El Hombre Completo - John Brunner
El Hombre Completo - John Brunner
El Hombre Completo - John Brunner
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John Brunner
El hombre completo
Nebulae - Primera Época - 129
ePub r1.0
Thalassa 07.07.17
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Título original: The whole man
John Brunner, 1964
Traducción: Antonio Ribera
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Libro Primero
MOLEM
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Capítulo uno
Tras el alumbramiento pusieron en una cama a la mujerona, deshecha por la angustia
y el hambre, de tal manera que no sólo sobre su vacío vientre le colgaba la piel como
un vestido viejo. A pesar de su amplia zona pelviana, había tenido un parto difícil; el
doctor, con el rostro fatigado, la había juzgado en un estado bastante peor que otras
que competían por un lugar en la sala del hospital, razón por la cual se le había
destinado la cama. Pero ella no mostraba señal alguna de agradecimiento. Tampoco
hubiese presentado ninguna de queja o resentimiento en el caso de haber sido tratada
igual que la mayoría de las que pasaron por el quirófano aquel día, siendo luego
instaladas para descansar durante tan sólo un par de horas, mientras se fregaba el
suelo con una solución de cáustica, a falta de otro desinfectante, se quemaba el papel
grueso de envolver que había cubierto la mesa operatoria, y se ponía otro nuevo, a
falta también de ropa adecuada.
La «crisis» se había estado gestando casi durante tanto tiempo como el feto, y
había culminado una o dos semanas antes del nacimiento. Había dos cristales rotos en
la ventana próxima al lecho de la parturienta, y los boquetes habían sido tapados con
papel de periódico y esparadrapo. La mujer de la cama de la derecha tenía una herida
de arma de fuego, y yacía mirando con ojos perplejos al techo. En una esquina de éste
se mostraba la huella dejada por una lengua de humo grasiento, exactamente la
misma sombra de bordes negros y pardos que hubiese dejado una vela, pero de
sesenta centímetros de anchura.
De la calle provenía un ruido perturbador y poco familiar. El mes pasado hubiese
sido el fragor del tráfico y el zumbido de la gente andando a la luz del sol, un fondo
predecible y consolador con vulgares asociaciones. Ahora era el ocasional voceo
ronco, muy amplificado, pero borroso por la dirección del altavoz portátil, de manera
que resultaba imposible decir más sino que se estaban dando órdenes. También se oía
el alborotado rechinar de algún vehículo pesado; la agria mordedura de los silbatos de
la policía, y el sordo bataneo de pies al unísono. De manera automática la mente se
ponía en tensión, pensando si seguiría el tableteo de los disparos.
Cosa de una hora después del parto, vino a la puerta de la sala una mujer
uniformada de verde oliva. Llevaba el pelo cortado como un hombre y una reluciente
pistolera marrón al cinto. Miró en derredor curiosamente y se marchó.
Pasó otra hora, y apareció un viejo empujando un chirriante carrito de ruedas que
portaba dos jarras, una conteniendo sopa aguada y la otra un aguachirle de café.
También había pan. Una enfermera se apresuró a distribuir escudillas y cuencos con
asa a las pacientes que estaban en condiciones de comer.
Y un poco después apareció aún otra enfermera, con cara contraída y boca
fruncida, en compañía del médico que había intervenido en el alumbramiento.
Toda cama disponible estaba ocupada; sólo el hecho de que no hubiese más de
ellas había hecho que quedase algún espacio de suelo entre paciente y paciente. De
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manera torpe, teniendo en ocasiones que andar de lado llegaron adonde estaba la
nueva madre.
—Usted… ejem. —El médico pareció cambiar de opinión de explicarse así,
carraspeó, y adoptó un nuevo giro—. ¿Usted no ha visto aún a su criatura, señora…?
—Señorita —dijo la mujer en la cama. Sus pestañas bajaron como persianas sobre
sus inexpresivos ojos sin brillo. Su cabello suelto estaba enmarañado sobre la
pringosa almohada—. Señorita Sarah Howson.
—Ya. —El doctor no estaba seguro de haberlo comprendido, pero la observación
llenó un silencio, aun cuando éste fuese subjetivo, pues estaba ocupado en realidad
por el metálico sonido de escudillas y cuencos al ser recogidos tras la colación de las
pacientes.
La enfermera cuchicheó algo al médico, mostrándole un formulario fotocopiado,
de líneas cuadriculadas y trazos pardos sobre papel verjurado.
—Lamento el retraso, señorita Howson —dijo el doctor—. Pero las cosas
marchan con dificultad de momento… ¿Ha escogido ya un nombre para el niño? —Y
recapacitando, porque no estaba nunca seguro en las actuales circunstancias hasta
donde se había deteriorado la rutina normal, añadió—. Le dijeron que tuvo un chico,
¿no es así?
—Me parece que sí. Sí, alguien lo dijo. —La mujer movió su cabeza de uno a
otro lado sobre la almohada, como tratando de buscar una imposible posición de
comodidad.
—Si ha elegido un nombre podemos inscribirlo en el registro de nacimiento —
apuntó el médico.
—Yo… —Ella se frotó la frente—. Yo creo… dígame, ¿es usted el doctor que
estuvo conmigo? —Sus ojos se abrieron de nuevo, escudriñando la cara del médico
—. Sí, es usted, la cosa fue mal, ¿no es así?
—Pues sí, en efecto —convino el doctor.
—¿Causó…? Quiero decir, ¿hay permanente…?
—Oh, no, no hay daño permanente —atajó el doctor, esperando que su tono fuese
tranquilizador, a pesar de su tremenda jaqueca, el agotamiento acumulado y el dolor
de riñones. No estaba ya seguro de nada, al parecer —ni nadie lo estaba, por lo
general— pero la costumbre era mostrarse tranquilizador.
¿Adonde se había ido todo? ¿De qué manera? El mundo seguro y tranquilo de
pocas semanas atrás se había escindido y habían dicho «crisis» sin explicar nada.
Para la mayoría de la gente ello no significaba nada en especial; era sólo que el
autobús no aparecía en la parada regular o la electricidad fallaba mientras se estaba
cocinando; y que había un lema inscrito con letras pintarrajeadas de rojo,
defectuosamente embadurnadas sobre la acera; y que un monumento a un héroe
muerto se había inclinado en su pedestal; y que los precios de los alimentos habían
subido; y que la radio mugía viejos discos, y decía cada quince minutos que había
que mantener la calma, que no pasaba nada.
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Para el doctor suponía feas heridas a sondear, producidas por fragmentos de
piedras o astillas de cristal; suponía escasez de desinfectantes, antibióticos y hasta
mantas; significaba concusión, heridas por arma de fuego y bombas incendiarias de
fabricación casera arrojadas a través de las ventanas.
Ahora estaban allí los hombres extrañamente uniformados, hablando una docena
de idiomas en las esquinas de las calles y con sus armas de fuego prestas; había
oficiales que venían preguntando sobre abastecimientos necesarios y sobrante de
espacio para camas; había puestos de racionamiento de alimentos en las grandes
intersecciones, y porciones medidas de nutrición básica, entregadas mediante la
impresión de la huella dactilar de la mano izquierda con tinta indeleble para un día, a
fin de impedir que el favorecido volviese hasta el siguiente… Como si la población
se hubiese convertido de golpe en un hatajo mezclado de criminales y pordioseros.
—¡Maldita sea! —dijo, la madre, moviendo de nuevo la cabeza sobre la
almohada—. No esperaba haber salido de ésta. Y sin embargo, salí, ¿eh?
La enfermera lanzó una acre ojeada al médico, quien se obligó a volver al
presente. La idea era fijar el nombre en la mente de la mujer, desplazar la simple idea
de «criatura», ofrecerle cierta especie de asidero cuando se viera forzada a enfrentarse
con los hechos.
—¿Ha escogido usted un nombre para su hijo? —preguntó en voz alta el médico.
—¿Nombre? Pues… Gerald, me parece recordar. Quiero que se llame como su
padre. —Comenzando a mostrar perplejidad, la mujer miró directamente al médico, y
frunció el entrecejo—. ¿Qué es lo que pasa aquí, de todos modos? ¿Por qué no me lo
ha traído todavía? ¿Es que algo anda mal?
Al diablo con los circunloquios y con el artificio. El médico respondió
lacónicamente:
—Pues sí; lamento decirle que así es, en efecto.
—¿Qué es? ¿Sin brazos, sin piernas?
—No, nada tan deplorable, por fortuna. Hay una… una deformidad generalizada.
Se podrá enmendar con el tiempo, desde luego; pero aún es demasiado pronto para
afirmarlo, sin embargo…
La mujer se le quedó mirando fijamente durante un largo rato. Luego prorrumpió
en una áspera risita.
—¡Bien, maldita sea! ¿No merecía ego el canalla? No quería casarse conmigo…
Dijo que no había nada seguro en el mundo como para establecer planes de por
vida… Así que, cuando me quedé embarazada, yo me decía que al menos tendría un
hijo para mi vejez… Ja, ja… En vez de ello me ha salido un tullido al que tendré que
mantener… —Prorrumpió de nuevo en su agria risita, que se quebró en un sordo
gemido estremecedor.
—¿Y qué hay del padre? —preguntó el doctor, tragando saliva para atajar la
náusea. Formaba parte de la «crisis» también; pero no servía.
—¿Él? —respondió la mujer—. Le mataron. Ya suponía que ese sería su fin, al ir
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a tomar parte en la lucha. ¡Oh, Dios, Dios!
—Bien, le traeré ahora a su hijo, señorita Howson —dijo la enfermera.
Al volver el médico al despacho anexo a la sala, se encontró a la mujer de cabello
corto, que estaba esperándole. Se había despojado de la guerrera del uniforme
poniéndola en un colgador mientras examinaba el registro de admisión al hospital. La
insignia nacional de la hombrera decía ISRAEL. El médico pensó que aquella fémina
no tenía aspecto de judía, con su nariz delgada como un escalpelo y sus penetrantes
ojos azules.
—Una mujer llamada Howson —dijo ella, alzando la vista—. Tenemos un
expediente de un hombre llamado Gerald Pond, cuyo cadáver fue hallado cerca del
depósito de agua que dinamitaron al comienzo del alzamiento. Se supone que tuvo
una amiga llamada Howson.
—Pudiera ser, en efecto —dijo el médico. Se dejó caer blandamente en una
butaca—. La asistí precisamente en el parto de su hijo. Tullido.
—¿Mucho?
—Un hombro más alto que el otro, una pierna más corta que la otra, deformidad
espinal… Un considerable estropicio, en fin. —El doctor vaciló—. Supongo que no
estará usted pensando en interrogarla, ¡por amor del cielo! Las ha pasado moradas en
el quirófano, y ahora ha de enfrentarse a la conmoción del hijo… ¡Es monstruoso!
—¡No especule con algo que no he dicho! —dijo la israelí—. ¿Dónde está la
mujer?
—En la sala. Cama cuarta desde el final.
—Me gustaría echarla un vistazo si no le importa.
Se levantó, y el médico no hizo movimiento alguno para acompañarla. Esperó
hasta que hubo salido de la habitación, fue luego tras la mesa ante la cual había
estado ella sentada, y sacó de un cajón el último pitillo que tenía en su último
paquete. Lo encendió y se sentó de nuevo en la butaca, antes de que ella volviera.
—¿Va usted a detenerla? —preguntó ásperamente según entraba por la puerta.
—No. —La israelí se sentó impulsivamente ante la mesa y escribió unas notas
sobre la copia en papel carbón de una lista que estaba consultando—. No, ella no está
implicada con los terroristas. Es casi tan apolítica como cualquiera puede serlo y sin
embargo… Tenía miedo de quedarse sola… Debe tener, ¿qué edad… Cuarenta…? y
no creía que ese hombre, Pond, tuviera la intención de hacer exactamente lo que
decía. Él consideraba el sexo como un acto necesario y a ella como una provisión
rutinaria. Ella se engatusaba pensando que podría desbaratar su obsesión por la
revolución y el sabotaje, reduciéndole a… Campanas de boda, mobiliario a crédito, y
todo eso… —Hizo un mohín—. ¿Es triste, no?
—Probablemente también tiene un expediente sobre ella —dijo el médico, en
tono sarcástico—. No creo que obtuviese tantos detalles sin previa reflexión, así, en
el momento.
—¿Huuum? Pues no, no tenemos expediente alguno sobre ella, y a mi parecer no
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merece la pena establecer uno.
—¡Oh, maravilloso! —Manifestó el médico—. Me alegra saber que no es tan
estricta como aparenta.
—Sabe perfectamente que no somos nosotros quienes armamos los líos —
respondió la israelí—. Nos llaman solamente para zanjarlos.
—¡Pues diablos! Si todo cuanto tengo que hacer es ir a la sala, mirar a alguien y
decir que hay o no trastorno, es una lástima que usted no interviniera antes y no
después de que ocurriese el lío.
El doctor estaba muy fatigado y, además, muy resentido con aquellos extranjeros
políglotas con la autoridad de la opinión mundial a sus espaldas; apenas sabía lo que
estaba diciendo.
Tampoco sabía lo que quería decir la israelí al responder:
—No hay aún bastantes de nosotros, doctor. Todavía no.
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Capítulo dos
Tres días después enviaron a Sarah Howson del hospital a casa, con la criatura, y
también con papeles: una tarjeta de racionamiento de emergencia para la crianza
maternal, un vale-resguardo de inspección médica, un cuadernito de cupones de
recetas y otro vale para el servicio de pañales.
Volvió a la estrecha y larga calle con su doble hilera de idénticas casas de tres
pisos, fachadas revocadas con agrietado yeso amarillo, y las basuras apiladas en el
arroyo debido a que la «crisis» había provocado el paro de los servicios municipales
de recogida. Al día siguiente de su vuelta, un par de inmensos camiones pintados del
mismo pardusco verde que los uniformes de los soldados, recorrieron gruñendo la
calle. Uno de ellos parecía zampar la basura con unas mandíbulas sobre las cuales
giraba un cepillo-escoba, semejante a un bigote sucio; el otro regaba el pavimento
con un germicida de penetrante olor. El agua se seguía vendiendo todavía mediante
las cartillas de racionamiento; podría tardarse aún meses en reparar el depósito que
Gerald Pond y sus compañeros habían dinamitado tan eficazmente, y había poca
lluvia en aquella época del año.
Pasó la primera tarde de su retorno a casa limpiando sus dos habitaciones de todo
cuanto pudiera recordarle a Gerald Pond… Ropa vieja, zapatos, cartas y libros sobre
temas políticos. Conservó las novelas, no porque deseara leerlas sino porque eran
vendibles. De no haberse estado quietecito el niño, de buena gana lo habría arrojado
con el resto, y Gerald Howson hubiese así abandonado ignotamente el desconocido
mundo.
Pero era un chiquillo pasivo, entonces y siempre. El hambre podía hacerle
prorrumpir en débil lloriqueo, pero su ruido no duraba, y aceptaba la incomodidad
como un hecho inherente a la existencia, debido a que su deforme cuerpo se adaptaba
simplemente a vivir de manera incómoda en él.
Al atardecer del día en que Gerald cumplía su primera semana de existencia
individual, bajaron la calle en un camión abierto cuatro soldados, con un oficial y el
conductor. Éste detuvo el vehículo delante de la casa en la que se alojaba Sarah
Howson, aparcándolo en un hueco entre dos coches, pero sin situarlo muy cerca del
bordillo. La «crisis» había interrumpido también la distribución de gasolina; los
coches que estaban allí no se habían movido en su mayoría durante quince días, y la
gente había comenzado a tratarlos como pecios abandonados, arrancando sus
neumáticos, abriendo las tapas de sus motores, y escribiendo inscripciones obscenas
en sus carrocerías, valiéndose de cuchillas o clavos.
Los vecinos de la calle, observando a través de sus ventanas con las cortinas
cautelosamente corridas, vieron llegar a los soldados y sintieron un ramalazo de
oscura alarma. Unos cuantos estaban seguros de haber hecho algo ilegal; a la crisis
había seguido con confusa velocidad un mercado negro. Muchos más, a la deriva en
el desconocido mar de circunstancias, temían haber podido infringir alguna orden
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impuesta por las fuerzas de pacificación, o haber ayudado inconscientemente a los
terroristas. El hecho de la pacificación era novedoso, pero se había informado de ello
en los periódicos y la TV, y afectaba a gente de piel oscura en lejanos países de
junglas y desiertos.
Dos de los soldados esperaban arrimados a la puerta de la casa. En sus brazaletes
aparecía la inscripción PAKISTÁN y eran altos, de buena presencia, morenos, con
amplias sonrisas brillantes, cuando cambiaban comentarios casuales. Pero también
portaban armas.
Los otros dos soldados y el oficial aporrearon el portal de la casa hasta que les
abrieron. Subieron las escaleras acompañados del atemorizado casero, adonde
estaban las dos habitaciones de Sarah Howson, volviendo a llamar a golpes.
Al abrirse la puerta, y aparecer la desinflada mujer con su bata de casa, de rayón,
atada a la cintura por un ancho ceñidor, el oficial se mostró cortés, y saludó
cuadrándose y diciendo:
—¿Señorita Sarah Howson?
—Sí. Soy yo. ¿De qué se trata? —respondió ella. Sus ojos negros e inexpresivos
escudriñaban el exterior militar, pareciendo buscar indicios de una humanidad
interior.
—Creo que fue usted anteriormente una… ah… Una íntima amiga de Gerald
Pond. ¿Es así?
—Sí. —Pareció encorvarse aún más, pero no hubo protesta alguna en el tono con
que pronunció el resto de lo que tenía que decir—. Pero él ha muerto ya. Y de todos
modos yo nunca me mezclé en esas cuestiones políticas.
El oficial no hizo comentario alguno, limitándose a decir:
—Bien, debo pedirle que nos acompañe, por favor. Es necesario que le hagamos
algunas preguntas.
—Está bien. —Se apartó apáticamente de la puerta—. Entre y haga el favor de
esperar mientras me visto. ¿Va a llevar mucho tiempo?
—Eso depende de usted, lo siento —manifestó el oficial encogiéndose de
hombros.
—Es a causa del pequeño, verá. —Arrastró los pies descalzos por el suelo—. ¿He
de llevarlo conmigo o buscar a alguien que lo cuide durante un rato?
El oficial frunció el entrecejo y consultó un papel que sacó del bolsillo.
—Oh, está bien —respondió tras una pausa—. Creo que será mejor que se lo
traiga con usted.
Fueron a la Jefatura de Policía. Los peldaños de la magnífica escalinata
estuvieron manchados de sangre, pero la habían quitado ya; todavía quedaban
cicatrices de metralla, hoyuelos de balas y algunas ventanas permanecían
destrozadas. La policía no era ya la responsable. Uniformados o no, sus miembros
tenían que mostrar pases al entrar en el edificio, y los hombres armados que
custodiaban la puerta presentaban en sus brazaletes la inscripción DINAMARCA.
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Sarah Howson los miró, y se volvió a preguntar, y lo había hecho muchas veces
desde la muerte de Pond, cómo se había dejado convencer de que él y sus
compañeros vencerían, cuando el mundo se hallaba dispuesto a actuar contra ellos.
En el zaguán del edificio el oficial llamó a una mujer uniformada cuya blusa
llevaba una insignia blanca con una cruz roja en vez de las marcas de identificación
nacional. Era de voz agradable y sonriente, y Sarah Howson la dejó tomar en brazos
el pequeño bulto envuelto en un chal que contenía a su hijo.
La sonrisa se desvaneció en el instante en que las manos notaron a través de la
envoltura la desviada espina dorsal y los hombros desproporcionados.
—Su pequeño estará bien cuidado hasta que usted se vaya —dijo el oficial a
Sarah—. Por aquí, por favor. —Señaló a un pasillo flanqueado por puertas—. Temo
que será necesario esperar un rato.
Llegaron a un despacho cuyas ventanas daban a una plaza frente al edificio. El sol
vespertino lo iluminaba, poniendo pinceladas de naranja y oro sobre las paredes de
pálido gris y el mobiliario pardo y verde oscuro.
—Siéntese, por favor —dijo el oficial, yendo a un escritorio para tomar el
receptor de comunicación interior. Marcó tres cifras, esperó, y luego dijo:
—Señorita Kronstadt, por favor.
Y tras una nueva pausa:
—¡Oh, señorita Kronstadt! Tenemos un visitante de cierto interés. Uno de
nuestros brillantes y jóvenes expertos sanitarios estuvo ayer en los incineradores
municipales y reparó en un membrete de una carta que cayó de un camión al ser
descargado. El nombre era Gerald Pond. Lo habíamos registrado como muerto, desde
luego, por lo que no seguimos con ello hasta esta tarde, cuando descubrimos que
había tenido una amiga que vivía aún en la misma dirección…
Se detuvo, y miró al teléfono como si le hubiese mordido, añadiendo más bien
lentamente:
—¿Quiere decir que la mande a casa? ¿Está usted segura de que ella no…?
¡Maldita sea, lo siento, debería haberlo comprobado primero con usted, pero ni por
un momento creí que usted la habría localizado tan rápidamente! Está bien, la llevaré
a casa… ¿Qué?
Escuchó. Sarah Howson sintió que un punto de interés dispersaba la bruma de su
apatía, y pensó que prestando atención podría captar las palabras que provenían a
través del teléfono:
—No, téngala ahí unos minutos. Bajaré tan pronto como pueda. Quisiera tener
otra oportunidad de verla, aunque dudo si podremos obtener más información de la
que disponemos ya… Tenemos un expediente de doscientas páginas…
El oficial colgó el receptor encogiéndose de hombros y abrió el bolsillo de su
guerrera para extraer un paquete de curiosos cigarrillos con papel de franjas blancas y
gris pálido. Ofreció uno a Sarah Howson y lo prendió con un encendedor fabricado
con una cápsula vacía de bala.
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* * *
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«carne de mi carne y sangre de mi sangre»? Vaya, no me largue sermones. No tuve
más que charlas de Gerald, y se consiguió él sólito un tiro en la cabeza, y para mí un
crío tullido al que cuidar. ¿Puedo marcharme? Ya he tenido bastante.
Los penetrantes ojos azules se cerraron muy despacio, estrujó las pestañas, apretó
los labios y la frente se frunció hasta el entrecejo de la aguda nariz.
—Sí, puede irse. Hay demasiada gente como usted en el mundo para que
podamos sanar la enfermedad de la humanidad de la noche a la mañana. Pero aun
cuando no pueda querer de todo corazón al pequeño, señorita Howson, cuando menos
puede recordar que hubo una época en que deseó una criatura, por una razón que no
es probable que olvide.
—Él me la recordará cada vez que lo mire —respondió brevemente Sarah,
levantándose. El oficial tomó de nuevo el teléfono y marcó un número diferente.
—Enfermera, haga el favor de llevar de nuevo al zaguán a la criatura de Sarah
Howson.
Una vez se marchó la maldispuesta madre, el oficial lanzó una mirada
interrogadora a Elsa Kronstadt, diciendo a la vez:
—¿Qué sucedió con su abuelo?
—No importa —fue la malhumorada respuesta.— Tenemos un millón de
problemas como el suyo. Desearía poder ocuparme de todos ellos, pero no puedo. —
Y recuperando su vivacidad, añadió—. Cuando menos el gran problema tiene
solución. Podríamos estar fuera de aquí dentro de un mes más.
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Capítulo tres
Las cosas continuaron mal durante un tiempo. Las tiendas permanecían cerradas;
esporádicos estallidos confirmaban que los desbaratados terroristas eran capaces
todavía de asestar golpes a ciegas, como los niños en sus rabietas. Se produjeron
algunos incendios, y el principal puente de la ciudad estuvo cerrado al tránsito
durante dos días, como consecuencia de la explosión de una bomba plástica.
Poco a poco se fue instaurando la calma. Sarah Howson no hizo intento alguno
para registrar sus progresos. Veía las noticias de la televisión, al ser restaurado el
programa, y escuchaba —como durante toda la crisis— las de la radio. A veces,
captaba briznas de información: algunas sobre el nuevo gobierno, y otras sobre
consejeros y empréstitos extranjeros y servicios de asistencia pública… Esto estaba
más allá de su alcance. Veía negros titulares en periódicos tirados, cuando bajaba a la
calle, y los leía sin comprenderlos. No había asociación alguna en su mente entre la
llegada de expertos técnicos y el hecho de que tuviera agua disponible en el fregadero
de la cocina, a voluntad, como en tiempos pasados, y no sólo durante dos horas por la
mañana y otras dos al atardecer, como durante la «crisis». No había conexión que ella
pudiera apreciar entre el nuevo gobierno y las latas de alimento preparado para la
infancia, que se adquirían mediante cupones en la tienda de la esquina, etiquetadas en
seis idiomas y portando también un colorinesco dibujo en servicio de los analfabetos.
Todos convenían en que las cosas iban peor ahora. Mas de hecho, desde el punto
de vista material, las cosas estaban ligeramente mejor. Lo que deprimía tanto a la
gente, era una consideración subjetiva. Lo que había pasado, había sucedido aquí.
Nosotros, nuestras familias, nuestro país, han quedado deshonrados a los ojos del
mundo; el asesinato se efectuó en nuestras calles, hubo atrocidades con dinamita y
actos de terrorismo aquí. Nosotros, nuestras familias, nuestra ciudad, nuestro país, se
han cubierto de vergüenza y oprobio. Y la vergüenza y la autocondena se tornaba
rápidamente en depresión y apatía.
No había una auténtica depresión económica, y poco desempleo durante los años
siguientes, pero parecía faltar algo del sabor de la vida. Las modas no cambiaban ya
tan rápida y abigarradamente. Los vehículos no estaban ya decorados de formas
deslumbrantes, sino que se habían vuelto funcionales y monótonos. La gente sentía
oscuramente que el empleo por su parte del lujo era una traición a… a algo; por
decirlo así, deseaban ser vistos en la concentración de la búsqueda de una nueva meta
nacional, un símbolo del estatuto que los redimiese del fracaso experimentado a los
ojos del mundo.
La extravagancia se convirtió en muestra de irresponsabilidad social, en la divisa
de la orla delincuente… el hombre con influencia, el estraperlista. Estos consideraban
al promedio de la población —puritanos, trabajando duramente para escapar a un
horrible recuerdo— como mastuerzos. Y los «mastuerzos» condenaban como
parásitos a quienes se daban buena vida a bombo y platillo.
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Durante esta época, Sarah Howson anduvo como una sonámbula, acompasando
su vida a los sucesos rutinarios. Durante algún tiempo hubo una especie de subsidio
traducido en vales canjeables por determinados artículos, lo cual supuso lo
estrictamente preciso para mantenerla a ella y al pequeño. No se preocupó en
preguntarse sobre el particular, a pesar de que la cuestión era muy discutida por la
gente corriente: por lo general lo condenaban, puesto que no se excluía de tal subsidio
a mujeres tales como Sarah Howson, que había cometido el doble crimen de haber
dado a luz a un hijo ilegítimo y haber estado liada con un conocido terrorista. Pero
ella oía raramente estas discusiones, ni tampoco nadie le hablaba en la calle donde
vivía.
Al expirar el periodo del subsidio, encontró trabajo durante algún tiempo
limpiando despachos y sirviendo en el mostrador de un bar. Los salarios eran bajos,
parte del síndrome general contra la abundancia que había seguido a la catástrofe.
Buscó sin gran éxito un empleo mejor pagado.
Luego conoció a un viudo con un hijo de diez años y una hija, quien deseaba un
ama de llaves, sin importarle su vástago ni tampoco su aspecto. Se trasladó a través
de la ciudad a su apartamento situado en una manzana de casas de vecindad, y
cuando menos se sintió asegurada contra la pobreza. Tenía un techo y una cama,
comida, y algo de dinero para vestir al niño y comprar una botella de licor los
sábados que tenía libres.
El joven Gerald soportó sin protesta lo que le sucedía: el ser metido en una
guardería mientras su madre trabajaba como mujer de la limpieza, o el ser dejado
aparte, como un objeto inanimado, en el apartamento del viudo, cuando se trasladaron
a él. En la guardería, naturalmente, habían cloqueado de manera compasiva sobre su
enfermedad e indagado su historial médico, que era ya extenso. Mas no había nada a
hacer, excepto ejercitar sus miembros y tratar de capacitarle para que los empleara de
la mejor manera. Aprendió tarde a hablar, pero rápidamente; contemplando el mundo
con brillantes ojos graves encajados en su rostro de idiota, progresó sin dificultad de
los conceptos concretos a los abstractos, como si se hubiese demorado
deliberadamente en hablar hasta haber examinado la cuestión a fondo.
Pero por entonces no le siguieron llevando a la guardería, de forma que nadie con
conocimientos especiales notó su prometedor desarrollo.
El andar a gatas le dolía: lo hizo sólo durante un breve período, lloriqueando tras
una breve excursión a cuatro patas como un perro con una espina clavada en una
pezuña. Tenía ya cuatro años antes de que sus torpes miembros estuvieran lo
suficientemente organizados como para ponerse en pie sin ayuda, pero había ya
aprendido a andar en derredor de una habitación con la mano puesta en la pared o
asiéndose a sillas y mesas. En cuanto pudo sostenerse sin caerse, pareció casi
obligarse a sí mismo a acabar la tarea; bamboleándose sobre sus lentas y desiguales
piernas, se plantó en medio de la habitación, cayó, se levantó sin quejarse, y probó de
nuevo.
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Cojearía siempre, pero cuando menos al llegar a la época escolar podría andar en
línea recta, efectuar una dificultosa carrera de veinte metros, y subir las escaleras con
pies alternos, en vez de emplear ambos en cada peldaño.
La actitud de su madre era de indiferencia. Allí estaba él… un hecho a ser
soportado. Por lo tanto, no hubo por su parte ni alabanza ni aliento alguno cuando
dominaba alguna tarea difícil, tal como la de las escaleras, sino sólo un encogimiento
de hombros, de alivio al ver que no era totalmente inútil. El viudo le tomaba a veces
en sus rodillas, le contaba cuentos, o respondía a sus preguntas, pero no mostraba
ningún entusiasmo en la tarea. El viudo se excusaba a sí mismo diciendo que ya era
demasiado viejo para interesarse mucho en chiquillos; después de todo, sus propios
hijos estaban en edad de dejar el hogar, acaso de casarse. Pero a veces era más
sincero, y confesaba que el niño le desasosegaba. Los ojos… quizá era eso: los ojos
brillantes en el rostro demacrado. O quizá la construcción adulta de las frases que
brotaban de la boca del niño en vacilante voz infantil.
Cuando se sentía más tolerante que de costumbre con su hijo, Sarah Howson lo
llevaba a recorrer tiendas con ella, aceptando desafiante los murmullos de falsa
compasión que inevitablemente formaban un eco a su alrededor. Aquí, en esta parte
de la ciudad, no era conocida como la amante de Gerald Pond. Pero sacar al chiquillo
a pasear implicaba pasar la silla de ruedas plegable por la angosta y serpenteante
escalera de la casa de vecindad, por lo que no lo hizo a menudo. Antes de contraer
matrimonio, yendo a vivir a otra parte, la hija del viudo le llevó varias veces a un
parque infantil, le puso en columpios y le mostró los animales que permanecían allí
encerrados: un potrito, conejos, ardillas y varios animalitos de los matojos. Pero la
última vez que lo hizo, él se quedó silencioso, contemplando fijamente la agilidad de
los monos, y las lágrimas rodaron por sus mejillas.
