veas lo que puse. Este
artículo trata de héroes. No de heroínas, ni de heroínas femeninas. Héroes. Así es.
Nyx, la protagonista de mi novela God’s War, es una antihéroe bastante estándar.
La creé a partir de los huesos de Conan y Mad Max. Es todo lo que me encanta de los
héroes de las películas de acción de los años ochenta, y eso incluye agudeza
sarcástica, perseverancia infinita, incapacidad para comprometerse y la profunda
lealtad de aquellos que la rodean. Me encantaba verlos crecer; me encantaba leer
sobre ellos en novelas negras o en thrillers de ciencia ficción. No entendía por qué
todos eran hombres, por qué ninguno podía ser una mujer. No sabía por qué ellas
siempre eran segundonas, obstáculos en la trama o premios, cuando todas las mujeres
de mi entorno, yo incluida, éramos héroes en nuestras propias vidas. ¿Qué querían
transmitir todas estas historias, de forma colectiva, sobre mi capacidad para ser
heroica en mi propia vida?
Cuando Nyx se sienta con un cliente o un contratante que le ofrece té, ella no se
lo bebe; pide whisky. Cuando quieren hablar del tiempo, o de los sentimientos, o de
la historia del mundo, ella les interrumpe. Quiere hablar de negocios. Recompensas.
Cabezas. Es una cazarrecompensas, y los cuerpos son su negocio. Es su vida. Así es
ella. No es una segundona en la historia de otra persona. Ella es la historia y a
menudo termina las historias de los demás.

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En mi nueva novela, The Mirror Empire, construí sociedades con un enfoque
similar para las historias heroicas, para crear personas, no arquetipos ni las mismas
viejas imágenes que nos han hecho engullir desde pequeños. Me esforcé mucho por
recordar a la otra mitad del mundo cuando decía «héroe». Todos los héroes
pertenecen a la misma lista, a la misma conferencia; todos deberían estar aquí cuando
hablamos de heroicidades, cuando creamos protagonistas fuertes. No necesitan que
les dediquen un libro, ni una conferencia, ni un artículo especial.
Resulta que en The Mirror Empire terminé con varios soldados, comandantes y
generales que estaban por encima de políticos, huérfanos, pastores y aprendices de
mago, y recuerdo que esto me preocupó en un momento determinado porque me di
cuenta de que uno era el jefe de la milicia en un país, el otro era el ministro de guerra
en un segundo país y, en un tercero, tenía un comandante de la legión. ¿Por qué
preocuparme? Al fin y al cabo, estos personajes aparecen una y otra vez en la fantasía
épica. Los libros están repletos de ellos.
Pero en este caso, cuando escribí «jefe de la milicia», «ministro de guerra» y
«comandante de la legión» todos eran personajes femeninos. Tuve ese instante
irracional en el que pensé: «¡Oh, no! No puedo poner a tantas mujeres en posiciones
de poder marcial. La gente las va a confundir».
Porque si tenemos a una «heroína fuerte» solo puede haber una, ¿no? Una mujer
que justifique los estereotipos. Solo hay una pitufina.
Sacarme esta idea de la cabeza me costó lo suyo. Tuve que reimaginar mi propia
visión de qué tipos de personas ocupaban estos roles y si eso era «correcto» o no.
Cuando alguien me pregunta: «¿Por qué es una mujer el personaje X?», le contesto:
«¿Por qué no?».
Porque no hay un motivo legítimo para que no lo sea.
Lo repetiré: no hay un motivo legítimo para que las historias que creamos, las
historias que leemos, no puedan incluir una representación verídica de la
composición del mundo en el que vivimos.
Recuerdo que sentí mucha inquietud al cambiarle el género a un personaje en The
Mirror Empire. Había tomado el tropo de «¡Luke, soy tu padre!» y estaba intentando
representarlo como «¡Luke, soy tu madre!». Tenía cierta resistencia mental, pues la
Revelación Parental Secreta no funcionaría con una madre del mismo modo que con
un padre. Pero resultó que no había motivos de peso para no hacerlo: simplemente
tengo que reconocer que mis expectativas para el tropo estaban basadas en Star Wars,
donde la revelación se refiere a un padre.
Me limitaban las historias que habían surgido antes que la mía.
Muy a menudo nos limitan nuestras propias expectativas de las historias, las
historias que aparecieron antes, los héroes que ya existen… ¿Cómo podemos vivir
con nosotros mismos, como lectores y narradores, si nos tragamos todas esas
limitaciones sin cuestionarlas?
Me gusta desafiar las expectativas de una historia. Me gusta desafiar la forma en

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que aprendí el lenguaje. Me gusta derribarlo y rehacerlo, porque, en muchos casos,
me doy cuenta de que lo que me sirvieron en bandeja era algo que favorecía la
narración de otra persona, el deseo de alguien de cómo debía ser el mundo: un mundo
que no me incluía a mí, ni a personas como yo, un mundo que finge que nunca
existimos.
Ese no es mi mundo. Y no es el mundo sobre el que escribo.
Cuando nuestros héroes no nos valen, nos toca a nosotras rehacerlos.

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La complejidad de los deseos: expectativas sobre
el sexo y la sexualidad en la ciencia ficción
«Vale —me escribió mi editor en el margen de una página al comienzo de mi primer
libro—, lo pillamos. Tiene sexo con mujeres y hombres».
Al escribir el personaje de Nyx —una cazarrecompensas bisexual con la
sensibilidad bruta de Conan y el optimismo sombrío de un yonki de la lotería— fue la
primera vez que me propuse crear un personaje que deseaba explícitamente a gente
sin tener en cuenta su sexo. Lo que deseaba en las personas tendía a variar, pero en
general le fascinaba en la misma medida lo demasiado bonito y lo decididamente feo:
lo bonito porque parecía fuera de lugar en un mundo tóxico y contaminado, y lo feo
porque representaba cierto grado de resistencia; le gustaba pensar que podía leer
historias en sus rostros.
Comunicar algo así debería haber sido sencillo. Al fin y al cabo, yo tampoco soy
de lo más convencional. Pero, por algún motivo, me pareció que era necesario dejar
muy claros sus deseos, y mi torpe intento de autora resaltaba como una huella dactilar
en la página. MIRA VES LE GUSTAN LOS TÍAS Y LAS TÍOS MIRA MIRA.
Estaba escribiendo con una mirada masculina, blanca y heterosexual en mente.
Escribía con la idea de que su deseo era distinto, algo que había que explicar a un
lector para el que la heterosexualidad era la norma. Al señalarlo con tanto énfasis lo
caracterizaba automáticamente como algo fuera de lo común.
Pero estaba escribiendo sobre un mundo en el que lo normal es que las mujeres
fueran bisexuales y lesbianas, y eso tenía que notarse en todo lo que hiciera. Desde el
modo en que la gente no reacciona —y, de hecho, espera— cuando las mujeres se
casan entre ellas o tienen como amantes a otras mujeres, hasta cómo hablan sobre el
amor, el deseo y el sexo. Tenía que reconstruir la narración que consiste en «asumir
que la gente solo se siente atraída por personas del sexo biológico opuesto» (y la
asunción de que la intersexualidad y las personas trans no existen) desde la base.
Por supuesto que la base asumida es una mentira. Siempre lo ha sido. Pero los
lectores la asumen. Los escritores la asumen. Las sociedades la asumen. Desafiarla es
una tarea monumental.
Para empezar, implicaba eliminar las líneas adicionales en las que explicaba a los
lectores que Nyx era bisexual, porque, para ser sincera, en este mundo no existía una
categoría así. Si el deseo fuerte femenino y el deseo fuerte por otras mujeres fueran la
norma, no sería necesario resaltarlo. Piénsalo de este modo: si hubiera un hombre
contemplando a una mujer en una historia y pensando lo mucho que le gustaría
acostarse con ella, no diría después: «En Macholandia era normal que a los hombres
les gustaran las mujeres como esa. Incluso puede que después pasaran por un periodo
de cortejo que condujese a un matrimonio monógamo, una especie de ceremonia para

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comprometerse a la que a menudo están invitados allegados y amigos para presenciar
el evento».
No. Haría notar la atracción. Fin de la historia.
Lo bueno de la narrativa es que cuanto más te adentras en el relato, más normal se
vuelve para ti como escritor (y, esperemos, como lector). Porque la sociedad que creé
hubiera enviado a todos los hombres a la guerra, y la cultura y las expectativas
habrían cambiado. Desde un punto de vista narrativo, quería construir todo un mundo
donde «mujer» era la norma y las mujeres tenían privilegios automáticos, pero
hacerlo de un modo que surgiera de la propia historia, al mismo tiempo que
deconstruía ideas relacionadas con los supuestos de la sexualidad.
Pero ¿por qué me preocupaba? ¿Por qué me importaba tanto exponerlo bien?
Había leído muchísima ciencia ficción en mi adolescencia y quizá se me perdone
por haber creído que las ideas más radicales sobre sexo y sexualidad eran las
relaciones poliamorosas (que a menudo tienden a la poliginia) desde el curioso punto
de vista masculino de Heinlein, personas que tenían extrañas relaciones
aparentemente heterosexuales con alienígenas y el ocasional «homosexual trágico».
Si esto hubiera sido todo, habría pensado que Nyx era de algún modo revolucionaria.
Y no tendría a nadie a quien pedir ayuda para hacer que su mundo fuera real.
Pero la ciencia ficción ha cambiado mucho desde los alegres años cincuenta y
pude acudir a muchas otras obras para construir un mundo con una narración
diferente. En particular se publicaron trabajos fascinantes en la segunda mitad del
siglo de autoras feministas de ciencia ficción. Sé que llegados a este punto todos citan
a Le Guin, pero cuando se trata de obras radicales, pienso en Joanna Russ, Naomi
Mitchison y Sam Delany. Más tarde, Joan Slonczewski[8], Gwyneth Jones e incluso
Storm Constantine, con muchos títulos, pero especialmente en Wraeththu, imaginó
diferentes modos en que la biología humana y las concepciones en que se sustentaba
el deseo normalizado podían cambiar. Y Ammonite, de Nicola Griffith, es uno de los
primeros libros publicados, ya siendo yo adulta, en el que se exploraba un mundo
completamente femenino.
Obras más recientes como Ascension, de Jacqueline Koyanagi, o Ash y Huntress,
de Malinda Lo, reescriben antiguas narraciones (space opera y cuentos de
hadas/mitología) que nos explican qué tipos de deseos son normales, esperados o
convencionales. Jacqueline Carey desafía hábilmente las actitudes tradicionales hacia
el sexo en las novelas de Kushiel, donde el propio acto sexual se considera santo y
sagrado, y el placer erótico se asemeja a una plegaria. Elizabeth Bear toca relaciones
y deseos muy variados en toda su obra, pero me parece que Dust, Chill y Grail
siempre han sobresalido por su enorme diversidad.
Lo fascinante al comparar la ciencia ficción y la fantasía actuales con las antiguas
es que, evidentemente, los deseos de los seres humanos como tales no han cambiado
en solo cincuenta años. Pero nuestra capacidad para reconocerlos, comprenderlos y
expresarlos ha sido transformada por nuestra reescritura cultural de la narración que

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define la sexualidad humana «normal».
Cuando comento con la gente algunas de mis inquietudes sobre lo esenciales que
son las historias para el modo en que contemplamos nuestras vidas y deseos, y por
qué las palabras importan (incluso en publicaciones de Reddit), no creo que mucha
gente comprenda cuántos regímenes han intentado y conseguido reescribir nuestro
pasado. En los Estados Unidos, la década de los cincuenta fue una época de mucho
miedo. Enseñamos homogeneidad. Enseñamos que todo lo que no estuviera
encuadrado en una estrecha categoría predefinida tenía que considerarse sospechoso:
una potencial amenaza terrorista roja. El gobierno, las escuelas y el sector de los
medios de comunicación modelaron una historia sobre lo que era aceptable, normal,
decente, y todos nos esforzamos lo máximo posible para encajar, aunque esta historia
sea una invención. ¿Acaso sorprende que la narración del «hombre de las cavernas»
que sale a cazar carne para la tribu mientras la «mujer de las cavernas» se queda en el
hogar y cuida a los pequeños se difundiera en los libros de texto estadounidenses en
esta época… en la que también apoyamos la idea de que era «normal» que los
hombres salieran a trabajar mientras las mujeres se quedaban en casa? (Fue una
narración construida en parte para animar a las mujeres a dejar de ser mano de obra
para que los veteranos que volvían de la guerra pudieran ocupar sus puestos en las
fábricas). En los últimos veinte años ha sido muy entretenido ver a los arqueólogos
modernos desmontar la vida de los primeros homínidos del marco de la década de los
cincuenta.
Las historias tienen una importancia poderosísima para las personas que buscan
dar sentido a sus vidas. Las historias de lo que es posible abren puertas. La gente que
arruga la nariz ante el poder de un relato debe preguntarse por qué los gobiernos
buscan con tanto interés el control sobre las ideas: libros, medios e información. ¿Por
qué destruyen libros los regímenes totalitarios? ¿Por qué se encarcela a las personas
con ideas radicales sobre cómo organizar a la gente?
Por las ideas. El conocimiento de que las cosas pueden ser distintas.
El libro que me abrió los ojos fue On Strike Against God, de Joanna Russ.
Desde pequeña siempre me consideré heterosexual. Era una narración sencilla.
Me gustaba salir con tíos, así que nunca lo puse en duda.
Hasta… bueno. Hasta que perdí la cabeza por una compañera de la clase de
discurso oral en el instituto a los diecisiete años, una joven brillante y tempestuosa
con una sonrisa que te desarmaba completamente. Cuando me ocurrió, cuando lo
sentí, no pude racionalizarlo. Me dije que era diferente de la atracción que sentía por
un tío. Porque en las fantasías en las que estaba con ella, no era yo, Kameron la
mujer, con la que salía. Era yo, Kameron el tío. O, mejor aún, me transportaba a
alguna otra identidad: un tipo llamado, bueno, lo que fuera, con otra vida y un buen
trabajo y una sonrisa fácil y buen sentido del humor. Solía fantasear sobre cómo, si
fuera un hombre, charlaría con ella, le pediría salir, y lo bien que nos lo pasaríamos y
lo genial que sería, y sobre cómo viajaríamos juntas por el mundo.

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Si tan solo… si tan solo fuera un hombre.
No podía concebir un deseo fuera del heterosexual. Todo lo que veía, todo lo que
engullía eran mujeres que deseaban hombres. En libros. En la televisión. En
películas. En los cuentos de hadas. Conocía aquel deseo. Sabía qué hacer con él. Pero
esto era diferente. Incomprensible. No podía darle ningún nombre. Existía en algún
reino fantástico donde yo era un tío.
Al fin fui a la universidad, y estoy segura de que ella tuvo una vida estupenda.
Pero aquella fantasía volvía de vez en cuando. La fantasía de ser un hombre y, por lo
tanto, de ser libre de pronto para rondar a una mujer si me atraía. Sinceramente —en
serio— no lo percibí como una «cosa lesbiana». No tenía una historia para ello. Una
narración. Tan solo era algo que ocurría de vez en cuando. Y no ocurría con la
suficiente frecuencia como para considerarlo un «problema» serio sobre el que
tuviera que reflexionar y recapacitar. Sentía un deseo «normal y hetero» por los
hombres, lo cual ocurría más a menudo y era mucho más fácil de gestionar. No había
estigma social. No había incómodas conversaciones trampa más allá de las que veías
en las malas comedias románticas. Como mujer, no podía imaginarme en una relación
con otra mujer.
Y entonces leí On Strike Against God, el libro semiautobiográfico de Joanna Russ
sobre la aceptación de su propia sexualidad. Por aquel entonces yo tenía veinticuatro
años y creía que tenía las cosas claras. Russ habla de los constructos sociales que la
irritaban sobre el matrimonio y la trampa de tener hijos. Habla sobre lo que es estar
casada. Y entonces, más adelante, habla sobre esta extraña compulsión que tiene…
Explica que está sentada en el coche a la entrada de un bar y se imagina flirteando
con una de las mujeres que hay ahí. Aunque para que funcione, se imagina que es un
hombre. No puede poner sobre el papel la narrativa de este deseo de ningún otro
modo. Es demasiado ajeno. Es demasiado nuevo. Y en ese momento se da cuenta de
que para nada quiere ser un hombre; está muy cómoda con su cuerpo de mujer. Lo
que quiere es libertad para sentir que puede actuar de acuerdo con sus impulsos.
Me quedé sentada en la cama mirando fijamente la página. Nunca jamás había
visto a otra persona poner en palabras aquella extraña fantasía ocasional que tuve, y
darle nombre: deseo.
Menuda tontería, ¿no?
Pero cuando puedes vivir con comodidad dentro de la categoría heterosexual es
fácil no cuestionarse. Es fácil meter estas extrañas compulsiones bajo la alfombra. Es
fácil fingir que eres «normal», como todo el mundo.
Pero la normalidad es una mentira. La normalidad es una historia.
Como escritora, es mi trabajo construir nuevas normalidades para la gente. Me
toca a mí mostrar a las personas qué es posible. Es mi trabajo reescribir narraciones.
Porque podemos cambiar esas narraciones. Podemos escoger unas mejores. Podemos
destruirlo todo y volver a construirlo. Esto nos convierte en las personas peor pagadas
del mundo, pero en las más poderosas. Y me tomo ese poder con toda la seriedad

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posible.
Por lo tanto, cuando mi editor escribió: «Vale, lo pillamos. Tiene sexo con
mujeres y hombres», taché la línea de la narrativa estúpida. Entonces volví atrás y
suprimí un poco más. Hice que el mundo de Nyx fuera normal.
Y al hacerlo, al construir algo diferente, pude mostrar que quizá, tan solo quizá,
hay otros modos de ser. Quizá no este modo —Nyx no es la mejor persona del
mundo, y su planeta tiene algunos problemillas—, pero desde luego la gente puede
vivir de diferentes maneras. Solo somos tan normales como las historias que nos
contamos.

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¿Y qué es lo que asusta tanto de los personajes
femeninos fuertes?[9]
Hay una mujer en el callejón de la que deberías tener miedo, pero no es así, y no
sabes muy bien por qué. La conoces:
Es la mujer en la cubierta de esas novelas de fantasía urbana. Es Buffy
Cazavampiros. Es la mujer de esa serie, ya sabes, de todas las series: lleva pantalones
de cuero ajustados, pintalabios brillante y quizá un arma o acaso sepa lanzar un buen
derechazo.
Pero si te la encuentras en un callejón en vez de en una comisaría, lo más
probable es que la confundas con una fiestera o quizá con una trabajadora sexual, y
ahí reside la fuente real del tropo que pretende evocar en un público masculino joven.
No está ideada para asustar, aunque lleve un arma y vista más cuero que un
motero. Tiene tatuajes, pero no muchos. Lleva maquillaje, pero no mucho. No es ni
demasiado masculina, ni demasiado femenina. La audiencia objetivo de gran parte de
la programación televisiva sigue siendo hombres (generalmente blancos) jóvenes, de
entre dieciocho y treinta y cuatro años. Por eso tantas series en el canal Syfy parecen
buscar excusas para desnudar a sus heroínas sin motivo aparente. Y por eso la mujer
en el callejón, la mujer cubierta de cuero y tatuajes (pero no demasiados), no asusta.
No está ideada para ser más peligrosa que una atracción de feria, sino para ser un
catalizador para la aventura, para el despertar del deseo sexual masculino de los
jóvenes; está disponible, pero no es dependiente. Es la tía que te follas, no con la que
te casas.
Hasta que no me di cuenta de esto, no entendí por qué todos esos «personajes
femeninos fuertes» que aparecían en muchas películas y en series de televisión, e
incluso en tantas novelas, no eran las heroínas fuertes que yo quería. Estas mujeres no
habían sido creadas para mí.
Peor, al presentar a este tipo de «mujer fuerte» como si fuera la única clase de
«mujer fuerte» que existe, estamos diciendo a una generación de mujeres que el único
modo en que las van a tomar en serio es si cogen una pistola y se hacen un tatuaje.
Las armas y los tatuajes están bien, pero no son un método tan eficaz de conseguir el
empoderamiento como las matemáticas y las reformas políticas. Nuestra sociedad
puede que respete el palo, pero quien tiene más poder en nuestra cultura es quien
controla a la persona con el palo, no la que lo lleva.
Y aun así siguen proliferando estas mujeres en gran parte de las obras de ciencia
ficción: desde libros a películas y televisión. La heroína de fantasía urbana post-Buffy
se ha convertido en un cliché, en gran medida debido a que las cubiertas donde
aparece se asemejan mucho unas a otras. Pantalones sugerentes, tatuajes, miradas por
encima del hombro; en general son heroínas sin rostro, mujeres en cuya piel la lectora

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puede meterse con facilidad. Son ingeniosas y saben usar un arma, pero ahí se acaba
la faceta atemorizante. Si los pantalones de cuero no eran una pista, las posturas
atractivas deberían haberte encendido la bombilla. Estas mujeres no están pensadas
para ser amenazadoras. Incluso si eres un vampiro y ella mata vampiros, tienes las
mismas posibilidades de que se acueste contigo o de que te pegue un tiro. Al fin y al
cabo, ese es el conflicto.
Pero es un conflicto que no asusta en absoluto. Se limita a la tensión sexual
presentada de otra forma. Son mujeres rudas como fetiche, no como personas reales.
La primera vez que alguien escribió un plagio de Buffy era tan bueno como la
primera vez que alguien hizo lo mismo con Tolkien, y a partir de ahí todo comenzó a
desmoronarse. No es que no haya un montón de copias buenas, pero, al final, hay más
imitaciones que nuevas creaciones. O evoluciones.
Por desgracia, cuando una estrategia de marketing se pone en marcha es muy
complicado sacar tu libro de ahí. Conozco a un autor que incluyó de forma tangencial
a una mujer con una espada en su libro, pero, mira por dónde, en la cubierta pusieron
una mujer con una espada y ropa ajustadísima con la pose de mirar por encima del
hombro.
No recelo de la fantasía urbana como género. Puede ser muy divertida para los
lectores, aunque en general no es mi estilo. Lo que me molesta del género es que
parece reafirmar algo que sospecho desde hace tiempo:
A las mujeres no se las permite dar miedo. Atemorizar de verdad. No de un modo
no sexualizado ni fetichista.
¿Por qué todos esos pantalones sugerentes y tatuajes en la espalda? ¿Por qué la
simbología de la dureza en vez de terror real en un callejón oscuro? ¿Por qué
celebramos el «poder de una chica» y ridiculizamos el «poder de una mujer»?
Aseguraría que es porque las mujeres pueden ser, y son, increíblemente
aterradoras, e incluso si eso es algo poderoso sobre lo que nos gustaría leer, tenemos
que maquillarlo como algo distinto. Algo con lo que podamos identificarnos. Más
seguro. Algo que no ofenda a los nuestros y nos asegure que todavía somos queridos
y respetados, y no abroncados, perseguidos o ridiculizados por disfrutar con historias
sobre mujeres que pueden hacer que un tipo se cague en los pantalones en un
callejón.
La fantasía urbana es un gran medio para explorar la interacción con el poder de
las mujeres en el mundo real, pero las heroínas luchan con el mismo medio-poder
empalagoso que sufren sus equivalentes en el mundo real. Quiero ser dura pero
adorable. Quiero molar pero ser aceptable. Quiero poder pero no todo el estigma que
comporta. Quiero ser especial, pero no tan especial de modo que nadie me quiera.
Soy igual, bien, entonces, ¿por qué todavía siento que debo casarme, tener pareja o
engendrar un montón de niños para ser una persona real? Y, si soy tan igual y se me
da tan bien matar demonios, ¿por qué gano menos que los tíos? Y si soy tan igual,
¿por qué me aterran todos los hombres que veo en un callejón oscuro?

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Son grandes preguntas, y es divertido explorarlas, pero no me interesan. Me
interesa lo que ocurre cuando a las mujeres ya no las asusta el tipo del callejón. Me
interesa lo que pasa si es la mujer en el callejón la que provoca terror. ¿Puede existir
un mundo así? ¿Cómo sería? Quiero mostrar y reimaginar cómo sería una verdadera
heroína libre y poderosa. Quiero una mujer Conan, que pueda destrozar monstruos y
acostarse con quien desee sin miedo a las repercusiones o a los remordimientos.
¿Quién es ella? ¿En qué mundo vive?
Y, más importante todavía… ¿por qué no la vemos más a menudo?
¿Tenemos tanto miedo a escribir sobre ella como a imaginarla en ese callejón
oscuro a la espera, con la pistola desenfundada, sin piedad o simpatía por un hombre,
una bestia, un vampiro o un crío, lista para volarle la tapa de los sesos y pasarse por
el bar de camino a casa antes de sumirse en un merecido y plácido sueño: el sueño de
quienes están libres de restricciones, de remordimientos, el sueño de los poderosos?
Su poder, el poder real, amenaza nuestro orden social establecido. Las mujeres con
poder real pueden usarlo contra los hombres. Las mujeres con poder real no están ahí
para que las mires. Están ahí para actuar.
Ella no es una Protagonista Femenina Fuerte. Ella es la Protagonista Femenina
Aterradora, y no la vemos suficiente.

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En defensa de las mujeres desagradables
«Un borracho venido a menos, terrible con las relaciones y que toma algunas
decisiones egoístas y cuestionables, va en busca del amor, y fracasa».
Esta es la sinopsis de la trama de dos películas: la exitosa y aclamada por la
crítica Entre copas[10] y la mucho más denostada y controvertida Young Adult[11].
Una cuenta la historia de un perdedor borracho y desaliñado que roba dinero a su
madre para que su mejor amigo, a punto de casarse, le sea infiel a su futura esposa.
La otra película gira en torno a una perdedora borracha y desaliñada que va a una
pequeña ciudad de Minnesota para intentar acostarse con su exmarido, que ahora está
felizmente casado. Ambas películas configuran un retrato sobrio y conmovedor de la
patología de los protagonistas y de su incapacidad para conectar con los demás.
¡Incluso ambos son escritores! En mi opinión, la mayor diferencia en la recepción de
estas películas radica en que una presenta a un protagonista masculino, y por lo tanto
tuvo muy buenas críticas. La otra cuenta la historia de una mujer imperfecta, y se
convirtió al instante en «controvertida» debido a su «profundamente desagradable»
heroína.
También veo este doble rasero en libros. Perdonamos a nuestros héroes incluso
cuando son brutos alcohólicos sin objetivo o imperfectas figuras sombrías que fuman
demasiado y son incapaces de mantener una relación estable. Lo cierto es que
simpatizamos con estos héroes y los aplaudimos; Conan gusta tanto por sus
emociones descarnadas, sus instintos viscerales, su tendencia a solucionar problemas
mediante la fuerza de su voluntad. Pero los rasgos que nos gustan de tantos héroes
masculinos —la complejidad, la confianza, el ocasional egoísmo caprichoso—,
cuando se trata de heroínas, se convierten en marcas de los temidos «personajes
desagradables».
En una entrevista, la autora Claire Messud aborda este problema sin ambages
cuando el entrevistador[12] le dice que su protagonista es demasiado oscura y si no le
preocupa que el lector no quiera entablar amistad con ella. Messud contesta:

Por el amor de Dios, ¿qué tipo de pregunta es esa? ¿Querrías ser amiga de Humbert Humbert? ¿Querrías ser
amigo de Mickey Sabbath? ¿De Saleem Sinai? ¿De Hamlet? ¿De Krapp? ¿De Edipo? ¿De Oscar Wao? ¿De
Antígona? ¿De Raskólnikov? ¿De cualquier personaje de Las correcciones? ¿De cualquier personaje de La
broma infinita? ¿De cualquier personaje de todo lo que ha escrito Pynchon? ¿O Martin Amis? ¿U Orhan
Pamuk? ¿O Alice Munro, puestos a eso? Si buscas amistades en la lectura, tienes un gran problema.

Se espera que los escritores, y sus protagonistas masculinos, sean imperfectos y


complejos, pero las expectativas para las escritoras y sus personajes suelen ser mucho
más rígidas. Las mujeres pueden descarriarse, pero no demasiado. Si se emborrachan
en serio, más les vale arrepentirse y terminar sobrias al final. Si abandonan a sus
cónyuges e hijos, más les vale acabar trágicamente o compensándolo. Las mujeres
deben, sobre todas las cosas, mostrar ternura. Las mujeres deben ser fuertes, pero

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también, y más importante todavía, ser vulnerables. Si no lo son, es muy probable
que causen rechazo en los lectores y las tachen de desagradables.
Escribí un artículo[13] en el que comenté que, estudiando el posgrado, a veces me
bebía dos botellas de vino de una sentada y fumaba cigarrillos. Un par de personas
comentaron en otro foro que yo debía ser una alcohólica irresponsable. No pude
evitar preguntarme cómo hubiera sido su reacción de haber escuchado que un
estudiante universitario de veintitrés años a veces se bebía dos botellas de vino de una
sentada.
Cosas de tíos, ¿no? Pero las mujeres somos alcohólicas.
Y así con todo.
Pero ¿por qué? ¿Por qué interpretamos los mismos comportamientos de un modo
tan distinto dependiendo del sexo de la persona que los realiza?
Diría que se debe a que a las mujeres se las ha presentado con tanta frecuencia
como madres, madres potenciales, cuidadoras, sirvientas, asistentas y criadas de todo
tipo que se ha vuelto una expectativa consciente e incluso inconsciente que
cualquiera que no lo sea —por lo menos, parte del tiempo— debe ser intrínsecamente
antinatural. Y cuando encontramos a una mujer que no se ajusta a este modelo, nos
esforzamos para devolverla al molde, porque si se sale, bueno… puede que eso
implique que tiene la capacidad de desarrollar multitud de roles.
En serio: si las mujeres fuéramos algo de forma «natural», las sociedades no
dedicarían tanto tiempo en tratar de controlar cada aspecto de nuestras vidas.
Disfruto escribiendo personas complejas. Disfruto escribiendo sobre mujeres. Por
tanto, las mujeres y los hombres sobre los que escribo son imperfectos y complejos.
Tienen sus propias motivaciones tortuosas. No siempre hacen lo correcto. No tiene
por qué haber un final emocionante donde todo el mundo se da cuenta de que eran
unos capullos y se dan un buen abrazo. La vida es mucho más complicada, y las
mujeres también. No somos ni mejores ni peores que nadie. Yo soy imperfecta. A
menudo tomo decisiones equivocadas. Y muy a menudo soy egoísta.
Como muchos de los personajes sobre los que escribo. Y para ser completamente
sincera, os diré que me gustan muchísimo más así. Roxane Gay ofrece varios
ejemplos de heroínas perfectamente desagradables en la ficción en su artículo «No
estamos aquí para hacer amigos»[14]. Gay dice:

Esto es lo que en muy pocas ocasiones se dice sobre las mujeres desagradables en la ficción: que no fingen,
que no quieren o no pueden fingir ser alguien que no son. Ni tienen las ganas para ello, ni el deseo… Las
mujeres desagradables rechazan caer en esa tentación. En cambio, son ellas mismas. Aceptan las
consecuencias de sus elecciones y dichas consecuencias se convierten en historias que vale la pena leer.

Hay algo hipnótico en los personajes masculinos desagradables que no les


permitimos a las mujeres, y es esto: a los hombres les permitimos que tengan
confianza en sí mismos, incluso que sean arrogantes, egocéntricos, narcisistas. Pero
en la vida diaria no aceptamos como líderes o ejemplos a seguir a mujeres que se

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comportan de este modo. Las tildamos de brujas egoístas. De madrastras pérfidas. Ver
que estas mujeres se abren paso en las páginas de nuestra ficción provoca el mismo
efecto. Las mujeres deberían dedicarse al cuidado de otros. Su presencia debería ser
reconfortante. Deberían ser sensatas.
Las heroínas deben representar el papel de la diligente Wendy, mientras que los
héroes son Peter Pan.
Está claro que señalar esta narración no va a corregirla. Pero espero que haga a la
gente consciente de ello. Cuando lees sobre un héroe apocalíptico estilo Mad Max,
bebedor y de gatillo fácil, que te gustaría mucho si fuera un tío, pero que te incomoda
enormemente cuando descubres que se trata de una mujer, detente un instante y
pregúntate por qué. ¿Es porque se trata realmente de una persona con la que no
puedes empatizar, o porque alguien te ha dicho que ella debería estar de vuelta
jugando a ser mamá con los Jóvenes ocultos, en vez de estar apuñalando a su casero,
robando una moto o salvando el mundo?
Los relatos nos enseñan a empatizar, y limitar la expresión de la humanidad de
nuestros héroes basándola totalmente en el sexo o el género nos crea un gran
perjuicio. Restringe lo que consideramos humano, y esto deshumaniza a las personas
que no encajan en nuestra estrecha definición de lo que es admisible.
Nos guste o no, la incapacidad de empatizar con las mujeres desagradables de la
ficción con frecuencia también puede conducir a la incapacidad de empatizar con
mujeres que no siguen todas las normas en la vida real. Lo noto continuamente en
conversaciones tanto con hombres como con mujeres. Son estas mismas cuestiones
que surgen cuando una mujer se atreve a denunciar un abuso. ¿Qué vestía? ¿Le
provocó al contestarle? ¿Era una mala esposa? ¿Una mala novia? ¿Era una buena
mujer, o una mala mujer? No plantearíamos jamás este tipo de interrogantes, y los
supuestos que los motivan, a sus equivalentes masculinos… a no ser que se trate de
hombres de color. ¿Llevaba pantalones cortos cuando le robaron? ¿Gritó a su vecino
antes de que le pegara un tiro? ¿Fumó porros en algún momento de su vida antes de
que un policía le pegara un tiro en la calle? ¿Era un buen hombre, o un mal hombre?
Esta justificación de la violencia contra aquellos que se salen de los roles en los
que les coloca la cultura dominante, puede ser reforzada o desafiada por las historias
que contamos. Las historias no solo nos cuentan quiénes somos, sino también quiénes
podemos ser. Pintan las estrechas casillas de comportamiento en las que nos situamos
nosotros mismos y a quienes conocemos. Pueden estimular la compasión, la bondad y
la aceptación, o la violencia, la intolerancia y la venganza. Todo se filtra de la página
o de la pantalla al mundo real. ¿Quién merece perdón? Espero que todos.

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Mujeres y caballeros: desenmascarando la
instructiva realidad de los personajes
hipermasculinizados
En la película La joya del Nilo, la secuela de Tras el corazón verde, la autora de
novelas románticas Joan Wilder se sitúa a sí misma en una posición sin salida. Los
piratas han abordado el barco en el que se encuentran la heroína y su amante.
Primero, Wilder escribe que el héroe se sacrifica a los piratas, permitiendo que la
heroína se salve en un bote de remos; al fin y al cabo, las mujeres y los niños
primero.
Pero Wilder se siente muy insatisfecha con este giro de los acontecimientos.
Después de todo, es muy cliché, y era 1985: la liberación de las mujeres y todo eso.
Así que lo reescribe de forma que la heroína se sacrifique para que el amante escape.
Bloqueada con ella en manos de los piratas y el previamente intrépido héroe huyendo
acobardado en el bote de remos, Wilder, frustrada con sus decisiones, lanza la
máquina de escribir por la borda.
Cualquier opción hace que todo parezca ridículo. Tras casi veinte años
escribiendo ficción, es un impulso con el que simpatizo.
Cuando empecé a escribir ficción breve, muchos de mis primeros relatos fueron
de espada y brujería. Escribía sobre mujeres que esgrimían espadas y magia, que se
sacrificaban por causas mayores, cuyas preocupaciones eran amantes y niños. Si las
hubiera cambiado de mujeres a hombres, quizá se las habría considerado héroes más
blandos: buenazos, un poco demasiado cariñosos, un poco demasiado dispuestos a
sacrificarse. Para ser chicos, claro.
Es extraño, pensé, que lea estos personajes de un modo distinto al cambiarles el
género. ¿Por qué?
Había algo que me irritaba sobre cómo describía a estas mujeres. Les ponía una
espada en la mano y eso no las cambiaba. Era como si no tuviera en cuenta cómo una
vida de violencia transforma a una persona. No valoré que entrenar a una persona
para matar, y colocarla en situaciones violentas, afectaría al modo en que
interactuaría con el resto del mundo fuera del campo de batalla.
Como Wilder, sentí que ponía a mis personajes en escenarios que simplemente no
eran satisfactorios.
Me encantaban las películas postapocalípticas de los años ochenta y las de ciencia
ficción clásicas. Héroes solitarios sin familias, incapaces de mantener relaciones a
largo plazo, valorados por su capacidad para echar paredes abajo y disparar a los
malos, pero a menudo incapaces de vivir en la sociedad civilizada. Los contemplaba
y me preguntaba si animaríamos y apoyaríamos sin cuestionarlo su comportamiento
antisocial con tanto entusiasmo si fueran mujeres.

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Por lo que comencé a escribir sobre el tipo de héroes que tanto me gustaban
(alcohólicos, de gatillo fácil, lobos solitarios) y les hice mujeres.
Al principio pensé que sería divertidísimo. Disponía de estas intrépidas y heroicas
mujeres, fraguadas para la batalla, a las que no les importaba nadie ni nada. Y claro,
en gran parte fue entretenido. Pero entonces comenzó a ocurrir algo interesante.
Al convertir en mujeres a escuadras de soldados que cometen crímenes de guerra
en mi relato «Wonder Maul Doll»[15] y fuerzas invasoras en «The Women of Our
Occupation»[16], comencé a eliminar las capas de «normalidad» que otorgamos a esta
masculinidad extrema y empecé a descubrir la podredumbre en su núcleo, al mismo
tiempo que creaba visiones de mujeres mucho más interesantes y complejas.
En mi novela God’s War creé a una antigua asesina del gobierno, ahora
cazarrecompensas, que además era una veterana de guerra. Podía cometer insensatos
actos de violencia. Nadie era capaz de acabar con ella. Pero convertirse en una
máquina de matar tiene su precio. Pese a toda la sangre y la gloria, alcanzar este
pináculo de fuerza y perfección que su sociedad fomentaba la obligaba a renunciar a
ser funcional dentro de cualquier civilización. No podía desarrollar relaciones
normales. Lo tenía difícil para hacer amigos. Se automedicaba con whisky y
narcóticos suaves. La idea de la maternidad le parecía, como poco, sospechosa.
Me di cuenta de que había creado un monstruo.
Había creado a un héroe de acción de los años ochenta.
Al colocar a mujeres en estos roles hipermasculinizados, estaba desafiando la
representación de las mujeres en la ficción como las personas a las que se les hacen
cosas (en oposición a las personas que hacen cosas) al mismo tiempo que animaba a
los lectores a echar otro vistazo a las ventajas y las serias desventajas de ese tipo de
masculinidad.
Arrojamos a los hombres a las fauces de la guerra y les llamamos débiles o
decimos que están conmocionados o locos por volver físicamente afectados.
Llamamos abusón y cobarde a un hombre que golpea a mujeres y niños, pero le
tachamos de débil por expresar emociones que van más allá de la rabia y la ira.
Colocar a personajes femeninos en esta trampa de la masculinidad, donde se espera
que actúen con violencia y repriman las emociones, me ofreció una nueva perspectiva
de lo que esperamos de muchos hombres en esta sociedad, y estas expectativas
permanecen en los medios generalistas incluso cuando nosotros, como individuos,
clamamos por un cambio.
Podemos interiorizar todavía las expectativas de masculinidad porque, hasta
cierto punto, todavía vemos el comportamiento «masculino» como el normal, el que
se sobreentiende, y el «femenino» como el «otro». Si crees que no es así, mira qué
ocurre si envías a tu hijo a la escuela con un vestido. Podemos fingir que hay
igualdad para las mujeres, pero mientras hombres y mujeres sigamos reprimiendo los
aspectos más generales de la humanidad que tildamos de «femeninos», todos estamos
jodidos.

