El Inca
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Alberto Vázquez-Figueroa
Alberto Vázquez-Figueroa nació en 1936, el año en que empezó la guerra civil española. El principio de su vida está marcado por esa circunstancia histórica, pues su padre, sus tíos y su abuelo fueron encarcelados o deportados. A esta tragedia se une otra personal: en 1949 fallece su madre, y él, con trece años, es enviado con sus tíos al Sáhara, donde pasará el resto de su infancia y adolescencia. La vida en el desierto, sus habitantes y su dureza le marcan en todos los sentidos. En 1954 vuelve a Santa Cruz de Tenerife, donde completa el bachillerato y decide estudiar periodismo en Madrid. Paralelamente a sus estudios logra una plaza como profesor de submarinismo en el buque-escuela Cruz del Sur, lo que le ocupará durante dos temporadas: 1957-1958. En enero de 1958 dirige el equipo de buceadores que rescata los cadáveres del fondo del lago de Sanabria, adonde han sido arrastrados por la rotura de una presa. Al acabar la carrera viaja a África Central, de donde vuelve con grandes reportajes que publica en el prestigioso semanario Destino. Tras varios años como corresponsal viajero de la citada revista, empieza a trabajar como enviado especial para La Vanguardia y para Televisión Española, cubriendo los conflictos bélicos más importantes de la época. Poco a poco consigue compaginar sus grandes pasiones y hacer de ellas su modo de vida: la literatura, la aventura, los viajes... Al principio publica libros sobre los lugares lejanos y en cierto modo exóticos que conoce como periodista (África encadenada, La ruta de Orellana, Galápagos...), pero pasando los años empezará a publicar también novelas (Manaos, Tierra virgen, Quién mató al embajador...). El éxito le llega con Ébano y, sobre todo, con Tuareg. Muchas de sus novelas son adaptadas al cine, industria con la que empieza una larga relación, ya que ha sido director, guionista y productor. Entre sus obras más destacadas también pueden citarse, Sicario, El perro, El señor de las tinieblas, Coltán y las sagas Océano y Cienfuegos. En 2010 se alzó con el prestigioso Premio Alfonso X el Sabio con su novela Garoé, de enorme éxito. Con Ediciones Martínez Roca ha publicado, también, El mar en llamas y La bella bestia.
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El Inca - Alberto Vázquez-Figueroa
EL INCA
ALBERTO VÁZQUEZ-FIGUEROA
IllustrationCategoría: Novela histórica
Biblioteca Alberto Vázquez-Figueroa
Título original: El Inca
Primera edición: 2006
Reedición actualizada y ampliada: Diciembre 2022
© 2022 Editorial Kolima, Madrid
www.editorialkolima.com
Autor: Alberto Vázquez-Figueroa
Dirección editorial: Marta Prieto Asirón
Portada: Silvia Vázquez-Figueroa
Maquetación: Mercedes Galán
ISBN: 978-84-19495-24-2
Producción del ePub: booqlab
No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.
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Rusti Cayambe alcanzó justo renombre y se labró felicidad y fortuna tras la terrible batalla de Aguas Rojas.
Al mando de un pequeño destacamento de hombres agotados y hambrientos decidió lanzarse en persecución de cuanto quedaba del maltrecho ejército del escurridizo Tiki Mancka, quien intentaba adentrarse en las remotas estribaciones de la cordillera con la evidente intención de reagrupar a sus fieles, lamerse las heridas y aguardar los refuerzos que le habían prometido las tribus del norte.
Rusti Cayambe sabía muy bien, y eso era algo que de igual modo sabían el mismísimo emperador y hasta el último de sus soldados, que si al astuto Tiki Mancka se le concedía un corto respiro tras tan espectacular derrota, al año siguiente los ríos volverían a correr ensangrentados, e incluso tal vez se pondría en serio peligro el futuro del Imperio.