Había un aparato de TV en el apartamento, y aprendió pronto cómo encenderlo y
cambiar los canales. Se pasaba gran parte del tiempo ante él, evidentemente sin
entender apenas nada de lo que aparecía en la pantalla… y, si acaso lo comprendía,
resultaba imposible estar seguro. Una cosa estaba clara aunque fuera sorprendente:
antes de que empezara a acudir a la escuela, antes de que pudiera leer o escribir,
podía confiársele que respondiera al teléfono, con la seguridad de que recogería un
recado perfectamente, aunque incluyese un largo número de teléfono.
* * *
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la idea sonido-a-símbolo, y la escuela únicamente le procuró los detalles… él tenía ya
el esquema. Progresó tan rápido que la maestra a cuyo cargo estaba, fue a ver a su
madre a las seis semanas de comenzado el curso. Era joven e idealista, y sumamente
consciente del ambiente predominante en el país.
Intentó persuadir a Sarah Howson de que su hijo prometía demasiado como para
exponerle a los golpes y burlas de los demás en un colegio normal. El gobierno había
instaurado recientemente cierto número de escuelas especiales, una de ellas en los
suburbios de la ciudad, para muchachos que necesitasen un trato extraordinario.
—¿Por qué no —preguntaba— solicitar su traslado?
Sarah Howson estuvo tentada de hacerlo, aunque se le presentaba la visión de
formularios a rellenar, solicitudes a dirigir, cartas a escribir, entrevistas y
convocatorias, y se echaba a temblar. Inquirió si podría ser enviado a una escuela
especial como interno.
La maestra consultó los reglamentos, y halló la respuesta: No, no cuando el hogar
se hallaba a menos de una hora de viaje por transporte público desde la más próxima
de tales escuelas. (Excepto en los casos señalados en la cláusula X, subsección Y,
párrafo Z… y así sucesivamente).
Sarah Howson lo pensó. Y finalmente meneó la cabeza, diciendo:
—¡Escuche! Usted es aún también bastante niña. Yo no. Puede ocurrirme
cualquier cosa. Mi hombre no quiso ser responsable de Gerry, ¿no es así? ¡Ni su
chico! No, Gerry tiene que aprender a cuidar de sí mismo. ¡Este es un mundo duro,
por Dios! Si él es tan brillante como usted dice, saldrá. A mi parecer lo conseguirá
más tarde o más temprano.
Durante algún tiempo, sin embargo, tomó más interés en él: tenía vagas visiones
de que después de todo no iba a ser inútil… un apoyo de su vejez, ganado
decentemente en un trabajo de escritorio… Pero como su costumbre no estaba allí, el
interés decayó rápidamente.
A veces había disgustos. Las pullas y la mofa y en ocasiones la crueldad, y un día
le obligaron a trepar a un árbol, azuzado por una pandilla de chicos, y cayó de una
rama de más de un metro de altura, no resultando por fortuna más que magullado,
pero lo bastante como para estar dolorido durante más de tres semanas. Al ver esto,
Sarah Howson tuvo un súbito y aterrador recuerdo de su entrevista con la israelí, y lo
ahuyentó firmemente.
Hubo también la época en que no quiso ir al colegio, debido al tormento que tenía
que soportar. Cuando le acompañaban para evitar que hiciera novillos, se negaba a
cooperar en clase; pintaba monigotes en sus libros, o se quedaba mirando al techo,
pretendiendo no oír cuando se le hablaba.
Con el tiempo superó también eso. El ambiente de la ciudad y del país estaba
cambiando. El trauma de la «crisis» estaba cejando, y un poco de disfrute no era ya
sospechoso; los ringorrangos y la diversión volvían a estilarse. Desahogándose, la
gente era más tolerante. Hizo sus primeros amigos a los trece años, aproximadamente
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al mismo tiempo en que los tenderos y amas de casa locales hallaron que estaba bien
dispuesto a hacer recados o a dar de comer al gato cuando la familia estaba fuera… y
podían confiársele tales tareas, y no como a otros chicos que lo mismo podían decidir
irse a un cine con la pandilla.
Estaba pensando en hacer una carrera cuando murió el viudo. Tenía ciertas vagas
ideas de algún trabajo en el que su deformidad y otras peculiaridades recientemente
descubiertas no fuesen incompatibles. Pero el viudo murió, y estaba en la edad legal
de abandonar el colegio.
Y su madre estaba enferma. Algunos meses antes se le había diagnosticado un
cáncer inoperable, pero ya lo había sospechado ella desde los primeros síntomas.
Antes de que estuviera lo bastante mal como para ser hospitalizada, él tenía de
atenderla con aquellos raros trabajos que podía encontrar: haciendo cuentas para la
gente, lavando vajilla en un cercano bar los sábados, y cosas por el estilo. Tenía poca
esperanza en su futuro. Para cuando su madre falleció, dejándole solo a los diecisiete
años —feo, torpe, y con un año perdido en la instrucción que él pensaba poder
continuar en el colegio universitario, si lograba obtener una beca— estaba amargado.
Encontró una habitación a un par de manzanas del antiguo apartamento, que había
sido reclamado por la autoridad municipal de albergamiento para alojar en él a una
familia con hijos. Y siguió como antes: con raros trabajos para atender a la
subsistencia, con libros y revistas, con la TV cuando podía introducirse en algún
hogar, y ocasionalmente con alguna película cuando había ahorrado lo suficiente para
ir al cine.
A los veinte años, Gerald Howson estaba convencido de que el mundo que había
sido descuidado en su nacimiento, seguía siéndolo ahora, y se pasaba tanto tiempo
como le era posible retirado de él a un universo privado, en el que no había nadie que
se le quedase mirando fijamente, nadie que le gritara por su torpeza, nadie que
lamentara su existencia porque su contrahecho cuerpo fuera una blasfemia contra la
humanidad.
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Capítulo cuatro
La muchacha que estaba en la taquilla del cine vecino le conocía de vista. Cuando
llegaba cojeando para unirse a la cola, ella hacía una especie de cálculo mental, y
antes de que él lo pidiese el billete estaba ya saliendo de la máquina registradora; una
de las localidades más baratas, como siempre. Él lo agradecía, pues ahora prefería
hablar más bien poco, dándose cuenta de la aflautada e inmadura calidad de su voz.
Con el tiempo había podido disfrazar algunas pocas cosas de su persona.
Naturalmente, su estatura no era una de ellas. Había cesado de crecer a los doce años,
cuando apenas tenía un metro sesenta. Pero una vieja se había apiadado de él hacía un
año; había sido anteriormente una experta costurera y trabajado en establecimientos
de modas de calidad. Sacó sus viejas agujas y reformó una chaqueta que él había
comprado, poniéndole almohadillas y ajustando hábilmente el colgante de la espalda,
de manera que podía pasar inadvertido su defecto a un examen casual. También
llevaba un talón más alto en el zapato de su pierna más corta. Ello no le impedía
cojear, pues la pierna arrastraba aún ligeramente, pero le procuraba una postura mejor
y parecía aminorar el interminable dolor de los músculos en la parte más estrecha de
su espalda.
Había usado la chaqueta casi cada día durante un año, y ya estaba
deshilachándose. Lamentablemente la vieja costurera había muerto. Atravesó el
vestíbulo del cine en dirección a la agradable oscuridad de la sala, lanzando ojeadas
ocasionales a los anuncios de las paredes. La próxima semana se proyectaría la
misma película a petición del público.
Todavía estaban encendidas las luces de la sala, faltando escasos minutos para el
comienzo de la proyección, y había mucha gente que comía cacahuetes y le clavó la
mirada al dirigirse hacia la base de la gigantesca pantalla. Trató de hacerse el
despistado.
Las filas delanteras centrales estaban todas llenas de chiquillos de diez años. Giró
a un pasillo lateral y fue a un asiento del extremo que estaba desocupado; tendría un
mal ángulo de visión de la pantalla, pero no le quedaba otra elección, a no ser que
prefiriese ir dando tropezones en los pies de otros espectadores y acaso pisándolos
con su pierna más corta. Se sentó y miró a la blanca pantalla, con su mente
llenándose como siempre de imágenes de fantasía. El simple ambiente de la sala
parecía transportarle fuera de sí, incluso antes de que comenzara la película. Retales
de conversaciones, imágenes, semblantes de contento y tristeza, todo fluctuaba ante
sus ojos, aportando una sensación de tensa excitación. Algo del material en este
mental espectáculo de variedades podía sobrecogerle por no conocido, pero siempre
había supuesto que era debido a que lo que le circundaba provocaba una repetición de
un recuerdo de otro modo olvidado. Había visto cientos de películas aquí; debían ser
la fuente de las ideas que atestaban su mente.
Y sin embargo…, tampoco era de todos modos una explicación demasiado
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satisfactoria.
Un hombre vestido de oscuro vino dando zancadas por el pasillo principal, y giró
bruscamente hacia el lugar en que estaba sentado Howson, yendo a ocupar la butaca
situada diagonalmente frente a él, y arrojando un chaquetón sobre la contigua que
estaba vacía. El hombre apartó la manga de su chaqueta y miró a su reloj antes de
inclinarse en su asiento y volver su cabeza hacia la pantalla.
Esos gestos o el hecho de que estaba bien trajeado, y por la apariencia debía haber
ocupado una localidad de más precio, o algo no catalizable por la conciencia, atrajo la
atención de Howson hacia él. Por alguna razón no definible, estaba seguro de que
aquel hombre no había consultado su reloj simplemente para saber cuanto tiempo
quedaba antes del comienzo de la sesión. El hombre no estaba… no exactamente
nervioso, pero sí aguijoneado por algo, y ello no era ciertamente la perspectiva de una
buena película.
Su perplejidad fue cortada de golpe por el repentino oscurecimiento de la sala, y
lo olvidó todo, excepto las inmensas imágenes en color que desfilaban por la pantalla.
De noche y de día, sus sueños estaban poblados de películas, televisión y revistas;
prefería las primeras porque los demás espectadores no se cuidaban de su presencia, y
aunque la gente estaba bien dispuesta por lo general para permitirle contemplar las
emisiones en sus aparatos domésticos, siempre había allí un tenso embarazo.
Además, a cada respiración, parecía extraer el disfrute de los demás espectadores,
añadiéndolo al propio.
Primero, una conferencia de expediciones, Campos de recreo del planeta. La
restallante música del oleaje en la playa Bondi, el zumbante ronquido de los
vehículos de turbina cuando atravesaban la pista del Sahara, el susurrante crujido de
los esquís en un declive alpino, y luego el gemido de las paletas cóncavas movidas a
pulso sobre las azules aguas del Pacífico. Howson cerró los oídos al empalagoso
cuchufletero comentador. Hizo su propio comentario, como si pudiese cambiar
personajes como engranajes, escogiendo una disposición mental de encuadre duro y
viril para admirar el casi desnudo de las muchachas de Bondi, una preocupada actitud
casi femenina para los saltadores de esquís… pensamientos de conmiseración por un
fallo, por las contusiones y magulladuras, los huesos rotos… Tuvo un movimiento de
retroceso ante la caída de un árbol.
Y así todo el tiempo. Pero los vehículos era lo que más persistía. Estar en la pista
del Sahara, tirada a cordel en un trecho de doscientas millas, donde no había cojera
alguna; el cristal fotoreactivo del techo se oscureció de manera automática contra el
duro sol, el contador de la turbina aceleró a sus doscientas mil revoluciones, los
equipos de hombres de piel oscura atareados con las barredoras de arena cada diez
millas, los vislumbres de oasis como islas, en los cuales con agua y hierba dura y
coníferos mutados, los hombres pugnaban por obtener tierra fértil…, un sueño a
acariciar.
Anuncios. Próximas atracciones. Su mente vagó, y su atención se centró
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brevemente en el hombre de traje oscuro que volvía a consultar su reloj, y lanzaba
una mirada en derredor, como si esperase a alguien. ¿Alguna amiga? Quizá no.
Howson dejó de ocuparse del problema al aparecer en la pantalla el título de la gran
producción.
Howson sabía poco de su padre; había aprendido muy pronto a tener tacto debido
a que, por decirlo así, era un complemento de la instrucción que recibía en el colegio,
así que briznas de información extraídas de aquí y de allá hubieron de ocupar el
puesto de un directo interrogatorio a su madre. Apenas seguía sabiendo nada sobre la
crisis política que se había gestado al mismo tiempo que él, y la secuela de sus peores
efectos había ya pasado en el momento en que se dio cuenta de tales cosas como
noticias y asuntos internacionales.
Aún así, sentía algo especial sobre las películas de aquel género. No podía
analizar lo que provocaba la reacción de los espectadores que las presenciaban, pero
sí sabía que le gustaba la sensación; todos parecían estar cautamente cohibidos, como
si estuviesen examinando una pierna rota a la que se hubiese quitado su entablillado,
y estableciendo por la ausencia del esperado dolor que cobraría toda su fuerza,
soportando ya el peso del cuerpo.
En cierto modo, el paralelismo era exacto. El trauma de la «crisis» se había
calmado de tal manera que pronto sería posible hablar a los niños sobre el particular,
tratándola como si fuera historia. La experiencia había persuadido a quienes la
recordaban claramente que no era el final de todo: la vida proseguía, el país era
próspero otra vez, los niños iban creciendo y la preocupación se había demostrado
innecesaria.
Ahora las salas de cine estaban llenas cuando se proyectaba una película como la
actual… y había muchas como ella, y Howson había visto varias. Absurdas,
espectaculares, violentas, melodramáticas, siempre trataban del terrorismo o la
prevención de la guerra en algún pintoresco rincón del mundo, y sus héroes eran los
misteriosos y semicomprendidos agentes de las Naciones Unidas que leían las
mentes… los honorables espías, los telépatas.
Aquí también el argumento era un romance. Un apuesto agente de elevada
estatura y lector de la mente, encuentra a una muchacha rubia, alta, guapa, tristemente
extraviada, lectora de la mente también, mantenida bajo hipnosis por un grupo
fanático que intenta volar una estación nuclear, merced a su avidez de conquista. Los
espectadores mas viejos se retorcieron un poco bajo el impacto de imágenes harto
familiares: camiones de color verde oliva traqueteando por una carretera iluminada
por la luna, soldados desplegándose sin prisa en torno a las principales intersecciones
de una gran ciudad, un niño abandonado llorando al vagar por silenciosas callejuelas.
Había evidentes intentos para establecer un paralelismo en ciertos puntos con la
realidad. Había, por ejemplo, una maternal judía telépata que se asemejaba a la
legendaria Elsa Kronstadt; en las filas delanteras muchachitas quinceañeras, que
habían dejado a las manos de sus también jóvenes acompañantes explorar sus pechos
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de una manera demasiado íntima, se retorcían bajo la horrible, pero deliciosa idea, de
que sus madres habrían de leer este recuerdo de ellas después… Horrible por el
esperado alboroto que seguiría, y delicioso porque los padres eran de verdad en
quienes se podía confiar.
Y los muchachos se preguntaban si serían telepáticos y, aunque lo daban por
seguro, si las chicas los querrían o no… y en poder y en dinero.
En el ínterin, Howson. A él no le parecía especialmente penetrante percatarse que
aquello no pudiera realmente suceder de esa manera; para él, aquella conversión en
ficción se hallaba en el mismo pie de igualdad que el trucaje de una cámara, algo a
ser tomado en sus propios límites, con su propia lógica artificial. Sus fantasías y lo
que realmente le rodeaba eran demasiado dispares como para confundirse en su
mente.
Su desventaja genética le había, cuando menos, ahorrado cualquier obsesión
sexual, y estaba vagamente agradecido por no tener anhelos intolerables, que su
aspecto impedía cumplir. Pero sí sentía necesidad de ser aceptado, y convertía la
mayoría de tales migajas de conversación como si le fuesen arrojadas a él.
En consecuencia pensó sobre aquellos telépatas desde un punto de vista diferente:
como personas situadas aparte por una anormalidad mental, más que física. Era lo
suficientemente cínico como para haberse percatado que la admiración por los
telépatas, provocada por aquella película, por otras semejantes, y por las noticias
oficiales, era artificial. Los telépatas eran gente de otra parte, remota, maravillosa
como la nieve sobre las distantes montañas. La idea de arrancar secretos de las
mentes de otras personas atraía a los espectadores que le rodeaban, y por muy
cuidadosamente que el diálogo y la acción orillaban el motivo, en el instante en que
el corolario se presentaba por sí mismo —la idea de tener invadida la propia mente—
se producía una violenta revulsión. La ambivalencia estaba omnipresente: de manera
consciente uno podía saber que los telépatas estaban salvando vidas, preservando la
cordura, apartando a países (como aquel) de la guerra… y sin embargo, ello no
suponía diferencia para la alarma instintiva.
Su existencia había sido inducida cuidadosamente en la conciencia pública, como
suavemente metida con un calzador: los rumores permitidos adrede que corriesen
hasta el extremo de lo absurdo, habían sido deshinchados por los tranquilos anuncios
oficiales, tornados dignos de crédito por puro contraste; apacibles ceremonias
constituían artículos para los boletines de noticias… tal o cual telépata trabajando
para las Naciones Unidas fue condecorado hoy con la Orden más elevada de tal o
cual país recientemente salvado de la guerra civil. En cuanto al ser real tras la imagen
pública, se podía rebuscar indefinidamente, y acabar con no más que unos cuantos
nombres, unas pocas fotografías borrosas, y alguna inexacta información de segunda
mano.
Había una política tras cada uno de los melodramas como aquella película.
Howson estaba seguro de ello. Y por tal razón, se sentía envidioso. Sabía sin duda
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alguna que el impacto no atenuado de su anormalidad sobre la gente corriente, habría
culminado en persecución, y acaso en pogromos. Pero debido a que los telépatas eran
importantes, el impacto estaba amortiguado… y los recursos del mundo aplicados a
ayudarles.
Sintió dolorosamente el deseo de ser al menos un poco importante, de manera que
su deformidad —no más extraordinaria que las peculiaridades mentales de un telépata
— pudiese parecer menos catastrófica, un poco menos anormal.
Su mente vagó desde la pantalla y fue prendida por el hombre de traje oscuro, que
ya no estaba solo. Tenía la cabeza inclinada hacia otro hombre, que se había sentado a
su lado, sin que Howson se hubiese dado cuenta, en la butaca en la que el primero
había antes puesto su chaquetón. Rebuscando en su memoria, Howson se dio cuenta
de que durante los pocos minutos pasados había visto balancearse dos veces la puerta
del retrete de hombres. Tendió el oído con curiosidad, y de pronto sintió que estaba
sudando, al captar frases murmuradas, que fue acoplando.
—Embarcación en el río… dos de la madrugada, en el Muelle Negro… Al
Garrote le va mucho personalmente en este lote… un buen medio millón de valor. Ya
he dicho… poca diversión para La Serpiente, mantén a sus hombres ocupados en
otra parte de la ciudad… ningún problema con la poli, comprado el sargento.
Ambos hombres se dirigieron un gesto cómplice, entre mueca y sonrisa. El que
había llegado el último se levantó y volvió al retrete de hombres; antes de que saliera
para volver a su anterior asiento, el hombre del traje oscuro se había puesto el
chaquetón en el brazo y se encaminaba a la salida de la sala. Howson se quedó
helado. La oportunidad de ser importante se le ofrecía en el mismo momento en que
lo había deseado.
El Garrote… La Serpiente: sí, era cierto. Él no se había mezclado nunca en tales
asuntos, pero no se podía vivir en aquel barrio bajo de la ciudad sin oír
ocasionalmente aquellos nombres, y saber que eran jefes de bandas rivales. Se
destrozaba un club, se rompía el escaparate de una tienda o se llevaba al hospital a un
recalcitrante macarra desde una callejuela alineada con cubos de basura y regada con
su sangre, y entonces se oía mencionar a «Garrote» Lister y a Horacio «Serpiente»
Hampton. Y también sus coches eran admirados por una juventud entendida e
inteligente, que decía: «El mejor medio para llegar arriba; yo también seguiré ese
camino un día».
De manera penosa, acompañado de una respiración lenta y cansada, Howson
tomó la decisión crucial.
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Capítulo cinco
La calle todavía se llamaba Gran Avenida, pero había sido uno de los focos del
período de la crisis. Después, la gente la rehuyó, comenzando el declinar que había
reducido a las calles próximas a una condición apenas superior a la de los barrios
bajos. Aún así, estaba bien iluminada, los llamativos escaparates refulgían, y Howson
la evitaba por lo general. Prefería el sitio oscuro de cada calle, y la noche al día.
Ahora, con el corazón martilleando en su pecho, la afrontó. En su extremidad
había un club y bar que servía de tapadera a la «Serpiente» para el impuesto y otros
fines. No le servía de nada poner cara de circunstancias o que su rostro enfermizo
tomará un cariz severo para el amenazador encuentro al que iba; un espejo en la
puerta de una peluquería se lo dijo al pasar. Lo mejor que podía hacer era mostrar una
expresión… bueno… casual.
Al diablo con todo. Lo que importaba era lo que tenía que decir.
Pasó una vez cojeando ante su destino, con la boca seca y las tripas tensas,
deteniéndose unos cuantos metros más allá, equilibrando lentamente la respiración
hasta adquirir cierto aspecto de autodominio. Y seguidamente se zambulló en el
interior.
El bar tenía adornos cromados, con espejos y luces de neón. La música brotaba
estridente de altavoces situados en la parte alta de las paredes. En las mesas se bebía
en parejas o tríos, aunque no había nadie en el mostrador, desde donde el encargado,
acodado, ojeó al pequeño forastero de la cojera.
—¿Qué será? —dijo.
Howson no bebía; no había probado nunca el alcohol. Había visto borrachos
haciendo eses, y se preguntaba por qué diablos alguien dotado con un dominio físico
normal quiere echarlo por la borda. La sola idea de tener aún menos coordinación le
llenó de disgusto. En cualquier caso, no le sobraba el dinero.
—¿Está… uh… el señor Hampton aquí? —se limitó a decir.
El encargado del mostrador separó sus codos del mismo, respondiendo:
—¿Qué es lo que te pasa, «Torcido»? ¡Él no está para exhibirse en público!
—Tengo algo que querrá oír —dijo Howson, maldiciendo mentalmente la aguda
flauta que tenía por voz.
—Él ya sabe todo lo que quiere saber —replicó secamente el barman—. Ahí
tienes la puerta. Úsala.
Tomó un paño húmedo y comenzó a limpiar huellas de cerveza del mostrador.
Howson miró en derredor y se pasó la lengua por los labios. Los clientes habían
decidido no mirarle ya. Animado por ello, fue a un lado del mostrador para hablar de
nuevo al barman.
—Se trata de un asunto del «Garrote» —murmuró.
Su cuchicheo era mejor que su voz natural…, menos distinguible.
—¿Desde cuándo te cuenta sus historias, el «Garrote»? —respondió hoscamente
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el barman. Pero pareció pensarlo mejor, y tras una pausa se encogió de hombros.
Tendiendo la mano bajo el mostrador, pareció tentar algo… un zumbador, acaso. Al
momento se abrió una puerta tras el mostrador y apareció un hombre de cabello negro
aceitoso.
—Este torcido —dijo el barman— quiere vender noticias sobre el «Garrote» al
señor Hampton.
El hombre de cabello aceitoso miró incrédulamente a Howson. Luego se encogió
también de hombros, hizo un gesto, y la hoja plegadiza del mostrador se alzó para
que Howson pasara cojeando.
En la parte trasera estaba el almacén del bar. El de cabello aceitoso escoltó a
Howson a través de él y de una puerta forrada de bayeta roja, luego atravesó un
pasillo mal iluminado hasta otra puerta semejante. Y tras ella, se encontró en una
habitación amueblada con cuatro canapés idénticos— de terciopelo rojo, y decorada
con pilares dorados —y bonitas pinturas abstractas.
—Espera aquí y no muevas un músculo —dijo el de cabello aceitoso, saliendo.
Howson se sentó, muy tenso, en el borde de un canapé, moviendo de un lado a
otro los ojos al intentar imaginarse lo que había detrás de donde había salido el
hombre de pelo aceitoso. Le pareció haber oído un ruido como un piñoneo, y recordó
una jugada de una de sus películas favoritas. Ruleta. El aire olía a ansiedad, y la
suerte estaba echada.
No tardó en volver el del cabello aceitoso, le hizo una seña con la cabeza, y esta
vez le llevó a una especie de despacho, donde había un hombre delgado de pálidas
manos presidiendo tras una mesa escritorio con varios teléfonos, un guardaespaldas
de elevada estatura a cada lado de él. A la entrada de Howson cambiaron las
expresiones de sus rostros, que de cautelosas se tornaron asombradas.
Mirando al hombre tras la mesa, Howson pudo comprender por qué le llamaban
«La Serpiente». Su simple aspecto era tortuoso; la astucia iluminaba las oscuras
pupilas de sus ojos.
Examinó a Howson durante un largo momento, y luego alzó una ceja en mudo
interrogante al hombre del pelo aceitoso.
—Este torcido quiere vender información sobre el «Garrote» —fue la explicación
condensada—. Es todo lo que sé.
—Hummm —«La Serpiente» se frotó la suave barbilla—. Y entra sin ser
anunciado. Interesante. ¿Quién eres tú, torcido?
La cosa no parecía ser tan desagradable como generalmente se pensaba; eso sólo
era una etiqueta. Acaso un hombre al que llamaban «La Serpiente» era indiferente
sobre tales asuntos. Howson carraspeó.
—Me llamo Gerry Howson —dijo—. Hace una hora me encontraba en el cine.
Había allí un tipo esperando que alguien fuese a un asiento vacío a su lado mientras
se proyectaba la película. Cuchichearon los dos, y oí lo que decían.
—Vaya, vaya —comentó «La Serpiente»—. ¿Síii?
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—Ahí es donde llegamos al precio —sugirió el del cabello aceitoso.
—Cállate, «Argolla» —susurró «La Serpiente», mirando fijamente a Howson.
—Una embarcación sube el río al Muelle Negro a las dos de la mañana. No sé
seguro si será esta misma noche, pero creo que sí. Lleva género por valor de medio
millón.
Howson esperó, pensando demasiado tarde que el llamado «Argolla»
probablemente tenía razón… Debía haber marcado un precio, por lo menos, o dado la
noticia por partes. Luego recobró el equilibrio. No, había hecho bien diciéndolo todo
de golpe. Se produjo un silencio total, espeso, hasta que «La Serpiente» dijo por fin
tranquilamente:
—Así es como él lo hace. ¿Has oído eso, «Argolla»? Bien, si lo has oído, ¿qué
diablos haces ahí parado?
«Argolla» tragó saliva de manera audible y cogió uno de los teléfonos de la mesa.
Hubo otro silencio, durante el cual los dos guardaespaldas contemplaron con interés a
Howson.
—¿Es «Molleja»? —dijo «Argolla» en voz baja en el teléfono—. Aquí «Argolla».
¿Puedes hablar?… Llamada general. Tenemos un trabajo nocturno… Sí, OK. No más
de dos horas. Cosa fácil.
Colgó el receptor. «La Serpiente» estaba poniéndose en pie. El proceso parecía
completado. Howson sintió una punzada de pánico, y dijo:
—Ah… supongo que eso vale algo, ¿no?
—Posiblemente. —«La Serpiente» le dirigió una soñolienta sonrisa—. Bien
pronto lo sabremos, ¿no es así? Por el momento, lo que merece la pena es… oh,
pongamos unos cuantos tragos, una buena comida y alguna compañía. ¿Me oyes,
Lote?
Uno de los jóvenes guardaespaldas asintió y dio unos pasos adelante.
—Cuida de él. Puede ser valioso… o no; ya veremos. ¡Dingo!
El otro guardaespaldas respondió:
—Dice que se llama Gerry Howson. Apunta su dirección. Ve adonde vive y haz
algunas preguntas. No emplees en eso más de un par de horas. Si hueles lo más
mínimo… Si alguien dice que le ha visto en el mismo autobús con alguno de los del
«Garrote»… ahueca y ven a prevenirme. Y da el bocinazo al paso si puedes encontrar
a alguno de nuestros amigos de retén en la jefatura.
Howson, luchando con el terror que le atenazaba, dijo roncamente:
—Ese hombre del traje oscuro… dijo que compró al sargento, sea el que sea.
—Así lo haría. Tú no conoces a ninguno de esos hombres, ¿no es así? —añadió
«La Serpiente», asaltado por la sospecha.
—No, yo… uh… nunca los vi antes.
—Mm-hm… Está bien. Lote, llévalo al cuarto azul y déjalo allí hasta que vuelva
Dingo.
Quien le llevó no se mostró desagradable, según le pareció a Howson; hizo
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bastantes sugerencias sobre que si las noticias que había traído eran ciertas, tendría
una tajada en el monopolio de «La Serpiente» en algunos géneros ilegales o bien otra
cosa… Howson no preguntó cuál era exactamente, aunque se imaginaba que podrían
ser drogas. Su reacción de repugnancia contra el alcohol pasó a las drogas, y prefirió
no seguir tal línea de pensamiento. Todo lo que le importaba era ser
momentáneamente importante.
Se sentó con su custodio en el Cuarto Azul —decorado con un techo azul de
medianoche y gruesa alfombra también azul— y se dijo que era prudente por parte de
«La Serpiente» asegurarse antes de actuar. Respondió deshilvanadamente a las
preguntas.
—¿Qué es lo que te pasó, torcido? —preguntó su acompañante—. ¿Herido en
algún accidente?
—De nacimiento —respondió Howson. Luego se le ocurrió que Lote estaba
intentando hacerse el simpático, y añadió en tono de excusa—: No suelo hablar
mucho de ello.
—Mm-hah —bostezó el guardián, extendiendo las piernas— ¿Un trago? ¿O
prefieres comida como dijo «La Serpiente»?
—No bebo —dijo Howson. De nuevo sintió el raro impulso de explicarse—. No
me resulta fácil andar estando sobrio, si comprende lo que quiero decir.
Lote se le quedó mirando fijamente, y al cabo de un momento rió de manera
estrepitosa.
—Con tu problema, no creo que yo pudiera soltar un chiste así. Está bien, toma
Coca-Cola o algo. Yo me las pirro por la ginebra.
Pasaron lentas las horas, y la charla cesó después de que llegara la comida. El
custodio propuso una partida de póker, se ofreció a enseñarle las reglas del juego, y
cambió de parecer al ver que los torpes dedos de Howson no podían manejar las
cartas. Embarazado, Howson sugirió ajedrez o damas, pero a su acompañante no le
interesaban ninguno de los dos juegos.
Eventualmente se abrió la puerta, y asomó la cabeza de Dingo.
—¡Ea, muévete! —dijo a su compañero—. Hasta ahora el tipo parece limpio de
polvo y paja. Vamos al Muelle Negro.