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Porque son esas cosas que celebramos como lo «otro» las que nos hacen
verdaderamente humanos. Es lo que calificamos de «blando» o «femenino» lo que
hace posible la civilización. Es la empatía, la capacidad de preocuparse, cuidar y
conectar. Es la capacidad de agruparse. De construir. De rehacer. Pedir a los hombres
que se deshagan de sus rasgos «femeninos» es decirles que se arranquen la mitad de
su humanidad, igual que pedir a las mujeres que supriman sus rasgos «masculinos»
equivale a pedirles que renuncien a su plena autonomía.
Lo que nos hace humanos no es una cosa u otra —el puño o la mano abierta—, es
nuestra capacidad para incorporar ambas, y escoger la acción apropiada para la
situación en que nos encontremos. Porque negar una mitad —quemar el mundo o
negarse a defenderlo de aquellos que quieren quemarlo— es negar nuestra humanidad
y convertirnos en algo menos que humano.
Al ver a otros escritores[17] celebrar sus historias masculinas en mundos que son
un noventa por ciento de hombres, suelo preguntarme si se han olvidado de buena
parte de la humanidad de las personas sobre las que escriben. Si son incapaces de ver
y plantear qué ocurre cuando eliminan la mitad de un individuo, y la mitad del
mundo, adolecen de una increíble falta de imaginación. De una ceguera voluntaria. Es
celebrar un mundo disfuncional que nunca fue.
Yo también crecí con las historias de Conan y Mad Max. Crecí celebrando a los
peligrosos machos alfa que follaban, bebían y daban palizas por doquier sin
consecuencias. Pero mientras que otros autores, quizá, crecieron para emular esta
escritura y construir estos héroes hipermasculinizados sin cuestionárselo demasiado,
yo empecé a pensar en cómo le iría a Conan en el mundo. Empecé a pensar cómo esta
hipermasculinización afectaría a la calidad de vida de los personajes. Me di cuenta de
que Conan jamás tendría un final feliz. No sé si eso es algo que debemos celebrar o
no. Pero es algo sobre lo que deberíamos hablar.
Lo que descubrí al comenzar a explorar todo el potencial de mis personajes fue
que mis historias también mejoraban. No lastraba a mis personajes con estereotipos
forzados, conflictos predecibles y fracasos imaginativos. Buscaba las distintas formas
en que expresamos nuestra humanidad.
Escribía sobre personas. No caricaturas.
Cuando nos planteamos forjar nuevos mundos —fantásticos o de ciencia ficción
— no está de más recordar que las personas que los habitan están construidas al igual
que nuestros mundos. Creamos compartimentos y colocamos a la gente en ellos, sin
tener en cuenta su capacidad intrínseca para luchar, educar, construir o destruir. Cómo
afronten estos personajes dichas expectativas y responsabilidades sociales tiene
menos que ver con el sexo físico que con el modo en que escogen sustentar o
combatir esas expectativas.
Por lo tanto, puede que sea tu héroe, o tu heroína, quien salte al bote de remos.
Pero lo cierto es que acaso haya otra opción: que se vuelvan y luchen juntos contra
los piratas. Es posible que incluso puedan disuadirles del saqueo con una ingeniosa

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historia bien elegida o con una hábil estratagema. Puede que haya otra salida. Quizá
no se trate de una disyuntiva.
Esa historia sería la más interesante: aquella en la que a nuestros personajes se les
permite ser personas, no parodias de nuestras marchitas expectativas.

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Género, familia, sexo: la frontera especulativa
En una ocasión alguien me preguntó por qué los «machos alfa» eran tan populares en
muchas ficciones especulativas románticas, y dudé antes de responder. No porque no
lo supiera, sino porque tenía claro que me iba a meter en una espinosa discusión
sobre las diferencias entre encontrar placer en algo que te parece genuinamente
placentero, y encontrar placer en algo que se supone que vas a encontrar placentero.
Es una cuestión ardua para quien se la plantea: ¿de verdad te deleitas al mostrar
ciertos tipos de comportamiento, o cuando los demás muestran ciertos
comportamientos, o tan solo te han dicho que se supone que debe gustarte, por lo que
te autoconvences de que es genial?
Vivimos en una cultura que controla a la gente a través de una implacable
jerarquía. Cualquiera que haya sufrido acoso escolar sabe exactamente a qué me
refiero, y cómo busca mantenernos a todos en nuestro sitio; los que están arriba
trabajan para establecer su dominación y el poder. Son los que tienen éxito, porque el
juego está amañado a su favor. Al incorporar a las mujeres a esa jerarquía, cuando
hace unos cincuenta años no podían comprar una casa o tener una tarjeta de crédito
sin el permiso de sus maridos, tiene sentido que se alíen con matones. Estos pueden
protegerlas de otros hombres que las tengan en su punto de mira. El matón que
conoces es mucho menos terrorífico que el desconocido. Convertir en un fetiche ese
comportamiento cuando tus opciones son limitadas no es sorprendente.
Es curioso que esta tolerancia con los matones se resquebraja cuanto más
igualitaria es una sociedad. Solo hay que echar un vistazo a las desternillantes
hazañas de los artistas del ligoteo que tratan de anular a las mujeres en Ámsterdam y
Canadá para descubrir que el fetiche del matón no se sustenta cuando la jerarquía se
derrumba. No obstante, cuando veo a mis colegas escribiendo sobre futuros muy
lejanos, o mundos secundarios, el fetiche del abusón les acompaña, incluso en
mundos que han reescrito como igualitarios. Pero ¿a qué se debe? Bueno, porque así
es como se cuenta la historia. Es lo que esperamos.
Por eso seguimos escribiendo.
La semana pasada estaba viendo una antigua película ochentera titulada Al filo de
la noticia. Trata de una ambiciosa realizadora de televisión a la que le gusta un
presentador de informativos un poco cabezahueca pero atractivo, y de un
inteligentísimo periodista de aspecto anodino que ha sido su mejor amigo durante
mucho tiempo. Me encantó la heroína: lo primero es su trabajo, después trata de
acostarse con el presentador atractivo cuando le conoce (él la rechaza con
amabilidad), y lleva condones en su bolso. (¿Qué ocurrió con estas heroínas de los
ochenta? ¿En qué medios están hoy en día?). Pensé que era una típica comedia
romántica, y me la vi esperando un final típico de comedia romántica. Al fin y al
cabo, la realizadora de televisión debe escoger a uno de estos tipos, ¿no? Pero según

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avanzaba la película, descubrí que cada vez estaba más confundida con la idea de que
no acabaría con ninguno de los dos. Ninguno encajaba. El atractivo era demasiado
tonto para ella, y no compartía su ética periodística. Y el supuesto «buen tío» reveló
una faceta mezquina al ser rechazado que le definía sin atisbo de duda como uno de
esos «pseudo-buenos tipos» que solo son amables hasta que les dejas claro que no te
acostarás con ellos. Así que imagina mi sorpresa cuando (¡spoilers!) llega el final y
ella no escoge a ninguno. Consigue un ascenso, y damos un salto al futuro, donde
todos siguen con sus exitosas vidas, amigos de nuevo, y ella ha estado viéndose con
otra persona desde hace unos meses. Me recordó al alivio que sentí cuando Buffy
salió airosa sin necesidad de una cita al final de la serie.
Pero las expectativas que tenía sobre la película eran expectativas de comedia
romántica: así es como funciona la fórmula. Así es como funcionarían estos
humanos. Como si los seres humanos y las relaciones fueran piezas de rompecabezas
con una sola solución posible. De hecho, la vida es mucho más complicada, pero no
siempre queremos verlo en nuestra ficción. Queremos creer que todo es muy sencillo.
Desde una perspectiva de lectora, la simplicidad está genial. Pero desde la
perspectiva de escritora —sobre todo de una que escribe en los límites de la
imaginación—, el modo en que los novelistas de ciencia ficción y fantasía crean
futuros que se parecen tanto a nuestros propios supuestos sobre cómo funciona el
mundo hoy en día no es simplicidad, es pereza.
Incluso la no ficción perpetúa esta idea de que ahora somos como siempre hemos
sido, o siempre seremos. No hace mucho que vi por primera vez unos episodios de
Cosmos, un programa que probablemente hubiera cuestionado menos antes de
comenzar a desenredar los relatos que nos decimos que son historia. Como con
cualquier representación de los «primeros humanos», esta mostraba un grupo familiar
que nos era reconocible: mujeres sosteniendo niños, un par de hombres de caza, quizá
una abuela a un lado. Recordaban a los reducidos grupos familiares que conocemos
por los medios populares en vez de a los seguramente mucho más complejos que
tenían estos antepasados en sus tiempos: cuatro mujeres y dos hombres descuartizan
un cadáver, dos hombres recolectan fuera, un anciano cuida de los pequeños, dos
ancianas atienden el fuego. Lo cierto es que cada arqueólogo e historiador está
limitado por su propio presente al interpretar el pasado. Por lo tanto, cuando los
norteamericanos y los europeos hablan de los primeros humanos, apenas mencionan a
los primeros humanos en África, incluso si todos provenimos de allí. Cuando
hablamos de los primeros humanos, siempre son individuos pálidos y peludos, que
visten pieles y sobreviven como pueden en un páramo helado. Los hombres siempre
están fuera cazando (¡como los buenos oficinistas de los años cincuenta!), mientras
que las mujeres se quedan en el campamento para acunar a los bebés sobre las
rodillas. Es más, los pequeños grupos familiares como estos no pudieron permitirse
una especialización en roles hasta la llegada de la agricultura. Antes, las personas
tenían que trabajar codo con codo para sobrevivir y cada miembro aportaba su

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esfuerzo, ya fuera vigilando a los niños, recolectando comida o conduciendo a
manadas de grandes mamíferos hacia un barranco y destripándolos para conseguir la
carne[18].
Una de las mejores maneras de mantener a la gente a raya es decirle que cierto
comportamiento es «normal» y que «siempre se ha hecho así». A menudo oigo a
padres lamentarse sobre lo complicado que es criar a los hijos pequeños, dicen que
sienten que han fracasado, ya que deben salir al mundo a conseguir dinero, ser
buenos padres y buenas parejas, mientras se arreglan durmiendo lo mínimo mes tras
mes, año tras año. Lo cierto es que la llegada del hogar biparental es una invención
bastante moderna, las familias grandes han sido la norma general a lo largo de la
historia, a menudo con múltiples generaciones viviendo bajo el mismo techo. Nadie
en su sano juicio montaría un sistema donde solo dos adultos tienen que ocuparse de
los disparatados horarios de los bebés. Estas historias del pasado y de lo «normal»
nos muestran que somos nosotros los que no funcionamos, no las estructuras sociales
que hemos creado al servicio de una vida en la fábrica o en la oficina de ocho a cinco.
Aun así, veo esta estructura familiar desmoronándose en gran parte de la ficción
que leo, así como en los medios mucho más conservadores que consumo a través de
películas y televisión. No hace mucho que mostrar la vida de una madre soltera feliz
hacía que los ejecutivos y productores chascaran la lengua, y una familia interracial
era tabú en pantalla. Pero las novelas y las historias a menudo se ven limitadas por
menos restricciones. Tenemos menos jefazos que nos presionan. Así que lo único que
nos impide que mostremos formas nuevas y diferentes de comportamiento social es el
límite de nuestra propia imaginación, y nuestra voluntad de adoptar la narración
común de las estructuras familiares, de géneros binarios, de sexo convencional para
procrear.
Cada uno escribe ciencia ficción y fantasía por distintos motivos. Está claro. Pero
no estoy aquí para escribir y contar las mismas historias de siempre. No estoy aquí
para reconfortar a quienes han elegido vivir y organizarse de cierta manera y decirles:
«Sí, por supuesto. Siempre ha sido así. Siempre será así». Estoy aquí para crear
mundos realmente diferentes. Estoy aquí para desafiar la aceptación de lo normal, de
la jerarquía, de que los humanos siempre serán intimidantes o de que «hombre» y
«mujer» son algo más que endebles categorías lingüísticas, creadas por los humanos
para organizar lo que en realidad es un mundo no binario diverso e increíble, y
fantásticamente desordenado.
Escribo sobre culturas permisivas. Matriarcados. Terceros géneros. Escribo sobre
futuros en guerra y en paz. Futuros movidos por bichos, o por magia estelar, o por
Los Felinos Cósmicos. Si escribo sobre los límites de las cosas, entonces debo
salirme de los estrechos compartimentos narrativos de los medios más amplios y de
muchos de mis colegas, y buscar temas que los expanda, pinchando con un palo hasta
que se deshagan. Leo de todo, y trabajo a partir de los límites de mis predecesores.
Obras como The Warrior Who Carried Life, de Geoff Ryman, Black Wine, de Candas

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Jane Dorsey, Trouble on Triton, de Samuel Delany, When It Changed, de Joanna
Russ, y obras más actuales de autoras como Jacqueline Koyanagi, Ann Leckie y
Benjanun Sriduangkaew, que desafían lo que consideramos relaciones humanas
«normales» y modos de vida basados en el género.
El modo en que desafiamos las convenciones —ampliando los límites— con
frecuencia ocurre primero en la ficción, y desde ahí se filtra a fandoms más amplios,
desde los cómics al cine y la televisión, y me alegra ser parte de esta enorme presión
para expandir la imaginación y dinamitar las limitaciones que ponemos a nuestras
vidas.
Los relatos son poderosos. Nos pueden frenar. Encasillarnos. Pero también
pueden desafiar lo que damos por sentado. Enseñarnos a construir estructuras. O a
demolerlas y comenzar de nuevo.
Todo es posible. Pero para hacer que sea posible, antes toca reconocer que nada
de todo eso es normal.

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La rentabilidad decreciente de escribir historias
problemáticas
Mi cónyuge lleva un tiempo intentando que juegue a Space Run. Es un jueguecillo en
el que construyes tu propia nave espacial y sales a cumplir misiones. Jugué el tutorial
no hace mucho, y me molestó un poco que no pudiera escoger un personaje
femenino. El tutorial estaba bien. Continué con la primera misión, que una directora
ejecutiva te entrega a ti, el protagonista. Tras recibir esta misión, mi heroico avatar
sintió la necesidad de comentarle a su compañero androide lo «buena» que estaba la
mujer del encargo.
Apagué el juego.
Lo cierto es que tenía un buen puñado de juegos pendientes: Portal, Skyrim,
Monument Valley, The Room, y volver a Mass Effect 3 y Dragon Age: Origins. Sin
contar los libros que quería leerme como City of Stairs, Shield and Crocus, Hild y
Steles of the Sky, que eran un entretenimiento mucho mejor y no tenían gilipolleces
tan sexistas.
Fue en aquel instante cuando me di cuenta de la verdadera economía de lo que va
a impulsar el cambio de la narración. Veréis, lo habitual era consumir solo medios
racistas, sexistas y homófobos. Era todo lo que había. Así que, o lo engullías
torciendo el gesto, o lo dejabas de lado. (Yo aparté los cómics. Apenas los leía hasta
hace seis o siete años, ya que era complicado encontrar cosas que no fueran
directamente ofensivas). Pero ¿hoy en día? Bueno, hay muchísimos medios,
muchísimo entretenimiento y cada vez hay más historias diferentes donde escoger.
Ha llegado hasta el punto de que antes de escoger una película pregunto si
contiene abusos o amenazas de abusos para decidir si la veo o no. Cuando estoy
cabreada, estresada y agotada, no quiero pasar lo que debería ser mi tiempo de ocio y
entretenimiento apretando los dientes debido a incómodas microagresiones dirigidas
contra mujeres. Ya tengo suficiente de esto en mi día a día. Quiero puto escapismo. Y
si hay películas que me lo pueden dar, las voy a preferir antes que las que no.
Muchos aseguran que la demografía de los Estados Unidos obligará a muchas
compañías de medios de comunicación a realizar cambios. En 2050, el cincuenta por
ciento de la población de los Estados Unidos se compondrá de personas de color.
Pero las mujeres siempre hemos sido el cincuenta por ciento del país… entonces,
¿por qué no hemos visto más medios tratándonos como humanos? Hasta que
enfadada apagué Space Run, no se me ocurrió que lo que también va a cambiar las
cosas es que los propios medios se han vuelto más accesibles. Cualquiera puede crear
un juego y subirlo online. Cualquiera puede escribir un libro y publicarlo en una
plataforma de venta. Tenemos muchas más oportunidades de elección, y aunque los
grandes estudios de Hollywood y las editoriales todavía presentan principalmente
productos del statu quo, también están transformándose. Lo que ven es que, al tener

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más opciones que además pueden ser menos problemáticas, la gente a menudo las
escoge antes que su basura insultante.
Lo más gracioso de mi experiencia con Space Run es que ni siquiera era ofensivo.
He soportado cosas mucho peores (True Detective[19], BioShock Infinite) porque otros
aspectos de la narrativa eran muy buenos. Pero si me das una experiencia mediocre y
además me pegas un puñetazo en toda la cara, bueno, ya sabes… a pastar. Por eso
aguantaré Guardianes de la Galaxia, pese a su extraño héroe mujeriego y a que a su
única protagonista femenina la llaman puta, porque al menos ofrece otras cosas que
disfruto. Desde luego, seguiré criticando un comportamiento problemático, pero si el
resto de la película también fuera mierda, no me molestaría en darle mi dinero. Sin
embargo, lo que los estudios comienzan a comprender es que, si me dan divertimento
igual de bueno en una serie que tiene más heroínas, en la que no llaman puta a nadie,
y donde hay un héroe que sí es agradable y no confunde a las mujeres con servilletas
de papel para luego pretender que es un ser humano con sentimientos, será siempre
mi elección por encima de la más problemática Guardianes de la Galaxia[20].
Liberar plataformas narrativas —vídeo, publicaciones, juegos— para que más
gente pueda jugar desde luego ha generado una sobreabundancia de bazofia. Pero
también una sobreabundancia de opciones, y podemos escoger medios que no nos
insulten con mucha más facilidad que antes. Puedo sacar historias como Orphan
Black e incluso Snowpiercer de entre la basura, e ignorar lo que me molesta. Puedo
descubrir otras historias. Como autora, puedo escribir de forma activa otras historias,
y hacerlas llegar a la gente con mucha más facilidad. Y cada vez con más frecuencia
descubro que, aunque pensé que lo que escribía era minoritario, se acerca un poco
a… bueno… si no a lo mayoritario, por lo menos está creando su propio nicho entre
públicos como yo que están desconectándose de los productos basura porque saben
que hay obras mucho más interesantes ahí fuera.
Podemos quejarnos todo lo que queramos de lo complicado que es descubrir
cosas interesantes entre tanta basura, pero abrir las compuertas también ha hecho
posible la diversificación y el cambio en la narrativa. Me gusta tener más opciones.
Me gusta poder escoger mejores historias, en vez de verme obligada a soportar las
que son bazofia o a quedarme sin nada.

Postdata: Un año más o menos después de escribir esto se estrenó Jurassic World,
con su mezcolanza reduccionista de tropos de género y una mujer-con-carrera-que-
debería-ser-madre que imita a Indiana Jones, y recaudó quinientos millones de
dólares en la semana del estreno. Pero, por supuesto, recobré la fe en la humanidad
cuando Star Wars: El despertar de la fuerza —con una mujer en el papel principal y
protagonistas masculinos no blancos— dominó incluso a los dinosaurios en taquilla,
superando todos los récords previos. Todavía podemos tener esperanza.

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Lograr que a la gente le importe: la narrativa en la
ficción vs. el marketing
Voy a contarte una historia.
Trata de cómo empecé mi ensayo más popular hasta la fecha, «Siempre hemos
luchado», el cual ganó un premio Hugo a mejor obra relacionada, quedó nominado al
British Fantasy Award como mejor no ficción, se ha reeditado dos veces, y se ha
traducido a muchos idiomas.
Se podría pensar que no hay correlación entre cómo empecé este ensayo y su
éxito, permíteme que no esté de acuerdo. Lo cierto es que «Siempre hemos luchado»
no cuenta nada demasiado nuevo ni sorprendente sobre el papel de las mujeres en las
batallas a lo largo de la historia. Asiste a un curso sobre historia de las mujeres, lee
libros o pasa más de un rato muerto en Google investigando sobre el tema y llegarás a
algunas de las mismas conclusiones. Tenemos combatientes veteranas. Existen.
Siempre han existido. Pero no las vemos. No hablamos de ellas. No escribimos
suficientes historias sobre ellas.
Y cuando dejamos de contar historias sobre la gente, la olvidamos. La eliminamos
de la historia colectiva de nuestras vidas, de nuestras culturas.
Todo lo que hice fue contar una historia.
Escribo más o menos un libro al año además de mi trabajo diario como redactora
de textos publicitarios y de marketing. La gente me pregunta con frecuencia si el
trabajo de marketing no me roba mucha energía creativa para la ficción. Pero lo cierto
es que son distintos tipos de escritura. En la ficción, yo soy la única con un interés
directo. Me pueden aportar muchas sugerencias, pero no tengo por qué aceptarlas. En
el marketing, suelo estar al final en la jerarquía de decisiones. La gente acude a mí en
busca de palabras e ideas y se marchan con ellas, a menudo hasta tal punto que no
reconozco el producto final. Por supuesto, algunos proyectos tienen más éxito que
otros, y un buen proyecto publicitario es un verdadero trabajo en equipo en el que
todos aportan sus mejores ideas y los clientes reconocen que han acudido a ti por
ellas, en vez de ocultar lo que les ofreces con su propia visión.
¿Qué tiene esto que ver con la historia? Ya nos acercamos.
Una de las principales cosas que tienen en común estos dos tipos de trabajo es mi
meta de conseguir que la gente se preocupe por algo: en ambos casos puede verse
como un producto, ya esté vendiendo un libro o desinfectante para el inodoro. Sin
embargo, en el caso del libro, tratamos de que la gente se implique con los
personajes. Cuando las personas están implicadas emocionalmente en una historia es
mucho más probable que hablen de ella con entusiasmo a los demás. Y si no se
encariñan con los personajes, más te vale tener una historia verdaderamente
interesante. La historia, el «qué pasaría si…», mantiene a la gente pasando páginas
incluso si no se han encariñado con los personajes.

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Ocurre lo mismo con ciertos tipos de publicidad. Si no puedo lograr que tengas un
vínculo emocional con un lugar o un producto —Disney, Coca Cola y McDonalds
son maestros de este tipo de manipulación emocional—, entonces lo que tengo que
hacer es contar una historia tan apasionante que no puedas apartar la mirada. A las
marcas les gusta patrocinar a atletas y contar historias de superación para que asocies
la fuerza del cuerpo del atleta o la resolución (o ambos) con su producto. Es el tipo de
pensamiento mágico que dice: «¡Bebe PowerAde y tú también serás un gran atleta!».
En nuestras culturas hemos transmitido las costumbres sociales, la historia y la
moral a través de narraciones durante decenas de miles de años. La narración es
universal: todas las culturas la practican. Hay una buena razón por la que nuestros
libros religiosos no consisten simplemente en una lista de lo que se debe o no se debe
hacer. La moral y las enseñanzas están incorporadas en historias que se estudian, se
diseccionan y se transmiten; recordamos las historias de un modo en que no
recordamos las enumeraciones de cosas.
Narrar en vez de comunicar la información sin más es un conocido truco que
facilita mucho las cosas[21], pero quedan pocas personas que cuenten historias en vez
de relaciones de hechos. Incluso en los círculos del marketing, donde este es nuestro
negocio y deberíamos contar historias todo el tiempo, todavía recibo indicaciones de
los responsables, que quieren hechos y listas enumeradas. Oigo exclamaciones sobre
lo analítica que es la gente a la que nos dirigimos. Pero una persona analítica no es un
robot sin emociones.
En la vida, como en los negocios, para nosotros es mucho más sencillo
refugiarnos en la seguridad de la «lógica». Si somos lo bastante lógicos y razonables,
influiremos en quienes nos rodean. Pero a la gente no la persuade la lógica. La lógica
usa la lógica para reforzar sus decisiones emocionales.
Puedo repetirlo una y otra vez, o puedo contarte esta historia:
En mi trabajo llevábamos cierto tiempo intentando vender sin éxito la
actualización de un software a un grupo de usuarios. Nuestros índices de respuesta
eran casi nulos. Una de las cosas que me dijo el responsable de marketing fue que la
gente adoraba este producto; eran fans fieles, pero estaban tan unidos a la versión
actual que nadie veía un motivo razonable para actualizarla. Ya habían enviado
mensaje tras mensaje con listas de razones lógicas enumerando las ventajas de la
actualización y lo muchísimo mejor que era el producto, además de ofrecer
descuentos. No funcionó.
Mientras intercambiaba ideas con mi director creativo, dije: «¿Y si enviamos una
carta de amor del producto? Nada inapropiado, sino algo en plan ‘Hemos pasado
grandes momentos en el pasado, y me he esforzado en mejorar para que podamos
seguir trabajando juntos incluso mejor’»
Nos las arreglamos para que el director de marketing nos apoyara (todavía me
asombra que lo consiguiéramos), en gran parte porque lo demás no había funcionado.
El diseñador y el director creativo diseñaron un sobre muy bonito con relieves en

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forma de corazón y firmado con «XOXO», besos y abrazos. Planteé el texto como si
fuera de un compañero querido y digno de confianza que había estado mejorando
para el usuario. Incluimos un descuento en la actualización como cebo añadido.
El día después de enviar el correo, las respuestas comenzaron a llegar. La primera
fue de un cliente que dijo al vendedor de software: «¡Quiero usar mi cupón del
amor!».
Sí, les había entusiasmado.
De un día para otro pasamos de casi ninguna respuesta a un nivel de respuestas
estándar en la industria, todo porque encontramos un modo de contar una historia que
conectaba con gente apelando a lo emocional en vez de a lo lógico. Lo cierto es que
queremos enamorarnos. Queremos preocuparnos. Incluso cuando conocemos el
juego.
Esto funciona con gran variedad de públicos y es algo que tengo presente cuando
escribo piezas de marketing. Muchas veces sigo encontrando resistencia (escribo más
mensajes con enumeraciones de ventajas de los que te puedas imaginar), pero los que
hacen que la gente se preocupe, que sienta, que evocan una reacción emocional, son
los que perduran. Así es como consigues un cliente fiel, en vez de una venta rápida de
alguien que busca una oferta.
Resulta que las novelas son muy parecidas. La gente comparte los libros que ama.
Como autores nos vemos en la tesitura de descubrir qué «vende» libros. Y la realidad
es que se trata de escribir algo que las personas amen tanto, con lo que conecten
tanto, se emocionen tanto o conmuevan con tanta intensidad que quieran contárselo a
sus amigos para poder hablar sobre ello sin parar, escribir fanfiction, dibujar a los
personajes, vestirse como los personajes, tatuarse los símbolos o los personajes del
libro y celebrar la siguiente publicación de la saga como si fuera una fiesta. Es el
amor lo que vende libros, no las enumeraciones.
Sin embargo, no siempre es fácil deducir lo que más les gusta a los lectores y a
los clientes. A veces es un mero golpe de suerte, una casualidad, donde tu trabajo
encaja en el actual Zeitgeist cultural. En el momento adecuado y en el sitio adecuado.
Pero en el corazón de cada historia reside nuestro deseo de conexión emocional y
catarsis. He estado en reuniones creativas sobre productos de software en las que no
hablamos sobre las pantallas de producto o las expresiones de moda, sino sobre
clientes liberados de los ordenadores en la mesa de trabajo de su negocio que pueden
controlar sus asuntos desde su reloj inteligente durante el partido de béisbol de su
hijo. «No te pierdas ni un partido más, ni ninguna oportunidad de negocio». No
vendemos cosas. Ofrecemos la emoción, la experiencia, eso que nos otorga el objeto.
Y cuando escribo ensayo no te estoy vendiendo el truco para tratar mejor a la
gente. No te amonesto ni te doy hechos y estadísticas. Te cuento una historia sobre
llamas, sobre cómo escribimos acerca de ellas, y sobre cómo escribir acerca de ellas
las cambia tanto a ellas como a nosotros de modos que nunca hubiéramos imaginado.
«Voy a contarte una historia».

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La historia es quiénes somos. La historia es cómo cambiamos el mundo.
¿Cuál es tu historia?

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Nuestra distopía: imaginar futuros más
esperanzadores[22]
Si creciste en la década de los años cincuenta y sesenta te prometieron un futuro de
paz mundial y coches voladores, por lo que entiendo tu decepción con lo que nos ha
tocado. Pero si oigo a más gente decir que querían un coche volador les diré que
deberían haberlo construido ellos. La utopía de los coches voladores y las colonias
espaciales no es el futuro que hemos construido. Crecí leyendo ciencia ficción
posterior a 1980. Me prometieron una distopía ciberpunk gobernada por grandes
corporaciones, además de realities violentos en televisión y gobiernos autoritarios, y
bueno… aquí estamos. No hace mucho estaba viendo de nuevo la primera película de
Desafío total —con sus escáneres corporales de seguridad, taxis automáticos y
batallas entre terroristas— y no pude evitar admirar lo mucho que este futuro
reflejaba mi realidad. Puede que no estemos en Marte, pero las malignas
corporaciones omnipresentes y la tecnología invasiva desde luego que sí lo están.
Podemos enojarnos por el hecho de que este es el futuro que hemos creado o
podemos reconocer que, si esto es lo que decidimos construir, somos totalmente
capaces de crear algo diferente. ¿Queremos un futuro de paz mundial a lo Star Trek y
ajustados monos de trabajo? También es posible. Si podemos imaginarlo, podemos
hacerlo. Y esto es válido para las distopías y para las utopías.
Los autores de ciencia ficción crean todo tipo de futuros, eso está implícito en su
trabajo. Pero no es el tipo lo que importa —esperanzador u oscuro—, sino la variedad
que vemos como lectores. Es alimentar la imaginación de quienes crearán el mundo
que nos rodea. No solo la tecnología sino también las políticas sociales, las actitudes
hacia los recursos naturales, la realidad del cambio climático e incluso nuestra moral
en constante evolución.
A los veintipocos años vi El hombre que vino de las estrellas, de David Bowie,
porque había oído hablar mucho de esa película, y admito que no la entendí. Mi novia
de entonces buscó comentarios sobre la película y dijo que se suponía que era una
metáfora sobre cómo te hunde la vida. Bowie es un marciano que llega a la Tierra
para salvar a su familia, pero según pasan los años y sus planes para salvarles se
frustran con cada obstáculo burocrático, acaba rindiéndose. Se entrega a la bebida y a
las excentricidades. Su gente está muerta. ¿Por qué iba a preocuparse?
Quienes están en el poder cuentan con esta resignación cuando el futuro no es lo
que queríamos. Los sistemas son demasiado antiguos, están demasiado arraigados. El
poder es inamovible. Las estructuras siempre han estado ahí. Es el único futuro
posible.
Les encanta que pensemos así.
Sin embargo, como gran parte de lo que nos cuentan sobre el mundo, es una gran

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mentira. En realidad, no existe. El futuro es maleable. Eso es lo que no quieren que
sepas.
Cuando crees que la gente no puede cambiar el mundo, ellos ganan.
Por supuesto que la gente puede cambiar el mundo. ¿Cómo crees que hemos
llegado hasta aquí?

Cuando era pequeña no se hablaba mucho sobre un futuro maleable. Mi padre estaba
obsesionado con que nos infectaríamos de sida. Era lo más aterrador del futuro que
podía prever para sus hijas, y nos dio charlas sobre jovencitas que habían tenido sexo
en una ocasión, habían contraído el sida y habían muerto. El sexo como sentencia de
muerte. El futuro como muerte. Quizá por eso tengo tanta esperanza en el futuro: el
que pude imaginar a mitad de los años ochenta, con el creciente número de muertes
por sida, el miedo al apocalipsis de la Guerra Fría, el aumento de la delincuencia, los
disturbios en distintos países y las imágenes de la hambruna de Somalia, parecían
mensajes de un futuro que seguiría así invariablemente: un futuro de muerte,
violencia y desastre nuclear.
Supongo que nuestro futuro ciberpunk regido por grandes corporaciones no está
tan mal cuando piensas en lo que la mayoría de la gente de entonces creía que nos
aguardaba. Por lo menos, el futuro ciberpunk es un futuro. No un final en llamas.
Así que, en cierto modo, realmente obtuvimos el futuro más esperanzador que
escribimos.

A menudo me preguntan sobre el poder y el propósito de la ciencia ficción. ¿Somos


profetas del futuro? ¿Debería haber una religión basada en los textos de William
Gibson? ¿Fundará Connie Willis la siguiente secuela de la cienciología?
No creo que seamos videntes. La mayoría no puede predecir ni lo que comerá al
día siguiente. Ni siquiera estoy a gusto con la idea de que nos incluyan en un comité
asesor de la NASA. No conocemos el futuro mejor de lo que pueda conocerlo
cualquier otra persona. Si me hubieras preguntado en 1988, sin duda alguna habría
pensado que a estas alturas habría estallado una encarnizada Tercera Guerra Mundial
y que nos perseguirían robots Terminator. De hecho, algunos de los mundos que he
creado, como el de la trilogía God’s War, tienen más en común con las novelas
postapocalípticas que con cualquier otra cosa. Ese es todavía el futuro que me viene a
la cabeza cuando la cosa se pone seria. Es el futuro que conozco. Con el que he
crecido.

Cuando me planteo construir futuros más esperanzadores me pregunto si es la idea


correcta. Quizá fueron los libros de apocalipsis terroríficos los que nos ayudaron a
evitar el desastre nuclear. Quizá es el miedo a las pandemias lo que asegura que los
Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades reciban cierta financiación.
Quizá nos alimentamos con la justa cantidad de miedo para seguir evitando el

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desastre.
Por mi parte, creo que lo que nos mantiene es una mezcla de miedo y esperanza.
Leer Cántico por Leibowitz, donde se plantea un futuro en el que nos autodestruimos
varias veces, y después ver varios episodios de Star Trek para equilibrar la balanza.
Es creer que es posible conseguirlo, al mismo tiempo que admitimos que puede que
no suceda pronto. Es decir, que estamos al borde del apocalipsis, pero que podemos
ser capaces de impedirlo un poquito más.
Por lo tanto, cuando la gente me pregunta dónde están los futuros esperanzadores,
yo respondo que también estoy escribiendo sobre esos, pero tienen que convivir con
los terribles, con los aterradores, el holocausto nuclear que apenas logramos evitar, la
epidemia de sida que pasó de sentencia de muerte a enfermedad crónica. Necesitamos
que existan a la vez porque si olvidamos el peor escenario, no podemos apreciar lo
que tenemos, y si no tenemos el final más esperanzador, no sabremos luchar por él.
Ni siquiera sabremos que es posible.
Estas son las historias que debemos tener, este balance entre luz y oscuridad,
esperanza y miedo. Es dar voz a las dos caras de nuestra naturaleza. Es reconocer un
futuro de múltiples posibilidades y permitir que coexistan de un modo que nunca
experimentaremos en la vida real. Este es el poder y la promesa de la ciencia ficción,
esta magia de crear y vivir en cada futuro posible. Es un poder que amo con toda mi
alma. Es un poder que conlleva una terrible responsabilidad, asegurarse de que
evitamos lo peor de lo que somos capaces mientras nos esforzamos por
transformarnos en lo mejor que puede llegar a ser la humanidad.

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¿Dónde están todas las mujeres? Reclamar el
futuro de la ficción
«Las mujeres no escriben fantasía épica».
Si me dieran un dólar cada vez que algún tipo en Reddit dice algo que comienza
con «Las mujeres no…», sería tan rica que no estaría leyendo Reddit.
La eliminación del pasado no siempre ocurre después de una gran purga o de un
gesto arrollador. No hay un gran movimiento legislativo o un grupo concertado de
pirómanos que incendian casas para destruir pruebas (eso se suele hacer para inspirar
terror). No, la eliminación del pasado ocurre despacio y a menudo en silencio, por
etapas.
En su libro How to Suppress Women’s Writing, la autora de ciencia ficción Joanna
Russ puso sobre el papel el primer cartón de bingo misógino de Internet… en 1983.
Enumeró las formas más habituales en que las obras de las escritoras —y, más en
general, sus logros y aportaciones a la sociedad— eran depreciadas y, en último
término, eliminadas en las conversaciones. Eran:

1. Ella no lo escribió.
La más simple, y a menudo la que aparece primero en la conversación, es
meramente «las mujeres no lo han hecho». Si esto se le dice a un público indiferente
o ignorante, aquí es con frecuencia donde la conversación se detiene, especialmente
si la persona que habla es un hombre que tiene cierta autoridad. «Las mujeres nunca
fueron a la guerra», o «Las mujeres no son grandes artistas», o «Las mujeres nunca
inventaron nada» son declaraciones comunes tan ridículas que refutarlas se vuelve
tedioso. Con el tiempo he dejado de hacer largas listas de mujeres que, de hecho, sí
que hacían todo eso. Por el contrario, respondo con la frase más sucinta: «Menudas
tonterías dices. Cállate». Sin embargo, si desafiamos a esa persona con pruebas de
que sí, que las mujeres han hecho y hacen, y aquí tienes los ejemplos y las listas, el
bingo conversacional de la misoginia pasa a…

2. Ella lo escribió, pero no debería haberlo hecho.


Esto lo oigo mucho sobre mi propia obra, y veo que se aplica a escritoras de
romántica y a feministas declaradas en particular. La narrativa es demasiado sexual,
demasiado política, demasiado feminista, o incluso (es que tiene gracia) demasiado
masculina para ser narrativa real. Este tipo de escritura, debido a que es obra de
mujeres, se considera anormal o falta de decoro. Me recuerda a aquellos furiosos por
la idea de que la ciencia ficción solo es buena si no es «política», lo cual viene a
querer decir «no refuerza o se adhiere a la concepción del mundo de mis ideas
políticas». Lo cierto es que todas las obras son políticas. Las obras que refuerzan el

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statu quo son tan políticas como las que lo desafían. Pero por algún motivo este tipo
de obras se consideran particularmente abominables cuando las escribe una mujer.

3. Lo escribió, pero fíjate sobre qué escribió.


Es bien sabido que los hombres pueden escribir cualquier cosa y se les tomará en
serio. Jonathan Franzen escribe libros sobre trifulcas familiares. Nicholas Sparks
escribe novelas románticas. En cambio, cuando las mujeres escriben sobre estas
mismas temáticas, se asume que serán de menor nivel, poco importantes. Jennifer
Weiner es especialmente explícita sobre esta supresión del peso de su propio trabajo.
Sí, ella lo escribió, dirán, pero por supuesto que escribió sobre un romance, sobre la
familia, sobre la cocina, sobre el dormitorio y, como consideramos esas esferas
feminizadas, las historias de mujeres sobre ellas se descartan. No hay un motivo
racional para ello, claro, del mismo modo que no lo hay para toda esta supresión.
Cabría pensar que los libros escritos por mujeres sobre espacios que por tradición son
de mujeres deberían ganar muchísimos premios, ya que se supone que ellas son las
expertas en el tema, pero como muestra el reciente estudio de Nicola Griffith sobre el
desglose por géneros de los principales premios, las mujeres que escriben sobre
mujeres obtienen menos premios, menos críticas y menor reconocimiento que los
hombres que escriben sobre… cualquier cosa[23].
Los escritores de color también experimentan esto mismo con frecuencia: sí, lo
han escrito, pero no trata de experiencias de gente blanca. Toni Morrison trabajó muy
duro durante largo tiempo para recibir el reconocimiento que merecía. Fue necesario
un esfuerzo concertado, sumado a la protesta pública, para que por fin recibiera el
National Book Award. Se argumentaba que el trabajo de Morrison era ignorado
porque escribía sobre la experiencia de gente negra. Este tipo de supresión y
anulación basadas en quién escribe sobre quiénes está muy extendido. Mientras que a
los escritores blancos se les elogia por escribir sobre experiencias no blancas, y a los
hombres se les elogia por escribir sobre mujeres, cualquier otra persona que escriba
sobre experiencias que conoce íntimamente es anulada.