Y es que los feroces guerreros montañeses, idólatras, crueles y despiadados, se habían convertido en un tumor maligno asentado en el corazón mismo de la nación; una lacra que aterrorizaba a sus habitantes, impedía el normal desarrollo de las provincias limítrofes y frenaba una y otra vez las ansias de expansión de un pueblo que necesitaba crecer año tras año si no quería correr el riesgo de anquilosarse y perecer.
El mayor de los océanos era dueño de la frontera oeste del país, al este se abrían impenetrables selvas pantanosas, y por lo tanto norte y sur conformaban los únicos horizontes viables para quienes aspiraban a que sus hijos y sus nietos disfrutasen de un futuro brillante y prometedor.
Personalmente, Rusti Cayambe no abrigaba grandes esperanzas en lo que se refería a la conquista del sur, ya que su primera misión como oficial había sido la de explorar el mítico y lejano Atacama, y su ya incipiente instinto de hombre nacido para la estrategia militar le había llevado a la conclusión de que el simple hecho de atravesar tan ardiente desierto implicaría sin duda mucho más daño que provecho.
Más allá del ardiente erial de aguas salitrosas nacían nuevas cordilleras de alturas inconcebibles tras las que se ocultaban territorios poblados por seres primitivos que poco o nada tenían que ver con los habitantes de las ricas tierras del norte, y, por lo tanto, el fértil reino de los dos ricos en oro y minas de esmeraldas debían constituir, en su opinión, los primeros objetivos a tener en cuenta.
No obstante, el acceso a semejantes tesoros se encontraba bloqueado por los ejércitos de Tiki Mancka y sus incontables aliados.
La feroz batalla de Aguas Rojas, librada cara a cara en un hermoso valle convertido ahora en pestilente cementerio, se diseñó con la intención de poner punto final a tan dolorosa contienda, pero por enésima vez el escurridizo cacique rebelde había conseguido eludir el cerco, burlar la bien diseñada estrategia de los generales imperiales y alcanzar el nacimiento de los intrincados senderos que serpenteaban por entre los altísimos picachos de la más inaccesible de las regiones del planeta.
Una larga y amarga experiencia había dejado claramente establecido que allí –en las mismísimas entrañas del infierno de una extensa cordillera en la que tras un picacho nevado de más de cinco mil metros de altitud se abría una estrecha garganta por cuyo fondo discurría un río rugiente y embravecido – los montañeses se convertían en poco menos que fantasmas, puesto que ningún extraño sería nunca capaz de encontrar las angostas y profundas cuevas en las que solían ocultarse.
Debido a ello, el impetuoso capitán Rusti Cayambe no cesaba de gritar palabras de aliento destinadas a que sus hombres no se dejasen vencer por la fatiga o impresionar por la angostura de los senderos que bordeaban los abismos, convencido como estaba de que aquella constituía la mejor ocasión que se les había presentado nunca de acabar definitivamente con los enemigos del Imperio.
–¡Vamos, vamos! –aullaba–. ¡Les estamos pisando los talones!
La marcha se había convertido en una frenética carrera en la que de tanto en tanto algún desgraciado se precipitaba al vacío con un alarido de terror, y en su transcurso, Rusti Cayambe perdió a uno de sus más fieles oficiales: aquel que tantos años atrás le acompañara en su baldía exploración de los desiertos de Atacama.
Se le encogió el alma al verle desaparecer como un halcón al que se le hubieran quebrado de improviso las alas, y tuvo que morderse los labios y hacer un supremo esfuerzo por contener unas lágrimas que le hubieran impedido distinguir con claridad el punto en que debía pisar si no quería seguir idéntico destino.
Había llovido mucho durante los últimos meses, por lo que las piedras del camino habían criado un musgo espeso y resbaladizo que dificultaba aún más el avance, y todo aquel que no asentara firmemente el cuerpo antes de aventurarse a dar un nuevo paso, se arriesgaba a una muerte tan inútil como estúpida.
Caer en el fragor de la batalla y a la mayor gloria del emperador era un final asumible para cualquier soldado, pero despeñarse y que su cadáver desapareciera entre las aguas de un riachuelo tumultuoso resultaba a la vez deshonroso y ridículo.