Automáticamente, Howson se puso también en pie, pero Dingo le detuvo con un
gesto seco.
—¡Tú vas a esperar todavía, torcido! —le espetó—. El señor Hampton es un
hombre difícil de satisfacer, y queda todavía un buen rato hasta las dos de la
madrugada.
Al quedarse solo, Howson sintió como si pasara una eternidad. Por fin, poco
después de medianoche dormitó en su butaca. No tuvo idea del tiempo que había
pasado cuando fue le despertó la puerta al abrirse de nuevo. Sus legañosos ojos se
posaron en «La Serpiente», y en Pingo, «Argolla» y Lote siguiéndole. Al instante se
percató de que su arriesgada empresa había tenido éxito.
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—Te ganaste la paga, torcido —dijo suavemente «La Serpiente»—. Seguro que
sí. Lo cual deja sólo una pregunta por hacer.
La mente de Howson, todavía brumosa por el sueño, se aprestó a tientas a ella.
¿Sería la de que cuánto quería? La suposición era errónea. «La Serpiente» prosiguió:
—Y es ésta, ¿eres un político honrado?
Howson emitió un sonido evasivo. De nuevo tenía la boca seca por la excitación.
«La Serpiente» le miró cavilando durante largos segundos, y adoptó su decisión.
Castañeteó los dedos en dirección a «Argolla».
—¡Dale quinientos! —ordenó—. Y tú, torcido, escucha bien… recuerda que la
mitad es para la próxima vez, si es que la hay. Tú, Lote, toma un coche y llévalo a
casa.
La conmoción de que le diesen más dinero del que jamás hubiera tenido junto en
sus manos rompió la barrera que separaba las fantasías de Howson de la realidad;
apenas absorbió las impresiones de la siguiente media hora —el coche y la vuelta a su
alojamiento— debido a las enjambreantes visiones que colmaban su mente. No sólo
la próxima vez, sino otra y otra, recogiendo noticias, siendo pagado, siendo (lo que
era infinitamente más importante) alabado, y eventualmente considerado como
válido.
Eso era lo que para casi cualquiera hubiese sido una ambición menor; había hecho
algo por alguien que no era trabajo fabricado, ofrecido por simpatía, pero original por
sí y consigo mismo. Era un hito en la memoria, debido a que lo había considerado
imposible, como el andar por la calle sin cojear.
Era la mañana temprana de un martes. Su delirio y su esperanza fueron
alimentados durante unos cuantos días por briznas de noticias y chismorreos; se
informaba que había habido alguna especie de batalla, y que la policía había tenido
pistas pero que estaba confusa en cuanto a los detalles. Era como si extrajese valor,
como oxígeno, de la atmósfera de rumor y de tensión; pero por la Gran Avenida a
plena luz del día, por en medio de la acera, en vez de arrimarse a las paredes, y pudo
pasar por alto las miradas compasivas puesto que, en su interior, sabía lo que valía.
Con lo que le pareció gran astucia cambió sus quinientos dólares, tras un largo viaje
en autobús muy distante de su casa, por billetes pequeños que no provocarían
comentarios; luego escondió la mayor parte en su habitación, y gastó sólo en un
nuevo par de zapatos, con talones desiguales, y una chaqueta provista también del
correspondiente almohadillado para sus deformes hombros.
A pesar de todo, la noche del sábado su glorioso nuevo mundo cayó en
fragmentos.
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Capítulo seis
A primeras horas del atardecer, cogió cinco billetes de dólar del tesoro escondido en
su habitación. Antes jamás había pensado en gastar tanto en una cana al aire; a
menudo, después de pagar el alquiler de la habitación, no le quedaban más que cinco
para toda una semana. Y entonces tenía que recurrir obligatoriamente a su recurso
más odiado: limpiar los cubiertos de un restaurante cercano, para ganarse sobras de
platos no deseados. La cubertería no se rompía al caer; las tazas y los vasos y los
platos sí, por lo que el propietario no se los dejaba limpiar. Y saber que le daba aquel
trabajo como un favor, dolía mucho.
Esta noche, pensaba, iba al límite. Una película que no había visto; pastelillos,
caramelos, helados, todas las golosinas infantiles en fin, que aún prefería a cualquier
otra cosa. No obstante, todo eso podía despertar recelos. ¡Pero al diablo con lo que la
gente pudiera pensar sobre un mozo de veinte años que comiera caramelos y helados!
Hubiese deseado tener listos ya su chaqueta y zapatos nuevos, pero le habían
dicho que los arreglos necesarios llevarían al menos diez días. Así pues, no quedaba
más remedio que dar betún al ya deslustrado cuero y cepillar lo mejor posible las
manchas de la ropa.
Y luego, a la calle: una noche de sábado y con buen tiempo, algo como para
hacerle sentirse medio normal, dentro de la marea de la gente corriente.
En la estrecha calle había personas que le conocían, y que le miraban sin gesto de
sorpresa, y acaso le dirigían un saludo… pero esta noche no, lo cual era bastante raro.
Pero su mente estaba ocupada, y no consumió energía preguntándose por qué no le
saludaban al pasar. Tenía la impresión de que estaban pensando sobre su persona,
pero eso era absurdo, un derivado de su viva alegría.
Sin embargo, la impresión no le abandonaba. Incluso cuando hubo afrontado las
luces de la Gran Avenida y estaba moviéndose entre grupos de extraños, su mente se
la estuvo ofreciendo renovada, como un repartidor de naipes de póker demostrando
su habilidad en dar jugadas ganadoras una tras otra.
Al principio la cosa le resultó divertida. Pero al cabo de un rato comenzó a
irritarle. Cambió de parecer sobre ir al cine elegido… no el acostumbrado, que
todavía estaba dando el mismo programa que ya había visto, sino a otro, para el que
tenía que coger el autobús. El humor de la gente era bueno aquella noche, y alguien le
había ayudado a subir al autobús, apartando a otras personas, pero ni aun eso mejoró
su estado de ánimo. Todavía más, le suponía un molesto recalcamiento de su estado
físico.
Y finalmente, hora y media después de haber salido, se sintió tan desazonado que
hubo de abandonar su plan. Y así, volvió de nuevo hacia casa, furioso consigo
mismo, pensando que era falta de redaños lo que había estropeado su disfrute y
decidido a convencerse que era una ilusión lo que le atormentaba.
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* * *
* * *
Y entonces lo supo.
* * *
Frente a él, parado ante su propia puerta, se encontraba un gran coche blanco que
llevaba en su techo una señal luminosa y en su delantera el rótulo de POLICÍA. El
conductor apoyaba indiferentemente su codo en la ventanilla bajada, y dos agentes
uniformados se inclinaban a la vez a hablarle.
Y él podía oírles. Estaban a cincuenta metros de distancia, y hablaban en tono
apenas mayor que un cuchicheo, y él sabía cada palabra que decían, porque estaban
tratando de su persona.
—Está fuera… Normalmente va al cine… Puede estar haciendo algo para «La
Serpiente»… Es improbable: nuevo en su personal, la cosa es que… Debe haber ido
primero a ver a «La Serpiente»: «La Serpiente» no va pidiendo ayuda…
Un terror mortal inundó la mente de Howson. Un coche dobló traqueteando la
esquina y antes de que diese la vuelta huyó, perseguido por voces imposibles, como
fantasmas.
—Pregunten en el cine vecino… No merece la pena la molestia, ¿no es así? A
menos que alguien le haya dado el soplo, volverá de un momento a otro. Esperadle
en su habitación, o llamad a ella a primera hora de la mañana…
Apuntado a él… apuntado a mí, Gerald Howson: ¡como si las fuerzas de todo el
mundo hubiesen sido asestadas a aquella ciudad el día de mi nacimiento!
Pero ésa era tan sólo la mitad de la razón de su terror. La otra y peor mitad estaba
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compuesta del conocimiento que había adquirido. Era imposible que él pudiera haber
oído lo que los policías estaban diciendo tan lejos. Sin embargo, sus palabras le
habían llegado, y habían estado coloreadas por lo que no era exactamente un tono de
voz, pero que no dejaba de ser individual: un tono de pensamiento. Uno de los tonos
era malhumorado; su propietario tenía un rasgo de brutalidad, y apreciaba el poder
que su uniforme implicaba. Consideraba una zurra. Dijeron tullido, así que… Él
había sido el responsable de una muerte, de una lucha entre bandas, de un crimen. Así
le sonó en la conversación.
Howson no podía enfrentarse al choque en los términos sencillos de Soy un
telépata. Se le presentó en la forma que había concebido contemplar la película sobre
los telépatas: Soy anormal tanto mental como físicamente.
¿Había en realidad oído lo que el hombre de traje oscuro le estaba diciendo a su
compañero de asiento? ¿O bien lo había captado ya entonces?
No podía abordar esta cuestión. Estaba huyendo, cojeando de manera anónima
entre la muchedumbre, deseando ir tan lejos y tan rápidamente como pudiera, incapaz
de quedarse en la parada de un autobús, porque esperar sabiendo que era perseguido
le resultaba intolerable. Se le empañaban los ojos, le dolían las piernas, bombeaba los
pulmones esforzándose por absorber bocanadas de aire, y perdió todo contacto con un
plan determinado. Moverse simplemente era lo máximo que lograba hacer.
¿Hacia que futuro estaba dando traspiés ahora? Cada edificio parecía atalayar
infinitamente alto sobre su cabeza, formando infranqueables cañadas de las conocidas
calles; cada coche, con los ojos de sus faros, parecía gruñirle como un perro acosador
siguiéndole la pista; cada cruce presagiaba una colisión con el hado fatal, por lo que
se sintió angustiado al no ver ya manzanas de casas en torno a cada sucesiva esquina.
Le silbaban los oídos, sus músculos chillaban… y siguió su camino.
Iba al azar; seguía tanto como le era posible la línea recta trazada por la calle
donde estaba su alojamiento. Ello le llevó a través de un laberinto de horribles
arterias residenciales, luego a través de un barrio de almacenes e industria ligera,
donde los rótulos mencionaban fabricación de papel, de tejidos y de plásticos.
Camiones tardíos enfilaban estas calles y se percató que los conductores se fijaban en
él, y tuvo miedo, mas no pudo hacer nada para escapar a su vista.
El barrio volvió a cambiar; ahora había pequeñas tiendas, bares y música
estridente. Aparatos de televisión desarrollando sus programas en ventanas abiertas a
un auditorio de planchas de vapor y lámparas fluorescentes. Siguió andando.
Luego, bruscamente, aparecieron muros desnudos de cuatro metros de altura, de
cemento gris y polvoriento ladrillo rojo. Se detuvo, pensando confusamente en la
cárcel y torció al azar a la derecha. No tardó en darse cuenta adonde había llegado;
estaba junto al gran río en el que el «Garrote» había tratado de escamotear su medio
millón de género… o lo que fuese. Los rótulos le indicaban que era el Depósito del
muelle principal este. Zona para mercancías sujetas a impuestos, y que no se permite
la entrada sin autorización del inspector jefe de aduanas.
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La idea de autorización derivada de una «autoridad» se mezcló con las confusas
imágenes de la policía que le perseguía. Cambió frenéticamente de dirección, y fue a
parar a una tortuosa callejuela, al margen del muro carcelario. En toda su vida no
había andado tanto ni tan duramente; el dolor de sus piernas era casi insoportable. Y
allí había un tremendo silencio, no audible con los oídos, pero experimentado
directamente: zonas enteras vacías de gente, cosa espantosa para Howson, el hijo de
la ciudad, que no había dormido nunca a más de seis metros de otra persona.
La callejuela se convirtió bruscamente en media. El muro de su izquierda se
remataba y aparecía el suelo liso, acotado de alambrada dispuesta sobre estacas de
madera. Miró con los ojos semiabiertos a través de la oscuridad pues había pocos
faroles. La promesa del buen puerto le hizo señas de llamada: el vasto terreno era el
emplazamiento de un almacén en parte demolido, cuya parte posterior se hallaba aún
en pie. Colgado del alambre, embadurnado de mugre, había un rótulo de letras
desteñidas por la intemperie: EN VENTA A COMPRADOR PARA LA COMPLETA
DEMOLICIÓN.
Fue rozando la alambrada como un animal husmeante, buscando un lugar de
entrada. Lo halló donde al parecer la chiquillería había arrancado una estaca,
dejándola a un lado. Sin cuidarse de que también él estaba embadurnándose de barro
al arrastrarse por el boquete, se retorció bajo el alambre y siguió al abrigo de la ruina.
Al ponerse al resguardo de la agrietada pared su agotamiento, conmoción y terror
se mezclaron y una oleada de oscuridad le alivió.
Su despertar fue espantoso también. Era la primera vez que veía, al hacerlo, sin
abrir los ojos, y la primera vez que se veía a sí mismo.
Se cerró el circuito de consciencia, y le asaltaron borrosas imágenes, en pugna
con la evidencia de sus propios sentidos. Se sentía entumecido, yerto; sabía su peso y
postura, tendido de espaldas en una pila de viejos sacos, y con la cabeza alzada un
tanto por algo duro e inflexible. Simultáneamente percibió un pálido claror gris, y una
forma desmañada y retorcida como la de un muñeco roto, con una cara fofa e
inexpresiva… la suya propia, vista desde el exterior. Y mezclado con todo esto, se
percataba de erróneas sensaciones físicas: de hombros nivelados, que nunca había
tenido, y de algo pesado en su pecho, pero que bajaba y subía… ¿otra deformidad?
De pronto comprendió, y gritó, y abrió sus ojos, y el terror le mostró cómo
apartarse de un enlace mental indeseado. Se removió y encontró sus manos
enzarzadas en una mata de grasiento cabello, a unos centímetros de él.
Un gemido ahogado acompañó a su intento de toma de conciencia de lo que le
rodeaba. No había caído de espaldas al pasar; seguramente no había caído sobre aquel
lecho de fortuna: por lo tanto había sido puesto sobre él. Y aquella debía ser la
persona responsable: aquella muchacha arrodillada a su lado, de rostro vulgar y basto,
gruesos brazos y ojos dilatados por el susto.
¿Miedo de mí? ¡Nunca antes tuvo nadie miedo de mí!
Pero al prepararse salvajemente a disfrutar de la sensación, descubrió que no
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podía. La sensación de miedo era como un mal olor en las ventanas de su nariz.
Convulsivamente soltó la mata de pelo que había asido, y el miedo disminuyó. Se
incorporó quedando sentado, y mirando a la muchacha inclinada sobre él.
Parecía tener unos dieciséis o diecisiete años aunque no tenía arreglada la cara,
que era la acostumbrada de esa edad. Era de complexión robusta, y estaba
pobremente vestida con un abriguito gris sobre una bata de algodón; su ropa estaba
limpia, pero tenía las manos embarradas.
—¿Quién eres? —preguntó con lengua espesa Howson—. ¿Qué es lo que
quieres?
Ella no respondió. Tendió prestamente una mano a un lado y tomó una bolsita de
papel, volviéndola de manera que él pudiese ver a través de su boca. En el interior
había mendrugos de pan, un trozo de queso y dos magulladas manzanas.
Desconcertado, Howson dirigió su mirada de los alimentos a la cara de la muchacha,
preguntándose por qué ella le estaba haciendo gestos, moviendo sus gruesos labios en
pantomima de comer, pero sin decir nada.
—¡Oh Dios! —exclamó—. ¡Eres sordomuda!
Dejó caer la bolsa de comida y se puso en pie, con el cerebro bullente de
incredulidad. Ella había captado su pensamiento, proyectado por su no adiestrada
«voz» telepática, y la total extrañeza de la sensación había retorcido hasta en sus
cimientos su cerebro ya mal equilibrado. Una vez más el nauseabundo olor a miedo
tiñó la percepción de Howson, pero esta vez sabía lo que estaba sucediendo, y su
desbordante oleada de compasión por un ser como él mismo, mutilado en un mundo
desatento, la alcanzó también.
De manera incontinente cayó de rodillas de nuevo, inclinando esta vez su cabeza
hacia delante y comenzando a sollozar. Tendió la mano inseguro, y ella la asió con
frenesí, salpicando una lágrima cálida y húmeda en los dedos.
Otra primera época se registraba ahora en su vida. Formuló un deliberado
mensaje lo mejor que pudo, y lo hizo pasar por el incomprensible canal recientemente
abierto en su mente. Intentó decir No tengas miedo, y luego Gracias por haberme
ayudado, y después Ya te acostumbrarás a cómo te hablo.
Y esperando para ver si ella comprendía, se quedó mirando con fijeza a la
coronilla de la cabeza de la muchacha, como si pudiese dibujarse allí el raro y temible
futuro al que estaba condenado.
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Capítulo siete
Al pensar en ello más tarde, vio que aquel primer simple intento de comunicación
había comprometido por sí mismo su futuro. Su reacción instintiva brotaba de su
desastroso y único ensayo de hacerse importante; había andado a la rebatiña con el
pánico ante la oportunidad de transmitir noticias a «La Serpiente», sin más
pensamiento de las consecuencias que un hombre muriendo de hambre que cae sobre
un mendrugo rancio. Al llegar simultáneamente al reconocimiento de que era un
telépata, el choque de la constatación de haberse convertido por definición en un
delincuente —un cómplice del crimen, para ser precisos— la aguja de la brújula de
sus intenciones había girado a través de un semicírculo. No deseaba nada tanto como
volver a sumirse en la oscuridad, y la idea de ser un telépata le aterraba. Desafiado
durante su fuga dominada por el terror por calles oscurecidas, hubiese jurado que
jamás desearía emplear el don de que estaba dotado.
¡Valía tanto como declarar la intención de ser sordo para siempre! Los ojos
podían mantenerse cerrados por un esfuerzo de la voluntad, pero aquello que se le
había manifestado no era ni vista, ni oído, ni tacto; era incomparable, e inevitable.
Al principio la sensación fue de vértigo. Extrajo del recuerdo frases olvidadas, en
las cuales buscó guía y nueva confianza: de una lejana clase en el colegio, algo sobre
«hombres caminando como árboles»… lo que era curiosamente significativo. Su
problema estaba decuplicado por el mundo desconcertante y anormal en el cual había
pasado su vida la muchacha, y paradójicamente estaba también simplificado porque
cuanto más sabía sobre la desventaja que a ella le afectaba, tanto más llegaba a
considerarse a sí mismo afortunado. Enfrentada a Howson como tullido, la gente
podría aún ver que había una persona en el interior de su descalabrada envoltura.
Pero la muchacha sordomuda no había logrado nunca transmitir más que deseos
básicos, empleando el código digital, de manera que la gente la consideraba como
una bestia.
Su cerebro estaba intacto; la deficiencia se hallaba en los nervios que lo
conectaban con el oído y en la forma de sus cuerdas bucales, que las tenía dispuestas
en tal posición que jamás podrían vibrar correctamente, sino golpearse débilmente,
produciendo un burbujeante gruñido. Sin embargo, a Howson le parecía que debió
haber tenido asistencia. Él sabía de especiales tratamientos de adiestramiento,
informado por los periódicos y por la TV. Tanteando, sospechó la razón de por qué no
había sido así.
Al principio, no consiguió sacar sentido alguno a las impresiones que captaba de
la mente de la muchacha, debido a que ella no había desarrollado nunca el
pensamiento verbal; empleaba la cinestética y los datos visuales en inmensos bloques
entremezclados, como unas gachas agrias con piedras dentro. Mientras se esforzaba
para lograr más que las primeras imperfectas ideas generales de nueva seguridad, ella
permanecía sentada mirándole y llorando silenciosamente, aliviada en la soledad
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después de años intolerables, demasiado rendida como para preguntar sobre el modo
de la comunicación entre ambos.
Halló la pista al tratar de interpretar las cosas que la había «dicho». Él había
«dicho»: No tengas miedo, y ella había traducido la idea en imágenes familiares,
mitad recuerdos y mitad sensaciones físicas de calor y satisfacción que se retrotraían
a experiencias infantiles de criatura de pecho. El había dicho: Gracias por haberme
ayudado, y allí había imágenes de sus padres sonriendo. Éstas eran raras. Pugnó por
perseguirlas, para hallar cómo había sido la vida de la chica.
Había una peculiar doblez en las zonas que exploró a continuación. La mitad de la
mente de la muchacha sabía cómo era realmente su padre: un obrero de los muelles,
siempre sucio, a menudo borracho, con un humor de perros y una boca que se abría
terriblemente, profiriendo algo que ella comparaba a un vómito invisible, pues nunca
había oído una simple palabra hablada. Con gran sorpresa de Howson, ella se daba
perfecta cuenta de la función del habla normal; pero sólo era el rabioso aullar de su
padre lo que consideraba como tal.
Pero al mismo tiempo que veía a su padre como era, mantenía una imagen
idealizada suya, mezclada con las veces que se había vestido aseadamente para bodas
y reuniones y las que se había mostrado cariñoso para con su hija, no considerándola
como una carga inútil. Y esta imagen se hallaba además incrustada de muestras de
una inmensa fantasía, de cuyos bordes se apartó Howson de manera reflexiva y en las
profundidades de la cual la muchacha era una princesa expósita.
A su madre apenas la recordaba; la había perdido en su infancia, y había sido
reemplazada por una sucesión de mujeres de todas las edades, desde los veinte a los
cincuenta años, que tuvieron una relación distante con la niña. Ellas iban y venían de
la vivienda que tenía alquilada su padre de una manera que no podía sondear, debido
a que no podía hablar para hacer las preguntas necesarias.
Fuera de este trasfondo de suciedad, frustración y privación de cariño, ella había
concebido una necesidad que Howson comprendió al instante, porque establecía un
paralelismo con su propio deseo de importancia. Y aunque hubiera estallado en su
misma cara, lo deseaba aún. Pero la muchacha anhelaba una llave del misterio del
habla, la puerta de cristal que la separaba de todos. En un frenético intento de sustituir
con cualquier otro lazo el que le faltaba, había desarrollado la costumbre de pasar
todo su tiempo ayudando o trabajando para familias de la vecindad; una sonrisa de
agradecimiento por cuidar de un niño, o una pequeña propina por un recado lo
bastante sencillo para poder ser explicado por señas, eran su único sustento emotivo.
Últimamente había necesitado de ese apoyo más que nunca; su padre se había
emborrachado tanto que fue despedido de su trabajo hasta que se enmendara…
cuando menos, así es como Howson interpretó los mal detallados recuerdos
disponibles a su investigación. Como resultado de ello, había estado más violento y
más malhumorado que nunca, y su hija tenía que permanecer fuera de casa para
evitarle hasta que se durmiera. Al encontrar a Howson, cuando ella vino al
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semiarruinado almacén para abrigarse del viento, lo había ayudado
automáticamente… poniéndole cómodo sobre la pila de viejos sacos, y yendo a
buscar comida para él, con la esperanza de una pequeña muestra de gratitud.
Alcanzó esta fase de su tanteante indagación, y notó que le dolía la cabeza. El
ejercicio de su nueva facultad no era difícil en sí mismo; resultaba quizá como ver un
cuadro por vez primera, cuando las formas y colores eran válidos para la visión sólo
por la mirada, y lo que había de aprenderse era una serie de reglas para casarlas con
los objetos sólidos ya conocidos, empleando una esclarecida labor de conjetura. Por
otra parte, cansaba mucho concentrarse durante tanto tiempo. Comenzó a retirar
contacto.
Viendo su intención, la muchacha tendió su mano y asió la suya, con los ojos
dilatados y suplicantes. Fulgurando en la mente, no manifestada en palabras, pero
imposible de interpretar mal, era una llamada desesperada.
El recuerdo del casi desastre, todavía a sólo pocas horas, estaba demasiado fresco
para que Howson hubiese concebido cualquier nueva ambición. No tenía noción
alguna de lo que deseaba hacer con su talento en desarrollo; emplearlo era procurarse
una sensación excitante y espantosa de vértigo, como la de conducir un bólido por
vez primera, y eso era cuanto podía pensar de momento sobre el asunto. Su instinto le
seguía previniendo de que debía buscar la oscuridad por temor a las consecuencias.
Sin embargo, allí estaba la oportunidad que ansiaba para ser importante ante
cualquiera. Era cierto que ahora no se trataba de un ser cualquiera sino de una
muchacha impedida, físicamente disminuida, en un conflicto semejante al suyo
propio.
Era demasiado pronto para decidir cuál de las dos corrientes opuestas iba a
prevalecer, pero de momento no tenía de todos modos ningún plan alternativo para no
acceder al deseo de la muchacha: ¡Quédate conmigo!
Ella lanzó una risita de ronco e inhumano sonido, se dibujó en su rostro una
tímida sonrisa, y tomó la olvidada bolsita con los alimentos para ponerla por fuerza
en la mano de él y obligarle a comer.
Transcurrió un tiempo incontable, que pareció llevarle adelante por simple
inercia. Se hacían las cosas al acostumbrarse a una existencia fugitiva: de noche eran
furtivas expediciones en busca de comida, cuando su don telepático le prevenía sobre
la proximidad de alguien y había que escabullirse de su vista, y durante el día había
tareas que por sí mismo no podría haberlas realizado.
Oculto tras una pared baja del viejo almacén, comenzó a tomar forma un tosco
colgadizo. Tan incontrastable como un perro, la muchacha trajo viejas planchas de
madera y clavos roñosos y halló piedras para emplear como martillos. Era más fuerte
que Howson, desde luego. Casi cualquiera era más fuerte que él.
Nunca le dejó después de su encuentro original. Su padre era un jirón de niebla
comparado con la presencia de Howson que podía comunicarse realmente con ella; la
simple idea de una separación de más de unos minutos la aterrorizaba, implicando
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impermanente retorno a su antigua soledad. Al principio, él se preocupó de que
alguien viniese a buscarla. Luego decidió que el riesgo era desdeñable y volvió su
atención a sus propios problemas.
Se pasó largas horas en silenciosa contemplación, con su mente empañada por la
desgracia, pensando en todo el dinero que había tenido tan brevemente, que ahora
estaba escondido en su vieja habitación, y que era imposible de recobrar; y en sus
nuevos zapatos y chaqueta, que no se atrevía a ir a buscar. No sabía cuánto tiempo
pasaría antes de que pudiera aventurarse a andar por las calles. En una o dos
ocasiones captó los dispersos pensamientos de un policía de patrulla, por lo que supo
que aún estaba circulando una descripción de su persona.
Aquella enteca existencia vegetal era cuanto le daba seguridad, al permitirla que
se posesionara de él al cabo de pocos días. Ya que no podía escapar de ella
físicamente, se evadía mentalmente, soñando de día a la manera antigua pero
intentando encajar su nuevo don en el designio.
Las películas sobre telépatas que había visto le procuraron un marco dispuesto a
trabajar con él. Curioso, inquirió de la muchacha sobre su afición por el cine y la
televisión, y encontró lo que esperaba… que los argumentos le interesaban poco,
puesto que apenas podía seguirlos sin el diálogo, pero que el color y el encanto la
obsesionaban.
De manera experimental, extrayendo de las fantasías de hacía tiempo de la
muchacha sobre un rico padre y una amantísima madre que irían a reclamar a su
criatura antaño perdida y llevarla el don de la palabra, intentó esclarecer lo que se le
había omitido a la chica por no haber oído nada. Y cuando se arrimaban ambos en el
cobertizo abierto a las corrientes de aire, para entrar en calor, él construía inmensos
dramas mentales, en los que aparecía de elevada estatura, erguido, apuesto, y ella de
finos rasgos, bien formada, y encantadoramente ataviada.
El real y cruel mundo comenzó a parecerle cada vez menos importante; lo poco
que de él veía era más pardusco que nunca. Comenzó lentamente a sentir que si no
volviesen a perseguirle sería feliz. Ocasionalmente recordaba que los telépatas eran
bien tratados en aquel mundo, alabados y muy valorados. Pero no podía estar seguro
de que no hubiese otras consecuencias presentándose a las autoridades. Consideró ir a
la policía diciendo «¡Soy un telépata!» Y reconsiderándolo, aplazó el día. En el
ínterin, había un mundo de sueños que atraía su interés y cada día se fueron haciendo
esos sueños más brillantes y perfectos.
Sí, todo el tiempo que pasaba ocultándose del mundo estaba recreándolo a su
alrededor, contándose su propio mundo.
* * *
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ingrávido, suspendido, dejó de ser sellado en el compartimento estanco del
columpiante satélite al contornear la espina dorsal de la Tierra y derivando ahora, sin
necesidad de impulso energético, hacia el rojo resplandor de Marte. Empleaba
técnicas yoga para relajarse, despejando su mente para el impacto de los mensajes
provenientes de una distancia de diez millones de millas.
(Una silenciosa pregunta, significando disposición a la recepción).
(Un sentido de excitación que no se atenuaba de día en día, implicando que la
nave estaba funcionando perfectamente, y que por ende seguían siendo elevadas las
esperanzas para el éxito de la misión).
Y luego:
… los hombres malignos se arrastraron ante el telépata que todo lo veía
atravesando las paredes, cuando él desmembró las engañosas capas del
condicionamiento hipnótico de la mente de…
¿QUIÉN ANDA AHÍ? ¿Están captando de Tierra un espectáculo de TV, por amor
del cielo?
… la pobre muchacha prisionera en la sombría fortaleza donde ha de consumir
su vida, sin hablar nunca a nadie…
¡Potencia, Dios mío, como siendo golpeado con una barra de hierro! ¿QUIÉN
ERES?
… llorando ahora con gran alivio porque su perverso padre era sólo adoptivo y
su rescatador…
NAVE DE MARTE CORTA CORTA CORTA —habla más tarde— ésta es una
fantasía de escapista, y su tendencia será un agrupamiento catapático antes de que
sepamos dónde estamos y…
… sacándola de la prisión a un mundo brillante de resplandor de sol, sin
miseria…
… y no podemos permitirnos perder una mente como ésa, ¡En nombre del cielo!,
¿podéis sentir el poder que tiene? ¡Es increíble!
Desde la nave de Marte, teñido de conformidad: ¿Dónde está? ¿En tierra? ¿En
qué ciudad y en qué calle?
¡En algún lugar sobre el hemisferio visible, creo! Hemos de encontrarle, antes
deque…
Y, en voz alta, cuando el hombre de las comunicaciones golpeaba en la pared de
la cámara aislante:
—¡Sacadme de aquí! ¡Pronto!
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Capítulo ocho
Algo estaba sucediendo fuera, en el mundo real. Antes, la ciudad había sido
entrecruzada por el rugido de los aviones, haciendo un continuo ruido ensordecedor
al girar y cruzarse en nimbos paralelos sin desaparecer del alcance del oído, y ahora
los helicópteros estaban zumbando justamente más allá del gris cobertor de nubes.
Éstas vertían una fría lluvia sobre la parte de desparramados cascotes del derruido
almacén, formando lagos en miniatura y riachuelos teñidos de rojo del polvo de los
ladrillos. De cualquier modo, Howson no estaba interesado en el mundo exterior.
Además, era un día de perros. Era mejor estar a cubierto y dejar vagar la imaginación.