4. Lo escribió, pero solo escribió uno.


Pocos creadores hacen solo uno de lo que sea, y esto incluye a los escritores. Con
frecuencia son necesarios varios intentos para conseguir ese libro de éxito, si es que
se consigue alguna vez. Tendemos a recordar a los escritores por un único y
trascendental texto, como Jonathan Strange y el señor Norrel, el gigantesco proyecto
de Susanna Clarke. No obstante, Clarke tiene un volumen de relatos disponible,
aunque pocos saben de él. Otros, como Frank Herbert, escriben una serie de novelas
maravillosas, pero se les conoce por un solo gran texto, como Dune. Pocos
asegurarían que Herbert escribió una sola novela digna de ser recordada, pero lo he
comprobado con el cartón de bingo al oír a alguien desestimar a Ursula K. Le Guin
porque «solo escribió un gran libro, que fue La mano izquierda de la oscuridad». La

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falta de amplitud y profundidad lectora es del lector, no del autor. Pero vemos cómo
esto se atribuye constantemente a las autoras. «Sí, es una buena novela, pero solo
escribió un libro, así que, ¿hasta qué punto es genial o importante?», dice uno,
olvidando sus otros doce libros.

5. Lo escribió, pero en realidad no es una artista, y esto tampoco es arte de verdad.


Los escritores de género —tanto mujeres como hombres— se han enfrentado con
esta objeción durante años, pero esta excusa para desacreditar se utiliza más contra
las mujeres. Incluso en el género, las obras de las mujeres reciben muchos más
ataques por no ser «realmente» fantasía, o ciencia ficción, o tan solo por no ser
«seria» por un motivo u otro. Es un «libro de mujeres» o un «libro romántico» o «un
libro de fantasía con un caballo que habla, por el amor de Dios» (de hecho, vi a una
autora ser desacreditada de esta forma cuando resultó nominada para el premio
Arthur C. Clarke, como si los aliens con forma de ballena y los viajes en el tiempo
fueran menos ridículos).
El contexto de las mujeres también se rastrea mucho más que el de los hombres,
en especial en los círculos geek, y también se ve en esa reacción de «es una geek de
mentira». ¿Es una ingeniera de verdad? Vale, pero ¿acaso trabaja para la NASA o
solo es asesora de ellos? «Sí, escribió una novela de ciencia ficción, pero no tiene
verdadera ciencia» o «Sí, escribió un libro de ciencia ficción, pero trata de personas,
no hay ciencia» son afirmaciones populares para desacreditar el trabajo de las
mujeres dando a entender que «realmente» no forman parte de los géneros en los que
escriben, o simplemente que el suyo no es un arte real ni serio como esas historias
escritas por hombres sobre aliens que pueden procrear con los humanos.

6. Lo escribió, pero la ayudaron.


Esta forma se utiliza sobre todo con mujeres casadas o con parejas que también
son escritores. Mujeres cuyos padres son escritores también sufren este rechazo. El
trabajo de Rihanna Pratchett, una exitosa escritora por su propio esfuerzo, es
comparado continuamente con el de su padre, Terry, y coincide con que la gente
siempre cree que su trabajo no es tan «bueno», aunque el estilo de Rihanna y el de su
padre son completamente distintos. Durante siglos, se ha supuesto que las mujeres
que conseguían publicar obras, como Mary Shelley, sacaban las ideas de sus parejas
masculinas o esposos. La pregunta «Y bien, ¿quién escribe de verdad tus libros?» la
siguen recibiendo hoy en día muchas autoras.

7. Lo escribió, pero es una anomalía.


El problema de la «mujer única» es… un problema. A menudo lo denominamos
el «principio de la pitufina». Esto quiere decir que solo se permite a una mujer en una
historia con héroes masculinos. Lo ves en las películas de superhéroes (está la Viuda
Negra y… pues eso es todo). Lo ves en los dibujos animados (April, en Las tortugas

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ninja). Y lo ves en los premios y en las listas de «lo mejor de», a menudo, aunque no
siempre, escritas por hombres, que citan nueve novelas de hombres y una de una
mujer, y esa mujer a menudo es Ursula Le Guin, Robin Hobb o Lois Bujold. La
expectativa de la mujer única significa que cuando vemos más de una mujer en un
grupo, o en una lista, creemos que hemos conseguido paridad. Los estudios muestran
que cuando las mujeres constituyen el treinta por ciento de un grupo, tanto hombres
como mujeres creen que hay una cantidad pareja de hombres y mujeres en la sala.
Cuando hay un cincuenta por ciento de mujeres —una cifra que vemos tan poco
representada en los medios que parece anómala— creemos que las mujeres superan a
los hombres en el grupo. Lo que esto implica es que a cada escritora se le otorga una
tarea imposible: debe aspirar a ser esa «única» o ser eliminada.
Cuando comenzamos a enumerar a más de una científica («Sí, Marie Curie» suele
ser la respuesta cuando alguien pregunta por científicas), o astronauta, o piloto de
coches de carreras, o política, con frecuencia nos acusan de dar más peso a las
contribuciones de las mujeres que a las de los hombres. Aunque mi ensayo «Siempre
hemos luchado», sobre los papeles de las mujeres en el combate, fue bien recibido en
general, casi toda la crítica del texto se apoyaba en esta acusación: al centrarme en
recordar y acreditar los papeles de las mujeres en el combate, de algún modo
eliminaba o subestimaba los papeles de los hombres. «Sí, las mujeres lucharon»,
admitían los comentaristas (en su gran mayoría hombres), «pero eran anomalías».

8. Ella lo escribió, PERO…


Las experiencias sobre las que escribo en mis novelas de fantasía y ciencia ficción
suelen ser muy sombrías. Mi trabajo procede de la tradición new weird —una
combinación de terror y construcción de mundos fantásticos— y grimdark —una
etiqueta que se suele aplicar a la fantasía oscura y «realista» que se centra en los
aspectos más sombríos del combate y en una concepción del mundo «todo es
horrible» muy nihilista. Aun así, cuando mis libros llegan a las estanterías me hace
gracia ver a tanta gente insistir en que mi obra no es weird ni grimdark. Hay
demasiada ciencia ficción, o no hay suficientes agresiones sexuales contra mujeres
(¡!), o demasiada magia (¿?), o cualquier otro «pero». Ver mi propia obra apartada de
categorías en las que escribía específicamente fue una verdadera lección del «Ella lo
escribió, pero…». Y a menos que creas que las categorías no importan, recuerda esto:
las categorías son cómo clasificamos y recordamos las obras en nuestra memoria. Si
somos incapaces de dar a esos libros un marco de referencia, es menos probable que
los recordemos cuando nos pregunten.
Sigue siendo más frecuente que se recuerde mi obra cuando lapregunta es
«¿Quiénes son tus autoras preferidas?» que cuando es «¿Quiénes son tus autores de
ciencia ficción preferidos?».
Y ahí queda demostrado cómo la categorización y la supresión se produce en
nuestros cerebros sin que seamos conscientes de qué estamos haciendo. Sí, soy

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escritora, pero…

Cuando comienzas a ver reacciones hacia la obra de algunas de tus autoras preferidas,
observas estas excusas sobre por qué no es canon, o no se habla de ellas, o no se le
otorga premios, o no tiene críticas. Podría leer la sección de comentarios en la reseña
de una obra de una mujer, o en un post sobre cómo el sexismo reprime la memoria
cultural de las obras de las mujeres, y marcarlas todas.
Una vez que somos conscientes de estos modos comunes de desacreditar las obras
de las mujeres, la pregunta es ¿cómo lo combatimos? Estas formas de ignorar nuestro
trabajo existen desde hace siglos y se han convertido en algo tan común que los
hombres están acostumbrados a emplearlas sin que nadie replique para zanjar todo
debate.
Creo que el modo más sencillo de modificar un comportamiento es ser consciente
del mismo para empezar. Vigilarlo. Comprender por qué ocurre. Y entonces debes
desafiarlo. Suelo escribir «¡Bingo!» en la sección de comentarios cuando surgen
estos argumentos, y enlazo la lista de Russ. Cuando observamos comportamientos
sexistas y racistas, el único modo de cambiarlo es señalarlo y dejar claro que no es
aceptable. El motivo por el que la gente sigue involucrándose en ciertos tipos de
comportamientos es porque reciben comentarios positivos de sus colegas, y nadie
desafía sus afirmaciones. Si dejamos de tragarnos estas excusas, y de asentir cuando
la gente las utiliza, eliminamos el refuerzo positivo y la ausencia de retroceso que les
hace posible usar estos métodos de desacreditación.
Como escribo historias tan oscuras, mucha gente cree que soy una persona
pesimista. Pero eso no es cierto. Soy una sombría optimista. Comprendo que el
camino a un futuro mejor es largo, amargo y a menudo parece desesperanzador. Y
aun así, hay un cálido núcleo viscoso de esperanza que guardo en lo más profundo de
mí, y es la esperanza de alguien que sabe que el cambio es complicado, y parece
imposible, pero incluso una historia que ha suprimido y eliminado tanto no puede
ocultar el hecho de que el cambio es posible.

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Encontrar esperanza en la tragedia: por qué leo
ficción oscura
En 2006 desperté en la UCI, la sangre caía por el brazo donde un médico trataba
desesperadamente de ponerme una vía. Estaba arrodillado sobre una pierna, como si
fuera a proponerse, con mi brazo colgando frente a él.
—Lo siento —dijo—. Lo siento. Lo siento.
Siguió repitiéndolo. Una y otra vez. Mi novia estaba junto a mí, sujetándome la
mano. Sentía un intenso dolor, pero, aun así, no pude entender por qué seguía
disculpándose. Mi cerebro era un lodazal de papilla gris, pero entendí esto:
El dolor era necesario. Esperado.
Tenían que ponerme una vía porque me moría.
Y yo lo sabía.

Leo muchísimos libros oscuros. Soy muy fan de lo extraño, de lo repulsivo, de lo


inquietante. Tengo debilidad por Jeff VanderMeer, K. J. Bishop y Angela Carter. Leí
a H. P. Lovecraft hasta que comenzó a provocarme pesadillas recurrentes. Lo he leído
todo de Christopher Priest, incluyendo la para nada optimista Fugue for a Darkening
Island. Engullí Bloodtide y Bloodsong de Melving Burgess como si fuera leche con
miel.
De adolescente, varias personas intentaron que leyera a Terry Pratchett y a Piers
Anthony, pero no conseguí conectar. La ficción oscura me aportaba algo, cierta
catarsis, que no conseguía de otros libros más risueños o con finales alegres y
optimistas.
«¿Cómo puedes leer todo eso?», me preguntaba la gente.
La vida ya es suficientemente depresiva por sí misma.

Estoy aprendiendo a cómo hacerle un puente a un coche. O más bien a ponerlo en


marcha sin llave. Estoy a veinte grados bajo cero y está oscuro desde las tres y media
de la tarde. Me encuentro acurrucada en una furgoneta que técnicamente no es robada
pero técnicamente tampoco es mía ni de mi compañero. El propietario ingresó de
forma voluntaria en una institución local tras intentar suicidarse, y, según dice mi
amigo, le dejó las llaves para que le cuidara el vehículo. Pero perdió las llaves. Por lo
que arrancamos el panel que cubre la columna de dirección y sacamos la cubierta de
metal de encendido. Resulta que hacerle el puente a una furgoneta vieja es bastante
sencillo, ya que no hay muchos cables. Solo hay que reventar la tapa de la dirección y
usas una vieja llave para activar el interruptor de ignición.
Voilà.
Claro que eso también implica que no puedes cerrar el coche. Así que es bueno

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que seamos estudiantes universitarios sin nada que merezca la pena robar.
Nos apiñamos unos cuantos en la furgoneta y arrancamos hacia un maldito campo
cualquiera, no muy lejos del campus, pero, ya sabes… en Fairbanks, Alaska, no
tienes que alejarte mucho para estar en mitad de la nada.
No hay auroras boreales. Mucha gente está borracha.
Me apoyo en un lado de la furgoneta, con el viento soplándome en la cara.
Nunca me he sentido tan viva.

Lo cierto es que la vida puede ser dolorosa. Puede ser aterradora. Cuando me echaron
de mi trabajo en Chicago, seis meses después del viaje a la UCI, no tenía ahorros. No
tenía red de emergencia. Debido a las leyes de sanidad en los Estados Unidos de la
época, tenía que seguir pagando el seguro médico o arriesgarme a no ser asegurable
incluso con un contrato de trabajo. El seguro médico de entonces, sin trabajo, me
costaba 800 dólares al mes y además tenía que pagarme los 500 dólares mensuales
que costaba mi nueva medicación.
La enfermedad crónica es una putada enorme, como si os golpearan en toda la
cabeza con una pala. Me dicen que es un trastorno del sistema inmune y que no se
puede hacer nada excepto prevenirlo. Lo sentimos mucho. Qué pena. Podría ser peor.
Hay enfermedades más jodidas.
Comencé a intentar alargar mis dosis de medicina para que duraran más de lo
previsto. Al cabo de muy poco tiempo estaba utilizando medicamentos caducados
cuya eficacia era puesta en duda constantemente. ¿Sería hoy un buen día, o me
desmayaría por ahí?
Nunca había sentido la muerte tan cerca.

En ocasiones, la vida es muy oscura.


El problema es que cuando te empujan la cara contra un montón de mierda, solo
puedes pensar en salir de ahí con vida. Es todo lo que puedes hacer cuando estás
realmente desesperada e intentas sobrevivir. No hay tiempo para exteriorizar los
sentimientos, no hay tiempo para resolverlo, no hay tiempo para sentarse en la cama,
llorar y sentir lástima por ti misma. Cuando te encuentras cara a cara con tus
problemas —reales, tangibles, problemas de los que podrías morir— tienes que
enfrentarlos.
Pero ¿un problema en la ficción?
Hay otra persona que se enfrenta a él. Tú solo la acompañas durante el viaje.
Implica que te pasas todo el viaje sintiendo cosas, en vez de hacer de tripas
corazón para poder vivir.
Esta es la historia de mi vida: que me llamen monstruo porque hago en vez de
sentir, porque actúo en vez de exteriorizar emociones.

Durante la semana de vuelta a casa tras la visita a la UCI veía sangre cada vez que

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cerraba los ojos. Tenía los brazos llenos de marcas de pinchazos, cubiertos de
moratones. El dolor era tan intenso y yo estaba tan débil que ni siquiera podía
prepararme la comida. No tenía fuerza ni para sujetar un cuchillo.
Perdí una enorme cantidad de peso aquel año, y todavía más en la UCI. Era como
si viviera en el cuerpo de otra persona. Me sentía desconectada.
Por la noche yacía en la cama, y cuando cerraba los ojos me volvía a despertar de
pronto, acosada por los sonidos, los olores y aquella sangre que brotaba de mi brazo y
formaba un charco en el suelo. Podía oler el antiséptico del hospital.
La semana que pasé en el hospital estuve enganchada a un catéter. Me sacaban
sangre cada tres horas. En un momento dado, un sanitario me arrojó una toalla
húmeda y me dijo que me lavara. Me vino el periodo. El catéter goteaba. Me pasé un
día sobre mi propia sangre y orina.
Volvía cada vez que cerraba los ojos.
Pero no podía procesar lo que me había ocurrido. Debía miles de dólares en
facturas médicas. Tenía que pagar el alquiler. Tenía que volver al trabajo. No tenía
suficientes días de baja para faltar al trabajo. Tenía que volver al trabajo. Tenía que
volver a vivir.
Tenía que ir. Tenía que moverme.
Fingí no estar rota, porque si me permitía estarlo, no iba a salir de aquella.

No estoy muy segura de cuándo comencé a escribir ficción oscura. Sé que empecé a
escribir God’s War el año que me estaba muriendo. Perdí muchísimo peso y bebía
grandes cantidades de agua, pero nadie era capaz de saber qué me ocurría.
Lo cierto es que empezó como una breve historia oscura; un mundo harto de la
guerra, una protagonista harta de la guerra. Pero al volver del hospital, cuando
comencé a medir mi vida con la medicación, algo cambió.
Porque al ver toda aquella mierda médica que me mantenía con vida me di cuenta
de algo:
Cada vida es una tragedia.
Todos vamos a morir.
No hay otro final, con independencia de las decisiones que tomemos.

En la primera visita al hospital tras salir de la UCI me metí en el baño y tuve un


ataque de pánico.
Fue una situación extrañísima. Un minuto antes estaba bien. De buen humor y
con entereza. Había ido al médico para tratarme esta mierda de enfermedad.
Pero cuando entré al lavabo y me lavé las manos, lo olí: el jabón antiséptico.
Comencé a temblar.
Volví a entrar en la cabina y me senté. Rompí a llorar.
Sin motivo.
Tan solo el olor. El pánico.

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Había sido un cuerpo en una mesa; una cosa, subhumana.
Lávate.

Acabo de terminar un juego llamado Mass Effect 3, el tercero en la franquicia Mass


Effect. Tiene un final bastante polémico. La galaxia está siendo masacrada por una
fuerza alienígena malvada.
Queda claro desde la escena inicial que lo tienes chungo.
Hagas lo que hagas, lo tienes chungo.
Lo supe desde el inicio. Justo desde el comienzo. Supe lo que estaba por venir. Vi
que estábamos jodidos. Y lo jugué más rápido que ningún otro juego que haya
probado antes, porque podía sentir la urgencia. Sí, estábamos jodidos, pero íbamos a
salvar la galaxia. Voy a llegar. Voy a salvarla.
Es un juego sombrío, sin un ápice de luz, pero es solo un juego, ¿o no?
Y aun así lo jugué y lloré todo el tiempo. Lloré hasta el final, porque lo sabía. Lo
sabía desde el principio. Sabía cómo acabaría.
Todos vamos a morir.
Pero cuando jugué fue diferente. No era como en la vida real, donde tenía que
seguir avanzando, seguir respirando, buscar un trabajo, pagar las facturas del seguro,
recoger mis cosas, mudarme a otro sitio…
Al jugar, era el personaje el que recibía todos aquellos disparos. Era el personaje
el que abandonaba a la gente. Era el personaje el que seguía avanzando.
Y eso me liberó para poder sentir algo.
Podía dejarme llevar por todas aquellas emociones terribles, la amarga
desesperanza, el pavor, el miedo, la rabia, la tristeza. No tenía que esforzarme. Podía
pasar cuarenta horas emocionándome con el juego y no sentirme mal.
Cuando llegué al final del juego, para mí fue perfecto.
Porque sabía desde el inicio que todos vamos a morir.
El reto fue tener la fortaleza para seguir a sabiendas de que ibas a morir, a
sabiendas de que todo iba a terminar.
Para el personaje. Para la galaxia.
Para mí, al final.
Y para todos nosotros.

No estoy segura de cuándo adquirí esta capacidad para soportar cosas sin detenerme a
procesarlas. Creo que tiene algo que ver con la supervivencia. Mi madre también lo
hace, en momentos de gran estrés. Todo el mundo se desangra, y yo tengo esta
concentración milimétrica. Implica que soy increíblemente buena en momentos de
miedo, pánico y locura, pero pueden pasar días o semanas antes de que me derrumbe
y procese lo ocurrido.
Caí en la cuenta de que leer tragedias, conectar con personajes que perseveraban
ante las sombrías probabilidades y ciertos finales… para mí era reconfortante.

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Como dicen, todo lo que tienes que decidir es qué hacer con el tiempo que se te
ha otorgado.

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Hablar en público estando gorda
Mi cuerpo siempre ha sido un campo de batalla.
Cuando era pequeña se trataba de algo personal, un conflicto autoinfligido,
espoleado por las burlas de mis compañeros de colegio como «¡vaca!» o «¡cerda!»,
alentado por las matriarcas de mi familia, obsesionadas con el perímetro de sus
traseros (y a menudo también con el mío y el de mis hermanas) a pesar de tener
titulaciones superiores, empleos de clase trabajadora que acabaron otorgándoles
bastante influencia, y un número cada vez mayor de premios y distinciones.
Estar a punto de morir me ayudó a poner mi cuerpo en perspectiva. Comenzó a
parecerme demasiado practicar tres o cuatro horas diarias de ejercicio con las que
solo alcanzaba a mantener una figura regordeta. Ahora que tenía una enfermedad
crónica, odiarme cuando había estado tan cerca de morir me parecía una ironía
terrible. Así que dejé de odiarme. Fue liberador de un modo extraño.
Pero dejar a un lado el malestar autoinfligido no suprime por arte de magia la
imposición de una sociedad que te encorseta por todos lados.
Admito que al ver fotos mías de los últimos años experimento una cierta
disonancia. Desde que publiqué mi primera novela y empecé en un empleo al que no
tengo que ir en bicicleta todos los días, he engordado (como le sucede a muchos
autores) unos 30 kilos. Es fácil obviar este detalle cuando trabajas en casa y no sales
demasiado. Es lógico que haya ganado peso, dado que mi metabolismo es muy
eficiente; vengo de una familia con numerosos casos de sobrepeso y desórdenes
inmunológicos, que podrían sobrevivir a una hambruna sin problemas. La gente me
suele preguntar cómo puedo mantener un trabajo regular, ser autónoma y escribir un
libro al año. La respuesta es sencilla: me levanto de la cama y me pongo a escribir.
Estoy sentada en la cama, justo antes de irme a dormir, y sigo escribiendo. Mi vida se
ha convertido en una constante con los plazos de entrega, donde intento mantener el
impulso entre publicaciones.
He intentado incorporar el ejercicio en mi rutina diaria (escribo este artículo
desde la mesita de mi cinta de andar), pero las dos horas al día que solía dedicar al
ejercicio intenso es algo que reconozco que no soy capaz de hacer si quiero llegar a
las 1.500-3.000 palabras entre ficción y publicaciones en blogs que escribo cada día.
Espero encontrar el equilibrio en algún momento, pero los últimos años han sido
duros.
Lo gracioso de todo esto, y algo que nadie comprende cuando me ven en
convenciones, es que siempre he sido lo que se considera gorda. La gente me llama
gorda desde que tenía 5 años. Usaba la talla 42 en el instituto, y la gente me llamaba
gorda. Hacía ejercicio dos horas al día cuando publicaron God’s War, evitaba todos
los hidratos de carbono, y pesaba 99 kilos, por lo que estaba gorda. Y es que cuando
estás gorda con 99 kilos, estás gorda con 130 kilos. No hay mucha diferencia en

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cómo te ve la sociedad. Puede que ligues un poco más con 99 kilos que con 130, pero
eso es todo.
He hecho estupideces para volver a pesar esos 99 kilos, incluido contar calorías,
lo que terminó en un desastre. Perdí 11 kilos, es cierto, pero en el momento en que
dejé de contarlas los volví a engordar junto con otros 13 kilos más, lo que provocó
que estuviera a punto de no caber en un asiento de avión; todo el tiempo que paso en
la cinta y en la bicicleta estática es para mantenerme por debajo del peso en el que ya
no puedo subir a un avión. No iba a volver a contar calorías, pero todavía sentía la
presión social que me obligaba a bajar de peso. Era un error.
Cuando me preguntan sobre miedos al hablar en público estando gorda, sobre
interrupciones, insultos o sobre acoso online, me parece necesario recordarle a la
gente que recibía la misma cantidad de insultos por estar «gorda» con 99 kilos que
por estarlo ahora con 130 kilos. Como mujer, siempre estarás gorda. Lo
aprovecharán para meterse contigo, como si ocupar más espacio en el mundo, siendo
mujer, fuera un gran crimen.
Algo que, por supuesto, me parece muy gracioso.
Y a pesar de todo, lo entiendo. Lo comprendo de verdad.
Aumentar el ancho de banda de Internet nos ha permitido entrar en la era de los
vídeos, de los vloguers, de los youtubers, de las llamadas por Skype. Como escritora
me he sentido cada vez más presionada para hacer apariciones en público y tener que
compartir mi imagen pública de formas que suelen escapar a mi control.
Cada vez más a menudo me piden que aparezca en vídeos, no solo para temas de
ficción —discursos de agradecimiento, vídeo blogs, charlas pregrabadas, Google
Hangouts, etc.—, sino también para entrevistas de trabajo. Sí, en serio. Soy
consciente, y cada vez me incomoda más, de que ser mujer y estar gorda son dos
grandes desventajas en cualquier medio audiovisual, sin importar lo que yo opine de
mí. Si tengo papada voy a tener que ser veinte veces más brillante que mis
compañeros masculinos. Porque por mucho que no me odie, o sea feliz dedicando las
horas que me habría costado adelgazar a metas verdaderas y tangibles, del mismo
modo que haría un hombre, no son esos los logros por los que un espectador
accidental me va a juzgar. Será por el hecho de que tenga o no «la disciplina» para
ocupar menos espacio en el mundo.
Inmediatamente. De un vistazo rápido. Juicio instantáneo.
Hay un motivo por el que evito que haya fotos mías en mis libros. Siempre he
sido muy consciente de que, como mujer, si la apariencia no hace nada por apoyar tu
causa, mejor no hacer gala de ella.
Durante un tiempo en el instituto fantaseé con la idea de dejar de escribir para
dedicarme por completo a ser actriz, ya que se me daba bastante bien. Todavía uso mi
formación teatral para salir airosa de eventos sociales. Pero pronto aprendí que si
estás más gorda o eres más alta que el protagonista masculino, las probabilidades de
que te escojan como coprotagonista son increíblemente nimias, sin importar tu

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talento. Cuando vivía en Chicago, solo una enfermedad grave y estar al borde de la
muerte lograron que bajara a un peso «normal». Para quedarme a 5 kilos de ese peso
cuando vivía en Alaska, pasaba tres horas al día en el gimnasio y vivía de huevos,
arroz, revuelto de verduras y queso bajo en grasa. Para una estudiante universitaria a
la que las clases le resultaban bastante sencillas, invertir tanto tiempo y energía en su
figura era duro, sí, pero no imposible. Podía tener un cuerpo más o menos «normal»
si dedicaba toda mi vida, de la mañana a la noche, a actuar de una forma
completamente anormal.
Obsesionarme con mi aspecto físico me quitó tiempo de trabajo real. De hablar.
De escribir. De activismo.
Es más, me da la impresión de que ese es el objetivo de esta obsesión impuesta
por la sociedad: dedicar el tiempo al cuerpo implica menos tiempo para ser una parte
real y políticamente relevante de dicha sociedad.
En una ocasión, en una convención de ciencia ficción, charlé con una
autora/crítica feminista que me dijo que llevaba leyendo mi blog desde los inicios,
cuando se llamaba «Brutal Women» (Mujeres brutales), y que me había descubierto a
través de un post que hice como invitada en «Big Fat Blog» (Blog grande y gordo),
en el que colaboré en algunas ocasiones en los comienzos de mi vida online. El
miedo y el odio hacia el concepto de ocupar espacio siempre me han parecido temas
esenciales del feminismo, pues es un mecanismo común para avergonzar a las
mujeres, sin importar su talla.
Puedo asegurar que conozco este ciclo de miedo y vergüenza, ya que he ganado y
perdido los mismos 36 kilos tres veces en los últimos quince años. Solo me halagaron
en una ocasión por mi peso, y fue cuando me estaba muriendo. Nunca olvidaré la
conversación telefónica que tuvo mi madre con mi padre, cuando acababa de salir de
la UCI, explicándole lo fantástica y lo delgada que estaba, y, no sé… algo se rompió
dentro de mí al oírla decir eso. Al ponerme los vaqueros de la talla 40 los noté
anchos, algo que no me pasaba desde que acabé la primaria, y me inundaron las
emociones: lo falso que era todo, cómo nuestro éxito se medía por el tamaño de
nuestros traseros, cómo mi valor como persona aumentó solo al estar moribunda.
Desde aquel instante, en el que me puse a llorar metida en esos pantalones
anchos, me juré que nunca me castigaría u odiaría de nuevo por estar gorda. Nunca
jamás.
Y no lo he hecho.
Pero eso no implica que no piense en ello, o que a veces no sienta ansiedad en
eventos públicos, o que no frunza el ceño al ver fotos mías en un momento de
disonancia; al fin y al cabo, no estamos acostumbrados a ver a personas gordas
representadas de forma positiva en los medios, y mi cerebro quiere rebelarse. Pero
ese miedo y ese odio, esa culpa interiorizada, ese asco hacia mi físico por estar gorda
que sentí de joven, son los que he aprendido a rechazar, identificándolos como una
mala programación.

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Hacerlo —mandar a tomar por culo la programación— es liberador. Quiere decir
que puedo acudir a eventos y usar un tono de voz alto y sarcástico. Significa que
puedo moderar debates sin miedo. Porque sé cómo funciona lo de avergonzar a
alguien por su peso. Sé que si alguien intenta insultarme llamándome «gorda», lo
hará sin importar mi peso.
Puedo cambiar todo lo que quiera, tratar de moldear mi cuerpo de distintas
formas, pero esas personas, la sociedad, no van a cambiar. Os atacarán con el primer
insulto que se les cruce por la cabeza, «coñazo», «gorda» o «inserte-insulto-
relacionado-con-ser-mujer-aquí». Y del mismo modo que tener coño no tiene pinta de
que vaya a cambiar, tampoco va a hacerlo ocupar mucho espacio en el mundo, a no
ser que vuelva a estar al borde de la muerte. Y lo siento, mis queridos amigos, pero
no tengo intención alguna de volver a estar moribunda con el único propósito de que
la gente pueda decirme el buen aspecto que tengo. Que se jodan.
Así que a aquellas con miedo de hacerse oír, especialmente a las que crecieron
con una mala programación, os digo esto: como ocurre con todo lo demás, sí, vais a
tener que ser más inteligentes y trabajar más duro. Pero no dejéis que esta sociedad
de mierda os limite. Lo único que pretenden es evitar que alcéis la voz. Que os
calléis, os quedéis en casa y ocupéis menos espacio en los lugares que los hombres
consideran «suyos».
Cuando lo ves así, cuando lo reconoces por lo que es, se vuelve un poco más
sencillo alzarse y hacerse oír, porque una entiende que, de algún modo, hablar cuando
el mundo quiere callarte es un acto de resistencia.
A muchas personas que se identifican como mujeres les preocupa el acoso, que
las señalen y chillen: «¡Pero qué gorda! ¡No eres una mujer de verdad! ¡Eres idiota!
¡Hablas demasiado!», y sé que el dolor, el miedo y la tristeza que esto genera puede
superar a algunas. Pero mantenerse firme y ser escuchada en esos espacios es de vital
importancia para modificar ese discurso, para desafiar las narraciones sobre nuestro
valor, lo que decimos y lo que pensamos que ha sido creado por otras personas.
Adéntrate en el mundo, retrocede cuando sea demasiado, pero ten en cuenta que
cuando te haces escuchar, estás consiguiendo transformar esa narración, y al hacerlo,
cambias el mundo. Te prometo que estaré avanzando junto a ti.

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Vendrán a por ti… Y no importa si alzas la voz o
no
En épocas de gran agitación social, a menudo puede parecer más seguro no decir
nada. Te haces notar menos. Cabreas a menos personas. Te aseguras de que los trenes
lleguen a su hora. Ganas tus dólares, vuelves a casa, los metes en el colchón y bajas
la cabeza con la esperanza de que no vengan a por ti.
Es una posición estúpida, en serio, porque siempre vendrán a por ti.
Creo que es más fácil permanecer neutral en cosas como la política cuando crees
que políticas concretas no te afectarán. Si no eres una mujer, o blanco, o gay, o
discapacitado, o pobre, o enfermo crónico, es muy sencillo mantener la cabeza baja y
callarte. «No va conmigo», dices, mientras te olvidas por completo de que vivimos en
un mundo donde nuestra calidad de vida se ve afectada directamente por la calidad de
vida de los demás (las vacunas son un ejemplo que viene al caso, así como los
servicios sanitarios). Nos olvidamos de que nuestra forma de vida —acceso a
medicinas vitales, agua potable, abundancia de comida— está supeditada a las
habilidades y capacidades de varios millones de personas que mantienen el sistema
que nos cuida. También olvidamos que, para muchos de nosotros, formar parte de
algunos de estos grupos afectados de lleno por las políticas sociales es accidental o
«mala suerte». La pobreza, las enfermedades crónicas y la discapacidad pueden
suceder gradual o súbitamente, con frecuencia cuando menos lo esperas.
Digo todo esto como alguien que creció defendiendo la masculinidad de las
películas de acción de los ochenta como el culmen de lo molón. Siempre me gustó la
idea de gente fuerte solitaria que salía adelante por sí misma, tenía frases agudas, una
salud impecable, virilidad y nadie se metía con ella. En realidad, esto tenía más que
ver con quién quería ser que con quién quería salir, e influyó muchísimo en mi
manera de ver a la gente. ¿La vida da asco? Haz algo sobre ello. Deja de quejarte.
Nadie te limita excepto tú misma.
Todavía soy una entusiasta de la firmeza, negociar por ti misma, plantarse ante la
injusticia y demás, pero ni de lejos voy a decirle a la gente que lo que debería hacer
es mirar por sí misma y que se olvide de los demás. Cuando piensas en cómo hemos
construido la sociedad, muy pocos podríamos prosperar en un lugar donde
tuviéramos que ser totalmente autosuficientes. Las enfermedades nos matarían a
muchos de nosotros, y parir, los accidentes, el hambre… Dependemos de otras
personas para que nos ayuden a progresar, sin importar lo invisibles que sean esos
millones de manos cuando cogemos una naranja en la frutería, nos tomamos una
pastilla para evitar una enfermedad cardiovascular o conducimos un coche a 64 km
hasta el trabajo por una carretera construida con dinero público.
No era consciente de hasta qué punto dependemos de los demás hasta que mi
páncreas reventó cuando tenía veintiséis años. Trastorno del sistema inmune, me

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dijeron. Lo sentimos. Tienes que inyectarte cinco o seis veces al día para sobrevivir.
El único motivo por el que sobrevivo es porque hay gente que crea insulina sintética
en un laboratorio.
Aquel héroe apocalíptico solitario de los ochenta en el que esperaba reflejarme
estalló junto con mi páncreas, porque incluso si asaltara todas las farmacias desde
aquí hasta el océano hasta el Fin de los Días, todo tiene fecha de caducidad de un año.
Si la sociedad moderna se va a pique, yo también, sin importar lo fuerte, lista o
espabilada que sea.
Estar al borde de la muerte todo el tiempo te proporciona mucha perspectiva. Soy
muy quisquillosa con los médicos, con los proveedores de la seguridad social y con
las farmacias. Les grito mucho, porque cuando necesitas algo para sobrevivir, no te
atienes a razones si parece que no vas a poder conseguirlo.
Me ha vuelto muy humilde, y me ha proporcionado una gran capacidad empática.
Está claro que ser mujer tiene desventajas en nuestra sociedad, pero durante casi
toda mi vida, hasta que entré en la vida laboral, podía fingir que era un tío, ya sabes,
una «persona de verdad» y no una de esas mujeres femeninas de las que todo el
mundo se burlaba como si fueran inútiles. No fue hasta que salí al mundo real,
alejada de mi acogedora ciudad natal y rodeada de extraños, cuando me di cuenta de
que había personas que me veían como una presa tan solo por ser una mujer, y que
había personas que asumían que me preocupaban cosas, o que hacía cosas, o que
quería cosas basándose por completo en mi género en vez de en lo que en realidad
podía hacer. Me ignoraron para un aumento de sueldo en el cine donde trabajaba
porque los gerentes tenían que aprender a manejar la cabina de proyección, y las
boinas pesaban treinta kilos. Nadie me preguntó si podía levantar treinta kilos (por
supuesto que puedo). Dieron por supuesto que no. Por lo que ni me consideraron.
(Me enteré de esto más tarde. Las cosas cambiaron y algunas mujeres se abrieron
paso tras ser tremendamente insistentes, pero nunca se me ocurrió que tendría que
pelear por algo para lo que estaba sobradamente cualificada. Al fin y al cabo, todavía
creía que era un hombre blanco).
Aquella fue la primera vez que comprendí que iba a estar en desventaja en el
trabajo, y que iba a tener que trabajar algo más duro que el resto para destacar lo
mismo. Yo tenía varias ventajas, pero pronto aprendí que tendría que comunicarlas.
Nunca olvidaré aquel día en que mis padres acudieron a un restaurante de lujo
con nosotras de pequeñas y recibieron un servicio pésimo. No vestíamos
precisamente como la realeza y mi madre me dijo que nos habían tratado mal porque
parecíamos pobres, por lo que el camarero supuso que dejaríamos una mala propina.
Sabiendo que volveríamos la noche siguiente y que era probable que nos tocara el
mismo camarero, mis padres dejaron una generosa propina. Pensé que esta pequeña
demostración de psicología inversa era una estupidez. Pero la siguiente noche, para
mi gran sorpresa, tuvimos al mismo camarero, y el camarero fue amable con
nosotros. «Siempre que la gente crea que tienes dinero», me dijeron mis padres, «te

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tratarán muy bien».
«Tener dinero», influencia o algún otro tipo de ventaja invisible siempre será
invisible en tu primera interacción a menos que vayas a todas partes vestida como
una celebridad. Por lo tanto, tal y como hicieron mis padres, tienes que comunicarlo
lo antes posible en cada nueva interacción. La gente te verá primero como una mujer,
o como alguien de color, o como una persona pobre, o si vas por ahí de la mano con
alguien de tu mismo sexo, como una persona gay, y tendrás que pelear por cada
centímetro de respeto.
Podría fingir que la legislación concerniente a las opciones reproductivas o a la
salud en general de la mujer no me afecta. Podría fingir que no importa si creemos o
no que las personas no blancas o las personas queer son, ya sabes, personas. En
cuanto a ser queer, soy invisible, ya que estoy casada con un hombre, y en cuanto a
no ser blanca, bueno, soy blanca, así que a quién le importa, ¿no? Pero todo lo que
tengo que hacer es recordar cuando la gente da por supuestas cosas sobre mí
basándose en películas malas y en basura televisiva, y cuando asumen apreciaciones
culturales indignantes y enquistadas sobre las mujeres, o las personas queer, o gente
con enfermedades crónicas, y entonces me doy cuenta de que estoy jodida. Soy una
de esas a por las que van.
Cuando la gente dice que no deberíamos tener una sanidad universal porque los
pobres no merecen vivir, me acuerdo de que esa misma gente cambiaría de opinión si
se produjera una catástrofe sanitaria. Pero ayuda si algunos de nosotros se lo
recordamos.
Necesito mucha gente para mantenerme con vida. También reconozco que tengo
que hacer cosas para darles apoyo, porque no somos nada sin los demás. Es una
posición sobre la que podría callarme, o esconderme bajo la manta, por miedo a, no
sé, gente enfadada enviándome correos electrónicos o perder ventas de libros, pero
seamos sinceros: la gente que cree que las mujeres y las personas no blancas no son
humanas es muy probable que no sean los que vayan a leer un libro de los míos.
Pasé mucho tiempo tratando de permanecer callada para no cabrear a nadie. Era
patético. No sirvió para nada. Aun así vinieron a por mí. Incluso fue más fácil
despreciarme, ignorarme, dar por supuesto que no era más que alguien sobre la que
todos podían pasar por encima y escupir basura sexista y racista sin que nadie les
llevara la contraria.
Pero asentir y sonreír ya ha pasado a la historia. Facilita que la gente te encajone
y te mande a paseo. Además, solo me siento viva de verdad cuando doy por saco a la
gente.