Sudaban y resoplaban trepando como alpacas con la vista al frente y temiendo que en cualquier recodo del camino los acechara una emboscada, pero el enemigo no parecía en disposición de presentar batalla, ya que lo único a que aspiraba era a escapar tan aprisa como le permitieran las escasas fuerzas de que aún disponía.
En más de una ocasión alcanzaron a algún exhausto rezagado al que se apresuraban a rematar sin compasión para arrojarlo al río, pues no era aquella guerra de prisioneros sino de una victoria total que amenazaba con escurrírseles entre los dedos.
En la distancia hizo por fin su aparición el sagrado puente de Pallaca, balanceándose altivo y en apariencia frágil sobre un abismo de más de doscientos metros de altura, y al verlo, un escalofrío de terror corrió por la espalda de los perseguidores tan solo de imaginar que las bestias impías a las que perseguían se encontraran dispuestas a cometer la innoble y casi inconcebible herejía de destruirlo.
–¡Vamos, vamos, vamos!
Pero no se podían pedir nuevos esfuerzos a unos bravos guerreros agotados primero por la lucha cuerpo a cuerpo y ahora por la larguísima carrera, por lo que Rusti Cayambe advirtió desalentado cómo seis de sus seguidores se iban quedando rezagados, incapaces de dar un paso más en línea recta, con la boca muy abierta, los ojos casi fuera de las órbitas y un sudor frío empapando sus ensangrentados ponchos.
Impotente, asistió desde la orilla opuesta al inaudito sacrilegio.
Los últimos montañeses no habían concluido de atravesar aún el puente cuando ya sus compañeros comenzaron a descargar feroces hachazos sobre las gruesas cuerdas que lo unían a los pilares de roca, y aunque el fabuloso Pallaca se mantenía firme en su puesto en el momento en que Rusti Cayambe alcanzó la amplia explanada, pronto comprendió que sus hombres no disponían del tiempo necesario para atravesar los treinta metros escasos que los separaban de sus enemigos.
Se limitó por tanto a tomar asiento al borde del abismo, y ahora sí que permitió que las lágrimas corrieran desvergonzadamente por sus oscuras mejillas, consciente de que estaba a punto de ser testigo de un crimen abominable.
Las hachas continuaban su labor, indiferentes al mal que estaban causando, Tiki Mancka gritó con todas las fuerzas de sus pulmones, se escuchó un crujido estremecedor y aquella portentosa obra maestra de la ingeniería trazó un semicírculo en el aire y fue a rebotar contra la pared de roca.
Los montañeses aullaron de alegría, blandieron sus armas y por último giraron sobre sí mismos para mostrar impúdicamente sus sucios traseros a cuantos se habían dejado caer, agotados, en la ancha explanada de la orilla opuesta.
Poco después se perdían de vista entre los árboles para desaparecer definitivamente rumbo a sus lejanas guaridas, de las que no volverían a salir hasta que se hubieran recuperado de la ominosa derrota.
Todo volvía a sus principios. Todo había resultado inútil.
Los muertos, la sangre, el sufrimiento...
¡Todo para nada!
Los generales se verían obligados a regresar al Cuzco con la cabeza gacha para postrarse a los pies del emperador y admitir que un año de esfuerzos y un bien meditado plan de acción no habían dado más frutos que un valle sembrado de cadáveres.
Tiki Mancka seguía con vida.
Su ensangrentada maza continuaba pendiendo sobre el futuro del Imperio.
Pronto o tarde asestaría un nuevo golpe allí donde menos cabía esperar, y un incontable número de víctimas inocentes quedarían tendidas una vez más sobre los campos de maíz.
¡Oh, Viracocha, Viracocha! ¿Por qué consientes que la maldad continúe habitando entre nosotros?
¿Por qué el Dios Creador, padre del sol y padre por tanto de su hijo en la Tierra, permitía que un zarrapastroso montañés, violador de doncellas y asesino de niños, causara tanto pesar al pueblo elegido?