Sin embargo, y de manera singular, estaba resultando más complicado de lo que
había imaginado perderse en sus fantasías. Inoportunas ideas le asaltaban
espontáneamente, distrayéndole. Molesto, consideró evidentes explicaciones:
hambre, frío, inconexas imágenes de la mente de la muchacha chocando con las
suyas.
Pero habían comido bien durante la noche, y la pequeña fogata sobre la que
habían hecho una olla de guisado ardía aún y hacía agradable su tosco cobertizo. Y no
había pregunta alguna de la mente de la muchacha discurriendo de consuno con la
suya; era una audiencia increíblemente pasiva, contenta con borrarlo todo de su
conocimiento, excepto las tentadoras visiones que Howson pudiera crear.
No obstante, las distracciones continuaban, en el mismo borde de la conciencia, y
eran tan lábiles que el acto de volver su atención a ellas las alteraba. Durante unos
segundos podía parecer que estaba pensando: Esto es pueril; ¿por qué no voy y
aprendo a emplear debidamente mis talentos? Luego, cuando intentaba borrar esto, y
Pensaba: El medio presenta peligro;podría olvidar mi cuerpo, y morir de inanición
mientras estuviera soñando. Y la enojada réplica: ¿Debería importarme?, era
contestada a su vez: ¿sin conocer la intimidad de la amistad telepática?
Jadeó y abrió los ojos, quedándose sentado de un tirón. Una punzada de dolor de
los agarrotados músculos de la espalda siguió al movimiento. Junto a él, la muchacha
gimió su queja al perder contacto.
Él no la hizo caso, se puso torpemente en pie y se metió a través de las cortinas de
sacos que formaban el umbral del cobertizo.
Fuera la lluvia caía fina apenas lo bastante densa para velar los edificios
circundantes, pero si lo bastante como para fijar la mirada arriba cuando lo intentó. El
agua, sucia del humo de la ciudad y el polvo, se le metió en los ojos, cegándole.
Además, a lo que estaba mirando se hallaba aún oculto tras las nubes.
¡Oculto! ¿Cómo podía ocultarse?
Esta última perturbadora idea, que le había sacudido hasta los pies, no había sido
ni suya propia ni de la muchacha. Tras su simple verbalización se hallaba capa tras
capa de recordada experiencia, perteneciendo a un telépata con adiestramiento cabal
y tremenda habilidad. No precisaba tener un previo conocimiento para sentirlo. El
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mensaje se identificaba ya por sí mismo.
Así pues, habían venido a por él, que no podía correr y no había aprendido aún
cómo obstruir sus proyecciones.
El zumbido del helicóptero le majó los oídos, y la lluvia le punzó los ojos. Sin
premeditación, se encontró dando traspiés a través del desigual suelo; una franja de
viscoso barro trabó sus pies y se encontró tendido en un charco. Indiferente a la
mojadura y a la suciedad, se puso de nuevo en pie, oyendo la informe voz como un
gorgorito de la muchacha tras él, sintiendo que sus perseguidores le habían localizado
ya sin duda y esperando que de un momento a otro las formas angulares de insectos,
de los helicópteros, zumbarían a través del encapotado gris de las nubes y se le
acercarían como buitres rodeando a un explorador perdido.
¡Y allí estaba ya uno de ellos! Jadeando y maldiciendo, dio la vuelta, resbalando y
deslizándose y asiéndose a cualquier apoyo que pudiera impedirle otra caída de
bruces. Una ráfaga de viento barrió su cabeza, sembrándola de aceleradas gotas de
lluvia, como una perdigonada, al pasar el helicóptero sobre él, y se quedó quieto.
La corriente de aire formaba una jaula en torno suyo, teniendo por barrotes las
agujas de lluvia.
La muchacha estaba chillando, tan cerca como podía; el desagradable sonido de
sus quejidos se mezclaba confusamente con el bataneo del motor del helicóptero.
Telépata, ¿por qué tienes miedo?
La silenciosa voz penetró en su cráneo como un frío viento depurador, aislando su
conciencia a la vista del huracán de ruido y miedo. Estaba cargado de ánimo para
aceptar lo que estaba sucediendo. Durante un momento se sintió demasiado
sobrecogido para resistir a la intrusión; no era aquélla una idea tomada al azar por sí
mismo de una mente pasiva, sino una deliberada proyección con la fuerza de años de
mental disciplina tras de sí. Luego bajó a la vista el segundo helicóptero, y se sintió
atenazado por el terror.
¡NO, NO, NO! ¡DEJADME SOLO!
El pensamiento se proyectó sin punto de mira y el helicóptero, directamente sobre
él, reaccionó como si hubiese sido alcanzado por una ráfaga de ametralladora. Bajó el
morro, se retorció y se deslizó sobre el suelo, desnudo, sacudiéndose locamente
cuando una de sus alas tendidas chocó con el muro del derruido almacén, girando el
aparato en torno al punto de impacto. Cayó crujiendo ruidosamente, de costado, sus
aspas se quebraron como palos secos y su motor se paró al instante.
Incrédulo, Howson lo contempló aplastarse, apenas atreviéndose a aceptar que él
hubiese sido el responsable. Sin embargo, sabía que lo era; había sentido la cegadora
conmoción en la mente del piloto, desbaratándole todos sus reflejos. Además, había
desplazado la voz mental del telépata al dirigirse a él, y había una sensación como de
una contusión medio curada, allí donde se había formado el enlace entre ellos.
En el mismo instante se dio también cuenta de que la mente de la muchacha había
quedado desconectada y al mirar vio que la Sordomuda se había desplomado y yacía
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inconsciente en el barro.
Le inundó la alegría por unos instantes. ¡Si podía hacer esto, Podía hacerlo todo!
Que fuesen en su busca; los rechazaría con estallidos de resistencia mental hasta que
hicieran lo que él quería y le dejasen solo.
Y entonces sintió el dolor.
Brotaba del casco destrozado del helicóptero en negras oleadas cegadoras, mas
allá de todo control consciente, y estaba apuntado a Howson por la coexistente
percatación de las víctimas de que era responsable. Jadeó, pensando que tenía rota su
pierna, las costillas aplastadas, abierta la cabeza y sangraba por la hendidura
producida por el filo de un agudo metal. Y en su mente sobrecogida se presentó, de
nuevo, el telépata.
Tú hiciste eso.
¡DEJADME SOLO!
Y en esta ocasión, el helicóptero superviviente permaneció firme, trepidando sólo,
pero sin abatirse, subsistiendo el enlace telepático, debido a que la furia de la
proyección de Howson estaba atenuada por el dolor recibido. Comenzó de nuevo a
moverse, con pasos vacilantes, a trompicones y haciendo eses, intentando vagamente
esconderse en el derruido almacén, y tratando de formar contradicciones para
responder a la acusación del telépata.
¡Dejadme solo! ¡No quiero ser importante! Cuando me mezclo con el mundo
ocurren cosas malas (confusión de conceptos irradiados de eso: la policía esperando
a una puerta, y el piloto del helicóptero manipulando convulsivamente sus mandos).
Trepó un montón de ladrillos y cascotes de cemento, en dirección a una pared en
la que el marco de media ventana formaba un boquete como una almena. La fría
proyección del telépata continuó.
Desperdicias tu talento en fantasías. No sabes cómo emplearlo. De ahí el
desastre… como un bólido que nunca aprenderás a conducir.
Y hábilmente asociadas con el mensaje había imágenes que hacían parecer al
montón de cascotes como la carrocería de un coche destrozado, ardiendo contra la
pared a la que se dirigía.
Aturdido por el dolor, estremecido de pánico a causa de que la riqueza de su
comunicación era tan casual y tan más allá de su propia competencia adiestrada,
Howson llegó a la cúspide del montón de cascotes y se inclinó sobre la abertura de la
media ventana. Había abajo un vacío de casi cuatro metros, en el cual había estado el
nivel de los cimientos. Horrorizado, pensó en saltar abajo.
Yo puedo protegerte del miedo y del dolor. Déjame.
¡NO, NO, NO! ¡DÉJAME SOLO!
El contacto vaciló; el telépata parecía reunir su fuerza. «Dijo»:
Está bien, mereces eso por ser un necio. ¡Estate quieto!
Una especie de garra de hierro asió los centros motores del cerebro de Howson.
Sus manos se aferraron al marco de la vieja ventana, sus pies hallaron un firme
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asentamiento en el antepecho, y no pudo moverse; el telépata había congelado sus
miembros. Ni Siquiera podía chillar su terror al descubrir que era posible.
Luego aparecieron imágenes.
Una puerta que daba a una callejuela. Chirriando al abrirse. Tras ella, la figura de
un hombre esquelético, con los ojos inyectados en Sangre, las mejillas chupadas,
arrastrándose sólo por la fuerza de una indómita voluntad. A través de la puerta podía
verse que había dejado un rastro embarrado en una capa de polvo en el suelo.
Y, a medias dentro y a medias fuera de la entrada, se desplomó. Pasó el tiempo y
un niño que corría tras una pelota por la callejuela dio con él y se fue gritando en
busca de auxilio.
Vino un policía, y acomodó al hombre inanimado poniéndole su capote de
almohada. Luego vino un médico con los asistentes de una ambulancia. Se observó el
rastro en el polvo, y el policía y el médico entraron en el oscuro pasadizo, siguiendo
la marcha del hombre.
Y ahora una habitación alumbrada a través de sucias ventanas… un zaquizamí
semejante a una pocilga conteniendo cuatro figuras más igualmente esqueléticas, una
mujer y tres hombres, sobre cajas vacías de madera cubiertas de andrajos, incapaces
de pensar o moverse y en sus rostros y manos…
Howson sintió asqueado que el vómito le subía a la garganta, pero el firme
asimiento mental se mantuvo consistente.
En sus caras, en sus párpados, y en los pliegues de sus frentes y tras sus orejas, y
en todas partes: polvo. Posado suave e inexorablemente, debido a que no podían
moverse para quitarlo.
Este fue un telépata —dijo el mensaje—. Se llamaba Vargas. También él prefirió
perderse en fantasías destinadas a un auditorio admirativo. Tanto él como su
auditorio murieron.
Howson lanzó un chillido. Lo logró. Forzó la tenaza que le Mantenía cautivo y se
cimbreo, y supo en un instante de delirante terror, que había perdido su equilibrio y
estaba dando tumbos… Su último pensamiento consciente fue el de una rama y una
contusión que había durado semanas sin curar.
* * *
—Vas a ponerte perfectamente bien.
Las palabras fueron pronunciadas en voz alta, y sutilmente reforzadas por una
indicación mental de confianza en el futuro. Howson abrió los ojos viendo un sereno
rostro ante él. Era un rostro más bien de buen aspecto, y dibujaba una sonrisa.
Se pasó la lengua por los labios e intentó farfullar una respuesta, pero su mente
iba por delante de su voz.
—No te esfuerces por hablar. Yo soy el telépata… Me llamo Daniel Waldemar.
Al percatarse de los vendajes de su cabeza y brazos, Howson transmitió una
confusa pregunta. La respuesta fue:
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—¡Estás perfectamente! Te suministramos protombina cuando nos dimos cuenta
de que sangrabas tanto. Todas las heridas están formando costra ya. —Y
bruscamente, una conmutación con la telepatía—. Eres un milagro, ¿lo sabes?
¡Podrías haber muerto ya cien veces, de accidente!
No había sido así, y por ende la indicación parecía fuera de propósito. Él
perseguía una cuestión más importante.
—¿Qué va a sucederme?
La pregunta estaba teñida de miedo y de vagas imágenes de vivisección humana.
—No temas —respondió en voz alta Waldemar, lentamente y recalcando sus
palabras—. No se te puede hacer nada que no puedas comprender. ¡Nada! ¡De ahora
en adelante, y para siempre, puedes saber en todo momento lo que alguien está
haciendo, y por qué!
—¡Des… de luego! —Howson sintió que una especie de sonrisa afloraba a su
torcida cara, y ante esta tranquilizadora manifestación, Waldemar soltó una risita y se
puso en pie.
Te pondremos ahora en el helicóptero. Irás a alguna parte y se atenderán
debidamente esas heridas. Ahora me voy.
—Espera.
Waldemar se detuvo, mostrando atención.
—La muchacha. Es sordomuda. Yo era todo cuanto ella tenía… todo cuando
importaba en su vida. Si me lleváis a mí, tenéis que llevarle a ella también. No es
justo…
Sorprendido, Waldemar plegó los labios. Hubo una momentánea sensación de
escucha, como si hubiese hecho una investigación mental y quedado satisfecho.
—Bueno, ¿por qué no? Es absurdo que alguien pueda ser dejado en tal estado en
nuestros días. Su cerebro no está lesionado, lo cual significa que puede tener una voz
artificial, oído artificial… ¿Por qué no? Bien, la llevaremos con nosotros.
Howson cerró los ojos. Estaba seguro que la sugerencia le había sido inculcada en
su mente por Waldemar, pero no le importó. Lo único que importaba ahora es que
estaba contento con lo que había sucedido y que el futuro no le aterrorizaría más.
Una risita mental le provino de Waldemar, y seguidamente se durmió.
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Libro Segundo
AGITAT
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Capítulo nueve
Howson se encontraba sentado con la mirada posada de manera desvaída sobre Ulan
Bator, pensando hasta qué punto su condición se asemejaba a la suya propia. Podía
percibir su temple colectivo; durante el resto de su vida se hallaría interminablemente
sometido a una especie de clima emocional, la suma de las mentes individuales que le
rodeaban.
La ciudad había sido más bien descuidada y tenía un ambiente provinciano, a
pesar de ser la capital de un país. La cambiante pauta del mundo —transporte,
comercio, comunicaciones— la había incorporado apresuradamente a los tiempos
modernos; ahora era un lugar de magníficas torres blancas y amplias avenidas y
concurrían a ella viajeros de toda clase. En medio de la agitación del cambio los
viejos no podían más que preguntar qué era lo que se había abatido y anhelar sin
entusiasmo el pasado más sencillo.
Así, también él había sido sorprendido por un cambio que no deseaba, y creía que
únicamente lo podría aceptar si fuesen posibles otros cambios… los que él deseaba.
No era que no hubiesen sido amables con él. Se habían tomado muchas molestias
por su persona. Aparte de los inmensamente minuciosos reconocimientos médicos
que sus especialistas le habían hecho —y aquel hospital de Ulan Bator era el
principal centro terapéutico de la OMS en toda Asia, con una proporcionada plantilla
— había tales lujos menores que apabullaban. Como el Sillón en el que estaba
sentado, sutilmente diseñado para acomodarle a él pues era más pequeño que lo
acostumbrado, con el relleno especial que se acoplaba a sus deformidades. También
la cama estaba diseñada para él, y el equipo del cuarto de baño adyacente, y todo lo
que le rodeaba.
Organización Mundial de la Salud
Pero él no deseaba eso. Era lo mismo que ser ayudado a subir a un autobús
atestado: un odioso recordatorio de su impedimento.
Percibió un ligero golpear con los nudillos a la puerta, y automáticamente volvió
su atención al presunto visitante… No, visitantes. Hasta entonces no había aceptado
un adiestramiento formal en el empleo de su talento, pero había telépatas entrenados
en la plantilla permanente del hospital, y simplemente el estar cerca de ellos había
aumentado su dominio y sensibilidad. No podía dejar de admirarlos… ¿y quién
podría? Pero hasta la fecha no había sabido nada de ellos que le reconciliara con ser
lo que ellos no eran: un enano deformado.
En voz alta, y telepáticamente a la vez, dijo:
—Está bien, adelante.
Pandit Singh fue el primero en entrar. Era un hombre corpulento, tirando a obeso,
con una barba pulcramente peinada y agudos y brillantes ojos, que dirigía la
terapia A… En otras palabras, responsable de todo el tratamiento neurológico y
psicológico llevado a cabo en el hospital. La gente, incluyendo a Howson, le
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apreciaba; Howson había quedado impresionado por el hecho de que su simpatía
estaba siempre teñida por la determinación de hacer algo si era posible. La compasión
de demasiadas personas estaba fermentada por el alivio de que ellas eran cuando
menos físicamente cabales.
Le acompañaban Daniel Waldemar y un componente del equipo de neurólogos,
una mujer llamada Cristina Bakwa, a la que ya había conocido antes Howson en uno
de los muchos cuartos de examen a los que le habían llevado. No era hábil en
disciplinar sus pensamientos verbalizados, los más fácilmente accesibles a una casual
«mirada» telepática, y antes aún de que entrase en la habitación, Howson había
sabido ya por ella la mayor parte de lo que Singh iba a decir.
Sin embargo, indicó con breve gesto que tomaran asiento y giró su propio sillón
sobre sus suaves ruedecillas para enfrentarse a Singh.
—Buenos días, Gerry —dijo Singh—. Oí que su amiga vino a verle. ¿Cómo está?
Hubiese querido hablar con ella, pero estuve demasiado ocupado.
—Va quedando bien —respondió Howson. Y así era; la muchacha estaba
comenzando a acostumbrarse a los cables tembladores que diestros cirujanos habían
encajado en sus oídos, y las bioactivadas cuerdas plásticas bucales que habían
reemplazado a las suyas. Existía la promesa de que entraría en posesión de una voz
parlante, si bien vacilante, musical, una vez que hubiese completado el
adiestramiento. Howson dio un manotazo a la envidia ante la infantil alegría de la
muchacha, y añadió la pregunta sobre la cual sentía ya la respuesta.
—¿Y qué hay de mi persona?
Singh le miró fijamente y respondió:
—Ya sabe usted que tenemos malas noticias que darle. No podría ocultar el hecho
de ninguna manera.
—Detállelo —dijo Howson obstinadamente.
—Muy bien —suspiró Singh. Hizo un gesto a Cristina Bakwa, y ésta le dio una
carpeta con papeles, que sacó de una cartera que llevaba. Escogiendo el pliego de la
parte superior, continuó—. Para empezar, Gerry, hay la cuestión de su abuelo… el
padre de su madre.
—Murió mucho antes de que yo naciera —murmuró Howson.
—Así es. ¿Le dijeron a usted alguna vez por qué murió tan joven?
Howson denegó con la cabeza, respondiendo:
—Me parece que a mi madre no le gustaba hablar sobre el particular, por lo que
nunca la insté a que me lo contara.
—Bien, ella debió haberlo sabido. Era lo que se llama un hemofílico… cuyo
normal abastecimiento de enzima trómbico estaba ausente. Nunca debió haber tenido
hijos. Pero lo hizo, y usted heredó la condición a través de su madre.
—Ya te lo dije —intervino Daniel Waldemar—. Cuando te atábamos llevando a
bordo del helicóptero…, ¿recuerdas? Te dije que te habíamos dado protrombina, que
es un agente artificial coagulante. Tus rasguños y contusiones han tardado siempre
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mucho tiempo en curar, ¿no es así? Una fuerte hemorragia nasal, por ejemplo, te
habría llevado al hospital para un mes, y muy posiblemente te hubiese matado. Tienes
suerte de estar con vida.
¿Lo estoy? Howson llevó a su interlocutor a nivel telepático, pero su objeción era
tan amarga, que Waldemar vaciló ostensiblemente.
En voz alta, Howson replicó:
—¿Y así qué? La protrombina obra en mí: las heridas que sufrí cuando me
recogisteis han curado con bastante rapidez tras haberse formado las costras.
Singh cambió una ojeada con su compañero. Antes de que pudiera hablar de
nuevo, Howson había captado lo que estaba en la mente del corpulento indio.
—¿No? —murmuró.
—No. Lo siento, Gerry. En efecto esas heridas sanaron en apenas la mitad del
tiempo que se esperaría en una persona saludable. Y algo mucho más serio que uno
de esos cortes —digamos un hueso roto— probablemente no sanará en absoluto. Sin
embargo y paradójicamente, eso es lo que hace de usted el más prometedor novato
telépata que se nos ha presentado desde Elsa Kronstadt. Permítame que se lo explique
con todo detalle.
Sacó un papel de la carpeta de manera que Howson pudiera verlo. Era una amplia
representación esquemática, en blanco y negro, de un cerebro humano. En la base de
la corteza había marcado una pequeña flecha roja.
—Usted ya ha captado probablemente la mayor parte de lo que voy a decirle —
manifestó—. Como Daniel señaló cuando le encontró, usted ya no necesita dejar de
comprender lo que se le ha hecho y por qué. Pero voy a pasarlo por alto, si no le
importa, pues no siendo yo un telépata organizo mejor las palabras que ideas no
expresadas verbalmente.
Howson asintió, contemplando con dolorosa aflicción el dibujo.
—La información se almacena en el cerebro más bien casualmente —prosiguió
Singh—. Ya ve usted que hay mucha capacidad disponible. Pero existen ciertas zonas
donde se concentran normalmente los datos particulares, y lo que llamamos «imagen
corporal» —una especie de referencia— tipo de la condición del cuerpo se contiene
aquí donde señala la flecha. Una gran cantidad de los datos requeridos para sanar se
encuentra al nivel celular, naturalmente, pero en su caso falta este mecanismo…
testimonio su hemofilia. Se puede enmendar eso mediante la ayuda de la estimulación
artificial de su centro «imagen corporal», pero por esa paradoja que mencioné…
Cambió el dibujo por otro mostrando el cerebro desde abajo portando también
una flecha roja indicadora.
—… Aquí tenemos ahora un cerebro típico medio… como el mío o el de Cristina.
La flecha roja apunta a un grupo de células llamadas el órgano de Funck. Es tan
pequeño que su existencia no fue advertida hasta que se descubrieron a los primeros
telépatas. En mi cerebro, por ejemplo, consiste aproximadamente en unas cien
células, no muy diferentes de sus vecinas. Observe su emplazamiento.
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Extrajo de la cartera otro pliego, que era una gran transparencia de rayos X, el
blancuzco trazado de un cráneo con mandíbula y vértebras del cuello.
—Recordará usted que tomamos una radiografía de su cabeza, Gerry, tras haberle
aplicado una substancia radio-opaca con selectivas… ah… células «coloreadas» en el
órgano de Funck. Eche un vistazo al resultado.
Howson dirigió una soñolienta mirada a la imagen.
—Esta masa blancuzca de la base del cerebro —dijo Singh—, es su órgano de
Funck. Es el mayor, casi en un veinte por ciento que cualquiera de los que jamás he
visto. Potencialmente, posee la facultad telepática más poderosa del mundo, debido a
que éste es el órgano que resuena con impulsos en otros sistemas nerviosos. Es usted
capaz de contender con una cantidad de información que da vértigo a la mente.
—Y ello me convirtió en un tullido —observó Howson.
—Así es. —Lentamente, Singh dejó la radiografía a un lado—. Sí, Gerry, ello
ocupa el espacio ocupado normalmente por la imagen corporal y, como resultado, no
podemos hacer nada para enmendar su cuerpo. Cualquier operación lo
suficientemente aportante para recomponerle, sería también lo bastante grande como
para matarle.
* * *
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tampoco estoy seguro de que tuviera usted éxito; su imagen corporal se halla tan
distante de lo normal, que no me atrevo a suponer si pudiera o no responder a las
hormonas.
—Lo que yo estaba pensando era… —intervino Cristina Bawka, pero se
interrumpió. Waldemar la lanzó una ojeada.
—¿Estaba usted preguntándose si yo podría descomponer su mente y conjuntarla
de nuevo, eh? ¿Para despejar esa terrible envidia que ha concebido en su amiga?
—Pues sí —admitió la neurólogo, con gesto vago—. Veo por qué está tan
resentido; quiero decir, que el dotarla a ella de habla y oído fue tan fácil, que
inconscientemente debe sentirse incrédulo sobre que sea imposible ayudarle, y el
propio hecho de que lo pusiera como condición para ir con usted, sugiere que ha
adquirido un gran énfasis.
—De acuerdo —convino Waldemar—. Sólo que… él es poderoso.
—Pensé que usted había logrado dominarle cuando lo localizó.
—Brevemente. No lo habría conseguido en absoluto de no haber estado él
sufriendo terriblemente por la desgracia que había causado al hombre del helicóptero
estrellado. Y rompió mi eventualidad de asimiento.
—No, a sangre fría, él podría resistir cualquier intento de injerencia en su mente,
y no estoy seguro de que el telépata que lo intentase se mantuviera en sus cabales.
Hubo un profundo silencio que fue roto por el zumbido de un teléfono colocado
sobre el escritorio de Singh. Se movió pesadamente para bajar la palanquita de
atención.
—¿Sí?
—El señor Hemmikaini desea verle, doctor Singh —informó una voz.
—¡Oh, muy bien! Envíelo arriba —Singh volvió a mover el conmutador y lanzó
una ojeada a sus compañeros—. Es uno de los ayudantes especiales de la secretaría
general de las Naciones Unidas. Sospecho que tendré que ocuparme de lo que desea
antes de perder todo mi tiempo pensando en Howson. Pero con el potencial que este
representa…
—Se podría desear —completó la frase, poniéndose en pie— que el resto del
condenado mundo dejara de importunarnos durante unos cuantos días,
permitiéndonos atravesar el muro de ese resentimiento. Alguien tendrá que descubrir
alguna vez si nosotros los telépatas hemos causado más molestias de las que hemos
ahorrado.
Dirigió a Waldemar una torcida sonrisa y salió.
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Capítulo diez
Hemmikaini era un hombrón de cara redonda con abundante cabello muy recortado y
piel sumamente sonrosada. Tenía el aspecto de lo que era… un ejecutivo de éxito en
su labor y consagrado a ella. Únicamente la naturaleza de sus tareas era insólita.
Tras tender a Singh una mano de dedos regordetes y colocar su cartera negra en
una esquina de la mesa, se dejó caer en un sillón retrepándose en él.
—Bien, ya sabe usted por qué estoy aquí, doctor Singh. También sabe que el
tiempo corre deprisa, por lo que no voy a perder nada de él en triviales cortesías.
Tenemos un problema. Hemos llegado a conclusiones mediante ordenadores de que
necesitamos alguien con los talentos del género que posee Elsa Kronstadt. Ergo, la
necesitamos… ella es única. Sin embargo, nuestra solicitud para que se la relevara de
sus servicios, hecha al director jefe de este establecimiento, fue contrarrestada por la
sugerencia de que alguien debía venir a verlo y hablar con usted. ¿Por qué?
Singh se acodó en su mesa, miró sus manos, y juntó meticulosamente las yemas
de sus dedos tras lo cual, y sin levantar la cabeza, dijo:
—En efecto, lo que usted desea saber es lo que posiblemente puede estar
haciendo aquí, que nosotros consideramos más importante que la operación de
pacificación de las Naciones Unidas.
Hemmikaini parpadeó, y tras una pausa asintió:
—Ya que usted lo expone tan a rajatabla, convengo en ello.
Singh emitió un sonido indefinido y luego dijo:
—¿Supongo que de nuevo se trata de África del Sur?
—Buena suposición, si ha estado usted leyendo los periódicos. Pero haré una
corrección. —Hemmikaini se inclinó hacia delante, con solemnidad—. No es
precisamente «de nuevo en África del Sur», en ese tono de voz. Ya desde la
emigración negra, cuando la mitad de la población laboral sudafricana salió del país,
ha sido una espina clavada en nuestra carne… como lo fue antes, por Dios. Hemos
vuelto una y otra vez a la limpieza tras cada sucesivo estallido de terrorismo y
violencia, y creíamos haber resuelto finalmente el problema. Pero no ha sido así…
del todo. Mas en esta ocasión queremos hacer lo que hemos estado esperando hacer
desde que dispusimos de telépatas para ayudarnos.
—Desean atajar la cosa antes de que se produzca —murmuró Singh.
—Exactamente. Ya disponemos de bastantes datos. Makerakera ha estado allí
durante tres meses, con todo el equipo de que podemos disponer. Pero el fin del plazo
está demasiado próximo. Necesitamos a Elsa Kronstadt para dar la batida.
Singh se levantó bruscamente y se fue a grandes zancadas a la ventana. Pulsando
el conmutador de «transparencia completa», tendió la mirada sobre Ulan Bator y, de
espaldas a Hemmikaini, dijo:
—Siento decirle que no podrán tenerla.
—¿Qué? —espetó Hemmikaini—. ¡Mire usted doctor Singh…! —Se detuvo al
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percatarse de la brusquedad de su tono, y añadió más cortésmente—. ¿Es ésa la
respuesta de la doctora Kronstadt?
—No tengo la menor idea. La solicitud no le ha sido ni siquiera entregada.
—Entonces, ¿qué diablos quiere usted decir? —barbotó Hemmikaini, sin
pretender permanecer en calma esta vez.
—Usted debe haberse preguntado probablemente —respondió Singh— por qué
Elsa dejó la Agencia de Pacificación de las Naciones Unidas, en la que virtualmente
preconizaba las técnicas de control no violento, que subsiguientemente se habrían
convertido en práctica normativa y corriente.
—Sí, desde luego que si —restalló Hemmikaini.
—¿Y…?
—Bueno… pues creo que supuse que ella deseaba un cambio. ¡Trabajaba muy a
menudo hasta el agotamiento, por Dios!
—Más que hasta el agotamiento, señor Hemmikaini —replicó Singh volviéndose.
La luz de la ventana destacó las mechas grises de su cabello y barba— Elsa Kronstadt
es la cosa más próxima a una mujer muerta. —Los labios de vivo rosado de
Hemmikaini se abrieron de par en par, pero de su boca no brotó sonido alguno.
—De costumbre —dijo inexorablemente Singh— alguien tan indispensable como
Elsa es examinado por médicos, psicólogos, Una horda de expertos en fin. Se produjo
una sucesión de crisis hace pocos años —India, Indonesia, Portugal, Latvia, Guyana,
en cadena— y tales precauciones fueron omitidas temporalmente. Después
descubrimos un tumor maligno en el cerebro de Elsa. De haberlo percibido a tiempo,
lo hubiésemos podido haber extirpado microquirúrgicamente; algo después,
podríamos haber empleado la ultrasonda o haces electrónicos focales. Pero tal como
sucedió todo no existe actualmente medio alguno de extirparlo, a menos de cirugía
mayor bajo la corteza.
—¡Oh, Dios! —exclamó Hemmikaini, sin mirar a Singh, pues probablemente no
podía—. ¿Quiere usted decir que habrían de sajar a través de su órgano telepático,
para extirparlo?
—Exactamente.
—¿Lo sabe ella?
—¿Ha intentado usted alguna vez ocultar un secreto a un telépata? Otro telépata
puede lograrlo, y en el caso de Elsa no estoy seguro de si ha nacido alguien que
pudiera evitarla, si ella estaba realmente decidida. Ella es capaz de manejar la
personalidad total de otro ser humano o la «toma» de conciencia de una docena de
manera simultánea.
Singh volvió su mano en el aire, como si estuviera esparciendo un montón de
polvo de la palma.
—No la puede usted tener, señor Hemmikaini. Mientras se encuentre ella aquí
podemos mantenerla con vida y ahorrar su energía. No es exactamente una inválida…
vive una vida semejante a cualquier otro componente del equipo, pero sólo efectúa
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una clase de trabajo, y raramente.
—¿A causa del esfuerzo?
—Por supuesto.