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La novela de terror que nunca tendrás que vivir:
sobrevivir sin seguro médico
Hubo un tiempo antes de la Ley de Protección al Paciente. Antes de que el gobierno
subvencionara la seguridad social, y antes de que todos tuviéramos cobertura
garantizada sin importar nuestras condiciones médicas. Crecí en esa época, y casi me
destruye.
En 2005 era una robusta mujer de veinticinco años que vivía en Chicago y
trabajaba como asistente de proyectos para una empresa de arquitectura e ingeniería.
En el otoño de 2005 comencé a perder peso.
Imaginé que se trataba de algo positivo. Hacía mucho deporte. Comía sano.
Perder peso se convirtió en algo más… fácil. Estaba bien. Tras tantos años haciendo
ejercicio sin cesar para conseguir tener una talla aceptable, no tenía que pensar más
en perder peso. Sin embargo, según pasaban los meses, experimenté otros problemas.
Comencé a tener infecciones de hongos. Infecciones que solo podían curarse con
prescripciones médicas, no con las típicas medicinas sin receta. Me sangraban las
encías al lavarme los dientes. No un poquito de sangre, sino escupitajos
sanguinolentos. Tenía sed todo el tiempo, hasta el punto de que apenas podía
sobrevivir a un vuelo de cuarenta y cinco minutos hasta Indianápolis sin un té o un
zumo a mano. Creía que iba a morirme si no podía beber un buen vaso de algo cada
hora. Y cuando tuve pelos encarnados que formaban pústulas en mi cuerpo, tuvieron
que punzarlas y drenarlas. Según pasaban los meses, los síntomas empeoraban. Las
infecciones sinusales se agravaron. Cuando fui a varios médicos de urgencia y les
dije que siempre estaba agotada y que contraía extrañas infecciones, me dijeron que
se debía al estrés.
De hecho, estaba tan cansada que no podía salir de la cama para llegar al trabajo a
tiempo. Comencé a sentirme confusa y tenía dificultades para concentrarme. Mi jefe
tenía que llamarme la atención por cometer errores al introducir datos con los que no
tenía problemas antes. A veces llegaba arrastrándome al trabajo una hora tarde. ¡Una
hora tarde! Pero me sentía tan agotada y muerta de cansancio que no me importaba;
nada parecía importar demasiado excepto dormir y beber zumo. A la sed se sumó una
increíble voracidad. Tenía que comer un plato extra entre el desayuno y la comida.
Engullía hamburguesas y helado para comer… y seguía perdiendo peso.
Recuerdo estar recostada dentro de la bañera, sentarme, y sentir los huesos de la
columna contra esta. Dolía. No tenía el relleno habitual para protegerme de la dura
superficie. Era como habitar el cuerpo de otra persona. Tenía un seguro sanitario
«catastrófico» con mi contrato, así que cuando iba al médico con estas quejas siempre
era a sitios baratos, como cualquier centro de urgencias veinticuatro horas o a
Planned Parenthood. Tenía 2.500 dólares de deducible, por lo que todo estaba fuera
de mi alcance. Tenía veinticinco años, ganaba 40.000 dólares al mes y vivía en

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Chicago; después de pagar el alquiler y el préstamo estudiantil, no se me pasaba por
la cabeza gastarme un dineral en análisis. ¡Tenía veinticinco años! Seguro que no me
pasaba nada, tan solo era estrés. Nunca iba al mismo médico, así que nadie podía
conectar los puntos relacionados con mis distintos síntomas.
Mi cuerpo se rindió al fin un viernes tras volver de Indianápolis por un viaje de
trabajo. Salí del tren y me compré un perrito caliente ya que estaba hambrienta. Pero
me dio tal acidez que tuve que dejarlo. Me tambaleé hasta casa en el bus. Apenas
pude subir los tres pisos hasta mi apartamento. Estaba cansadísima. Llegué a casa y
bebí, y bebí, y bebí… agua, zumo y Gatorade. Y oriné, y oriné, y oriné. Era todo lo
que lograba hacer, tambalearme de la cama al baño. Tenía que sujetarme en el sofá
para no caerme.
En un momento determinado, mi compañera de piso y pareja de entonces me vio
de pie en el baño. Tan solo… de pie, mirando la puerta. Me llevó al sofá, donde
parece que comencé a convulsionar y a vomitar. Me desmayé y no estuve del todo
consciente durante las siguientes treinta y seis a cuarenta y ocho horas. Al despertar
en la UCI, un médico me explicó con paciencia que tenía una diabetes tipo 1, un
trastorno inmune que suele aparecer en los niños, y que por lo tanto nadie había
pensado en hacerme pruebas sobre esto a los veinticinco años. En algún momento del
año anterior, el sistema inmune había atacado a mi organismo y había comenzado a
matar los islotes pancreáticos que producían insulina. A partir de entonces no podría
sobrevivir sin cuatro o cinco inyecciones de insulina sintética cada día, y medir y
monitorizar con cuidado todo lo que como y mi actividad física.
Lo que no me contaron es que tener este trastorno inmune implica que fuera de un
seguro médico como empleada fija en una empresa, no podría asegurarme jamás. Y
que la medicación que me mantenía con vida iba a costarme entre 500 y 800 dólares
cada mes sin seguro. El viajecito a la UCI me costó unos 20.000 dólares junto a
varios miles más de las facturas que llegaban durante semanas tras salir del hospital.
Incluso con mi deducible de 2.500 dólares aún debía el veinte por ciento de la cuenta.
Y eso con seguro. Reí a carcajadas ante estas facturas. Reí y reí.
Cuatro meses más tarde, todavía recuperándome de la experiencia en la UCI y
adaptándome a una vida que dependía por completo de la medicación, me
despidieron del trabajo. Para mantener el mismo seguro médico por el que pagaba 60
dólares al mes a través de mi empresa, tenía que gastarme 800 dólares al mes,
pagados de mi bolsillo. Tuve que sacar todo el dinero de mi plan de pensiones para
poder pagarlo, ya que el desempleo eran solo 340 dólares a la semana (ya solo el
alquiler costaba 550 dólares al mes). Si pasaba sesenta días sin ningún tipo de seguro,
mi condición se consideraría «preexistente» y sería inasegurable de doce a
veinticuatro meses ni siquiera con un seguro de trabajo. Tenía que encontrar un modo
de pagar mi seguro médico. Seguro médico que ni siquiera cubría el cien por cien del
coste de mis medicinas. Así que eran 800 dólares al mes por mi prima más 300
dólares para cubrir una parte de las medicinas. Y esto solo para mantenerme con vida.

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Para mantener la cabeza por encima del agua.
Empecé a coger trabajos temporales, y tras pasar treinta días en ellos tenía
derecho a una mierda de seguro que técnicamente me cubría (así mi condición no se
consideraría preexistente), pero no cubría mi medicación, que todavía estaba pagando
de mi bolsillo aparte del alquiler. Me hice amiga de las tarjetas de crédito. Tenía
cuatro. Al final, esta situación se volvió insostenible, y en marzo de 2007 hice las
maletas y me fui a Dayton, Ohio, donde viví en una habitación en el piso de un
amigo, sin tener que pagar alquiler, mientras trataba de sobrevivir con insulina
caducada y comprobando los niveles de azúcar en mi sangre lo menos posible para
ahorrar las tiras de análisis, que costaban 1 dólar cada una, las cuales se suponía que
debía utilizar de siete a ocho veces por día.
Sin la agencia de trabajo temporal con la que había trabajado en Chicago volvía a
estar sin seguro mientras intentaba acumular las horas requeridas por mi nueva
agencia para tener derecho a su mierda de seguro, el cual, de nuevo, no cubría mi
medicación. Así que no importaba mucho lo que me gastaba en medicinas (por aquel
entonces, la mayoría del coste de las medicinas se acumulaba en una tarjeta de
crédito). Tan solo tenía sesenta días para volver a asegurarme, pero no conseguía
suficientes horas para tener derecho al plan de la nueva agencia.
Estaba enferma, la medicación funcionaba de forma esporádica ya que estaba
caducada, y mis tarjetas de crédito comenzaban a llegar al límite. Casi siempre estaba
desempleada y tan solo técnicamente no era una sintecho porque tenía un amigo que
me dejaba una habitación. Dejé de mirar el extracto de las tarjetas de crédito. Suponía
que estar endeudada era mucho mejor que estar muerta. Pero sabía que, si no tenía
suerte en algún momento cercano, iba a terminar muerta de todas formas.
Firmé con otra empresa de trabajo temporal, pero todavía quedaban sesenta días
para poder hacer uso de su seguro. Me torcí el tobillo y tuve que ir a urgencias. La
factura era de 800 dólares. Al recibirla, me limité a mirar y reír. Nunca pagué esa
factura. Tuve que volver a urgencias con un problema relacionado con mi DIU.
Aquella factura fue de 600 dólares. También me reí de esta y no la pagué.
Podía pagar las facturas de urgencias o pagar la medicación que me mantenía con
vida. Fácil elección.
La empresa de trabajo temporal me tuvo trabajando en un encargo de una
compañía local durante tres meses. Al final fui a la empresa de trabajo temporal y les
dije: «Mirad. No puedo pagar la medicación que me mantiene viva. O esta gente me
contrata o tengo que encontrar un puesto fijo en cualquier otro sitio». Fui a mi jefe y
le repetí lo mismo.
La compañía de trabajo temporal y mi jefe se reunieron (benditos sean) y mi jefe
asumió el total de mi contrato de la empresa temporal. Mi salario era solo de 32.000
dólares, pero no lo negocié ya que conseguí beneficios sanitarios desde el primer día.
Y las primas corrían a cargo de la empresa. Sí. La compañía pagaba el cien por cien
de los extras y no tenía deducible. Al instante pedí nuevas medicinas —las que me

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mantenían con vida— y no pagué nada.
Esa empresa me salvó la maldita vida. Mi cónyuge a veces se sorprende de que
todavía acepte encargos freelance de ellos, y de que no les suba las tarifas como hago
con el resto.
Es porque me salvaron la maldita vida.
Pero debido a que me salvaron la maldita vida, me consiguieron en condiciones
muy favorables para ellos. Llegados a este punto, las cosas estaban tan mal que
habría trabajado gratis. Me habría empleado solo por el seguro médico. De hecho, su
plan de seguros era tan bueno que solía generar bromas: «Oye, si me despides,
trabajaré gratis. ¡Pero deja que me quede con el seguro médico!».
Pero hoy toda esa mierda se ha acabado. Hoy no tienes que bromear con trabajar
gratis para una empresa para conseguir un seguro médico.
Hoy no tienes que hacer juegos malabares con ocho tarjetas de crédito para
conseguir la medicación que necesitas para sobrevivir.
Hoy, por primera vez en los Estados Unidos, puedes apuntarte a un seguro médico
sin importar el dinero que ganes, sin importar tu estado de salud. Incluso si tienes
cáncer o has tenido cáncer, o tienes alguna mierda de trastorno inmune como el mío.
No tienes que acostarte en un colchón roñoso en el sótano de un amigo con la
esperanza de tener un golpe de suerte antes de que la medicación caducada deje de
hacer efecto. No tienes que suplicarle a una empresa que te contrate solo por los
beneficios médicos.
Hoy no tienes que pagar 800 dólares mensuales para una cobertura mínima, y
sacar todo el dinero de tu plan de pensiones para vivir con medicación caducada. No
tienes que acumular facturas médicas en varias tarjetas de crédito. No tienes que
llorar cuando llegan las facturas de urgencias.
Puedes entrar en healthcare.gov y buscar un plan que se adapte a tus necesidades.
¿No te lo puedes permitir? No pasa nada. El gobierno ofrece planes de subsidio para
gente que no los puede pagar. No tienes que preocuparte por estar desempleado, sin
techo o muriéndote de algo tratable en un callejón.
No tienes que esperar a tener suerte, a que alguien te contrate y que un jefe
muestre clemencia. Tan solo limítate a vivir como un ser humano. Y te tratarán como
a un ser humano.
No deseo mi experiencia a nadie. Espero con fervor que nadie en los Estados
Unidos tenga que vivir jamás el miedo y el terror que yo experimenté durante ese año
entre 2006 y 2007 cuando todo mi mundo estalló en pedazos. Quiero que la gente
olvide lo que es vivir así. Quiero que crean que se trata de uno de esos relatos que
aparecen en una novela distópica de ciencia ficción. Y no quiero que sea una historia
que nadie en el país tenga que vivir de nuevo.

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Convertirte en lo que odias
A los dieciocho años vivía en un apartamento mugriento, lejos de casa, y con un
novio manipulador. Me sentía desamparada por completo en mi propia vida. A
menudo consideraba el suicidio. Más tarde sabría que tomar pastillas anticonceptivas
me causó un estado de debilidad depresiva que no podía quitarme de encima por
mucho que quisiera. Estar mentalmente fastidiada por la medicación y atrapada en
una relación cada vez más tóxica con un capullo me dejó con la sensación de que no
tenía control sobre mi propia vida.
Así que decidí ser otra persona.
Hice lo que hacían muchos adolescentes, cuando sentían descontrol y desamparo
en sus vidas a finales de los años noventa:
Me creé un personaje online.
Llamémosle Adam, para simplificar las cosas.
Adam tenía varios años más que yo. Tenía confianza en sí mismo. Alto. Fibroso.
Arrogante. Soltero, claro. Era un escritor divertido, y tras charlar con varios escritores
de ciencia ficción y fantasía en un foro online durante seis meses, le propusieron
editar una revista online, lo cual hice durante los siguientes seis meses.
Ser Adam era una forma de escape fabulosa de mi vida de mierda. Era el único
lugar donde podía sentir confianza en mí misma, porque era otra persona. Pero
concederme aquel chute de confianza implicaba engañar a mucha gente. Ligar con
mujeres que creían que era un hombre atractivo de veintitantos (y puede que muchos
fueran tipos de cuarenta y tantos fingiendo ser mujeres) y contar historias sobre una
vida que desde luego no tenía. Y lo hice con muchas personas que eran abiertas y
sinceras conmigo. Sin embargo, era el Salvaje Oeste de Internet y no me lo tomaba al
pie de la letra. En los inicios de Internet aprendí que durante aquella época podías
tener más seguridad en ti misma y que te tomaran más en serio ahí que en cualquier
otro sitio. Recuerdo meterme en conversaciones con gente en foros online con quince
años, y que me hablaran como si fuera adulta. Era adictivo. Era una forma de escape.
Era genial.
Todo era una mentira.
A ver, para ser sincera, Adam no decía cosas como la persona anónima de Internet
que se hace llamar Requires Hate, a veces crítica, a veces despotricadora, que se hizo
conocida por decir que a tal y a cual autor les tenían que tirar ácido en la cara, o que a
este y a aquel había que cortarles el pene, pero, como Adam, hablé con varios
escritores (¡y entrevisté a algunos!) y edité relatos. Iba por ahí contándole mentiras a
la gente, porque era demasiado doloroso para mí ser alguien que no fuera un
personaje de ficción.
Al final escapé de mi horrible relación, y dejé de editar la revista, la cual cesó su
actividad no mucho después. Sin embargo, necesitaba a aquel personaje para

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sobrevivir aquel año y cambiar, y funcionó. Me recordó que había vida fuera de mí,
una vida que podía construir. Si tenía la fuerza para confiar en mí misma como
Adam, podía aprender a confiar en mí misma como Kameron.
Comencé mi blog en 2004, tras viajar por todo el mundo y sacarme un par de
sonoras titulaciones académicas. Había salido y había construido la vida que quería, y
estaba lista para ser yo. Pero antes tenía que convertirme en alguien a quien no odiara
para conseguir el resto.
Me he pasado casi una década aprendiendo a controlar mi ira, mi resentimiento y
mi odio hacia la gente, las situaciones y las gilipolleces. De adolescente solía
meterme en peleas a grito pelado. Perdía los nervios cuando escuchaba a la gente
alzar la voz. Saltaba, atacaba y pateaba a la gente. No fue hasta que cumplí veintisiete
o veintiocho años cuando entendí que quería una verdadera relación saludable que
fuera duradera, y que si quería lograrlo, tenía que aprender a tener paciencia,
compromiso y disciplina.
Tenía que aprender a calmar la ira que me dominaba. Tenía que aprender a
reconocer de dónde venía, y dejar de intentar destruir a la gente con ella. Descubrí
mis límites. Me di cuenta de que era muy introvertida y que cuando llegaba al punto
de perder los papeles, en vez de ello tenía que calmarme, retirarme a un lugar oscuro
y controlarme. Me di cuenta de que gran parte de mi rabia surgía de la ansiedad y el
miedo. Una vez me desprendí de situaciones sociales agobiantes, me resultó mucho
más sencillo controlar la situación.
Pero todo esto llevó tiempo.
Tenía que madurar mucho.
Todavía me enfado a menudo. Uso rabia táctica en muchos de mis ensayos. Pero
cuando pierdo los nervios, tiene un propósito. Ya no es rabia ciega en Internet. La
seguridad en mí misma me ayudó, pero sobre todo fue madurar; fue contraer una
enfermedad crónica; fue descubrir que la vida que vivía no era la que yo quería, y
cambiarla.
Tuve la suerte de lograrlo. Tenía los recursos a mi alcance. Mis padres eran de
clase media. Tengo títulos académicos. He trabajado de forma regular desde los
dieciséis años. Soy blanca, soy razonablemente presentable, mis limitaciones físicas
no son evidentes.
Escogí cambiar mi vida y, con estos recursos y mi propia voluntad, fui capaz de
lograrlo. Pero supuso un esfuerzo aprender a no arremeter contra todo con odio.
Aprender a ser alguien que me gustaba.
Al principio de escribir en mi blog, cuando se llamaba Brutal Women, dije justo lo
que pensaba sobre el repugnante sexismo que veía en los libros. Me llegó más de un
correo electrónico o comentario de algún autor enfadado que pensó que, al haber
herido sus sentimientos por denunciar que había escrito un libro sexista, había
cometido algún tipo de crimen, como si le hubiera amenazado con un cuchillo,
cuando había sido su propio ego lo que le había conducido a buscarse en Google y a

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encontrar mi crítica, y sus ojos los que la habían leído, y sus dedos los que habían
escrito el email que me envió para contactar conmigo y escuchar mi opinión de
nuevo, esta vez de primera mano y por petición suya, en su propio buzón de entrada.
¿Escribirme correos para discutir si tu libro es o no es sexista cuando ya lo había
dicho online? Menuda estrategia, amigo mío.
Dicho esto, el tiempo cura las heridas. Dolores percibidos. Heridas percibidas. O
por lo menos cicatrizan superficialmente. Y yo, por lo menos, hoy en día considero a
toda esta gente «compañeros».

Aunque he reducido muchísimo aquellas críticas honestas, a veces las echo en falta.
Como también echo en falta decir lo que pienso en realidad. Mentiría si te dijera que
a veces no considero crearme otro personaje, un pseudónimo, que pueda soltar la
verdad rabiosa, cegadora y arriesgada que quiero desparramar por Internet algunos
días.
Pero entendí que esto es mi carrera. Soy una adulta. Me aguanto. Me guardo el
pseudónimo para otro día.
Sigo adelante.
Al haber estado al otro lado de la línea divisoria de la reseña, tengo una relación
particularmente saludable (¿?) con las críticas enfurecidas de mis propias obras, sobre
todo el tipo de críticas enfurecidas que han alcanzado el nivel de las de Requires
Hate, conocido por escribir críticas furiosas, repletas de odio y supurantes, tan
vitriólicas que eran terroríficas y entretenidas a partes iguales. Al final tuve que
bloquear a aquel crítico porque la gente no dejaba de darle retuits y aparecía en mi
timeline, y mi vida es demasiado corta para pasarla regodeándose en la mezquindad
de todo aquello. Y aun así, cuando Requires Hate reseñó God’s War no me supuso
problema alguno. La crítica se resumía en «Este libro es de un blanco tan obvio que
es blanquito blanco blancoso escrito por una blanquita» y yo en plan, bueno, sí, tienes
razón. No puedes discutir o gritar sobre ello. Y lo que quedaba enterrado y era útil no
era nada que no supiera ya. Me encogí de hombros y pasé página, porque, para ser
sincera, he leído críticas mucho peores de mis libros, y he escrito algunas reseñas
furibundas de libros de otras personas.
Soy una adulta con plazos para entregar novelas. Avanzo. Tengo cosas que hacer.
Las críticas de Requires Hate herían a los autores que las leían, claro (¡No hagáis
una ego-búsqueda!), y les quitaban las ganas a muchos lectores que quizá, de otro
modo, hubieran comprado los libros. Pero también herían al crítico, del mismo modo
que a mí me herían todas aquellas novelas sexistas que critiqué entre 2004 y 2006.
Comprendía la sensación, aunque me causara rechazo el modo de manifestarlo. Puede
que haya hecho que alguien perdiera algunos lectores, igual que una reseña negativa
en cualquier blog, pero no arruinaba la carrera de nadie. El daño no era un cuchillo en
la garganta, sino sentimientos heridos al señalar fallos obvios para el entretenimiento
de una horda de lectores que buscaban el destrozo público del trabajo de alguien.

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Resulta que soy una niña grande, y si no quiero leer reseñas de ese tipo, no tengo
que hacerlo. Así que no las leí.
Bloqueé a Requires Hate. No leí el blog.
Seguí adelante.

A finales de 2012 descubrí un hermosísimo relato que me fascinó tanto que lo leí
entero en el teléfono móvil, escondida bajo mi escritorio en el trabajo para poder
terminarlo. Es el tipo de ficción que me gustaría escribir si tuviera suficiente talento.
Vi muchos de los mismos temas que me fascinan: la guerra, relaciones entre mujeres,
mundos de ciencia ficción que parecían más de fantasía. Pero la escritora sabía cómo
construir cada frase con mucha más belleza y pasión de lo que yo jamás sería capaz.
Era apabullante, doloroso, ver una escritura tan buena. Me enamoré al instante.
Resultó que toda la obra de aquella autora era igual: excepcional, intricada,
fabulosa. Voté por ella en el Campbell Award sin dudarlo un instante, y le dije a todo
el mundo que hiciera lo mismo. La seguí en Twitter. Tuvimos conversaciones
estupendas. Publicó tweets sobre abejas, maquillaje e historias hermosas.
Era fabulosa. La escritura era sublime. Estaba enamorada.
Todo era una mentira.

En 1967, una escritora llamada Alice Sheldon creó una nueva vida, un alias: James
Tiptree, Jr. Mantuvo esta ficción durante muchos años. Robert Silverberg dijo una
frase muy famosa sobre Tiptree: «Se ha sugerido que Tiptree es una mujer, una teoría
que me parece absurda, ya que hay algo ineludiblemente masculino en la escritura de
Tiptree».
Sheldon encontró un hermoso mundo particular en aquel personaje por muchos
motivos, entre ellos la confianza y la libertad que le otorgó. Cuando se descubrió que
era Tiptree en 1976 (los fans habían visto una carta de Tiptree sobre su madre, que se
estaba muriendo en Chicago, buscaron en el obituario e hicieron la conexión), dijo:
«Mi mundo secreto ha sido invadido y la atractiva figura de Tiptree —que era
atractiva para varias personas— ha resultado ser nada más que una vieja mujer en
Virginia».

Que la descubrieran fue devastador, pero el secreto, como todos los secretos, estaba
destinado a salir a la luz, y Sheldon seguro que lo sabía, del mismo modo que
Requires Hate cuando decidió comenzar a publicar ficción en los mismos sitios que
ella criticaba, entablando amistad con los mismos autores de los que se había burlado.
El castillo de naipes siempre se derrumba.
A veces estás preparado para ello. A veces has completado la transición y has
pasado página, como yo con Adam. A veces no.
Cuando los secretos se descubren, a veces la gente se siente traicionada. Estoy
segura de que Silverberg se sintió como un tonto, es posible que igual que cuando me

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sentí engañada al enterarme de que la escritora que escribió la ficción que tanto me
gustaba era la misma que derramaba veneno por Internet. Tuve suerte de poder
asimilar el incómodo conocimiento de que muy probablemente fuera la misma
persona durante meses antes de que se confirmara. Me dio tiempo para digerir la
rabia, claro, pero más que eso, para el duelo. Sentí en mis carnes el luto de un
personaje online al que había cogido afecto durante dos años. Era como perder a una
persona real.
La idea me llegó por la propia autora en una conversación privada en Twitter
donde me decía que alguien intentaba establecer una conexión entre ambos, y cuando
admitió conocer la reseña de Requires Hate sobre God’s War sentí una punzada de
tristeza, porque el tipo de escritora que pretendía ser online no era el tipo de persona
que conocería esa crítica.
Pero Requires Hate sí. Porque Requires Hate la había escrito.
La manipulación fue impecable. A menudo me pregunto si Requires Hate tiene un
trabajo diario, porque déjame que te diga, me da la sensación de que todo eso es
agotador.
En Internet nadie sabe quién eres en realidad. Puedes ser quien quieras. Pero
algunos damos mejor el pego que otros.
En el fondo de mi corazón, esperaba que todo quedara en el olvido. Dios sabe que
gente como Harlan Ellison lleva años diciendo las cosas más imbéciles, abusivas y
repletas de odio y a nadie parece preocuparle una mierda, incluso atacan a otro autor
en escena. Pero por algún motivo a la gente le molestó muchísimo que una mujer que
se quejaba con rabia en Internet para el entretenimiento de unos pocos cientos de
personas pudiera tener éxito por lo bien que escribía.
De algún modo, inducir a que todos pensaran que era una persona agradable era
un terrible crimen contra la humanidad, como si todos no hubiéramos fingido ser otra
persona en Internet desde que existe el puto Internet.
El doxing —revelar información personal de alguien en Internet— para mí
siempre suena a castigo. Suena a rabia. A luchar contra el odio con más odio. A
quemar a alguien para sentirte mejor. Es alguien que grita con mucha rabia que, si
ellos no pueden ser felices, nadie lo será. Es gritar como un recién nacido, porque
alguien que dijo que sus galletas eran una basura está ahora haciendo galletas.
Suena como un puto capullo amargado.
La vida es un juego. Hay gente que lo domina. La vida, tener éxito en la vida,
consiste en manipular, en ser el mejor, en tener conexiones y redes de contactos.
Cualquier blanco rico te lo asegurará con orgullo. Muchos de los escritores que
defendemos como absolutos parangones del género son racistas misóginos declarados
que han hecho cosas mucho peores que escribir una crítica enfurecida en Internet o
preguntar a alguien en un correo electrónico qué opina de su libro. Son personas que
han abusado físicamente y acosado a mujeres durante años, que han pellizcado
traseros, han violado mujeres, le han dicho a autoras que no valen ni la mierda de sus

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zapatos, y compramos sus obras. Celebramos su trabajo. Los metemos en listas de
lectura y decimos: «¡Sí, Lovecraft es racista, pero es un producto de su época!», y
creamos premios con su busto.
Creamos excusas para los hombres. Dejamos sitio para los hombres.
Deberías seguir siendo Tiptree. No eres la misma si eres Sheldon. Sheldon solo es
una anciana de Virginia. Podemos quemar a Sheldon y eliminarla.
La verdad es que muchos escritores son unos capullos. No son gente con la que
quieres salir a tomar el té. En general, no me gusta la gente. Es agotadora. No quiero
ser amiga de Harlan Ellison, Larry Correia o de Orson Scott Card. Nick Mamatas ha
sido uno de los mayores trolls en el género durante diez años, y nadie le ha metido en
una lista negra o ha hecho una recogida de firmas, y cuando baja el medidor de
idioteces, también puede ser terriblemente entretenido en Internet.
Pero son tíos, y es lo esperado. Lo normal es que sean capullos. Liantes de
broncas. Les excusamos a ellos y a su comportamiento.
Somos imbéciles por hacerlo. Pero lo hacemos.

Hay mucho odio en el mundo. Mucha ira con aires de superioridad. Escupimos
palabras a la gente, y decimos cosas como: «¿Quién cojones te crees que eres?». Nos
enfadamos por sentirnos heridos, por sentirnos engañados, cuando la mejor forma de
responder cuando alguien juega de forma magistral es, simplemente, esta:
«Bien hecho. Eres una escritora sobresaliente. Te deseo éxito en tu carrera».
Decimos estas mierdas porque somos putos adultos. Porque alguien escribe bien.
Porque no estamos aquí para ser coleguitas. No me gustan muchos escritores. Pero si
su escritura no es basura la leo bastante a menudo. La identidad puede que sea una
mentira. Todas lo son. Joder, ¡la obra puede que sea mentira! Pero no estamos
enamorados de los píxeles en Internet; no estamos enamorados de las ideas de las
personas y de sus nimias peleítas para rascar un poco de atención. Estamos
enamorados de las obras.
Boicotea lo que te plazca. Enfadaros conmigo por engañaros, vosotros cuatro, los
escritores que entrevisté cuando era Adam, pero si vais a meter a la gente en una lista
negra por ser falsos, o por dar su opinión en Internet, o porque os envían su opinión
por email cuando la pedisteis, entonces metedme a mí también en la lista negra.
Nuestros actos tienen consecuencias. Me parece muy bien, y te apoyo cuando
dices: «Que le den, no voy a volver a leer a ese capullo, no voy a dejar que se una a
mi club, y voy a cortar todo contacto». ¡Totalmente justo y saludable, incluso
deseable! Pero, ¿ir más allá y alzar las horcas y las antorchas para destruir a alguien?
Quizá plantéate por qué estás dispuesto a quemar vivo a alguien. ¿Es porque te han
puesto un cuchillo en la garganta, o porque estás cabreado y herido porque dijeran
algo que es cierto? ¿Estás enfadado porque te engañaron? ¿Porque tienen talento?
¿Porque desempeñaron bien su papel? ¿Quieres devolverlo reduciendo todo a cenizas
por odio, por venganza, como un puto capullo?

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El abismo, amigos míos. No lo miréis demasiado. Podéis escoger ser la persona
que queréis ser, así que hacedlo con prudencia.
Porque dejad que os diga una cosa, para conseguir lo que queréis —la lista negra,
la prohibición, la quema, acabar con el éxito de otro ser humano, transformarte en
todo aquello que odias— se necesita muy poco.
Tan solo se necesita odio.

Postdata: Las notas complementan el contexto de este artículo[24].

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Dejarlo: sobre responder (o no) a la crítica
online[25]
A la gente le encanta señalarme las críticas negativas de mi trabajo en Internet.
Sospecho que es el mismo impulso que lleva a la gente a decir cosas tan extrañas
como: «Huele fatal. ¡Mira, huele!».
A todos nos gusta una buena rabieta. Compartir experiencias —ya sean de
indignación o inhalar algún hedor— nos acerca. Cuanto más intento alejarme de la
rabia online, más gente encuentro que se me acerca para picarme. Ya sea
etiquetándome en distintas redes sociales cuando comparten una crítica de mi obra, o
fans que me envían el link directo, las buenas, las malas y las malísimas respuestas a
mi obra no tienen problemas para encontrarme, sin importar lo grande que sea el
hoyo que cavo para salir de ahí.
He aprendido cuándo conviene leer y contestar, cuándo no hacer clic, y a alejarme
cuando se me acerca una muchedumbre. Lo cierto es que hay pocas cosas que se
hayan dicho de mí en Internet que no sepa, incluso si elijo no hacer clic en el enlace
para ampliar el artículo, o leer los comentarios. Si me he equivocado al decir algo, me
disculpo y me esfuerzo por mejorar. Si no aceptan la disculpa, debo seguir adelante,
porque hay muchedumbres que nunca quedan satisfechas. Saber cuándo disculparte y
cuándo se te tergiversa a propósito es una habilidad muy útil, y algo que aprendes con
práctica.
En realidad, las rabietas online (al contrario que las disculpas y seguir a otra cosa)
como respuesta a la crítica siempre terminan mal. A la profesional de relaciones
públicas Justine Sacco la despidieron sin aviso previo por haber publicado un tuit
racista. Le costó todo un año rehacer su carrera[26]. Al autor John Green le lincharon
por responder a un comentario de alguien en Tumblr que le llamó «rarito» porque
escribe libros sobre y para chicas adolescentes. Sacco ha explicado en repetidas
entrevistas que el tuit pretendía ser irónico. Green ha decidido pasar mucho menos
tiempo en Tumblr[27]. Fue todavía más espectacular cuando Anne Rice tuvo una
bronca con los lectores en la sección de comentarios de Amazon, y llegó a firmar una
petición para detener el «bullying» de los autores a través de las reseñas[28].
La gente ha dicho de todo sobre mí online, y muchas cosas me parecen muy
graciosas:

1. Soy una boxeadora profesional lesbiana (ojalá).


2. Odio a las mujeres y a los hombres.
3. Escribo ciencia ficción feminista porque está «de moda».
4. No soy una verdadera feminista / Soy una feminista de fachada.
5. Soy una abusona.

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6. Defiendo a quienes abusan.
7. Manipulo a la gente (niego sus experiencias vividas).
8. Ataco a otros escritores para hacer progresar mi carrera (consejito profesional: si
lo haces, es un método bastante malo para hacer progresar tu carrera).
9. No entiendo los roles de las mujeres en los movimientos de resistencia (todo lo
que hice fue sacarme un máster en este tema).
10. No creo que el abuso en Internet sea abuso real (¿qué?).

Y eso no es más que la selección de los grandes éxitos. Al principio de ver estas
locuras me dije a mí misma que no valía la pena enfrentarse. Si lo hacía, me
acusarían de presionar a los fans, que tenían todo el derecho a decir esas cosas sobre
mí. Y sabéis, estoy de acuerdo: la gente tiene todo el derecho a decir lo que quiera
sobre mí. Es algo que necesitas entender como creadora. No vas a «ganar» en
ninguna de estas discusiones. Siempre serás vista como la persona con más poder.
Porque estos ejemplos son inofensivos en comparación con el autor que se pasó
meses investigando a una reseñadora en Goodreads y se presentó en su casa para
enfrentarse a ella, o con el autor que fue al trabajo de un reseñador y le golpeó en la
cabeza con una botella de vino. Los autores todavía se comportan mucho peor que
sus lectores, y a menudo tienen los medios y el capital social para hacerlo; y encima
les pagan para escribir una historia sobre ello.
Eso no significa que a veces no me enfade. He descubierto que mi mejor defensa
contra estas cosas son otros lectores. Si escribo con mucha claridad online y declaro
mi posición de tal modo que sea complicado tergiversarla, quienes tratan de
manipularla con frecuencia son corregidos por otros lectores que han leído la misma
pieza.
El mejor ejemplo de esto fue un artículo que escribí sobre una conocida troll de
Internet que también se presentó con otro nombre como una nueva autora dentro del
género de ciencia ficción y fantasía (incluido en esta colección como «Convertirte en
lo que odias»).
En su conjunto, el artículo recibió una buena acogida, pero hubo un par de
personas que lo leyeron muy por encima o que leyeron un resumen que alguien puso
online donde me metían en el saco de «defiende a quienes abusan», y se notaba que
no se habían leído el artículo. Cuando Internet traza líneas, tienes que plantarte con lo
que dijiste, y retirarte.
Releí el artículo varias veces para asegurarme de que decía lo que yo quería que
dijera. Una vez satisfecha, tuve que admitir que había gente que seguiría
tergiversando el texto.
Durante los siguientes días vi que gente que había leído con atención el artículo
discutía con otros que no lo habían hecho. Yo no me metí. Y al no meterme y dejar
que mis palabras hablaran por sí solas recibí tres disculpas de personas —tanto online
como por privado— que habían publicado respuestas instintivas producto de una

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mala lectura del texto.
No tienes que intervenir en la discusión. Y este es el motivo:
Ciertos estudios han demostrado que cuando los políticos y los famosos niegan
haber hecho algo, la gente está más inclinada a pensar que sí lo hicieron. No puedes
decir «niego haber ido a Bolivia en septiembre». La gente pensará al instante «¿por
qué tiene que negar que fue a Bolivia? ¿Qué pasó en Bolivia? ¡Algo pasó en
Bolivia!». En vez de esto, tienes que hacer una declaración distinta, como: «En
septiembre, mi familia y yo lo pasamos genial en la ciudad de Nueva York. Nos
encontramos con mis amigos Prinisha y Paul y pasamos un rato fabuloso cenando en
un estupendo restaurante colombiano». Pasas de negar una historia (que se convierte
en la historia) a crear y compartir una nueva que al mismo tiempo consigue refutar la
primera sin repetirla y darle más combustible.
Este es un truco de relaciones públicas y comunicación que necesito trasladar a
mi trabajo como escritora. Por eso cuando le preguntan algo a un político, no suele
responder. En vez de ello vuelve a insistir en los puntos de su discurso. Nixon hizo
esto en un famoso discurso sobre su perro, Checkers, que sirvió de respuesta a una
pregunta sobre la mala gestión de los fondos de su campaña. En los medios que
cubrieron el discurso, Checkers se convirtió en la historia, no el problema de la
deshonestidad financiera.
He descubierto que mucha gente disfruta linchándote y tergiversándote porque no
te ven como a una persona real. Te has convertido en El Hombre. Al humillarte
sienten que pueden cantar victoria sobre todo lo que representas. He tenido gente que
me ha odiado de todos los bandos: extrema izquierda, extrema derecha, y todo lo de
en medio. También te conviertes en el centro de atención de gente infeliz, o que se
siente inútil. Te conviertes en el símbolo de todas las razones por las que se sienten
inútiles e infelices. Las feministas en particular reciben frecuentemente este trato,
sobre todo —aunque no solo— de hombres jóvenes y blancos. Los jóvenes blancos
entre dieciocho y veinticuatro años a menudo están descubriendo que la vida no es
tan sencilla como les prometieron. A mí también me ha pasado. Cuando te das cuenta
de que la vida no te va a dar el trabajo que deseas o la mujer que te quieres follar,
buscas a alguien a quien echarle la culpa, y las feministas son un objetivo fácil. Si las
mujeres fueran objetos serviles que se quedan en casa, habría más empleo para
jóvenes y más mujeres sin otra opción más que tener sexo con ellos por el sustento.
Sé que esta utopía del hombre blanco es estupenda para estos tipos, pero se trata
básicamente de la peor pesadilla para el resto. Y tampoco es tan genial para ellos,
pero no lo entenderán hasta dentro de mucho, si es que llega el día.
Basta decir que tampoco les convencerás de ello en la sección de comentarios
online.
Por eso hay tantas ocasiones en las que las declaraciones políticas no funcionan, y
la mejor respuesta es no responder.
El juego de odio online está amañado contra ti como mujer y como creadora. No

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digo que sea genial. No lo es. Es una mierda. Pero comprender este juego puede
ayudarte a sobrevivir. Cuando las cosas se ponen feas, tienes que ser capaz de
distanciarte y situarte por encima. Cuando escribí un artículo para The Atlantic contra
los seguidores de Gamergate y los Sad/Rabid Puppies, me pasé dos buenos días
silenciando a gente en Twitter como medida previsora. Incluso hubo un tipo que se
unió a mi Patreon para poder enviar un mensaje enfurecido sobre un tuit suyo que los
editores de The Atlantic habían incluido en el texto y que estaba dándole mala
imagen. Hay gente que me ha amenazado con acciones legales por injurias. Me
llamaron todo tipo de motes aburridos. Sabía que lo peor que podía hacer era
enfrentarme a cualquiera de ellos, porque si te enzarzas con uno, el resto huele la
sangre.
Silencié y silencié y silencié.
Y se abrieron.
Y se acabó.
A veces la muchedumbre es un sinsentido. Tienes que saber cuándo es mejor
plantarte con tus declaraciones y cuándo alejarte de la ola.
Los que vienen a por ti no están ahí para charlar. Han venido para apartarte de tu
trabajo.
En un curso de redacción creativa que di recientemente, me pasé toda una clase
hablando de cómo funcionaba el acoso online, y por qué se ha convertido en un
obstáculo profesional que cada artista, mujer en particular, debe aprender a
sobrellevar.
Cuando se pregunta a los trolls sobre por qué atacan a gente online, la respuesta
más común es «Para divertirnos». Anita Sarkeesian, la creadora de la serie de
Youtube Tropes vs. Women in Video Games, analizó sus propios trolls enfurecidos y
descubrió que muchos de ellos actuaban igual que si estuvieran jugando algo. Se
juntaban y se retaban a conseguir «puntos». ¿Te ha contestado? ¿Cuánta gente se ha
cabreado contigo? ¿Les has picado lo suficiente como para que te bloqueen? ¿Se han
marchado de su casa? ¿Les hiciste enfadar tanto como para que lloraran?
Estos son los puntos.
Trolear es un juego.
Conseguir que dejes Internet, que llores, que comentes lo herida que te sientes,
que abandones tu casa, o incluso (¡objetivo final!) que te suicides es la meta final
para la mayoría de los trolls online.
Porque para ellos esto es solo un juego. Es una forma de pasar el rato.
Mi planteamiento al combatir a los trolls online es entender quién es el troll. Los
estudios han descubierto que la mayoría de los trolls son puros sádicos. Literalmente
les causa placer molestarte. Veo que alguien online parece argumentar con seriedad
un tema conmigo y después se va por ahí a decir que está encantado con cómo ha
conseguido que responda, que «eche espuma por la boca», «enfadarme» o
«molestarme», sé que se trata de un troll en vez de una conversación real, y lo dejo

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estar. El sadismo se basa en el poder sobre otro, especialmente sobre alguien a quien
otros admiran, y el poder es una droga muy adictiva.
Por eso tiendo a tirarme de los pelos cuando veo a las víctimas de los trolls
publicar largos textos sobre lo mucho que les duele esta actitud, lo deprimidas que
están, cómo les quita las ganas de escribir, y cómo lloraron hasta quedarse dormidas o
deciden usar menos Internet. Lo cierto es que no estás logrando lo que querías: no
estás demostrando tu humanidad a otro humano. Tan solo estás diciendo a los sádicos
que lo que hacen funciona. Has entrado en el juego.
Mucha gente se enfada cuando señalo que hablar sobre lo mucho que hieren los
trolls es entrar a su juego. Muchos argumentan que debemos compartir el abuso que
recibimos online para que se sepa que es real, y conocer la pesadísima carga que
llevan las mujeres por alzar la voz en público. Por supuesto estoy de acuerdo en decir
y compartir la verdad. Si necesitas hacer un resumen sobre el odio un par de veces al
año o llevar la cuenta de las «amenazas de muerte recibidas», vale. Lo entiendo. Pero
si vas a hacerlo debes comprender que mucha de esta gente vive para ese resumen
sobre el odio recibido donde le das espacio en tu blog o en un tuit. De eso se trata,
gente.
De eso va el juego.
No me malentendáis, me encantaría que el discurso de odio que pretende inspirar
terror e incitar violencia tuviera consecuencias reales. Y si perseguimos el discurso
del odio online, también debemos ir tras él en la radio y en la televisión, incluidas las
grandes figuras públicas que disfrutan irritando a sus oyentes con la esperanza de que
quemen la Casa Blanca o una iglesia predominantemente negra, o se convertirán en
justicieros fronterizos que dispararán a inmigrantes.
Necesitamos abordar el motivo de que aquellos que buscan incitar al odio se
escondan tras la bandera de la «libertad de expresión» y por qué puedes esconderte
ahí cada vez que hablas online de pegar tiros en una iglesia de negros o matar a una
mujer, pero no cuando te refieres a hacer estallar un avión o pegar tiros en tu escuela.
Y mientras, vivimos en un mundo donde a alguien que amenaza con violar o
asesinar a una mujer por hablar en público se le contesta con un encogimiento de
hombros y el comentario de «los tíos son así» desde las fuerzas de la ley. Y tenemos
que aprender a sobrevivir en ese tipo de mundo.
Hace tiempo decidí que yo no iba a entrar en ese juego.
Ah, es cierto, alguna vez parafraseo un email ridículo, o menciono que tuve unas
cuantas amenazas de muerte durante mis primeros días online, pero, para ser sincera,
tras pasar una década entera construyendo un público para mi obra, no voy a darle esa
plataforma a un señor cualquiera que se pajea en su sótano ante la idea de conseguir
que las chicas lloren. No voy a darles páginas aquí, o píxeles allá, donde republicar
sus mierdas.
Van a tener que hacer algo que valga la pena de verdad con sus vidas para
destacar.