Aquellas eran preguntas para las que el animoso capitán jamás encontraba respuesta, al igual que no entendía la razón por la que Viracocha había creado un ardiente desierto que servía de protección a los pestilentes araucanos, que ocupaban una escala social apenas ligeramente superior a la de las alimañas con cuyas pieles se vestían.
Los incas aspiraban a extender su cultura sobre todos los pueblos del universo, sacando a las primitivas tribus de su atraso de siglos, pero abismos, desiertos o seres despreciables se interponían continuamente en su camino, como si un dios más poderoso aún que Viracocha se esforzara por continuar manteniendo las distancias entre los seres civilizados y las bestias.
Los montañeses, como los araucanos, o como los aucas de las selvas orientales, odiaban el trabajo, vivían de la caza y la rapiña, no respetaban a las mujeres y los ancianos, rendían culto a ídolos crueles y despreciables, y se negaban a aceptar cualquier tipo de autoridad legalmente constituida.
Pero aun así, algún extraño ser los protegía.
¿Por qué?
¿A qué sé debía tan patente injusticia?
Quien quiera que destruyese un puente que un centenar de hombres habían tardado un año en construir, perdiendo muchos de ellos la vida en la aventura, no merecía que los dioses le respetaran, pero aun así, allí estaban aquellos hijos de las sombras de las más oscuras grutas, murciélagos sin alas, sapos venenosos, sanguijuelas de charco, mostrando sus cagados traseros a quienes los habían vencido en campo abierto, para escapar libremente protegidos sin duda por las más repelentes criaturas del reino de las tinieblas.
–¿Qué hacemos, capitán?
Rusti Cayambe alzó el rostro hacia el siempre animoso Pusí Pachamú, un alférez que con la desaparición del primer oficial pasaba automáticamente a ocupar su puesto, y tras advertir que las primeras sombras se dibujaban ya contra la pared fronteriza del acantilado lanzó un hondo suspiro de resignación.
–¿Y qué podemos hacer? –inquirió a su vez–. Regresar en la oscuridad significaría arriesgarse a perder la mitad de la tropa... ¿Hay algo de comer?
–Muy poca cosa.
–Que se reparta entre los reclutas. Se supone que los veteranos debemos estar habituados a las calamidades de la guerra, y un fracaso tan estrepitoso anula el apetito.
–No debes sentirte culpable por no haber conseguido alcanzar a esos cobardes –le hizo notar su subordinado tomando asiento a su vera–. Cosa sabida es que el miedo mueve las piernas mucho más aprisa que el valor. El que huye de la muerte tiene siempre las de ganar frente al que tan solo persigue la gloria.
–Yo no perseguía la gloria... –puntualizó Rusti Cayambe en tono que no permitía dudar de su absoluta sinceridad–. La gloria no hace fértiles los campos ni madura el grano. Yo perseguía la paz, que es lo único que a la larga garantiza buenas cosechas.
–Me sorprende de ti que raramente te expreses como soldado. Más recuerdas a un palurdo «destripaterrones», que a un valiente capitán del emperador.
–Nací «destripaterrones».
El otro le golpeó con afecto la rodilla al tiempo que negaba con un firme ademán de la cabeza:
–Naciste militar y de los buenos. Tu primera arma fue sin duda una taccla, pero estoy seguro de que cada vez que la clavabas en tierra imaginabas que la estabas clavando en el corazón de Tiki Mancka.
–Tal vez tengas razón... –admitió su amigo y capitán–. Cierto es que desde que tengo memoria ese maldito nombre me obsesiona, y temo que más aún me obsesionará de ahora en adelante, sabiendo que lo tuve al alcance de la punta de mi lanza y no me dio oportunidad de arrojársela.
–¡Ocasiones habrá!
–¿Cuándo? ¿El año próximo? –negó convencido–. Lo dudo, porque si mis informaciones son correctas, para ese entonces nos habrán enviado de nuevo al sur, a patear las arenas de Atacama en busca de un camino por el que acceder al país de los araucanos.
–¡Los cielos no lo quieran!