Hemmikaini se pasó la lengua por los labios.
—¿Qué trabajo es el que hace?
—¿Sabe usted lo que es un agrupamiento catapático? —preguntó a su vez Singh.
Y ante el movimiento de cabeza de respuesta, añadió—. Es una palabra bastarda,
acuñada de «catalepsia» y «telepático», desde luego. De cuando en cuando, un
telépata torna a una personalidad inadecuada. Acaso aborda una tarea demasiado
grande para él. O acaso no puede afrontar las responsabilidades inherentes a su
talento. O tal vez encuentra al mundo generalmente insoportable. —Pensó
brevemente en Howson, tullido, de infratamaño, y se apresuró a decir—. Prefiere
retirarse a la huida y se compone un mundo de fantasía que es más tolerable. Bueno,
todos hacen esto ocasionalmente. Sin embargo un telépata puede hacerlo en gran
escala. Puede procurarse una audiencia… tanto como ocho personas si es poderoso…
y llevarlas en su fuga con él. Las llamamos «personalidades reflexivas» pues reflejan
y alimentan el ego del telépata. Y cuando sucede esto, se olvidan no sólo del mundo,
sino hasta de sus cuerpos. No sienten hambre, o sed, o dolor. Y como puede suponer,
no desean despertar.
—¿No despiertan nunca? —preguntó Hemmikaini.
—Oh, eventualmente. Pero ya puede verlo, el no sentir ni hambre ni sed no quiere
decir que no existan. Después de cinco a siete días se produce un daño irreversible en
el cerebro, y lo que finalmente los despierta es el descenso del poder del telépata
hasta más abajo del nivel en el que puede mantener un enlace complejo. Y para
entonces son ya esperanza pasada.
—¿Qué tiene esto que ver con Elsa Kronstadt?
—Incluso un telépata inadecuado es precioso —respondió Singh—. Hay una
probabilidad de preservar un agrupamiento catapático, si se le halla a tiempo. Hay
que irrumpir en el mundo de la fantasía y hacerlo aún menos tolerable que la realidad.
Y Elsa es la única persona viva que puede lograrlo consistentemente. Así pues, ya ve
usted, señor Hemmikaini —se permitió una fingida sonrisa— que tengo una
respuesta a su pregunta: ¿qué puede ser posiblemente más importante como tarea
para Elsa que un destino superior de pacificación en las Naciones Unidas? Ha salvado
ya a casi dos docenas de telépatas para el futuro; colectivamente ellos han hecho
mucho más de lo que ella podría haber hecho nunca.
Hemmikaini permaneció silencioso durante unos instantes, y finalmente preguntó:
—¿Cuánto le queda de vida?
—Podría morir de agotamiento durante la próxima sesión terapéutica. O podría
vivir cinco años. Es una suposición.
Silencio de nuevo y seguidamente el hombre de las Naciones Unidas se movió
poniéndose en pie.
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—Gracias por su explicación, doctor Singh —murmuró—. Supongo que
habremos de apañárnoslas con nuestro segundo mejor.
* * *
Fue al caer el día que, movido por un inexplicable impulso, Singh fue al
apartamento del ala este del hospital, en el que vivía Elsa Kronstadt. La encontró
sentada ante una máquina de escribir, revoloteando sus magníficas manos alargadas
como colibrís sobre las teclas, y el aire colmado del suave zumbido del motor
eléctrico.
—Entre, Pan —invitó—. Un momento y estoy con usted.
Singh entró, cerrando la puerta tras sí. No pudo dejar de mirar a Elsa, pensando
en cuanto había cambiado desde la primera vez que la viera. Su bella cabellera se
había vuelto completamente cana, el enérgico rostro se hallaba surcado de arrugas, y
el saludable atezado de su piel se estaba tornando de cerúlea palidez.
—Sí, Pan, lo sé —dijo ella amablemente. Sacó el papel de su Maquina y se volvió
para mirarle—. A veces me asusta… Y trato de exorcizar la idea, desde luego.
—¿Qué quiere usted decir? —murmuró Singh.
—He decidido escribir mi autobiografía —respondió ella. Una maliciosa sonrisa
atravesó su rostro—. ¡Un seguro «best-seller» me dijeron! Oh, siéntese, Pan. No
necesita ser ceremonioso conmigo, ¿no cree? Sobre todo porque yo le hice llamar.
La sorpresa murió en el instante en que tomó forma en la mente de Singh. Lanzó
una ahogada risita y se dirigió a una butaca. Elsa Kronstadt reclinó su codo en la suya
y posó su barbilla en la palma de la mano.
—Está usted preocupado, Pan —dijo, en brusca reversión a un tono serio—. Y
está ensombreciendo hace días la casa. Es debido principalmente a ese novato que
Daniel recogió, —¡pobre muchacho!— pero esta mañana me di cuenta de que me
había enredado en el asunto, por lo que pensé que debía tener una charla. Espero que
aprecie mi espera hasta que no estuviera usted desocupado.
—¿Necesitó realmente enviar a por mí, Elsa? —dijo Singh articulando lentamente
las palabras, debido a que sabía que el pensamiento había surgido de una manera
demasiado forzada en la conciencia como para ocultarlo.
—Sí, Pan. —Sus palabras cayeron como piedras—. Esto va empeorando.
Necesito economizar ya el empleo de mi telepatía; me canso muy pronto; y me
vuelvo confusa. Ello me hace sentir muy vieja. Mire, me hubiese gustado casarme,
tener hijos.
Hubo un silencio y sin mirar al doctor Singh, prosiguió:
—Creo que debiera haberlo intentado, a pesar de todo, si no hubiese visto
interiormente el infierno que resulta ser un hijo no telépata de telépata. ¿Recuerda
usted a Nola Grüning?
—Sí —murmuró Singh.
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Nola Grüning se había casado… con un telépata, naturalmente; fue lo único
cuerdo que hizo… y tuvo un hijo que no heredó la facultad de sus progenitores y se
enganchó en un agrupamiento catapático, con brillantes fantasías de crianza, de las
cuales Elsa hubo de separar una por una las personalidades reflexivas, dejando a Nola
desesperanzadamente demente.
—¡Vaya pues! —dijo Elsa con forzada animación—. Así que la autobiografía.
Cuando menos puedo dejar palabras tras de mí. Y ahora, dígame lo que me llevó a su
preocupación.
Singh no se molestó en hablar, limitándose simplemente a forjar los hechos en su
mente para que ella los inspeccionara.
Elsa suspiró.
—Tiene usted razón, desde luego —dijo—. Yo no podía afrontar una situación
tan compleja… ni una más. Me hubiese hecho añicos. Es la frustración, ya lo ve.
Usted aborda el gran problema, y aún deja una partida de ellos por resolver, acaso
miles de pequeños problemas, y cada uno de ellos daña… Me acostumbré a ser capaz
de resignarme. Yo… yo me he visto forzada a dimitir. —Se movió en su butaca,
como ahuyentando un mal sueño—. Sin embargo, la gente se ha vuelto ciega y
también insensata, desde el alba de la historia. ¡Yo sigo siendo humana, después de
todo! A propósito, ¿está logrando Daniel algo con su novato?
—Todavía no. Por eso es por lo que he estado irradiando preocupación, desde
luego.
—¡Qué maldita vergüenza! A veces pienso que fui increíblemente afortunada, a
pesar de todo, Pan. Cuando menos tuve padres Inteligentes, una infancia sana,
educación de primera clase… Suponiendo que la posterior aparición del don —nunca
antes de los diecisiete años, lo más a menudo a los veinte— es una especie de
seguridad natural contra ello, destruyendo una inmadura personalidad, reconozco que
yo estaba tan bien equipada como pudiera haberlo estado. Pero con él es un verdadero
lío, ¿no es así? Huérfano, tullido, hemofílico…
—¿Tiene usted alguna idea que pudiera servir? —aventuró Singh.
—¡Ha llegado usted tarde, Pan! —respondió Elsa, con estridente risa—. Daniel
me preguntó hace una semana si podía ayudar.
—¿Y puede?
El rostro de Elsa se puso blanco como si se hubiese apagado una luz tras él, y
respondió duramente:
—No me atrevería, Pan. He contactado los bordes de su mente y me he desviado.
En otro tiempo podría haberme arriesgado… hubiese contrapesado mi experiencia al
poder desnudo que posee. Podría haberme asegurado contra él atemorizándolo. Pero
soy ya demasiado vieja para contender con él ahora… y estoy demasiado enferma.
—¿Qué va a ser de él entonces? ¿Lo perderemos? —preguntó Singh, con lengua
espesa.
—No puedo penetrar lo bastante en su personalidad para decírselo. Es evidente
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que dispone de la empatia en espera de ser destapada; y si así ocurre, será mi sucesor.
Espero que se dé usted cuenta. En caso contrario, puede odiarse a sí mismo hasta la
locura. No sé ahora lo que debemos hacer ahora para mantener el equilibrio, Pan. Ya
le he dicho, no me atrevo a sondear tanto en su mente.
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Capítulo once
No mucho después comenzaron a dejar solo a Howson, y esto también se convirtió —
pues él era lo bastante sincero en admiro cuando tomaba firme conciencia de sí
mismo— en fuente de resentimiento. La manera como analizaba sus sensaciones, su
deseo de ser tratado como importante, se hallaba aún activo en su subconsciente; su
postura de obstinada resistencia a los ruegos de Singh y a la persuasión telepática de
Waldemar era satisfactoria de rebote, pues presentaba un medio de asegurar la
continuación de su interés. En cuanto cediera y comenzara a cooperar, la mayoría de
su entrenamiento lo efectuaría él mismo. Otro telépata únicamente podría apartarle de
sendas extraviadas. Cada cual era único, y cada cual tenía que enseñarse a sí mismo.
Desde luego, eso sólo era la mitad de la cuestión. La otra mitad le miraba desde el
espejo.
Era fácil de comprender. Otras cosas le desconcertaban un poco. La manera más
bien cautelosa con que Waldemar trababa contacto con él le resultaba desconcertante
mucho tiempo después de su llegada a Ulan Bator; no obstante, cierto día se deslizó
la explicaron de Waldemar sobre el asunto. Temió que Howson pudiera volverse loco,
y la posibilidad de un telépata demente con el poder de Howson era sombríamente
espantosa.
Más aterrador aún fue el descubrimiento que Howson hizo después de que la idea
germinara en su propia mente: la idea de huir a la locura presentaba una horrible
fascinación, ofreciendo la posibilidad de ejercer un poder desenfrenado, sin las
cortapisas impuestas por el hecho de causar sufrimiento, que a su vez infectaría a él…
como ya había experimentado el dolor de los hombres del helicóptero estrellado.
Antes del incidente que distrajo la atención de todos sobre él, se había permitido
mostrarse por el hospital, y había hallado suficientemente interesante el cojear por los
corredores de manera ocasional, sin que los componentes de la plantilla se lo
impidieran, pues habían recibido instrucciones de Singh de que no lo molestaran.
Había sentido reiteradas punzadas de envidia, sin embargo, cada vez que
contemplaba a un paciente camino de su restablecimiento, bien fuese de una dolencia
mental o física, y ahora prefería quedarse sentado cavilando en su habitación, dejando
vagar su mente. Esto no lo podía resistir; como lo había sabido cuando hizo su
aparición el don por primera vez, no había medio más sencillo para ocluirlo que
cerrando los ojos.
Cuando se desplegaba al máximo de la sensibilidad, el hospital, y la ciudad más
allá, se convertían en un caos de insensatez. Sin embargo, estaba desarrollando sus
poderes de selección, y demostrándose a sí mismo que lo que hallaba lo había
supuesto subconscientemente: la precisión era una función no tanto de alcance como
de extraño «ruido» mental, y una cuidadosa concentración le permitiría captar una
simple mente entre miles, de la misma manera que se puede seguir a un solo orador
entre la algarabía de una animada reunión.
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Algunas personalidades eran muy fáciles de captar; florecían, como bolas de
fuego contra un negro firmamento. Los telépatas del personal hospitalario eran
naturalmente los elementos más fáciles de todos, pero se sentía renuente a establecer
contacto con ellos; cuando así lo hacía, notaba una cordialidad básica, la cual sin
embargo era desvaída, debido a que a ellos les parecía tan evidente que cualquier
telépata desearía el don que él había recibido, que se sentían desconcertados y
turbados por su depresión.
En cualquier caso, todos menos uno de ellos estaban preocupados con su trabajo.
La excepción era el poseedor de una mente que iluminaba un ala entera del hospital
con una radiación tan brillante, que escudaba la personalidad tras ella. El había
probado en torno a los bordes de la radiación, y sentido un aura de confiado poder
que le dio que pensar y detenerse; luego, de manera inesperada, había sentido una
perturbación en la personalidad, y el aura se oscureció y casi se desvaneció. Si se
podía imaginar una estrella borrándose por desgaste, se podía comprender lo que
había sucedido. Howson lo halló superior a él, y prefirió dirigir su atención a otra
parte.
Había preguntado de manera casual a quién pertenecía esa mente tan
extraordinaria, y la respuesta fue que se trataba de la legendaria Elsa Kronstadt, en
quien se basaba el personaje de una película que había contemplado en la ocasión del
hombre del traje oscuro… lo cual hizo que se sintiera aún menos inclinado a
importunarla.
Estaban también los no telépatas que sobresalían. Singh era el más notable. Tenía
una mente tan clara como el agua en reposo, en la cual podía zambullirse
indefinidamente sin sondear los límites de su compasión.
De nuevo, sin embargo, Howson había preferido no sumirse en la conciencia de
Singh. Demasiadas cosas concernían a su propio estado y a la patente imposibilidad
de sanar su deformidad. Escogió más bien tantear las mentes más corrientes… del
personal y de los pacientes. Al principio, actuó con la mayor precaución; luego, a
medida que se hacia más seguro de su destreza, se tornó también más intrépido, y se
pasó largas horas en una contemplación que le atraía del mismo modo que ante lo
hicieran las películas y la televisión. Éste era un espectáculo a tal punto más rico, que
el aparato de TV que se hallaba en una esquina de su habitación no fue encendido
después de la primera semana de estancia. El hospital contenía pacientes y personal
de más de cincuenta nacionalidades. Sus idiomas, costumbres, esperanzas y temores,
eran infinitamente fascinantes para él, y fue sólo cuando volvió a la realidad,
embriagado con el deleite de compartir experiencia, tras un viaje a través de una
docena de mentes, que se halló seriamente inclinado a convenir en los deseos de
Singh y Waldemar. Sin embargo, todavía se mantenía indeciso. Había un grupo de
pacientes en el hospital cuyas mentes no podía dejar pasar por alto, y que a veces eran
responsables de su despertar en medio de la noche, empapado en sudor, víctima de
indecibles terrores. Se trataba de los dementes, perdidos en su universo particular de
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lo ilógico, y naturalmente era entre ellos que se efectuaba la labor de los telépatas del
personal hospitalario.
En una ocasión, y sólo en una, «contempló» a un psiquiatra telépata cobrar ánimo
para una sesión terapéutica. El paciente era un paranoide con una obsesiva ansiedad
sexual, y el telépata estaba intentando localizar las experiencias enraizadas tras ella.
Era una tarea demasiado grande para completarse mediante la telepatía, desde luego;
una vez que hubiesen sido identificadas las experiencias habría hipnosis, abreacción
de droga, y probablemente una regresión al coma, para llevar a un hombre a un
encuentro con su pasado. De momento, sin embargo, su cerebro era un infierno de
tormentos irracionales, y el telépata tenía que abrirse paso a través de ellos, al igual
que un hombre atravesando una jungla atestada de monstruos.
Howson no llegó con el telépata hasta ese punto. Pero se sintió más atemorizado
que nunca.
* * *
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Phranakis y se estremeció. Recordó intensamente sus propios ensueños, los cuales —
según Daniel Waldemar, cuando menos— pudieran haberle tentado a entrar en
agrupamiento catapático con la muchacha sordomuda. Pensando en lo primero de los
tales, recordó el polvo en los ojos de Vargas y casi gimió en voz alta.
Una singular sensación de aislamiento había resultado de la diversión de los
pensamientos de cada cual con respecto a Phranakis, y traduciéndose en pánico
debido a que estaba notando soledad —peor, por contraste, con el largo mes de
corriente de preocupación sobre su persona, que había estado incubando— por lo que
se apresuró a implicarse en los problemas que ocupaban las destacadas mentes que le
rodeaban.
No se aventuró de inmediato a verificar una incursión en el retraimiento de Elsa
Kronstadt, pero notó su ansiedad. Vagamente percibió el hecho de que aun cuando
Phranakis hubiese fracasado, él estaba considerado como el competidor más próximo
que ella tenía en su especialidad original, la eliminación de la agresión; enfrentada a
la tarea de irrumpir en su fantasía, ella se acobardaba. Desconcertado llevó su
atención a otra parte, y halló a Phranakis formando una obsesión paranoide en
primera fila de la mente colectiva del personal. Como una bandada de grajos
siguiendo a un labrador, las personas que lo conocieron estaban accediendo, y las
voces del muerto sobre el periódico, y en el registro, y en la película, hablaban como
guía a Elsa Kronstadt. Cuando tuvo cinco años, hizo esto y aquello; con su primera
novia, le gustaba hacer esto; durante su entrenamiento en telepatía, tenía dificultad
con tal cosa.
Como un escultor toma retazos de viejos metales para fundirlos en una obra de
arte, Elsa Kronstadt seleccionaba ahora entre esos datos y creaba una imagen mental
de Phranakis. Howson estaba fascinado; se hallaba tan absorto que no se dio cuenta
cuando violó la conciencia de ella por primera vez. Ni tampoco se percató de que
estaba «observándola», o bien ella estaba demasiado preocupada para importarle.
Pensó en lo último, y sintió una punzada de culpabilidad ante su renuncia a explotar
su propio talento, como ella estaba explotando el suyo.
Sentado tan inmóvil como si fuese de piedra en el sillón especial más cómodo que
cualquiera de los que antes usara, absorbió los métodos de autodisciplina con los
cuales construía ella su vacilante confianza. Había vislumbres de pasados éxitos, que
habrían parecido igualmente desanimadores, aunque acabaran en triunfo; había
conceptos de estima propia, casi de engreimiento, alimentados deliberadamente para
reforzar su determinación.
Howson siguió todo esto con las mandíbulas apretadas de concentración. Aún así,
cuando dejaba vagar su mente hacia Phranakis, se sentía agitado. ¿Cómo podría
nadie, hasta la inaudita doctora Kronstadt, perturbar ya la acorazada fantasía en torno
al ego de ese hombre?
Olvidó que él era Gerald Howson. Olvidó que era un tullido, un enano, un
hemofílico, un huérfano. Recordaba sólo que era un telépata, diestro en arrebatar
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hechos de cualquier mente que eligiera, si su propietario daba su permiso, y con
desesperada ansia colmaba su conocimiento de lo que había de conducirle a este
callejón sin salida.
Phranakis: así era como él mismo se sentía antes de fugarse; aquél era el rostro
que diariamente veía en su espejo; aquélla la madre que recordaba, el padre, los
hermanos y hermanas; aquél el camino que le llevaba a Atenas y los desengaños de
su temprana masculinidad, aquélla la habitación en la que recibió la primera
conmoción del conocimiento de su verdadera identidad.
África del Sur: ésta era la úlcera enconándose bajo la lisa superficie moderna; era
el odio de la piel negra contra la de color claro, y era la codicia la que estallaba en
violencia… Se represento mentalmente al gigante polinésico, Makerakera,
caminando por una calle soleada y absorbiendo el odio como una cámara fotográfica;
era uno de los raros telépatas receptores sin «voz» proyectiva alguna, como los fieles
guardianes y legos analistas que él, Howson, había conocido allí en el hospital. Sabía
de imágenes de largos pasillos, de habitaciones en las que se reunían hombres
solemnes para planear su primer intento de dar un significado a la antigua trivialidad
de las palabras huecas sobre el mejor momento de detener una guerra. Sentía la
reacción de Phranakis cuando se daba cuenta de que su labor había fracasado: la veía
como Némesis, el galardón del mirto, el infinito engreimiento que ofendía a los
dioses de sus antepasados.
Y miraba también en las mentes y vidas de aquéllos que Phranakis había llevado
consigo. Llevado: éste era el aspecto realmente único del caso, y el que atemorizaba
más a Elsa Kronstadt.
Pues el poder de Phranakis era tal que no tenía necesidad de esperar a la buena
voluntad de las personalidades reflexivas en su agrupamiento catapático. Había
tomado simplemente posesión de ellas —cuatro de sus más próximos asociados no
telepáticos— y las había arrastrado consigo a su irreal universo.
Tan espantado y fascinado como un conejo ante una serpiente, Howson trazó el
curso de los acontecimientos en su derredor. Muy abajo, donde se habían congregado,
estaban llevando a Phranakis a la habitación en la que esperaba Elsa Kronstadt para
hacer que batallara. El hospital parecía reconcentrarse, tensarse hasta que se
produjera la aprehensión, sonando como la cuerda de un violín. Y Howson se ponía
en tensión con él, perdido para el mundo, y atreviéndose apenas a respirar.
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Capítulo doce
Por las sendas de su cerebro discurría un desfile. Mientras mozos y doncellas,
enguirnaldados de flores, bailaban en su honor, los graves mayores se reunían en el
templo de Palas Atenea. Allá preparaban la corona de laurel que ceñiría las sienes del
campeón. A pesar de todas sus jactancias y su astucia, los bárbaros habían sido
derrotados. La ciudad estaba a salvo; la civilización y la libertad sobrevivían,
mientras que lejos de allí un tirano maldecía y ordenaba la ejecución de sus generales.
Era una ciudad, ciertamente. Estaban allí, en un sentido, ancianos congregados a
la presencia de su campeón. Pero Esculapio se hallaba más próximo en sus mentes
que Atenea, y la corona que habían preparado para su cabeza era un ceñidor de metal
ligero con conductores a un complejo encefalógrafo. No había ningún tirano, aparte
del demonio del odio, pero eran decididamente bárbaros, aun cuando hubiesen pasado
por civilizados, hasta que fueran batidos y desmoralizados. Habían conquistado a
Pericles Phranakis, y se hallaban aún desafiando a las fuerzas enviadas contra ellos.
Él se había negado a enfrentarse a este conocimiento, y ahora había olvidado.
Con su atezada cara satisfecha, yacía en lo que básicamente se llama una cama
pero que podía, de ser requerido ello, convertirse en una extensión de su cuerpo.
Aparte de los instrumentos que registraban cada respuesta física —latido del corazón,
respiración, ritmos cerebrales, presión de la sangre, y una docena más— llevaba
unidos elaborados prostéticos. En estos momentos estaba siendo alimentado de
manera artificial, mientras los demás artilugios permanecían inertes. Si el choque de
la recuperación se mostrase tan violento como el del colapso, podría renunciar a
todos los intentos de vivir. Y entonces el masajista del corazón, el oxigenador, y el
riñón artificial combatirían contra la inhibición vagotónica, y mantendrían la vida en
su cuerpo hasta que aceptara penosamente la frustración de su planeada huida del
mundo.
Al lado, Elsa Kronstadt se había situado en medio de un despliegue de
instrumentos similar. En una silla junto a ella se encontraba un joven de rostro pálido
y ansioso… un recientemente calificado como telépata receptivo, sirviéndola como su
guardián de terapia. Una vez hubiera entrado ella en el mundo autoglorificante de
Phranakis, sería incapaz de comunicarse verbalmente con los nerviosos doctores que
supervisaban el proceso. Por turnos este joven y otros tres «escucharían» la pugna, e
informarían sobre todo lo que los doctores necesitaran saber.
Uno por uno los técnicos, los especialistas y el telépata hicieron un ademán de
asentimiento con la cabeza a Singh, quien se hallaba al pie del lecho de Elsa
Kronstadt, recordando sus triunfos pasados y tratando de no prestar mucha atención a
la masa de tejido cancerígeno que se extendía bajo su cerebro. Elsa parecía muy
pequeña y vieja entre la maquinaria de la cama, y aunque no se lo había dicho
directamente, él sabía que estaba asustada.
—Ya estamos listos, Elsa —dijo en el tono más llano que pudo.
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Sin abrir los ojos, ella respondió:
—Yo también. Ya pueden estarse tranquilos.
Luego, y sin prevención ulterior, se dejó ir. Singh nunca había sido capaz de
determinar cómo podía percibirlo, pero era inconfundible: en un segundo, ella estaba
consciente y dándose cuenta de su cuerpo; y el siguiente era un caparazón, una
concha, una simple envoltura, y se encontraba en otro universo.
Mantuvo la mirada de sus ojos doloridos en la pálida cara del guardián, y se
espantó al cabo de sólo un par de minutos al ver reflejado en ella un golpe de
sorpresa. En el mismo instante Elsa se agitó, diciendo con voz lejana:
—Resistente…
La alarmada audiencia rezumó una tensión casi tangible. Ella se pasó la lengua
por los labios y prosiguió:
—Tengo ya la imagen de su fantasía. Es el gran héroe, defensor de Atenas,
favorito de los dioses e ídolo del pueblo… ¡No puedo penetrar, Pan! No sin hacerme
tan evidente que él convoque toda su voluntad para resistir.
—Tómese tiempo —respondió tranquilizadoramente Singh—. Hay
probablemente una oportunidad de formar un papel de cobertura en la fantasía. Puede
llevar tiempo el desarrollarlo, pero se logrará.
—Lo sé. —La voz era débil, casi fantasmal. Singh se preguntó cuanto de ella
estaba realmente oyendo, por mucha experiencia telepática que tuviera. Los exangües
labios no se movieron apenas—. Tiene un control fabuloso, Pan. Las esquizoides
secundarias se hallan increíblemente contrastadas. Y él las ha obtenido de las
reflexivas, tanto como de sí mismo.
Singh se mordió el labio. Sólo soberbios poderes de autoengaño podían crear las
personalidades esquizoides secundarias… entes desempeñando su papel en el drama
cuyos pensamientos y reacciones eran únicamente observables, y no controlables, por
el ego del telépata. Sin parecer marcar una pausa, no obstante, manifestó un nuevo
consuelo, diciendo:
—¡Eso debería hacerlo más fácil, seguramente! No estará sorprendido ante la
presencia de un intruso.
—¡No ha dejado espacio para los intrusos! —objetó con estridente voz Elsa—. Es
como una flor que se despliega… es completa y todo cuanto tiene que hacer es
extenderse y ser perfecta.
Por muy desesperadamente que lo deseara, Singh no podía hallar ninguna réplica
tranquilizadora a esa observación. Una fantasía tan elaborada debió haber sido la
compañera de Phranakis, alimentada en su subconsciente, pulida y perfeccionada
hasta poder devanarla como una película, sin ninguna de las vacilaciones o dudas que
pudieran permitir una intervención del terapista, disfrazado como simple peón de
ajedrez mental.
Con voz espesa dijo:
—Bien, tenga paciencia, Elsa. Cuando la situación parezca esperanzadora,
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perturbaremos el ritmo de su cerebro, permitiéndole a usted penetrar en él.
No hubo respuesta alguna. ¿Por qué había de haberla? Otros terapistas de menos
fuste habían recurrido a artificios tan toscos; Elsa Kronstadt nunca los había
necesitado. Ya antes de que la tarea estuviera en marcha, hubo un acre olor de derrota
en la habitación.
Alicia a través del espejo: una vereda que siempre volvía a sí misma, por mucho
que uno se esforzara en alcanzar la meta.
Un concepto de la relatividad: el retorcimiento del propio espacio.
Una imagen de una película de ficción científica: una barrera de fuerza
resplandeciendo melancolía azul con brochazos de descargas.
Un fragmento de leyenda: un muro de fuego mágico encerrando el paraje en el
que una doncella encantada dormía durante siglos.
Tan atemorizado se sentía por el misterio de lo que estaba sucediendo, que no
podía arrancarse de él. Howson aprehendió éstas y otras imágenes mentales de
quienes estaban dedicados al intento de curar a Phranakis. No eran más que pistas o
indicios; eran las etiquetas personales que habían sido colgadas en el agrupamiento
catapático por gentes que habían hallado intolerable los conceptos no etiquetados.
Previamente, él había aceptado la explicación de Waldemar. No había pensado que la
realidad pudiera estar tan más allá de la preconcepción, el sol junto a la luna, y el
continente junto al mapa.
Había probado las mentes de telépatas conscientes. Allí había hallado reflejado el
mundo familiar, la ley gobernaba el curso de los acontecimientos, lo sólido era sólido,
los sentidos murmuraban sus noticias sobre el estado del cuerpo. Pero Phranakis
había cerrado y trabado cada puerta al mundo corriente, y aunque había ventanas —
de un cristal dando al interior, por decirlo así— lo que sucedía tras ella era demencial.
Sabiéndolo, Howson deseaba con todas sus fuerzas la voluntad de resistir tal
tentación. Veía sus propias fantasías en paralelismo con las de Phranakis… las ideas
del héroe, la organización de todo el ambiente circundante a su antojo, de forma que
nada perturbase, nada contrariase, nada ofendiese al omnisciente maestro. Aquí, la
humana apetencia del poder, atajada en telépatas conscientes por el detergente de
otras personas sufriendo, podría hallar un horrible final. Los impulsos sado-
masoquistas que Phranakis había detestado durante tanto tiempo, estaban trepando
furtivamente de las sombras y coloreando la fantasía.
Estaban abatiendo cautivos de la Acrópolis, para que el salvador de la ciudad
pudiera disfrutar más de su triunfo con la música de sus chillidos…
Bruscamente fue perturbado el suave curso de la acción. Fue como un terremoto:
los edificios se estremecieron y derrumbaron, la gente corrió enloquecida, el
firmamento se encapotó. Duró sólo un momento, pero el impacto fue vertiginoso.
Quedó interrumpido el contacto de Howson y pasaron varios minutos antes de que
pudiera restablecerlo.
—Ella está dentro —informó el guardián terapista, con su rostro tornado por el
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esfuerzo en máscara inhumana—. Una cautiva condenada a la muerte. Intentando
atraer la atención del ego del héroe.
—Eso se amolda —dijo Singh asintiendo cavilosamente—. Encaja con los datos
que tenemos sobre sus preferencias sexuales. ¿Hay alguna idea sobre el plan a largo
plazo?
—Fijado para breve distancia —respondió el guardián—. La idea es: atraerle a
una situación sexual y confiar en la falta de control incoherente, para establecer el
dominio… Consideradas tres secuencias principales… ¿las desea?
—Si no se está desarrollando algo más interesante…
—No. —El guardián marcó una pausa y tragó saliva—. Los cautivos siguen
siendo arrojados desde la roca. Bien, o ella va a disponer de una cuchilla casi real —
un cubierto de un banquete, acaso— y castrarlo públicamente, o le sumirá en un
estupor de embriaguez y dispondrá un incendio en el templo, por lo cual deseaba el
material de destrucción del Partenón, o comenzará a ir matando sucesivamente a los
reflexivos y creará una revuelta de esclavos.