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Además, muchos actúan al reaccionar a esos impulsos. Por eso también
deberíamos empezar a ver cómo cubrimos los tiroteos, y los actos de terror y
violencia contra las mujeres. Sí, esto ocurre y no queremos eliminarlo, pero el modo
en que los medios cubren la violencia en este país a menudo otorga valor a la persona
que ha cometido el crimen. En vez de dar a conocer la vida de la víctima y llorar su
muerte, se nos presentan entrevistas en profundidad sobre el asesino. «¿Sospechaba
que…?», «¡Ay, no, no, siempre fue un chico muy educado!», etc. Nuestra obsesión
con los asesinos también se ha colado en los medios de ficción, con infinitas series de
televisión que tienen asesinos en serie como protagonistas (Hannibal, Bates Motel,
Dexter), o se pasan todo el capítulo intentando descubrir sus métodos y psicosis, a
menudo presentándolos no como personas hurañas y sin poder, sino como hombres
atractivos, afables e inteligentes.
En una convención intervine en un debate en el que una escritora dijo que había
dejado de escribir sobre antihéroes porque descubrió que la mayoría del público ya no
podía diferenciar entre un héroe y un antihéroe, y admito que yo también estoy
llegando a la misma conclusión.
Le estamos entregando nuestro tiempo, nuestra atención y las plataformas que
tanto esfuerzo nos ha costado construir a gente demasiado asustada y rabiosa para
construirse vidas que no impliquen destruir a los demás.
Y debemos dejar de hacerlo.
Hay muchos modos de silenciar a una mujer, y no todos ellos implican hacer que
se calle. A veces es suficiente con asegurarte que tú eres lo único de lo que habla.

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Cuando la rebelde se convierte en reina: cambiar
sistemas fallidos desde dentro
En 2007 escribí un ensayo titulado «Por qué escribir sin prejuicios raciales es como
escribir blanco» en respuesta a una publicación del autor de ciencia ficción John
Scalzi. Scalzi decía que él escribía sobre la raza en su trabajo «sin ser explícito».
Prefería usar pistas culturales y sociales para codificar la raza de sus personajes sin
describirlos como una u otra raza mediante identificadores como el color de la piel,
los rasgos o los peinados. En 2007, yo no era alguien a quien valiera mucho la pena
escuchar. Había estado en el taller de escritores Clarion y había publicado algunos
relatos, pero se me conocía muchísimo más dentro de los círculos feministas online
que dentro de los de ciencia ficción. A pesar de eso, su argumento me molestó ya que
conocía la perspectiva estándar que tanto yo como muchos otros lectores se suponía
que debíamos asumir. Así que en mi artículo señalé que la experiencia lectora
estándar para muchos de nosotros en los Estados Unidos es blanco y masculino, y
tratar de escribir «sin ser explícito» iba a dar como resultado a que los lectores
blanquearan el libro. Otras escritoras, entre ellas K. Tempest Bradford y Rachel
Swirsky, también señalaron esta falacia. Hubo debate. Se presentaron argumentos, y
todos nosotros, incluido Scalzi, terminamos cambiando el modo en que escribimos
como resultado de aquella discusión online.
Yo era una Doña Nadie, que alzaba la voz sobre un Alguien, y me escucharon.
Cuando los que tienen cierto poder escuchan, puede ser chocante. Te acostumbras
a gritar a las paredes. Cuando se dan la vuelta y cambian su comportamiento, puedes
dejar de gritar. Cuando lanzas un argumento convincente, consigues un resultado real.
Es importante tener voces ahí fuera dispuestas a señalar los errores o los puntos
ciegos que tienen los creadores. Es importante que estos escuchen.
Pero al dejar de gritar desde fuera del muro y trepar hasta el otro lado, ¿todavía
puedes conseguir un cambio real, o estás destinado a incorporarte a un sistema que a
menudo recompensa la escritura perezosa y el mal comportamiento?
En los últimos años he pasado de Doña Nadie a Alguien, y tras una década de
estar en el lado de la muchedumbre sin nombre de Internet he descubierto que los
lectores me han colocado al otro lado de la cerca. Ya no soy la que aúlla pidiendo
justicia. Soy la que la está cagando y a la que hay que dar un toque de atención. Soy
el problema. Soy El Hombre.
Es muy extraño despertarse un día y descubrir que eres El Hombre, porque no te
sientes para nada como él y no estás segura de qué hacer con todo este privilegio que
te ha concedido el público. Lo cierto es que pocas cosas de mi vida han cambiado en
este periodo de tiempo. No me siento más poderosa. Gano más dinero, pero casi todo
va para pagar las deudas que acumulé cuando era pobre y para viajar y dar charlas e
intentar vender más libros a fin de conseguir más contratos literarios. Mi vida parece

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un timo infinito. Una gran rueda de hámster de escritura, edición, mercado, repetir.
No fue hasta que alcé la vista de la rueda cuando pude darme cuenta de que mi
lugar percibido en la jerarquía de las cosas había cambiado, y necesitaba modificar la
percepción de mí misma para reconocer cómo me percibían los demás. He publicado
cinco novelas, y mientras escribo esto van a salir dos más en el próximo año y medio.
Me he convertido en alguien cuya voz llega más allá de mi pequeño círculo social del
mundo real a uno mucho mayor compuesto de lectores, fans y profesionales de la
industria. Si tienes más de mil seguidores en Twitter estás en el top del cinco por
ciento de usuarios. Y si vendes más de cinco mil ejemplares de un libro, estás en el
top del diez por ciento de autores publicados. Yo tengo ambas cosas, así que no
puedo sentirme tan inerme o no excepcional como solía sentirme.
Reconocer ese cambio ha sido… complicado. Me siento igual. Estoy igual.
Bueno, quizá estoy un poco más cansada.
La pregunta se convierte en qué se puede hacer para cambiar y mejorar estos
sistemas de poder y privilegio desde dentro una vez que has «llegado». Desde luego,
tengo una multitud de gente online que me dice a través de menciones y mensajes lo
que debo o no debo hacer. Lo complicado es cribar esas voces y descubrir cuándo has
hecho algo mal y cuándo la muchedumbre clama sangre porque eres un blanco fácil.
¿Quién es la siguiente Kameron Hurley gritándole a John Scalzi?
Cuando mi ensayo «Siempre hemos luchado» se hizo viral, una persona me
escribió para resaltar una frase problemática en ese ensayo que eliminaba a las
mujeres trans. Releí la frase y descubrí que tenía razón. Lo había hecho. Así que
reescribí la frase e incluí un guiño a las personas no binarias. No podía escribir un
buen artículo sobre la eliminación y luego ir y borrar a un grupo entero de mujeres a
las que se las elimina demasiado a menudo. Había hecho algo mal al contribuir a una
narrativa fallida, así que lo enmendé.
No soy perfecta todo el tiempo. Hay cosas que a menudo no veo. Escribo muy
rápido, con las fechas de entrega pisándome los talones, como todo el mundo. Pero
cuando digo algo inapropiado, o veo que algo que he dicho ha hecho daño, me
apresuro a disculparme y corregirlo. No siempre es suficiente para las personas que
han resultado afectadas. Lo entiendo. Yo he sido una de esas personas. Si en un libro
aparece una violación superflua, o que contribuye de algún modo a la cultura de la
violación, me decepcionaría tanto el autor como su trabajo. Es inevitable. Si alguien
me desprecia en una conversación, o me hablan con superioridad, o me hacen
mansplaining, me exaspero. Hay autores en mi lista de bazofia que no saldrán de ella
por mucho que intenten cambiar. Reconozco que yo también estoy en la lista de
bazofia de alguien, y nada de lo que haga podrá borrar el daño que causé. Tengo que
vivir con ello. Ellos también.
Quería creer que podría mantener mi estatus de no pertenecer al sistema incluso
cuando me beneficio del privilegio que me otorga ser escritora. No va a ocurrir. Por
muy fuera que creas que estás, por mucho que creas que eres la voz marginada que se

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enfrenta a El Hombre, lo cierto es que eres el Gran Villano en la historia de otra
persona, y el villano menor en unas cuantas más. Por cada cosa buena que hagas,
causas daño en otra parte.
Quizá estar cuerdo implica aceptar esta verdad, seguir adelante con ella a pesar de
todo y hacerlo lo mejor que puedas.
Pasé mucho tiempo carcomiéndome con esta pregunta: ¿es posible cambiar el
mundo desde dentro de un sistema corrupto, o te arriesgas a que te devore? He sido
un eslabón más de la máquina corporativa desde los dieciséis años, cuando conseguí
un trabajo administrativo en la oficina de aquella hamburguesería donde mis padres
habían trabajado toda su vida. Me familiaricé con las políticas corporativas cuando a
mis padres les echaron con un plazo de veinticuatro horas entre los dos despidos.
Dimití al día siguiente por solidarizarme, creyendo que mis padres estarían orgullosos
de mí. En vez de ello me dieron la brasa sobre qué había dicho al entregar la
notificación. ¿Había violado el acuerdo de confidencialidad? ¿Iban a perder sus
dividendos?
Mis padres comenzaron sus carreras en el mismo sitio: una pequeña cadena
familiar de hamburgueserías con establecimientos en Washington y Oregón. Fueron
ascendiendo desde pinches de cocina hasta subdirectores, directores, gerentes de área
y un par de títulos muy sofisticados durante unos años hasta el fin. Aquellos fueron
unos buenos años, que contrastan mucho con los recuerdos de mis primeros años de
niñez, en los que vivíamos de huevos rotos y macarrones con queso.
Pero cuando describo sus carreras desde las cocinas hasta ser vicepresidentes,
tengo que reconocer que fueron capaces de lograrlo por ser blancos. Mi padre fue el
primer gerente en contratar a una persona negra en la cadena de restaurantes, en
1977, y para hacerlo tuvo que obtener el permiso del presidente de la compañía. Mis
padres tuvieron oportunidades de las que otros carecieron, del mismo modo que yo he
tenido oportunidades que otros no han tenido. Sí, ha sido el trabajo duro el que me ha
traído aquí, pero me he beneficiado de un sistema que me dio cierta ventaja sobre
otras personas.
Lo cual me lleva a la pregunta: ahora que estoy dentro, me sienta o no así, ¿estoy
haciendo algo para que les resulte más fácil llegar aquí a quienes van detrás? ¿Estoy
potenciando ciertas voces? ¿Recomiendo libros que podrían pasar desapercibidos? ¿O
estoy perpetuando los mismos problemas de siempre, y las mismas narraciones de
siempre, al apoyar a escritoras a las que el sistema ya ha dado el privilegio de estar
ahí? Y, oh Dios, ¿puedo decir lo mucho que odio la palabra «privilegio»? Porque la
odio, y todavía la uso, ya que es un sustituto fácil para tantísimas cosas.
Lo que he descubierto durante mi camino hasta aquí es que no son solo ciertos
tipos de personas —clase media y media alta, blancos, hombres— quienes lo tienen
más fácil para llegar aquí. También son personas con cierto tipo de personalidad, y
creo que tampoco se habla lo suficiente de esto, mientras comentamos los distintos –
ismos y privilegios con P mayúscula. Convertirte en escritora, ser capaz de sentarte y

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redactar ensayos por dinero, exige la capacidad de persistir ante una increíble
cantidad de rechazos. Debes confiar en tí misma o tener cierta personalidad para que
cuando te digan «No eres lo suficientemente buena» respondas con un «Ya lo
veremos». Es necesario ser una persona con mucha confianza en sí misma y/o
implacable para aguantar veinte años de rechazos y no dejarlo. Tienes que ser una
rareza para que te escupan odio sin cesar durante años en Internet y en las críticas, y
seguir adelante.
Te puedo decir que debes aguantarlo, pero ¿cuántas estamos dispuestas a aguantar
esta basura tan solo para ganarnos la vida? Y, mejor todavía: ¿por qué cojones
tenemos que hacerlo? ¿Por qué esto tiene que ser parte del trabajo de escribir palabras
en una página?
Empecé a escribir porque era algo solitario e introvertido que podía hacer por mí
misma. Había pocas cosas que me gustaran tanto como sentarme ante un teclado y
aislarme en mis solitarias y alucinantes historias fabulosas que podía poner en
palabras y compartir con otros. Pero compartir virtualmente, claro, porque, ay, Señor,
yo no quería levantarme y hablar con personas y observar su reacción a mis historias.
Quería compartirlas en silencio, desde la distancia.
Estar dentro implica hacer cosas que no siempre me gustan, porque nadie te dice
que permanecer en el juego de la escritura es muchísimo más difícil que publicar tu
primer libro. Si no te han publicado un libro todavía, estarás resoplando con
indignación, pero si te lo han publicado, estarás asintiendo conmigo. Es más, si eres
un escritor con un libro que ha vendido poco, tendrás más obstáculos que si fueras un
autor novel. Y si eso no te hace estallar el cerebro, no sé qué lo hará. La posibilidad
de éxito de un escritor desconocido siempre sobrepasará el conocido fracaso de un
escritor cuya obra se ha vendido mal.
Joanna Russ, una de las escritoras de ciencia ficción más subversivas que jamás
he leído, dejó el juego de la escritura a principios de los años noventa tras décadas de
escribir y publicar ensayos y novelas de ciencia ficción feminista. Muchos dicen que
lo dejó por problemas de salud, y sin duda ese fue un motivo importante. Pero, con el
tiempo, comprendo por qué tantos escritores, sobre todo escritoras, tiran la toalla y le
dicen a la industria que se vaya a tomar por culo.
Para llegar hasta aquí trepamos por encima de un muro, y ahora que estamos
dentro descubrimos que hay más obstáculos, muros más altos, y no solo tenemos que
arrojar sogas al otro lado para ayudar a los demás a subir, sino que al mismo tiempo
debemos escalar estas nuevas paredes. Lo que nunca imaginé desde fuera era lo
complicado que era quedarse dentro.
Por eso entiendo que otros compañeros reaccionen mal debido al miedo cuando
también se les critica por historias problemáticas o tuits sacados de contexto, o cosas
comprensiblemente estúpidas que dicen cuando se les acerca la fecha de entrega,
cuando están enfermos o cuando no se toman el tiempo necesario para saber qué
puede herir. Lo comprendo, pero también he visto cómo controlarlo; cómo podemos

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transformar la crítica en diálogo, el juicio en debate. Creo en el potencial de la
multitud, incluso si estoy en desacuerdo con muchas de sus tácticas.
Porque, como he estado a ambos lados del muro, he visto que el cambio real
necesita que ambos lados se junten y tengan una conversación honesta. Un autor no
puede actuar como si estuviera en una torre de marfil, intocable, perfecta; y un Don
Nadie que se dedica a aullar como yo debe saber cuál es el final de la partida, y
cuando una disculpa y una promesa de mejorar es exactamente lo que esperabas.
A pesar de todo mi cinismo, creo en la bondad de la gente. Creo que podemos
conseguir un mundo mejor sin destruirnos. Creo que podemos mirar atrás, echar una
soga y subir a otros para que nos ayuden a seguir trepando, en vez de enfrentar en
solitario los obstáculos de un sistema fallido como hicimos algunas de nosotras.
La verdad es que no puedes cambiar un sistema desde dentro a menos que tú
también estés dispuesto a cambiar. Debes reconocer que estás aquí para facilitar el
camino a quienes vienen detrás, y que vas a derrumbar muros para que ellos no
tengan que treparlos. Y que debes amarles y darles la bienvenida, aunque no
entiendan lo mucho que peleaste, aunque vuestros caminos hasta este lugar hayan
sido distintos. Debes aceptar que te odien por estar delante de ellos. Debes aceptar
convertirte en esa persona que asocian al sistema. Debes aceptar convertirte en El
Hombre. Porque si eres el Gran Villano, si tú eres toda la maldad que hay en el
mundo, entonces quizá, solo quizá, es un mundo mejor que cuando destruiste a todos
los dinosaurios que te bloqueaban el avance.
No puedes evitar convertirte en el enemigo. Pero puedes ser menos que un
enemigo, un villano más agradable, una fuerza del bien y del cambio que se
desvanece en silencio ante el impacto de voces nuevas y más potentes a las que
ayudaste a pasar el muro. Puedes aprender a apartarte del camino, en vez de
bloquearlo.

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¿Terrorista o revolucionario? Sobre quién escribe
la historia[29]
Antes de ser elegido democráticamente presidente de Sudáfrica y de convertirse en
un símbolo de la resistencia pacífica, Nelson Mandela fue un terrorista.
Esto no es retórica o una declaración incendiaria adrede. Es un hecho. El gobierno
de Sudáfrica y el de los Estados Unidos, entre otros, definieron el Congreso Nacional
Africano, el partido al que pertenecía Mandela, como una organización terrorista, y
Mandela y sus compañeros fueron terroristas. Me pasé casi dos años en Sudáfrica
estudiando los movimientos de resistencia sudafricanos. He visto los titulares de las
noticias. Me he metido hasta el cuello en la narración.
Pienso mucho en esto cuando veo las noticias. Pienso mucho en quién escribe la
historia, y en como quién es el bueno y quién es el malo puede cambiar dependiendo
del día y del nuevo enemigo. Saddam Hussein era nuestro querido amigo en Iraq,
donde combatía a los malísimos iraníes, que habían capturado nuestra embajada. Era
nuestro querido amigo hasta que lo dejó de ser, y entonces nos enzarzamos en una
guerra contra él. Osama bin Laden recibió entrenamiento de la CIA para combatir al
ejército soviético. Su familia le recibió como a un héroe, y se le consideró un
elemento valioso para los Estados Unidos[30]. Y si alguien quiere imaginar cómo
hubiera sido la narración de la Guerra Civil de haber ganado el Sur, pasad un tiempo
charlando sobre la «Guerra entre Estados» en el Sur profundo.
Las narraciones cambian a una velocidad sorprendente dependiendo de quién y
cómo cuente las historias.
Esto no es una excusa para nada de lo que han hecho los tiranos de la historia,
pero es importante recordar desde aquí, en los Estados Unidos, que gran parte de lo
que hemos hecho y de lo que hacemos es despótico. Los Estados Unidos
bombardearon un hospital de Médicos Sin Fronteras en Afganistán y asesinaron a
diecinueve personas[31]. ¿Acaso no es eso un acto de terrorismo? Mandela también
hizo estallar muchos edificios. Los colonos americanos desplegaron tácticas de
guerrilla en la lucha contra los británicos. Éramos gente engreída y arrogante que no
sentía aprecio por los impuestos, así que fuimos a la guerra por ello. Menos mal que
ganamos, o esa historia habría sido distinta. Se cometieron actos reprobables durante
la guerra por la independencia. Se cometieron actos horribles durante la colonización
de nuestro país. Llevamos a cabo un genocidio contra todo un pueblo. Encerramos a
gente en campos de concentración. Éramos un malvado imperio esclavista. La Casa
Blanca, el símbolo de las supuestas democracia y libertad, fue construida por
esclavos.
Pero somos los buenos, ¿no?
Lo cierto es que quién es bueno y quién es malo depende mucho del ganador, y

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del punto de vista desde el que escribamos. Esto se me ocurre porque veo con qué
desesperación queremos ponernos a nosotros, a nuestra historia y a nuestro
patrimonio en cajitas perfectas etiquetadas con bueno y malo. Esto es especialmente
tóxico para quienes, como yo, han crecido en un país que otorga privilegios a los de
piel blanca sobre el resto, y que ha establecido de forma agresiva que cuanto más
pálida sea tu piel, más privilegios tienes. Los sistemas de racismo, sexismo y
opresión no son sistemas que escojamos, sino que los heredamos y somos
responsables de perpetuarlos, o no. Cuando escucho una y otra vez «es un producto
de su tiempo» como excusa para actitudes intolerantes le recuerdo a la gente que
siempre ha habido quienes en cada época que no estuvieron de acuerdo con los
sistemas intolerantes en los que nacieron y que pelearon contra ellos de forma activa.
La cuestión es ¿qué somos nosotros? ¿Estamos dispuestos a plantarnos ante estos
sistemas, o diremos que es algo que nos queda demasiado grande? Sin duda, el
apartheid daba la impresión de ser un sistema imposible de derrocar sin una
revolución sangrienta. Y los británicos todavía eran los colonizadores más temidos en
el mundo cuando las colonias americanas se libraron de ellos.
Estos sistemas se fundamentan en historias sobre su inevitabilidad, sobre su
poder, sobre su legado duradero. Contamos historias sobre nuestra propia opresión
para que la opresión parezca una inevitabilidad biológica. Se creó toda una retórica
alrededor de la raza para justificar la esclavitud de las personas negras en América,
igual que hoy vemos toda una retórica dedicada a justificar que las mujeres no son
adecuadas para nada más que ocuparse de los bebés y tareas domésticas. Nacemos y
crecemos escuchando estas historias, y las internalizamos como ciertas.
Pero internalizar una historia no la convierte en verdad.
Cuando digo que debemos cuestionar la maldad, y nuestra narración de terror y
de miedo, en realidad estoy diciendo que debemos cuestionar nuestra propia
autonarración… y la de las sociedades en las que hemos crecido. Porque solo al
desafiar estas narrativas podremos conseguir un cambio efectivo en el mundo.
Por lo tanto, ¿quiénes somos si todas las historias son ficción? ¿Quiénes somos si
lo que es monstruoso o heroico tan solo es cuestión de quién está contando la
historia? ¿Quién tiene nuestra historia?
Nuestras historias deben pertenecernos. Debemos contar nuestras verdades. Sin
esto, nos convertiremos en víctimas de la retórica de nuestros gobiernos, del tribunal
de la opinión pública, y, de forma inevitable, de la historia que otros perpetúan.
Por eso escribo. Por eso sigo hablando. Por eso perduro. Porque si no cuento mis
historias, nadie más lo hará.

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Renunciar al cielo[32]
Hace poco salí a caminar por el parque, y terminé el paseo de ocho kilómetros en un
prado abierto, sentada en una silla Adirondack que me obligaba a mirar el cielo.
Durante un largo instante me quedé paralizada ante las mullidas nubes ondulantes
que se desplazaban despacio por el cielo azulado. ¿Cuándo fue la última vez que me
detuve a mirar, a contemplar, el cielo? Estoy en la mitad de la treintena, y me
precipito a gran velocidad hacia la mediana edad, cuando todavía siento que acabo de
empezar a vivir de verdad a los veinte.
Recuerdo estar dispuesta a abandonar mi casa a los trece, frustrada por la falta de
autonomía legal y mis cariñosos pero preocupados padres que solo nos permitían
jugar en la casa de los vecinos unas pocas horas. Mi bisabuelo se fue de casa a los
trece años y viajó por el país colándose en los trenes, y se ganó la vida de limpiabotas
y con trabajos esporádicos. Desde luego que mi vida era muy distinta.
A los diecisiete intenté irme de casa amigablemente, ya que imaginaba que estaba
cerca de la edad legal de emancipación, pero mis padres (con razón) insistieron en
que tenía que cumplir dieciocho antes de irme. Cuando conseguí marcharme estaba
que me subía por las paredes por lograrlo. No porque tuviera una vida hogareña
terrible o mis padres me odiaran; todo lo contrario. Era consciente de que mi infancia
había sido una burbuja construida con esmero para evitar todo el conflicto y la
infelicidad posible, y sabía que mi aislamiento del mundo real implicaba que no tenía
ni idea de lo que yo era capaz. No sabía qué podía hacer, o si podía enfrentarme a los
problemas reales. ¿Podrías decir que eres fuerte si nunca has tenido que serlo?
Mi primer año fuera de casa, como era de esperar, fue un fracaso espectacular.
Abatida por una seria depresión inducida por las píldoras anticonceptivas y tratando
con desesperación de abrirme paso como recepcionista mientras iba a clases en el
centro de formación profesional, mi relación con mi loco y desviado novio del
instituto también acabó por estallar. Su abuela dejó de darle dinero y se marchó para
unirse a los marines, dejándome con un apartamento que no podía pagar yo sola y un
coche que no estaba asegurado. Me llegó una multa de 500 dólares por conducir sin
seguro y me cortaron la línea del teléfono porque no pagaba las facturas, y entonces
supe que el desahucio era lo siguiente. El aviso en la puerta no me sorprendió.
Caminé un kilómetro y medio hasta la cabina telefónica más cercana y usé las
monedas que había rescatado de debajo de los asientos del coche para llamar a mis
padres y les pedí que condujeran cinco horas y media para venir a buscarme. Empeñé
todo lo que pude, y mi padre y mi hermano vinieron a recoger el resto. No dijimos ni
una palabra sobre mi fracaso en la vida adulta. Ni siquiera un «Te lo dije».
Descubrí exactamente dónde se encontraban mis puntos ciegos. Nadie me había
enseñado a organizarme con el dinero o enfrentarme a los conflictos de pareja. No
tenía ni idea de cómo administrar mis finanzas o contactar con potenciales

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compañeros de habitación. Nunca antes me había registrado para alquilar películas.
No tenía ni idea de qué servicios eran públicos y por cuáles debía pagar. Y ahí estaba
yo con toda esa educación y esa supuesta «inteligencia» que la gente había alabado
desde que era pequeña, pero no tenía ni idea de cómo cuidar de mí misma en el
mundo real. No tenía ni idea de cómo funcionaba el mundo real.
A veces me pregunto qué habría ocurrido si mis padres no me hubieran acogido
entonces. ¿Habría terminado en la calle o habría encontrado una habitación y
perseverado? ¿Estaba preparada mentalmente para ello? Es muy probable que
mientras estaba deprimida no. La lección que aprendí en el segundo intento, cuando
me fui de casa para ir a la Universidad de Alaska Fairbanks, fue que necesitaba
descubrir estos métodos básicos para cuidar de mí misma. Y debía descubrirlo sin
esperar que alguien lo solucionara por mí. Confié en mi novio para encargarse del
apartamento y de todo lo relacionado con el coche, y cuando fue incapaz, yo no tenía
ni idea de qué hacer con aquello. Si iba a salir adelante, no necesitaba aprender sobre
la vida en común; antes de nada, tenía que aprender a cuidar de mí misma sin la
ayuda de nadie.
No es sorprendente, pues, que en esta época descubriera el feminismo. ¿Cómo
había caído en esta extraña trampa? ¿Por qué esperaba que mis padres y mi novio se
encargaran de todo? ¿Por qué estaba constantemente tratando de ser una buena chica
que escuchaba lo que todo el mundo creía que era bueno para ella?
Nadie más iba a proveerme transporte, o la mitad del alquiler. Nadie iba a
salvarme ahí fuera en Alaska excepto yo misma. Decidí que nunca más tendría que
llamar a mis padres para que vinieran a buscarme.
Hay un cierto odio autoinfligido que tiene su origen en saber que eres blanda,
quebrantable, inexperta. Y hay dos maneras de enfrentarse a eso. Puedes lamentarte
de tu desgracia y aceptarlo, o puedes reconstruirte.
Cuando me mudé a Alaska dije sí a cada oportunidad. Acepté que me llevara en
coche un extraño. Aprendí a jugar a los bolos y a liar mis propios cigarrillos. Aprendí
a hacer el puente a vehículos. Bebí más de la cuenta y acudí a citas estúpidas.
Aprendí a disparar borracha. Me enrollé con tipos más que cuestionables. Hice uso de
una letrina exterior a cuarenta bajo cero. Pasé cinco días en una cabina en la costa con
un tío con el que solo había estado una vez, y salí a caminar en mitad de la nada con
él y sus amigos. Conduje por el Círculo Polar Ártico en mitad de la noche y pasé
horas en un coche atrapada en una ventisca, bebiendo cerveza y fumando para evitar
la congelación.
Mis padres no se entusiasmaron cuando vieron las fotografías de las personas que
frecuentaba, pero necesitaba algo diferente. Tenía que adquirir habilidades y superar
retos que los buenos y simpáticos chavales de clase media no tenían que enfrentar.
Vivir en Alaska fue la época más feliz de mi vida, y recordé, mientras contemplaba el
cielo quince años más tarde, que también fue la última vez que miré al cielo de esta
forma. Me sentaba en el gran prado junto a la universidad y me quedaba ahí

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contemplando el cielo mientras el viento soplaba entre los abedules. Tengo tanto
apego al sonido de aquellos abedules blancos que planté tres en mi casa de Ohio.
En cierto modo siento que me he vuelto a ablandar. Viajé durante la veintena —
ocho países diferentes— y me mudé nueve veces en nueve años. Cuando la gente me
pregunta por qué dejé el movimiento constante, admito que tuvo mucho que ver con
cansarme de mover todos mis libros. Comencé a fantasear con estanterías
permanentes. Así de simple.
La pregunta más interesante es por qué me llevó quince años detenerme y
contemplar el cielo de nuevo. ¿Había tenido miedo de mirar arriba, miedo de
detenerme, de ver en qué me había convertido? Se puede decir que he conseguido
buena parte del éxito al que aspiraba cuando se apoderó de mí la necesidad de
abandonar mi casa a los trece años. Por otro lado, el precio de este éxito, sobre todo
durante los últimos cuatro o cinco años, ha sido trabajo incesante y prisas a una
escala que jamás habría imaginado. Se ha traducido en menos viajes, y la palabra «sí»
solo abandona mi boca como respuesta a viajes relacionados con la escritura y
charlas, nada de excursiones de acampada ni trepar a los árboles.
He pasado de ser un espíritu libre a una persona calculadora en los negocios, y
aunque es muy agradable que no me deshaucien ni tener que buscar monedas sueltas
entre los asientos del coche, a veces me pregunto si vale la pena renunciar al cielo.

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Lo que no vimos: poder, protesta, historia
Mis padres me enseñaron que no debía quedarme mirando a la gente.
De pequeños, incluso de adultos, cuando nos encontramos con la diferencia por
primera vez nos quedamos mirando fijamente a otras personas. Es una mirada larga y
a menudo crítica o de fascinación a algo para tratar de comprenderlo, de evaluar
dónde encaja en nuestra taxonomía de las cosas. Primero: ¿Es una amenaza? ¿Qué
debo hacer: enfrentarme… o huir? Segundo: ¿Dónde encaja esta persona en mis
estándares? ¿Mujer u hombre? ¿Blanco o negro? ¿Amigo o enemigo?
Disponemos de bonitos y perfectos compartimentos para todo. Compartimentos
que hemos aprendido en la infancia, y que, según crecíamos, iban siendo reforzados
por historias, por los medios, por nuestras amistades. Nos quedamos mirando
largamente cuando no podemos encajar lo que vemos en uno de esos
compartimentos, cuando no podemos decidir si es peligroso, o tan solo distinto; algo
que, por desgracia, para muchos de nosotros sigue siendo lo mismo.
Y si tras mirar durante suficiente tiempo decidimos que lo diferente es peligroso,
lo matamos.

Crecí en una ciudad donde el noventa y ocho por ciento de la población era
blanca[33]. Décadas más tarde supe que estaba construida de ese modo a propósito,
como muchos otros lugares en los Estados Unidos. (California incluso llegó a
prohibir la inmigración de negros libres o esclavos en el estado[34], aunque eso no
evitó que los que allí vivían siguieran ganándose la vida a duras penas. Véanse
también las leyes de exclusión de Oregón[35], [36]).
A los tres o cuatro años mi familia me llevó a Reno, Nevada. Nos alojamos en el
Circus Circus Hotel, y mientras mi padre bajaba a jugar a cartas, mi madre pidió un
postre especial, pastel de queso, que nos llevaron de un modo totalmente nuevo para
mí: a través del servicio de habitaciones.
Oí que llamaban a la puerta. Mi madre abrió. Y allí estaba un hombre muy oscuro
vestido con una chaqueta muy blanca sujetando una bandeja plateada.
«¡Mamá! —dije, tenía tres o cuatro años y nunca había visto a alguien más oscuro
que un blanco bronceado—. ¿Por qué es tan negro este hombre?».
Mi madre, avergonzada, se rio y me indicó que me callara y, como después me
enteré, le dio una generosa propina al hombre. No eran preguntas educadas.
Revelaban dónde y cómo había crecido. La pregunta delataba la mentira construida
en la que vivía.
Cuando él se marchó, mi madre me dijo simplemente que algunas personas nacen
con diferentes colores de piel, como los diferentes colores del cabello. Con tres o
cuatro años me pareció una respuesta satisfactoria, y seguí comiendo tan contenta mi
pastel de queso. Sería cuatro o cinco años más tarde cuando me di cuenta de que, en

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nuestra sociedad, el color de la piel no era visto del mismo modo que el color del
cabello, aunque en mi visión infantil del mundo fuera lo mismo que ojos azules o
castaños, cabello pelirrojo o negro.
Ni siquiera una niña puede escapar a la historia. No podemos escapar a lo que
vino antes de nosotros.
Mirando atrás, no se me escapa la ironía, claro: la ironía de que la primera
persona de color que vi, como niña blanca, fuera un hombre negro que me servía un
pastel de queso en una bandeja impoluta.

La diferencia se ha gestionado de una gran variedad de modos en las distintas épocas


y culturas. Porque la diferencia está, por supuesto, en los ojos del observador. El ojo
del que mira, el episodio de En los límites de la realidad, propone un mundo donde la
propia belleza se cuestiona como algo construido[37]. Una paciente femenina pasa
casi todo el episodio cubierta de vendas mientras los médicos charlan con ella,
siempre con sus propios rostros fuera de la vista, en las sombras. Al final, se revela
que la mujer tiene un hermoso rostro de estrella de cine: piel clara, cabello claro, ojos
chispeantes, rasgos simétricos.
Belleza de Hollywood. La belleza que nuestra cultura norteamericana, en
conjunto, está pensada para que nos esforcemos en conseguir; incluso si está tan
alejada y fuera de nuestro aspecto real.
Resulta que sus médicos, enfermeras, la gente «normal» en su mundo, tienen
rostros derretidos de cerdos deformados. Son los hermosos. Ella es la anomalía.
Ella es la diferencia.
Al final se la envía a un campo de concentración. Un gueto creado para gente
«como ella». Dicen que será más feliz allí, entre otros como ella. Aunque más
importante todavía, estará apartada de las miradas de quienes no son como ella.
Estarán a salvo de ver su fealdad.
Su diferencia les hace sentir incómodos y, por ese grave crimen, debe ser
encerrada.

A veces se celebra la diferencia desde una norma culturalmente definida: la marca de


los dioses, divina. A veces es temida: la marca del mal. Pero más frecuentemente, en
la cultura que llamamos norteamericana, lo que hemos hecho los últimos siglos ha
sido encerrar[38], encarcelar[39] y negarnos a exhibir todo excepto el reducido
subgrupo de la humanidad que quienes ostentan el poder quieren hacernos creer que
es lo verdaderamente normal. Esta peligrosa mentira ha llevado a la deshumanización
de millones de personas, que no quedan simplemente proscritas de la narración
cultural. Muchas veces son erradicadas completa y literalmente[40] de la faz de la
Tierra.
Con anterioridad he escrito sobre cómo nuestro extraviado sentido de la
«normalidad» se alimenta de peligrosas narraciones, y de cómo limita la vida de las

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mujeres[41].
Pero la realidad es que este sistema de relatos va mucho más allá de reescribir la
historia para delimitar cómo creemos que las mujeres pelearon o vivieron. Estos
relatos —que existe ese reducido subgrupo de personas «normales»: clase media alta,
blancos, mujeres que son mujeres, hombres que son hombres— sirven para hacer que
el resto… no lo sea. Cualquiera que no encaje es, por necesidad, anormal.
«Anormal» a menudo implica «no humano».
Y no humano… bueno, ya sabemos lo que hacemos con los no humanos, ¿o no?
El modo más rápido de deshumanizar a una persona, o a un subgrupo de
personas, es invisibilizarla. Encerrarla. Decir: «Esto es material de circo y de errores.
Esto es material de pesadillas».
Es más fácil rechazar[42], temer[43], y destruir[44] lo que no comprendemos.
Es imposible comprender lo que no se nos permite ver.
Incluso si en la mayoría de los casos lo que no vemos es a nosotros mismos[45].