–Basta con que lo quiera el Inca...
–No me asusta la guerra... –puntualizó Pusí Pachamú–. Ni el frío de las cumbres, ni el hambre de tres días, ni aun los abismos en que solemos perder a tantos hombres. Pero tan solo de pensar en ese infierno en el que se te derriten hasta las ideas, me entran escalofríos. ¿En verdad es tan terrible como cuentan?
–¡Peor aún, querido amigo! ¡Peor aún! Aunque te garantizo que no es peor que estar sentado aquí viendo cómo el sagrado puente de Pallaca cuelga bajo nuestros pies. Cuando el viento arrecie lo destrozará golpeándolo contra las rocas.
–Podríamos intentar subirlo.
–¿Nosotros solos? –se asombró Rusti Cayambe–. ¿Tienes idea de cuánto debe pesar? Harían falta por lo menos cien hombres, fuertes y descansados, y aun así dudo que lo consiguieran... –Agitó la cabeza pesimista–. ¿Sabes una cosa? Empiezo a temer que cometí un grave error cuando di orden de perseguir a esos cerdos. Tal vez, de no sentirse acosados, no hubieran decidido cortar el puente.
–Lo hubieran hecho de todos modos.
–¿Estás seguro?
El otro asintió al tiempo que se ponía en pie fatigosamente.
–Lo estoy. Tiki Mancka sabe muy bien que necesita tiempo para reorganizar sus fuerzas, y con el puente intacto jamás podría dormir tranquilo. –Le revolvió cariñosamente la negra cabellera–. Y ahora intenta dormir tú –concluyó–. Hiciste lo correcto.
Una ráfaga de viento helado descendió del nevado picacho corno el chasqui que anuncia la llegada de la diosa de la noche, e instantes después las tinieblas pintaron de un negro abominable las lisas paredes del impresionante acantilado.
Los hombres se arrebujaron en sus ponchos.
Mañana de sangre y muerte, una agotadora carrera, la emoción de ver cómo un puente sagrado se precipitaba al vacío, la decepción de la derrota, el hambre y ahora el frío bastaban y sobraban para convertir en polvo o en ceniza las más firmes voluntades, por lo que cerrar los ojos y confiar la mente al olvido del sueño era la única esperanza de salvación que quedaba si se pretendía sobrevivir a un día tan nefasto.
Pero el sueño tan solo aceptaba acudir a saltos y trompicones.
Jugaba a ir y venir; como si en verdad se tratara de una hoja en manos del viento, puesto que la dura roca, el castañear de dientes, el tiritar del cuerpo y los estómagos vacíos nunca habían hecho buenas migas con el tranquilo descanso.
El alba iluminó un montón de piltrafas. Tres hombres habían muerto.
Desangrados, de frío, de cansancio...; tal vez de desaliento. Tomar conciencia de que debían descender, de cara ahora al abismo, por un sendero estrecho y más resbaladizo aún por culpa del rocío que se había depositado sobre el musgo debió de pesar sobre el ánimo de los difuntos tanto o más que las abiertas heridas, la helada nocturna o la fatiga.
La sangrienta batalla de Aguas Rojas continuaba atesorando víctimas.
Rusti Cayambe abrió los ojos con la primera claridad, pero se limitó a permanecer muy quieto, recostado en el pilar del puente, aguardando a que el primer rayo de sol viniera a arrancarle el frío de los huesos.
Entumecido, sabía muy bien que sus piernas se negaban a sostenerle y por lo tanto se conformó con esperar mientras clavaba la vista en los altivos árboles de la orilla opuesta,
Una hora más tarde, cuando el violento sol de las alturas amenazó con abrasarlos –de modo que hasta el último músculo de su cuerpo pareciera haber recuperado la perdida elasticidad–, se irguió trabajosamente, y desanudando la hermosa bolsa de piel de alpaca que colgaba de su cinturón se la entregó a su lugarteniente.
–¡Repártela! –dijo–. ¡A todos!