Singh cerró los ojos. Después de todos sus años de labor como médico, aún era
capaz de sentirse enfermo ante la sangre fría de los medios empleados por algunos de
sus métodos y los de sus colegas. No se atrevía a pensar lo que la castración pública
haría a Phranakis… pero se lo imaginaba. Si algo le podía aventar de su fuga, era
precisamente esto. Todo el material de su vida sexual apuntaba a la necesidad de
reasegurarse sobre su masculinidad. El mundo real no le había amenazado nunca con
algo tan horrible como lo que Elsa le estaba preparando.
Howson estaba siguiendo mejor ahora la evolución. Había descubierto la razón
del «terremoto»… una especie de impulso eléctrico había sido aplicado al órgano de
Funck de Phranakis, para efectuar una apertura a Elsa Kronstadt. Ahora era mucho
más fácil fisgonear; ella establecía un eslabón con la conciencia normal. Con
fascinado disgusto llegó a comprender sus planes y tuvo de esforzarse en recordar
que a menos que algo brutal sacudiera su agradable sueño, Phranakis lo mismo, o
mejor, estaba muerto, y junto a él los cuatro valiosos y trabajadores no telépatas cuya
preciosa personalidad había hollado. En cierto sentido, merecía lo que estaba
viniendo. Pero… ¿podría merecerlo alguien realmente?
—Se está fatigando mucho —murmuró el guardián, como si Elsa pudiese oírle.
Era absurdo: nada podía alcanzarla en esos momentos, excepto la violencia
completa de otro telépata. Toda su energía había sido traspasada a la potencia de
voluntad al alterar, sumarse y socavar el módulo de la fantasía de Phranakis.
—¿Está próxima la crisis? —murmuró Singh.
—Está reuniendo todos sus recursos. Intentando distraerle con imágenes sexuales
mientras prepara la navaja… ¡Oh, Dios!
Cada presente, y Howson en su habitación de arriba, se sobresaltaron ante la
quejumbrosa exclamación. Rodándole los ojos de terror, sin ver sus alrededores, sólo
el drama mental entre Elsa y Phranakis, el guardián jadeó la verdad.
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—¡Está debilitándose! ¡Está perdiendo dominio, y él está creando defensas por sí
mismo… esquizoides, un ejército de ellos! ¡Se ha convertido en Cadmo y arrancado
los dientes del dragón, y cientos de soldados están brotando del suelo!
—¡Tráela de vuelta! —clamó Singh, aunque en el mismo momento supo que era
ridículo.
Alguien —no se ocupó en fijarse en quién— lo tradujo a palabras.
—Si lo intenta usted y la despierta ahora, dejará la mitad de sí misma detrás. Y
seguro que preferiría estar muerta que tullida.
* * *
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Capítulo trece
Con horror e incredulidad seguía Howson el declinar de aquel brillante resplandor de
poder que ahora apenas podía llamarse Elsa Kronstadt. Era como ver apagarse las
últimas chispas en una fogata inundada por la lluvia, sabiendo que los lobos
esperaban en la esquina del campamento, al acecho del momento en que podrían
penetrar impunemente.
Estaba gritando en voz alta, con su ridícula vocecilla aflautada, repitiendo una y
otra vez NO, NO, NO; las lágrimas corrían por sus mejillas, porque la mente de Elsa
Kronstadt había sido tan maravillosa, tan clara y luminosa, como la imagen infantil
de un ángel. Vándalos estaban destrozando los paneles de vidrios polícromos,
arrojando basura a obras maestras de la pintura, arrastrando tapices y alfombras por el
barro. Un loco despedazando a mordiscos la cabeza de una criatura. Cronos
devorando a sus hijos, con la sangre chorreándole de la barbilla, y su ronca risa
burlándose de las esperanzas humanas.
Y de pronto, como un último palo seco crepitando en la llama, volvió la luz.
Mostraba una vida entera, como una senda vista desde su final, con cada paso y alto
del camino recorrido claramente visibles. Aturdido, espantado, Howson posó allí su
mirada.
La llama comenzó a apagarse. Había una sensación de infinito sentimiento… no
de amargura, puesto que era imposible que los acontecimientos se hubiesen
producido de otro modo. Suave resignación. Las brumas se tendieron sobre la senda,
dejando sólo los fracasos como sombras grises en la lobreguez. Había tantos
fracasos…, tantos, tantos y tantos… Y destacándose sobre todos, aquél: la criatura-
símbolo del sino, maldita toda, la vida por la imprudencia de una apetencia de tirano,
el egoísmo de una mujer que-no-debiera-haber-sido-madre, y el capricho de una cruel
herencia.
La criatura retorcida a la que yo no podía ayudar…
Estaba ciego, y sin embargo se movía. Andaba. Corrió arrastrando sus cortas
piernas, sacando como fuese de alguna parte la fuerza para abrir puertas y bajar por
escaleras de caracol, y atravesar interminables pasillos que no podía ver a causa de
las lágrimas que derramaban sus ojos sobre sus hundidas mejillas. Era sólo su cuerpo
el que había recorrido aquel camino. Hubiese ido a cualquier parte.
* * *
—¡Oh, Dios mío! —dijo el guardián, poniéndose en pie como si una manaza le
hubiese arrancado de la silla.
Singh tendió un brazo para mantenerlo firme, con la desesperación ennegreciendo
su mente.
—¿Se ha ido ella? —preguntó.
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—¿De dónde viene eso? —gritó el guardián—. Dios mío, ¿de dónde viene? —
Como un animal acosado dio vueltas en derredor, con sus ojos dilatados enloquecidos
por el terror.
—¿Qué? —vociferó Singh—. ¿Qué?
El técnico que estaba examinando el trazo del encefalógrafo, lanzó una
exclamación ahogada.
—¡Doctor Singh! —Restalló—. ¡Estoy obteniendo un ritmo superpuesto! Está
pugnando por salir de fase… ¡y mire la amplitud!
—¡Su corazón se está recobrando! —Manifestó otro técnico con tono incrédulo.
Singh notó que su propio corazón daba una sacudida. No tenía ningún sentido
estar pendiente del guardián en su actual estado de conmoción, fuese lo que fuese lo
que lo había causado; por lo tanto, corrió a examinar el encefalógrafo.
—¡Mire aquí! —El técnico posó un dedo sobre los zigzagueantes trazos—. Ahora
se está suavizando yendo a la fase normal, pero cuando lo observé al principio estaba
heterodineando tanto que pensé que ella estaba perdida.
—¿Está Phranakis tomando el control de toda su mente?
—¡Eso no puede ser! —dijo el técnico con vehemencia—. Conozco su trazo
como… como su escritura. Y ésta no es suya.
El aire pareció espesarse, tan rápidamente como hiela el agua superenfriada.
Totalmente desorientados se miraron unos a otros en busca de una explicación.
—No hay nada que podamos hacer —dijo Singh por fin—. Únicamente esperar.
Lentos ademanes de asentimiento le respondieron. Y mientras estaban
preparándose para soportar los últimos minutos cruciales, provino el ruido del pasillo
exterior.
Eran voces coléricas, que intentaban detener a alguien. Correr de pies, ligeros y
apagados por el piso que absorbía el sonido. Y el sordo bataneo de puertas también
insonorizadas, y un tenue chillido apenas audible.
El guardián, conmocionado aún, dio dos pasos hacia la puerta, con movimiento
espasmódico como un muñeco mal manipulado. Singh se volvió lentamente,
preconcibió palabras sobre silencio y peligro apagándose al sentir la verdad, e intentó
recordar qué esperanza quedaba.
Luego se abrieron las puertas y entró el gigante, lloroso, cojeando, y de apenas un
metro sesenta de altura.
Allá estaba el niño, y yo deseé ayudarle, y tuve que decir esas pobres palabras
racionalizantes sobre grandes y pequeños problemas… El doctor dijo, un hombro
más alto que otro, una pierna más corta que otra…, vaya descalabro. Y más tarde
encontré lo de su abuelo, sacándolo de la mente de la mujer: ella lo sabía, y tuvo a la
criatura a pesar de ello, para emplearla como chantaje… ¡Grandes problemas! ¿Qué
mayor problema podía haber? Y deseé ayudar, y toda mi vida ha sido así, porque hay
tantas gentes enfermas y tristes, y yo puedo ayudar… podría ayudar… ¡MALDITO
TUMOR EN MI CEREBRO! No es mayor que una bala, y como una bala me está
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matando antes de que esté dispuesta a morir.
Esto fue lo que hizo que Howson se olvidase de sí mismo.
Al principio, ella no comprendió el poder que súbitamente le había llegado. Era
como convertirse en río torrencial, vasto y profundo y terrible. Era desapacible,
porque era tan nuevo como una criatura, pero inflamaba.
¿Fuerza vital? No así… pero: ¡fuerza vital!
¿Derrota? ¿DERROTA?
¡No quedaba lugar alguno para ideas de muerte y derrota!
Tan lenta y serenamente como había considerado la perspectiva de morir,
comenzó a hacerse cargo de lo que se le había dado. No había resistencia alguna, y no
dudó nunca de la fuente del poder: estaba demasiado acostumbrada a hallar
extranjeros en su propia mente como para desperdiciar esfuerzo en descubrirlo. Las
imágenes fatales metidas a la fuerza en ella por Phranakis, se desdibujaron,
convirtiéndose en vagamente fantasmales; ella sintió el terror de él, y propuso de
inmediato el suceso a consideración. Estaba un tanto atemorizada aún, pero ya
tranquila.
Buscando palancas con las cuales dirigir la fuerza, encontró enseguida un
concepto familiar, y lo relacionó tan fuertemente a sus recientes preocupaciones
conscientes que tuvo una sacudida.
Madre-hijo: imágenes de parto, crianza, manutención, calor, amor. Hijo-madre:
imágenes de orgullo reflejo, esperanza, gratitud, amor. Las formas estaban mal
definidas, como si proviniesen de una fuente que conociera poco sobre tales
cuestiones en la vida real. Un débil desconcierto atravesó su mente, y lo despejó. Con
su conciencia despegada, supo que tenía que hacer uso del poder antes de quedar
agotada y perder su asidero, y la primera —la única— necesidad era pugnar por
liberarse del odio que Phranakis sentía por ella.
—¡Está zafándose! —exclamó alguien.
—Vi moverse sus párpados —murmuró Singh. Sentía una opresión en el pecho
que no sabía a qué atribuir. Le dolían los ojos por la intensa fijeza de su mirada; toda
su voluntad estaba aunada a la esperanza de que aquella vieja, querida y maravillosa
amiga pudiera vivir. No le importaban los medios por los que se salvara. ¡Más
tarde… más tarde!
—¡Pero sólo está zafándose! —murmuró a su vez el técnico junto al
encefalógrafo—. Está llevando a Phranakis con ella… ¡no, esperen un segundo! —Se
inclinó sobre el registro de Phranakis, como si pudiese ver a través del presente y leer
lo que no aparecía aún registrado—. ¡Algo sucede, pero el cielo sabrá qué!
Intimidado, aturdido, indeciso, el héroe sintió convertirse en ceniza su
satisfacción. Hacía un momento estaba seguro y confiado; había desbaratado un
ataque sobre… bueno, contra su vida, lo cual sonaba mejor que la verdad, que era
espantosa para él. El último intento traicionero de los bárbaros para ajustar cuentas
con él había sido frustrado. La mayor, la más gran ciudad de todos los tiempos,
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Atenas, la flor de la civilización, era suya, y sus ciudadanos estaban por completo a
su disposición. ¡A través de los siglos lo recordarían a él, Pericles el Grande!
Sin embargo, ahora sentía un irrazonable terror. Le parecía que estaba corriendo
con rápidos e insensatos movimientos como un conejo asustado, con una espada en la
mano, buscando a sus enemigos, retándolos histéricamente a que viniesen al claro.
¡Fuera de la sala de mármol, y bajo el arco azul del firmamento, rugiría su desafío
hasta a los mismos dioses si fuese necesario!
Echó la cabeza hacia atrás, llenó sus pulmones, y no pudo hablar. A su
aterrorizada mirada pareció que el firmamento se escindía… como un manto
acuchillado, y que se manifestaban todos los dioses.
Deseó caer de bruces, enterrar su cabeza en el barro, negar aquello como había
negado… ¿qué? ¡Algo terrible, pero no tan espantoso como esto! Se sentía
paralizado. Gimiendo, hubo de mirar, y lo que vio le pareció ser la majestad de Zeus
Tonante, quien alzaba su haz de rayos y lo asestaba al mortal que había pretendido
usurpar el derecho divino.
Pericles el Grande se convirtió en Pericles Phranakis. Y Pericles Phranakis se
despertó como un chiquillo chillando por las pesadillas, y quienes estaban atentos a
su cuerpo se precipitaron a impedir que volviese atrás.
Y Zeus Tonante, vacío de toda energía en un solo, terrorífico soplo de dominio
mental, cayó de bruces desmayado sobre el suelo.
—¿Sabremos cómo lo hizo? —murmuró Daniel Waldemar, mirando con
incrédulo espanto al contrahecho cuerpecillo que yacía tendido en un lecho del
hospital.
—El guardián estaba demasiado superado para seguirlo —respondió Singh.
Suspiraba porque Howson recobrase la conciencia; sabía que nunca podría expresarle
lo bastante su gratitud por haber ahorrado a Elsa la humillación de la muerte en la
derrota, pero deseaba que el tullido lo viese cuando menos en su mente—. Hemos
entresacado un poco. Fue el puro poder lo que obró al fin, naturalmente; él fue capaz
de tomar todo lo que Phranakis ofrecía y convertirlo en una imagen hostil y odiosa.
Creo que estaba murmurando algo sobre los dioses griegos cuando se despertó…
quizás los vio al irrumpir Howson en su fantasía… No importa; pronto lo sabremos.
—Lo que no comprendo es lo que le persuadió a él a prestar ayuda —dijo
Waldemar—. Yo no he contactado a Elsa, desde luego; todavía se encuentra
demasiado débil… ¿Lo sabe usted?
—Sí, ella estuvo despierta el tiempo suficiente para decirme mientras le estaban
quitando los prostéticos. —Singh hizo una pausa y se pasó la mano por la cara—.
Parece ser que el padre de Howson fue Gerald Pond. ¿Le dice a usted esto algo?
—¿El… el terrorista? ¿Ése? ¡Cómo, Elsa tuvo que ir a desembarazarse de él
cuando estaba trabajando para el departamento de pacificación de las Naciones
Unidas!
—Exactamente. Y mientras ella estaba haciendo indagaciones de los
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supervivientes de la agresión que se encontraban allí en un hospital, conoció a la
madre de Howson. Él había nacido precisamente cuatro horas antes… Nunca fue
querido… ¿sabe esto? Su madre lo tuvo para chantajear a Pond y que se casara con
ella. Nunca se ocupó ni le importó la criatura de otro modo. Y la gente que veía la
cara de Howson por primera vez… se desazonaba. Así pues, nunca fue querido,
excepto en una ocasión.
—¿Elsa?
—Sí. Ella nunca lo vio con sus propios ojos, por lo cual no lo desechó cuando
cayó por aquí veinte años después. Ella lo veía a través de la mente de su madre, poco
después de su nacimiento, y desde entonces siempre fue una especie de símbolo para
ella, compendiando toda la frustración que siente por no poder ayudar a toda la gente
que ama. Y pensó en él cuando esperaba su último momento.
—El estaba observando —dijo Waldemar—. Todos nosotros lo estábamos.
Cuando una fuerza telepática como la de Elsa se despliega por completo, no se la
puede evitar. Pero yo no podía seguirla hacia la oscuridad. Así que fallé. Yo era tan…
miserable, que tuve que apartar mi mente para no debilitar la suya.
—Él no permaneció aparte y la salvó.
—¿Será ella capaz de trabajar de nuevo?
—No. Pero vivirá durante algún tiempo. De eso estoy seguro. Va a vivir lo
bastante para enseñar a Howson todo lo que ella sabe.
—Eso es mejor que tener hijos —dijo Waldemar—. Para nosotros, quiero decir.
—Lanzó una ojeada a Singh—. ¿Sabe usted que les envidiamos?
—Sí —murmuró Singh—. Y nosotros a ustedes.
—¿Incluyendo a Howson?
—No —respondió Singh—. No va a ser fácil para él. Puede hallar una
compensación desarrollando su talento y explotándolo contra su resentimiento hacia
la gente que pueda andar por la calle sin cojear y mirar a las demás personas a la cara.
Waldemar le miró fijamente, y luego soltó una risita.
—Eso es lo que iba a decirle —manifestó—. Pero si lo ha descubierto usted ya…
bueno, con usted y Elsa para guiarlo, él sobrevivirá.
—Hará mucho más que sobrevivir —respondió Singh.
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Libro Tercero
MENS
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Capítulo catorce
Debido a ser quien era había pedido una vez —y se lo habían dado— un avión
privado para viajar a cualquier parte del mundo, pensando escapar a las acongojantes
miradas y el cuchicheo de la gente vulgar. Pero puesto que él era lo que era, hasta la
impresión revelada por el piloto al verle dolía, y dolía de muy mala manera. Llevó
esta herida consigo durante poco tiempo, pues suspendió el viaje de inmediato y no
volvió a pedir más el avión.
Debido a que era como era, apenas podía estar solo. Lo mejor era estar allí, en el
centro terápico de Ulan Bator, donde quienes le conocían habían superado sus
primeras reacciones instintivas y, quienes no, podían suponer que era paciente como
ellos.
Había habido ciertos cambios en los últimos once años, pero él seguía siendo el
mismo, aun cuando ahora portaba una etiqueta diferente. Era Gerald Howson, Doctor
en psiquiatría, telépata curativo de primera clase, de la Organización Mundial de la
Salud. Era una de las cien personas menos reemplazables de la Tierra. Eso era bueno.
Ayudaba… un poco. Pero todavía continuaba siendo un hombrecillo, y su pierna se
arrastraba aún cuando iba cojeando por los pasillos, y el mismo feo rostro le saludaba
cada mañana en el espejo.
Se había asido mucho tiempo a la esperanza. Había recordado a la muchacha
sordomuda, dotada ya de habla y oído, y la manera como vino a agradecérselo —a él,
Gerald Howson— con lágrimas en los ojos. Pero aquello no había durado. Las visitas
se fueron espaciando hasta cesar por fin, y luego oyó que ella se había casado con un
hombre de la ciudad en la que ambos habían nacido, y que tenían hijos.
Mientras que él seguía siendo un horrible engendro.
Había habido semipromesas… nuevas técnicas, nuevos procedimientos
quirúrgicos. En una ocasión habían llegado tan lejos como para intentar practicarle un
injerto de piel. Pero mucho antes de que se hubiesen unido los tejidos en lento
desarrollo, y antes de que los vasos sanguíneos prendieran en el injerto, éste se había
gangrenado y desprendido. Por mucho cuidado que se tomara, no podía añadir un
codo a su estatura; era mejor emplear cualquier otro medio que compadecerse.
Cuando los custodios de la conciencia se hallaban rebajados por el sueño, no
había escapatoria en el caso de que las acechantes inquietudes del pasado intentasen
volver.
Tras un sueño tenebroso se despertó sobresaltado. ¡Aquélla no era la
acostumbrada imaginería de sus pesadillas! Las tenía con bastante frecuencia como
para reconocer sus raíces en la vida real, y nada de lo que le había sobrecogido
correspondía a una experiencia directa.
No abrió sus ojos. No venía al caso: la habitación estaba a oscuras, y de todos
modos la fuente de la señal que le había atravesado el cerebro se hallaba a alguna
distancia de allí, cubierta en parte por el «ruido» de gente soñando. El mensaje había
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brotado súbitamente, como un grito de una tranquila conversación. Y era un grito de
terror.
Respirando uniformemente, forzándose a permanecer relajado, intento identificar
imágenes en el flujo mental. Elevadas montañas con cimas de nieve, caravanas
serpenteando a través de valles, y las cadencias de un idioma que no entendía…
Ya lo tengo… creo.
Era aquella muchacha nepalesa de la Sala Cuatro, la novata telépata que habían
encontrado demasiado tarde, después de que su ignorante y aterrorizada familia la
lapidara considerándola embrujada. Todo quedó en un mal sueño.
Bien, si tal era el caso, podía por su parte arreglar las cosas sin siquiera tener que
abandonar su lecho. Se concentró para contactarla abiertamente y despejar su informe
sueño. Un instante antes de revelarse se detuvo y sintió que se le fruncía el entrecejo.
Aquél no era el Nepal actual. Ni siquiera un país tan aislado y montañoso como el
de ella podía ser tan primitivo. ¿Costumbres feudales? ¿Magia? ¿Magia?
Se incorporó quedando sentado y oprimió el botón del conmutador de la
comunicación interior antes de darse cuenta. En espera de una respuesta, exploró más
profundamente en las extraordinarias imágenes que le llegaban como un eco. Una
sensación de dependencia y absoluto dominio; un talante de desafiadora arrogancia.
Eso no era de la muchacha. Y lo menos característico de todo era la impresión de
masculinidad coloreando los pensamientos. Como muchas personas de procedencia
campesina, ella tenía rígidas preconcepciones de la masculinidad y femineidad; se
había adaptado religiosamente a la norma social del hogar, a fin de evadirse de las
peores consecuencias de su talento en agraz.
Una voz cansada habló a través de la comunicación interior:
—Aquí Schacht… médico de guardia. ¿Qué ocurre?
—Aquí Gerry, Luis. Algo no marcha bien con la muchacha nepalesa de la Sala
Cuatro… algo sucede, lo suficientemente malo como para despertarme.
—¿Humm? —Una pregunta sin palabras, mientras Schacht repasaba el tablero de
referencias de la Sala Cuatro—. No tengo aquí nada de ella. Según el indicador,
duerme.
—Lo que sea, no se origina en ella —dijo Howson. Estaba sudando; había una
tremenda profundidad y complejidad en el fondo de lo que estaba captando, y cuanto
más tanteaba en aquello, menos seguro estaba de sus explicaciones. Sin embargo, no
tenía ninguna sugerencia mejor.
—¿Tenemos sometidos a terapia a algunos paranoides masculinos chinos?
—Sí, uno está experimentando coma y regresión en el mismo ala que la
muchacha. —Schacht vaciló—. No se origina de ella, dijo usted. ¿Quiere decir que
está captando los pensamientos de una mente insana?
—Está captando a alguien, y el infierno está saliendo de ella. Examine al
paranoide que mencionó. Podría ser él.
Oyó expresarse la duda en su estridente voz.
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—Los indicadores de quimioterapia están en blanco también. Pensé que el ego
estaba completamente envuelto en coma… fuera de alcance.
—Tal vez se detuvo el suministro de deprimente. Compruébelo de todos modos.
Una pausa, y luego un encogimiento de hombros.
—Muy bien. Pero si no es el paranoide chino, ¿está usted seguro de que no puede
ser la propia muchacha?
—Segurísimo —declaró Howson—. ¡Apresúrese, Luis… por favor!
—¿Gerry? Él está totalmente inconsciente. ¿Está usted seguro de que no es la
propia muchacha… una esquizoide secundaria, acaso?
Howson reprimió un impulso de mandarle al cuerno. Estaba seguro, pero no
podía demostrar por qué empleando palabras.
—Cuelgo —dijo resignadamente. ¡Tanto peor para su probabilidad de un
descanso nocturno ininterrumpido!
Manipuló la palanca que movía la cabecera de la cama colocándola en posición
adaptada a su deformada espina dorsal, y se recostó contra su almohadillado,
clavando la mirada en la oscuridad.
Por primera vez tenía que extraer de la incipiente sucesión de conceptos
telepáticos algunos indicios más de los que tenía. Masculinidad, nacionalidad asiática
y disfrute de poder, eran características apenas únicas en aquella densamente poblada
parte del planeta. Examinó cautamente los niveles más profundos. Cuando menos, se
dijo para sí, aquello no daba la sensación de la emanación de una mente enferma. No
era siquiera tan irracional como en la mayoría de otras personas, por lo demás sanas,
sucedía durante su sueño.
No. Un momento. Aquello debía estar equivocado. Se contuvo con un sobresalto.
¿No habían habido referencias en el primer contacto, cuando lo definió
reflexivamente como magia?
Más desconcertado a cada segundo, lo examinó más atentamente. Nada que hacer.
Aparecía borroso por la incomprensión de la muchacha, y probablemente vuelto
irreconocible. Tenía que tratar de encontrar la fuente originaria. Por una parte, no
debería ser demasiado difícil: para alcanzar la conciencia de un novato durmiente la
señal tenía que ser al par ajustada y poderosa. Mas por otra parte la tarea era inmensa.
«Estrecha» podría significar en alguna parte de la ciudad, y en ella había un millón de
habitantes.
—¿Gerry? ¿Está usted ahí? —preguntó Schacht a través de la comunicación
interior.
—Cállese —respondió Howson—. Esto parece ser algo importante. Importante…
y grave.
Percibió manifestar a Schacht una incredulidad no expresada en palabras y no
hizo caso de ello. Schacht, cuando menos, hacía un intento para dominar su instintiva
repugnancia hacia los telépatas, y eso era mucho más de lo que algunas personas se
tomaban la molestia de hacer.
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Dejó vagar su mente sobre la ciudad sumida en la noche, en la que un millón de
cerebros hacían suspirar los sueños como el viento entre las elevadas altas torres, al
atravesar las amplias y rectas calles. Era una conciencia cosmopolita, que había
recalado allí procedente de todo el mundo y a veces desde mucho más lejos aún… de
la Luna, o de Marte…
Había terminado racionalizando su renuncia a viajar. ¿Por qué ir cuando todo
venía a él? En la mente de este hombre, el recuerdo de un desierto; en la de aquél,
una jungla; en este otro, espacio desnudo, tachonado de estrellas agudas como
navajas.
Pero no era una buena racionalización. Vivir retraído era ser un parásito y hasta
un simbiótico podía tener poco decoro.
Tiró de su curso de pensamiento para volver a dominarlo. Apenas había dormido
una hora antes de despertar, y se sentía sumamente cansado. Sin embargo, había de
acabar con lo comenzado, antes de que pudiese conciliar de nuevo el sueño.
Y de pronto lo tuvo.
—¿Ha conseguido ya algo? —pregunto Schacht, con creciente impaciencia.
Howson apenas le oyó, pues estaba demasiado deprimido ante la constatación de
lo que estaba sucediendo.
—¡Gerry!
—Estoy… estoy escuchando, Luis —respondió, sacando a la fuerza sus palabras
—. Haría usted mejor en llamar a Pan y hacer que suba aquí, y también Deirdre. Y
disponer una ambulancia y un coche.
—¿Qué diablos ha hallado usted?
—Está formándose otro agrupamiento catapático. Se encuentra en alguna parte de
la ciudad; creo que podré averiguar el origen.
Imágenes de poder absoluto sobre la ley natural así como sobre la mente humana,
relegaron las palabras a segundo lugar en la atención de Howson.
—¡Oh, maravilloso! —dijo mordazmente Schacht—. ¡Ésta es mi noche! ¡He
tenido dos heridas de cuchillo, tres quemaduras, un accidente de coche y dos partos
prematuros desde que empecé la guardia!
Howson no le hizo el menor caso. Estaba devanando bajo la violencia de los
acontecimientos que remolineaban en su mente. Debido a la falta de cualquier
conexión con la realidad externa, aunque cargados con la plena fuerza de la
conciencia —mientras que los sueños, aunque igualmente ilógicos, nunca lo estaban
— no le prestaban ningún soporte ni palanca. Al pasarles revista a través de la mente
intermediaria de la muchacha nepalesa (quien debió haber tomado un somnífero para
salvarse de aquel bombardeo, recordó aturdidamente), no se había dado cuenta del
poder que los inducía. Y lo peor de ello era aquella aura de perfecta calma teñida
de… de divertimiento…
Apeló a toda su fuerza de voluntad y se apartó del contacto temblando. Se había
clavado las uñas profundamente en las palmas de las manos. ¿Por que debía
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sorprenderle aquello? Eso era lo que más temía en el mundo.
En voz alta, y mentalmente a la vez, habló al desconocido telépata, poniendo todo
su odio y cólera en una simple frase: ¡Maldito, sea quien seas!
Seguro en fuga, persiguiendo una charra fantasía por sus propias razones
particulares, el desconocido debió haber percibido la señal, y soltado una risita,
invitando a Howson a estarse tranquilo si deseaba conservar la fortaleza de su
cerebro… o bien la idea podía haber sido del mismo Howson. Estaba demasiado
trastornado para poder decir cuál era de las dos cosas.
Angustiado, se encaró con el inevitable futuro. Ningún telépata proyectivo era
inútil, y a juzgar por sus señales corrientes, aquel hombre era excepcional entre las
excepciones. No importaba la intolerable tensión que le hubiese obligado a abandonar
la realidad; ellos querrían arrancarle a su fantasía. Apelarían a Howson, y debido a
que eso era lo que él mejor hacía en el mundo, lo intentaría, y sería sublimemente
aterrorizado y, acaso esta vez, hallado que…
NO.
La orden era para sí mismo, pero la dio como un ensordecido grito telepático, y
por doquier en el hospital, otros telépatas, incluyendo a la muchacha nepalesa,
reaccionaron con soñolienta sorpresa. A tientas tendió la mano al estante junto a la
cama, donde tenía su provisión de medicamentos —era presa de tantos apuros como
cualquier paciente del hospital— y halló el frasco de tranquilizante. Se tragó dos
pastillas y se quedó quieto como una roca mientras obraban en su angustiada mente.
Su respiración se hizo más fácil y normal. Cejó la tentación de volver de nuevo su
atención a las deslumbrantes fantasías proyectadas por el desconocido, como si
hubiese dominado el apremio de probar un diente cariado y le hubiese dolido.
Cuando consideró que era capaz de moverse, salió torpemente de su cama y tomó su
ropa, preparándose a ir en busca de su anónimo enemigo.
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Capítulo quince
Saliendo del ascensor fue lentamente cojeando a través del vestíbulo del hospital,
pasando ante la sala de urgencia con sus aparatos: cilindros de oxígeno sobre
carretillas angulares, semejantes a mantis religiosas, proyectando sus toscas formas
sobre la pared pintada de color crema; camillas con ruedas y sábanas pulcramente
plegadas en su extremo; un aparato llamado corazón, otro denominado pulmón, y
otro señalado como riñón, como si uno pudiera cogerlos, encajarlos y formar un
hombre con ellos.
¿Con qué cerebro? ¿Con el mío? Preferiría más…
Pero la puerta se había abierto, susurrando con el labio de caucho que besaba el
suelo igualmente encauchutado, y Pandit Singh se hallaba allí, con jersey negro y
pantalones grises, formando la luz un aura en su mata de pelo.
—¡Gerry! ¿Qué pasa con ese agrupamiento catapático? ¿Se introdujo sin
advertirlo? ¿De dónde proviene? ¿Y qué está usted haciendo aquí, de todos modos?
¿No está de guardia Luis Schacht?
La escarcha de furia en las palabras no indicaba más cólera que la escarcha de
gris mostraba edad en sus espesas cejas. Parecía inmutablemente joven… en el
interior, que era lo que importaba. El ascenso de su antiguo puesto como jefe de la
terapia A a director en jefe del hospital, no le había alterado lo más mínimo. Howson
le había apreciado ya en su primer encuentro; ahora, tras sus largos años juntos, le
quería como hubiese querido amar a su padre.