Un día me crucé con un hombre y su hijo que iban a un partido de fútbol. Por aquel
entonces las noticias estaban copadas por las protestas y los disturbios en la ciudad de
Ferguson, Missouri, donde las manifestaciones pacíficas por la muerte a tiros de un
adolescente desarmado encontraron una respuesta policial cada vez más agresiva.
Podríamos pensar que habría una profunda reacción contra la respuesta
militarizada de la policía, sin importar la raza de la víctima.
Pero estaríamos equivocados[46].
El padre y el hijo que cruzaban la calle hasta el estadio eran blancos; el chico
tendría unos ocho o nueve años, y preguntó: «Papá, ¿y si hubiera sido un poli negro
el que disparara a un chico negro? ¿O un poli blanco el que disparara a un chico
blanco? ¿Por qué la gente se enfada tanto porque fue un poli blanco el que disparó a
un niño negro? ¿Hubiera sido diferente de otro modo?».
Hubo un incómodo instante de silencio por parte del padre, y cuando respondió,
pude sentir la tensión en su voz. «No lo sé», dijo.
No lo sé.
Estas dos personas, que con toda probabilidad habían crecido en barrios
construidos tan artificialmente como el mío, no tenían ningún motivo para saber. No
se habían pasado toda su vida aterrorizados por la policía del mismo modo que las
personas no blancas[47]. No tenían familiares a los que les hubieran pegado un tiro a
la puerta de su casa, como sigue ocurriendo en comunidades principalmente negras e
inmigrantes. No han crecido en barrios donde solo por tener cierta apariencia era muy
probable que pasaran bastante tiempo en la cárcel[48]. Las estadísticas para estas dos
personas (un chico blanco, un hombre blanco) eran distintas que para los demás.
Por supuesto ellos no lo saben.
Quienes ostentan el poder no quieren que lo sepan. Quieren la fidelidad de estas
personas contra el Otro.

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Divide y vencerás es una estrategia probada con el tiempo. Divide y vencerás
funciona[49].
¿Cómo explicas cuatro siglos de prejuicios, opresión, leyes de exclusión y terror a
un niño blanco de ocho años de clase media de camino a un partido de fútbol?
Lo cierto es que es muy probable que jamás lo vean. Que jamás se den cuenta.
Y eso es culpa de las historias convencionales. Es culpa de nuestras leyes. Es
culpa de la cultura que llamamos «nuestra», pero que no es para nada representativa.
Es la cultura de unos pocos que hemos asumido que es la cultura de muchos.
Pero «nosotros» es la ficción. La mentira es «nuestra».
¿Quiénes somos «nosotros»?

Mi tutora en la escuela de postgrado nació con focomelia, una rara anomalía


congénita que comporta malformación de las extremidades. Un día fuimos a la ciudad
para imprimir y encuadernar copias de mi tesis de ciento y pico páginas, y ella se
pasó por una mercería para hacer un encargo de camino a la imprenta.
Recuerdo a un niño en el mostrador, junto a su madre, que observaba a mi tutora,
cuyos brazos y piernas cortos la hacían mucho más pequeña que él. Tenía los ojos
muy abiertos. Mirando fijamente. Sin cesar. Sin descanso. Asombrado.
Recuerdo que me enfadé de forma irracional con este chico por quedarse
mirando, y me coloqué entre él y mi tutora para bloquear su campo de visión.
No puedo decir por qué lo hice. Ella tenía que enfrentarse a estas miradas cada
día, y cosas peores. Era yo quien estaba furiosa. Era yo quien estaba incómoda. Era
yo quien estaba frustrada por el modo en que percibimos y procesamos lo diferente.
Mi madre me dijo que no debía quedarme mirando. Era de mala educación. Era
como decir: «Eres diferente». Y la diferencia, reconocer la diferencia, era malo.
Reconocer la diferencia era reconocer todo lo que no funcionaba. Y aun así… ¿cómo
podía ser mejor fingir no ver a alguien?
Lo cierto es que, ignorando lo que veía, lo que se estaba protegiendo era mi
ingenua pregunta de niña de cuatro años que revelaba cómo había sido educada:
«¿Por qué es tan negro este hombre?». Al quedarme mirando había revelado que
éramos palurdos provincianos con una visión estrecha del mundo. Creo que, para mis
padres, no era la diferencia en sí lo que era terrible reconocer, sino admitir el hecho
de nuestra propia ignorancia.
Pero la mirada fija, como muchas mujeres saben, también puede considerarse el
preludio a un acoso. Tememos y a veces codiciamos lo que vemos. Y a menudo
atacamos violentamente aquello que codiciamos y tememos.
Temo la mirada fija. Incluso de un niño que no sabe nada de sus implicaciones
históricas.
Me veo a mí misma en esa mirada.
Y eso me llena de furia.

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Por lo tanto, ¿qué es eso que no vemos? ¿Eso que hemos dejado de ver? ¿Eso que no
queremos ver?
Lo que no vemos tiene mucho que ver con lo que somos, con cómo crecemos.
Tiene que ver con cómo nuestra sociedad gestiona el flujo y reflujo de gente; qué
considera diferente, indeseable.
Que creamos o no que vivimos en una distopía depende de dónde estemos
situados.
La utopía de un banquero es la distopía del obrero de una fábrica. Las
comunidades utópicas cerradas que no permiten residentes con bajo poder adquisitivo
tan solo son utópicas para los pocos que viven ahí. No arreglan el gran problema de la
delincuencia y la pobreza. Tan solo las apartan a las fronteras, allí donde no pueden
verlas.
Pero invisibilizar algo no lo hace desaparecer.
Lo cierto es que apartar a las personas, encerrarlas, meterlas en guetos,
eliminarlas de las historias, hace mucho más daño del que pueda hacer cualquier
visibilidad.
Porque lo que vemos tenemos que admitirlo como parte del contexto histórico,
del contexto cultural.
Lo que vemos somos nosotros.

Escribo historias. Es lo que hago. Es lo que hacen mis colegas. Durante el día soy
redactora de marketing y publicidad, un campo que todavía es en gran parte blanco,
discriminatorio, mayormente de clase media alta y heterosexual. Casi todo masculino.
Pero como las voces que oímos diariamente son cada vez más difíciles de ignorar,
más difíciles de no ver, esto también está cambiando. Puedo colocar a diferentes
personas en la página, utilizar un lenguaje distinto; no solo en mi empleo diario,
también en mi trabajo nocturno. Mis novelas pueden darte un héroe de cualquier
género o sin género, de gran variedad de culturas de cada tipo, matiz y práctica. Mis
héroes pueden tener limitaciones mentales, físicas, limitaciones impuestas al nacer,
por circunstancias o por la sociedad, y seguir siendo héroes. Pueden ser todo esto y
más.
Pueden ser vistos.
Y los editores los comprarán. Y los lectores los leerán.
Mi miedo a no ser publicada, apartada, ignorada por ser quien soy o por lo que
escribo se está desvaneciendo.
Esto está cambiando no porque la propia gente esté ahí más o menos de lo que
solía (¡solíamos!) estar. El mundo siempre ha sido un interesante lugar de diversidad.
Pero con el auge de las redes sociales y las plataformas de comunicación instantánea
es más fácil organizarse y alzar la voz. Es más fácil juntarse. Es más fácil insistir en
ser vistos. Es más complicado olvidar o eliminar la historia que nos trajo a todos a los

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lugares donde comenzamos esta vida interior, los constructos culturales que nos atan.
Los constructos que con tanto esfuerzo tratamos de deshacer, refutar y desafiar.
Así que si te descubres preguntándote por qué tantos de nosotros pedimos que se
nos incluya, y nos situamos a nosotros mismos y a otros en historias de las que nos
han sacado, quizá pregúntate primero por qué esa inclusión se considera política, pero
eliminarnos no: las leyes, los asilos, las políticas domésticas, la represión, el abuso.
No hay nada más político que eliminar. Que invisibilizar.
El mundo no está cambiando. Siempre ha sido así. Siempre hemos estado aquí.
Todo lo que está cambiando es lo que tú ves. Tú nunca nos viste. Yo nunca nos vi.
Por mi parte, he buscado con ansia esa imagen completa y trabajo duro para
contribuir a que se vea. Sin importar lo peligroso y terrorífico que pueda ser, es donde
vivimos. Es la imagen con la que debemos trabajar. Es la que debemos cambiar. Pero
solo podemos reimaginar el mundo si vemos en el que estamos viviendo ahora.

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Lo que vivir en Sudáfrica me enseñó sobre ser
blanca en América
Como he comentado antes, crecí en una ciudad habitada sobre todo por gente blanca
(creo que el noventa y ocho por ciento del condado en el que crecí era blanco en los
años ochenta). Como mujer blanca de clase media, tuve el privilegio de no
preocuparme del color de la gente a mi alrededor. Mi color era el normal. De niña, mi
propia blancura —y mi falta de exposición a relaciones raciales diarias— me llevó a
creer que el racismo era algo pasado de moda que nadie en su sano juicio se tragaría.
Como era blanca, tuve el privilegio de preocuparme —o no— sobre la raza, porque
era de los «invisibles», es decir, la normalidad que se daba por supuesta en mi ciudad,
en mi estado y en los medios creados y pensados para gente blanca como yo.
Pero al igual que mi creencia ilusoria de que el género tampoco marcaba
diferencia alguna en el modo en que se me percibía en el mundo, esta era una noción
efímera que no duró mucho tras la adolescencia. Comencé a darme cuenta de que,
con independencia de lo que yo pensara, ya había un sistema institucionalizado, y era
el mismo sistema que se aseguró de que yo creciera en un condado donde el noventa
y ocho por ciento de la población era blanca.
Cuando mi bisabuela murió, mi bisabuelo nos mostró algunos documentos de
cuando compró su casa en Portland, Oregón, alrededor de los años cuarenta, creo.
Había un panfleto publicitario del barrio donde decía que era un lugar agradable para
vivir[50] porque por allí no pasaban autobuses (es decir: gente pobre) y no se le
permitía vivir en él a personas «indeseables» (es decir: gente no blanca). Por supuesto
el lugar se había vuelto mucho más mixto a lo largo de los años, y para mi bisabuelo
aquel era el primer paso hacia su decadencia. Le recuerdo refunfuñando mientras leía
el periódico: «En mis tiempos las cosas eran muy diferentes en este barrio. Mucho
mejores».
Así que, por supuesto que no podía ver la segregación, y cómo funcionaba,
porque estaba apartada tan cuidadosamente de los que eran diferentes. Vivía en un
lugar donde la raza era invisible porque era blanca. La gente que veía cada día era
mayoritariamente blanca. En el trabajo, en la escuela, en el centro comercial…
supuse que así es como eran las cosas. Estaba claro que la raza no importaba y que
todos éramos iguales, me decía a mí misma, pero es mucho más fácil decirlo cuando
toda la gente que ves cada día se parece a ti y es la misma que hace las leyes y
establece las leyes no escritas. Y decide dónde viven los blancos y dónde viven los no
blancos.
Debido a que era una persona blanca en un suburbio blanco, no me daba cuenta
de lo rígidamente segregado que seguía estando nuestro país hasta que pasé año y
medio en Sudáfrica. En los Estados Unidos, el veintiocho por ciento de la población
es no blanca. En Sudáfrica, el ochenta por ciento es no blanca.

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No se me oculta que tener los medios para ir al extranjero a estudiar en una
escuela de postgrado en Durban, Sudáfrica, durante casi dos años, ya era en sí mismo
un privilegio, y que lo que vi y experimenté allí estaba profundamente influido por mi
limitada educación.
Recuerdo la primera vez que entré en una tienda del centro de Durban, cuando
llevaba unas semanas allí, y vi que era la única blanca. Fue un alarmante momento de
disonancia. Me sentí como si hubiera hecho algo mal, como si quizá no debiera estar
allí. Caí en la cuenta de que tenía veintidós años y nunca en toda mi vida había sido la
única blanca en… demonios, en ningún lugar. Y saber esto, darme cuenta de que, de
hecho, el mundo en el que había crecido era falso, de que había crecido bajo el falso
supuesto de que ser blanca era por algún motivo la norma, y de que, de algún modo,
había caído en esta extraña e ilógica idea de que el resto del mundo también era
mayoritariamente blanco, fue traumático para mí. Esperamos ser más listos que todo
eso. Y percatarme de que saber algo intelectualmente —por supuesto, el mundo es
diverso y variado y maravilloso y yo lo «sabía» desde que era niña— no se traduce en
un conocimiento real de ese mundo hasta que lo experimentas, fue… realmente
depresivo. Porque me di cuenta de cuántas personas en Estados Unidos habían
crecido igual que yo, en estos falsos guetos blancos de los suburbios rurales donde no
tienen ni idea de la verdadera composición de Norteamérica. Es más fácil mantener
una mentira cuando segregas a aquellos que pueden delatarla.
Por supuesto no me llevó mucho tiempo ajustar mi disonancia inicial de ser tan
blanca en un lugar donde aquello no era la norma. Se volvió normal que el mundo no
fuera monocromo. Así era la vida. La vida en Durban era muy animada cuando
estuve allí. La gente era amabilísima, y la comida deliciosa. Por supuesto, no todo era
de color de rosa (los propietarios de mi edificio apenas echaban insecticida y a
menudo se olvidaban de pagar la factura del agua, y se consideraba suicida salir sola
por la noche), pero veía un poquito del océano Índico, iba a la playa siempre que me
apetecía y el alquiler mensual era el equivalente a 150 dólares. Tenía una nueva
normalidad. Y aquella normalidad era —debido a mi raza, mi clase, al país del que
provenía— bastante mejor de lo que mucha gente se podía permitir en aquella ciudad.
Después de vivir en Durban unos ochos meses, regresé a casa para visitar a mi
familia. Hice escala en el aeropuerto de Minneapolis. Recuerdo estar sentada en un
banco cerca de la zona de los restaurantes, escribiendo en una libreta mientras un río
de gente pasaba a mi lado. Tras una hora más o menos me di cuenta de que me sentía
profundamente incómoda. Había algo muy raro, muy fuera de sitio.
Levanté la mirada de la libreta y miré a la gente que pasaba… y descubrí la fuente
de mi incomodidad.
Todo el mundo era blanco.
Sentí un instante de disonancia, igual que cuando entré en aquella tienda donde
era la única blanca. Bueno, por supuesto, me dije, es Minnesota. Claro que todo el
mundo es blanco aquí. Mi cerebro empujó sin problemas la palanca de lo «normal»,

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donde era obvio que el noventa y nueve por ciento blanco de todo y en todos los
sitios es lo «normal».
No fue hasta que acudí a la zona de los restaurantes para comprar algo de comida
cuando me acordé de la mentira.
¿Qué ocurría con la gente que trabajaba en la zona de los restaurantes? Había una
cantidad de no blancos apabullante.
La segregación de Sudáfrica me resultó más fácil de ver porque era un país
extranjero. Podía mirar como forastera y señalar todos los abusos flagrantes y las
medidas gubernamentales que intentaban de forma desesperada mantener a las
personas separadas. Pero verlo y experimentarlo —y estudiarlo en profundidad, que
es para lo que estaba allí— también me permitió volver a mi país y al fin, por primera
vez, ver nuestra propia segregación institucionalizada[51]. Era capaz de ver cómo los
programas y las políticas de nuestro gobierno —incluso aquellas de solo diez, veinte
o cuarenta años atrás— habían distorsionado por completo el modo en el que
experimentábamos el mundo, y aunque la experiencia de uno depende de factores,
que incluyen el género y el poder adquisitivo, la raza era bastante importante.
Me acordé de esta experiencia mientras veía un vídeo postelectoral ridículo[52] de
un observador electoral en Aurora, Colorado. Estaba muy preocupado porque la
«mezcla racial» en el colegio electoral donde él se encontraba tenían un sesgo mucho
más oscuro que la «mezcla de gente que veía en el centro comercial». (¡¡!!) Dijo que
esto era la prueba de algún tipo de conspiración demócrata para que más gente no
blanca fuera a este colegio electoral en particular.
No se daba cuenta de que «esa gente» había estado siempre en Aurora, solo que
no frecuentaba los mismos sitios que él. Únicamente les había visto el día de las
elecciones, cuando todos tenían que ir al mismo sitio a votar. Si no hubiera presidido
una mesa electoral, es muy probable que nunca les hubiera visto. Porque en eso
consiste el privilegio. Porque eso es tener la capacidad para vivir en espacios que han
sido construidos para excluir a otros y que te dan un falso sentido del mundo.
Después de vivir en Durban me mudé a Chicago y experimenté el escalofriante
viaje en tren del norte de Chicago al sur, donde la composición de las personas en el
tren cambia de forma tan drástica que parece… planeada. Porque lo estaba. Planeada
e impuesta. Igual que lo estuvo en el barrio de mi bisabuelo en Portland, Oregón.
Cuando leo mucha ciencia ficción de la época dorada, pienso en estos tipos que
crecieron en barrios planificados como mi bisabuelo, donde las personas «diferentes»
de la falsa y «normal» clase media blanca quedaban excluidas. Pienso en las series de
televisión que todavía nos muestran esta limitada visión de lo «normal»: tan blanco,
tan masculino, con estrictos estándares en los tamaños de los cuerpos y en los rasgos
faciales.
Si este es el mundo que te presentan cada día, ¿por qué no lo vas a copiar? Por
supuesto que el futuro es blanco, masculino y de clase media. Por supuesto que el
imperio galáctico es blanco, masculino y de clase media. Está construido de ese

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modo. Igual que nuestras ciudades.
Pero no importa cuántos barrios cerremos, o cuántos rostros blancos escojamos
personalmente para los medios, no cambia la verdad. No altera la fórmula. Nuestro
mundo es diverso e interesante. No es monocromo. Fingir lo contrario es vivir en una
burbuja de mentiras y negación contraproducentes que no sirven a nadie ni
transforman nada.
Así que cuando la gente me dice que incluir «tantos» personajes no blancos en mi
ficción es «político» o que estoy intentando hacer algún tipo de «declaración», no
puedo evitar contestar argumentando que la «declaración» de cada escritor con un
mundo monocromo blanco también es profundamente política, incluso más, porque
está basada en un falso sentido de lo normal que ha sido construido cuidadosa y
sistemáticamente durante cientos de años en este país (y en otros).
Me gusta pensar que algunas personas comienzan a despertar poco a poco de esa
mentira, pero hasta que logremos abolir la segregación de las formas en que vivimos
y trabajamos, y podamos comenzar a poblar los medios con representaciones reales
de nuestro mundo, me imagino que todavía nos quedan unos cincuenta años más de
burdo —y cada vez más ridículo— blanqueamiento.
Como artista y como creadora de medios, sé que puedo escoger entre perpetuar a
ciegas esos mitos o contribuir a derribarlos. Pero no pude llevar a cabo esa elección
hasta que dejé de tragarme la mentira de cómo era el mundo real.

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Sobre la ética en las citas[53]
Gamergate, ¿pero qué mierda…?
Esa es la reacción de casi todo el mundo al que trato de explicar las campañas de
troleo que organizaron unos cientos de jóvenes, en su mayoría hombres, fans de los
videojuegos en 2014 y 2015.
¿Nunca has oído hablar del Gamergate?
Deja que te lo explique.
No. No hay mucho que explicar. Te lo resumo, porque ya conoces la historia:
Un joven y una joven salen durante un tiempo. Al cabo, ella decide terminar.
Están en un tira y afloja, como todos los veinteañeros, pero al final ella se cansa de él
y le deja. El joven, en vez de quedarse en su habitación escuchando Nine Inch Nails
una y otra vez como suelen hacer los chavales a esa edad, decide publicar online un
texto larguísimo sobre todas las cosas horribles —reales e imaginadas— que cree que
su exnovia le ha hecho[54]. La mayoría de los tíos se emborracharían con sus colegas
alrededor de una fogata, insultarían a sus ex y pasarían a otra cosa.
Pero no.
Demasiado fácil.
Demasiado sensato.
Todo el sector más indecente y rabioso de Internet se sumó a la publicación, y
exnovios rechazados se congregaron en torno a la historia del chico. Había tocado un
tema sensible. Muchos jóvenes, educados por nuestra cultura para mostrar solo rabia
y sarcasmo, no están preparados cuando se trata de procesar una emoción fuerte.
Cuando te prometen el mundo y el mundo te dice que no te quiere, solo se te ocurre
arremeter agresivamente y eso es lo que hicieron estos tipos.
En las turbulentas secciones de comentarios en Internet, alguien decidió que el
problema real era que la joven era una diseñadora de videojuegos, y el hombre con el
que, según el exnovio, se había acostado era un crítico de videojuegos, y eso parece
ser una brecha en la… ética del periodismo de los videojuegos. No tengo muy claro
cómo surgió esta epifanía a partir de la vociferación de un exnovio despechado sobre
cómo su exnovia utilizaba el sexo en beneficio propio, pero esto es Internet.
Sospecho que esto nos lleva al miedo a la falsa chica geek. Por supuesto que el único
motivo para que esta joven se acostara con el chico era conseguir una reseña positiva
para su juego, ¿no?
Como he dicho: ya conocemos la historia. La hemos oído miles de veces. Es la
periodista que debe acostarse con la fuente para conseguir la noticia. Es la mujer que
se acuesta con tíos para abrirse paso hasta la cima. Es la harpía Jezabel, la Lady
Macbeth, la aterradora hembra sexual que roba al hombre y, de algún modo, a toda
una industria de su masculinidad al atreverse a no tener sexo con gente que quiere
tenerlo con ella.

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Esta semilla germinó rápidamente en el #gamergate, un hashtag que comenzó
referido al Problema de las Mujeres Malvadas en los Videojuegos y que muy deprisa
se convirtió en una cortina de humo para que conocidos trolls y acosadores de
mujeres en la industria se escondieran tras ella. Los apasionados aficionados del
Gamergate nunca llegaron a ser más de entre trescientas y mil personas, pero cuando
trabajas online y tienes a mil personas que van a por ti, es como si te pasara por
encima un tren de mercancías.
De pronto, mujeres involucradas en todos los aspectos de la industria del
videojuego, y también algunos hombres, se encontraron con un despliegue de
amenazas de muerte y violación de individuos que se asociaban con el hashtag. A un
joven le entró un equipo del SWAT en su casa. (Esto existe. Sí, se llama swating. Por
qué el FBI no se ha ocupado en serio en serio de cerrar a los del Gamergate, no tengo
ni idea. Ah, espera. Porque en general van a por mujeres.[55]) Varias mujeres en la
industria cancelaron sus apariciones públicas y tuvieron que marcharse de sus casas
tras recibir amenazas muy específicas.
Gamergate fue la versión organizada y convertida en arma del exnovio acosador.
Era como tener a todos los exnovios acosadores juntos en una convención y darles un
hashtag para que se desfogaran sobre todo el daño que las mujeres les habían hecho.
Solo puedo imaginar lo que habría ocurrido si mi novio del instituto hubiera
tenido Internet como vía de escape tras nuestra ruptura. Mis amigos me dijeron que
comenzó a llamarles a todos, contándoles historias sobre cómo iba a matarme y que
luego iba a beber lejía. Apareció una vez a la salida de una de mis clases en la
universidad. Comenzó a salir con una de mis mejores amigas y se ve que le contó
todas las maneras en las que iba a matarme, después de explicarle con gran detalle
nuestro historial sexual. En mi siguiente gran ruptura, a los veintiséis, tanto yo como
mi ex teníamos blogs, y le dije que no pasaba nada si quería hablar de mí, pero que
como cortesía no utilizara mi nombre.
«No des nombres, por el amor de Dios» se convirtió para mí en el modo educado
de plantear la ruptura y el rechazo en la era de Internet. Pero cuando publicas el
nombre de alguien en un foro, junto con una larga lista de sus deficiencias personales
y sexuales, no intentas «superar un problema», o crear una especie de sesión de
terapia de grupo, o hacer una declaración como servicio público sobre cómo otros
tíos pueden evitar el mismo destino. Estás ahí para herir a alguien e intentar sentirte
mejor. Lo que quieres es venganza.
Gamergate se convirtió en un movimiento de venganza de cada expareja
rechazada y de cada tipo que pensaba que la participación de las mujeres en el sector
del videojuego, y su crítica, de algún modo le amargaba la experiencia y el disfrute de
los juegos misóginos que conocía y le gustaban. No querían escuchar que mujeres
como Anita Sarkessian —que creó una serie documental donde examinaba la
representación de las mujeres en los videojuegos— lo que querían era mejorar el
sector.

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Tampoco sorprende que la reacción contra las mujeres en los videojuegos se
produjera al mismo tiempo que las mujeres alcanzaban la paridad en la industria.
Ahora las mujeres constituían la mitad de los jugadores. Los desarrolladores ya no
podían ignorar a la mitad de las personas que jugaban a sus videojuegos, y aunque
cada público es diferente, la realidad es que hay más solapamiento entre la gente que
juega a Plants vs Zombies, God of War, World of Warcraft y Mass Effect del que los
jugadores y las empresas quisieran admitir. (Yo juego a todos ellos).
Muchas de las personas a las que les explico lo de esta campaña organizada de
odio preguntan que qué tiene esa industria para que ocurriera algo así. Cuando me
dicen esto me pregunto si viven en un mundo distinto al mío. ¿Han escuchado lo que
acabo de decir sobre exnovios acosadores convertidos en armas? Hemos creado una
cultura donde los jóvenes creen que está bien avergonzar, acosar, amenazar y, en
último término, violar, mutilar y matar a mujeres jóvenes porque están… molestos.
Cuando los hombres sienten que se quedan sin poder y reaccionan con violencia
decimos que «los chicos son así». He oído esa patética excusa para el bullying
masculino toda mi vida. ¿Acaso puede sorprender entonces que cuando se les da un
objetivo, sobre todo rostros femeninos en la industria del videojuego, para que odien
y acosen actúen como lo hacían en el patio del colegio?
El mal comportamiento de los hombres se disculpa cuando son jóvenes, y
continúa hoy en día, cuando escucho lo que las fuerzas del orden dicen a las mujeres
acosadas online. «Bueno, ¿por qué no sales de Internet?», dicen, o «¿por qué no dejas
de publicar cosas?». Esto sigue la misma lógica que el consejo de «si no quieres que
te violen, ponte una túnica y quédate en casa todo el día». Estos clichés ignoran y
eliminan los motivos por los que los hombres actúan con violencia. Son violentos
porque, como sociedad, decimos que no pasa nada, que es algo típico de los hombres
y porque tiene pocas o ninguna consecuencia para ellos. Una orden de alejamiento no
es gran cosa si todo el mundo sabe que te la han impuesto porque tu novia está loca,
¿no?
No creo que sorprenda a nadie saber que el joven enfurecido que comenzó con su
matraca la campaña online de acoso y abuso contra docenas de mujeres y hombres,
en el momento en que escribo esto, vuelve a tener citas[56]. Al fin y al cabo, así
funciona el mundo. Mi ex está casado y tiene tres hijos. El mundo cambia. La vida
sigue.
He oído historias sobre la vida actual de mi ex y su nueva familia, y me siento
increíblemente gratificada por haberme alejado. Gente cercana a él me dice que tiene
permiso de armas, y que por lo menos hay un agujero de bala en el techo de su casa
porque un día se sintió «muy frustrado» con su mujer. (Si eso es cierto, me alegro
todavía más de haberme marchado). Sin duda la nueva pareja de nuestro desdichado
instigador del Gamergate también se sorprendería si un día los pormenores de su
relación acaban en algún texto online, o cuando acabe herida, acosada y hostigada. La
siguiente mujer siempre se sorprende cuando la rabia se vuelve contra ella, cuando ve

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que lo que está roto es el hombre ante el teclado, el hombre con el arma, el exnovio
como arma.
Estos son hombres hechos por nuestra sociedad. Lo que me anima, en ocasiones,
es saber que lo hecho puede ser reconstruido. Lo roto puede ser reparado. Este es el
resultado final de una serie de historias que nos dicen que las mujeres son cosas, y
que los hombres merecen premios. Es el resultado final de una masculinidad sin
forma y dañada, tan frágil, aterrorizada y deformada por nuestra sociedad, que lo
único que pueden hacer aquellos que la sustentan es reaccionar con violencia y rabia
en un desastroso intento por encajar.
Estoy cansada de que me pregunten, una y otra vez, lo que las mujeres pueden
hacer para salvar a estos hombres. Lo que las mujeres pueden hacer es protegerse de
ellos. Lo que las mujeres pueden hacer es protegerse a sí mismas. Quiero una nueva
conversación sobre qué pueden hacer los hombres para mejorar. Qué pueden hacer
los hombres para arreglar lo roto. Qué pueden hacer los hombres para volver a ser
humanos, en vez de regodearse en este monstruoso caldo de sufrimiento y decepción.
Quiero saber qué pueden hacer los hombres para construir un mundo mejor.

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Secuestrar los premios Hugo
El mundo literario de la ciencia ficción y la fantasía parece ser de pensamiento
progresista por naturaleza, pero no ha estado libre del tipo de guerras culturales
encarnadas por la controversia del Gamergate de 2014[57], un hecho que ilustran bien
las nominaciones de 2015 a los que (seguramente) son los premios más prestigiosos
del género, los Hugos. Los gustos de la audiencia que vota en los Hugos, los
asistentes a la World Science Fiction Convention (o Worldcon), parecen haberse
hecho más diversos en los últimos años, y las selecciones lo muestran. En 2014 los
premios estuvieron dominados por escritores de color y mujeres, yo incluida. Así que
fue una sorpresa cuando una mayoría de votantes despertó un 4 de abril y encontró
una lista de nominados compuesta exclusivamente por novelas, relatos y obras de
fans promovida por un pequeño grupo de escritores que afirmaban que los Hugos se
estaban convirtiendo en premios de discriminación positiva que servían a ideologías
de izquierdas. Sus esfuerzos por influir en las votaciones fueron liderados por un
conocido novelista de derechas, una celebridad en Internet conocido por su deseo de
negar a las mujeres el derecho a votar[58] y su convición de que las personas negras
son «salvajes»[59].
Cuando gané dos premios el año pasado, me parecía un logro imposible, porque
conocía la historia de los Hugos. Sabía que históricamente recompensaban a los
trabajos populares situados en el tipo de antiguo universo, colonial en el que mandan
los tíos, que mi novela desafía de forma explícita. Nunca creí que pudiera llegar a ser
algo más que una escritora marginal, pero tampoco creí que la ciencia ficción fuera a
cambiar, o que yo sería parte del cambio. Supuse que seguiría contando las mismas
viejas historias sobre los mismos viejos futuros hasta que el último de sus lectores se
hartara, y que me quedaría clamando a gritos un futuro más humanitario desde los
márgenes junto a otros como yo. Pero, igual que en el resto de la cultura, el fandom
de la ciencia ficción y la fantasía creció y cambió; y también cambió nuestra visión
de futuro.
Esto no es del agrado de algunos. Desde 2013, un escritor de extrema derecha ha
liderado una pequeña pero ruidosa campaña antiprogresista llamada Sad Puppies
(junto a una campaña incluso peor llamada Rabid Puppies) en un intento de
apropiarse los Hugos movilizando a la gente para que vote por sus preselecciones. El
secreto de los premios es que son muy susceptibles a la manipulación. Cuesta solo 40
dólares hacerse miembro con derecho a voto. La baja participación, junto al gran
número de obras elegibles, implica que los nominados pueden llegar a la final con tan
solo cincuenta votos. Tras fracasar con la movilización el primer año, los Sad Puppies
organizaron una nueva lista de candidatos y obtuvieron unos setenta votos más en
2014 para colocar a unos cuantos de sus autores elegidos entre los nominados. Al
resto de miembros votantes no les impresionaron, y premiaron otras obras en cada

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categoría. Pero en 2015, los Sad Puppies —alentados por el apoyo de la campaña más
extrema y afiliada al Gamergate, Rabid Puppies— se las apañaron para asegurar los
votos extra que necesitaban para dominar las nominaciones. ¿El resultado?
Consiguieron dejar fuera a quienes buscaban hacer que los Hugos fueran más
representativos de la diversidad dentro del género.
Como señala la escritora y crítica Abigail Nussbaum, nominada también al Hugo,
las divisiones en los frentes políticos entre autores de ciencia ficción y fantasía no son
nuevas, como tampoco el intercambio de favores y la manipulación como protesta en
contra de premiar obras más literarias[60]. El autor Samuel R. Delany escribió sobre
su experiencia en los premios Nebula de 1968, los cuales están patrocinados por la
Science Fiction and Fantasy Writers of America[61]. Cuando uno de los presentadores
comenzó a quejarse sobre «el sinsentido de la literatura pretenciosa», como la de
Delany o Roger Zelazny, estaba «abandonando los antiguos valores de una narración
sólida, correcta y bien construida», la sala se quedó en silencio. Delany ganó dos
premios aquella noche; y recibió una ovación con todo el público en pie. Isaac
Asimov, en un desafortunado intento de aplacar la tensión de la noche, bromeó con
Delany diciéndole que le habían dado el premio por ser un «negrata», una
puntualización que Delany interpretó como un «evidente absurdo sin gusto» y un
«tropo estándar masculino». Pero fue el propio Delany quien hizo notar que lo peor
de la reacción racista en la comunidad de la ciencia ficción todavía estaba por
llegar[62].
Desde entonces el género ha crecido enormemente y, en 2014, las obras de
mujeres y personas de color de distintas editoriales se llevaron los premios Nebula
además de dominar los Hugos. Entonces, ¿por qué hay tantos grupos marginales que
intensifican sus protestas en la comunidad de los videojuegos, de los cómics y de la
ciencia ficción? ¿Por qué debería importar que hubiera un voto en bloque promovido
en gran parte por un grupo cuyo líder más vehemente quiere privar del derecho a voto
a grupos enteros de personas?
Lo cierto es que nuestras guerras de palabras y de narraciones importan, sobre
todo aquellas que nos dicen qué futuros posibles podemos construir, y grupos como
Gamergate o los Sad Puppies y los más furibundos Rabid Puppies, lo saben. La
autora Ursula K. Le Guin lo expresó perfectamente en el discurso de aceptación de
National Book Award:

Vivimos en el capitalismo. Su poder parece inevitable. Igual que el derecho divino de los reyes. Los seres
humanos pueden resistirse a cualquier poder humano y transformarlo. La resistencia y el cambio a menudo
comienzan en el arte, y muy a menudo en nuestro arte: el arte de las palabras.

La demografía de los Estados Unidos está cambiando (en 2050, las personas de
color serán más numerosas que las caucásicas)[63], y la visión de los jóvenes se
vuelve cada vez más liberal (casi el 61 por ciento de los jóvenes republicanos está a
favor del matrimonio del mismo sexo)[64]. Los efectos de esto se notan en todos los

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aspectos de la vida pública. Los medios que se consumen hoy en día son diferentes de
los preferidos por la cultura dominante de los años noventa, por no mencionar de los
cincuenta, y es innegable que hay un apetito creciente por historias más progresistas.
Así que no es una coincidencia que mucha de la gente que vota en bloque en estos
premios son los mismos que envían amenazas de muerte a mujeres y a personas de
color[65], que mandan equipos del SWAT a las casas de los críticos[66], y que
secuestran cuentas e identidades para tratar de silenciar a quienes crean historias más
inclusivas. Suprimir el reconocimiento que conlleva ganar premios también sirve para
silenciar los futuros que se están escribiendo. ¿Cuántas obras no saldrán este año
reeditadas en las listas de premios de grandes publicaciones?
Desde una perspectiva histórica, la literatura de ciencia ficción y fantasía no está
exenta de controversia, pero ha aprendido a adaptarse y perdurar. Algunos de los
debates más interesantes sobre el poder y la resistencia tienen lugar en este campo, y
son estos libros y sus autores los que constituyen cada vez más el punto de partida
para series de televisión y películas originales que se entrelazan en las narraciones de
la cultura más amplia, desde All you need is kill de Hiroshi Sakurazaka (adaptado a la
gran pantalla como Al filo del mañana) hasta la serie Expanse de James S. A. Corey
en Syfy con su reparto repleto de diversidad. La adaptación en Starz de Blackbirds de
Chuck Wendig muestra a una heroína dura y malhablada. Los autores de ciencia
ficción Tananarive Due y Steven Barnes llevaron a cabo un proyecto de mecenazgo
de un cortometraje zombie con Frankie Faison, de The Wire.
G. Willow Wilson y Genevieve Valentine son dos autoras de ciencia ficción que
están renovando los cómics de la popular Ms. Marvel (ahora en su séptima edición) y
de Catwoman, reimaginando a Ms. Marvel como a una joven musulmana y
abordando sin ambages la bisexualidad de Catwoman. Incluso la space opera de Ann
Leckie que subvierte los géneros, Justicia auxiliar, que dominó los premios en 2014,
está en opción para un film. Y estos nombres y títulos solo representan una fracción
de este movimiento creciente. Lo cierto es que gran parte de lo que ves en películas,
televisión, cómics y dibujos animados comenzó en los inspiradores e innovadores
salones de la literatura de ciencia ficción y fantasía.
Tenemos suerte (los escritores, lectores y el resto) de que sea mucho más difícil
apropiarse de la ficción del futuro que de una lista de votaciones para un premio.
Lo cierto es que el futuro sobre el que grupos como Gamergate, Sad Puppies y
Rabid Puppies discuten con tanta vehemencia ya está aquí.

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Queridos escritores de la SFWA: charlemos sobre
la censura y el acoso
La SFWA, o Asociación de Escritores de Ciencia Ficción y Fantasía de Estados
Unidos, sufre cada vez más quebraderos de cabeza. Esto llegó a un punto crítico entre
2011 y 2014. Bajo el nuevo liderazgo de John Scalzi, Mary Robinette Kowal y
Rachel Swirsky —y, más tarde, Steven Gould—, la organización comenzó a poner
mayor énfasis en la profesionalidad del sector, que necesitaba un cambio drástico en
el modo en que se llevaban a cabo las comunicaciones de la organización. Con este
equipo en cabeza hubo una gran retirada de profesionales y fans del sector que habían
esperado en vano un cambio mayor. Por entonces, una mujer cubierta de una cota de
malla estilo bikini como cubierta para un número de The Bulletin (la revista
especializada de la organización), en la que dos antiguos miembros de la
organización se explayaron comentando el atractivo que tenían las «damas editoras»
encendió la mecha. Cuando salió el siguiente número de la revista con una respuesta
de los dos hombres, que básicamente comparaban a quienes se quejaban con los nazis
y la policía del pensamiento, varios miembros renunciaron como protesta[67].
Lo que me fascinó fue la inconsciencia absoluta de aquellos cuyas acciones
atrajeron la ira de Internet. En cierta manera, claro, lo entiendo: el mundo solía estar
de acuerdo contigo. Solías poder decir cosas como «Me encantan las damas escritoras
del sector, ¡sobre todo en bañador!», y tus colegas escritores, editores, agentes y
demás se deshacían en guiños y sonrisas, y estaban de acuerdo contigo, y Asimov se
paseaba por ahí pellizcando el culo a las mujeres, ¡y molaba mucho! ¡Era tan guay
que pudiera acosar sexualmente a las mujeres todo el tiempo! Solías poder decir «Los
negros no están mal. Siempre y cuando sean limpios y no vivan en mi barrio», y tus
amigotes y colegas se deshacían en guiños y sonrisas, y estaban de acuerdo contigo.
O «Los gays son gays porque sufrieron abusos, y las lesbianas en realidad son
bisexuales que tan solo necesitan el amor de un buen hombre», y oye, ningún
problema, porque nadie te llevaba la contraria.
Llegaste a creer que en lo que creías o lo que decías era cierto. Era el discurso.
Eras feliz y te sentías importante por ello, porque lo entendías. Claro, eras tolerante.
¡Aceptabas a todo el mundo! Lo decías como si así fuera. Dejabas clara tu opinión.
Puede que a veces la gente dijera cosas como «Bueno, eso parece un poco racista»,
pero tú te limitabas a sacudir la mano y a bramar «¡No soy racista!», para luego dejar
de invitarles a fiestas. Problema resuelto.
De hecho, todos tus conocidos estaban de acuerdo contigo cuando decías estas
cosas, o, en caso de no estarlo, sonreían, te guiñaban el ojo y apretaban los dientes.
De hecho, muchos más de los que te imaginas probablemente apretaban los dientes y
lo soportaban. Pero al dar a conocer tu opinión sin encontrar desacuerdo o rechazo,
ocurría algo curioso. Comenzaste a creer que tu discurso era el único existente. Que

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tu opinión era sólida. La única. La verdad absoluta e intocable.
Pues bienvenido al futuro. E Internet, donde todo el mundo, incluso aquellos don
nadie sin privilegios a quienes nunca antes tuviste que escuchar, tienen una
oportunidad de ser oídos.
Sorpresa. No todo el mundo está de acuerdo contigo. De hecho, muchos no lo han
estado desde hace muchísimo tiempo, y como llevas una vida tan aislada, charlando
en foros con las mismas personas de siempre sobre los mismos temas de siempre, has
comenzado a creerte que nadie está en desacuerdo contigo. Nunca te había ocurrido
que la misma gente a la que denigrabas te dijera, en voz alta, «Eso es una grave falta
de respeto». Y si lo hicieron, tan solo se trataba de unos capullos sin sentido del
humor; de todas formas, nadie quería trabajar con ellos, y no tenían posiciones de
poder para que afectara a tu carrera, siendo como eran unos chismosos, así que
tampoco les prestaste atención.
Ese era tu privilegio.
Peor incluso, debido a que era muy probable que ocuparas una posición de poder
en el mundo editorial, con un montón de libros bajo el brazo y un buen puñado de
contactos, nadie te contradecía en público. Tenían miedo de las repercusiones. Sabían
que tú y tus pequeños grupos de profesionales establecidos podían arruinar sus
carreras. Sabían que podías llamarles locos, faltos de sentido del humor, y no alguien
gracioso con quien fuera agradable hacer negocios. Así que se lo tragaron. Sonrieron.
Siguieron el juego. Bebieron whisky e hicieron bromas sobre las mujeres contigo.
Puede que no te hayas dado cuenta. Porque ese era tu privilegio.
Para hacer negocio en una industria con prejuicios, sexista, racista y jodidísima,
tienes que poner tu sonrisa falsa y asentir cuando la gente dice las mierdas más
irrespetuosas e hirientes sobre ti y los que son como tú. Cuando estos tipos te dicen
que está bien que escribas novelas pero que desde luego estaría mejor si tuvieras unas
tetas más bonitas para que pudieran ponerte en la cubierta de su revista especializada
vestida con una armadura-bikini para que sus colegas la repasen con lascivia en la
mirada, te limitas a sonreír, ja, ja, qué gracioso, y les traes otra cerveza porque
quieres que te incluyan en su próxima antología con desesperación. ¡Sí, tengo sentido
de humor! ¡Por favor, no me deis la patada de esta organización! ¡Quiero construir mi
carrera, así que sonreiré ante cualquier comentario sexista o irrespetuoso que soltéis y
fingiré que es desternillante! Me han entrenado para esto. Es como sigo adelante. Es
el único modo.
Lo sé por experiencia propia. Mi blog enseñaba mucho más los dientes antes de
que comenzara a publicar libros.
Y mientras estas mujeres o personas de color te sonríen, están escribiendo sus
propias historias, y creando sus propias audiencias, y esperan el día en el que todo el
mundo al fin se alce y diga: «Mira, sabes, faltar el respeto a la mitad de tus colegas y
reducirlos a un par de tetas o a una colección de estereotipos manidos no está bien».
«Pero ¿por qué?», puede que preguntes. «¿Por qué la gente sonríe y lo permite?».