–¿A todos? –se escandalizó Pusí Pachamú–. ¿Es que te has vuelto loco? Sabes muy bien que a la mayoría les está prohibido tocarla bajo pena de muerte.
–Yo asumo la responsabilidad.
–¿Y qué responsabilidad es ésa? –fue la agria pregunta de su subordinado–. ¿De qué les servirá cuando les corten la cabeza? Nadie tiene derecho a cometer semejante delito por más que su superior le incite a ello. ¡Así es la ley!
–¡Existe una excepción!
–¿Cuál?
–Un soldado está autorizado a mascar coca si su superior considera que la necesita a la hora de hacer un esfuerzo final que le conduzca a la victoria.
–Eso es muy cierto –admitió su interlocutor–. Pero aquí no existe ya esperanza alguna de victoria.
–¡Existe!
–¿Cómo?
–Cruzando ese abismo.
–¿Cruzando el abismo? –se asombró el otro–. ¿Acaso eres un cóndor? Contando con ayuda tardaríamos seis meses en reparar el puente.
–Tardaremos seis horas.
–La noche te ha congelado las ideas.
–No lo niego, pero nuestro padre el Sol me las ha vuelto a calentar, mostrándome el camino.
–¿Un camino en el aire?
–¡Exactamente!
–¿Y quién es capaz de construir un camino en el aire?
–Una araña.
–¿Una araña?
–Eso he dicho.
–¿Y qué tiene que ver una araña con todo esto?
–¡Mucho! ¿Te has fijado alguna vez en cómo tejen sus telas? –Ante la muda negativa, Rusti Cayambe añadió–: Yo sí... He visto cómo lanzan delgados hilos de una rama a otra a través del vacío, y cómo los entrecruzan reforzándolos pero permitiendo que tengan la elasticidad y el espacio justos para que el viento los agite sin destrozarlos…
–Entiendo... –admitió con aire de supremo cansancio su subordinado–. Pero está claro que ni somos arañas ni tenemos hilos con qué tejer.
El entusiasta capitán señaló hacia el acantilado que nacía bajo sus mismos pies.
–Aquí debajo cuelgan cientos de metros de buena cabuya que los mejores artesanos han trenzado a conciencia para conseguir maromas capaces de resistir el peso de un puente y veinte hombres. –Hizo un significativo gesto con las manos, obligándolas a girar en sentido contrario–. Destrenzándolas obtendremos delgadas cuerdas que arrojadas desde lo más alto de la montaña por nuestros más fuertes lanceros alcanzarán los árboles de la otra orilla.
–Me voy haciendo una idea... –reconoció Pusí Pachamú, cuyo rostro comenzaba a animarse–. Disparando desde la cima, las lanzas surcarán el abismo sin dificultad y alguna acabará por clavarse en un árbol.
–¡Tú lo has dicho! Y en cuanto hayamos conseguido hacer blanco con tres lanzas, trenzaremos de nuevo desde aquí las cabuyas para obtener un cabo lo suficientemente resistente como para que me permita pasar al otro lado.
–Y con un hombre en la otra orilla el resto sería coser y cantar...
–«Tejer» y cantar; querido amigo –puntualizó su jefe–. «Tejer» y cantar.
–¿A qué esperamos entonces?
–A que repartas esa coca y mentalices a los hombres de que van a trabajar muy muy duro. Antes de que caiga la noche tenemos que estar ya al otro lado.
La simple visión de las verdes hojas prohibidas hizo brillar los fatigados ojos y levantó de inmediato los decaídos ánimos de la hambrienta tropa, especialmente cuando Pusí Pachamú puntualizó que al mascarlas no estaban desobedeciendo al Inca ni arriesgando la cabeza.
De lo que ahora se trataba era de aniquilar a los enemigos del Incario, y aquella era una de las principales razones por las que Viracocha había otorgado a su pueblo el sagrado bien de la planta de coca.
Su consumo habitual se encontraba reservado al emperador, sus familiares, algunos miembros de la nobleza, los sumos sacerdotes y los militares de alta graduación, por lo que al pueblo y la soldadesca