En una ocasión había deseado que le despojaran de su don, que lo abolieran. Este
deseo reincidía ocasionalmente, pero ahora quería no haber deseado ver desaparecer
su don del mundo por Completo. Más bien, quisiera haberlo traspasado a Pandit
Singh, Como hombre idóneo para sustentar tal poder.
¿Por qué yo? ¿Por que yo, el debilucho?
Estaba espantosamente cansado. Pero su meliflua voz fue lo suficientemente
firme al corregir las suposiciones de Singh.
—Debería haber acudido enseguida, sin detenerse a pedir detalles a Luis, Pan. No
es que se haya introducido un agrupamiento. Hay uno fuera, en la ciudad. La
muchacha nepalesa captó algunas imágenes dispersas en su sueño —sucede
justamente que el fraguado de la fantasía corresponde a sus propios antecedentes— y
yo fui despertado por su miedo instintivo.
—¡Ya! —dijo Singh dándose una palmada en la barbilla—. ¿Puede usted
localizarlos para nosotros, o hemos de tener que buscar por nuestra parte?
—Oh, puedo atraparlos ahora —confirmó Howson con acritud—. Por eso me
vestí.
Singh le contempló durante largos segundos. Luego, con uno de sus
deslumbrantes estallidos de penetración, dijo:
—Gerry, no es justo que no haya podido usted conciliar el sueño. ¿Es uno
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especialmente malo?
Howson asintió con cautela.
—Tiene un aspecto impropio, Pan. No ha obtenido las debidas armonías de…
debilidad o escape. Tuve una impresión… ¿Cómo diablos la llamaría usted?
¡Sardónica! ¡Malvada! ¡Premeditada!
La reacción mental de Singh fue grave. Sin embargo era en cierto modo
consoladora también; traduciéndola en palabras, podía expresarse así: Si él está
preocupado, su buena razón tiene, por lo que no puedo contradecirle. Pero él es el
más grande; yo sé lo que él puede hacer.
Howson intentó una pálida sonrisa. La puerta del vestíbulo volvió a abrirse, y
entró a grandes zancadas Deirdre van Osterbeck, el sucesor de Singh como jefe de la
terapia A, voluminoso como una nube preñada de tormenta, y embutido en un
albornoz negriazulado, del que se destacaba una caraza redonda y pálida como la luna
llena. Luis Schacht surgió del despacho de guardia nocturna, con aspecto irritable,
para anunciar que el coche y la ambulancia estaban en camino.
* * *
—Habrá bastante con una, ¿cree usted? —añadió con una ojeada a Singh.
La respuesta automática afloró a los labios de Singh: que nunca había habido un
agrupamiento catapático consistente en más de ocho personas, por lo que una
ambulancia grande y el coche de servicio bastarían. Pero Howson le detuvo, con
silencioso gesto mental.
—Disponga dos, Luis —dijo—. Temo que ese hombre esté quebrantando todas
las reglas.
Y para su fuero interno solamente, repitió: Temo…
Imágenes fragmentarias atormentaron a Howson mientras el coche se lanzaba por
la ancha carretera hacia el corazón de la ciudad. Le mostraban brillantes imposibles
eventos, los cuales —si él lo permitía— podrían desplazar por siempre a la realidad.
Lo silencioso de su vehículo, las oscuras fachadas de los edificios, las luces de la
ciudad, y hasta la presencia de otras personas a su lado serían borrados, no teniendo
violencia alguna. ¿Quién podría ser el desconocido? La sumersión de la memoria real
era tan casi completa, que Howson temió que hubiera de sumirse muy, muy
profundamente en el remolino mental antes de que pudiese hallar un indicio…
—¡Gerry! —exclamó Singh. Howson se concentró. Sin darse cuenta, se había
dejado llevar.
—Lo siento —dijo sordamente—. Es tan fuerte… he de mantener volviendo mi
atención al origen, debido a que estoy intentando localizarlo, y siempre que pienso en
esa dirección… yo… Diga al conductor que gire a la derecha, de todos modos. Está
ya muy cerca ahora…
El coche se metió por un amplio bulevar flanqueado por edificios de muchos
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pisos. Los letreros de sus fachadas —rojos, verdes, azules— los identificaban a la
mayoría como hoteles.
—¿En uno de esos hoteles, cree usted? —sugirió Singh.
—Muy probablemente —murmuró Howson, con palabras languidecidas por el
cansancio.
—¡Entonces aparte la mente del sujeto! —Restalló Singh—. Podemos ir de uno a
otro a cotejar las inscripciones recientes. Unos cuantos minutos de demora no
supondrán diferencia alguna ahora.
—¡Puedo hallarlos! —protestó Howson—. Un momento…
—¡Le dije que apartase su mente del sujeto! Usted es demasiado valioso para
usarlo como sabueso, ¿me oye? —Deliberadamente, Singh visualizo un perrazo de
hocico baboso y husmeante, con las orejas caídas a tal punto sobre el suelo, que sus
patas delanteras se enredaban en ellas. Howson capto la imagen y sonrió.
—Usted gana.
El coche se detuvo en la esquina. Singh abrió la portezuela, y Howson se dispuso
a seguirle.
—¡No es necesario que venga, Gerry! —objetó Singh.
—Si no tengo algo para distraerme, puedo… uh… recaer en el sujeto —replicó
Howson—. Voy a ir con usted.
Siguió media hora de errabundeo por la acera y de vestíbulo en vestíbulo de hotel.
Paredes de mármol y placas de gemas artificiales, extendidas pieles imitadas de
animales e iluminados tanques de cristal y conteniendo agua teñida de verde, eran
testigos de una sucesión de soñolientos recepcionistas nocturnos que alzaban sus
cabezas para clavar una sorprendida mirada ante la intrusión de Howson y Singh,
vacilando sobre mostrar las listas de sus libros-registro, y examinando la tarjeta de
plena autorización de Singh, perteneciente a la Organización Mundial de la Salud,
cediendo por fin renuentes.
Seis hoteles, y nada para guiarles. Al salir del último de ellos, sin progreso
ninguno que ofrecer a los ansiosos vigilantes del coche y de la ambulancia
estacionados en el bordillo, Singh lanzó a Howson una penetrante ojeada.
—¿Sigue teniendo apartado al sujeto, Howson?
Howson le dirigió a su vez una entre mueca y sonrisa, casi culpable:
—¡Qué bien me conoce usted, Singh! —replicó con forzada ligereza.
—¡Bien, deténgalo! —dijo rudamente Singh—. Si nuestro hombre no estuviese
condenadamente cerca, usted no me hubiese dejado nunca detener el coche, y no
puedo pensar en un lugar más probable para albergar a un telépata de fuera de la
ciudad, que un hotel de lujo. Probablemente lo encontraremos en el siguiente en que
probemos.
El siguiente estaba decorado en rimbombante estilo rococó chino, con inmensas
columnas retorcidas y dragones rojos y negros laqueados en las paredes. El
recepcionista nocturno era una gruesa mujer de media edad, quien mantuvo su mano
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posada sobre un timbre de alarma durante todo el tiempo que estaba hablando con
ellos; estaba aterrorizada ante la idea de violación, idea que aparecía con nítida
brillantez en su mente. Howson tuvo que sofocar una arcada de repugnancia ante el
masoquismo que se hallaba subyacente en el consciente terror de la gorda china.
Singh la persuadió que mostrara el registro de inscripciones, y barajó cosa de una
docena de tarjetas de identidad antes de detenerse, mientras alegaba a sus labios una
exclamación. Sacó la importante tarjeta de su casillero, y la mostró a Howson. El
nombre estaba inscrito con resueltas letras: Hugo Choong.
—¡Pero él es…! —comenzó Howson, deteniéndose ante el fruncimiento del
entrecejo de Singh. Sin palabras, continuó—: ¡Pero él es un hombre importante,
importantísimo!
—Exacto. —Once años de estrecha asociación con Howson habían permitido a
Singh verbalizar una comunicación no hablada, casi tan claramente como un telépata
—. Un arbitrador asentado en Hong Kong. Controla la costa del Pacífico
virtualmente con una mano. Es también terapista contratado ocasionalmente por la
jefatura de las Naciones Unidas. ¿No lo conoce?
No.
Ni yo tampoco. Pero estamos a punto de ello, ¿no es así?
En su vida podría haber igualado Howson aquel cínico-burlón comentario. Sintió
sólo consternación. ¿Qué estaba haciendo un arbitrador montando un agrupamiento
catapático? Todos ellos eran escogidos entre los más estables, capaces, y
superiormente entrenados telépatas; habían de estar como la mujer de César, más allá
de cualquier soplo de sospecha, pues en el filo de la navaja de su autocontrol
descansaba la difícil paz del planeta.
Si hasta un hombre como éste podía escoger la fuga sobre la realidad, ¿qué
seguridad tenía él, el tullido que ni siquiera podía encararse a extraños sin ser
lastimado?
Singh estaba hablando animadamente a la recepcionista nocturna:
—¿Cuál es la habitación del señor Choong, por favor? Voy a tener la necesidad de
molestarle.
—La habitación-salón de míster Choong —corrigió ariscamente la mujer—. Su
grupo reservó nuestro ático esta tarde. Pero no creo que pueda dejarle a usted…
—¿Su grupo… cuántos? —interrumpió Singh.
—Diez en total. —Y de mala gana añadió—: señor.
—Tenía usted razón sobre la necesidad de otra ambulancia, Gerry —gruñó Singh
—. Está bien —añadió a la recepcionista—. Llame a un botones o a alguien que nos
conduzca arriba… ¡y aprisa! Es cuestión de urgencia médica, ¿lo oye?
Howson estaba contento por seguir el curso de los acontecimientos. No dijo nada
al ir cojeando hacia el ascensor, siguiendo a un empleado que tenía un pijama y batín,
y una cara de expresión asustada. Los asistentes de la ambulancia habían ido con sus
camillas a los montacargas. Howson dejó todos estos menesteres a Singh; él estaba
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ocupado intentando domeñar al potro salvaje de sus pensamientos, que amenazaban
con salirse de control cuando dejaba vagar su atención hacia las fantasías telepáticas
que estaba elaborando Choong.
No intente pensar en un caballo blanco…
El ascensor se detuvo al nivel del ático. Singh se aprestó automáticamente a
emplear la llave que le había dado la recepcionista, pero la puerta se abrió antes de
que metiera aquélla en su cerradura. Y más allá…
—Esto me recuerda —comentó Singh con horrible calma— la escena final de
Hamlet.
¡Cadáveres por doquier! Sólo que… aún no cadáveres. Con palidez de cera, se
hallaban sentados o permanecían inmóviles, en sillas, catres y cojines amontonados;
nueve en círculo en torno al décimo… un hombre rechoncho de rasgos eurásicos,
retrepado en un sillón almohadillado y vestido con una espléndida túnica de seda. A
su lado, y como si en aquel momento se las hubiera quitado, se hallaban unas gafas
con montura de carey. Era, por consiguiente, Hugo Choong.
Los puños de Gerry se apretaron de manera ridícula. Como un muñeco mal
ajustado, fue cojeando hacia el telépata sumido en trance, hendiendo el aire la
violencia de su cólera.
¡Maldito seas, maldito seas, Maldito seas…!
—¡Gerry! —Las palabras de Singh asaetearon su cerebro—. ¡No puede usted
alcanzarlo, de modo que no desperdicie el esfuerzo!
La rabia de Howson se desinfló como un globo pinchado, se redujo a la nada,
cediendo el paso a una cansada apatía. Hizo un amplio ademán y volvió la espalda.
—Adonde él ha ido, no desea que nadie le alcance.
—No estoy tan seguro —replicó Singh—. ¡Mire! —Dio unas zancadas sobre la
mullida alfombra hacia el teléfono de pared, y señaló a algo que estaba sobre una
mesita próxima a él. La desvaída mirada de Howson le siguió.
—Aquí hay un interruptor horario en el teléfono, y está dispuesto para las ocho de
mañana por la mañana. Y aquí hay un magnetófono. Veamos lo que dice. —Levantó
el pequeño artilugio, encerrado en una cajita de magnífica laca, y descubrió que
estaba conectado al teléfono por un hilo tan delgado como el de una telaraña.
Oprimió el conmutador, y en el momento se oyó una voz firme diciendo:
—Aquí Hugh Choong, en el ático. Buenos días. Por favor, no se alarmen ante este
mensaje registrado que está sólo destinado a repetirse en el caso de que no lo capten
del todo la primera vez. Por favor, tomen contacto con el director-jefe del Centro
Terapéutico de la Organización Mundial de la Salud, doctor Pandit Singh. Infórmenle
sobre mi identidad, y pídanle que venga a verme con uno de sus principales
ayudantes. La puerta del ascensor abre automáticamente ésta, de manera que no
tendrá dificultad en entrar. ¡Gracias!
—¡Apáguelo! —dijo con enfurecida vehemencia Howson—. ¡Así que él lo ha
preparado todo! ¡Lo mejor de la terapia, por ninguna razón válida! Y ahora,
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supongo… —Se detuvo, aunque sus labios se movieron.
—¿Sí, Gerry? —preguntó presuroso Singh.
—¡Ya sabe usted exactamente lo que yo iba a decir! —Restalló Howson—. Ahora
ha de ir alguien tras él, arrancarle por fuerza de su fuga, y perder tiempo y esfuerzo
que debieran emplearse en alguien que lo necesita.
—En lo que a mí respecta —dijo Singh en tono que no necesitaba teñir de
reproche—, el hecho de que Hugo Choong esté aquí, en este estado, le convierte en
una persona necesitada de terapia. ¿Estoy equivocado?
Howson se sonrojó. Se mostró como dispuesto a contradecirle, pero antes de que
tuviera la oportunidad de hablar, los asistentes de la ambulancia vinieron del
montacargas, y la atención de Singh se trasladó a la supervisión de su trabajo.
Howson se retiró a un rincón y miró con fijeza al cerúleo rostro sereno de
Choong, mientras disponían su cuerpo sobre la camilla.
—¡No, maldito seas! ¡Por eso es que hay tanto hedor de presunción
despidiéndose en torno tuyo! ¡No podías haber necesitado tanta ayuda, puesto que
has tomado tanto cuidado en asegurarte de conseguirla!
¡Y la quieres, maldito seas de nuevo! Me mandarán en pos de ti a esa tierra de
nadie, a destruir tus sueños, a importunarte y perseguirte. Y yo asumiré la tarea,
porque eso es todo cuanto tengo; mi destreza, que no tiene par en nadie en el mundo.
Así pues, ¿quién vendrá tras de mí, a ayudarme, Choong? ¿Quién otro queda?
¡Vete al infierno, maldito!
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Capítulo dieciséis
Su amargura e inquina estaban aún aumentando, acentuadas por su falta de sueño,
cuando se concertó la conferencia especial para la tarde siguiente. Para un paciente
ordinario, bastaba con una anotación en la agenda cotidiana normal; para algún otro,
al servicio de las Naciones Unidas, suponía una línea múltiple telefónica para tratar
del caso. Pero para Choong, los ejecutivos superiores llegaron en bandadas en el
expreso Mach Cinco.
Howson tomó asiento en la butaca que le estaba reservada a la derecha de Singh,
tratando de pensar en cosas sin importancia: en el techo bajo de color verde mar, en el
exquisito diseñado del mobiliario de madera de haya. Fracasó en su intento. Se daba
demasiada buena cuenta de las culpables miradas curiosas de los forasteros, que
expresaban tan claramente como una señal telepática: ¿El más grande telépata
curativo del mundo? ¿Él?
Apenas podía contenerse para espetarles en voz alta: «¿Qué diablos era lo que
ustedes esperaban? ¿Un superhombre? ¿Un par de cuernos?»
Afortunadamente, su atención había sido distraída por la llegada de copias de los
informes de examen físico de Choong y sus compañeros. Ahora estaban
obstinadamente sumidos en el minucioso cotejo de una maraña de detalles, esperando
ahorrarse el formular más tarde preguntas ignorantes, apareciendo como unos bobos.
Excepto uno, se dio cuenta de pronto. Lockspeiser, el corpulento canadiense de
rostro rojizo y la calva en la coronilla, había cerrado y apartado a un lado su carpeta
de papeles. Aquél era un acto sincero, de todos modos…
—Dispénseme por mi franqueza, doctor Sing —dijo el canadiense—. Pero este
asunto es para los médicos, y yo no lo soy. Yo soy un supuesto político práctico
trabajando con la Comisión Coordinadora del Comercio, y mi interés por el doctor
Choong se halla limitado al hecho de que se esperaba que arbitrase en la crisis de la
que puede acaso usted haber tenido noticia… ese batiburrillo chino-indonesio. Fue
una tarea endiablada el atemperar los humores de la gente hasta el punto de que
aceptasen un arbitro externo, y quisieron a Choong o a ninguno más. Eso es lo que
para mí cuenta. ¿Podemos dejar a un lado la jeringonza y extraer algunos hechos
concretos?
¿Así pues, él había estado rehuyendo una tarea?… La idea fue singularmente
consoladora para Howson. Sin embargo, durante sólo segundos. Singh alzó la cabeza.
—¿Se le notificó que se requerían sus servicios?
—No lo sé —gruñó Lockspeiser—. Yo lo previne a su oficina de Hong Kong,
naturalmente. Usted es de allí, ¿no es eso? —añadió posando su mirada sobre el
preocupado chino que estaba enfrente suyo, y que había sido presentado a la reunión
como el señor Jeremías Ho.
—Sí. Ah… —Su expresión era desdichada—. La respuesta a la pregunta del
doctor Singh es negativa. No supimos del doctor Choong durante más de una semana.
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—¿Y no les preocupó eso? —pregunto incrédulamente Lockspeiser.
—Diciéndolo de otro modo, no nos inquietamos por el doctor Choong. —El tono
de Ho era de suave reproche—. Supusimos que estaba haciendo uno de sus
acostumbrados viajes de estudios. Se ausenta a menudo para sondear la opinión
pública, recogiendo datos y antecedentes que puedan ser útiles en el futuro. Sólo él
puede decir lo que es importante para él.
Singh lanzo una tosecilla cortés.
—No creo que debamos proseguir por ahí. Ya hemos localizado a Choong;
nuestra dificultad inmediata es llegar hasta él. Mejor será que nos concentremos en
ello.
—De acuerdo. —Quien lo dijo era la mujer muy dueña de sí, de cabello castaño
rojizo, de una edad, probable, entre treinta y cinco y cuarenta años, vestida de negro y
verde, y que se sentaba un poco aparte de su vecino Lockspeiser. Su condición era
hasta el presente desconocida a Howson, y sentía curiosidad sobre ella. Estaba seguro
de que era una telépata, pero cuando le hizo el automático cortés abordaje, se había
topado con un bien disciplinado gesto mental equivalente a un encogimiento de
hombros. Era, efectivamente, un desaire y le afectó.
Singh, guiñó un ojo a la dama.
—Gracias señorita Moreno. Ahora bien, comprendo de su parte que no sabe nada
de importancia sobre los compañeros del doctor Choong. ¿Exacto?
La señorita Moreno hizo un enfático ademán de asentimiento con la cabeza,
añadiendo luego en confirmación:
—Ninguno de ellos se ha presentado a nuestra atención previamente.
—¿Nuestra atención? —dijo Howson. Todos los ojos se enfocaron hacia él, y se
apartaron de nuevo al instante, excepto los de la señorita Moreno. Su respuesta fue
rápida y casual.
—Información Mundial, doctor Howson.
Desde luego. Cuando falta un hombre que detenta la llave de la paz sobre una
sexta parte del globo, ustedes esperan que corran tras él. Embarazado por su propia
falta de perspicacia, y más turbado que nunca ante la negativa a reconocerle al nivel
telepático, Howson murmuró algo sin concretar.
Singh se apresuró a intervenir:
—Todos ustedes han sido informados de lo que le ha sucedido a Choong,
naturalmente. Lo que no podemos imaginarnos aún es por qué lo ha hecho. Estamos
analizando los informes psicomédicos confidenciales que el señor Ho trajo de Hong
Kong pero hasta llegar a una conclusión, sólo podemos conjeturar. Antes de hoy dije
que la razón para constituir un agrupamiento catapático era la misma por la cual
cualquier notelépata puede evadirse… escapar a una crisis insoportable en la vida
real. No obstante, todos nuestros datos señalan que Choong se hallaba perfectamente
encajado a su tarea, a su vida privada y a su talento… ¿Es así, señorita Moreno?
—¿Tenemos que prolongar esta conferencia? —dijo de manera agria la
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interpelada. Howson se tensó. A pesar del cuidadoso dominio de la mujer, ella le
estaba enviando una filtración de indiscutible alarma—. ¡Hay sólo una vía de acción
abierta, y cuanto más pronto se la adopte, mejor!
Lockspeiser dio una palmada sobre la mesa.
—¡Estupendo! —exclamó—. ¿Quiere alguien decirme qué acción? Nunca me
paré en este… en este asunto catapático antes de haber oído de Choong. A mí me
parece que se halla bloqueado todo camino para alcanzarle… ¿no es así?
—Lo que ha de hacerse es esto —dijo Howson en voz tan estridente y dura como
un chillido—. Alguien ha de seguirlo en su fantasía. Alguien ha de arriesgar su propia
cordura para determinar las leyes por las cuales opera su universo… para apartar de
diez personalidades reales y Dios sabe cuántas esquizoides secundarias, el ego del
telépata, para hacer tan inhabitable la fantasía que por puro disgusto desate él los
lazos entre sí y los otros y vuelva a la percepción normal.
Alzó los ojos para mirar directamente a los de la señorita Moreno, quien mantuvo
firme su mirada cuando él terminó diciendo:
—¡Y eso no es fácil!
—¿Dije acaso que lo fuera? —Un leve tinte de rubor coloreó las oliváceas
mejillas de ella.
—Usted dijo que cuanto antes abordemos a Choong, tanto mejor —respondió
Howson, parodiando una inclinación de invitación—. ¡Es usted bienvenida! Por
primera, tendrá usted que conocer primero de memoria a su sujeto. De no ser así, él
puede ocultársele tras una infinita sucesión de disfraces, hasta que se sienta usted
demasiado enojada para imaginárselo, o demasiado cansada para importarle, o… o
demasiado fascinada… —Tragó saliva y se pasó la lengua por los labios, mirando
aún a la señorita Moreno, pero sin verla—. En segundo lugar, mientras el cuerpo
mantiene sus reservas de energía, un intruso ha de deslizarse en él, o no entrar en
absoluto. Si es torpe y se manifiesta con evidencia, topa con los recursos de los
participantes, quienes niegan su existencia como niegan la de sus propios cuerpos.
Esta vez hay diez en el agrupamiento, y puede usted apostar que Choong no ha
invitado a badulaques y maricas para compartir sus sueños. Y en último lugar… —Si
detuvo. Todos esperaron, haciéndose la pausa como un intervalo entre el rayo y el
trueno.
—Y en último lugar —repitió muy lentamente Howson—, Choong no es una
inadecuada personalidad en fuga.
Entonces, ¿por qué? ¿Por qué? ¿POR QUÉ?
Tras esto, dejó seguir a los demás. Sólo quedaban por determinar cuestiones
periféricas, y no importaba quién pedía el qué, pues todas eran predecibles.
—¿No puede ser rebajada su resistencia… mediante drogas, acaso?
—Mediante drogas no. A veces sirve de ayuda un choque eléctrico al órgano de
Funck. Pero cualquier deprimente que empleásemos, afectaría a las funciones
motoras —el corazón, el reflejo respiratorio— así como a los centros superiores
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implicados en la imaginación. No tenemos nada tan selectivo para el sistema
nervioso.
—Bueno… ¿corazón y pulmones prostéticos?
—No sirve hasta que se haya roto el enlace telepático. Antes sí. Ello significaría
mucha menos exigencia de sus cuerpos, y las funciones naturales podrían cesar para
siempre.
—¿Supone alguna diferencia la separación física?
—Se emplean telépatas para comunicar con Marte. Espero que esto responda a su
pregunta…
Singh se estaba volviendo irritable; su mente no se hallaba en el interrogador, sino
en el ausente Howson, preguntándose si estaría fisgando en alguna parte del edificio.
Y lo estaba, naturalmente. Era algo que no podía resistir.
Sintiendo la creciente impaciencia del director jefe, los otros cambiaron de
parecer sobre hacer más preguntas, y Lockspeiser se fue derecho al grano.
—¡Muy bien, doctor Singh! Todo esto puede reducirse a lo siguiente: ¿aceptará el
señor Howson asumir la tarea, y cuáles son sus probabilidades de éxito en tiempo
razonablemente breve?
Ya desearía saberlo… Pero Singh oculto hábilmente este pensamiento, y acaso ni
siquiera la señorita Moreno lo captó. En voz alta dijo:
—En cuanto a asumir la tarea, estoy seguro de que querrá. En lo que respecta a
conseguir el logro en un tiempo razonablemente breve, puedo manifestar que tiene un
récord ininterrumpido de éxitos en sus casos precedentes, y pocas de sus curas
llevaron más de cuarenta y ocho horas desde su comienzo. Observen que el terreno ha
de preparadose, como ya lo indicó él; tiene que saber del paciente desde su
nacimiento, antes de penetrar en su fantasía.
Pero la señorita Moreno se quedó con la mirada clavada en Singh, y cuando la
puerta se hubo cerrado tras Ho y Lockspeiser, dijo:
—Si no le importa, voy a someterle de nuevo a esta pregunta. Es esencial que no
andemos con tapujos en esta cuestión. ¿Está usted seguro que el doctor Howson
volverá a traer a Choong?
La mayor cólera que jamás le invadiera, asaltó a Pandit Singh, quien barbotó:
—¡No se permita decir, o ni siquiera pensar eso! ¡Condenación! He trabajado con
Gerry durante once años, y lo he visto desarrollarse desde un asustadizo y tímido
adolescente hasta un capaz… diablos, un brillante, terapista. Su mente es tan aguda
como un escalpelo. Yo sé eso, ¿y cómo es que usted no lo sabe? Pues usted misma es
una telépata, ¿no es así?
Hubo un momento helado. Con los ojos cerrados y balanceándose un poco en su
butaca especial, Howson esperaba sentir a Singh oyendo la respuesta. No tenía por su
parte ningún deseo de investigar la mente de la señorita Moreno, puesto que ella
había previamente rehusado su contacto.
—¿Cómo lo supo usted? —dijo ella—. Mi despacho tenía órdenes de no decírselo
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y me parece que puse bien de manifiesto a Howson que…
—No necesitaba que me lo dijeran —replicó Singh, lanzando las palabras con
impaciente gesto—. He visto más de doscientos telépatas, enfermos y sanos,
entrenados y novatos. Sin embargo, espero aún una respuesta. ¿Cómo es que usted
ignoraba que Gerry es el único hombre viviente que puede volver a traer a Choong?
—Porque… —Hubo una pausa, impregnada del acopio de la potencia de voluntad
hacia una decisión—. Porque Choong me espanta, si he de ser franca. Siempre desde
que Vargas descubrió el eslabonamiento catapático, de la —no lo sé— frustración,
desajuste… Oh omita eso. Desde entonces, de todos modos, ello ha supuesto una
constante tentación para todos nosotros. Usted es probablemente una excepción, pero
mucha gente imagina que el talento es absolutamente remunerador y satisfactorio. A
pesar de toda la cuidadosa propaganda en contra, se tornan envidiosos. —Las
palabras sonaban ahora más amargas—. Bien, un telépata puede frustrarse, o
deprimirse, o perder ánimo. Y cualquiera de nosotros podría decir en todo momento
¡que arda si quiere el mundo! ¡Yo puedo hacer lo que quiero! Pero nos mantenemos.
Pensamos: Son los débiles los que ceden… Pero Choong lo ha hecho ahora. ¿El un
débil? ¿El? Jamás. Se puso en fuga al parecer simplemente por pura elección, en
plena posesión de facultades. ¿Es a eso a donde voy yo a ir a parar? ¿O Howson? ¿O
todos nosotros? He estado negándome a una relación con Gerry Howson, doctor. Sé
que ello le está afectando. Pero ya ve… temo que si él halla que está tan tentado
como yo, y si descubre que yo estoy tentada, habremos perdido no sólo a Choong,
sino a él, y a mí también.
Singh no tuvo respuesta alguna. Se limitó simplemente a inclinar su cabeza.
* * *
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Capítulo diecisiete
Por lo general fiaba a la inspiración, cuando menos en parte, para rematar su logro.
Muchas veces en el pasado había conseguido un rápido y drástico desbaratamiento de
un agrupamiento catapático mediante la explotación de una debilidad revelada sólo
en la misma fantasía, nunca admitida previamente por el telépata, ni siquiera a su
analista, ni tampoco a su mujer… si la tenía, pues eran más bien escasos los telépatas
que contraían matrimonio, en vista de la improbabilidad de tener hijos con el don que
poseían.
En esta ocasión, sin embargo, nada fue dejado para la improvisación de último
momento, sino que empleó todos los artificios.
Fueron primero las largas, larguísimas horas bajo el capirote… el artilugio muy
ajustado que combinaba una pantalla de microfilm, un micrófono y circuitos de salida
de locución audible. Empleó un suave estimulante para fijar en su cerebro los
interminables hechos, y salió de cada sesión cojeando y sudando.
Luego fueron las investigaciones directas. Le trajeron a todo aquel que pudieron
encontrar, y que hubiera conocido estrechamente a Choong; antiguos camaradas de
colegio, parientes, mayores, amigas de otro tiempo, colegas profesionales… en total
más de doscientas mentes a bucear, escudriñar, cribar, y extraer indicios y conjeturas
de ellas.
Finalmente, le trajeron a la esposa de Choong.
Nunca había deseado enfrentarse a ella. Había intentado decirse, así como a ella y
a Singh, que no era necesario, que tenía ya acopiado suficiente material. Pero al fin
hubo de aceptar la prueba, pues ella misma insistió. Deseaba volver a tener a su
marido, y si en su memoria guardaba algo de utilidad para Howson, deseaba
transmitírselo.
Era una mujer pequeña, rechoncha, no muy atractiva, telépata receptiva de buena
ejecutoria. Sus antepasados fueron en su mayoría polinesios, pero su tarea actual
concernía principalmente al ajuste cultural en la Nueva Guinea, asentando el impacto
de la tecnología moderna en gentes cuyos abuelos habían nacido en la Edad de
Piedra. Había estado fuera trabajando durante más de tres meses, y no había esperado
ver a su marido en otras seis semanas.
Al efectuar con ella la primera prueba, Howson se convenció de inmediato de lo
que hallaría. ¡Allí debía encontrarse a buen seguro, en alguna parte, la intolerable
situación de la que estaba escapando Choong! Buscó las señales de tensión marital,
probablemente sexual… y quedó desconcertado.
No se encontraban allí. Sólo una perplejidad lastimada, una muda pregunta: ¿Por
qué se fue sin mí?