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Amigos, tenemos que sonreír y permitirlo en una organización donde cuarenta y ocho
personas han votado por un presidente que dice que las mujeres no deberían poder
votar[68]. En mi propio sector. En el que me paga por escribir libros. Cuarenta y ocho
personas estaban dispuestas a apoyar públicamente que se me convirtiera en una no-
humana. ¿Cuántos más simpatizaban con esto? ¿Cuántos aparte de esos?
No soy inmune a la crítica en Internet. También provengo de la población
privilegiada. Soy blanca, soy norteamericana, soy de clase media. Soy experta en que
todo tipo de gente me grite. Hay personas que se han enfadado conmigo por tropos
racistas y homofóbicos que identificaron en mis novelas, personas con la suficiente
valentía para alzarse y decir: «¿Sabes qué? Esto que has puesto aquí. ¿Lo ves? No
está bien. Duele».
¿Y sabéis qué? Eso no es censura. Eso es valentía.
Dejad que os diga algo sobre la censura y el acoso. Porque yo también lo he
experimentado (lo que realmente es). La censura del acoso son amenazas sexuales y
de muerte. Interminables. Interminables a un nivel que no os podéis ni llegar a
imaginar[69]. Son ataques coordinados de personas que de verdad prefieren verte
muerta a que sigas caminando. Muerta y violada, si puede ser.
La gente se enfada. Ya nadie tiene que estar de acuerdo contigo. Ya nadie te tiene
miedo. Sé que esto será una enorme sorpresa para aquellos acostumbrados a una
posición de poder, aislados por grupos de personas felices de alimentar sus egos y
calmar sus almas. La verdad sea dicha, gran parte de estas personas ni siquiera creen
tener poder. Sé que yo misma nunca lo creo. Pero ya va siendo hora de enfrentarte a
que hay gente en desacuerdo contigo, y es su derecho.
He encontrado este tipo de personas que intentaban silenciarme desde el instante
en que publiqué mi primer artículo en el blog en 2004. Y por eso me ofende
muchísimo oírte decir que el hecho de que unas personas le pidan a una revista
especializada más respeto para todos sus miembros, no solo para los varones,
equivale a una gran caza de brujas que trata de humillarte. Tu insistencia en que te
acosan unos nazis trivializa el acoso real, las amenazas de muerte y las amenazas
sexuales que la gente recibe en este sector por pedir que se les trate como a seres
humanos.
Aquí van algunos consejos para encajar críticas, críticas reales, en Internet, de
alguien que ha tratado con ambos lados durante una década:
Comienza escuchando. Por una vez en tu privilegiada vida, escucha. Escucha.
Porque si te golpeo y dices: «Auch, eso duele», y contesto: «ME ESTÁS
CENSURANDO PUTO COMUNISTA», pensarás que estoy loca.
Escucha. Esfuérzate. Entiende el privilegio y el poder. Entiende por qué la gente
no había hablado antes. Por qué no les escuchaste antes. Si te chocas con alguien, y
no era tu intención, ¿acaso dirías: «Bueno, es tu culpa por tener tetas»? O en cambio
dirías: «Discúlpame. No era mi intención. Voy a esforzarme para no chocarme más
contigo».

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Sé lo que haría alguien genuinamente interesado en un diálogo abierto, honesto y
respetuoso con la gente que considera humanos y compañeros.

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Un gran poder conlleva una gran responsabilidad:
sobre la empatía y el poder del privilegio
Tuve el cuestionable placer de pasar una semana con un niño de 3 años de edad, y en
cierto momento, cuando le quité los pantalones para que pudiera hacer «pipí en el
orinal», él procedió a sentarse en el lavabo durante unos buenos cinco minutos,
discutiendo conmigo porque yo le había dicho «¡Oye!» cuando trató de pegar a su
madre.
«¡Me GRITASTE!», gritó. «No gritamos en esta casa».
«Tampoco pegamos a nuestra mamá».
«No GRITAMOS. Has HERIDO mis SENTIMIENTOS».
En algún momento el crío entenderá la diferencia entre sentirse culpable porque
le llamen la atención cuando hace algo malo y que te hieran los sentimientos de
verdad, pero hoy no es ese día.
«Y tú has herido los sentimientos de tu mamá», respondí. «No se le pega a
mamá».
«No GRITAMOS EN ESTA CASA».
«No pegamos a mamá».
Entonces me di cuenta de que estaba de pie en el lavabo discutiendo con un
pequeño de tres años medio desnudo, y que tenía que dejarlo estar, ya que yo era la
adulta. Nunca le convencería de que sentirse culpable no era tan serio como que casi
pegara a su madre; me quedaría atrapada en la lógica de un niño. Porque lo que
alguien casi le hace a otra persona y que desde fuera se ve tan claro, teniendo tres
años es algo que no tiene demasiado sentido. Lo que va a entender es TÚ has herido
MIS sentimientos.
Lo que casi le ocurrió a su mamá es irrelevante.
Me acordé de este particular incidente cuando vi a la gente furiosa —tanto en
Twitter como en medios convencionales— sobre lo idiotas que eran quienes
protestaban enfurecidos en contra de tener al famoso Jonathan Ross como
presentador de los premios Hugo[70]. Ross, como muchos humoristas, era conocido
por sus chistes sexistas, además de otras bromas incómodas y fuera de lugar. Muchos
en la comunidad de ciencia ficción y fantasía reaccionaron con estupefacción, y
expresaron su temor a que les denigrara en su propio espacio. Tras solo ocho horas de
comentarios en Internet sobre la decisión, Ross se retiró del evento, y el escritor Neil
Gaiman escribió un post donde expresaba su decepción con los fans y los
profesionales de la industria por cómo habían transmitido su rabia hacia el
nombramiento de Ross. Se abrió una brecha entre los fans y los profesionales que
creían que tener a Ross hubiera sido positivo para el premio, y aquellos que
consideraban su presencia como algo polémico e inapropiado. Es interesante que,
despues de aquello, los medios de comunicación populares (sin contar a Laurie

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Penny) construyeron una historia segun la cual Ross —un profesional de los medios
con unos tres millones de seguidores— había sufrido el «acoso» de los
desagradecidos seguidores de la ciencia ficción hasta que acabó retirándose.
Con todo el escándalo sobre cómo el fandom estaba repleto de idiotas que ya no
disponían de una Gran Esperanza Blanca para Salvar al Género de las Tinieblas, lo
que nadie pareció recordar fue que el rechazo en Twitter no fueron puños alzados en
contra de él, sino expresiones de temor ante la idea de que Ross fuera a golpear a sus
madres. Fue Internet gritando «¡Oye!», y pidiendo la seguridad de que no serían
subestimados, escupidos, ridiculizados o insultados en su propio hogar[71].
De hecho, personas como Farah Mendlesohn dieron su opinión con bastante
claridad sobre este tema antes de que la noticia de Ross como presentador fuera
pública (su artículo sobre su dimisión del comité por este problema ahora es privado),
y Seanan McGuire, con gran coraje, comentó sin rodeos sus miedos en Twitter;
miedos que, si fuera una nominada a los Hugo y asistente, también compartiría. Farah
y Seanan son dos personas que respeto muchísimo, y me tomo en serio sus
preocupaciones. Pero otros no lo hicieron. Por lo tanto, no hubo una declaración que
diera respuesta, no hubo explicaciones ni de Ross ni de aquellos que le eligieron, tan
solo: «Aquí está. DEBERÍAIS ESTAR AGRADECIDOS, POPULACHO».
Y como respuesta, las preocupaciones de dos mujeres muy respetadas se
ignoraron por completo en plan «Estas tías están locas».
Cuando juegas la carta de «Las tías están locas», Internet no tarda en llegar,
amigos míos.
Soy una friki gorda. Me han acosado toda mi vida. Cuando los niños en la escuela
pararon, hubo un mundo mucho más grande ahí fuera para decirme que era
demasiado grande, demasiado ruidosa, demasiado lista, demasiado atrevida. Me
acostumbré a que me golpearan. Ocurría todo el tiempo.
Lo que queremos cuando le decimos «¡OYE!» a alguien —y alguien, en este
caso, que tiene muchísimo más poder que nosotros— es seguridad. Buscamos una
explicación, una declaración, saber que esta persona comprende de dónde venimos y,
a pesar de nuestros miedos, no va a alzar el puño para golpearnos. No es una ciencia
exacta. No es algo muy complicado si usas un poco de empatía.
EMPATÍA, PERIODISTAS. Probadla alguna vez.
Por desgracia, la empatía es lo único que la mayoría de los artículos
convencionales que cubrieron el incidente ignoraron. No he visto ni una sola noticia
que tratara con seriedad las preocupaciones de la comunidad. En vez de un grupo de
geeks que ya han sido objeto de abusos y que reclaman seguridad, era una
«muchedumbre de Twitter» con horcas y antorchas llamando a golpes a la puerta de
un tipo rico, clamando sangre.
Comprendo que la muchedumbre enfurecida de Twitter constituye un titular
mucho mejor, pero sacar a Jay Leno, a Howard Stern o al elenco de SNL como
víctimas de unas docenas o unos pocos cientos de personas en Twitter que dijeron

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«OYE NO ME PEGUES ME DA MIEDO QUE ME PEGUES COMO A AQUELLA
PERSONA X» sería absurdo, y así lo haríamos saber. ¿Cuándo se convirtieron los
privilegiados en víctimas? ¿Alguien le amenazó con violarle? ¿Le impusieron una
orden de alejamiento contra alguien en Twitter? Porque estas son las cosas que les
ocurren a las personas que alzan la voz, esto nos ocurre continuamente, y es probable
que les pase a muchas de las mujeres que dijeron «¡OYE ME DA MIEDO QUE ME
PEGUES!» tanto a Ross como sobre él en público. Y a diferencia de los ricos con
gran influencia, no tenemos tantos recursos que poner en marcha para protegernos
cuando llegan las amenazas.
Alzamos la voz porque somos valientes, no porque clamemos sangre. Alzamos la
voz porque estamos hartas de que nos vapuleen, y necesitamos saber que, si vienes a
nuestra casa, no te vas a comportar como un capullo. Fuimos a la escuela con ese
tipo. Tratamos con ese tipo en Internet cada día.
Estamos hasta las narices de ese tipo.
Así que, en vez de ir atacando a la gente en Twitter y llamarles pirados e invocar
el nombre de Neil Gaiman como custodio de la protección, hubiera honrado al
privilegiado que se retirara y dijera: «Oye. Vaya. ¡Lo siento mucho! No me había
dado cuenta de cuántos habíais tenido esa impresión. Quiero aseguraros que me
encanta esta comunidad y la apoyo, y me tomo el evento muy en serio. Respeto y
quiero a cada uno de vosotros, así que, por favor, estad tranquilos porque seré
respetuoso y amable, del mismo modo que espero que seáis respetuosos y amables
conmigo como presentador».
Ya, es algo duro cuando te están gritando. Te lo digo yo. Lo he sufrido. Pero es el
comportamiento adulto. Es lo que la persona con más poder tiene que tener valor para
hacer. Es lo que toca.
Porque cuando alguien dice: «Me da miedo que me pegues», y contestas: «¡QUE
TE JODAN! ¿POR QUÉ TE VOY A PEGAR? ¡ACASO CREES QUE SOY UN
MONSTRUO O QUÉ, IDIOTA!», vas a conseguir el resultado contrario.
Lo cierto es que mi «¡OYE!» evitó que un niño de tres años pegara a su madre.
Ah, podéis decir lo que queráis, que quizá solo levantaba el brazo para amenazarla y
que no lo hubiera hecho, pero lo he visto antes. Sé que lo volveré a ver. Y alguien
tiene que decir «¡OYE!» y prevenirlo.
Sí, levanté la voz. Y en concreto a un niño pequeño egocéntrico, alzar la voz,
especialmente cuando todo el mundo te dice que no lo hagas, puede parecer un
crimen gravísimo. Pero lo cierto del asunto es que unas docenas de personas gritando
«¡OYE!» en Internet a una figura pública con un total de tres millones de seguidores
en Twitter tiene menos de amenaza, de muchedumbre o de insulto que un adulto
alzándole la voz a un niño. La persona con privilegio es la figura pública.
En este caso, no son fans enfurecidos, ni siquiera profesionales en Twitter con
miedo a que les golpeen, y que lo expresan de un modo pasional y razonable.
Es una figura pública con el poder de hacer daño.

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Y si la figura pública no puede mostrar empatía, o responder con cordialidad,
como sería lo adecuado en su situación empoderada, y en vez de ello ataca a la gente
en Twitter y se larga indignado sin ni siquiera intentarlo, no puedo evitar preguntarme
si de verdad era una elección tan buena.
Por lo tanto, por favor, dejad de compartir artículos molestos que insultan a las
víctimas frikis del acoso llamándolas puñado de idiotas que quieren mantener su
género en el gueto. No es así. Lo que quieren es sentir que están marginalmente más
seguras entre su gente que en el mundo ahí fuera, incluso cuando recientes rabietas
sexistas nos han mostrado que no es del todo cierto. Queremos creerlo, y cuando
vemos un puño alzado —o incluso un potencial puño alzado— reaccionamos igual
que los supervivientes, con una cautela que para aquellos que carecen de empatía
puede parecer locura, pero para nosotros no es más que instinto de conservación.
A nadie le gusta cómo ocurrieron las cosas con Ross. Pero no culpemos de ello a
Twitter, sino a quienes ostentan el privilegio, a quienes deberían haber dado un paso
atrás, mostrado empatía y respondido de acuerdo con la situación.
Dejad que os recuerde que no hace mucho que un escritor bastante conocido se
metió en un problema en Twitter por un tuit sacado de contexto, y tras un inicio
horroroso, se disculpó en público y con gracia, y después, en particular, con todas las
personas que pudieran haberse sentido ofendidas[72].
Así es cómo la gente con poder y privilegios actúa cuando la cosa se pone
chunga: aprietan los dientes y se enfrentan a ello, con gracia.
Yo misma lo he hecho, aunque a menudo siento que no tengo poder alguno,
porque no es el poder que yo percibo el que importa. Es el poder que otras personas
me otorgan.
Cuando se hace daño, percibido o asumido, hay que mostrar arrepentimiento
sobre la situación y el daño causado. Este tipo de declaraciones comienzan con un
«Lo siento…», o «Mis disculpas…». Después tienes que reconocer tu
comportamiento. En este caso, que muchos asistentes a los Hugos temían que Ross
reprodujera comportamientos pasados en la presentación del evento. El tercer paso es
la enmienda: acercarse a aquellos que lo han pasado mal por nuestra actitud y arreglar
las cosas. Y al final, hay que asegurar a tu audiencia que ese comportamiento no
volverá a suceder.
Un gran poder conlleva una gran responsabilidad. Debes demostrar que sabes qué
hacer con él. La multitud no siempre clama sangre. A veces tan solo te pide que
demuestres que se equivoca y le asegures que sus miedos son infundados. Cómo
escogemos afrontar o no el miedo real, la crítica real, que no es lo mismo que los
trolls, dice mucho de nosotros como seres humanos, y como autores.

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La rabia no existe en el vacío
En una ocasión esperaba en una parada de autobús mientras dos jóvenes borrachos
murmuraban amenazas y promesas sexuales explícitas a una joven que estaba de pie
junto a mí. Solo estábamos nosotros cuatro: la mujer amenazada, yo y los dos
gamberros.
Sudáfrica no es el lugar más seguro del mundo, aunque con la asiduidad con la
que la gente saca pistolas para resolver desacuerdos en los Estados Unidos (¡y es
legal!), diría que tampoco es muy seguro aquí. En cualquier situación, cierro el pico.
Al fin y al cabo, no la estaban amenazando con un arma de verdad. Tan solo
comentaban las cosas sexuales que querían hacerle.
No iba conmigo.
No quería que me apuñalaran, o que me atacaran, o que me amenazaran en
absoluto. ¿Quién quiere algo así?
Pero tras unos minutos, como no se cansaban de amenazar, sino que seguían en
ello, perdí los papeles.
Fue una pérdida de los papeles fantástica, porque había pasado los últimos seis
meses volviendo apresuradamente a mi piso antes de que oscureciera, ya que cada
persona bienintencionada que conocía me contaba que había hombres malvados que
esperaban para violarme, mutilarme y asesinarme (¡quizá ni siquiera en ese orden!)
incluso a la luz del día. Un soleado domingo un tipo desaceleró su coche para ponerse
a mi lado en una cuesta junto a la universidad desde la que caminaba a casa, y me
dijo que era mejor no ir por ahí sola, que subiera al coche, porque era probable que
alguien saliera de los bosques y me arrastrara hacia el terrible destino que se supone
que aguarda a todas las jovencitas blancas que viajan a otros países.
Me habían piropeado, gritado y hecho proposiciones, aunque la mayoría de la
gente en Durban era bastante agradable. Reconozco que recibía más amenazas
directas y acoso de joven en Chicago que en Durban.
Pero ese es un tema para otro día.
A un desconocido verme chillando de rabia a estos dos hombres (desvarié y chillé
y les dije que eran unos capullos integrales por acosarnos, y que se fueran a tomar por
el culo, y que quién mierda se creían que eran) debió parecerle el desvarío de una
persona inestable. Al fin y al cabo, lo que ves de lejos es dos tipos en una parada de
autobús hablando con una mujer que parece muy incómoda. Pero mi rabia, mi
«repentino» estallido, fue el desfogue de seis meses de pavor y terror que me habían
causado no tanto gente con malas intenciones, sino gente aparentemente preocupada
por mi seguridad, cuyas advertencias de «quédate en casa», no te confíes y ten
cuidado —y que luego entrarían en detalles sobre quién había sido violada, disparada,
apuñalada o atracada la semana pasada— comenzaron a hacer mella en mí. Era rabia
ante aquella situación, porque se esperara de mí que me callara la boca y me quedara

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en casa todo el día porque era una mujer joven. Era rabia ante la idea de que la
amenaza de violencia funcionaba para mantener a la gente a raya.
Tras oírme despotricar unos minutos, los tipos se acobardaron un poco, confusos,
y al final se marcharon. Al irse, la joven junto a mí suspiró de alivio y dijo: «Muchas
gracias. Tenía miedo de decir algo, porque me asustaba pensar que me pudieran
apuñalar o algo».
Cuando se lía en Internet sobre algo, a muchos les parece un incidente aislado e
insignificante sin relación con nada más, por lo que es fácil decir que son problemas
creados por unos tarados. Sueltan bilis sobre un detalle de nada que se ha
exageraaaado muchísimo. En realidad, esa es la narración más fácil. Hay un motivo
por el que la gente dice cosas como «Las mujeres están locas» para quitar
importancia a una ofensa o a un menosprecio, porque es más fácil que reflexionar
sobre por qué esa rabia le resulta incómoda a uno (a menudo porque es cómplice en
los actos que contribuyen a esa rabia perpetuando de algún modo tanto el sexismo
como la denigración de las voces de las mujeres). Es más fácil decir que la gente está
loca que intentar descubrir el porqué.
Sobre todo, cuando estás en una posición donde nunca eres tú quien sale
escaldado[73].
La rabia de Internet casi nunca es una excepción[74]. Sucede en un continuo. Se ve
como un evento más en una larga línea de eventos interconectados.
Hace unos diez años, un bloguero cualquiera con muchos seguidores preguntaba
cada seis meses: «¿Dónde están todas las blogueras? No leo a ninguna bloguera.
¡Entonces las mujeres no bloguean!».
Y la blogosfera feminista caía sobre él.
Cada. Seis. Meses.
Inundábamos su blog de comentarios con nuestras voces. Enlazábamos a otros
blogs de mujeres. Señalábamos que el único motivo por el que nunca ha visto a
mujeres es porque era más sencillo para él no verlas. Era más fácil enlazar a los tíos
conocidos.
No ves a la gente a la que no escuchas.
Esto duró unos años. En cierto momento, cuando Wonkette creció y contrataron a
Amanda Marcotte para que llevara las redes sociales de un candidato a alcalde, estas
conversaciones cesaron. (Ahora son las listas de «estos son todos los que deberías
seguir en Twitter» que no tienen ni a una sola persona de color, aunque las personas
de color son el cuarenta por ciento de los usuarios de Twitter, generan la mayoría de
los tuits y algunos de los memes y gifs más populares en la red se crearon con gente
influyente de ese lado. La misma mierda, diferente bolsillo).
Encontramos todo tipo de resistencias en este tema, sobre cómo deberíamos ser
más «cívicas» y «calmarnos». Nos dicen que «exageramos». Nos dicen que somos
unas «cabronas agresivas» y «creamos problemas donde no los hay».
Pero lo cierto es que a menos que seamos beligerantes en serio, la gente vuelve al

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statu quo.
Si les dejas, siempre, siempre vuelven al cómodo statu quo, con las voces
silenciadas y la falta de conflicto.
«Cálmate de una puta vez, te has salido con la tuya», tampoco funciona cuando
ha terminado una pelea, porque aunque los tíos digan: «Sí, lo pillamos, las mujeres
tienen blogs», a menos que arremetas como un tren de mercancías, volverás a tener
esta misma conversación seis meses más tarde.
Se olvidan. Comienzan a reescribir la narración[75].
Las llamadas a la cortesía[76], por bienintencionadas que sean, me recuerdan a los
que me dijeron que debería haberme mordido la lengua en la parada de autobús. Al
fin y al cabo, no es que los hombres estuvieran haciendo daño físicamente a la mujer.
Y debería haberme mordido la lengua cuando dijeron que las mujeres no tienen blogs,
porque está claro que, si escribo suficientemente bien, y me callo cuando toca, y me
hago la recatada, la gente me prestará atención por arte de magia, ¿no es así?
Está claro que no tenéis ni idea de cómo funciona todo esto.
Ah. Espera. Sí que la tenéis.
Si me callo la boca, entonces toda la gente que citáis, toda la gente que escribe la
postnarración, las grandes obras en las que el resto se fija para crear la historia y el
relato de un evento, incluso si tiene éxito, las llevará a cabo gente poderosa y con
influencia que cree que sus sentimientos heridos por haber recibido una crítica de
alguna forma son más importantes que las preocupaciones de toda una comunidad de
personas sin influencia en los medios ni una plataforma propia cuyas voces han sido
marginadas toda la vida y que ahora son reducidas a una muchedumbre loca, ruidosa
y enfurecida que surge de la nada en vez de una comunidad apasionada que responde
a una situación más de las que ve en un continuo problemático.
Tenemos la extraña costumbre de la «cortesía», como si cada movimiento social
fuera cortés. Como si los sindicatos no atacaran a los esquiroles. Como si Nelson
Mandela no hubiera hecho estallar cosas[77]. Como si Martin Luther King nos dijera
que nos calláramos la maldita boca[78], y las mujeres jamás se hubieran encadenado a
las vallas de las plazas de la ciudad, no hubieran irrumpido en edificios oficiales, o no
hubieran provocado incendios y actos de violencia para conseguir el sufragio.
¡Sorpresa!
Mi especialización es la historia de los movimientos revolucionarios, y dejad que
os diga algo: ser amable y cogerse de las manos no consigue una mierda. Por
supuesto, fue una táctica. Pero nunca la única táctica. Ojalá un amable grupito de
idiotas hubiera conseguido algo, pero de haber sido así, la historia sería muy, muy
diferente.
El cambio es desorden. Es rabia. Es incómodo. Está repleto de personas
enfurecidas gritando cabreadas, porque les han faltado al respeto y se han vuelto a
olvidar de ellas una, y otra, y otra, y otra vez, y están hartas de ser amables porque te
hace sentir incómodo si actúan de alguna manera que no es respetuosa y servil

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contigo y con tu visión del mundo.
Siento si hemos interrumpido tu último Kickstarter, o tu calendario de pin-ups, o
la compra de tu finca de un millón de dólares en California, y estás arrojando todos
tus pins de los Hugos al Monte del Destino con la esperanza de que eso nos
avergüence y nos haga callar.
Seguro que es durísimo.
Soy compasiva; de verdad. Porque también sé lo que es sentirse cómodo y a
salvo, y fingir que todo va bien. Soy blanca. Mis padres no son pobres, y ahora gano
dinero. Entiendo lo molesto que puede ser que te llamen la atención, y tener que
escuchar a personas con problemas que tú no tienes. Putos problemas y dificultades
reales que existen en un continuo de vergüenza, falta de respeto y subordinación
forzada con el que han tenido que vérselas durante toda su vida.
Para una comunidad de personas que han crecido leyendo cómics e historias de
granjeros que se convierten en héroes, nos resistimos cuando de pronto pasamos del
granjero a ser héroes. Porque es una responsabilidad brutal, y es más sencillo fingir
que todavía gimoteas como Peter Parker, quejándote de que ninguna chica quiere
follarte. Puede que sientas que no tienes poder o influencia, pero los tienes; igual que
yo.
Hay algunas cosas que podemos hacer cuando tenemos poder e influencia.
Podemos recoger nuestros bártulos e irnos a casa.
O podemos levantarnos de una vez y luchar por la gente que recibe toda la mierda
día a día, y actuar como un puto héroe actuaría.
Yo sé qué prefiero hacer.

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Por qué no tengo miedo de Internet
Mi abuela creció en la Francia ocupada por los nazis. A los diecinueve años, sus
amigos y ella, mientras caminaban junto al río, encontraron una bota nazi que
contenía una pierna humana amputada. Por cada nazi muerto por los franceses, los
nazis matarían a diez ciudadanos franceses. Mi abuela pensó: ¿a cuántos matarían por
una pierna amputada? Sus amigos y ella tiraron la bota y su contenido al río y
pasaron el siguiente mes esperando oír a cuántos de ellos les pegarían un tiro en la
calle.
No hay nada que yo experimente en la red que pueda rivalizar con lo que pasó mi
abuela. He tenido una vida pública en la red durante diez años, y he recibido mi
buena ración de abuso y amenazas, pero —muchísimo más a menudo— también de
agradecimientos por tener el coraje de hablar claramente. Las historias de mi abuela
me dieron bastante perspectiva, tanto sobre la vida como sobre las tácticas del terror,
y cómo el silencio solo hace más oscuro el futuro. El odio desenfrenado puede ser
insidioso, y puede introducirse en una cultura y consumir buena parte de esta antes de
que se sepa qué está ocurriendo. Motivo por el cual debes expresarte y pelear por un
futuro mejor.
También tengo una perspectiva única de la vida que compartimos muchos
supervivientes de experiencias cercanas a la muerte. Cuando desperté en la UCI a los
veintiséis años tras casi dos días en coma, el médico me dijo que, si me hubieran
ingresado diez años antes, estaría muerta. Simplemente no habrían tenido el equipo
para salvarme. Tener una enfermedad crónica como la mía, que conlleva tomar
medicación varias veces al día para sobrevivir, implica que la muerte siempre está a
un error de cálculo o a una pequeña confusión. La muerte estrecha su abrazo cada día,
susurrando una canción de sirenas más aterradora que cualquier multitud en Internet.
Cuando lo comento en la red, recibo bastante rechazo de gente que piensa que no
me tomo en serio las amenazas en Internet, que no creo que exista gente capaz y
preparada por la misoginia de nuestra sociedad para llevar a los hechos dichas
amenazas. Todo lo contrario. Lo creo a pie juntillas.
En todo el mundo hay hombres que piensan que haber sido rechazados les da
permiso para asesinarla. Son hombres que te señalarán, como figura pública, por
representar todo lo que les parece mal de las mujeres. Eres el motivo por el cual las
mujeres se ríen de ellos o no quieren tener sexo con ellos, o eres el motivo por el que
sus novias cortaron con ellos. Una de las cosas que nos enseñó el Gamergate es lo
lejos que están dispuestos a ir los hombres para humillar y amenazar a la mujer que
ha herido sus sentimientos, y cómo muchos otros hombres creen que es correcto.
Conozco a ese novio acosador que se niega a creer que se ha terminado. Y todos esos
novios acosadores y potenciales acosadores se han encontrado en Internet, y buscan
objetivos.

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Escucho a la gente decir, cada vez más hoy en día, que tiene miedo de decir algo
online. De sostener una opinión o una posición que pueda ser vista como
«controvertida», incluso si es, ya sabes, verídica. Y eso me preocupa mucho.
La realidad es que es más probable que te mate un miembro de tu familia o un
exnovio que un extraño en la red. Según mis amigos, mi exnovio les llamó y les
describió todos los nuevos e inventivos modos en los que iba a matarme y luego a
suicidarse. Aparecía a la salida de mis clases de la universidad y me enviaba emails
horripilantes. Sé que es terrible, pero es cierto. Es la sociedad en la que vivimos.
Nuestro miedo a los extraños siempre ha tapado la amenaza real, y esa está en las
personas más cercanas: nuestros amigos, nuestra familia, nuestros amantes. Las
discusiones sobre los peligros del discurso online convierten a los extraños en una
especie de hombre del saco, cuando de hecho son simples espectros de un mundo
fallido y sistemáticamente misógino.
Mi abuela a menudo llevaba consigo una bala que, según contaba, provenía de
dos aviones que estuvieron enzarzados en un combate aéreo. Decía que podías
adivinar qué aviones eran alemanes y cuáles norteamericanos por el sonido de los
motores. Una bala perdida del combate aéreo le rozó la cabeza y se hundió en un
muro junto a ella. Si preguntábamos, se levantaba un mechón de pelo y nos mostraba
una larga cicatriz. Sacó la bala y se la llevó en su largo viaje desde Francia a los
Estados Unidos. Al preguntarle el motivo, ella decía que, como había sido católica
toda su vida, creía que era una señal de que Dios la había salvado para que llevara a
cabo algo grande. Estaba destinada a perdurar. Estaba destinada a vivir.
Así que cuando me preguntas si me asusta Internet y el autoproclamado pajero de
los premios de videojuegos, o las quinientas personas que me gritan en Twitter, o
algún famoso de Internet que tiene una rabieta en mi dirección, pienso en mi abuela
arrojando aquella pierna amputada al río, y digo: «¿Estás de broma, no?».
Hay un futuro del que debo formar parte. Lo estamos construyendo narración a
narración.
Sí, el cambio es aterrador, y habrá rechazo y amenazas y tíos en Internet que
declaran a viva voz que eres una enorme vagina y que eso es lo peor que un ser
humano puede ser. Pero esto ya no es la Francia ocupada por los nazis, gente.
¿Hay repercusiones por expresarse? Claro. Silenciar a la gente puede ser tedioso.
Pero es más probable que te atropelle un autobús a que te apuñale la multitud llorica
de Internet.
Estamos hechas de un material más duro del que jamás podrían imaginar.

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Siempre hemos luchado: cuestionando la
narración de «mujeres, ganado y esclavos»
Te voy a contar una historia sobre llamas. Será como cualquier otra historia sobre
llamas que hayas oído antes: cómo están cubiertas de delicadas escamas; cómo se
comen a sus crías si no se las educa debidamente; y cómo, al final de sus vidas, se
arrojan por precipicios, a la manera de los lemmings, para ahogarse en el mar
encrespado. En el fondo son criaturas del mar, nacidas del mar, casadas con él como
los pescadores que viven de sus aguas.
Todas las historias sobre llamas son la misma. Las lees en los libros: el pobre
bebé llama condenado es masticado por su padre alcohólico. En la televisión: la gran
marea de escamosas llamas que caen como un gigantesco y majestuoso rebaño en el
mar. En el cine: llamas brutales que fuman cigarrillos y pintan sus escamas de
camuflaje selvático.
Como ya has escuchado esta historia en numerosas ocasiones, como ya estás
familiarizado con la naturaleza y la historia de las llamas, a veces te sorprende
encontrar a alguna fuera de esos espacios mediáticos. Las llamas con las que te
encuentras no tienen escamas. Así que dudas de lo que ves, y bromeas con tus
colegas sobre «esas llamas escamosas» y ellos se ríen y dicen: «¡Sí, las llamas son
superescamosas!» y olvidáis vuestra experiencia real.
Lo que recuerdas es la llama con sarna, un tanto escamosa, y aquella otra algo
agresiva hacia un bebé llama, como si fuera a devorarlo. De forma que te olvidas de
las llamas que no encajan en la narración que ves en películas, en libros, en televisión
—esas de las que habéis oído hablar en los relatos— y recuerdas a las que mostraban
un comportamiento como el que describen los relatos. De pronto, todas las llamas que
consigues recordar encajan en el discurso que ves y oyes todos los días difundido por
quienes están a tu alrededor. Bromeas con tus amigos sobre el tema. Os sentís como
si hubierais ganado algo. No estáis locos. Pensáis igual que el resto.
Y entonces un día comienzas a escribir sobre tus propias llamas. Tu decisión de
no escribir acerca de las que habías conocido, las suaves, las peludas, las no
caníbales, no fue sorprendente, porque sabíais que no las encontrarían muy
«realistas». Sacaste las llamas de las historias. Imaginaste llamas caníbales con
instintos suicidas, con escamas salpicadas de pintura.
Es más fácil contar las mismas historias que los demás. No hay nada de lo que
avergonzarse.
Pero denota pereza, una de las peores cosas que puede ser un autor de ficción
especulativa.
Ah, y no es verdad.

Como alguien que tiene un conocimiento más que superficial de la historia, siento un

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interés apasionado por la verdad. La verdad es algo que existe con independencia de
que lo veamos, lo creamos, o escribamos acerca de ello. La verdad, simplemente, es.
Podemos ponerle otro nombre o fingir que no sucedió, pero sus repercusiones
conviven con nosotros, elijamos o no acordarnos de ella y reconocerla.
Cuando discutía mi tesis de máster con uno de mis profesores en Durban,
Sudáfrica, me preguntó el motivo de querer escribir sobre las mujeres que combatían
en la resistencia.
«¡Porque el veinte por ciento del ala militante del CNA eran mujeres!», exclamé.
«¡El veinte por ciento! Cuando lo descubrí no me lo creía. Y ya sabes: las mujeres
nunca han formado parte de fuerzas de combate».
Él me interrumpió. «Las mujeres siempre han luchado», afirmó.
«¿Qué?», pregunté.
«Las mujeres siempre han luchado», repitió. «Shaka Zulú tenía un batallón
compuesto exclusivamente por mujeres. Las mujeres han formado parte de todos los
movimientos de resistencia. Las mujeres se han disfrazado de hombres y han partido
a la guerra, al mar y han intervenido activamente en el combate desde los albores de
la humanidad».
No supe qué decirle. Me había educado en el sistema escolar de los Estados
Unidos, donde me habían embutido una dieta compuesta por la teoría histórica de los
Grandes Hombres. La historia estaba repleta de Grandes Hombres. Para conocer el
papel de las mujeres mientras los hombres se mataban entre ellos me apunté a cursos
especializados en historia de las mujeres. Resultó que muchas gobernaban países e
ideaban métodos muy efectivos de control de la natalidad con repercusiones en la
construcción de estados, especialmente en Grecia y Roma.
La mitad del mundo está llena de mujeres, pero es extraño encontrar un discurso
que no hable de ellas como personas a las que se les hacen cosas en lugar de gente
que hace cosas. Lo más común es que se hable de ellas como hijas de un hombre.
Como esposas de un hombre.
Vi un reality en televisión sobre pilotos que recorren zonas áridas de Alaska, en el
que presentaban a todos los pilotos hablando de sus familias y sus pasiones, pero de
la única piloto no dijeron nada más que era «la novia del piloto X». No fue hasta que
rompieron en la segunda temporada cuando consiguió su propia presentación. Resulta
que había vivido en Alaska cuatro veces más tiempo que el resto y que, además de ser
una piloto experta, cazaba, pescaba y escalaba muros de hielo.
Pero la narración era una «llama caníbal», nuestra vista se nubló y dejamos de
verla como otra cosa.

El lenguaje es algo poderoso que cambia la percepción que tenemos de nosotros


mismos y de los demás, tanto de forma agradable como terrible. Es probable que
cualquiera que sepa algo sobre los ejércitos o que preste atención a cómo se habla de
la guerra en los medios de comunicación se haya dado cuenta de ello.

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No matamos «personas». Aniquilamos «objetivos» (japos, amarillos o moros). No
matamos «adolescentes de quince años» sino «combatientes enemigos» (sí, ahora se
registra como combatiente enemigo a cada uno de los adolescentes de quince años o
más que mueren en un ataque con drones. No como adolescente. No como niño).
Cuando hablamos sobre «gente» no queremos decir «hombres y mujeres». Nos
referimos a «gente y personas del género femenino». Hablamos sobre «Escritores
Norteamericanos» y «Mujeres Escritoras Norteamericanas»[79], sobre
«Programadores adolescentes» y «Chicas programadoras adolescentes»[80].
Y cuando mencionamos la guerra, hablamos de soldados y de mujeres soldado.
Como hablamos de esta manera, al referirnos a la historia y hacer uso del término
«soldado», al instante queda fuera cualquier mujer que haya combatido. Por lo que no
me sorprende que aquellos que desentierran túmulos vikingos ni siquiera se
molestaran en comprobar si eran de hombres o mujeres. Había espadas enterradas.
Las espadas son para los soldados. Los soldados son hombres.
Pasaron años antes de que se les pasara por la cabeza analizar los huesos de los
cuerpos que encontraron, en vez de decir: «¡Espadas igual a tíos!», y se dieran cuenta
de su error[81].
Las mujeres también pelearon.
Es más, aunque solemos creer lo contrario, hacían de todo. En la Edad Media,
ejercían de doctoras y alguaciles[82]. En Grecia eran…[83] Dicho de otro modo: si
creéis que hay algo (lo que sea) que las mujeres no hicieron en el pasado, os
equivocáis. Las mujeres (entonces y ahora) incluso se acostumbraron a orinar de pie.
Llevaban dildos. Así que incluso aquello que los graciosillos podrían tratar de
contradecir en plan: «¡Es imposible que hicieran X!». Qué sorpresa. Lo hicieron.
También pelearon y murieron mujeres intersexuales y transexuales, a menudo
categorizadas con el género equivocado y olvidadas en los anales de la historia. Y
debemos recordar que cuando hablamos sobre mujeres y hombres como si fueran
categorías «históricas» inmutables, están ahí aquellas que vivieron y lucharon en las
fronteras entre las cosas.
Pero nada de esto encaja en nuestra narración. De lo que queremos hablar es de
las mujeres en una sola capacidad: como esposa, madre, hermana, e hija de un
hombre. Lo veo continuamente en la ficción. En libros y en televisión. Lo oigo en el
modo en que la gente se expresa.
Todas esas llamas caníbales.
Me parece todo un reto escribir sobre llamas que no sean caníbales.

James Tiptree Jr. tiene una interesantísima historia titulada «Las mujeres que los
hombres no ven». La leí con veinte años, y reconozco que no entendí en ese momento
por qué generó tanta controversia. ¿Iba de esto? Pero… ¡esa no era la historia!
Estamos confinados en el interior de la mente del hombre durante toda la narrativa,
un tipo que apenas hace nada y que viaja con una mujer y su hija. Al igual que él,

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nosotros como lectores no las «vemos». Hasta que la historia termina no nos damos
cuenta de que, de hecho, ellas son las heroínas.
Al fin y al cabo, era la historia del hombre. Era su narrativa. Formábamos parte
de su historia. Ellas eran solo cosas que estaban allí por casualidad, personajes no
activos en su limitado entorno.
No las veíamos.

A los dieciséis años escribí un texto apoyando la prohibición de que las mujeres del
ejército norteamericano entraran en combate. No hace mucho, rebuscando entre
papeles viejos, lo encontré. Decía que no debían ir al frente porque la guerra es algo
horrible y la familia es esencial, y si morían todos aquellos hombres, ¿por qué
querríamos que las mujeres también murieran?
Ese era todo mi argumento.
«Las mujeres no deberían ir a la guerra porque pueden morir, como los hombres».
Saqué una «A».

A menudo digo a la gente que soy la mayor misógina consciente que conozco.
Anoche escribía una escena sobre una general mujer y el hombre al que ayudó a
conseguir el trono. Comencé incorporando cierta tensión sexual y entonces caí en lo
perezoso que era algo así. Hay más tipos de tensión.
Había hecho una referencia de pasada a la esclavitud sexual que tuve que quitar.
El hombre casi se dirige a ella con un insulto sexista. Gruñí a la pantalla. Él quería
ayudarla a salvar a su hijo… no. ¿A su hermano?… Bien. Ella lo iba a traicionar.
Vale. Varias esposas que había tenido él habían muerto… Uf. No. ¿Consejeras?
¿Amigas? Quizá alguna… ¿le había dejado?
Incluso cuando una imagina sociedades en las que apenas existe la violencia
sexual, o ninguna violencia sexual contra las mujeres, me descubro escribiendo los
mismos tropos y motivaciones. «Vale, este es un tipo indeseable, y tiene que pasarle
algo traumático a la heroína, así que haré que la viole». Escribí esto en el primer
borrador de mi primer libro, que trata de una sociedad violenta donde había
veinticinco veces más mujeres que hombres. Porque, por supuesto, Es Lo Normal.
Hace poco vi un programa en la televisión que supuestamente trataba de una
experiencia traumática por la que había pasado una chica, aunque en realidad era una
excusa para que dos hombres se pelearan y discutieran sobre quién era el culpable del
trauma. Fue la eliminación del personaje femenino y su experiencia más flagrante que
he visto en mucho tiempo. Ella se encontraba en la sala mientras ellos se peleaban y
hablaban sobre sus características, mientras ella se difuminaba con el fondo.
Olvidamos de qué trata la historia. Borramos a las mujeres de nuestras historias,
mujeres que en nuestras propias vidas son personas fuertes, directas, inteligentes,
firmes. Las mujeres apuñalan y mutilan y asesinan y lideran y gestionan y poseen y
gobiernan. Lo sabemos. Lo experimentamos a diario. Las vemos.

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Pero esta es nuestra narración: dos hombres discuten a gritos en una habitación y
una mujer hiperventila en una esquina.

¿Qué es «realismo»? ¿Qué es «verdad»? La gente dice que la verdad es lo que han
experimentado. Pero el problema es que resulta difícil diferenciar entre lo que
realmente hemos vivido de lo que se nos cuenta que hemos experimentado, o de lo
que deberíamos haber experimentado. Somos criaturas sociales, y falibles.
En una situación catastrófica, una persona pide una media de cuatro opiniones
antes de formarse la suya, antes de actuar[84]. A través de un entrenamiento riguroso
—como en el ejército—, se puede preparar a alguien para que reaccione con rapidez
ante este tipo de circunstancias, pero, en general, alrededor del setenta por ciento de
los seres humanos simplemente prefieren seguir con su rutina. Nos gusta nuestra
narración. Se necesitan pruebas abrumadoras y —más importante aún— las palabras
de muchas, muchísimas personas para que actuemos.
Lo vemos constantemente en grandes ciudades. Por eso la gente puede pelearse y
agredir a otras personas en aceras transitadas. Por eso se asesina a pleno día e incluso
se roba en casas de zonas en absoluto solitarias. La mayoría de las personas ignoran
las cosas que se salen de lo común. Peor aún, esperan que alguien se haga cargo de
ellas.
Recuerdo una ocasión en que me encontraba en el tren en Chicago con una
docena de personas. De pronto, en el otro extremo del vagón, un hombre se cayó del
asiento. Tan solo… se derrumbó en el pasillo. Comenzó a tener convulsiones. Había
tres personas entre él y yo. Pero nadie dijo nada. Nadie hizo nada.
Me levanté: «¿Señor?», pregunté, y fui hacia él.
Y en aquel instante todos empezaron a moverse. Pedí a alguien que estaba en la
parte trasera que pulsara el botón de alarma para avisar al conductor de que pidiera
una ambulancia en la siguiente parada. Después de que yo me levantara, de pronto
había conmigo otras tres o cuatro personas que intentaban socorrer al hombre.
Pero alguien tuvo que dar el primer paso.
Viajaba de pie en el vagón sin asientos de un tren abarrotado y vi a una joven
cerca de la puerta que cerró los ojos y se le cayeron al suelo unos papeles y la carpeta.
Estaba encajonada, rodeada de otras personas, y nadie dijo nada.
Empezó a desplomarse. «¿Estás bien?», pregunté en voz alta, acercándome a ella,
y entonces más gente miró, y ella se derrumbó, y empezó el barullo, y alguien gritó
desde la parte delantera del vagón que era médico, y alguien ofreció su asiento, y la
gente se movió, se movió, se movió.
Alguien tiene que ser quien diga que algo va mal. No podemos fingir que no
somos conscientes. Porque han asesinado y agredido a gente en esquinas por las que
circulaban cientos de personas, fingiendo que todo era normal.
Pero fingir que algo es normal no lo convierte en normal.
Alguien tiene que señalarlo. Alguien tiene que hacer que la gente se mueva.

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Alguien tiene que actuar.

Disparé mi primer arma en casa de mi novio cuando iba al instituto: primero un rifle,
y luego una escopeta recortada. Le he cogido el truco a disparar con una Glock, sigo
siendo malísima con el rifle, y tuve la oportunidad de probar un AK-47, el arma de
los ejércitos revolucionarios de todo el mundo, especialmente en la década de los
años ochenta.
Destrocé con los puños mi primer saco de boxeo de noventa kilos a los
veinticuatro años.
Golpear implicaba algo más. Cualquiera podía disparar un arma. Pero ahora sabía
cómo dar un buen derechazo en toda la cara. Duro.
Al crecer, me enteré de que las mujeres cumplían ciertos tipos de papeles y hacían
ciertos tipos de cosas. No es que yo no tuviera grandes modelos que seguir. Las
mujeres de mi familia fueron matriarcas trabajadoras. Pero las historias que veía en la
televisión y en las películas, e incluso en muchas novelas, contaban que eran
anomalías. Eran llamas peludas, no caníbales. Tan extrañas.
Pero todas las historias estaban equivocadas.
Pasé dos años en Sudáfrica, y una década más al volver a los Estados Unidos,
investigando acerca de todas las mujeres que habían combatido. Averigüé que han
luchado en todos los ejércitos revolucionarios, y que esos ejércitos están compuestos
por un veinte o treinta por ciento de mujeres. Pero ¿en qué pensamos cuando decimos
«ejército revolucionario»? ¿Qué imagen nos viene a la mente? ¿Tu ejército mental
está formado por tres mujeres y siete hombres? ¿Seis mujeres y catorce hombres?
Las mujeres no solo fabricaban bombas y armas de fuego en la Segunda Guerra
Mundial, sino que también empuñaron las armas y pilotaron tanques y aviones. La
Guerra Civil, la Guerra Revolucionaria: nombra una guerra y yo diré un caso en el
que una mujer recogió un sombrero y un arma de fuego, y se unió a esta. Y sí,
también había mujeres combatiendo con Shaka Zulú. Pero si decimos «combatientes
de Shaka Zulú», ¿qué imagen nos viene a la mente? ¿Pensamos en estas mujeres? ¿O
son ellas a las que no vemos? ¿De las que, si las incluimos en nuestros relatos, los
hombres dirán que no son «realistas»?
Por supuesto, hablamos de las mujeres que iban con Shaka Zulú. Al buscar en
Google «mujeres que lucharon junto a Shaka Zulú», lo encuentro todo sobre su
«harén de 1.200 mujeres». Y sobre su madre, claro. Y esta frase era muy típica:
«Mujeres, ganado y esclavos». De un tirón.
Es fácil creer que las mujeres nunca luchamos y nunca dirigimos, si nunca se nos
ve.

¿Qué importa, si contamos las mismas historias manidas, si compartimos las mismas
viejas mentiras? Si las mujeres luchan, dirigen y sostienen la mitad del cielo, ¿qué
importan las historias frente a la verdad? No cambiaremos la verdad eliminando a las

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mujeres.
¿O sí?
Las historias nos cuentan quiénes somos. De lo que somos capaces. Al buscar
historias creo que, en cierto modo, nos buscamos a nosotras mismas, tratando de
darle un sentido a la vida y de entender a las personas que nos rodean. Las historias y
el lenguaje nos dicen lo que importa.
Si las mujeres son «zorras» y «guarras» y «putas» y la gente a la que estamos
matando son «amarillos» y «japos» y «moros», entonces no son personas reales, ¿no?
Es más fácil eliminarlos así. Más fácil asesinarlos. No tenerlos en cuenta. Dejar de
verlos.
Pero en el instante en que reimaginamos el mundo como una zumbante colmena
de personas con una variedad de géneros y sexos, e historias únicas y apasionantes
todavía por contar, hace que sea más complicado ignorarlo. Ya no son «mujeres,
ganado y esclavos», sino participantes activos en sus propias historias.
Y en las nuestras.
Porque al decidir escribir historias, no solo contamos las individuales. Son las
suyas. Y las tuyas. Y las nuestras. Todos existimos juntos. Todo ocurre aquí. Es
turbio, complejo y a menudo trágico y aterrador. Pero ignorar a la mitad, dando por
supuesto que una mujer solo puede vivir de una manera —en relación a los hombres
de su alrededor—… eso no es simplemente borrarlas, es censura política.
Llenar un mundo de tíos, de héroes masculinos, de hombres, y de sus «mujeres,
ganado y esclavos» es un acto político. Llevas a cabo una elección consciente de
eliminar a la mitad del mundo.
Como narradores, tenemos opciones mucho más interesantes.
Puedo pasarme el día diciéndote que las llamas tienen escamas. Puedo dibujarlas.
Puedo reescribir la historia. Pero yo soy una sola narradora, y mis mentiras no se
vuelven narración a menos que estés de acuerdo conmigo. A menos que escribas
como yo. A menos que tú, también, aceptes mi perezosa narración y la perpetúes.
Para que la eliminación suceda, tienes que ser cómplice. Tú, yo, todos nosotros.
No dejes que ocurra.
No seas vago.
Las llamas te lo agradecerán.
También las personas reales.

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EPÍLOGO

¿Para qué luchamos?

Reflexioné sobre si había epílogos o no en las colecciones de ensayo y dije: «Bah,


que le den. Esta va a tener uno».
Es el Cuatro de Julio y voy por mi segunda cerveza. Estoy sola en una cabaña
aislada en la región de Hocking Hills de Ohio, mi móvil no tiene batería, y no, no es
el comienzo de una historia de terror. Que el móvil no tenga batería es bueno porque
implica que no puedo poner el wi-fi, así que solo me queda cocinar unos perritos
calientes y beber cerveza barata y quemar cosas en la hoguera y terminar esta
colección de ensayos.
Beber y escribir suele conseguir que me derrita en nostalgia, y así estoy. Recuerdo
cuando bebí cerveza casera en una cabaña en los bosques de Alaska con un tipo y su
perrete, y el perrete no dejaba de comerse su propio excremento. Recuerdo el frío al
estar de pie en mi dormitorio en Alaska con un tío por el que había estado colada todo
el semestre y que me dijera: «Algún día, cuando escribas sobre esto, yo solo seré un
tipo que te follaste», y sí, tenía razón. Recuerdo haber bebido rusos blancos en un
palazzo de Florencia, en Italia, durante una cálida noche mientras los fuegos
artificiales entretenían a la multitud y preguntarme, a los dieciséis años, si volvería a
sentirme así de libre y feliz en toda mi vida.
La vida es una serie de acontecimientos sin conexión. Es la mente humana la que
busca unirlos en narraciones, en historias. Es la mente humana la que trata de dar
significado a los acontecimientos. Os he contado muchas historias en estos ensayos, y
en todas ellas he tratado de que fueran lo más fieles posible a mis recuerdos. Pero es
este significado tras ellas lo que queda libre a la interpretación. ¿Qué acontecimientos
compartir? ¿Qué dejo fuera? ¿Me he mostrado como alguien virtuosa e infalible?
Espero que no. A menudo me equivoco, soy imperfecta, complicada, y suelo tener
ansiedad. Soy, igual que el resto, un lío de proporciones épicas.
Pero esa es otra historia.
Una de las cosas en que hago hincapié cuando conozco a gente, sobre todo si son
jóvenes, es que somos los héroes de nuestras propias vidas, y que podemos controlar
nuestras propias historias. Gran parte del horror de ser joven es sentirse sin poder y
sin control ante fuerzas que parecen —y que con frecuencia son— mucho más
grandes que tú. Una de las cosas que descubres al hacerte mayor es que quienes
ostentan el control de las cosas no tienen ni idea de lo que hacen, y no son tan
diferentes a ti, al fin y al cabo. Suele ser la inercia la que mantiene sistemas de
opresión y explotación caducos, mugrientos y ridículos en marcha. No estoy segura
de si esto es reconfortante o aterrador, pero es cierto.

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Recuerdo cuando me senté con mis compañeros de trabajo —el productor de
vídeo, el diseñador y el vicepresidente de marketing— y nos pusimos manos a la obra
con nuestra primera gran campaña. Tenía veintisiete años y me di cuenta de que en
aquel momento había saltado la valla. Era una de las personas que creaban los
mensajes de marketing que la gente engulle cada día mientras se toma el café con
tostadas, y fue una impresión emocionante y aterradora, porque no sentía que tuviera
poder ni control. No me sentía como si supiera lo que hacía. Pero ahora era parte de
este sistema, era una de los que creaban los mensajes y comprendía la
responsabilidad que acarreaba. Sabía que podíamos ayudar o hacer daño, y por aquel
entonces no estaba muy segura de que sirviéramos a una causa especialmente justa.
Pero necesitaba el seguro médico. Tenía que comer. Y poner mi mente al servicio de
esta causa era lo que me mantendría respirando.
En aquel momento quería hacer algo más que servir a la causa de llenar los
bolsillos de alguien. Quería tener una gran y sonora voz que se uniera a otras voces
para cambiar el mundo a mejor. Quería poner mi talento al servicio de algo más
grande que yo.
Ya he dicho en estas páginas que mi meta final es «cambiar el mundo». Pero
¿convertirlo en qué? Espero que en algo mejor. En un lugar donde no tenga que
pelear tan duro para que me escuchen. En un lugar donde no tengamos igualdad de
oportunidades, sino igualdad real que nos permita comenzar nuestras vidas en las
mismas condiciones. Quiero que el mundo sea claramente un lugar mejor cuando me
marche de lo que era cuando llegué. No solo para mí, o para personas como yo, sino
para todos.
Sin embargo, lo cierto es que no sé cómo hacerlo. Todo lo que sé es escribir (y
beber, hasta el límite que me permite la enfermedad). Sé cómo perseverar ante la
mierda. Sé cómo no tener miedo. Sé cómo vivir. A veces, vivir y expresarse en voz
alta son los actos más subversivos que podemos permitirnos.
Eso, quizá, es suficiente para mí. ¿Pero lo es para ti?
Me hago mayor, y aunque muchos se burlarían de esto (treinta y cinco no es
mayor, me dicen mis colegas de sesenta), el hecho es que la muerte y yo hemos
bailado juntas antes, y aunque ella no ganó en aquella ocasión, cada día la oigo
respirar junto a mi oído, con cada inyección y con cada lectura de azúcar bajo
mientras salgo a pasear por el bosque a solas me recuerda que ella vendrá a por mí en
algún momento, que nos lleva a todos, porque su danza es larga, y ella es mucho más
persistente que yo.
No tengo hijos, ni más legado que mi obra, y tú.
Tengo el poder de volver a ti mucho después de haber muerto, a través de estos
menudos signos en papel o píxeles, y recordarte que tienes voz, tienes voluntad y que
tu voz es más fuerte y poderosa que nada que puedas imaginar, y mucho después de
que me haya ido, puedes recoger esta cerveza junto a mí y continuar el trabajo que
estamos llevando a cabo, el trabajo que siempre hemos hecho, el trabajo que siempre

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haremos, hasta que el mundo se parezca a como lo imaginamos.
Soy una optimista sombría, y esta es mi esperanza para ti: que se te oiga más que
a mí, y que seas más fuerte, y más poderosa que yo, y que eches la mirada atrás y me
veas como una reliquia, un dinosaurio, como la villana menor de tu propia historia, la
roca contra la que empujaste en tu propio camino hacia la fama, la notoriedad, la
revolución.
Este es mi deseo para ti.

HOCKING HILLS
Verano de 2015

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Agradecimientos
Este libro de ensayos no existiría sin la incansable persistencia de mi agente, Hannah
Bowman. Ella no solo peleó por mi libro, sino que también me convenció a mí de que
la idea valía la pena y de que era posible encontrar un hogar para esta colección. Me
esbozó la propuesta inicial, y lo sacamos adelante a buen ritmo, sabiendo que era una
colección relacionada con acontecimientos actuales que debía salir lo antes posible.
También estuvo allí en varios Instantes para el Té Oscuro del Alma en los que me
planteé acabar con el proyecto. Agente de servicio completo.
Gracias a Marco Palmieri y a Diana M. Pho por la cuidada edición de un trabajo
que había hecho deprisa y sobre la marcha para el público online. Hay una cierta
permanencia en escribir una obra que se publica de manera tradicional y que no
siento cuando escribo online. Dar forma a esta colección llevó algo de trabajo.
Quiero agradecer en especial a Tor Books por embarcarse en el proyecto de este
libro. Además de Marco y Diana, hablé con varios editores y personal veterano que
expresaron su admiración sincera y el apoyo al libro. Dijeron que cuando Marco les
pidió su opinión sobre la publicación de esta colección, su respuesta fue «DEBES
CONTRATAR ESTE LIBRO, MARCO». Sé que no debes querer a un libro más que a otro, así
que aprecio mucho todo el apoyo en la editorial. No es sencillo llevar un libro desde
la contratación hasta que se publica en nueve meses, pero aquí estamos, y sé que
sacarlo implicó presionar a mucha gente.
Irene Gallo y su alucinante equipo de artistas llevaron a cabo un trabajo
fenomenal con la cubierta de la colección, que es perfecta. Gracias también a la
revisora, Deanna Hoak, que tuvo que vérselas con mi extraña tendencia a inventarme
palabras y expresiones que no aparecen en ningún diccionario. Eso sin mencionar que
tengo muchas preferencias de fragmentos de oraciones y colocación de comas que
incluso a mí me dan dolores de cabeza.
Mi asistente, Danielle Horn Beale, llevó a cabo el incansable trabajo de revisar y
verificar todas las notas finales de la colección, así como conseguir ensayos que solo
existían online y poner todas esas notas en el formato adecuado. Es el tipo de trabajo
de batalla por el que no se suele recibir el crédito que se debería en el mundo
editorial. Muchísimas gracias a ella por su justa batalla.
Tener una vida pública puede tener sus desventajas, y quiero agradecer a mi
marido, Jayson Utz, que me acompañara en este viaje. Mucha gente se sorprende de
que esta escritora malhablada tenga pareja, porque no escribo sobre ello. Quizá
esperan que viva sola con un montón de gatos (la cual creo que sería una vida
estupenda, aunque debo decir que prefiero a los perros). Digamos que hay ciertas
cosas en mi vida que aprecio tanto que quiero quedármelas celosamente para mí, y él
es una de ellas. Gracias por apoyarme en esta locura de carrera profesional.
Para finalizar, aunque mis padres están muy orgullosos de mi obra, no leen mi

www.lectulandia.com - Página 179


ficción. Creí que con una colección de ensayos había conseguido que quizá los
leyeran, pero mi madre se inquietó al enterarse de que estaba escribiendo historias
sobre mi vida. «¡Me da miedo lo que habrás escrito sobre nosotros!», dijo. Lo cierto
es que quiero a mis padres con todo mi corazón, y aunque no me enseñaron a tener
relaciones sanas con el dinero, la comida o el alcohol, me inculcaron la ética laboral,
la perseverancia y la integridad que contribuyeron a hacer de mí la que soy hoy en
día. Para bien o para mal.
Espero que esta colección no decepcione.

THE BIG RED HOUSE


febrero, 2016

www.lectulandia.com - Página 180


Notas

www.lectulandia.com - Página 181


[1] Christine Miserandino, «The Spoon Theory», butyoudontlooksick.com,
https://butyoudontlooksick.com/articles/written-by-christine/the-spoon-theory/ <<

www.lectulandia.com - Página 182


[2] Ensayo escrito específicamente para esta colección. <<

www.lectulandia.com - Página 183


[3] «Bury Your Gays», TV Tropes,
http://tvtropes.org/pmwiki/pmwiki.php/Main/BuryYourGays <<

www.lectulandia.com - Página 184


[4] «Dale Cooper», Wikipedia, http://en.wikipedia.org/wiki/Dale_Cooper <<

www.lectulandia.com - Página 185


[5] «Clarion’s 2014 Literary Pin-Up Calendar», The Clarion Foundation
https://www.indiegogo.com/projects/clarion-s-2014-literary-pin-up-calendar#/story
<<

www.lectulandia.com - Página 186


[6]
James M. Davidson, Courtesans and Fishcakes: The Consuming Passions of
Classical Athens. University of Chicago Press, 2011. <<

www.lectulandia.com - Página 187


[7] Justin Landon, «Do the successful get a free pass?», Staffer’s Book Review,
http://www.staffersbookreview.com/2014/01/author-privilege-do-we-give-them-a-
free-pass.html <<

www.lectulandia.com - Página 188


[8] «Joan Slonczewski», Amazon, http://www.amazon.com/Joan-
Slonczwski/e/B000APEBSM/ref=ntt_athr_dp_pel_1 <<

www.lectulandia.com - Página 189


[9] Ensayo escrito específicamente para esta colección. <<

www.lectulandia.com - Página 190


[10] «Entre copas», IMDb, http:// www.imdb.com/title/tt0375063/ <<

www.lectulandia.com - Página 191


[11] «Young Adult», IMDb, http://www.imdb.com/title/tt1625346/?ref=fn_altt1 <<

www.lectulandia.com - Página 192


[12]
Annasue McCleave Wilson, «An Unseemly Emotion: PW Talks with Claire
Messud», Publishers Weekly, http://www.publishersweekly.com/pw/by-
topic/authors/interviews/article/56848-an-unseemly-emotion-pw-talks-with-claire-
messud.html. <<

www.lectulandia.com - Página 193


[13] Kameron Hurley, «On Persistence, and the Long Con of Being a Successful

Writer», terribleminds.com, http://terribleminds.com/ramble/2014/01/22/on-


persistence-and-the-long-con-of-being-a-successful-writer/ <<

www.lectulandia.com - Página 194


[14] Roxane Gay, «Not Here to Make Friends», BuzzFeed Books,
http://www.buzzfeed.com/roxanegay/not-here-to-make-friends-
unlikable#.nobrE0N3E <<

www.lectulandia.com - Página 195


[15] Kameron Hurley, «Wonder Maul Doll», Escape Pod,
http://escapepod.org/2009/07/19/ep207-wonder-maul-doll/ <<

www.lectulandia.com - Página 196


[16] Kameron Hurley, «The Women of Our Occupation», Strange Horizons,
http://www.strangehorizons.com/2006/20060731/women-f.shtml <<

www.lectulandia.com - Página 197


[17] Paul S. Kemp, «Why I write masculine stories», paulskemp.com,
http://paulskemp.com/blog/why-i-write-masculine-stories/ <<

www.lectulandia.com - Página 198


[18] Barbara Ehrenreich, Blood Rites: Origins and History of the Passions of War.

Holt Paperbacks, mayo de 1998. <<

www.lectulandia.com - Página 199


[19] Kameron Hurley, «Some Men Are More Monstrous Than Others: On True
Detective’s Men and Monsters», kameronhurley.com,
http://www.kameronhurley.com/some-men-are-more-monstrous-than-others-on-true-
detectives-men-monsters/ <<

www.lectulandia.com - Página 200


[20] Kameron Hurley, «One Bloke to Rule Us All: Depictions of Hegemony in
Snowpiercer vs. Guardians of the Galaxy», kameronhurley.com,
http://www.kameronhurley.com/one-bloke-to-rule-us-all-depictions-of-hegenomy-in-
snowpiercer-vs-guardians-of-the-galaxy/ <<

www.lectulandia.com - Página 201


[21] Leo Widrich, «The Science of Storytelling: Why Telling a Story is the Most

Powerful Way to Activate Our Brains», Lifehacker,


http://lifehacker.com/5965703/the-science-of-storytelling-why-telling-a-story-is-the-
most-powerful-way-to-activate-our-brains <<

www.lectulandia.com - Página 202


[22] Ensayo escrito específicamente para esta colección. <<

www.lectulandia.com - Página 203


[23] Nicola Griffith, «Books about Women Tend Not to Win Awards»,
nicolagriffith.com, http://nicolagriffith.com/2015/05/26/books-about-women-tend-
not-to-win-awards/ <<

www.lectulandia.com - Página 204


[24] Laura J. Mixon, «A Report on Damage Done by One Individual Under Several

Names» laurajmixon.com, http:// laurajmixon.com/2014/11/ a-report-on-damage-


done-by-one-individual-under-several-names/
Kathleen Hale, «‘Am I being catfi shed?’ An author confronts her number one online
critic», The Guardian, http://www.theguardian.com/ books/2014/oct/18/am-i-being-
catfished-an-author-confronts-her-number-one-online-critic
Elizabeth Bear, «The following is an open letter to my friends and colleagues who are
established members of the science fiction and fantasy community», Goodreads,
https://www.goodreads.com/author_blogposts/7312419-i-cannot-touch-the-rain <<

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[25] Ensayo escrito específicamente para esta colección. <<

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[26] Jerry Lee, Buzzfeed, http://www.buzzfeed.com/jarrylee/john-green-responded-on-

tumblr-to-accusations-of-sexual-abus#.huq15M01q <<

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[27] Sam Biddle, «Justine Sacco Is Good at Her Job, and How I Came To Peace with

Her», Gawker, http://gawker.com/justine-sacco-is-good-at-her-job-and-how-i-came-


to-pea-1653022326 <<

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[28]
Alison Flood, «Anne Rice signs petition to protest bullying of authors on
Amazon», The Guardian, http://www.theguardian.com/books/2014/mar/04/anne-rice-
protests-bullying-amazon-petition. <<

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[29] Ensayo escrito específicamente para esta colección. <<

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[30] Michael Moran, «Bin Laden Comes Home to Roost», NBCNews.com <<

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[31]
Alissa J. Rubin, «Airstrike Hits Doctors Without Borders Hospital in
Afghanistan», The New York Times. <<

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[32] Ensayo escrito específicamente para esta colección. <<

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[33] Kameron Hurley, «What living in South Africa taught me about racism in
America», kameronhurley.com, http://www.kameronhurley.com/what-living-in-south-
africa-taught-me-about-racism-in-america/ <<

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[34] «History of slavery in California», Wikipedia,
https://en.wikipedia.org/wiki/HistoryofslaveryinCalifornia <<

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[35] Greg Nokes, «Black Exclusion Laws in Oregon», The Oregon Encyclopedia,

http://oregonencyclopedia.org/articles/exclusionlaws/#.VSfNvPnF-So <<

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[36] Elizabeth McLagan, «The Black Laws of Oregon, 1844–1857», Black-Past.org,

http://www.blackpast.org/perspectives/black-laws-oregon-1844-1857 <<

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[37] «The Eye of the Beholder», Wikipedia,
https://en.wikipedia.org/wiki/TheEyeoftheBeholder <<

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[38] John Rudolf, «Where Mental Asylums Live On», The New York Times,
http://www.nytimes.com/2013/11/03/opinion/sunday/where-mental-asylums-live-
on.html?pagewanted=all&r=1 <<

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[39] Tara McGinley, «List of Reasons for Admission to an Insane Asylum from the

Late 1800s», Dangerous Minds,


http://dangerousminds.net/comments/listofreasonsforadmissiontoaninsane_asylum <<

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[40] «Nazi Euthanasia Program: Persecution of the Mentally & Physically Disabled»,

Jewish Virtual Library,


https://www.jewishvirtuallibrary.org/jsource/Holocaust/disabled.html <<

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[41] Kameron Hurley, «‘We Have Always Fought’: Challenging the ‘Women, Cattle

and Slaves’ Narrative», A Dribble of Ink, http://aidanmoher.com/blog/featured-


article/2013/05/we-have-always-fought-challenging-the-women-cattle-and-slaves-
narrative-by-kameron-hurley/ <<

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[42] Parker Marie Molloy, «‘Because We Can’: How Society Justifies Anti-
Transgender Discrimination», The Huffington Post,
http://www.huffingtonpost.com/parker-marie-molloy/anti-transgender-
discriminationb4273822.html <<

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[43] Zack Ford, «STUDY: Transgender People Experience Discrimination Trying To

Use Bathrooms», ThinkProgress, http://thinkprogress.org/lgbt/2013/06/26/ 2216781/


transgender-bathroom-study/ <<

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[44] Michelle A. Marzullo y Alyn J. Libman, «Hate Crimes and Violence Against

LGBT People», Human Rights Campaign, http://www.hrc.org/resources/entry/hate-


crimes-and-violence-against-lgbt-people <<

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[45] Kameron Hurley, «A Complexity of Desires: Expectations of Sex and Sexuality

in Science Fiction», The Book Smugglers, http://thebooksmugglers.com/2014/01/sff-


in-conversation-kameron-hurley-on-a-complexity-of-desires-expectations-of-sex-
sexuality-in-science-fiction.html <<

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[46] «Stark Racial Divisions in Reactions to Ferguson Police Shooting», Pew
Research Center, http://www.people-press.org/2014/08/18/stark-racial-divisions-in-
reactions-to-ferguson-police-shooting/ <<

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[47] Jamelle Bouie, «Why the Fires in Ferguson Won’t End Soon», Slate,
http://www.slate.com/articles/newsandpolitics/politics/2014/08/fergusonprotestsover
michaelbrownwontendsoontheblack_community.html <<

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[48]
«Criminal Justice Fact Sheet», National Association for the Advancement of
Colored People, http://www.naacp.org/pages/criminal-justice-fact-sheet <<

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[49] «Slavery Takes Root in Colonial Virginia», Digital History,
http://www.digitalhistory.uh.edu/disptextbook.cfm?smtID=2&psid=3576 <<

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[50]
«A Matter of Color: African Americans Face Discrimination», Oregon State
Archives, http://arcweb.sos.state.or.us/pages/exhibits/ww2/life/minority.htm <<

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[51] «History of African Americans in Chicago», Wikipedia,
https://en.wikipedia.org/wiki/HistoryofAfricanAmericansinChicago <<

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[52] Aura Bogado y Voting Rights Watch, «Watch a Colorado GOP Poll Watcher

Report a ‘High Concentration of People of Color’», The Nation,


http://www.thenation.com/article/watch-colorado-gop-poll-watcher-report-high-
concentration-people-color/ <<

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[53] Ensayo escrito específicamente para esta colección. <<

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[54] Zachary Jason, «Game of Fear», Boston Magazine, http://www.
bostonmagazine.com/news/article/2015/04/28/gamergate/ <<

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[55]
Taylor Wofford, «Is Gamergate about Media Ethics or Harassing Women?
Harassment, the Data Shows», Newsweek, http://www.newsweek.com/gamergate-
about-media-ethics-or-harassing-women-harassment-data-show-279736 <<

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[56] Zachary Jason, “Game of Fear”, Boston Magazine (May 2015),
http://www.bostonmagazine.com/news/article/2015/04/28/gamergate/ <<

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[57] Jay Hathaway, «What Is Gamergate, and Why? An Explainer for Non- Geeks»,

Gawker, http://gawker.com/what-is-gamergate-and-why-an-explainer-for-non-geeks-
1642909080 <<

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[58] Vox Day, «Why Women’s Rights Are Wrong», WND.com,
http://www.wnd.com/2005/08/31677/ <<

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[59] Amal El-Mohtar, «Calling for the Expulsion of Theodore Beale from SFWA»,

amalelmohtar.com, http://amalelmohtar.com/2013/06/13/calling-for-the-expulsion-of-
theodore-beale-from-sfwa/ <<

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[60]
Abigail Nussbaum, «The 2015 Hugo Awards: Thoughts on the Nominees»,
Asking the Wrong Questions, http://wrongquestions.blogspot.com/2015/04/the-2015-
hugo-awards-thoughts-on.html <<

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[61]
Samuel R. Delany, «Racism and Science Fiction», The New York Review of
Science Fiction, http://www.nyrsf.com/racism-and-science-fiction-.html <<

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[62] N. K. Jemisin, «Wiscon 38 Guest of Honor Speech», nkjemisin.com,
http://nkjemisin.com/2014/05/wiscon-38-guest-of-honor-speech/ <<

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[63] Ashley Broughton, «Minorities expected to be majority in 2050», CNN.com,
http://www.cnn.com/2008/US/08/13/census.minorities/ <<

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[64] Jocelyn Kiley, «61% of young Republicans favor same- sex marriage», Pew

Research Center, http://www.pewresearch.org/fact-tank/2014/03/10/61-of-young-


republicans-favor-same-sex-marriage/ <<

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[65] Brianna Wu, «I’m Brianna Wu, And I’m Risking My Life Standing Up To
Gamergate», Bustle, http://www.bustle.com/articles/63466-im-brianna-wu-and-im-
risking-my-life-standing-up-to-gamergate <<

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[66] Alex Hern, «Gamergate hits new low with attempts to send Swat teams to
critics», The Guardian,
http://www.theguardian.com/technology/2015/jan/13/gamergate-hits-new-low-with-
attempts-to-send-swat-teams-to-critics <<

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[67] E. Catherine Tobler, «Dear SFWA», ecatherine.com, http://ecatherine.com/dear-

sfwa/ <<

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[68] Jim C. Hines, «SFWA Presidential Election Thoughts», jimchines.com,
http://www.jimchines.com/2013/02/sfwa-presidential-election-thoughts/ <<

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[69] Anita Sarkeesian, «Anita Sarkeesian at TEDxWomen 2012», TEDxTalks,
https://www.youtube.com/watch?v=GZAxwsg9J9Q <<

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[70] Rich Johnston, «When Jonathan Ross Was Presenting the Hugo Awards. Until He

Wasn’t», Bleeding Cool, http://www.bleedingcool.com/2014/03/01/when-jonathan-


ross-was-presenting-the-hugo-awards-until-he-wasnt/ <<

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[71] Amy McNally, «The Hugos and Wossy», Storify,
https://storify.com/infamousfiddler/the-hugos-and-wossy?awesm=sfy.cobbl7 <<

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[72] Beverly Bambury, «How to Handle Social Media Missteps: Book Marketing

without B.S. #9», beverlybambury.com,


http://www.beverlybambury.com/2014/01/how-to-handle-social-media-missteps.html
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[73] Patrick Rothfuss, Twitter, https://twitter.com/PatrickRothfuss/status/
441712235925090304 <<

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[74] Alison Flood, «Jonathan Ross withdraws from hosting Hugo SF awards after fans

and writers strike back», The Guardian,


http://www.theguardian.com/books/2014/mar/03/jonathan-ross-hugo-award-host-
twitter-backlash <<

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[75] Cora Buhlert, «The media spin machine at full power or This is totally not what

happened», corabuhlert.com, http://corabuhlert.com/2014/03/07/the-media-spin-


machine-at-full-power-or-this-is-totally-not-what-happened/ <<

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[76] Michael Hogan, «It really is time people stopped hating Jonathan Ross», The

Telegraph, http://www.telegraph.co.uk/men/thinking-man/10679808/It-really-is-time-
people-stopped-hating-Jonathan-Ross.html <<

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[77] Douglas O. Linder, «The Nelson Mandela (Rivonia) Trial: An Account»,
University of Missouri- Kansas City (UMKC) School of Law,
http://law2.umkc.edu/faculty/projects/ftrials/mandela/mandelaaccount.html <<

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[78]
Matt Berman, «The Forgotten, Radical Martin Luther King Jr»., National
Journal, http://www.nationaljournal.com/politics/the-forgotten-radical-martin-luther-
king-jr-20140120 <<

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[79] Alison Flood, «Wikipedia bumps women from ‘American novelists’ category»,

The Guardian, http:// www.guardian.co.uk/books/2013/apr/25/wikipedia- women-


american-novelists <<

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[80] Emily Asher-Perrin, «Lady Teenage Coder Fixes Your Twitter So No One Can

Spoil Game of Thrones For You Again», Tor.com,


http://www.tor.com/blogs/2013/05/lady-teenage-coder-fixes-your-twitter-so-no-one-
can-spoil-game-of-thrones-for-you-again <<

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[81] Dan Vergano, «Invasion of the Viking women unearthed», Science Fair,
http://content.usatoday.com/communities/sciencefair/post/2011/07/invasion-of-the-
viking-women-unearthed/1#.VcH2S25VhBc <<

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[82] Karen Maitland, «Sword and Scalpel», The History Girls, http://the-history-
girls.blogspot.co.uk/2013/05/sword-and-scalpel-by-karen-maitland.html <<

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[83]
Foz Meadows, «PSA: Your Default Narrative Settings Are Not Apolitical»,
Shattersnipe: Malcontent & Rainbows, https://fozmeadows.wordpress.com/2012/
12/08/psa-your-default-narrative-settings-are-not-apolitical/ <<

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[84] Esther Inglis-Arkell, «The frozen calm of normalcy bias», io9, http://io9.com/the-

frozen-calm-of-normalcy-bias-486764924 <<

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