Y ella no conocía la respuesta, aunque hurgase en el caos de su subconsciencia.
Según toda apariencia externa e interna, Choong era el mejor y más ajustado telépata
con que jamás topara Howson, y su encaje a su esposa era tan bueno como a
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cualquier otra parte de su existencia.
Agitado, resistió al creciente impulso de interrumpir sus preparativos. Sabía que
Lockspeiser y Ho se estaban volviendo ansiosos; también que hasta Singh, cuya
confianza en él era tremenda, había comenzado a preguntarse si aquellas minuciosas
precauciones eran necesarias, o tan sólo suponían un intento de posponer la eventual
terapia. Ni siquiera si la crisis chino-indonesia desembocara en la violencia, se
atrevería a enfrentarse a Choong sin conocer minuciosamente sus puntos débiles.
Y puesto que Choong no tenía ninguno mencionable, eso quedaba para sus
compañeros.
Aquí la tarea era infinitamente más fácil. Aunque ninguno de los nueve habría
sucumbido espontáneamente a la fantasía escapista, habían requerido poca persuasión
para unirse a Choong. En consecuencia, halló esperanzadoras indicaciones en sus
registros psicológicos.
Uno de ellos: deseo de poder reprimido, fantasías de rey y esclavo reveladas en
análisis pocos años antes.
Otro: Un historial de infancia con mentiras, pequeños hurtos y rotura de
mobiliario.
Una mujer: Tentativa de suicidio tras un desgraciado asunto amoroso.
Soy un vampiro —pensó Howson, no por primera vez—. Aquí se halla gente sin
saber lo que hacer, y desesperada ha intentado la fuga. Así pues, ¿qué hago yo?
Intervengo en su miseria particular y convierto en insoportable hasta su escapatoria.
—Dispóngalos, Deirdre. Bajo ahora mismo.
—Bien. Estaremos listos para cuando llegue; he tenido personal en reserva
durante todo el día.
Howson desconectó la intercomunicación, se puso en pie y se desperezó. Hubiese
deseado estirarse por completo, y tensar los mustiados músculos de su espalda que
nunca había sobresalido. Pero el mero deseo era fútil. Debía haberlo sabido ya.
Su mente zumbaba por la información que había recopilado en ella durante los
días pasados, mientras iba cojeando a través de los pasillos hacia la habitación en la
que esperaba su paciente. Era como ser perseguido por avispas.
Además, estaba la memoria para guiar sus pasos. Tal vez era un error que nunca
se hubiera movido de la habitación que le fue destinada al llegar. Acaso debiera haber
ido a un apartamento en la ciudad. No hubiese estado ahora siguiendo el mismo
camino que siguiera antes, cegado por las lágrimas, cuando Elsa Kronstadt llegó a las
puertas de la muerte en su encuentro con Pericles Phranakis.
¿Era ésta su propia hora de crisis? También Elsa había tenido un récord
intachable, hasta que (¿por qué se comparaba?) la debilitara el tumor del tamaño de
una bala en su cerebro. Sus poderes físicos no eran peores de lo que siempre lo
habían sido, mas no obstante su dominio había sido sutilmente socavado,
precisamente por las razones que la señorita Moreno había confiado a Pandit Singh.
Estaba embarcándose, espantado, en una empresa en la cual únicamente la más
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sublime confianza en su propia destreza podría sostenerle. Y no había allí ningún
renuente novato dispuesto a acudir en su rescate a última hora.
Vendrá eventualmente a la labor de equipo: habremos de tomar dos o tres
proyectivos de menor grado, y acaso emplear la hipnosis para sojuzgar su ego
individual, y poner a un telépata al mando y… ¡Pero si eso es casi una agrupación
catapática!
No, ésa no era la solución. Todavía no. No hasta que el proceso de asimilar
telépatas a un mundo de gente corriente fuese completo. Y para entonces, acaso, no
existiría la presión sobre los telépatas, que los inducía de todos modos a la fuga.
Tal vez habría sólo casos como el de Choong…
Entró en la habitación donde le esperaban y miró en derredor, asintiendo con la
cabeza. No había efectuado un despeje preliminar de aquel presente —estaba
preocupado con sus propias inquietudes— de manera que le sorprendió ver allí a la
señorita Moreno. Miró a Singh de manera interrogadora.
Ella le respondió directamente, antes de que Singh pudiese hablar.
Me gustaría asistir a su labor, doctor Howson. ¡Me ha impresionado tanto lo que
he sabido por el doctor Singh!
—Bien, bien. —Howson habló en voz alta por reflejo; ¡qué cambio era aquél! La
miró fijamente y la vio respingar, pero mantuvo su mente abierta. Era una nueva y
vigorosa impresión la que recibió: estable, elástica, en ciertos aspectos comparable a
la de Choong, pero con un componente acusadamente femenino.
—Ya veo —dijo finalmente—. Es para impresionarme que no todos los telépatas
han seguido el camino que Choong eligió. Más bien elemental. Quiero decir, que aquí
estamos después de todo… Pero contemple cuanto quiera. Sólo que, suceda lo que
suceda, no intente echar una mano.
No esperó la respuesta, sino que se dirigió al lecho. Un atento enfermero se
aprestó a ayudarle. Mas no era necesario; aquella era quizá la trigésima vez que había
ocupado aquel sitio para tal tarea. Miró en derredor mientras eran dispuestos en su
cuerpo los diferentes artilugios.
Reflexionó que había habido pocos cambios desde que viera por primera vez
aquella habitación. La experiencia había sugerido mejoras en el equipo; hubieron
desarrollos en la tecnología médica, e ingenios superiores registradores, y aparatos
prostéticos más perfeccionados habían reemplazado los de los tiempos de Elsa
Kronstadt. Aparte de ello, la escena era la esencialmente idéntica a la de su
introducción a su carrera.
Miró a Singh, quien le dirigió una amplia sonrisa medio tragada por barba y
bigote. Luego miro a Deirdre van Osterbeck, quien estaba demasiado ocupado
comprobando los encefalógrafos como para darse cuenta. Y en ambas mentes
percibió un conflicto entre esperanza y ansiedad.
El guardián de terapia —un rechoncho joven de ojos oblicuos y fija sonrisa
mecánica, llamado Pat Chang Mee— se instaló en su silla al lado de Howson. Había
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trabajado con éste dos veces antes, y un rápido escudriñamiento mental reveló que
estaba sumamente confiado en el éxito.
Y allá estaba Choong.
—Listo —dijo brevemente Deirdre.
Los técnicos le hicieron eco, indicando con la cabeza a Singh. En la parte trasera
de la habitación, cerca de la puerta, Howson sintió a la señorita Moreno instalándose
en un blando sillón; no la vio moverse, pues ya había cerrado los ojos.
—Registro —dijo. Las imágenes fluyeron en el instante en que comenzó a
relajarse hacia el contacto—. Estoy obteniendo el molde principal… la ciudad, las
montañas… Informé invierno previamente. Se está desvaneciendo. Está dispuesta la
escena para algún gran acontecimiento. Voy a intentar entrar yendo por la senda K del
borde, la senda de comercio y viaje. Llegan caravanas a la ciudad y he detectado
cuando menos un esquizoide secundario de orden muy elevado usando esto como
fondo.
Había probado a Choong cautelosamente una serie de veces, mientras estaba
haciendo su acopio de información. Ahora, el mundo imaginario parecía familiar, casi
acogedor. Se desvaneció el conocimiento del hospital, y hubo sólo…
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Capítulo dieciocho
… el movimiento de balanceo, como el de una pequeña embarcación en un mar
agitado, y un olor diferente a cualquiera que hubiera sentido con anterioridad.
Camellos. Abrió los ojos. La ilusión era absoluta pero no había esperado otra
cosa. Estaba contendiendo, después de todo, con un brillante oponente.
Gradualmente surgieron hechos. Él era…, él era Hao Sen, el mercenario, el
guardián de la caravana, e iba negligentemente montado sobre su magnífico camello
hembra, Luz de las Estrellas, por entre la abigarrada bandada de mercaderes y
viajeros, a través de las puertas de la Ciudad del Tigre. El aire era incisivo y
estimulante; el invierno casi había pasado ya, y ésta era la primera de las caravanas
de primavera que desafiaba a los bandidos y cruzaba las montañas procedente del
norte.
Bandidos… El concepto aportó una sensación de cansancio y satisfacción, y
recordó. Habían estado luchando; los bandidos habían tendido una emboscada. Las
muestras aparecían por doquier en derredor suyo: aquel hombre estaba cojeando, y el
otro tenía un vendaje ensangrentado ciñéndole la cabeza. Él mismo —tensó los
músculos de su cuerpo— tenía sólo unas cuantas magulladuras, allá donde su coraza
de placas de latón sobre el cuero había protegido el tajo de un alfanje. Pero habían
obtenido una victoria total y aquel verano, según rumor general, el emperador alzaría
un ejército y barrería para siempre a los bandidos de sus cerros.
Bostezó cavernosamente tras su barba negra de forma de azada. Su mano se posó
sobre el familiar pomo de su ancha espada, y apremió a su camello hacia la puerta de
la ciudad.
Los muros eran enormes y sólidos; las formas negras de los soldados los recorrían
como muñecos. Sobre la misma puerta había una galería en la que estaban alineados
escudos que portaban el estilizado emblema negro y amarillo de una cabeza de tigre.
Se trataba de una protección mágica, un amuleto sabiamente escogido; la ciudad era
impresionante y merecía que se le hubiese dado el nombre de la segunda bestia más
poderosa del mundo. (¿Dónde había aprendido eso? ¿Quién le había dicho que los
antiguos chinos consideraban así al tigre? Frunció el entrecejo por un momento, y
luego hubo de someter aparte la pregunta para su consideración).
En ese momento el populacho estaba yendo por la calle interior de la puerta,
alegre y ondulante en su andar, y algunos titiriteros en cabeza de la procesión daban
volatines para corresponder a los saludos. Hao Sen lanzó una estrepitosa risotada ante
sus zapatetas y cabriolas, lanzando miradas al paso a las muchachas de cara de luna,
como cualquier soldado que hubiera pasado mucho tiempo sin mujeres.
Había pelotones de guardias de la ciudad para dirigir la caravana y despejarle el
camino; y había mercaderes de afiladas narices cerrando sus casas para bajar al
mercado a efectuar sus transacciones. Había caza de clientes para los mesones y
posadas locales, y había… oh, una multitud de gentes congregándose.
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Se vertieron en la gran plaza del mercado con el acompañamiento de gritos,
triquitraques, y gongos de latón. Hao Sen cabalgaba constantemente a paso de paseo,
recogiendo toda la información posible sobre lo que le rodeaba.
Se sintió sacudido por su detalle. ¡Aquello era… fantástico!
—¡Eh, tú! —Una sonora voz de bajo penetró en su ensoñación, y un oficial de la
guardia de la ciudad espléndidamente ataviado de negro y amarillo, vino a grandes
zancadas hacia él—. ¡Desmonta enseguida! ¡No se permite cabalgar en ninguna
bestia a través del mercado!
Hao Sen obedeció rezongando. Aquello era irritante, pero no se atrevió a formular
objeción alguna: era demasiado pronto para empezar atrayendo la atención sobre su
persona. Luz de las Estrellas expresó su opinión por un irrisorio plegamiento de su
belfo superior, lo cual se traduce por algo entre los camellos, y él no pudo reprimir
una torcida sonrisa.
—¿Qué es lo que debo hacer con mi camello entonces? —preguntó.
El oficial apuntó a corta distancia del camino por el que había venido.
—Allí encontrarás posadas, con establos a tu gusto. De ser tú, me daría prisa, o
estarán todas ocupadas cuando llegues.
Poco tiempo después, a pie, y con su espada pegada a su costado, en su vaina de
cuero y latón, volvió a la plaza del mercado. Se desarrollaba en ella ahora una escena
de tremenda actividad; los cargamentos de los fardos que portaban las bestias de la
caravana habían sido extendidos en torno a tres lados de la plaza, para que los
examinaran los compradores, y habían brotado tenderetes por doquier en el centro:
barberos importunaban a los paseantes para ofrecerles el arreglo de sus cabellos y la
limpieza de sus orejas y narices, encantadores, titiriteros y juglares estaban
practicando sus habilidades, y se habían apostado músicos lanzando plañideras
canciones con acompañamiento de vibrantes y gangosos instrumentos. Hao Sen vagó
al azar entre la muchedumbre, con el ceño fruncido.
El lado cuarto de la plaza, aquél que los mercaderes no podían disponer, se
hallaba, sin embargo, bullidor. Frente a él había un vasto edificio con treinta tejados
curvos de pagoda y una escalinata de unos cien peldaños que conducía a sus puertas
principales. En ideogramas rojos y amarillos se hallaba trazada sobre su fachada esta
inscripción: EL TEMPLO DE LOS CELESTIALES FAVORES.
En los peldaños se encontraba una cuadrilla de obreros muy atareados en
completar un estrado para un trono. Hao Sen los contempló. A juzgar por las
llamativas colgaduras de seda que estaban poniendo en su obra, se preveía una visita
del emperador.
La suposición fue confirmada cuando reparó en un hombre corpulento trazando
un circuito en la plaza, acompañado por guardias armados, y señalando artículos de
especial naturaleza, para que los mercaderes los retirasen de sus existencias. Algunos
de esos artículos eran recogidos por gruñidores jóvenes de blancas vestiduras tiznadas
y llevados a hombros a través de la plaza, al pie de la monumental escalinata ante el
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templo.
El emperador. Hao Sen meditó en la probabilidad de que el foco evidente de su
atención era el gobernante real. Y se decidió en contra de la posibilidad; cuando
menos una de las personalidades reflexivas implicadas en aquella soberbia ciudad
imaginaria, había tenido fantasía de rey y esclavo, y el emperador sería
probablemente más una personalidad subsidiaria que principal.
Por otra parte, desde luego…
Hao Sen cesó su curso de pensamiento con un sobresalto. Acababa de avistar a un
domador de dragones entre dos colorinescos quioscos en la plaza.
Se abrió paso a codazos hasta el espectáculo, no haciendo ningún caso a los
protestatarios que apartaba y se detuvo enfrente del círculo de espectadores que
rodeaban al domador y a su bestia, los cuales se mantenían a respetable distancia.
Sin embargo, aquella bestia no tenía mucho de dragón. Parecía medio muerta de
inanición, y apenas tres cuartas partes desarrollada; además, sus escamas estaban
cubiertas por un moho semejante al de una enfermedad fungosa. Sin embargo, sus
malignos dientes eran blancos y agudos, al mostrarlos en sus sordos gruñidos. El
domador —un hombre gordo y atezado, probablemente un gitano del sur— estaba
haciendo mover las patas a la bestia en una especie de desmañada danza,
aguijoneándola con una vara puntiaguda de metal que a intervalos calentaba en un
brasero.
Hao Sen se estremeció al contemplar no ya la funesta amenaza en los ojos de la
bestia, que prometía no resistir mucho tiempo tal trato, sino la importancia de la
enfermedad que padecía.
Mientras se hallaba reflexionando aún en las implicaciones, hubo un sonar de
trompetas tras él y se volvió. Un desfile de soldados brillantemente uniformados
penetraba a vivo paso militar en la plaza seguidos por hombres portando un palanquín
de rica seda y raras maderas. Los oficiales aullaron órdenes para recabar el debido
respeto al emperador, y, como un bosque talado de un solo tajo, todos los
circunstantes en la plaza se postraron con la frente en el suelo, en homenaje imperial.
Una vez dado el permiso para levantarse a la gente, el emperador se hallaba ya
instalado en su trono rodeado por su séquito: mandarines con plumas de pavo real,
servidores personales con abanicos simbólicos y oficiales de elevada graduación de
su ejército. Hao Sen los escudriñó con interés. Su atención fue atraída casi al instante
por un hombre de elevada estatura con magnífica vestidura de seda que se hallaba a la
diestra del emperador, un tanto apartado del resto y al parecer no teniendo asistentes
personales.
Como fuera… esto olía bien. Hao Sen ignoraba la ceremonia que seguía, la
presentación del jefe de la caravana y el despliegue de mercancías selectas ante el
emperador, y examinó a aquel hombre. No había un manifiesto parecido, pero eso era
apenas una evidencia. Considerando, después de todo, su propio cuerpo ahora.
Interrumpió este pensamiento con una sacudida casi física y se preguntó si aún sería
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demasiado pronto para atraer la atención sobre su persona. Por otra parte, la
perfección del detalle era una señal para la precaución; por otra, ello implicaba que
los secundarios estaban excepcionalmente bien desarrollados. Él había llegado con el
disfraz que había elegido, y hasta el momento no había ningún indicio de que se
sospechara de su presencia…
Tomó una decisión y se abrió paso entre la gente hasta la fila delantera de quienes
habían dejado las atracciones de los prestidigitadores y saltimbanquis, trocándolas
por el privilegio de ver al Emperador Celeste muy de cerca. Para entonces, el
emperador había acabado su inspección de las mercancías del dueño de la caravana y
se inclinaba hacia atrás en su trono, paseando una distraída mirada por la escena.
Escasos momentos pasaron antes de que fijara su vista en Hao Sen y dijera algo al
dueño de la Caravana.
—¡Tenemos una gran deuda con él! —Manifestó el dueño de la caravana—. El
fue quien inspiró a nuestra guardia para repeler a los bandidos.
—Haced que se adelante —dijo negligentemente el emperador.
Un oficial se lo indicó a Hao Sen, quien fue obedientemente al pie de la
escalinata, poniéndose allí de rodillas y humillando la frente. Una vez hubo cumplido
el ritual, se puso en pie y permaneció con la mano posada en el pomo del arma que
ceñía su costado y con los hombros echados hacía atrás.
El emperador le examinó someramente.
—Un buen luchador —dijo aprobatorio—. Pregúntale si tiene intención de unirse
a mi ejército.
—Celestial Señor, vuestro humilde servidor ha oído que el ejército partirá este
verano en expedición contra los bandidos. Si se le concede el privilegio de unirse a la
empresa, servirá con todo su corazón.
—Bien, muy bien —dijo el emperador brevemente. Sus ojos se posaron un
momento en la musculosa complexión de Hao Sen—. Tomad su nombre, uno de
vosotros —añadió—. Y enviádmelo a palacio.
Mecánicamente, Hao Sen cumplió con los requisitos solicitados por el oficial que
vino a tomar su nombre y detalles de su experiencia. Era una precaución de mera
rutina; si se veía reducido a desmantelar uno por uno a los reflexivos, ahora disponía
de los antecedentes para tornar la fantasía de un rey y esclavo en algo enteramente
menos gustoso. Pero estaba satisfecho de que el propio emperador fuese sólo un
reflexivo.
En ese caso, ¿era el gobernante aquel hombre de elevada estatura que se hallaba
un tanto apartado? ¿O algún otro, no encajado en esta parte subsidiaria del drama?
Una vez más, aplazó la decisión.
El cortejo imperial había abandonado la plaza cuando se alzó el clamor.
—¡El dragón! ¡El dragón!
Giró en redondo, viendo una ola de catastrófico pánico irrumpir en el mercado
como un maremoto en la boca de un río. Vendedores, compradores y entretenedores,
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todos se abalanzaron como impetuosa corriente fuera de la plaza, derribando quioscos
y tenderetes, esparciendo y pisoteando mercancías y atropellando a viejos y niños en
su frenética carrera. Hao Sen se quedó donde estaba, esperando una vista despejada.
Cuando la tuvo, se estremeció de espanto. El dragón no era ya una bestia
mansamente sumisa, sino la propia encarnación de la amenaza. Se hallaba con tres de
sus pezuñas de agudas garras posadas sobre el cadáver de su dueño, rebanando su
cara y convirtiéndola en sangrienta ruina.
Se cansó de su juego e hizo una pausa, escudriñando sus amarillos ojos la gran
plaza. Hao Sen había a medias esperado que comiera, pues la bestia debía haber sido
mantenida hambrienta para debilitarla. Sin embargo su cabeza no bajó para morder el
cadáver, y el corazón de Hao dio un brinco al percatarse de que la plaza, aparte de su
persona, estaba ya completamente vacía.
Debiera haber corrido también con los demás. Se había demorado demasiado. El
más leve movimiento suyo atraería la atención de la bestia y estaba seguro de que ella
podría atraparle por mucho que corriese. La razón por la que le habían hecho dejar su
camello fuera de la plaza fue como un golpe. Había empleado su truco favorito antes
demasiado a menudo, y aquí había un oponente que lo empleaba también.
El dragón comenzó a moverse deslizándose hacia él con sus ojos sin parpadear y
tan brillantemente ardientes como los tizones del brasero que había volcado. Hao Sen
lanzó una frenética mirada en derredor, buscando un arma. Vio el asta rota de una
tienda al lado, y dio un brinco para cogerla. Y en el instante en que lo hacía, el dragón
acometió.
Hao blandió el asta de la tienda a la manera de una jabalina y la arrojó a la cara de
la bestia. Más por suerte que por precisión en la puntería, la afilada madera dio en
una de las franjas de escamas debilitadas por la enfermedad del moho. Apenas hizo
un corte Visible, pero el dragón aulló de dolor, y, girando en redondo, volvió al
ataque.
La primera vez, Hao se apartó a un lado, sacando su espada de su vaina. La
segunda, no pudo hurtarse por completo, pues la bestia enroscó astutamente su cola a
media altura, de manera que le asestó un golpe en el hombro que lo envió rodando.
Había sido como un mazazo, y el dragón debía pesar tanto o más que un hombre.
Aterrizó entre un amasijo de cuerdas de un puesto de venta y la bestia se encontró
lo bastante trabada para que Hao Sen pensara en una táctica para afrontar el siguiente
zarpazo. Esta vez, en lugar de dar un salto aun lado, se echó violentamente hacia atrás
tirando al mismo tiempo de la espada y hundiéndola en el bajo vientre del dragón.
Torció la empuñadura con tal fuerza que casi se dislocó el tobillo, y el impacto
hizo retumbar su cabeza al chocar con el pavimento. Con agudos chillidos de
angustia, el dragón arañó con las patas traseras, y una triple línea de dolor indicó a
Hao Sen donde los zarpazos penetraban en sus polainas.
Alzó una pierna y con toda su fuerza asestó un patadón en la base de la cola de la
bestia. Fue lo bastante doloroso para que ella le olvidase momentáneamente, mientras
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él atrasaba el cuello bajo el cuerpo de la bestia la cual intentaba arrancar la espada
con los dientes. Muy lentamente, sangre negra se derramó sobre la empuñadura.
Hao Sen rodó zafándose al instante. Consideró la posibilidad de sacarle los ojos al
dragón, pero estaban protegidos por córneas huesudas y pensó que lo más probable
era que perdiese los dedos en el empeño. Desesperadamente buscó un arma para
reemplazar a la perdida espada y no vio ninguna. El dragón abandonó su vano tirar de
la espada, lanzó un gruñido y brincó de nuevo.
Llegó a él ladeado, debido a que la hoja insertada en su tripa debilitaba una de sus
patas traseras; no obstante, curvó su gruesa cola hacia su cabeza, en lo que
amenazaba con ser un golpe brutal. Jadeando, Hao Sen se asió a la cola con ambas
manos… y comenzó a girar sobre sus talones.
Durante un fantástico segundo pensó que la bestia estaba intentando asestarle un
golpe con su cola. Luego, el peso de su brazo dio lugar a un tirón exterior. Cuatro
veces, cinco… el mercado remolineó vertiginosamente; la sangre del dragón trazaba
un círculo cada vez más amplio en el suelo. Él añadió un último esfuerzo de violencia
al movimiento, tendiendo hacia arriba, y luego soltó la cola.
Fue volando a través del quiosco del vendedor de cuerdas, sobre las monedas
esparcidas del puesto de un cambista, y fue a caer, con la cabeza torcida, a un ángulo
de la parte baja de la escalinata del templo.
Hao Sen dejó pender sus doloridos brazos, jadeando. Miró al ya inerte dragón, y
más allá, arriba a la escalinata, hallándose con la mirada del hombre de elevada
estatura que había estado allí contemplando el suceso, apoyado en un cayado.
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Capítulo diecinueve
—Buen combate —dijo el hombre del cayado en un tono cómplice que sugería que
había asistido antes a unos cuantos.
Hao Sen no respondió; el corazón le latía demasiado violenta y
desacompasadamente. Todos sus planes se habían reducido a la nada. Era de lo más
vulnerable.
Su única esperanza residía en intentar mantener la ficción de que su disfraz era
simplemente el efecto de la creación de una personalidad esquizoide secundaria en el
curso general de la fantasía. Escupió en el polvo, se frotó ambas manos, y fue hacia el
dragón para sacar la espada de su tripa.
Una ojeada le mostró que el arma ya era inútil; la empuñadura estaba torcida en
ángulo recto con la hoja. Maldiciendo, iba a tirarla a un lado, pero el hombre que se
hallaba en la escalinata le dijo con tono imperioso:
—¡Espera! Una espada que ha quitado la vida a un dragón no es arma a desechar
tan a la ligera. Dámela.
Hao Sen obedeció con renuencia. El hombre tomó la espada y la examinó
atentamente; luego, murmurando algo que Hao no pudo captar —un encantamiento,
probablemente— hizo un anillo con sus dedos pulgar e índice, y lo pasó a lo largo del
cayado que llevaba. Mantuvo el anillo cerrado mientras ponía el cayado en la curva
de su codo y asió la empuñadura de la espada con su mano libre. Luego pasó el anillo
por la hoja.
La sangre se cuajó y cayó, quedando el metal brillante. Y cuando llegó al lugar
donde estaba torcido, primero tembló un poco y luego se enderezó como un resorte.
—Soy el brujo Chu Lao —dijo el hombre de elevada estatura, con voz
desenvuelta—. ¡Aquí tienes tu espada!
Y un segundo después, se había ido.
Hao Sen consideró fríamente los hechos tal como se presentaban. Producían una
depresión total.
Resultaba claro que a pesar de todos sus cuidadosos preparativos, había efectuado
una suposición oculta y potencialmente fatal: la de que estaba contendiendo con un
adversario semejante a los demás. Y no lo estaba. Se veía contra un hombre capaz de
tomar tan cabales precauciones en la elaboración de sus fantasías, como en cualquier
otro compartimento de su existencia. Aquella mancha de moho sobre el flanco del
dragón debió ya haber sido bastante advertidora. Un detalle así era casi inconcebible
a menos que fuese producto de la reacción de Hao Sen con su ambiente, o el dragón
era un esquizoide secundario, y no uno construido.
Él mismo había empleado aquella añagaza bastante a menudo; y había estado
proyectando emplearla de nuevo cuando ideó al camello Luz de las Estrellas. Y bien
fuese por conjetura o por presciencia, había inutilizado al punto este arma.
Así pues, el dragón había sido un esquizoide secundario, con su propia
* * *
* * *
Rudi…
La figura de la cama se movió muy levemente. Fue la única muestra visible de su
reacción. Pero en el interior de su cabeza estaba respondiendo.
¿Qué es lo que quiere, canalla intruso?
Salvé su vida, Rudi.
¿Para que? ¿Para, sufrir así? Me condenó a esto cuando se interpuso y detuvo lo
que quería hacer.
Howson respiró profundamente. Ya había dicho a Clara que un telépata
proyectivo podía decir convincentemente una mentira; ahora reunió todas sus
reservas para demostrar el corolario, que podía decir convincentemente la verdad.
Lo sé, Rudi. Puedo sentir ese dolor tan agudamente como usted, ¿recuerda? Me
doy perfecta cuenta de lo que le he hecho. Ahora debo darle algo en
compensación:felicidad, o satisfacción, lo que desee que le procure. De no ser así,
¿cómo me trataría mi conciencia?
La mente entera estaba implicada. Tras la proyección verbalizada, suavemente,
automáticamente, Howson sustentó un reflejo del sufrimiento de Rudi, filtrado a
través de su propia mente e impreso con su propia personalidad.
Un débil revoloteo de incredulidad:
Pero usted no es nada para mí. Somos extraños, y hoy podríamos haber estado a
mil millas de distancia.
Nadie es nada para uno de nosotros. Y tras esto, debido a que era muy
complicado expresarlo en palabras, Howson se hizo sentir conscientemente que por
lo general formaba parte de sí mismo el que nunca diera un pensamiento… la
compartida cualidad de la existencia de un telépata, la necesidad y el hambre y el
anhelo que eran todas las corrientes necesidades y hambres y anhelos individuales
multiplicadas por mil, como en una sala de espejos reflejos redoblándose y
redoblándose hacia el infinito.
Por ello un telépata se convertía en un pacificador, o en telépata curativo, o en
arbitro de disputas… ayudando a las personas a ser más felices o mejores o con más
plenitud. Por ello era también que había ansiado contar espléndidas y encantadoras
historias telepáticas a la muchacha sordomuda que ahora conocía como Mary
Williams, y por lo que se había sentido tan amargamente desilusionado al saber que el
placer se había convertido en una ofrenda griega.
* * *
* * *
¡Rudi!
Howson notó contraerse un poco la mente, y luego recordar. La cura estaba
progresando bien; Howson sintió una punzada de envidia ante la saludable
normalidad de las funciones corporales de Rudi. Él no podría jamás haber soportado
una herida la décima parte tan grave de la que el joven había recibido y de la que se
estaba reponiendo tan rápidamente.
Habían trasladado a Rudi a una habitación insonorizada, y se encontraban todos
allí: Jay, Charma y Clara, con una enfermera de pie al lado. Howson renovó
amablemente su abordaje.
Rudi, piense en su música.
Como si se hubiesen abierto las compuertas de un río, una oleada de sonido
imaginado se vertió en la doliente conciencia de Rudi. Howson pugnó por canalizarla
y controlarla. Y cuando logró el mínimo dominio necesario, hizo una seña a Clara.
Se encendió el tanque de cristal, cuyo traslado a la habitación había precisado
cuatro hombres. Clara, con tensa expresión en su rostro, manipuló los mandos, y
Howson sugirió a Rudi que abriese los ojos. Lo hizo y vio…
Jay y Charma, desde luego, no podían oír la música que latía, bullía y barboteaba
en ardiente remolinear en la mente de Rudi. Pero Howson sí, y también Clara, y eso
era lo que importaba.
Habían pasado la semana experimentando, mejorando y probando; la velocidad
de respuesta del tanque era ya fenomenal, y Jay había improvisado nuevos y más
sencillos mandos para hacer al artilugio tan flexible y recto como un junco. Y
* * *
* * *
—Gerry —dijo quedamente Pandit Singh a través del rumor de voces—. Gerry,
hay alguien aquí a quien debería ver.
Hola, Rudi. Ya sabía que estaba aquí. Déme sólo una oportunidad para zafarme
de estos tales y cuales.
Una sugerencia silenciosa de que los espectadores habían de marcharse, y quedó
libre para estrechar la mano de Rudi. Clara estaba con él, y la saludó afectuosamente.
¿Cómo se encuentra?
¡Estupendamente! En adelante me verá usted mucho. Voy a empezar a
entrenarme como guardián de terapia en Ulan Bator el mes que viene.